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A
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PLVA •
. VtTPA
>LEMENTO DE CARAS Y CARETAS"
IWARZO, 1916
AÑO I.
NÚM. I.
ci iiiD*r»r» puTi ini ANjnr» Ri PAiir»
ÓLEO DE MAYOI.
— p>u;s.'í=" X i."i^i3»>3v —
La felicidad más grande de la mujer, consiste en saber que su hogar está libre de
padecimientos físicos, y que, tanto ella misma, como cuantos la rodean, están sanos.
IPERBIOTINAmalesci
el tónico de los nervios y de la sangre, más poderoso y más fácil de tomar; hace
hogares felices, porque hace hogares sanos.
Preparación patentada del Establecimiento Químico Dr. Malesci - Firenze (Italia)
VENTA EN DROGUERÍAS Y FARMACIAS
O. MONACO, Único Concesionario-Importador en la República Argentina, VIAMONTE, 871 - Buenos Aires.
SOTA No habiéndose minimamente alterado el precio d" la IPERBIOTINA MALESCI, no debe pagarse precio superior de lo que
í"omrjnm<»nt'- s^ ha pa^^ado.
g^g^^C»
— I=»I_;:'^^-S
Remates
en
silencio.
En Holanda se ha
puesto en práctica
últimamente, en los
grandes remates de
huevos, que en ese
país son muy fre-
cuentes, un aparato
eléctrico que impi-
de las confusiones y
las disputas sobre si
Fulano hizo o no hi-
zo una postura, y
permite que los antes
bulliciosos remates
se lleven a cabo en si-
lencio. El silencio en
un remate, tiene to-
da la apariencia de
una paradoja; ya que
parece imposible
que se pueda rema-
tar algo sin hablar;
sin embargo, los ho-
landeses, pueblo ca-
llado y tranquilo,
han realizado esa
paradoja, que juz-
garían irrealizable
nuestros parleros
rematadores y su no
menos parlero pú-
blico. El aparato en
cuestión se llama el
«rematador eléctri-
co». Los huevos se
venden en lotes, nu-
merados, de dos mil
quinientos. A cada
uno de los interesa-
dos se le da un asien-
to que también está
numerado. El rema-
tador se coloca en
un estrado, al lado
de una como esfera
de reloj, en la que
hay marcadas cifras
El Rematador
Eléctrico
Holandés.
que corresponden a
los posibles precios
de los huevos, desde
el más alto hasta el
más bajo. Al lado de
la esfera, un tablero
con números, co-
rrespondientes a los
nú meros de los
asientos. Empezado
el remate, el punte-
ro de la esfera em-
pieza a girar, desde
el número uno. Los
interesados están
atentos. Cuando el
puntero llega a la
cifra que le convie-
ne a alguno, toca un
timbre eléctrico que
hay en el brazo de
su sillón, suena una
campanilla y el pun-
tero se detiene, al
mismo tiempo que
en el tablero apare-
ce en negro el nú-
mero correspondien-
te al del asiento del
que ha tocado el
timbre. Pasado un
momento, el punte-
ro de la esfera vuel-
ve a moverse, y se
repite la operación
hasta que las pues-
tas cesan, y el re-
matador dice en
voz alta el número
del lote, el del com-
prador y el precio.
Después de lo cual,
el silencio vuelve a
reinar entre los fle-
máticos holandeses,
que rematan hue-
vos sin hablar.
gí^i-T^iilíi^iiií^tii^
i
PERSEGUIDO POR UN TEMOR INDETERMINADO
Al que no goza de perfecta salud, le persigue el espectro de la
vejez prematura y de la tristeza abrumadora ; muchas enfermeda-
des, cuya cau.sa se ignora, provienen del estómago o de los intesti-
nos, se descuidan porque no hay peligro de muerte ; pero, una vez
crónicas, son insufribles y engendran la desesperación. Los des-
gastes físicos, consecuencia de la actividad excesiva, hacen que la
mayor parte de la humanidad esté enferma del ESTOMAGO, y es
necesario prevenir muchos males que ocasionan una mala digestión.
"STOMALIX" Saiz de Carlos, conserva la integridad de su orga-
nismo. Es el TÓNICO-DIGESTIVO por excelencia. Su eficacia
y su sabor agradable, han conquistado la fama mundial que goza.
"STOMALIX" debe ser su compañero en la mesa.
Venta Farmacias. Pidan folleto a Carlos S. Prats, San Martin, 66,
Buenos Aires.
%'^^¿¿'¿^^í¿<!^^.¿^=y-.
^í^^^^i^^ísSí^ii¿:':¡¡a
— I3l;v/:©
El heroísmo de la elegancia. Nonadas que^lo son todo. El cronista y
la Moda. Recuerdos. Paris sigue siendo nuestro París de siempre.
Detalles y precisiones. Los últimos «potins». El Amor solloza.
(Expresamente para Plvs Vltra)
1
— Gao» r fíp>* — '""^ *"> provwoio
• Aeit k stpotrara ... y li esta par-
dal evActar InunaiM. obstiñkdo
sos cnalidadM y sus dafach»
a tanit át todas las Tidsltttdes de la vida,
es cesa, por eviden-
te, innegable. |cuin-
to mis definitiva e
inalterable por to-
dos los reactivo* de
la educación ode la
..-vv , . vt>lunta>d. no ha de
^^^\\>. ser la cristaUzación
^^r/\\/ de asa diamante Ua-
^r /! VV mado le tUrno Itmt-
^R IV} "'"'•' <">">*'>*' *^
W \\\ V debemos toda
' 1 1 \ luí de ilusión y todo
reflejo de azul, nos-
otros los hombres.
Vque aun somos, en
''nuestra ingratitud.
capaces de maldecir
les divinos destellos,
cuando nos ciegan,
como si el abrasar
fuera culpa del (uego
y no del im-
pradeate que se acerca demasiado a
éü...
Convenido esto, y ya que este ooque-
teria «inris misma de lo tumo U-
mmime, ha aobiwivido al Diluvio en
primar término, y en segundo lugar
a todas las grandes hecatombes que
alUgieroa a te humanidad, ¿qué de ex-
trafto tiene que ni las huestes germl-
nicas, ni aim las mismas bombas de
los leppiliHts acierten a turbarte?. .
Y crieme, encantado-
ra nui)ar que me escu-
chas: vista de cerca y
en el instante del peli-
gro, causa admiración
muy grande esa brava
cTimtrit con que las mu-
jeres de acá supieron lu-
cir sos más bellas toiltílt¡ ajo
la metraUa de las naves aéreas
del kaiser... Esta sublime co-
quetería, faa d la morí: este he-
roísmo de te elegancia, derro
diado por tes parisienses, nos
produce — y te producirte si le
contemplaras — una sensación es-
tética tan profunda, tan solem-
ne (¿por qué no decirlo?)
como aquel bello y postrer
gaato de Petronio, o como
esta suprema tidurcht qu*
hace que los oficiales d'
Joffre vistan su más fia
raante uniforme cuando
les Uega te hora de mar-
diar al asalto, camino de
te victaria o de te muer-
te...
En nada de esto pen
sarán, ni por asomo, las
escandalizadas damas
que anatematizaron
d gentil desenfado de las si-
luetas dibujadas por Hérouard, y
te imperturbable y soberana ele-
gancia de las manntifuiHi vestidas por los
•faiseun» de te Place Vendóme o de la Rué
de te Palx . . . Mas en todo esto pensamos
ahora tú y yo. sellora mía. al correr de
esta charte oon te que tú me honras y con
te que yo trato de decir, a tus pies, un
mundano oomentario de femenina actuali-
dad...
Este discreteo
nos ha conduci-
do, de la mano,
hacía el tema
de la moda ac-
tual. . . (La mo-
da'... |Patebra
de abracada-
bra!... ¡Mágica
cifra!... ¡Con-
juro que trans-
forma los seres
y las cosas, y
que salva los
esps ' --
dr.
do
cuení'-^ áe Sr»e-
herazada' . . .
\Ofj
-ü
Pero, ante todo, ¿puede un cro-
nista hr,'-'-- ■•■ -.' de te moda?
— jN veces nol —
respon^- .eño. el ínfimo
tsuperhontbte» contemporáneo, sa-
turado de filosofía kantiana y de
pesimismo nietzscheano. y abs-
traído de te vida Um i ierre . . .
Mas yo, desconocida interlocutora.
me contento con ser, sencillamente
un hombre, y amo con ferviente ••
amor todos los pequeftos aspectos
de la existencia: en ellos, mejor
quizás que en las difíciles alturas,
me aparece esa eterna armonía de
la Verdad y de la Belleza que está
en todas las cosas y que torna
todas las cosas amables para los
que. por nuestro bien, tenemos el
alma humilde, ingenua y enamo-
rada, de un Schelley o de un
Francisco de Asís . . .
He de confesar, pues, sin rubor, que la
moda femenina me interesa prodigiosamen-
te, ya que prodigiosamente, también, y más
que nada en el mundo, me interesa la mujer,
y te moda es a te mujer lo que el marco al
cuadro: lo que el ambiente a la
sinfonía: lo que el engarce a la
perla . . .
Hablemos, pues, de la moda, y
sigamos a esta hada moderna en
su inquieto peregrinar por los más
extraños reinos de la fantasía.
Augurábase, allá en los prime-
ros tiempos de la guerra, que el
mismo gigantesco conflicto que
había de transformar el
mapa de Europa, trans-
formaría también, y en
primer término, las cos-
tumbres de nuestra so-
ciedad, y pondría inme-
diato y definitivo coto
al lujo y a la ostentación.
Por lo tan-
to, hubo una
hora en la cual
pudimos te-
mer que
París de-
j a r a de
.ser nuestro
París de
antaño, para trocarse,
hogaño, en un inmenso
retiro conventual.
■- Veréis — nos de-
cían los graves dispensa-
dores de estas predic-
ciones... — veréis a
las parisienses, ensom -
brecidas ycontritas.
abandonar para siempre
sus locas extravagancias
de paganía, para volver
a la severidad y aun a la
negligencia de apostura
que, en renunciamiento
a todo bien terrenal,
adoptaron las tristes y amar-
gadas mujeres del año Mil . . .
Veréis aparecer las rígidas
túnicas de jerga opaca y
obscura, fieles evocaciones
de los hábitos de tas peni-
tentes. . . Veréis el imperio
de las faldas que os veda-
rán la pecadora gracilidad
del pie. . . Veréis el reino de
las pelerinas que han de borrar - anegándo-
los en la obscuridad de los pliegues talares —
los tentadores relieves del busto... Y. en fin,
veréis ocultarse los rostros brujos, bajo el es-
pesor de los velos inclementes. . .
Angustiados, nos preguntábamos enton-
ces: — ¿Será cierto que hemos de ver tales
cosas? ¿Es. pues, llegada la hora del Apo-
calipsis?
No tardaron las mujeres en respondernos:
- - Hombres de poca fe, ¿por qué dudasteis?
— nos dijeron ... Y sonrientes, eternamente
sonrientes, prosiguieron su armonioso cami-
nar por las sendas floridas, que son las del
amor, las de la gracia, las de la frivolidad . . .
Así vimos la moda guerrera, ya lejana: la
..... j» 1^5 tailleurs ■ Tommy y de las
lers; el favor de los galones
r.iemas militares bordados sobre
ios cuellos y las bocamangas: las faldas, tan
breves como amplias, que al menor soplo de
un aire malicioso, o al menor
gesto fuera de ritmo, descubrían,
sobre la alta media, los encantos
de un buen palmo de media tendi-
da en clara transparencia sobre la
fina, ebúrnea y nerviosa pierna. . .
Pero todo esto, que es de ayer,
es ya muy viejo. . . ¡Corre el tiem-
po de tal modo para esa femenina
fantasía que es «pluma al vien-
to»! . . .
La moda guerrera pasó, porque
la guerra ha durado más de un
día, y luego de aquel engoucmcnt
un poco paradójico en nuestras
bellas, por ser un poco viril, la
feminidad, la extremada femini-
dad parisiense tornó a las sutili-
dades de su elemento: sedas, gasas,
armiños, gabardinas, «taffetas», ba-
tistas y tules: y de la intensa pa-
sión hacia la ¡oüette-uniforme, sólo
algún que otro detalle aislado, — tal cintu-
ron o cual bolsillo. — logró subsistir. Hoy la
moda puede resumirse en esta fórmula sabia:
evitar la ostentación — que en la hora actual
sería un insulto para los desdichados — y
usar, y aun si se quiere abusar, dis-
cretamente, de ese lujo que para
la mujer de Paris es tan necesa
rio como el aire que respira. . .
Dentro de esta ley general, ad-
mítese el más grande eclecticismo.
Las faldas cortas, de rigor, varían
según el gusto de quien las viste,
y asi pueden llegar al tobillo o
detenerse a veinte centímetros por
encima de él: y la ^
amplitud de estas
¡upes, que en algu-
eos casos de modes-
tia se contentan con
cuatro metros de
circunferencia, exce-
de a seis y aun ocho
metros en no pocas
ocasiones. Los cuer-
pos, lisos, moldean
el busto libre de
corsé, o ape-
nas sosteni-
do por una
cintura, y las
encolures se
abren tan
pronto sobre
el pecho, en
audaces es-
cotes, como cierran
luego, tímidamente,
el cáliz todo albura
de un alto cuello de
lingerie ceñido a la
garganta... Las túni-
cas han dado al tras-
te con la blusa tra-
dicional, cuya des-
aparición es una de
las características de
la moda presente: y
la piel, rica fourrure o
modesto lapin, cons-
tituye el adorno casi
exclusivo de cuellos,
mangas u orlas de
los bajos... Los abri-
gos, ajustados leve-
mente hasta la cin-
t u r a, prendidos a
ella por las militares
paites, o por el aún
más belicoso cintu-
rón de cuero charolado, caen luego en múl-
tiples godels, formando una airosa y ondu-
lante campana, que en su mudo vaivén,
marca el ritmo leve y breve de la marcha.
El abrigo de cuero flexible, — íntegramente
de cuero, — ya blanco, ya rojo, ya gris-
humo, ya violeta, es creación, del todo
reussie, lanzado por una gran casa de la
Rué de la Paíx... Y, en fin. los sombre-
ros pequeños, diminutos, hechos para po-
der ser compatibles con los altos cuellos
de esos abrigos, sin que bajo unos y entre
otros desaparezcan los rostros, completan
este apunte de la mujeril silueta bien parí-
sienne, en este año 1915-1916, que no es pre-
cisamente de gracia. . .
Antes de dar punto a esta charla, durante
la cual puse a prueba tu angélica paciencia,
permíteme, lectora, que te haga saber los úl-
timos polins que en este momento apasio-
nan al París femenino y parlero. Trátase de
la ruidosa gaffe cometida por la segunda
esposa de Mr. Wilson, y trátase también del
fulminante decreto con que el general Gallie-
ni prescinde, — cortés pero inexorablemen-
te,— de los servicios
más poéticos que
prosaicos, y por en-
de más imaginarios
que reales, presta-
dos por las damas
del Grand Monde en
los hospitales mili-
tares.
La nueva «Presi-
denta» de los Esta-
dos Unidos sembró
la alarma y la dis-
cordia en el Sindica-
to de la Costura Pa-
risiense, al confiar a
un agente alemán, —
más o menos natu-
ralizado yankee, —
la misión de com-
prar las toilettes de
su equipo nupcial...
De aquí una corriente de indig-
nación que ha estremecido los
estatuarios pechos de las pre-
mieres y de los mannequins,
iesde la Place Vendóme a los
ampos Elíseos, pasando por la
Rué de la Paix, la Opera y la
Magdalena. . . Y de aquí, tam-
la escisión producida en el
seno del citado Sindicato, que
entiende prescindir
de todo intruso y de
todo indésirable, y
que se alza, écceuré,
contra la absoluta
falta de tacto mos-
trada por la ilustre señora que,
de hoy más, comparte las eter-
nas indecisiones, las inefables
mansedumbres y la inútil retó-
rica del doctor Wilson. . .
En cuanto a la severa medida
adoptada por nuestro ministro de
Guerra, al desterrar de las
ambulancias y de los
hospitales de sangre
a las aristocráticas
enfermeras, se dice...
— ¡perpetuo y mal-
diciente se dice\ —
que algunos exage-
rados idilios, entre
ciertos heridos de-
masiado convalecien-
tes y ciertas «ambu-
lanciéres» demasiado
solícitas, motivaron
tal y tan duro ri-
gor. . . ¡Triste suer-
te!.. . Pero es fama
que así comoelamor
fué, en tiempos pa-
sados, credo y sostén
de los paladines, en
los días presentes el
niño arquero se ha
trocado, para los lu-
chadores, en pérfido
y ensoñador conse-
cro de reposo y de
paz. . . Y, según pa-
rece, los jefes alia-
dos no consienten que por ahora se
hable en Europa de cosa que no sea la
implacable actividad de una guerra a
muerte, sin tregua, sin cuartel, sin perdón
posible. . .
Braman, pues,
los cañones
Arrecia el hura
can de fuego
Y acogido al tris
te, al nostálgico
silencio de las
alcobas desier-
tas, el Amor so-
lloza. . .
Antonio G. de
Linares.
París, enero
de 1916.
-Dib. de Ribas.
— P3i.-;v^^
— l3L.;v/'.S vi^'r'I3>=s.—
CONFERENCIA CIENTÍFICA
Un miembro de la Sociedad de Arqueología, demostrando la manera que
empleaban los hombres primitivos para fabricar puntas de piedra para flechas.
Dibujo de Morrow.
—S^flS*^^
^ iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiniiiiiiiiiuiiiiiiiiiiiiiiiiiiniiiiii
^ iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiniiiniiiniiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiaiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiNiiiniiiiiiiiiKiiiiiiiiiiiiiiiiaiuiiiiniiiiiiiiiuiiiniiiiiiiiiiiiiin^^^^^
riiiiiiiniiiiniiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiniiiiiiniimiiiiiiiiui
N^ A^^n^^vr^m. ^°^ P^^*^ ^^ "^^"O' ^" coiTiprar, MUEBLEROS
o aemoren, y particulares.
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El mismo juego, más sencillo, $ 300. t 260.
Reclame, dormitorio roble macizo, 3 cuerpos, mármoles a elegir, lunas biseladas, 8 piezas,
$ 270.
Comedor Bombe, roble norteameíicano
macizo, mármoles finos, las 2 piezas,
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El mismo juego, en tea lustrado, color Mesa roble,
claro u obscuro, $ 145. 3 tablas, $ 32.
Sillas óvalo,
roble y esteri-
lla. doc.,$ 100.
Tapizadas, do-
cena, $ 120.
n
g g Rédame, dormitorio roble macizo, con bronce, 3 cuerpos, mármoles finos, 8 piezas, lo mejor.
$ 250.
El mismo juego, más sencillo, $ 190.
Buen juego comedor Renacimiento, nogal de Nort?
América y roble, mármoles rosa, lunas biseladas, $ 175.
Elegante dormitorio 3 cuerpos, Luis XVI, macizo, con bronces, lunas biseladas
8 piezas, $ 205.
Dormitorio Luis XV, nogal, para matrimonio, mármoles rosa, lunas
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Km
I
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K;
[A
JYárrods
constituye en nuestro
ambiente social y co-
mercial la más alta ex-
presión de buen gusto,
arte y elegancia.
el "rendez-vous
gado de las familias que
se congregan en sus salo-
nes, atraídas por las suntuosas inota-
laciones de la Casa, por la exhibi-
ción de las últimas creaciones de la
moda y por el "savoir faire" d; un
personal seleccionado.
Jfíarrods
se ha incorporado al movimiento co-
cial porteño como una nota obliga-
da dentro de las costunibrcs de la
gran capital.
Jíarrods
es. en una palabra, el palacio de la
distinción y el supremo "chic".
Jíarrods
ha visto compen-
sados amplia-
mente los esfuer-
zos que suponeii
la fundación
y desenvolvi-
miento de una
Casa como
ésta.
beneplácito que han dispensado la
sociedad porteña y las más cultas
colectividades extranjeras, a la idea
de prolongar en Buenos Aires la
influencia mundial de HARRODS,
con sede en Londres, y poder apro-
vechar así de la experiencia y de
la selección de artículos que se hace
en los grandes centros europeos de
la moda.
tina — y es un timbre de legitimo
orgullo para esta capital, que puede
presentar a sus visitantes un esta-
blecimiento de esa categoría, donde
todos los artículos son de calidad
superior, de marcas mundiales, de
fabricación excepcional y a precios
verdaderamente ventajosos.
Jíarrods
Jíarrods
condice con el progreso alcanzado
por Buenos Aires — a justo título
considerada la segunda ciudad la-
Iti-
"^^==^
es la única Casa en Sud América
que ofrece a su clientela verdade-
ras ventajas para las compras, pu-
diéndose circular por sus amplios
salones sin ser molestado con pre-
guntas sobre el artículo que se desea.
Igualmente es la única Casa que
brinda comodidades especiales
para su permanencia
en ella, como ser: Sa-
lón de te. Sala de lec-
tura, Salón de descan-
so y conversación,
teléfono. Correo de
la Nación, etc., y
demás detalles de
confort.
'f/y^'/^/i
"^^s^'y
S¿1
/^AF:x"7_0. IQIO
VLTlUA
-<-*_-* A.
EOTOR
X ">
r\c>tyr^1 de l^yco-
ycsy- todo c^t h. circvr\ycripto
^ detcriTMrN-^doy l¡í^^itey: Pero,
por vr\z>. ley de evolvciór^,tam-
biér^todo lo qve proydre^cx. den-
tro del IT^vr^do e/^pihtvcxl ó fTN-^teri-cxl.re-
qviere cxp^^r^yi6^^ po^r-c^ /"V deyerwol-
virr\ier\to. . . .
C^r ^/ y C^b^retu/ rcviy tDv qve tv be-
r\evoler\ciOv kcx cor\y;aprOvdo, ■acept'Cx
obediehvte el ifr>per ortivo de eyo> ley qve
-DÍlriTNOv I'Zk/' trT^diciorxey qve yien>pre Koi
pcry^epvido.De eytr> Dv/pirOiCiórN,r\oble
yj:ícr\aro/-^,t\-c>cc "Piv/" Vltra" pvblicr>-
ciór\ yvplelT^er^to^i■cx,dor^de terNdro^f^cex-
bidDitodoi/ loi/" r\otD»/;cvyQ ÍKdole eypcci^l,
Kcce/ite [nt^y ■o^íT^plitvd pc^roi dez-arrollarre
í rN"Plv/ VltrOi'.verdoder^ prologo, -
ciórA.eco ^prt^rAdc^do de tv reviytoi
T>rrNÍyd-a, KTxiiOvrixy el cofnplefr\erNto de vtNOk
It^bor qve K-Oice ^r\o/ye impv^o It^ etr\pre-
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y;e>ovir \t^ lobor cofT^ct-^z■Dvd■D.iyi Id./ re
cKTXZT^y dej'oremoy qve ot roy eo^
tn-ay -Dptitvdey llévete -Ov (feliz: tér-
mitAO lo qve lAoyotroy r\o yvpin\o^
reo^iiz'Cxr
P LV/
IVLI RA
--!.
—I=>1.7^>y:&
Entra la* obras abulatamente inMiUs del doctor Wilde, figura esto
primorooo «rtículo. Fechado en 1913, recuerda aquella prosa del
oiMn Hbro «Tiempo Perdido*, cuya edición se agotó hace muchos años.
Joato ooo otro» artfcukM. igualmente brillantes, se publicará en
mode los do* tomo» que. formando la quinta parte de las obras
completas de Wilde. han de comprender producciones literarias
inédita* del Uixtre fnügttío.
Eche usted, lector amigo, una mirada a su alre-
dedor, mire en se^ida a los cielos y luego baje los
ojos hacia la tierra.
Ha recorrido usted los extremos de cuanto tiene
extremos.
Cierre ahora los ojos y procure sentir lo que hay
en su retina.
¿Qué ve? Colores, nada más que colores.
Los colores son los pajes de los cuerpos; están a
la puerta de las cosas para anunciar a los ojos
cuando miran, que los objetos están en casa.
No puede pasar una mirada por ninguna parte,
sin que un color la detenga, diciéndole:
— Amiga mía, aquí hay algo.
Los colores son los signos en que vienen monta-
das las existencias para atravesar nuestra pupila;
ágiles y penetrantes, apenas sospechan que hay
tras de ella una retina, se entran en su busca sin
previo aviso.
Sospecho con grave fundamento que las retinas
son los sepulcros de los colores: jamás he visto sa-
lir por un ojo un color que haya entrado. ¡Quizá se
quedan solamente a dormir o a pasar la noche en
buena compaüía!
Los colores andan esparcidos por la naturaleza,
y son como las guardias avanzadas de los cuerpos,
atisbones, ctjriosos y madrugadores.
Apenas brilla el primer rayo de luz en los hemis-
ferios, ctiando ya todos los colores están parados
sobre las cosas espiando lo que pasa en la vecindad.
Se parecen a las mujeres en lo curiosos y en lo ha-
bladores. I mposible que un color guarde un secreto.
Su eterna charla, como la de las mujeres, trae
sus bienes y sus males.
Por ella se llega a descubrir que las gentes son
blancas o morenas, que tienen los ojos negros, verdes
o azules, que son rosadasopálidasy que tienen pecas.
Por esto a cada rato tenemos ocasión
de renegar contra la charla de los co-
lores o que darles las gracias por lo que
nos cuentan.
Los colores se dividen en el mundo,
con el objeto de moralizar las pasiones;
cada color se encarga de un sentimiento.
El violeta se ha hecho cargo de la mo-
destia: el verde lleva a cuestas las es-
peranzas: el rosado dirige los amores; el
blanco tiene bajo su administración el
ramo de la pureza; el amarillo y el negro
se han asociado para explotar la triste-
za, el luto, la muerte y el olvido; uno o
más colores son la enseña de las nacio-
nes; el blanco y el azul son los abande-
rados de la República Argentina.
Echando una mirada sobre todos estos
puntos, se explica como los colores do-
minan la política, y mandando en abso-
luto sobre las impresiones del ánimo,
las conservan, las cambian, las matan
y siempre las revelan . . ,
Apenas se conmueve el corazón de una
joven, los rubores salen a su rostro; pa-
rece que en esta circunstancia el color
se asoma a las mejillas como un pro-
pietario a la puerta de su casa, para
preguntar el motivo de la emoción.
Apenas el temor o la inquietud inva-
de nuestro pecho, la palidez de nuestro
semblante propala el acontecimiento,
entregándonos sin defensa a nuestros
adversarios.
La palidez está siempre muellemente
tendida en la cara de los abatidos y de
los asustados.
La palidez merece un momento de
atención: tiene su historia y su reinado
aparte.
Hubo un tiempo en que las mujeres
jóvenes se complacían mirando el rosado
fulgor de sus mejillas; esto indicaba fue-
go, vida, salud. Pero cuando las que ha-
bitan las ciudades se fijaron en las al-
deanas, notaron con desconsuelo que las
rosas del campo eran más numerosas y
de colores más vivos que las de nues-
tros jardines urbanos. Comenzó enton-
ces a disminuir ante sus ojos el mérito
de esas calidades, sucediendo con ellas
lo que con los efectos de comercio; todo
es que un artículo abunde para que su
valor disminuya.
Hubo así mujeres que dejaron sin do-
lor que sus colores se marchitaran ata-
cados por los sentimientos tiernos y las
meditaciones melancólicas, substituyen-
do a la natural animación de su rostro
joven una interesante palidez. Desde esa
época, la mencionada interesante pali-
dez comenzó a recorrer los salones, y
ahora no se reconoce inteligencia ni
ternura sino en las damas cuyo sem-
blante presenta un aspecto cadavérico, recu-
rriendo muchas de ellas, a falta de sinsabores
y amarguras, al famoso vinagre aromático, que
recoge en las mejillas los signos de la vulgaridad
e instala los del sentimentalismo.
Sucede una cosa realmente particular entre las
mujeres y los colores; las que no los tienen se los
ponen y las que los tienen hacen cuanto pueden
por librarse de ellos. En esto, como en muchas
otras cosas, se ve la tendencia a la sofisticación
que singulariza a esta í mable mitad del género
humano.
Los colores están, se ponen, se sacan, se cam-
bian, se esconden y se fabrican.
Están sobre las flores, en los ojos, en el cielo, en
los labios y en el agua y en cada uno de estos
objetos dicen algo interesante.
Un color sobre una rosa brinda el más delicado
perfume: los colores en los ojos dicen «cuidado»;
en los cielos, «está por llover, hace calor, está
nublado o ya se fué el sol»; en los labios, «dame un
beso»; en el agua cantan continuamente «mar, río,
arroyo, fuente o cascada».
Los colores se ponen sobre los rostros fnimados
por la vida en su apogeo; son los colores de la ju-
ventud. Otros se instalan sobre la decrepitud y la
impotencia. El verde y el blanco, por ejemplo, se
han tomado a los viejos y su pelo.
Debo hacer, en llegando a este punto, una sal-
vedad; confieso que yo personalmente no he visto
jamás un viejo verde; pero repito lo que la tradi-
ción popular tiene como verdadero.
En hablando de viejos verdes, no puedo menos
que recordar los pieles rojas de Norte América y
los chalecos colorados de la República Argentina,
su hermana de Sud América, bajo la vistosa tiranía
de Rosas.
Pienso en la gran seguridad de los borrachos en
aquel tiempo, merced a su nariz roja, en el poco
caso que se haría del cielo, en la prohibición ab-
soluta de tener ojeras y en la popularidad de que
gozaría el diablo en las reuniones federales.
Los colores se sacan, se cambian, se esconden y
se fabrican, he dicho, y me hallo razón a mí mis-
mo. Ello se verifica en las gentes, en general, en
los electores, les diputados y los partidos políticos.
Basta que digamos a una púdica dorcella que
es bonita, para sacarle los colores a la cara, lo que
no sucede sin que se escondan los qie tenía antes
y por consiguiente se cambien todos.
iSalvo error u omisión! Pues lo del párrafo an-
terior no se verifica cuando los colores han salido
de las fábricas de productos químicos. La ver-
güenza no tiene acción sobre las tinturas.
¿Y las lágrimas? Ellas sí; se puede ver el surco
que hacen al correr por las mejillas, disolviendo
o arrastrando los colores postizos.
Los colores pintan a los electores, matizan a los
diputados, caracterizan las oposiciones y arman
revoluciones.
Napoleón I, que era gran fabricante de frases,
dijo no sé donde: «Todos los hombres se \ enden;
lo que falta es acertar con el precio».
La frase, original de Napoleón o plagiada de
algún otro retórico, no habría tenido tanta reper-
cusión si sus contemporáneos se hubieran fijado
en que es la traducción de esta otra: «Se vende
pintura».
La opinión pública, este coloso de la fuerza hu-
mana que sujeta el poder de los déspotas y dirige
a veces la política, no existiría sino tuviera colorido.
¿Dónde se encuentra tampoco una opinión pri-
vada sin color?
De algún tiempo a esta parte se notan disiden-
cias graves entre los colores. El amarillo, miembro
componente del blanco, parece sublevado contra
él, desde que los hombres han dado en sellar mo-
nedas de oro, prefiriéndolas a las de plata.
El blanco ya no lucha, y como en la mala suerte
todos nos abandonan, los físicos, explotadores
de la luz solar, llegan hasta negar al blanco su ca-
lidad de color. En tanto el amarillo hace gran pa-
pel, se disfraza de honorable, imita la inteligencia,
la aristocracia y hasta la belleza, filtrándose entre
las manos acostado sobre las libras esterlinas u
otras bagatelas. En esta forma sabe todas las cien-
cias, habla todos los idiomas y conoce todas las
artes. Es el dios de los amores, el productor de las
sonrisas, el seductor de las bellezas; en él se tradu-
cen todos los bienes de la tierra; sobre él única-
mente están conformes todos los pueblos, y lo
que es más sorprendente, todos los filósofos: se
llamó un día piedra filosofal.
En historia natural, la omnipotencia de los co-
lores es indiscutible. Ellos han impuesto a los lo-
ros el ser siempre verdes, han prohibido a los ca-
ballcs que sean rojos y no permiten a las flores
que sean negras.
A todos los animales provistos de ojos, pueden
dejarlos ciegos si se les antoja. La ceguera no es
más que la supresión total de los colores; un día
de mal humor de la luz.
El poder de los colores pasa de los ojos y llega
hasta invadir el sentido del gusto. Veamos la prue-
ba: ¿Tomarían los hombres café, si el café fuera
verde?
Tanto hablar, llega un momento que todo se
me confunde y todos desaparecen. Sin embargo,
a todos y a ninguno tengo a la vista.
El papel es blanco y la tinta es negra; escribo,
por lo tanto, sobre el conjunto de todos los colores
con la supresión de todos ellos.
Si semejante unión no es una paradoja, quiero
morirme.
Me asusta sólo pensar de lo que puede salir de
ese consorcio.
Denle negro y blanco a un hombre con posición,
tinta y papel, digamos, y será capaz de hacer un
nombramiento, un diploma, un documento de cré-
dito, un billete de banco, un testamento, una sen-
tencia de muerte, y lo que es más, un compromiso
de matrimonio.
Y pongo punto final a mis colores. El sol declina,
a la hora que escribo, en el horizonte, lleno de ru-
bores y con la cara hinchada; la noche se viene
encima toda enlutada, y si luego no encendemos
las velas o salimos a pasear a la luz del gas por las
calles, no veremos más colores hasta mañana, al
despuntar la aurora, si tenemos la fortuna rural
de despertarnos a esa hora.
Dr. E. Wilde.
Dibujo de Alvarez.
— I3>i_:>^-S 'VLrI^E^>^>.—
n Doctor
Daido Cocha
^ bu Colección
de porcelanaó
(aníi0U(5L5
P=-o L doctor Dardo Rocha?
r^ — Pasen ustedes y esperen un mo-
I , mentó; el doctor está con la comisión
pro Homenaje a España: ya viene...
siéntense... ¿Una tacita de café?
Y sin esperar respuesta, sale el sir-
viente del salón, para volver a poco con
una bandeja de plata labrada en la que
humean dos tazas.
En casa del doctor Dardo Rocha es
A proverbial costumbre obsequiar con
café a todo visitante.
Las dos tacitas en que se nos sirve, son
distintas; una es alta y esbelta, la otra
chata y panzona, ambas de finísima por-
celana china, un primor de ornamentación y
transparencia. Dos verdaderas joyas de la co-
lección de porcelanas, más numerosa y rica
de cuantas hay en Buenos Aires.
Pasan breves instantes y el doctor Dardo Rocha,
nos sorprende observando las curiosidades que lle-
nan las mesas, cubren las paredes y ocupan todos
los rincones del patriarcal caserón de la calle La-
valle, materialmente abarrotado de obras de arte
y valiosas antigüedades.
Con la llaneza del gran señor, que a sus méritos
debe la posición que ocupa, sin el orgullo despec-
tivo de los advenedizos encumbrados, el doctor
Rocha, viejo criollo de españolas costumbres, nos
tiende su mano y nos ofrece asiento, después de
dirigirnos la clásica pregunta: — ¿Ya tomaron
café, verdad?
Exponemos al doctor Rocha el deseo de visitar
su colección de porcelanas y antigüedades, colec-
ción con que se ha de inaugurar en Plvs Vltra
una serie de notas que darán a conocer al público
las mil curiosidades y riquezas que hay escondi-
das en Buenos Aires y que nos proponemos des-
cubrir al lector en un proyectado peregrinar de
casa en casa.
Pero el fundador de La Plata, ex gobernador
de la Provincia y gran patriota, es un amení-
simo causseur dotado de una memoria tan
prodigiosa que cuando da rienda suelta a sus
SALÓN CARLOS III, CON
RIQUÍSIMOS MUEBLES
DEL MÁS PURO ESTILO
DE LA ÉPOCA.
VASO DE CASTELL-DURANTE, DE MEDIA-
DOS DEL SIGLO XVI, COMÚNMENTE
EMPLEADO EN LAS FARMACIAS.
recuerdos y comienza a contar hechos de su
vida pública, anécdotas del tiempo viejo o pintores-
cos detalles de sus viajes alrededor del mundo, olví-
dase el cronista de su oficio. . . cae la tarde y el fotó-
grafo tiene que reembolsar sus bártulos, sin haber
cumplido su misión periodística, . . Y así uno, dos
y tres días. . .
La colección de porcelanas y cerámicas que nos
va enseñando el doctor Rocha, es interesantísima y
de un valor extraordinario: hay en ella ejemplares
curiosos y raros que, a fuerza de paciencia, ha logra-
do reunir este sin par coleccionista que, para cada
pieza tiene su anécdota y para cada jarrón o plato un
cuento al caso o una humorística ocurrencia. Así van
desfilando ante nuestros ojos cuatro maravillosos
grupos auténticos de Cappo di Monte, representando
— I^LTV^S
PLATO DE
SIGLO XVI
EL DOCTOR ROCHA. CONTEMPLANDO SUS
PORCELANAS.
las cuatro partes del mundo: una inapreciable va-
jilla de porcelana china con decorados de mil colo-
res e iniciales en oro. grabadas a fuego. Esta vajilla
perteneció a don Bemardino Rivadavia. y de ella
existen dos ejemplares en el Museo Histórico y al-
gunos platos en poder de las señoras Mercedes C.
de Bunge y Adela Napp de Lumb. y del señor Al-
berto Lartigau.
Un juego completo de café de la Real fábrica de
Copenhague, premiado y adquirido en la Exposi-
ción de París, de 18S9.
Una copa de porcelana histórica, pues fué rega-
lada por Crevi a la Sociedad Filantrópica de To-
losa y más tarde adquirida por el doctor Rocha a
un anticuario de París.
Un tríptico de esmalte, de Jean Reigno, de valor
inapreciable, con su cifra y año 1559.
Copas antiquísimas de Holanda: bandejas de
Veni Marten. y 28 piezas de un
juego de postre de Sevres, que per-
teneció al Palacio de las TuUerías.
Varios candelabros y jarrones de
Sevres. de 18C0.
Un ídolo de Tehuanaco. curiosí-
simo ejemplar, y dos Fayenzas, de
1560. compradas en Corfú.
Varios jarrones chinos, ricos de
colorido, y porcelanas de Marsella,
Meaux. Sajonia. San Petersburgo,
Crandevi y Córdoba.
Un plato de la vajilla de Sar-
miento y otro del oidor Almagro.
Platos del general Levalle. de
la familia Carranza, perteneciente
a una vajilla que en tiempo de Ro-
sas estuvo escondida por tener su
ornamentación celeste.
Una mayólica de Nevers, repre-
sentando «El vendedor de cuernos»,
con audaces inscripciones.
Azulejos de la Alhambra de Gra-
nada; vasos pequeños de Tehuana-
co, que deben tener lo menos 7.000
años: figuras egipcias y varias ba-
las de tierra cocida, para honda, de
las excavaciones de Cartago, rega-
ladas al doctor Dardo Rocha por
rho:;as, del
(mayólica).
UNA DE LAS VITRINAS DONDE SE CON-
SERVA PARTE DE LA COLECCIÓN.
el Reverendo Padre Alfredo Luis Delastre, funda-
dor del Museo Arqueológico de Cartago.
Una piedra tumbal del último período del paga-
nismo, representando a Carón conduciendo un
alma.
Varios platos y cacharros orientales: de Rho-
das, de Talavera de la Reina, españoles e ingleses.
Dos esculturas adquiridas en Saquarah (Egipto),
que debieron pertenecer a la estatua del Escriba, e
infinidad de piezas más, cuya enumeración sería
interminable.
En antigüedades posee el doctor Rocha algu-
nas de valor indiscutible, entre las que hemos visto
una pulsera de amatista que fué de Isabel 11; un
frasco del siglo xi, y un sello en bronce del Gobier-
no Nacional, del año 1817.
Un ta-
JARRÓN CHINO. DE 1703.
TONALIDAD BLANCA Y AZUL;
PERTENECe A LA ¿POCA DE LA
DINASTÍA DE LOS MINOS.
piz del si-
glo XVI y un Gobelino auténtico del
siglo xviii, representando la visita
del Rey Alejandro a Diógenes.
Un mueble español del siglo xvii,
de Jacaranda y marfil con alegorías
sobre el credo; una mesa también de
Jacaranda, que perteneció a los pa-
dres Benermistas portugueses del si-
glo XVII y un magnífico altar privado,
con la historia de la Virgen y Jesús,
en 32 panneaux, en los que se obser-
va la influencia de Murillo.
En cuadros, el doctor Rocha tie-
ne un capital. Esculturas, tablas ita-
lianas antiguas, bronces, entre ellos
la maquette original de «El Esclavo»,
de Cafferata, y un sinnúmero de
libros y alhajas antiguas.
— Una última molestia, doctor:
¿qué valor calcula usted que alcanza
la pieza más valiosa de su colección?
— Es ésta; y nos enseñó un Rubens
avaluado en 5.000 libras esterlinas.
Tal es la colección de este viejo pa-
tricio argentino que, hoy apartado
del engranaje político, vive rodeado
de sus afectos, y sólo dedicado a culti-
var sus recuerdos del pasado.
Emilio Dupuy de Lome.
CÁNTARO ITALIANO, DEL 1730,
EJEMPLAR RARÍSIMO, DE LOZA
«OREES», VERDADERA JOYA DE
LA COLECCIÓN.
— V=>LS\^^
¿QUO VADIS?
URSUS Y PETRONIO
EN LA CALLE FLORIDA
Dibujo de Málaga Crenet.
X 1 . lU .-X —
@ff affl
Blanca carne de lirio, ojos ígneos de estrella
En que arden fulgurantes las llamas del amor;
Boca fina v purpúrea donde la gracia sella
Su encanto capitoso de roja rosa en flor.
Ca sangre de las razas más nobles puso en ella
Sus rasgos dominantes de belleza v valor,
Ungiéndola en el mundo mirifica doncella,
Promesa del Destino, Varona en el Dolor.
Su paso es un prodigio de ritmo v de decoro
De sus cabellos surge fragante aurora de oro
O el palio misterioso de la noctie estelar.
Su frente como un templo respira la esperanza.
Su voz se alza en la tierra pero hasta el cielo alcanza
Porque es pura y sonora como la voz del mar.
EUSEMIO Díñz RomERO.
» V- . w-'^-JVBSp-»5?«V{
-ca^ssm.
Mo es mi canto el cantar habitual
que compone en tu honor la pasión:
mi cantar es un canto filial
escrito a latidos con el corazón...
Siempre llena de luz maternal
se irguió ante mis ojos, fDujer, tu visión,
que mucho antes del dia nupcial
eras ya una madre para mi emoción-
Eres madre siempre... (Dadre cuando esposa,
madre cuando hija, madre cuando hermana,
cuando desdichada, cuando venturosa,
cuando adolescente, cuando anciana ya,
y después de muerta ¡oh luz milagrosa!
sigues siendo madre desde el más allá...
BECISflRIO ROCDrtM.
Oh Argentina, Argentina: descubrí tu mujer.
Se borra en tus cosmópolis y apenas se adivina
en los poblados tristes donde mora el ayer:
que es de un cuño ignorado tu mujer, Argentina!
Su aspecto de los Andes tiene la majestad:
buena sin abandonos, recta sin desafíes,
V expande en sus maneras la gran serenidad
con que ruedan las aguas inmensas de tus ríos.
De esta romana dulce de moruna corteza
la sencillez indígena con la gracia española
se advierte en el tocado que aliña su cabeza.
(Tías, ah, que tu blasón en sus ojos lo fundas,
Argentina, y en ellos mi admiración se inmola
al misterio insondable de tus selvas profundas.
Fot. de WiTCOME y Merlino.
EDmUMDO (DOMTflSME.
musÁ
v-~r_
.-^-^ ^' ,:
PLVS •
. VLTPA
EL VENDEDOR DE FLORES
Acuarela de Alonso.
"V^LS^-rS- >^ ^L'm~^.-X-
- en pos de
,1 : : ;•. i vagabun-
¿A, ha áido otra vez
la vudta al mundo
el fogoso, rico y obe-
so viajero. Las mil
flores que la desde-
ñosa vendió a otros,
son las huellas de su
paso por la Argén
tina. El las ha viste
y. aunque se engañó
con tinuamente.
abriga la esperanza
loca de encontrarla
por fin.
Pero ella ha huido
como siempre, in-
constante, capricho-
sa. ..
El amor hizo de
este infeliz archimi-
llonario un i n m i -
grante golondrina,
el mejor de los inmi-
grantes. Viene bus-
cando a la ingrata y
se deja explotar
mansamente, porque
los enamorados son
pródigos: pero a ve-
ces, los celos le
transforman en ava-
ro, y entonces niega
su oro a los que con
él quieren lucrar.
Los argentinos sa-
ben convertir en nu-
merario metálico y
pesos papel esa pa-
sión cálida, ese ena-
moriscamiento d e 1
incansable trota-
mundos. Maiz, ca-
ballos, trigo, b u e -
yes. cebada, ovejas,
centeno, chanchos,
se adquieren con la
(pecunia del c a p r í-
choso individuo.
Inútil es afirmar
que todos los años se
le aguarda con ansia ^
y se hacen votos por
que venga de buen
temple. Sus amigos creen que ahora
ha llegado dispuesto a reparar las in
justicias cometidas en años anterio-
res.
Se le debe tener afecto y lástima.
Desafiando las apoplejías y las in-
solaciones, vivirá entre nosotros unos me-
ses, hasta que emprenda la interminable
persecución.
Le veréis en todos los sitios donde haya
flores. Allí vagará sudoroso y ardiente,
mientras vivan, para abandonarlas cuando
mueran.
Semejante al don
Silverio (léase Siebel)
de que nos habla don
Pollo en el «Fausto»,
deshoja margaritas
para saber si la desde-
ñosa le quiere o no le
quiere, y entreteje ra-
milletes para regalár-
selos cuando la vea.
aunque don Laguna
repita aquello de:
;Que no cairle
[una centella!
¿A quién? ¿Al
[sonso?
¡Pues digo!. . .
.Venir a osequiarla,
[amigo,
con las mismas flo-
[res de ella!
rara
soleado
eso busca el
perfume del
Rosedal que hay en Palermo, y envidiando la me-
lancólica alegría de las parejas felices, suspira y
pasa. Piérdese en las umbrías del Botánico, entre
¡os estudiantes que sueñan con la novia paseando
los textos. Llega hasta los patios de los conventi-
llos donde crecen los mirasoles en los tachos jubi-
lados.
Y si huye de las flores, las flores le acechan, pa-
recidas a las sombras de una pesadilla angustiosa.
En las mismas trincheras europeas las encontró
lozanas, vigilantes. Aquí le salen al paso por todos
lados; no puede rechazar la florida obsesión.
Sobre la verde Argentina ha caído deshecho en
millones de pedazos un arco iris perfumado. Es
una lluvia de colores que todo lo invade, que todo
lo refresca, formando lagunas en los jardines.
charcas en los canastos de los vendedores ambu-
lantes, chorros en los balcones y gotas de luz en
el pecho de las mujeres.
Cada mes tiene marcadas en el calendario de
Linneo flores propias que lo distinguen; estos me-
ses de la florista casquivana y del amador vaga-
bundo y rico se conocen merced al desbordamiento
de los cálices, en una orgía donde corre vino hecho
de todos los vinos generosos mezclados, sin
pierdan su «bouquet» y sus colores.
que
se le atribuye a cada
una de ellas un len-
guaje determinado.
Entre la modestia y el
orgullo, pasando por
todas las virtudes y
todos los vicios, cu-
bren con sus pétalos
el árbol de la ciencia
del bien y del mal.
Y en el bien y en el
mal forman reunidas
el símbolo de los sím-
bolos: el de la cons-
tancia.
Sí; las flores aman
apasionadamente a
los dioses, a los huma-
nos y al sol. que es su
maestro y su verdugo.
A pesar del sol, ellas
nos siguen, nos provo-
can. Llegan al extre-
mo de fingir rostros
en los aterciopelados
pensamientos y mil
Y no hay sitio li-
bre de flores o que
no las espere, pues
asi lo dispuso Jeho-
vá. según lo atesti-
gua una leyenda
inédita.
Cuando Noé esti-
baba su arca, afirma
tal leyenda, la espo-
sa del santo varón
dijo toda afligida:
«Escucha, viejo: se
me figura que Jeho-
vá olvidó alguna
cosa. Nosotros, los
niños y una pareja de
animales de cada espe-
cie nos salvaremos del
divino castigo: pero, ¿es
justo que las inocentes
flores perezcan? ¿No te
parece que a la nueva
vida de los futuros
hombres le faltará uno
de sus bellos encantos?
Es cierto que las fio
res han estado siempre
cerca del vicio, coro-
nando licenciosas sienes
y prestando lecho a los
picaros; mas no fué por
culpa propia, sino por
obligada esclavitud. ¡Y
quién sabe si la disolu-
ción hubiera sido más
honda sin la presencia
de ellas, que donde
hay flores hay un
vestigio de pureza!
\ Dile a Dios que se
apiade y nos deje
embarcar una mace-
ta de cada especie.-
Noé trasmitió la
súplica.
Jehová enojóse al
principio: luego,
comprendiendo 1 a
buena fe del ale-
gato, dijo: «Tu
esposa es igno-
rante y atrevida.
Cualquier libro
de h i g i e ne le
hará ver lo peli-
grosas que son
las flores de no-
che y en un arca hermé-
ticamente cerrada. Y
dile que ellas son tam-
bién más fuertes que la
muerte.
Todos los símbolos
prosiguió diciendo Je-
hová — caben en la co-
rola de una flor. Por eso
— r^L-^v^-s
r^^x—
•"ÜltJ
formas de la animalidad en las caricaturescas
orquídeas.
Los candidos nardos, diamelas y jazmines,
ricos en melosos inciensos, los claveles de pi-
cante fragancia, las rosas que dan mirra, las
amapolas que viven prisioneras entre el oro
del trigo, todo ese mundo exquisito que mi
poder creó en un momento supremamente
gozoso, inspirado, alegre, se halla lejos de mi
cólera. Su renacimiento no necesita la com-
pasión de tu esposa ni el abrigo de tu arca;
su muerte ficticia será una purificación, y
sobrevivirán al Diluvio, por lo mucho que nos quisieron.
Y, por otra parte, mi ecuanimidad no pudo nunca decidir
la destrucción de esos seres que, como dirá Víctor Hugo, se
hallan condenados «a ver como gira la sombra a sus pies*.
Bastante castigo tuvieron ya desde que las uní eternamente
al terruño, dejándolas inermes, a merced de manos caprichosas.
Yo las perdono en sus semillas, que el agua vengadora hará
germinar, en tanto perecen los males. Y quisiera que supierais
tener aprecio al divino obsequio. Porque más daño les hace
el desdén y la crueldad que cuarenta días y noches de lluvia.
¡Felices las hijas de estas flores, si los hijos de tus hijos su-
piesen devolver tan puro amor! Porque cuando flora renazca,
crezca y se multiplique habrá hombres y mujeres que se aver-
güencen de los lirios y desdeñen las rosas. Dile a tu mujer que
muchas damas preferirán las flores de trapo y de papel y los
perfumes en botellas. Numerosos seres graves, de filosóficas y
puritanas costumbres, tendrán, sin ellos darse cuenta, un ojal
más asequible a un botón honorífico que a un pimpollo. Bas-
tantes propietarios harán que el cemento portland florezca para
adorno de edificios donde no dejen sitio para una flor viva.»
Así habló Jehová, y así sucede en innumerables ocasiones.
Sin embargo, debe repetirse (ya lo dijeron poetas y prosistas)
que los varones pecaron más que las señoras y señoritas en asun-
tos floridos. Las mujeres, como son flores (esto no lo ha dicho
casi nadie), devuelven generosamente el amor a sus hermanas.
Y conste que si la mitad masculina de la terrena estirpe distrae
sus sentidos en el culto a la flor, lo hace para ser grata a la otra
mitad femenil. En los «flirts», a semejanza del billar, un ramo
de crisantemos, camelias, etc., sirve de mingo para las caram-
bolas amorosas.
También es cierto que las mujeres aprovechan la hermosura
de las flores en favor de su hermosura; pero esta debilidad
nada dice en contra de., su cariño hacia las favoritas de las
abejas. Encerrad a una dama en un jardín, lejos de los ojos
varo.iiles, y continuará fiel al casto cariño.
Por lo demás, el Eterno lleva razón.
En ninguno de los dibujos que ilustran la obra de Ulrico
Sohmídel, esos grabados donde vemos las primeras trazas de
nuestra querida Santa María de los Buenos Aires, hay flores.
El incendio, la dominación y la lucha segaron las florecíllas
pamperas que crecían humildemente junto al pie de los con-
quistadores. Después renacieron y, ayudadas por sus compañe-
ras las flores de inmigración, iniciaron el asalto de la ciudad.
Ahí las tenéis invadiéndola con tenaz len-
titud, para buscar nuestras caricias. Lle-
gará la hora en que una intendencia en-
tregue las llaves de la plaza al florido ene-
migo, y la metrópoli se convierta en un
jardín.
Existen personas sólo atentas a lo que
llaman el lado práctico de la vida. Hablar-
les de flores resulta ocioso. Se figuran que
una ciudad es hermosa por la altura y
número de las chimeneas fabriles, por el
enmarañamiento de las líneas telefónicas,
por la abundancia de los mercados, tien-
das, bazares. . . El sitio que ocupan los
jardines son lugares perdidos para el al-
macenaje de mercaderías productivas.
Otros juzgan que perfumes y colores son prodigiosos exci-
tantes de la actividad, y que las flores conocen también las
palabras del idioma mercantil.
Si éstos tuvieran las rentas de aquéllos, todas las ciudades
merecerían llamarse Florencias.
Mientras tanto, las flores y las mujeres se coaligan para
hermosear a Buenos Aires y a las otras villas. Resulta una
cruzada del feminismo, digna de la victoria.
Enceguecido por tanto esplendor, cree el pobre potentado
de nuestro cuento ver a su florista en todas las bellas que
cruzan. Y sigue los carruajes por las avenidas del Bosque y
a las obreritas por Florida.
La galantería extremada de aquellas «cortes de amor» que
los provenzales de antaño hicieron célebres, desmerecen si se
las parangona con la galantería que derrocha.
Las mujeres ven en él un amigo útil y m.olesto, que les acon-
seja vestidos tenues, vaporosos y les elige novios simpáticos.
Por donde pasa el enamorado hierve el amor y el madrigal
empalaga de puro dulce.
El se multiplica sirviéndolas de escudero y ellas reciben
atenciones y agasajos, hasta que, aburridas, le maldicen entre
dos refrescos, a compás del abanico.
Entonces nuestro ilustre huésped, al sentirse desdeñado y
atendido, tiene cóleras de hombre gordiflón y romántico.
Su voz tórnase fría y fuerte como el viento de invierno; pero
las iras de los gordiflones duran poco, y en seguida viene
la reacción. Así vale más. porque las niñas pasean a costa
del pródigo viajero, que las obsequia con cassatas y grani-
zadas, encajes y sederías.
Pasear entre mujeres y flores, buscando a una florista,
mientras los rosales caen bajo el coup de chaleur; ir como un
polícromo y ventrudo Arlequín, tras una Colombina florida,
matando las penas de amor con whiskys frescos y cerveza
helada, ¡he aquí un destino envidiable y temible!
El destino de ese eterno viajero llamado Verano, que en
pos de la florista Primavera da la vuelta al mundo, seguido
del Otoño, que es celoso al par de Fierrot.
E. DEL Saz.
Fot. de WiTCOMB y Plvs Vltra.
— E3l_;v:S
— ¡Tres ochenta!
— ¿A partir de adentro o de ajuera?
— A partir de ajuera.
— ¡Ya'stá! Bájele los cueros. ¡Por cincuenta pa-
tacones!
— ¡Tan pagos!
Dieron vuelta los tiradores. Y del bolsillo pan-
zón del medio, salieron grandes carteras. Algunos
certificados de propiedad, desgastados en los do-
bleces: cartas de tinta ilegible por el tiempo, y
los «amojosaos». el rollo de pesos... La carrera
atrajo la atención del paisanaje. Eran los pare-
jeros «tapaos» del pago, que S2 tenían ganas. Em-
pezaron a cruzarse apuestas; a aventurarse cálcu-
los. La pulpería se vació. Los vasos opacos expo-
nían en hileras los tonos variados de las bebidas.
como en una exposición de tóxicos. Un comedido
sacó el cuchillo, y con la punta le limpió los cas-
cos a uno de los fletes.
— ¡Paro hasta el poncho a las patas del potrillo!
— Me gusta de alma el rabicano; pero es corto
el tiro.
Se nombraron los rayeros, el viejo Calixto, un
mozo; el alcalde, tercero. Tomaron las apuestas.
— ¿Cuál e su corredor?
— El Chajá.
— ¡Ya me madrugó!. . . Güeno; el mío lo corre
mi nieto.
Y deshilaron en caravana alegre y pintoresca,
de a pie por la llanura, hacia la cancha. Los ca-
ballos, con sólo el freno tirados adelante, las colas
oscilantes al andar. Los corredores pisando en
medias y con un pañuelo blanco de vincha. La
pulpería, atrás, desierta, parecía aplastarse, bo-
rrándose sobre el paisaje.
Fué como una reminiscencia de fortín, bravia y
mutua. Los dos viejos frente a la cancha, el par
de renglones paralelos que cortaban el verde, lisos
y esmerados, sintieron el profundo desdén por las
cosas modernas, reglamentadas y fáciles.
— ¡Por este camino cualquiera corre! ¡Y cual-
quiera gana, sin caballo!
El otro lo miró. . .
— ¿Quiere que corramos costilla a costilla?
— ¡Y cómo no'e querer!
Y ante la perplejidad de los corredores, azora-
dos a la perspectiva de una prueba que ignoraban,
saltaron sobre los lomos de los fletes, lustrosos.
— ¿Todo el campo?
— ¡Dende la falda'l médano!
Se alejaron campo afuera, volteando atrás los
sombreros. Los rayeros, no menos confusos, de-
marcaron una linea al acaso, suponiendo por don-
de podían pasar. Los paisanos se desplegaron, ab-
sortos, boca abierta, impedidos hasta de la facul-
tad de cruzar apuestas. La cancha semejaba, aban-
donada, dos renglones inútiles, lineales, como ti-
rados por un lápiz en una página inmensa.
— Este tata es como pa tirarle con el cuchillo
y no alzarlo ni anque sea cabo e plata! — expresó
alegremente, gozándose en las rarezas seniles, un
mozo barbilucio, que punteaba perezosamente
una guitarra. — Me v'a mancar el potrillo. ¡Mire
que ponerse a correr puel campo, habiendo cancha!
Sobre el fondo del médano, se divisaban los dos
contendores haciendo picar los parejeros en par-
tidas largadoras.
— ¡Ya se vinieron!
— ¡Vienen pegao. como nacidos! ... — Y la no-
vedad, dibujada en los ojos y en la boca, anhelaba
a lucirse. . .
Como un solo bruto, sinuando en curvas y sesgos
que variaban la dirección, se venía la yunta veloz
sobre el pasto, al que parecía no tocar, volando a
ras. . . Los corredores, tendidos a lo largo del cue-
llo, las cabezas blancas y redondas, fingiendo fa-
roles. . . A las veces, los caballos se separaban en
un cimborazo brusco, para volverse a juntar,
cerca. . . El sol, de espaldas, proyectaba una sola
sombra adelante, que se fugaba imprecisa, móvil,
loca, como un lampo, un lampo obscuro. Era un
pugilato ecuestre. Y los embistieron, ya cerca,
aventando en desparramos de ponchos y gambe-
tas, a los mirones. . . Pegados, como nacidos.
— ¡No m'eche a la gente, canejo!
Aflojó el otro; despidiéndose del contrario el ra-
bicano, recto a la raya. Y a término de llegar, ven-
cedor, el potrillo lo tapó de nuevo, como una ola de
arroyo que alcanzase a otra, pegándosele al flanco.
— ¡Dónde te habías dir!
Algunos paisanos se tiraron por el suelo, para
ver mejor el final, revolcándose de gusto. A otros
los atorugaba el grito: — ¡Ay, juna!... — Y los
corredores se abrieron, allá distante, sujetando,
en bifurcación de pluma que se rajase.
El rayero viejo avanzó sobre el mozo, decla-
rándole, despacio, agachándose:
— ¡L'he ganao!
— ¡Diande!... Mi caballo asomó al fiador.
-- Cuando lo tapó el suyo, ya taba el mío, van-
deao la raya. . .
Y se entabló la discusión, breves las palabras,
en soplos, por bajo las alas de los sombreros. La
concurrencia les rodeaba silenciosa, en una gran
mancha obscura sobre el campo verde y fresco.
Aproximóse el tercero. El momento era solemne,
de un sagrado de tribunal agreste: subyugación
de alma invadía los sentidos, en espera del fallo,
llena de unción.
Por allá, los dos viejos desmontados, se ha-
cían mutuamente recriminaciones, exasperándose.
— ¡Tre vece me lo ha cociao!
— ¡Usté me había calzao primero!
— ¡No me le ha sacao el talón del codillo!
— M'ha echao sobre la gente, sino le ganaba
cortao a lú.
— ¡Qué v'a ganar! No divarée.
— ¡Que no! Y a fierro también, soy capá. . .
— Dice no ma; no ai ser.
Y ya se le fué el uno al otro, para dilucidar la
cuestión a filos. Hubo el alboroto de contienda;
como humos que se apelotonasen multiformes y
ágiles sobre el campo, cargado de luz. Los cuchi-
llos relucieron, en dos láminas, puntudos.
— ¡Ma veri — gritó el alcalde con su doble in-
vestidura de autoridad y tercero. — ¡Ha sido
puesta, caballeros, pa todos! ¡Naide ha de peliar
de gusto!
Se rompió la ola de sangre... El sol espejeó
victorioso entre la mancha espesa. Aquí un co-
medido ahorcaba con una rienda al tronco del
pescuezo al rabicano, jadeante; y otro allí, tiraba
las manos del potrillo.
El regocijo, adentro, reclamaba fuegos. Haber
visto lo que sólo se sabían de oídas, era algo de
excepción, de pretexto exultante, que merecía,
ciertamente, charlas largas, beberajes. Deshilaron
de vuelta hacia la pulpería. Y los vasos tuvieron
de nuevo las pulseras de zarpas curtidas, los colo-
res de labios. . .
— Estos viejos siempre tienen alguna cosa lin-
da; son como libros!
— - Y diga, don, ¿ansí corrían en sus tiempos?
— Mesmito ansina.
— ¿Y peleaban despué?
— ¿E di no?... Dejuro.
— ¡Qué lindos tiempos!
— Corriendo costilla a costilla, se peliaba anque
se jueran compañeros; anque juntos se hubieran
muerto más indios que mai frito. Yo pelié con mi
compadre — ¡ánima bendital — que habíame he-
cho en yunta la campaña e Tusaingo. Se peliaba
por lujo y pa distinguir cual era superior. . .
— ¡E cierto! — afirmó el otro.
— Ah, viejos gauchos; eso's bonito. ¡Tomen
otra! ¡Mozo, échese pa los viejos!
Y dio comienzo el hilván de los comentarios,
interminables y bulliciosos. El fuego, adentro,
reflejaba en la cara gustos singulares. La pulpería
se hinchaba, a trasmonte de los tiempos bárbaros,
como alzada a golpes de imaginación . . .
Albino Dardo López.
Dibujo de Zavattaro.
— p:>I_?v^-S ^^L^mr^y^—
a arJ
Barón Antonio de Marchi,
apasionado sportman que al
organizar en 1911 el aristocrá-
tico <• American Cirque Excelsior»,
de la Sociedad Sportiva, inició
entre nosotros la muchachada
artista que con tan buen resul-
tado ha prestado su concurso
en las obras benéficas donde se
la ha solicitado.
JoviTA García Man-
SILLA Y LA MARQUE-
SA DE Salamanca,
dos bellas y elegan-
tes aficionadas al arte
cinematográfico, como lo
han demostrado en (<Un
romance argentino».
Arturo Gramajo (hijo). Uno
de los más elegantes artistas de
la aristocracia porteña. Sus can-
tos y bailes americanos, llenos de
colorido y expresión,
le han valido gene-
ral aplauso en to-
das las fiestas socia-
les. La característica
de este aficionado es
el sello de distin-
ción que hacen de él
un elemento de in-
discutible valía, des-
tacándose e n sus
trabajos por la se-
guridad y el aplomo
con que los ejecuta.
Su larga estadía en
Londres, le ha per-
mitido observar de
cerca a los notables
bailarines ingleses y
americanos, a quie-
nes tan admirable-
mente copia.
■■I
Luis García Lawíun. Susana Ro-
dríguez Larreta Quintana y
Jorge Quintana, admirables intér-
pretes de la película histórica
«Amalia» que, a pesar de ser una
película interpretada por aficiona-
dos, ha logrado despertar interés en
toda la República.
Horacio Ganduleo de la Serna,
P. González Acha, Ramón Herran
Y C. R. Bolero, cuatro criollos.
Tito Giménez Lastra,
notable y sutil humorista.
Lidia Reinólo
Rosso,
diminuta imitadora de tonadi-
lleras y cupletistas.
Raúl M o-
Li NA , ha-
bilísimo
imitador de
niños m a 1
educados.
Su creación
de «Baby»,
estrenada en e! Odeón, es sen-
cillamente admirable.
MÁXIMO CÉSAR Paz. Dotado de una gran musculatura
y de una resistencia a toda prueba; este distinguido
sportman une a esas dotes físicas su elegancia y distin-
ción, que lo hacen un incomparable artista en la barra
fija. Su debut en el «American Cirque Excelsior» fué cele-
bradísimo. demostrando una constitución muscular po-
derosa y una agilidad poco común, adquiridas metó-
dicamente en las prácticas gimnásticas a que se
somete constantemente en la popular «Sociedad
Sportiva Argentina».
— I^L^w^-rs
.^v—
Pedrito Alcorta,
artlsu precoz, gra-
cioso imitador del
cílebre payaso Zet.
El circo. lugar de
recreo para la Infan-
cia, ftié academia
para él.
Estamos seguros
que las aficiones de
este joven no van
por este lado, que
de no tomar estas
cosas como un ligero
pasatiempo, seria
un rival temible de
I o s profesionales,
por las dotes cómi-
cas que revela en to-
d o s los trabajos
donde toma parte, y
que son siempre co-
roñados por los
aplausos del aristo-
crático público que
los presencia.
El popular «gordo»
CtAHZLLI.
Pedro y Rafael Amancio Alcorta,
excéntricos musicales.
RupiNO CÓRDOBA, notabilísimo
imitador de Parravicoini.
Alberto Amadeo Carranza y Carlos
TcRCUATO Alvear. He aquí una pareja que
bien podría reemplazar en muchos casos a
más de un artista de
circo. Cómico el uno de
extraordinaria gracia, y
notable presentador de
caballos en libertad el
otro, logran siempre lla-
mar la atención, siendo
solicitados constante-
mente en las fiestas de
beneficencia, como ele-
mentos de valía.
En varias ocasiones he-
mos visto actuar este in-
teresante grupo, y siem-
pre han producido gran
regocijo sus originales
trabajos, por la certera
comicidad derrochada
en ellos.
Desde los tiempos de
Caligula, no se ha cono-
cido un caballo tan dis-
tinguido e inteligente
como el petizo que pre-
sentan, amaestrado pa-
cienzudamente por los
jóvenes aficionados.
Como decíamos al pie de la fotografía del
barón Antonio de Marchi, a partir de su ori-
ginalísima creación del ^American Cirque Ex-
ceIsior,> surgió en el mundo estudiantil una
marcada afición a revelar en público sus do-
tes artísticas, formándose una .verdadera
muchachada artista que demostró sus apti-
tudes en todos los géneros.
Pequeñas serian las páginas de esta revis-
ta, si quisiéramos hacer desfilar por ellas
a todos los artistas de afición que hay en
Carlos Acevedo.
tonadillero casi in-
genuo, que debutó
con éxito extraordi-
nario en el célebre
«American Cirque
Excelsior», imitando
con suma gracia a
varias cupletistas
importadas y na-
cionales.
Sus facul t ades d^
observación y asimi-
lación han hecho
que se destaque de
un modo bien visi-
ble, colocándole en
lugar preferente en-
tre los jóvenes que
se han presentado
en las fiestas bené-
ficas donde ha
tomado parte.
Sin temor de
incurrir en elo-
gios exagerados,
podemos afir-
mar que Aceve-
do imprime a
suscreaciones
un sello perso-
nalísimo, supe-
rando en mu-
-chos casos a los
profesionales.
Desde el actor mímico cinematográfico hasta
clown de circo que, bajo el traje de payaso, sabe I
var con distinción el frac del cgentleman*. hay h
entre nosotros una pléyade de artistas.
Jorge Rojas, Nicolás Achával hijo, Mariano
García Cueto, Federico Oromi Villate, L. M.
Zamora. Raúl Stucci, Jorge Ayerza,
Raúl Galmarini, Juan Alberto Gon-
zález, R. Quesada Pacheco, y otros
que no citamos por no hacer inter-
minable esta lista.
t
Fernando Berreta. Entre todos los amateurs, uno de los que más ha destacado
•su personalidad en las fiestas de beneficencia, sobre todo en las organizadas por la
Sociedad Escuelas y Patronatos, ha sido sin duda Fernando Berreta, notable ven-
trílocuo, cuya originalísima colección de muñecos, todos ellos fabricados por él, son
de una comicidad y perfección extraordinarias.
Cuéntanse de Berreta interesantes anécdotas relacionadas con sus facultades de ven-
trílocuo. — que la falta de espacio no nos permite repetir ahora, — habiendo recibido
en vanas ocasiones proposiciones ventajosas para exhibirse en las salas de espectáculos
como un número de indiscutible interés.
Tanto este joven aficionado como todos los que en estas páginas hemos presentado,
honran a nuestra muchachada artista, entre la que también figura, a la cabeza na-
turalmente, un grupo de distinguidísimas niñas que
con exquisito buen gusto han sabido dejar a un lado las
tontas preocupaciones snobistas y han prestado su valió- Alberto Terrones, tenor de voz
■ so concurso en la realización de interesantes films de tan potente y armoniosa y afición
asuntos nacionales, tales como (Amalia., y cUn Romance tan decidida al arte lírico, que no será extraño
.Argentino», dos verdaderas joyas de interpretación. a ser una gloria del teatro argentino.
llegue Dr. Alfredo U. Fern.índez. atleta, gimnasta, hércules,
malabarista y doctor en leyes.
— p:>I_;v^:S
Al cavar en el suelo de la ciudad antigua.
La metálica punta de la piqueta choca
Con una joya de oro. una labrada roca.
Una flecha, un fetiche, un dios de forma ambigua.
O los muros enormes de un templo. Mi piqueta
Trabaja en el terreno de la América ignota.
¡ene armoniosa mi piqueta de poeta!
-:bra oro y ópalos y rica piedra fina,
lempio. o estatua rota!
Y el misterioso geroglifico adivina
La Musa.
De la temporal bruma surge la -vida extraña
De pueblos abolidos; la leyenda confusa
Se ilumina; revela secretos la montaña
En que se alza la ruina.
Los centenarios árboles saben de procesiones
De luchas y de ritos inmemoriales. Canta
Un zenzontle. ¿Qué canta? ¿Un canto nunca ci ic -
El pájaro en un ídolo ha fabricado el nido.
(Ese canto escucharon las mujeres toltecas
Y deleitó al soberbio principe Moctezuma)."
Mientras el puma hace crujir las hojas secas
El quetzal muestra al iris la gloria de su pluma
Y los dioses animan de la fuente el acento.
AI caer de la tarde un poniente sangriento
Tiende su palio bárbaro; y de una rara lira
Lleva la lengua musical el vago viento.
ualcoyotl, el poeta, suspira.
C- el cacique sacerdotal y noble.
Viene cié caza. Sigúele fila apretada y doble
De sus flecheros Sfriles. Su aire es bravo y triunfa!.
Sobre su ir'- bruñido cerco de oro;
Y vese. al _ alza del florestal sonoro,
Que en la diadema tiembla la pluma de un quetzal.
Es 1-- ■"■" — mágica del encendido trópico,
Como serpiente camina el rio hidrópico
En rru/o_ >r ^.i,. glaucas las hojas secas van.
:.; !;'.-:í2o cristalino sopló sutil arruga.
E! -ombo caparacho que arrastra la tortuga,
O la crestada cola de hierro del caimán.
Junto al verdoso charco, sobre las piedras toscas,
Rubí, cristal, zafiro, las susurrantes moscas
De! vaho de la tierra pasan cribando el tul;
E intacta con su veste de t3rciopelo rico.
Abanicando el lodo con su doble abanico
Está como extasiada la mariposa azul.
Las selvas foscas vibran con el calor del día;
fi\ ,,... .^ •! pavo negro su grito agudo fia,
Y iturde el verde, tupido carrizal;
l_; í*-! }-,^.^n>if rf-rr\f-A^ un <íon de cucrno;
F eterno
Y . , , • real.
Los altos aguacates invade ágil la ardilla.
Su cola es un plumero, su ojo pequeño brilla,
Sus dientes llueven fruto del árbol productor;
Y con su vuelo rápido que espanta el avispero,
Pasa el bribón y obscuro sánate-clarinero
Llamando al compañero con áspero clamor.
Su vasto aliento lanzan los bosques primitivos.
Vuelan al menor ruido los quetzales esquivos,
Sobre la aristoicquia revuela el colibrí:
Y junto a la parásita lujosa está la iguana.
Como hija misteriosa de la montaña indiana
Que anima el teutl oculto del sacro teocali.
El gran cacique deja los bosques de esmeralda;
Camina a su palacio el carcaj a la espalda.
Carcaj dorado y fino que brilla al rubio sol.
Tras él van los flecheros; y en hombros de los siervos.
Ensangrentando el suelo, los montaraces ciervos
Que hirió la caña elástica del firme huiscoyol,
Camina. Llega al regio palacio el jefe noble.
De las cuadradas puertas en el quicio de roble,
De Otzotskij. su tierna hija, ve el flamante huepil.
Súbito se oye un sordo rumor de voz profunda.
¿Es la onda del Motagua que la ciudad inunda?
No, cacique; ese ruido es del pueblo Pipi!.
Como torrente humano que ruge y se desborda,
Como un clamor terrible que la ciudad asorda,
Hacia el palacio vienen los hijos de Ahuitzol,
Primero, revestidos de cien plumajes varios,
Los altos sacerdotes, los ricos dignatarios.
Que llevan con orgullo sus mantos tornasol.
ijespues van i." ¿ü
Los que metal y oue:
Soldados de Sakulen,
Por último, zahareño:
El cuerpo rudo y r^
Ixiles de la sierra.
Como a la roca el
Sus voces redob'-i'';!"
Como voz de n.
Hay jóvenes roí
Ancianos centenarios
Brujos que invocar o
Y a la cabeza mat
Tekij, que es el poet
Que en su pupila tie
Lleva colgado al cue
Lleva en los pies ve!
Y alza la frente, alti
Del palacio en la [
Tekij alza sus brazos
Contiene el gran torr
Cuaucmichin orgullos
Y teniendo en sus la
Pone en sus pardas i
Hzos membrudos,
escudos,
■iabaj;
al va jes.
atuajes.
;aj.
el palacio,
ispacio
mpestad:
s regios.
tilegios.
imagastaJ.
continente
aliente.
- visión,
oatl de oro:
piel de toro;
■ven león.
uido el cacique,
no un dique.
ón y voz.
su arco elástico,
rictus sarcástico,
a feroz.
Curva de donde lanza cual flecha su mirada
Sobre las mil cabezas de la turba apiñada.
Curva como la curva del arco de Hurakán.
Y Tekij habla al principe que le escucha impasible:
Y lleva el aire tórrido la palabra terrible
Como el divino trueno de la ira de un Titán.
— «Cuaucmichin. la montaña te habla en mi lengua ahora.
La tierra está enojada, la raza pipil llora,
Y tu nahual maldice, serpiente-tacuazín!
Eres cobarde fiera que reina en el ganado.
¿Por qué de los pipiles la sangre has derramado
Como tigre del monte. Cuaucmichin, Cuaucmichin?
¡Cuaucmichin! El octavo rey de los mexicanos
Era grande. Si abria los dedos de sus manos.
Más de un millón de flechas obscurecía el sol.
Era de oro macizo su silla y su consejo.
Tenia en mucho al sabio; pedía juicio al viejo:
Su maza era pesada; llamábase Ahuitzol.
Quelenes, zapotecas, tendales, katchikeles.
Los mames que se adornan con ópalos y pieles.
Los jefes aguerridos del bélico kiché.
Temían los embates del fuerte mexicano
Que tuvo, como tienen los dioses, en la mano
La flecha que en el trueno relampaguear se ve.
El quiso ser pacifico y engrandecer un día
Su reino. Eso era justo. Y en Guatemala había
Tierra fecunda y virgen, montañas que poblar.
Mandó Ahuitzol cinco hombres a conquistar la tierra.
Sin lanzas, sin escudos y sin carcaj de guerra.
Sin fuerzas poderosas ni pompa militar.
Eran cinco pipiles; eran los Padres nuestros;
Eran cultivadores, agricultores, diestros
En prácticas pacíficas: sembraban el añil.
Cocían argamasas, vendían pieles y aves;
Así fundaron, rústicos, espléndidos y suaves.
Los prístinos cimientos del pueblo del pipil.
Pipil, es decir niño. Eso es ingenuo y franco.
Vino un anciano entre ellos con el cabello blanco,
Y a ese miraban todos como una majestad.
Vino un mancebo hermoso que abria al monte brechas
Que lanzaba a las águilas sus voladoras flechas
Y que cantaba alegre bajo la tempestad.
El Rey murió; la muerte es reina de los reyes.
Nuestros padres formaron nuestras sagradas leyes;
Hablaron con los dioses en lengua de verdad.
Y un día, en la floresta. Votan dijo a un anciano
Que él no bebía sangre del sacrificio humano.
Que sangre es chicha roja para Tamagastad.
Por eso los pipiles jamás se la ofrecimos.
Del plátano fragante cortamos los racimos
Para ofrecérselos al dios sagrado y fiel.
La sangre de las bestias el cuchillo derrame;
Mas sangre de pipiles, oh Cuaucmichin infame,
Ayer has ofrecido en holocausto cruel. >»
— «¡Yo soy el sacerdote cacique y combatiente!
Tal ha rugido el jefe. Tekij grita a la gente:
— «Puesto que el tigre muestra las garras, sea, pues.»
Y, como la tormenta, los clamores humanos.
Sobre cabezas ásperas, sobre crispadas manos.
Se calman un instante para tornar después,
— «¡Flecheros, al cámbate!», clama el fuerte cacique.
Y cual si no existir se quien el ataque indique,
Se quedan los flecheros inmóviles, sin voz.
— «¡Flecheros, muerte al tigre!», responde un indio fiero.
Tekij alza los brazos y quédase el flechero
Deteniendo el empuje de la flecha veloz.
. Y Tekij: — «Es indigno de la flecha o la lanza!
La tierra se estremece para clamar venganza!
¡A las piedras, pipiles!»
Cuando el grito feroz
De los castigadores calló y el jefe odiado
En sanguinoso fango quedó despedazado.
Vióse pasar un hombre cantando en alta voz
Un canto mexicano. Cantaba cielo y tierra.
Alababa a los dioses, maldecía la guerra.
Llamáronle: «¿Tú cantas paz y trabajo?» — «Sí.»
— «Toma el palacio, el campo, carcajes y huepiles;
Celebra a nuestros dioses, dirige a los pipiles.»
Y asi empezó el reinado de Tutecotzimí.
Rubén Darío.
Gcuíiche de Alonso.
— í=>l_-:V'':s
LA CANaON DE
LA MAQUINA
DE ESCRIBIR
POR
SOPANOR
ANTEQUERA
'Se pueda encontrar ana letra en el
alfabeto, pero no se la paede encontrar en
la aáqaina da escribir". Bsto lo dxje yo
hace bAs de dos años, en los tiempos en
qne estaba aprendiendo a escribir a má-
<}nina, y ful el primero en decirlo. jCuán-
tas veces, entonces, bascando la primera
letra de ai nombre - yo soy el primero
qae tovo la idea de aprender a firmar a
■Aqaina, — no podía encontrar ni siquiera
la segunda! . . . Pero, gracias a Dios, aque-
llos tieapos han pasado. Hoy he dejado
de estudiar la mecanografía. Hoy me sien-
to a la máquina y le meto mano sin pre-
ocuparme de las consecuencias.
.Encontrar una letra en el tecladot ...
T aunque la encuentre; oprime uno la te-
cla y sale esto: fc. Del mismo modo, se
intercambian las emes y las enes y otras
letras, y donde debe ir mayúscula sale
minúscula, y donde debe ir minúscula sale
ponto y coma. También es ordinario que la
•Aqnina omita una pala brr palabra, o que
la saque repe repetida, o que coloque un
número suelto que nada tiene que ver 7
conmigo.
Los renglones encimados son otro de los
productos genuinos de la máquina de es-
cribir. Pero es lo que yo digo: "Eso se
llama un palimpsesto."
Una ves le mandé una hoja casi llena
de esos renglones a un viejo paleógrafo
de Czemowics, localidad rica en paleó-
grafos. II buen viejo Paleólogo pisó el
palito, y me contestó a los nueve meses
justos, diciéndome que habiéndose encon-
trado bastante confuf fuf confuso y des-
orientado, lo habla consultado con algu-
nos viejos orientalistas, y que entre to-
dos habían llegado a la conclusión S de
que, si el doco docodoco documento no era
nada parecido a la tiara de Saitafernes,
pocas dudas cabían ya sobre que los cal-
deos hubiesen conocido el papel; porque
la escritura era más caldea que otra
cosa. Yo le contesté a vuelta de correo,
nada más que estas palabras: "Pobre hom-
bre, tú sí que no estás mal caldero."
En verdad, lo menos importante y ex-
traordinario es que una palabra salga
partida en tres o cuatro pedazos, o al
revés, que salgan tresocuatropalabras-
j untas.
Una cosa muy particular, y primitiva
* de mi máquina, son unos signos auxi-
liares y unas abreviaturas que a veces
se le ocurren. Las abreviaturas son el '/■
y el •/.. Los signos son la torre inclina-
da de Pisa (/) , un cerito chico que siem-
pre sale muy alto (•) , y que es el sím-
bolo de la Lona, el signo misterioso &,
el signo de Oéminis (t) , el signo de Li-
bra (£) y el signo de Sagitario ($) .
Al •/, y al «/i los aprovecho para escri-
bir palabras tales como */,te ni n°/,te,
</iavíoula y herm«/,o. Esto no va tan mal;
pero, ¿cuál es la utilidad práctica del
cerito, de la torre inclinada de Pisa,
del & y de los supuestos signos de Gé-
Binis, Libra y Sagitario? A mi nadie me
quita de la cabeza que estos son, en rea-
lidad, signos secretos de la camorra. Se
podría emplear el £ en lugar de la 1 ma-
yúscula, el S en lugar de la S y el mis-
terioso k en lugar del 8; pero esto ten-
dría que ser aprobado antes por algún
congreso internacional o publicado en to-
dos los diarios.
Tocante a los acentos y signos de pun-
tuación, es una calamidad. En lugar de
dos puntos, sale siempre punto y coma.
Por otro lado, los signos de puntuación
suelen aparecer de este modo: Cooh, bam-
ba ! estile ? to : : daguerrot . po /.
Donde el acento sale con más seguridad
es sobre las consonantes, como en la es-
critura checa, y sino suspendido en el
aire, como la espada de Demo'stenes (Da-
mocles) . Aterra pensar en lo que les pa-
sará a los franceses, que tienen tres
acentos, grave, agudo y obtuso.
En lugar del acento, sale en ciertas
ocasiones el cerito de la Luna, y si cae
sobre la o, estamos perdidos. Entonces
tenemos la o con el cerito requintado
allá arriba, y nadie sabe si es esto :
te, o un ocho, o un veterano de Garibaldi
con el kepis ladeado sobre la oreja.
Hay en la máquina hasta tres teclas,
cuyo empleo inteligente produce que las
letras salgan mayúsculas, si Dios quiere.
Dos están en primer término, una a la
derecha mano y otra a la izquierda. La
tercera está en un rincón, al noroeste
de la constelación de Géminis. Tocando
esta tecla del noroeste, todas las letras
salen mayúsculas; pero no hay que tocar-
la jamás, porque si se toca, la máquina
tarda a veces una semana en volver a es-
cribir con minúscula. Ignoro de qué de-
pende esto, e ignoro de que depende que
la máquina, transcurrido un periodo cual-
quiera de tiempo, vuelva de su propia
iniciativa a escribir con minúscula. Em-
pero, diré que, a mi juicio, no hay de-
fecto sin causa.
Mucho ojo con la tecla del noroeste
de Géminis. Habiendo tocado una vez esa
tecla, aunque no por acto deliberado,
porque ya he dicho que no se debe tocar-
la, quise escribir el número 3457 y me
salió este otro: £»%*. Tocad el tambor,
tocad el timbre, tocad el oboe, tocad el
obelisco; pero, ¡no toquéis, por vida
vuestra, la tecla del noroeste! No to-
quéis tampoco, si os queda todavía un
adarme de juicio, la siniestra tecla del
nordeste, que dice: "red-ink". Un mes se-
guido, después de haberla tocado por im-
prudencia, la máquina me lo escribió todo
con tinta roja. ,Y hay que ver el efec-
to que producen, por ejemplo, los signos
secretos de la camorra, cuando salen im-
presos con tinta roja' La tecla — he di-
cho — tiene la inscripción "red-ink".
Pero, estando en inglés, ¿quién hubiera
podido sospechar que quiere decir "cui-
dado con la pintura"? (Y entre parénte-
sis, ¡qué prácticos son esos ingleses!
Nadie más que ellos en el mundo son ca-
paces de decir "cuidado con la pintura",
con sólo dos palabras de tres letras
cada una. )
El primer día que le metí mano a la
máquina, no conseguía sacar sino los de-
dos duros, y en cuanto a la literatura,
completamente ininteliblige . Pero me su-
cedió algo muy notable. Observé que la
máquina sabía escribir sola, simplemente
actuando yo de fuerza motriz.
Toqué las teclas al azar, y me escri-
bió esto:
oso un uos.
Quedé bastante encantado. Hablan sa-
lido dos palabras verdaderas: oso y un.
¿Qué no hubiera dado yo porque uos fue-
se también una palabra? Quise buscarle
la vuelta para que lo fuese. Leída de
delante para atrás, decía sou. Ya era
palabra, aunque portuguesa (sou, soy) , o
francesa (sou, sueldo) . Combinando las
letras de otro modo, salla la palabra
uso, y la italiana suo (suyo) . Pero esto
era buscarle tres pies al gato. Entonces
leí todo patas arriba, y obtuve lo si-
guiente :
son un oso.
Las tres eran palabras, y a no haber
fallado la concordancia, hubiera sido
una frase. ¿Cómo no iba a repetir el ex-
perimento? Me puse al teclado, y tras-
tras, tras-tras, tras-tras, salga pato o
gallareta:
ozuoq un opod.
Francamente, a pesar de la palabra un,
creí que estaba escrito en ruso. Pero,
con la muerte en el alma y todo, lo leí
patas arriba:
podo un bonzo.
jSanto Dios! Decía algo, decía que yo
(o ella) podaba un bonzo, el árbol lla-
mado bonzo. El diccionario me diría que
árbol era ese: "Monje o sacerdote de la
China". ¿Podar yo un fraile, aunque fuera
chino?... Volví al teclado inmediata-
mente :
oso un osnd.
Traducido al patas arriba:
puso un oso.
Esto se prestaba a hondas reflexio-
nes. Una gallina puede poner un huevo:
pero, ¿quién en el mundo puede poner
un oso?
Volví al teclado:
ozuoq un osnd oso ns .
Patas arriba:
su oso puso un bonzo.
Era una hazaña de parte del oso; pero
en la China no se lo consentirían.
Nuevos ensayos me dieron el siguiente
resultado:
(1) oznq un oqnH.
(2) ozuoq un opunH.
(3) osouop ouoW.
Patas arriba:
(1) Hubo un buzo.
(2) Hundo un bonzo. (Protesto contra
este hundimiento del pobre hombre.)
(3) Mono donoso.
Las minúsculas sallan a un nivel más
alto que las mayúsculas, y la letra W
formaba una M de affiche, pero las fra-
ses no eran ya absurdas, aunque la se-
gunda fuese irrespetuosa en la China.
La máquina habla progresado. ¡Quién sabe
a dónde podría llegar la máquina!
osuos opunW (Mundo sonso) . La máquina
estaba pesimista.
Quise sacar algo más extenso:
unp.unp' unp-unp' oso un osnd'
unp-unp' unp-unp' oznq un op ozod
un opuos' unp-unp
¿Querrá creerse que la máquina habla
escrito una canción?
dun-dun, sondo un pozo
do un buzo, dun-dun,
dun-dun, puso un oso,
dun-dun,
dun-dun .
Desde entonces canto siempre esta can-
ción, y me va a las mil maravillas.
l'U?.^ —
AJÉ al jardincillo a orearme
la cabeza, a distraer el áni-
mo, llevando como clavada
en ella y en él la reflexión
que acababa de leer en Mar-
co Aurelio, cuando se decía:
«¿Naciste acaso para gozar?
¿No más bien para hacer, para
la acción? ¿No ves los yerba-
jos, los pajarillos, las hormi-
gas, las arañas, las abejas ha-
ciendo lo propio suyo, com-
poniendo, por lo que les ata-
ñe, el mnudo? ¿Y tú no quieres
hacer lo humano?» (Libro V de
los Comentarios a sí mismo.)
El jardincillo, con la lluvia reciente
que dejó lavado y fresco el aire, verde-
cía que era un regalo para los ojos y
un alivio para el cansancio de la mente.
Como los tallos languidecidos después
del riego se recobran, enderezábaseme la
atención rendida por horas de tarea ser-
vil. Parecían sonreirme las parras que
entre las hojas lanzaban sus zarcillos al
agarre. Las peonías hacían estallar en-
tre lo esponjoso de la verdura de sus
hojas el rojor atrevido de sus flores.
Apuntaban los botones en los rosales.
La higuera joven espaciaba sus hojas
como otras tantas manos. Sólo el man-
zano, carcomido en su follaje por la ro-
ña, diríase como que difundía una queja
silenciosa por el recinto del jardincillo en-
jaulado. Y por el tronco del manzano su-
bía una hormiga. . . ¿A dónde? ¿A qué?
¿Hay algo de una intimidad más re-
cogida y más dulce que la de estos jar-
dincillos enjaulados en medio de una
ciudad, entre calles y casas? ¿Es que una
higuera en el patio de una casa no es
algo así como un jilguero que canta den-
tro de una jaula? Pero no todas las aves
cantoras cantan cuando se las aprisio-
na; las hay que mueren. Para otras, en-
carceladas, el canto les es vuelo. El ar-
bolillo ni puede huir al monte o a la
selva. Pero es dulce ver como fondo del
follaje del albérchigo — hay uno en este
jardincillo — el follaje de la crestería de
la Torre de Monterrey, y el verdor de
sus hojas bordado, al ponerse del sol,
sobre el cañamazo de las piedras que
doraron, desde el Renacimiento, los so-
les de los siglos.
Me detuve a ver la hormiga que subía
por el tronco del manzano y hasta me
entraron ganas de ponerle un estorbo
delante, de atajarle su marcha con mi
dedo, a ver qué hacía. ¡Pero no! ¡Dejar-
la! ¿A dónde iría? ¿A qué? ¿Llevan un
propósito esas criaturitas, o no van más
bien a la ventura, empujadas por un
instinto ambulatorio, marchando como
el pájaro canta, para dar escape a un
colmo de energía, y a la buena de Dios
y a lo que salga? Siempre he creído que
la hormiga más se pasea que trajina;
que es una aventurera exploradora, cre-
yente en el divino Azar, padre de la
dicha. ¿Sabe a dónde va?
Allá, cuando el albérchigo florecía y
acudían unas rubias abejas a sacar miel
de sus blancas flores, una vez mi hijo
menor. Ramoncito, me preguntó mi-
rándolas desde la galería a cuyos cris-
tales casi rozan las flores: «Di, papá,
¿las abejas saben cuando sale el sol?»
Y como yo, por decirle algo — pues no
ho sido abeja — le dijese que sí. añadió:
«¡Andaaaa! ¡Tan chiquitas y ya saben eso!...»
¿Cabrá conocimiento alguno en el seso de una hor-
miga? ¿Esa diminuta maquinilla viva, tendrá con-
ciencia de lo que hace? Y me acordé de no pocos
hombres y de pueblos que son hormigueros, col-
menas, tan admirablemente organizados.
La hormiga parecía vacilar, encontrarse en
zozobra. Palpaba la corteza del tronco del man-
zano con sus casi invisibles antenas. Es decir,
no sé sí lo palpaba o lo olía u otra cosa. Los dos
hilíllos le palpitaban. ¿Serán un aparato de te-
legrafía sin hilos con que se entiende con sus dis-
tantes hermanas?
Y pensé: ¿Tiene acaso este animalito una te-
nebrosa conciencia de! valor universal, cósmico,
de lo que hace? ¿Sabe que no se le puede anona-
dar a ella — lo que se llama propiamente ano-
nadar, reducirla a nada — que no se puede ani-
quilar su obra sin que por ello quede anonadado,
aniquilado todo lo demás, el universo entero?
a honniOñ
en el
Por
mañano,, <~:^^
¿Tiene conciencia? Cuando uno encerrado en su
cuarto y con luz encendida en él, mira en una
noche nublada, sin luna y sin estrellas, a través
de los cristales de la ventana al campo, se cree
que allá fuera sea imposible ver nada para guiar-
se; pero si sale a él encuéntrase con una difusa
claridad bastante para poder caminar sin gran
tropiezo. La conciencia de la hormiga será tan
chiquita como es ella; le basta si conoce al alcan-
ce de sus antenas.
Me he imaginado muchas veces lo que llegaría
a ser para nosotros una hormiga, si conservando
su forma creciese hasta el tamaño de un león
y en la misma medida su fuerza y su agilidad.
¡Bestia feroz! Y en cambio figuraos un león redu-
cido al tamaño de una hormiga y hasta rugiendo
a proporción! Pero estas fantasías se prestan a
todo. Sin embargo, la maravilla es la de lo infi-
nitamente pequeño. Hay quien cree que el infi-
nito de la fuerza se condensa en un punto.
¿Cómo S3rá el universo en la mente
de esa pobre hormiga? Porque este ani-
malito es también centro del universo.
Y temí llegar a sentir una sagrada vene-
ración por el diminuto insectillo.
Yo no sé si se daba cuenta de mi, si
me percibía por uno u otro sentido; pero
en caso de percibirme, ¿qué pensaría de
mí? ¡Ah, petulante, vanidoso de hom-
bre! ¿Qué va a pensar de tí la hormiga?
Son siempre los grandes los que pien-
san en los chicos y reparan en ellos,
no los chicos los que reparan y pien-
san en los grandes.
En tanto la hormiga cumplía con su
deber, llenaba su misión, iba, por lo que
le concernía, componiendo el mundo
que habría dicho el emperador Marco
Aurelio, el que tanto se habló a sí
mismo.
Recordé aquellas hormigas caseras que
en la otra casa, en la de la Rectoral,
subían a mi lavabo y lo invadían. Po-
níales terroncillos de azúcar como cebo
para atraerlas, y luego de pronto, en-
cendiendo la bombilla, las arrojaba al
agua o mojaba los terrones y queda-
ban presas en la viscosidad del azúcar
derretido. Morían así, heroicamente, a
montoncillos. Algunas lograban escapar.
Pero volvían siempre a la carga y como
si el hormiguero fuese inagotable. No
sé las que pude destruir. Y era un ma-
ligno placer — un placer inhumano, lo
confieso — verlas bregar en el agua del
lavabo intentando salvarse y luego, iner-
tes, formando un poso en el fondo de ella.
Mi hormiga seguía escalando el tron-
co del manzano, ignorante, sin duda,
de que yo estaba viviendo en ella. Y
no obstante así era, estábame haciendo
pensar, haciéndome vivir. No era tan
sólo por el tronco del manzano, era por
el tronco de mi alma por donde esca-
laba. ¿A dónde? ¿Para qué?
¿Para qué? La mañana era de una
serenidad paradisíaca. Todo lo que ro-
deaba a la hormiga, el manzano, el al-
bérchigo, la higuera, las parras, los ro-
sales, mi casa, las casas vecinas, la To-
rre de Monterrey, las de la catedral más
lejos, todo parecía brotar, como flore-
ciendo, de las entrañas del cielo que
ciñe y abraza a la tierra; todo era como
una vestidura del espacio, que según el
piadoso Newton es la infinitud de Dios.
Todo giraba armoniosamente y giraba
en torno a la hormiga, que era el centro
del universo. Y como antes me vi en la
hormiga, empecé a ver a Dios en ella.
Aquella hormiga estaba creando el uni-
verso. ¡Y era ella, ella y no otra!
Y la hormiga hacía, hacía algo. No
era una cosa quieta, inerte, una cosa
que se contenta con el bienestar. Por-
que el bienestar no es más que estar,
aunque sea bien. La hormiga obraba, o
por lo menos parecía buscar algo. ¿Qué
buscaba? ¿Buscaba a otra hormiga, es
decir, se buscaba a sí misma? ¿Busca-
ba el hormiguero de que saliera? Por-
que he llegado a suponer que las hor-
migas no salen del horm.iguero sino para
verlo desde fuera, para buscarlo luego,
para volver a él y para darse así cuenta
de que es su hormiguero, el hormiguero
de que son hormigas. Pues lo de que
no salgan sino a buscar provisiones para
el invierno, a recoger mantenimientos
para sus larvas y sus crías, eso me pa-
rece una explicación metafórica de fabulistas y
poco más. Y ello a pesar de todas las apariencias
en que se apoya el sentido comiún. No; la hormiga
sale para conocer el hormiguero y mediante él,
¡claro está!, el universo todo.
Y en derredor de la hormiga, y recibiendo de
ella vida, vivía todo. Ella hacía verdecer al man-
zano y al albérchigo y a las parras y a los rosa-
les y a la higuera; ella hacía esmaltarse al azul
del cielo, ella esplender el dorado al sol de las
torres, ella me hacía pensar. Y el verdor de los
árboles, el azul del cielo, el dorarse de las to-
rres eran, como mi pensar, pensamiento también.
Pensaban los árboles, pensaba el cielo, pensaban
las torres. ¡Y es claro! ¡Pensaban, luego eran!
Y he aquí como bajé al jardincillo llevándo-
me a Marco Aurelio en el alma y subí de él tra-
yéndome en ella a Descartes y dejando a la hor-
miga en el tronco del manzano.
Dibujo .de Fohn.
— p>i_:>^-s >,'Lmpa>^—
L/a raza
Vencida
I
Allá, en el confín de la pampa, acababan de li-
brarse los últimos combates contra el indio audaz
y Ubérrimo. Los bravos caciques, símbolos heroi-
cos de una raza admirable, caían para siempre
sobre sus caballos de pelea, prefiriendo la muerte
liberadora a la esclavitud denigrante ofrecida por
el cristiano conquistador. El ejército argentino.
embriagado por el triunfo, dominado por el deseo
imperioso de dar fin a una epopeya prolongada
en demasía o convencido de la necesidad de exter-
minar a un enemigo a quien se sabia irreductible,
resolvió su inmolación para escarmiento eterno
de tercos y de rebeldes. Y asi fué cómo un sol
de sangre enrojeció las aguas de los campos y cómo
sobre las lomas quedaron blanqueando las osa-
mentas de los pobladores primitivos, la tribu que-
randi sacrificada y convertida en abono irreempla-
zable y generoso de su propia tierra, granero
futuro de otras razas tan egoístas como crueles
que sobre el solar violentamente destruido plan-
tarían nuevas tiendas de paz y amor. . .
El huracán de fuego había arrasado con todo.
Sobre el vasto escenario, el desierto de América
sin limites, parecía flotar el humo de la sangre
aun caliente del último vencido. Ni heridos, ni
lisiados. ¡Todos muertos! Sobre la inmensa llanu-
ra no quedaba en pie un solo guerrero, una sola
lanza, un solo hombre de combate. La consigna
trágica se había cumplido en forma terrible y
definitiva.
Fué entonces que allá, en el confín de la pampa
enrojecida, comenzó a crecer, ante el asombro
de los conquistadores, una sombra doliente, for-
mada por las mujeres y los niños de los formida-
bles guerreros.
— ¿Qué hacer? — se dijeron los conquistadores.
— Y un pensamiento lúcido, una idea tan huma-
nitaria como diabólica, cruzó por sus cerebros
donde ya diríase echar semillas la gloria. Sí, la
sombra doliente constituiría el trofeo de la victo-
ria estupenda: las mujeres y los niños de los for-
midables guerreros muertos en su ley de hierro,
serian la ofrenda que ellos, los civilizados vence-
dores del salvaje, los dominadores del desierto,
arrojarían en el ara de las ciudades llenas de luz
amable y purificadera. Ofrenda viva, palpitante,
carne de sacrificio, dolor y fuego, testimonio irre-
cusable y perenne de la hazaña sin par.
Y el cautiverio fué con la sombra. , ,
II
Circuidos, rodeados los cautivos, comenzó a
andar la sombra, la sombra doliente formada por
las mujeres y los niños de los formidables guerre-
ros. Escoltada por las bayonetas de los vencedo-
res echó a andar por la pampa salvaje y conquis-
tada, rumbo a las ciudades felices.
Ahí va el trofeo. Marchan las madres, las pobres
madres, con los hijos del amor a cuestas. No es
odio lo que brota de sus ojos. Brillantes de amar-
gura, ellos dicen que la fuente del llanto ha co-
menzado a correr para no secarse, nunca, jamás,
sobre el mundo. El sol sigue tostándoles la pie! y
el alma. Marchan como al suplicio. Marchan por-
que son madres. No tuvieran fruto sus entrañas y
el mismo sol glorioso que alumbró ayer la pampa
libre y que ahora parece insultarlas con sus rayos
de oro, las vería arrojarse deshechas de ira, locas
de venganza, sobre las bayonetas centelleantes.
Ahí va el trofeo. Marchan los hijos, los hermo-
sos retoños de la brava raza. Azorados de horror
ante el desastre, las caritas anchas y picaras se
han torcido en una mueca indefinible. Son más-
caras de espanto, contraste remarcable entre el
rictus de dolor de las madres y el gracejo de las
caritas hermosas, frescas y rozagantes de los her-
manitos en brazos. Marchan los hijos, marchan
pegados, adheridos, diríase incrustados en las car-
nes de las madres como si el retoño, temeroso, pre-
t^nH.o'a volver a la rama de donde brotara, o el
^lEACHE
fruto, amedrentado ante la vida, replegarse a la en-
traña que lo concibiera.
Y asi llega la sombra doliente hasta los mismos
andenes de las estaciones ferrocarrileras, ayer for-
tines de avance contra el indio, donde la locomo-
tora humeante espera la carga preciosa, el trofeo
de gloria, la ofrenda viva y palpitante de los con-
quistadores a las ciudades ya tranquilizadas y
exentas del temor al malón arrasante y de des-
quite. . .
III
Iban los trenes devorando el camino, repletos
los vagones con la ofrenda viviente. No eran aque-
llos los rezagos de una raza en derrota. Era la raza
misma, toda la raza en su manifestación femenina
e infantil, cautiva del cristiano vencedor del indio.
Del confín de la pampa habían partido los trenes
rumbo a la gran ciudad. La sombra doliente, en-
cerrada, ultrajada y vencida, cruzaba ahora en
viaje fantástico hacia su monte calvario. Las in-
dias madres, azotadas por el sufrimiento, febri-
citantes y en pleno delirio, doblaban, unas, sus
hermosas cabezas sobre los fuertes retoños pren-
didos a los senos casi exhaustos por el cansancio
y la pena, mientras otras quedaban como extáti-
cas, frente a los vidrios de las ventanillas, con los
ojos atónitos y fijos allá en el confín lejano de la
tierra querida, donde quedaban para siempre los
cadáveres aun amenazantes de los guerreros. En
las estaciones de tránsito hacían alto los trenes y
allí, en cada andén, comenzaba el reparto del bo-
tín preciado, el obsequio del conquistador del de-
sierto a las ciudades felices.
Como el ganado en las ferias se elegía a los cau-
tivos. Cada familia pudiente tenía derecho a una
madre con su cría. Al separarlas del grupo, las in-
dias rugían sordamente. ¡Oh, designio siniestro!
Nunca un dolor más intenso brotó de pechos hu-
manos y nunca en pechos más duros rebotó el ge-
mido de una raza vencida. En la estación Merce-
des, una señora del pueblo, una hermosa señora,
había atraído con mimos y artimañas a un indie-
cito simpático y juguetón hacia el estribo de uno
de los coches. No quería cargar con la madre por-
que no la necesitaba. Al ponerse el tren en mar-
cha, de un manotón certero arrancó del estribo al
indiecito y lo ocultó entre sus faldas. El tren,
traidor e impasible, partió con la madre. Después,
en el tren ya en fuga, un sollozo de muerte; un sollo-
zo de madre que pierde al hijo. Y en la estación
una carita ancha y juguetona doblemente azorada
y una risa argentina festejando la travesura. . .
¡Y esa señora era madre también, sus entrañas
habían dado fruto y por su redención en la tierra
diz que una gota de sangre del mártir cristiano se
derramó e.i el Gólgota!
Una que otra voz, — muy débil por cierto,
se levantó en el pueblo para condenar aquel acto.
La verdad fué que la hermosa señora se apropió
del retoño indígena y que éste, a guisa de juguete,
fué entregado al niño mayor y mimado de la casa,
un pequeño tirano, quien entró en posesión de la
propiedad viviente sin encontrar más obstáculo
que la resistencia natural del pequeño esclavo a
sus infantiles y crueles caprichos.
IV
Comenzaron a correr los dias tristes y desolantes
para el indiecito. El pequeño descendiente de la
raza indomable no exteriorizaba mayormente el
sufrimiento de su alma infantil despedazada. Pero
algo había tan hondo, tan profundo, en sus ojos
llenos de azoramiento. que hubiera impresionado,
dolorosamente, al menos sutil de los observadores.
Sólo la inconsciencia de la hermosa señora pudo
haberlo considerado a la altura moral de un sim-
ple animalito doméstico. A la verdad que lo único
que hubo de extrañarle es que no mordiera. Efec-
tivamente, ni los pellizcos, ni los tirones de orejas,
ni los golpes con que a diario le obsequiaba su
dueño, consiguieron sublevarle. Sufría resignado el
inicuo tratamiento como convencido de la inutili-
dad de la protesta. El sentimiento de lo fatal pa-
recía poseerle, porque en realidad no era el miedo
quien le inspiraba, y así lo demostró siempre, con
su actitud serena, ante cualquier peligro verdadero.
El tirano diminuto, el niño mayor y mimado
de la casa, había aceptado el obsequio con la mis-
ma complacencia que hubiera demostrado ante
un perro grande que no ladrara ni acometiera, un
gran gato que no arañara o un cachorro de tigre
carente de garras y de mal humor. Claro está que
en su cerebro, deformado por una educación tan
falsa como la que podía darle la hermosa señora
que era su mamá, no era posible despertasen sen-
timientos humanitarios ni fraternales para el in-
diecito. El lo había aceptado así, como una cosa
enteramente suya, entregada en donación, de la
que podia y debía disponer a su antojo. Una cosa
siempre dispuesta a complacerle. No podía, pues,
comprender que aquel niño perteneciente a otra
raza, fuera su igual en derechos, ni sufriera con sus
dolores, ni se entretuviera con sus alegrías, ya que
el sentimiento y la verdad tienen, forzosamente,
que estar muy lejos de los niños educados por
cerebros tan singulares como el de la hermosa se-
ñora que era su mamá.
V
Un día le preguntaron en el pueblo:
— ¿Cómo te llamas?
Y él, seco, con acento filoso, rajante, dijo:
— Milachí'.
— ¿Milache? ¿Por qué MUache?
En la casa le habían denominado Camilo cuan-
do entró en ella y hasta entonces se le conoció por
tal, pero desde ese dia su nombre cambió.
¿Fué Milache una deformación de Camilo o era
aquél el nombre verdadero con que se le conoció
en la tribu? El caso es que nadie supo nunca el
origen del extraño vocablo que a poco andar ha-
bíase hecho familiar en el pueblo.
Lo que sí supo éste, aunque sin parar mientes
en ello, fué la inconsideración, el mal trato y hasta
la crueldad usada para con Milache por el peque-
ño verdugo que era su dueño.
Pero nadie a la verdad dio al hecho su alta tras-
cendencia, nadie vio en el pobre Milache, resig-
nado, que él representaba, en realidad, el símbolo
doliente de la raza vencida. Por el contrario, hasta
hubo quien festejara las gracias del pequeño ver-
dugo, estimulando sus instintos perversos.
Entretanto, pensemos que el dolor de Milache
era el de todos los niños indígenas en cautive-
rio cristiano. Entretanto, pensemos en el dolor de
esas madres, más desgraciadas aún que la de este
pequeño inmolado, cayendo todas, junto a su pro-
le, muertas de pena, de extenuación y de asfixia,
entregando a sus opresores la última gota de su
sudor de trabajadoras, encerradas en las cuevas
de las ciudades malditas, como águilas presas con
las alas plegadas contra los hierros, en las jaulas
sin luz y sin aire del cazador.
Como en todos los de su raza, los días de Milache
están contados. El hado fatal vela implacable so-
bre los descendientes querandies, esperando sólo
el momento propicio para la inmolación. Nadie
será perdonado. El crimen de resistencia al civi-
lizador había de pagarse con la muerte del último
retoño. El fruto de las madres, recién concebido,
se secará en sus entrañas y los vastagos, ya en
pie, quedarán detenidos en su desarrollo, minados
por los miasmas de las ciudades malditas. Jorna-
da postrera y dolorosa de una raza, odisea digna
del verbo candente de los antiguos profetas y
contemplada con una impavidez rayana en la in-
sensibilidad moral primitiva por el cristiano re-
dimido. Alguien ha dicho que nadie sufre sino su
propio dolor.
Un día, el más hermoso de un verano ardiente,
tuvo Milachs un gesto de rebelión, extraño en él.
Probablemente su dueño colmó la medida en uno
de sus habituales castigos. y el fuego del sol, como
dardo aguijoneante, despertó en el niño indígena
instintos ancestrales.
Ante el primer bofetón amagado por el verdugo,
el indígena, dibujando en el aire un signo de de-
fensa, abrió la mano a manera de garra y barajó
el brazo enemigo, con tanta fuerza que la muñeca
castigadora cedió, doblándose vencida por la inu-
sitada presión.
La actitud inconsulta, la resistencia inesperada
del indiecito, hizo llamear en ira al niño cristiano
y el grito estridente que exhaló su garganta, es-
tre.necida por la emoción y el miedo, fué el toque
de atención a la servidumbre de
la casa, que acudió solicita a
prestarle sus auxilios.
Después salió de su boca la
orden sin réplica:
— ¡Átenlo!
Y señaló el banco donde otras veces él, con sus
propias manos, lo supliciara.
Los criados obedecieron y el niño quedó ligado
con el mismo cáñamo fuerte que le servia de rien-
da cuando el pequeño verdugo lo convertía en
caballo.
Retirada la servidumbre, el niño cristiano em-
puñó el látigo que nunca abandonara desde que
le entregaron el juguete con vida y, amenazante,
dijo:
— ¡Vas a pagármelas!
Después, rojo de cólera, cruzó la cara del már-
tir con la lonja áspera y flexible.
Los ojos del indio relampaguearon de indigna-
ción y de impotencia. Por segunda vez vibró en
el aire la cuerda del látigo y el golpe, flagelante,
no se hizo esperar. ¡Pobre Milache! La rabia le
ahogaba. No pudo contenerse y, furioso, feroz,
ebrio, loco de dolor y de pena, escupió su despre-
cio sobre la cara del cristiano enemigo. Fué su
sentencia.
— ¡Ahora voy a quemarte! — rugió, más que
dijo, el niño cristiano, — Y con unas hojas de diarios
viejos que empapó en kerosene, encendió la pira.
Cuando las lenguas de fuego rozaron sus carnes,
Milache comenzó a retorcerse y la expresión de su
dolor fué tal, que el cristiano se espantó de su
propia obra.
Llamó, y los criados acudieron de nuevo en la
creencia de que Milache hubiera roto sus ligaduras
proporcionándole al niño un nuevo disgusto.
Cuando la servidumbre pudo accionar contra el
fuego, había éste tomado tal incremento alrededor
del cuerpo del indio, que la vida parecía consumir-
se en sus pupilas.
A los pocos días agonizaba Milache. después de
un sufrimiento indecible. Las quemaduras eran
de tal índole que la ciencia no encontró remedio
para cicatrizarlas.
Es fama en el pueblo que no exhaló una sola
queja. Una tarde, en la hora más triste, cuando
el sol se hundía en el confín de la pampa, hizo una
señal de atención a los que le rodeaban:
— ¡Milache! — dijo. — Y murió.
Un poeta amigo, que conoce esta historia, ase-
gura, bajo la fe de su fantasía, que milache, en
la lengua del niño indígena, quiere decir: ¡ven-
gama! . . .
Alberto Ghiraldo.
Dibujos de Zavattaro.
— P3L>^4=i >^^Lrr-i3>%.—
En la última temporada del Teatro Apolo, Ro-
berto Casaux ha destacado fuertemente su persona-
lidad artística, creando, con suma habilidad y talento,
infinidad de personajes.
Actor correcto y sobrio, estudioso y discreto en el
decir, posee la fusta medida de la comicidad que
aprovecha con la certera eficacia que le indica su buen
gusto. Hoy por hoy es. sin disputa, uno de los actores
que mis han contribuido al desarrollo del teatro na-
cional argentino.
Concluye ta función, o termina el ensayo, y
Roberto Casaux abandona instantáneamente el
teatro.
Una vez en la calle, me dice, huyo de mis
compañeros: trato de evitar el encuentro con au-
tores y empresarios: evito las conversaciones
teatrales. Hago, en una palabra, todo lo posible
por olvidar lo que soy: pero no lo consigo. Donde
quiera que vaya... en el tranvía... en el café,
en todas partes hay siempre alguien que me se-
ñala con el dedo, diciendo: «Ese es Sarrasquetan;
o «Ahí va el distinguido ciudadano», y esto franca-
mente me molesta. No poder nunca ser yo, sino un
personaje de los que caracterizo, es desesperante.
— Eso prueba tu popularidad, — me atrevo a
objetarle.
ROBECTO CASAUAfet
y^.-a^^m.
— Es que la mía tiene la originalidad de que
no es mía. sino de mis personajes. Con decirte que
se ha dado el caso de salir con mi mujer a la calle
y oirle a uno que decía: «Miren, ahí va el doctor
Palleja con la mujer de Casaux», y como compren-
derás, eso es ya inaguantable.
Algo preocupado está Casaux con la pérdida
de su personalidad; con la paulatina desaparición
de su yo, pero esa preocupación no ha llegado a
cambiar su carácter jovial, ni ha borrado de su
rostro bonachón la eterna sonrisa, franca e in-
fantil.
— ¿Estás contento? — le pregunto. — Ahora
que ya eres un primer actor y está tu nombre al
frente de una compañía, supongo que habrás per-
dido el miedo.
— ¿El miedo? Jamás. Te lo juro; tengo más
pánico que nunca. El verdadero peligro no está
en subir, está aquí arriba, en el puesto que hoy
ocupo. Saberse sostener, guardar el equilibrio, he
ahí el secreto. El éxito de un actor, está en no ma-
rearse con las alturas. Yo por eso me vengo todas
las tardes a esta terraza, para mirar Buenos Aires
desde arriba.
— ¿Y crees en nuestro teatro?
— ¿Cómo no he de creer? Con entusiasmo.
Nuestra temporada del Apolo ha encauzado hacia
el teatro nacional un núcleo de gente joven, con
ideas nuevas y sanas, un grupo de muchachos
con aliento y esperanza, que no se meten en los
cafés a murmurar del compañero, ni usan melena
de superhombres, pero trabajan con fe, y estoy se-
guro de que pondrán nuestro teatro a un nivel
decoroso, al que jamás lo llevaron los que para
sí no tienen ese decoro personal.
— ¿Quieres decirme por qué eres cómico? Tengo
entendido que no lo eres por necesidad. ¿Lo
eres realmente por afición?
— Sí. . . no lo puedo remediar. . . el teatro me
atrae, desde chico yo era loco por el teatro; mi
sueño dorado fué siempre ser actor, y contra la
voluntad de mis padres, debuté y. . . ya ves, soy
cómico... demasiado cómico quizá, porque, co-
mo ya te he dicho, sigo siéndolo para el público,
hasta fuera de la escena.
— ¿Cuál es tu obra favorita?
f — ■ ¿Quieres creer que no la tengo? . . .
' — ¿Cuál es, a tu juicio, la mejor actriz nacional?
— Sin duda alguna, Angelina Pagano es la más
completa de nuestras actrices; no quiere decir esto
que sea la única. Creo firmemente que Camila
Quiroga, primera actriz de nuestra próxima tem-
porada en el Apolo, se impondrá al público, re-
velándose una buenísima actriz, pues hasta hoy
no ha tenido ocasión de desenvolver sus faculta-
des, no sólo por la falta de ambiente, sino tam-
bién por falta absoluta de dirección artística.
— A propósito de dirección artística, ¿tú crees
en eso?
— Cuando ella está en manos de hombres de
la cultura de Joaquín de Vedia, de su ilustración
y de su buen gusto, no es posible dudar de su
eficacia.
Como ya iba tomando esta información un ca-
rácter de vulgar reportaje y temiéndome incurrir
en las eternas preguntas sobre mil cosas que a
nadie interesan, resolví prudentemente cortar por
lo sano y despedirme del simpático primer actor
del Apolo y de su bella esposa. Esperanza Palome-
ro, discretísima y elegante actriz de la compañía.
El doctor Misterio.
CASAUX Y SU ESPOSA. ESPERANZA PALOMERO,
A LA HORA DEL TÉ.
CASAUX TRANSFORMÁNDOSE FRENTE AL ESPEJO
DE SU CAMARÍN.
rí^>=v-
No obstante su brillo, el Sol es uno de los enig-
mas más negros y grandiosos de la naturaleza; lo
que ha sido dicho y repetido en distintas formas
por todos los que lo han estudiado desde el punto
de vista físico, de su constitución, etc.
Ahora, considerarlo desde el doble punto de
vista de cuerpo central del sistema al que perte-
necemos, y de irradiador de energía, seria hacer
ciencia integral. Su rol de cuerpo central del sis-
tema, esto es, su acción mecánica, reguladora de
los movimientos orbitales y velocidades de los
planetas, y en parte también, de los satélites de
éstos, es algo admirablemente estudiado y formu-
lado, gracias a las leyes de la gravitación. No
podríamos decir lo mismo respecto a los proble-
mas de física solar: esto es, del Sol considerado
como irradiador de energía en forma de luz,
calor y electricidad, vale decir, ondas hertzianasi
rayos catódicos, ultra violetas y tantas otras
manifestaciones que recién comienzan a ser vis-
lumbradas.
Desde luego, esta segunda faz de la cuestión la
considero más interesante, más humana, más ín-
tima. . . diré, por tratarse de fenómenos que afec-
tan directamente la vida, desde sus manifestacio-
nes más ínfimas, hasta la del hombre, llamada
vida superior, lo que quizá fuese una pedantería.
Descubierto íntegramente el misterio físico dei
Sol, el concepto del universo se aclararía muchí-
simo, puesto que los centenares de millones de
estrellas que componen el universo visible a te-
lescopio, no son más que soles de idéntica cons-
titución a! nuestro, sin más diferencia que el
estado actual de su materia, consecuencia de l:i
edad, temperatura, volumen y masa de cada es
trella. Las estrellas jóvenes, de quince abriles,
(aunque cada abril sideral valga millones de años
.son aquellas en que predomina el hélium: despuf;.
vienen las blancas-azulinas, jóvenes también, e:
las que figura el hidrógeno en primera línea. A
estas dos categorías pertenecen especialmente la.
estrellas blancas de la hermosa constelación d'
Orion, lujo de nuestro cielo del verano. Salteand'
algunas divisiones intermedias, llegariamos a 1;..
familia de estrellas a que pertenece el So!, ni muy
jóvenes pero tampoco viejas: estrellas en pler,:,
vida, con ligeros indicios de arterioesclerosis. Su
color es amarillo-anaranjado y la temperatura mu ,
inferior a la de las blancas, en las que predominar
el hélium e hidrógeno, pero todavía llenas de salun
y de vida. En las estrellas de la familia del Sol,
como en el Sol mismo, predomina el hierro en
estado de vapor. En fin. las estrellas rojas, como
Antares, Betelguese, Aldebaran, etc., son las vie-
jas, en franco derrumbamiento térmico. El pri-
mer síntoma de decadencia de estos seres lumino-
sos, debe ser la aparición de manchas en su super-
ítele, como en el Sol, aunque esas manchas no po-
damos verlas en las estrellas por la distancia in-
mensa que nos separa. El análisis espectral de las
estrellas en decadencia térmica, acusa los mismos
elementos observados en el espectro de las man-
chas solares.
En fin, decía hace un momento, universo visible
a telescopio, pues hay sin duda alguna un número
aun mayor de estrellas negras, de soles apagados,
aunque no debiéramos considerarlos muertos, por-
que en su interior llevan almacenados un inmenso
caudal de calor. Un cálculo indirecto, pero bien
fundado, parecería indicar que el número de estre-
llas negras es de tres a cuatro mil veces mayor
que el de las luminosas. Recordemos que hasta
hoy van catalogadas muchos millones de estrellas.
Pero me doy cuenta de que comenzamos a en-
trar a un terreno pavoroso en realidad, donde no
se ven ni las manos, así quesería mejor volverse. . .
Córdcbü. 1916.
Martín Gil.
Dibujo de Málaga Chenet.
— Í^LS^'^ -\,'l
rcuiitectora
::::;::::: Colonial
Plvs Vltra. al dar hospedaje a las notas gráficas que acom-
pañan estas líneas, pregona por el conocimiento de los ejemplos
artísticos que nos ha legado nuestro pasado colonial, dentro de
sus expresiones más típicas y mejor provistos del rancio color
local. Han sido escogidos entre las muchas reliquias de más remota tra-
dición de las villas de Salta y de Jujuy; son ellas el más puro reflejo
del abigarrado pintoresco arquitectónico que atesoran las capitales
porteñas; encierran dentro de su mérito estético una lección clara
sobre el paso de las influencias peruanas hacia nuestros centros colo-
niales, mostrando a la par el abolengo de su origen y el albedrío de
los artesanos de la sierra andina. La «Casa Histórica» nos exhibe un
espécimen de las nobles portadas, anunciadoras de las moradas de
alto rango. Su frontis quebrado, flanqueado y coronado por robustos
— f:>u;v^-s
pináculos, es primoroso ex-
ponente de un elemento de
anticuada alcurnia; la «To-
rre de San Francisco», grave
y esbelto holocausto del espl-
ritualismo hispano, vista a
través del compartimento de
un patio jujeño. es un em-
blema de mistico sabor y evo-
cador genuino de formas
pretéritas que se arraigaron
por sus fibras más íntimas a
nuestro terruño provincia-
no. Pero al comentar breve-
mente tan coloridas galas de
vieja fábrica y ante el gene-
roso informe que nos ofrece
la puerta del «Convento de
San Bernardo», nos parece
de la más cumplida cortesa-
nía el señalar la exuberante
influencia arábiga (1) que
ejerció su yugo afiligranado
y voluptuoso hasta en las
más atildadas de nuestras
construcciones coloniales.
Las apretadas espirales de
los fustes salomónicos, atri-
bulados y ceñidos por una
ornamentación de primitivo
exotismo, sostenes ingenuos
de un tímpano bi-lobular en-
clavado por una cartela de
sinuoso contorno y todo su
conjunto taraceado a su vez
por un cincel infatigable,
ajeno a toda pereza, creador
de arabescos infinitos, de-
muestra sin malicia la cali-
dad de su origen y es de por
sí elocuente comentario de
una belleza fanática y de
una estética sarracena. Es
una traducción americana de
aquella fecundidad plate-
resca que trazó en los ceno-
bios augustos de los monjes
castellanos, toda la maraña
que la compleja evolución his-
tórica peninsular imprimió a
las formas constructivas. Por
entre las retorcidas colum-
nas y los agudos ajimeces
hallaron cabida las influen-
cias políticas y teológicas.
La evolución de la arqui-
tectura española es muy
compleja, a causa de las
influencias impuestas al arte
por los hechos históricos que
pusieron en tres ocasiones
distintas la dominación del
país en manos extrañas.
(1) Influencia explicada por ei
distinguido arqueólogo Juan B. Am-
broseti, en su conferencia dada en
el Museo de Bellas Artes.
manifestaciones del arte gó-
tico; las catedrales de Bur-
gos, Avila, Segovia, Sala-
manca, Toledo y León, son
las creaciones más elocuen-
tes de tan insigne carátula
arquitectónica.
Mas el movimiento de la
reconquista iba ganando te-
rreno, las posesiones árabes
aían sucesivamente bajo el
/ugo castellano, las artes
del norte y las musulmanas
se entrelazan, y de tal unión
nace el estilo Mudejar, el
más original y característico
de los estilos españoles, que
podríamos definirlo diciendo
que su ornamentación se
ompone de elementos ára-
Íjcs que decoran un conjun-
to, en el cual la composición
deriva de las fórmulas euro-
eas. Al principio, el romá-
nico y el gótico se encargan
ie esta función, para condu-
irlo paulatinamente a su
apogeo, que se realiza en el
siglo XV, al confundir sus lí-
:ieas, con las nuevas formas
iel renacimiento italiano.
En este mismo siglo y pa-
ralelamente al arte Mudejar,
surge en España otro nuevo
estilo, el Plateresco, que ri-
.aliza con su antagonista
or sus audacias y exuberan -
cias, los plateros castellanos,
inspirándose también de los
modelos italianos, imprimen
en la amarilla piedra de an-
ticuada estructura, los mis-
mos festones y las mismas fi-
ligranas, con que ornaron
rrimitivamente al precioso
metal.
A partir de este siglo, las
tracerías góticas quedan re-
ducidas a una aplicación
exclusivamente religiosa, y
los estilos Mudejar y Plate-
resco, que caracterizan con
una originalidad poderosa
dos tipcs de arquitectura
sencialmente españoles, y
;ue podemos proclamarlos
como sus mejores paladines,
quedan especialmente afec-
tados a las construcciones
civiles.
En conjunto, lo que dis-
tingue al arte español, en
todos estos períodos y aun
en los siguientes, es la abun-
dancia y la profusión orna-
mental, que se percibe hasta
en la arquitectura árabe.
SALTA. — ESCALERA DE LA CASA DONDF
ESTÁ INSTALADA LA ESCUELA NICOLÁS
AVELLANEDA.
SALTA. — PUERTA DEL CONVENTO DE SAN BERNARDO.
En la época de la invasión de los Godos y Visigodos en España, la
arquitectura romana cae en su más completa decadencia, el mundo
nuevo rompe los antiguos moldes de la belleza pagana, y pugna in-
doctamente por una transfiguración que sea enérgica protesta, contra
las corruptoras gracias del politeísmo erguido en sus pedestales. El
fervoroso artesano Cristiano, invoca la ayuda de sus símbolos, la cruz
sencilla, el áncora ruda, la borrada paloma, el incorrecto vaso, para
formular la nueva estética, que sea retrato fiel de su fe y de su candor.
A partir de esta fecha comienzan a elevarse en la península Ibérica,
así como en las demás regiones Mediterráneas, las primeras creacio-
nes del arte Cristiano, que luego, favorecido por las constantes pere
grinaciones que realizan los Occidentales a Siria y Palestina, llega
a impregnarse de los más finos elementos Orientales. A este segundo
período corresponden las basílicas y conventos clasificadas como per-
tenecientes a la arquitectura latino - bizantina.
Pero a medida que los reinos españoles se constituían, solidarizán-
dose en el norte de la península, la invasión de los Moros acaparó todas
las provincias del sud, e impuso en ellas su arquitectura. El genio
árabe idealista, fogosísimo y voluptuoso, para satisfacer las exigen-
cias de sus monarcas, halagar la arrogancia de sus guerreros y recrear
a sus apasionadas princesas, diseminó sus construcciones, y respon-
dió a tales fines a pesar de su complexión, abriendo aquellos patios,
fabricando aquellos camarines, trazando y bordando aquellos dibu-
jos y agallones, por donde vagan los perfumes y donde centellean los
resplandores del Oriente.
En los confines de los reinos independientes, de Aragón, Navarra
y Castilla, prosperaron en cambio las artes continentales importadas de
Flandes, de Alemania y de Francia, en el siglo xi se definen llenas
de robustez las formas románicas, y luego en las dos centurias sub-
siguientes, continúan transformándose, para llegar a las más bellas
JUJUY. — LA TORRE DE SAN FRANCISCO,
VISTA DESDE EL INTERIOR DE UNA CASA
COLONIAL.
— i=>i_;v^-i=
Los motivos se hallan sembrados con rara prodigalidad, las dimensiones de
los edificios son colosales, pudiéndose establecer con certera realidad, un
paralelismo entre esta exageración de los efectos, y el énfasis proverbial de
la literatura española, en las grandes catedrales, en los grandes edificios del
siglo XV. Los arquitectos españoles han llegado a producir maravillosos
efectos de grandiosidad y de majestad. Por la extrema riqueza de los orna-
mentos, con que recargan a los santuarios, coros, retablos y altares. llegan
a dar a la expresión religiosa algo de gigantesco, de confuso y de aplastador,
que un célebre critico francés comparaba a la sensación producida por los
santuarios indúes. En la arquitectura civil, esta riqueza presenta un carác-
ter de grandioso y de nobleza muy peculiar, que retrata fielmente la caba-
lleresca hidalguía nacional. El palacio de Monterrey, la casa de las Conchas.
el Infantado de Guadalajara. las casas del Cordón de Burgos y de los Monos
en Zamora y el Ayuntamiento de Zaragoza, son ejemplos muy determinan-
tes de esta arquitectura tan majestuosa y tan opulenta.
Tal era la situación de las artes de la arquitectura española, en el siglo
XVI. y este fué el bagaje con que se embarcaron los conquistadores.
Las ciudades de América se edificaron con viviendas castellanas y an-
daluzas, y el comercio constante que estas poblaciones sostuvieron con la
Metrópoli, mantuvo latente su influencia. Las muy nobles creaciones del
Renacimiento, llegaron en España a su apogeo bajo la mano enérgica de
Carlos V. y las insignes construcciones de los maestros Ibéricos.
Es curioso para nosotros el observar, en lo que a la portada de San
Bernardo de Salta se refiere, el inconsciente maridaje de tan genuino orien-
talismo con la expresión y procedimientos de la técnica escultórica quichua
y calchaqui. En tan peregrina fusión hallamos una de las manifestaciones
más típicas del arte americano. Sus arquetipos nos hablan, desde el norte
mejicano hasta el devoto altar de la Capilla de ejercicios del Convento de
la Compañía de Córdoba, de una tendencia, de una fórmula incontestable,
legitima en sus procedencias, franca de maneras, robusta en su expresión.
Ostentando el vicio malsano de su ciega profusión ornamental, aquilata
su propio mérito por su sinceridad inherente a la raza y al medio que la
forjó.
En las balumbas de estilizado follaje, en los atrevidos arrequives, sinuo-
sos, endemoniados e ingeniosos, ajustados con hidalguía por los elementos
de encuadramiento: columnas, pilastras, jambas, ménsulas y frontones, se
hallan empotrados los ritmos de su florescencia.
La tricromía que nos muestra, con todo respeto de su estado actual, la
casa esquma de la vetusta capital salteña. realza otro ejemplo de una so-
lución típica, de un partido colonial perfectamente definido, cuya historia
ÍS
CASA LLAMADA HISTÓRICA ERVÓ EL
OENBRAL REALISTA TRISTÁ.'i LOi f-RI.MEkO£ MOV IMIE.NTOS DEL EJÉRCITO
PATR;DTA, ANTES DE LA BATALLA DE SALTA.
SALTA. — PUERTA DE LA CASA HISTÓRICA.
puede seguirse sin mayores afanes desde las ciudades chilenas (segunda
corriente-influencia indirecta de los centros del Alto Perú) hasta las orillas
del Plata.
La pila de ángulo arquitrabada, columna adintelada por robusto made-
ramen en otros casos, da pretexto a un tema harto pintoresco. Son sus
fuentes muy remotas; halló su primer triunfo en la ciudad de los Médices
y su primor imperó con frecuencia en las modas toscanas. Sobre el motivo
de base cabalga el doble balcón orlado: cubierto por la atrevida saliencia
del alero de parda y bien cocida teja roja y sustentado por ménsulas y cane-
cillos tallados, verdaderas palomillas, a las cuales encomienda la descarga
de su peso y la cadencia de sus lineas.
En lo demás reinan molduras modestas, vanos y esgucios que miden
con el valor de sus relieves la penumbra de clarobscuro de paños y cim-
bras. Cabe también el compararla a su gemela y quizá coetánea de Córdoba,
la que fué vivienda de virreyes. Otra solución de idéntica procedencia se
acomoda en el característico ángulo esquinóse; dos columnillas acodilladas
se superponen en amable consorcio, el último abaco amortigua la caída
de la ménsula central.
Pero, a pesar de esta variante tan imprevista y tan adecuada, damos
nuestras preferencias a la solución salteña, que en su unidad encierra ma-
yor justeza de proporciones, mayor armonía entre los elementos de las
fachadas laterales y el «Leit Motif» de las encrucijadas coloniales.
Aboga también por la teoría de las influencias peruanas la escalera in-
terior de la casa, hoy escuela, que reproduce con esmero la pequeña lámina.
Es del tipo clásico de las «escalerillas rampantes», de los patios limeños y
paceños; la hallamos aquí simplificada, resuelta sencillamente en un re-
cinto propicio de seducción pictórica. Un árbol que nace entre las losas
rotas que encubren el suelo, se inclina con galantería paisana para abrirle
paso. Todo parece entenderse en el rústico ambiente para justificarnos y
hablarnos muy en favor de las sedentarias soluciones hispánicas.
Nobles recuerdos del pasado, humildes en vuestra hidalga vejez, des-
provistos de modernos y falsos efectismos, ingenuos y puros, rancios tes-
tigos de historias y tradiciones. En vuestros roídos revoques, en vuestras
piedras de negruzca carcoma se disimulan bajo pátinas milanerias nuestras
ansias de belleza. Conserváis la añeja religión del espiritualismo paterno
y con ella la lección sabia y prudente del tradicionalismo, ferviente manan-
tial de los íntimos y misteriosos sentires de los artistas nacionalistas.
Y pondremos aquí punto final a estos apuntes que, a pesar del arduo
deseo que los guía, muy poco dicen sobre lo que debieran decir.
Martín S. Noel.
Fot. de A. G. Caraño.
>>^v-
FEMENINAS
m
OlIVEP
Sin caer en exageraciones ridiculas — pero
desligándose de los prejuicios y convenciona-
lismos sociales que la tenían en perpetua pa-
sividad. ■ — la mujer argentina, con una ele-
vación de miras y una serenidad de espíritu
que la enaltecen, secunda desde hace tiempo
el movimiento universal que le abre de par
en par las puertas del estudio y de! trabajo.
Ya entre nosotros forman legión las mu-
jeres que piensan menos en !a moda y más
en sus deberes y derechos; que, no contentas
con ser sólo compañeras inconscientes e irres-
ponsables del hombre, quieren colaborar con
él en la prosecución de los ideales humanos.
En la Argentina, esta evolución es como
una marea que, avanzando sin estrépito, lo
invade todo paulatinamente.
La mujer, ella sola puede decirse, con su
inteligencia, su actividad, su altruismo y su
perseverancia, resuelve entre nosotros el
magno problema de la caridad. Y al ince-
sante trabajar del corazón, va unido el la-
borar constante del cerebro. No hay barrio
en Buenos Aires, no hay población en la
República, por pequeña que sea, que no
cuente con alguna institución femenina, don-
de se distribuye a manos llenas, lo más eco-
nómicamente posible, ei pan espiritual de las
ciencias, las letras y las artes.
Adhiriéndose Plvs Vltra a este movi-
miento, que entraña toda una evolución so-
cial de incalculables proyecciones, se com-
place en ofrecer sus columnas a todo pensa-
miento femenino, en provecho material o
moral de la mujer.
Tüi^T^SIAf
APUNTES Y RECUERDOS
Próxima a emprender un nuevo viaje a
endoza, la memoria se empeña en recons-
ruir los detalles de mis antiguos viajes a la
capital andina y a Chile, el primero de todos
en mil ochocientos cuarenta y dos. Después
de la muerte de mi desgraciado padre (octu-
bre 9 de 1 84 1 ), mi madre resolvió trasladarse
a Chile y reunirse a su familia, que había
emigrado, huyendo del feroz Quiroga. El
viaje de Montevideo a Valparaíso se hizo en
un buque de vela (como que entonces no
había vapores), y por el Cabo de Hornos,
pues la navegación del Estrecho de Maga-
llanes no era conocida. Tardamos cuarenta
y seis días, de los cuales estuvimos doce pa-
rados al llegar al Cabo, esperando viento
favorable para doblarlo.
En Valparaíso fuimos recibidas por los
emigrados argentinos que allí se encontra-
ban: los Lamarca, Rodríguez Peña, Ocampo,
Villanueva, Delgado, y tal vez otros que es-
capan a mi memoria. Hablando de emigra-
dos, no es posible olvidar el nombre de Emilia
Herrera de Toro, que fué la protectora y ami-
ga de los argentinos en la hora del infortunio,
que ha sobrevivido a todos ellos y en su an-
cianidad se encuentra rodeada dei respeto y
cariño a que es tan acreedora.
En el verano de mil ochocientos cincuenta
y cuatro, ya derrocado Rosas, vinimos de
Chile. El viaje de los Andes a Mendoza du-
ró ocho días, a lomo de muía y llevando
cuanto podía necesitarse para comer, pues
en la Cordillera sólo había agua y en algunas
partes pasto para los animales. A los dos o
tres días, la carne y aves fiambre estaban
incomibles y había que contentarse con
charqui, chocolate en agua, pan duro, bizco-
chos y naranjas. La leche condensada y las
ricas conservas de hoy, no se conocían. Se
dormía a la intemperie, y gracias si algunas
noches podíamos tender nuestros colchones
al pie de una gran roca que nos resguardara
del viento.
En la cordillera había unas casuchas de
material, hechas por los gobiernos de Chile
y la Argentina para refugio de los correos,
si los tomaba algún temporal de nieve, en
que algunos habían perecido, y allí se guar-
daba carbón, yerba y charqui. Una noche
llegamos a una de esas casuchas, y muy con-
tentas de dormir en abrigo, tendimos dentro
nuestras camas. A medianoche nos desper-
taron unos ruidos extraños; encendimos luz
y ¡cuál sería nuestra sorpresa al ver correr
por el techo, sobre nuestras cabezas, ratas
enormes que vivían con el charqui del correo!
Pronto echamos las camas fuera, prefiriendo
la intemperie a tales compañeros.
Si una familia llevaba niños, se ponían en
unos cajones bien acolchados y con un toldo
que los resguardase del sol. La muía iba al
cuidado de un peón que la llevaba de la rien-
da: pero sucedió en una ocasión que, al pa-
rarse a descansar, el peón se descuidó de la
muía y su preciosa carga, y el animal, vién-
dose libre, echó a andar internándose en una
quebrada donde no fué posible encontrarlo
£Íno dos horas después. . . ¡Cuál seria la an-
gustia de aquella madre que creía ver sus
dos hijitos destrozados en algún despeñade-
ro! Pero la muía estaba muy tranquila to-
mando agua dentro de un río, y los niños
profundamente dormidos.
¡Nunca el Ángel de la Guarda llenó mejor
su encantadora misión!
Dos o tres días después de salir de Mendo-
za, llegamos a La Paz, justamente cuando
circulaba la noticia de una gran 'invasión de
indios, que había ro-
bado en Santa Fe-
una tropa de carre-
tas, salida también
de Mendoza; había
ultimado a todos los
hombres y llevado i
las mujeres.
Todos los viajeros
de la colosal <'Mensa-
jería') sentimos un
estremecimiento es-
pantoso, seguido de
un impulso irresisti-
ble de regresar; pero
1 o s hombres que
conducían la cara-
vana aseguraron que
era el mejor momen-
to para pasar, por-
que los indios regre-
saban a sus tolderías
con el robo y era
cuando mayores se-
guridades había pa-
ra aventurarse a tra-
vés del desierto, que
no otra cosa eran las
llanuras argentinas
en aquella época.
Y seguimos en
una zozobra perma-
nente, viendo indios
hasta en los pájaros,
durmiendo, por la
noche, en la misma
mensajería, mien-
tras los hombres
montaban guardia
en renovación per-
manente, turnándo-
se en el sueño, ya
debajo de la galera,
ya en su alrededor,
al campo raso, las
armas prontas a la
defensa.
Recién en San
Luis, pudo dormirse
tranquilo, junto al
fortín, con su azotea
elevada y sus troneras dispuestas a la
guerrilla.
Como contraste a estos sinsabores, una su-
cesión interminable de peripecias, alegraban,
podría decirse, la prolongada travesía de
veinticuatro días hasta Buenos Aires.
Cuando había que pasar un río ancho y
profundo, como el «Tercero», en Villa María,
se hacía por un procedimiento curioso. Se
ponían a la mensajería diez o doce yuntas
de caballos y se ataban a las ruedas cuatro
grandes pipas. Las primeras yuntas pasaban
nadando, y cuando en la orilla opuesta pisa-
ban tierra firme, entraba al agua la mensa-
jería, boyando sostenida por las pipas, y con
algún susto de las que íbamos dentro, pues
cualquier accidente podía hacer zozobrar
aquella Arca de Noé. Cuando ésta a su vez
tocaba en tierra, se quitaban las pipas y la
Caricatura
del escul-
TOR Zonza
Briano, por
Zula Barcons.
Presentamos a nues-
tras lectoras, a esta
joven artista, autora
de la feliz caricatu-
ra del renombrado
escultor, que ha sido
caballada, animada por el látigo y los gritos
de los peones, nos subía a gran galope la em-
pinada barranca.
En mil ochocientos cincuenta y seis, cuan-
do mi tercer viaje, con Alejandro Reyes, es-
poso de mi hermana Hortensia, y el general
Rufino Guido, hermano del secretario de
San Martín, tan alegre y chacotón, pro-
visto de historietas y cuentos capaces de ha-
cer llevaderas las horas interminables a tra-
vés de una llanura sin horizontes, ni árboles,
bajo soles de fuego, el Río IV nos hizo pro-
tagonistas de un episodio inolvidable. An-
cho, de poca agua y pantanoso, emprendi-
mos su cruce directamente, sin las socorri-
das pipas, y a mitad del camino empantana-
mos. En vano fueron los esfuerzos de la ca-
ballada de la mensajería; ésta no lograba
moverse, más «encajada» por momentos.
Guido y Reyes se fueron entonces a Río
IV a buscar el auxilio de una cadena de bue-
yes fuertes y resistentes, pensamos todos,
pero que nada pudieron.
Acertó a pasar, por entonces, una gran
tropa con numerosos peones chilenos, que
ofrecieron sus servicios a cambio de buena
paga, y convenido el precio, echáronse al
agua, escarbaron en el mismo cauce, ellos
mismos casi perdidos en el fango, treinta o
cuarenta se prendieron de las ruedas y varas
y forcejearon hacia atrás. Cuando la tarde
empezaba a cerrar, la mensajería se erguía
en la otra orilla, con su caballada humillada
por la destreza de los rotos chilenos, co-
nocedores hasta del
mismo lecho del río.
De nuevo en via-
je, al día siguiente
llegamos a uno de
esos ranchitos que
encontrábamos cada
dos o tres, con su
ombú hospitalario,
su trozo de carne
colgado y el ya ol-
vidado gaucho, te-
jiendo riendas con
tientos muy finos y
fuertes.
Pero no siempre
se contaba con un
Guido para alegrar
la excursión; enton-
ces se pasaba la sies-
ta leyendo, tejiendo
y jugando a barajas
o al ajedrez, con pie-
zas especiales, que
se adherían al table-
ro por pequeños
clavos.
En mil ochocien-
tos sesenta y cinco
fué el último de es-
tos viajes en forma
primitiva, y hace
nueve años volví a
Chile, haciéndolo
parte en ferrocarril
y parte en coche.
¿Qué se han hecho
aquellos panoramas
grandiosos, que el
viajero no se cansaba
de admirar? ¿Dónde
está la Laguna del
Inca, esa maravilla
encerrada en la
cumbre por picos de
nieves eternas, cu-
yas aguas de un
azul purísimosecon-
funden con el cielo,
y donde, según la
tradición, los Incas
arrojaron sus riquezas al verse perse-
guidos?
Cuando bajé al territorio chileno, dije a
la persona que me acompañaba: — «Más
me gustaba en muía...»
Viajeros que salís de Buenos Aires hoy,
a las 8 a. m., llegáis a Santiago de Chile
mañana, a las 10 p. m., en un tren rápido,
con coche dormitorio, con restaurant donde
un chef cordón bleu os sirve a la francesa,
y os quejáis de un viaje tan largo y tan
incómodo!... Dad gracias a Dios de no ha-
berlo hecho con la rapidez y las comodida-
des que os be referido.
^^:pv7VTrE.x^
interpreta-
da con raro
acierto y fi-
na ironía.
Recién egresada, con
titulo de profesora.de
la Academia de Bellas
Artes, le auguramos
francos éxitos en el
difícil arte de sus
predilecciones.
Es indudable que cada comarca en la tierra
tiene un rasgo prominente, como decía una
antigua poesía, que todos hemos aprendido
de muchachos.
Es así que Rusia tiene sus interminables
estepas cubiertas de nieve; Suiza, sus mon-
tañas, con su cima helada y sus faldas flori-
das, e Italia, su cielo azul, ese cielo radiante
y sereno, que parece orgulloso de cubrir las
tumbas del Dante y de Rafael, del Ticiano
y Miguel Ángel, de todo ese mundo de muer-
tos que han engrandecido la humanidad.
Pero no es solamente en la naturaleza que
hay que notar esas diferencias. También los
pueblos tienen sus usos y costumbres espe-
ciales, y por poco que un viajero se dedique
a la etnografía, siempre tendrá que anotar
a su paso las peculiaridades que los dis-
tingue.
Entre las originalidades propias a cada
país, no es una de las menos curiosas la que
existe en el Tirol y muchos puntos de Ale-
mania, de poner en los frentes de las casas
inscripciones que revelan el espíritu de sus
habitantes y que se conservan tres y cuatro
siglos, a causa del respeto en que se las tiene,
renovándose tal cual, el día que esas casas
son pintadas de nuevo o refaccionadas, aun
cuando, generalmente, sobre todo en el Ti-
rol, los edificios son de piedra y hacen inne-
cesarias esas renovaciones.
Estas inscripciones, ingenuas y sencillas,
pero que revelan a veces una filosofía pro-
funda, otras una ironía sutil y maliciosa,
cuando no la más candida confianza en Dios,
cuya protección solicitan para su casa, su
vaca y su familia, — en el orden que van co-
locadas, — están escritas siempre en verso y
no pocas veces me he detenido sorprendida
al observar la sabiduría que encierran casi
todos esos letreros, grabados en las humildes
casas de las montañas y que fueron dictados
tal vez por aldeanos que no sabían escribir.
No es mi ánimo querer hacer comprender
aquí toda la ciencia de la vida que contienen
esos axiomas, tanto más que muchas de sus
frases son intraducibies, ya sea por su mis-
mo alcance, ya porque están escritas en an-
tiguo alemán; pero no puedo, asimismo, re-
sistir a la tentación de hacer conocer algu-
no<: de ellos, un cuando mi mala prosa espa-
ñola no pueda dar sino una ligera idea de lo
que son esas viejas poesías alemanas, en que
el pueblo todo ha colaborado y que forma-
rían, coleccionadas, el código más perfecto
de la sabiduría humana.
Citaré, antes que ninguna otra, la primera
que golpeó mis ojos, en una modesta fonda
de Yünsbruck, y que fué la que me inspiró el
deseo de conocer las demás:
« Vivo y no sé hasta cuándo.
Muero y no sabré cuándo.
Camino y no sé hasta dónde.
Y me creo la imagen de Dios!!!»
Otra, también de Yünsbruck:
« Esta casa esmia, y sin embargo no es mía.
Mi hijo vendrá, que también tendrá que salir.
Al tercero lo sacarán también para el cemen-
[terio.
Así pregunto: ¿a quién pertenece esta casa? »
Anno 1639.
En Estrasburgo encontré una variante de
la anterior, que tiene poca diferencia:
« Esta casa es mía.
Pero no la habitaré mucho.
El que venga después.
Tampoco evitará la muerte.
La muerte es segura,
Después vendrá la justicia divina
Y el cielo o el infierno, lo que hayamos ele-
Será nuestra mansión eterna.
Anno 1773. — Hottíngsbrasse, 478.
Debajo de una imagen de la Virgen María,
en Yünsbruck:
—T=>LS'\^&.
•rt;2>sv—
■ .:•»•-■ j^-e ^- ^ ;jí. :•.. ^<^::r.:tas que
. -' !■. :: •: f :• !■■;.— ?"V;n puert»
HoígmssB, N.« JC.
• No confies eA el mundo,
Oesoonla del dinero.
No confies en h muerte.
SoafUte sAlo en Dios. •
Anno lf>7í.
• S< sincera y esti pronto
Como enfermo y como sano.
Porque no sabes el día
Ni tampoco sabes la hora. •
Anno ltJ4.
• ¡Oh, hombre! Piensa en tu última hora.
Que tal vez te tome fresco y sano'
Que te vayas o que vuelvas.
La muerte te acecha siempre. •
Anno IbH<i.
• El que quiera considerar aqui abajo
El cambio de todas las cosas.
Ninguna dicha puede alegrarlo.
Ninguna desgracia entristecerlo. •
Estos últimos letreros se encuentran en la
plaza principal de YOnsbruck. y como se ve.
datan todos del siglo xvii. Los siguientes.
pertenecen a otro género menos elevado.
pero tienen igual interés por su ironía, su
pesimismo o por las conclusiones sobre la
divinidad y humanidad, a que han llegado
esas naturalezas de montafieses;
• Puse esta casa en las manos de Dios
Y se quemó tres veces.
Ahora se la he confiado a San Rorián
Y espera que me la cuidará mejor. >
Merán, 1839.
• Esta casa está en la mano de Dios!
Protégela del fuego y de las tormentas.
De la guerra y de la vergüenza.
En una palabra, déjala como está! •
• Ponemos, ¡oh Dios! bajo tu protección
Nuestras vacas y nuestra patria! •
• Que Dios nos libre de los malos tiempos.
De albaifiles y de carpinteros.
De doctores y de boticarios.
De hipócritas y de cuenteros.
De abogados y dinero falso,
Y seremos dichosos en este mundo. »
• San Florián, sé nuestro patrón.
Y no permitas que se incendie nuestra casa
Aunque dejes quemar la del vecino. •
• Esta casa fué confiada a Dios, tres veces,
Y las tres veces fué quemada.
La cuarta vez que fué edificada,
A San Florián fué confiada.
Y también se quemó.
Después, mi padre y yo la hemos cuidado,
Y nunca más se ha quemado. >
Bozen, 1669.
• No traigas ni lleves cuentos.
Si quieres ver felices
A los seres que habitan esta casa. •
Stadtpiatz. — Estrasburgo, 1594
Un letrero análogo existe en la preciosa
casa de estilo alemán, del siglo xvi, que hizo
edificar en el Tigre, el señor Ernesto Torn-
quist y que ahora pertenece a uno de sus
hijos.
También en Estrasburgo, en casa de un
cerrajero, en la plaza de Kléber. se puede
leer la siguiente inscripción:
• Si cada boca maldiciente.
Se cerrara oon un buen candado,
El noble oficio de cerrajero.
Seria el más productivo del mundo. •
Anno 1746.
Un cordelero de la misma ciudad, que vi-
ve en la KCfergasse N." 8, no ha querido ser
menos y ha puesto al frente de su casa:
• Si a todos los ladrones.
Se les colgara de un árbol, con un buen cordel,
No andaría tanto picaro suelto
Y yo vendería más cuerdas. »
Muchas veces, al releer todas esias ins-
cripciones, copiadas en mi libreta de viaje
y recocidas al azar de mis excursiones, tanto
en las calles de las ciudades, cuma en las ais-
ladas casas de las montañas, he pensado que
urta ciudad como Buenos Aires, que trata
siempre de imitar todo lo bueno que nos vie-
ne del extranjero, podía adoptar una moda-
lidad que no cuesta nada y sería siempre pro-
vechosa para los transeúntes.
Me he dicho que sería acción buena, si un
diario importante o una persona caracteri*
zada. lanzara la idea e hiciera la propagan-
da, para que la rec-ojan los propietarics que
edifican en estos momentos.
¿No seria esto dar un sello de originali-
dad a nuestra vieja dudad colonial, que tan
poca tiene hasta ahoraV
Esta ciudad nuestra, tan querida y tan
aristocrática, a pesar de ser republicana, ,;no
ae sentiría orgullosa de ver a cada familia
ostentando una especie de blasón sobre sus
puertas, como los antiguos escudos de las
casas solariegas, que hablaban a los pa-
santes, de honor y de viejas glorias?
No creo que, fuera de Alemania, haya país
alguno que practique tan bella costumbre:
^^por qué, pues, nosotros, que hemos copia-
do a la Alemania sus gloriosos uniformes,
sus industrias tan fecundas, no tomamos
también de ella, lo que tal vez sea el secreto
de su fuerza y de su grandeza: popularizar
¡os preceptos de moral y honradej. de ma-
nera íácii, encontrándolos a cada momento
en el camino, por medio de sentencias y re-
franes, que han sido y serán siempre la sa-
biduría de tas naciones?
Al creer que en el mundo moderno, no
haya pais alguno, fuera de Alemania, que
conserve el uso de las iitscripciones murales,
conozco algunos casos particulares que ha-
cen excepción a la regla, como por ejemplo,
;a casa consistorial de Toledo, donde gra-
bados en caracteres de oro, en el primer re-
llano de la escalera, se pueden, o mejor di-
cho, casi no se pueden leer ya, los célebres
versos de Gómez Manrique, y que transcribo
de memoria, no sé si con algún error:
• Nobles, preciados varones.
Que gobernáis a Toledo,
En aquestos escalones
Desechad las ambiciones.
Codicias, amor y miedo.
Por los comunes provechos
Dejad los particulares.
Y pues que sois los pilaren
De tan riquísimos techos
Estad firmes y derechos.»
Pienso que nuestras jóvenes madres, po-
drían inducir a sus maridos, que hicieran
grabar en los frontones de sus casas nuevas,
un pequeiío trozo de esa sabiduría de los pue-
blos, en la seguridad de que sus hijos, niños
hoy, pero nuestros hombres de mañana, no
podrán sino ganar, al familiarizarse desde
pequeños, con esas grandes verdades, que
en su aparente sencillez, encubren tantas lec-
ciones de la vida.
En un hogar alemán, que me es muy que-
rido, un amigo, poeta y literato, durante una
ausencia de los habitantes, hizo poner en la
puerta de la casa, una poesía, inspirada por
el ambiente que reinaba en ella, y que ofus-
có de tal manera la modestia de la familia,
que a su regreso la hizo borrar. Por una con-
cesión, sin embargo, al viejo amigo y en
agradecimiento a su delicada atención, con-
sintieron en que se grabara en el rincón más
obscuro del vestíbulo de entrada, donde so-
lamente los iniciados lo pueden leer y donde
ha quedado como un homenaje a la verdad
CRÓNICA
SOCIAL
J^ La Daivia Dui:>jde
Muy complacida responde la Dama Duen-
de al llamado de Plvs Vltra, y al aceptar
la afectuosa hospitalidad de esta sección fe-
menina, espera que sus distinguidas lectoras
la consideren amiga fiel y sincera, por más
que puedan reprocharle en ciertas ocasiones,
una que otra indiscreción, o protestar contra
la anticuada rigidez de sus principios.
La experiencia de los años da el derecho
de censurar modalidades que no son compa-
tibles con los prestigiosos antecedentes de
nuestra clase dirigente; ningún privilegio de
rango ni de fortuna pueden autorizar fallas
o extravagancias, muy comunes a la educa-
ción moderna. . . hallándome, pues, incapaz
de dominar el impulso de aconsejar a la ju-
ventud, corriendo el riesgo de ganarme an-
tipatías, o de provocar la burla de las des-
preocupadas, hago mi profesión de fe, ro-
gando a mis lectoras interpreten mis senti-
mientos, en la seguridad que son inspirados
siempre por el anhelo de conseguir que mis
encantadoras compatriotas, atesoren las
cualidades que puedan perfeccionarlas, con-
sagrándolas modelo de todas las virtudes y
de todos los atractivos.
Después del obligado preámbulo, no ha de
faltarnos tema para el comentario de ac-
tualidad. . .
A pesar de haber terminado el año en me-
dio de un torbellino de acontecimientos que
hasta llegaron a amenazar nuestra tranquili-
dad, jamás ha alcanzado nuestra vidamunda-
na tai grado de intensidad: ¿descontaremos
acaso el porvenir (según creen los pesimistas)
haciendo amplia provisión de bullicio y ale-
gría, para llenar con su recuerdo horas me-
nos gratas? ¡No lo permita Dios! Y que este
año que se inicia, sea de dichosa reacción
para todos los que amamos la vida, enca-
rando sus reveses con firme resolución, y
saboreando intensamente las horas de sere-
nidad y contento que podamos alcanza»'. . .
En todos los hogares, se saluda el nuevo
año. con sonrisas de esperanza; y en los
festivales celebrados desde la Nochebuena
hasta esta primera quincena del año, luces,
música y algazara, llenaron el ambiente de
dichosas vibraciones. . . la crónica diaria de-
talló ampliamente el éxito de las fiestas pro-
verbiales; en cambio, no trascendieron otros
I-NBl'ANl^
Un silence autour de moi et dans moi-méme.
Un silence pittoresque, plein d'immages aimées.
Voici mes souvenirs passer en robes fanées
Et les heures ou l'on pleure et les heures ou l'on aime.
Je regarde le jardín^ avec les yeux fermés,
Et je le vois pourtañt uni et parfumé
Avec des rosiers ou des roses moururent
Et des branches sans feuilles ou la brise murmure.
Les oiseaux sont ivres ou fous. Je ne sais...
Quel est ce chant si doux dans ce jardín si triste?
Le soir s'avance voilé dans sa robe amethyste.
Escorté d'un long sillage de régrets...
Tout se tait. Et j'écoute avec un grand émoi,
Chanter en moi-méme-tous ce qu'on ne dit pas. . .
María Lulsa Pavlovsky Molina.
estricta del sentimiento que inspira ese in-
terior a todo el que ha tenido la buena suerte
de entrar en él,
A las madres argentinas de que hablaba
hace un momento, a las fundadoras de nues-
tros hogares, a las que educan a nuestros
grandes hombres futuros y a las madres del
porvenir, a ellas, les deseo que puedan, con
la misma justicia, ver grabada en sus hoga-
res la poesía a que me refiero y cuya tra-
ducción es la siguiente:
•Caminante, si recorres el camino de la
(vida
en busca de la felicidad, detente y penetra en
Blumenau, donde la encontrarás.
Aquí, donde el mutuo amor y el talento,
han elegido su morada, aquí reside un
pedazo del Paraíso, formado por la pureza
de corazón y la inteligencia del espíritu.»
ecos menos brillantes, pero que merecen ex-
teriorizarse, puesto que revelan la faz más
luminosa de estos festejos tradicionales.
Si los niños pudientes lograron en estos
días los ensueños de sus deliciosas y rizadas
cabecitas, los que no pueden lucir bucles ni
moños, los que visten un delantalito unifor-
me, los que no pueden decir: ¡mamá!, han
tenido también su Navidad radiante, gracias
a la bondadosa solicitud de las Damas de la
Beneficencia y a todas las madres, que qui-
sieran realizar las aspiraciones de todos los
pobrecitos desheredados, no ha faltado el
Árbol en ningún asilo infantil, y casi asegu-
raría que los humildes autos y locomotoras
de latón, han sido recibidos con el mismo
entusiasmo que las costosas maravillas me-
cánicas, adquiridas tal vez con sacrificio.
Pero no he quefído aludir únicamente a
la obra de asociaciones benéficas; he de ano.
tar también el gesto amplio y generoso de
una de nuestras más encumbradas damas,
en la seguridad que muchas otras han de se-
guir su ejemplo, puesto que felizmente no se
pierde en nuestro ambiente ninguna iniciati-
va que encierre un propósito benéfico, y sobre
todo, cuando se dedica a la infancia desvalida.
Todo Buenos Aires conoce la soberbia
mansión donde reside una de nuestras más
distinguidas matronas, que fuera en su ju-
ventud, bellísimo e inteligente ornato de
los salones porteños; de arrogante porte, es-
píritu cultivadisimo, elevada situación so-
cial y pecuniaria, eligió, entre la falange de
sus admiradores, al distinguido caballero,
cuya desaparición la hizo alejarse, hace va-
rios años, de la vida social activa. Los am.
plios salones donde atesoró tapices dignos
de museos, donde reunió un artístico mobi-
liario reproducción exacta de los que admi-
rara en Versailes. en una de sus primeras
jiras por el extranjero, no se abren ya para
las suntuosas recepciones de otra época; no
lamentemos los raudales de armonía que se
oían desde el parque, al abrirse los balcones
del elegante palacete. . . la exuberante alga-
zara de los humildes chicuelos de aquel po-
puloso barrio del Oeste, domina hasta el bu-
ílicio de sus colegas, los gorriones, que rei-
naban, como dueños y señores del encantado
jardín; centenares de humildes invitados
llenan las avenidas del parque, los días fes-
tivos; tienen a su disposición hamacas y pe-
tizos, y más afortunados aun que los que
disfrutan de todas las diversiones instaladas
en la Rosaleda de Palermo, conocen la bon-
dadosa sonrisa, la generosa previsión de
doña Isabel Frías de Muñiz...
Esperemos que tan hermosa iniciativa
decida a muchos potentados, dueños de re-
sidencias análogas, a sacrificar un tanto la
artística perspectiva de sus jardines, permi-
tiendo que sus humildes vecinitos puedan
hacer amplia provisión de luz y de aire puro,
tan mezquinados en sus modestísimas vi-
viendas.
ENCUESTA n",J
DURANTE LA CCNFECCICN DE ESTE PRIMER
NÚMERO, HEMOS ORGANIZADO ESTA ENCUES-
TA QUE, POR CREERLA DE ALGLN INTERÉS,
LA OFRECEMOS A NUESTRAS LECTORAS CON
LAS OPINIONES RECOGIDAS.
¿Qué personalidad femenina de la historia,
habría deseado usted encarnar?
RESPUESTAS:
De los tiempos antiguos, a Cornelia, madre
de los Gracos; y de su época, a Mme. Campan,
por su abnegación para con su benefactora
María Antonieta; por el mérito de sus inicia-
tivas que comprendían ya que era necesario
dar a la joven una instrucción y una educa-
ción que hiciese de ellas mujeres útiles; ad-
miro el tacto con que se supo mantener en
el justo medio entre la frivolidad excesiva
del ambiente y el desorden que las tenden-
cias enciclopédicas de Mme. de GenÜs oca-
sionaron en la educación de la juventud.
Carolina Lfna de Argerich.
Juana de Arco que, con sublime heroísmo,
se inmoló por su patria.
Teresa de U. de Sáenz Valiente.
Juana de Arco.
Elvira de la R. de Láinez.
Ninguna. ¿Por qué? Porque las que más
me gustan murieron tristemente.
Afnolda B. de Roldan.
Jeanne d Are.
Laura Holmberg de Bracht.
Juana de Arco, porque simboliza la fe y la
virtud las más puras, al mismo tiempo que
el patriotismo sublime, capaz de todos los
sacrificios.
Adela B. de Ruiz.
MadamedeStael, admiradora desús escritos.
Paulina Parravicini de Parravicini.
Florencia Níghtingale, la famosa heroína
de Crimea, cuya inteligencia y abnegación
reportaron tan grandes beneficios a la huma-
nidad; a su iniciativa se debe la legión de
mujeres útiles y abnegadas, que prestan hoy
sus servicios en los campos de batalla.
Mercedes Moreno.
¿QUIERE USTED SABERLO?
En el próximo número se contestará ato-
da3 las preguntas que nuestras amables lec-
toras quieran hacer sobre tópicos femeninos.
María Lebém
EN MAR DEL PLATA
LA HORA DEL BAÑO
Dibujo de Huerco.
—í=>isy.y:& >^Lnri3>x—
CAER. DE
LA. TAvO-DE
AL
Hora de quietud, hora de calma.
El bullicio de la ciudad, que hasta mí llega confuso con el vaho de la calle, va disminu-
yendo, y una calma sedante acaricia mi espíritu fatigado, más que por la labor cotidiana,
por la monotonía de esa misma labor.
La masa gris de los edificios cercanos dibújase recortada sobre las tintas rosadas del
horizonte, manchado a trozos por las pinceladas violetas de algunas nubes que, henchidas
en lo alto, descienden en arbitrarios dibujos para amortiguar las luces crepusculares que
cambian de coloración a cada momento.
Los negros tubos de las rígidas chimeneas, agrupadas unas, aisladas otras, se alzan rectas
aquí y allá, coronadas con sus caperuzas cónicas, cual centinelas inmóviles, destacándose
violentamente sobre las tintas aun claras del cielo.
Lentamente, las sombras de la noche, cada vez más densas, van invadiéndolo todo, bo-
rrando los contornos, esfumando las cosas, fundiendo los objetos en un tono plomizo y
uniforme. Algunas ventanas empiezan a brillar salpicando con sus rectángulos color de
fuego la obscuridad del crepúsculo. . .
La antipática bocina de un auto, como un latigazo, interrumpe bruscamente mis medita-
;¡ones. tornándome de pronto a la realidad de la vida.
Y al descender las empinadas escaleras de la azotea, siento en mi interior la sana y
dulce alegría de poder gozar aun con estas contemplaciones silenciosas, calmantes del espíritu,
fugaces momentos de emoción estética.
-i=>i_:>^.s
fc) Oü^
RefineriadeAceites
PUROS .ir»^ DEOUVA
Importadores Exclusivos
PARALA República Argemt
íBuEnosAsüij^^-'
EL NUEVO ENVASE PORRÓN
PARA ACEITE DE OLIVA
(patente exclusiva de la casa JOSÉ BAU)
EL ACEITE ESTÁ ENCERRADO EXENTO
DE AIRE. -CADA PORRÓN ESTÁ LLENO
POR COMPLETO DE ACEITE.
HIGIENE Y economía
Significa una evolución importantísima en beneficio de los con-
sumidores de aceite fino de oliva, la creación de este nuevo envase
(Porrón) que resuelve de golpe las dificultades y deficiencias que
todos encuentran en los envases más o menos cuadrados.
LA economía E higiene DEL ACEITE ENVA-
SADO EN PORRONES, en vez de en latas comunes, fácilmente
se demuestra:
Las latas comunes, por el hecho de no terminar en cúspide, no
pueden ser llenadas, haciendo el vacío de aire; contienen, por lo tanto,
aceite en contacto con aire encerrado.
Las latas comunes, por el hecho de no tener cúspide, no pueden
vaciarse completamente, siempre queda un gran desperdicio de aceite
en el ángulo correspondiente al orificio practicado para abrir la lata.
Las latas comunes, por el hecho de no tener cúspide, contaminan
el aceite así que se abren, porque la superficie es plana y caen sobre
ella materias extrañas (en la cocina o en la despensa), y cuando se
sirve el aceite, se contamina más o menos con dichas impurezas.
Hasta el aceite de botellas ofrece la desventaja de que la per-
sona que toca el tapón con las manos o que lo deja impropiamente en
cualquier parte, al meterlo para tapar la botella, contamina la parte
interior por donde tiene que pasar después el líquido.
CON EL TAPÓN PATENTADO DEL PORRÓN
BAU, se garantiza la pureza del aceite hasta la últim.a gota de su
contenido, por cuanto no ce puede meter la tapa dentro del gollete:
lo cubre externamente (tapa por afuera).
NO SE ENCIERRA AIRE Y ACEITE DENTRO de los
porrones, porque cada envase se llena íntegramente y se cierra después
de practicado el vacío. La enorme ventaja de aislar el aceite del aire,
es el fundamento más esencial de este invento de la casa Bau.
NO QUEDA UNA SOLA GOTA DE ACEITE EN LOS
PORRONES vacíos, porque, rematando en cúpula cada envase,
se desliza hacia ella hasta la última gota de aceite.
NI EL hollín, NI EL POLVO, ningún cuerpo extraño,
ninguna impureza puede entrar en los porrones de aceite Bau, porque
resbalarían por la cúspide y por la parte de afuera de la tapa.
NO SE CHORREA ACEITE, no se pierde aceite como en
las latas comunes, porque, gracias a la disposición de la cúspide del
porrón y de su boca, el aceite sale sin correrse y sin derramar.
PÍDANSE PROSPECTOS EXPLICATIVOS.
NO SE HA AUMENTADO EL PRECIO.
El costo de cada porrón vacío, es igual al costó de la lata común
y, por lo tanto, la casa José Bau entrega el aceite en porrones a exclu-
sivo beneficio de los señores consumidores, sin el menor aumento de
precio.
DE VENTA EN TODA LA REPÚBLICA. PÍDASE
POR SU NOMBRE: "PORRÓN BAU".
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EL TELEÓPTICO
DE CÓMO SE PODRÁ VER A DISTANCIA
POR MEDIO DE LA CORRIENTE ELÉCTRICA.
EN C0MUN1^,A.,. K
!ü TRAN3M130R.
Mucho se han devanado los sesos inventores y sabios buscando solución
al problema de transmitir las imágenes por medio de las corrientes eléctricas.
En fuerza de trabajo se ha llegado a la maravilla de reproducir una foto-
grafía a muchos kilómetros de distancia. El fenómeno, aunque sorprendente,
no es nuevo. Se trata de un perfeccionamiento del pantelégrafo de Casselli,
aparato que en 1863 permitía transmitir de Amiens a París el texto autó-
grafo de un despacho o la reproducción exacta de un dibujo.
Hoy, algunos periódicos reciben por alambre telegráfico o por cable la
reproducción de una fotografía, con su clarobscuro correspondiente.
Pero no se trata de eso. Lo que se quiere es ver sin el intermedio de la
fotografía, que sólo fija un momento de la existencia.
¿Es esto imposible? De ninguna manera.
Hay un metal, el selenio, que posee la maravillosa propiedad de hacerse
buen conductor del fluido eléctrico, cuando se le coloca a la luz, y de ser ma!
conductor cuando está en la obscuridad. Esta cualidad tan preciosa como
inexplicada, permitirá ciertamente llegar a la solución del problema que nos
ocupa. Veamos una solución probable.
Supongamos una pequeña habitación en uno de cuyos tabiques se coloca
un objetivo poderoso, provisto, si se quiere, de un doble prisma de espato
de Islandia con el objeto de obtener una reflexión total y una imagen no
invertida. Iluminemos fuertemente la habitacioncita en cuestión, y coloque-
mos en ella el objeto cuya imagen queremos transmitir. La imagen proyec-
tada se dibuja en una pantalla de vidrio esmerilado, reducida a un tamaño
tan pequeño como nos plazca.
Si un lápiz de selenio recorre la superficie de la pantalla, se hará conductor
de la electricidad cuando encuentre un claro y mal conductor cuando llegue
a una zona obscura. Ya tenemos el transmisor. Veamos ahora cómo puede
formarse un receptor apropiado.
En el extremo del lápiz de selenio hay un conductor eléctrico, interrum-
pido solamente por la pequeña masa del curioso metal. Este conductor va
a parar a una lamparita eléctrica, que se enciende o se apaga según las alter-
nativas del paso de la corriente. Una pantalla de cristal deslustrado recibe
la luz proyectada por la lamparita.
Explicados ya el receptor y el transmisor, veamos cómo funcionan: el obje-
to cuya imagen vamos a transmitir, se coloca en la cámara fuertemente ilu-
minada y su imagen se proyecta sobre la pantalla de dimensiones pequeñí-
simas. El lápiz de selenio la recorre con gran celeridad, mientras la lámpara
efectúa idéntico movimiento en la estación receptora. A cada zona clara por
donde pasa, deja el selenio pasar la corriente y entonces se enciende la lám-
para de la estación receptora, y a cada sombra la luz se extingue por falta de
corriente, dada la resistencia que el selenio opone.
Tendremos, pues, en la pantalla de la estación receptora una imagen en
clarobscuro del objeto colocado en la cámara iluminada, a condición de
que el recorrido total del lápiz de selenio se verifique en una décima de segundo.
La razón de esto es la persistencia de la imagen en la retina, pues es pre-
ciso que la totalidad de los puntos luminosos y obscuros pase ante nuestros
ojos en ese plazo rapidísimo, para que haya continuidad en la imagen. Lo
mismo ocurre con las proyecciones cinematográficas, esto es, que cuando
una imagen reemplaza a otra, aun no se ha borrado de nuestros ojos la pri-
mera, y nos parece por eso que es la misma.
¿Será posible fabricar un aparato de esa clase? Es probable. Por lo menos
teóricamente no ofrece duda alguna. La experiencia vendrá luego a decir cuál
es la disposición que conviene dar a cada uno de los elementos que han de
resolver el problema. Cuando este se resuelva, causará maravilla poder ver
a la persona con quien se habla por teléfono, sin más que instalar a ésta en
la cámara destinada a la transmisión de imágenes.
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CURIOSEANDO
AUTOFAGIA. _Como la palabra auto ha
quedado para designar un vehículo con cuatro rue-
das, que anda sólo y que huele mal, podía alguien
creer que autófago es el que se come un auto.
No; autófago es el que se come a sí mismo.
Los naturalistas aseguran que el grillo, encerrado
en una jaula pequeña, se entrega a este extraño
deporte.
El saltamontes devora su cuerpo, hasta que la
importancia del déficit pone término a sus días y a
su apetito.
Animales de un orden más elevado, como el zorro,
su hembra y la marta, se mutilan con sus dientes
cuando caen en un cepo.
La conducta de las fieras es más enigmática.
El señor Hagenbeck, excelente persona, cita dos leonas que se comie-
ron sus colas respectivas.
Un tigre real de la misma casa de fieras hizo lo mismo, no queriendo
que su rabo quedara por desollar.
Una hiena siguió este triple ejemplo; pero al descolarse lanzaba car-
cajadas de alegría. Sin embargo, sus heridas eran tan graves, que la pobre
hiena siguió a su rabo a la sepultura.
Los naturalistas explican la autofagia por una enfermedad del sistema
nervioso. Es rara en el hombre; sin embargo, hay personas que se muer-
den los labios y se comen las uñas. Esto puede ser un principio de auto-
fagia, un principio poco apetitoso, pero principio al fin.
LOS BIGOTES DEL KAISER. _uno
de los rasgos más característicos de la fisonomía
del kaiser es el bigote.
Hace cerca de veinte años, entre los ayudantes
del emperador, se encontraba el mayor von Bencks,
famoso por su dandysmo.
Una mañana, el mayor ordenó a su peluquero,
Herr Haby, que le arreglase el bigote de un modo
original. Momentos después, las guías del bigote del
mayor von Bencks se enfilaban belicosamente hacía
¡a frente.
Von Bencks, ya satisfecho de su innovación, sin-
tióse mucho más al ver que el kaiser se le acercaba
y le felicitaba por la forma original de llevar el bigo-
te. Y el felicitado dio el nombre de su peluquero. Inmediatamente, el
kaiser mandó a buscar a Herr Haby. Media hora más tarde el bigote
de Guillermo 11 había tomado la forma que hoy lo caracteriza, y Herr
Haby fué nombrado peluquero de palacio. Había hecho su fortuna.
HUELGA DE OLAS. _ En un teatro del
mediodía de Francia se representaba La tempestad,
de Shakespeare.
Diez comparsas, ocultos bajo una tela verde, te-
nían la misión de hacer el mar.
Cobraban un franco por noche; pero el negocio
iba mal y el director les rebajó el salario a 50 cén-
timos. Los comparsas se encresparon y tramaron una
conspiración terrible.
Aquella noche, cuando en el curso de la represen-
tación llegó el momento de la tempestad, el trueno
zumbaba, los rayos surcaron el pintado cielo, pero
el mar permanecía inmóvil y sereno, como una balsa
de aceite.
El director corrió apurado y gritó a los comparsas;
■ — ¡Hola, moveos!
Pero no había olas que valieran.
Una voz gritó:
— ¡Queremos un franco!
El público empezaba a impacientarse.
Aterrado el director, exclamó:
— lOs daré el franco, bandidos!
Entonces, los comparsas comenzaron a hacer el mar y la mar de movi-
mientos. Las olas eran tan gigantescas, que la tela verde se rasgó, dejando
al descubierto diez cabezas peludas.
Eran los «trabajadores del mar.»
BARBARIDADES — Un periódico feminis-
ta dice lo que cuestan las mujeres en los pueblos
que nosotros llamamos bárbaros.
En Camtchaska cuesta una hembra dos renos. En
Cafrería (ahí cerca), de tres a diez bueyes, según su
belleza. Allí, para piropear a una cafre guapa, se la
dice:
- ~ ¡Vale usted lo menos ocho bueyesl
En Uganda vale una mujer seis agujas y un pa-
quete de cartuchos. En la costa septentrional de Aus-
tralia se paga el peso en manteca. Cuanto más man-
tecosa es una señora, más manteca hay que dar por
ella. Hay australianas que se derriten de amor.
Los tártaros dan por una hembra, en su propia
salsa, una caja de cerillas. Esto no es un cuento tártaro, no; lo dice un
periódico feminista, y cuando él lo dice...
Esto es indigno. ¡Aun habrá tártaro que llame a su compañera cara
esposa!
Las mujeres europeas valen mucho más. Algunas resultan demasiado
caras.
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LA CARBONERA
QUE LLEGÓ A EMBAJADORA
Una de las figuras femeninas más novelescas de la
historia, en los comienzos de la época moderna, fue
Lady Hamilton, que desde los bajos fondos de Londres,
pasando por todos los escalones de la sociedad, subió
a embajadora de Inglaterra, para terminar casi a las
puertas de la miseria.
Fresca y extraordinariamente bella, rubia, con ojos
azules del tipo ingenuo de un Grenze, poseía todos los
atractivos que pueden hechizar a los hombres.
Se pretende haberla visto en las calles de Londres
con zuecos, en un puesto de frutas, donde servía como
criada: sucesivamente pasó por ser vendedora de car-
bón, niñera, criada, y dependiente en un almacén, y
aun se dice que peores destinos. El trato con actores y
pintores. — cuyos estudios visitó como modelo. — dieron
a Emma ese arte de cuadro viviente que determinaron
sus posteriores éxitos en los salones.
El anciano barón de Fetherstonehang. la inició en la
vida del gran lujo: abandonada, cae otra vez en e! fan-
^^L ^^^^^^^1
WM
^H Vi^^ ^^^^^^^1
■^.«Fz/vvfflj
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LADY HAMILTON (Cuadro de Romney).
go, sirve de médium en las sesiones de dudoso magne-
tismo del doctor Graham, y. por último, se hace aman-
te de sir Charles Greville, quien la obliga a estudiar,
aprendiendo presto a escribir, música, canto, etc.
Sir William Hamilton, embajador de Inglaterra,
hombre de cincuenta y ocho años, locamente enamo-
rado de la ex carbonera, después de llevar algún tiem-
po con ella, resolvió casarse para acabar con aquella
situación irregular.
La nueva gran señora, a pesar de las burlas y sar-
casmos, fué recibida en la alta sociedad, donde triunfó
por su belleza y su talento.
En sus viajes sirvió de confidenta entre María Anto-
nieta, la reina de Inglaterra y la de Ñapóles.
En Ñapóles conoció a Nelson, capitán de navio a la
sazón, y sus almas se compenetraron en el acto.
El escándalo fué tal, que Jorge III concluyó por lla-
mar a sir William, quien, muerto repentinamente sin
testar, dejó a su esposa sin medios de vida.
Nelson no abandonó a Emma, de quien tenía una hija;
la encomendó a la patria al partir para Trafalgar, donde
había de morir; pero Inglaterra no escuchó sus deseos
y Emma murió tiempo después, casi en la miseria.
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CASA VACCARO
Establecida en el año 1885. Es la casa más acreditada de la Repú-
blica, en las operaciones siguientes: Cambio general de moneda; Compra
y venta de Títulos de Renta, nacionales y extranjeros; Cobranza de
cupones; Lotería Nacional y toda comisión bancaria que se le encargue.
Correspondencia a Severo Vaccaro, Avenida de Mayo, 646, Bs. Aires.
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Los templos del Titicaca
Copacabana, fué. en su tiempo, el
santuario más célebre de América.
Data de 1583. Fué levantado por la
Compañía de Jesús, con el óbolo mu-
nificente de uno de los condes de Le-
mus y la dádiva de la nobleza penin-
sular que eclosionó en las quebradas
auríferas y en tierras de Potosí.
Los indios «yunguyos», dieron, con
su Ídolo sacramental, motivo etimo-
lógico a esta basílica. «Copacabana».
monolito advocado por los autóctonos,
significaba algo así como «lugar de
donde se podía ver la piedra precio-
sa». Desarticulemos el vocablo; «Copa»:
piedra fina; «cabana», derivado o sua-
vizado de «kaguana»; lugar de donde
se puede ver u observar.
Y algo de razón tuvieron los yungu-
yos. si tomamos por base el collado pro-
minente que cierra la ensenada, a cuya
falda se apeñusca la alquería y desde cuyo crestón
se domina el macizo de los Andes y el lago azul.
Sesenta años de labor llevaron los jesuítas para
levantar aquel templo entre gótico y helénico. -
que a la fin y a la postre el florecimiento de Jus-
tiniano fué obra de la inmigración occidental.
La diminuta Candelaria, modelada en maguey,
por un indio que recuerda la tradición lacustre
con el nombre de Yupanke, no podía aspirar a
recinto más suntuoso, donde la prodigalidad vi-
rreinaticia y la unción femenil de la época debían
volcar toda su esplendidez.
Y fué así. en efecto. La imagen, enioyecida y
Pfí.í'ÍS^-
Un santuario célebre
»IIII)ll>ltIII(llllll>IllflUI
TEMPLO DE POMATA. PÓRTICO QUE PRECEDE AL ANTEPATIO.
(DE IZQUIERDA A DERECHA: AGUSTÍN DE RADAS, CORRES-
PONSAL DE «LA PRENSA» DE BUENOS AIRES, EN LA PAZ;
ALICIA DE P0£NAN3KY, ESPOSA DEL CONOCIDO ARQUEÓLOGO
ALEMÁN ARTURO P0SNAK3KY; IND ÍGENA DEL LUGAR, Y NUESTRO
COLABORADOR W. JAIME MOLINS).
TEMPLO DE TIAHUANACO, LEVANTADO CON LAS PIEDRAS TALLADAS DE LA METRÓPOLI EN
RUINAS. HA.5TA ESTOS LUGARES LLEGARON. FN TIEMPOS REMOTOS, I AS AGUAS DEL TITICACA.
alabada, dio nombre y prez universal a aquel san-
tuario que anticipó en América la celebridad de
nuestra Madona de Lujan.
Tracemos un ágil boceto de esta basílica: Tra-
sunto de Santa Sofía, — Constantinopla, tiene
en su interior el patio sacramental, en cuadro,
rodeado por columnas y pórticos que afianzan el
corredor. La torre se eleva a una altura de cuaren-
ta varas con un cimborrio sólido y bien asentado
sobre los arcos torales. En el frontis que cae a la
plaza, un arco recio sostiene la cornisa triangular
sobre cuyo ángulo superior se afirma un escudo
episcopal. La cúpula no tiene vitrales en su cuerpo
de luces; pero la piedra berenguela. distribuida
en la base de la media naranja, pone un místico
claroscuro en la amplia nave central. Las paredes
del templo están cubiertas de telas beatíficas co-
mentando la vida de mártires y apóstoles. El altar
mayor, obra de alta valía, derrocha plata cince-
lada en la delantera de su retablo. Imposible des-
cribir sus detalles, dada la variedad de sus churri-
guerescos y la cargazón de sus molduras, resul-
tado de la meticulosidad artística de una época
llena de religión y ambiciosa de originalidad.
Frente al templo, un antepatio, que fué necró-
polis otrora, goza la umbría de los añosos acebu-
ches que simbolizaron los «ayllus» ( 1 ) y compar-
tieron su sombra con los muertos, así como fue-
ron los olivos para la Minerva de Atenas y los
cipreses para los santuarios de España.
En el patio central, un jardinillo tonaliza. con
sus colores amables, la vida del monasterio. Hay
rosas y achiras y pensamie.itos: algunos eucalip-
tus jóve.ies y media docena de pinos graves. Tres
o cuatro guindos conventuales, cargados de frutas
rojas, esperan la mano del lego para morir en la
redoma del licor espiritual...
* * *
Esto es, ligeramente, Copacabana, erigido por
la devoción de la compañía de Jesús y que acaba-
mos de visitar.
Pero, hete aquí, que un buen día. hace ya
muchos años, la orden dominicana, celosa del
prestigio jesuíta en los pueblos lacustres, tentó
perpetuar su nombre con la erección de un templo
que superara en magnificencia a esta basílica. Y se
puso las primeras piedras de Pomata, -hoyen tie-
rras del Perú, — y en la margen sur del Titicaca.
La obra de estos religiosos, que por su tesón
(1) Poblaciones de los indios aymarás.
podría tildarse «de benedictinos.», se
significó, años después, con todos los
contornos de uno de los templos más
acabados y armoniosos de América.
Reincarnación bizantina. por ser su
corte musulmán, une a sus cúpulas
sobre base cuadrada, sus columnas
rematando en capiteles cúbicos y sus
arcadas, la profusión complementaria
de sus arabescos. Y esto es, precisa-
mente, con gusto propio, lo que bri-
lla y se destaca en esta iglesia, amén de
la esplendidez de su altar enchapado de
argento, sus ornamentaciones de cedro
y oro, sus pinturas enigmáticas y hasta
el órgano desfollado y sin teclas, en un
rincón del coro, llorando la última ave-
maria que tocó en la procesión.
No paró aquí, sin embargo, la diatri-
ba religiosa perdón al vocablo que
puso frente a frente a dominicanos y
jesuítas en el noble deseo de venerar a Dios con
mayor boato arquitectónico. Luzbel, por no ser
menos, contrariado del éxito de las misiones cató-
licas que erizaron de templos suntuosos las orillas
del Titicaca, resolvió un buen día. sentar cátedra
en un peñón que le ofrecía tribuna propicia.
De ahí el nombre del lugar, que recogió la tra-
dición: «Pulpito del diablo».
Lo vimos una tarde serena, después de pasar el
estrecho de Tiquina, donde las aldeas de San Pa-
blo y San Pedro, acostadas como dos cisnes a uno
y otro lado, alzan el cuello de sus iglesias blancas.
Lo vimos una tarde, besado del sol y de las ondas. . .
Pero, indudablemente, que el pulpito de Lucifer
debió ser más tarde su roca Tarpeya. en donde le
precipitara algún santo varón de la conquista, de
esos que al plantar la cruz ajustaban sobre el gre-
güesco la tizona. . .
W. Jaime Molins.
Pomat.-i (Perú). 1916.
LA CÚPULA Y PILAR LATERAL DEL TEMPLO DE POMATA,
CONSTRUIDA POR LOS DOMINICANO.S, A FINES DEL SIGLO XVI.
LOS PELIGROS DE LA DESESPERACIÓN
Ningún enfermo del estómago e intestinos, por crónica y rebelde que sea su dolencia, debe
desesperarse. Muchos han consultado notabilidades médicas sin encontrar alivio y al tomar
STOMALIX del Dr. Saiz de Carlos, han recobrado la salud. Las fermentaciones anor-
males del estómago producen acedías y vómitos, que se corrigen inmediatamente con este
medicamento. Quita las náuseas, ardores epigástricos, y la digestión se normaliza, el enfermo
come más, digiere mejor y se nutre. Es de resultados positivos en las diarreas y disentería.
Venta en Farmacias y Droguerías. Pidan folleto a Carlos S. Prats, San Martín, 66, Buenos Aires.
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Garlitos Chaplin
El rey de la risa
Si las patrias, agradeci-
das, tuvieran seso y justicia
y fueran lógicas consigo
mismas, con sus dichas y
con sus desdichas, testimo-
niarían su debido recono-
cimiento en esta hora trá-
gica, cuando la maldad
reinante echa tantas penas
en los corazones, a los dos
artistas. Prince y Chaplin,
que hacen reir: Prince, en
París; Chaplin. en Nueva
York, admirables ambos.
Pero Prince es el artista-
clown.el artista-payaso, sin
mezcla de otro sentimiento.
Hace reir con toda la barri-
ga. Y la risa, brotando co-
mo una cascada de todo el
cinematógrafo, le acompa-
ña a lo largo de la película.
Chaplin. el famoso Cha-
plin. rico de vis cómica y
de libras esterlinas, es tam-
bién un payaso: pero senti-
mental. También él hace
reir con toda la barriga, y,
como al otro, el público,
riendo a más y mejor, le
acompaña a lo largo de la
película. No tiene que es-
forzarse para ello ni que
hablar a través del trans-
parente. La risa que
arranca no brota, precisa-
mente, de las situaciones
cómicas de la obra, sino de
la persona del actor. Su
cara es la risa ajena. Su
seriedad cómica descoyun-
ta al espectador. Chaplin
es un maravilloso remedio
contra la tristeza, y las
gentes, aliviadas de sus penas, se lo agradecen, llenándole de billetes
de Banco los bolsillos.
Pero Chaplin. payaso, es también sentimental: regocijo y tristeza, mue-
ca de burla y mueca de dolor la lágrima que al desbordarse forma un
pliegue que parece la contracción de una sonrisa. Tal vez sea Chaplin de
la madera del clown que después de hacer reir a todo un circo, iba donde
el médico en busca de una adormidera para sus propias pesadumbres.
Yo le he visto en una escena de un sentimentalismo intenso. Chaplin.
ordenanza de una casa de banca, se enamora perdidamente de la dactiló-
grafa, quien, a su vez, está locamente prendada del cajero. Engañado poi
las apariencias y creyéndose correspondido, Chaplin la escribe una misiva
de amor sentimental y le manda juntamente un ramo de flores: y luego, a
distancia, por la entreabierta puerta de una habitación, ve que ella, en
su despacho, acoge emocionada la carta y el ramo creyendo que eran
del cajero, y. reconociendo su error, entre desdeñosa e indignada, rompe
la carta y echa el ramo al cesto. Hay que ver y que admirar la inmensa
tristeza que se extiende como un sudario por la fisonomía del artista-
clown. y el público prorrumpe en carcajadas y aplausos porque entiende
que aquella tristeza es un chiste. . . Luego, doloroso, va Chaplin a reco-
ger sus pobres flores y, abrazándose a ellas, cunea al ramo, como si fuese
el fruto de su amor, en un rincón del sótano, entre cajas de basura.
Y el público, al contemplar la cara de Dolorosa que pone el pobre
artista, vuelve a prorrumpir en carcajadas y aplausos, porque el público
entiende que también aquel dolor mudo es un chiste...
Y es que la mayoría no ha sabido nunca distinguir entre el dolor y
la alegría cuando se mezclan en una pildora adormecedora, y el artista
paladea la mayor de sus amarguras cuando el público, comentando una
pena que se le escapó involuntariamente, como un gas cualquiera, le
dice lisonjero;
Tiene usted mucha gracia...
Tiene usted mucha gracia, y está llorando, como el arco iris, que se
disuelve en luz, pero derramando gotas de lluvia.
Para esa mayoría todos son Princes, y, sin embargo, hay Chaplins; y
es que Chaplin es sajón, y Prince es latino, y, por añadidura, del país más
refractario al humorismo. Del «esprit», aunque decadente en estos tiempos,
se puede decir que es francés, como el «humour» es sajón, y mientras el
humorismo vive a gusto con ingleses, alemanes y norteamericanos, en el
corazón de cada uno de los cuales duerme un payaso melancólico, el «es-
prit» se regodea y se desternilla entre franceses, en el corazón de cada uno
de los cuales duerme un hombre alegre, que, como el «champagne», sólo
espera que lo descorchen para esparcirse, bullicioso, en burbujas de ale
gría. Ha sido necesario que cayera sobre el mundo, y lo regara, una
avalancha de sangre y escombro para que la crítica francesa haya recono
cido, por la pluma de Lavedan, que el humorismo, chocante, desespe
rante e imperdonable, a juicio de dicha crítica, en estos tiempos de lut^ri
general, nunca, ni siquiera en tiempo normal, fué del agrado de la
mentalidad francesa, porque la atormenta el corazón y la encalabrina
los nervios, y por ello la mentalidad la odia.
Las cuerdas rotas de la guitarra de Chaplin tocan mejor a alegría
en las márgenes del Támesis. donde la niebla y el Sol saben confundirse
en una cópula de contrastes, en una conjunción de risas y lágrimas.
Luis BONAFOUX.
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I. DO." SOLES EXTINJUIDOS PASÍ N ROZANDO EN El. ESPACIO. — 2. A LA SALIDA DEL
IMPACTO, FÓRMA.'E UN TERCER CUERPO CELESTE INTANDESCENFE. — 3. EMPIEZA A BRILLAR
FN EL INFINITO LN\ ESTRELLA TEMPORAL
En la Royal ¡mlitulion, de Londres, ha dado el célebre astrónomo Bic-
kerton, profesor de Física y Química de la Universidad de Nueva Zelandia,
una interesante conferencia para demostrar su nueva teoría relativa a la for-
mación de las estrellas.
Antes de exponer en qué consiste, recordemos que las estrellas son soles
lejanísimos en la infinitud del espacio, rodeados de sus correspondientes
sistemas planetarios. Así. nuestro «astro rey;, cuya luz cegadora nos des-
lumhra, y que es fuente de calor y de vida para los planetas a 1 sometidos,
visto desde Sirio, por ejemplo, no será sino dehilísima estrella, un punto de
luz perdido en el espacio.
Sahido es, además, que los soles no son sino antorchas que se van con-
sumiendo y que por el Infinito pasean innumerables cadáveres de mundos
alguna vez poblados de seres, según asegura la teoría de la pluralidad.
Pues bien; de la colisión de esos mundos extinguidos en sentir de Bic-
kerton, colisiones más frecuentes de lo generalmente admitido suelen nacei
nuevas estrellas. Las dos masas inertes y sin luz pasan rozando en el espacio
A medida que se acercan se deforman y caldean en los puntos del impacto
Verifícase éste y del choque surge un astro de luz intensísima, que aun perdien
do poco a poco su intensidad es una adición permanente al sistema estelar.
Es como si un acero y un pedernal gigantescos chocasen en el espacio, en
gendrando una chispa de supremo brillo y de temperatura explosiva; una chis
pa capaz de capturar los dos soles muertos, sus progenitores, y de formar
una estrella doble. Si los dos soles se libertaran, seguirían vagando por los
cielos eternamente, convirtiéndose en lo que se denomina «par de estrellas
variables».
Y esta marcha acelerada hacia una colisión creadora de los soles nuevos
que vivificarán a los futuros planetas donde habiten organismos, parece
obedecer a leyes fatales, inmutables. Expresándonos en el lenguaje vulgar,
diremos que no es la casualidad quien impulsa a las estrellas a «estrellarse',
unas contra otras.
Parece como si todo sol cuando siente desfallecer sus fuerzas calóricas y
lumínicas buscase la proximidad del más cercano para retemplar sus ener-
gías, y que esta atracción sea la productora del choque prolífico. Si es dado
comparar las cosas pequeñas a las grandes, amor infinito debe llamarse este
vuelo nupcial de los soles.
Por lo que a nuestro hermoso y paternal Helios respecta, ya se sabe que
nos arrastra rápidamente hacia la constelación donde envejece el esplén-
dido astro de sus amores.
Cuando el encuentro ocurra, la Tierra será un cementerio; pero es posible
suponer que la luz del nuevo sol haga renacer la vida en nuestro planeta.
La imaginación del lector queda en libertad para fantasear a su antojo sobre
este remotísimo acontecimiento.
Según Bickerton, así crecen, se multiplican y mueren los soles, siguiendo
una ley de renovación en la que se conserva la especie estelar, como todas
las especies.
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REVELACIONES
DEL OBJETIVO
ASPECTOS NUEVOS
DE COSAS CONOCIDAS
— I3>I_>-^-S
CUrO-
GOBELLNO
/AUTENTICO Zn DUEÑOS AIRES
CURIOSO EJEMPLAR DEL AÑO 1657, EXISTENTE EN LA IGLESIA DE SAN JUAN, POR EL CUAL HAN OFRECIDO LA SUMA DE 300.000 FRANCOS
Terminadas sus aventuras de «Veinte años después», nuestro astuto Aramís
visita cierta fábrica de tapices, calle Mouffletard. junto al arroyo Bievre.
establecimiento que la historia denomina Manufactura de los Gobelino.s.
La tristeza del patrón y el silencio del taller le dicen que escasean
los encargos.
— Mucho aire de Fronda. — exclama alegremente el mosquetero. — mucho
aire dañoso, maestro Gobelin. llegó hasta este rinconcillo. a pesar de todos los
tapices que fabricáis. La guerra civil no ha dejado tiempo a reyes, cardenales y
señores para proteger el tejido artístico, y vos. olvidando que Gobelin significa
duende antes que tapicero, lloráis como un bendito. Yo. entendido en
el arte de tejer lisonjas, os brindo una receta eficaz. Aprendadla; fa-
bricad un tapiz eligiendo para copiarla la tela más religiosa que ha-
ya en el museo del Prado, pintada por un italiano. Ana de Austria y
Mazarino agradecerán esta adulación de sus creencias patrióticas
y cristianísimas. Y si el tema alude a la futura gloria de Luis XIV.
nuestro rey. cualquiera os arrebata un sonado triunfo de tapicería.
Siguiendo la prudente advertencia, escogió Gobelin la «Adora-
ción de los Reyes Magos», anacrónicamente interpretada por el
Ticiano, obra que en el referido museo madrileño tiene el nú-
mero 434. Durante 1657 estuvo listo el Gobelino.
¿Por qué motivos iba en la bodega de un navio español cap-
turado en 1818 por el comodoro Chyter, capitán corsario de la
corbeta argentina «Vigilancia»? Nada se sabe ni se sabrá mientras
los eruditos no lo investiguen verdaderamente.
La «Vigilancia» lo trajo como botín, y arrollado a manera de
alfombra se remató nuestro Gobelino, adjudicándoselo el canó-
nigo don Pedro Pablo Vidal, mediante la suma de diez y seis
onzas peluconas.
Magnífico resulta el precio para un tapiz de suelos, insigni-
ficante para un tapiz de muros. La tela
preciosa pasó, generosamente, de las manos del
postor a las monjas capuchinas de San Juan. El
obsequio fué muy oportuno, porque «sirvió muchos
años, en la iglesia, para tapar la ventana que da a
la calle Alsina y proteger a! órgano del sol y de la
lluvia-. Esta fué una de las aventuras más peligrosas
llevadas a cabo por el andariego tapiz.
Hace unos cuatro lustros, el entonces capellán de
las rnonjas, R. P. Francisco Laphitz. sacerdote que
murió en 190.5, después de piadosa vida, supo el valor
pecuniario que el tesoro tiene. Unos señores extran-
EL P. FRANCISCO LA-
PHITZ. QUE DESCUBRIÓ
LA AUTENTICIDAD DEL
TAPIZ
recuerda.
jeros llegaron a ofrecerle 300.000 francos en buena moneda argentina.
Estaban, según se dice, comisionados por la Manufactura de los Gobelinos.
para rescatar el tapiz.
Aseguraron que de todos los fabricados en dicho taller era el sexto por
orden de mérito y el único que falta para completar la colección allí
existente.
El R. P. Laphitz rechazó tas ofertas, ordenando que el Gobelino fuese
transportado con todos los honores a la derecha del altar mayor, donde
luce la majestuosa obra. Es un tapiz que mide treinta metros cuadrados,
bastante fiel reproducción del lienzo de Ticiano. el brillante colo-
rista. A pesar de doscientos cincuenta y nueve años y de mil
peligros sufridos, conserva perfectamente la trama y el tinte.
La iglesia de San Juan, más afortunada que la Basílica me-
tropolitana, cuyo Van Dick fué substituido con una mala copia,
y que los franciscanos, despojados de su Murillo, posee este tesoro,
Merced a la piedad de santas mujeres, estuvo bien escondido y
bien a la vista, y la honrada cautela del sacerdote supo descu-
brirle y conservarle.
Cerca del Nazareno que. según tradición piadosa, pidió ser
alojado en tan hermosa iglesia: sobre la tumba del virrey don
Pedro Meló de Portugal y Villana, en cuyo cráneo hicieron colonia
las hormigas, y de su espada, «la cual era toda de plata, con em-
puñadura de oro, se hizo una patena para comulgar la comuni-
dad», el Gobelino de los Reyes Magos reposa por fin.
« La presencia da este templo, — escriba su encomiador, el
R. P. Gregorio Esprabens, — en uno de los lugares más fre-
cuentados y más febricientes, donde todas las actividades pare-
cen concretarse en intereses terrenales, es un llamamiento a las
cosas del cielo; el aspecto de sus altas y austeras paredes im-
presiona al hombre a pesar suyo, y le
aun cuando más sumido se halle en
preocupaciones materiales, que, más allá de esta
vida, hay otra eterna; que él no sólo es carne,
sino también espíritu, y que de nada le sirve
afanarse en acaudalar riquezas y ganar el mundo
todo, si con ello viene a perder el alma. ><
« Y, con el alma, todo sentimiento de ar-
te i>, añadimos nosotros, aplicando a la estética
estas muy discretas reflexiones.
E. DEL Saz.
"K>.^-
ARTE FOTOGRÁFICO
LOS SAUCES LLORONES
— fc>I-JV'.i= \ L 1 J-W —
jK}mAS LlTF.DADlW;
TAPA «PlVS Vl.TRA'
Rodó es un escritor europeo nacido en América.
Todos los lineamientos de su personalidad litera-
ría acusan al típico hombre de letras de la Europa
contemporánea: vigor y concisión en la idea; idea-
lismo clásico en el estilo; belleza, ritmo y sonori-
dad en la frase: tal Jacqueville, Taine, Fouillée. . .
Pero Rodó ha nacido en Montevideo. Y Amé-
rica tiene, por lo tanto, el derecho de gloriarse
con tal hijo.
Un día corrió el mundo de nuestro idioma un
folleto nuevo: chispa ígnea que incendiara el ar-
mazón vetusto de un sistema dominante y mal-
sano. Alarmó a los rutinarios. Descorazonó a los
que medraban a tal sombra. Los ídolos de barro
destrozáronse en su caída. Y sobre la tapa de ese
libro cinco letras, tan sólo, formaban el título.
Pero esas cinco letras decían — ARIEL — ,., o sea
la luz, la verdad, la justicia; que era lo que Amé-
rica necesitaba y lo que Rodó, en su libro, le
ofrecía,
i4r/>/ llenó una misión muy elevada. El paname-
ricanismo, tan explotado por los Estados Unidos.
en sus anhelos de dominio continental, vióse de-
tenido en sus avances por una repentina barrera,— -
la conciencia, adquirida de improviso, por los pue-
blos hispanoamericanos, del camino fatal. Y era
Rodó quien se les presentaba, con su antorcha en-
cendida, para señalarles el verdadero derrotero,
clarividente del porvenir.
¿Quién era entonces y quién es hoy. José Enri-
que Rodó?... Antes de publicar Ariel, su famosa
critica de la obra de Rubén Darío habíale dado
renombre en cierta parte de América, y hasta en
España, mas sin la consistencia suficiente para
consagrarle inmortal. Ariel trájole una guirnal-
da inmarcesible.
Liberalismo y Jacobinismo, El Mirador de
Próspero y Motivos de Proteo, frutos sucesivos
de su inteligencia, se agotaron después rápidamen-
te, al poco tiempo de aparecer: — ¡qué mejor
arco triunfal! Bajo él marcha hoy. rumbo a la
gloria.
El pueblo uruguayo le llevó a una banca del
Congreso, y al ocuparla renunció su cátedra de lite-
ratura en la Universidad, Había derramado, desde
«a tribuna fecunda semilla que germinó en el al-
ma de las nuevas generaciones: el anhelo de espi-
ritualizar la vida, el ansia de encontrar las fuentes
de la verdadera moral . . .
Un intelectual joven, de la capital vecina, me
decía una tarde, hablando del escritor aludido: -
¡Rodó no nos quiere! ¡Nos rehuye! ¡Nos niega el
estimulo de su palabra y la enseñanza de su talento!
¡Es un egoísmo intelectual! . . .
Cuando pregunté a Rodó sobre la verdad que
había en esos reproches circulantes, me respondió:
-- No hay nada de eso. Antes desempeñaba una
cátedra. La renuncié por decoro personal, pues hay
incompatibilidad entre los cargos de profesor y di-
putado. Si después de abandonar la diputación, no
me han vuelto a ofrecer la cátedra, no es culpa mía.
Por otra parte, nunca niego mi consejo a los jóvenes
literatos que me ¡o solicitan. Muchos de ellos podrán
atestiguarlo. Han tenido siempre ¡ranea ¡a puerta de
mi casa.
Creo en la sinceridad de estas manifestaciones.
Sé que en la vida privada Rodó es sumamente irre-
gular. El mismo me lo ha asegurado. Mas también
sé que se preocupa y sueña en la orientación de la
juventud que se levanta. Y si su amor hacia ella es
discutible, tal vez proviene de la cautela con que
su espíritu lo guarda, ávido de no trastornar el
honesto silencio de su retiro, pero arde perpetua-
mente en su interior, como la llama de los anti-
guos altares paganos.
De su retiro he dicho, y no me rectifico. El ilustre
Rodó vive, en pleno Montevideo, desterrado por
voluntad propia, de los círculos en que domina
esa farándola rumorosa que llena las crónicas de
la vida social. No es desapego, tampoco misantro-
pía como algunos lo creen; yo lo considero lógico
sistema de quien tiene un concepto tan elevado de
la vida, como el maestro creador de Próspero.
Y alegrémonos de esa norma excéntrica. El si-
lencio y la soledad son los genios familiares de los
grandes pensadores y los que más colaboran en la
unidad de su obra. Un nuevo libro está ya listo so-
bre la mesa de trabajo de Rodó. El será néctar y
bálsamo para todas las almas que se remontan
sobre el mundo de la medianía. Nuevos motivos de
Proteo, que con su enjambre de parábolas, afir-
marán la celebridad de .su autor.
Quizás el critico que más haya preconizado la
libertad en el arte y la belleza de la poesía haya
sido Rodó. En uno de sus fragmentos literarios de-
cía hace quince o dieciséis años: «Tengo una /,■
profunda en la eficacia social y civilizadora de la
palabra de los poetas; pero creo, ante todo, en la li-
bertad, que Heine proclamó «irresponsable», de su
genio y de su inspiración.^
Y escribía, casi por el mismo tiempo, en el ál-
bum de un artista: «Alaben otros, ¡oh, poeta!, la
perfección de tus ánforas cinceladas. Yo prefiero
decirte que tu poesía sabe hacer pensar y hacer sen-
tir; que tu verso tiene un ala que se llama emoción
y otra ala que se llama pensamiento.»
Quise saber si seguía siendo la misma su opi-
nión sobre la poesía, y a este respecto pedisela en
una entrevista reciente.
Nunca he exigido, — díjome, — otra cosa que
«belleza» en la obra del poeta. Cuando nos hace gra-
cia de ese don, vale decir cuando su obra es verdadera
poesía, el poeta es irresponsable y sagrado. Ello no
quita que le agradezcamos también el bien y la ver-
dad, si nos los da por añadidura.
Ya propósito de poesía y arte, ¿qué rumbos
cree usted que tomará la literatura europea, des-
pués de la guerra?
- - La guerra traerá, seguramente, la renovación
del ideal literario, como consecuencia de profundas
modificaciones en el orden social y político. Pero
nada espero menos que el advenimiento de una lite-
ratura guerrera, de una literatura épica y marcial.
Es posible que asuma este carácter la producción
literaria inmediatamente posterior a la guerra, pero
de modo efímero y sin inspiración surgida de las
hondas entrañas de la conciencia colectiva. En los
albores del pasado siglo, las guerras de la Revolución
y del Imperio precedieron a una de las más radicales
transformaciones literarias que recuerde la historia.
Pero esa transformación fué el romanticismo: litera-
tura nada guerrera ni triunfal; literatura en que pre-
dominaron la intimidad y la melancolía. Si la in-
fluencia de la guerra actual ha de manifestarse di-
rectamente en el arte, creo que será más bien para dar
expresión a su inmenso legado de dolor, de culpa y
de protesta, que para interpretar sentimientos de glo-
ria marcial y de orgullo de raza . . . Creo en una
literatura de tono espiritual y grave.
El optimismo de Rodó es una flor misteriosa,
que emerge de sus disertaciones filosóficas como el
loto sagrado de la India sobre las aguas azules del
Nilo. Es respetable porque nace de una convicción
profunda, de una fe extraordinaria en el porvenir,
de una esperanza inextinguible como la luz del sol.
El ideal de una moral más noble y más digna
del hombre civilizado mana de las páginas precep-
tivas de Rodó como la linfa de un manantial sub-
terráneo. El cansancio que gravita sobre la especie
humana, como resultado de enormes caudales de
energías malgastadas, disipase al abrevar el espí-
ritu en esa fuente maravillosa de salud. Parece que
el vivir adquiriese una solemnidad inusitada. Que
presidiera la armonía de nuestras ¡deas una divi-
nidad de fisonomía helénica como la Atenea ma-
jestuosa que coronaba el Partenón. Y nos senti-
mos invadidos por una ola de sentimientos desco-
nocidos, en los que prevalece el anhelo de la jus-
ticia: arrastrados por ráfagas espirituales; ascen-
didos por unas alas impalpables y poderosas, que
son las de Ariel desplegadas como a conjuro en
nuestros hombros. Tal es el milagro de la filosofía
idealista del pensador uruguayo: ¡nave empave-
sada por la gloria, que nos lleva, del mundo mate-
rial, hacia el reino celeste de la luz y la belleza!
De Rodó, en Montevideo, y sin que ello sea irre-
verente para su persona, suele decirse que es un
hombre huraño, desdeñoso y grave, que esquiva
las visitas y establece una muralla glacial entre
él y el pueblo, con sus modalidades. Yo contesté
a uno de los que tales reproches hacían, que tam-
bién las águilas son taciturnas y enemigas de la
asociación; que viven en las rocas áridas y escar-
padas, como en perpetuo ensueño; que vuelan so-
las porque tienen confianza en sus alas: y que, tal
como ellas en el mundo de las aves, suelen serlas
águilas de la inteligencia en el mundo moral de
los hombres: ¡Conquistadoras de un imperio so-
litario!
Caupolicán,
1916.
— 1 ->J_^^ ^^ \ J , 1 1 -^ .- N.-
FLLE^n
YIA
m^RM
■■■
(Fragmento inédito de los «Nuevos motivos
DE Proteo»)
El pythónico Astiages, proscripto por tiranos
cuya ruina predijo, vivía, ciego y caduco, en la
soledad de unas montañas riscosas. Le acompa-
ñaban y valían una hija, dulce y hermosa criatura,
y un león, adicto con fidelidad salvaje al viejo
mago desde que éste, hallándole, pasado de una
saeta, en el desierto, le puso el bálsamo en la
herida.
De la hija de! mago decía la fama una sin-
gularidad que era sobrenatural privilegio: con-
taban que en lo hondo de sus ojos serenos, si se
les miraba de cerca, en la sombra de la noche,
veíase, en puntual aunque abreviado reflejo, el
firmamento estrellado, y aun cierta vaga luz, ul-
terior al firmamento visible, que era lo más mis-
terioso y sorprendente de ver.
Ciaxar.'sátrapa persa, que removía en el tedio de
la saciedad las pavesas de su corazón estragado, ardió
en deseos de hacer suya a esta mujer que en el miste-
rio de sus ojos llevaba la gloria de la noche. Todas las
tavdes, acompañada de su león, iba la doncella en
busca de agua a una fuente, que celaba el corazón
bravio de un monte. Ciaxar hizo emboscarse allí
soldados suyos, y para el león, fué un sabio nigro-
mante con ellos, que prometió dominarle con su
hechizo. Aquella tarde el león se adelantó como
siempre a explorar la orilla breñosa, y no bien
hubo asomado la cabeza entre las zarzas, recibió
en ella emponzoñada aspersión, que le postró al
punto sumido en un letárgico sueño. Cuando, ig-
norante y confiada, llegó su dulce amiga, precipi-
táronse ios raptores a apresarla, buscó ella con
espanto a su león, se abrazó trémula al cuerpo
inane de la fiera, y al reparar en que yacía sin
aliento, dejó caer sobre el león una lágrima, una
sola, que se perdió, como el diamante que cayese
dentro de pérsica alcatifa, en la espesura de la
melena antes soberbia, ahora rendida y lánguida.
Ya apoderados los esclavos de la hermosura que
codiciaba su señor, e! nigromante decidió llevarle
por_su parte otra presea. Aproximóse con hiera-
tico gesto al león dormido, tendió hacia él las ma-
nos imponentes mientras decía un breve conjuro,
y el león, sin cambiar una línea en forma ni acti-
tud, trocóse al punto en león de mármol; tal, que
era una estatua de realidad y perfección pasmosas.
Cortaron bajo la estatua un trozo de tierra, que,
convertida en mármol también, sirvió al león de
zócalo o peana, y con tiro de bueyes llevaron al
animal petrificado al palacio del señor.
Cuando apartó éste su atención de la cautiva, ad-
miró al león y quiso que se le pusiera, como símbolo,
en frente de su lecho. León que duerme, potestad
que reposa. Desde alta basa, bajo el bruñido enta-
blamento, quitando preeminencia a los unicornios
de pórfido que recogían, a ambos lados del lecho,
las alas de espeso pabellón de púrpura, el león, en
actitud de sueño, dominó la estancia suntuosa.
Pero en lo interno de esa estatua leonina algo
lento e inaudito pasaba. . . Y es que, en el instante
del hechizo, a tiempo de cuajarse en mármol la
melena del león, la lágrima que dentro de ella
había se congeló y endureció con ella y quedó
trocada en dardo diamantino y agudo. La lágrima
entrañada en el mármol fué como gota de un fuego
inextinguible dentro de durísimo hielo; fué como
imantada flecha cuyo norte estuviese en el petri-
ficado pecho del león. La lágrima gravitaba al
pecho, pero venciendo a su paso resistencias de
substancia tan dura que cada día avanzaba un
espacio no mayor que uno de los corpúsculos de
polvo que hace desprenderse, del mármol en tra-
bajo, el golpe del martillo. No importa: bajo la
quietud e impasibilidad de la piedra, en silencioso
ambiente o entre los ecos de la orgía, cuando las
dichas y cuando las penas del señor, la lágrima
buscaba el pecho.
¿Cuánto tiempo pasó antes que con su lenta
punzada atravesase la melena, hendiera la cerviz
sumisa, penetrase al través del espacioso tórax, y
llegase a su centro, partiendo el corazón endure-
cido?
Nadie puede saberlo. . . Era alta noche.
Hondísimo silencio en la estancia. Sólo la vaga
luz que alimentaba el aceite de una copa de bronce.
Bajo la púrpura, el señor, decrépito, dormía. De
pronto hubo un rumor como de levísimo choque;
duro latido pareció mover, al mismo tiempo, el
pecho del león y propagarse en un sacudimiento
extraño por su cuerpo. Y cual si resucitara, todo
él revistióse en un instante de un cálido y subido
tinte de oro; en el fondo de sus ojos abiertos
apuntó roja luz, y la mustia melena comenzó a
enrularse como un mar en donde el viento hace
ondas. Con empuje que fué al principio desperezo,
después movimiento voluntario, luego esfuerzo ira-
cundo, el león arrancó del zócalo los tendidos ja-
rretes, que hicieron sangre, manchando la blan-
cura del mármol, y se puso de pie. Quedó un mo-
mento en estupor; la ondulante melena encres-
póse de un golpe; rasgó los aires el rugido, como
una recia tela que se rompe entre dos manos de
Hércules. . . Y cuando tras un salto de coloso las
crispadas garras se hundieron en el lecho macizado
de pluma, quien estuviera allí sólo hubiera visto
bajo de ellas una sombra anegada en un charco
de sangre miserable, y hubiera visto después los
unicornios de pórfido, las colgaduras, los tapices,
los vidrios de colores, los entablamentos de cedro,
los lampadarios y trípodes de bronce, que rodaban,
en espantosa confusión, por la estancia, y el león
rugiente, que revolvía el furor de su destrozo entre
ellos, mientras la lágrima, asomando fuera de su
corazón, como acerada púntale teñía el pecho de
sangre.
José Enrique Rodó.
DIBUJO DE Al.VAREZ.
— i:^l_/>^'i=i xi.'i"u.-v —
Me propongo ofrecer a los lectores de Plvs
Vltra algunas semblanzas ilustres de la vida
intelectual española, y exponer el pensamiento
actual de esos hombres eximios. Procuraré tam-
bién que me expresen sus ideas o impresiones
acerca del país argentino.
Necesario es comenzar por don Benito Pérez
Caldos. Es la primera figura de las letras caste-
llanas, lo mismo de España como de América. Su
prestigio es total, pleno y absoluto. Su nombre
está consagrado por la devoción de dos generaciones. Y su obra es tan
grande, tan extensa, tan abrumadora, que ante ella, verdaderamente, sólo
cabe el prosternarse y enmudecer.
Yo he visitado ahora a Pérez Caldos en el teatro «Infanta Isabelí, allá
dentro, entre los bastidores, en un cuchitril angosto, lleno de humo de
tabaco. En el escenario se representaba el último drama del maestro: Sor
Simona. Y atravesando el desorden de las bambalinas, haciéndome camino
a través de los comparsas y los actores, penetro en aquel cuchitril donde
varias personas hablan a gritos sobre temas insustanciales. Y allí, hundi-
do en un sillón, descubro a un anciano... Un anciano silencioso, abatido,
maltrecho. Tiene siempre su cigarro de hoja entre los dedos. Pero el ciga-
rro, el inevitable cigarro galdosino, parece ahora un símbolo veraz: está
apagado. Sobre los ojos del maestro negrean los cristales ahumados de unas
gafas. El maestro no ve. El también está apagado. ¡Ciego!
Yo resisto bastante bien la vista de los espectáculos deplorables. Pero
al enfrentarme bruscamente con aquella ruina corporal, al contemplar el
hombre amado, el hombre admirado, y verlo tan caido, tan viejo, tan de-
rrotado, en el fondo del sillón, confieso que siento el raro temblor que suele
preceder a las lágrimas.
Me tiende la mano huesuda y yo me inclino hasta el suelo. Me ofrece
una silla a su lado. Hablamos.
Pero la palabra de Caldos, que nunca fué abundante y elo-
cuente, ahora es corta y breve. A veces siento que se dirigen
hacia mi rostro los dos círculos negros de sus gafas; quiere ver
como antes: quiere estudiar el gesto del interlocutor con su cu-
riosidad de psicólogo y de novelista. Pero, ante la imposibili-
dad, el maestro desiste. Sus ojos no ven. El alma debe conten-
tarse con mirar hacia dentro. . .
Yo hago referencia al drama que se acaba de estrenar. /"^^^^
Y el maestro, casi con una pueril arrogancia, dice:
— Es verdad, la obra está ahi; hace su camino.
Ahora me preparo a escribir otra comedia. Al mis-
mo tiempo estoy ordenando los apuntes para una
novela.
Dice esto, y enmudece. Yo me callo también.
Y aprovecho esta corta pausa para hacer mental-
mente ciertos cálculos de orden estadístico.
¿Cuándo nació Pérez Caldos? El año 1843. Cuenta
hoy una edad aproximada de 73 años. Sus obras
novelescas, teatrales y criticas son más de 100.
Cuando un hombre ha dado a la patria y a
la humanidad un centenar de libros densos,
fuertes, y algunos de ellos geniales, parece que
esc hombre debía tener derecho al descanso.
Pero don Benito Pérez Caldos no puede
descansar. Carece de fortuna; no tiene ren-
tas. Como el muchacho que empieza su
carrera, Pérez Caldos necesita trabajar para
vivir; y entrega su obra a los cómicos o los
editores con la prisa de quien anda poco abun
dan te de dinero. . .
No culpemos a nadie, sin embargo. Cúlpese
la fatalidad del artista, que recibe de los dioses
tantas mercedes, pero no recibe la facultad ad-
ministrativa. El dinero ganado, que, sin duda, lle-
ga a una suma considerable, Pérez Caldos lo ha
visto pasar por sus manos y huir aprisa. No ha
sabido retener. Ha desconocido la virtud que en
tal grado poseen otros. Ahora le sorprende la ve
jez, la ceguera. . . Con sus gafas negras y su ci-
garro apagado, el maestro monta en un coche de
alquiler y va al teatro, a asistir al es
treno de sus obras. Cuando muera, se le
hallará frente a su secretario, dictando
una escena o el capitulo de un libro.
De repente surge la palabra fatal: la
guerra. El maestro se incorpora, como
al impulso de un estímulo poderoso. Y
me expone con calor su teoría. Es la
teoría del intelectual que pone el
porvenir del mundo en dos na-
ciones vigilantes: Francia e .
Inglaterra. Su literatura
se ha nutrido en la ad
miración de Balzac, Sha-
kespeare y Dickens.
Adora a Inglaterra
y ama a Francia.
En cuanto a su
criterio político,
necesariamente se
inclina del lado de
los aliados.
— Estas cosas
no es prudente
discutirlas, — ex-
clama. — La
guerra nos ha
dividido a to-
dos. Yo res-
peto el parecer
de mis amigos... Pero mi opinión es cerrada,
invariable y fervorosa: quiero y espero el triunfo
de los aliados, para bien de la justicia y de las
libertades humanas.
El maestro se calla ante el imperio de unas vo-
ces horribles. . . En el cuchitril lleno de humo ha
entrado un cómico dando gritos. Viene con el ros-
tro pintado y acaba de abandonar la escena. Se
queja de uno de esos agravios de entretelones,
fieros agravios de cómico que son más violentos
que un ciclón. El cuartucho donde estamos todos se ve en seguida colma-
do de gentes que gritan y discuten. Entran hombres disfrazados, pintados,
vociferando como energúmenos. Uno de ellos trae uniforme antiguo de mi-
litar, con un sable de guardarropía al cinto. Es quien más fuerte vocifera,
y temo que el airado cómico desenvaine su arma mohosa y comience a
pegar planazos. . .
Entretanto, el maestro Pérez Caldos queda hundido en su sillón, co-
mo un barco viejo en mitad de un remolino. Sus 73 años de edad, sus ojos
enfermos y sus cien obras literarias, no son bastante causa para eximirle
de tan deplorables momentos.
Yo me coloco frente a é!, para recibir en mi cuerpo pecador las posi-
bles arremetidas del cómico energúmeno o los torpes empellones de aque-
llos exaltados. Pero la borrasca, cosa al fin de cómicos, se apacigua repenti-
namente. El director de escena acude, dando órdenes. Todos, rezongando,
desaparecen.
Quedamos otra vez entregados a nuestra charla, y yo, mientras escucho
las palabras un poco lentas y opacas del maestro, lanzo a volar mi imagi-
nación por la generosa tierra argentina. [Cuántos brazos efusivos y fervo-
rosos se tenderían en Buenos Aires para recibir al maestro, si el maestro
quisiera cruzar el Atlántico! . . .
Hablamos, pues, de la Argentina, y el maestro hace alusión
a los muchos amigos que desde las riberas del Plata le escriben
constantemente. Dedica un recuerdo a don Roque Sáenz Peña,
con quien tuvo lazos de cariñosa amistad.
De repente, yo exclamo:
Dígame, don Benito, ¿por qué no se decide usted a visitar
la Argentina?. . .
El señor Pérez Caldos no muestra sorprenderse
mucho por la temeraria propuesta. Y dice sencilla-
mente:
. — Yo haría ese viaje muy gustoso. Siempre
he tenido el propósito de hacerlo. Amo a la
noble América... ¡Pero me falta salud, me fal-
ta la vista!
Yo me atrevo a insistir, y agrego:
— Maestro, sus objeciones no tie-
nen bastante fuerza. Un viaje por
mar se realiza actualmente con in-
creíbles comodidades. Seria usted
transportado dulcemente por un
magnífico transatlántico español, y
al pisar el suelo argentino, miles de
admiradores le acogerían en sus bra-
zos, miles de corazones harían que
fuese allí su existencia la más suave,
la más cordial, la más entusiasta...
Y el maestro dice, vacilando:
— En realidad, a mi no me asusta
el viaje. Soy un viajero empederni-
do. No me mareo, no sufro en el
mar. . . ¿Pero qué haría yo en aquel
país agitado y laborioso? Mis cos-
tumbres son frugales; me acuesto
temprano; mi comida es insignifican-
te; carezco de aptitudes oratorias.
¿Qué haría yo allí, entonces?. . .
— No haría usted nada de excep-
cional, don Benito. Se dejaría usted
agasajar. Mostraría usted su figura
venerable, haría usted oir su voz
amada a sus devotos de allá abajo.
Sería usted el verdadero mensajero
del espíritu español contemporáneo,
que se ofrecería a los pueblos nuevos
como una ofrenda de hermandad
profunda y pacífica... ¿Por qué no
atreverse?
Y el maestro, tal vez íntimamente
convencido, murmura:
-No sé, no sé... Habría que
pensarlo. Soy viejo, necesito que me
ayuden para dar un paso . . . ¡Déjeme
que lo piense!
Yo insisto todavía:
Y bien, maestro; si otros organi-
zasen su viaje, para que usted no su-
friese mucha incomodidad, ¿se arries-
garía? . . . ¿Puedo decir a los lectores
argentinos la última palabra deci-
siva?
- Dígales que el proyecto me se-
duce. Pero que necesito reflexionar...
Esto me ha dicho don Benito Pé-
lez Caldos, el maestro de la literatura cas-
tellana. Yo traslado sus palabras al público
argentino. El viaje del ilustre escritor seria
cuestión de un poco de empeño y de un
liviano esfuerzo de voluntad.
José M.'^ Salaverría.
Madrid, marzo <ie 1916.
Í2>X-
RUBÉN DARÍO
F'ASTEL DE ALONSO
Su rostro era parecido al de Beethoven. Sus estrofas son
también suaves y fuertes, como las cadencias del genial
músico. Porque ostentaba en su faz y en su arte e! sello de
la grandeza. Fué un creyente descreído un millonario
excéntrico que pedía limosna de amor para los humildes,
imitando a los monjes mendicantes. Creímos en él, y le re-
servamos el mejor sitio de nuestras páginas, sin sospechar
que pronto le habríamos de rendir este último homenaje.
— i=>i.^v^ >v L'rrs.^x-
IIL DUfO.N
ÜE^TAUIiADOUL
cfcM
El día 25 de mayo, ese día que en otro tiempo
considerábamos como un día de gratas expansio-
nes patrióticas, de ardorosas y heroicas reminis-
cencias, era una fecha en que el entusiasmo patri-
cio no tenia límites: y entre las manifestaciones
del gobierno y del pueblo con que se saludaba la
salida del sol. además de las salvas de artillería
y de las estruendosas fanfarrias militares, prima-
ban las numerosas corporaciones de los alumnos
de los colegios, vestidos, imitando el traje de Adán.
como los indios del Amazonas o del Orinoco, con
taparrabo de plumas y corona de lo mismo en la
cabeza y el carcax lleno de flechas a la espalda.
Asi eran conducidos, tiritando de frió, hasta el
pie de la pirámide, a cantar en coro el himno na-
cional.
Era este el día en que mi tía la señora doña
Angela de las Muñecas elegía para sus patricias
manifestaciones, que con un orgullo colonial tras-
cendían al público.
Adornaba las ventanas de su casa con colga-
duras de damasco punzó, y en la noche con una
multitud de faroles de colores, pues bien sabía
ella que en ese día se presentaría don Eusebio de
la Santa Federación a traerle el piramidal y mo-
numental ramillete, galante obsequio del dictador
argentino . general don J uan Manuel Ortiz de Rosas.
Don Eusebio de la Santa Federación constituía,
con su estructura original, el bufón predilecto del
señor feudal de Palermo, y en más de una ocasión
con alguna chocarrería intervino atrevidamente
en las recepciones diplomáticas y en otros asun.
tos análogos, donde su cuerpo curtido, como co-
rrección, recibió una tunda de puntapiés.
Antes de ejecutar su retrato enlazando las re-
miniscencias de la edad temprana con el trasunto
del pintor Carrandi. haremos una prolija relación
de sus múltiples y disparatados títulos.
« General de la provincia. Conde de la estancia
del Vino, Albacea y tutor de los bienes de don Juan
Manuel de Rosas por derecho juramento a la ver-
dad. Comprometido con la señorita Manuelita
Rosas, Majestad de la tierra. Conde de Martín
García. Señor de las islas Malvinas, General de
las Californias. Duque de la quinta de Palermo
de San Benito. Gran mariscal de la América de
Buenos Aires.»
Alguna vez llevaba un casco dorado con las
armas de la patria, capa de paño pardo con cuello
y vueltas de terciopelo punzó, uniforme azul con
vivos rojos, adornado con nueve medallas rosa.
Como se ve. no le faltaban fantásticos y dispa-
ratados oropeles al favorito loco, cuyo traje iba
en armonía con el delirio de las grandezas que lo
obsesionaban.
Don Eusebio era un zambo de regular estatura
y de facciones obscuras y grotescas. Nariz algo
achatada, frente estrecha y deprimida, labios las-
civos, gruesos, morados, como tinta violeta, ojos
chicos, pardos, lánguidos y sin brillo, y pelo y bar-
ba entrecanos, duros como cerda.
Sobre su cabeza de asno domado llevaba un
sombrero elástico de obscurecidos galones en el
borde superior, y plumachos viejos de todos colo-
res, y en la extremidad de atrás colgaba una llave
de hierro con que cerraba las puertas del castillo
de Palermo.
Una casaca de vetusto uso y remendada, que
en otra época fué de paño azul obscuro, hoy des-
colorido, con el cuello y botamangas punzó, pre-
sentaba las incurias devastadoras del tiempo; los
faldones le acariciaban los ladeados talones. Asi-
mismo, pendían de sus robustos hombros unas des-
hechas charreteras, obscuro el oro por la vejez sin
fecha, que hacía pendant con una gran placa y
grandes medallas de latón que entrechocaban al
caminar, en su resaltante pecho, tan fuerte como
el de un toro. La casaca nunca la llevaba pren-
dida, con el coqueto intento de hacer resaltar su
rojo chaleco, prendido con una botonadura varia-
da de todos colores. Un pantalón blanco, abierto
abajo, con botones de metal, y adornado con una
vetusta franja de oro, concluía la estrafalaria in-
dumentaria de este imbécil bufón del tirano.
Rodeado de pilletes de la calle, se presentaba
don Eusebio en la casa de mi tía, la señora doña
Angela de las Muñecas, llevando con marcado
esfuerzo en sus robustas manos el famoso pirami-
dal ramillete, fino obsequio del dictador argentino.
La señora, llena de alborozo, salía a recibirle:
entonces el enviado extraordinario, tomando un
desplante original y una apostura de arrogancia
extrema, con un énfasis bárbaro de diabólicas
contorsiones, le endilgaba el siguiente discurso,
donde no escaseaba, de cuando en cuando, revo.
loteadas de ojos, de esos ojos que parecían que
acababan de dormir una mona, que tanto se pa-
recían a los de un carnero ahogado.
« Señora de la mayor respetabilidad americana
y «urupea». El ilustre restaurador de las leyes y
general de los ejércitos argentinos y de las Amé-
ricas. mi excelentísimo padre y guardián, me man-
da que te venga a ver porque sos una patriota
como no hay muchas, pues tu hermano y padre
santo no reculó ni la pisada de un chimango a los
godos, y por eso lo capugiaron y está ya muy «so-
segao» en el sanjón debajo de tierra, y por eso el
general de las Américas, mi padre el rey de Paler-
mo de San Benito, le manda este ramillete tan
«pesao» que vengo pujando como un animal y ape-
nas lo puedo aguantar, para que a su «salú» lo
coman con gusto. »
La señora, muy conmovida, a pesar de la gro-
sera estructura del discurso y de la figura de pasi-
va locura del interlocutor, le daba efusivas gra-
cias, deseándole mucha prosperidad en el gobierno
y mucha salud a la real persona de don Juan Ma-
nuel, y, por último, le enviaba cariñosos recuerdos
a Manuelita.
Don Eusebio daba media vuelta como si fuera
un soldado, y se retiraba marcando fuertemente
el paso y haciendo sonar los tacos de sus zapato-
nes. Entonces, ¡oh dulce dicha!, nos llegaba el tur-
no a nosotros los infantiles sobrinos, y mi santa
tía, a pesar de la energía del primer momento,
apenas podía defender el ramillete, que al fin caía
en nuestras genízaras manos, y cada uno de los
pequeños vándalos salía con ellas embadurnadas
de almíbar, cabello de ángel, deshechos merengues,
bombones y otras golosinas.
Desprendida y bondadosa como era mi tía An-
gelita, repartía el ramillete entre todos sus sobri-
nos y allegados.
Y es por esta galantería del dictador argentino
que aprendimos de ella a denominarlo «Ilustre
restaurador de las leyes.»
¡Ah! Con qué ansiedad e impaciente alegría,
días antes, esperábamos el día de la Patria. Ese
25 de mayo del ramillete.
José Ignacio Garmendia.
DIBUJO DE ALONSO.
•El general Garmendia nos recibe en el amplio
hall de su casa. Hemos interrumpido su matinal
lectura de diarios, y no es nuestra visita, por lo
visto, de las que más le agradan, a juzgar por el
gesto con gue observa que tras de mí entra en la
casa el fotógrafo y su ayudante, armados de má-
quinas, trípodes y demás bártulos del oficio.
Frente al arrogante militar, de gesto adusto y
ademán enérgico, sentimos una necesidad irresis-
tible de cuadrarnos como tristes reclutas. Le ofre-
cemos, con mano temblorosa, una tarjeta, que
acredita nuestra insignificante condición de cro-
nistas, y apenas si nos atrevemos a balbucir pa-
labra.
El general nos mira de pies a cabeza, haciéndo-
nos pasar un momento de verdadera angustia.
Sospechamos fracasada nuestra interesante nota,
con el agravante de ser sacados de allí tal vez
a culatazos.
Los retratos de nobles caballeros, viejos ante-
pasados del general, que cuelgan de las paredes,
parecen animarse y cobrar vida, para clavar en
nosotros la mirada fiera, increpándonos por el
audaz atrevimiento cometido.
Pero he aquí que nuestra zozobra pasa, al escu-
char la palabra del valiente patriota que, alar-
gándonos la mano que tan gloriosamente empu-
ñara la espada en cien combates, nos hace sentar
a su lado.
— Y bien, amigo, ¿qué es lo que quiere?
— Queremos, general, que nos enseñe su colec-
ción de armas históricas, y nos permita hacer de
ella una reseña en las páginas de Plvs Vltra.
— Bien; está bien. Tengo, en efecto, muchas
armas... cerca de novecientas. Vengan por acá.
Seguimos al general y recorremos con él las
salas de armas, materialmente abarrotadas de sa-
bles, espadas, pistolas, lanzas, cascos, corazas, ban-
deras y fusiles, y volvemos a tener nuevos sobre-
saltos rodeados de tanto material bélico, no tar-
dando en sentir los escalofríos de la emoción al
ver desfilar ante nuestros ojos las gloriosas joyas
que el general Garmendia nos enseña y cada una de
las cuales evoca una página de la hisioria patria.
— Aquí tienen — nos dice — dos espadas del
general San Martín. Esta me la regaló mi amigo
inolvidable, el doctor Quintana; fué un obsequio
del libertador al gobernador Luzuriaga. Esta otra
me la mandó don Gonzalo Bulnes, y fué la que
usó San Martín en Bailen.
— Estas dos pistolas — nos dijo — están hechas
con hierro del aerolito que cayó en Santiago del
Estero, allá por 1700, y pertenecieron a don Juan
Manuel de Rozas; me las obsequió su hija Ma-
nuelita.
De un estuche, carcomido por el tiempo, saca
el general dos nuevas espadas.
— Estas fueron también del restaurador. Con
ésta hizo la campaña del desierto; tiene la empu-
ñadura y guarnición de plata; me la dio el doctor
Belgrano. Esta otra, que me obsequió el señor
Gandulfo, tiene la guarnición de oro y plata, y un
medallón en el que dice: «Rozas».
— Aquí tienen ustedes más espadas históricas. —
Y nos señala una pared de la que cuelgan la del
general don Juan Facundo Quiroga. La del gene-
ral don Félix de Alzaga, con guarnición y vaina de
oro; la hoja cincelada, y en el centro un medallón
de cada lado, que dice: «¡Viva Garlos 111!» y en
el otro «La Real Compañía»; la espada del coronel
don Pedro Díaz de Vivar, regalo de su nieto don
Mariano Díaz de Vivar; una espada boliviana de
don Juan Alurralde; la espada de Fulgencio Ye-
dros, tomada en Beribebuy por el mayor Manuel
Campos, obsequio del general Gainza; la espada
de don Jaime Alsina; las espadas del cacique Ca-
ñumil y del cacique Sayhueque; la espada que
LA SALA DE LANZA.S Y BANDERAS, EN LA QUE EL
GENERAL JOSÉ IGNACIO GARMENDIA, CONSERVA UN
VERDADERO TESORO. EN ESTA SALA SE VE UNA VALIOSA
ARMADURA QUE PERTENECIÓ A ENRIQUE II DE FRANCIA,
VARIAS CORAZAS Y UN BUSTO DEL GENERAL. HECHO POR
EL ESCULTOR HEBERLAIN.
SALA DE ARMAS, EN LA QUE GUARDA EL GENERAL, ENTRE
OTRAS RELIQUIAS HISTÓRICAS, UNA CIGARRERA QUE PER-
TENECIÓ AL GENERAL DON JUAN GREGORIO DE LAS HERAS,
UN PAÑUELO DEL GENERAL URQUIZA, UN ANTEOJO DEL
GENERAL DON JUAN LAVALLE Y UN FLORERO CON EL
RETRATO, EN ESMALTE, DE ROZAS.
— IZ>LJX ^r- \ L^ T"I3>N. —
fué del presidente Santos, toda ella adornada con
piedras preciosas: y la espada peruana del general
Vallibtan. donada por don Adolfo Alsina.
De un estuche sacó el general dos espuelas de
plata repujada, de gran valor artístico.
— Fueron — nos dijo — del Mariscal Santa
Cruz, y me las regaló su hijo el coronel don Simón
de Santa Cruz. Esta pistola que ven ustedes fué
del general don Lucio V. Mansilla.
— No deja de tener interés histórico esta pis-
tola-escopeta, que el escritor Alejandro Dumas
regaló al general Pacheco y Obes: y este revólver
que perteneció al publicista don Florencio Várela.
También es interesante esta pistola del marqués
de Puente Fuerte, que fué encontrada en una
toldería.
— Este puñal, fué del coronel Luengo: y este
cuchillo de caza, como verá usted por la inscrip-
ción, perteneció al «serenísimo y potentísimo señor
principe Carlos Conde. Palatino del Rhin. Dux
Romano, principe Eledor. 1683».
Pasamos a otra sala cuyas paredes están cubier-
tas de lanzas y banderas. Allí vemos la moharra
de la lanza del coronel Suárez. con la que comba-
tió y venció en Junin. regalada al general por su
hija doña Leonor Suárez de Acevedo. y certificada
f)or una carta de su esposo: la lanza del célebre
Chacho: la de los coroneles Manuel Ocampo. Gua-
rumba. Acuña. Avalos. y Bosch. La lanza de hierro
del cacique Facallen. y las de los caciques Bartolo.
Pedro. José y Cleto, tomadas por el general José
María Uriburo. y la lanza del general Benavidez.
gobernador de San Juan. También está alli el
látigo-estoque del cacique Pichón.
— Pasen ustedes a esta otra sala. Aquí verán
una gran colección de banderas.
No pudimos menos de sobrecogernos ante aque-
llas gloriosas enseñas, que flamearon a la vanguar-
dia del regimiento Sol de Mayo, del Batallón Pro-
vincial, del Regimiento de las Conchas. . .
GRUPO DE ARMAS. ENTRE ELLAS UNA P/ NOPLIA ANTICUA
QUE PERTENECIÓ AL ÜENERAL DON BARTOLOMÉ MITRE, Y
OUE REGALÓ AL GENERAL GARMENDIA DON EMILIO MARTÍ-
NEZ Y UNA ESCOPETA DE LA PRINCESA CARLOTA, REGALADA
POR EL DOCTOR LAMAS.
Están allí también, la bandera de Pavón, y las
banderolas del coronel Meana, del general Cara-
bailo, y del general Izquierdo, y la banderola bor-
dada del regimiento de artillería que estuvo en el
combate del Paso de Obligado.
Seria largo enumerar en este corto espacio todas
las armas históricas, verdaderas reliquias, que
guarda el general Garmendia, debidamente docu-
mentadas, todas ellas con sus correspondientes
certificados de autenticidad.
El general Garmendia, no es sólo un coleccio-
nador de armas; su doble condición de soldado de
la espada y de la pluma, ha ensanchado el hori-
zonte de sus aficiones de coleccionista, y posee
valiosas obras de arte en cuadros, miniaturas, jo-
yas y libros antiguos. Tiene algunos cuadros de
gran interés, como el que representa a Rozas
joven, tocando la guitarra, y a su hermano don
Prudencio, bailando un baile criollo, que regaló
al general, don Manuel Baudrix, y otro cuadro que
representa la decapitación de Avellaneda.
No ha sido nuestra intención hacer una bio-
grafía de este bizarro militar, cuya honrosa foja
de servicios no cabría en los estrechos límites
de esta crónica, ni nos hemos propuesto presen-
tar al escritor, cuya obra literaria, ya juzgada por
plumas como las del general Mitre, Ricardo Gu-
tiérrez, Joaquín V. González, Vicente F. López, y
Miguel Cañé, es de todos conocida; así, pues, séa-
nos permitido al cerrar esta breve reseña sobre la
valiosa colección de armas históricas de este «hidal-
go de alta cepa, exponente de la vieja y señoril
cultura porteña» palabras de Carlos Ibarguren
- séanos permitido, decimos, repetir la frase de
este distinguido escritor, que al ver al general
Garmendia hacer esgrima a sus años en el Círculo
de Armas, con arrogante agilidad, imaginó, dice,
que así fueran los caballeros de capa y espada, de
aventuras heroicas y galantes. . .
Emilio Dupuy de Lome.
m
^
w
-^KAH LALA DE ARMAS, EN LA QUE ESTÁN LA E5PADA DEL TENIENTE PARAGUAYO J. LÜPEZ. DE GRAN VALOR HISTuRlCO, I-OR SER LA QUE ACOM-
PAÑÓ A ESTE VALIENTE DURANTE EL COMBATE DE VEINTITRÉS DÍAS, EN QUE LA CHATA A SUS ÓRDENES SE DEFENDIÓ CONTRA LA ESCUADRA
brasilera; el machete de abordaje del coronel rosales; la espada del general SANTOS, GUARNECIDA DE RUBÍES, GRANATES Y ESME-
RALDAS, Y LAS ESPADAS DE LOJ OEMERAI.R-S MADARIACA, . PUEYRREDÓN, BLAS JOSÉ PICO, ARENALES, RAMÍREZ, LUIS M. CAMPOS, MITRE Y
ANTONIO PALACIOS.
>yv—
A VECEl/- LA PaVEEiA
DA E^'TE !aE./^T:EAX)0..
RECETAS ÚTILES
MODO DE PLANCHAR LOS PANTALONES
Procedimiento que debe emplearse para evitar las rodilleras, conservando la raya. La sencilla
operación que indica el dibujo, debe practicarse todas las noches, para que dé buen resultado-
DIBUJO DE MÁLAGA GRENET.
X L_ 1 l-^.X-
Dos vidas
Amado Norvo
Cuillermo y Antonio se encontraron, a los diez
y nueve y diez y ocho años, respectivamente,
huérfanos de padre y madre y con una cuantio-
asima fortuna.
Cuillermo era un muchacho práctico por exce-
lencia. Tenía pocas, pero «exactas» nociones de la
vida. En ratos de vagar, se había trazado un pro-
grama para el día probable en que fuese dueño
de su dinero.
Lo esencial era evitar los fastidios y las penas.
Sin duda alguna, la incertidumbre del mañana
es uno de los más angustiosos estados de concien-
cia. Su dinero lo ponia a salvo de ella.
Fuese, pues, a ver a los Rothschild y convino
con ellos en invertir todo su capital, menos algu-
nos cientos de miles de francos, en valores de tout
repos: Consolidado inglés. 3 "(, francés, Crédit
Foncier: ciertas obligaciones ultragarantizadas. . .
Papeles, en fin, que producían apenas unos con
otros el tres y medio por ciento; pero más firmes
que todas las firmezas (menos cuando a una ca-
marilla militar se le ocurre decretar una guerra
como la que padecemos. . . )
— Por este lado, — se dijo. — ya estoy tran-
quilo; las ondulaciones de la bolsa me importarán
muy poco. No veré siquiera, porque es inútil, co-
tización ninguna. Ahora voy a ocuparme de lo
demás.
•Lo demás» fué comprar una hermosa casa en
el barrio de los Campos Elíseos, con los cientos de
miles de francos sobrantes; amueblarla bellamen-
te; llevarse a ella a sus viejos criados fieles y
seguros.
Helo, pues, instalado, con renta fija y ánimo
sereno.
¡Qué había de hacer sino vivir! Vivir bien; vivir
sobre todo, en paz...
Pensó que en los años mozos nos viene a ver
una visita peligrosa: el Amor.
La segunda parte de su programa fué suprimir
esa visita.
El amor siempre hace mal; siempre está erizado
de púas. . .
— ¡Compremos, — se dijo, — el amor que pasa!
Antonio, como no era un hombre tan previsor,
ni colocó su dinero en casa de Rothschild, ni de-
fendió celosamente su libertad.
Un día vino a buscarle el amor en la más co-
mún de sus encarnaciones; se llamó para él María,
fué rubia, tuvo diez y ocho años. Lo demás lo
dijo la vida. . . Dos lustros después, siete hijos
ensordecían la casa.
Hubo alternativas vulgares de sombra y luz;
chicos enfermos, malos negocios, horas de beati-
tud íntima en la placidez del hogar; hubo de todo,
de todo . . .
Guillermo iba poco a casa de Antonio. Solía de-
cir como el viejo Fontenelle: «A mí me gustan los
niños sólo cuando lloran. . . porque se los llevan!'>;
y encontraba duro, como Schopenhauer, que deba
uno oír llorar su vida entera a los chicos, ajenos
o propios, simplemente porque uno mismo lloró
algunos años.
Su carácter se volvió suspicaz y desconfiado.
Tenia, sobre todo, fobias frecuentes. Una de ellas
era la del sablazo. En cuanto un amigo lo trataba
con más amabilidad que de costumbre, Guillermo
procuraba acorazarse de esquivez.
•Este quiere dinero. . .», pensaba angustiado, y
abreviaba la conversación.
A su casa no entraban sino ricos axiomáticos;
definidos; sin sospecha, como la mujer de César.
Para ellos siempre había un cubierto en su mesa.
Como que la gente que se respeta, no debe dar de
comer sino a los ricos, ni hacer obsequios sino a
los ricos. Los pobres tienen una gratitud tan vehe-
mente que no olvidan nunca ni un pedazo de pan
que se les ha dado. Son como los perros; se deja-
rían matar por el que tuvo para ellos una
caricia. Eso molesta, como todo senti-
miento excesivo. . . Los ricos, en cambio.
con qué gracia, con qué elegante escepti-
cismo salen diciendo de los mejores ban-
quetes que los han envenenado...
Cierto, alguna vez. un hombre famélico
se llegó al hotel de Guillermo. Pero ante
la verja había un portero imponente. En
la portería, además, sobre una mesa de
roble, se amontonaban volantes que decían:
«Nombre del visitante...»
«Objeto de la entrevista...»
El portero, por otra parte, se encargaba
de manifestar al candidato a visita, que
el señor no estaba en casa sino los sába-
dos, de doce a una de la mañana, para
la «gente conocida».
Un hosco silencio, una árida soledad,
acabaron por saturar el hotel. La gran
puerta de hierro sólo dio paso a los au-
tomóviles señoriales.
La paz de Guillermo estaba ultraconquistada.
Su palacio era una deliciosa Tebaida, llena de
aristocrático mutismo.
Ni siquiera las miradas de los pobres podían
recrearse en los céspedes de fresco terciopelo, en
los plátanos de aleopardados troncos y hojas diá-
fanamente verdes...
Guillermo y Antonio llegaron a viejos.
Antonio, siempre ocupado en la vulgaridad de
su vida: en casar a sus hijas, en establecer a sus
hijos, en querer a sus nietos, en servirá sus amigos.
Ninguna pena común le fué ahorrada; pero
tampoco supo jamás lo que era tedio. Una
tranquila identificación con su destino, se
le otorgó como premio. La
existencia nunca le dio miedo;
tuvo para él siempre un aspecto
de familiaridad cordial, aun en
lo hondo de las penas.
El castigo de Guillermo no
estuvo empero precisamente en
el hastío; el hastio es también
lote de altruistas, cuando el al-
truismo no alcanza ciertos ni-
veles poco comunes. Claro está
que el egoísta lo ve cara a cara
y en todo su imponente horror;
pero hay algo más espantoso que
ese mal, en los crepúsculos de
las vidas baldías, y es encon-
trarse con el éxtasis del bien a la
hora de nona. Comprender ya tar-
de la voluptuosidad divina de
hacer felices a los demás.
Un día Guillermo paseaba solo
y a pie por cierta avenida. Acer-
cósele un muchacho:
— Mi padre, — le dijo, — no
tiene trabajo desde hace veinte
días. Está enfermo. Mi madre se
muere del pecho. Somos seis
chicos. Tenemos hambre.
Como ven ustedes, el caso no
podía ser más vulgar...
Naturalmente, Guillermo se
encogió de hombros y continuó
su paseo. Pero el chico insistió:
— Somos seis. Tenemoshambre.
— ¡Déjame en paz! Todos vos-
otros sois unos industriales de
la mendicidad, unos mentirosos.
El chico no entendió lo de in-
dustriales; pero sí lo de menti-
rosos.
~ Venga usted a casa con-
migo, — replicó; — verá qué
cierto es. . .
«Verá qué cierto es...»
Vínole un capricho.
¿Qué tenía que hacer a aquella
hora? ¿Ir al club? ¿Jugar la
eterna partida de tresillo?
La miseria podía ser pintores-
ca. Jamás la había visto. Era
quizá el único espectáculo que
le faltaba en la vida.
Llamó un taxi. Hizo que el
harapiento fuese en el pescante,
con el chauffeur.
No os voy a describir ni el
barrio, ni laescalera húmeda y obs-
cura, ni el cuartucho fétido, ni los
montones de trapos descoloridos sobre los cuales
se agitaban, tosiendo, el padre y la madre del
chico; ni el ir y venir monótono de los hermanilios
desnudos y hambrientos.
Escenas son éstas que los no millonarios hemos
tenido, desgraciadamente, muchas ocasiones de
contemplar en la vida.
El hombre práctico tuvo piedad...
Esa flor divina de la compasión, esa «debilidad»
portentosa del alma que inclina las frentes más
altivas hacia las más humildes; esa ternura repen-
tina que se nos mete en las entrañas; ese momento
supremo de «comprensión» en que sentimos la
identidad de todo espíritu con el nuestro, la deidad
de cuanto alienta al par que nosotros; en que se
descorre el velo de la ilusión tenaz, madre de las
diferenciaciones injustas, de las clases, de las ca-
tegorías, hizo presa en Guillermo... fundió a los
rayos de su calor esencial todo aquel egoísmo de
cincuenta años. . .
Y cuando su dinero fué misericordioso, por pri-
mera vez en la vida, y transformó el infecto desván
en nido de risas, de esperanzas, de bendiciones;
cuando él, encontrando a la existencia un nuevo,
un maravilloso, un repentino sentido lleno de
divinidad, pensó; «De hoy más consagraré mis
días a los pobres», una voz interior, un presenti-
miento imperioso le contestó: «Demasiado tarde. . .»
y comprendió con espanto que lo invisible iba a
negarle el más noble de los privilegios humanos:
el de la caridad.
Una de tantas enfermedades agudas, ponia
punto final -' pocos días después- a aquella vi-
da tan colmada de sentido práctico, en cuyo ocaso
había aparecido por un instante, como visión de
tierra prometida, la posibilidad celeste del bien . . .
DIBUJOS DE ALVAREZ.
l'^J^y^—
Lc% ^s/ida az^txxrc^
POR Julián de Charras, para «Plvs Vltra
Las más notables obras de la literatura universal
con raras excepciones, ocultan en las fuentes de su
concepción genésica una misteriosa suma de dolor.
Boecio escribe en una prisión su pequeño libro
De consolatione philosóphka, que le inmortaliza:
Dante, proscripto, forja durante las veladas tristes
del destierro su viaje por los dominios de
Plutón, y nace la Divina Comedia; es en la cár-
cel donde Campanella idea su Ciuita Solis, y
Buchanán. el poeta latino, pule su Paráfrasis de
los Salmos; Milton, anciano, pobre y calumniado.
dicta a sus hijas, sumido en la noche profunda de
su ceguera, los magníficos cantos del Paraíso Per-
dido; el inmortal autor de Lusiadas, Luis de
Camoens. perfecciona las páginas de su poema en
Macao. viviendo miserablemente y deportado por
un virrey irascible; y por último, para entrar en
nuestro tema, vemos a Cervantes, el gran Cervantes
crear el libro más genial y la joya más pura de
literatura española. El ingenioso hidalgo Don Qui
de la Mancha, encerrado en una obscura cueva
los exasperados vecinos de Argamasilla de A
«¿Qué es, pues, dice
Helps, lo que produce
en la raza humana más
pensamientos profun-
dos? No es la ciencia: no
es la conducta de los
negocios; no es tampoco
el impulso de los afec-
tos; es el sufrimiento, y
sin duda por eso es
que se sujre tanto en
este mundo. '^
Quizá para ningún
escritor fué tan adver-
sa la vida como para
Cervantes. El camino
por donde había de
llegar a la inmortalidad
aparece sembrado de
espinas. Se le ve,
siempre, errar como un
peregrino sin ventura,
dentro y fuera de su
patria. Cuando niño,
rachas de veleidosa for-
tuna le llevan, con los
penates de su hogar, de
villa en villa, como una
embarcación sin brú-
jula. Cuando joven,
viste los arreos mili-
tares; cae en Lepante,
herido de tres arcabu-
zazos y con la mano izquierda destrozada; presta
servicios en muchas campañas; se distingue por
su valor; y al hacer balance, tras penosos años,
se encuentra con la misma ropa de soldado que
vistió al ingresar en la compañía del capitán Diego
de Urbina. Los piratas de Argel le toman cautivo.
Cinco años y medio de cruel esclavitud nievan
sus horas, lentamente, sobre aquella frente pensa-
tiva, clarividente y genial, y sólo cuando el cáliz
de tanta amargura rebalsa con la última gota del
sufrimiento, llega el suspirado rescate que le de-
vuelve a la vida de hombre libre. Y asi después.
Y asi siempre. La suerte, con argucia felina,
pareció en ciertas ocasiones rendirse a sus plantas,
como domeñada por su infatigable espíritu, como vencii
por la sarcástica sonrisa que subía a flor de sus lab
cada vez que el dolor se encarnizaba en él; pero k
abiertas de improviso las zarpas, desgarróle el pecho con a
nueva contrariedad. No cejó por eso, el glorioso manco, en su
perseverancia. Prosiguió, sereno, el andar; cada vez, eso sí, más
melancólicamente irónico; cada vez aureolado por una soledad
más inmensa y ungido por una resignación más noble.
La literatura en boga influenciaba los ánimos con el relato
de caballerescas aventuras, y tal vez olla, como falaz sirena, deslizó
al oído de Cervantes, deslumbradoras esperanzas, cuando dejando
en Italia el servicio de Monseñor Aquaviva, sentó plaza en las tropas perte-
necientes al tercio de don Miguel de Moneada. Mas, desde tal día, empezó su
vía crucis. Como en ese extraño y terrible suplicio en que el condenado
recibe una intermitente gota de agua que ha de horadarle, fatalmente,
el cráneo, el dolor, desde entonces, empezó a destilar sobre su corazón, igual
que pesadas gotas de veneno, toda clase de sufrimientos y decepciones, sin
que tal tormento cesara hasta el día en que la muerte cristalizó sus pupilas.
(Cuántos hombres hubieran quedado destrozados con lo que Cervantes
sufrió durante la juventud solamente!... Sin embargo, el noble hidalgo
quedó siempre erguido, entre el derrumbe de sus esperanzas. Desde que el
mundo le abrió sus puertas, vio proyectarse en su sendero la sombra de
una horrible cabeza de Gorgona: era la fatalidad, en acecho de su pasaje.
La poesía acarició su cerebro de adolescente; pero en la dorada lonta-
C eirvo-ift e ^
ÚNICO RETRATO QUE
SE CONSERVA DE LA
HIJA DE CERVANTES
ar.za de entonces el espejismo de la vida marcial tenía
más esplendores y más belleza. Cervantes reincidió
en las armas, aunque de ellas ningún provecho
tuvo. Fué desorientación, quizás. En cambio las
letras, aunque en la juventud se desviara de ellas,
conserváronle el codiciado sitial de príncipe y la
corona de oro de la inmortalidad.
Cuando la preocupación interna que animara
su vida en los primeros albores pesó sobre su
conciencia, entonces Cervantes dejó las armas para
siempre, como quien abandona a una querida in-
fiel. Comprendió que había equivocado el rumbo.
Y el sufrir pasado y los anhelos marchitos aguijo-
nearon su sentimentalismo, reconquistándole para
'a literatura. En esta época el amor pasa como un
relámpago por su alma. Un doble idilio llena dos
capítulos de su existencia. Entre ellos hay un
breve paréntesis. El primero es fugaz, lírico; tiene
el perfume sutil de esos pequeños jazmines de Arabia
ue languidecen al primer rayo del sol. El segundo
ostenta la hermosura de las dalias; pero ¡ay!, como
lias, le falta el aroma; proyecta, sin embargo, una cla-
d beatífica hasta el final de la vida de Cervantes.
mor que muere, quédale una hija, como el des-
prendido pétalo de una
flor. Del amor que vive,
conserva la Calatea,
que es ofrenda ante
una visión nupcial.
Su ingenio busca el
teatro para volcar en
él todo el caudal de
impresiones que lleva
en la mente. Pero como
el dolor gravita sobre su
corazón cuando se abs-
trae en reflexiones, su
primera pieza. Lástralos
de Argel, es una relación
del cautiverio pasado.
La pluma sigue corrien-
do sobre las cuartillas
de papel; sus obras pa-
san por el tablado escé-
nico; y sus éxitos, aun-
que medianos, le crean
émulos y envidiosos.
Vuelve a bajar la
sombría tristeza en su
vida interior. Su sosie-
go, asimismo, tiene al-
ternativamente flujos
y reflujos como el mar.
Cuatro veces, durante
los empleos y las ocupa-
ciones que le obliga a
aceptar la necesidad, se
encuentra envuelto en cuestiones judiciales, acu-
sado de malversador de fondos, de homicidio y de
otras inculpaciones injustas. Caen sobre él fríos des-
engaños de familia. Halla en su esposa un tempera-
mento sin afinidades con el suyo. Sufre el despre-
cio de quienes no le comprenden, y la humillación
de los poderosos que no recuerdan sus servicios o
desdeñan la dedicatoria de sus obras. Y la malevo-
lencia de los unos, la sátira zoilesoa de los otros,
el vacio del hogar, las esperanzas fracasadas y el
dejo de los pesares añejos, abren en su pecho una
llaga profunda, viva y ¿olorosa. De ella brota como
una maravillosa flor simbólica, en la humedad y
silencio de una prisión, el Don Quijote... ¡la inmortal
/^ela que Heine encontrara esencialmente romántica, con-
todas las opiniones vertidas hasta entonces!
los obstáculos, según Michelet, son grandes estímulos,
;n debemos convenir en que las obras de los seres que
han sufrido mucho están sublimizadas por el dolor. Y por eso son
tan bellas. Y tan grandes.
Refiere Presoott en sus Ensayos, que en una visita del Arzobispo de
Toledo al embajador francés en Madrid, allá en los principios del
siglo XVII, varios caballeros que pertenecían a la embajada comen-
taron elogiosamente el Don Quijote y a su autor, a quien dijeron
deseaban conocer. Cuando supieron que Cervantes había sido sol-
dado y que se encontraba anciano y en la pobreza, uno de ellos exclamó: —
«¿Cómo, el señor Cervantes no tiene una buena posición? ¿No tiene una pensión
de los fondos del Estado?» — «¡Qué el cielo nos preserve, fué la respuesta, de verle
jamás al abrigo de la necesidad, si es ella la que lo impele a escribir! ¡su
pobreza es la que hace al mundo rico! . . .»
Cuando Cervantes escribió la segunda parte del Quijote, no sé por qué, para
el que conoce su biografía, parece que hubiera condensado en ese hondo desen-
canto final que precede a la muerte del caballero andante, un sollozo inmenso
que él llevaba entre sí. Y por eso es que ningún escritor ha conseguido igua-
larle en el epilogo. uSólo Shakespeare, dice uno de sus comentaristas, puede mirar
con ojos serenos esta gloria superior a las demás humanas, porque sólo él. como Cer-
vantes, supo convertir una lágrima en una sonrisa y una sonrisa en una carcajada,
y al final, trocar la carcajada en sonrisa y hacer que la sonrisa vuelva a ser sollozo.»-
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DOLORES FERNÁNDEZ
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UNA ESCENA DE "AMALIA", INTERPRETADA POR LAS SEÑORITAS SUSANA LARRETA Y QUINTANA,
LUISA DE BRAYER, RAQUEL ALDAO Y SEÑORES JORGE QUINTANA Y LUIS GARCÍA LAWSON
A (OSAS
^/.HSILLA
Las dos mil leguas húmedas y peligrosas que hay
entre la Argentina y el más cercano puerto euro-
peo, eran entonces obstáculo casi infranqueable.
Sólo por motivos de negocios urgentes, conspira-
ciones patrióticas y estudios juveniles se desafiaba
el océano en viaje de ida. Y como las tertulias
son cuarteles de invierno para las sociedades se-
dentarias, antes del glorioso 1810 estaban en auge
las reuniones familiares.
Nuestras abuelas y nuestros abuelos pasaron,
pues, de tertulia en tertulia aquellas veladas in-
vernizas. El charloteo, las músicas de aquellos
pianos que aun conservaban semejanzas con los
claves, los inocentes juegos de prendas, el rosario,
la politica y otras ocupaciones honradas servían
de marco al amor, un amor que diera vida a la
generación gigantesca de mayo.
Luego vinieron las tertulias donde se rezó por
los padres, esposos, hermanos y novios que lu-
chaban en las guerras patrias; después las reunio-
nes jubilosas de la libertad, y por último las ve-
ladas del Terror Rozista, turbadas por los mazor-
queros y disueltas por la fuga y el destierro.
Tal vez la costumbre de pasar largas temporadas
en París no sea una moda, sino un caso de ata-
vismo.
Lo cierto es que las tertulias pueden ya consi-
derarse terminadas, salvo algunas placenteras ex-
cepciones presididas por alguna señora anciana.
En cuanto a las tertulias veraniegas, también
han sufrido las mudanzas que trae el progreso.
Si a nuestros abuelos fuera dado contemplar las
magníficas playas de Mar del Plata y Necochea,
asi como las estaciones veraniegas de las sierras
de Córdoba y Mendoza, donde las familias distin-
guidas pasan la temporada estival, de seguro que
quedarían con tamaña boca abierta.
No hace aun sesenta años que las familias que
podían darse el placer de veranear, tenían que so-
meterse a un martirio digno de la canonización.
Trasladarse a una quinta en San José de Flores,
San Isidro, Olivos o San Fernando era empresa
temeraria, pues casi no se disponía más que de
la carreta para hacer esos viajes.
La carreta es un vehículo amigo de baches, re-
lejes y atracaduras, y, por lo tanto, descortés con
las damas, cuyos lindos huesos se entretiene en
moler, Pero los incidentes molestos del viaje eran
los que lo hacían interesante y daban lugar a
comentarios pintorescos:
— iSí, misia Aurora, si no es por papá, que iba
a caballo y nos hecho una cuarta, todavía estába-
mos en el bajo, oyendo renegar al boyero!
— Los caminos están feos por las lluvios...
— ¡Y qué tierra!... Con decir a usted que
tomaron a mamá los peones de casa, por la ne-
gra Florentina, de tanto polvo como tenía en
la cara! . . .
La vida en la quinta no podía ser más patriar-
cal. La siesta era siempre el número saliente del
programa de veraneo. De tarde, las mamas y las
niñas recibían a sus relaciones y pasaban unas
horas tomando mate y oyendo las melodías crio-
llas de algún cantor de mentas; a veces se organi-
zaban cabalgatas, si el veraneo era en San Isidro,
Olivos o San Fernando, a la orilla del rio, y allí
distraíanse en amena charla, sentados sobre algún
acantilado de las toscas o viendo cruzar, con sus
velas desplegadas al viento, a algún paquete de
ultramar o ballenera que bajaba de las islas.
Lo más encantador del veraneo de antaño era
la cena. Esta tenía lugar a la tardecita, bajo el
clásico parral, y allí, reunida toda la familia, hacía
honores al menú, compuesto en su mayoría de
productos cosechados en la quinta, o bien se sa-
boreaban los melones y sandias regalados por el
vecino.
De noche todo era silencio; el pueblo dorn ía
con la tranquilidad del justo; pero como el amor
vela y es de por sí alborotador, no faltaba en no-
ches de luna la serenata que iba a recordar en su
lecho a la bella, y se oía una voz cálida y enamo-
rada que cantaba:
«Si mi canto interrumpe tu sueño,
perdóname, perdóname...»
Los perros ladraban protestando de los albo-
rotadores, las mamas se desvelaban, los papas da-
ban un compás de espera a los ronquidos y al día
siguiente ya tenían las niñas tema para la murmu-
ración y para dar bromas a alguna amiguita.
X. X.
BERNABELA PARÍAS
DE ANDRADH
SEÑORA DE DEL TINa
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DE MASCULINO
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JUANA CAZÓN
DE ALMEIDA
V J_'ri;^>x—
Aun en las democracias, al hombre le gusta ser
llamado Rey: por eso además de los Reyes del
Petróleo y del Acero, hay más de un tuerto que
es Rey en tierra de ciegos. Mientras aquí, por la
abundancia, desaparecieron los Reyes del Trigo,
ahora con tanto quebracho volteado estamos es-
perando al Rey de la Leña. Hubo hasta hace poco
un Rey de los carros atmosféricos, pero su dinas-
tía terminó mal. En fin, cualquiera quisiera ser
llamado Rey de algo, menos el título más justo
de Rey de los Animales, — título tan legítimo,
tan de abolengo, tan merecido y muchas veces
consagrado por afinidades psicológicas con sus
subditos. — Pero el hombre lo ha abdicado en el
león al que llama «Rey de los Animales.»
A decir verdad, la elección ha sido bien efec-
tuada: the right animal in the right place: tiene
línea, tiene fachada, tiene postura; y además tie-
ne notas baritonales que como las de Titta Rufo
hacen poner la piel de gallina a las señoras.
Cada romántica que refresca su frente ardiente
desde un balcón a la brisa nocturna; cada frivola
que antes de acostarse se atavía frente al espejo,
dando con cepillo lustre de seda al pelo renegrido
o accidentalmente rubio, y colocando con gentil
ademán los ridículos papillotes; cada niña inge-
nua y pura que en los últimos balbuceos de sus
rezos ya se entrega al sueño casto; — cada una de
ellas si oye los bramidos lejanos llevados en alas
del viento por los altos silencios nocturnos — piensa
a su manera en el Rey del Desierto: en el león de
los blasones, en el león del zarpazo, en el seno pá-
lido como mármol pentélico de las vírgenes cris-
tianas, en el león verdugo de mártires. Su violen-
cia legendaria, para la visual humana gentil o
cristiana, lo hizo y lo mantiene como el príncipe
de la creación, como el Rey de los Animales.
Y porque el mundo lo cree grande y lo cree Rey,
es la pieza principal, es el lujo de todo Jardín Zoo-
lógico, pues el hombre, entre sus placeres muy hu-
manos, gusta de ver a los grandes, hollados y cau-
tivos, como un vencedor, tras de su carro triunfal.
Y el león allí está en Palermo desempeñando
bien su papel de Rey de los Animales, de «blondo
Imperator della foresta»; pues tiene línea, tiene
fachada, tiene postura.
Pero como no hay hombre grande para su ayuda
de cámara, éste, que desinfecta sus aposentos.
que en los codillos le echa buffach como a un catre
vulgar cualquiera, ese ayuda de cámara o guarda-
fiera que se le llame, es quizás el único que no ha
creído nunca en su realeza y lo reputa un pobre
gato huraño, malhumorado a veces, enamorado
y maullador otras, lleno de insectos como un ato-
rrante del Paseo de Julio, flojo como «tabaco
aventao» al sólo amenazarlo con una caña hueca;
aburrido ante el eterno descanso, muy de acuerdo
por lo demás con su poltronería innata, y, menos
en las horas en que tiene que lidiar con él como
ayuda de cámara, lo abandona en su postura hie-
rática, la que mantiene por horas, a veces como
somnoliento, más frecuentemente con sus ojos fúl-
gidos perdidos como tras de sueños intangibles,
con mirada lejana, más lejana que el estrecho ho-
rizonte que lo encierra.
Y los bobalicones miran azorados al Rey de los
Animales; y los artistas, magnetizados por esa
postura, de la que parece que jamás ha de mover-
se, impacientes fijan con el lápiz sobre el papel,
la figura flexible y poderosa, el emblema de la
fuerza en el reposo completo.
Pero esas posturas legendarias y consagradas
no son para Plvs Vltra: su título, su mote, su
emblema no se contentan con los clichés tradi-
cionales, y el Kodak indiscreto ha sorprendido al
Rey de los Animales en el preciso momento en
que abandona su postura solemne, su fisonomía
impenetrable para dar lugar a un vulgar y homé-
rico bostezo de pobre gato aburrido.
Pero, créamelo el Kodak del Plvs Vltra: pue-
de aun sorprender al Rey de los Animales en una
posición más encogida y más ridicula.
Clemente Onelli.
Mayo, 1916.
— Í31_->^'i:5 ""^Llk^í^V—
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DI/\E)EnrSe/'
iNPRg)/ic^\a^
Cuando don Celedonio Fernández se hubo jun-
tado con el toco de pesos suficiente a cubrir una
retirada honrosa, no trepidó en ausentarse de los
negocios, endosando el suyo de almacén a sus
únicos sobrinos: dos chicucos {\altro que chiquili-
nes!) que últimamente habían asumido con él las
impertinencias del daca y toma, en el vaivén del
tráfago mercantil, ejercido al menudeo con arre-
glo al apretado régimen del «contado rabioso». Hoy
no se fia, mañana... tampoco.
Duíño ya de un campo flor, ubicado donde el
diablo perdió el poncho, y comprado a plazos
cuando esa forma adquisitiva no era aun un es-
cándalo manifiesto; propietario de dos inmuebles
arrabaleros, suministradores de segura renta y
con varios depósitos a premio en diferentes esta-
blecimientos de crédito que todavía no se habían
fundido estrepitosamente, don Celedonio creía
haber hecho la América, y sólo esperaba que la
América le hiciese a él. . . menos chucaro y bagual
de lo que había sido cuando, cincuenta años an-
tes de su jubilación, arribara a estas hospitala-
rias playas, tan propicias en otrora al «sport» de
juntar chala, cuando precisamente se sembraba
menos maíz.
Viudo de una pobre señora, toda la vida de
cuidados llena, y muerta tétrica y obstétricamente
la primera vez que salía de cuidado, don Cele se
encontraba «sólo su alma», sin animársele al asun-
to de la «reprise» conyugal, maliciando que la
«jetta» podía jugarle una como la de vez pasada.
Habiendo entrado de lleno a la jubilación co-
mercial, sin familia íntima, proveedora de cavi-
laciones, y en una edad (sesenta y dos en buen
USO) que se caracteriza por la austera severidad
de costumbres, don Cele se habría enloquecido
frente al «tedium vitae», si no hubiese contado con
tres copiosos manantiales de amenidad, que te-
nían templadas, como guitarra en ejercicio, las
cuerdas de su espíritu vibrante. Los placeres de
la mesa a la española, la lectura de cuanto papel
impreso caía a sus cortos alcances, y el cuidado
esmeradísimo de su preciosa salud, absorbían por
completo la desocupada vida de don Cele, quien
a consecuencia de una ociosidad material, casi
nunca interrumpida, resultaba ocupadísimo en la
vertiginosa actividad de su «far niente».
Cuando ingresó a la pasiva del comercio, pensó
pasar en sus nativos pagos el dilatado resto de sus
días: al efecto, emprendió el viaje de reimpatria-
ción, con un macuco programa de esperanzas e
ilusiones. Pero, a las pocas semanas de su reinte-
gración al Pueblito natal, entró a atrepellarle una
nostalgia bárbara de las cosas argentinas. ¡Natu-
ral! Allí, en su propio cotarro, no le conocía «na-
dies», ni se le había perdido cosa alguna que le
intrigase los redaños del alma. En cincuenta años
de continuada ausencia, el elenco de sus conte-
rráneos se había modificado tan acabadamente,
que don Cele se aburría de un modo capaz de dar
compasión a sus improvisadas relaciones.
Lo que mayor estrilo le causaba era la sordidez
de sus paisanos, junto con la cínica chacota que
ponían al hablarle, envidiosos de su posición hol-
gazana y bien abastecida. Mientras le bandeaban
a puros pechazos, llorando lástimas verdaderas
o fingidas, le llamaban a hurtadillas «el tío Rena-
cuajo», acordándose de que a su señor padre le
habían llamado «el tío Rana». Este descubrimien-
to, debido a un viejito casi centenario, causó las
delicias del pueblo y empezó a cabrear a don Cele.
Para colmo de desventuras, el ex almacenero
no tenía gente con quien conversar «como la gen-
te». Acostumbrado en su vida de mostrador al
roce urbano de sirvientas bien y a la verba de
oradores ácratas y compadritos ladinos, que mien-
tras copetineaban de parados, hacían «sprit» a su
manera, el desterrado en su patria extrañaba el
trato espiritual, despertador de facultades, que
agiliza el pensamiento y sugiere destrezas ines-
peradas, en las «fintas» del lenguaje intencional,
que ellos le dicen hablar con disfraz.
La sociedad de unos pocos ociosos, con quienes
algún que otro domingo se jugaba una azumbre
de sidra, al «tute habanero», ¿podría hacer las de-
licias del afinado y despierto don Celedonio? No
me parece. . . Acostumbrado al ohicaneo porteño
y al lenguaje aquí adquirido, los timos ya gasta-
dos, las caídas arcaicas y las ingenuas agachadas
de sus forzosos contertulios dominicales, le tenían
desorbitado y con un estrilo negro.
Como, por otra parte, el comercio de libros en
un lugarejo de veintinueve vecinos, no puede ser
muy floreciente, y don Cele era loco por la lectura
barata. . . o de prestado no más, cuando esto era
posible, el pobre hombre comenzó a percatarse de
que se aburría a más no poder.
Asi es que un buen día echó sus cuentas, dando
balance de caja, en arqueo minucioso. Sin novelas
de Carlota Braemé o sus similares; sin chachara
despertadora del ingenio; condenado a toda clase
de funciones de iglesia (para no escandalizar a los
candidos creyentes) y sin más sociedad que la de
cuatro destripaterrones a cual más cazurro, don
Celi (como allá le decían) lió sus petates, y veinte
días después «aterrizaba» en la Dársena, resuelto
a dejar sus huesos en la Chacarita, cuando la par-
ca fiera fuese servida dar un tijeretazo a la piola
de su existencia. . .
Procede ahora constatar que con el ajetreo de
sus recientes viajes y las contrariedades morales
conseguidas en su pueblo, nuestro hombre sintió
descompaginarse alguno de los arcanos tornillos
que sujetan el maravilloso mecanisniO de la vida.
"I-¿>V-
Un médico especialista de mucho cartel, que le
revisó a su gusto (mediante veinte de la nación)
le aseguró que. por el momento, no parecía tratar-
se de un proceso grave: pero que don Cele andaba
en los prolegómenos de un sensible desequilibrio
en el metabolismo orgánico, y bien podía pade-
cer un principio de «diabetis» (asi lo entendió el
enfermo) si biei el azúcar no asomaba todavía
por ninguna parte de su amenazada economía.
Con aquello de los prolegómenos, el metabolis-
mo (o meta acordeón y guitarra) la «diabetis» y
otras palabrotas que oyera en el consultorio, a
don Cele le entró un chucho de los que no se em-
pardan, y en su consternado cerebro se le formó
un batuque de la madona. De allí en adelante ma-
tizó ampliamente sus lecturas, mixturando la no-
velería policial con los más macizos tratados de
patología interna, pero especializándose en el asun-
to de la diabetes azucarada, que era el terror jefe
de sus conturbados ocios.
Dada su falta de preparación básica para ob-
tener una regular vendimia de nociones médicas,
claro es que don Cele no entendia un pimiento de
cuantas lecturas iba embuchando tan sin concier-
to. Su desaforada curiosidad no perdonó tratado
alguno de cuantos pudieron llegar a sus ignorantes
manos. ¡Qué más! Hasta llegó a trabar conoci-
miento bibliográfico con un doctor napolitano,
muy mentado, que le dicen Sémmola. ¡Cosa bár-
bara! Su sorpresa no le cabía en «el cofre de la
pasta divina», cuando supo que lo que él había
despachado por paquetes, resultase un «dotor» de
los que más han cinchado para arrancar a la na-
turaleza el secreto de esa zafra o cosecha de azú-
car, que se forma en lo más íntimo y secreto de
la persona humana! . . .
Y, ¡para qué se vea lo que son las cosas!; un hom-
bre rudo y zafio, sin otro pulimento espiritual
que el resultado de incoherentes lecturas, casi
siempre incomprendidas, llegó a poder burlarse
de Víctor Hugo, por quien sentía una lástima tea-
tral y profunda. Y lo rico del caso es que don Cele
tenía más razón que Dios, según su propia frase;
si el autor de «La leyenda de los siglos» hubiese
tenido la cultura médica que nuestro ex almace-
nero, no se hubiera dejado decir (poniendo en fi-
gurillas su ignorancia crasísima) lo que dice en el
capítulo IV del libro IV de la parte III de su her-
mosa novela «Los miserables», donde a la letra es-
cribe así; «Los atenienses, esos parisienses de la
antigüedad, adulaban a los tiranos, a tal punto
que Anacéforo decía de Pisístrato; sus humedades
naturales atraen a las abejas». (Bueno será dejar
constancia de que al copiar esas palabras me he
permitido un eufemismo en obsequio a la cultu-
ra de Plvs
/C-^ j^
Vltra, ya
que el fina-
do don Víc-
torse expre-
só «derecho
viejo» en lo
que yo he
creído con-
veniente
llamar h u-
medades).
Pues bien;
lo que don
Cele llegó a
la altura de
ese pasaje,
no pudo re-
primir un
gesto de su-
premo des-
dén, subra-
yado por las
siguientes
despectivas
palabras;
¡Qué gringo
bárbaro y
como se ha
«pisao feo!')
jSe precisa
ser mulita
para no caer
en la huella
de que no
hay la me-
nor adula
ción en lo
que dice
ese señor
don Anacé-
foro. . . Lo
que pasa es
que el Pisís-
trato ese es-
taría joro-
bado, causa de la «diabetis», y las abejas caían
pispando el gustito del azúcar!... ¿Sabe que el
señor de Hugo andaba adelantado de noticias,
cuando ignoraba que los insectos tienen predilec-
ción por los pobres enfermos, a quienes todo se
les vuelve azúcar? . . .
Claro, don Cele ignoraba que cuando Víctor
Hugo escribió «Los miserables», las abejas sabían
de diabetes más que los hombres; como que, en
muchas ocasiones, las moscas han ayudado a los
médicos a establecer el diagnóstico de la enferme-
dad azucarada.
En este estado de profundos conocimientos y
en un tren de salud cuyos frecuentes desniveles de-
jaban algo mucho que desear, don Cele tuvo un
día la patriótica ocurrencia de concurrir a una fa-
rrita que la «Patriótica Española» daba en la «Pla-
za Euskara», allá, cuando lo de Cuba. La comisión
que había corrido con los preparativos de la fiesta,
cuyo producido engrosaría el acervo común de la
subscripción nacional española, había estado tan
acertada en sus iniciativas y labores, que entrar
a la Euskara valía tanto como transportarse a
unas cuantas regiones hispanas, donde vinos y
frutos, acentos e indumentarias se veían hábilmente
reproducidos, sin que faltase el menor detalle a la
lista. ¡Vaya que estaba lindo todo aquello!
A poco andar, don Cele se vio solicitado por dos
viejos amigos, quienes le hacían señas imperativas,
desde una instalación de buñolería andaluza, don-
de estaban «refrescando» con unos copetines de
aguardiente de Cazalla. y oyendo algunas coplas
de la tierra de María Santísima, briosamente en-
tonadas por una moza garrida, más o menos pro-
fesional del «cante flamenco».
Aunque don Cele andaba muy lejos de ser an-
daluz, se sentía como en su casa en aquel ambien-
te «cañí» (gitano, vale decir) único que da sensa-
ción de españolismo... a cuantos ignoran lo
que es España, y se figuran, de buena fe, cono-
cerla.
De allí al rato, la «cantaora» fraternizaba con los
amigos de don Cele; la reunión se animaba por el
creciente aditamento de nuevos factores adventi-
cios, y la «bebía» era escanciada y absorbida con
prodigalidad amenazadora de ruidosos sucesos. Y
como la lógica de los hechos es algo infaltable. y
en el corro de la buñolería se agrupaban los ingre-
dientes indispensables al estallido de un batifon-
do jefe, yo no sé si por el de Cazalla. o por la ga-
rrida moza del «cante», o por las dos causales a la
vez, ello es que en una mesa cercana de la de autos
estalló formidable el bochinche, en el que hubo
de todo menos de «ña» Prudencia y compañía. No
tardó en reverberar al sol el bruñido del níquel de
los revólveres, los bastones rasgaron la atmósfera
en diferentes sentidos, y entre imprecaciones, ayes,
insultos y mucha salsa de ajos, llovían garrotazos
como granizo de esos que no dejan yuyo sano.
Por pronto que don Cele quiso dispararle al pe-
ligro, saliendo de la zona de influencia donde se
administraban los traumatismos, un bastonazo
anónimo, y no perdido del todo, puesto que lo
ligó nuestro pobre hombre, le desmayó allí no
más, tendiéndole en el suelo como bulto de merca-
dería inerte.
No es para contada aquí la confusión que por
allí se armó, ni la gran cantidad de vigilantes
que no acudió al lugar del siniestro. Con lo cual
la refriega tuvo su natural extinción y acabamien-
to en el cansancio de los beligerantes. Los que
sucesivamente y de callados no más íbanse reti-
rando del tremendo zipizape, ya mandándose mu-
dar para ocultar su derrota, o bien agarrando para
la farmacia próxima, cosa de entregarse a los so-
lícitos cuidados de la ciencia, encarnada en un
boticario sin diplomar.
El único lesionado asistido en la linea de fuego,
atendida la imposibilidad de hacerle caminar y
TEXTO DE
efEVEHIANO
LOnCNTE.
DIBUJOJ^ DE
Z/?^^TTAR.O
i
la ausencia de ambulancias, fué don Cele. Entre
la esposa del buñolero y otras dos señoras que la
secundaban en el trajín del despacho, se consa-
graron a restañar la sangre que abundante fluía
de la tapa de los sesos del herido. Momentos des-
pués, y vuelto el ex almacenero al dominio ordi-
nario de sus facultades espirituales, pudo tan-
tearse con mano trémula el dolorido cráneo, per-
dido entre las intrincadas circunvoluciones de un
turbante improvisado con pañuelos y servilletas.
El sin ventura estaba hecho un turco de Barracas,
a fines de Carnaval.
Pero, ¡cosa bárbara, mi amigo!, ni el sentirse tan
ridiculamente enjaezado, ni el dolor de su cuero
cabelludo tan brutalmente tundido, fueron parte
a quebrantar las erectas energías de su espíritu
bien puesto. Lo que le sacó de quicio, amenazan
do sumirle en una nueva obnubilación del ánimo
fué la tan temida, la tan esperada, la tan estu
diada «diabetes sacarina». Ya estaba allí, de cuer-
po presente, con todas las de la ley... morbosa:
sin una sola atenuante que disminuyese la grave-
dad procerosa del conflicto patológico. Un hilillo
de sangre que se fraguaba furtivo paso entre la
lencería del vendaje, acababa de hacer acto de
presencia en una comisura de los labios, dando
lugar a que don Cele probase, sin poder evitarlo,
el rutilante líquido de su propia vitalidad. ¡Horror!
el sabor francamente dulzón de la sangre, reve-
laba de pronto lo que no habían sido capaces de
descubrir reiterados análisis químicos de a 10 pe-
sos de la nación, cada uno. ¡Qué siniestra paradoja!
El dulzor de su sangre le amargaba la vida, pre-
sentándole la sombría perspectiva de una ruin
existencia, martirizada por un odioso régimen
alimenticio, del que quedarían proscriptos infi-
nidad de manjares que eran su delicia!
;Para
qué quería la vida en esas condiciones? ¿Enfermo
y condenado al sacrificio de sus platos predilec-
tos? ¡Y para esto se había reventado durante cin-
cuenta años mortales! ¿De qué le servían, su apa-
rente robustez de hombre bien cuidado, y sus sa-
neadas rentas, fruto tardío de un batallar sin tre-
gua de placer, ni descanso dominical, que en su
tiempo no se estilaba?
Las pesimistas preocupaciones que le amarga-
ban los instantes todos de aquel menguado vivir,
habrían concluido por darle la puñalada de mise-
ricordia, si el médico que solía aguantar sus im-
pertinencias, no hubiese acudido en su auxilio
tranquilizándole para toda la siega. Al oír ponde-
rar a don Cele la dulzura de su sangre, dispuso,
como primer providencia, que se hiciese un nuevo
análisis. . . que no dio por resultado ni las más re-
motas trazas del ponderado dulce. ¿Cómo se en-
tendia eso? De-
masiado sabía el
galeno que hay
diabetes pasaje-
ras, debidas a cri-
sis morbosas o a
excesos alimenti-
cios; pero. . . i tan
pronunciada co-
mo la que decía
don Cele! . . .
Y, sin embar-
go, todo ello era
bien cierto; pero
el doctor, que no
podía conformar-
se con aquello,
practicó una ave
riguación en for-
ma para dar con
la clave de lo su-
cedido.
Lo que había
pasado era bien
sencillo; en la
buñolería donde
le habían presta-
do a don Cele los
primeros auxi-
lios, habían em-
pleado ma>iu lar-
ga y como único
hemostático dis-
ponible. . . ¡el
azúcar con que
los buñoleros sa-
ben espolvorear
los churros! . . .
Todavía creo
que se oyen las
carcaj adas de
don Cele y del
doctor.
Chivilcoy, 1916.
-na
i3 ^'LT^tay^w-
anacimr
.ata
íicl üaiETpo Bplomálko i|sírsmJia:o
>==^'
^' o creo que haya una diplomacia
.i¿ más difícil que la pontificia. El
■^ arte de las relaciones exteriores
'',« encuentra, con frecuencia, c'.r-
y¿¥ cunstancias que lo tornan com-
■■¡'^ pilcado; pero entre todas, la ges-
'-'^ttión pontificia es la que lleva
.,.. v-:i 'mayor riesgo, en un vaso de
cristal. El peligro de que sobrevengan difi-
cultades más o menos inminentes y criticas,
radica en la naturaleza misma de las cosas.
Si el sentimiento nacional en su pundonor es deli-
cado en extremo, no es menos susceptible el reli-
gioso. La diplomacia pontificia debe navegar entre
estas dos susceptibilidades, sin herirlas ni rozarlas
siquiera.
El eco de los gratos recuerdos que monseñor
Locatelli habia dejado en París, Viena y Bruselas,
durante la gestión de los negocios que le fueran
confiados, y el de las francas simpatías que había
despertado en Madrid, con motivo de sus dos mi-
siones extraordinarias, le hizo ambiente auspicioso
en nuestro país, al cual llegó precedido de un legí-
timo renombre. El catolicismo argentino se sintió
halagado con su designación y quiso evidenciar su
júbilo, ofreciendo a la Santa Sede, como singular
donativo, la mansión que debía ocupar su ilustre
representante.
Y es justo reconocer que si monseñor Locatelli
llegó a Buenos Aires, acompañado de sólidos pres-
tigios, ahora se aleja habiendo consagrado defini-
tivamente, con una actuación altamente merito-
ria, los valores reales de su justa reputación.
Talento observador, ha sabido formarse una
idea propia y exacta de la vida nacional y de nues-
tros hombres. Laborioso y tenaz, ha seguido con
marcado interés el proceso evolutivo de las fuerzas
católicas, en todas sus actividades, quedando su
nombre vinculado al movimiento religioso, a la
creación de nuevas diócesis y preconización de no
pocos de sus jóvenes obispos. Como detalle suges-
tivo queremos recordar que ha visitado personal-
mente las misiones del Chaco y de la Patagonia.
De visión clara y decidido entusiasmo, ha seña-
lado el rumbo que debe seguir en sus empresas la
acción católica, para que sus progresos sean efec-
tivos y eficaces. Amante del país y del pueblo,
se ha preocupado constantemente de todo lo que
decía relación con su mejoramiento moral y ma-
terial, civil y religioso. Y es satisfactorio consig-
nar aquí que algunos de sus vaticinios se están
cumpliendo, precisamente en las vísperas de su
partida.
Experto y firme, ha triunfado en las emergen-
cias en que necesariamente lo ha colocado su mi-
nisterio y decanato del cuerpo diplomático.
No nos cueste reconocer con lealtad que ha
visto y estudiado las cosas desde muy alto, porque
esto redunda más en beneficio nuestro que en el
suyo propio. La mirada que las águilas dirigen
desde la altura abarca las grandezas del conjunto.
sin percibir las posibles deficiencias del detalle.
Sea esto una modesta recompensa ante los mé-
ritos contraídos; un aplauso de escasísimo valor
ante la gran satisfacción que ha de experimentar
al verse distinguido por S. S., no tanto por el no-
torio ascenso que la nueva tnisión significa, cuanto
por el testimonio indiscutible de que la suprema
autoridad a quien ha dedicado sus servicios, los
acepta y consagra.
Para justipreciar la actuación de monseñor Lo-
catelli. está dada la medida; consideremos lo que
representa Benedicto XV y las esperanzas que en
él cifra el mundo desorientado; reflexionemos en
la trascendencia de una misión diplomática en
Bélgica, en cuyo territorio, de hecho gobiernan
dos poderes, y en cuyos destinos está quizá invo-
lucrada la paz; y digamos luego: Benedicto XV
nombró nuncio en Bélgica, en 1916, al Excelentí-
simo Monseñor Aquiles Locatelli.
MoNS. Miguel D'Andrea.
Bueno* Airet, mayo 10 de 1916.
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-Mm
-M
&
.--.üf:
■Oí -»-*>;.
12 vA^—
r^üyn^Qy actqpíc^
/
De recia complexión, alta estatura y distinguido pone,
es Florencio Parravicini un actor que se impone por su
jioia presencia. Admirable conocedor de la psicología de
su piiblico. sabe dominarlo con un gesto, una mirada,
un ademán.
Dolado de una ductilidad extraordinaria, interpreta
con igual acierto la nota trágica en el drama, como la
nota sentimental en la comedia, y es fino y sobrio en
el teatro de discreteo, y bufo de sorprendente gracia en el
teatro cómico. Sin duda alguna, es el actor nacional más
completo.
;Ese chico, será un hombre de armas llevar!
Tal fué la exclamación que se escapó de los la-
bios del valiente coronel uruguayo Sauberan. el
24 de agosto de 1876, al ver el tierno cuerpecito
del hoy popularísimo «Parra», que alegremente le-
vantaba en alto su padre, el coronel don Reynaldo
Parravicini. enseñándolo a sus amigos, cuya tra-
dicional tertulia acababa de interrumpir el recién
nacido, viniendo al mundo por sorpresa. . . y en
plena Sala de Armas de la casa de Parravicini.
por aquel entonces director de la
Penitenciaria Nacional.
Quien así se presentaba en la tie-
rra, estaba en efecto llamado a des-
tacar su personalidad en la vida.
Las palabras del coronel Souberan
se han cumplido como una profecía.
Florencio Parravicini es. en efecto,
un hombre de armas llevar; un ser ex-
travagante, un gran loco, un excén-
trico, un atrabiliario, un niño, un
genio. . .
La vida de «Parra», como vul-
garmente se le llama en toda la Re-
pública, está sembrada de hechos
extraordinarios, desde que fué con-
discípulo de Pablo Ángel Pacheco,
Horacio Anasagasti y Gustavo Fre-
derking, en la Academia Británica,
hasta hoy que. como primer actor
del teatro nacional argentino, ha con-
tribuido a su formación y desarrollo,
poniendo a su servicio el gran talento
interpretativo de que está dotado.
Sobre este hombre extraordinario,
que es actor, sportsman, autor, pin-
tor, poeta, hombre de mundo y bohe-
mio, se ha escrito mucho, llenándose
columnas y columnas de periódicos
para relatar sus extrañas aventuras:
sus devaneos amorosos: sus origina-
lisimas anécdotas.
dose de la vida, de la muerte y de los hombres ».
Tal dice el libro al hablar de Parra: ahora es
primer actor del «Teatro Argentino» y propietario
de un precioso chalet en San Isidro.
Alli fuimos a verle una hermosa mañana de los
últimos días de! verano pasado.
Parra salía del chalet, acompañando a una
dama hasta el lujoso automóvil que esperaba en
la puerta.
Le hice una seña a Baldiserotto, y éste preparó
el Spido. Era una instantánea interesante. . . Sor-
prenderíamos una aventura galante.
¿Quién seria ella?
Parra adivinó nuestra intención y con un gesto
apeló a la caballerosidad del repórter.
Comprendimos.
El automóvil se alejó envuelto en una nube de
polvo. Se agitó un pañuelo y Parra alzó la mano
y contestó el saludo.
Cuando se volvió hacia nosotros, sus ojos esta-
ban humedscidos.
He aquí, me dije, un Parra del que debe haberse
dicho poco. Del Parra sentimental, romántico, ena-
morado. . .
Y pensando que tal vez fuese una nota intere-
sante descubrir el secreto íntimo de este gran
niño, me aventuré a sondear su alma.
Si, me dijo. ¿Por qué no? No me atrevería a
negarlo. Engañan tanto las aparie.ncias. Ya ve
usted, todo el mundo conoce mi risa, esta risa
franca, contagiosa que me ha presentado ante el
CHALET DE PARRA, EN SAN iSlüRÜ.
FLORENCIO PARRAVICINI Y LN GRUPO DE AMIGOS.
ESCUCHANDO LA LECTURA DE UNA COMEDIA.
En las páginas de un libro, resume
así un colega la vida azarosa de este
gran loco:
« Heredó de su abuelo don J acebo
Parravicini, primer Cónsul de Aus-
tria en Buenos Aires, una bella su-
ma de esterlinas. Su caudal pasaba
de un millón. En un año todo ese
oro se derritió en la hoguera de su
fogosa juventud. En ese tiempo vivió
una vida de sultán. Fué rey de
países de ensueño. En Monte Cario
dejó su última esterlina. No se suici-
dó... regresó a París y alli se hizo
cantor de estilos criollos. Vino a Bue-
nos Aires. En Puerto Deseado, em-
pleóse con el Subprefecto. Cuando
se aburrió se hizo pirata, a las ór-
denes del célebre Maine. capitán de
la barca «Fazil Ferrara». Lo tomaron
preso. Probó su inocencia. Trabajó
como cicerone, como chauffeur y co-
mo artista cómico en los cafés can-
tantes. . . Fué tirador. En el Casino
de Montevideo, por imitar a Guiller-
mo Tell, hirió de un balazo a su ayu-
dante... Después ha seguido rodan-
do. Siempre febril. Sin rumbo. Rién-
públioo como un hombre siempre contento, siem-
pre alegre, me ha dado el triunfo en las tablas, y
me ha valido no pocos éxitos entre las mujeres,
aficionadas más al buen humor, que al gesto tris-
te... pero esta risa, esta risa mía, tan mía. que
me ha dado la popularidad, no crea usted que es
perpetua, ni mucho menos. Detrás de esta risa
suele esconderse más de una vez la mueca dolo-
rosa de un desengaño. Yo soy como todos los hom-
bres. A fuerza de hacer vibrar las cuerdas de mis
frivolidades amorosas, llegó el día en que la suerte
quiso tocar la cuerda sensible de mi alma. . . y
sonó. . . sonó en una vibración sublime, inolvida-
ble, suprema, que impresionó mi espíritu llegando
hasta grabarse en mi corazón . . .
— ¿Para siempre?
-No... Para siempre, no: había que ahogar
aquel sonido y lo ahogué en un acorde de todas
mis cuerdas sensibles. Había que olvidar y olvidé.
¡Amar es tan peligroso!
Parra dice esto disimulando un dolor que. como
gran artista, sabe disfrazar a las mil maravillas.
Pero en el fondo de su alma, allá en lo más recón-
dito, en el lugar misterioso que tenemos reser-
vado para los grandes secretos, una mujer, sin
duda hermosa, dejó huella imborrable.
El Doctor Misterio.
CARICATURA DE MALAGA GRENET
A^
^
s
\
. I d>a«MMM«f «feMímtUWIMn
■^ Como no quise averiguar su apellido, — dijo Dalia, — le bauticé
i A O U E L ! con un pronombre. Para mí, el platónico adorador se llama Aquél. Todos
los hombres tienen defectos que tarde o temprano sabremos. Aquél es
únicamente quien logra ocultarlos o está libre de mancha.
Puedo asegurarte, amiga, que mi constante enamorado nunca intentó ponerle sitio a la plata de
papá, como ciertos muchachos que tú sabes. También es lógico suponerle galante y educado, pronto
a los mayores sacrificios, si yo le hiciese un sencillo ruego.
El pobre Alguien es todo un caballero. Me sigue por la Rambla, ya le has visto hoy: más nunca
pisa la playa en horas de baño. Tal delicadeza me encanta, sobre todo viniendo de él, que ninguna
obligación tiene para conmigo. Además, no hay peligro de que el flirt mudo y rápido que sostengo
con Alguien termine a manos del spleen.
Le quiero amistosamente y no sé quién es. Esto ya importa una ventaja de su parte.
Ahora, lejos de Mar del Plata, libre de aquella inocente persecución, recuerdo su simpática figura
y he decidido nombrarle mi mascota honoraria. Mucho ha de valer cualquier hombre que me corteje
si consigue deshancar al modelo o maniquí de novios honfados.
¡Y pensar que nuestra amiga Zulema se burlaba de Aquél cuando le veía siguiéndonos los pasos!
Todavía le llama viejo y tronado sin reconocer sus cualidades. Yo, por la negra honrilla, fingí en la
Rambla cierto desprecio, aunque siempre me halagó su devoto cariño.
A pesar de todo cuanto diga Zulema, espero impaciente. Mis diez y ocho años conservan aun bas-
tante candor. Aquél, mi mascota y modelo, me traerá suerte en amores, o se presentará como prín-
cipe desencantador de princesitas.
Eva.
DIBUJO DE UALACA CRENET.
^
X.'U.'1-U>X—
Como fantasmas traídos por
la rueda de las estaciones, cada
año, al acercarse el verano, se
me representan unas cuantas
escenas, unos cuantos paisajes,
■que, entre tantos que cayeron
en el caos del olvido, permane-
cen vivos en mi memoria, pero
sólo se animan al brillo de aque-
lla misma luz en que me apa-
recieron.
Asi habréis observado que en
todo vasto panorama que os dé
la Naturaleza hay tal lugar, tal
monte, tal pueblecillo lejano,
que está como oculto o disimu-
lado todo el día en el conjunto
de la extensa perspectiva; todo
el día, menos una hora en que,
por darle el sol de cierta mane-
ra, o serenarse, no sé cómo, el
aire en torno suyo, se destaca y
brilla, y os aparece, por algunos
instantes, como si sólo en ellos
viviera; y asi nace y muere en
realidad para vosotros cada día.
Pues asimismo veo yo todos
los años por este tiempo tal es-
cena, tal paisaje, en el panora-
ma de mi memoria.
Pero entre estos recuerdos hay
uno que se me presenta con sin-
gular claridad y con vida más
intensa. En un valle estrecho y
verde, entre montañas muy al-
tas, fajadas de obscuros bosques
y con las cimas desnudas salpi-
cadas de nieve muy blanca —
en aquel valle oloroso fuerte-
mente del heno recién segado y
lleno de rumor de aguas — veo
una multitud vestida de alegres
colores cubriendo un prado, ba-
jo unos árboles muy grandes,
ante una loma también verde,
que sirve de teatro a una tra-
gedia antigua. Muévense allí
exóticas las figuras de los acto-
res vestidos a la griega, diminu-
tos en aquel escenario natural
demasiado ancho, y sus voces
suenan mates y lejanas, como perdiéndose mucho
de ellas en la libertad de los aires. El verso decae
de su majestad desvanecida en la simple grandeza
de aquellos lugares; la pomposa declamación de los
alejandrinos franceses resulta pobre y lastimoso ar-
tificio, extraño a aquel ambiente, donde sólo suelen
vibrar los rumores de las aguas y del viento, la
rústica flauta del pastor y el sonoro mugir de los
rebaños.
La tarde es húmeda, y nublado el cielo altísi-
mo; las inmóviles corifeas tiemblan en sus carnes
lánguidas bajo los polvos de arroz y las sutiles
clámides de blanco lino movidas por el aire frío;
el elegante público de balneario desplega chales
y abrigos, arropándose frioleras las mujeres,
levantando sobriamente los hombres los cuellos
de sus gabanes; a las frecuentes lloviznas ábrense
vergonzosamente algunos paraguas; pero toda
aquella gente sufre en silencio y calla, esforzán-
dose en comprender lo que apenas oye. ávida de
la emoción artística esperada de aquella combi-
nación de elementos, que se quiere sea sublime
sólo porque es desproporcionada. Sin embargo . . .
Sin embargo, de vez en cuando pasa una ráfaga
de pasión, y no siempre es por el frío del aire que
el público se estremece. Edipo es un gran actor,
un gran actor viejo, y en su voz de oro, aunque ya
cascada, vibra aún de cuando en cuando la pasión
trágica, y el público se estremece silencioso; al-
gunas mejillas palidecen, algunos ojos cobran un
leve y repentino fulgor y buscan otros ojos...
Como quiera que sea, al paso de la vaga procesión
de los alejandrinos difusa en el aire, asoma y se
destaca alguna vez, con terrible momentáneo bri-
llo en sus ojos, la máscara trágica.
Pero en seguida desaparece, y la representación
se esfuma otra vez, las voces se atenúan y se alejan
en una vaga cantilena, y las figuritas de los acto-
res bracean allá como marionettes en el escenario
demasiado grande de la verde colina, de las au-
gustas montañas que la rodean, del cielo altísimo
y nublado que manda indiferente su fría llovizna
sobre las corifeas, que vuelven a temblar en sus
carnes lánguidas; sobre el público elegante, que
requiere otra vez los abrigos a las espaldas y aprie-
ta los cuellos de los gabanes a las gargantas en-
fermizas.
Sólo hacía el fin la representación avanza otra
vez sobre el público, echándosele encima, agigan-
tada como un cuadro disolvente en su crecimíen-
íi<2UE]fcl>0 J>E UNAy______
TAR:I>E 1>E VEiI^ANO
to luminoso. De la barraca de madera que figura
el palacio del rey tebano sale un aullido de bestia
lastimada, y en seguida aparece Edipo tamba-
leándose, con los brazos extendidos, la faz levan-
tada al cielo, dos grandes huecos sanguinolentos
en las cuencas vacías de sus ojos, ensangrentados
también la túnica y el manto, revolviéndose como
una fiera herida, y precipitándose clamoroso has-
ta el primer término de la escena, en medio del
agitado semicírculo del coro que le rodea horro-
rizado. También el público se agita y más fuerte-
mente se estremece; algunos vuelven la cabeza
para no ver; las mujeres se tapan el rostro; mu-
chos no quisieran mirar, pero sus ojos, fascina-
dos, no pueden cerrarse ni ser apartados de la
horrible escena.
Después la tragedia se suaviza y enternece.
Edipo quiere despedirse de sus hijos y busca a
tientas las cabecitas rubias, y las coge llorando
entre sus manos... Al fin empuña tristemente
el báculo, y con la mano puesta en la espalda de
la hija, de Antígona piadosa que le guía, se aleja
allá de la verde colina; lentamente se van alejando
las dos figuritas como empujadas por la fatalidad
hacia lo desconocido. El coro queda agrupado en
actitudes de consternación. El público, embebe-
cido, llora. . .
Pero he aquí que mientras tanto el cielo se
ha ennegrecido sobre el valle, retumba el trueno
entre las montañas y una ráfaga de huracán se
precipita, cargada de espesa lluvia y de granizo
sobre la muchedumbre del teatro y el público des-
prevenido. Despavorida la gente, se arremolina
y se dispersa y huye en todas direcciones. Las
vallas son saltadas primero, después rotas; caen
sillas y bancos y tablones, y a los pocos momentos
queda el prado desierto y como sembrado de
ruina, entre sus aguas que bajan furiosas y au-
mentadas, el ruido del viento y la lluvia en los
ramajes convulsos de los grandes árboles, el lívido
resplandor de los relámpagos, el estrépito de los
truenos que reinan clamorosos y el fragor de la
tempestad que llena todo el valle.
I Bella corona para una tragedia al aire libre
de las montañasl Mejor no pudo desearla el genio
secular de aquel Sófocles tan presente y tan le-
jano; ni a aquel público elegante convenia otro
fin de fiesta más suave para sellar el gran recuer-
do de aquella tarde memorable.
Así, cuando recogida en el hotel la frágil turba
jadeante y conmovida, toda
amontonada en el peristilo, con-
templando entre aterrorizada y
jubilosa la tempestad aun en
furia, pregunté al frivolo grupo
de damas por las molestias su-
fridas, hubo alguna que con
toda su alma pudo responder:
' ¿Qué importa?
Después he vuelto a ver aque-
llos prados desiertos en un me-
diodía asoleado; he paseado soli-
tario por aquellos lugares de ver-
dor, animados solamente por la
suavidad del viento y el rumor
tranquilo de las aguas: pero ya
no he encontrado en ellos la pu-
ra paz de los campos, sino que
me ha parecido haber quedado
allí cerniéndose el sacro terror de
la tragedia antigua, y los he
sentido invisiblemente poblados
por las gentes que una vez con-
tuvieron congregadas, dispersas
después sobre la tierra. . . y de-
bajo de ella. En la desierta co-
lina me han aparecido otra vez
las órbitas de Edipo ensangren-
tadas; el rugido de la pasión ha
quedado inmanente y difuso en
aquel aire, y el público de las
almas ha vuelto a estremecerse
en torno mío al acento desga-
rrador de aquella voz áurea y
cascada, al grito de pasión del
actor viejo, que ya debe de es-
tar muerto. . .
Bajo este árbol palideció de
emoción el adolescente enfermi-
zo que fué mi amigo tres sema-
nas; arrimado a esta 'rústica va-
lla el noble anciano rumió bajo
su recio abrigo la imprudencia
de haberse expuesto al capri-
choso rigor de una tarde de Agos-
to pirenaico; allí el grupo de ele-
gancia que formaron las seño-
ras, se agita aún frivolamente
entre la lluvia y la tragedia; a
la sombra de aquel roble cen-
tenario, la única entre ellas
levantó el brillo de sus grandes ojos pardos, ávi-
dos de sentimiento, bajo los rizos de su cabeza
pensativa... ¿Dónde están?
¿Dónde está todo esto? — En mí está, al menos,
que vago solitario por el prado desierto evocando
el alma de aquella tarde inolvidable, tarde de pa-
sión, tarde romántica de Agosto, que no podrá
morir mientras yo viva.
En mí está todavía ahora, tan lejos del tiempo
y del lugar, que brillan, sin embargo, en mi re-
cuerdo y siempre con nuevos resplandores. Y
aquí quedarán aun después de mí, en estas letras
que les consagro. Aquí vivirá la tarde de Agosto
pirenaica; la tragedia antigua menguando y cre-
ciendo sobre la verde loma bajo el cielo gris y la
tempestad inminente; la multitud elegante sobre
el prado bajo los grandes árboles, con su frivo-
lidad, su inquietud y sus estremecimientos de
frío y de emoción momentánea, y aquella súbita
palidez del amigo adolescente y el fulgor senti-
mental de aquellos ojos ávidos...
Aquí vivirá todo esto latente y escondido, qui-
zás por muchos años, hasta aquel día en que. re-
volviendo distraídamente papeles viejos, una ma-
no cogerá éste, amarilleado ya por el tiempo, y
unos ojos se posarán al azar sobre estas lineas, y
el corazón de quien está aun por nacer volverá a
latir al compás de aquellos que en aquella tarde
la tieron, y entonces habrán cesado de latir desde
mucho tiempo.
¿Qué importa el tiempo? Cuando el remoto
Edipo gimió bajo su trágico destino, ¿dónde es-
taba todavía Sófocles? Y Sófocles, ¿qué sabia de
la tarde de Agosto pirenaico ni de nuestra emo-
ción ante su obra? ¿Ni qué saben estas líneas que
por ella se han formado del corazón que harán
latir más apresuradamente un día? Y, sin em-
bargo, para que este corazón se conmueva de un
cierto modo, fué preciso el parricidio y el incesto
y la expiación de un obscuro Rey de Tebas. el ge-
nio de un Sófocles que lo resucitara y una tarde
de pasión en los Pirineos, con millares de años
entre estas cosas que vivirán en él juntas y con-
fundidas en un instante de emoción fortuita...
No hay lugar, no hay momento ni ser diver-
so; nada valen tiempos ni distancias; sólo el es-
píritu vive y resplandece, y todo lo demás es
sombra.
DIBUJO DE MALAüA GRENET.
Juan Maragall.
■ r>i^"v--i=> V 1. 1 i-'.x -
I
UN CUENTO DE MARK TWAIN.
LA ADAPTACIÓN AL MEDIO
El sefior Obes. decide matar unas horas
pescando en la Dársena.
Y hacia allí dirige sus pasos.
Lanza el aparejo, preparado con todas las Y pesca un hermoso bagre, que deposita
reglas del arte. en un balde lleno de agua.
No muy satisfecho de su obra, regresa a
su casa.
Y trata, extrayendo un poco de agua
cada día.
de ver si el pescado puede adaptarse a
vivir en seco.
Extraída la última gota de agua, ve con
sorpresa que el animal sigue viviendo.
Entonces decide darle libertad.
Y el pobre pez empieza a saltar por la Y siguea su amo, obedientecomoun perro.
casa, como si fuera la propia.
El señor Obes resuelve un día salir a paseo,
acompañado del bagre,
que le ligue por las calles, llamando la
atención de los transeúntes.
DISOJOS DE ItOJAS.
Paso tras paso, llegan en su paseo hasta la
Dársena.
Donde, en un descuido del amo. y al dar Y al ser extraído, nota el señor Obes, con
un alegre salto, cae al agua. dolorosa sorpresa, que el pobre bagre. . .
¡se había ahogadol
""v/L^I JJ>X-
Lumiere, c'rst par toi que les ¡entines sonl belles.
Sous ton i'étemcnt glorieux:
Fl les dieres ciarles, en passanl par letirs yeux .
Versenl des délices nounelles.
Anatole Frange.
Muy hermosos son, en realidad, los ojos
de la interesantísima porteña que ha reunido
(ejemplo único entre nosotras) la maravillosa
colección de autógrafos, que he tenido la
suerte de hojear últimamente, primorosa-
mente encuadernados. . . Sólo una inteligen-
cia emprendedora y perseverante, una cul-
tura tan superior, que hace honor a la mu-
jer argentina, han podido recorrer el viejo
mundo, atesorando con la sugestión de la
mirada, con el encanto de la voz. las joyas
cinceladas con tan sincera simpatía, por los
excelsos artífices de las letras...
Poesías inéditas, pensamientos, fragmen-
tos de sus mejores obras, firmados por los
primeros literatos y políticos contemporá-
neos, forman una colección que debe ser
conocida por el público, como también lo
que encierra otro álbum, que una feliz ca-
sualidad puso en mis manos, y cuyas pá-
ginas contienen como complemento a las
manifestaciones de la más alta intelectuali-
dad y cultura del espíritu, inspiradas por la
señorita María Elena Querencio, las inge-
nuas expresiones de gratitud que serán otro
tesoro para la señora Godoy de Cobo, abne-
gada dama porteña que ha vuelto a marchar
al extranjero para seguir cumpliendo la ge-
nerosa misión de curar heridos en las ambu-
lancias francesas.
La primera página del álbum de la seño-
rita de Querencio, la llena el genial poeta,
cuya patriótica actuación acaba de conquis-
tarle el amor de todos los latinos:
"L'amore é il veleno piú potente...»
Gabriele D'Annunzio
y le sigue el maravilloso cantor de la Pro-
venza, Fréderic Mistral, firmando el más
hermoso fragmento de su célebre •Míreílle»:
los versos de don José Echegaray glorifican
las ilusiones de la vida, y el insigne Bena-
vente asegura, en cambio, que es más fácil
encontrar quien llore con nuestras tristezas,
que quien se alegre con nuestras alegrías. . .
Merece sitio preferente una nota muy
halagadora para nuestro orgullo nacional:
la firmó Henri Roujon, poco antes de morir,
y realmente reconforta nuestros sentimientos
patrióticos, que un miembro de la Academia
Francesa, rinda su homenaje y demuestre
conocer a fondo la gigantesca epopeya de
nuestra historia!
Dice así el gran Immortel:
«Les latins d'Amérique s'offriront quelque
jour un Homére. lis en ont le droit. Leur
Iliade est encoré a écrire. Les marches fabu-
leuses des troupes du Libérateur a travers
les Andes, les dix sept batailles qu'il a li-
vrées. cette course éperdue vers la liberté,
cette patíence indomptable. ce défi sublime.
l'Europe a-t-elle. dans ses annales, ríen de
plus prodigíeux a raconter?. . . »
No se había iniciado aun la titánica con-
tienda. . .
Siguen luego los menudos garabatitos del
mago Flammarion: amargos y decepciona-
dos párrafos de otro maestro desaparecido
ya. Paul Hervieux: a su lado, radiante de
optimismo, Alfred Croisset, tiernas canciones
de Manuel Linares Rivas, de Carlos Fernán-
dez Shaw, una aguda cuarteta de Vital Aza.
fragmentos y réplicas de Paul Bourget y
Henri Lavedan, pensamientos de don Ale.
jandro Pidal. don Benito Pérez Caldos, un
delicado madrigal del idealista Maeterlinck,
que ha querido quedar bien con «une belle
argentine»: pero prefiero indiscutiblemente
la forma concisa y severa del homenaje de
Maurice Barres, o el del romántico Edmond
Rostand. que dice como en su «Samaritaíne..:
• Les plus beaux yeux pour moi, sont les
yeux pleins de larmes... »
Franíois de Nion, Paul y Víctor Margue-
ritte, Román Coolus, Henri Bordeaux, Henri
de Régnier, Jean Aícard, Vogüé, León de
Tínseau. Richard O'Monroy. Alfred Capus
Henri Bataille. Teófilo Braga, Gómez Carri
lio. Alonso López, el Conde de Romanones,
don Antonio Maura, Armando Palacio Val
des. amables o desencantados, profundos,
sutiles, irónicos o burlones, se han sometido
todos al encanto de unos ojos, al hechizo de
una voz, dejando en las blancas páginas al-
gún girón de su ingenio, o de su espíritu.
Pierre Louys y Jean Richepin llenan toda
una página, con caligrafía digna de perga-
minos medioevales, y a su lado parecen más
menudas aún. las patitas de mosca de Willy:
Haussonville recurre a Madame de Staél
para dejar un pensamiento, mientras que la
inspirada y grande Selma Lagerlof. sólo dice:
« Labor Omnia Vincit. •
Pero he aquí una página que no puedo
dejar de reproducir:
• La postéríté! Le supréme espoír des en-
thousiastes meurtris de l'incompréhension
des contemporains imbéciles.
Helas. . . La postéríté, ce sont les imbéci-
les de demain. . . »
• Doctor Max Nordau.
Dos años después, la mordacidad de Nor-
dau halla oportunísima respuesta:
" Y sin embargo, a esos imbéciles de ayer,
debemos cuánto sornas los de hoy. como los
que lleguen después de nosotros, sólo tendrán
lo que nosotros les dejemos. »
Segismundo Moret.
« Vive le Roí! »
es todo lo que ha hallado para el álbum de
una hija de América, el talento de Jules
Lemaitre, lo que ha inspirado al irónico Oc-
tave Mirbeau:
« Pauvre Lemaitre! Quest-ce que ca peut
bien luí faire? ■>
¿Y cómo no reproducir la encantadora poe-
sía, escrita con la desaliñada redondilla del
gran lírico que visitara no ha mucho Buenos
Aires, cosechando tan sinceras y fervientes
simpatíasV Hela aquí:
La Pandereta
Hizo Dios un magnífico pandero
que sirviera de caja de alegría,
doró su cerco con la luz del día.
y lo dejó entre lazos prisionero.
Hechas con placas de metal ligero,
le intercaló sonajas a porfía,
y dio estrépito loco y armonía
al ronco parche de tirante cuero.
Lo echó a rodar en torno del planeta,
y cruzó la sonante pandereta
por todas las naciones que el sol baña.
Fué perdiendo vigor cada segundo,
y al acabar de recorrer el mundo,
besó la tierra, y se posó en España.
Salvador Rueda.
Desgraciadamente, no dispongo ya de es-
pacio para hacer conocer a mis lectoras los
interesantes pensamientos de Jane Catulle
Mendés. Judith Gautier, la Duquesa de Ro-
ban. Héléne Vacaresco; pero no puedo dejar
El «Vive l'Empereur!.. de la espiritualisi-
ma Gyp (menos en esta ocasión), corre pare-
jas con la imaginación de Jules Lemaitre:
¿Qué tendrá que ver esa declaración de prin-
cipios, dedicada a tan interesantísima mujerV
Siempre avara, aunque sea de su talento,
doña Emilia encabeza las firmas, con su ele-
gante rúbrica: La Condesa de Pardo Bazán...
Siguiéndola, las de Emile Loubet. Ortega y
Gasset. Eulalia, Infanta de España, G. Hano-
teaux. Menéndez y Pelayo, Tristán Bernard,
y luego, arrogante y magnífica, dice la be-
llísima Condesa de Noailles;
« L'air frappera votre vísage,
Avancez, joyeux, furieux.
L'important n'est pas d'étre sage,
C'est d'aller au devant des dieux...
Del Príncipe Bonaparte. hay otra página;
pero ninguna me ha impresionado tanto
como la elegida al final del libro, para la mo-
destísima frase que transcribo:
*' Signature timide d'un homme de scien-
ce. égarée dans un tournoi littéraire. »
Albert. Prince de Monaco
luego. "L'amour... grand mot! Tellement
grand. qu'il est vide. s'il ne contient toutl ...»
Marcei- Prévost.
« L'amour ast toujours assez grand, pour
contenir un tas d'ennuis •►. ha escrito al pie,
Jules Claretie.
de reproducir las líneas del Marqués de
Segur, que parece ignorar, o haber olvidado
por lo menos, la obra de su admirable ante-
pasada . . ,
« On a dit: 11 n'y va pas de petites filies, il
n'ya que de petites femmes - - Ne pourrait -
on pas diré aussi: il n'y a pas de femmes. il
n'y a que de grandes petites filies? »
Merecería el sutilísimo Marqués, leer de-
tenidamente el álbum de la dama a que me
he referido antes: el de la señora Godoy de
Cobo, que si no encierra joyas literarias, con-
tiene en sus nutridas páginas las ingenuas
expresiones de gratitud dedicadas a la «fem-
me» que desdeñando toda gala femenina, y
una suntuosa y cómoda existencia, viste el
noble sayal de la enfermera, y pasa largos
meses curando, no sólo dolorosas llagas, sino
sus terribles consecuencias: las peligrosísimas
infecciones... y como ella, extranjera, en
aquel ambiente dantesco, todas las compa-
triotas del irónico Marqués de Segur!
Pero dejo la presentación del libro tan
curioso y conmovedor, ai distinguido diplo-
mático, representante del Uruguay en Fran-
cia. Dice así:
« A bordo deUHollandía*, mayo 24 de 1915.
Este libro ha de despertar celos en aque-
llos otros también con hermosas cubiertas,
y que sólo guardan elogios y. a veces, frases
banales. Es un documento vivo, y hay aquí
la impresión primera de muchas almas que
han sido consoladas por la abnegación de la
mujer. La dueña de este libro debe estar
orgullos:!. IX. roñe vale más que todos los
Otr( :.
Juan Carlos Blanco.
La primera página del álbum lleva esta
inscripción: • En souvenír des blessés soignés
a Dinard, 1914 », rodeada por una guirnalda
de «no me olvides», dibujados con una inge-
nuidad digna de los artífices primitivos, y
le sigue la planilla de los Ciento Cincuenta
heridos asistidos por la señora de Cobo. . .
• En reconnaissance des bons soins, que
nous avons recu: nous garderons un souvenir
inoubliable. Les malades du Casino de Di-
nard ». Firmado: Candal Franfois. 29me.
Dragón, 4e, escadron, Montpellíer.
Bajo un pabellón formado por las bande-
ras aliadas, luce una segunda dedicatoria, en
. letras tricolores: esta vez son los heridos del
Hotel Royal de Dinard, que ¡lustran las pá-
ginas, como alumnos de alguna academia
futurista; pero más de una de esas alegorías
ha sido dibujada por la mano torpe aun de
algún convaleciente..,
Y sigue otra planilla: cincuenta y un heri-
dos, que han querido manifestar su gratitud,
a tan perseverante enfermera, con pensa-
mientos y poemas plagados de faltas de orto-
grafía y redacción: también es cierto que la
caligrafía corre parejas con la de los prínci-
pes de las letras. . . pero puedo asegurar que
el Sargento Forgeron firma un esfuerzo lite-
rario, que conmueve tan intensamente como
el más hermoso soneto de Rostand!
Permítaseme la reproducción de un solo
pensamiento de estos humildes, respetando
redacción y ortografía:
« A Madame de Cobo, quí pendan t de se-
maines, A remplacez ma Mere de qui les soins,
serón t pas mieux! •
De un Capitán: « A Madame de Cobo:
Infirmiére toute dévouée
Attentive et rieuse,
Charmante et sérieuse. . .
De un practicante enfermero, cuya firma
es ininteligible:
<• En souvenír des jours d'angoisse passés
ensemble a panser et soulager les blessures
de nos vaillants et glorieux soldáis. •
Hay heridos que han recibido los cuidados
de la señora de Cobo durante tres y cinco
meses consecutivos, como el soldado Dumas.
y cuatro camaradas salvados del tétanos, y
cuyo testimonio de agradecimiento es una
nota realmente conmovedora. . .
La generosa argentina no limitó su abne-
gación al hospital de sangre, como lo prueba
la carta que le fué dirigida con fecha 7 de
enero de 1915, desde el Hospital Pasteur. por
Arthur de Notte. belga herido y atacado de
escarlatina, que escribe las siguientes líneas
que he querido traducir:
« No tengo palabras con que agradecer a
usted su carta, y todas las diligencias que ha
tenido la bondad de hacer para averiguar el
paradero de mi mujer y de mis hijos: ¡me es
tan doloroso ignorar cuál ha sido su destino! »
iQué intensa tragedia se encierra en tan
pocas líneas. . . pero una segunda carta agra-
dece con inenarrables términos las noticias
de los suyos!
Luego, retratos de los heridos dados de
alta, que le envían sus postales desde las
trincheras, empezando muchas de ellas con
este dulce nombre: « Ma petite Maman!. . . »
Entre la colección de ilustraciones, figura
un retrato que más parece caricatura, repre-
sentando a «Madame de Cobo», que a los
pies del lecho de un herido, le desea «buenas
noches» en flamenco... singular prueba de
gratitud, que es un timbre de honor para la
que supo merecerla, y que debe tener sitio
preferente en la curiosa colección, junto con
la carta de dos pobres paisanos que le agra-
decen haber salvado a «son petit piou-piou. ..»
El único comentario que corresponde a la
obra humanitaria realizada con tanto amor
y perseverancia, es la frase que transcribo
del álbum de la señorita de Querencio:
« On n'emporte en mourant, que ce qu'on
a donné. »
Paul Deschanel.
,^^ J/cuna JÁie/ide.
— i3>i_;>^.s >^i_mK2>!v-
l„,iAaLes„Ja.yidaJ
■
¿No es esta una exclamacián que a cada
instante fluye de nuestros labios, ante las
injusticias, las crueldades y los egoísmos que
vemos constantemente a nuestro alrededor
y que nos oottsideramos incapaces de reme-
diar?
jAsi es la vida! decimos: y la vida sigue su
curso y cada cual sigue su propio camino,
indiferente al mal ajeno, luchando por llegar
al punto de liu que le marca su ambición
particular, única meta de todos los anhelos
humanos.
Muchas veces, atravesando en tren por
campos solitarios, donde en las primeras
horas de la noche se ven parpadear luces
que alumbran humildes viviendas, se me ha
ocurrido pensar que tal vez allí, en algún
pobre hogar desamparado, agoniza un en-
fermo, esti a punto de cometerse un crimen... -
¡qué sé yo! . . . y que para la angustia de
aquellos leres aislados en la tétrica soledad
dd campo, la rápida visión del tren que
cruza ante ellos todo iluminado y lleno de
gente que hubiera podido salvarlos con sólo
detenerle un instante, debe ser como una
burla, como un insulto supremo.
Y asi pasamos nosotros, cerca, muy cerca
a veces, de la ajena desventura, y seguimos
nuestra ruta, arrastrados por nuestros de-
beres, o por nuestras ambiciones, incapaces
de restar un ipioe de nuestras energías y de
nuestras influencias a la satisfacción de nues-
tras propias necesidades-
No quiere esto decir que no seamos cari-
tatíror. lejos de eso, somos espléndidamente
caritativos, colectivamente. Tenemos muchí-
simas sociedades benéflcas. que hacen, justo
es decirlo, toda la caridad posible: y es tanta,
que constituye el mayor timbre de gloría de
la mujer argentina.
Pero ni en los hombres ni en las mujeres
existe la verdadera caridad personal, la que
no depende sólo de la mayor o menor esplen-
didez de la dádiva, la que se hace con el co-
razón, con la voluntad, con el sacrificio in-
dividual- Esa es muy difícil de ejercer, tan
dificU que entre las mismas grandes socie-
dades benéficas se cuentan casos de egoísmo
y de crueldad personales, particulares, sería
mejor decir, que hielan la sangre.
Allí vemos mujeres de cuya opinión de-
pende que se otorgue o no un socorro y que
tienen tal concepto de la caridad que la
hacen cruel, dura y antipática.
Mujeres que niegan una limosna a una
familia en la mayor necesidad, porque en la
casa hay un piano, único resto de pasada
opulencia, que ha sido conservado a fuerza
de cruentos sacrificios y en el que estudia
una de las niñas que da lecciones a otras
menos pobres que ella, con lo que ayuda a
sostener el mísero hogar.
Mujeres que suprimen diez pesos de sub-
sidio otorgado por la sociedad a que perte-
necen, a una pobre negra, enferma y sola,
por el crimen de dormir en una camita pin-
tada al laque, regalo de su antigua patrona,
que renovó el moblaje de su lujosa alcoba...
Mujeres hay también que suprimen la mi-
sera pensión de veinte pesos a una paríenta
pobre y meritoria, para instituir un impor-
tante premio anual a la virtud, que lleve su
nombre y se publique en los diarios, abrién-
doles tal vez tarde o temprano las puertas de
la encumbrada asociación . . .
¿Y los hombres? Hombres hay que escu-
dados en su influencia o en su fortuna ejer-
cen actos de crueldad o de venganza incon-
cebibles en nuestros días, sin que haya na-
die que levante la voz para enrostrarles esos
actos, por egoísmo, por conveniencia, por
miedo o simplemente por no molestarse.
Criticamos a veces y comentamos esos
hechos, en la intimidad: pero no hay un es-
píritu de justicia y de equidad que nos im-
pulse a poner en la pública picota al egoísta.
al cruel, al desalmado. Nos contentamos con
decir, tras un profundo suspiro: ¡Así es la
vídal: y seguimos arrastrados por el torbellino
de nuestras propias pasiones, en busca del
ideal supremo: Satisfacer nuestra ambición
particular.
jAsí es la vida!
Fulana de Tal.
El titulo que sinteti-
za estas lineas es algo
asi como una mala pre-
sentación para esta char-
la, que tiene sin embar-
go pretensiones de ser
menos insubstancial y
sutil que lo que acusa la
etimología de la palabra.
En desacuerdo con la
definición del dicciona-
rio, las •frivolidades» re-
presentan en la vida dia-
ria un papel de impor-
tancia muy superior a
la que generalmente se
les da.
Lo que hemos dado en
llamar frivolidades, son,
por decirlo asi. como los
hilos de un tejido flnísi-
mo que podríamos lla-
mar «confort». Un hilo
que falte a este tejido
no le nota a simple vis-
ta, pero van abriéndose
las mallas, y hoy uno.
mafiana otro, el descui-
do de las frivolidades
concluye con el confort!
Asi un florero arreglado con buen gusto,
una taza de café bien servida.' una cortina
que tamice los rayos de un sol abrasador, o
un iill¿r. ':trr,fíi. "i^-arlr, a tícmpo para el
h' • yen otros tantos
dr ^bles que van es-
trechando afectos y ha-
ciendo indispensable la
mano femenina para la
felicidad del hogar.
Nunca tuvo Roxana
pretensiones de seriedad,
ni tampoco pasó por su
imaginación la idea de
dictar sentencias ni de
abordar temas profun-
dos! . . .
Sin embargo, en las
frivolidades de la vida,
hay tema para expla-
yarse y para dar uno
que otro consejo a las
simpáticas lectoras que
I / lo necesiten. . .
MÉf^j'^ '^^y <^°sas en la ruti-
na diaria, que aun no
hemos acabado de com-
prender, y más de una
vez, inconscientemente,
sufrimos la consecuen-
cia de nuestra propia
ignorancia.
Por eso me preparo,
desde las columnas de
esta revista, que tantas
simpatías ha desperta-
do, a ayudar a mis lectoras a conocer y practi-
car algunas de esas «frivolidades», que tantas
satisfacciones pueden proporcionarnos en la
vida. Cada día podemos aprender algo nue-
vo, y nunca es tarde para adquirir conoci-
mientos útiles.
Todo aquello que pueda interesar a la
mujer en general, será el tema que elija de
preferencia: todo aquello que pueda llevar
a su corazón o a su inteligencia un recurso
o una ayuda eficaz para cualquier momento.
La forma de hacer agradable el hogar a
grandes y chicos, de hacerse agradable, per-
sonalmente, conocimientos útiles en general,
etcétera, los abordará Roxana, tratando de
llevar por el buen camino a todas aquellas
que quieran darle la satisfacción de leer estas
líneas.
Puede una mujer interesarse en las frivo-
lidades, sin ser por eso frivola...
Se juzga frivola a una mujer, cuando sólo
se ocupa de sí misma, cuando no se molesta
por nada ni por nadie, cuando vive dedicada
a su propia contemplación: y sin embargo,
yo la clasificaría de egoísta.
En cambio, aquella que se ocupa de las
frivolidades, que rinde verdadero culto a
todos fsos pequeños detalles que pueden
hacerla acreedora a la simpatía o al cariñol
de los demás, debe ocupar un puesto prefe-;¡
rente entre las de su sexo.
Y hoy que el feminismo seco y frío, el fe-j
minismo que más bien debía llamarse «mas¿
culinismo», invade el mundo a pasos agigan|
tados, hoy más que nunca la mujer deb
«feminizarse», rodeándose de toda la ideali-
dad posible, para no perder sus atributos.
Puede la mujer elevarse intelectualmente
al nivel del hombre para ser su compañera
y su colaboradora: pero no debe descuidar
jamás los encantos que corresponden a su
sexo, queriendo igualarse al hombre en el
aspecto físico también.
Y ahora, amables lectoras, antes de ini-
ciar mis crónicas ligeras, permitidme daros
un consejo: No descuidéis las frivolidades de
la vida, y llevaréis con vosotras toda la
fuerza indestructible del encanto femenino!
Roxana.
^ENCUESTAd
LA INTERESANTÍSIMA ENCUESTA INICIADA POR
ESTA DIRECCIÓN, CON TANTO ÉXITO, REVELA
LA EXQUISITA CULTURA DE LAS SEÑORITAS
QUE SON GALA Y ENCANTO DE NUESTRA MÁS
ALTA sociedad; SE DESTACA EN BREVES
RASGOS LA PERSONALIDAD DE CADA UNA DE
ELLAS, YA SEA POR SU JUICIO SERENO Y ACER-
TADO, O POR ALGÚN ESPONTÁNEO CHISPAZO
DEL INGENIO TRADICIONAL EN LA ARISTO-
CRACIA PORTEÑA.
¿Qué personalidad femenina de la his-
toria, habría usted deseado encarnar?
RESPUESTAS:
Me habría gustado encarnar la personali-
dad de Madame de Maíntenon.
Susana Larguía.
Luisa, reina de Prusia, por su buen co-
razón.
Juanita Altoelt.
Me parece que sería lógico, dadas las cir-
cunstancias actuales, evocar la personalidad
de Miss Nightingale. Nunca como ahora, se
han comprendido los resultados prácticos de
su benéfica obra y la grandiosidad de su ini-
ciativa. Su memoria causa tanta admiración
como entusiasmo y, por el momento, creo que
esa primera y admirable Dama de la Cruz
Roja es la única que deseo ser.
Lucía de Bruyn.
La mujer que ha sabido inspirar más no-
bles acciones con su ejemplo y con sus obras:
Santa Teresa de Jesús.;
Hortensia Casal.
A Juana de Arco. La admiro, por su fe y
su valor.
JoRGELiNA Cano.
Isabel la Católica, a quien todas las ame-
ricanas debemos profundo agradecimiento,
pues gracias a ella existimos. . . Siendo ade-
más modelo de esposa y madre, dotada de
preclara inteligencia y excepcionalmente
instruida es, no sólo el tipo ideal de la
historia, sino digno ejemplo para las que
descendemos de su heroica raza.
Consuelo Moreno.
María Antonieta, que supo resignarse an-
te los mayores sufrimientos.
Elena Villar Sáenz Peña.
Juana de Arco, en la que el sentimiento
patriótico alcanzó su más sublime expresión.
María Raquel Cárdenas.
Miss Nightingale, modelo de abnegación y
de caridad, que fué llamada «El Ángel de los
Ejércitos», y que dedicó su vida al bien de la
humanidad.
María Eloísa Obejero Urquiza.
Me encantan la bondad de Elisabeth de
Thuringen, el talento de Madame de Stael.
el heroísmo de Juana de Arco, la belleza de
la reina Luisa de Prusia y la sabiduría de
Blanche de Castílle, durante su regencia: pe-
ro me considero tan inferior a todas esas
personalidades, que encuentro inadmisible la
idea de poder encarnar a cualquiera de ellas.
María Emilia Arning.
Cornelia, madre de los Gracos, madre en-
tre las grandes madres.
Adelia Acevedo.
Santa Genoveva, que por su heroísmo y
sus virtudes, fué el ángel tutelar de Lutecia,
en aquellos bárbaros tiempos de Cío-
doveo.
Carmen Echaoüe.
Santa Elisabeth de Hungría, aunque más
no fuera que para saber cómo hizo para con-
vertir los panes en rosas.
Matilde Zapiola.
Isabel la Católica, ejemplo de virtudes,
con un corazón todo bondad, y que no hubo
en su vida un acto que no fuera un rasgo de
nobleza. Culta e instruida, fomentó las artes
y la religión en España.
Delia Guerrico.
Desde chica, he tenido cierta debl'idad por
Penélope. [Pasarse la vida thaciendo tapice-
ría», es para mí de un gran heroísmo!
Angélica Gómez Molina.
Blanca de Castilla, madre de San Luis, que
en los tiempos en que el crimen era una ley
y la violencia un derecho, supo educar a su
hijo como rey y como santo.
María Teresa Guerrico.
A Santa Teresa de Jesús, admirable por su
santidad, su inteligencia, su saber y su ener-
gía. Prototipo de la mujer que consagra todos
sus esfuerzos a un ideal, reformadora de una
orden religiosa que aun existe, teóloga, asce-
ta, mística, autora de escritos cuyo estilo es
propio, sencillo, castizo y algunas veces su-
blime: me inclino ante esta ilustre doctora
de la iglesia y gloria de su patria.
Carmen Navarro Viola.
¿QUIERE USTED SABERLO?
En el próximo número se contestará a todas las preguntas que
nuestras amables lectoras quieran hacer sobre tópicos femeninos.
María Lebém.
■Í-^L^^''=> ^1-J 1 1^>X—
A buen seguro conocéis la anécdota, señoras mías. . . Era en
siglos pasados, y en días que por ser menos cruentos no eran
ciertamente más blandos...
Años enteros, ■ — largos e interminabies años, — había
pasado el maestro de León encerrado en prisiones, sin para
ello culpa alguna que no fuera el mérito insigne de ser un poeta, el más alto, y un
sabio, el más ilustre de su tiempo.
Y ocurrió que cuando, al fin. obtuvo el procer justicia, y libre y rehabilitado volvió a
su cátedra salmantina, dando al olvido su larga y dolorosa ausencia, cual si de un mal sueño
se tratara no más, Fray Luis reanudó la docta labor con esta sencilla frase inmortal:
— "Decíamos ayer. . ."
Como antaño el divino Luis de Le6n.
vivimos nosotros, hogaño, tristes horas
de cautiverio, pues si no son muros de
una celda los que nos encierran, es
nuestra cárcel la armadura de hierro
que nos oprime, y lo es, también, el
círculo de fuego que nos envuelve...
Mariposas de su llama fueron nues-
tras ingenuas esperanzas: las que cifrá-
bamos en la humana fraternidad y en
el universal amor; pero, según afirma y
sentencia un proverbio francés, íoul
passe, tout casse, tout lasse!
Pasarán estos años amargos... Se
destruirán las fuerzas que hoy luchan
por una ambición o por un ideal. . . Y
a fatiga será, al cabo, la gran vencedora.
Podremos, entonces, despertar. . .
remos dar al olvido la abominable
tragedia. . .
y. en fin.
podremos reanudar la
plática de la vida con
as palabras de' sabio:
— <■' Decíamos ayer. . .»
Pero, au fait, mis
bellas lectoras, ¿qué es
"o que decíamos en nues-
tras mundanas charlas
de l'avant guerre?
Decíamos, ayer, lo
que en verdad seguire-
mos diciendo mañana:
frivolas y adorables
cosas, sin trascenden-
cia alguna, pero ¡tan
interesantes!
Y podéis creer, con-
migo, que los graves
y ponderados filósofos
que ya discuten acerca
rfe cuáles, llegada la
paz futura, se-
rán las grandes
preocupaciones
de los hombres,
pierden lamen-
tablemente el
tiempo. . .
La gran preo-
cupación del hombre fué siempre, y es y será siempre
la mujer: y la gran preocupación de la mujer fué, es y
será siempre el aparecer ante el hombre lo más bella
y lo más atractiva posible. . .
¿Vale. pues, la pena de emborronar montañas de
cuartillas y de enhebrar millones de palabras para decidir de si, en la nueva era que nos
aguarda, se adueñará de nosotros un negro pesimismo, o por lo contrario, nos brindará
el optimismo su azul?...
¡No!. . . No vale la pena. . . Sabemos, ya, a que atenernos. . . Y sin que en ello pesen,
ni como un solo adarme, las duras enseñanzas de la "gran guerra», seremos
pesimistas en el ingrato día en que ella, la bien amada, nos niegue su clemen-
cia: y seremos optimistas, infantilmente optimistas, en esa otra jornada
gloriosa en que ella, la bien amada, nos diga la más dulce de sus canciones:
aquella canción pagana que hizo estremecer las frondas, en el bosque sa-
grado de Eleusis: aquella eterna canción que, por comenzar sobre el tálamo
y acabar sobre la cuna, tiene por ritornelo un encendido beso de amante, y
tiene, por coda, un santo beso de madre. . .
Anticipémonos, pues, al mañana aun le-
jano, — bellas amigas mías. — y sigamos
hablando de esas fútiles cosas sin las cua-
les la existencia no valdría la pena de
asomarse a ella.
Hemos traído a colación el tema de vues-
tra belleza: de la mano viene, tras de él,
el de las galas que para esa belleza pre-
ferís. . . No son, ciertamente, tales galas,
vuestras favoritas de ayer, ni siquiera las
de hace un instante. . . No son, tampoco,
las que habéis de elegir en el día ni aun
siquiera en la hora que en breve han de
amanecer o de sonar: son las del momen-
to, y pasan con él, nacidas que son, para
una vida efímera, del maridaje del capri-
cho con la diversidad.
¡ Diversidad ! . . , ¡ Divina palabra ! . . .
Diversidad, que eres esencia misma de la
vida, porque lo eres del amor y de la dicha
insensato, pudo llamarte inconstancia?
No es inconstante el artista que a través de obras
diversas busca la realización de un ensueño de ideal.
No es inconstante el viajero que esparce su vida bajo
horizontes diversos, buscando siempre un nuevo as-
pecto del mundo. No es inconstante el amador que en
pasiones diversas oficia para una sola y única adoración:
la de la eterna feminidad. . .
¿Por qué, pues, hemos de tachar de inconstantes
¿quien,
^e>y77^^>/2/^i/7~^
vuestros antojos, cuando ellos no son sino etapas, hrsves
y sucesivas, de vuestro insaciable afán de perfección?
La moda. — ese espejo en donde se reflejan vuestro gusto
y vuestro espíritu, — no cambia: es siempre nueva, como nue-
vos son vuestros pensamientos y vuestras sensaciones; pero
es siempre la misma, como ios mismos son vuestro cerebro y vuestros sentidos... Las
modas son aspectos de la Moda, como los días y las noches son aspectos de) Tiempo. Pasa
éste, sin acabar nunca, dejando una estela de recuerdos; y como él infinita y como él alada.
pasa también vuestra coquetería, dejándonos una estela de saudades... AI término de la
postrera tarde en que luzca el sol, comenzará la agonía de la Tierra; y el día en que haya
desaparecido la última moda, se habrá extingui-
do vuestra última coquetería y con ella nues-
tro último amor. ¡Triste jornada!
Pero aun está
lejos, por fortu-
na, y en tanto
llega, ¿sabéis
cuál es el nuevo
dictado de la
moda? Helo
aquí:
Vuelve el pa-
sado. Vuelven
la indumentaria
femenina de
, 1830. y la dei
'"^ Segundo Impe-
/ rio, y aun la de
la época de Luis
XV, y bajo to-
das estas in-
fluencias retros-
pectivas y varias, se crean,
por decirlo así. dos estilos,
con tendencias opuestas:
quiere uno respetar,
a todo trance, la línea
natural del cuerpo fe-
menino, y para ello,
adopta sus curvas y
sus proporciones, exac-
ta y devotamente;
por lo contrario, quiere el
otro apartarse, en absoluto,
del divino modelo, y resu-
citar, en nuestra época de
realismo, de confort y de
sport, aquella silueta defor-
me y atormentada que fué
la de las heroínas de Murger,
en los buenos y viejos tiem-
pos del gran romanticismo.
En este último orden de
ideas, vemos reaparecer
aquellas cinturas angostas
que parecían quebrarse al
menor movimiento, y en elo-
gio de las cuales se cantaba
una copla favorita en Mont-
martre:
— c¿£í íaille fine
de ma divine
tiendrait, je crois
dans mes dix doigls.
Y con tales talles de avis-
pa, resurgen igualmente los
cuerpos ceñidos al busto, en
rigidez inexorable, sin la cle-
mencia y sin la gracia de un
pliegue; y las faldas bailo-
nées; y los chales de cachemira; y las cascadas de rizos sobre las sienes. . .
¡Todo el paradójico empaque de La Bohémel
Por su lado, la tendencia modernista nos brinda una donosa novedad, y ésta
consiste en las ¡upes de tarde y de noche, muy cortas, casi infantiles por de-
lante, y prolongadas por detrás, hasta el punto de arrastrar una breve cola...
Fantasía o extravagancia del momento, esta extraña combinación requiere,
para no parecer ridicula, una. elegancia a toda prueba en la mujer que la adopta...
Ultra-modernos o ultra-románticos, los modelos de primavera y de verano
se conforman, pese a su diversidad, a una rigurosa disciplina: son todos, o
casi todos, de seda.
La seda es dueña de la hora, en todas
sus formas y aspectos, y ella presta a
las /o/tó/^5 el contraste de una gran sen-
cillez de conjunto, hermanada con una
extraordinaria riqueza de detalles.
Adornos complejos, urdidos con cin-
tas, — de seda siempre, — ■ que flamean
sobre las orlas de las faldas como en-
tre los tules de los sombreros, caracte-
rizan, de igual manera, el gusto pre-
sente... Y, — ■ ¡cómo no!, — de la
mano del estilo romántico, nos vuel-
ven las enaguas, las puntillas, los en-
cajes, y toda aquella nieve hilada de
los dessous. que hizo la delicia de nues-
tros abuelos, y que había desaparecido
ante la escueta precisión de los vesti-
dos-fundas, y de las túnicas helénicas.
Ved, pues, mis bellas lectoras, cuan justo era de-
ciros que las duras enseñanzas de ta grande guerre
no pesarán ni como un adarme sobre nuestro optimismo...
Para probarlo, ¿podemos hacer más, acaso, queesta resu-
rrección murgeriana del romanticismo? Al volver a codear-
nos con Mimí y con Niñeta, florecerán en derredor de nos-
otros las flores de ilusión, y ellas cubrirán, con su velo de en-
sueño y de poesía, la dura y áspera huella del dolor y del mal.
París. 1916.
DIBUJO DE RIBAS. ANTONIO G. DE LlNARES.
>v'J_:n^U---V—
I
)iú
n
PLU
^
(H¿..
-im
Un alarde u;; . ,...:.; erudición
ha de ser la presente explicación,
a menos que un lector «iconoclasta»
donde yo digo vasta, grite: /basta.'
Non plus ultra fué un lema
que tuvo caracteres de problema
sin solución, allá en otras edades,
cuando Heracles (hoy Hércules) en Gades
'evantó dos columnas casi dóricas.
:ue. según referencias prehistóricas.
eñalaban del mundo los confines.
ues, por falta de cines,
que tanto nos ilustran hoy en dia.
la gente andaba mal de geografía.
Ahora, para seguir la explicación,
conviene una ligera digresión.
\tí^
Pasaron muchos años,
y el temor de peligros y de engaños
detuvo el paso de los más valientes
que soñaban con otros continentes,
hasta que, a bordo de un veloz bajel,
la patria de Fernando y de Isabel
vio llegar a Colón,
en fecha de feliz recordación;
y consiguió, tras sustos y gabelas,
armar sus tres famosas carabelas,
cuando, después deshacer pararsel huevo,
manifestó aue había un mundo nuevo.
«-r
'(
O'^
Hércules nació en Tebas
(y de ello existen fehacientes pruebas),
de una aventura ilícita y galante
de Júpiter Tenante
con una tal Alcmena, a quien el pifio ■
tal vez arrancaría de un castillo.
Al verle tan rollizo y tan robusto.
Júpiter exclamó, en su tono adusto;
«¡Este muchacho, como no se tuerza,
será el dios de la Fuerza!»
Y en efecto, el muchacho salió bruto
y de la Fuerza ha sido el atributo.
jMiren si era cernícalo, que un día,
cuando diez y seis años no tenía,
con alardes y gritos estentóreos
se lió a palos con los Hiperbóreos!
Y después, convertido ya en matón,
por cualquier cosa armaba discusión,
que siempre terminaba
soltando al adversario una biaba.
Júpiter, disgustado porque el chico
le salía, aunque fuerte, muy borrico,
por conducto de Apolo
(que para encargos se pintaba solo),
lo confinó a un destierro,
donde estuvo rabiando como un perro.
Los trabajos forzados
de Hércules, tan mentados
en la Mitología,
terminaron para él, en feliz día;
y decidió viajar
unas veces por tierra, otras por mar.
Fué al Egipto, Cartago, Mauritania,
cruzó el estrecho y se metió en Híspanla;
y como no encontró dificultades,
se «estableció» de marmolista en Gades.
Labró allí sus columnas casi dóricas
(según las referencias prehistóricas),
y puso la inscripción
¡Non plus ultra!, que es una exclamación
parecida a la voz de los banqueros
que gritan, altaneros,
cuando cierran el juego: ¡No va más!. . .
s'arecen, en puerta, el rey o el as.
:S
Transcurrida esta etapa de la Historia,
que todo el mundo sabe de memoria,
ocupó el trono de la vieja Híspanla
Carlos Primero (Quinto de Alemania).
¿Y qué hizo Carlos Quinto?
Contemplando el aspecto tan distinto
que diera al orbe entero el nuevo mundo,
ordenó, en un segundo,
que se borrase el non del viejo lema
y el «Plus L'Itra» quedase como emblema
del escudo español, para indicar
que España dominaba en Ultramar.
Los intelectuales
aplaudieron las órdenes reales
y dijeron que «sí», que estaba clara
la razón de que aquello se enmendara,
porque al non el feliz descubrimiento
le quitaba la gracia y el intento.
Pero «estaban de non»
los partidarios de la tradición.
¿1
ww
•í,- Al
tm
^^
veía las columnas con su lema,
por cuyo medio el héroe de la clava
parecía que, oculto, le gritaba:
• ¡Navegante, no quieras ir más lejos!
; Naufragarás, si no oyes mis consejos!
,Si estimas tu pellejo, vuelve a casa,
;ue de aquí nadie pasa!»
Con lo cual, tembloroso y medio muerto,
ivegante regresaba al puerto.
El caso es que, por orden de aquel Carlos,
todos los non, tuvieron que sacarlos;
y el Plus Ultra quedóse como lema
de todo escudo y nacional emblema
que preside españolas ceremonias,
aun después de perdidas las colonias,
como diciendo nuestra madre España:
Son de mi sangre y de mi propia entraña
las tierras que veréis allende el mar,
plus ultra, si llegáis a atravesar
este paso, donde Hércules famoso,
buscando a sus fatigas el reposo,
levantó dos columnas casi dóricas
i/jgún las referencias prehistóricas),
i:'norando que América, dormida,
::'j1o aguardaba el soplo de la vida,
'lue hoy muestra su potencia
':n la Industria, en el Arte y en la Ciencia.
Y si queréis mejor demostración,
Plvs Vltra os la dará, con sus primores,
porque es, sin desdeñar a las mejores,
el Non plus ultra de una ilustración.
/
».'^'
JVAN
:k
— IJÍ
^^'i_n'r^>x—
EL NUEVO ENVASE PORRÓN
PARA ACEITE DE OLIVA
(patente exclusiva de la casa JOSÉ BAU)
EL ACEITE ESTÁ ENCERRADO EXENTO
DE AIRE. -CADA PORRÓN ESTÁ LLENO
POR COMPLETO DE ACEITE.
HIGIENE Y economía
Significa una evolución importantísima en beneficio de los con-
sumidores de aceite fino de oliva, la creación de este nuevo envase
(Porrón) que resuelve de golpe las dificultades y deficiencias que
lodos encuentran en los envases más o menos cuadrados.
LA economía E higiene DEL ACEITE ENVA-
SADO EN PORRONES, en vez de en latas comunes, fácilmente
se demuestra:
Las latas comunes, por el hecho de no terminar en cúspide, no
pueden ser llenadas, haciendo el vacío de aire; contienen, por lo tanto,
aceite en contacto con aire encerrado.
Las latas comunes, por el hecho de no tener cúspide, no pueden
vaciarse completamente, siempre queda un gran desperdicio de aceite
en el ángulo correspondiente al orificio practicado para abrir la lata.
Las latas comunes, por el hecho de no tener cúspide, contaminan
el aceite asi que se abren, porque la superficie es plana y caen sobre
ella materias extrañas (en la cocina o en la despensa), y cuando se
sirve el aceite, se contamina más o menos con dichas impurezas.
Hasta el aceite de botellas ofrece la desventaja de que la per-
sona que toca el tapón con las manos o que lo deja impropiamente en
cualquier parte, al meterlo para tapar la botella, contamina la parte
interior por donde tiene que pasar después el líquido.
CON EL TAPÓN PATENTADO DEL PORRÓN
BAU, se garantiza la pureza del aceite hasta la última gota de su
contenido, por cuanto no se puede meter la tapa dentro del gollete:
lo cubre externamente (tapa por afuera).
NO SE ENCIERRA AIRE Y ACEITE DENTRO de los
porrones, porque cada envase se llena íntegramente y se cierra después
de practicado el vacío. La enorme ventaja de aislar el aceite del aire,
es el fundamento más esencial de este invento de la casa Bau.
NO QUEDA UNA SOLA GOTA DE ACEITE EN LOS
PORRONES vacíos, porque, rematando en cúpula cada envase,
se desliza hacia ella hasta la última gota de aceite.
NI EL HOLLÍN, NI EL POLVO, ningún cuerpo extraño,
ninguna impureza puede entrar en los porrones de aceite Bau, porque
resbalarían por la cúspide y por la parte de afuera de la tapa.
NO SE CHORREA ACEITE, no se pierde aceite como en
las latas comunes, porque, gracias a la disposición de la cúspide del
porrón y de su boca, el aceite sale sin correrse y sin derramar.
PÍDANSE PROSPECTOS EXPLICATIVOS.
NO SE HA AUMENTADO EL PRECIO.
El costo de cada porrón vacío, es igual al costo de la lata común
y, por lo tanto, la casa José Bau entrega el aceite en porrones a exclu-
sivo beneficio de los señores consumidores, sin el menor aumento de
precio.
DE VENTA EN TODA LA REPÚBLICA. PÍDASE
POR SU NOMBRE: "PORRÓN BAU".
Agencia del aceite "Bau", en Buenos Aires
Freixas, Urquijo y Cía. - B. Mitre, 1411
X 'i_n^í2^^—
LOS CAMBAROS DEL COCOTERO
A primera vista, parecerá esto al
curioso lector algo tan extravagante
y absurdo como si se hablase de las
liebres del coral. Pero si se tiene pre-
sente que la Naturaleza siente a veces
extraños caprichos y crea seres, for-
mas y hábitos en absoluto reñidos
con la lógica, ya no se le antojará tan
inadmisible la existencia del cangrejo
ladrón o cámbaro del cocotero, una de
las muchas curiosidades que ofrece
el mundo orgánico.
Vive esc crustáceo en las islas Kee-
ling o de los Cocoteros, en el océano
Indico, al Sur de Sumatra. Su volu-
men es lo bastante respetable para
infundir cierto pánico entre bañistas.
si le fuera dado al cangrejo de refe-
rencia hacer su aparición en cual-
quiera de las playas de moda. Mide,
en efecto, unos 30 centímetros de lon-
gitud, alcanzando las pinzas hasta 15
centímetros. Nuestro dibujo, da idea
del tamaño a que suele llegar en su
edad adulta.
Otra de sus particularidades, y
ésta bien digna de meditación en
cuanto demuestra las conveniencias
indiscutibles de adaptarse al medio.
es su sistema de vida. El cangrejo
ladrón fué habitante de los dominios
inmensos de Neptuno. antes de ser
inquilino de la tierra. Perteneció a la
variedad denominada «Paguro» o
• Bernardo el ermitaño», que, como
casi todo el mundo sabe, vive ceno-
bíticamente bajo las ondas, aposen-
tado en una concha de caracol. Arro-
jado un dia por la resaca sobre la
playa de las Islas Keeling. adentrósj
hacia el tan citado «bosque de los
cocoteros», por el que suspiraban hace
20 ó 30 años muchas tiples y sigue sien -
do refugio ideal de no pocos bípedos
del sexo masculino sin aficiones líricas.
Un coco detuvo al crustáceo en su
viaje de exploración intra-insular.
LOS CAMBAROS DEL COCOTERO, EN LAS ISLAS DE KEELING
En vez de amedrentarse, como hubie-
la hecho cualquier homo sapií'iis apo-
cadillo. requirió las pinzas, perforó
el fruto, devoró la pulpa y encontró
al manjar indiscutiblemente superior
al submarino, y desde luego más fá-
cil de apresar que los moradores de
las rocas subacuáticas, que suelen opo-
ner marcada resistencia a dejarse co-
mer. Y resolvió establecerse en la isla,
Pero ello implicaba un cambio ra-
dical de costumbres. Lo que empezó
a practicar. Criatura solitaria, hízose
sociable; de huraño se convirtió en
comunicativo: tomó esposa y tuvo
abundante prole, que ya no hubo de
cobijarse en caracoles vacíos, morada
incompatible con el desarrollo de la
familia cangrejil, sino que eligió como
albergue las quebraduras del terreno.
Una vez organizado socialmente, pro-
cedió a modificarse con arreglo al
medio. Al aparato respiratorio llevó
importantes reformas, disponiéndolo
de modo que mientras la parte supe-
rior del mismo sirve para el aire at-
mosférico, la inferior sigue siendo
apta para la respiración acuática, si
alguna vez realiza visitas al mar, es-
pecialmente las hembras, en la época
de la cría.
Niegan ciertos naturalistas que el
«cangrejo ladrón» trepe a los árboles.
Sin embargo, todas las observaciones
modernas están de acuerdo en conce-
der al curioso crustáceo esa habilidad,
si bien no tiene por objeto, como an-
tes se creía, el aprovechamiento de
los cocos. Acaso no se trata sino de
un mero pasatiempo deportivo. ¿Para
qué molestarse se dirían los pri-
meros cangrejos de la isla Keeling,
buenos razonadores a fuer de ermi-
taños en subir a los cocoteros en
pos del fruto, si el árbol providente,
contando con la ley de gravedad, nos
deposita la comida en el suelo?
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iiiiiimiiiiiiiitiiiiKiiN
LA MANO
QUE APRIETA
iiiitatiiiiniimtimiiMuiitriiitiiMiiiiiiin
Muy pocas veces la cinematografía universal ha
presentado películas tan emocionantes como esta
que nos ocupa,' y la cual se está exhibiendo por la
Casa Max Glücksmann. en los cines Petit Palace
y Palace Theatre. «La mano que aprieta» es una
célebre novela de episodios policiales narrada por
Pierre Decourcelle, con una intensidad tal. que
desde sus primeros asuntos hasta su termina-
ción no decae siquiera por un instante el inte-
rés que despierta. Una banda de malhechores.
«La ma.To que aprieta», opera sus fechorías por
puros procedimientos científicos, po-
niendo en juego las más estratégi-
cas y hábiles combinaciones de la .
mecánica, la ingeniería, la electri-
cidad y otras diversas artes con
que el hombre puede realizar pro-
digiosos hechos. El escenario de la
banda es New York, donde hace
victimas innumerables entre ban-
queros, multimillonarios y bolsistas,
coa gra.i estupor de las autoridades
y de la sociedad. Dondequiera que
«La mano que aprieta» ejerce su
acción misteriosa, !a investigación
judicial tropieza con las más estu-
pendas sorpresas de la ciencia. Los
golpes se llevan a cabo bajo la más
recta disciplina científica.
La obra se inicia con el episodio
del banquero Taylor Dodge, presi-
dente de la compañía de «Seguros
Reunidos», quien se apodera de do-
cumentos comprometedores para «La
mano que aprieta», autora de di-
versos crímenes y robos de gran
sensación; y al tener esos papeles,
Taylor solicita el concurso del de-
tective Foster, por cuenta de la
Compañía, y al detective Justino
Clarel. Este es un hombre de vastos
conocimientos electro-químicos, mé-
WAI.TER JAMESON
ELAINE DODGE
dicos, mecánicos, y en una palabra, un detec-
tive moderno, con más que suficiente prepara-
ción para ser un eficaz auxiliar de la justicia
en el descubrimiento de los hechos de la banda
temible. Clarel llega al despacho del banquero y
le halla muerto de una manera misteriosa. En esa
situación se inician las mil emocionantes inciden-
cias de la maravillosa película, hasta el descubri-
miento final de quien es «La mano que aprieta».
Toda la película tiene un interés de espectáculo
y de ingenio. La acción de la banda malhechora,
que se señala por la forma inteligente como se
llevan a cabo los delitos, encuentra continuamen-
te el escollo de Clare!, que conoce sus
procedimientos. Cuanto más misterio
pone «La mano que aprieta», más anali-
za el detective las consecuencias, re-
sultando a cada episodio un triunfo de
la policía científica. La inquietud, la
persistencia, la perspicacia, el método y
la novedad, son las principales características de
a emocionante película, que con tanto éxito nos
está dando a conocer la Casa Max Glücksmann.
Los más grandes cinematógrafos del mundo han
representado esta película, con un éxito que bien
puede llamarse eminente.
Por ahora se da en el Palace Theatre y Petit
Palace. según decimos más arriba; pero dado el
extraordinario interés demostrado por el piiblico
para conocer tan sensacional película, ella se hará
conocer muy pronto en otros cines, donde sea más
difundida y queden satisfechos los deseos del
espectador.
Como detalle que puede corroborar la impor-
tancia de esta gran película, observamos que
nuestro colega «La Pren,sa". haciendo una excep-
ción, está publicando en folletín la novela en que
ella se inspira, y que se conoce, de ese modo, si-
multáneamente con el espectáculo cinematográfico.
— P>I_rv^^
EL DERROCHE DE LA GUERRA
COMPARACIÓN GRÁFICA DE LOS ALIMENTOS CONSUMIDOS POR EL EJERCITO ALEMÁN, EN UNA
SEMANA, CON LA CATEDRAL DE COLONIA
LO QUE CUESTA MANTENER UN EJÉRCITO, Y LO QUE CUESTA
MATAR UN HOMBRE EN LA GUERRA ACTUAL
El problema de la alimentación de un ejército en tiempo de guerra es de
tan vital importancia, que muchísimas batallas se han perdido a cau.sa de
un mal aprovisionamiento, que ponía en condiciones de inferioridad a uno
de los ejércitos combatientes.
Las raciones de cada soldado varían en todos los ejércitos, debido a gustos
de raza y a las condiciones climatológicas del país; así, la ración de carne del
soldado francés es muy diferente a la ración de carne del soldado alemán.
Como base de comparación, he aquí la ración diaria de un soldado alemán
en tiempo de guerra:
750 gramos de pan fresco, o
500 — galleta.
373 — carne cruda, o
200 — de roastbif, cerdo, cordero o embutidos.
125 — arroz, o
250 — harina, o
1.500 patatas.
28 ^ sal.
28 — café (tostado), o
30 — café (sin tostar), o
3 — té y agua de azahar.
El adjunto dibujo es una comparación de la Catedral de Colonia con la
masa de alimento que consume el ejército alemán en una semana.
Tenemos un panecillo que pesa kilos 30.065.000, y que tiene una altura
de 125 metros.
El pedazo de carne tiene 60 metros de alto, y pesaría 8.015.000 kilos.
Las patatas son las unidades más pesadas de la ración, y el tubérculo
del grabado tendría 650 metros de altura y un peso de 60.165.000 kilos.
El saco de azúcar tendría 13 metros de alto y pesaría 682.500 kilos.
Tales cantidades de comida parecen casi increíbles.
El kaiser ha dado siempre gran importancia a las comidas de sus tropas,
y son muy frecuentes las visitas que hace a las cocinas de campaña, donde
prueba él mismo la comida.
Los lectores se darán alguna idea de lo que cuesta la guerra, cuando sepan
que el coste diario de provisiones para los ejércitos hoy en lucha es de se-
senta y dos millones de pesetas, sin contar gastos de transporte, que alcanzan
la suma de veintiún millones de pesetas. La verdad que es una cuenta muy
grande de carnicero, panadero y tendero, ¿verdad, lector?
Ya que hemos visto lo que cuesta alimentar al ejército, veamos ahora lo
que cuesta matar a un hombre en la guerra.
Debido al enorme precio de las armas de guerra, a los explosivos usados,
cada día más complicados, los disparos cuestan muchas pesetas, y si se trata
de obuses de gran tamaño, muchos miles de pesetas.
Además, como la mayoría de las balas no hacen blanco, y el tanto por
ciento de hombres muertos es muy pequeño, comparado con el número de
disparos hechos, resulta que cada hombre muerto le viene a costar al enemi-
go unas 7.500 pesetas.
En la guerra boer, esta suma subió a 200.000 pesetas.
Resulta, pues, más barato el respetar la vida del hombre.
Es más barato dejar de matar gente.
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— i3>r :>v^íí5 "v^LmK?>5v —
EL AJEDREZ
EN EL TEATRO
Con el objeto de que el mayor
número posible de personas pueda
seguir una partida de ajedrez, a
un empresario teatral de Dakota
del Norte. Estados Unidos, se le
ha ocurrido emplear un procedi-
miento que le ha dado buenos re-
sultados.
Ha mandado hacer un tablero
enorme, de cuero muy flexible,
que coloca en el escenario, de ma-
nera que pueda ser visto de todas
partes del teatro. Cada cuadro
del tablero tiene un agujero, en el
cual se cuelgan, de un gancho que
tienen por detrás, las piezas, que
son hechas de madera liviana.
A ambos lados del tablero, hay
dos filas de agujeros para colocar
las piezas que reciprocamente se
toman los judagores.
Estos se sient^ a jugar en una
mesa de ajedrez de las corrientes,
y cada una de las jugadas que
hacen es reproducida en el gran
tablero por un individuo encarga-
do de mover, con un puntero es-
pecial para el caso, las piezas,
como indica el grabado.
El procedimiento ha dado, co-
mo deciamos. buenos resultados,
pues basta que se anuncie una
partida entre jugadores más o
menos conocidos, para que el tea-
tro se llene, con gran contenta-
miento de los aficionados y del
ingenioso organizador de esta cla-
se de espectáculos.
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i
\
'K-^
V
LA DISTINCIÓN SE
OBSERVA EN EL DETALLE
CA TU & CHA VES, auténtico centro de elegancias J) refinamiento estético. Ja al detalle, la importancia primordial que la moda le asigna.
Cuando la tendencia de la moda actual fué sancionada, CATH fr CHAVES se apresuró a vender a bajo precio, cuanto complemento ¡le ¡a
toilette femenina, no armonizara con la linea nueva.
EL CALZADO, en lodo tiempo fué cuidado por las elegantes, )/ lógicamente no podían calzarse con la falda "campana", el mismo zapato
que antes usaban con la pollera "entravé".
CA TH &■ CHA VES agrega un nuevo triunfo, a la ya larga lista de los conquistados, afirmando ser la única caso que posee el calzado de
PUNTA ACUD.4, que realza, J forma parte integrante de la falda corta Ji ancha, dando al pie femenino, una brevedad graciosa y afilada.
CA TH & CHA y ES, como prueba definitiva de cuanto asevera, suplica a las señoras observen los figurines que Paris envía, donde
hallarán reproducidos los hermosos modelos de Botas y Zapatos, que magníficamente expone en el ANEXO, y esperan su fallo.
ANEXO:
Avenida de Mayo,
Perú
y Rivadavia
ANEXO:
Avenida de Mayo,
Perú
y Rivadavia
>>=s.—
MARAVILLAS
DEL MUNDO CIENTÍFICO
LAS JOYAS DE ANFITRITE
UN GRUPO DE POLICISTINAS
Una prueba más
de que el hombre
no tiene el mono-
polio del arte, son
las policistinas, mi-
croscópicos anima-
les marinos, cuyas
sorprendentes
formas han sido
reveladas por el
ilustre naturalista
Ehrenberg.
Si se compara el
nombre polioistina
con los grabados ad-
juntos, fácilmente
el lector que desco-
nozca el vocabula-
rio zoológico creerá
que la etimología
es : poli ( mucho ).
cistino{cestillo). En
realidad, cistino
viene de kistis (ve-
berg, creíase que
sólo vivían las po-
licistinas en las cos-
tas de las Barbadas.
El sabio naturalis-
ta las descubrió en
Cuxhaven, desem-
bocadura del Elba.
En la isla Camor-
ta existe una colina
de 90 metros, don-
de se encuentran a
millones. También
están enterradas en
numerosas rocas;
jaspes siberianos,
esquistos sajones,
margen silíceas de
Richmond (Virgi-
nia), Sicilia, etc.
Si el lector tiene
un microscopio y
curiosidad, puede
contemplar el ad-
OTRAS FORMAS DIVERSAS DE POLICISTINAS
jiga), aunque más bien le correspondería al interesante animalito
la interpretación vulgar que hemos apuntado.
Antes de ser sometidos a la profunda mirada del microscopio,
las policistinas parecen un puñado de harina sutil o de cal fina-
mente molida. Mas si colocamos unas partículas de ese polvillo
bajo la acción del revelador instrumento, un mundo de impre-
vista belleza surgirá ante la vista del observador.
Protozoos de la clase de los rizópodos, llama la ciencia a es-
tos artistas diminutos. Tienen el secreto de Jas formas bellas y
de los refulgentes colores; porque, cuando aun están húmedos,
su coloración presenta toda la brillante gama del iris.
Las fotografías que da el microscopio, aquí reproducidas, son
del esqueleto de las policistinas, ar-
madura delicadamente construida en
sílice. Este esqueleto está acribillado
de agujeros, por donde en vida el
protozoasis proyecta al exterior in-
numerables tentáculos. Algunos re-
llenan con su gelatinoso cuerpecillo
todas las cavidades de la armadura;
otros pueden retirarse a las cupulillas
de su guarida natural.
Parecen cestillos de minuciosa la-
bor, rosetones de encaje, esferas eri-
zadas de puntas, frutillas, cascos
chinescos, torrecitas de marfil, co-
ronas, conos, monturas de brillantes.
Un joyero encontraría hermosas ins-
piraciones en estos trabajos de ver-
dadera filigrana natural.
Antes de los trabajos de Ehren-
que a conti-
POLICISTINA DE ABERTURAS
CIRCULARES
UN CURIOSO EJEMPLAR
DE POLICISTINA
mirable espectáculo, siguiendo las indicaciones
nuación reproducimos:
Elíjase un trozo pequeño de roca, pulverícese y hágase hervir
en una solución concentrada de sosa. Fíltrese luego el líqui-
do, conservando el sedimento, que se lavará varias veces, co-
ciéndolo después durante media hora en un tubo de ensayos
conteniendo ácido nítrico; esta operación hará desaparecer
toda huella de carbonato de cal. Por último, se lava el
sedimento repetidamente, a fin de que quede eliminado el ácido
nítrico.
Una vez ya seco el sedimento, se halla dispuesto para el
microscopio. Algunos preparadores
calientan las policistinas secas en
una espátula caldeada a la lampa-
rilla de alcohol, con objeto de dar
a los ejemplares un aspecto opa-
lescente. Las preparaciones pueden
ser montadas sobre fondo negro o
como todo objeto transparente.
Parécenos conveniente insistir so-
bre el hecho, para el mejor éxito
de la operación, de que han de ma-
nejarse objetos pequeñísimos, inve-
rosímilmente diminutos.
El volumen de los ejemplares
cuyas fotografías acompañan al pre-
sente artículo, no llega a medio mi-
límetro; para llenar un centímetro
cúbico sería preciso reunir aproxi-
madamente tres millones de poli- ,.., „.
'^ POLICISTINA DE ABERTURAS
cistinas. exagonales
H
¿SUFRE Vd. DEL ESTÓMAGO?
¿No tiene apetito? ¿Digiere con dificultad? ¿Tiene gastritis, gastralgia, disentería, úlcera
del estómago, neurastenia gástrica, anemia con dispepsia, una enfermedad de los intestinos?
Después de las comidas, ¿tiene eructos agrios, pirosis, vahídos, pesadez de cabeza, sofoca-
ción, opresión, palpitaciones al corazón? ¿Tiene usted DISPEPSIA y dolores al vientre, a la
espalda, vómitos, diarrea? ¿Se altera con facilidad, está febril, se irrita por la menor causa,
está triste, abatido, tiene por las noches sueño agitado? ¿Ningún remedio, ningún régi-
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wm
— T=>LS^^^=> ^ 'l_Tri2>^—
DOA\ LUIZ
1830
Luis Dufaur^
SUCCESSOR -ÍWP
Buenos AiHES ¿¿i
De nada le servirá acumular riquezas, si no
subsana los desgastes de su organismo con un
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ANCHO Y 60 DE ESPESOR, ENCONTRADA EN LOS LAVADEROS DE CHUQUIAGUILLO,
EL 30 DE MARZO ÚLTIMO,
No hay duda que las montañas bolivianas encierran, en sus entra-
ñas, toda clase de minerales. Oro, plata, estaño, cobre, wolfram, anti-
monio y otros metales, son extraídos de uno a otro confín de Bolivia,
proporcionando enormes riquezas a los mineros.
Los trabajos de explotación se efectúan en grandes proporciones
en varios departamentos, especialmente en La Paz, Oruro y Potosí,
donde existen instalaciones modernas y costosísimas.
El museo mineralógico, recientemente instalado bajo los auspicios
del Ministerio de Justicia e Industria, presenta ejemplares raros y
muy valiosos. Grandes bloques de estaño, plata, cobre y antimonio,
destácanse en el museo boliviano, sobresaliendo dos enormes pepas
de oro, procedentes de los lavaderos de Chuquiaguillo, de propiedad
del señor Benedicto Goytia.
Damos las fotografías de estas valiosas pepas, justamente admira-
das por quienes visitan el museo boliviano.
PEPA ENCONTRADA EN LOS MISMOS LAVADEROS QUE LA ANTERIOR. PESA 2.016
GRAMOS Y SUS DIMENSIONES SON: 1 14 MILÍMETROS DE LARGO, 83 DE ALTO Y
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^t2>V—
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qnc comunmente se ha pagado.
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LA GRAN PIRÁMIDE DE KEOPS
Kufuí o Keops, segundo rey de la IV dinastía faraónica, hizo cons-
truir la Gran Pirámide que lleva su nombre y que le sirvió de sepul-
tura. Es la tumba más grande de todas las artificiales, así como el
océano es la mayor de todos los sarcófagos naturales.
Según Flinders Petrie. que asigna al reinado de Keops la fecha de
4731 antes de Jesucristo, Bonaparte incurrió en un ligero error cuando
dijo a sus soldados: « desde lo alto de las pirámides cuarenta siglos os
contemplan ». Tal frase, pudo, pues, pronunciarla César el año 47 antes
de nuestra era. al llegar a Egipto para proteger a la hermosísima Cleo-
patra.
Todo el mundo sabe que la piramidal y antigua obra tiene un volu-
men de 2.600.C00 metros cúbicos, 146 metros de altura y 203 gradas.
Su fotografía, que nos la representa rodeada de una pollada de pirámi-
des menos colosales, es muy conocida. Pero, si esa imagen nos da idea
de la magnitud asombrosa de tal monumento arquitectónico, resulta
más clara la noción de su grandor cuando se aprecia desde poca dis-
tancia y en sus detalles.
Estas condiciones las cumple la fotografía que reproducimos, donde
un grupo de egipcios modernos escalan las gradas de la gigantesca
tumba. Por la acción del tiempo, que es enemigo de las formas geo-
métricas, la gran pirámide ha dejado casi de serlo en algunas partes,
convirtiéndose en un montón de sillares enormes que facilitan el acceso.
De bloque en bloque suben los descendientes de aquellos esclavos y
prisioneros que a fuerza de castigos y ajetreos amontonaron el granito
de una tumba cuyo dueño nunca pensó que ningún pie humilde la
profanaría.
Muchas hipótesis se han ideado para explicar cómo, sin grúas
potentes, ni motores de gran fuerza, pudieron construirse esos se-
pulcros.
No es cuestión de mecánica, sino de psicología. El capricho de los
tiranos convierte a los hombres en hormigas, y el hombre-hormiga
sabe igual que su modelo conducir pesos mil veces más pesados que
su débil cuerpo.
Así se construyó la Gran Pirámide que serviría de tumba a muchí-
simos de los esclavos y prisioneros antes de ser habitada por el cuerpo
embalsamado del faraónico Keops.
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Í9V41
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oro 18 kilates con o sin brillanles legítimos,
variedad de modelos, de $ 350. — a $ 42.
Neceseres para lealro, en cuero, con úliles
de metal dorado malterable. desde $ 13.——
Bolsas para teatro, en seda de colores, o
broché, o todas bordadas con cuentas de
color; surtido, de $ 75. — a $ 35.
Perfumería
Exclusividades Harrods
Loción Flor d'Or, el frasco $ 3.50
Extracto Flor d'Or, el frasco $ 4.50
Polvos de arroz Flor d'Or, la caja, , . $ 2.50
Loción Imperial Acacia, el frasco $ 4.20
Extracto lmf}erial Acacia, el frasco. . . $ 10.50
Polvo» de arroz lmf>erial Acacia, la
<^ai» $ 3.80
Guantes para señoras
Guantes de gamuza, lavables (marca Pe-
rrin). blanco solamente, calidad superior, dos
bolones, el par $ 4.50
Guantes de piel de Suecia (marca Perrin).
blanco solamente, para teatro, calidad muy
fina. 20 botones, el par $ 12.
Guantes de cabritilla, blancos, con cucbílla
negra, gran moda, clase extra, tres bolones
de nácar, el par. $ 4,80
Guantes de piel de Suecia (marca Perrm),
selecto surtido en colores blanco y negro,
calidad extra, tres botones nácar, el par. . $ 4.30
Guantes de rabniílla. gran reclame, co'o-
res surtidos y blanco, buena clase, dos bo-
tones, el par $ 2,90
Pañuelos ñnos para señoras
Pañuelos blancos, bordados y crivados, en
fino linón de hilo, la docena $ 58.
Pañuelos en bnón de hilo, bordados y con
doble vainilla, la docena $ 55.
Pañuelos en Imón, bordados y con vainilla
fantasía, la docena $ 49.
Pañuelos en linón de bilo blanco, con es-
cudos bordados, la docena $ 32.
Pañuelos en linón de hilo, con bordados y
vainillas fantasía, la docena $ 31.50
Pañuelos en linón, lodos bordados alrede-
dor con dibujos nuevos, la docena $ 31.-—
Artículos para caballeros
Galeritas inglesas, formas de última moda,
a $ 12.50 y $ 9.50
Oriones fantasía, nuevo surtido de invier-
no, a$ 15.-, 14.50 y $ 13.50
Gorras Jockey, gustos ingleses, con tafilete
de cuero, a $ 5. — y $ 4.50
Cascos para juego de polo, en blanco y
colores de club $ 14,
Camisetas y calzoncillos de pura lana,
haciendo juego, en colores grises, beige, ar-
tículo liviano y muy abrigado $ 13.80
Medias de lana negra, gran surtido, en bue-
na calidad. $ 2.25. 1.80. 1.60 y $ 1.40
Camisas de tafetán, en colores fantasía,
livianas y agradables, en blanco y rayas
fantasía, a $ 7.50
Camisas blancas, finas, a tablas, con dos
botones, con o sin puños $ 4.
Guantes de cabritilla, tonos habanos vana-
dos, con ojal y botón de nácar $ 4.80
Guantes de cabritilla, tonos habanos, con
costura negra y correa, botón de moda. . . $ 6.50
Guantes gacela, en tonos gris, beige y
blanco, a $ 6.50
Guantes de gamuza, tonos claros, con bo-
lones y ojales $ 4,50
Corbatas de seda, alta novedad, artículo
muy fino, gustos elegidos, a $ 4.50, 4. — .
3,80, 3.- y $ 2.80
Cuellos de hilo, artículo inglés, formas ele-
gantes, cada uno $ 1 ,
COIFFURE POUR DAMES
Transformaciones, ondulaciones,
etc. Estética femenina. Masajes
faciales. Servicio de manicuro
y pedicuro.
Jfíarrods
Florida, 877.
Paraguay, 554.
1
Ét
1
NÚM. 3.
Costumbres de Antaño
AL TOQUE DE ORACIONES
L-tBüJO DE mAI-AGA GRENET !
>>x—
... AL MADGLN
DEL GRAN UbRQj
El Poeta Ignoto que vaga confundido con el
espíritu de la Naturaleza, exclamó un día desde
el fondo de la tiniebla: «iOh alma, cuando verás
la magna luz, la luz conductora por el desierto de
la vida, redentora de todas las soledades, salva-
dora de todos los destierros, impulsora de todas
las alturas!» Y en el seno recóndito de la Tierra
Madre, comenzó a agitarse por infinitas raices, el
germen de la futura flor mística, - Lirio, Rosa.
Nardo, ungido por la Gracia suprema, la que
presiente el sacrificio y la gloria, y que en el verso
de fuego de Isaías, en el salmo perfumado de
David y en la estrofa cálida de Salomón, como en
el cáliz deslumbrante de oro y fuego, anunció su
eclosión eucaristica.
Aquí, en este libro secular, se condensa la su-
blime historia de aquella transfiguración de la
nada en el ser; de la gota de sangre filtrada a tra-
vés de los tejidos de la tierra, durante cinco si-
glos, para que estallase en la cumbre del monte
sacro, en irradiación deslumbrante de virtudes y
dolores, la palabra del Amor sin límites y sin
formas, que sólo tiene una consagración en la
Muerte, en el perdón, que es la gloria de la pasión
humana por la propia inmolación, en la renuncia
de la vida, que es la ofrenda de la sangre al seno
infinito de la madre originaria.
Todas las almas dolorosas han seguido tus hue-
llas; todas las vidas desoladas se han orientado
por tu resplandor; todas las inteligencias incom-
prendidas se han consolado con la esperanza de
abrazarse un día a tus plantas; todas las verdades
ignoradas han dirigido sus alas informes hacia la
mística Estrella polar de la luz única e inextin-
guible. Y todos llegan a su tiempo, unos entre
cantos de alegría, otros entre gemidos de dolor;
los más, desangrados y exhaustos por la fatiga
y el ansia insaciada de la dicha ausente: todos ola-
mando, para oirte de nuevo los que te oyeron,
por ungirse de tu voz los que vinieron tarde,
por bautizarse de tu palabra de vida, los que sólo
hallaron la noche caída sobre la cruz de tu mar-
tirio.
Yo te he presentido en mi niñez de penumbra;
te he vislumbrado en mi adolescencia soñadora;
te he oído en mis confidencias juveniles con el
misterio de la ciencia y las promesas del amor;
te he sentido en mi carne, en mi sangre y en mi
espíritu, en la tragedia de la vida; he penetrado
en el silencio de tus labios, en las heridas de tus
llagas, en la profundidad de los gemidos de tus
desengaños, en la culminación radiante de tus
voces de amor y de caridad, en las palabras rege-
neradoras de tu peregrinación por las sendas del
mundo y del Espíritu, y en la lejanía donde fué
a perderse el último grito de tu dolor universal,
que comienza en el rayo de luz que besó tu frente
en la meditación de los Olivos, y se lanza a la
eternidad, sobre el rayo de luna que besó tus pu-
pilas en la cruz de tu transfiguración más gloriosa.
Vaso intangible de todos los perfumes de virtud;
rey y señor de todos los amores; capitán luminoso
de todas las conquistas de la inteligencia; astro
difuso de toda la vasta tiniebla del mundo; caudi-
llo mágico de todas las almas y las cosas descono-
cidas e ignoradas; flor de carne convertida en an-
torcha; brasa de dolor humano trocada en Sol de
Alegría divina; vidente de todo misterio, desci-
frador de todo enigma, forma ígnea de toda idea,
y escultura translúcida de todo concepto de amor;
océano ilimitado donde van a parar todos los ríos
de lágrimas de la raza humana; firmamento azul
donde se dan cita gloriosa todas las esperanzas
fenecidas y todas las almas extraviadas; ¡con cuán-
ta unción me acerco a tu ara impalpable, a tu
templo inmenso como el universo, al sagrado ta-
bernáculo de tu Evangelio, presentido por tus
profetas, sancionado por tu sangre eucaristica, y
por cuyos versículos haces correr mares de amor,
de perdón y de libertad, en medio de los hombres!
El Poeta Ignoto que anunció tu eclosión maravi-
llosa, mientras vagaba en la noche, al evocarte
en su soledad, presintió la Gran Luz, la de la es-
peranza, la de la liberación y de la gloria; y con
paso trémulo se adelanta hacia el ara de tu Evan-
gelio; y cual si deshojara una por una las rosas
místicas que guardan el inviolado secreto de la
Ciencia y del Amor supremos, vuelve cada una de
sus hojas para beber en cada verso un sorbo de
agua viva, un rayo de luz espiritual, una onda
del infinito perfume de tu Sangre, que es Amor.
Verdad, Poder.
Joaquín V. González.
DIBUIO DE FRIEDRICH.
1 t^>Á^^
Por segunda vez nos ha sido dado ren-
dir nuestro homenaje de respeto y de ad-
miración al ilustre maestro Camilo Saint-
Saéns, que es. sin duda, la figura más
gloriosa de la Francia musical contempo-
ránea. Y nos hemos honrado a nosotros
mismos, al honrar al artista eminente,
para quien no han existido fronteras, como
que ha brillado en toda Europa y en
una y otra América.
El triunfo no ha sido fácil, a la verdad.
Es que debió luchar con ese argumento
hipócrita y pérfido de la «ausencia de
melodía», con que los pretendidos cono-
cedores de todos los tiempos y de todos
los países, han disfrazado su incapacidad
de comprender las formas nuevas o poco
comunes de la belleza. Ha sido utilizado con
Rameau, con Gluck. con Mozart; se le ha usado
contra Beethoven, contra Schumann, contra
Wagner; lo ha escuchado Bizet, y lo escucha
hoy Debussy. También lo soportó Saint-Saéns,
con ser su producción esencialmente melódica.
Cierto es que a las veces ha podido reprochár-
sele el haber aceptado una idea cualquiera,
de escaso valer propio — idea que ha sabido ex-
poner, desarrollar, transfigurar, amalgamar o
matizar con una habilidad maravillosa. Así ha
resultado en muchas obras más ingenioso que
emotivo. Pero son también numerosas las que
reuniendo las calidades esenciales del genio fran-
cés la claridad, el orden, la medida, la dis-
tinción, la elegancia — encierran modelos de
expresión austera y armoniosa. Naturalmente,
como estas últimas no han menester ser defen-
didas, el ilustre compositor brega aún por
imponer también las primeras. Y así es como,
contestando a sus detractores, escribió alguna
vez: « Se pide al músico que oculte su ciencia.
Ahora bien; lo que se entiende por ciencia, en
caso semejante, es, simplemente, el talento, y
cuando se tiene, es para servirse de él y no
para metérselo en el bolsillo. »
Sabido es que Saint-Saéns es. ante todo, un
sinfonista — con razón se ha dicho que « ha
hecho óperas con el alma de un sinfonista impe-
nitente». Se explica, pues, que haya luchado
tanto en su juventud. En aquella época, como él
mismo lo ha recordado, el compositor francés que
cometía la audacia de aventurarse en el terreno
de la música instrumental, no tenía dónde eje-
cutar sus obras; sin contar con que el público, el
verdadero público, huía ante el nombre de un
músico de su propia tierra y que vivía aún...
Fué en 1871 — tenía entonces 36 años, pues
ha nacido en 1835 — que, con un núcleo de
compositores, fundó en París la famosa «So-
oiété Nationale». que tomó por divisa «Ars
galilea», y tanto ha influido en la vida mu-
sical francesa. Allí obtuvo sus primeros éxi-
tos, pero que fueron de consecuencias muy
relativas, tanto que no pudo dar a conocer
su «Sansón y Dalila». terminada en 1874.
La Opera de París no le abrió sus puer-
tas sino cerca de veinte años después,
cuando la obra maestra de su música
dramática había sido celebrada en Wei-
mar - donde se estrenó en 1877, por
influencia de su gran amigo Liszt en
Bruselas y en Ruán. Lentamente, pues,
fué imponiéndose, quien era músico por
«derecho divino», según la expresión
de un biógrafo.
Su obra tan vasta y tan variada, pro-
fundamente francesa, no obstante la
influencia que la escritura acusa de los
clásicos alemanes, dejará una traza en
el arte de su país. Este curioso. re-
cordemos al pasar que la producción
musical no ha bastado a la actividad
de Saint-Saéns. como que ha sido cri-
tico, polemista, poeta, autor dramático
y ha llegado hasta a enviar comunica-
. clones al Boletín de la Sociedad As-
tronómica, y a hablar en sus sesiones
este aislado, este triunfador que no
tiene escuela, que no conoce siste-
mas, se ha equivocado a veces, y
otras no se ha contraloreado suficien-
temente. Pero el artista que ha crea-
do los «Poemas sinfónicos», «Sansón»
y la «Sinfonía en do menor», vivirá
^n la memoria de los hombres.
Miguel Mastrogianni.
— I=>IJVi:5 X 1. 1 k-í.-'K—
/
/,.-/^7'
4:\ y-y^!-'
Charlando de amores, de viajes y de impresiones artísticas,
salían del Plaza Hotel tres ami^fos: un francés, un yanqui y el
cronista.
Los dos extranjeros, recién llegados, lo habían elegido para
cicerone en aquella radiante mañana de junio en que se diri-
gían a Palermo, paseo obligado de la aristocracia porteña.
Al pasar frente a un palacio majestuoso y severo que se eleva
frente a la plaza San Martín, preguntó el yanqui, a quien per-
tenecía,
- Es la casa de Paz, dijo el cronista; uno de los edifi-
cios más suntuosos de Buenos Aires.
— Es realmente muy hermoso — repuso su interlocutor.
— En Europa, — añadió el francés, --- no nos formamos aún
idea de los adelantos de estos países de América. Los supo-
nemos siempre en nuestra imaginación, anchos poblachones
coloniales, en donde las mujeres gastan muchos perfumes, ves-
tidos y joyas muy costosas, pero en los que no se sabe todavía
ni de arte ni de aristocracia.
— Esa es, desgraciadamente, la idea que tiene Europa de
seSor* zelmira paz
de caihza. retrato pin-
TADO Al ÓLEO, POR EL
N3TAB'_E ARTISTA FRAN
CÉ% nAr,N*N BOUVERET
VISTA EXTERIOR DEL EDIFICIO
:.>:;,otros, y también la tiene América del Norte, donde en una conferencia dada no hace aún tres meses,
decía un honorable yanqui, que los argentinos eran todos mulatos y vivían borrachos,,, errores délos
que poco a poco se ha de triunfar, ya que se encargarán de desvirtuarlos personalidades de la cultura y de
la intelectualidad de ustedes. Buenos Aires es, ya hace rato, una ciudad de primera fila, y se impone a la
admiración de propios y extraños. Vea usted esta doble cadena de palacios que vamos dejando atrás...
Ya llegamos al palacio de Unzué, rodeado de su parque soberbio, y fíjense ustedes a nuestro frente esta
hermosa Avenida Alvear, en donde a uno y otro lado surgen mansiones lujosísimas. Algunas de ellas
encierran riquezas dignas de museos.
Al llegar a la fecha de nuestro glorioso centenario, Buenos Aires ostenta, orguUosa, viviendas señoriales
que nada tienen que envidiar a los palacios del viejo mundo.
--Sin duda — dijo el yanqui, — el progreso es colosal en ambas Américas; tenemos grandes ciudades
y palacios tan hermosos y tan artísticos como los más bellos de Europa.
— Sólo falta en ellos una cosa. dijo el francés. — La pátina del tiempo. Todo en América es dema-
siado nuevo, demasiado dorado. . . Así las casas como las familias. Y eso no es defecto; pero cuando el vino
es bueno, es tanto más exquisito cuanto más viejo...
El cronista y el yanqui, cruzaron una sonrisa. El cronista añadió:
-- Mi querido amigo, de eso no tienen la culpa estos países que, muy jóvenes todavía, recién llegan
al concierto del progreso de las naciones. Les propongo una cosa: desde mañana vamos a visitar palacios
'T"rj >x—
de argentinos. Empezaremos, si como
espero puedo obtener la venia de los dis-
tinguidos dueños de casa, por el que
llamó la atención de ustedes al iniciar
hoy nuestro paseo: por el de Paz.
El palacio de los Paz. levantado con
el trabajo fecundo y honroso del jefe de
la aristocrática familia. — de Pepe Paz.
como familiarmente lo llamaban sus
amigos. — es de una suntuosidad impo-
nente, que recuerda las casas reales.
Desde muy joven, don Pepe Paz, tra-
bajador infatigable y tenaz, se dedicó al
periodismo, y con fe ciega en el brillan-
te porvenir de su patria fundó el gran
diario «La Prensa», sufriendo las penu-
rias de los primeros tiempos, sin desma-
yar y sin perder la esperanza de que sus
sueños de grandeza se verían un día
realizados.
No fué infructuosa la labor de este
hombre que vio al morir colmadas sus
ambiciones, dejando a los suyos herede-
m
Sf i^^f^nr
nrzíiDí V
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Vi.
%
ros de una cuantiosa fortuna, de un apellido ilustre y de
un diario como «La Prensa», que universalmente cono-
cido, tiene un sólido prestigio en la opinión universal.
Habitan hoy esta gran casa la señora Zelmira Paz,
viuda de Gainza, don Ezequiel Paz, actual director
de «La Prensa», casado con la señora Celina Zaldarria-
ga, y don Alejandro Paz, administrador del mismo dia-
lio, casado con la señora Angélica Sastre.
Los salones Luis XVI, del piso bajo, verdaderas mara-
villas de esplendor y buen gusto; el comedor, regia es
tancia del más puro estilo Renacimiento; la suntuosa bi-
blioteca, cuyo inmenso hogar y soberbio moblaje traen a
la memoria aquellas damas déla Edad Media que hilaban
en su rueca como esculturas vivientes; la galería estilo
Renacimiento, a la que prestan mayor realce dos sober-
GRAN HALL LUIS XIV, CONSTRUIDO
CON UNA RICA VARIEDAD DE MÁRMO-
LES DEL PAÍS, DE DIVERSOS COLORES.
VIRÚEN TALLADA Y
PINTADA EN MADERA.
DEL SIGLO XI. curio-
sísimo EJEMPLAR DE
GRAN VALOR ARTÍSTICO.
\ ^vV í;^í¿^^.;
iHlfW:
LÜt?
:/:é^
y'*f^^3li^fJS^^^^^^
"LJm 3 tó
GRAN COMEDOR, ES-
TILO RENACIMIENTO,
INSTALADO EN LA
PLANTA BAJA DEL
EDIFICIO,
"PACHA"
PERRO DE POLICÍA
—j=>LJ>^i^ "VJ-mi-j^x—
"MR. MINOUSSE , CATO DE ANGORA
ORAN BIBLIOTECA
bias telas de Zuloaga; la
salita Luis XVI. donde se
admira el retrato de do-
ña Zelmira Paz de Gainza.
obra maestra de Dagnan
Bouveret. el jardín de in-
vierno, que parece escapa-
do de un cuento fantástico
de Edgar Poe, por lo mara-
villosamente misterioso . . .
hasta el jardín, radiante de
sol y alegría, todo allí es
derroche de buen gusto, que
no cesa uno de admirar.
El departamento parti-
cular de doña Zelmira Paz
de Gainza, hasta donde su
exquisita bondad ha dejado
llegar nuestra mirada in-
discreta, tiene, si cabe, ma-
yor encanto que el suntuo-
so piso bajo, pues allí reina
una atmósfera de sencillez
y de intimidad, que impre-
siona agradablemente.
En el dormitorio Luis
XIV. una virgen de made-
ra, tal lada, del siglo x i , atrae
inmediatamente la aten-
ción... Dicha imagen es
una obra de arte de inesti-
mable valor, lo mismo que
la tela de sujeto religioso
que se admira en un extre-
mo de ia amplia habita-
ción, tela que cuenta va-
rios siglos y que. aunque
sin firma, debe ser obra
de algún maestro déla an-
tigüedad, a juzgar por su
maravilloso colorido.
OTRA PINTURA DE 2ULOAGA
Este palacio ha sido obra
de los arquitectos Gainza
y Agote, y fué considerado
hace años en un plebiscito
como la obra arquitectó-
nica mejor de Buenos Ai-
res, por la severidad de su
estilo y la suntuosidad de
su construcción.
Cuando se piensa que
gracias a la labor ruda de
un hombre infatigable y de
preclaro talento, se llega a
la grandeza que representa
hoy «La Prensa», propiedad
de la familia de Paz, se ad-
mira doblemente el temple
y la perseverancia de aquel
que, gracias a sus propios
esfuerzos, secundado por la
inteligencia y la exquisita
bondad de su esposa, doña
Zelmira Díaz de Paz, al-
canzó, después de cruentos
sacrificios, uno de los pues-
tos más encumbrados, no
solamente el que le corres-
pondía socialmente, por su
origen aristocrático, sino
financiero y político.
Grandezas como la de los
Paz son un ejemplo, má-
xime cuando los herederos
del apellido tratan de ha-
cer olvidar su riqueza,
permitiendo subir hasta
ellos, con la sencillez de su
estirpe, a los desheredados
de la fortuna.
Emilio DuruY de Lome,
A I • TI : ' ' I
Fotografías Gil-Waring
y Cillow y Plvs Vltra.
'ta>^-
ARTE MODERNO
MUJER ÁRABE
ACUARELA DE SOROLLA
DE LA galería DE LA SEÑORA MARÍA ¡. DE SANTAMARI]
— IZ>1.^>>^^ ~V^l_mK2>=S. —
cn-iA-PRi/íon-
De la escuela vecina llega un vocerio infantil.
claro tumulto de metales. Se prolonga en ecos
precisos por los corredores, vastos y umbrosos co-
rredores del que fué solar rico, ahora cerrados, en
la arquería que da al jardín, con altas rejas en las
que se recuestan romeros y albahacas. Y aunque
a esa hora mediana sahuman al caserón olores de
vega tropical, evocando como una placidez egló-
gica. se sabe por el silencio austero, por la regu-
laridad de los movimientos y las actitudes fati-
gadas de las que allí viven, que se está en una cár-
cel. A poco, se siente que a aquellas mujeres ilu-
siona una esperanza que de tan lejana apenas es
consciente, o pesa sobre ellas una resignación que
se va haciendo indiferente a todo. Les cuesta pro-
nunciar las palabras, y en la monotonía de su
vida, el silencio cobra la naturalidad de una cos-
tumbre. De vez en cuando, en voz baja, las re-
clusas se cuentan su historia. Y como las suertes
iguales y comunes las han despojado de vanidades.
tienen sus frases, dichas sin odio y sin pena, una
fácil y tranquila sinceridad:
Yo tenía una casa. . .
Me pegaba . . .
Aquella noche fatal . . .
Iban mis hijos a la escuela. . .
En verdad, que son muchas las que recuerdan
a sus hijos cuando iban a la escuela. . . Entre-
tanto, como aletazos de muchos pájaros que gol-
pean en el silencio, llega en confusión alegre el
ruido de las voces jóvenes. Y algunas reclusas se
apoyan en las rejas. Levantan la mirada al cielo,
siempre puro y luminoso cuando se ve desde la
prisión, y escuchan ansiosas la algarabía infantil.
Iluminanse los ojos, en los que. poco apoco, ha
puesto la prisión veladuras inexpresivas y la pa-
lidez de los rostros desfallece en rosas tenues. Sin
quererlo, las manos se crispan en los hierros. El
bullicio de los niños es para ellas como matutino
aire de campo, fugaz aurora. Son las madres.
Y rememoran el hogar, el trajín mañanero, las
carteras abultadas por la merienda, y cómo, desde
la puerta de calle, los seguían largamente con las
miradas hasta que, doblando la esquina, desapa-
recía la mancha blanca de sus delantales. Una de
ellas no ha podido reprimir un grito breve, inmo-
vilizada en su actitud de intensísima expectativa:
en esa muchedumbre de voces ha oído una, ais-
lada, clara, que ella sola pudo oir, igual, igual a
la de su hijo por tanto tiempo no visto, . . Ha so-
nado de nuevo la campana de la escuela. Se ahoga
súbitamente todo rumor. Pero ella sigue oyendo
todavía, dentro de sí, ese grito amado, un solo
grito que no dijo nada, y en el que cantan todas
las canciones.
II
Es de tarde, blanca y dorada tarde de verano.
Un lado de la sala es toda vidriera; por un cuadro
de ella, que no tiene vidrio, vese un poco de fron-
da: una rama de álamo, dorada de sol, se balancea
rítmicamente, toda trémula, sobre un fondo muy
azul. Y esa rama verde, y ese pedacito de cielo es,
para las reclusas, todo el mundo, con su cielo
maravillosamente profundo. Si por acaso un pá-
jaro sobresaltara las hojas, todas por verle alza-
rían las cabezas, con pueril asombro. Nadie habla.
Es el obrador de la cárcel. En la pared, muy
blanca, con luz que viene de lo alto, hay cuadros
antiguos de ancha y lisa varilla negra; son estam-
pas de santos: uno. de ingenuo rostro de niño,
genuflexo junto a un cordero: otro, de esclavina
azul y alto cayado, señala una morada llaga en la
rodilla, mientras sus ojos miran, implorantes, las
vigas del techo, también muy blancas. Sobre una
mesa se amontonan piezas de lienzo azul: a los
extremos de la mesa, dos máquinas trabajan con
precipitada laboriosidad, orillando género que cae
sobre los pies de la obrera en ampulosa brazada
que se mueve junto con los pedales. Cosen unas
con meticuloso ensimismamiento. Sobre las cabe-
zas inclinadas de éstas vuelan las miradas de sus
compañeras en envíos de muda conversación. En
un rincón, una reclusa, de alta frente, ojos de lento
mirar levemente velados, rostro muy blanco con
sombritas celestes, hace bolillos, puesto el almoha-
dón sobre las rodillas. Y acelera de pronto, con
prisa precipitada la minuciosa labor, que, a poco,
pierde viveza, se atarda y finalmente las manos
quedan quietas, teniendo cada una. inmóvil, los
palillos tejedores con los hilos tendidos. Fija en
ellos la mirada, son las dos hebras como sonditas
por donde se van los pensamientos de la obrera:
sutiles caminos del recuerdo. Van por los hilillos
los pensamientos, suben en el haz de claridad,
salen por la ventana, atraviesan las calles bulli-
ciosas, entran sin llamar en una casa callada, se
dirigen a donde una cama de niño, se inclinan
ansiosos sobre una cabeza infantil, serena y plácida...
- María Alejandra tiene el mal de los hijos. -
ha murmurado brevemente una compañera que
luego de observar al desgaire a la mujer ensimisma-
da, reanuda con indiferente naturalidad el trabajo.
Y como las primeras sombras llegan, suena la
campana de la cárcel que llama a retiro. Y acaso
sea ilusión, pero bien parece que esta vez tiene un
sonido igual a la otra, la que suelta el vendaval
de las risas colegiales.
III
— ¡Lo heoído toser! ¡Essu tos! |Otravez! jOtravez!
María Alejandra se ha incorporado en el lecho
mísero, presa de desesperada angustia. Sus ojos
buscan, febrilmente ansiosos en la penumbra de
la celda. De allí, de un rincón, ha partido, vio-
le.Tto y convulso, el acceso de tos de un niño.
Y los ojos, desconcertados, no ven allí más que la
blanca pared de la celda. Una compañera, des-
pertada a sus gritos, se le ha acercado, trayéndole
apremios tranquilizadores.
No hay nadie. María Alejandra.
¡La tos! ¡Le ahoga!
Y María Alejandra salta del lecho. Corre hacia
el rincón de la celda que es todavía para ella rin-
cón de su hogar perdido, que es todavía donde ve
una cama pequeña y crispada en la baranda la
mano de un niño. Tomándole una mano, la com-
pañera tranquiliza e implora. Y están delante de
la pared, desnuda, fría, imperativamente descon-
soladora.
- ¡Me ha llamado! dice María Alejandra.
Por cierto, que la compañera no sabe qué decir
ante la honda sinceridad que hay en las exclama-
ciones que oye. Un poco confundida, se ha puesto
a pensar si lo que dice es un breve delirio, nacido
de los sueños, o si. de veras. María Alejandra,
prodigiosamente aguzados sus sentidos de madre,
ha sentido clamar por ella al hijo ausente.
Y he aquí que ambas, tomadas de las manos
trémulas, en la penosa expectativa de una queja
que debe venir de muy lejos, se han puesto a es-
cuchar en la noche enorme.
IV
¡Día bendito! Una buena nueva han traído para
María Alejandra. Buena nueva que abre rosas en
sus mejillas y pone en sus ojos una cambiante
vivacidad, un límpido brillo di piedra preciosa.
Por fin van a permitirle ver a su hijo. ¿Qué im-
porta la cárcel? La vida misma, ¿qué importa, si
ha llegado por fin el momento en que todo su con-
tenido cariño se encenderá en un beso, como un
astro de súbito encendido? La cara presencia trae-
rá en su cuerpecillo la libertad y el mundo que la
ha proscripto. María Alejandra, transfigurada, cie-
ga, corre por la galería cuya sombra seca las vidas.
E imagina la actitud del pequeño, desasiéndose de
la acompañante por arrojarse a sus brazos; alza-
do, pasará a través del ventanillo sus bracitos que
ella oprimirá largamente contra sus labios. . . Le
llamará con todas las palabras pequeñuelas con
que le adormecía, y él, como antes, las irá repi-
tiendo con balbuceo torpe y en la boca el gestillo
que no sabe si reír o llorar.
Abre la portera el ventanillo en una hoja de la
gran puerta de roble. Junto a él, del otro lado,
en brazos de una mujer, el niño. Tiene abultada
frente, ojos hundidos en altas órbitas y mentón
delgado, de ángulo estrecho. Tiene grave expre-
sión como si algo, una sola cosa, obsediera sus
cuatro años tiernos y fatigados.
Y he aquí que Maña Alejandra pasa de pronto
sus manos porel ventanillo y toma de sorpresa laca-
beza infantil y la atrae hacia ella con dulce violencia.
— |Aquí! ¡Aquí!
Se desprende el niño y la mira asustado; ve la
pálida cara de la madre que lo contempla suspensa
de emoción. Ve la pálida cara y los brazos extendi-
dos. Y no la reconoce.
- ¡Soy yo! ¿No ves? ¡Soy yo!
De nuevo María Alejandra trata de apoderarse
de la cabeza del niño, en cuya carita ya al susto se
hermana lafiereza. El niño se retrae impulsivamen-
te y se refugia en los brazos de la mujer que lo trajo.
— ¡Vamos! — exclama impaciente.
El niño la ha olvidado.
- ¡Vamos! -- insiste sollozante.
María Alejandra, pálida y muda, se apoya des-
falleciente en el portón sombrío: ¡La ha olvidado!
Cada vez más nervioso, el niño quiere irse.
- Volveremos, - dice la mujer.
Pero María Alejandra no la oye. Siente que.
más que la cárcel, la esquivez del hijo la ha sepa-
rado del mundo. Y es entonces el suyo un gesto
de sacrificio: con su propia mano cierra el venta-
nillo por el cual acaba de ver todo lo que la tiene
unida a la vida.
Su figura inmóvil, e.T la actitud de esas estatuas
marmóreas que custodian las puertas de los se-
pulcros, tiene una dulce claridad en la penumbra
del corredor carcelario.
Ricardo Mortimor.
DIBUJO DE ALONSO.
T^I-^ y5v—
PAISAJES ARGENTINOS
AL ABRIGO DEL OMBÚ
DIBUJO AL CARBÓN. POR ÁLVAREZ
— ii>LPv-s -«^'Lma^v—
Todas, todas las tardes, veréis como sale del
Convento.
(El Convento es una vieja casona de portal.
Hay unos escaloncitos de ladrillo y mezcla, por
los cuales se asciende. La gente del pueblo la lla-
ma, enfáticamente, «el Convento». Está enclava-
da al otro lado de la plazuela, al costado derecho
de la iglesia, frente al Cabildo.)
El Cura sale del Convento, todas las tardes. Sa-
le, como siempre, en la sola compañía de su perro.
un perro zancarrón, lanudo, al que los muchos
años hacen cojear de una pata. El perro le sigue,
despacioso, separándose apenas un instante para
olfatear una esquina, en cuya pared perdura el
rastro amarillento de otros perros, y hacer lo
mismo que éstos hicieron poco antes. Son, ese
perro y la criada setentona, los únicos compañe-
ros del Cura. La criada pasa el día, ya en la coci-
na, guisando para el amo, ya en la solana, remen-
dando las medias negras; echándole un zurcido a
la raida sotana, haciéndole un añadido a una al-
ba, o disimulando el deterioro de alguna casulla.
Y cuando sus pobres manos están, por un momen-
to, ociosas, agarran el rosario, y entonces, en tanto
Jas cuentas de vidrio van pasando, van pasando
entre sus dedos nudosos, los labios bisbisean y los
ojos se entrecierran, como en un arrobo inefable.
El Cura ha salido, como otras, esta tarde. Ha
atravesado la plaza. Al pasar frente al atrio, ante
la Cruz del Perdón, recta sobre su poyo resquebra-
jado y tinoso, se ha persignado. Luego ha tomado
la calle, recta, recta, y ha ido hasta el cementerio
nuevo, más allá del Calvario. Va con el propósito
de desentumecer las piernas. Una vez llegado al
cementerio, empuja la puerta de tablas, desploma-
da a medias, y por enmedio de las filas de toscas
cruces que despliegan sus brazos entre los mogotes
de zacate limón y las matas cundidas de maravillas
y de siemprevivas, llega hasta un altozano que do-
mina el cementerio, y a su vez, el camino. El Cura
arroja su sombrero sobre la hierba, y, sentándose
sobre el mullido tapiz, abre su breviario, y comien-
za sus oraciones cotidianas. Sus dedos tembloro-
sos van volviendo las páginas descoloridas. Entre
esas páginas, hay estampitas, y las cruzan listones
de colores, a cuyos extremos penden medallitas
deslustradas. Los labios delgados y exangües del
viejecito bueno y candido, apenas se remueven.
Entre los escasos dientes, amarillentos como el
teclado del armonio del templo, entre los dientes
roñosos y deteriorados, la oración va pasando, y
como lana de vellón entre zarzas, va dejando
prendidos algunos copos. Es apenas como un zum-
bido de abejorro dentro de la corola de una roza-
gante chocolatera. El Cura reza, mientras los pá-
jaros indisciplinados se desternillan, cantando, en
los ramajes espolvoreados de oro por el sol po-
niente. Hay mariposas, muchas mariposas, enjam-
bres de mariposas que vuelan al redor de los fron-
dosos haces de lirios, sobre las espesas manchas de
borraja. Una, un soberbio pavón de alas de ter-
ciopelo recamado de filigranas, llega hasta donde
el Cura reza, y ahí se está, un instante, sacudiendo,
nervioso, las anchas alas. De pronto, describiendo
una curva, salta hasta las manos del Cura, y se
queda, esta vez, inmóvil, fijo, plegadas las alas.
El Cura, que es hermanito del Seráfico San Fran-
cisco de Asís, y que llama «hermanos» a los seres
y a las cosas, contempla con ujos filiales, con ojos
húmedos de ternura, a «la hermana mariposa», y
la deja tranquila, ahí donde está, clavada al borde
del breviario, como un broche de gemas rutilantes.
Por el camino blanquecino va pasando una ca-
rreta entoldada. El porraceo de las ruedas en los
baches y carriles, apaga, un instante, el rumor de
vida del cementerio. No se oye a los sinsontes, que
ritornalizan en un chaparro de chichicast-?. cuyas
ojasas rugosas cobran, al reflejo solar, vivido titi-
lar de escamas. No se oye, a la parva de guacakhias
que alborota entre las pencas de los piñales. No se
oye a la gustumona. que en lo alto deunguachipilin
despide con sus arrullos al dia que se va y saluda
a la noche que "^e avecina, misteriosa, de puntillas,
arrastrando sus crespones de viuda. No se oye al
grillo que inicia su agria sonata bajo unas piedras
musgosas. No ss oye, tampoco, el leve crujido de
las hojas secas que remueve el arrastre de alguna
cautelosa sabandija. La carreta pasa. Se aleja. A
la vuelta de un recodo del camino, entre los follajes
polvosos, se pierde su toldo de cuero de res. Se
apaga el porraceo de sus ruedas en los baches y
carriles. La mariposa ha volado. Allá se ha ido, a
posarse en el filo del recio embudo de un floripon-
dio, a emoriagarse en el aliento capitoso de la so-
lanácea. El buen hermanito del Seráfico San Fran-
cisco de Asís, la ha visto irse, con honda melanco-
lía; la ha visto detenerse en la peligrosa flor, como
en el vestíbulo de un antro de perdición. Ha sus-
pirado, pensando en <ia hermanita» que se des-
carría. El alma del Cura es frágil y sonora, como
un cristal de bacará. Sus labios marchitos, sus
labios inconsistentes, se agitan por última vez.
¿Piídirán acaso al Señor que está en los cielos, y
que lo observa todo, pedirá a ese Ser, todo bon-
dad, todo ternura, que vele por aquella desgra-
ciada errabunda? El Cura cierra su breviario,
forrado de pana negra. Toma su sombrero de teja,
y se lo pone. Se incorpora. Alguna brizna de hier-
ba, alguna magullada florecilla, se prenden al
paño del raído balandrán. El Cura avienta una y
otra de un papirotazo. Y descendiendo, despacioso
del altozano, cruza de nuevo por enmedio de las
cruces diseminadas del cementerio. Al trasponer
la puerta, se vuelve, y con gesto rápido, se santi-
gua. El altozano aparece en el fondo, desdibujado,
borroso. En el fastigio de los cerros que cierran
el horizonte, el sol ha dejado, apenas, una tenue
orla de tremante cobre. En el tronco de un amate
descuajarginado, un escuerzo invisible hace re-
chinar su torno de madera. El Cura, pian, piano.
regresa al Convento. La vieja criada espera, impa-
ciente. Los guisos humean en la mesa, cubierta de
almidonado mantel de rojas guardas. Una lám-
para de gas arde, apestosa. El Cura llega, deja el
balandrán y la teja y va a la mesa. El Cura come,
silencioso. Es de parco yantar. Enguye, apenas,
dos, tres cucharadas de jugo de carne; la orilla de
una dorada costilla de ternero; un poquín de aro-
moso arroz con quib'tes: una rodajita de pasta de
membrillo, y con el último sorbo del café, el buen
hermanito de San Francisco de Asís, tan sobrio
en el comer, comete un pecado, ¡gran pecado!
El santo varón, saca su petaca, una petaca toda
recamada de turbia mostacilla, y destapándola,
extrae de ella un puro. ¡Con qué pecaminosa frui-
ción lo despunta, con los dientes, e incorporándose
se inclina hacia la lámpara, para encenderlo por
sobre el tubo, en la llama del gas! El Cura, se queda
de una vez en pie. Sin abandonar el puro, se ha
persignado, prestamente. Ha musitado las gracias
al Señor. Luego, dirigiéndose al corredor exterior
del Convento, comienza a pasearse de un extremo
al otro. El puro humea en sus labios, como una
chimenea. Por la plaza del pueblo, que está com-
pletamente a obscuras, se entrecruzan algunos
bultos. En la esquina del atrio de la iglesia, arde,
en su poste, un farol. La llama apenas alumbra.
Es un débil manchón cobrizo sobre el muro enca-
lado de la portada, y nada más. Los árboles, que
circundan y dan sombra a la pila pública, recortan
las siluetas de sus copas, en intenso borrón, sobre
el fondo del cielo. Apenas se distingue el Cabildo.
Es una sola mancha imprecisa. El rancherío del
mercado, es una laguneta de betún. Fl Cura ha
terminado su paseo. Es ya la hora de retirarse a
su habitación. En esta habitación, de encaladas
paredes y de techo cruzado por toscas vigas descu-
biertas, hay, en un rincón, dentro de su camarín
de cristales, un crucifijo de marfil y ébano, de ta-
maño más que regular. La anatomía del Cristo es
de un verismo espeluznante. La sangre que corre
en hilos por su rostro macilento, que se coagula
en pegotes en los hundidos costados, parece de la-
cre. A los pies de la imagen, arde una mariposa de
aceite. El vacilante reflejo de la llama presta al
desvaído marfil del Cristo, livores espectrales. En
un vaso, a la vera de la llamita, se amustia un ra-
mito de barbónos azufrosas. Hay, además, un ar-
mario. Un estante de pino con unos cuantos libros.
Hay, ante todo, una hamaca de pita, pendiente de
sus argollas de hierro. El Cura se despoja de su
sotana, y se queda en mangas de camisa, en pan-
talones de dril. En esta traza, busca en la hamaca
el verdadero descanso. El silencio de la noche, la
quietud de la estancia, es apenas alterado por el
agrio chirrido de las argollas. Y ahí se queda el
Cura, siguiendo los caprichosos giros, las frágiles
volutas del humo de su puro, hasta que el desper-
tador de la mesa de noche, marca las diez. En-
tonces se levanta, da una vuelta de inspección al
rededor de la estancia. Corre la falleba de una ven-
tana, atranca una puerta, echa llave a un arma-
rio. En seguida va a su reclinatorio, y ante el Cristo
desangrado, reza sus oraciones. Una vez concluidas
se desviste, calmosamente, y se mete, tranquila-
mente, en la cama. Extingue la vela. Se le oye dar
vueltas. Se le oye resoplar. Luego nada. Instantes
después un sonoro, un estruendoso roncar se ini-
cia, que durará hasta el amanecer, incesante, sin
bajar de diapasón. El buen Cura, el humilde her-
manito del Seráfico San Francisco, duerme como
un bendito.
Arturo Ambrogi.
San Salvador.
DIBUJOS DE SIRIO.
-t:>1S\^S>
Vamos adquiriendo lentamente nuestros valores
morales. Tenemos un poeta más. Y esto es mucho.
Los poetas no descendían a tratar de ciertas
cosas porque las consideraban comunes. En cam-
bio nuestra poesía era la que se llenaba de lugares
comunes. Entre ellos coloco las estrellas, la luna,
el jardín, el crepúsculo de todos los colores, y esto
debía de cansar. La retórica del verso añadía a
tanta pobreza, la pobreza de sus reglas tiradas a
cordel sobre el idioma como la linea municipal
sobre la edificación. El poeta que dignificara las
cosas pequeñas y le quitara el veto de prosaicas
con que las habían cubierto los clásicos mientras
empobrecían el léxico cargando de sobra su pre-
ferencia sobre otros conceptos y giros del decir que
acababan fácilmente en cursis y tilingos, debía
llegar en este momento de liberación para las le-
tras americanas, cuando hasta nuestra pobre he-
rencia espiritual de los Flores y los Acuñas pasa-
ban de moda con el «dulce frenesí, el proceloso
océano y el cierzo helado».
Uno de esos nuevos emotivos que sacan la ins-
piración de la vida prosaica que nos rodea, es
Fernández Moreno. Es de los pocos escritores
que no vive de elementos poéticos prestados, lo
que sorpre.nde cuando aspiran a ser originales
muchos traductores que el país acepta como pro-
pios, apurado en crear valores subjetivos y en
exteriorizar una cultura que «queda bien». Me es
grato, pues, dada su sinceridad, escribir estas
líneas que sirven de dintel a la persona del poeta
^£i£d.-^^
Desde'la plataforma polvorienta del tren,
a derecha y a izquierda, la mirada se pierde
sobre un rugoso monte de espinillo y caldén.
Una mancha de arena, otra mancha de verde
y cada cuatro leguas, el monótono andén
de una estación igual que la estación pasada.
Un nombre primitivo suena bastante bien:
Hucal, Cuatraché, Realicé, Quetrequén . . .
Un jefe gris y un enorme gendarme
con la cara tostada.
que amará luego el lector en sus versos, conven-
cido de que Fernández Moreno es un ejemplo de
creación poética para los que leen y sienten repa-
ros muy justos ante una cosa que se les da como
poesía, que llaman algunos «ambrosía de los dio-
ses» y que no se atreven (ni aun los dioses) a tildar
de buena. Fernández Moreno nos beneficia y bo-
nifica con sus versos humanos y sencillos. Nos
lleva su estrofa de la mano hacia lo humilde que
^>íí'f23
[©V5(^
Lentamente venía la vaca bermeja.
por el campo verde todo lleno de agua . . .
Lentamente venía... Los ojos, muy tristes,
la cabeza, baja,
y colgando del húmedo morro
un hilo de baba.
Enferma venía la buena, la útil.
la única, de la pobre chacra.
— / Hazla correr, hombre !
la mujer gritaba
al viejo marido,
— / Que viene empastada !
Y el viejo marido
los brazos subía y bajaba
y la vaca corrió como pudo,
los ojos más tristes, la cabeza baja.
Junto a un alambrado.
salpicando el agua,
cayó muerta la vaca bermeja. . .
El viejo y la vieja lloraban.
Y vino un vecino
con una cuchilla ajilada,
y en el vientre redondo y sonoro
dio una puñalada.
Un poco de espuma
de un verde muy claro de alfalfa,
surgió de la herida; y el docto vecino,
después de profunda mirada,
acabó sentencioso: — La carne está buena:
hay que aprovecharla ... —
Los cielos estaban color de ceniza:
el viejo y la vieja lloraban . . .
^A*>S1
K^'«»
Q
encierra como la hipotética estrella una chispa del
divino co icepto de la eternidad, puesto que ocupa
un rincón en nuestra vida como el astro un
rincón del cielo. Es un camino lógico el que se-
guimos en su poesía. Vamos de lo humano a lo
divino, de lo natural a lo irreal, sin esfuerzo, te-
niendo por vehículo a las cosas pequeñas y pro-
saicas de las que somos, en la lucha ardua y anó-
nima de todos los días, filosóficamente tan afines.
Moreas hacía sus versos caminando. Como este
griego, Fernández Moreno se apoya para andar
en sus propios versos. Sin preocuparse de cómo
van vestidos sus contemporáneos, le encanta la
modestia de los indiferentes y la tranquilidad de
la edificación perentoria de esta ciudad que crece
lentamente en los alrededores. Por su amor a
nuestra ciudad y sus elementos decorativos, su
poesía se parece a la de Jules Romains, el cantor
de las ciudades modernas y tentaculares, muy le-
jos, por supuesto, del estro del silencio de Rodem-
bach o de los poemas de Verhaeren, ante la mag-
nífica soledad de los burgos flamencos.
Es un poeta Fernández Moreno. No es un doc-
tor en versos. Esto exige una aclaración frente a
tantos doctores. Nuestro poeta es médico, de la
misma manera que Eduardo Wilde, sagaz espíritu
de observación y de ironía, lo fuera, y a quien se
parece tanto este clínico lírico de las pobres cosas
de nuestra vida exterior y única. . .
Vizconde de Lascano Tegui.
DIBUJOS DE ÁLVAREZ.
Una\]pereza gris de mayorales
se dobla vulgarmente en las esquinas.
Abren su boca negra y pegajosa
los almacenes y las fiambrerías.
En frente, en un portal, un viejecito
mesa sus barbas sucias y judías,
junto a cuatro piquetes de cigarros
y un par de números de la lotería.
Fechadas de ladrillos,
cercos de cina-cina . . .
Es hermoso, de noche.
ver huir calle abajo, los tranvías,
con un polvo de estrellas en las ruedas
y en la punta del trole, una estrellita.
^ÍS>*i\
— E3i_;vrsB X : ! i^^.^x-
PÁGINA PARA PASAR EL RATO
LA CURACIÓN DEL DENGUE
Instalado el enfermo (1) en la catrera, mediante el común esfuerzo de
dos buenos amigos (2 y 3), el quintero (4) deposita en el tacho (5) el
tilo con que se ha de hacer la infusión. El médico (6), luego de calcular
que ésta está en condiciones de ser vertida sobre el paciente, pela el
bufoso y le encaja un tiro a la botella (7), con el manifiesto y doble
propósito de provocar el descenso más o menos violento del espirituoso
contenido de la barrica (8) sobre la caja (9), y quitar de en medio al pibe
del candelero (10). Ocurrido esto, un segundo tiro del médico — quien,
por tratarse de ejercicios ajenos a su profesión, no debe errar — diri-
gido contra la botella (II) permite descubrir a los ojos de la cabra
(12) la hermosa perspectiva de un monte... (13). Y como es sabido
que «la cabra tira al monte», el lector ha de disculpar si ésta corta
inadvertidamente la cuerda (14) y provoca el vuelco del sudorífico
líquido sobre el otario N." 1, el que, con tal experimento, es seguro que
salve de su enfermedad o perezca definitivamente. . .
DIBUJO DE MÁl AOA GRENET.
Í->>X—
Sj:>t)'^^}L¿roe/& efe -ftíK¿5popea<a^
El Ariosto no soñó paladín más fan-
tástico y valiente. Los romances caba-
llerescos no tienen una figura tan épica
y temeraria. Nació, como dijo un gene-
ral argentino en el panegírico de su
vida, « para iluminar la historia con
los relámpagos de su espada. »
Los campos de la independencia vié-
ronle pasar poseído de lo que alguien
llamó « el delirio del combate ». Sablea-
dor infatigable del enemigo, decía el
general Díaz, antes de Caseros, cuando
ya llevaba cuarenta años de aquel gue-
rrear legendario a vanguardia: <• Si hay
alguna refriega, pido al general en jefe
que me haga el favor de no darme nin-
guna colocación en que sea preciso espe-
rar para pelear, porque si me obliga a
permanecer a pie firme, después que se
haya disparado el primer tiro, o dado
la primera carga, se expondrá a que yo
dé en el ejército un ejemplo de insu-
bordinación. »
. . .Y ya habían nevado cincuenta y
siete años sobre su frente. Y tenía el
cuerpo acribillado de heridas. Y había
buscado desesperadamente la muerte,
en cien combates.
Decíase de él y de! coronel Zelaya — otro va-
liente — que eran las primeras espadas de la ca-
ballería argentina. No hay una sola de las accio-
nes de guerra en que el general La Madrid inter-
vino, que no pudiera ser motivo de un bajo relieve
magistral.
En los ingenios de Culpina, a inmediaciones del
río Pilcomayo, su arrojo toma los contornos de la
fantasía. Espera al enemigo, que se adelanta en
número de 600 hombres, con un puñado de solda-
dos. Al primer tiroteo su combinación táctica es
desbaratada. Entonces carga con 10 de sus hom-
bres. Rechazado, vuelve a arengar a sus pocos
fieles, hace tocar a degüello y ataca nuevamente.
El enemigo cala bayoneta y espera el choque, con
su primera línea rodilla en tierra. Casi todos vuel-
ven caras, ante las descargas de fusilería, sin lle-
gar al encuentro del arma blanca. Solamente La
Madrid, con tres soldados que le siguen, aviva
espuela, sin cuidarse de los que huyen y caen,
envueltos en el humo de las descargas, llegan,
chocan, sablean la línea, se abren paso con pode-
roso esfuerzo y aparecen después a retaguardia de
los contrarios, levantando La Madrid, en la punta
del sable, un pañuelo con los colores de la bandera
argentina, como señal de reunión de los dispersos.
Y esto no fué todo. La Madrid, furioso, era
como un jabalí acosado. Necesitaba vencer o mo-
rir. Los contrarios, sin perseguirle, se mueven en
socorro de una guardia suya que ha sido atacada
por los indios de Camargo. La Madrid, rehecho
con los suyos, se opone a aquel movimiento y
carga por tercera vez. Los jinetes se corren por
los flancos sin chocar y el heroísmo tucumano es
el único que se estrella contra las bayonetas, de-
jando su caballo muerto de cinco balazos y tres
bayonetazos, al pie de la fila enemiga.
Los mismos oficiales españoles se asombran de
aquel valor. Gritan: « ¡Alto el fuego! ¡No lo ma-
ten! I' Entretanto, La Madrid corre por el campo,
sable en mano, los ojos arrojando chispas de fie-
bre heroica y buscando el punto más débil del
batallón contrario, para echarse sobre él y abis-
marse sólo en la muerte, ávido de un ensueño in-
menso de gloria y desesperación . . . Pero dos de
sus soldados, que comprenden aquel pensamiento.
con el ágil golpe de su astucia gaucha pasan vo-
lando en sus potros, al costado de su jefe, y to-
mándole ambos por los faldones de la casaca y el
corbatín súbenle en ancas y se lo llevan con la
rapidez de una centella.
En la derrota del río San Juan es sublime verle
arrojarse el último a las aguas cerrentosas del río.
defendiendo como Bayardo, en el puente de Ga-
rigliano, la retirada de sus tropas.
¿Y en el Tala?. . . ¿Qué guerrero de las antiguas
leyendas puede establecer paralelo con aquel epi-
sodio de su vida?. . . Facundo Quiroga tenía fuer-
zas cuatro veces superiores. La Madrid contaba
con unos escuadrones de milicianos, 50 infantes y
su espada. Empeñada la acción, sus proezas empie-
zan a iluminar el cuadro. Los "Colorados-^ de Qui-
roga son arrollados y perseguidos. La infantería
queda haciendo pie. Quiere cargarla La Madrid,
y al no ser obedecido increpa a sus jinetes y se
arroja solo, en impetuoso anhelo sobre los gau-
chos de Facundo. Hiere a diestra y siniestra. Pero
le matan el caballo. Carga a pie. Su sable describe
molinetes sangrientos. Siéntese herido y redobla
sus golpes. Acuchilla sin cesar. Y cuando su brazo
ya se dobla bajo la superioridad del enemigo, y la
hoia de su sable se rompe, y su cráneo ha sido
partido a sablazos, y la sangre le baña el rostro,
y las bayonetas rasgan sus carnes, cae, con inter-
mitentes accesos de ira no domada todavía. Y los
adversarios, ya en el suelo, dispáranle el tiro de
gracia, quemándole el rostro con el fogonazo...
Poco después Facundo, victorioso, busca el cadá-
ver de su rival, por el campo. Y sólo encuentra
sus prendas militares desgarradas, y una hoja de
sable, quebrada y llena de sangre y melladuras.
La Madrid había sido hallado por su asistente,
entre unas breñas, cubierto de heridas,
mutilado, con la fatigosa respiración
de la agonía. Exhalaba una especie de
ronquido, de estertor, y de rato en rato,
con esfuerzo imprevisto bramaba: « ¡No
me rindo! ¡No me rindo! . . .■ Su mano
apretaba una empuñadura de sable con
la hoja rota. . .
Este era el héroe cuyo renombre co-
rría todas las provincias del interior,
durante la época de la tiranía. El pa-
ladín que vencido en Rodeo del Medio,
deshechas sus tropas, perseguidas por
fuerzas superiores, se precipita sobre
ellas, como en tiempos de la indepen-
dencia, y formándolas bajo los fuegos
enemigos, se retira con ellas en orden.
Este es el guerrero de una causa re-
dentora, que en días infaustos, huyen-
do del tirano Rosas, cruzaba los Andes
para buscar la protección extranjera,
durmiendo bajo el manto de nieve de
la cordillera, con su glorioso bagaje de
heridas.
Este es el personaje a quien adoraba
el gauchaje tucumano. Corriendo a su
paso, para enseñárselo a sus hijos. Co-
mentando sus hazañas en las veladas
del fogón: circulando la versión de que para
mantener la cabeza en posición normal, insegura
por formidable hachazo, usaba al cuello un corba-
tín de cuero. O sino, expiándole. como los habi-
tantes de San Felipe, en Aconcagua, cuando se
sentaba en la alameda, para cerciorarse de si efec-
tivamente el general La Madrid tenía el cráneo
cubierto con un pedazo de mate, por haberle sido
cortado en uno de los hechos de armas que consti-
tuían su legendaria aureola. ¡Ese era el general
La Madrid! . . . Cantado en las guitarras y cele-
brado en los campamentos. Y al que atajaban los
provincianos, en 1826, cuando se alejaba hacia
Buenos Aires, por haberle negado la entrada el
gobernador Laguna, de Tucumán, coreándole vi-
dalitas como ésta:
« La Madrid se va para abajo,
no le dejemos pasar,
reunámonos, paisanitos,
que a la fuerza se hai quedar.
Ni preso quieren que dentre
a su pueblo desgraciado.
¡En premio de sus servicios
bonito pago le han dado!
¡Año y cuatro meses hace
muerto lo vimos pasar!
¿Quién pensaba, paisanitos.
que así le habían de pagar? ■>
¿No parecen, estas coplas, versos del romance
antiguo? El mismo general dice en sus memorias,
refiriéndose a la acción del Tala:
« Recibí quince heridas de sable: en la cabeza once,
dos en la oreja derecha y una en la nariz, que me la
volteó sobre el labio, y un corte en el lagarto del brazo
izquierdo y más un bayonetazo en la paletilla, junto
con el cual me habían disparado el tiro para despe-
narme, ya tendido en el suelo. Después de esto, me
pisotearon con los caballos, me dieron de culatazos
y siguieron su marcha...
¿No parece el general La Madrid un paladín ex-
traño, como lo son, en viejos ciclos caballerescos.
Oliveros. Valdovinos o Reinaldos de Montalbán?
Claudio R. Paez.
I
AlUEyTI^/
\
. . . Los Andes, envueltos en el
para verles pasar. . . Iban. allá, en e
citurnidad agresiva. Su mirar desped
de los pesados morriones. Su mano i
dura del sable, tras los pliegues del c
De día orillaban los más peligrosi
bradas. sumergíanse en los desfilader
noche dormían en el seno tenebroso
por el espantoso rodar de los torrenti
¿Quiénes eran? . . . ¿de dónde ven
vigilantes centinelas de la Cordillera, i
incógnito colaborador, arremolinaba
sus d.-signios. Las montañas pare.;¡a
gían descendientes de una estirpe tii
sus abuelos. Llevaban por guia una
como si fuera un jirón de cielo arreb
talla, moral y física. Eran de estatu
lumbre del vivac recordaban a aquel:
a los curtidos legionarios de César. . .
Pronto supieron las violadas solé
Fué en Achupayas, con Lavalle, y ei
relámpago heroico de sus aceros desr
¡Eran los »Gr añadiros a caballa,!...
Marchaban a vanguardia, rastreando
alto y difícil pasaje, los macizos de p
alma de los pueblos aherrojados. Sus
mábanse. Necochea. Lavalle. Escalac
Vélez. . . Ellos, los Granaderos, tenían
Habían afilado a molejón sus largos y
filo en la hueste enemiga, cabe las bar
y notas de clarín. . .
. . . ¡Ah. cuan herni:)sj es. luego,
triótica la visión de sus cirgas Ieg8n<
bajo el casco de sus potros. Ante la m
de Murat en Marengo. Arrebatados pi
solares en las charreteras de oro y las
de los barbiquejos y en los escudos de
luininosas de una vorágine sublime..
¡As! le; vio San Martín -su gen
livar. en la tarde melancólica de Juníi
L
DE
...Oauoiius, nada más. Siiiuii Jiácii*
''n que operaban. Sin más armas queu
te, o un sable arrebatado al enemigo,
rebenque, con la lonja enrollada al pui
ce. . . Esa fué la muralla que salvó a
de Sud América. Ese fué ei baluarte
¡Los gauchos de Güemes!. . . Erar
el espectro terrible de la tierra hostil. .
destructora, o lo fusilaban a discreciói
sus guardamontes como aUs de murci
ros de los bosques o las sinuosas queb
las filas del invasor. Sus caballos, tan
chispazos de la epopeya buscando, cor
y barrancos, el vado de los arroyos o
Los ''Dragones Iiiff'nia!<'s« eran (fai
creó Güemes en contraposición a los ■
con ellos. En el chambergo negro usal
bien los demás gauchos, simbolizando
colocaban en su lugar una flor de cort
agreste. Entró en los salones, consagr
baile en honor del general Belgrann,
en su peinado. . .
Aquella guerra extraordinaria fui"
mildes gauchos una sagrada deuda de
emprendieron la retirada: acosados en :
perpetua del Ímpetu surgente de la mai
;Asi sucede en la vida de los puebl
depende del esfuerzo y ia integridad de i
que se nubla el horizonte, arrecían las
misma noción del momento se extravía
doctrinario sufre aciagas vacila-piones, y
¡Estos son los grandes instantes!... Entonces s
los sucesos empuja, círcunstancialmenle. en escena '
fantasma de Maratón, en el punto más reñido y er
predestinadas a la inmortalidad, que emergen del ■
sino cuando el tiempo ha serenado el curso de la vi
Junio, 19Io.
y-^, .,--— *i.— -ri-,r#e*s^9
!jo-/'de
DLOKilA/'.
LLO
es eternas, inclinaron los picachus
das sombrías. . . Sigilosos. Con ta-
:xtrañas y terribles, bajo la visera
paturas insólitas sobre la empuña-
rnaban en el misterio de las que-
uestas ásperas y resbalosas. Por la
irde de los precipicios, arrullados
«rvaba el destinoV. . . Loscóndores.
;us jornadas de insomnio. El viento.
:e de su paso, como para ocultar
queUa audacia inaudita. Se les fin- '
an renovar la epopeya olímpica de
nca, que cu.-.todiaban con orgullo.
conquista. Tenían todos una misma
s. sobrios, imponentes. A la rojiza
is de Auvernia que hacían temblar
inhelo que les movía a la cruzada.
Necochea, cuando se revelaron al
i inm^ortal de la victoria.
isoldados del Ejército libertador!,. .
indo la aventura. Flanqueaban, en
tr con el verbo de la Revolución ei
n leones con uniforme militar. Lia-
Cajaraville, Melián, Zapiola, Díaz
. . . Venían de las riberas del Plata,
, en horas de cuartel, y probado su
una alborada plena de acción épica
ño calenturiento de la emoción pa-
)asar haciendo chispear las piedras
su gran capitán; como la caballería
huracán. Con centelleos de reflejos
i de la oficialidad, y en las escamas
3S. En alto los sables, como lenguas
lacabuco y Maipa! ;Asi les víó Bo-
t, en la hora decisiva de Ayacuchn'
:i<éiiíla y la piaciica del leñen
lo enastado en un gajo del mon
O las boleadoras. Y acaso el pesad
o maza, en algún desesperado trari
I Vlayo. y con ella a la Iridependenci.i
¡uestro destino.
serranía y en la selva enmarañada,
resa al enemigo, en impetuosa racha
errUlas. Singulares, fantásticos, cor;
desaparecían, veloces, por los cía
y el espanto iban con ellos, contra
los dueños, parecían secundar esos
ito, la senda salvadora entre montes
cañadas.
con chaqueta y chiripá rojos. Los
as del cura de Yavi. Y los venció,
fanca de avestruz. Llevábanla tam
d a Güemes. Cuando no la tenían.
ík blanca fué más allá de su reinado
. idre del general Güemes. en un
:é ostentando la blanca pluma
■■ La pa' ; contrajo con los hu-
isores, strozados y vencido::.
^' lidas volantes; con ia obsesió;
serpentino sobre sus cabezas. . ,
todo el porvenir de la nac¡>j;;
:o de héroes anónimos. Días e;
oncíerto íntimo se acentúa y ia
encendido en las aras del ideal
i ráfaga traidora que se anuncia,
ivertido, fuerza aislada, que la trama de
■iino. Visión de aliento que aparece, como ei
inante de la contienda. [Conjunto de siluetas
isa. y cuyos contornos no pueden precisar^*-
iezan a irradiar en el fondo del pasado!
J'M,IÁN ',F '"m ^PP ■-
— i=>i_;v'^
la MUDOS
OjKÍV\Do NERVP
Aquella tarde, en el paseo, llamó mi aten-
ción un grupo original.
Formábanlo una mujer, joven aún, como
de treinta y cinco años, en cuyas sienes en-
sortijábanse raros hiios de plata, y dos
hombres como de treinta, altos, esbeltos,
elegantes los tres.
La dama o señorita, parecíaseles en ex-
tremo. Hubiera sido ocioso preguntar si
eran hermanos y hermana.
Marchaban, ella entre los dos, silencio-
samente, tanto que, según pude observar
durante largo rato, no cruzaron una sola
palabra. Sus rostros impasibles, tenían no
sé qué rigidez, en ellos, y en ella no sé qué
expresión lejana y ccmo nostálgica.
Ellos eran rubios, ella morena, con oja-
zos negros, luminosos y tristes.
El extraño grupo no se apartó de mi ima-
ginación durante buena parte de la noche.
No creo exagerar si digo que a costa
suya y con ellos como esenciales persona-
jes, forjé dos o tres novelas misteriosas y
complicadas. . .
La realidad era, sin embargo, sencilla, co-
mo todas las realidades, y la supe pocos días
después, en el salón de la marquesa de. . .
donde en calidad de compatriota fui pre-
sentado a la mujer enigmática y estreché
la diestra de sus hermanos silenciosos.
Sencilla era la realidad, sí, y conmove-
dora; aquella mujer, hermana en efecto de
los dos jóvenes (gemelos éstos y sordo-
mudos) pertenecía a una opulenta familia
de la provincia mejicana. Era la mayor de
la casa y. huérfana de madre desde tempra-
na edad, hacía sus veces con los dos herma-
nos impedidos.
Cuando su padre estuvo en trance de mo-
rir, llamóla a su lecho y díjole:
— «Hija mía, voy a hacerte una súplica,
a pedirte un sacrificio, acaso muy grande:
Tú sabes cuanto quiero a Pedro y a Juan y
como me inquieta su suerte. ¿Qué va a ser
de ellos con su enfermedad, con ese muro
impenetrable que los separa de la sociedad
de sus semejantes y los deja inermes ante
la lucha por la vida? No te cases, hija mía,
hasta que estés segura de que no necesitan
de tí. ¿Quieres darme esta prueba de cariño,
mi María, a fin de que yo muera en paz?»
Ella, rodeando suavemente con sus bra-
zos la cabeza del moribundo, juró que así
lo haría, y aceptó, con ese espíritu de sa-
crificio innato en nuestras mujeres hispano-
americanas, la maternidad espiritual que se
le confiaba.
Pasaron los años. La mamita era adora-
da por los hermanos mudos, celosos de su
nunca desmentida solicitud, a un punto
tal, que ni un instante se separaban de ella
en las horas hábiles, e iban a su lado, como
dos graves custodios, en los paseos y re-
uniones.
. . . Pero un día, el amor llamó al corazón
de aquella mujer.
El pretendiente era bueno, rico, gallardo
y la adoraba desde hacía tiempo, de lejos.
La mamita vaciló. . . Cierto que sus her-
manos aún no habían cumplido la mayor
edad y apenas podían valerse... pero
aquel cariño era imperioso!
El, viéndola dudar, insistió. La pobre
muchacha, ante las súplicas del hombre
amado, debatíase penosamente. Al fin re-
solvió consultar con los mudos, recabar su
consentimiento, pedirles que le devolvie-
sen su derecho a ser feliz. . .
r/as apenas la hermosa mano alargada,
la fina y noble mano figuró las primeras
letras del usual alfabeto del abate de l'Epée,
por m.edio del cual se entendían, los mudos
palidecieron hasta la muerte, cayeron de
rodillas a sus pies, asiéronse de sus ropas,
y, con inarticuladcs y discordantes gritos
de guturales rispideces y con ojos enorme-
mente abiertos en que se leían la ira, el es-
panto, los celos, imploraron de la vestal
que siguiese siéndolo hasta el fin. . .
Sus almas enfermas, medrosas y pueriles,
temblaban convulsivamente en cada uno de
los miembros de sus cuerpos.
María tuvo piedad... Cerró los ojos; ir-
guió la cabeza; apretó con sus manos frías
de angustia las manos convulsas y febriles
de los gemelos... y éstos comprendieron
con regocijado egoísmo de seres débiles,
que estaban salvados, que el sacrificio se
consumaba definitivamente. . .
Siguió el tiempo devanando su hilo mis-
terioso, y aquella trinidad peregrina con-
tinuó, en aparente calma, por el sendero de
la vida. . . no sin que en los ojos de ellos
brillase el recelo a la menor mirada curiosa
o tierna dirigida a María; no sin que los tris-
tes y radiosos ojos de ella se clavasen de
vez en cuando en una vaga e inaccesible
lontananza, como para columbrar el Ideal
perdido. . .
DIBUJO DE CONTRERAS.
V/l_^ rk^^xrV-
Lentamente.
lentamente cual si fuera
una gota que cayera
desde el mármol de la taza de una fuente,
tal preludia la marimba una extraña sinfonía
saturada de amargura y de cruel melancolía
con sus teclas de madera...
Yo no sé que obscuro arcano
de tristeza hay en lo hondo
de esa música salvaje, que palpita allá en el fondo
de sus notas, como queja,
dolorosa,
como un gemido humano,
como algo que solloza,
como un dolor latente,
como algo inexplicable, infinitamente triste...
Es el alma de una raza, de una raza que no existe,
de una raza ya extinguida, libre, indómita y valients.
Es el alma de Votan,
es el alma de Lempira
que en la música suspira,
es el alma de los indios que mandó TecumUMán
siempre, siempre a la victoria
siempre al triunfo y a la gloría;
es el alma brava y fuerte
de aquel fiero luchador
que encontró gloriosa muerte
en la punta de la lanza del feroz conquistador...
es la pobre raza extinta
del imperio cachiquel;
es la raza de aquel pueblo que dejó con sangre tinta
la antes clara linfa pura del gran río Xequijel.
Es el alma de la raza de los grandes sacrificios,
triunfadora en mil combates, triunfadora
hasta el día en que los teules con engaños y artificios
redujeron a ignominia...
a infamante vasallaje.
Esa raza es la que llora
que solloza de coraje,
de despecho y de impotencia en la música salvaje,
en la nota plañidera
del indígena instrumento de teclado de madera.
Escuchad la sinfonía
de cruel melancolía,
escuchad que sentimiento
el que vibra entre las notas del indígena instrumento;
nunca ríe. nunca canta,
es cual pájaro cautivo, que jamás cantó alegrías
ni jamás en su garganta
ha brotado más que el lloro
de sus tristes elegías,
en las frías,
soledades de sus cárceles de oro...
¡Qué le importa a la vencida
raza m.uerta vuestros dones, vuestra lengua
que no entiende? ¿Qué le importa que en el nombre
del Dios bueno, del Dios hombre
arrasarais sus altares, si para ella es mudo el cielo,
si es su vida
sólo oprobio, cautiverio, sólo mengua?
¿Qué le importa? Ya no es de ella el rico suelo
que regaron sus mayores, con su sangre generosa.
¿Qué le importa al indio eso
que llamáis pomposamente, libertades y progreso
si es del amo su cabana y sus hijas y su esposa?
¿Qué le importa? si de aquella raza, libre, brava y fuerte
que sufrió sin inmutarse los tormentos y la muerte,
habéis hecho solamente los acémilas de carga
que se arrastran tristes, mudos, bajo el peso de su amarga
dura suerte! . . .
¡Oh! dejadla, que solloce, que se queje a su manera,
solamente le ha quedado su marimba de madera,
que le habla de sus tiempos victoriosos,
de sus templos y palacios de Inxinohé y de Copan. . .
de su rey Kikab el grande, de su gran Valum-Votán,
de sus héroes de hierro, de sus épicos colosos
libres, grandes bajo el sol,
que infundieron la pavura,
por su arrojo y su bravura,
en el ánimo aguerrido del intrépido español.
Francisco P. Figueroa.
DIBUJO DE ALONSO.
— ; u ,x >^ X ■i_'r-P3yv—
PSICOLOGÍA CALLEJERA
DtBUJO DE HUE1tC#C
LO QUE PIENSAN TODOS
iSI SE ROMPIERA LA CUERDA!
>y^-
rrxoj. INvTo^có.
De espíritu despierto, estudioso y trabajador infatigable,
este autor nacional es uno de los que más se han des-
tacado y, sin duda, el más fecundo. A él debe nuestra
escena no pocos de sus triunfos y a sus actividades e
iniciativas muchos de los beneficios de que hoy goza
la estimable falange de escritores que han encauzado sus
esfuerzos en pro del teatro argentino.
Dotado de un natural gracejo en el decir y de una memo-
ria prodigiosa, es Enrique García Velloso un Acauseur»
amenísimo.
No es fácil hablar con él. Se lo dice todo. Hacerle un re-
portaje era, pues, cosa sencillísima. Bastaba abrir la llave. . .
-¿...?
— He estrenado sesenta y tres obras de teatro; he escrito
cinco libros de texto y tres novelas.
-¿...?
— ¿Las obras de teatro? Representarán ciento cuarenta
y cinco actos, en los que han intervenido unos mil y pico de
personajes.
— ¿...V
— Sí; en la primera época del llamado teatro nacional, era
imposible prescindir de Juan Daga. . . Asi es que por muer-
te violenta habré hecho desaparecer más de treinta perso-
najes.
-¿...?
— Sí... sí... daga, trabuco, revólver, veneno, naufra-
gio, hasta terremotos... De todas esas obras, tres fueron
protestadas, en forma ruidosa y terrible. Las restantes lle-
garon cuando menos a veinte representaciones cada una;
y las más afortunadas pasaron del centenar.
-¿...?
— ¿Consecutivamente? «Jesús Nazareno», «El chiripá rojo»
y *Caín», de la primera época, se representaron sin caer del
cartel, setenta, cien y cincuenta y cinco noches, respectiva-
mente.
-¿...?
— ¿La obra que más dinero ha dado? «Gabino el Mayoral»,
que lleva más de mil representaciones. En seguida, «El Tan-
go en Paris'), "Fruta picada», "Eclipse de Sol» y «Mamá
Culepina». Esta última, en sólo un mes, rindió cerca de ochen-
ta mil pesos.
-¿...?
— No he sacado la cuenta exactamente; pero éntrelas
obras mal vendidas a perpetuidad y los derechos cobrados
de acuerdo con el arancel de la Sociedad Argentina de Auto-
res Dramáticos y la Sociedad de Autores de Madrid, habré
percibido aproximadamente unos trescientos cincuenta mil
pesos.
-¿...?
— ¿Ahorrar? Ni un centavo. El dinero del teatro es como
el dinero de las cocotas y el del cepillo del sacristán...
Cantando se viene y cantando se va. . . En cambio, he sido
afortunado en las interpretaciones. Han representado obras
mías Thuillier, Tallavi. García Ortega. Balaguer, Rubio, Bo-
nafé, Rosario Pino, Mercedes Pérez de Vargas, Irene Alba,
María Palau, Concepción Cátala, Adela Carbone, entre los
artistas españoles de comedia; Juárez, Julio Ruiz, Pepe Ri-
quelme. Palmada, Lola Millanes, Matilde Pretel, Amalia
Colón, Angeles MontiUa, entre los de zarzuela. De los artis-
tas nacionales, todos los de la vieja época y de la presente.
Mis mejores éxitos los he compartido con Parravicini y con
los hermanos Podestá. Me tocó casi siempre inaugurar las
temporadas. En el Rivadavia, hoy Moderno, con «Caín»;
en el Nacional, tres veces con «Los amores de la Virreyna»,
«Marta Cibelina» y «El zapato de cristal»; en el Argentino,
con «Fruta picada» y «Mamá Culepina».
-¿...?
— En todos los teatros de Buenos Aires, excepto la Opera.
el Coliseo y el PoUteama, se han representado producciones
mías. Cuento también como expresión teatral la adaptación
cinematográfica de la «Amalia», de Mármol, estrenada en el
Colón.
-¿...?
— La emoción más intensa que recuerdo, fué la del estreno
de «Fruta picada», delante del primer público de España,
en la Comedia de Madrid, emoción inolvidable que compartí
con el admirado Parravicini.
-¿...?
— Me gusta muy poco ensayar mis propias obras. Dejo
librada la suerte de su interpretación, al destino «secreto»
que cada estreno lleva consigo y acuerdo la más absoluta
libertad a los directores de escena, cuando éstos tienen la
pericia y el talento de Ezequiel Soria (con quien compartí
mis primeros éxitos); de Joaquín de Vedia, cuya autoridad
innegable está fuera de toda discusión; de julio Sánchez
Garael, conocedor eximio de los misterios de entretelones;
y de Roberto Payró, alejado hoy de nuestra actividad tea-
tral, pero siempre cercano a nuestra admiración.
-¿...?
— Hago crónicas de teatro desde 1896. Durante once años
consecutivos en «El Tiempo»; luego, hasta que me fui a Euro-
pa, en «El Diario» y «Caras y Caretas^; y desde 1910, en «La
Nación-, donde comparto esas tareas con Juan Pablo Echa-
güe, José Ojeda y Arturo Cancela.
--¿...?
— Escribo todos los días, cuatro horas por lo menos.
— Hago primeramente la obra imaginativamente, sin to-
mar otro apunte que la lista de los personajes, que es lo que
más me cuesta hacer. Cuando me pongo a escribir, podría
dictar las escenas, de tal manera la creación quedó orde-
nada en sus efectos y en sus situaciones fundamentales.
^ i- ■ -^
— ¿Supersticioso? Hasta la demencia. Voy a los estrenos
cargado de amuletos y no escribo para el teatro sin tener
junto a mi tintero una imagen de coral que me bendijo el
Papa en la Sala Clementina en 1910. Esta imagen me la
olvidé últimamente en Madrid y por recuperarla, hice un
complicado viaje desde París y hasta obligué al editor So-
pena a perder el vapor que debíamos'tomar en Barcelona..,
Un caso de manicomio...
Como verá el lector, García Velloso lo ha dicho todo.
El repórter sólo tiene que firmar.
El Doctor Misterio.
(€
fl
■
VISITANDO EL ESTUDIO DE BENLLIURE.
PARRAVICINI, EL CÓNSUL DE PORTUGAL EN MADRID, MARIANO BENLLIURE (HIJO), ENRIQUE GARCÍA VELLOSO, TITTA RUFFO,
MARIANO BENLLIURE, VICENTE MARTÍNEZ CUITIÑO Y LUIS MORÓTE
— p>l..^v
\ I ."rK2>^—
Los pueblos de los alrededores de París, viven
su vida propia. Todos tienen héroes populares que
duran levemente un día. La misma guerra pasa
sin ser sentida; pero, en cambio, algo de lo que
pasa, o no pasa, en el pueblo, entretiene la exage-
rada curiosidad de los demás. Hace un tiempo,
aquí en Chatou, cuando se supo que Rochette, el
banquero y malabarista, tenía un pariente en la
localidad, un viejo desconocido pasó de pronto de
la gacetilla comunal a la historia. El suegro de
Rochette fué, para Chatou, lo que Rochette para
Paris.
Una batalla más o menos, no interesa a los bue-
nos franceses de mi pueblo, a no ser por los hijos
de Chatou muertos o heridos en ella. Una escara-
muza, cobra el aspecto de una masacre si acierta
a ser protagonista en ella el hijo de mi sirvienta
o el hermano del alcalde. Pero la guerra, a pesar
de su alcance universal, justo es decirlo, ha abu-
rrido al vecindario. Hay hechos locales que nos
interesan muchísimo más. Es el caso de Madame
de Lile.
Dirá algún lector, que no soy un buen cronista,
pues hago de casos particulares los temas generales
de mis crónicas. Yo sólo puedo agregar, que lo
que me parece interesante es digno de ser contado.
Me hallo en la situación del diputado provincial
que enarboló la bandera nacional a media asta
en la municipalidad donde era comisionado
del P. E.
— ¿Quién ha muerto? — preguntó un curioso
al diputado que dejaba su despacho vestido de
luto; y retirando el pañuelo que recogía sus lá
grimas, respondió roncamente:
— ¡Mi suegra! . . .
La muerte de la suegra le significaba tanto
como una pérdida nacional al desconsolado yerno.
Madame de L'lle, que vivía frente a mi casa y que
acaban de llevarse al tranco de un jamelgo, mien-
tras cantaba un sacristán y un monaguillo llevaba
el viático como un estandarte, dará lugar a muchos
comentarios del vecindario de Chatou. Y voy a
deciros cómo y por qué, puesto que no sería difí-
cil que lo que parece ser gracioso termine en una
tragedia.
Monsieur y Madame de L'lle, sexagenarios de
común acuerdo, vivían frente a mi casa. Madame
de L'lle solía cruzar el camino para hacernos una
visita. Era una vieja pequeña de estatura, preten-
siosa en su tocado y que marchaba como una pa-
loma, pasito a pasito. Al llegar, era muy amable
siempre. Lo difícil y accidentadas eran sus des-
pedidas. A mitad de la visita, pedía que tocaran
el piano. Los primeros compases los escuchaba con
satisfacción; pero de pronto, como un reloj al que
se le iba la cuerda, Madame de L'lle se descom-
ponía. Se echaba a llorar con el llanto de un re-
cién nacido. Era un lloro y un hipo al mismo
tiempo. Su dama de compañía nos explicó, al fin,
la causa. Madame de L'lle tenía un hijo pianista
con quien se disgustó, y la música se lo recordaba.
Desde entonces, procuramos no ejecutar a nadie
en el piano. Eso no fué óbice para que una tarde,
al encender la luz del comedor, el mismo lloro de
párvulo y las mismas convulsiones de antes la
agitaran de nuevo. ¿Qué le pasa?, me dije. ¿Se
acordará del músico? Algo muy semejante, en efec-
to, la consternaba. Su dama de compañía me ilus-
tró de nuevo.
— Madame de L'lle tiene una hija casada con
un fabricante de velas y con la que se halla enemis-
tada. Cuando se prende la luz, el recuerdo de
aquélla vuelve, y la entristece.
En una palabra, Madame de L'lle, por cuatro
causas distintas, lloraba en el mejor de los momen-
tos. El recuerdo de sus hijos, con los que se halla-
ba distanciada, no le permitía vivir en paz. En la
soledad de su quinta, extática, sin ánimo para
andar, ha muerto. Pero, antes de seguir, debo agre-
gar dos palabras al respecto de Monsieur de L'lle.
El señor de L'lle, cansado por la enfermedad
incurable e intolerable de su esposa, ese lloro y
ese hipo que le atacaban por momentos, o por
otra causa que tengo a bien ignorar, se había en-
tregado por entero al sport de la pesca. Con su
caña, su red, su bidón, su paraguas y su traje al-
quitranado, en la madrugada partía de su casa.
El ruido de sus zuecos se oía escandalosamente
entre el canto de los gallos y el silbato de las loco-
motoras en maniobras. A la tarde, la noche en-
trada, con su caña al hombro, su red, su bidón y
su paraguas, dentro del negro traje alquitranado,
volvía de nuevo a su casa el señor de L'lle. No se
encendían luces en la casa, para evitar un motivo
de disgusto a la señora. Se acostaba en la sombra
del crepúsculo, y dejaba el lecho en las sombras
de la madrugada. Esa era su vida. Antes de ayer,
cuando volvió al obscurecer, a su quinta, encontró
que su esposa había muerto.
Hoy, a las dos de la tarde, una serie de hom-
bres obscuros rodearon la puerta de la casa. Va-
rios vecinos asomaron las cabezas a las ventanas.
Llegó un carro ligeramente fúnebre con varios
aparatos de pino de tea, pintados en negro, y unos
candelabros plateados. Con gestos de dolor, tan
falsos como la plata de los candelabros y el ébano
del pino de tea, transcurrieron todos los prelimi-
nares del transporte a la última y húmeda mora-
da que es el cementerio de Chatou, al borde del
Sena, cerca de donde el señor de L'lle tira sus an-
zuelos y que durante las inundaciones de 19 10 es-
tuvo enteramente bajo del agua. Por fin, llegaron
los clérigos y los monaguillos. Sacaron el cuerpo,
y cuando todo el acompañamiento notaba con
extrañeza que el señor de L'lle no aparecía, arre
glando su casquete y equipado como todos los
días, con su caña, su red, su bidón y su paraguas,
dentro del tétrico traje alquitranado, haciendo
sonar sus zuecos salió de la casa y se colocó, grave
y ceremonioso, detrás del féretro.
La hilaridad del vecindario fué grande, y yo
observé que uno de mis vecinos acercóse a consul-
tar al señor de L'lle. Por los ademanes de éste,
conocí su respuesta:
— Aprovecho lo cerca que está el cementerio
del río, para irme luego a pescar.
Aun no ha vuelto el señor de L'lle. Caen las pri-
meras sombras del crepúsculo. Por la calle nadie
pasa, y el memorable ruido de los zuecos del señor
de L'lle no se deja sentir. La doméstica ha alum-
brado el gas de su casa. La luz se filtra victoriosa
al través de los vidrios, y la ausencia del pescador
no parece preocupar. Sin duda ha prolongado,
falto ya de todo doméstico compromiso, la feli-
cidad de pescar. . .
Vizconde de Lascano Tegui.
Chatou, 14 marzo 1916.
"i:->>^-
\ L.Tr-:>.x-
9
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AQUáLO^ADt
_::>
■p^ n, 5115 oros £tmdi£ib&, oomo en piedrtíi Labrados.
dpcLep el de¿eiLfi)cmo La expresión de La vida;
y en 5iu> Icibios bermeíos, que el silenací selLaia.
no tomo O- dibuiarse l<a msmii¿mle sannsa.
T os qiie euloncea La vieron, sin. saber de sus penas,
Los qiíe no conoaeíoii sus Iocutcss de táña-
los que no sospedicston qtie en Lds ops aquellos,
en oirora el desiello del amor ttsEiI^lcl
y Ofue, tin iiempo, en bs Labios qtie sellara el sJenno
Cjomo robob tempranas, flDreaeron sonn¿<as,
&i un momento se dieron a. pernear en La causa
que aquel rostro sombiisaba. de tristeza Tnfmita .
no acerbica: Los tmos por qiie mmca. suplieron
compri^ncler los doloreó de Las dmáí> S^zndáis
Y los mÁb, porque piensam. que, al fiat>Lar de mujeres,
e¿ "más Sombre" quien ^l6a- la pnxaz nonia-.
V/ los unos diieiDn:-Í T^uier duna, sin cattEd.!-
Y loe oIk» lanzaron La. expresión compasivca:
¡"p^ slá eufiznma h. pobre |- ri)<2i° todos erraron,
cuando, uídnos . crej^eion desdfrar el eni^gma..
■ ■ ■
*-~v¿lo tin Eombre, a quien leios y <2u la nocne callada,
ote su triste coiiciencia los cLamores kerian,
-recordaba Los oips como en pi2dra labrados
y ]ob Icabios en donde uoreaeron sonrisas
j A cruel Éombre pudiera revelar el misterio
de ese rostro sombreado de tristeza iniirnta f .
Ü
UAN Dt LA CKUZ TüMJl.
hM
^
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x-^L^'rj;¿yx—
^J'^J'm'
rAGUA.
LA DUCHA DE LOS CISNES
Los fotógrafos de las re-
vistas escriben poco y ha-
blan menos; pero se fijan
mucho, como la lechuza del
cuento. Y se han aperci-
bido que cuando entran en
son de paisajistas al Jar-
dín Zoológico, si van al en-
cuentro del señor Onelli,
que avanza rápido con sus
pasitos cortos de peludo, en
un momento dado éste des-
aparece, como si se lo hu-
biese tragado la tierra. Se
malogra por lo tanto la
misión, porque él sólo co-
noce cuáles son las horas
y los efectos de luz en que,
según su verba incompa-
rable, aparecen pedazos de
selvas misioneras, de villas
clásicas, de bosquecitos sa-
grados frecuentados por
ninfas y un determinado
paraje donde ha repetido,
con su gusto de humanista,
las fuentes del Clitumno
cantadas por Virgilio y por
Byron.
Un domingo pasado fui-
mos unos cuantos; por eso
íbamos en línea desplega-
da y, cuando hizo la acos-
tumbrada gambeta, se to-
pó cara a cara con uno. que
esto escribe, diciéndole que
queríamos sacar algunas
buenas fotografías entre
las que - para darle en el
gusto pedíamos que nos
indicara el paisaje de la
sugestiva y poética fuente.
UNA FUENTE BIZANTINA
— i3>i_7Vü N^'i^i^ia>x—
Y nos contestó que a fines de mayo los álamos pirami-
dales habían perdido todas las hojas y, sin ellas, no había
fuente de Clitumno que valiera.
Y descubrimos el secreto de su aversión por ciertas fotogra-
fías, cuando nuestro fotógrafo le manifestó que Plvs Vltra
exigía una nota novedosa del Jardín Zoológico.
• De acuerdo con ustedes. — nos dijo; — pues veo que no
quieren repetir los clisés que no solamente han popularizado
sino vulgarizado las bellezas de este paseo, y apesar de que lo
bello es eternamente bello, esto puede llegar a hartar como
lo mediocre y lo malo.
« Llegan en buen momento: en este pedacito de Palermo,
como lo hacía Rosas en su vieja estancia con los naranjos, con
una ducha de alta presión se están lavando ahora las copas de
los coniferos bajos para dar más impresión de verdor a los
muchos visitantes de la tarde. Tienen ustedes una nota incom-
parable de un sol de otofio que se infiltra con sus rayos de oro
entre las gotas de plata que destilan brillantes entre las hojas
y sobre los mármoles de los puntos más cuidados del paseo. ■>
Y el señor Onelli silbó como un apache: aparecieron al trote
largo y cansado, de varios rumbos, tres guardianes vejancones;
ordenó que se hicieran funcionar los motores de los pozos, y
mientras íbamos pasando, en esa belleza apacible de un tibio
día de otoño, murmuraban las aguas de las fuentes sus alegres
y tímidas canciones, que sumisos repetían los arroyuelos mansos
que corrían a los lagos, y la ducha de los cisnes, en medio del
lago, daba de tiempo en tiempo los sonoros chasquidos de
látigo como de un geyser que volatiliza agua y vapores.
Las aguas del Zoológico corrían pródigas en nuestro honor,
pues el Júpiter - Neptuno - Orfeo que modestamente se oculta
bajo el apellido Onelli, así lo había ordenado.
Era el cotidiano bautizo de una obra grande y hermosa, lle-
vada a cabo por un hombre incansablemente sabio y trabaja-
dor. El agua del Plata caía como lluvia argentina sobre el Edén
de ios animales, que es al mismo tiempo el jardín encantado
de los niños donde vive el Pájaro Azul de las leyendas infantiles.
Todo adquiría mayor brillo y vida, cansando nuestros ojos a
fuerza de belleza; todo espejeaba bajo el sol invernal, suave y
tranquilo.
Onelli miraba con ojos cariñososel trabajode toda su vida. son-
riendo porque lo juzga bue.no. Y. maquinalmente, adoptó una
actitud estatuaria. Pe.nsamos e.n que allí, dentro de muchos lus-
tros, deberá alzarse la efigie del creador de tantas maravillas.
El niño pescador, copia del bello grupo del Louvre, a pocos
pasos de distancia, se veía como a través de un velo de bruma
todo chispeante, todo iluminado por el sal, mientras los árboles
destilaban sobre él espeso chaparro.! de agua luminosa.
La ninfa del cuadrante solar, casto y clásico desnudo del es-
cultor Lubary, bajo la luz meridiana adquiría fosforescencias
extrañas, luciente su cuerpo bajo el mador de la lluvia que la
e.Tvolvía serename.Tte y como enclaustrada entre el marco
sombrío de cipreses solemnes.
Más allá, e.i un fondo obscuro de un cubil donde llegaba tan
sólo un rayo de sol, éste iluminaba con sombras violentas la
silueta de un oso blanco. « Así — dijimos - deben ser los cla-
ros de lu.ia en las largas noches polares. -
Nos iba acompañando en la jira el chimpancé Bertoldo, ale-
gre y travieso, y que parecía empeñarse en ser fotografiado, to-
mando agua en las varias fuentes por donde pasábamos; quería-
mos retratarlo y el director se empeñaba en que no; pues, según
él, la nota debía ser solamente de las aguas en el Jardín Zoológico.
Por entre un bosquecito bajo y tupido, el susurro de cuya
fronda no apagaba el murmullo de aguas cercanas, nos hizo
bajar a la orilla de un lago, entrar en una canoa toda escondida
entre los ibiscus y, después de dos golpes de remo, nos mostró
orgulloso, por entre intercolumnios en ruinas, una fuente anti-
gua dispuesta más bonitamente que el intercolumnio del parque
Mcnceau. y nos dijo, con su eterno cigarrillo en la boca,
y casi conmovido: «¡Así eran y así cantaban las fuentes
de la antigua Bizancio! •;
F. Galcerán.
'CUADRANTE SOl.AR *. - NIN.'A BAJO LOS RAYOS DE UN .SOL DE ORO Y GOTAS DE PLATA
Krjv.^jv,r^j
— I^I
'T"K>yN.—
T>A<3iinAif
fi^immAf
LOS ESPOSOS BOTET-VILI-ATE. CCN SUS DESCENDIENTES, EL DÍA DE LA CELEBRACIÓN DE LAS BODAS DE DIAMANTE
Entre la impórtame serie de ceremonias nupciales con
.que se ha iniciado el movimiento social de la tempo-
rada, y la celebración de interesantísimos aniversarios,
que nos ha prodigado tan generosamente el año actual,
se han destacado con singular relieve dos suntuosísimas
bodas: primero. las de los jóvenes esposos Peña Unzué-
Alzaga. que revistieron un fausto y brillantez dignos
de un acontecimiento principesco; luego, tras breve in-
tervalo, la sociedad entera tributaba justo homenaje de
respeto y de cariño a los venerables esposos Botet-
Villate. quienes, rodeados de sus numerosos descendien-
tes, han alcanzado a celebrar sus bodas de diamante. . .
La misa oficiada en acción de gracias por el solemne
acontecimiento, y la recepción ofrecida en la magnífica
residencia de la familia de Villate, congregaron a los
elementos más respetables y representativos de nuestra
sociedad: jamás se ha visto profusión de flores seme-
jante, ni creo que ninguna joven desposada, haya reci-
bido la cantidad de artísticas <'Corbei!les') que llenaban
esa tarde los salones, amplio hall, y hasta la terraza de
la elegante morada de don Adolfo Villate y su esposa:
la baranda de la escalera que conduce al piso alto, des-
aparecía también bajo el primaveral decorado, al que
habían contribuido sin duda todos los invernáculos que
encierran colecciones dignas de feéricos dominios...
Entrando a la derecha del vasto hall, se erguía el sun-
tuoso canastillo enviado por las Damas de Beneficen-
cia de Buenos Aires, a su respetada compañera: sobre
enorme mazo de claveles y azaleas blancos, resaltaba
un artístico lazo de lama de plata y de oro. unidos am-
bos tejidos por hilos de strass, simbolizando tan pri-
morosa combinación, las tres excepcionales fechas: las
bodas de plata, de oro y de diamante. . .
Jazmines del país, madreselvas y violetas del año
1856. . . ¿quién os hubiera dicho, que sesenta años más
tarde, habrían de cosecharse fantásticas orquídeas, so-
berbios claveles y azaleas, para agasajar con tan in-
tenso afecto, a aquella juvenil pareja, en cuyo corazón
perdura el perfumado recuerdo de las modestas flores
que les acompañaron, al iniciar la prolongada y serena
senda de su vida?. . . Vida de ejemplo y abnegación sin
límites, cultivando la honrosa tradición de su abolengo.
ostentando con justo orgullo en una de las vitrinas de
su sila, el escudo de la noble casa de los Alvarez, mien-
tras que en el sitio de honor, admiramos todas la her-
mosa y alegórica placa ofrecida por sus descendientes,
a los que han sabido inspirarles tanta veneración como
cariño. . . Hasta los interesantes retratos de familia, ves-
tidos con las galas de medio siglo atrás, parecían cobrar
animación al presenciar el homenaje rendido a los com-
MATRIMONIO PENA UNZUE-AL2AGA, AL SALIR DEL TEMPLO DE SAN
AGUSTÍN, DESPUÉS DE CELEBRADA LA CEREMONIA
pañeros de su juventud, por tres generaciones . . .
He comparado con un acontecimiento principesco, la
efectuada boda de doña Elena Peña Unzué. esposa hoy
de don Félix de Alzaga. y así lo fué. en todos sus deta-
lles. . . Muy difícil nos será admirar una desposada tan
delicadamente bella y elegante, ni un séquito semejante
al que la acompañaba; una fastuosa corte no habría
podido reunir más hermosas mujeres, ataviadas con
una suntuosidad, superada sólo por su exquisito buen
gusto, y luciendo joyas, realmente maravillosas. . .
La delicada reserva de ambas familias, hizo omitir
la publicación de todos los obsequios recibidos por los
novios; en joyas solamente, podrían sumarse varias for-
tunas. . . No puedo dejar de mencionar la maravillosa
alhaja ofrecida por doña María Unzué de Alvear. y
que fué adquirida a pedido suyo, en Europa, por doña
Josefina de Alvear de Errázuriz; forma dicha alhaja.
un delantero de corpino de deslumbradora pedrería, del
que cuelga un brillante tan enorme, que fué comparado
con el Gran Mogo!; la gargantilla de terciopelo ofrecida
por don Saturnino Unzué y su señora, luce otro magní-
fico brillante tallado en forma de pera; la soberbia
diadema de brillantes y turquesas ofrecida por los her-
manos del novio, y luego el brazalete formado por
curiosas «mavettes» de brillantes, combinadas con ru-
bíes, obsequio de doña Concepción Unzué de Casares,
me recordaron los fabulosos tesoros de las Mil y una
Noches. . .
Huetel, la magnífica finca de la señora Unzué de
Casares, fué la residencia elegida por los novios para
iniciar en ella su nueva vida, y doTide les esperaba la
más suntuosa de las hospitalidades: un solo detalle baste
para enterar a mis lectoras... Logré deslizarme hasta
el comedor, donde pude admirar una mesa redonda, cu-
bierta por mantelería digna de un palacio encantado, ya
que me parecía hallarme en los dominios de las hadas. . .
De la araña central pendía una campana atada con
cintas blancas y guías de azahares que caían sobre la
mesa; al menor movimiento, se entreabrían las blancas
cintas, y los tenues sonidos de la campana parecían
anunciar como el toque de alba de la dicha, para la
encantadora pareja que acababa de llegar a la seño-
rial residencia, augurándole larga y serena vida...
Quiera su destino reservarle prolongados años de exis-
tencia, y que la misma campana, cubierta por la platea-
da escarcha de los años, haga oir sus tenues vibraciones,
a través del tiempo, para celebrar, como los esposos Bo-
tet-Villate, las legendarias bodas de diamante...
La Dama Duende.
ESTANCIA «HUETEL.), RESIDENCIA DE LOS DESPOSADOS
Fotografía tomada por la señorita Magdalena García Calvo. — Publicación autorizada por doña Concepción Unzué de Casares.
— i3>Lrv^iíi
>>2S.—
NELSON
La Inciatora puede, con justicia, exhibir
la fifura de Nebon como la de su gran
hombre de guerra. Los monumentos simbó-
licas que todas sus grandes ciudades tienen
erigidos, en recuerdo de sus tiempos esiu-
pandos: los himnos conmemorativos de sus
poetas, cantando las proezas de su h¿roe
de los mares: el legitimo orgullo del cual
hace gala todo ciudadano británico al evo-
car el solo nombre de Nelson. tantos hono-
res y tantas loas, apenas compensan la glo-
ria inmaisa que las acciones del procer hi-
cieron refluir sobre el Reino Unido, consa-
grando desde ese instante el predominio de
los mares conocido hasta el presente que
ejerce sin rival.
Los tastos de la Historia guerrera de la
Inglaterra no son ricos en la presentación
de grandes figuras militares. Nelson y Wél-
lington constituyen — a no dudarlo — sus
dos personalidades sobresalientes. Pero el
vencedor de Abukir aventaja al triunfador
de Waterloo. con la superioridad indiscuti-
ble del genio sobre el hombre de talento: y
es indudable que Nelson era un genio de los
mares, tal asi como Napoleón era el águila
dominadora de los campos de batalla. Am-
bos aparecen iluminados con los destellos
fulgurantes de sus inauditos triunfos: en un
mismo momento de la historia: en un mismo
continente del globo, a la cabeza de las fuer-
zas armadas de dos grandes naciones, eter-
namente rivales: sefior de los mares el uno,
soberano de la tierra el otro. Parecería — a
veces — que la Providencia, en sus designios
inescrutables, se hubiera propuesto que Na
poleón trazara con su espada el nuevo mapa
de Europa: pero con el contrapeso del des
pojo de los mares, cuyo señorío incontesta-
ble se lo adjudicaba, al mismo instante, al
extraordinario caudillo de su invencible ri-
val, la Inglaterra.
;Ley de compensación: ley de ritmo: ley
de justo equilibrio, si se quiere! Se da tanto
como lo que se quita. Se entrega sin resisten-
cia el dominio de la tierra, pero al precio
de una renuncia irremisible del mar. Y el
mar misterioso, movible, indominable, que
la Providencia substrae a la pujanza de Na-
poleón, habrá de ser en manos de Nelson
el arma terrible que pone en jaque continuo
al poderio del gran corso, hasta tornarse —
un dia — en el cancerbero tétrico de su cruel
deportación, en el dia de la irreparable
caidal
Todo se concita para hacer de Nelson una
figura legendaria. Poseía el arrojo hasta el
grado de temeridad asombrosa. Amaba la
grandeza en cualquiera de sus manifestacio-
nes, porque íl mismo era grande cuando
nada aún lo hacía sospechar. Conocía los
mares como un Neptuno adolescente. Te-
nia el desprecio de la vida y nada le impor-
taba el desgarramiento humano y las atro-
cidades de la guerra. Era estratégico sin
maestro: y fué él el que inició la nueva tác-
tica naval inglesa del desenvolvimiento de
las escuadras en dos cuadros de ataque. Era
fulminador como el rayo e implacable como
una ley de la Naturaleza. Era, porque fué
un predestinado surgido en la hora clásica
de la historia del mundo, para hacer conocer
a Napoleón, que las jactancias y vanidades
de la tierra tienen un límite, y que ese limite
lo forma ese otro mar iiisondable del futuro,
que envuelve los altos designios de Dios.
Por eso Nelson fué invencible en el mar,
que simboliza los misterios del porvenir.
;Abukír. Tralalgarl , . . Grandes nombres:
grandes recuerdos: las páginas de oro de la
historia de Albión: el tétrico tafMdo de la
campana del destino que marca para la
Francia las horas lúgubres de sus descala-
bros inmensos en la aspiración fracasada del
imperio de la tierra. . . ¡Y es Nelson el hé-
roe incomparable, el que recoge sin disputa
los méritos de esos dos grandes tiempos!
Se ha dicho alguna vez que la muerte es
la cortdición de toda apoteosis. Aún esa for-
tuna corresponde a Nelson. que expira mo-
mentos después de saber que la victoria era
suya, en la terrible contienda de Trafalgar.
Si grandes fueron los honores que la In.
í'ia'.'rrra le discernió en vida, tras el grande
- de Abukir. la noticia de su muerte,
:amente con la de su gran victoria,
hiz'j de su persona un culto, que la I nglaterra
mantiene solicita para con su hijo excepcio-
nal, desaparecido en el instante misrro que
Ir daba su gloria más pura y m.ás santa.
LeoNOR PlÑRPO Steomahh.
AIMONS-NOUS
o mes soeurs aimonsnous. aimons-nous, ó mes fré.es
Nous sommes pour un jour ensemble sur la terre.
— Comment ne pas aimer celui qui doit mourir
Et pourquoi nous creer des sombres repentirsV
O mes soeurs aimons-nous, aimons-nous. ó mes fiéres;
Gardons-nous d'ajouter des peines á nos peines.
Si l'amour ne peut rien parfois dans les douleurs;
Dítes. rindifference. et vous, l'horrible Haine.
Est-ce que vous pourrez adoucír nos malheurs.-*
Gardons-nous d'ajouter des peines á nos peines!
Vous qui m'avez donné tant d'amour sur la terre.
Vous qui m'avez donné tous les amours, Seigneur.
Delivrez-moi des mots et des pensées ameres.
D'écouter sans tendresse et des regards sans coeur.
Vous qui m'avez donné tant d'amour sur la terre!
Pardonnez-moi tout mot qui ne soit pas d'amour,
Toute pensée aussí, tout sentíment trop lourd,
Pour monter. jusqu'A Vous. pour entourer mes fréref;
D'une ombre bienfaisante et puré en son mystére.
Pardonnez-moi tout mot qui ne soit pas d'amour!
Partageons-nous l'honneur d'avoir beaucoup aimé
Aimer c'est commencer notre cíel sur la terre
(il faut beaucoup d'amour pour laver nos miséres)
L'Amour est le plus beau nom de l'Eternité;
Partageons-nous l'honneur d'avoir beaucoup aimé.
L'Amour est le plus beau nom de l'Eternité.
II est son premier mot. et le derníer sur terre,
Car lorsqu'il faudra diré un mot de verité
En mourant nous dirons si nous avons aimé.
Aimons-nous, 6 mes soeurs, aimons-nous, ó mes fréres
Nous sommes pour un jour ensemble sur la terre!
Delfina Bunoe de Calvez.
Olivos, 1916.
Santa Clara, que tuvo la fel'-íidad de conocer a San
Francisco de Asís, y ser su hermana espiritual. Santa
Clara, de quien hasta la belleza maravillosa del rostro
puede admirarse todavía, en la urna de cristal en que
parece que duerme, desde hace siete siglos... esperando,
incorrupta, y serena, la resurrección final!
Santa Clara, que no empuñó la espada, pero que,
llevando en sus manos la Custodia que contenía el San-
lísimo, salió al encuentro de los enemigos, y consiguió
que se trocara, en el corazón de ellos, el ánimo de pe.
lea por el deseo de la paz. Santa Clara, que salvó a su
pueblo, no por la Guerra ni la Victoria, sino por la
Paz: no por la matanza, sino por el Amor.
Delfina Bunge de Calvez.
Hubiera deseado ser la madre de los Gracos; pero
desgraciadamente no he tenido hijos, y no he podido
dar soldados a mi querida patria.
Carmen Dormal re Olazabal.
Sania Ménica. - Le debemos al sacrificio y amor
'le madre el tener en la historia de nuestra religión uti
hombre como San Agustín.
M. Calvo de Troncoso.
Me hubiera gustado encarnar Mad. de Sevigné,
porque fué hermosa como mujer, como espíritu y
como madre.
María Julia B. de de Bary.
Soy admiradora de la causa sufragista en sus princi-
pios; pero no de los medios de que se sirven. Quisiera
poder ser una Mis Pankhurst y ver aquí realizado su
ideal.
Fannv Covepton de Wood'íatr.
Ninguna. Las que me son simpáticas han
sido muy desgraciadas, y las que han tenida
éxito han sido casi todas malas, pretencio-
sas, orgullosas y envidiosas. Creo que en la
historia, la mujer más feliz ha sido aquell.i
que ha pasado más desapercibida.
María Luisa T. de Barretü.
Al remontar el curso de la historia, me in-
clino reverente ante una mujer sublime que
encarna para mi el ideal más perfecto.
Surgió como estrella de primera magni-
tud en el seno de la Revolución Francesa.
Joven, virtuosa y bella, de una inteligen-
cia poco común, Madame Roland. concen-
tró todas las energías de su alma infinitamen-
te glande y las puso al servicio de la más
noble de las causas: la libertad de su patria.
Fué esposa y madre amaiitísima y prac-
ticó en su fecunda vida todas las virtudes.
Su sangre regó el cadalso e inmortalizó su
nombre, legando a la historia el perfume de
sus gracias y el temple soberbio de las mu-
jeres de su raza.
Elvira Pérez de Cranwell.
Lucrecia, la víctima de Tarquíno el Sober-
bio, que con sus virtudes salva una época de
la historia de Roma.
Clara Mazzini de Guerrico.
La tierna y melancólica Valentina de Mi-
lán, modelo de fidelidad conyugal, y que a Ih
muerte de su esposo, Luis de Orleáns. adop-
tó el lema que debía simbolizar toda su vida'
» Ríen ne m'est plus.
Plus ne m'est ríen. »
Matii.de García Calvo de Gutiérrez.
Blanche de Castilla, por haber formado un
hijo como el suyo. San Luis, rey de Francia;
fué modelo de madres y de reinas.
Florencia T. de Castex.
¿QUIERE USTED SABERLO?
Ofelia. - ¿Por qué los hombres son tan
variables?
Preguntas porqué los hombres son varia-
bles. Es muy difícil contestar, porque cada
corazón es un problema. Los hay complica-
dos, simples, delicados, fuertes, sutiles, falsos,
francos, en una palabra, incomprensibles.
Hay quien dice que el corazón de los hom-
bres es un tren de lujo con muchos comparti-
mentos de primera, que mientras hay sitio
van levantando pasajeros.
Pasan por el mundo con los ojos abiertos a
todas las tentaciones y el corazón cerrado por
desconfianza. Hay que lanzar la flecha con
acierto en busca de una falla de la coraza y
puede ser que lleguemos al fondo de su alma,
cuyas intimas expansiones muestran de vez
en cuando su fondo de reserva.
Se puede inducirlos, pero no intentar con-
ducirlos: su soberbia no lo permite. « Ellos
son la cabeza, nosotras el cuello que sostiene
la cabeza y dirige sus movimientos. «
I N DISCRETA. — Díces quc sabes quién es «La
Dama Duende», o lo presumes, pues es una
dama joven, que alterna con la rlile en los
salones elegantes: que no dudas al hacer esta
afirmación, pues muchas cosas que has con-
versado tú misma en el circulo íntimo con
tus amigas, ese duende lo revela en sus cró-
nicas, haciéndote arrepentir más de una vez
de tus franquezas. Copio casi fielmente tus
palabras. La misma curiosidad me ha asal-
tado muchas veces; cuando veo sobre la me-
sa de trabajo el ínfaltable artículo de «La Da-
ma Duende», me parece que las letras escri-
tas a máquina (pues hasta eso, no escribe W/a
jamás) toman formas de elementales y se le-
vantan del papel, formando grupos distintos
y oigo sus cuchicheos. . . No sé. Indiscreta,
quién es »La Dama Duende»; pero sí te prome-
to averiguarlo, y entonces te contestaré en
esta misma sección con las letras de la clave
que me envías.
María Lebem.
En el próximo número se contestará a le-
das las preguntas que nuestras amables lec-
turas quieran hacer sobre tópicos femeninos.
>>^.—
Al margen del «drama de VerduN'>. —
Las primeras batallas comerciales, en
LAS ferias de Leipzig y de Lyon. — Una
idea francesa plagiada por el vienes
Lendelle y por el berlinés Haas He-
ye. — El «milagro» realizado por el
Sindicato Parisiense de la Costura. —
Nuevos modelos. — La moda se trans-
forma en Arte Decorativo. — El pri-
mer capítulo de una nueva historia.
Al margen del ogran drama de Ver-
duno, cuya tremenda escena está tan
cerca, ¿qué pueden ser los incidentes
de nuestra vida, sino pequeñas, nimias
cosas, que al alba de cada mañana y
al crepúsculo de cada tarde nos dicen
las horas, sobre el tablado angosto de
Despertar entre las sá-
banas de un lecho; preocuparse de la ^toilette», de las cartas
que hemos de responder, de los negocios que hemos de intentar;
decir y escuchar ios amables embustes del diálogo mundano. . .
y todo ello cuando a breves kilómetros de París se escribe, con
sangre, la máxima y más trascendente epopeya de la historia. . .
¿no es, acaso, como ir. sin conciencia de la realidad, por las sen-
das obscuras de un sueño? ¿No es como perderse en el laberinto
de quimera de un anticipado sepulcro, en tanto que otros van,
a plena luz, bajo el sol del heroísmo y sobre el camino de la
gloria?. . .
Y, sin embargo, así es nuestra existencia, movida por los
cordelillos de los hábitos, de las obligaciones, de las necesida-
des, y no por nuestro albedrío. De cuando en cuando, un eco
de la gigante lucha, un convoy de he-
ridos, una visita de imperiales aerona-
ves, nos arrancan a nuestro vagar de
sonámbulos, y entonces recordamos, '
entonces nos decimos unos a otros, 3(\
media voz, la palabra solemne: — //a^:
guerra! . . . Mas luego, volvemos a ser
marionetas; volvemos a ser gotas de
agua en el cauce estrecho; volvemos a
preocuparnos de nuestro tocado, del
lazo de nuestra corbata, del balance de nuestra
escarcela, y hablamos de todo, incluso de la
moda; de todo, excepto de la guerra. . . jSomos
absurdos, pero así somos, y esta es la eterna
fórmula de nuestra írredenci ón!
Hablamos de todo, incluso de la'moda, os dije;
mas bien pudiera haberos dicho, en verdad, que
hoy en París la moda, la «moda francesa»,
preocupa seriamente, y no sólo a frivolas mujeres- sino
también a muy graves y muy sesudos hombres. . -
Y es que, paralelamente a la guerra de trincheras,
riñese ya, con igual encono y entre los mismDS beli-
gerantes, la guerra comercial, cuyas primeras grandes
batallas fueron las ferias rivales de Leipzig y de Lyon.
vieja la primera de muchos años,
y nacida la segunda en esta primavera.
Decir que nuestra cFoire de Lyon* significó un
gran éxito, sería faltar a la verdad... Fué, sen-
cillamente, un ensayo, un tanteo para lo porvenir.
y no podía ser otra cosa, en una hora en que toda
Francia, en armas, no atiende a empeño alguno que no sea el de arro-
jar cuanto antes, lejos de sus fronteras, a un enemigo que aun huella y
profana la santidad del patrio lar.
Trocadas las fábricas de toda índole en fábricas de municio-
nes, y hogaño empleados en fundir y tornear obuses los brazos
laboriosos que antaño se aplicaban a fundir porcelanas y a
tejer sedas, ¿qué podía esperarse del actual esfuerzo de la in-
dustria francesa, sino es lo que se ha obtenido: un comienzo,
una orientación, una prueba de vitalidad que para lo futuro es
promesa de victoria, en la inexorable competencia que dividirá
a la Europa comercial, como prosecución de la contienda pre-
sente, cuando al fin se acalle el trágico rugir de los cañones?
Y en tanto que Lyon, desde el real de su feria, entabla ya
contra Leipzig una resuelta ofensiva, París, --el París de la Rué
de la Paix, de la Place Vendóme y de los Cam-
pos Elíseos, — aprés-
tase a una defensiva
á outrance, para man-
tener y acrecentar su
prestigio de dictador
de elegancias; ese
prestigio noble y secu-
lar que Berlín y Vie-
f"' jJ^ aJfc. ^^' ^ ^^t^ ^^ propio
W 'i^mfW^ ^ trivial New York,
M.-^-^áÉi^r '10 tratan de arrebatarle
^mi^^A i^ilr por todos los medios
^%|^iM w^ y con todas sus fuer-
1 zas, usando y aun abusando
de la oportunidad del mo-
mento.
La amenaza más seria,
entre estas enunciadas, fué
;^ la de Viena. y ello por ha-
Q ber recogido y realizado los
^ austríacos, ahora, aquella
idea francesa que surgió y
se agostó en flor, allá por
otoño de 1913, si mal no re-
cuerdo, cuando los esfuerzos
2 y^ de Buzenet y de Berlioz re-
jSzz^X unieron en estrechacolabora-
(^^ "'^ — ^ción a los pintores de fama
y cuando Gerbault. de la Gándara, Wi-
llette y otros consagrados de la pintura,
diéronse a esbozar proyectos de indu-
mentaria femenina, trocando en íntimo
maridaje la que hasta entonces fuera
irreconciliable hostilidad del Arte y de
la Moda.
En torno de ■•:
aquel loable inten- jjj
to se habló mucho, jj:
y se dijeron no po- ::i
cas necedades: la jj:
mayor de todas jj;
ellas fué asegurar ij:
que para reussir jil
un vestido elegan- :::
te, eran menester, ••:
ante todo, la incultura ij:
artística y la experien- :;:':ii::i¡:::¡:::ii:::i:::i:::::::::::i:::::::;::::::::ÍÍ5
cía práctica de un Fa-
quín o de un Roedfern; incultura artística para evitar, ig-
norándolas, ciertas sugestiones demasiado elevadas y espi-
rituales para ser compatibles con el gusto general; y expe-
riencia práctica para discernir, a primera vista, lo que ese
gusto general ha de aceptar a ciegas, sea bello o no lo sea,
sin más razón ni causa que un insaciable afán de origina-
lidad...
Fracasó, pues, en fuerza de no ser comprendido, aquel
plan que, sin embargo, implicaba una evolución trascenden-
tal: la de convertir la Moda en /I r/e Dícora/íw, legitimán-
dola, ennobleciéndola, y haciéndola compatible con el pro-
greso del espíritu femenino y con la marcha del tiempo.
De lograrse esto, hace tres años, ¿hubiéramos visto, acaso,
el absurdo desfile de pseudoelegancias que
de algún tiempo a esta parte venimos pade-
ciendo, y que parecen reflejo del mal gusto
universal, mejor que del añejo y clásico buen
gusto parisiense?. . .
r¿'
¡A buen seguro,
no! . . .
Y ved cómo, con
hábil jugada, los pin-
tores vieneses, y en-
tre ellos y especial-
mente Lendelle, trabajan para que esa
alianza del Arte y de la Moda, malo-
grada en París, sea un hecho en Viena, donde acaba
de abrirse una Exposición de modelos que, al decir de
quienes los vieron, no son, ni con mucho, el ideal; pero
al menos significan un paso hacia él, y el anuncio de
una rivalidad, digna ciertamente de consideración.
No lo es menos, la iniciada en Berlín por Haas
Heye, que sigue los pasos del vienes Lendelle, y que, a
semejanza de éste, ha organizado una Exposición cuyo éxito comer-
cial ha sido satisfactorio, ya que ha merecido la atención y la clien-
tela de muchos compradores norteamericanos, gente propicia a toda
iniciativa y a todo modernismo, y mal dispuesta a seguir, por sen-
timiento o por tradición, los caminos obstruidos por la inercia.
De sacudir esa inercia, ^ — efecto natural de la situación — se ha
encargado el «esprit» francés: ese ingenio, cuya sutilidad y cuya luz
bastan para hacer milagros. . . Y el milagro se ha hecho. . .
El Sindicato de la Costura ha puesto en línea, para la acción, buena
parte de esos muchos millones ahorrados al margen de sus formida-
bles beneficios, durante los años de paz. Y llamados a capítulo los más ilustres pinto-
res, — entre los que la guerra nos ha dejado. — y puestos de acuerdo, al fin, artistas y prac-
ticones, ensueños y realidades, la Moda Francesa, remozada y encauzada por los derroteros
de la gran evolución que se malogró en 1913, nos muestra hoy, en las páginas de su revista
oficial, o en los salones de sus faiseurs sindicados, maravillosas colecciones de modelos que
son, en plena actualidad, trasunto fiel de las más bellas galas del pasado...
Ved, conmigo, este tailleur de jerga azul marino: falda corta y amplísima, ahuecada, en
torno de las caderas, por un sutil arillo de ballena. El corpino se ajusta al talle, en saudade
goyesca, y una pelerina apenas indicada sobre el pecho y francamente ostentada sobre la
espalda, os dice de las elegancias muy siglo dieciocho. , . Pero en torno del cuello, alto y albo,
se anuda y cae sobre los senos una grande y romántica corbata de taffetas negro, que basta
para hacernos pensar en los dolientes vagares de Becker y de Espronceda. . . Vestid con este
traje sencillo, a una rubia, a una de las rubias princesas que poblaron, divinamente, los
divinos ensueños de Rubén Darío, y habréis tornado en realidad la ilusión, y habréis
aprisionado la esmeralda de la esperanza, para engastarla en el oro de la leyenda.
Observad aquel otro tailleur de taffetas glacé, bajo cuya jaquette, muy abierta.
florece un chaleco de brocado: es cifra y suma de elegancias versallescas,
y gala que hubiera lucido, gustosa, la regia Madame de Pompadour. . .
Toilettes de noche: raso rosa, con cintura y galones de tejido
de plata; tul amarillo, con adornos de Chantiíly; seda clara, bajo
túnica de gasa obscura; gasa, cerdee de ruches de Chantiíly...
¡Cuan lejos está, todo esto, — que es delicadeza y armonía,' —
de aquellos barrocos y disparatados horrores de la moda búlgara,
que en un tiempo que más vale no recordar, París adoptó y admiról...
Y los grandes abrigos de taffetas, muy 1830; y los vestidos-
túnicas, de terciopelo gris, orlados sobre el bajo, las bo-
camangas y el cuello, con renard plateado, y ceñidos con
una gran cintura de moiré; y los tailleurs escoceses — man-
zana y oro — ajustados con un cinturón de ante, prendido
con hebilla de plata antigua, ¿no es,
decidme, esta breve evocación de la
moda femenina, el primer capítulo
de una historia de Arte De-
corativo, que comienza?. . .
Y, ¿cuál, entre esas bellas
artes de la decoración, podrá
ser más interesante, para un
hombre, que la que tiene
por objeto embellecer a la
mujer?
dibujos de ribas.
^
Antonio G. de Linares.
París, mayo de 1916.
'i=. >.'i_nrí2>v—
\\
.^-
V -^
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c^
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os briosos deudos de Ro-
cinante prefieren la pampa,
que es una Mancha inmensa.
Los sumisos descendientes
del rucio sanchopancesco
aman el monte, los caminos
entre árboles. El galope resulta hidalgo,
gaucho; el paso, escuderil, indio.
En cuanto el terreno deja de ser lla-
nura y se cubre de arboleda; en cuanto
pone obstáculos al libre galopar, se inicia
el humilde imperio de los pacientes rucios,
y es el indio quien hace de Sancho
Panza. Entre esos bosques, por medio de
las picadas, luchando contra la naturaleza, la
industria y el comercio argentinos tratan de ex-
plotar el suelo rico y difícil
Obra lentísima, como andadura de asno; pero
eficaz, continua. Insensiblemente el hombre triun-
fa en la empresa de invadir el oasis para hacerle
productivo. Si no fuese por la colaboración del
rucio, la selva continuaría impenetrable y rebel-
de al progreso.
Gracias al calmoso obrero, héroe de las
aventuras modestas, se abrirán los caminos
por donde Rocinante galope a sus anchas,
triunfalmente.
Entonces nadie recordará ni apreciará
los servicios del rucio, descendiente de
la simpática cabalgadura de aquel buen
Sancho Panza que represen-
taba en la odisea cervantina
lo vulgar, lo razonable, lo
práctico y conocía el in-
trincado arte de gobernar ín-
sulas.
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EL NUEVO ENVASE PORRÓN
PARA ACEITE DE OLIVA
(patente exclusiva de la casa JOSÉ BAU)
EL ACEITE ESTÁ ENCERRADO EXENTO
DE AIRE- CADA PORRÓN ESTÁ LLENO
POR COMPLETO DE ACEITE.
HIGIENE Y ECONOMÍA
Significa una evolución importantísima en beneficio de los con-
sumidores de aceite fino de oliva, la creación de este nuevo envase
(Porrón) que resuelve de golpe las dificultades y deficiencias que
todos encuentran en los envases más o menos cuadrados.
LA ECONOMÍA E HIGIENE DEL ACEITE ENVA-
SADO EN PORRONES, en vez de en latas comunes, fácilmente
se demuestra:
Las latas comunes, por el hecho de no terminar en cúspide, no
pueden ser llenadas, haciendo el vacío de aire ; contienen, por lo tanto,
aceite en contacto con aire encerrado.
Las latas comunes, por el hecho de no tener cúspide, no pueden
vaciarse completamente, siempre queda un gran desperdicio de aceite
en el ángulo correspondiente al orificio practicado para abrir la lata.
Las latas comunes, por el hecho de no tener cúspide, contaminan
el aceite así que se abren, porque la superficie es plana y caen sobre
ella materias extrañas (en la cocina o en la despensa), y cuando se
sirve el aceite, se contamina más o menos con dichas impurezas.
Hasta el aceite de botellas ofrece la desventaja de que la per-
sona que toca el tapón con las manos o que lo deja impropiamente en
cualquier parte, al meterlo para tapar la botella, contamina la parte
interior por donde tiene que pasar después el líquido.
CON EL TAPÓN PATENTADO DEL PORRÓN
B.AU, se garantiza la pureza del aceite hasta la última gota de su
contenido, por cuanto no se puede meter la tapa dentro del gollete :
lo cubre externamente (tapa por afuera).
NO SE ENCIERRA AIRE Y ACEITE DENTRO de los
porrones, porque cada envase se llena íntegramente y se cierra después
de practicado el vacío. La enorme ventaja de aislar el aceite del aire,
es el fundamento más esencial de este invento de la casa Bau.
NO QUEDA UNA SOLA GOTA DE ACEITE EN L.OS
PORRONES vacíos, porque, rematando en cúpula cada envase,
se desliza hacia ella hasta la última gota de aceite.
NI EL hollín, NI EL POLVO, ningún cuerpo extraño,
ninguna impureza puede entrar en los porrones de aceite Bau, porque
resbalarían por la cúspide y por la parte de afuera de la tapa.
NO SE CHORREA ACEITE, no se pierde aceite como en
las latas comunes, porque, gracias a la disposición de la cúspide del
porrón y de su boca, el aceite sale sin correrse y sin derramar.
PÍDANSE PROSPECTOS EXPLICATIVOS.
NO SE HA AUMENTADO EL PRECIO.
El costo de cada porrón vacío, es igual al costo de la lata común
y, por lo tanto, la casa José Bau entrega el aceite en porrones a exclu-
sivo beneficio de los señores consumidores, sin el menor aumento de
precio.
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POR SU NOMBRE: "PORRÓN BAU".
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LAS AVISPAS Y SUS NIDOS
PREPARATIVOS PARA HACER LA CU-
BIERTA DEL nido: la reina prove-
yéndose DE FIBRA DE MADERA EN
UN ÁRBOL. DESPUÉS LA TRABAJA
EMPLEANDO SU »SAL1VA».
LA FUNDACIÓN DB UNA COLONIA DB AVILAS: RL PEQUEÑO NIDO
CONSTlTUinO rOR LA REINA.
UN FOCO DE FUTURAS MOLESTIAS: NIDO DE AVISPA. LLAMADA KN
INGI.ATEKKA AVISPA DE LOS ÁRBOLES. ESTÁ HECHO EN EI.
CRUCE DE VARIAS RAMAS. .
CORTE TKANSVEItSAL DE UN NIDO DE AVISPA COMÚN: (1) PASAJE DEL
NIDO AL EXTEKIOR. (2) LA RAÍZ DE LA CUAL PENDE BL NIDO. (3)
GAUnttA EN TORNO DEL NIDO, QUE PERMITE A LAS AVISPAS REPA-
SARLO. (4) LA ÚNICA ENTRADA PARA EL NIDO PROPIAMENTE DICHO.
LAS TRES CASTAS DEL MUNDO DE LAS AVIS-
PAS! LA REINA (arriba), EL MACHO (AI.
centro) v la obrera o hembra estéril
(abajo).
UN GRAN NIDO DE AVISPAS
SACADO DE BAJO TIERRA.
CELDILLAS QUE COHTIRNEN ORUGA-,
Las avispas son unos insectos muy dañinos. En Kingston, por
ejemplo, miles de ellos invadieron un almacén de ropa hecha y fué
necesario cerrarlo por cinco días. Además, el tráfico en un camino del
condado de Lincoln tuvo que suspenderse durante varias horas, por-
que las avispas, cuyos nidos habían sido puestos a descubierto por
los hombres que reparaban el camino, atacaban no solamente a esos
trabajadores, sino también a los transeúntes. La formación de una
colonia de avi|pas principia cuando la reina, abandonando en la pri-
mavera el sitio en que ha pasado el invierno, construye un pequeño
nido, compuesto de unas cuantas celdillas incompletas, en cada una
LOS DIVERSOS •nrc:;, r. L-: uti r.'ii^o, süSTüriiDOG RECl^vocAMR^JTF. ror: fü[-:fti-:.í
"VIGAS» DE FIBRA DE MADERA.
de las cuales pone un nido. Se multiplican rápidamente, y las nuevas
avispas van agregando al nido celdilla tras celdilla. En el verano,
hacen celdillas más grandes, de las cuales salen las avispa.^ al exterior.
Abandonada la colonia, los nidos quedan vacíos. Los machos mueren
en mucha mayor proporción que las hembras, y son éstas las que bus-
can sitio para pasar el invierno y formar una nueva colonia.
Más previsoras que las solícitas abejas, las avispas sólo fabri-
can miel agria y cera inútil, que el hombre no puede robarles. Tra-
bajan para el avispero y le defienden valientemente, con sublime
egoísmo y tenacidad extraordinaria.
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Anexo de la Adson Asplanaro
Carlos Pellegrirvi 515
UNA MANERA DE IMPRESIONAR
CINTAS CINEMATOGRÁFICAS
<'¡ Lo qué trabaja el hombre por no trabajar !» - decía el paisano
viendo a un pintor dar pinceladas. — Algo por el estilo pudiera excla-
marse al ver las proezas de los operadores cinematográficos, capaces
de arriesgar la vida a cambio de conseguir una película sorprendente.
El viajero encuentra a estos temerarios fotógrafos en todas partes.
Ni los peligrosos ventisqueros ni las tempestades les acobardan. Aco-
modarse incómodamente en el miriñaque de una locomotora para im-
presionar un trozo de cinta que dé al ptiblico la perfecta ilusión de
hallarse en un tren lanzado a gran velocidad, es un juego de niños
para los que saben hasta ir a las trincheras buscando escenas im-
presionantes y truculentas.
Pero el grabado que acompaña estas líneas merece ser conocido,
pues tiene algo de simbólico, o de cartel anunciador, nombre que en el
lenguaje comercial equivale a la palabra símbolo.
Es admirable la labor de estos valientes artistas que colaboran en
la misión educadora del cinematógrafo. Cada vez se arriesgan a mayo-
res empresas y nos dan la imagen exacta de espectáculos fugitivos,
rápidos o imposibles de ver para el hombre que no desafió los peligros
a que se arriesgan los operadores,
A pesar de los trucs y artimañas de que el cine se vale con el fin
de disminuir los riesgos de estos trabajos, siempre es más cómodo el
papel de espectador bien sentado en su silla que las tareas del fotó-
grafo sobre el miriñaque de una locomotora.
SJS!ígjai3«ia<íiMíí¿j^ái'iñfeüí &'iffiE&i#ieiíi^ai?sijass®JMs:®ffif§;tíM@.:áji«i
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La India es la tierra donde las leyendas tienen
mayores misterios. En la historia de este arcaico pue-
blo hay páginas de una grandeza trágica. Es la tierra
de las hambres epidémicas, de las persecuciones y
matanzas. Allí, junto al fastuoso lujo de los principes
y rajas, los miserables mueren de extenuación o del
cólera, por millares de millares, a la vista de los gran-
des Ídolos, sobre los pórticos de los colosales templos.
Europa, o mejor dicho, sus sabios estudian los sím-
bolos de aquellas leyendas que los hindúes guardan
celosamente.
Los fantásticos paisajes, poblados de fabulosos mo-
numentos, de prodigiosas arquitecturas y de bravas
floraciones tropicales, acogen al viajero con menos
inhospitalidad que en tiempos pasados: y el cielo, in-
tensamente azul y puro, no es testigo, como antaño,
de crueles suplicios y sangrientas venganzas contra
EL GIGANTESCO ÍDOLO DE MADRAS
los extranjeros que, atrevidos, osaban cruzar sus ríos
sagrados u hollaban con su planta maldita la pureza
de sus pagodas, en grave ofensa a los dioses, así in-
sultados por su irreverente presencia.
En Madras, la ciudad más importante de las tres
que forman la división administrativa de la India
inglesa, entre muchos monumentos religiosos se en-
cuentra el ídolo, cuya fotografía ilustra esta nota.
Además de sus gigantescas proporciones, tiene una
particularidad: la de que en él se funden dos estilos,
dos civilizaciones. Porque en su figura se acusa clara-
mente la influencia del arte chino sobre el arte indio.
Puede clasificarse este ídolo como perteneciente a la
época de la invasión mongólica.
Las dos más antiguas y grandes civilizaciones han
colaborado en la escultura de este enorme monigote
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TALLERES GRÁFICOS DE CaRAS Y CaRETAS
is^^m
"-VXOV-,,
H
>^ i_rí^^^—
ecia
Iperbiotina
Malesci
Profesor Dr. Maleici,
d« Firenze (ItAlia).
Admirahle piefiaratión pata iomhain
la neuraitema, leiütidaJ ptemalura.
cansando fiíico i) moral, ancmut y río
rosfs. enfermedades de la uingre, pa
decimientos de loi teñorai. pelifroi
de la adoleicencia. memoria dehitila-
da, conyaterencta de enfermedadet.
insomnio ¡i jaqueca nerviotot.
Hace ya aAos que el ilustre fisiólogo Brown-Se<iuard, de
la Academia de Medicina de Paris, asombró al mundo
con los resultados que obtuvo inyectando en el cuerpo
humano jugos obtenidos de animales, con lo cual de-
mostró prácticamente, sin dejar lugar a duda. la facilidad
con que podia llevarse al organismo debilitado del hombre,
la savia robusta y vigorosa de las razas inferiores.
El doctor Malesci, fundándose en estos experimentos
previos y firme creyente en los estudios del sabio citado,
dedicó sus esfuerzos durante mucho tiempo a perfeccionar
la nueva escuela y sobre todo a buscar la forma de ob-
tener el miimo resultado que Brown-Sequard, sin necesidad
de la peligrosa y molesta inyección.
Ese resultado es: la Iperbiotina Malesci.
La Iperbiotina Malesci está compuesta con el elemento
activo del jugo orgánico de animales jóvenes y vigorosos
debidamente combinado con otras sustancias tónicas de
origen vegetal y animal, pero con exclusión completa de
los productos minerales.
La escrupulosidad con que está preparada la Iperbiotina
Malead, constituye la mejor garantía para el enfermo,
pues ni un solo frasco sale del laboratorio sin que su
contenido haya sido previamente esterilizado según el
«stema Pasteur y sin que su perfecta inocuidad hay»
"•«•o plenamente comprobada.
La Iperbiotina Malesci ha sido llamad* por médicos
eminentes "el gran descubrimiento científico de las época»
modernas", y los hechos prácticos, asi como el favor
«empre creciente que se le dispensa en el mundo entero,
corroboran esa opinión tan halagadora para su inventor
Pasarán días, pasarán años!
pero llegará un momento que al historiar
los éxitos de las grandes preparaciones de
base científica, ocupará lugar preferente
erbiotina Malesci
Sus maravillosas propiedades no se discuten;
sus efectos nunca fallan.
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absolutamente precio superior de lo que comúnmente se ha pagado.
'I"t3-^=V—
EL FETICHISMO A TRAVÉS DE LAS EDADES
r-"**' j^ Los portugueses Ilama-
^^É3^^^ '■°ri fetiches, de la pala-
^^^^^^^^ bra lusitana feili(o, que
^^Kmí^^^^^k significa hechizo, a los
MHHHL^^^F ídolos adorados por las
y^^Kr.J^^ tribus negras de África.
^mlSfiT/^ ^' fetichismo es un res-
to de costumbres salva-
jes, cuyas primeras ma-
nifestaciones han encon-
trado los geólogos en los
restos de épocas prehis-
tóricas. En el período
neolítico se manifiesta
ya claramente el culto
hacia seres sobrenatura-
les que se representan
bajo una forma humana.
Se les esculpía en las pa-
redes de los vestíbulos
de ciertas grutas funera-
rias, consagrándoles ade-
más idolillos de tierra
cocida. El hacha de pie-
dra, que tantos servicios
prestó como instrumen-
to y como arma, parece
haber poseído caracteres
divinos. Los grandes mo-
nolitos, cuyo uso nadie
pudo precisar todavía,
tal vez fueron enormes fetiches. En apoyo de esto, puede citarse los
acuerdos adoptados en los concilios de Arles, 425, Tours, 567 y Man-
tés, 658, por los que se declaraba culpable de sacrilegio a los hombres
que continuaran adorando los monumentos prehistóricos.
Lejos de desaparecer, el
fetichismo^ se desarrolla
más durante las otras épo-
cas. En las edades del bron-
ce y del hierro, muchos
objetos de dichos metales
se convierten en talisma-
nes. Y no hablemos de las
edades media, moderna y
contemporánea, tan cono-
cidas de nosotros. Un tro-
zo de herradura, un cuer-
necillo de coral, trozos de
cuerdas de ahorcados, etc.,
son talismanes que confir-
man la permanencia de
las supersticiones mile-
narias.
ídolo con casco y plumas
FETICHE EN FORMA DE PERRO, CON DOS CABEZAS
Pero donde el fetichis-
mo conserva todos sus
fueros es en África, en-
tre los negros. Para el
hombre de color, que aun
vive en su país de ori-
gen, el fetiche represen-
ta uno de los innumera-
bles genios invisibles que
le rodean, genios malos,
vengativos y crueles, por
lo general.
Loango, capital del
Congo francés, es consi-
derada como la Meca
del fetichismo. Allí se en-
cuentran los ídolos más
curiosos y característicos.
El arte religioso de los
negros no es muy refi-
nado; por el contrario,
tienen el aspecto de mo-
nigotes, mal tallados en
madera. Los adornos
también pertenecen al
género más estrafalario:
plumas, espejos, talis-
manes, clavos, girones de
tela, trozos de limas, de
cuchillos, etc. Todo lo
que brilla, lo que es ex-
traño, va a incrustarse en el cuerpo del ídolo. Dan idea de tales divi-
nidades nuestros tres grabados. Los dos primeros representan fetiches
favoritos de los loangueses. El tercero quiere asemejarse a un perro de
dos cabezas. Cuando los negros necesitan protección contra los fusi-
les europeos, contra los
hechiceros, serpientes;
cuando desean tener fortu-
na en la guerra, la caza o
el amor; cuando buscan el
modo de curar una enfer-
medad, vengarse de un
enemigo o capturar un la-
drón, se dirigen al fetiche
predilecto y mediante cua-
lesquier objetos de des-
echo, consiguen su propósi-
to. Hay que añadir que el
sacerdote fetichista exige
además el sacrificio de una
cabra o de un ave, cuya
carne le pertenece por de-
recho propio.
FETICHE CON ESPEJOS SOBRE LA CABEZA Y EL ABDOMEN
PERSEGUIDO POR UN TEMOR INDETERMINADO
,\1 que nu a(jza de perfecta salud, le persigue el espectro de la
vejez prematura y de la tristeza abrumadora; muchas enfermeda-
des, cuya causa se ignora, provienen del estómago o de los intesti-
nos, se descuidan porque no hay peligro de muerte; pero, una vez
crónicas, son insufribles y engendran la desesperación. Los des-
gastes físicos, consecuencia de la actividad excesiva, hacen que la
mayor parte de la humanidad esté enferma del KSTOMAGO, y es
necesario prevenir muchos males que ocasionan una mala digestión.
"STOMALIX" Saiz de Carlos, conserva la integridad de su orga-
nismo. Es el TONICO-DIGESTlVO por excelencia. Su eficacia
y su sabor agradable, han conquistado la fama mundial que goza.
"STOMALIX" debe ser su compañero en la mesa.
Venta Farmacias, Pidan folleto a Carlos S. Prats, San Martín, 66,
Huellos .'Vires.
jíT
mr^¿^/^-^
"^^j-
■^íz^j^^íí^-^^íjí:
^ 'L,n:^K> >^-
DARWIN SE CONOCE A Sí MISMO
Ahora, durante la estación invernal, cuando su orga-
nismo se resiente de la baja temperatura, tonifíquese
con el delicioso
Oporto Dom Luiz
Vl£,R FALO en copa fina de cristal y repare en su
bnllemtez que deleita la mirada con sus prismas lím-
pidos como la luz del sol.
ASPIRE el finísimo perfume que emerge del contenido
de la copa como si albergara en su seno misteriosa flor.
SABOREE su delicada tonicidad, digno complemento
del conjunto ideal que reconforta y repone las ener-
gías cual maravillosa fuente de salud.
Con ojo atento, como el que empleaba en vigilar los amores entre un in-
secto y una orquídea, Darwin se vigilaba a sí mismo. Llegó a ser muy ducho
en este conocimiento difícil, recomendado en el frontis del templo de Delfos.
He aquí cómo él analizaba el linaje del propio espíritu.
Leemos en la Autobiografía: « Yo no tengo una gran rapidez de concep-
ción o de ingenio, cualidad tan notable en algunos hombres inteligentes,
por ejemplo, Huxley. Soy, pues, mediocre como crítico. El leer algo en
un libro o en un periódico, tanto me impulsa a la admiración, que úni-
camente tras reflexión prolongada llego a ver los puntos flacos. La fa-
cultad que permite seguir una larga y abstracta serie de pensamiento es,
en mí, extremadamente limitada. En matemáticas o en metafísica hubiera
fracasado. Mi memoria es extensa, pero nebulosa: es, en general, la su-
ficiente para advertirme, de una manera vaga, que he leído o bien obser-
vado algo, opuesto o favorable respecto a la conclusión que estoy dedu-
ciendo. Al cabo de unos instantes, recuerdo el lugar de donde debo sacar
la indicación. Mi memoria, en cierto sentido, deja tanto que desear, que
jamás he podido recordar más que unos cuantos días una fecha, una
línea o una poesía. Muchos de mis críticos han dicho: « Es un buen obser-
vador, pero no tiene ningún poder de raciocinio». No creo que esto sea
®xacto. El Origen de las especies es, desde el principio al fin, un largo racio-
cinio, que ha podido convencer a un cierto número de personas inteligentes.
Nadie hubiera podido escribirlo, a no estar dotado de alguna fuerza de razo-
nar. Yo creo tener tanto sentido común y buen juicio como un hombre de
ley o un doctor de fuerza mediana, pero no más. Por otro lado, me creo su-
perior a la generalidad de los hombres, en lo de notar cosas que escapan
generalmente a la atención y para observarlas con cuidado. Mi ingeniosidad
ha sido la más grande posible, para la observación y acumulación de hechos.
Y, lo que tiene más importancia, mi amor a las ciencias naturales ha sido
constante y ardiente. . . He tenido mucho tiempo para mí por no haberme
visto en la necesidad de ganarme el pan. La enfermedad ha inutilizado al-
gunos de los años de mi vida; pero ha tenido una ventaja y es que me ha li-
brado de distraerme en las diversiones de la sociedad. Mi éxito como hom-
bre de ciencia, a cualquier gradD que se haya elevado, ha sido determinado
por condiciones de mente complejas y variadas. Entre ellas, las más impor-
tantes han sido el amor a la Ciencia, una paciencia sin límites para reflexio-
nar sobre cualquier objeto, la ingeniosidad en observar los hechos y en reunir-
los, una dosis media de invención y de sentido común. Con las limitadas
capacidades que poseo, es sorprendente, en verdad, que haya podido in-
fluir, en un grado considerable, en la opinión de los sabios sobre algunos
importantes problemaS'\ A esta declaración de modestia, tan serena y de-
licada, ha añadido el hijo de Darwin; « Uno de los valores de mi padre, era
sentir, como pocos hombres, una diferencia entre el trabajo de un cuarto
de hora y el trabajo de diez minutos. >
^^JUrri:2y>^—
— 1->1^N.
N^ i^'l l-¿-r^—
J^arrods
en la Liquidación completa que realiza desde el 31 de
Julio hasta el 12 de Agosto próximo, responde a un
concepto exacto de esta
Venta Extraordinaria Semestral:
beneficiar a su clientela, con los precios excepcionalmente re-
bajados y conquistar nuevos favorecedores^
El que aprovecha esta Liquidación en J^áPrOClS obtiene ar-
tículos de primera calidad, cuya moda recién empieza a imponerse.
Hay otro beneficio: la seguridad de que la Casa no reserva merca-
dería de un año para otro, porque Semestral mente liquida todas
las existencias de estación.
Los precios de esta
Liquidación Semestral
están a la vista del público. Vale la pena
estudiarlos, en la seguridad de que se pue-
de visitar los Salones de
Exposición y Venta sin ser
molestado.
Lo importante es que usted
acuda a convencerse que ¿fá
nunca se ha realizado una
Liquidación como ésta.
Jfíarrods
FLORIDA, 877
y PARAGUAY, 554
BAJO CERO
I
—v=>L->~^s> 'vi_-n^i-">>x—
Escribo en época en que las fiestas de la
conmemoración de 1916 están todavía en el g^-m
limbo de los hechos que van a ocurrir: pero
la idea de que esto pueda publicarse cuando ellos sshayai
producido, ya no detiene el curso de las reflexiones susci-
tadas por la previsión de esos hechos. Ello seria un s^rio
inconveniente para un articulo de actualidad. En cambio
tratándose de esto, y no sintiendo vanidades de acierto pro-
fetice (que por otra parte no tienen ocasión donde la profe-
cía se reduce a simples divagaciones de presente con vistas
a un porvenir que es casi el presente mismo), hay cierto
encanto en oírse hablando de un futuro que ya dejó de
serlo, alcanzado por la voraz prisa del tiempo mientras
se secaba la tinta de las palabras escritas en pasadas
horas. Es un encanto que se sazona con cierto dejo
de renunciamiento, tenuemente amargo, dulcemente
punzante, eso de exponerse a las rectif icacio íes de
la realidad invirtiendo la común relación de tiem-
po: lo que fué «a priori» aparece convertido en «a
posteriori» sin haber cambiado su naturaleza.
ni sus elementos, ni sus caracteres. Y asi pue-
den revestir un interés particular todas las
enunciaciones que se refieren en tiempo fu-
turo a un hecho ya pasado. Pudiera ser. que-
resultase por contraste mucho más intere-
sante de lo que es en si mismo, sin duda.
esto de empezar diciendo, como digo
empezando con mi asunto concreto:
Vamos a festejar otro centenario
de nuestra vida histórica.
Cuando celebramos el del pro-
nunciamiento de Mayo, este
otro, el de la declaratoria de
la independencia, aparecía leja-
no. Tenían que correr seis años.
Ya está aquí. Esos seis
#r.
arios no han corrido: han
volado. Su fugacidad hace
sentir la impresión de una
ráfaga de vendabal gigan
tesco y silencioso. Porque,
ya es sabido, nada apa-
ga como el tiempo el es-
trépito de la vida.
Pero, dejemos estas
filosofías que serian muy
viejas si no fueran
eternas.
Elcasoesqueel nue-
vo centenario está a
muy poco trecho de es-
te presente que se va
yendo al correr de la
pluma. Y sin embargo.
no se le siente todavía
como emoción, ni aun
de espectativa.
Hay noticias en los dia-
rios, que nos hablan de fes-
tejos. En las calles los anun-
cian algunos adornos. Pero
las noticias no son todavía el
eco de una gran palpitación, de una
gran vibración de los espíritus, como
cuando el otro centenario. Y los ador-
nos penden muy humildes, muy pobre-
citos en lo alto de las calles, como un
tanto avergonzados o un tanto entris-
tecidos de interpretar asi la arrogan-
cia triunfal de la celebración. Claro que
al decir esto no juzgamos la materiali-
dad, sino la significación. El fausto
ornamenta! importaría sólo un derro-
che en zarandajas mientras no corres-
pondiera aun hecho moral que lo diera
de sí como expresión necesaria de su
generoso empuje. Esto sucedió en 1910.
•Cualquiera tiempo pasado fué me-
jor», dice la consabida meditación de
Jorge Manrique. Pero en esto que ve-
nimos conversando nosotros no es ese
encanto de todo pasado, lo que hace
aparecer o sentir como inferior el
presente. Lo creo asi. porque la evo-
cación de hechos fáciles de evocar por
su proximidad y por-
que están concretos
en la memoria de to-
dos, acusa una dife-
rencia casi palpable.
Basta recordare! es-
pectáculo y la vida de
la ciudad en aquellos
días en que se prepa-
raba para la gran cele-
bración. ¡Era toda ella
un vibrante taller! Re-
sonaban sin descanso,
jubilosos,
los martillos:
aquí. allá, en todas
partes, construyen-
do efímeros pero arro-
gantes palacios, destina-
dos, como el entusiasmo, a
clamorear un momento y des-
aparecer luego. El pico y la pala
funcionaban sin descanso abriendo
sitio a visiones nuevas, de juvenil
y victoriosa expresión: la plaza del
Congreso fué así surgiendo de entre
os escombros de nutridos edificios
como a un conjuro de magia: flo-
recida, sonriente, espaciosa, abierta
como mano que se ofrece leal. Hubo
una pululante germinación de esta-
tuas: eran malastodasellas(somos.
por fuerza de inmutable sino, el
vaciadero de las malas estatuas):
pero esa población de metal y de
piedra parecía brotar de la tierra
con majestuosa unanimidad para
entrar en formación ante el gran
recuerdo, tronando un «¡Presen-
tes!» de ordenanza heroica.
Y toda la ciudad se renovaba.
se erguía, se revestía de frescas
entonaciones entre el repicar ani-
moso y contento de las herramien-
tas, golpeada por el oleaje de mul-
titudes que iban invadiénc
cada vez más nutridas: gentes
todas partes del mundo en
nes las naciones habían de
cantando bajo el arco en-
galanado que proclamaba
nuestro primer siglo de ju-
ventud.
¡Y qué ganas de vivir, en
los corazones! ¡Qué generosa
fuerza, qué amplitud de op-
timismo y de efusión, qué
confianza y qué anhelo de
futuro! Todo esto: este espí-
ritu del centenario, tantas
veces simbolizado gráfica-
mente en una irradiación de
apoteosis, dejó en efecto una
como lar- ,
ga y glorio-
sa prolon-
gación de
luminaria;
pasa
festivales en las noches de Buenos
Aires. Mucho tiempo después, sobre
la masa de la ciudad nocturna que
el reflejo de las iluminaciones en-
volvía en leve halo rojizo, erguíanse
aqui y allá, dibujadas con luz so-
bie lo negro, las construcciones de
oti a ciudad que se encendía con ale-
gría inmóvil de castillo de fuegos de
artificio, lanzando a lo alto de la no-
che minaretes, torrecillas, fachadas
y cúpulas centellantes que esplen-
dían largas horas en una silenciosa
y como embelesada exaltación de
fiesta.
Eran les gallardos y atrevidos
urrates de los palacios de las expo-
siciones y las líneas de construcción
de les edificios que ya se habían
acostumbrado a vestirse de apoteo-
sis: las ruedas gigantes girando en
la sombra con titilación infantil,
punteadas en luz. y los grandes
reflectores que proyectaban de lejos
su blanco asombro luminoso sobre
el cielo, destacando con su panta-
Uazo, en un rápido deslumbramien-
to, planos de fachadas y aristas
tccadas un punto por la revolu-
ción del inquieto haz de claridad.
Era, en fin, una como embriaguez
de la luz, que la ciudad había con-
traído durante las fiestas del cente-
nario y que la llevaba a compla-
cerse en irradiar cada vez más, a
coronarse de esplendores no ya so-
lamente simbólicos: a encaramarse
sobre el cielo trepando la noche
con regueros de luminarias; a m.a-
nifestar. en fin. sus alientos ambi-
ciosos envolviéndose en un soberbio
manto de esplendores.
Y no evoco el cuadro del gran
día: el empavesamiento unánime
que m.eció la ciudad toda en blanco
y azul con el ondular de las ban-
deras que se asomaban a todos los
balcones y escalaban rápidamente
las fachadas y cruzaban de acera a
acera bóvedas de lanzas sobre las
calles; ora pendientes con lánguido
vaivén al arrullo del aura de la ma-
drugada, en el decoloramiento le-
choso del amanecer; ora agitándose
con inicial estremecimiento de re-
guero que se inflama chisporrotean-
do en algazara de gallardos revuelos
y briosos aletazos y tenso vibrar
cuando una ráfaga levantaba, como
en bandada, pabellones y flámulas
y hacía chasquear la ciudad entera
en un grande alborozo multicolor
dominado por la nota azul, juvenil,
suave y entusiasta del
«leit motiv» argentino,
luego, la alegría, gá-
1 y solemne a la vez, de
aquella jornada memora-
' que era a un tiempo
el júbilo nacional
y la alegría del
mundo asociado
universalmente a
nuestro contento;
las representacio-
nes de todas las na-
ciones que pasaban
con sus banderas:
el pueblo todo en
la calle; abiertos
los corazones, las
almas cantando.
,/
Esta expansión se producirá tam-
bién, seguramente, el día de la cele-
bración de la otra efemérides secular;
sino en igual magnitud, por lo menos
con igual significado. Pero entre tan-
to, el espíritu y el espectáculo de los
días preparatorios no es el mismo.
No podría lógicamente serlo.
Aquel nuestro centenario celebrado
en 1910 tuvo el concurso feliz de todo
lo que puede dar brillo y brío y mag-
nitud a la fiesta de un pueblo. El
mundo gozaba paz y cordialidad: el
comercio, las industrias, las activi-
dades todas que crean la riqueza, flo-
recían gloriosamente.
Y nosotros éramos ricos. El pais
gozaba el delicioso vértigo de una
audaz ascensión de prosperidad.
Y ahora estamos pobres. Ya no
hace oleaje el oro abundante y fácil
que distendía los cintos de los estan-
cieros y prodigaban los dueños de la
cosecha y hacia irradiar áureos refle-
jos a las propiedades de renta can-
tando una inefable música en dila-
tado y divino timbrar.
El antiguo Pactólo arrastra ahora
lentamente por angosto cauce esca-
sas arenas preciosas que sólo permi-
ten ser ricos a los que siempre son
ricos. El desbordamiento de aquel
raudal de oro que todo lo bañaba, es
hoy un sueño del pasado; un sueño
con un poco de delirio en que todo
era dorado y vibraba como sonoro
metal generoso.
Y es por esto, sobre todo, por lo
que la antigua animación festival pa-
rece ahora tardo desperezarse ante la
inminencia de la fiesta, que llega en
silencio, sin flameos triunfales ni ex-
pansiones exuberantes.
Porque, ¿a qué negarlo? Podría el
viejo mundo estar, como está, sumido
en los negros horrores de la guerra,
y no por eso faltara en esta parte del
mundo joven, animoso y brillante
regocijo conmemorativo si hubiese
dinero abundante. «El dinero es un
valeroso soldado que va siempre ade-
lante en sus empresas!» dice el gran
sir Johnn Falstaff con la franqueza
de verdad que su cinismo le permite.
La pobreza era una virtud repu-
blicana. Pero para celebrar los gran-
des acontecimientos republicanos, la
pobreza es un grave inconveniente.
Aquella nuestra prosperidad material
tan cantada por hombres de negocios
que se sentían poetas ante la riqueza,
ha hecho así de la pobreza una cosa
muy anti-republioana. Los centena-
rios sin dinero son vejez melancó-
lica, del mismo modo que los muchos
años son, con fortuna, respetable an-
cianidad, y simplemente vejez en la
indigencia.
Verdad es (y viene bien para que
no aparezca todo reducido a moneda
contante) que quizás influye también
el hecho de que a los centenarios es
más que a cualquiera otra cosa apli-
cable el «Non bis in idem» de la sabi-
duría antigua. Celebraciones destina-
das a cada siglo, no pueden actuar
con igual intensidad espaciadas ape-
nas por media docena de años.
Por esto yo creo que el que vivi-
remos siempre los que lo vivimos
en 1910, será el otro centenario, el
de Mayo, el que llegó entre las sa-
lutaciones de una emoción antes no
sentida, haciendo surgir esplendores
en medio de un glorioso florecimiento
de riqueza, radiante como el mismo
símbolo de su triunfal signifi-
cado; el centenario por anto-
nomasia para todos: tanto más
luminoso, cuanto que brilla en 1
la memoria, cariñosa siempre!
con lo que sólo vive ya en ella.
Este de Julio, será para otros
mucho más que para nosotros,
los de 1910: para los que pue-
dan vivirlo con el alma libre
de emociones que difícilmente
se viven dos veces...
Arturo Giménez Pastor.
DIBUJO DE ALONSO
"K)>X —
f lúU^A/ Ay^vE^lCAHA/'
No es mi propósito definir la personalidad literaria de Almaíuer-
te en estas breves líneas, escritas al margen de su retrato; ni mi
pluma es la más indicada para trazar apologías. Me limitaré, por
ello, a exponer ligeramente mí opinión personal sobre dicho poeta,
el más original y vigoroso que se destaca en nuestra literatura
contemporánea.
Todo el mundo conoce, más o menos, fragmentariamente, su
notable y trascendental obra poética. Su nombre se aureola, dentro
y fuera del país, con una popularidad inmensa y un justo prestigio.
Y las palmas del triunfo han rozado más de una vez, en el camino,
su frente de inmortal.
Sin embargo, de acuerdo con la sinceridad de mi espíritu y la
conciencia de mis convicciones, he de declarar que si bien admiro
el gran talento y la magna figura de Almafuerte, en su aspecto
lírico, no comparto con la generalidad de sus devotos el concepto
impropio de la clarividencia profétíca, el apostolado evangélico.
la talla genial, que ellos encuentran en su vida y su obra.
Según mí criterio, Almafuerte es un gran poeta desorientado.
Un poeta soberbio, que ambicionó ser Juvenal, Jesús, Isaías, San
Pablo, Job, y tal vez Salomón. Y él mismo, en «Milongas clási-
cas», define así uno de sus estados de ánimo:
II O de tanto cerebrar
me circundo de visiones,
que me muestran direcciones
salvadoras al azar; »
Poeta extraordinario, porque apesar de ser heterogénea su labor
intelectual ha conseguido unificar todas las producciones en torno
de una idiosincrasia típica revelada en sus versos. Y ha logrado,
de un enmarañado conjunto de poemas magníficos, aunque sin
unidad de pensamiento, incoherentes y contradictorios en sus ideas,
y recargados de metáforas y vaguedades como una selva virgen
de frutos silvestres, hacer surgir una personalidad literaria singu-
lar, portadora de un nuevo blasón para las letras americanas e
iluminada por los centelleos de su fiebre lírica como por los relám- '
pagos de un Sinaí.
¡Ha triunfado Almafuerte!... Entonces, es lícito discutirlo; no para
pretender empañar su gloria ni para restarle méritos, que fuera tarea
alevosa, sino para que los hombres, al esculpir idealmente en la imagina-
ción su figura de poeta, no le atribuyan proporciones exageradas...
¿Por qué razón Almafuerte, a pesar de ser el más original de todos nuestros
poetas nacionales, no llega, sin embargo, a ocupar el primer puesto en esa
legión? ¿Por qué no podemos llamarle el gran poeta, el bardo, de nuestra
nacionalidad en embrión?. . . Sencillamente, por su pesimismo, hondo, arrai-
gado, defi.iido. Porque en América, tierra de porvenir, mundo de aurora,
vida de esperanza, la inspiración de Almafuerte es extemporánea. Los pue-
blos nuevos necesitan poetas que tengan la videncia de los profetas y el
optimismo de su futuro. Y sí colocáramos en el pináculo de nuestra literatura
nacional, como un símbolo del pueblo argentino, la obra literaria de Alma-
fuerte, nuestro espíritu la admiraría pero la rechazaría nuestro patriotismo,
por no ser la neta expresíó.i de sus sentimientos. Y sabido es que en la vida
de los pueblos, el factor más poderoso de su progreso y grand za es el respeto
cívico por sus tradiciones e instituciones; y cuando el escepticismo se propaga
y el ideal se debilita, las naciones, — ha dicho un pensador moderno, — pier-
den todo lo que constituía su cohesión, su unidad, su fuerza.
En la civilización gastada de la decadencia de Roma, Almafuerte hubiera
sido tan grande como Dante en el medioevo. Pero en la nación argentina
no trasuntan sus poemas la gran visión de los ideales patrióticos, de las aspi-
raciones colectivas, de las saludables conquistas de una positiva moral doc-
trinaria; ni sus anatemas pueden vibrar, lógicamente, sobre un pueblo como
el nuestro que apenas cuenta sesenta años de vida constitucional, y qu^
te.idrá vicios de organización política pero no morbosidades y corrupciones
hereditarias como para azotarlo con la fusta de Juvenal, pese a todos los
teóricos y reformistas extravagantes.
Si Almafuerte hubiera seguido siendo el cantor de «La sombra de la patria>),
hubiera llegado a culmi.iar, con su poderosa inteligencia, en el Tabor de
nuestra vida histórica. Hjy ssria nuestro vate gigaite. . . Pero cuando, en el
ocaso de su vida, en medio de su país que le ensalza, le venera, le arroja
laureles, escribe;
« Yo el errante, yo el postrero.
YO EL SIN PATRIA, yo el sin nido. . .»
Ese grito del alma, en que se evidencia la irrupción de quien sabe qué
despecho íntimo, y que no tiene razón de ser, borra su nombre de los altares
consagrados a la deidad tutelar de este pueblo. . . Y Almafuerte continúa
siendo un gran poeta. Mas, sin que su talla pierda en majestuosidad, pre-
ciso es afirmar que, hasta ahora, la imagen simbólica de Andrade sigue
representando el Aconcagua del pensamiento poético argentino; y que sus
cantos resuenan, como los de los bardos celtas bajo la encina sagrada, estre-
meciendo el alma de nuestras generaciones en marcha. . .
Hermosa es la obra de Almafuerte. Juzgándola en conjunto, sobre el
camro de la literatura universal, aparece como una de las más valientes
rebeldías del espíritu humano, en sus anhelos de regeneración inmensa,
de vida sana, de purificación sublime, aunque quizás con excesivo
idealismo.
Y cuando se estudie serenamente la obra y la personalidad de
Almafuerte, — sin relacionar ciertas anomalías de carácter, basadas
en quié.i sabe qué fortuitos azares de su existencia, a rarezas psico-
lógicas con la doctrina espiritual fundamentada en sus poemas, —
todas las paradojas en que se ha sintetizado su vida y su labor serán
hojarasca que el tiempo disperse; ni el patriotismo primordial, clau-
dicado luego, ni la glorificada chusma donde al apoyar su planta el
poeta encontró la fofa y traicionera realidad de las marismas, ni el
egotismo disecado en la desesperación del misionero, clamando ante
una jauría de pasiones, ni la crucifixión propia del Yo en el can-
dente motivo del «Trémolo», quedarán en otro sentido que el
alegórico. Y nunca más grande que entonces la personalidad del
heteróclito creador de «Jesús* y «La Inmortal».
Almafuerte, poeta, artista, hombre, aparecerá tal como él mis-
mo se define;
« Yo soy el negro pinar
cuyo colosal ramaje
como un colosal cordaje
no cesa de resonar. »
...¡Y allá, en el fondo de sus poemas, como latiendo en me-
dio de ese pinar sombrío, un corazón noble, generoso, lleno de
humanidad, sediento de una felicidad imposible, sublimizado por
el dolor, . . . agostándose en el ensueño estéril !
ALMAFUERTE, EN SU MESA DE TRABAJO, ACOMPAÑADO DEL DOCTOR BARROETAVEÑA, QUIEN
HA INICIADO UNA CAMPAÑA PARA QUE SEA NOMBRADO SENADOR EL ILUSTRE POETA
DIBUJO DE MAYOL.
Julián de Charras.
— OL-^v'S
»>X—
A mmm. AtóniTim.
MONSEÑOR VASSAL-
LO, NUNCIO *K)S-
TÓ' ICO DE S. S. EL
PAPA BENEDICTO
XV, NOMBRADO RE-
CIENTEMENTE PARA
DESEMPESaR TAN
ALTO PUESTO ANTE
EL GOBIERNO AR-
GENTINO.
EL ANTIGUO PALACIO C E NCI- B O L OC N ETTI , NUEVA
RESIDENCIA DE LA LEGACIÓN ARGENTINA, EN ROMA.
EL SALÓN DE BAILE
EL SALÓN DE LOS ESPEJOS
'-S "vj__m2>x-
La visita de un
cardenal debe lle-
varse a cabo confor-
me a ciertas reglas
determinadas. Así,
si llega de noche, no
menos de dos cria-
dos deben esperarlo,
con antorchas en-
cendidas, cuando
baja del automóvil,
y acompañarlo has-
ta la puerta del de-
partamento en don-
de esperan el dueño
de casa y otros per-
sonajes. Si la recep-
ción tiene lugar de
día, es preciso no ol-
vidar algunas velas
de cera virgen que
deben arder mien-
tras dura la visita
del cardenal. De or-
dinario, el candela-
bro de bronce con
las velas encendi-
das, se coloca en una
de las primeras sa-
las. En la mesa, los
cardenales deben
sentarse a la dere-
cha del dueño y de
la dueña de casa.
SALA DE LOS RETRATOS
SILLA DE MANO DEL SIGLO XVI
por lo cual, casi nunca es posible invitar a más de dos
cardenales a la vez. Naturalmente, en las recepciones de
la alta aristocracia vaticana persiste todavía el ambiente
apropiado a la antigua y austera elegancia.
Con arreglo a este ceremonial, fué recibida el próxi-
mo pasado 25 de mayo, en el palacio de la legación
argentina, la alta representación pontificia.
A ello se presta muy
bien la actual sede de
nuestro representante
cerca del Vaticano, la
cual tiene a su disposi-
ción el antiguo palacio
Cenci-Bolognetti, cuyos
propietarios descienden
de la famosa Beatriz Cen-
ci. El palacio, que es uno
de los más antiguos de
Roma, fué reparado bajo
la dirección del caballero
Fuga, el arquitecto que
diseñó la fachada del par-
lamento italiano.
El exterior es de un
barroco simpático; el in-
terior es cuanto se pueda
imaginar de más elegan-
te, más sobrio y más aris-
tocrático; siendo, pues,
natural que los diplomá-
ticos y altos dignatarios
que el 25 de mayo se reu-
nieron en sus suntuosas
salas, tuvieran palabras
de admiración para la
obra de Fuga. Desde el
punto de vista religioso,
es notable la imagen de
la Madona, que es una
EL MINISTRO ARGENTINO, DR. DANIEL GARCÍA MíNSlLLA Y SU ESPOSA,
DOÑA ADELA RODRÍGUEZ LARRETA, EN EL GABINETE AMARILLO.
copia al óleo del original de Guido Reni, hecha por el caballero Conca.
La tradición asegura que el 20 de agosto de 1796, esa imagen
abrió y cerró los ojos, como el mismo Papa lo habría afirmado.
Y, volviendo a la recepción ofrecida por el doctor García Mansilla,
diplomático moderno, fino, lleno de tacto, conocedor de los hombres
y d i los ambientes, diremos que estuvieron presentes dos cardenales:
Gasiari, secretario c'e estado de S. £., y Vanutelli. Además, estaban
los Monseñores Ranuzzi de Bianchi, mayordomo; De Samper, maestro
de Cimara; Tederchini, substituto de la secretaría de estado; Pacelli,
secretario de la ccngregación de los negocios eclesiásticos extraor-
dinarios; el señor Calbeton, embajador de España y la embajadora;
el se'ior Magalhaes de Azevedo, ministro del Brasil y señora; el
señor Vanden Henvel, ministro de Bélgica y su hija; el señor O. Van
Nispen'Tot Sevenaer, ministro de Holanda; Monseñor Vassallo de
Torregrossa, nuevo Nuncio apostólico en la Argentina; la señorita
Danila García Mansilla; el caballero Cremaschi, canciller de la legación
argenti la, y el doctor Diego Fernando de Castro, primer secretario de
la legación de Chile. La mesa, para los que por primera vez veían tal
EL SALONCITO ROSA
— l-JLJ^ i- \ 1_ I I-J.-X —
BANQUETE OFRECIDO EL 25 DE MAYO AL CARDENAL VANUTELLI.
AL MIHÍSTRO ESPAÑOL Y ALTOS Pir.NATARlOS DEL VATICANO,
— 1_>L\ ir> \ l.ni:^.-X —
BANQUETE OFRECIDO EL 25 DE MAYO AL CARDENAL VANUTELLI,
AI. MINISTRO ESPAÑOL Y ALTOS PIONATARIOS DEL VATICANO.
DE LA GALERÍA DEL SEÑOR
ANTONIO SANTAMARINA-
UNA GITANA
ÓLEO DE IGNACIO ZULOAGA
— I3>L-;v^-S "^'LTTrS^^—
@í
Q/^OJTr^
y
E/TRENO
PIilA\EEL\
ODüA
Yo escribí mi primera pieza
de teatro en colaboración con
Mauricio Nirenstein, que en
aquel entonces hacia versos muy
bonitos y que además era po-
pularisimo en los circuios estu-
diantiles por su nariz. — le
llamábamos batata — por su
capa española y por su gracejo
chisporroteante.
Nos habíamos conocido en la
redacción de «El Escolar Ar-
gentino», revista de niños que
dirigía José Joaquín Vedia.
primo y homónimo del eximio
director del Apolo.
Eramos asiduos concurrentes
a los teatros por secciones.
gracias a la munificencia del
administrador de «Tribuna-, que
nos regalaba los vales que las
empresas asignaban al periódico.
Comuniqué a Nirenstein la
tempestad que bullía bajo mi
cráneo y que había de resol-
verse en granizada teatral. Acto
continuo nos lanzamos a la
busca de un asunto. La crónica
de actualidad nos lo dio casi
hecho. El famoso destripador
Jack-The Riper, acababa de
realizar fechorías espeluznantes
en los suburbios de Londres y
especialmente en White Chapel.
Los Sherlocks Holmes de
Inglaterra habían perdido la
pista del famoso destripador de mujeres, cuan-
do hete ahí que en la gruta de la Recoleta
de Buenos Aires, encontró el guardián cierta ma-
ñana, a una vieja asesinada por el procedimiento
de Jack.
Las crónicas de policía nos invitaban a hacer
una obra de palpitante actualidad y forjamos con
gran misterio el argumento, para que nadie nos
robase la idea que se nos antojaba genial. Sobre
la base de un quid pro quo ingenuo desarrollamos
el tema en tres cuadros. En nuestro afán esceno-
gráfico, elegimos para la exposición la cordillera
de los Andes; para el nudo un vagón de ferrocarril
que debía ocupar todo el escenario; y para desenla-
ce una complicadísima decoración, con la mar de
rompimientos. . . Jack se llamaba Chink-Yonck. . .
Nirenstein hizo cantables muy ingeniosos y todo
el segundo cuadro en verso, con gran asombro de
parte mía, que nunca he podido escribir una cuar-
teta. Con la obra concluida, dábamos la lata a
Cristo padre. Estábamos realmente orgullosos de
nuestro trabajo, salpicado de chistes que fatalmen-
te tenían que hacer morir de risa al público, a juz-
gar por las estrepitosas carcajadas que arrancaban
a nuestros deudos y amigos del alma...
Cuando Nirenstein concluyó la copia a dos tintas,
copia que era toda una maravilla caligráfica (¡dón-
de estará ese cuaderno!) nos echamos a la calle a
buscar un músico que hiciera la partitura de
Chink- Yonck.
Miguelito Tornquist, que también era niño pro-
digio, fué nuestro primer candidato. Pero no sa-
bia instrumentar y necesitaba seis meses por lo
menos para hacemos los cantables a piano seco.
¿Aguardar seis meses? ¡Imposible! Había que
aprovechar la temporada de invierno. Don Miguel
Cano me dijo: «aquí no hay más que un músico
con toda la barba y ese tío que sabe más de cor-
cheas y de fusas que el verbo divino, es Torrens
Boquet. Vete mañana al café Lloverás, entre una
y dos, y te le presentaré. Verás lo que es canela fina».
Llegué al café Lloverás y columbré a Miguel Ca-
no que accionaba violentamente frente a don Mar-
cos Zapata. El poeta inmortal de «La capilla de
Lanuza» y de «El reloj de Lucerna'), le escuchaba,
con aquella cara toda risa, aun en los momen-
tos trágicos, y dándose unos golpes de pera que
querían decir: «a mí me importa dos pitos que Mo-
ret haya derrotado a Silvela en las Cortes». Se ha-
blaba de política en aquel extinguido café de la
calle Victoria, con el mismo fuego que pudieran
hacerlo la tertulia de Fornos o del Café Levante
en la Puerta del Sol.
Cano me presentó al poeta.
— (Tan joven y ya autor dramático! me dijo.
— Duro y a la cabeza. . . A ello, niño. ¡Ya sabrá
usted en vida lo que es purgatorio!
Torrens Boquet no fué aquella tarde al café, y
como no había tiempo que perder, Cano me dio
una carta para el músico amigo.
A la mañana siguiente, Nirenstein y yo fuimos
a casa de aquel fenómeno lírico. Nos encontramos
con un catalán muy seco, muy miope y muy
práctico.
A los cinco minutos de conversación ya nos ha-
bía desahuciado. «La sarsuele, decía mientras lim-
piaba con el pañuelo los lentes, es un género híbri-
do. . .» Y dándose un rasconazo en la cabeza que
determinó el desborde de un niágara de caspa so-
bre la solapa del jaquel, cubriéndole como de sé-
mola, agregó: «Faltan voces, falta instrumental;
son teatros de paparruche; nadie pesca una nota
aunque le ponga usted una butifarra en el ansue-
lo. . . y digo butifarra porque es lo más exquisito
que conozco en el género de embutidos. . . Por lo
demás, agregó, lo que se gana es mísero. No pagan
ni los pepeles del instrumental. Yo soy autor de
«II Gualtiero», que estrené en el antiguo Colón de
la Plaza de la Victoria, con gran solemnidad y con
la asistencia de Mitre. . . de Mitre. . . de Mitre. . .
A partir de aquí, toda cita que él creyera impor-
tante la daba por sistema triple.
Y sin que pudiéramos contenerle, nos endilgó el
argumento de la ópera. Yo estuve por vengarme,
desenvainando el libreto de Chink- Yonck y espe-
tándolo integramente; pero optamos por irnos.
Nirenstein vivía en las inmediaciones del teatro
Odeón, donde trabajaba la compañía de Rogelio
Juárez, que era la que nos atraía como un abismo.
¿No seria más práctico entregar la obra a la em-
presa y que ella se encargase de buscarnos músico?
Dicho y hecho. Aquella misma mañana de nuestro
desastre en casa de Torrens, entramos al Odeón
preguntando por Rogelio Juárez. Yo había cono-
cido al popular actor en casa de Emilio Labarta.
Podíamos, pues, acercarnos a él sin cartas de re-
comendación.
Rogelio Juárez nos recibió con cariño no exento
de esa petulancia propia de quien puede dispensar
favores. Dijo que «en lo de aceptar obras nacio-
nales no quería tener arte ni parte, porque hacia
pocas noches habían meneado ferozmente Los hijos
de la Pampa. Ya estarán ustedes enterados. . . la
cosa ha sido fenomenal. No sé como no han matado
al bruto de Máiquez». Efectivamente, Los hijos de
'T^i:2>x-
la Pampa fueron silbados desde que el público vio
salir a Máiquez vestido de gaucho y diciendo con
el más puro acento baturro: «No hay que darle
vuelta; yo soy crioUazo viejo». . . Ahí se acabó el
carbón y no dejaron los niños de la indiada títere
con cabeza. . . El estreno concluyó en la comi-
saría . . .
Decididamente aquella era una mañana fatal.
Sin embargo, Rogelio nos dio una dedada de miel,
diciéndonos que entregásemos la obra a don Paco
Pastor y que él nos apoyaría. . .
— Don f^aco no puede tardar. Aguárdenle uste-
des... Yo, con su permiso, voy a ensayar...
Don Paco Pastor era un poderoso empresario
de teatro, muy rico y con mucha suerte.
Hizo su entrada a la secretaría sin parar mientes
en nosotros. Impartió órdenes, revisó papeles, se
caló las gafas para leer varias cartas y al propio
tiempo que rasgaba los sobres, dijo, sin mirarnos
a la cara:
— ¿A quién buscan ustedes?
— A usted, señor.
— ¿En qué puedo servirles?
— Acabamos de hablar con el señor Juárez, a
propósito de una zarzuela de la cual somos autores;
y nos ha dicho que usted...
— Yo soy el empresario. . . Las obras las acepta
el director. . . Eso ha sido por quitarse a ustedes de
encima. . . Atícenle la obra a Rogelio. . . Aunque
no les auguro que se la acepte. . . Después de lo de
la otra noche, mi placer sería no representar obras
nacionales... Casi queman el teatro.
— Nuestra obra puede resultar un gran éxito. . .
— No lo dudo, puesto que ustedes lo dicen. . .
— Además el tema es de actualidad...
— ¡Malísimo! Las obras con asunto de actuali-
dad mueren pronto. . . En fin, dejen ustedes el li-
breto y vuelvan la semana próxima . . . Veremos . . .
Nirenstein, que no había desplegado los labios,
entregó a don Paco el paquete.
Y con las piernas temblorosas y la boca seca,
salimos del Odeón más muertos que vivos...
¿Dónde encontraríamos un compositor digno de
tan estupendo libreto? Un señor Cazulo, que a
pesar de su apellido napolitano era más andaluz
que la calle de las Sierpes, le dijo a Nirenstein que
el maestro Eduardo García se despachaba diez
cantables en una semana. Cazulo desempeñaba
por aquel entonces la secretaría de los teatros de
don Juan Orejón. Dos letras de este veterano de
los escenarios, eran una orden. Fuimos, pues, con
un almibarado besalamano a ver a Eduardo Gar-
cía, que era director sustituto y maestro de coros
en el teatro de la Comedia.
A la mañana siguiente de nuestra visita al Odeón
nos presentamos en el teatrito de la calle de Artes.
El maestro García ensayaba en el piso alto. Subi-
mos. Se suspendió la prueba y mientras avanzá-
bamos hacia el piano, el coro de señoras nos tomó
el pelo en una forma deliciosamente desvergonza-
da. Allí nos dimos cuenta, por primera vez, de lo
horriblemente feas que son las coristas por la ma-
ñana. . . García no sospechó que éramos dos emi-
nencias dramáticas en canuto y nos echó con vien-
to fresco.
Al llegar a la esquina de Artes y Cangallo, en-
contramos al maestro Pérez Camino, a quien Ni-
renstein conocía de tiempo atrás. Le relatamos
nuestras cuitas en la confitería de La Perla, al
amor de un vermouth, y el maestro, compadecido
de nuestra situación, nos dijo:
— Vengan los cantables.
— Pero deberá usted conocer el libreto. . . (Yo
quería darle la lata.)
— ¿Para qué? Vengan los cantables y a las 10
de la noche les aguardo a ustedes en casa para
ejecutárselos al piano.
— Pero maestro. . . deberemos explicarle a us-
ted el ambiente. . .
— Futesas. . . el público sólo quiere ruido. . .
— Hay números de armonía imitativa. . .
— Futesas . . .
A las 10 de la noche, entrábamos a una especie
de conservatorio que tenía el maestro Pérez Ca-
nino en la calle Callao y breves minutos después
nos tocaba al piano, con la frescura más grande del
mundo, una serie de números robados a las óperas
más conocidas. . . En el comienzo, que era un coro
de arrieros que bajaban de la mon-
taña, había colocado aquello de laran,
laran, laran, laran, laran, de las
trompetas en la entrada triunfal
de Radamés.
■ ¡Pero eso es de «Aída», maestro!
— ¿Y qué querían ustedes que les
pusiera?... ¿El anillo de los Nibe-
lungos?... El que quiera música
original que se vaya a la Scala. . .
Pero, hombre, disimule usted
el motivo. . .
— Yo soy un artista muy sincero. . . yo no en-
gaño a nadie. . .
Demás está decir que no volvimos a ver al maes-
tro Pérez Camino. . .
Lo maravilloso y lo fantástico, que la casualidad
hace que colaboren en toda iniciación artística, no
podía faltar en la odisea de Chink- Yonck. Lo mara-
villoso y lo fantástico fué un negro sublime que se
llamaba Zenón Rolón. Lo encontramos en la calle.
Era un ejemplar magnífico, un verdadero tipo de
belleza, una estatua tallada en ébano. Con su voz
de barítono regocijante, estrepitosa, me saludó.
Había sido mi profesor de música en la Escuela de
la Avenida Montes de Oca, y tenía una singular
predilección por mi buen oído y mi pastosa voz
de tenor.
Rolón era un gran músico y uno de los tempera-
mentos artísticos más finos que yo he conocido.
Enterado de nuestras andanzas teatrales, se brin-
dó gallardamente a colaborar en nuestra obra.
«¡Vamos a tener un éxito colosal!», decía sacando
de lo más recóndito del pecho unas notas abarito-
nadas qué aun oigo; «vamos a triunfar», agregaba
echando al aire una carcajada plenamente feliz que
ponía al descubierto unos dientes que relampa-
gueaban en su boca con alburas de cal. El hombre
perdió la chaveta, se olvidó de la escuela de párvu-
los y pidió que le leyéramos el libreto sobre la
marcha.
Yo me sabía de memoria Chink- Yonck. Lo leí esa
mañana como nunca sacando efectos hasta en las
acotaciones. . . «Colosal». . . «Estupendo». . . «¡Ah!»
«¡Oh!», decía Rolón a cada instante. En la jerga
teatral, se llama monstruo al cantable. Le dejamos,
pues, todos los monstruos de Chink- Yonck al buen
negro y quedamos en que nos avisaría a la mayor
brevedad posible, para hacernos oir al piano los
números del primer cuadro.
Un domingo muy temprano, vino Nirenstein a
despertarme. Traía una carta de Rolón. El maes-
tro, hiperbólico siempre, decía: «Artistas y amigos:
el domingo a la una les espero en la confitería de Al-
sina y Defensa para que de allí nos vayamos a oir
nuestra magnifica obra. Sin jactancia, creo ha-
berme puesto a la altura del talento de ustedes. Les
abraza su compañero Rolón.»
Yo creía que todos los relojes conspiraban para
que la una no diera nunca. Apenas almorzamos,
fuimos al lugar de la cita. Allí estaba Rolón, hecho
un dandy, con su traje azul marino y su cara
moruna, que contrastaba con el chambergo gris
de alas enormes. . .
Nos llevó a una casa de estilo colonial, frente
a San Francisco. En el amolio salón, adornado de
muebles antiguos, el piano de cola lucía la parti-
cella de Chink- Yonck. En las paredes, una Santa
Cecilia de dos metros, un Orfeo, un Apolo y varias
estampas y óleos de Santos parecían morirse de
risa. «Les he traído aquí, nos dijo, porque así oirán
cantar la obra. Les he enseñado a las muchachas el
dúo y el terceto para que puedan apreciar mejor
los efectos». Se abrió con estrépido una puerta y
apareció una negra elegantísima, esbelta y fina.
«Cloe. . . acércate. . . Mi cuñada. . . Tiene una voz
de soprano admirable». La negrita suponemos que
se ruborizó. Volvió a sonar la puerta y apareció
otra negra, muy magra, alta y pecosa de viruela.
«Adelante Ebe. . . Una sobrina. . . Hermosa voz
de tiple ligera... Verán ustedes como interpreta
la vidalita a tela calata»... De repente hicieron
irrupción en la sala, una negra muy obesa y reta-
cona, un negro con anteojos azules, dos chiquillas
que parecían hechas con chocolate y una mestiza
tirando a café con leche cargadito...
Sin perder minuto, se sentó al piano Rolón y
comenzó a tocar maravillosamente el preludio. . .
¡Estupendo!... ¡Estupendo!, gritaba yo.
Ebe, Cloe, la negra gorda, Rolón, Nerenstein y
yo, concluímos cantando a coro el número de los
arrieros. . .
Alargaría demasiado este relato si contase los
incidentes que se sucedieron hasta que nuestra
obra fué ensayada en el teatro de la Comedia, des-
pués de haber pagado más de doscientos cafés y
quinientos vermouths a los directores de escena
y primeros actores de todos los teatros de Buenos
Aires.
Pero todo llega, y la noche de nuestro estreno
llegó un 26 de noviembre, cuatro días antes de
que se clausurasen las clases del Colegio Nacional,
lo que nos permitió hacer una propaganda eficací-
sima entre nuestros condiscípulos. Jamás ha estre-
nado ningún autor ante público tan peligroso como
el que se congregó aquella inolvidable noche en la
Comedia. Con decir a ustedes que todos los alum-
nos del Colegio, todos, llenaron el teatro, no nece-
sito insistir en los peligros que estábamos abocados
a correr. . . No había a las 10 de la noche, una sola
mujer en la sala. La platea y los palcos eran una
masa compacta de cabezas juveniles. Sólo había
un palco desocupado, un avant-scene.
¿A quién estaría reservado? Y breves minutos
antes de que se sentase el maestro director frente
al atril, entraron solemnemente: Ebe, Cloe, la ne-
gra gorda, el negro de las antiparras y cuatro mo-
renas más, paquetísimas, llenas de plumas rojas,
de floripones, de cadenas y relicarios. . .
Yo, que estaba espiando por el agujerito del te-
lón, creí que la tierra se abría bajo mis pies. . .
— ¡La que se va a armar! — le dije a Nirenstein. . .
— ¿Presientes tormenta? — me dijo, ingenua-
mente.
— Horrorosa. . . ¡Asómate!
— ¡La galerna! ¡El simún! ¡El pampero!... —
exclamó Nerenstein. casi desvanecido... Y acto
continuo estalló una formidable ovación de saludo
a los ocupantes del palco avant-scene...
Yo no sé lo que pasó después. . . Yo sólo recuer-
do que Rolón vibraba de entusiasmo y que a cada
aplauso, evidentemente de titeo, quería arrastrar-
nos al escenario a dar las gracias. . . Excuso decir-
les a ustedes que si salimos en aquellas circunstan-
cias. . . ¡nos matan!
Acabó la obra y no tuvimos más remedio que
apechugar con la obligación de aparecer en el pal-
co-escénico. . . Rolón avanzaba a las candilejas y
agitaba su amplio chambergo gris como un pendón
de Victoria... Costó Dios y ayuda para que los
muchachos desalojasen la sala, entre vivas y ca-
briolas verdaderamente impresionantes.
— ¡Ha sido un éxito redondo! — gritaba Rolón.
— ¡Redondo. . .!
Yo casi llegué a creerlo también y me dirigí a la
secretaría a pedir un palco para que al día siguien-
te mi familia viera aquel portento de obra. Y al
acercarme muy garifo, el empresario andaluz, se-
ñor Pacheco, me dijo:
— Con que un palco para su familia, ¿eh?
— Sí, señor. . .
— Pues, como su familia no vea esta obra en el
Valle de Josafat, me parece que en el globo terrá-
queo, no la ve. . .
— ¿Pues?.. .
fgamamm — Que mañana se cierra el teatro...
m ' '1 ¡Vaya un estrenito! Los carpinteros y
¡H I los estereros tendrán trabajo para
=• '^ muchos días. Han dejado las sillas
a la miseria. . .
— ¿Hubo desperfectos, señor Pa-
checo?
— ¿Qué si los hubo? ¡Han sacado
virutas hasta de los mosaicos! . . .
Enrique García Velloso.
DIBUJOS DE ALONSO.
's?- X ums^v—
PAISAJES ARGENTINOS
UN BOSQUE EN EL NEUQUEN
DIBUJO Al, CARBÓN, DE VÁZQUEZ
"1-2 >^-
In ventada la rueda ca-
talina, el hombre se me-
tió las horas en un bolsi-
llo del chaleco, figurán-
dose que así las tendría
bajo su dominio. Nunca
fué más esclavo de ellas.
Tiene en el reloj un cora-
zón mecánico, un corazón
nuevo, que late deprisa y
alegre, despacio y triste,
pero siempre lleno de
angustia.
Cuando Cronos o Sa-
turno se comía descara-
damente sus propios hi-
jos, tuvo, para regular las
horas de los almuerzos,
tres clases de relojes: los
cuadrantes solares, el re-
loj de arena y la clepsi-
dra. Aunque sea alterar
el orden cronológico, pe-
cado grave tratándose de
una prosa dedicada al
tiempo luminoso, debe
hablarse ante todo de los
relojes de arena y agua.
El susodicho Cronos o
Saturno, la gente ilustra-
da lo sabe, hijo de Urano
y Vesta — pedigrée mi-
tológico de la más pura
sangre — contrajo nup-
cias con Cibeles, dedicán-
dose desde entonces a
devorar la prole. «La» Ci-
beles, como la denominan
los madrileños, que ado-
ran en ella, quiso salvar
a Júpiter, su hijo predi-
lecto, y puso en lugar del
recién nacido una piedra
de gran tamaño. Cronos
tragóse la carnada a lo
avestruz, y el nene no
supo lo que valían los
dientes paternales. Ya
sabemos que Júpiter, des-
pués de varias olimpia-
das, destronó a Cronos.
Lo que no sabíamos es
que Cronos desmenuzó el
pedruzco y que éste, con-
vertido en arenilla fué a
parar al divino hígado,
produciéndole un magní-
fico cólico hepático. Tal
es la génesis del primer
reloj de arena, el más da-
ñino medidor del tiempo.
Y sino que lo digan las
víctimas de los inquisi-
dores y de los reyes, cuyo
tormento se tasaba me-
diante el angustioso paso
de la arenilla.
Encerrando en una va-
sija cristalina las gotas
pacientes que horadan la
piedra, se hizo la clepsi-
dra, reloj de agua, que
servía en el mundo antiguo para medí
ligiosas y de los festines profanos.
Luego salieron a luz los relojes de pesas, de pico de cigüeña, de campana,
de Flora, de longitudes, de música, de péndulo, de
repetición y tantos otros, hasta llegar al de pulsera,
que mujeres y muchachos elegantes usan como si
tuviesen un pulso más.
Pero ninguno de tan crueles o complicados arti-
lugios vale lo que un sencillo reloj solar, aunque
afirmen lo contrario los adoradores de «The Times»,
dios vengador de Cronos, pues destronó a Júpiter.
Un reloj que usa por péndulo nada menos que
la Tierra, y por muelle real el Sol: que marca sola-
mente las horas luminosas, apacibles, descansadas,
laboriosas, merece el cariño de los sabios, de los
enamorados y de los enamorados sabios. Es colosal:
ocupa el centro de todo el horizonte, el terruño y
las ciudades que el horizonte encierra. Tiene por
tio-tac el rumor de la playa y de los campos, el chi-
rrido de grillos, cigarras, ranas y carretas, los can-
tos de gallos, fuentes, aves y pastores. Toda la Na-
turaleza le sirve de maquinaria.
Se parece al hombre, es decir, el hombre debería
parecerse a él. Porque el hombre lo hizo Dios para
que sirviese de gnomon, marcando sobre el suelo la
marcha del so! con la sombra de su figura erguida
o inclinada en actitud de laborar la campaña. Mas
el hombre, que todo lo adultera, ha perdido su
OL
-^
CUADRAN .""E SOLAR DEL SIGLO XVHl, EN:ONrRADO EN LA ANTIGUA CHACARITA DE LOS FRANCISCANOS
las horas de las ceremonias re-
CUADRANTE SOLAR DEL AÑO 1802, LLAMADO DEL
PADRE ALEGRE, EXISTENTE EN EL PATIO PRINCIPAL
DE SAN FRANCISCO
sombra como el héroe de
Chamisso, y vive en las
ciudades, donde casi nun-
ca se acuerda del Sol.
Únicamente los hombres
de carga y los enfermos
desean o disfrutan las
caricias benéficas de nues-
tro común padre mate-
rial, midiendo siempre
las horas por el reloj de
muelles.
En Buenos Aires había
varias excepciones a esta
regla. Hablemos de dos
cuadrantes históricos,
uno desaparecido, otro
en uso, hechos ambos por
los hermanos de todas
las cosas: los padres fran-
ciscanos.
Fué el primero en im-
portancia y antigüedad,
el cuadrante que, en tie-
rras de la Chacarita de
los Franciscanos — Pa-
vón, Tarija, Quíntino Bo-
cayuva y Yapeyú —
construyó, creemos que
el Padre Alegre, durante
el año de 1768, sobre una
pilastra de humilde ladri-
llo. El hermanito reloj,
más bien dicho triple re-
loj, pues tenía dos cua-
drantes encima del cua-
drante principal, medía
las gratísimas horas del
huerto, en que los padres
mataban el tiempo rezan-
do sus breviarios o culti-
vando sus hortalizas y
flores.
Y los tres gnomon
triangulares, las tres agu-
jas, señalaron los días
del renacimiento argen-
tino: las invasiones bri-
tánicas, el 25 de Mayo,
el 9 de Julio y todas las
fechas victoriosas. En
las noches de luna clara
marcó horas de conspira-
ciones, porque los cua-
drantes solares también
son amigos de Selene,
mediante una ligera co-
rrección que no es del
caso.
En 1901, año infeliz
para la gloria histórica
del venerable reloj, esta-
ba como lo reproduce
nuestro fotograbado. Las
construcciones modernas
habían destruido todo a
su alrededor. Vigas car-
comidas, tejas rotas, la-
tas abolladas y otros des-
pojos le daban guardia
de honor. Firme aún,
mirando frente a frente
al norte, desde su pilar de 3 metros 60 centímetros, aquel cuadrante de
barro cocido desafiaba al tiempo, acompañado de sus cuadrantitos gemelos.
Hoy ya nadie sabe dónde fué a morir. Un vecino nos dijo acordarse de
«una pilastra vieja>. Si algún curioso patriota no
lo descubre, esas palabras serán la única oración
fúnebre de la reliquia, que mereció ser venerada
en el Museo Nacional.
Según noticias, cierto constructor de obras com-
pró en lote los ladrillos, tejas, vigas y cuadrante.
El segundo reloj, o triple cuadrante, casi idén-
tico al finado, existe todavía en el patio de San
Francisco. Fué obra del Padre Alegre. Por eso
dijimos líneas arriba que el mismo reverendo tal
vez construyó el de la Chacarita de los Franciscanos.
Está fechado en 1802 y, más dichoso, señaló los
días de nuestras conmemoraciones centenarias. El
cuadrante del Padre Alegre, como se le llama,
ha visto el espléndido sol de este 9 de Julio.
La legendaria pobreza franciscana tiene en Bue-
nos Aires un lujo, una joya de alto valor. Y los
reverendos padres que, en medio de la vertiginosa
baraúnda del siglo, conservaron la humildad y
quietud evangélica, sabrán defender asimismo ese
reloj centenario, viejo representante de la grandeza
pagana, hija y amiga de! Sol, convertido al cris-
tianismo, gracias al piadoso celo del P. Alegre.
E. DEL Sáz.
i:¿ Xi-- I i-:!.-N.-
LO QUE VALE UNA FIRMA
, pcnc'ra viQ:en:amca:ír cr. miva casa, atnuraaza a la cu¿iat»
ano y huye hacia el interior, porque ha sentido en la esca'era .
ivi paáus presurosos de un bravo vigÜante que emprende la persecución dc\ i.^p..
'IHf IHI'' ^n f Hl l^F-IHLT^D. Ui ^W' i9f 'IHf^í^V4^V -^H^^HPV^v
1 ^ ':
tras la pista del ladró» que huye escaleras arriba, atraviesa habitaciones. . .
sepuido siempre por el chafe que vuela lleno de celo.
IHlillliilllilll
c-i raspa, viéndose perdida, l.^:.*: u.'ia ¡dea luminosa; Toma de una punta la
firma del dibujante Málaga Grer>et, que está a) pie del dibujo, y. . .
atándola al balcón como una cuerda, desciende por ella, poniéndose a salvo de la
autoridad, que así queda burlada.
DIBUJO DB MÁLAGA GRENET.
^v'j_n~f^>x-
\j^'C4v-.cu>-ttv>Cii
Nada tan accesible como un personaje
español. Al rey don Alfonso le visitan
todos los osados de ambos mundos, y
don Benito Pérez Galdós, la figura más
alta de las letras españolas, suele re-
cibir consejos y advertencias de cual-
quier cochero de punto. En cuanto a Jacinto Be-
navente, para contemplarle y conversar con él basta
introducirse en el café y sentarse, sin más preámbu-
los, a su propia mesa.
Ya se sabe que el español es un hombre de café. Los
madrileños más ilustres convierten el café en salón,
en casino, en club y hasta en gabinete de trabajo.
Allí se pasan las mejores horas del día. desgranando
las perlas de su ingenio. . . Y el insigne Benavente.
hijo acendrado de Madrid, continúa la tradición de
los antepasados. En efecto, muchas comedias be-
naventianas, las mejores acaso, fueron escritas rá-
pidamente y sencillamente sobre la democrática
^^ mesa de un café.
j ^Z' Los cafés que estima Benavente son dos: el de
Levante y el Gato Negro. Algunas tardes, por huir
del tedio o de la lluvia, busco yo el abrigo mo-
mentáneo de ese pequeño café que fué bautizado
con el nombre banal de Gato Negro, y que alberga
frecuentemente a varias personalidades literarias.
En aquellos divanes, a la hora del crepúsculo, el
gran poseur de Valle Inolán dogmatiza ante un
corro de papanatas, con el dedo índice levantado
en tono doctoral y las barbas inverosímiles poseí-
das de un temblor grotesco.
Jacinto Benavente suele llegar al seno de la ter-
tulia cotidiana, y vierte sobre la mesa cuatro frases
alegres y chistosas. Puesto que dentro de Benavente
hay siempre un payaso, aunque sólo sea para des-
pistar. . .
Sí. Del mismo modo que Valle Inclán hace uso del
café, de sus barbas fluviales y de sus quevedos estram-
bóticos para una misión epatante, el dúctil y discreto
Benavente trata, al contrario, de anular en su persona
todo indicio snobista. Quiere ser un señor cualquiera, nor-
mal y circulante. Le dice al sastre que le vista con telas
y lógicas, y pide al peluquero que le arregle la barba como a
cualquier vecino anónimo. Y si alguien, preocupado por la ingenua obsesión
de los hombres extraordinarios, le demanda una frase genial, Benavente
responde con una cuchufleta.
Sin embargo, al hombre excepcional se le conoce pronto, aunque
se oculte tras el velo de la vulgaridad. Y así tiene Benavente,
verdadero enemigo de la pose, una figura resaltante e inconfun-
dible. Su cuerpo menudo e infantilizado termina en una cabeza
singular, cuya barba puntiaguda recuerda tanto a la de Me-
fistófeles. Un largo y opulento cigarro de hoja, constante-
mente humeando, remata la silueta personal de ese mago
del teatro.
Es el mago, en efecto, que todo lo puede y para quien
no existen las dificultades. Otros grandes escritores han in-
tentado conquistar la escena; algunos han triunfado en ella.
Pero el «hombre de teatro» es una es
pecie singular del escritor; es un hom-
bre aparte, que siente el teatro, que
no vive fuera de él, que parece haber
nacido entre las mismas bambalinas.
Tales eran Shakespeare, Lope de
Vega, Moliere; tal es Benavente: un
«hombre de teatro».
De manera que su flexible inge-
nio podría haberse distinguido en el
culto de la novela, de la poesía y
de la crónica; pero todos los géneros posibles y ac-
cesibles los desdeña, por el único amor, que es el
teatro. Diversas veces, solicitado por apremiantes y
pingües requerimientos de los diarios, Benavente ha
escrito artículos, para delectación del público; pronto,
sin embargo, el periodista ha desertado, sin causa le-
,,.„ gal, entre el disgusto de los lectores. Su amor le
y A Jr llamaba al teatro, con exigencias de pasión exclusiva
•^ f^* ' -^^ y absorbente.
corrientes
Yo admiro en Benavente la seguridad
y el alto dominio de su arte. Todos los
^ días vemos acudir al teatro un nuevo soli-
citante, con una obra incierta, frágil, du-
dosa; al ver esas obras dubitantes, sentimos
el mismo temor que nos acomete cuando
un tenorino arrostra las notas agudas, o cuando un apren-
diz de equilibrista se lanza por la cuerda tensa. Mientras
que Benavente nos infunde, por adelantado, la sensación
de la seguridad. Estamos tranquilos. Sabemos que la nueva
j comedia, si no es que sea genial, cuando menos no ha
^^# de ser estulta, pesada o fofa. Benavente es el verdadero
^^M hombre de teatro que existe hoy en la literatura espa-
^pr ñola. Conoce los más recónditos secretos y maneja el
W aparato escénico sin ninguna timidez, con entera, simple y
^ aiísoluta maestría.
Si una empresa teatral queda organizada, al punto
hace correr la noticia: «Tenemos una obra de Bena-
vente...» Es decir, que una obra benaven-
tiana considérase como el amuleto, o como el
verdadero capital industrial. Pero de estas co-
medias fácilmente prometidas, ¡qué pocas se
escriben! . . .
La petición va, la promesa viene. Pero Bena-
vente, si hubiera de escribir todas las obras que
le piden, necesitaría una vida de cien años. Es-
cribe a imposición del momento, a última hora,
cuando ya es imposible volverse atrás. Entonces
agarra las cuartillas, y con ellas bajo el brazo,
hace sus escenas en el café, en cualquier parte.
Termina un acto y lo entrega. Tienen que venir
a rogarle para que el segundo acto quede termi-
nado. Y así, exento de esfuerzo, sin petulancias,
graciosamente, aladamente, el maestro va des-
hilando su obra.
¿Está bien que sea así?. . . Acaso las costum-
bres literarias modernas siguen un procedimiento dis-
tinto. La manera de trabajar de Benavente es un resabio
de la época romántica, cuando imponía sus leyes la bo-
hemia. Hoy el escritor organiza metódicamente su
faena, sus lecturas, sus gastos y sus ingresos, como un
mero fabricante. Tal vez también las obras profundas
necesiten un cierto reposo y una vida reglada. Pero es lo cierto que ni Sha-
kespeare ni Cervantes fueron hombres muy ordenados. Desconfiemos de
las recetas... Lo importante es que la obra sea genial; lo de menos es
el procedimiento.
«La Ciudad alegre y confiada» ha proporcionado a Benavente
el triunfo más ruidoso de su vida.
Pocas veces se ha desatado con tanta vehemencia el entusiasmo del
público. (Pocas veces, también, los enemigos han derrochado
y^ tanta malignidad y tan grosero rencor). La tarde del estreno yo le
.-^--3 vi alzado en hombros de la multitud. Allá, sobre la confusa
ola de gente, el rostro pálido del genial dramaturgo sobre-
ía, flotaba, al modo de un nadador que surca el océano
popular. Asido, alzado por la muchedumbre, Jacinto Bena-
vente aceptaba el homenaje con ese es-
toicismo que el hombre de talento puede
ejercitar, sólo él, en los trances difíciles
de la vida. En aquel rostro pálido, ter-
minado por la obscura barba en punta y
matizado por una sonrisa vaga, condes-
cendiente, benévola y agradecida, había
tanto de reconocimiento como de resig-
nación.
A las pocas horas, Benavente estaba en
el café, como un burgués cualquiera. Me
acerqué a estrecharle la mano y a ofre-
cerle mi homenaje de admiración.
— ¿Una gran tarde, don Jacinto?...
— Sí, una gran tarde de toros. He salido en hombros del
público soberano, como los toreros. Pero las manos de la
muchedumbre son excesivamente duras. ¡No más! Tengo
todo el cuerpo molido. Procuraré hacer las comedias un
poco más anodinas. . .
José M.'' Salaverría.
Madrid, junio de 1916.
DIBUJOS DE MÁLAGA GRENET-
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LAS TARDES DE PALERN
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— t->L^^v^'-^ N^i^l l^.-X-
oueii»eiio
Con esta feliz pareja de bla-
sonados artistas ocurre algo
muy curioso. Para los profesio-
nales, ella es indiscutible: es
una actriz de carrera que ha
subido paso a paso la empinada
cuesta de la gloría. Pero él no:
para los cómicos que por haber
nacido cerca de un teatro cua'
quiera se consideran descen-
dientes de Taima, él es pura y
simplemente un aficionado aris-
tócrata que de golpe y porrazo
se hizo primer actor. ¡Qué dis-
parate! Los que asi se expre-
san, no saben de la misa la
media. Don Femando Díaz de
Mendoza es tan actor de carre-
ra como el que más. Data de
muy larga fecha su vocación
artística: de nada le han servi-
do para triunfar sus blasones
y antecedentes nobiliarios. Le
estorbaron más bien para subir.
pues por razón de esos antece-
dentes y esos blasones ejecutorias de ineptitud generalmente tuvo
que vencer dificultades que no suelen encontrar en su camino los analfa-
betos que se meten a cómicos.
Cuando no había nacido quien estas lineas escribe, ya interpretaba come-
dias el primogénito de los condes de Balazote.
Un ex diplomático espaiíol que reside entre nosotros me ha contado inte-
resantes detalles de los primeros pasos artísticos de Díaz de Mendoza. Los
duques de la Torre tenían en su palacio de Madrid un teatro construido
bajo la dirección del conde de Ronré — otro aristócrata que de haberse
dedicado a las tablas las hubiese también dignificado; — era dicho teatro
un precioso coliseo en miniatura y las representaciones que en él se daban.
dirigidas por el conde de Ronré unas veces, y otras por el referido diplomático
que también mojaba en eso de hacer comedias, llegaron a desper-
tar inusitado interés.
En ese teatrito debutó Díaz de Mendoza, como uno de los mu-
chos aficionados de alcurnia más o menos empingorotada; pero en
él había sin duda un gran actor dramático que pugnaba por salir,
y bajo su influencia se quebrantó la consigna de no hacer obras
difíciles. «La capilla de Lanuza», de Marcos Zapata, fué la obra de
FERNANDO dIaZ DE MENDOZA GUERRERO.
empuje con que se rompió el
fuego. Los reyes entonces de la
escena española. Antonio Vico,
Rafael Calvo y Emilio Mario,
asistieron a la representación
expresamente invitados. En la
interpretación del escabroso pa-
pel de Lanuza se reveló el ge-
nio de Díaz de Mendoza.
Después de este gran triunfo
obtuvo otro mayor, el de casar-
se con Venturita Serrano, hija
de los duques de la Torre, y de no
haber enviudado al año y medio
próximamente, allí hubiera da-
do fin su carrera artística.
Durante su viudez empezó a
meditar la idea de dedicarse al
teatro; Calvo había muerto en
Cádiz; Vico descendía rápida-
mente hacia el ocaso; el mo-
mento era propicio. . .
Una función benéfica le dio
ocasión para presentarse, alter-
nando con actores de verdad.
Hizo el protagonista del «Don
Alvaro o la Fuerza del Sino».
Y Díaz de Mendoza desapa-
reció de Madrid: anduvo por los teatros de provincias, venciendo unas veces,
fracasando otras; pero estudiando siempre con verdadero ahinco de enamo-
rado del arte y. . . se casó con María Guerrero.
Con ella se presentó ya como primer actor en el teatro Español; pero fué
rechazado al principio sin miramientos de ninguna clase, hasta que por fin
falto en absoluto de primeros actores el «Teatro Español» y habiendo desfi-
lado por él todos los que podían aspirar a serlo, tuvo Díaz de Mendoza que es-
trenar el papel de Roberto en «El Estigma», de Echegaray, y. . . venció en
toda la línea. Desde entonces, la carrera artística de esta ilustre pareja
ha sido una serie no interrumpida de éxitos.
De los condes de Balazote, dice el publicista Ramón Pérez de Ayala. que
siendo como son. sin disputa, los dos artistas más distinguidos del teatro
español, han logrado ese difícil grado de eminencia en que lo más
eminente se junta con lo más popular. En España no se dice; Don
Fernando Díaz de Mendoza, Doña María Guerrero; se dice, aun por
aquellos que no han tenido el placer de ser recibidos a su trato,
Fernando y María o María y Fernando, que tanto monta.
Emilio Dupuy de Lome.
^13 ^^x—
PARA PlvS VlTRA.
f Vivían en una jaula dos canaritos formando un
casal. En la amplia pajarera había sitio para mu-
chas otras parejas; y aquellas dos avecillas apenas
si se miraban, se fastidiaban muy poco y no se
querían. En mi casa alguno llegó a pensar que la
canaria fuese demasiado vieja o que el esposo
fuera demasiado novicio. El hecho es que ese ma-
trimonio era infecundo.
Pero he ahí que después de una compañía de
muchos años, la canaria, habiendo encontrado
abierta la puerta de la jaula, se arriesgó a salir.
Ensayó un vuelo audaz y fué a posarse en las ra-
mas más elevadas de un álamo vecino, sitio desde
el cual no se movió a pesar de cuantas tentativas
se hicieron para que regresara a su jaula.
La suerte de la canaria era tan desgraciada co-
mo cierta, y al caer de la noche, aquella pobrecita
no podría escapar a las astucias sanguinarias de
un gato vagabundo. Mientras hubo un rayo de
luz diurna se pudo ver a la canaria en la copa
del álamo; al crepúsculo todavía podía distin-
guirse la mancha amarillenta de su inquieto cuer-
pecillo; pero a la mañana siguiente nadie volvió
a verla.
Estuvimos a punto de afligirnos por lo que
suponíamos la tristeza del abandonado canario;
pero éste, con su conducta, nos demostró que no
teníamos razón. Al día siguiente se le vio tan
avivado cantor, y se le oía lanzar trinos tan cla-
ros de su registro de soprano, que pronto llegué
a la convicción de que la soledad le fuese mucho
mejor que la suspirada libertad. Ciertamente era
la posesión absoluta de su casa, la alegre inde-
pendencia, y la cesación de rencores mudos que
permanecieron secretos para nosotros. Ciertamen-
te aquellos dos pajaritos no se habían amado
nunca, se soportaron apenas y se habían soporta-
do malamente.
Y pasó un alegre mes para el canario, al cual
había yo bautizado Mario, en recuerdo de un
compatriota mío, famoso tenor en su época. Los
vuelos ligeros, los largos trinos, las notas puntea-
das de aquel tiempo feliz, jamás tuvieron su igual-
en el mundo de las aves canoras.
Un día se me ofreció una compañera para Ma-
rio, la cual podría acaso llevar más alegría a la
jaula solitaria. La nueva canaria venía de casa
de un carbonero, y aun se le notaba en las alas
un poco de polvillo de carbón. No era de bonita
estampa, ni tampoco era el ideal para un canario
amante de otro sexo; pero a todos nos pareció
que la prolongada soledad había vuelto a Mario
fácil de contentar. Todo lo contrario.
Apenas fué encerrada la canarita, se pudo ob-
servar que Mario, con gran disgusto, se retiraba
a un ángulo de la jaula, y hacía inútiles esfuerzos
para atravesar los alambres de su cárcel. Y de
pronto me pareció que la bella casa, la casa so-
nora de cantos, el lugar lleno de luces y de ale-
gría, convertíase para Mario otra vez en prisión.
Para la canaria no resultaba la jaula una prisión,
y ella, sin preocuparse de la acogida hostil que se
le acababa de hacer, se adueñó rápidamente del
lugar, considerándolo seguramente mucho mejor
que el que antes habitaba. Probó el alpiste, que
le pareció sabroso; picó el terrón de azúcar y
lanzó un alegre trino; y para encontrarlo todo a
su comodidad, tomó un baño en el recipiente
donde sólo Mario acostumbraba beber. En suma,
se instaló en su casa, y lo demostró de modo bien
insolente.
Después del primer día de muda hostilidad,
vinieron días de manifiesta hostilidad, durante
los cuales los dos canarios, puestos uno frente
al otro, se amenazaban, trémulos de ira, con los
ojos saltados y el pico listo para atacar. Hasta
que una mañana, en el momento que me acerca-
ba a la jaula para hablar con Mario, el pobrecito
MV\DOIl| AI\INA
animal cayó muerto. Lo saqué de la jaula, espe-
rando lo imposible, es decir, que pudiera revivir-
o con mis caricias. Su cuerpecito estaba aun ca-
lente, pero sin vida, propiamente muerto... de
pena. La pequeña carbonera, indiferente, perma-
necía en lo alto de la jaula, sin cuidarse siquiera
de mirar hacia abajo.
¡Que venga ahora a decirme aquella bestia...
no, aquel nuevo filósofo que los animales no pien-
san!
Pero si sufren, piensan; si conocen el dolor mo-
ral y no mueren, son malos filósofos.
Dos golondrinas, recientemente desposadas, se
han adueñado del alojamiento. En la viga negra
y torcida han abierto un nido nuevo y lo han
construido con la infatigable labor de sus picos.
La cosa anduvo como van siempre esta clase de
cosas bajo las estrellas.
En el amanecer de un día de mayo, aquellas
criaturas aladas se habían detenido sobre el hilo
de hierro que lleva la palabra eléctrica. Y uno
de los esposos había dicho al otro (que le escu-
chaba atenta y silenciosamente), largamente con
gorjeos, le había dicho una bellísima lisonja. Des-
pués el macho había lanzado audaz grito para
cantar el himno bello a una futura prole. Así, en
aquella rápida hora había bajado el paraíso a la
tierra. Ya sea porque las golondrinas no saben
todavía, ni lo sabrán nunca, la mentira que día
y noche pasa por el hilo eléctrico sobre el cual
se posaban, hasta hoy no hubo traición, y ellos
han mantenido bien sus promesas, y después de
haberse amado tanto, siguen amándose aún.
Al construir el nido había venido en su ayuda
la doctrina amorosa; trayendo la arista o el pe-
dacito de greda al nido, debieron oír el leve piar
de sus hijuelos, de esas criaturas nacidas del amor
de dos infatigables esposos.
Llegó un día la prole esperada, ciega aun y
muda, pero contenta ya de aprender el amor
que la había procreado, y de adivinar otra
— l-»J.^^^'iS "V-'l^TTa^X.—
fiasU de cantos libres que
serán escudiados por otro
hombre taciturno.
Yo miro con agracio
aquellas bodas. Mientras
permanerco a una distancia
que no produzca inquietud
en los pájaros, puedo ob-
servarlos a mi sabor, pero
si me acerco para admirar
mejor sus amplias alas, su
cola partida, sus pechitos
blancos y el arreflo de la
cabeza con su penachito en
continuo movimiento, las
dos golondrinas alzan el
vuelo y me saludan con
un pequeño grito de terror.
Insisto en quedarme allí, y una de las golon-
drinas se aproxima al nido, temiendo por sus
hijudos. después se junta a su compañero y
por poco tiempo ambos se retiran volando. A poco
vtielven. y siempre parecen rogarme que me vaya.
Vencido por aquel ru^o yo me retiro. Ya sé todo.
He visto aquellos dos esposos vestidos como nos
vestimos nosotros, los hombres, en el día de nues-
tras bodas. Tienen un traje negro con cola, el
escote blanco, y lucen en la cabeza un peinado
que parece obra de un hábil peluquero. Sin em-
bargo, no me parece que ninguno de aquellos dos
esposos se envanezca de su vestido, ni que se
hayan detenido sobre un arroyuelo de agua lím-
pida a contemplarse como en un espejo, ni que
ninguno de los dos desee embellecerse más de lo
que son por naturaleza, sino que ambos ansian
brindarse su amor, dándoselo puro a sus hambrien-
tos y desnudos hijitos.
Las golondrinas han dejado de desconfiar de
mi presencia y de mis miradas. Cuando los pa-
jaritos nacidos poco ha, han satisfecho su hambre.
¡os padres permanecen junto al nido llenos de
amor: me miran con lástima porque me ven solo;
y porque me temen, creen que me siento castigado
al inútil deseo de cosas que han desaparecido.
Y en cambio, ocurre todo lo contrario; pensando
yo en la bondad, que tanto nos enamora cuan-
do estamos en el ocaso de nuestra vida; en el
dolor que todo lo ofende en la hora postrera; en
la piedad que por poco hace renacer el sentimiento
del amor, pienso en las vagas criaturas las cuales
siempre creí incapaces del mal y que alguna vez
suelen ser crueles e injustas.
Lx) que voy a narrar, ocurrió hace poco en mi tierra.
Un viejo gorrión, muy atrevido e inmensamen-
te egoísta, invadió el nido de las golondrinas, ese
nido por ellas construido con alegres fatigas para
su amor. Cuando el audaz gorrión se hubo aco-
modado en casa ajena, ciertamente le pareció que
aquel nido, magníficamente hecho para sus pro-
pias necesidades, fuera realmente suyo.
Cuando regresaron los dueños del nido y lo
encontraron ocupado, comenzaron a dar señales
de inquietud, seguidas luego por súplicas y acaso
por amenazas. La golondrina macho se abalan-
zó para atacar al intruso; pero el gorrión era el
más fuerte, y se había hecho del nido un verda-
dero baluarte, de modo que rechazó a picotazos
la tentativa de su rival.
Una vez más en esta tierra miserable acababa
de manifestarse inútil la súplica del humilde ha-
cia el poderoso.
Entonces las dos golondrinas, heridas en el
sentimiento de justicia, pensaron en la venganza.
De igual manera procede a menudo el hombre.
Las golondrinas lanzaron al aire agudos gritos
para invocar la ayuda de sus compañeras; muchas
golondrinas juntáronse en poco rato, y acercán-
dose al nido, parecieron exigirle al prepotente
gorrión que lo abandonara a sus legítimos due-
ños. Pero el soberbio animalito no se arredró
ante tal amenaza colectiva. Cada vez que una
golondrina se asomaba al nido, un picotazo del
gorrión la obligaba alejarse adolorida y gemebun-
da. Entonces la justicia cambió de faz y dejó de
parecerme justa.
Todas las golondrinas bajaron al suelo a pro-
veerse de pedacitos de greda, para hacer de aquel
nido ocupado por la violencia, la prisión del go-
rrión presuntuoso y malo. Más presuntuoso que
malo, porque el gorrión estaba seguro de sus ac-
tos y reía; el petulante, reía del trabajo que sus
adversarios venían haciendo.
Siguió riendo hasta lo último. Mientras que un
rayo de luz penetraba en el nido, pareció a aquel
pilluelo insolente que podría recuperar su propia
libertad cuando quisiera, y pocos golpes de su
pico robusto bastarían para destruir la larga la-
bor de las golondrinas. ¡Vana ilusión!
Después reinó obscuridad completa en el nido,
y las golondrinas, ya cumplida su venganza, se
desparramaron por el espacio con un largo grito
de victoria. En vano el sepultado vivo, cuando
quiso ver de nuevo la luz del sol, se puso a la obra
de abrir a picotazos la prisión de greda que debía
ser su horrible tumba. Al día siguiente otro pi-
lluelo. de la especie humana, abrió el nido y en-
contró al gorrión muerto de asfixia. Alguien, no
ciertamente yo, lanzó este fuerte grito; «¡Se ha
cumplido la justicia!»
En el bosque espeso, donde se siente seguro y
sabe que le escucha su no muy alejada compañera,
el pequeño cantor despliega su límpida voz.
Lanza primero un reclamo; «¿Estás ahí?»
Después un gorjeo leve para no despertar a
otros compañeros alados, que del sueño hubieran
pasado rápidamente a la acción de escapar volan-
do, como si adivinasen la muerte. Luego un largo
trino interrumpido por brillantes agudos. La sel-
va calla para escuchar mejor.
Aquel magnífico cantor, que durante una gran
parte de la noche ha invocado la luz. es acaso un
ruiseñor o un gorrión solitario. Con las primeras
luces de la madrugada otro pájaro, ciertamente
una curruca, me despierta. Todavía no se vislum-
bran bien las cosas en medio de la penumbra
matinal, y el pájaro aquel parece elevar una ple-
garia, porque su canción, en medio del gran si-
lencio, antójaseme la plegaria mía y la suya. Pa-
ra mí y para nuestros hermanos no humanos,
aquella canción va diciendo que todo el mal de
ayer ha desaparecido, y que hoy resurge el amor.
Y también se dice a sí mismo y a mí que el ocaso es
un engaño, porque el porvenir no tendrá crepúsculos.
Aquellas criaturas aladas, casi ignorantes de
su facultad de volar, permanecen largo rato si-
lenciosas; luego un pajarito tienta realizar un pe-
queño vuelo, imitado de inmediato por otros; y
comienzan sobre la planti secular las pláticas ale-
gres de los nacidos ayer. Y hasta la curruca se
calla para escuchar la vida de la otra gente alada.
Pero no. Ni el ruiseñor ni la curruca cantan;
sólo expresan sentires de sus almas menudas y
tiernas. No fueron a ninguna escuela y aprendie-
ron sólo la voz consoladora de la naturaleza.
Aprendieron el trino de un arroyuelo murmurador
que se abría camino entre las piedras; del viento
aprendieron el silbido agudo; las ramas inquie-
tas por amenazas de un huracán inminente, el
fulgor lacerador; el punteado del granizo que tam-
borilea con sus descargas; el ruido de la lluvia,
dieron al pequeño alumno refugiado en su nido
todas las lecciones de aquello que no es canto, sino
palabra alada.
Allá en la selva, donde el
hombre no se aventura y
donde en la noche pasa con
miedoso apuro, los pequeños
cantores, colocados entre la
espesura, nada pueden apren-
der de los hombres.
En cambio, cuando el hom-
bre los ha hecho cautivos y
los tiene en prisión, aun la
curruca, el ruiseñor y el es-
tornino ascienden pronta-
mente al nivel de la huma-
nidad. Y su canto no tiene
más su alegría, se hacen
dóciles imitadores de notas
entonadas que no entienden.
Si los pajarillos llegaron a
creerse realmente los reyes
de la creación, apenas el hom-
bre los esclaviza, se vuelven
serviles y aduladores. Y para
adular mejor al dueño que los
alimenta, imitaron el canto
de los hombres.
En una jaula que tiene un mesonero vecino mío,
pasa la vida miserable uno de aquellos esclavos!
El ya no sabe volar, y casi ha olvidado las alas
que sólo despliega como un abanico inútil para
sacudir, acaso, de un lado a otro de su prisión su
mterminable fastidio. Y nada se dice a sí mismo
ni dice a sus hermanitos libres que vuelan por
las plantas cercanas. En cambio, ahora canta.
Canta siempre mañana y tarde; repite en tono
mayor los dos primeros compases de la Marcha
ri'al, y los alterna casi sin intervalo con dos notas
de la Gi'isha. El resto no lo conoce. Ese resto, que
era el trino largo, el silbido petulante, el gorjeo
suave y punteado de notas brillantes; el resto,
que era la pregunta sumisa, que era tal vez su
pensamiento, que era ciertamente su amor; el
resto, que me volvía más pensativo y más amante
cuando uno de mis semejantes no había corrom-
pido la vena simple del solitario, haciendo brotar
de su garganta pocas notas que le eran incomprensi-
bles, y aprisionando su can toen una tonalidad huma-
na; todo ese resto ha'desaparecido de su pobre vida.
De tal manera, aquel pobre gorrión ha perdi-
do todo: su libertad, su vuelo audaz y su palabra.
Es un vencido, un esclavo que se gana la vida
adulando a su señor. Y ha llegado a suceder que
aun el amo lo tiene en continua zozobra, que los
vecinos no lo pueden sufrir más. y que cualquier
pilluelo se mofa de él. Y el pobrecito, en quien ha
penetrado aquella obsesión del canlo humano, tan-
to se ha humanizado que parece ya un tonto o un
demente en el manicomio de su jaula.
Quizás ocurra lo mismo con otros pequeños can-
tores que encuentro en mi camino.
Tenían una inteligencia clara junto con una
imaginación vivaz; eran libres de decir su pensa-
miento a quien quisiera escucharlo con oído be-
névolo; en el inquieto buscar del bien, de las ma-
nías dolorosas y amables habían conseguido reve-
larse llenos de un arte magníficamente sereno y
simple para contentar los deseos de los buenos.
Pero aquellos mis semejantes han tomado tam-
bién todas las sinuosidades de estilo, todas las
palabras desusadas, todos los melindres, todas
las licencias; y también cantan la Ceiiha y la
Marcha real. Y ni aun dicen bien porque no sa-
ben decir nada, puesto que para ellos las pala-
bras se han convertido en una bella e inútil suce-
sión de sonidos; han cesado de ser pensamiento
y sentimiento para hacerse prisioneros de las imá-
genes, y esclavos de la música afrodisíaca: nada
más; esto es poco menos que nada.
Milán, 1916, DIBUJOS dk contreras.
n\dcxírin\dOr\.io de cxríi^lcx.^.
Elia. discípula de un gran maestro
de declamación, y maestra a su vez
de este difícil arte, ha puesto su ta-
lento y distinción al servicio del
teatro argentino, dignificando nues-
tra escena en unión de su esposo,
el que ha sabido también encau-
zar su temperamento de artista
sobrio y elegante, en provecho de!
moderno teatro nacional, que hoy
tiene ya en esta pareja de artistas
dos excelentes intérpretes de la
alta comedia.
Francisco Ducasse y Angeli-
na Pagano ocupan un coquetí-
simo piso en la calle Uruguay.
La simpática pareja está to-
davía en la luna de miel y no
era. sin duda, la visita de un
periodista de las más oportu-
nas; pero, esclavo al fin de mi
deber, resolví aventurarme y
llamar a las puertas del nido.
Mala cara puso la sirvienta al
ver que junto a mí estaba el
fotógrafo y junto a éste el groom
con los atributos del oficio, pero
peor debieron ponerla Ducasse
y la Pagano, al enterarse del ob-
jeto de mi visita, a pesar de que,
fieles a su exquisita educación,
me recibieron con expresión
sonriente.
— Aquí me tiene usted, — di-
jo Ducasse.
— A sus órdenes, — añadió
la Pagano.
— ¿Dispuestos al sacrificio?
— agregué yo.
— ¡De mil amores!
Sin más preámbulos, Baldi-
serotto montó la máquina en el
trípode; el chico sacó el tarro
del magnesio y una tras otra
hiciéronse una serie de fotogra-
fías en el hall, en el comedor, en
el escritorio, en la sala, en la sa-
lita y en la antesala, dejando la
casa en un desorden tal que e!
piano fué a dar a la cocina y
una máquina de coser y un cris-
talero lleno de copas se queda-
ron en el balcón.
Fué además tanto el humo,
del magnesio, que yo me estuve un rato pi-
diéndole disculpas a una escultura de Dresco
que, en medio de la humareda, confundí con
Ducasse.
Pero volvieron a su sitio los muebles; ss
disipó el humo como se disipan las ilusiones de
esta vida, y entre sorbo y sorbo de un riquísi-
mo café, la Pagano y Ducasse me contaron su
historia artística.
— Tuve, me dijo la Pagano, la más alta clasi-
ficación en la escuela de recitación del ilustre
profesor Rasi, en Florencia. Debuté, con Eleo-
nora Duse, en Cittá Morta, de D'Annunzío. . .
Por cierto que Angelina Pagano conserva un
riquísimo ejemplar de esta obra maestra del
gran poeta italiano, con la siguiente dedica-
toria de su puño y letra.
« A Madonna Agnoletta Civani-Pagano — che
trasjonde in Biancofiore tutta la soavitádiSama-
ritana con augurio di maggiori vittorie. i>
Gabriele d'Annunzio.
Trieste d' Italia: maggio 1902.
— En Estados Unidos obtuve mis primeros
éxitos de prensa. Fui muy elogiada y muy
aplaudida por las norteamericanas. Con la
Duse recorrí medio mundo, como dama joven
de su compañía.
— ¿Con quién vino usted a Buenos Aires?
— A los 19 años, con Garavaglia. el genial
artista italiano, en su primer viaje.
— ¿Pero usted es argentina? ¿No?
— De corazón y de nacimiento... Si
hubiera alguna otra forma de serlo, lo sería
— ¿Es usted muy aficionada al teatro, verdad?
- Muchísimo. Admiradora, naturalmente, del teatro fran
cés, italiano y español, soy entusiasta por el teatro nacional,
pues he colaborado con todos mis entusiasmos artísticos a su
resurgimiento y a esto, que po-
dríamos llamar, su rehabilita-
ción.
¿No es acaso una rehabili-
tación de nuestro teatro, aban-
donado un tiempo y relegado
al género más burdo e indecente,
el ver hoy nuestras salas con-
curridas en las noches de es-
trenos de Roldan, Iglesias Paz,
José León Pagano, Schaeffer
Gallo o Velloso, por toda la
aristocracia porteña, que antes
huía de las compañías nacio-
nales?
— ¿Cuál es el género que us-
ted prefiere?
— La comedia. Creo que es
la expresión más verdad de la
vida.
— Entre los autores naciona-
les, ¿tiene usted alguno prefe-
rido?
— Es una pregunta algo com-
prometedora; pero creo que na-
die podrá criticarme el que yo
prefiera entre los autores a José
León Pagano. . . al fin y al cabo
es pariente mío.
Como confesor que ha con-
cluido el examen de conciencia
del pecador de la derecha, vol-
víme en el confesonario hacia
la izquierda, donde resignado
esperaba Ducasse su turno.
Ducasse, es uno de los más po-
pulares actores nacionales, ape-
sar de su relativamente corta
carrera artística. Ha cambiado
físicamente en absoluto. Hoy es
Ducasse un gentleman inglés
que luce orgulloso su calva aris-
tocrática. Siempre elegantísimo,
es, sin disputa, el «Petronio» de
nuestros actores.
El 17 de noviembre de 1904
se presentó ante el público por
primera vez, debutando en el
teatro Apolo, con la comedia
«Culpas ajenas».
Su debut fué un éxito, y des-
de entonces siguió de triunfo en
triunfo su carrera artística.
Sabía yo que Ducasse había sido periodista,
funcionario público, hasta candidato a diputado
! rovincial, y deseaba saber por qué azar de la
suerte se dedicó al teatro.
— Pues, verás, — me dijo, — yo decía ver-
:os; era aficionado a declamar, y el doctor Da-
. id Peña me insinuó la idea de hacerme actor.
Un día me detuve frente a un espejo, me vi de
uerpo entero y me convencí de que con mi
itjura y un poco de arrojo sería un cómico no-
ible, y ya lo soy, no es vanidad; pero creo
ue como primer galán soy sin duda el . . . pri-
ner galán.
-- ¿Cuál es tu obra favorita?
La que más me ha hecho sentir, la que
II ás me ha emocionado «Pietro Caruso».
- ¿Y de los autores nacionales?
- Siento una irresistible simpatía por Vi-
ente Martínez Cuitiño; creo que nuestro tea-
no pierde con su alejamiento una de sus más
■olidas columnas.
¿El género teatral que prefieres?
I — Como mi mujer, prefiero la comedia y
i odio cordialmente el teatro con música. Taine
i me clasificaría entre los « anquilosados ». pues
I la música no me produce ninguna sensación
iel otro mundo.
— ¿Tu edad? ¿Puedes revelarme ese mis-
■ -rio?
-- ¡Jamás!. . . es un secreto de estado. . .
HÉ — A propósito de « estado », y si no es indis-
^JH creta la pregunta, ¿qué opinión tienes ahora del
^■■l matrimonio, tú que fuiste su mayor enemigo?
^^^^ La Pagano y Ducasse cambiaron una mi-
rada que me bastó como respuesta, y salí de la casa con-
vencido de que los dos artistas unidos por la fe inquebran-
table de un cariño sincero, darán a la escena nacional honra
y provecho.
El Doctor Misterio,
>. j-m3>=>w—
Cuatro dias llevaban en duro batallar mexica-
nos y dialcas, y la victoria no se habia decidido
aún por ninguno de los dos pueblos.
Los prisionertw , tenochcas eran llevados apre-
suradamente por los chalcas hasta su capital.
Amecamecau. donde debía celebrarse, dentro de
dos dias mis, la gran fiesta del dios Camasetli.
Como grande homenaje al dios, sacrificábanse en
aquella solemnidad los prisioneros de guerra.
Convinieron entonces una tregua, y fuese el
ejérdto chalca con sus nobles, guerreros y señores
a celebrar su fiesta regocijadamente. Entre los pri-
sioneros llevaban los chalcas a un arrogante gar-
zón. Vestido ricamente estaba y aderezado con
riquísimas joyas de oro y piedras preciosas, como
acostumbraban lucirlas los grandes señores mexi-
canos.
Llegados a Amecamecau. los tenochcas fueron
llevados al teocalli donde se guardaban los prisio-
neros destinados al sacrificio e introducidos en los
mismos aposentos donde se alojaba a los otros
mexicanos, tomados en las batallas de los dias an-
teriores.
Sabían bien aquellos guerreros el destino que
les aguardaba, mas esperaban la muerte con va-
liente corazón.
Cuando los nuevos prisioneros entraron en el
Teocalli. silenciosos y adustos, ¡os tenochcas — que
aguardaban la hora del sacrificio bajo la severa
vigilancia de los sacerdotes — al ver al joven que
los guiaba sin perder su briosa arrogancia y el
aire de majestad de los grandes señores dueños de
innumerables vasallos, prorrumpieron en
una exclamación de asombro:
— ¡Tú, Ezuauacatl! . . .
Los sacerdotes, atónitos quedaron ante
aquella pleitesía. Inquirieron afanosamen-
te a cual calidad correspondía la dignidad
del joven.
Un ' 'ejo tenochca repuso:
— Nuestro Ezuauacatl es un diestro
mancebo salido del Calmecac. Ninguno en
el ejército tenochca le aventaja en valor
y es por su linaje de los primeros. Mocte-
zuma Illhuicamina, nuestro emperador, llé-
nelo por el más cercano y querido de sus
parientes. ¡Ya veis... los dioses os favo-
recen, chales! . . .
I as palabras del viejo habían sido es-
cuchadas en silencio. Entre los prisioneros
tenochcas levantóse un murmullo. Un jo-
ven caballero serpiente gritó acongojado:
— ¡Tú no puedes morir, señor!
Ezuauacatl, sonriendo, repuso:
— ¡Tanto como vosotros, amigos! . . .
— No lo consentiremos.
— Sosegaos y hablad en justicia y en
razón. Camaxthi, el dios de los chalcas.
tiene sin duda hambre de carne de prínci
pes. Dejadlo satisfacerse. ¿Qué haríais con
tra un dios y su pueblo vosotros, míseros
prisioneros como yo? Poco diestros fui
mos, pero la guerra tiene sus azares y este
es uno de ellos.
Los sacerdotes, escuchado que hubieron
atentamente, fueron a participar al consejo
la nueva de ser dueños de aquel joven
principe.
Grande admiración suscitó la noticia.
¿Cómo sacrificar a tan esclarecido gue-
rrero?
Hubo una larga deliberación. La fama
de Ezuauacatl iba más allá de la frontera
de México y se sabia y comentaba hasta
en la poesía misma su valor, su constancia y su
nobleza.
Un anciano del consejo, después de escuchar al
sacerdote que informaba del suceso, propuso esta
extraña cosa:
— ¡Ofreced a Ezuauacatl el reino de Chalco!
Es valiente y es sabio. Los tenochcas nos aventa-
jan en todo. Si vencimos ayer, fué un albur; pero
tarde o temprano caeremos en su poder. ¿Por qué
no emparentar con el emperador de tan gran pue-
blo? El nos respetaría entonces. ¡Ofrecedle el reino
como os digo! . . .
Hubo un largo silencio, y al fin todo el consejo
decidió seguir la opinión del anciano.
Fueron los sacerdotes y los señores y los gue-
rreros a buscar a Ezuauacatl.
El joven dormía tranquilamente, tendido sobre
su neo ayatl.
El jefe de los sacerdotes llamó a un tenochca
y le dijo:
— ¡Ve a despertar a tu señor!
— ¿Para qué? Dejadlo en paz si aún no ha lle-
gado la hora de morir.
— Tu señor no ha de morir.
Ezuauacatl, molestado por el cuchicheo desper-
óse. Ágilmente se puso de pie, y fué donde los
lEi^IIAIIAíCATIj
JÍIpiJ90<atc iiie/»to±ú<:o -a±ijC'ric^-ii.o
s'ra
tenochcas estaban tratando de detener a los sa-
cerdotes.
— ¿Disputáis, buenos sacerdotes míos, con estos
compatriotas? ¿Es por mi vida? Entonces no lo
hagáis: mi vida vale poco . . .
— No disputamos por tu vida, señor. Nuestros
oráculos aconsejan al pueblo chalca ofrecerte la
vida y el trono. Un antiguo augurio dice que si
tú nos riges y gobiernas, el reino de Chalco esca-
pará a un destino funesto.
— ¿Y el oráculo dice si han de vivir conmigo
estos tenochcas mis compatriotas y compañeros
de prisión?
— Nada dice de eso. señor.
— ¡Justos dioses!
— ¿Aceptáis?
— ¡Cierto!
— Entonces prepárate, señor. Hemos de enco-
ronarte antes de empezar la fiesta de Camaxthi.
— Bien pensado, pero. . . quiero despedirme de
estos compañeros míos con grande fiesta y alegría.
Plantaréis delante del templo un madero de veinte
brazos y encima pondréis un tablón para que
pueda bailar al estilo de mi país.
Fuéronse satisfechos los sacerdotes a elevar sus
preces en el santuario. Los señores y los guerreros
invitaban al príncipe a seguirlos.
El monumento, ,-i la aereen -i. es iñ :ecor',;:,;ruccion í;r,.ii:a ae un teo-
calli o templo mexicano. Era común a varias solemnidades colocar el
madero, semejante al de la ilustración, en la plaza, frente al teocalli:
se subía al tablón del tope por cuerdas atadas en el palo a manera de escala. El gue-
rrero, en primer término, a la derecha, es un yaotequihua o capitán de guerra: su indu-
mentaria y armamento corresponden a su grado: está armado de porra cuauhololli:
maza llena de navajas de piedra muy agudas.
El, alegremente excusábase:
— Mañana seré con vosotros; dejadme ahora
consolar a mis tenochcas.
Salieron todos, dejando guardados a los prisio-
neros como era costumbre.
Los tenochcas gozosos contemplaban al príncipe.
Este dijo riéndose:
— Perdidos vais en estos cálculos. Un tenochca
no defiende a los chalcas del destino. Mañana
serán esclavos de Moctezuma con sus templos, sus
dioses y sus señores. Muramos tranquilos sin mos-
trarles un dolor que debe ser, por fuerza, fugitivo.
Se muere en pocos minutos. Y viviremos en la
gloria para siempre. Ahora durmamos, hijos míos.
Doraba apenas e! alba la cresta de los montes
cuando los sacerdotes del templo de Camaxtli
hicieron oir la voz tremebunda del teponaxtli,
anunciando al pueblo chalca que la hora de la
fiesta y de los sacrificios era llegada, Y los hue-
huetl de triste melodía empezaron también a lle-
nar con sus voces los aires, saludando al sol cuya
faz asomaba ya en el Oriente.
Despertados los tenochcas por la música sa-
grada, volvieron sus corazones al hogar y a la pa-
tria lejanos, llenos del adiós eterno.
El príncipe dormía entretanto.
Un joven ocelotl dispúsose a despertarlo,
— ¡Señor, — murmuró a su oído, — despiértate,
es la hora!
Continuaba inmóvil Ezuauacatl en el pesado
sueño de su fatiga. Había combatido seis días en-
teros sin tregua ni descanso, y ahora reposaba con
la cabeza puesta sobre el regazo de la muerte.
El joven ocelotl volvió a insistir:
— ¡Ezuauacatl, Ezuauacatl!
Sacudíalo con fuerza y el príncipe abrió los ojos
al fin.
— ¡Déjame, muero de sueño!
— ¡Señor, por piedad, vienen ya los sacerdotes!
¡Óyeles. , . tenemos que morir!
-¿Ya?
— ¡Mira... están aquí!...
Entraban los sacerdotes en aquel punto, vesti-
dos para la ceremonia, con sus cuerpos teñidos de
negro ullí y sus máscaras sagradas impenetrables.
Toda la vida parecía estar en el fulgor de los ojos
abiertos misteriosamente sobre la palidez dorada
o verdosa de la careta ritual. Venían en larga
procesión, siguiendo en sus pasos la cadencia rít-
mica de la triste música de los huehuetl.
A una señal del gran sacerdote los prisioneros
fueron ordenados como debían salir al patio del
teocalli. Todo el ceremonial estaba preparado para
el sacrificio, y puestos en marcha llegaron los pri-
sioneros custodiados por los sacerdotes silenciosos.
El pueblo chalca, reunido en enorme
muchedumbre, saludó a los tenochcas con
un murmullo de regocijo. Eran, en todo,
unos cien prisioneros cuya sangre correría
generosamente para honrar al dios.
Todo estaba preparado.
Ezuauacatl. que había sido retenido al
lado del gran sacerdote, dijo:
— Señor, gran sacerdote mío, dad la or-
den para que pongan en medio de los te-
nochcas el huehuetl con que hemos de
acompañar nuestra danza. Pláceme fes-
tejar este día con la alegría natural de
quien va a llegar al honor de ser vuestro
principe.
Fué obedecido.
Colocóse el príncipe en el centro del
círculo que formaron sus compañeros, como
era costumbre en México, y empezaron a
bailar una danza guerrera. Maravillados
quedaron los chalcas de la gracia y justeza
de sus ademanes y la rítmica armonía de
los pasos en cuya cadencia encerraban los
gestos del guerrero y los episodios de la
batalla. Era un hermoso espectáculo aque-
lla danza bailada gallardamente sobre el
abismo de la muerte.
A una señal de Ezuauacatl, cesó el
baile. Sonriendo a los suyos subió al ma-
dero que le había sido preparado de ante-
mano y bailó solo, cantando un himno
guerrero a sus Huitzilopochtli.
Concluido el himno mandó que callase
el huehuetl, y dijo con voz firme:
— ¡Tenochcas! ¡Compañeros!... morid
heroicamente sin dar a estos perros el gozo
de oíros un solo grito de dolor. . . Vamos
por el ancho camino de la gloria. El Sol
nos espera. . . Os precederé, como los prín-
cipes deben preceder a sus soldados en la
vida y en la muerte, Y mientras vamos
al imperio del señor de la luz, aquí abajo
se dirá: Ezuauacatl el tenochca prefirió morir
con sus hermanos a reinar en un pueblo enemigo
de su patria!
Dijo y se arrojó desde lo alto del madero, ca-
yendo pesadamente sobre el duro pavimento.
Cuando los sacerdotes se acercaron a él, estaba
muerto ya,
Y los chalcas vieron morir sin un grito de dolor
a los cien tenochcas sacrificados uno por uno en
honor del dios Camaxtli,
Leonor Allende de Bufeo,
dibujo de guido buffo,
Notas
Tenochca, significa hijo de Tenoch, divinidad bajo cuyo patro-
cinio estaba el imperio y la ciudad de México, Así la capital
se llamaba Tenochtitiau y no México,
Teocali!, de Teo = dios, y calli = casa: significa templo.
El Calmecac, era el colegio donde se educaba la nobleza mexicana,
Tlatocau, era el consejo compuesto por los ancianos y nobles
del país.
Ayatl, manto tejido con ricas plumas y oro que usaba la nobleza.
Teponaxtli, especie de tambor de sonido ronco.
Huehuetl, instrumento semejante al anterior, cuyo sonido em
más suave,
Ocelotl, «caballero tigre», una orden militar a que se llegaba por
ciertas acciones de guerra,
Ullí, resina aceitosa con que se teñían los sacerdotes.
DE LA COLECCIÓN DE D. JUAN CANTER
ENTRE DOS LUCES
ÓLEO DE SOROLLA
— i3>i_;v''23
No me atreveré a negar la excelencia de la pa-
labra, ese precioso atributo que nos distingue de
los demis animales y del que tan brillante partido
ha sabido sacar el hombre con la feliz creación y
multiplicación de los idiomas: pero la verdad es
que la palabra, la elocuente palabra, resulta al-
gunas veces bastante ineficaz y otras veces com-
pletamente inútil.
Yo he pasado media tarde tratando de conven-
cer a un amigo de que el alumbrado público de
Buenos Aires es muy malo: él ha empleado la otra
media tratando de convencerme a mi de que es
excelente. Ninguno de los dos ha convencido al
otro. Si todo aquel caudal de palabras, empleado
inútilmente en la discusión, se hubiera podido con-
vertir en fuerza, y esa fuerza aplicarse a la rueda
de una noria, entre mi amigo y yo hubiéramos
podido regar aquella tarde, cómodamente, diez
hectireas de campo.
Y he quedado descontento de la palabra, y he
pensado:
¿Nos habremos excedido en el elogio de la pa-
labra? ¿Será tan útil como dicen? Y de reflexión
en reflexión, he llegado a preguntarme seriamente:
¿Podrá prescindirsede
U palabra?
Inmediatamente
me he acordado de los
oradores. Los orado-
res no pueden pres-
cindir de la palabra,
luego la palabra es
indispensable, porque
si no hubiera palabra
no podría haber ora-
dores: pero seguida-
mente se me ha ocu-
rrido que si la palabra
es indispensable a los
oradores, la oratoria
no es indispensable a
la humanidad, y de
nuevo me he sumido
en un mar de dudas y
otra vez he vuelto a
preguntarme: ¿Será
necesaria la palabra al
hombre? ¿No estare-
mos perdiendoel tiem-
po al hablar?
Para salir de una vez
de dudas, me ha pare-
cido lo más acertado
someter el caso al te-
rreno experimental.
Todas las palabras juntas no son tan elocuentes
como un hecho.
Vamos a ver. me he dicho, si una persona, yo
por ejemplo, sin alterar en nada mi vida ordina-
ria, sin modificar mis costumbres, puedo prescin-
dir de la palabra.
Y sin elección previa, tomando al azar un día
ctialquiera. me he sujetado a la experimentación.
Me he levantado a las once, como todos
los días, y como todos los días, mi criado
me ha servido el almuerzo, sin que para ello
haya tenido que decir ni una sola palabra.
Terminado el almuerzo, he salido a tomar
café. Me he sentado a una mesita en la que
estaba aún sin retirar el servicio de otro
cliente.
Se ha acercado el mozo, y al insinuante
•Sefior. . .» me ha bastado dar dos golpecitos
en el borde de la taza para ser entendido.
•¡Un exprés!» ha gritado el mozo.
He tomado con toda calma mi café, he
pagado y he salido sin necesidad de pro-
nunciar una sola sílaba.
Una vez en la calle, me he dirigido a la im-
prenta a fin de recoger unas pruebas. He
temido por un momento que no estuvieran,
dada la costumbre de los impresores de no
tenerlas nunca para cuando prometen, y que
tal informalidad me pusiere en el caso de
incomodarme, y por lo tanto de hablar; afor-
tunadamente no ha sucedido así, sino que las
pruebas estaban y me han sido entregadas inme-
diatamente, pudiendo salir también de la imprenta
guardando mi precioso silencio.
Tenía necesidad de cotejar dichas pruebas con
su original, y me he trasladado a la Biblioteca
Nacional. Al llegar allí, he extendido la correspon-
diente boleta que he entregado al encargado de
recibirlas, y cinco minutos después tenía en mi
poder el libro pedido.
m
-(J. DON
C^V AiVijiilat:
WBU08 DEo/IBJO ^""^^
Terminado el cotejo, me he acercado de nuevo a
la mesa para devolver el texto y recoger la boleta.
El bibliotecario me ha preguntado el número
del asiento que ocupaba: como yo creo que lo que
debe preguntarse es el número del libro, no he
contestado, sino que me he encogido de hombros
para darle a entender que no lo recordaba y le he
mostrado el libro por el lomo para que viese su
numeración.
El empleado ha insistido en su pregunta, yo he
insistido en mi gesto de no recordar; entonces el
de la biblioteca ha hecho un mohín de disgusto,
ha murmurado algunas palabras, pero me ha en-
tregado la boleta.
Mi enérgico y elocuente silencio ha salido triun-
fante de una pregunta inútil e impertinente.
A poco de salir, he recordado que tenía que cor-
tarme el pelo; para ello me he metido en la prime-
ra peluquería que he encontrado al paso, y des-
pués de quitarme el sombrero y dejarlo en la
percha, me he sentado cómodame.ite e.n un sillón.
Un oficial se ha acercado en seguida para pre-
guntarme «qué había que hacer». Nada he contes-
tado, sino que limitándome a levantar la mano a
la altura de la cabeza, he movido los dedos a ma-
nera de tijera.
Ha bastado esa silenciosa explicación para que
el peluquero, perfectamente enterado de lo que
quería, pusiese inmediatamente manos a la obra.
Veinte minutos después salía de la peluquería
completamente rejuvenecido y perfumado y dejan-
do allí todo el pelo que hubiera podido tomarme
cualquiera. Mi boca no se había abierto para nada.
De nuevo en la calle, he resuelto ir a cobrar un
artículo publicado el día anterior en un semanario.
Los créditos deben hacerse efectivos cuanto antes.
Para ir a la administración he hecho parar un
tranvía, sin más trabajo que el de levantar con
rigidez el dedo índice, como es costumbre en todas
las personas, incluso los charlatanes.
Al llegar frente al semanario, he descendido del
tranvía y he entrado.
Un ordenanza me ha salido al encuentro para
preguntarme a quién deseaba ver.
He señalado la puerta de la dirección.
«El señor director está ocupado», ha dicho el
ordenanza.
No he replicado. He sacado una tarjeta, he es-
crito en el respaldo: «Deseo cobrar mi artículo», y
se la he dado al ordenanza.
El ordenanza ha entrado con ella en la dirección,
y poco después ha salido con un papel que me ha
entregado.
Era la orden de pa-
go a la administración.
He pasado a esta
oficina y he presen-
tado la orden.
El administrador ha
extendido un recibo,
ha abierto !a caja, ha
sacado unos billetes y
los ha puesto sobre la
mesa.
Yo he firmado el
recibo, he cogido los
billetes y he salido, no
sin dirigir antes una
acariciadora sonrisa al
administrador, la son-
risa con que todos los
que cobran suelen ob-
sequiar a los que pa-
gan, y un afectuoso
saludo con la mano al
resto del personal.
Para toda esa labor
no he necesitado des-
plegar los labios.
Pasito a pasito me
he encaminado a mi
casa, y después de ce-
nar, para lo cual, cla-
ro está, que no he te-
nido que decir «esta boca es mía», porque mi cria-
do ya lo sabe, he vuelto a salir con el propósito de
asistir a un estreno.
Al llegar al teatro, he visto colocado el cartelito
de «No hay plateas». Esto me ha contrariado, pues
tenía vivos deseos de conocer la obra.
Ya me retiraba resignado del teatro, cuando se
ha acercado a mí un revendedor de esos que la
policía tiene rigurosamente prohibidos.
— ¿Plateas, señor?... Cuatro pesos no más.
Como en boletería cuestan dos, he sacado
tres del bolsillo y se los he enseñado.
-— ¡No puedo, señor!
Me he guardado el dinero.
— Dé siquiera tres y medio.
He echado a andar.
— Téngala, señor.
Me he detenido, he vuelto a sacar los tres
pesos y se los he dado, tomando en cam-
bio la platea.
Ni una sola letra he tenido que pronun-
ciar para dejar ultimada esa operación
mercantil.
He entrado en el teatro y me he acomo-
dado en mi butaca.
A poco de entrar ha empezado el espec-
táculo. Se trataba de una zarzuela, y de una
zarzuela mala. El único que opinaba que era
buena era mi vecino de butaca. He estado a
punto de romper mi silencio y de romperle
la cabeza a mi vecino.
El público, desde las primeras escenas, se ha
mostrado dividido: unos han silbado la letra y
otros la música. Al llegar al final, la obra en con-
junto ha sido silbada por todos, ya de acuerdo.
He salido satisfecho del teatro: siempre es satis-
factorio que revienten al prójimo. He vuelto a mi
casa y me he metido en la cama como todos los
días, sin haber tenido necesidad de hacer uso para
nada del admirable don de la palabra.
W^m.:''
V J^ 1 1^>^-
r~^
GERARD.
RETRATO DE ISABEY
Muy grande ha sido en nosotros el interés des-
pertado por la pinacoteca de don Antonio Santa-
marina, al hallar en ella congregadas, con rara
inteligencia y en un ambiente de fina elegancia,
obras las más escogidas de los maestros del arte;
hemos experimentado esa sensación que sólo de lo
bello nace y que se nos allega en procura del bien
y ennoblecimiento del espíritu.
A pesar de que ella reúna innumerables spé-
oimen de épocas y escuelas diversas, nos con-
cretaremos a comentar las de aquellos ar-
tistas galos de la centuria que cobijó la revolución
romántica y a cuya vera prosperó la peregrina
evolución de las artes pictóricas; son ellos, a nues-
tro entender, los que la caracterizan, tanto por el
alto valor de sus obras como por lo homogéneo de
su conjunto, que explica con galana elocuencia
la preparación y elevado criterio del coleccionista.
Alineados en acertada euritmia, uno y otro
cuadro nos hablan de las tendencias por una y
otra escuela defendidas: neo-griegos, simbolistas,
románticos, idealistas, falansterianos, realistas y
naturalistas, ocupan su sitio informándonos de los
históricos antagonismos, de sus fases transiciona-
les y procurándonos, con su fragor estético, las más
deleitosas emociones.
Es el retrato de Isabey, del pincel de Gerard,
el que nos anuncia, en esta ocasión, la era de las
grandes controversias. El que fué pintor de atil-
dadas damas y galantes paladines, aparece de
medio cuerpo, destacando, sobre un fondo gris
obscuro, la faz pálida de ojos azules, y el busto
ajustado por una chaqueta de amarillo tenue.
Ya el discípulo de David, desprendiéndose del
academismo neo-griego, trata de hermanar el afán
de realismo a los métodos aprendidos en el taller
del maestro; prima en ello la expresión madura de
su espíritu refinado y aristocrático. Es, en su con-
junto, un dechado de natural y sencillez; la pin-
celada fina acaricíalo todo con virtuosidad, em-
pastando tan sólo aquellas partes que han de
hacerse valer, ya por el vigor del color o bien por
la afluencia de la luz. Así en la paleta que sostiene
con distinción en la diestra, sucédense pastosas las
manchas de vermellón, de ocre, de blanco
y de siena; las arrugas de la chaqueta sur-
gen nítidas, enriquecidas por la materia en
los claros, y, por el contrario, tamiz idas y
fluidas en la sombra. El lienzo de trama
nudosa ha absorbido en partes las espesas
superposiciones, contribuyendo ello, conjun-
tamente con la pátina de los años, a dar
mayor armonía y concierto a los diversos
elementos del retrato.
Muy bien nos prepara esta obra tan su-
gerente, por ser fruto meritísimo de la es-
cuela intermediaria que fluctuó eitre el Da-
vinismo y el romantismo. a contemplar la
«Mise au Tombeau», de Eugéne Delacroix.
Nos hallamos en presencia, según nuestro
criterio, de una de aquellas composiciones
que el maestro de las grandes orquestacio-
nes pictóricas concebía, allá, bajo la luz du-
dosa de la lámpara, en la modesta morada
de Champrosay, en noches nostálgicas, acu-
ciado por sus hondas riñas espirituales.
f El revolucionario, el brillante alumno de
Fierre Guerin, en este caso, renuncia a los
ampulosos procedimientos que fueron los me-
dios consagrados por «Les Massacres de Scio»,
por «Dante et Virgile» y por «La Barricade»;
no es tampoco la influencia de los ingleses
John Constable y Bonniígton, sino que pre-
ferimos creer por nuestra parte que Dela-
croix recordó más bien al dar cuerpo a las
imágenes de esta escena a su viejo amigo,
el verdadero maestro de su espíritu; Theo-
dore Gericault, «L', Radeau de la Meduse»
es el abolengo de este cuadro. He aquí el su-
jeto: En un ambiente soturno, por entre los
sórdidos socavones de una cueva desciende
un bíblico cortejo; el cuerpo del redentor
aparece lívido sobre blanca mortaja, condu-
cido por tres personajes ataviados capricho-
samente. Están ellos en primer término junto
a otro que entra en la tela de medio cuerpo y
de espaldas sosteniendo un hachón que ful-
gura en las sombras aciagas, se añade al grupo
una dolorosa, verdadera endecha de piedad.
Estos últimos señalan el sitio del enterra-
miento; más atrás, en lo más profundo, se
dibuja lo demás del séquito; lo forman: En
una ringla tres personajes, el uno gualdo, el
otro azul, el tercero bermejo y todos encapucha-
dos; más adelante una cuarta figura encorvada
baja los peldaños oprimiendo en sus brazos un
cántaro de arcilla. Todo el drama se desarrolla en
las profundas medias tintas del tétrico subterrá-
neo, sólo iluminado por la llama amarilla de la tea
y por los resplandores que se allegan de un afuera
que suponemos diáfano y sonriente. El plañir rít-
mico de las actitudes, las caras macilentas y acon-
gojadas, apenas atenuadas por la resignación mís-
tica, contribuyen a contemplar este efecto de ex-
quisita angustia.
En cuanto a la manera, es amplia y muy libre
en los personajes del primer plano, especialmente
en la de uno de ellos que se nos presenta en arries-
gado escorzo; los del fon-
do se hallan modelados
con beatitud. La factura
sólida hace valer los ro-
jos y azules de mantos
y esbozos, la nota blan-
ca del sudario triunfa
ayudada por la siena be-
tunosa que por rocas y
losas se desparrama con-
ducida por una brocha
nerviosa y apasionada.
Y ahora frente al que-
jumbroso episodio de la
biblia secular de manos
del insigne maestro nos
place el recordar las pa-
labras que Théophile
Silvestre le dedicara:
«Era un pintor de gran
raza que llevaba un sol
en el cerebro y tormen-
tos en el corazón — que
recorrió durante cuaren-
ta años todo el teclado
de las pasiones huma-
nas y cuyo pincel gran-
dioso, terrible y suave
pasaba de los santos a
los guerreros, de los guerreros a los santos, de
los santos a los amantes, de los amantes a los
tigres y de los tigres a las flores.»
Si Delacroix, el hombre de exterior frío bajo
aquel pálido manto de hielo, disimulaba el pudor
de su sensibilidad y de su amor ardiente por el
bien y por lo bello, era el artista puro que se ab-
negaba en holocausto de sus afiebradas imagina-
ciones y de aquellos amigos, secretos de su predi-
lección.
Tres obras que llevan las firmas de: Isabey,
Lamí y Decamrs comrletan la figuración de este
período. Las de los dos primeros obedecen cum-
plidamente al concento pictórico, ya muy comen-
tado de estos maestros; la de Decamps es una
se-ia simbólica de dimensiones reducidas. En una
alti-^lanicie caótica, por entre riscos y malezas,
escálase con sigilo un humo misterioso, soporte y
envoltura de una figura emblemática; dos peregri-
nos hincados adquieren contornos piadosos. Vaga
aquí el exotismo de su viaje a Esmirna, sus altas
cualidades de eximio pintor de caballete se afian-
zan con donosura. «Le Remouleur» y la «Sortie de
L'Ecole Ture» no quedan ajenas a esta agua-tinta
que por los blancos de gouache y los retoques de
serbia asume, tanto en el dibujo como en el mode-
lado, la firmeza de un óleo.
Pero si bien la pintura de género de los prime-
ros innovadores se halla tan fielmente represen-
tada, aún lo está en creces en lo que se refiere a
los paisajistas de 1830.
«Le Moulin», de Jules Dupré. nos inicia en la
escuela. Un viejo molino bate el cielo anubascado
con sus negras alas; rior la carretera ancha y par-
da va la ma''aia blanca siguiendo el azarbe por
donde corren las aguas de la lluvia reciente. Nada
más sencillo ni nada más armonioso. Todo se en-
tiende en una suave sucesión de tonos cobrizos.
Del procedimiento robusto que modela la tierra
y de la distribución de la luz nace la unidad me-
lódica que la exalta. Bien atestigua el melancólico
molino de Duí^rés la alianza que él hiciera entre
el legado de Paul Huet y la escuela inglesa.
El romántico de los románticos; Narcisse Ulisse
Díaz lo hallamos patentizado en una escena trá-
gica de color. Un cazador y su perro cruzan raudos
una rradera entoldada por fieros nubarrones, los
árboles v el cielo parecen gemir bajo la presión
recia del huracán; todas son notas obscuras que
conspiran en un drama atmosférico. Está ejecu-
tado de cerca, los verdes riquísimos se hallan ob-
tenidos un? s veces por hábiles empastes y otras
veces ror raspajes oportunos. Se denuncia con
brío el lirismo de Díaz, las indicaciones violentas
ponen muv de relieve su amor exaltado y poético
por la naturaleza.
Del exquisito Corot admiramos un paisaje sen-
cillo. No pasean en él ni las ninfas, ni las dríadas,
ni las hamadriadas surgidas de los estanques o de
embalsamadas forestas; esta vez han dejado libre
el campo a una zagala diminuta indicada breve-
mente junto a una vaca apacible. Se encuentran
en el terminar de un bosque, los últimos liños de
copiosa fronda recortan el cielo; más atrás se
ISSE DÍAZ
LA TORMENTA
— 1=>LJK''^S X^'
COROT. — PAISAJE
asoman escalonadas casucas que sirven de basa-
mento a un litúrgico campanario. La capa ex-
tensa de verde, que cubre las tres terceras partes
del lienzo, resumen sintéticamente la práctica del
paisajista. Sobre fondos cepillados llanamente re-
salta el follaje expresado con notas luminosas.
Por lo sosegado de su espíritu y por su factura
simplista, esta página pictural parece explicarnos
ya el porqué de la tendencia naturalista.
Calmado el entusiasmo de los primeros líricos
del romantismo ante las frecuentes observaciones
de la naturaleza, fuese formando la legión de los
nuevos reaccionarios, por el mismo rabero unos
y otros abocaron a realizaciones hermanas. Y aquí
nos sale al paso Daubingy hablándonos clara-
mente de tales aseveraciones con la anotación sin-
cera de un brazo de rio que suponemos el Sena.
Susurra casi el impresionismo amamantado por el
despertar de un realismo sentimental en el que se
filtran ansias de atmósfera y de luz verdad.
¡Cuánta elocuencia en estas aguas mansas que co-
rren en medio del silencio y de los profundos aro-
mas primaverales!
Constant Troyen, el intérprete de los rumean-
tes filósofos, nos procura con un asunto de deli-
cioso verismo mayores luces sobre el ideal natura-
lista. Son dos vacas, la una negra y la otra blanca,
tras de ellas en la lejanía discurren, en la adunada
campiña, dos cabritas y el cabrero; el despertar
robusto de la tierra solemniza la belleza rural,
fresca y verde, de la crasa Normandía. La vaca
negra amanece triste, en cambio los pastos húme-
dos y lozanos rutilan bajo la claror del dia. El sue-
lo y el herbaje se hallan expresados por pincela-
das cortas (correos tímidos del divisionismo), las
nubes, por el contrario, barridas por grandes ras-
gos, semejan adquirir la forma del viento.
Charles Jacque, precursor de Millet; Octave
Tassaert, el traductor sincero de las lucubraciones
seráficas literariamente ligado por Lamartine y
Alfred de Vigny a los místicos Lyoneses y Adol-
phe Cals que halló en las escenas humildes del
pueblo obrero los primeros temas del realismo,
FROMENTIN. — paisa;
completan aquí el ciclo
y llenan el paréntesis
que vincula a la escuela
de Robinson con los te-
soneros que de 1848 a
1870renovaron incesan-
temente los modismos
pictóricos. Llegamos a
las grandes franquezas,
el goticismo apura sus
últimos días de vida y
el hosco Courbet, vapu-
leando nuevas y vicio-
sas añoranzas formulis-
tas, cimenta el realis-
mo en una lección sana
y brutal que llevó el ti-
tulo de «L'Enterrement
d'Oraans».
Su émulo modesto e
irónico. Honoré Dau-
mier, nos sugiere la his-
tórica remembranza con
una agua tinta carica-
turesca: El juez senten-
cioso parece amonestar
a un procesado; atrás,
sentados en sus pupi-
tres, comentan el hecho
los doctos colegas. Apar-
te de sus altas cualida-
des humorísticas, por las que merece ser muy esp_e-
cialmente admirado, demuestra un vigor extraño
y profundo en la caracterización de los persona-
jes, pudiéndose establecer un paralelo entre lo que
él realizaba tomando por modelos a las gen-
tes de París y los rústicos paisanos, de los
feraces labrantíos, que por artes de Millet
comulgaban en horas de recato con la madre
naturaleza. «El gran niño distraído y bonda-
doso» representaba en aquellas sátiras a los
tipos populares aguzados por toda la feroci-
dad de su propia sencillez y de sus impre-
siones mordaces.
De Ziem y Harpignies, coetáneos del hu-
morista, artistas que figuraron en las filas de
los poetas realistas y cuyas vidas y obras
prolongáronse casi hasta nuestros días, ad-
miramos: de aquél, dos Venecias engalana-
das por el esnejismo de una policromía asom-
brosa, y de éste, un paisaje decorativo tratado
con distinción y destreza.
J. L. E. Meissonier figura con una tela pe-
queña bien equilibrada y ejecutada con
primor y minucia. Un paisaje de Eugéne
Fromentin merece muy especial estudio: bajo
un cielo gris se agrupan, próximos a una
carpa y a un árbol añejo, numerosos caba-
llos cuyas crines retozan al soplar de una
brisa suave; uno relincha, otro pace y los
más contemplan la pradera hermana. Por
el sendero marcha el hato de minúsculas
ovejas. Las tierras verdes, ayudadas por los
tonos neutros, se diluyen en el horizonte en
una sabia relación de valores. Hay en los
caballos rasgos curiosos, diríase que sus be-
llezas corpóreas exaltadas por un no sé qué
desconocido les hiciera aspirar a algo más,
nos saben mucho a centauros. La gran cul-
tura cláisica del autor de «Les Maitres D'Autre-
fois» y los comentarios de su viaje Biskra, nos dan
buena cuenta de este sentir semi-clásico, semi-
exótico; |qué lástima que el pintor literato, esclavo
en demasía de tecnicismos pretéritos, no haya con-
sumado su obra con una
manera más libre y más
suya!
Ahora estamos frente
a una figura pálida de
un livor voluptuoso: se
trata de un estudio muy
terminado de Jean Jac-
ques Henner. Es el
triunfo emotivo de la
belleza plástica a la que
se asocia, por la fina
personalidad del pintor
alsaciano, el ponderado
realismo de Courbet a
la tradición Holbeniana.
«La Danse», de Fan-
tin Latour, pertenece a
su última época; es la
hermana menor de
aquella sinfonía pictó-
rica titulada «Les Dan-
ses», del museo de Pau,
que figuró en el salón
de 1891. Por la influen-
cia musical de Wagner,
de Berlioz y de Brahms, llegó Fantin a imaginar
estas composiciones en que la melodía del color
juega amorosamente con la cadencia de las líneas.
Una danzante envueKa en gasas blancas, un pe-
ristilo gris, un fondo de jardín. Varias mujeres
hermosas la rodean embeleñadas por un ritmo pa-
radisíaco. Los trajes, las carnes, las plantas, los
vestidos se hallan acariciados por un pincel sutil,
devoto de la diosa armonía.
Citaremos a Theódule Ribot, Neuville, Chaplin,
Boudin, León Lhermitte, Lepin, Boitet, Bail, Bou-
guereau, Veyrassart, Charles Cottet, Rene Me-
nard, Luoien Simón, Caro Delvaille, Le Sidaner,
y Forain, sus nombres bastan, ya que no habla-
mos de sus obras, para demostrar que la última
etapa evolutiva se halla en la colección muy dig-
namente representada.
Hemos dejado de citar intencionalmente el nom-
bre de Eugéne Carriere. Dos telas muy importan-
tes procuran la lección del maestro moderno del
claro-obscuro y hacen que su talento generoso sea
por nosotros recordado con marcada predilección:
En la penumbra vaporosa las medias tintas aho-
gadas en la sombra dejan traslucir la faz dolorida
de una mujer y la cabeza de un hombre de cabe-
llera ocre, en cuyo semblante se asoma la dulzura
del no existir. La austeridad ideal del concepto,
moral y filosófico, que practicó el artista en sus
últimos años de vida, se halla cristalizado allende
las formas, que para mayor abstractismo se des-
atan de las líieas y se funden en un caos indefi-
nible y vibrante.
Por muy satisfechos nos daríamos si estos des-
hilachados comentarios fueran capaces de comu-
DELACROIX. — LA MISE au tombeau
nicar a quien los lee el respeto que nosotros pro-
fesamos por los maestros que del año de 1801
hasta el de 1906 cumplieron con la alta misión de
renovar, a la par que evolucionaba el espíritu,
las artes de pintar. Huelga casi el agregar que la
pinacoteca, objeto de la presente publicación, es
lugar seguro de meditación y consejo que por co-
nocimiento y juicio peritísimo de quien la formara
es hoy tesoro artístico argentino. El altruismo del
señor Santamarina lo convierte en bien nacional;
no se trata del hermético joyel cerrado a las mira-
das investigadoras y curiosas, sino que, por el
contrario, ofrece sus luces y riquezas a todos cuan-
tos busquen en él la herencia de los eruditos de
antaño y de hogaño. ^^^^.^ g. Noel.
Merced a la hidalga galantería del señor Santamarina,
pueden los lectores admirar el notable óleo de Zuloaga que
ilustra una de nuestras páginas. De ese modo podemos ates-
tiguar que es justa la frase final del brillante artículo del
señor Noel. No se trata, efectivamente, de un tesoro artísti-
co guardado por el egoísmo de un coleccionista, egoísmo
muy justificable, pero que redundaría en perjuicio de la cul-
tura nacional, porque la pinacoteca del señor Santamarina es
un verdadero te;oro de arte pictórico. A más de los cuadros
de que nos habla el señor Noei, hay allí numerosas obras
pertenecientes a otras escuelas. Por la holandesa está Van
Dyck. La hispana se encuentra representada por telas de
Zurbarán, el Divino Morales, Ribera el Españólelo, el Greco
y Murillo. Luego, el genial y anárquico Goya, y tras él, las
mejores firmas de la pintura española moderna: Sorolla,
Zuloaga, Domingo, Madrazo, Benedito, Lucas, Barbudo, etc.
También hay cuadros de Laurens, Mancini y otros, para
completar el valor de este museo.
1 k¿^^-
CARMEN CARBAlLIDO GUERRICO
LOLA GUIRALDES GONl
MERCEDüj MASCH/^ITZ
SUSANA HOLMBERO
He querido elegir
para estas páginas,
en las que irradia el
espíritu femenino en
todas sus manifes-
taciones, la nota más
interesante de las
fiestas realizadas pa-
ra honrar nuestro
grande aniversario...
Un nuevo y presti-
gioso grupo de jo-
vencitas acab a de
incorporarse a la vi-
da social porteña,
conquistando desde
su primer baile los
más entusiastas ho-
menajes de admira-
ción y simoatía. Ra-
diantes de luminosa
juventud, serenas en
su triunfo, luciendo una elegan-
cia tan armoniosa como discre-
ta, han embellecido con el don
de su gracia señoril, las suntuo-
sas fiestas elegidas para su pre-
sentación, ¡acontecimiento que
todas esperáb amos y recordamos
como una de las emociones más
intensas de nuestra vidal
Las excepcionales circunstan-
cias, han consagrado este acon-
tecimiento social, con un sello
de solemnidad sin preceientes,
puesto que al encantador grupo
que engalana hoy esta página
femenina, le ha sido concedido
el conquistar la soberanía mun-
dana, en los momentos en que
se celebraban con intenso fervor
patriótico, las glorias del pasa-
do, y que reinaban en nuestro
espíritu y en nuestros labios los
nombres de los fundadores de
los mismos hogares que han flo-
recido hoy en medio de las brumas y el cierzo del invierno,
con una prodigiosa primavera de gracia y juventud. . .
Acatando fiel y sinceramente el inapelable juicio del tri-
bunal mundano, debo mencionar en primer término, a las
que fueron las triunfadoras en el baile ofrecido por doña
Teodelina Alvear de Lezica: Carmen Carballido Guerrico,
Mercedes Masohwitz y Ana Rosa Schlieper, se vieron rodea-
das por una legión de admiradores, y nunca fuera un éxito
mejor justificado. . . La exquisita belleza de Mercedes Mas-
ohwitz, realzada aun más, por la gracia de su sonrisa, que
revela todo el ingenio de que ha sido pródiga la familia de
La Barra: el encanto que irradía la interesantísima figura de
ANA ROSA SCHLIEPER
Carmen Carballido Guerrico, de la
que podríamos decir que « no tiene
historia por ser demasiado modesta»,
a pesar de las excepcionales dotes de
su inteligencia, y aquella seducción
proverbial en las representantes de
su familia materna... Ana Rosa
Schlieper, a la que no le ha bastado
ser todo lo bonita que es, y ha me-
recido que alguna hada protectora
quisiera que nadie como ella pudiese
hacer vibrar las cuerdas de la tra-
dicional guitarra, evocando al cantar toda la ingenua poe-
sía de nuestra tierra, y que tuviera al bailar la maravillosa
gracia de los elfos. . .
Lola Güiraldes Goñi, cuyos aterciopelados ojos negros ilu-
minan una tez de marfil y que con la gracia de su sonrisa,
acepta serenamente todos los homenajes; inteligente y muy
instruida, espiritual y sumamente culta, añade a estas cua-
lidades una modestia y recato que hacen su principal en-
canto... Me recuerda vagamente a su abuela paterna
que fué una de las mujeres más distinguidas de su ge-
neración.
Blanca y sonrosada, de cabellera y ojos negros, grácil si-
lueta, Josefina Can-
tilo Achával posee
el don de atraer con
su ingenio tan vivaz
como oportuno: tam-
bién la inteligencia
le viene de abolen-
go,. . María Teresa
Bosch Alvear, here-
da la belleza, inteli-
gencia y cultura tra-
dicionales en su ho-
gar: en su perfil de
clásicas líneas, hallo
el reflejo de la belle-
za y el elevado es-
píritu de la más be-
lla de las porteñas
de su generación,
doña Elisa Alvear
de Bosch. Susana
Holmberg, que man-
tiene también muy alta la tra-
dición de hermosura de las
mujeres de su apellido; María
Elena Villegas Hamilton, edu-
cada tan lejos de su país, pero
que vuelve a ocupar el sitio que
le corresponde en nuestra socie-
dad, con todos los atractivos de
un espíritu culto y refinado; des-
arrollada su natural inteligencia
en la sana amplitud del ambien-
te sajón, será digna represen-
tante de la mujer argentina,
siguiendo la tradición diplomá-
tica de su familia.
Josefina Güiraldes Madero,
Clara y María Teresa Estrada,
Augusta y Elisa Pico Estrada,
completan con todos los atracti-
vos de su juvenil distinción, la
encantadora falange de jóvenes
porteñas que son la alegría del
presente y que encarnan tan her-
mosas promesas para el futu-
ro... A ellas, que encierran en sus delicadas manecitas, todas
las virtudes y todas las ventajas de la belleza, del rango, y
de la fortuna: a ellas, que han sabido conservar como
sagrado talismán el recato y la modestia de sus nobles an-
tepasados, a ellas pues, les corresponde mantener con se-
renidad y firmeza las hermosas tradiciones del hogar
argentino, las costumbres sencillas en medio de la sun-
tuosidad porteña, tos principios que no deben ser reem-
plazados por las extravagantes modalidades que amenazan
arraigarse en nuestra sociabilidad...
La Dama Duende.
JOSEFINA CANTILO ACHAVAL
T -"I \
\ 1 -rtpyx-
SKA. MABEL A. STIH*
SOM, CSrOSA DEL
I. HIHtSTIK)
DS LOS B. U.
ENCUESTA
DIPLOMÁTICA
.^*ttinta. — D*
ias mu)ores que os-
Md ha tratado en
sus varias residen-
cias diplomiiticas,
¿■!-jáí 1? ha p*j?tad':<
diplomática es Bue-
nos Aires y sus
mujeres me han
pistado tanto, que
no creo que otras
pudieran superar la
{^ratísima impre-
sión que ellas me
han prod'jcido.
P. — ¿IMnde ha
encoalrado usted nús unión entre el hom-
bn y la mujer?
/?. — Considero muy unidos los matrimo-
nios arge' *•« tenido el placer ("e
tratar aa "iro que la educacJói
de la mujer en cr^ic país la pone en condi-
t de ler una ericaz colaboradora de su
P. — ¿Cuiles son los rasgos característi-
cos de la mujer norteamerícana?
K. — Me parece poco diplomático hacer
aqui d elogio de mis compatriotas.
P. — ¿Qué vir!-jd femenina admira usted
mis en sus ct-
R. — Todas S3n admirables.
P. — ¿Qté mujeres han honrado y honran
hoy la cuhura de su pais?
/?. — Ha habido y hay en mi pais muchas
mujeres de gran cultura intelectual: nom-
brar a todas seria imposible; nombrar sóio
altanas, seria injusto.
P. — ¿Si no fuera usted norteamericana.
dónde quisiera haber nacido?
K. — No hay patriotismo sin exclusi-
vtsroo.
Mabel A. Stikson
Opimonts dt la distinguida conffrencista
Miss Peck, sotre ¡a encuesta:
iQué mujer de la antigüedad hubiera
querido ser usted? — me preguntó una dis-
tinguida señora argentina, mientras hojeá-
bamcs juntas la hermosa revista Plvs
Vltka. Esta pregunta, hecha asi a quema-
rropa,ala que tantas distinguidas damas del
gran mundo han contestado con notible
conocimiento de les méritos y virtuaes de
las mujeres de la historia, me dejj un mo-
mento perpleja: pero reponiéndome luege,
contesté a mi amable interlocutora: «No hu-
biera querido ser ninguna de las admirables
mujeres del pasadc; nuestra época es tan
interesante que no quiero pensar que podría
no haberla silcanzado. Quisiera ser una mu-
jer del futuro, pues son ellas quienes más
harán para elevar a las de su sexo, inspi-
rindcles la necesidad de perfeccionar cada
vei más su educación, de formarse el más
amplio ocncepto de la vida femenina, de-
mostrando la igualdad intelectual de la mu-
jer con el hombre, ganando terreno en su
respeto y en su alecto y ejerciendo sobre él
una más poderosa influencia para bien de la
raza humana. t
Y mi amiga argentina, anadió: — Sí: el
ideal de la mujer del préseme debe ser
preparar mujeres fuertes, sanas de espí-
ritu, altruistas y sinceras, para formar la
raza del porvenir, raza de mujeres iguales
al hcmbre en el hogar, en la sociedad y en
el saber. Compañeras abnegadas, amigas úti-
les, consejeras seguras y leales. La igualdad
ideal que fundirá en ui o estos dos seres que
hasta ahora, y a pesar ael ¿- '. s po-
deres antagónicos s;empre '
El cía que la mu,er hay^ - ..,..^ ,do la
igualdad, reinará la paz en el mundo, por-
que reinará en él el único verdadero amor,
el amor basado en la mutua estimación.
Annie S. Peck.
ENCUESTA
DIPLOMÁTICA
Pregunta. — ¿Qué
fué lo que más le
impresionó a su
llegada a Buenos
Aires?
Respuesta. — La
regularidad de sus
calles y su excelen-
te pavimentación;
la magnifica sala
del teatro CoI5n y
el Hipódromo, que
considero uno délos
mejores.
ASÍ ES LA VIDA
Lo vi una vez y su recuerdo no se borrará
jamás de mi memoria: era joven, elegante,
simpático: tal vez buen mozo: no lo sé.
Llevaba la cabeza inclinada; las manos
cruzadas a la espalda sostenían el bastón.
Pasi entre mi amiga y yo y al pasar hizo un
leve saludo, tocándose el ala del sombrero.
Subió la escalinata del jardín (en aquel ins-
tante yo me despedía a la puerta del hote-
lito de mi amiga), subió la escalinata y se
i¡ alejó entre los rosales florecidos, con los bra-
zos nuevamente cruzados a la espalda y la
cabeza inclinada sobre el pecho.
— ¿Quién es? — pregunté, extrañada de
la actitud indiferente y al mismo tiempo fa-
miliar de aquel desconocido.
— Es nuestro huésped desde hace varios
años: no lo has visto nunca porque jamás
se deja ver de nadie: mi marido fué uno de
sus pocos amigos a su llegada a Buenos Ai-
res, y después de su desgracia el único que
se ocupó de él. . . Una nube obscureció los
dulces claros ojos de mi amiga y continuó:
— Es una triste historia que tiene toda la
punzante angustia del misterio: Roger es
loco. . .
— - ¡Loco!
— Sí, loco de una locura mansa y taci-
turna que mueve a profunda compasiin: No
te vayas todavía: te contaré lo que sé de este
dolor.
Roger llegó a Buenos Aires, dicen que tras
una mujer: borrascosa aventura de amor que
su familia en Europa había condenado con
gran indignación.
Hijo de un personaje, dueño de gran for-
tuna, abandonj todo por aquella mujer y
ella murij aquí, según parece en circuns-
tancias trágicas: el dolor lo enloqueob: tuvo
un ataque de locura furiosa y fué internado
por la policía en el Hospicio de las Merce-
des. Nadie lo conocía, él había olvidado su
nombre, y durante mucho tiempo permane-
ció en el Hospicio, pasada ya la crisis aguda,
sin que se supiera quien era aquel extran-
jero, distinguido sin duda, a juzgar por sas
modales, pero completamente ignorante de
su nombre y calidades,
Cartas de Europa obligaron al cónsul de
su pais a indagar el paradero de Roger, y
no sé cómo, averiguó que se hallaba en el
manicomio. — Está bien, le dijeron allí: todo
peligro de ataques violentos ha desapareci-
do; tiene la locura tranquila, puede volver
a la vida normal en su hogar, sin que haya
nada más que hacer aquí por él.
Transmitida esta noticia a la familia, aque-
lla decidió que se le buscara un sitio hono-
rable donde vivir y que se le pasaría una
pensión para su sostenimiento en Buenos
Aires.
Mi marido que lo supo, y que, como te
dije antes, fué uno de les pocos amigos que
tuvo Roger a su llegada, escribió a la fami-
lia anunciando que había traído a casa al
enfermo y que a nuestro lado estaría hasta
que se le llevara a su patria. La respuesta
de la familia fué que, puesto que él no se
acordaba de nada no había objeto de vol-
verlo al hogar. Que estaba bien con nosotros
y que le enviarían lo necesario para vivir y
no sernos gravoso. . . y ahí lo has visto: de
esto hace ya varios años. Allí, sirve tal vez
la fortuna de Roger para aumentar el brillo
del blas jn. para casar mejor a las hermanas...
;Qué sé yol Aqui, él juega con los patos y los
cisnes del lago: cuida los rosales, apalea a
veces las gallinas porque dice que se ríen
de él. . . Para mí es un hijo más. . . Pero se
me oprime el corazón cuando lo veo dirigir-
se al piano. Toca con insuperable maestría,
con un sentimiento extraordinario. Desde
que está aquí, no ha estudiado nada nuevo:
recuerda lo que antes aprendió: es lo único
que recuerda al parecer. Se sienta al piano
y toca, toca sin descanso horas enteras: no
tratamos de distraerlo porque no oye ni ve
nada cuando lo absorbe la armonía de la
música, de esa música que él toca, patética,
desgarradora, que conmueve como una im-
precación o como un lamento. La crisis so
aproxima: Roger llora, llora con sollozos
hondos, profundos, con sillozos en los que
pasa toda la horrible tragedia de su juventud
perdida.
¡Y tal vez, entretanto, su madre está go-
zando en el teatro oyendo La Muerte de
Isolda!
¡Así es la vidal
Pulí NA DE Tal.
SRA. DAISY a. DE SO-
LER , ESPOSA DEL
EXCMO. SR. MINISTRO
DE ESPAÑA.
P. - ¿Qué cua-
lidad o qué virtud
le parece a usted
que caracteriza a
la mujer argentina?
/?. — La mujer argentina reúne, a mi jui-
cio, todas las cualidades y virtudes: pero se
distingue sobre todo por su patriotismo, ab-
negación, amor a su hogar y por su exqui-
sito trato social.
P. - — ¿A qué mujer, de las que usted co-
noce, se asemeja más el tipo de la mujer
argentina?
R. — Por su elegancia y silueta, se ase-
meja mucho a la parisiense; y en cuanto a
belleza, constituye un tipo especial, en el que
se encuentran unidos todos los encantos de
la mujer del norte a la gracia y expresión
de las meridionales.
P. — ¿En qué rama de la actividad le
parece a usted que la mujer argentina coo-
pera con más eficacia al progreso de la
Nación?
R. — En la cultura general, en la enseñan-
za y en la beneficencia, como lo prueban las
múltiples instituciones sostenidas por damas
argentinas y en particular la «Sociedad Na-
cional de Beneficencia's que es un modelo
acabado y perfecto de las de su clase.
Daisy G. de Soler.
¿QUIERE USTED SABERLO?
Indiscreta. — Cumpliendo lo prometido,
ahí va la más amplia explicación que he con-
seguido en respuesta a la pregunta que me
hiciste en el número anterior: Efchtiv - La-
dostur.
Marianela. — Conozco el caso: no es una
fábula, es una realidad; pero seria una im-
perdonable ligereza de mi parte, darle a
usted el nombre de ella y de él. Quizás es
cierto que él le debe a ella su carrera, y, por
consiguiente, su porvenir; en cambio ella,
por elevarlo, perdió lo que creía su felicidad.
Ella quería con el corazón, y éste no sabe
cansarse de querer: él amaba con los ojos
y entonces los cariños no tienen profundi-
dad... Germinan en la superficie... Esta
es la única razón de lo sucedido.
Je sais tout. — A pesar del nombre que
has adoptado, sufres esta vez una lamenta-
ble equivocacijn: sé de buena fuente lo que
pasi), y si las consecuencias tomaron gran-
des proporciones, el motivo fué insignifican-
te. En uno de los grandes bailes celebrados
últimamente, sucedió que yendo una joven
y elegante dama del brazo de un caballero
cuyo breve apellido suena como un campa-
nillazo, se le aproximó otro caballero, y des-
pués de hablarla al oído, ella soltó el brazo
de su pareja, y se alej j precipitadamente de
su lado, sin dar razón alguna a su perplejo
compañero. Ellos se miraron a la cara. . . y
se injuriaron de palabra y de hecho. Las
palabras dichas al oído de la interesante
dama, se referían únicamente a un desper-
fecto de su toilette.
Gacela. — Desconfia del amor alegre.
Las almas enamoradas son melancólicas, en-
fermas de hermoso padecer.
Aristocrática. — Si: indudablemente la
presidencia futura será democrática en ex-
tremo. Siempre han de lamentar los circuios
distinguidos, que la iniciada por el doctor
Quintana fuera por desdicha tan breve: las
delegaciones extranjeras que concurrieron
a la scbmnidad del año 1910, habrían en-
contrado que el mundo oficial porteño, po-
día rivalizar honrosamente con el fausto y
elegancia de las cortes europeas.
María Lebém.
EiELLBZAii
ARGENTINAl/i
Cl^é.
a
mien^-
;ix>
OTOGRAFIA DS WITCOMB
-P>L-
\ l^T"Cí>V—
üQlIUd
ÍÍi...:.^?.
EL INVENTARIO
No pasaría, seguro, de una blanca cuartilla
La nómina completa de nuestro mobiliario:
Ties catres, una mesa, dos bancos de esterilla.
Los cajones, el prímus. . . se acabó el inventario
Un don Quijote de Doré, caballero...
Pérez Barradas firma unas caricaturas...
(Esto va como anexo). El clavo del sombrero
Y una vela que hace las sombras claroscuras.
Sobre la anciana mesa ser biblioteca intenta
Una caja en que lucen libros de compra venta.
Lo que si que selectos, de preciados autores.
Que sabiendo su alta y sesuda importancia.
Presiden las veladas, en que. con arrogancia
Magistral, repartimos más mandobles que flores
SOLO
Estoy tomando mate: entre dientes me digo
Cuatro cosas vulgares: Precisamente, hay días
En que uno pagaría por tener un amigo
Que paciente escuchara nuestras filosofías.
Cansado de leer a meditar me obligo:
;E1 amor, las mujeres, los versos!... Tonterías.
¡Pero qué deliciosas horas traen consigo!
¡Cerno llenan de vida tantas vidas vacías!
Obscurece. La sombra por la puerta se cuela:
Recurro a la eficacia del cabito de vela.
Afuera la ciudad se lamenta. . . Prosigo. . .
Borroneo papeles: así el tiempo transcurre.
¡Cuánta trivialidad a un hombre se le ocurre!
un amigo.
N^'L-TlUvíX—
P T \\N>:,
EL NUEVO ENVASE PORRÓN
PARA ACEITE DE OLIVA
(patente exclusiva de la casa JOSÉ BAU)
EL ACEITE ESTÁ ENCERRADO EXENTO
DE AIRE -CADA PORRÓN ESTÁ LLENO
POR COMPLETO DE ACEITE.
HIGIENE Y ECONOMÍA
RefineriadeAceites
DE OLIVA
Importadores Exclusivos
PARA LA República ARGEhTiNA/
IffiíMMOiJOYC^BüenoiA
tó\
i
^
Significa una evolución importantísima en beneficio de los con-
sumidores de aceite fino de oliva, la creación de este nuevo envase
(Porrón) que resuelve de golpe las dificultades y deficiencias que
todos encuentran en los envases más o menos cuadrados.
LA ECONOMÍA E HIGIENE DEL ACEITE ENVA-
SADO EN PORRONES, en vez de en latas comunes, fácilmente
se demuestra:
Las latas comunes, por el hecho de no terminar en cúspide, no
pueden ser llenadas, haciendo el vacío de aire; contienen, por lo tanto,
aceite en contacto con aire encerrado.
Las latas com-anes, por el hecho de no tener cúspide, no pueden
vaciarse completamente, siempre queda un gran desperdicio de aceite
en el ángulo correspondiente al orificio practicado para abrir la lata.
Las latas comunes, por el hecho de no tener cúspide, contaminan
el aceite así que se abren, porque la superficie es plana y caen sobre
ella materias extrañas (en la cocina o en la despensa) , y cuando se
sirve el aceite, se contamina más o menos con dichas impurezas.
Hasta el aceite de botellas ofrece la desventaja de que la per-
sona que toca el tapón con las manos o que lo deja impropiamente en
cualquier parte, al meterlo para tapar la botella, contamina la parte
interior por donde tiene que pasar después el líquido.
CON EL TAPÓN PATENTADO DEL PORRÓN
BAU, se garantiza la pureza del aceite hasta la última gota de su
contenido, por cuanto no se puede meter la tapa dentro del gollete:
lo cubre externamente (tapa por afuera).
NO SE ENCIERRA AIRE Y ACEITE DENTRO de los
porrones, porque cada envase se llena íntegramente y se cierra después
de practicado el vacío. La enorme ventaja de aislar el aceite del aire,
es el fundamento más esencial de este invento de la casa Bau.
NO QUEDA UNA SOLA GOTA DE ACEITE EN LOS
PORRONES vacíos, porque, rematando en cúpula cada envase,
se desliza hacia ella hasta la última gota de aceite.
NI EL hollín, ni EL POLVO, ningún cuerpo extraño,
ninguna impureza puede entrar en los porrones de aceite Bau, porque
resbalarían por la cúspide y por la parte de afuera de la tapa.
NO SE CHORREA ACEITE, no se pierde aceite como en
las latas comunes, porque, gracias a la disposición de la cúspide del
porrón y de .su boca, el aceite sale sin correrse y sin derramar.
PÍDANSE PROSPECTOS EXPLICATIVOS.
NO SE HA AUMENTADO EL PRECIO.
El costo de cada porrón vacío, es igual al costo de la lata común
y, por lo tanto, la casa José Bau entrega el aceite en porrones a exclu-
sivo beneficio de los señores consumidores, sin el menor aumento de
precio.
DE VENTA EN TODA LA REPÚBLICA. PÍDASE
POR SU NOMBRE: "PORRÓN BAU".
Agencia del aceite "Bau", en Buenos Aires
Freixas, Urquijo y Cía. - B. Mitre, 1411
— i3>Ljv^'í3 >v^ijT^ra--x—
iiiiiia
I La hora en
I las principales
I capitales
I del mundo.
Cuando es mediodía
en Buenos Aires.
Los cuadrantes pun-
teados indican horas
pomeridianas.
AMERICA
W.\SHINaTON
(EE. UU. N. A.)
RIO JANEIRO
(Brasil)
MONTEVIDEO
(Uruguay)
EUROPA
PARÍS
(Francia)
MADRID
(España)
CONSTANTINOPLA
(Turquía Europea)
ASIA
ÁFRICA
biiiiiBiiiiiaiiiiiBiiiii
MEI.BOURNE
(Australia)
IIIIIBIIIIHIIIIIBIIIIIBIIIIIHUIIHIIIIDIIIIIIIII
WELLIN^-iTCN
(Nueva Zelandia)
iiiHiiiiiHiiiHiiiiiBiiiiaiiiiniiiiniiiii
iiiiiiaii
— V^l
ri r^>^—
CURIOSEANDO
^}ipw^j'£^!Sg'(fmsi:£&i^is&^Símaié?^immí:&immsmsíBxwmmi
PLVS VLTRA
PUBLICACIÓN MENSUAL ILUSTRADA
SUPLEMENTO DE «CARAS Y CARETAS»
Dirección y Administración: Chacabuco, 151/155 - Bs. Aires
PRECIOS DE SUBSCRIPCIÓN
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^fassj
EN TODA LA REPÚBLICA
Trimestre ( 3 ejemplares) $ 3.-
Semestre (6 » ) » 6.-
Año (12 , ) , 11.— „
Número suelto » 1 , — s
EXTERIOR
Año $ oro 5. —
Número suelto » a 0.50
Pueden solicitarse subscripciones o ejemplares sueltos a to-
dos los agentes de Caras y Caretas, o directamente a la
administración, calle Chacabuco, 151/155, Buenos Aires.
UN PUENTE COLGANTE HECHO DE RAMAS
El hombre civilizado que visita las tierras africanas se maravilla,
apesar de su orgullo y su sabiduría. Allí no hay fundiciones de hierro
y acero, ni se conoce la industria de la piedra tallada. Sin embargo,
los indígenas saben tender puentes sobre los rápidos y peligrosos
ríos de aquella región.
Verdadero prodigio del ingenio humano es el puente colgante que
reproduce nuestro grabado. Fué construido por las tribus salvajes
que habitan las orillas del río Siyom. Los rudos ingenieros han tejido
un gigantesco puente de madera, de 380 pies de longitud, y la obra
resiste años y años, como si estuviera hecha de acero. Y en cuanto
a los gastos de construcción, cabe sostener rotundamente que han sido
más módicos que sus similares de América y Europa.
Una Creación Parisienne Sugestiva
Ha llamado poderosamente la atención y se ha difundido con rapidez asombrosa la moda de los
COLLARES PERFUMADOS <•"= ^-■"''/J»^^ ^r'^püÍÍ 'a!" "'""'
4
Estos collares están ^^ ~^A!
formados con Perlitas de París, alternadas ^^v_
ccn diminut.-.s rositas de flores prensadas, que exhalan fl^
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Rojo, Violeta, Amarillo y Verde. Precios de propiginda: J^
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THE DIAMOND HOUSE - Tacuarí, 678 - Bs. Aires
Jabór^
ié
Tifíi^U'
efe j^dnxo — •
— universal
Embellece
y perfuma
el cutis.
¿Por qué no lo prueba Vd.?
PASTA DIUrriPHICA
— P^LJS^':©
CÓMO EL AGUA MODELA LOS PECES
H. HOUSSAY, EN £U LABORATORIO
Vieja es ya la doctrina científica que sostiene
que la infinita variedad de formas animales es el
resultado de incesantes cambios. Esta evolución
se realiza con tanta lentitud y una rareza que no
podemos advertirla durante nuestra corta vida.
Muchos sabios se imaginan que la facultad de
cambiar es una cualidad propia de todo ser vi-
viente, un carácter esencial, y que la evolución
resulta ser el ejercicio de esa facultad, la realiza-
ción de ese poder interno. Otros, no menos sabios,
opinan que los seres vivientes no son capaces de
modificarse si nada cambia en torno. Consideran
los cambios de seres vivientes como la traducción,
la impresión o el reflejo de los cambios producidos
cerca de ellos.
Federico Houssay. eximio profesor de la Sor-
bona, no ha perdido el tiempo en imaginar hipó-
tesis, y sus experimentos acerca de la forma de
los peces, arrojan mucha luz sobre tal problema.
Dice Houssay, al dar cuenta de sus trabajos, que
los submarinos, sumergibles y torpedos pueden
considerarse idénticos a los peces, pues se agitan
en el mismo medio y en condiciones semejantes.
Los globos dirigibles también pueden comparár-
seles, aunque se desplazan en un medio diferente.
Por lo pronto, el aire es 800 veces más ligero que
el agua: mas siendo el globo, en igualdad de vo-
lumen, SCO veces más ligero que un pez, las rela-
ciones continúan las mismas. Por el contrario.
existen grandes diferencias si se admite que el
aire es elástico y el agua no. Pero esta verdad
sólo se aplica a estos dos fluidos cuando se les
considera inmóviles. El agua no se puede compri-
mir ni es elástica cuando está en reposo, mas si
lo es al entrar en movimiento, y aun más en
movimiento de torbellino. Debemos, por lo tanto,
considerarla elástica y vibrante.
Luego comienza a relatar sus experimentos,
ocupándose de los peces que no son ni demasiado
largos ni planos, esto es, de los buenos nadado-
res: tiburones, salmones, sardinas, arenques, etc.,
admitiendo, sin embargo, las carpas y las dora-
das que no están aplastadas en demasía.
Todo ser viviente es plástico; puede sufrir una
deformación parecida a la del barro bajo el im-
pulso de los dedos, más lenta ciertamente, pero
completa si transcurre el tiempo necesario.
Muchos niños llegan
a adquirir una encor-
vadura de la columna
vertebral porque dejan
ejercer la presión de su
peso de una manera asi-
métrica, es decir, car-
gando el cuerpo sobre
un lado. Tal deforma-
ción puede corregirse
mediante el empleo de
un corsé ortopédico. Si
solamente en algunos
años, presiones ligeras
alcanzan a modificar un
i cuerpo, ¿qué no se po-
drá esperar de fuerzas
mucho mayores obran-
do sin descanso durante siglos y
siglos?
Esa fuerza enorme es la resisten-
cia del agua. Ahora bien, para que
trabaje como un verdadero escultor
sobre el pez a modelar, se necesitan
dos condiciones: que tenga éste,
más o menos, la misma densidad del
agua, y un rápido poder de «despla-
zamiento». Estas condiciones supri-
men la acción de toda fuerza verti-
cal hacia la superficie o el fondo.
Los peces deformes, demasiado lar-
gos o demasiado planos, tienen más densidad
que el agua y que los peces bien construidos.
CONSTRUCCIÓN MECÁNICA DE UNA DORADA (PIG. 3)
De aquí que la resistencia del agua modele a
los habitantes del mar en infinitas formas.
Quien desee comprobar los experi-
mentos de Houssay, puede construirse
el siguiente aparato;
« Para obtener un ser, un cuerpo, un I
móvil, un modelo (emplearé todas estas
palabras) que sea plástico, tomo una bol-
sa de caucho ligero (fig. 4), de unos 20
centímetros de largo y 4 de ancho; para
que sea equidensa del agua, la relleno
con una mezcla de aceite, vaselina y \\
cerusa, que pese tanto como el agua
a igualdad de volumen; para que sea
rápido, le pongo un hilo y remolco el
aparato desde un bote, habiendo antes
cerrado la bolsa por medio de dos ce-
rillas bien pegadas •>. Cuando se la re-
molca a pequeñas velocidades, el apa- "'
rato, previamente aplastado, sigue así.
A velocidad suficiente toma la forma I
de la figura 4; la parte delantera pla-
na y horizontal, plana y vertical la otra
TRUCHA Y SU MODELO ARTIFICIAL (riO. 2)1
mitad. Conforme crecen las velocidades adopta
las formas 11 y 111, teniendo la última verda-
dera apariencia de pez.
Es una aplicación del hermoso teorema de lord
Kelvin sobre la transformación vibratoria de un
torbellino en presencia de un obstáculo. Los tor-
bellinos de agua huyen hacia la parte que pode-
mos llamar popa, para dejar sitio al pez artificial
que es el obstáculo. La bolsa, oponiéndose a la
fuga, al escape del torbellino, toma un aspecto
que se repite según cierto ritmo llamado vi-
bración.
Baste con este experimento para dar idea de
los trabajos de Houssay, pues todo el desarrollo
de su teoría no cabe en los estrechos límites de una
nota periodística.
Reproducimos también varios de los
modelos de caucho que el ilustre sabio
construyó para demostrar cómo el agua
modela los peces. Houssay llama «mor-
fología dinámica» al estudio de ese tra-
bajo escultórico.
Houssay, uno de esos talentos pre-
claros, honra de la Escuela Normal fran-
cesa, como Pasteur y otros, ha venido
a producir honda revolución en el mun-
do científico. Sus experimentos, de una
claridad decisiva, abrieron nuevos ho-
rizontes a la biología moderna. Pero, si
en lo que se refiere a las investigaciones
influyó de modo notable, no es menos
importante la influencia que las demos-
traciones del sabio francés habrán de
tener en la industria. Las navegaciones
aérea y submarina podrán aprovechar
las lecciones que estos trabajos propor-
cionan, construyendo naves y aviones
modelados con arreglo a las sabias prácticas
de la Naturaleza.
TRES FASES DEL PEZ ARTIFICIAL (FIG. 4)
'-S N^'j-^a^P2v^v—
CA©A\^CjCAD©
Establecida en el año 1885. - Es la casa más acreditada de la
República, en las operaciones siguientes: Gambio general de
moneda; Compra y venta de Títulos de Renta, nacionales y
extranjeros; Cobranza de cupones; Lotería Nacional y toda
comisión bancaria que se le encargue. Correspondencia a
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no ha lido alterado en lo más mínimo y no debe por
tanto pagarse ni un solo centavo más de lo que siempre se
ha pagado.
>v^^ —
BELLEZAS
de' la
NATURALEZA
Ridicula resulta 1 a
mania de Tartarín y sus
conciudadanos que, se-
gún Alfonso Daudet,
realizaban excursiones
«alpinas» a una monta-
ñita humilde de Taras-
cón. Queriendo huir de
ese ridículo, el propio
Tartarín fué a los ver-
daderos Alpes para ha-
cer reir a los lectores
del gran escritor pro-
venzal.
Pero, en medio de lo
grotescas que son las
excursiones de los taras-
conenses, hay que admi-
rar en ellas un fondo de
justo cariño hacia la
patria chica.
Nos quejamos de no
ser profetas en nuestro
país, sin comprender
que nunca tenemos a
la patria por profetisa.
Todas estas reflexio-
nes acuden a los puntos
de la pluma, en cuanto
se tienen ante los ojos
fotografías como la pre-
sente. Ya lo han dicho
innumerables escrito-
res: no se necesita ir a
buscar los Alpes a Eu-
ropa, teniéndolos en la
casa. El Iguazú, las se-
rranías argentinas, los
paisajes andinos, para
nosotros; el lago Titica-
ca para los peruanos y
bolivianos, etc., debe-
rían constituir los idea-
les turistas del sudame-
ricano. ¡Qué mayores y
sorprendentes bellezas
puede ofrecernos el sue-
lo europeo!
Estos dos mudos tes-
tigos de misteriosas re-
voluciones geológicas y
humanas, estos dos obe-
liscos que la naturaleza
elevó para afirmar un
magnífico poderío, vie-
nen a ser las columnas
EFECTOS
VOLCÁNICOS EN LA
REGIÓN
DE TITICACA
de un Hércules ameri-
cano. El Non Plus Ul-
tra que el desamor a las
cosas de la tierra natal
constituye el lema del
turismo de este medio
continente, debe con-
vertirse en el Plus Ul-
tra, el más allá.
El Titicaca se llama
modestamente lago o
lagos, siendo un ver-
dadero mar de salobres
aguas, un Mediterráneo
de 8.300 kilómetros cua-
drados de superficie,
que por un alarde de
las terribles y fecundas
fuerzas volcánicas está
situado a 3.835 metros
sobre el nivel del mar,
en el sitio donde hubo
una imponente cordi-
llera. Sus costas son
maravillosas, sus islas y
penínsulas prodigios de
paisaje. Allí, donde las
aguas del gran lago
siempre tibias desafían
sin congelarse las más
altas temperaturas, vi-
vió una raza poética y
fuerte que ha dejado
vestigios de una civili-
zación admirable. Rui-
nas de templos, palacios
y fortalezas brindan al
curioso y al sabio oca-
sión para leer la histo-
ria de los hombres que
lucharon por el progre-
so. Un pueblo descono-
cido, pero que, a juzgar
por los vestigios, era
poderoso e ilustrado,
disfrutó y sufrió los en-
cantos de aquella natu-
raleza pródiga. De la
más hermosa de las is-
las, la de Titicaca, se
cree que salieron el cé-
lebre Manco Capao y su
esposa Mamaoclla para
conquistar el Perú don-
de establecieron el po-
deroso imperio inca.
LOS PELIGROS DE LA DESESPERACIÓN
^ jfe
Ningún enfermo del estómago e intestinos, por crónica y rebelde que sea su d'
desesperarse. Muchos han consultado notabilidades médicas sin encontrar alivio, y al tomar
STOMALIX del Dr. Saiz de Carlos, han recobrado la salud. Las fermentaciones anor-
males del estómago producen acedías y vómitos, que se corrigen inmediatamente con este
medicamento. Quita las náuseas, ardores epigástricos, y la digestión se normaliza, el enfermo
come más, digiere mejor y se nutre. Es de resultados positivos en las diarreas y disentería.
Venta en Farmacias y Droguerías. Pidan folleto a Carlos S. Prats, San Martín, 66, Buenos Aires.
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UNA TORTUGA MONSTRUOSA
Oporto DOM LUIZ exterioriza
una modalidad de "savoir faire", de
elegancia y buen tono. Encuadra
dentro del ambiente del suntuoso
hall a la hora del té o del lujoso
comedor al servirse las comidas.
Presentando el Oporto DOiM LUIZ
a sus invitados, usted da completo
realce a sus recepciones.
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LOS MIEMBROS TRANSFORMADOS EM OKGANOS FARA MADAR.
TORTUGA DE LAS LLAMADAS «CORREOSAS», PESCADA EN LOS MARES DE LAS ISLAS SCILLY.
El Museo Británico de Historia Natural se ha enriquecido últimamente con un hermoso
ejemplar: una enorme tortuga de las llamadas <'correosas<' por estar su caparazón asentada en
una especie de cuero muy resistente. Este quelcniano es muy raro, y el ejemplar de que se
trata fué encontrado en una de las grandes redes de acero que la marina británica tiene ten-
didas en los mares de las islas Scilly, para pescar submarinos alemanes.
La familia de las tortu-
gas, — escribe a este res-
pecto el profesor W. P.
Pycraft. — ocupa un pues-
to único entre los verte-
brados, porque se caracte-
rizan por tener el esquele-
to del tronco unido a una
armadura exterior, com-
puesta de placas óseas que
forman una concha: pero
en la tortuga llamada co-
rreosa, el esqueleto es casi
independiente de la con-
cha, y ésta, en vez de es-
tar formada por placas
óseas simétricas de regu-
lar tamaño, está compues-
ta por plaquitas peque-
ñas, que descansan direc-
tamente sobre el cuero, de
donde su nombre de co-
rreosa. Aun los naturalis-
tas no se han puesto de
acuerdo respecto a la na-
turaleza de la concha de
esta tortuga, pues mien-
tras unos creen que es la
concha pFimitiva de los
quelonianos, otros supo-
nen que se trata de una
degeneración.
Los miembros de estos
animales han sufrido tam-
bién una evolución, para-
lela probablemente a la de
la concha. Originalmente
destinados a sostener el cuerpo en la tierra, se han convertidos en órganos para nadar. Esta
evolución se ha producido también en muchos otros vertebrados, y en diferentes períodos de
la historia del mundo. Entre los reptiles, por ejemplo, pueden citarse los casos del cetiosauro
y del plesiosauro, el del pingüino entre las aves, y el de las ballenas entre los mamíferos.
Aunque esta gigantesca tortuga se encuentra en todos los mares tropicales y subtropicales,
es, sin embargo, extrema-
damente rara, y se sabe
muy poco acerca de sus
costumbres y de sus ali-
mentos. Un tiempo se cre-
yó que se alimentaba de
yerbas marinas; pero pa-
rece que es realmente
carnívora. El examen del
ejemplar del Museo Britá-
nico de Historia Natural,
hizo ver que tenía el estó-
mago vacío; pero en la
parte inferior del intestino
había muchos crustáceos
pertenecientes a los cono-
cidos con el nombre de
canfípodos >>, que viven
en la superficie del mar.
El profesor Pycarft, que
practicó el examen, espe-
raba encontrar restos de
jibias; pero no los habia,
de lo cual deduce que ese
crustáceo no constituye el
alimento ordinario de la
tortuga correosa. Este ani-
mal orginario de las An-
tillas Danesas, tiene la
boca y el gaznate guarne-
cidos de grandes espinas,
tan duras como las púa::
del puercoespín. Para tra-
gar, no hay dificultad, y
el alimento pasa fácilmen-
te; pero echarlo fuera es
imposible.
BL PREPARADOR DEL MUSEO, ABRIENDO LA BOCA DE LA TORTUGA
COH UN GARFIO.
— I3LJV^.S
>>^—
Exclusividad de
A LA CIUDAD DE LONDRES
Los corsés de Madame Irene se confeccionan en todos los tamaños y gran número de modelos. Los materiales son de su-
perior calidad, tejidos conforme a instrucciones de Madame Irene, y las ballenas pertenecen a la clase más fina que puede
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senta el distintivo de la moda. Desde $ 25. —
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—T=>LjKy^
11 f '
Mendel y Cía.
Belgrano, 561
En MONTEVIDEO -Macedonio Ferrari,
Juan Carlos Gómez, 15 13
En ASUNCIÓN (Paraguay),
Guillermo Peroni
Ayolas esq. Benjamín Constant
>^'LrT^I3>^—
^^TA •Kdsake Lima.
^Prodigio de gracia en el Nuevo Mundo: rosa
olorosa del rosal dominico^: tal llamaron los poetas
a aquella virgen mística, nacida en la ciudad de
los Reyes para engalanar el Martirologio romano
y perfumar, con su devoción y sus virtudes, la
vida nueva del antiguo imperio de los Incas. . .
Como a Santa Teresa de Avila, parece acompañarla
un nimbo de beatitud desde la cuna hasta el se-
pulcro. Mas alucinada aún por su poderosa fe, las
penitencias impuestas a su cuerpo por el ascetis-
mo transfiguráronla en una santa, en esa edad en
que la primavera de la vida abre sus amapolas
en el corazón de todos los seres.
Ya en el primer peldaño de su existencia llevó
en sus mejillas los albores rosados de una anun-
ciación. Isabel pusiéronla por nombre sus padres.
ante la pila bautismal. Pero había en su rostro co-
lores tan vivos como los de una rosa de Alejandría
que se entreabre a la luz de la mañana. Y su ma-
dre, impresionada por la belleza de su pequeña
niña, la denominó Rosa. Y Rosa la llamó misterio-
samente, al confirmarla más tarde, Santo Toribio
de Mogravejo, arzobispo de Lima, a pesar de
habérsele dicho que su nombre era Isabel.
¡Qué hermoso colorido, cuánta delicadeza, cuán-
ta paz hay en esa ascensión contemplativa de las
vidas iluminadas por la fe y beatificadas por el
desprecio del mundo! ... La Edad Media tiene esa
gloria incomparable, que resplandece en el seno
de sus catedrales majestuosas, cabe las esculturas
de los mártires, plenas de tristeza, de tormento y
de santidad. Los ermitaños y los monjes sangran
su cuerpo para redimir los pecados de la humani-
dad doliente y extraviada. El fin del mundo es
una lámpara que oscila en las conciencias, como
el parpadeo de un ojo sideral que juzga y que
vigila. Y se diría que el cilicio con que flagelan su
carne lo» ascetas, arrojando a las pasiones del
alma, es el látigo con que Jesucristo echó a los
mercaderes del templo.
En el espíritu de Rosa resurge aquel sentimiento
que fingía eclipsarse ante la aurora colosal del
siglo XVI. La humildad, la paciencia y la contri-
ción siguen su paso como tres ángeles que la cus-
todian. La oración brota de sus labios como una
yedra espiritual que se enlaza al madero de la
Santa Cruz. Muy temprano, el renunciamiento del
mundo empezó a gravitar sobre ella. En el huerto
de su casa levantó una especie de ermita, adonde
retirábase a engolfarse en sus éxtasis o a tañer la
citara y la vihuela, entonando canciones de ala-
banza a su reino celeste.
Buscó un modelo en la lista de las mujeres cris-
tianas, y Santa Catalina de Sena se convirtió en
la maestra de sus actos. Ferviente adoradora de
su imagen, quiso que el hábito bicolor de las Ter-
ciarias dominicas envolviese también su forma
humana; y le fué impuesto el día de San Lorenzo
mártir, en 1606, en la capilla del Rosario.
Allí, en la soledad del convento, es donde su
contemplación se corona por un milagro análogo
al de Santa Teresa. Entregada, una tarde, a sus
fervientes rezos ante la imagen de Nuestra Señora,
parecióle notar en los labios de la Virgen una
suave sonrisa de benevolencia y dulzura para ella.
La Reina del cielo volvíase a su niño Jesús, seña-
lándole a Rosa. Y la austeridad de la estancia,
iluminada de improviso, se llenó del ritmo de una
voz angélica que decía: — ¡Mira, atiende, oh Rosa,
la merced crecida que mi hijo ha sido servido de
hacerte! . . . — Y la voz de la Virgen cesó; enton-
ces habló Jesús: — ¡Rosa de mi corazón, yo te quie-
ro por esposa! . . .
Ella no se sintió traspasada por las flechas del amor
celestial como la monja de Avila, pero turbada, tré-
mula y desfallecida, repuso según la tradición:
Ecce ancilla Domini. (He aquí la esclava del Señor...)
Y luego, Rosa misma aumentó su martirio,
en alas de aquella aparición milagrosa. La
práctica de la caridad sembró su huella de
bendiciones. Y el alma de las gentes de Lima
creyó que algún arcángel descendía a redimir
el mundo de la dominación del pecado y
del enemigo malo. La ciudad mirábase en
aquella religiosa como en un límpido espejo. La
misma comunidad asombrábase de sus virtudes.
Su renombre de santa volaba por las comarcas
vecinas. Y los habitantes de los valles del Alto
Perú soñábanla morena, como una india de raza
incaica coronada de rosas; como una de las sacer-
dotisas del Sol, que descendía a encender en Amé-
rica el fuego del culto desterrado por la Conquista.
Mientras que allá, en el retiro de su celda, Rosa
rogaba al cielo, en su humildad profunda, por los
herejes y pecadores, por los desdichados y los dé-
biles, consumiendo en las penitencias y las vigi-
lias su existencia, pero dejando escapar por sus
labios un perfume de bondad infinita, como el
humo de un incensario.
La tradición afirma que desde los doce años,
cuando el oratorio de su casa paterna cobijaba su
belleza, los doctos confesores que la dirigían espi-
ritualmente juzgaban que había llegado a lo que
los teólogos denominan estado de «bienaventuranza
incoadao; es decir, al último grado de perfección
terrena, al desposorio místico con la Santísima
Trinidad.
Consérvase todavía, en la ciudad de Lima, la
casa donde nació, y su habitación es hoy santua-
rio de su imagen. Allí está la corona de tres órdenes;
de púas; corona de hierro de 99 puntiagudas es-
pinas que se clavaban en sus sienes, en horas de
martirio. Allí está el pozo al que arrojara la llave
del candado con que cerrábase el cilicio aquel
sobre su frente de nácar y también se guarda el
sillón tosco de sus éxtasis y se enseña el clavo del
cual suspendíase de los cabellos. . .
Su existencia duró 31 años, 3 meses y 24 días.
Murió el 24 de agosto de 1617. Clemente X hízola,
más tarde, patrona de toda la América española y
las posesiones del rey en Asia, en el año 1670. Y su
canonización se realizó en Roma al año siguiente.
¿Cuántas obras se han escrito por los religiosos
sobre Santa Rosa de Lima?. . . Una larga serie bi-
bliográfica seria preciso escribir para enumerarlas.
Sus restos tienen una urna de cedro, dorada, por
relicario, en el templo de Santo Domingo; y her-
mosas doncellas vestidas de blanco la conducen
en procesión, cuando es su día.
¡Tanto era el amor que Lima sentía por Rosa
que para las fiestas de su canonización, en aquella
ciudad, se adornaron con piedras preciosas y joyas
los arcos y los altares de las calles, y éstas fueron
pavimentadas con barras de plata, glorificando
así el pasaje de sus restos humanos, que en reali-
dad más bien fueron la sombra de un ángel sobre:
el mundol
Claudio R. Páez.
>y^—
-t3>LJ>^rS N^Lm2>X—
«"^ Qá^^por¿cUAlro—-^
CALOSXAS DB ALTA PUBSIÓH. QUE BM ÓPBXAS COUO «MEFIS
TÓrmLBS*. «WAUCYUA», <KEPÚSCULO DB LOS DIOSES», «SIC
niIOO*, «lOCOHDA» T «HIGNOH». DESEUPEÍIAN EL IMPORTAN
TfSHO PATBI. DB PBODUCIR LOS EFECTOS DE INCENDIO, D
NUBBS, DB T8MPE3TAOBS. DE NIBVB, ETC.. ETC.
UNA DE LAS CARPINTERÍAS DE LA PLANTA BAJA
EL «TRASTO» QUE SE VE EN «PRIMER TÉRMINO»
DE PAPEL PINTADO Y LISTONES DE MADERA,
ES NADA MENOS QUE LA MONUMENTAL ESCALERA
DEL PALACIO DE «LORELEY», EN EL TERCER
ACTO DE DICHA OPERA.
1
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Ullil '
1
P^l
«SOLENOIDES», COMPLICADO APARATO QUE POR MEDIO DE I.A
ELECTRICIDAD PRODUCE LOS MARAVILLOSOS EFECTOS DEL
DÍA Y LA NOCHE, EN «ANDREA CHENIER», «MADAME BUT-
TERFLY», «FALSTAFF» Y OTRAS ÓPERAS.
SALM» DE ENSAYOS DEL COKO CP
AMBOS SEXOS, COHSTKUÍDO BH rOR-
HA CE HEMICICUO Y EM OKAOE-
KÍA, DB MODO QUE TODOS LOS
COBISTAS PUEOAM SBCUIE LA Dl-
«eCCIÓK DEL MAESTEO. ESTE SA-
LÓH HA SIDO HECHO SIOUIEHDO EL
MODELO DE LOS QUE EXISTEH EN
LA eCALA» DE HILAN Y niBAL» DE
MADRID.
EL FOYER DE LA ORQUESTA EN EL
QUE DESCANSAN LOS MÚSICOS DU-
RANTE LOS ENTREACTOS. EN PRI-
MER TÉRMINO, LA COLUMNA BLANCA
SOSTIENE UNO DE LOS «GATOS» DE
GRAN PODER, QUE SIRVEN PARA
LEVANTAR LA PLATEA AL NIVEL
DEL ESCENARIO, Y DAR BAILES O
BANQUETES EN EL TEATRO.
■ ■
■ ■
>>íV-
^L Colóti^tr^detdn
GAN DEL MOVIMIENTO DEL AVE WAONERIANA.
CURIOSA Y ÚNICA FOTOGRAFÍA DEL ESCENARIO DEL COLÓN, TOMADA
DESDE EL PUENTE DE MANIOBRAS DEL 4.» PISO DE LA MAQUINARIA, EN
EL MOMENTO DE CAMBIAR LAS DECORACIONES EN UN ENTREACTO DE
*HL BARBERO DE SEVILLA», DURANTE UNA MATINÉE,
— I=>L7^':S
rASTS DBL CTBLAIt* Y KAQUINAXIA DE LEVANTAR
U3S TBLONES. CEKCA DE CIHCUEMTA HOMBRES ATIEN-
DBM BSTB SSKTICIO DEL TBATKO. DE CUYA PRECI-
SIÓN Y KAPlDeZ DEPBHDB HUCHAS VECES EL ÉXITO
DE UN EfECTO ESC&HICO.
r-1
iB^^^^m'o^ss'*siiaaimBi^f
UN SOLO HOMBRE, ATENDIENDO A ORDENES TELE-
FÓNICAS DEL DIRECTOR DE ESCENA, MANEJA ESTE
COMPLICADO LABERINTO DE LLAVES Y PALANCAS,
PRODUCIENDO LOS ADMIRABLES EFECTOS DEL AMA-
NECER Y ANOCHECER.
ü
EL POPULAR RAÚL DEL CASTILLO Y EL NO MENOS
POrULAR BENITO KEYER, CUYA PRINCIPAL MISIÓN
CONSiSTS EN «NEGAR» ENTRADAS DE PAVOR A LA
HUBE DB «PORTUGUESES» QUE DIARIAMENTE ACU-
DEN AL COLÓN.
ENTRETECHO DEL ESCENARIO, EN EL QUE VARIOS cTKAMGYISTAS»
SE PASAN LA NOCHE BAJANDO Y SUBIENDO TELONES, SIN VER
NI OÍR LAS ÓPERAS.
PEDRO RODRÍGUEZ, ENCARGADO DEL TELÉFONO 27,
LIBERTAD, QUE SE PASA EL DÍA DICIENDO: QUE DA
ROSA NO ESTÁ; QUE HA SALIDO; QUE TODAVÍA NO
HA VUELTO O QUE ESTÁ OCUPADO.
CCRRBOOK SUBTBRrAmSO. AL QUE CONVERGEN TO-
DOS LOS HILOS «LáCTRICOS DBL TEATRO, CUYA HA-
MAtltLOaA INSTALACIÓN KA SIDO DIKIQIOA POR EL
IMOENIERO JUAN QUBYEDO.
A LA DERECHA DEL ESCENARIO Y SOBRE LA CA::1LLA DE LOS
BOMBEROS, ESTA COLOCADO EL GRAN ÓRGANO DE IGLESIA,
QUE TAN IMPORTANTÍSIMO PAPEL DESEMPEÑA EN «BEATRICE»,
«MANON» DE MASSENET Y «DON PASCUAL».
EL PASILLO QUE SE VE EN ESTA FOTOGRAFÍA, CO-
RRESPONDE ALA PARTE POSTERIOR DS LOS TABLE-
ROS ELÉCTRICOS, EN LOS QUE NO HABRÁ MENOS DE
UN MILLAR DE LLAVES.
ÓLEO DE ANTONIO ALICE
CONFESIÓN
Medalla de Plata en el Salón de
Artistas Franceses, París. 1914.
Gran Medalla de Honor en la
Exposición de San Francisco
de California, 1915. . ; ::] n
VtJBA
— i=>l;>v<s
>>=v—
LA COLECCIÓN
DE
AbANlCQ
DELASENOM
^^ >ÍAPP DE
LU/\B
He visitado una capilla ardiente de mariposas gigantescas. Hay alli
tantas mártires de la luz, que fué necesario transformar en túmulos
todos los muebles que adornan el umbroso salón. Extendidas las alas, rígi-
das sobre sus patitas, como cuando se posaban en los tallos y en las flores,
parecen abanicos dormidos y no mariposas muertas. ¿Mariposas muertas?. ..
¿Abanicos que duermen esperando una metamorfosis nueva? Fácil equivo-
cación para la fantasía aquejada de neurastenia literaria.
La señora Adela Napp de Lumb ha dedicado los mejores días de su exis-
tencia a cazar raros ejemplares de mariposas, en esos bosques donde los
chamarileros y anticuarios acechan el paso de los viandantes. Puso en la
obra la divina terquedad de las mujeres y el tesón incansable de un ento-
mólogo. Su bolso de argentinas mallas le sirvió de red para aprisionar ma-
riposas brillantes, carísimas. Y ahora, frente a la colección que ella ordenó
en el saloncito umbroso, la oiréis relatar sus cacerías. Sabe de ello tanto
como Fabre de los insectos: la zoología del abanico no tiene secretos para
esta dama, ni límites su amor hacia las mundanas mariposas
que revolotearon en los jardines reales.
Dentro de una silla de manos convertida en vitrina
entre relojes esmaltados, muñequitos de biscuit, ta-
baqueras y encajes, duerme como un ídolo el aba-
nico rey de la colección. «Muy siglo xviii», de
ebúrneo varillaje tallado, rico en oro y plata,
salpicado de lentejuelas, ostenta su país de
cabritilla, sobre cuya suave superficie un
pintor ha reproducido escenas amatorias.
rodeando un grupo familiar de íntima
gracia. Da miedo poner las manos en él;
parece que se romperá bajo la presión,
dejando entre los dedos polvillo de oro
y escamitas irisadas.
Después viene por orden de impor-
tancia otros abanicos de la misma épo-
ca, que pueden alabarse como modelos
de arte delicado, fino. Aquí un grupo
de mujeres, ligeramente vestidas, huye
de una catástrofe invisible, parecidas
a minúsculas hermanas de las pompo-
sas hijas de Rubens. Más allá parejas de pastoras y pastores cortesanos, ver-
sallescos, entablan mudos diálogos de égloga. Hay una soberbia vitela encua-
drada entre varillas y patrones de marfil, oro y plata, que se pintó induda-
blemente para rendir tributo de admiración a un geógrafo, en la persona de
su esposa, pues el artista ha puesto compases, telescopios, mapas y una
esfera. Un par de abanicos mandarines lucen sus filigranas de oro, plata y
bronce en un rinconcito de la capilla ardiente. Y luego el resto de las mari-
posas, para completar aquella embriaguez de colores.
Todo lo que ha leído uno en los libros, todo lo que ha soñado uno al mar-
gen y entre las interlíneas de los
libros, acude a la imagina-
ción, poblándola de fi-
guras encantadoras.
Y aquellos días no
,^^^^___ . vistos de Greuze,
!' .'-«-''^C^^^^DK 1 A-'l^ de los tres Lui-
ses, la Pom-
padour, Ma-
ría Antonie-
ta, los vi-
vimos a
nuestro
modo, ro-
d e a d o s
por los ce-
tros de la
«ECIOSO EJEMPLAR COK VAKILLAJE DE HAKFIL DOKAOO V PAÍS DE CABÍIT1U;.A bclleza y
«í-
ABANICO LUIS XVI, CUYO CLAVILLO ES UN ANTEOJO,
la coquetería femeniles que el destino puso allí bajo el patrocinio de
una dama artista. Vestida con un amplio y señoril ropaje de terciopelo
intensamente morado, que añadía una nota al conjunto, la señora Napp
de Lumb nos habló de sus queridas mariposas.
Todo sol naciente es inmenso abanico que se despliega poco a poco por
encima de mares y montañas. De las tierras donde nace el Astro Rey. tra-
jeron los lusiadas el abanico, cuyo apogeo occidental se inicia durante el
amanecer del Rey Sol. Como los japoneses en su bandera figuran a Febo,
las damas Luis XIV, Luis XV, Luis XVI manejaron con adorable mano
el abanico, diminuto símbolo y banderita de una gloria espléndida.
Antifaz, escudo, batuta, espada, aguijón...
«Filos», «flirts» o amoríos del Louvre. epigramas volterianos, minués ver-
sallescos, preciosidades ridiculas, rebaños del Trianón, murmuraciones pa-
risienses, cenizas que hacéis padecer una nostalgia atávica, ¿quién supo con-
vertir tanto brillo en lumbre, en hoguera, en incendio? Pantalla, soplador,
duende y galeote fuiste, abanico, porque te inventaron junto al
fuego y te pareces a las colas del pavo y del pavo real.
Todo sol que muere es inmenso abanico que se cierra
por encima de mares y montañas. Así terminó la
gloriosa suntuosidad sobre el cadalso de María,
plegándose con ruido guillotinesco.
También España disputó a Francia el cetro
abaniqueril. Los Madriles de Carlos IV fueron
una plaza de toros donde los abanicos cen-
telleaban vibrando. Más atrevidas y fe-
lices en la invención, las españolas su-
pieron inspirar nuevos modelos. Ha-
bía abanicos que, después de cerrados
como los demás, vuelven a cerrarse a
manera de navaja sevillana; otros al
plegarse imitan un farol; y todos sa-
bían trasmitir a los galanteadores ca-
riños y desdenes por medio de clave.
Pero no les valió el arte: también se
cerraron . . .
Sobre el escudo de la Argentina aso-
ma un sol naciente. Aprovechad, ar-
gentinos, las lecciones que la historia ofrece. Por ambición, odio y com-
petencia ha venido el derrumbamiento moral y económico de un continente.
Asistimos al desbarate de una sangrienta feria de las vanidades.
El abanico no es ya de este mundo, o, por lo menos, del gran mundo. Ya
no hace apenas el papel de amigo servicial, y se le sigue nombrando en dimi-
nutivo, más bien por costumbre que por afecto. Ya no ofrece su vitela a los
mozos capaces de escribir estrofas y máximas ajenas; ya casi no oculta ru-
bores y promesas, ni la coquetería crece a su sombra. Las muchachas han
preferido la paleta del «tennis» y
el bastón del «golf». Se baila
mejor bajo la caricia de
ventiladores y ex-
tractores, y un auto
corriendo al ga-
lopar de 80 H.
P. vale por
cuarenta
abanicos.
El aeropla-
no, las ca-
noas auto-
móviles,
los expre-
sos aven-
taron el ^
galán te abanico característico de marfil, tallado PHIMOROSAMENTE
'v^i^n^r^^x—
UN RINCÓN DE I.A SAI. A DONDE GUARDA SUS ABANICOS LA SEÑORA NAPP DE l.UMB
AMOR y geografía.
Utensilio que ahora resulta incómodo. La industria abaniquera ha vuelto sus
ojos hacia los desheredados de la fortuna, y fabrica abaniquejos comunes y
baratos, a excepción de algunos ejemplares medianamente buenos. Todas las
soberanías caídas hacen lo mis-
en cuanto la suerte
les es contraria, juran
la Constitución y
fingen sentir la
democracia.
El papel y
la litografía
substituyen
a vitelas y
pintore.s.
El comer-
c i o se
a'p r o V e -
chó de tal
decaden-
c i a para
imprimir
avisos, adulando a los compradores con un poco de aire. Puede el abanico
quejarse, y con razón, de este injustificable abandono. Si él supiera hablar,
si todos los abanicos Napp de Lumb refiriesen las historias de amor, coque-
tería y desdén, en que tomaron activa parte, se necesitaría escribir un libro
grande y encantador como el de uLas mil y una noches». Todo
el ingenio y la gracia de Scherezada viven entre los plie
gues de! vaporoso mueble. Sin ser abanico, nos duele
como propia su desgracia y la inconstancia de
las lindas ex abaniqueantes. Ningún deporte ni
ninguna teoría feminista alcanzarían a justi
ficar el nuevo desdén que inventaron las
señoras y señoritas. ¿Estará en lo cier-
to el tornadizo rey Francisco cuando
canta con música de Verdi aquello
de «La donna é mobile...?
La señora Adela Napp.de Lumb
ha reparado la injusticia femenina,
reuniendo con mano piadosa una
colección de abanicos durmientes,
encantadores y encantados. Cen-
tenares de bellezas podrían real-
zar su gracioso imperio usando
contra el hombre el poder fasci-
nador de aquellas joyas de tres
reinados. Muchísimas viudas, en
estado de merecer, podrían se-
car los sepulcros de sus raspee- maonífico ejem?i.ar, estilo pompadour
el abanico preferido.
tivos finados, si, como en la conocida leyenda china, les hubiera sido im-
puesta esa condición para volver a casarse.
Quizás el destino haya hecho una sabía obra sacando de la circulación
tantas armas; quizás el
abanico inválido, de
mido o muerto, sea
preferible al aba-
nico amena
zante, ágil,
traidor. La
diosa paga-
na que de-
c i d e el
curso de
la Moda,
la musa
que inspi-
ra tantos
desatinos
y tantos
aciertos,
debe saber más que nosotros.
Entre las mejores colecciones del mundo ocupa ésta un buen lugar. A su
dueña le ha costado todo ese cúmulo de fatigas, dinero y búsquedas inheren-
tes a la grata ocupación de coleccionista. La condesa escritora de Pardo
Bazán, refería hace pocos meses en una crónica que publicó
La Nación», cómo al visitar las tiendas de los anticuarios,
hallaba raros ejemplares de abanico.- reservados para
a señora Ñapo de Lumb. Fraile, el célebre Fraile
que en Madrid tiene casi el monopolio de ese
comercio y manda en la Bolsa de los abani-
cos, sabe bu.scar los mejores para remitirlos
a Buenos Aires, donde la aristocrática
aficionada esoera ansiosa.
Apenas hay sitio ya en el umbroso
salón, capilla ardiente de las mari-
posas gigantescas. Pronto invadirán
todo el palacete de la calle Santa
Fe. Allí, sobre los tibores y tú-
nicas chinos, sobre los bargueños,
junto a las porcelanas, a los pies
de aquella virgen medioeval
descansarán para siempre, los
despojos de varias centurias,
los lindos abanicos muertos.
E. DEL Saz.
DE rica labor y ESPLENDIDA PINTURA.
.i;^i_x s3 X i.ri~>--x—
mm
WfllCL
iMé^¿¿á^^:-
Ctslifal ridtnio morr.
El hombre se considera
a si mismo como el ser su-
perior a todos los demás.
No se ha atrevido a decla-
rar que es más que el mis-
mo Dios; pero, en su sober-
bia, tampoco ha querido
confesar que se cree menos
que aquél, y ha dejado es-
tablecido, como verdad in-
contestable, que el Supre-
mo Hacedor formó al hom-
bre a su imagen y semejan-
za, de modo que, al final
de cuentas, ambos son per-
fectamente idénticos, y. de
esta comparación igualita-
ria, ¡cuan grande resulta el
hombre!, o viceversa, ¡qué
chico resulta Dios!
En realidad, el hombre
es el ser más inteligente.
salvo las excepciones ine-
ludibles de toda regla, y es,
a la vez, el más ricamente
dotado de toda clase de
cualidades superiores y
también de toda clase de
inferioridades. Es bondado-
so hasta llegar a las más
sublimes abnegaciones y.
al mismo tiempo, es mal-
vado hasta cometer las
crueldades más atroces, sin
que esta afirmación esté
inflada por la exageración,
pues miradas friamente y
apreciadas con ecuánime
criterio las cosas de la vi-
da, de todos los seres que
caminan sobre la tierra.
que nadan en las profundi-
dades de los rios y de los
mares, que vuelan por los
aires, que saltan, que se
arrastran, que trepan, que
gritan o que ladran, que
aullan o que rugen, que
braman o que gruñen, el
más feroz, el más dañino.
el más egoísta, el más de-
predador, el más despótico.
el más artero y traidor, el
más corruptor y corrom-
pido, el más inmoral e hi-
pócrita, el más usurpador
y prepotente, es el ser hu-
mano, con la particulari-
dad de que quien más por
completo reúne y asimila
todaJs estas perversidades
es aquel que más cerca está
de las cumbres de la civi-
lización . . .
Y pruebo lo que dejo di-
cho con el ejemplo que pa-
so a citar: — Acabo de sa-
ludar a una distinguidísi-
ma dama, ofreciéndole el
apoyo de mi mano al des-
cender de su carruaje. To-
do cuanto la viste y la
adorna acusa una suprema
elegancia y revela un ex-
quisito buen gusto. El cal-
zado que oprime sus pies
diminutos ha sido hecho
con el cuero de un cabri-
tillo, arrancado al amor de
la madre que lo amaman-
taba para degollarlo des-
piadadamente: los guantes
a la mosquetera que ciñen
DIBUJO DE ALOK90,
fíir
DANIEU_1
sus mórbidos brazos hasta
los codos, fueron fabricados
con la piel de una medrosa
gamuza cazada en las cum-
bres alpinas: el «manchón»
que trae en la mano iz-
quierda lo forman los ni-
veos mantos de docenas da
armiños apresados en las
estepas siberianas, y la car-
tera que pende de su dies-
tra es de legítimo cuero de
lagarto; la espléndida es-
tola que cuelga de sus
hombros denuncia el aleve
asesinato de varias martas
zibelinas cuyas colas sirven
de fleco a la valiosa pren-
da; la seda del crujiente vi-
so fué robada a millares de
industriosos gusanos que la
habían hilado para formar
sus capullos; el paño de su
traje «tailleur» fué tejido
con la lana de que se des-
pojó a inofensivas ovejas;
el «corset» que delinea la
esbeltez de su talle está ar-
mado con las barbas de
una ballena arponeada en
los mares polares, cuya
captura costó la vida a al-
gunos valerosos marinos;
las peinetas, de primorosos
calados, que sujetan su
opulenta cabellera, son de
carey arrancado de la ca-
parazón de una pacífica
tortuga, y las perlas de
irisados reflejos que con-
tornean su cuello, fueron
hurtadas a las ostras que
adornaban con ellas sus
anacaradas alcobas; el vis-
toso sombrero ostenta la
cola de un ave del paraíso
y las alas de un faisán do-
rado; el almohadón que le
sirve de respaldo en el ca-
rruaje está acolchado con
el edredón de que fueron
saqueados los mullidos ni-
dos que las aves árticas
habían tejido para abrigo
de sus polluelos; el «fox-
terrier» que la sigue, y que
ella acaricia como a un
hijo, fué proclamado cam-
peón en varios concursos
como incansable matador
de ratas. . . Pero, exclama
horrorizado el lector ¿quién
es ese monstruo de cruel-
dad que, para realzar su
hermosura y hacer ostenta-
ción de su elegancia, lleva
sobre sí los despojos de tan-
tas víctimas y los frutos de
tantos asesinatos, de tan-
tos robos, de tantos críme-
nes de todo género?...
¡Alto ahíl. interrumpo yo,
trémulo de indignación. —
Yo no puedo permitir que
se trate de monstruo ni que
se acuse de cruel a mi ilus-
tre amiga, la Excelentísi-
ma Señora Condesa de Al-
ma Tierna, cuyas nobles
virtudes caritativas y pia-
dosas acaban de ser muy
merecidamente premiadas
nombrándola Presidenta
Honoraria de la Sociedad
Protectora de los Animales!
— I3>I_7V,S
13.^-
EL- F^TÜIAKCA
DE-LALITC^ÜBA
AMNTINA
ADLOS
\/lDO
DAÑO
La primavera está próxima...
Ya se presiente su llegada. . . Y al
solo anuncio, la misma naturaleza
de las cosas, en misteriosa palin-
genesia, parece que se trasmuta y
vivifica, y que hasta adquiere dis-
tinto semblante en su fisonomía
ordinaria: el horizonte tiene clari-
dades de aurora. , . ¡Es la vida
que llega!... ataviada, hermosa,
resplandeciente de alegría. Pronto
ostentarán de nuevo los paisajes
toda la escala cromática del iris,
en su florida decoración. Los ríos
correrán más rápidamente en su
cauce y la sangre acelerará su an-
dar en las arterias. Resucitará del
seno de la sombra, donde latía en
silencio, toda esa existencia vege-
tal que emerge y se difunde pro-
digiosamente sobre la tierra, como
al sortilegio de un encantador,
realzando en sus notas de colorido
la esencia de un arte increado. Fres-
cas y olorosas lucirán las hierbas:
claros y serenos los días: los seres trocarán su
marasmo en movimiento: hormiguearán, labo-
riosos: el sol iluminará esa actividad con su ful-
gente disco de oro. . . Y el mundo será, otra
vez, armonía, luz, belleza,,.
¿Por qué no elegir el arribo de tan hermosos
días para realizar uno de esos homenajes justicie-
ros, trascendentales, que tanto dicen de la cultura
y del nivel moral de un pueblo? ¿Por qué no
aprovechar la temporada propicia, y reparar en
ella una de esas ingratitudes, de esos olvidos
injustificables que, aunque comunes en la vida
colectiva de las naciones, hablan muy poco en
favor de la sociedad contemporánea?... Me re-
fiero a la coronación de Guido y Spano, el más
ilustre y venerable de los poetas argentinos,,,
iPorque, al fin y al cabo, no todo ha de ser
saison teatral en invierno y tourismo de balnea-
rio en verano!
La inercia proviene de la ignorancia. Es que
la gran mayoría no sabe lo que fué, lo que hizo,
lo que representa para los argentinos la figura
de ese anciano valetudinario, allí, en esa morada
« pobre, estrecha y obscura ■>, que le sirve de vi-
vienda. Y los que lo saben están muy preocu-
pados en sí mismos.
Hágase vida retrospectiva: revuélvanse perió-
dicos viejos,,. Léanse La Nación y La Prensa
del 10 de agosto de 1894. Los dosdiarios más re-
presentativos y prestigiosos del país preconizaban,
entonces (La Nación lo había hecho ya en 1892),
la coronación del anciano poeta. En La Prensa,
decía el doctor Joaquín V. González:
«Llámese un plebiscito en toda la extensión de la
República y pregúntese quién ha de subir al pe-
destal aún {desocupado, y de todas partes se escu-
chará el nombre del anciano poeta » . . ,
¡Cuan pronto pasan veinticuatro años de olvi-
dol. . . Guido y Spano, como un anciano empera-
dor de barba florida, ha presidido, desde aquella
época, nuestra vida intelectual desde su lecho de
dolor. . . ¡Y su pueblo aún no le ha ofrendado el
laurel ofrecido!
Muchos se dicen hoy: ¿Qué ha hecho Guido y
Spano?. . . Para esos van estas ligeras líneas; ¡que
pongan atención!
Ese anciano es una gloria de la patria. Guido y
Spano representa cincuenta años de intensa vida
nacional. Y en cualquier pueblo y en cualquier
época de la historia hubiera descollado, con sus
virtudes y su talento superior, en primera línea.
Lo mismo en el Agora de Atenas que en el Foro
de Roma: igual en los hidalgos tiempos de la se-
ñorial Castilla que en los días luminosos del Re-
nacimiento: por su imagen y su espíritu tanto
pudo haber presidido el Areópago de Grecia, co-
mo un festín de los caballeros de la Tabla Re-
donda, como un torneo de la Europa del siglo xiii...
Durante diez lustros, puede decirse que fué el más
alto exponente de la intelectualidad y del carácter
de nuestro pueblo. Un escritor ecuatoriano dijo
de él, que era nel más sólidamente instruido de todos
los literatos argentinos». Poeta; periodista y pole-
mista notable; escritor de historia; critico erudito,
conocedor y traductor de literaturas clásicas, an-
tiguas y modernas; poliglota; tribuno elocuente y
apóstol de las grandes causas; de la libertad del
pueblo francés en las barricadas de París, durante
las sangrientas jornadas de 1848 y 1852; de las
ideas republicanas en el imperio de Don Pedro II,
del Brasil; de la causa vencida, sobre los escom-
bros humeantes de Paysandú y en la heroica Mon-
tevideo; en la guerra de Méjico, cuando la tragedia
imperial de Maximiliano; en la de España contra
Chile y el Perii; en la guerra franco-prusiana del 70;
en los albores de la independencia cubana; y del
honor nacional siempre guardián celoso y austero;
y orador prominente en las asambleas populares y
en las efervescencias cívicas; y filántropo abnegado
en los días de calamidades públicas, ya socorrien-
do a los enfermos de la peste o curando a los heri-
dos en las contiendas fratricidas. Ese es Guido y
Spano; el amigo y contemporáneo de esa pléyade
gigante que nos legó por patrimonio la grandeza
de su alma republicana; uno de ellos, también;
como Vélez Sársfield, Mármol, Derqui, Urquiza,
Mitre, Sarmiento, Alsina, Avellaneda, Roca y
tantos otros. Miembro correspondiente de la Real
Academia Española, de la Academia de Bellas
Letras de Chile, de la Real Academia poética ita-
liana, de la Academia Stesicorea de Catania (Sici-
lia), de la Sociedad Literaria Inglesa de Buenos
Aires, y de cientos de asociaciones más. Ese es
Guido y Spano, nuestro poeta, con sus rasgos fiso-
nómicos de bardo celta y de patricio romano. El
gran Víctor Hugo decíale, en una carta: «Sois un
generoso espíritu. Queréis la verdad por la luz, la
libertad por la justicia, la paz por la fraternidad. El
filósofo iguala en vos al poeta. Os felicito. Yo digo
como vos: /Adelante.' Os estrecho la mano.»
Italia coronó a Carducci, España a Zorrilla,
Francia a Mistral; a la República Argentina, fál-
tale coronar al más venerable de sus poetas.,.
Pero, ¿adonde están esas damas argentinas que
debieran encabezar el cortejo que ha de mar-
char a ceñir la frente del glorioso anciano con la
clásica guirnalda de laurel?,.. Es la mujer la
que debe tomar tal iniciativa. Ella debe ser el
heraldo y la portadora del augusto mensaje. Son
manos blancas, manos de doncellas, las que de-
ben entretejer y conducir la corona de la apoteo-
sis hasta el olvidado retiro del poeta. ¿Acaso, en
la más alta sociedad porteña, no se cotiza ya el
valor intelectual, entre las dignas representantes
de su espiritual abolengo?. . , Yo aún no he per-
dido esa fe; creo, aguardo, confío. . .
Julián de Char:^as.
DIBUJO DE ALONSO.
— r=>L->v^^= 'vj_n'^ía>ís.—
EN EL MUNDO DEL ARTE
EL VERNISSAGE
DIBUJO DE SIRIO
■IJL^^'i3
l^y^—
A luz del alba nos sorprende. Una
cuesta áspera, muy pronunciada, for-
ma la carretera polvorienta que vamos
{^asando. A nuestra derecha, el mar.
el Océano Atlántico, rumorea su eter-
na canción; a la izquierda se nos pre-
senta la montaña, cenicienta, cubierta por una ve-
getación de raquíticas piteras y tabaibas. A cada
instante el precipicio se hace más visible. Una ma-
niobra en falso y rodamos a su fondo, fatalmente.
pues sólo una pared tosca de cincuenta centíme-
tros de alto impide el paso al desfiladero.
Henos aqui, lector, atravesando la cuesta de
Silva, en la Gran Canaria, en uno de los lugares
más abruptos y terribles del planeta.
Mientras el automóvil profana con su corneta
estos lugares de leyenda, e interrumpe la débil
quejumbre de la tórtola que huye espantada, nos-
otros evocamos las pasadas proezas de la raza
guanche. Vamos a visitar las célebres cuevas de
Silva, en donde una raza desaparecida de gente
brava y no nacida para el va-
sallaje luchó, sin resultado, du-
rante ochenta años por conser-
var su secular libertad. Aquí,
puede decirse propiamente con
don Agustín Millares, — el his-
toriador de las Islas Afortuna-
das. — tuvo lugar el prólogo
del gran drama americano. Si
estas rocas calcinadas y volcá-
nicas, que amenazadoras se al-
zan sobre nuestras cabezas, pu-
dieran revelarnos la serie de
luchas que en sus vericuetos,
desfiladeros y pasos de cabras
se llevaron a cabo, ¡qué inte-
resante epopeya podría escri-
birse sobre el fin de tan brava
raza de trogloditas! Mas. por
desdicha, hasta nosotros, res-
pecto a los guanches, sólo lle-
gan noticias fragmentarias —
magnificadas o amenguadas —
a sabor. Sabemos que fueron
muy valientes; que se educa-
ron en el peligro, y que con
denuedo, por muchas décadas,
supieron vencer al enemigo que
invadía la isla frecuentemente
valiéndose de la ventaja que
le ofrecía el mar.
La montaña negra, recor-
tando el horizonte, se nos
aparece.
— Allí. Por allí se va a las
cuevas de los guanches. - nos
dice nuestro guía.
Llegamos. Con gran dificul-
tad, venciendo muchos peli-
gros, hemos conseguido acer-
carnos. El paso del hombre
moderno ha hecho más acce-
sible la entrada a estas grutas.
En otro tiempo resultaba im-
posible llegar a ellas.
Rastros por doquier. Aquí
vivió una tribu de guanches.
Este fué un cementerio. Y
cruzando galerías intermina-
bles que se internan montaña
adentro, penetramos temero-
sos, escudriñando los nichos,
hoy vacíos, profanados por los
sabios y por los comisionistas
de museos.
Los guanches formaron una
raza privilegiada. Su mayor
culto era el de la agilidad y la
fuerza. A los niños, desde la
más tierna edad, se les edu-
caba con todo esmero y a la
manera espartana, A medida
que iban creciendo debían de procurarse la comida,
venciendo dificultades. Si el varón tenia suficiente
agilidad para trepar por estos desfiladeros espan-
tosos hasta el sitio en que le colocaban su ali-
mento, comía. De lo contrario, el precipicio, las
profundas gargantas que se hallaban a sus pies,
lo recibía en su seno. No era digno de ser
guanche,
Y de esta suerte, en torneos de fuerza, dedica-
dos a la lucha, trepando por riscos inaccesibles,
arrojando dardos, varas de tea endurecidas al
fuego y bien dedicados en apacentar sus ganados,
transcurrían sus días.
Dice Ríos Rosas, en el tomo VIII de sus obras
completas, refiriéndose a los guanches; « El guan-
che tenía la cabeza erguida y redonda, el cabello
/legro o castaño, laso o ligeramente ondeado, la
UncL laza do
g5 IOS VjUAN01E5
frente alta, el rostro oval prolongado, la barbilla
puntiaguda, un tanto pronunciados los pómulos,
boca grande, labios delgados, color pálido y mo-
reno, los ojos grandes, algo salientes, negros o
pardos, el ángulo facial de muy cerca de los noven-
ta grados, andar lento, cuerpo esbelto, nervudo,
musculoso, bien conformado y tan procer esta-
tura, que no bajaba de seis pies en ningún indi-
viduo. 1)
Sobre una meseta, nuestro guia, después de
dejar el automóvil en lugar seguro, empieza por
CUEVAS DE LOS GUANCHES, EN LA CUEl^TA LL olLVA,
A OCHOCIENTOS METROS SOBRE EL NIVEL DEL MAR
explicarnos varios detalles sobre la historia de esta
raza singular.
Aquí, próximos a! precipicio, evocamos la ga-
llarda y arrogante figura de Guanháben.
Cuéntase de este guanche que por su destreza
en la lucha y por su valentía, no había quien lo
igualara. Un día. sin embargo, al celebrarse un
torneo en el que él tomaba parte, se presentó un
joven de recia musculatura pidiendo al Faican
(gran sacerdote que presidía estos actos) permiso
para medirse con Guanháben. El joven se llamaba
Caitafa. Accedió el Faican. Acto continuo los
curiosos lo rodearon. Trabáronse los hombres en
cruenta lucha. Ninguno de los dos resultó vence-
dor. Eran dos adversarios terribles. Hicieron otras
proezas de valor. Se acometieron con los magados
(maza que concluía en dos grandes bolas, armadas
muchas veces de pedernales afilados) sin lograr
herirse. Guanháben, hombre de más edad que
Caitafa, comprendió que su hora se acercaba, que
se había encontrado con un rival de sus mismas
condiciones el que llevábale, como ventaja, la ju-
ventud; comprendiendo, pues, que no estaría le-
jano el día en que este hombre lo venciera, lleno
de altivez se le cuadra delante y le dice; — Eres.
Caitafa, un hombre valiente; pero no harás nunca
lo que yo me atreva a hacer. — Al oir esto Cai-
tafa, lleno de arrogancia respondióle que sí. En-
tonces, el gladiador Guanháben, corre sin detener-
se, seguido de una multitud de curiosos y, sobre
la meseta de esta montaña que mira al mar.
arrojóse entonando un himno. Su rival hizo
otro tanto.
Y como ésta, otras proezas aun mayores aco-
metían los guanches.
Las montañas no guardaban secretos para
ellos y hasta el más infeliz, llegado el momento.
trepaba con agilidad por entre estos riscos de
flancos desgarradores para
colocar un madero en su
cima.
Un hecho heroico entre ellos
no hacía a su autor, como en
nuestros tiempos, objeto de la
general admiración. La gloria
de su hazaña era efímera, y
cuando por ventura se la men-
cionaba, jamás se decía; fu-
lano es un valiente; sino; tal
día, fulano fué un valiente.
En cuanto a las mujeres de-
bemos decir en justicia que
^-¿^ merecían especial considera -
^^^■S ción. La poligamia no existió
^^^^1 entre los guanches como en
^^^^1 otras muchas razas primi-
^^^fm tivas.
Las jóvenes doncellas eran
educadas en los cenobios. Vi-
vían recluidas hasta que se
encontraban en edad de con-
traer matrimonio.
Al llegar este tiempo y con
el objeto de que dieran al Es-
tado hijos esforzados y valien-
tes, se las tenía por algún
tiempo rodeadas de infinitos
cuidados y bien alimentadas.
. . .Casi todo un día hemos
pasado entre las arruinadas
viviendas de los primitivos
habitantes de la Gran Canaria.
Por todos lados, de admira
ción en admiración, nuestro
guía nos condujo.
No acostumbrados a esca-
lar estas alturas en donde por
momentos hemos sentido la
sensación del vértigo, dejamos
de visitar otros sitios más
interesantes y mejor conser-
vados.
Ya en camino a la ciudad
de Las Palmas, por la noche,
y oyendo el continuo batir de
las olas del mar agitado, que
venían a morir sobre la playa,
a ochocientos o mil metros
más abajo del lugar en que
nos hallamos, avanzábamos
temerosos con infinitas pre-
cauciones.
Las montañas de apagados
cráteres las íbamos dejando
a la espalda.
Nuestra imaginación, re-
montando su vuelo, recordaba
las aventuras de estos nobles guanches que lu-
charon inútilmente por su libertad, batiéndose
contra piratas árabes y normandos, contra por-
tugueses y españoles.
En una piedra saliente del camino, a la que la
obscuridad de la noche daba contornos de forma
humana, hemos creído ver la figura del noble
Tajaste, cuando, dirigiéndose al Guanarteme don
Fernando, que se había pasado al partido de los
Reyes Católicos, le dice, señalándole las alturas
de las montañas coronadas de guerreros; « Qué-
date con nosotros, Guanarteme; recobra tu dig-
nidad; aqui hallarás hombres que sabrán morir
por su patria; Canaria existe aún . . . mírala ar-
mada sobre esos cerros.
Germán Bautista Martín.
MANECE. Sobre la cal-
ma superficie del rio,
al soplo de la brisa se
deshace en nacarados
i-,-inos y remolineantes
^tas la leve niebla
que ;- : - ; \::inde. En el oriente
arreboladas franjas, como heraldos de
hi2. anuncian la salida del sol. Las
lanchas de pescar permanecen ama-
rradas en el Riachuelo de las canoas:
no salen a jomada de trabajo, que es
dU de holgar. Dos bergantines y una
saetia anclan frente al poblado, y allá
a lo lejos, divisase una jangada de
valiosas maderas del Paraguay, y la
blanca vela de una tartana, que con
bastimentos baja del Paraná.
Recórtase sobre la barranca el per-
fil del Fuerte y avanzando sobre la
llanura extiéndese el caserío del Puer-
to de Buenos Aires.
Aun bregan la sombra y la nacien-
te luz en las calles de la ciudad. Em-
piezan a surgir entre el verde obscuro
de las huertas, los techos de las casas;
de roja teja las del señorío, de ama-
rilla paja las del arrabal. En los ta-
piales, exuberantes las enredaderas.
desbordan sobre las bardas, festo-
neando con guirnaldas de flores el
obscuro adobe de las paredes. Alguna
copuda higuera traspone el muro y
avanza sobre la calle, tentando con
sus frutos la gula y el golpe de honda
de algún muleque. Tras las amplias
rejas voladas, de recios barrotes y
tosca forja, lucen rojos claveles re-
ventones y en lo alto cuelgan matiza-
das flores del aire.
Al claror del riente dia estremécese
la hojarasca de los árboles con varia-
do ruido: batir de alas, pios y gorgeos.
En la barranca, donde antaño ani-
daran a millares, vocingleros loros
lanzan sus gritos desde el borde de
los nidos, que por azar escaparon al
ojo avizor de los rapazuelos.
En el linde del horizonte surge el
rojo disco del sol y apenas sus rayos
doran la giraldilla de los campana-
rios, el seco estampido de un caño-
nazo, con fuerte cimbrón retumba en
los aires. Es la salva de la Real For-
taleza en el día de San Martin, pa-
trono de la ciudad.
En el ventanal de la torre de San
Francisco asoma el campanero. Al
brusco tirón que da a la soga, bate
el badajo el bronce del esquilón lan-
zando metálica vibración. Súbito,
turbión sonoro alegra al caserío: son
las campanas de capillas y conventos
que lanzan al espacio la loca algara-
bía del repique.
Al estruendo del campaneo saltan
los esclavos de las zaleas que de lecho
les sirven y de las arropadas cujas se
levantan los amos, que en tal día
todos son mañaneros. Empieza el
cotidiano trajín casero, que es ma-
yor en las casas del paso de la pro-
cesión. Abrense en éstas, cofres y an-
tiguos arcenes de complicada cerraja.
cuyas tapas al ser levantadas, dejan
esparcir el olor de viejos perfumes y
sahumerios. Sácanse con tiento des-
coloridos tapices, paños de brocado y
de damasco: con ellos se paramenta-
rán los frentes de las casas. Entre-
tanto las mulatillas cubren el venta-
naje con festones y colgaduras. Los
negros esclavos escombran la calza-
da, que riegan luego con sendas ca-
necas de agua. La gente menuda tré-
pase en los tejados y tapias, entol-
dando la calle con arcos de ramaje,
con profusión de flores de aroma y
y de retama que embalsaman el am-
biente. Afanosa el ama de casa, re-
visa prolijamente la dominguera ves-
timenta y satisfecha de su examen
va colocando sobre los taburetes, bas-
quinas, faldellinas. jubones y tocas.
Al caer la tarde, cuando amengua
la recia calor del dia. el repique de
campanas anuncia la salida de la pro-
cesión. El populacho llena las calles,
que se han volcado en la ciudad
todos los labradores, vaqueros y pe-
Ti
4*4 4* N/^R.R> A.CIONE./'
* * VN Af PROCEeX^KDT^
X
IV
^stiti^íse**
A'
A
?ft¿S
.it\ 'i'^'^^M
T
gujaleros de los pagos aledaños. Tam-
bién los indios amigos se han allega-
do, mirando todo con azorados ojos.
El murmullo y parlería del chusmerio
cesa al empezar el desfile.
Rompe la marcha un escuadrón de
soldados de «Lanzas españolas» del
presidio del Fuerte. Siguen, batiendo
cajas, dos atabaleros y cuatro clari-
neros lanzan agudos y marciales to-
ques. Vestidos de roja dalmática vie-
nen los maceres del Cabildo; con
asombro mira el pueblo las mazas de
plata que llevan al hombro, de diez
y ocho libras de peso y que en ese
día estrenábanse.
Destócanse todos con gran respeto;
sobre caballo morcillo, ricamente en-
jaezado, avanza don Pedro Sánchez
Garzón, Alférez Real, tremolando el
Estandarte; las flocaduras de oro y
bordadas armas reales que sobre él
se ostentan, coruscan a los rayos del
poniente sol. Llevando las borlas van
a su vera los alcaldes, de primero y
segundó voto. Tras un espacio libre,
pasan los clérigos y monaguillos con
la cruz parroquial y blandones, y de
dos en dos, vestidas de blanco, muy
cucas con su escapularcito al cuello,
las niñas de las hidalgas familias.
Atrás caminan los niños de la escue-
la del Cabildo, con candelitas encen-
didas; cuatro de ellos llevan en pe-
queñas andas y bajo fanal, un niño
Jesús de cera.
Desfilan los oficios con sus pendo-
nes y luego los negros libres de la
Cofradía de San Benito; bien mues-
tran sus adoloridos rostros que sus
pies no están habituados a los grue-
sos tamangos que calzan.
Es la gente hidalga y pudiente de
la ciudad la que sigue con humeantes
hachas de cera, luciendo los más cru-
ces y veneras. En andas cubiertas de
terciopelo y en hombros de cuatro
fornidos mulatos, llevan la imagen de
San Roque, patrono contra las pes-
tes, que de la capilla de San Juan,
donde se venera, ha sido sacada.
Rezando con gangoso tono vienen los
frailes de los conventos: franciscanos,
dominicos y mercedaríos.
Rompe los aires agudo son de pí-
fanos y chirimías: son los indios gua-
raníes, muy músicos, que de las mi-
siones han mandado los padres je-
suítas. El murmullo de la multitud
anuncia el paso de los dignatarios y
autoridades. Por su venera de oro
señálase al Comisario del Santo Ofi-
cio, a un lado marcha el Notario de
la Bula de la Cruzada. Su Señoría el
Gobernador don Jerónimo Luis de
Cabrera, el vencedor de los Calcha-
quíes, lleva arrogante el Guión; sobre
su hábito de Caballero de Santiago
destácase la roja espadilla de la or-
den. A su derecha se ve al Teniente
Gobernador, Almirante Luis de Ares-
ti, y a su izquierda al Alguacil Mayor
González Pacheco.
Arrodíllanse los espectadores; pre-
cedido de sacerdotes y prelados, en-
tre gargozadas de incienso, avanza el
palio, cuyas varas sostienen los regi-
dores. Bajo de él, llevando la Sagrada
Custodia, va su llustrísima Fray Cris-
tóbal de la Mancha y Velazco, Obis-
po de Buenos Aires.
Cierran la procesión los alabarde-
ros y a la zaga gran golpe de gente:
beatas, negros, mulatos, zambos e
indios conversos.
Y aquella noche, en torno a la pa-
triarcal mesa y a la luz vacilante de
los velones, coméntase en todas las
moradas la pompa y boato de la pro-
cesión. Luego, rezado con fe sincera
el cotidiano rosario, duérmense
tranquilos, no acuitados por las zo-
zobras del presente, ni las angustias
del mañana.
B. J. Mallol.
GOUACHE DE ALVAREZ.
— i3>i_;;v^.s
En una de las cien casas que for-
man la aldea de pescadores, y que
se parecen todas por su forma, ta-
maño, número de ventanas y altura
de las chimeneas, vivía el viejo
Mattsson.
Todas las habitaciones de la al-
dea estaban provistas de los mismos
muebles: en el antepecho de todas
las ventanas florecían las mismas
plantas: todos los armarios adorna-
dos con las mismas conchuelas y
corales: en todas las paredes cua-
dros semejantes. Y. como las cos-
tumbres tradicionales así lo esta-
blecen, los moradores hacían idén-
tica vida.
El viejo Mattsson había colgado
sobre la cabecera de su cama un
retrato de la madre. Pues bien:
una noche soñó que el retrato, des-
cendiendo del marco, se le colocaba
frente a frente y le decía con auto-
ritaria voz: «Tú debes casarte.
Mattsson».
El viejo Mattsson se apresuró a
explicar al retrato de la madre que
la orden era imposible de cumplir:
tenía sesenta y dos aiíos. Pero el
retrato de la madre se limitó a re-
petir más enérgicamente: «Matts-
son, tú debes casarte».
El viejo Mattsson tenía profundo
respeto por el retrato de la madre.
Durante muchos años, y en los asun-
tos difíciles, fué el único consejero
del pescador, que nunca había te-
nido que arrepentirse de haber se-
guido stis consejos. Pero este nuevo
modo de hablar le desconcertaba.
por parecerle contrario a las opi-
niones que el retrato había dado
siempre. Por dormido que estuvie-
se. Mattsson se acordaba claramente
de lo que sucedió la primera vez Ci^í
que quiso casarse. En el momento
de vestirse Mattsson para ir a la iglesia, el clavo
de que pendía el cuadro se salió, cayendo al suelo
el retrato. Era una advertencia de la que él no
hizo caso: mas bien pronto hubo de arrepentirse.
Su breve matrimonio fué muy desdichado.
La segunda vez que iba a ponerse el traje de
boda, el retrato cayó nuevamente. Entonces no
quiso desobedecer, y. plantando a la novia y a
todos los del casorio, huyó para engancharse de
marinero. Hasta después de dar la vuelta al mun-
do, no se arriesgó a ir a la aldea. Y ¡he aquí que ese
mismo retrato descendía del muro y le ordenaba
que se casara! Apesar de su profundo respeto.
Mattsson se permitió pensar que el retrato de la
madre se burlaba. Sin embargo, aquel retrato,
del más áspero rostro que los vientos mordientes
y la espuma salada de las olas hayan cincelado,
permanecía grave, y con una voz ejercitada y
fortificada por largos años de pregones en la ciu-
dad, repitió: tTú debes casarte. Mattsson».
El viejo Mattsson rogó al retrato que tuviese
en cuenta la clase de mundo donde habitaban.
Las cien casas de la aldea tenían los mismos te-
chos puntiagudos y los muros de adobes blancos:
todas las barcas de la aldea se construyeron y se
aparejaron siempre del mismo modo; nadie hizo
jamás en la aldea nada de extraordinario. Si la
madre hubiese vivido, sería la primera en oponerse
aun matrimonio tan descabellado. Ella lo había di-
cho: «¿Es costumbre que se case un septuagenario?»
Entonces el retrato de la madre extendió su
diestra adornada de sortijas, y severamente inti-
mó la orden. Un prestigio fabuloso había rodeado
siempre a la madre, cuando se presentaba con su
vestido de seda negra lleno de volantes. Aquel
gran broche de oro. aquella gruesa cadena de oro
produjeron constantemente poderoso influjo sobre
Mattsson. Si la madre se le hubiese aparecido en
traje de pescadora, con la pañoleta en la cabeza.
el mandil de hule cubierto de sangre y escamas,
no le habría inspirado un respeto tan profundo.
Mattsson prometió, pues, casarse, y el retrato vol-
vió a su marco.
A la mañana siguiente el viejo Mattsson se des-
pertó lleno de angustia. No acariciaba ni por aso-
mo la idea de resitirse a las órdenes del retrato.
que seguramente sabría mejor que él cual era su
verdadero interés; pero temblaba presintiendo los
terribles días que iban a sucederse.
Inmediatamente pidió en matrimonio la más fea
de las hijas del pescador más pobre, una mucha-
cha que tenía la cabeza hundida entre los hombros
y cuya mandíbula inferior era prominente. Los
padres lo aceptaron, y se señaló el día para ir a
la ciudad y publicar las amonestaciones.
El camino de la aldea a la ciudad pasa a través
de las marismas donde el viento se divierte. Es
un trayecto de una milla. Pretende una leyenda,
que los habitantes de la aldea son tan ricos que
podrían cubrirle de hermosas moneditas de plata.
¡Qué extraño encanto da esto al sendero! Brillante
como el vientre de un pescado, todo lleno de blan-
cas escamas, serpentea junto a los carrizos y las
lagunas desde donde sale el croar de las ranas.
Las margaritas que adornan esta tierra abando-
nada por los hombres, se mirarían en el espejo de
las bruñidas monedas, que los cardales protegen
con sus espinas amenazadoras. ¡Qué resonancia
toma allí la voz del viento cuando juega en los
tallos de las cañas y en los alambres del teléfono!
Tal vez el viejo Mattsson hubiera encontrado una
satisfacción al pisar con sus pesadas botas de
pescador sobre la plata sonora; lo cierto es que
anduvo el camino más amenudo de lo que deseara.
Sus papeles no estaban en regla, pues la novia
que abandonó el día de la boda retardaba la pu-
blicación de las amonestaciones. Era necesario que
el pastor escribiese a las autoridades eclesiásticas
para obtenerle el permiso de contraer un nuevo
matrimonio. El asunto se eternizaba.
Mientras tanto, el viejo Mattsson iba a la ciu-
dad cada vez que se abría la oficina del sacerdote.
Y, silencioso, tranquilo, esperaba a que el público
se hubiera marchado. Entonces, solamente enton-
ces, se levantaba, preguntando al pastor si había
llegado carta.
No; todavía no.
Al mirar a aquel viejo de gruesa camiseta, pe-
sadas botas marinas, semblante rudo e inteligente
y largos cabellos cubiertos con un sudeste, que
sentado en el banco esperaba la autorización para
casarse, el sacerdote se maravillaba de que el
amor tuviese sobre un anciano un poder tan gran-
de y tan a prueba de obstáculos.
-- ¿Tiene mucha prisa de realizar ese matri-
monio, Mattsson? -le dijo un día.
— Hum, hum; cuanto más pronto se haga,
mejor será.
-- Pero, ¿no cree que sería preferible renunciar?
Usted no es muy joven, Mattsson.
- El pastor no debería asombrarse - contestó
el viejo a manera de defensa. Luego añadió:
Sé bien que soy viejo; pero es necesario que
me case; es necesario.
Y, de semana en semana, fué a la rectoría du-
rante seis meses, pues hasta los seis meses no llegó
el permiso.
Durante todo ese tiempo el viejo
Mattsson fué constantemente perse-
guido. Por todas partes, en la verde
plaza donde se secan las redes, a lo
largo de los muelles, alrededor de las
mesas del mercado, hasta en alta mar
durante la persecución de los ban-
cos de arenques, se oía retumbar
una tempestad de asombro y risas,
¡Ah. ah, se casa Mattsson; el
Mattsson que huyó la misma ma-
ñana de su boda!
Ni a la novia ni a él, se le re-
gatearon las burlas; pero lo peor
era que nadie encontraba la cosa
más ridicula que el mismo Matts-
son. El retrato de la madre quería
volverle loco.
A la mañana del domingo en que
se publicaron las amonestaciones, el
viejo Mattsson quiso huir de la cu-
riosidad y las burlas con que le mo-
lestaban y se alejó solo por la playa.
Al pie del faro encontróse a su novia
que lloraba, Mattsson la interrogó.
¿No habría querido casarse con
otro? Ella, sin responder, arrancaba
con un dedo pedacitos de yeso de la
muralla, dejándolos caer en el mar.
¿Es que por acaso no ama a
alguien?
- No; a nadie.
¡Qué hermoso es estar allí, al pie
del faro! El agua límpida chapotea
por todas partes. La orilla aplas-
tada, las casitas uniformes de la
aldea, la ciudad en lontananza, es-
tán bañadas por el resplandor del
Sund y por su belleza siempre nue-
va. De vez en cuando una barca
emerge de entre las brumas que flo-
tan sobreel oeste del horizonte, lan-
zándose gallardamente por la es-
trecha abertura, con la proa llena
de las risas del agua. De repente las
velas caen. Los pescadores agitan sus gorros y en
el fondo de la embarcaoión brilla la presa ganada
Mientras que el viejo Mattsson estaba en la
playa, una barca entró en el puerto. Un mucha
cho, que iba sentado al timón, se descubrió salu
dando a la niña. El viejo vio resplandecer un ful
gor en los ojos de su novia,
— ¡Ah! — se dijo — tú estás enamorada del mo
zo más lindo de la aldea. No ha de ser tuyo nunca
¡Más vale casarse conmigo que esperarle a él!
¡No había modo de escapar a la voluntad del
retrato de la madre! Si la muchacha hubiera ama-
do a cualquier hombre, con probabilidades de éxi-
to, Mattsson se habría creído autorizado para es-
quivar el casamiento. Mas en él aquel caso no
tenía ninguna razón plausible para devolverle la
libertad.
Quince días después se celebró el matrimonio,
y poco más tarde sobrevino la terrible tempestad
de noviembre.
Una de las barquitas de la aldea perdió el más-
til y el timón, y enteramente desamparada se fué
a la deriva sobre las olas del Sund. El viejo
Mattsson y los otros cinco hombres que la tripula-
ban erraron así durante dos días y dos noches.
Cuando se les salvó estaban casi muertos de ham-
bre y de sed, helados, y sus vestidos habían co-
menzado a ponerse rígidos. El viejo Mattsson no
recobró jamás la salud. A los dos años de langui-
decer murió.
Muchas personas entonces juzgaron muy cu-
rioso que hubiese tenido la idea de casarse preci-
samente antes del naufragio, porque la mujercita
elegida había resultado una buena enfermera. Solo,
¿qué habría sido de él? Toda la aldea de pesca
reconoció que en toda la vida hizo Mattsson nada
más prudente; y la mujercita adquirió una gran
reputación a causa del extremado cuidado que de-
dicó al enfermo,
¡He aquí una, - exclamaban, que se vol-
verá a casar fácilmente!
Durante todos los días de su enfermedad, el
viejo Mattsson contó a su mujercita la historia
del retrato.
Cuando yo esté muerto, será tuyo, - decía.
como todo lo que me perteneció.
Cállate; no hables de eso...
-Será tuyo el retrato de la madre, y cuando
los pretendientes vengan, obsérvale. Te aseguro
que en toda la aldea no hay nadie que conozca
mejor los asuntos de casamiento que ese retrato.
Selma Lagerlof.
DIBUJO DE FRIEDRICH.
P2>X—
L^/ HUALDE/ OEnTE/
X LA/ hU/MlDE/COA/
r^ rCl^^nATIDEZ
A\Of::)Cno_
Orillas del Maldonado,
arroyuelo miserable...
¿Dónde naces, Maldonado?
Mal puedes decir que naces
arroyuelo. . .
Te mueres en todas partes.
Entre una lepra de casas,
es tu fang:o verdegueante
común cajón de inmundicias
y sepulcro de animales.
Yo bien quisiera. cantar
tus álamos y tus sauces
y decir:-- iOh. Maldonado,
rio de mi Buenos Aires!
E irme por tus riberas
las mañanas y las tardes,
con mi ensueño y con un
de versos sentimentales.
Y cuando estuviera triste
en extranjeras ciudades,
Entonces sí que me irla,
por las tierras más distantes,
cantando así: -~ ¡Río, río,
río de mi Buenos Aires!
DIBUJO DE AlVAKEZ.
— i:3i_;v^.i= >^-i_'m^^x—
NUE5TR.05
CRJTIC05
Tal es U sinceridad de sus opiniones y tan
imparcial es su criterio sobre obras e intérpre-
tes, que siendo el de critico oficio de «pocos
amieos*, ha sabido captarse la simpatía general
de autores y actores, logrando que éstos acaten
y respeten sus juicios, ya sean favorables o
adversos.
Hay en Buenos Aires unos cuantos «tipos po-
pulares*: Palacios. Peracca. el viejo Conde, etcé-
tera, etc.. cuya pesquisa, en un momento dado,
seria sin duda, cosa sencillísima, pues no hay co-
chero, chauffeur, camarero, mozo de hotel, em-
pleado de tienda o portero de teatro, que no les
conozca y no pueda decimos donde están, donde
les han visto o donde han ido.
Juan Pablo Echagüe es uno de ellos.
Alto, arrogante y pausado en el andar; con la
cabeza cubierta por ancho y bien planchado cham-
bergo, algo echado hacia la frente, más no con la
compadre inclinación del chambergo criollo, sino
con la donosa caída de un chambergo mosquetero;
tiene toda la gallarda apostura de un d'Artagnan.
Diríase al verle que es uno de aquellos gentiles
caballeros que se hubiera quedado rezagado por
el mundo . . .
Cuando fui a verle a su gar9onniere, Montevi-
deo, 751, «Jean Paul», tal es su pseudónimo y así
!e llaman cariñosamente sus amigos, escribía sin
duda uno de sus brillantes artículos para «La Na-
ción».
— ¿Molesto?
— Al contrario; — y señalándome una silla jun-
to a su mesa de trabajo, añadió: — Estaba hacien-
do unos apuntes sobre el estreno de esta noche,
cuyo ensayo general acabo de ver. . . Puede usted
empezar cuando quiera.
— Pues manos a la obra, — dije yo viendo que
tan fácilmente se iniciaba el reportaje. — ¿Por qué
se ha dedicado usted al periodismo?
— Mi vocación por el periodismo y por las le-
tras es una vocación hereditaria. Escritor fué mi
padre, y escritor mi tío materno. El primero re-
dactó en San Juan el famoso periódico «El Zonda»,
fundado por Sarmiento. Solía llevarme a la im-
prenta con frecuencia, y puede decirse que mi in-
teligencia se despertó entre letras de molde.
— ¿Por qué ha adoptado usted el pseudónimo
de Jean Paul?
— Tiene su historia mi pseudónimo. Cursaba
yo el primer año de Colegio Nacional, en San Juan,
y figuraba en los programas una clase de fran-
cés. Averigüé por anticipado como se pronuncia-
ba mi nombre de pila en ese idioma, y cuando
el profesor, al pasar lista, me preguntó como me
llamaba, me puse de pie y le contesté enfática-
mente, muy ufano de mi saber: ¡Jean Paul! No
sé porqué diablos mis compañeros tomaron la
cosa en chunga, y una larga risotada estalló en
el aula. Desde entonces mis condiscípulos no me
llamaron sino Jean Paul. Más tarde, lanzado ya
en el periodismo metropolitano, adopté como
pseudónimo la traducción francesa de mi propio
nombre.
— ¿Hace mucho tiempo que es usted periodista?
— Puede decirse que cuando vine de San Juan,
niño todavía, me fui de la estación a la imprenta.
Entré a la redacción de «El Argentino», diario ra-
dical de combate, dirigido por el doctor Lisandro
de la Torre. Era su secretario de redacción, Josa
Luis Cantilo, cumplidísimo caballero y excelente
periodista, por quien conservo vivo afecto. Can-
tilo me agregó a la sección teatros. Allí empecé a
hacer gacetillas y allí se decidió mi vocación de
crítico teatral. «El Argentino» desapareció algún
tiempo después, y yo, solicitado por actividades
de otra índole, abandoné el periodismo. Volví a él
diez años más tarde y no he vuelto a dejarlo. De
entonces a aquí he tenido a mi cargo la crítica
de los siguientes diarios: «El País», «Diario Nuevo»,
«El Diario» y «La Razón». Actualmente, y desde
hace más de cuatro años, tengo el honor de des-
empeñar la dirección de la sección «Teatros», de
«La Nación», cuyas tareas comparto con el colega
Ojeda; con García Velloso, cuya obra de drama-
turgo me ha tocado juzgar muchas veces. . . y
con Arturo Cancela, espíritu ágil, mordiente y
agudo, que. lo digo con placer, se ha iniciado
junto a mi en el periodismo y está destinado a
una brillante actuación en nuestras letras.
— En su vida periodística, ¿cuál es el hecho
que recuerda con mayor satisfacción?
— Uno que se relaciona con «Caras y Caretas».
Cuando apareció esta revista, yo no había publi-
cado ningún artículo firmado. Poco tiempo des-
pués que salió a luz «Caras y Caretas», yo escribí
una leyenda Sanjuanina titulada «La Quebrada
de las Animas». Yo no conocía a Fray Mocho,
que era el director del semanario. Fui a verlo,
sin embargo. Fray Mocho me recibió bondadosa-
mente, prometiendo leer mi manuscrito. Ocho días
después, volví. No lo había leído todavía y me pi-
dió que yo mismo se lo leyera. Así lo hice. Mi voz
temblaba. ..- «¡Vamos! — me dijo «El Mocho»,
como se le designaba afectuosamente — no se
asuste usted. Su cuento es bueno y lo publicaré.
y no sólo publicaré éste, sino todos los que me trai-
ga». He aquí la mayor satisfacción de mi vida pe-
riodística. Cuando bajé la vieja escalera de la calle
Maipú, iba en pleno éxtasis. «La Quebrada de las
Animas» se publicó, en efecto, y ya no fué sólo
Fray Mocho quien me estimuló a seguir escribien-
do, sino Manuel Mayol, que tuvo en todo momento
palabras de aliento para mis ensayos. Mi inicia-
ción literaria está, pues, vinculada con una deuda
de gratitud hacia los dos directores primitivos de
«Caras y Caretas».
— Además de periodista, ¿es usted catedrático,
verdad?
— Sí; dicto dos cátedras de Historia de la Edad
Media. Moderna y Contemporánea, en el Colegio
Nacional Bernardino Rivadavia.
— ¿Piensa usted editar alguna vez sus criticas?
— Sí. Actualmente se está imprimiendo en Eu-
ropa un libro en el que recopilo la mayor parte
de mis crónicas teatrales publicadas en «La Na-
ción» en los últimos tiempos; se titulará «Crónicas
de Media Noche».
— Para terminar, amigo Jean Paul, ¿cree us-
ted eficaz la crítica teatral? ¿Cree usted que in-
fluye algo en los gustos del público? ¿Cree usted
que la acatan los autores, o los cómicos?
— Sobre esta cuestión de la crítica he dicho ya
mi opinión en mi libro «Prosa de Combate». Creo
que la critica teatral tiene su eficacia cuando se
ejerce con sinceridad, con independencia y con
altura. Un crítico puede llegar a tener autoridad
sobre el público y por consiguiente a dirigirlo en
una cierta medida. Pero el público no les acuerda
autoridad sino a aquellos críticos que le inspiran
confianza. Y no le inspiran confianza sino los
que han dado pruebas de merecerla. Pero este
asunto de la crítica y de su autoridad es complejo
y no debe ser tratado a la ligera. Desde mi punto
de vista personal, creo que la nuestra debe ser
indulgente con los que comienzan, y exigente con
los que tienen un nombre. No debe ser demasiado
puntillosa y detallista sino guiar por ideas ge-
nerales, con arreglo a un criterio estético en con-
sonancia con la cultura ambiente.
Y asi terminó nuestra interesante charla.
Emilio Dupuy de Lome.
CARICATURA
DE ALONSO.
^^L-TK^^X—
Accediendo a una amable invitación de esta
revista, que desea recordar el quinto aniversario
de la muerte de Florentino Ameghino, escribo
estas líneas sobre algunos aspectos actuales de la
obra del ilustre sabio.
No abusaré de los lectores repitiendo el elogio de
Ameghino, ni la narración de su laboriosa y noble
existencia, tan llena de dificultades como de en-
señanzas: para los hombres de su temple, los obs-
táculos son un verdadero acicate, y nada más ins-
tructivo que considerar la manera cómo los han
vencido; pero sobre todo esto se han escrito ya nu-
merosas páginas, algunas de alto valor literario.
Creo, pues, que los lectores realmente interesa-
dos en las investigaciones de nuestro naturalista,
tendrán más bien deseo de conocer el estado actual,
según publicaciones hechas con posterioridad a
su muerte, de algunos problemas relacionados con
la geología y la paleontología de la Argentina y en
especial de la Patagonia. Trataré sólo dos de los
casos, agregando algunas consideraciones, nece-
sariamente muy sucintas, dada la índole de este
artículo.
Se sabe que uno de los puntos más debatidos de
la geología argentina es el de la edad y la correla-
ción de las formaciones sedimentarias de la Pata-
gonia. La base para su determinación, es el estudio
de los restos fósiles que contienen, y su relación
con los ya conocidos en otros continentes. Sobre
esto, Florentino Ameghino ha construido un edi-
ficio maravilloso, basándose principalmente en los
descubrimientos importantísimos de su hermano
Carlos. Sus conclusiones fueron en gran parte dis-
cutidas, y sobre ellas se empeñaron grandes y a
veces agrias polémicas. Veamos uno de losejemplos.
En la Patagonia han vivido unos grandes ma-
míferos ungulados, llamados Piroterios {Pyrothe-
rium y otros géneros afines), en una época que
correspondería, según F. Ameghino, al cretáceo
superior. Los Piroterios eran, según él, Proboscí-
deos y antepasados de los Elefantes actuales y
de los extinguidos Mastodontes. Los Piroterios
habrían pasado al África por una conexión terres-
tre, la Arquelenis de Ihering, que entonces la
<3
cío i<a.^*^
oíovíSí do
irijDEL^jsrriNO
.A.ME.GUINÍO
i>
Ci
unía con Sud América. Estas ideas fueron recha-
zadas por la mayor parte de los geólogos y paleon-
tólogos. Se decía que los Piroterios no eran Pro-
boscídeos, ni tenían nada que ver con los Elefan-
tes ni con los Mastodontes, y que nada probaba
la existencia de aquella unión continental. Ade-
más, algunos autores, como el renombrado pa-
leontólogo alemán Max Schlosser, afirmaron que
aquellos animales eran muchísimo más modernos
de lo que Ameghino había supuesto; Schlosser los
colocaba en el Terciario medio o superior (mio-
ceno). Agreguemos como curiosidad que Hatcher
llegó a sugerir la idea de que eran cuaternarios, y
parece que algunos hasta creyeron que eran sim-
plemente fantásticos.
Pero he aquí que con posterioridad a la muerte
de F. Ameghino, una expedición venida especial-
mente de los Estados Unidos, bajo la dirección dsl
profesor F. B. Loomis, del Colegio de Amherst,
para estudiar las faunas extinguidas de la época
del Piroterio, halla dos cráneos enteros de estos
animales (cosa que Ameghino no conoció, pues
entonces existían sólo fragmentos), y de su pro-
lijo estudio deduce que eran realmente Proboscí-
deos, y que están en indudables relaciones de des-
cendencia con los antiguos elefantes del Terciario
de África. Ha existido, pues, según Loomis, una
conexión continental por medio de la cual se ha
verificado el intercambio de las faunas. En cuanto
a la edad de las capas piroterienses, Loomis la
considera oligocena, esto es, intermediaria entre
la que le asignan F. Ameghino y Schlosser.
Aceptando, como he dicho, las relaciones con los
Proboscídeos de África, Loomis cree que son los
de Patagonia los que descienden de los africanos
y no a la inversa. Esto resulta lógicamente de la
edad que Loomis atribuye a las capas pirote-
rienses, pues si éstas son más modernas que las
correspondientes de África, es claro que los ani-
males en ellas contenidos deben derivar de los de
allá. Todas estas ideas, aquí muy brevemente ex-
puestas, han sido desarrolladas por Loomis en una
obra especial ( 1 ), resultado de su exploración de
seis meses en el Chubut y Santa Cruz.
Carlos Ameghino ha dedicado a la crítica de la
obra de Loomis un artículo luminoso (2), en que
acepta en parte y en parte rechaza las opiniones
del sabio norteamericano. Lamento no poder de-
tenerme mucho en el análisis de tan interesante
publicación, que ha llamado la atención en los
centros científicos del viejo mundo; la importante
revista Nature, de Londres, ha hecho comentarios
sobre ella en más de una ocasión (3).
Carlos Ameghino acepta, separándose en esto
de la opinión de su finado hermano (y demostran-
do así su imparcialidad y su desapasionamiento)
que las capas con Pyrotherium sean un poco más
modernas de lo que aquél suponía, pero no tanto
como lo pretende Loomis; las ubica en el Tercia-
rio más antiguo, en el Eoceno basal. En todo lo
demás, mantiene las ideas de F. Ameghino.
Pero el punto más notable en esta discusión, y
que si no me equivoco marcará una época en la
historia de nuestros estudios geológicos, no es
precisamente el que se refiere a las capas pirote-
rienses, sino a otras que están más abajo y que se
designan con el nombre de «notostilopenses» (de
Noíostylops, el mamífero fósil más típico de ellas).
F. Ameghino ha sostenido siempre que estas capas
son de edad decididamente cretácea, aunque con-
— i^uv^^s 'v'LnriQ^x—
i.cic.i una fauna de mamíferos pía-
centales (es decir no marsupiales)
ya muy diferenciada, cosa que no
se conoce en ninguna otra parte
del mundo: pof esto es que se
acepta en paleontología como un
axioma, el que los mamíferos pía-
centales han aparecido sólo en el
Terciario inferior. Loomis no ha
hallado casi nada de los fósiles
notostilopenses: pero en la parte
norte del Golfo San Jorge encontró
ciertos estratos que. por otras razo-
nas, afirma son de edad cretácea.
Ahora bien. Carlos Ameghino. que
ha explorado esa misma localidad.
y que en la gran obra hecha en
colaboración con su hermano en
1906. había señalado la presencia
de las capas con Notostylops en
ese mismo punto, afirma a su vez
que los terrenos reconocidos por
Loomis como cretáceos son ni más
ni menos que los del notostilopense!
Y para probarlo, invita al paleon-
tólogo norteamericano a visitar juntos, y en com-
pañía de otros geólogos, la misma localidad, donde
se compromete de antemano a encontrar en su
presencia los fósiles típicos del Nolostylops. Así.
pues. Loomis. que no cree en la edad cretácea de
estos fósiles, habría venido a proporcionar la
prueba en contra de su propia teoría.
Este es un punto de extraordinario interés para
nuestra paleontologia: puede decirse que es el eje
de la cuestión, pues resuelto él, la solución de to-
dos los demás está dada, o al menos considerable-
mente facilitada.
Su trascendencia en el campo general geo-pa-
leontológico seria inmensa. Para la ciencia euro-
pea, pretender que pueda haber habido mamífe-
ros placentales en el cretáceo, es lo mismo que
pretender la existencia del hombre en el Terciario:
son dos cuestiones que consideran definitivamente
resueltas por la negativa.
A la solución lisa y llana de tan
importante problema tiende el de-
safio (llamémosle así) que Carlos
Ameghino lanza a Mr. Loomis. De
ello se hace eco el paleontólogo del
Museo de Paris. M. Thévenin, en
un comentario (4) sobre el artículo
de (darlos Ameghino. en que hace
notar de paso que no se puede po-
ner mayor cortesía en la manera
con que éste trata a su contrincan-
te, y lamenta que la deplorable si-
tuación creada por la guerra no
permita a los sabios europeos acep-
tar la invitación que Carlos Ame-
ghino hace extensiva a ellos.
En cuanto a Loomis. hasta ahora
no ha contestado nada; pero sea
que respondiera o no. sería de de-
sear ardientemente, por razones
científicas y patrióticas, que algu-
nas de nuestras instituciones reu-
niera un grupo de personas com-
petentes y se hiciera con ellas una
expedición a la Patagonia, nada
más que para aclarar definitivamente esta cues-
tión.
Sería de desear también que la empresa fuese
costeada con fondos particulares (única manera.
por otra parte, en que la idea sería factible en las
actuales circunstancias). Los fondos podrían re-
unirse por subscripción entre algunas personas
pudientes de las muchas que sin duda habrá entre
ios admiradores de Ameghino, que son todos los
argentinos. La expedición de Loomis fué costeada
con recursos de la sociedad de ex alumnos del
Colegio de Amherst. ¿No habrá, entre los ciuda-
danos argentinos, quienes se tomen en sus propias
cosas más interés que aquellos jóvenes de una
ciudad del hemisferio norte?
Una obra que contuviese la exposición científica
seriamente presentada, de los resultados de tal
expedición, seria, en el estado actual de nuestros
conocimientos, una de las más valiosas que hoy
podríamos ofrecer al mundo, y todos los que a ella
hubiesen contribuido merecerían bien de la pa-
tria y de la ciencia.
El otro ejemplo a que me referia es
también muy interesante. Se trata de uno
de los capítulos más notables de la histo-
ria de la fauna argentina, el de los monos
fósiles. Todo, absolutamente todo, lo que
de ellos se conoce, es lo que ha hallado
Carlos Ameghino y descripto D. Floren-
tino.
Entre los diversos géneros que éste dio
w
BL PVKOTHSRIUU. 1(BC3HSTI(UCC|6n SEOÚN EL PROFESOR W. B. SCOTT. — EL ESTUDIO RECIENTE DEL
PROFKSOR P. B. LOOMIS SOBRE LAS FAUNAS EXTINGUIDAS DE PATAGONIA. HA DADO MOTIVO PARA QUE
CARLOS AMB3HIN0 •DESAFÍE* A AQUÉL PARA COMPROBAR SOBRE EL TERRENO, LA VERDADERA EDAD DE
AQUELLA FAUNA.
a conocer, el más importante es el que llamó
Homunculus. por considerarlo como un mono de
aspecto de un hombrecito.
El tal Homunculus había intrigado mucho a los
paleontólogos. Se dudó, no sólo de sus caracteres
más o menos humanos, sino hasta de su existencia.
La expedición enviada por la Universidad de Prin-
ceton, en los últimos años del siglo pasado, no
pudo hallar ni un solo fragmento del misterioso
«hombrecito».
Sus restos existían, sin embargo, y estaban en
la colección particular de los hermanos Ameghino.
Un profesor de la Universidad de Zürich, el
doctor H. Bluntschli. emprendió entonces (poco
después de la muerte de F. Ameghino) un viaje
a Sudamérica. uno de cuyos fines principales era
estudiar las famosas piezas originales de los Pri-
mates fósiles de Patagonia, en la colección citada.
Bluntschli es un zoólogo y anatomista renombra-
RBCOHSTRUCCIÓN DEL PYROTHERIUM, SEGÚN LA OPINIÓN DE FLORENTINO Y CARLOS AMKGHINO,
do. que se ha especializado en el estudio de los
Primates.
A su vuelta a Europa, Bluntschli dio a cono-
cer, en una de las reuniones anuales de la Sociedad
Anatómica Alemana, las principales conclusiones
de sus investigaciones. (5)
Según ellas, Homunculus es, sin duda alguna,
un género bien caracterizado de monos, «y hasta
ahora el único documento importante para la
historia de los Primates de Sudamérica.»
Difiere empero de la opinión de F. Ameghino, en
cuanto a la posición sistemática que el género debe
ocupar. Cree que por sus caracteres está próximo
a los actuales monos platirrinos de la América
Meridional. Los detalles sobre que se funda la
divergencia son demasiado especiales para entrar
a discutirlos aquí; pero puede asegurarse que ellos
son. en gran parte, una cuestión de apreciación en
cuanto al grado de las semejanzas y diferencias,
y al modo cómo debe hacerse la reconstrucción
del cráneo incompleto del Homunculus.
Otras consideraciones interesantes agrega
(1) F. B. Loomis, The Deseido Formaíion o¡ Patagonia. 1 vol., Amherst,
Mas»., U. S. A„ 1914.
(2; C. Ameghino, Le Pyrolherium. Vélate pyrolhérie?i, et?., en Physis (re-
vista de la Sociedad Argentina de Ciencias Naturales), tomo I, p. 446.
(3) Véase Physis. tomo II, p. 72.
(4) Re'/ue Critique de Paléozoologie. abril de 1916.
(5) Anatomischer Ameiger. supl. lomo 44, pág. 33-43.
Bluntschli respecto de F. Ameghi-
no y del carácter de su obra cien-
tífica, cuya transcendencia recono-
ce. Opina que los ataques de que
ella ha sido objeto en el extranjero
son, en gran parte, injustificados,
pues no se ha tenido suficiente-
mente en cuenta las condiciones
adversas, la falta de medios, de bi-
bliotecas nutridas, de material de
comparación, etc., con que tuvo
que luchar. «Ciertamente - con-
cluye — la investigación severa re-
futará todavía algunas de sus
interpretaciones científicas; varias
conclusiones resultarán distintas
de las que él formuló; pero de
una cosa estoy cierto, y es que el
porvenir juzgará con más justicia
que la actualidad a este hombre ex-
traordinarioi. Palabras bien expre-
sivas si se piensa que han sido pro-
nunciadas en uno de los centros de
donde partió la más viva oposición
a las ideas ameghinianas, y por uno
que, en una buena medida, tampoco las comparte.
Pero volviendo a los Primates fósiles, otra con-
clusión de sumo interés a que llega Bluntschli
respecto de las relaciones entre los monos del vie-
jo y los del nuevo mundo: afirma que tanto
Homunculus como los Cébidos actuales de Sud-
américa tienen estrechas relaciones con los Prosi-
mios del otro continente, relaciones que deben
considerarse como de descendencia común.
Admite — nótese esto — que el estudio de los
Primates conduce a hacer muy verosímil la exis-
tencia de una antigua conexión continental entre
Sudamérica y África, e.i contra de la opinión de
Schlosser.
Es, como se comprende fácilmente, muy suge-
rente el hecho de que dos autores diferentes, que
abordan, sin prejuicios en pro ni en contra, el es-
tudio del problema por dos lados distintos, como
Loomis y Bluntschli. lleguen a conclusiones tan
semejantes.
Y éstas son dos, nada más, de
las múltiples vías que deja abier-
tas Florentino Ameghino. Para con-
tinuarlas todas, sería necesario el
concurso de numerosos colabora-
dores; sería necesario proveer a la
formación de un grupo de paleon-
tólogos argentinos que, recogiendo
la herencia del maestro, continua-
sen su obra. Tarea grande y difí-
cil, pero necesaria, y que exige en
los obreros, no sólo un gran amor
a la ciencia y al trabajo serio, sino
también una buena dosis de mo-
destia y de abnegación: porque la
obra futura no ha de dar brillo
personal a ninguno de ellos.
Florentino Ameghino representa,
en la historia de la investigación
de nuestro suelo, la edad heroica.
Es bueno habituarse a la idea de
que ya no habrá otro como él.
Probablemente pasará mucho tiem-
po antes de que, por el esfuerzo
combinado de nuevos investigadores, se consiga lle-
nar, aunque sea en parte, el vacío que ha dejadc.
Reconozcámoslo con franqueza y sin avergon-
zarnos demasiado por ello.
Cuando falleció d'Orbigny, — el gran d'Orbig-
ny, a quien tanto debe también la investigación
científica del suelo americano, — fué, según Zittel,
imposible encontrar, a pesar de los esfuerzos de
la Sociedad Geológica de París, quienes fuesen
capaces de continuar dignamente, ni aun reu-
niéndose varios especialistas, su grandiosa Paléon-
tolo^ie fran(aise, que él había hecho solo. Y esto
sucedía en la Francia de mediados del siglo xix,
en medio de una cultura científica de las más
ricas y también de las más fecundas.
No hay que asombrarse, pues, de que dificulta-
des mayores se presenten hoy en la Argentina.
Pero esta es una razón de más para que los traba-
jadores de buena fe y de buena voluntad sume.i
sus fuerzas, para ver si entre todos pueden mo-
ver la tizona de este nuevo Cid, en quien, como e.i
el de la leyenda, la vida continúa alentando.
Sería una gran cosa que los lectores
comprendieran que hay en estas palabras
algo más que una metáfora; pero algo
mucho más grande seria que también lo
sintieran.
Martín Doello-Juradi
Museo Nacional de Buenos Aires, agosto de 1916.
ÍKOi ¡iíl>Al^ l>iL LA JÜÜOKA
ZELMIRA PAZ DR GAINZA
EL HIDALGO
Uuc^ 'lj^ jALVAúOí^ oA.NvJHiii UAñBUDO
— i=»i_;^^.s
Iba solo, perdido en el alcázar.
Algo de la inquietud del niño absorto
en los encantos de un jardín ajeno,
hizo tr.i paso desconfiado y corto.
El deleite sereno
de la contemplación quedó turbado
en medio a un patio enorme, amurallado,
donde el rumor del agua de la fuente
era tan acallado
que en la espaciosidad de monasterio
del ámbito silente
más sensible tornábase el misterio.
Temí un momento estremecerme, cuando
VI que en distante ángulo mi guia,
negro guardián, me estaba contemplando,
y. comprendiendo mi pavor, reía.
Fuime tras él por una galería
junto a un verjel risueño;
y. alegrada mi alma, dije al guia:
— Es la mansión cual tu señor, su dueño:
si con amplio saludo nos hospeda.
su corazón a nuestro arbitrio queda
como un sombraje de frescor y ensueño;
mas si la austeridad cierra su ceño
con un signo profundo,
el símbolo remeda
del arcano del mundo.
— Paréceme que si. — completó el guia.
El patio del silencio dio a tu mente
un bello símil que Zafir querría
cuando canta al Sultán. Mas ten presente
que ni su torvedad ni su alegría
conoces suficiente todavía.
Dejóte ya en la sala en que las horas
se desvanecen en el vago hechizo
de bellas danzadoras.
Tras de la gran zalema que me hizo
fuese el guia. La puerta
frente a la cual quedé, de pronto abierta
tuve a mi paso y penetré en la sala.
Era toda de gala.
Tan soñado portento
ningún prodigio de este mundo iguala.
Ni el diluido concento
con que gemían alejadas guzlas.
ni el plácido ademán con que a su asiento
me llamara el Sultán, por un momento
lograron distraer la estupefacta
contemplación de tanta maravilla.
¡Ah. si la cuenta exacta
pudiera dar de aquello, sin mancilla
de la verdad, mi ansioso pensamiento!
Todos miraban hacia allá, distante
vagamente, esperando
que saliera a danzar una danzante
o acaso adivinando
en la alcatifa puesta sobre el muro
el cuadro tinto con primor: idilios
de adalides tornados,
tras llorados exilios,
de legendaria guerra, embelesados
ante sus favoritas en edenes
de tan subidos bienes
que nunca al mundo fueron revelados.
Junto a los frisos de arabescos rojos
sobre dorado pie los pebeteros
de mármol negro humeaban
gratos a las huríes
de cuerpos leves y hechiceros ojos
que en el cielo vagaban.
De ópalos y nácar y rubíes
hallábase en diseños incrustado
el prodigioso estrado
en que rodeaban jefes y alfaquíes
al Sultán, abstractivos
bajo el blanco turbante.
como si meditaran los motivos
de los edenes del tapiz distante.
A mi, que a su llamado me postrara
sobre el cojín que al lado me guardara,
dijome entonces el Sultán: — Perdiste
el baile de Abla la maravillosa
bajo el bordado tul de Alejandría.
Ella es ágil gacela más hermosa
que el esplendor del día.
Pero tampoco a la Esmirniana viste
la de rasgada túnica que muestra
la turgente garganta
divina, si en el baile el torso engríe,
divina cuando ríe,
divina cuando canta.
Mas sones vienen de tambor velado,
dulzainas y laúdes.
— ¿Es ella? — le interrumpo.
— No lo dudes:
es la Indú, — me responde, — que ha llegado.
Como entre niebla de marina aurora
entre el incienso errante y azulado
avanza la mujer que danza ahora.
Ya da su cuerpo a uno y otro lado
leve contorno y su mirar de fuego
y de noche profunda y de dulzura,
en los rostros severos de! estrado
pasea con recóndito sosiego
que atrayendo acaricia y da pavura.
En la muelle cadera
puestas las manos, ánfora viviente
parece al avanzar la bayadera.
Detiénese. y los brazos extendidos
hacia el Sultán, el cuerpo en reverente
genuflexión doblega,
y luego en cruz, con un temblor estrega
los cromados collares
de su pecho, los áurioos anillos
que adornan sus tobillos:
ofrendas, recogidas en aduares
y villas, del asombro de las gentes
que no hallaron más ínclitos presentes
en ignotos bazares.
Y ¿qué son esos velos
como randas de bruma
de matinales cielos
que ya mece en sus brazos entre el humo?
Son dos cisnes más albos que la espuma,
y el cuerpo de la Indú forma un esquife
y en él navega con misterio sumo
un extraño jerife.
Ya los cisnes no son. Y ya en un manto
el jerife está envuelto, y en la diestra
el lirio sacro, el loto,
devotamente muestra.
Y ya desde el oriente más remoto
el mar de prueba cruza. La danzante
se ha transformado en agua y nube y viento
al torbellino de un girar violento
sobre un centro de fuego centellante.
Y gira y gira y queda serenado
su volteo sin fin que se ha trocado
en un loto gigante.
¡Oh, la sagrada ofrenda: cómo brilla
tornasolada y recamada de oro!
Pasmado en el recinto queda el coro
ante esa enorme flor de maravilla.
Súbitamente dan un estallido
collares y aros; simultáneamente
los sones cesan y de pie en la alfombra
entre inciensos y velos queda extática
la Indú, triunfal, hierática,
sumida en el Gran Ser que no se nombra.
Al huerto han sido abiertas
ventanales y puertas,
y al frescor de los verdes naranjales
la bayadera anima sus nasales
combas con tal fruición y abre tan lenta
la noche ardiente del mirar, que alienta
todo bien, se creyera, en su fatiga.
Y sonríe al Sultán que, incorporado
ante las quietas gentes del estrado,
dice: - ¡Alá te bendiga!
FASTEL DE ALONSO.
— E^LJ^v^^
>>^—
I
{Por la tarde, en la biblioteca del club. Al-
berto, hundido en un;sofá de cuero, paladea
un San Martín y va a morder una papa frita,
redonda y dorada como una moneda, cuando
aparece Luis, su amigo. Le llama y le invita a
sentarse a su lado. Luis acepta. Al sentarse,
tose y estornuda.)
Alberto. — ¿Resfriado?
Luis. — Naturalmente. Agosto es el mes de los
catarros. Por todos lados narices encarnadas, vo-
ces enronquecidas, ojos llorosos.
Alberto. — Colazos del Colón. Habrás pescado
ese resfrío en el túnel, mientras esperabas el coche,
después de algún Rigoletto mediocre o de alguna
descolorida Sonámbula.
Luis. — ¡El Colón! ¡Quién habla de eso ahora!
Alberto. — La verdad. Buenos Aires, como
todas las grandes ciudades y tal vez más que otras,
es olvidadizo y cambiante.
Luis. — Claro está. Hemos asistido a los espec-
táculos, buenos o malos, poco importa, de nuestro
gran teatro, por simple convencionalismo mun-
dano. Concluido el ciclo de los abonos — par, im-
par — nada nos interesa de ellos, nada sobrevive.
Alberto. — Bien lo sabe la empresa y así nos
trata: óperas viejas, artistas mediocres, pésima
orquesta. . .
Luis. — ¿Y la Barrientes? ¿Y Titta?
Alberto. — Eso es para despistar, como en el
cuento.
Luis. — Bah. Deja esas recriminaciones para
algún wagneriano enragé, para Ojeda o Jorge
Cabral.
Alberto. -- Eliges mal. Jorgito, en su diversi-
dad, encarna precisamente lo que tiene de cambia-
dizo y de fugaz nuestro mundo porteño.
Luis. — Cierto. Es la actualidad andando. Des-
de la llegada de Ortega y Gasset, se pasea con
Kant debajo del brazo y habla gravemente de la
Critica de la razón pura y del Paso de los princi-
pios metafísicas de la naturaleza a la física.
Alberto. — No hablemos de eso por favor.
Prefiero Marquina y su verso amplio y sonoro, con
pliegues de capa española.
Luis. — Veo que te actualizas. Pero apúrate,
que ya viene Guitry y pronto será demasiado tarde
para discurrir de la Guerrero y de Díaz de Mendoza.
Alberto. — No he perdido una sola noche del
Odeón.
Luis. — Has hecho bien. En medio de nuestro
cosmopolitismo creciente, necesitamos oir de tiem-
po en tiempo el grito de la sangre. . .
Alberto. — O su canto.
(3a6aS CUU2 poéom^
Luis. — Necesitamos sacudir el polvo de nues-
tro materialismo, volviéndonos hacia el pasado
romántico y maravilloso, y esas piezas del poeta
español que huelen un poco a rancio, si tú quieres,
pero en las que se destacan, como en primoroso
tapiz, las figuras representativas de la raza, esas
piezas... ¿cómo diré?...
Alberto. — ¿Infladas?
Luis. — Sí. Pero infladas como las velas de los
barcos, que arrastran y que son bellas...
Alberto. — Vas a concluir miembro correspon-
diente de la Real Academia, como Del Solar y
Ernesto Quesada.
Luis, — Preferiría concluir vendiendo, como Pa-
gés. un toro en 50.000 pesos.
Alberto. — ¡Adiós romanticismo y capa espa-
ñola! ¿Fuiste a la Rural?
Luis. — Fui. ¡Soberbio espectáculo!
Alberto. — ¿El discurso de Calderón?
Luis. — Bueno. Pero prefiero sus discursos di-
plomáticos.
Alberto. — ¿Y a la interpelación sobre la es-
cuela intermedia?
Luis. — Fui también. Triste espectáculo.
Alberto. — ¿Por?
Luis. — Por lo insidioso y amargo de un debate
que oculta bajo el oropel de una gran cuestión na-
cional la negrura de rivalidades personales.
Alberto. — Es la política. «La democracia, ha
dicho Jules Delafosse, es igualadora a la manera
de la guadaña. Corta a flor de tierra toda superio-
ridad. Tiene la envidia por consejo y la nivelación
como fin.»
Luis. — Vas a concluir miembro correspondien-
te de la Academia francesa.
Alberto. — ¿No te parece una crueldad inútil
interpelar ministros un mes y días antes de su
desaparición? ¿Llevarlos a la arena del Congreso,
a defenderse. . .
Luis. — Morituri te salutant.
Alberto. — ...cuando tienen, en esta hora
crepuscular, tantos motivos para estar tris-
tes y desganados? Moyano se ha adelga-
zado. Calderón ha perdido mucho de su
buen humor viejo-régimen. Sáenz Valiente,
ante la idea de retirarse del Ministerio, re-
suelve retirarse también de la Marina. Se
teme que atente contra sus días.
Luis. — El único imperturbable es Mura-
ture. Cuando lo veo tan tranquilo e indiferente
pienso en lo que decía La Bruyére: «sólo coloco
por encima de un gran político al que descuida
de serlo y se convence cada vez más de que el
mundo no merece que se ocupen de él.>)
Alberto. — Y ¿sabes algo de los posibles suce-
sores? Es el juego del día. Todo el mundo tiene su
datito y apuesta por él.
Luis. — Juego, en apariencia. En realidad es la
angustia del día. Todo el mundo tiene su ambi-
cioncita y tiembla por ella.
Alberto. — Ardua tarea la del futuro gobier-
no, frente al apetito agresivo de los que aspiran a
entrar en el presupuesto y cuya divisa es: sal de
ahí que yo me ponga...
Luis. — Y frente al apetito defensivo de los que
están adentro y cuya divisa es: f'y suis, f'y reste. . .
Alberto. — Se dicen muchas cosas, se pronun-
cian muchos nombres: Marcelo Alvear, Fernando
Saguier, Julio Moreno, Enrique Larreta.
Luis. — Es una enumeración tranquilizadora
que supone muchas cosas: buena ropa, buena li-
teratura. . . Es una lista color de rosa.
Alberto. — Bien venga después de tanta lista
negra. Se hacen siluetas como para los noviazgos:
el de relaciones exteriores será un hombre de fortuna,
de gran apellido, que haya vivido en Europa, etc.
Luis. — Sólo faltaría añadir que se llama como
una batalla y que tiene la edad de un gran prín-
cipe europeo. . . Lo que te puedo asegurar es que
algunos de los nombres que se pronuncian saldrán.
Yo tengo un buen informante y...
Alberto. — ¿No digas? ¿Tú también?
Luis. — Sí. Un viejo radical, de los del Parque.
Precisamente come aquí conmigo, esta noche.
¿Quieres acompañarnos? Ahí viene. . .
Alberto. — (Aceptando.) ¿Se ve con Irigoyen?
{Ambos se ponen de pie y van al encuentro del
recién llegado.)
Luis. — {En voz bafa y con aire misterioso:) No.
Pero tiene una hermana casada con un sobrino
de un cuñado de un amigo íntimo de Hipólito.
(Salen.)
Sparklet.
DIBUJO DE ALONSO.
— ir>LJV^^ X • , I I-? >X—
Reconozco que es mucha pretensión la mia: pe-
ro quisiera saber en qué forma, por qué causa, en
qué punto cuaja la idea en nosotros, y pasando
de lo abstracto, se concreta y entra en el campo
de las realidades. Supongamos que este fenómeno
tiene gran analogía con la formación de los mun-
dos: la condensación de la nebulosa, que en este
caso bien puede ser la condensación de la idea.
De ser asi. ya tenemos un centro, un núcleo, un
punto de partida. Bueno. Y ahora, ¿en qué lugar
se posa el núcleo? ¿En qué momento abandona el
campo de las abstracciones para entrar en el de
las realidades? Estas preguntas me las hago a cada
momento, y como las contestaciones no me sa-
tisfacen, voy a verme en la necesidad de poner
un aviso en «La Prensa» a ver si encuentro un ser
caritativo que me saque de dudas.
¡Y es que estas investigaciones metafísicas son
asunto bastante más difícil que agarrar un trom-
po con la uña!
Todo esto viene de querer conocer los orígenes
del deseo que ha nacido en mí de publicar un libro.
Un deseo fuerte, enérgico, rotundo, obsesionante;
especie de imperativo categórico que no me aban-
dona, que pesa como una ley que no admite chi-
caneos. ¿Será un extravío de la imaginación
o una necesidad del espíritu? Porque, recién em-
piezo a darme cuenta que la publicación de un
libro ha de ser una cosa medio seria, y yo ni
tengo nada importante que decir, ni estoy prepa-
rado como esos mozos que están preparados.
Porque un libro... es un libro, amigo. ¡No es
juguete! Hace falta ser corajudo para lanzarse
ahora, con lo caro que está el papel, a publicar un
tomo de doscientas páginas, que hay que llenar
con algo que interese; y hoy por hoy, sé muy bien,
por observaciones personales, que no se lee más
que los telegramas de la guerra, la sección policía y
la sección tribunales, para ver que comerciante se
ha ido al tacho por falta de plata.
Y es una lástima, porque mi libro sería algo
macanudo, algo que seguramente llamaría mucho
la atención en las vidrieras bajo el sugerente car-
telito «Libro nuevo». Yo ya lo veo paradito no
más. presentándose a las inquisidoras miradas de
los amantes de las buenas letras, con su tapa ele-
gante, decorativa y sencilla. En ella el símbolo
de la obra en dibujo estilizado, muy moderno,
muy confuso, muy abigarrado, a tres o cuatro
tintas planas, sobrias, de tonos neutros; arriba mi
nombre con letras que nadie pueda leer, para
conservar el misterio, y las iniciales en rojo es-
carlata. En la parte inferior del dibujo el titulo
de la obra, también con caracteres ilegibles, de-
talle importantísimo, porque, ahora, todo lo que
es confuso tiene signo de distinción. Ya lo veo
como si estuviera hecho, y ¿quieren ustedes creer
que me están dando ganas de entrar en la librería
y comprarlo como si fuera verdad?
Después de la portada una página en blanco.
En la siguiente y en la parte superior, otra vez
mi nombre; en el centro repetido el titulo, y abajo:
«Buenos Aires — Imprenta de Fulano de Tal (el
que sea), y el año: 1916». Hasta ahora me parece
que no hay nada que observar. ¿Verdad? Adelante.
Después, a la vuelta de la otra página, y en
tipo muy pequeño «Es propiedad. Queda hecho
el depósito que marca la ley». Yo no sé que depó-
sito es ese que marca la ley. pero ha de ser algo
muy importante, porque lo tienen todos los libros.
¿No será una garantía, en efectivo, para responder
de los daños y perjuicios que pueda ocasionar,
como obra literaria, al desprevenido lector? En
fin. pronto saldré de dudas, porque pienso pre-
guntarle a un amigo que es procurador y ahora
reparte «La Nación», por la mañana.
En la página subsiguiente la dedicatoria. ¿Có-
mo le pondría? ¿Dedicatoria. Pórtico. Introito?
A mí me gusta más la palabra «Pórtico»; suena
bien y es más clásica, más griega. El Luis XV
cayó; se abusó mucho del estilo en los edificios y
los muebles, y cayó. Ahora todo es heleno, hasta
el heno de Pravia, que anuncian los periódicos es-
pañoles.
¿Y el título? ¿Dónde me dejan ustedes el títu-
lo? Este punto es importantísimo y tengo pensado
varios, pero como todavía no sé lo que voy a escri-
bir, tampoco sé por cual decidirme. Los pongo a
continuación para que no se me olviden y por si
el día de mañana pudieran aplicarse al tema que
fatalmente tengo que desarrollar. Uno de ellos
puede ser: «El superhombre», y algunos creerán
que está escrito por Nietzsohe en colaboración con
Óyhanarte y lo comprarán a ver lo que dice.
Otro: «El secreto del Yum-Yum»; huele a misterio
de policía oriental, pero es más propio para una
cinta cinematográfica que para un libro. Y por
último, a pesar de que sé que se presta para la fa-
rra, el que más me gusta a mí es éste; «Arte-facto».
Lo van a leer como una sola palabra, ya lo sé,
pero no me importa. Lo importante es otra cosa:
lo importante es que si al fin me decido y des-
arrollo un tema de arte, no será muy difícil que
me encuentre, después de terminado el trabajo,
con que alguien haya tenido la misma idea que yo
y salga por ahí otra obra hablando también de
arte. Sería una coincidencia que me ocasionaría
una seria contrariedad. ¡Un tema tan nuevo y de
tanto lucimiento! Pero, se escribe tanto en el
mundo, que ¡vaya usted a saber!
Bueno; ahora supongamos que ya está el título,
que si no es «Arte-facto», será otro, y sigamos con
la presentación del libro. El texto ha de estar
compuesto en cuerpo nueve o diez, elzeviriano y
con interlineas para que se lea fácilmente, con-
dición que le hace simpático e incita a la lectura.
A más. bastante margen, mucho margen, de mo-
do que las páginas se pasen muy rápidamente.
Un signo de suficiencia y con el que pienso des-
lumhrar es la cantidad de vocablos raros que
he de intercalar en el texto y han de entrar
quieran que no, pues con ellos ganaré fama
de suficiencia. Vean
unas muestras que
tengo preparadas y a
ver quién es capaz de
sospechar, después de
leerlas, que soy un ig-
norante. Gnóstico, eu-
trapelia, pródromo,
aledaño, eubolia, en-
telequia. introspec-
ción, numulario y
conticinio. Al final del
libro, el colofón, que
es el broche con que
pienso cerrar la joya,
precedido del índice y
la fe de erratas. Si
por casualidad no las
hubiera, las haremos
después, por que un
libro que carece de fe
de erratas revela poco
esmero, y que no se
ha repasado. Y por
último, en el centro
de la contratapa un
pequeño dibujo con
una antorcha, o la
cabeza de Minerva o
las dos cosas juntas.
Yo confío. — y de
ilusiones vivimos to-
dos. — que va a ser
un éxito, un verda-
dero éxito; pero a una
cosa me resisto y me
resistiré por mucho
que me 'o pidan. No
quiero publicar mi re-
trato; es un detalle que me parece de mal gusto.
Y no es porque no tenga fotografía, que la tengo
y muy buena, formato salón. En ella aparezco
con la frente apoyada en la mano derecha, leyen-
do un libro, con un efecto de luz a lo Rembrandt.
soberbio, el pelo un poco revuelto, y la corbata
suelta, artística, parezco un genio o un actor
nacional.
Como puede verse, todo, absolutamente todo
está minuciosamente cuidado y no falta ningún
detalle esencial para llevar a cabo la obra.
Vamos, que se cae de maduro. Y ahora, díganme
sin andar con vueltas: ¿no es una verdadera
lástima que se malogren mis deseos por no
tener nada que decir? ¿No es de lamentar que
por la pequenez de tener el cerebro completa-
mente vacío, renuncie a tan nobles aspiraciones?
Y por último, si llego a convencerme que todo
esto no es más que una manifestación de vani-
dad para darme corte, exigiendo inútilmente a
mi imaginación lo que ella no puede dar, reco-
pilo todo lo que ignoro, lo mando a la imprenta
y hago un libro que va a ser un exitazo; lo
garanto.
'beüdD de/
/Vitonio CifkinitiqiK?
clibujo? de>
SiPío
M
>>x—
* Niñas, deben ustedes a su cuerpo
reverencia máxinna. Aprendan ustedes
las leyes que enseñan a conocerle, y a
conservarle su belleza y salud. Apren-
dan ustedes a hacer ejercicio, desechar
la pereza. . . acuéstense temprano, jue-
' guen al aire libre, madruguen ustedes
como alondras, y canten como ruise-
ñores.»
(Carias a las mujeres de España, por
G. Martínez Sierra.)
Nunca mejor aplicado este párrafo del ad-
mirable libro que he hojeado momentos antes,
al hallarle en el correo de la mañana, junto
a las interesantes fotografías que han de ins-
pirar el trabajo del dia. . . Sepan ustedes que
al sentarme ante !a mesa, he de hacerlo siem-
pre con aquella ilusión de la que ambiciona
llevar a cabo su tarea, poniendo en ella lo
mejor de su espíritu y de su alma, con la
desmedida pretensión de conquistar el inte-
rés, y hasta la afectuosa simpatía de mis lec-
toras.. . pero bien pocas veces me ofrecen
las circunstancias tema más atrayente para
mí, más cautivador para los que me lean, o
los que sólo hojeen indolentemente Plvs
Vltra, y habrán de detenerse a contemplar
rostros que, siendo tan juveniles, inspiran
mayor interés que por su belleza, por la in-
tensa expresión que parecen irradiar esos
ojos tan claros, o tan obscuros...
Pero no crean ustedes en las apariencias,
y que hemos de hablar esta vez de poemas o
romances: nos llama hoy la vida imperiosa,
radiante de luz, henchida de savia generosa:
¡la vida al aire libre, enfin, y los deportes que
han de hacer desechar a las porteñas, la pe-
reza y el hastío, que han de convertirlas, tam-
bién, en alondras y ruiseñores!
Merece mención especialísima, entre las
fervientes adeptas a los deportes, en nuestra
alta sociedad, la señorita Celia Sommer: su
fina y aristocrática silueta se desliza sobre
GRUPO DE SEÑORITAS DE NUESTRA ARISTOCRACIA, QUE TOMÓ PARTE EN UNO DE LOS ÚLTIMOS CONCURSOS HÍPICOS REALIZADOS EN LA SOCIEDAD
SEÑORITA CELIA SOMMER, UNA DE LAS MAS ENTUSIASTAS SPORT-
V/OMAN ARGENTINAS, RECIBIENDO UN PREMIO DE MANOS DEL DOC-
TOR BENITO VILLANUEVA.
el hielo del Palais. con giros de golondrina. . . La mirada de sus negros ojos, parece más
profunda aún. bajo el oro de sus cabellos, que oprime la sobria toca de patinadora; cuan-
do creemos verla próxima a nosotros, una rápida «glissade» la aleja como fugitiva visión,
que evocara todo el encanto de las leyendas escandinavas, y parecerianos inverosímil,
que esas manecitas que se nos antojan tan débiles, y que imaginamos han de entrelazarse
sólo para abarcar flores de ensueño, sepan dominar con maestría de impecable amazona,
el brioso «Bala Fría» elegido siempre por ella para los concursos hípicos, en que ha des-
collado por su actuación excepcional: baste mencionar, que han sido sus competidores
en uno de estos concursos, veintitrés caballeros, en su mayoría militares, y que ella fué
anotada en e! cuarto puesto; no es, pues, de extrañar, que el doctor Benito Villanueva, a la
sazón Vicepresidente de la República, qui'-.iera entregarle personalmente el primer pre-
mio, que consistía en un látigo con el cabo guarnecido de rubíes, trofeo que acompaña,
como una nota de coquetería femenina, las medallas y copa? de plata que la acreditan
como invencible amazona. .
Al ver, luego, la silueta gentil que viste en nuestra página tan coqueto traje de so¡ree,
y cuya actitud entre indolente y soñadora contemplo largamente, parecería aventurado
el dato que la acompaña, consagrándola como la mejor jugadora de «Golf* en la Argentina;
sin embargo, a todos consta que no hay en los •links-» jugadora más diestra, ni más ágil,
tan enérgica y tan flexible a la vez. . . Ha conquistado Raquel Aldao uno de los primeros
puestos, entre las aficionadas a diversos deportes; como amazona ha figurado en varios
concursos, ocupando sitio muy distinguido al lado de Celia Som.mer. Amazona tan intré-
pida como sus compañeras, es también Alicia Richard Lavalle; pero tienen para ella es-
pecial atractivo el «yachting» y el «remo*: tal vez es por esa causa, que su mirada, clara
y serena, parece haberse impregnado de tanto cielo...
Negros y profundos, irradiando la dicha de vivir, son los ojos de Mana Teresa Guernco,
la eximia patinadora, que al lado de Carmen Hunter, ha merecido los primeros premios
de patinaje, tanto aquí como en el extranjero, destacándose siempre por la flexible ele-
gancia de sus actitudes, y digámoslo también: por el irresistible en-
canto de su gracia juvenil...
Y esa gracia sugestiva, que impera en el grupo en-
cantador cuyos rostros iluminaron, para mí, la brurno-
sa mañana de agosto, sería para el ilustre Martínez Sie-
rra, poderosísimo argumento para la eficacia de sus
consejos a las perezosas madrileñas. . .
SEÑORITA ALICIA
RICHARD LAVALLE
QUE CULTIVA CON
GRAN ACIERTO
LOS DEPORTES
DEL YACHTING V
EL REMO.
La Dama Duende.
SEÑORITAS CELIA
SOMMER V MARÍA
TERESA GUERRI-
CO, DOS EXIMIAS
PATINADORAS.
X i.n^t^.-^K—
La iampara que esta 5ot>rc ir.i pscntuno vier-
te d« D«K> U luz sobre el papel en que escribo.
haciendo mis diáfana su blancura: blancura
qoe Tor manchando con mi ptunu que car^o
d« tinta, para ir formando estos garabatos que
a dvrat penas tratan de dejar traslucir el esta-
do de nd «spintu.
Todas las almas son páginas en blanco, hasta
que las vicisitudes de la vida, con letras de
sancre. escriben en ellas lo que no se borra
iamis!
«Fulana de Tal», la incúeníta de que me val-
co me da valor para exponerte el estado de mi
alma... la ancustia en que vivo ha embotado
mis sentidos... ya no tenpo presentimientos...
•I derrumbe es deñnitivo...
Dice Martínez Sierra: que para el amor can-
sado se ha inventado una frivola palabra —
tibñéo — que no es dolorosa: para el cariño roto
DO ba podido encontrar palabras con que dis-
frazar el dolor, y se llama: dolor. . . ni más ni
«Fulana de Tal*, amiga mía... deja que te
llame asi aunque no te conozco, pues nos une
en la vida la misma causa: sufrimos... sólo
que tú dices, resignada: «¡así es la vida!* Y yo,
en un (rito de protesta que me sale del fondo
del alma: {qué injusta es la vidal. . .
Todo es silencio en derredor mío. . . sób He-
can a mi ofdo las notas sueltas de una música
alegre que suena sobre mi cabeza en si depar-
tamento de más arriba, y aunque me distrae
involuntariamente... no dbminuye mi triste-
za, mi espant3Sa tristeza... que me agobia,
que me aplasta... [como si llevara un mundo
sobre los hombros! Tú dirás: «[Así es la vidal*
Te consume a tí la tristeza, pero hay otros que
son didiosos... y quién sabe si no es una ley
de compensación; U alegría que huye de tí
porque la pena la vence y la desabja de tu
corazán, busca cabida en otro llevándole tu
parte de felicidad...»
En nada creo ya. sólo el dolor es la única
verdad. El estado normal de las almas es la
tristeza... la alearla y el bullicio es fiebre del
espíritu.
iOué injusta es la vidal iQué triste es la vidal
por la que se va sembrando cariños. . . dejando
gotas de sangre en todos los corazones queri-
dos... dando lo mejor de nuestro ser ínti-
mo... apurando con avidez txlas las amar-
guras, para despejar el camino que han de se-
guir aquellos aeres queridos... dejando en la
áspera senda pedazos de nuestra carne...
quebrando las espinas para que no se hinquen
en carne de ellos. . .
lOué injusta es la vida! Esos seres por quienes
DOS hemos anulado sacrificando nuestras más
íntimas expansiones, se vinculan a nuevos cari-
ños más poderosos... más fuertes... Ya no nos
siguen, han pasado delante de nosotros... se
van. . . se alejan. . .el corazón sangrando corre
tras ellos. . . La esperanza, que es la única feli-
cidad, les pone alas. . . y vuelan siguiendo las
ilusiones que nunca serán realidad. iQué no
vuelvan jamás la espalda a la vida por temor
al porvenir. . . aunque yo no vea más la luz de
sos oiosl . . .
¿No es desconsolador y desesperante que
cuantas razones tengo no sirvan sino para ha-
cerme comprender mi debilidad?... i Y mi im-
potencia para librarlos de amarguras y triunfar
de las crueldades de la vida!
HFutana de Tal*, quiero que me enseñes re-
signación... que resignación es conformidad,
y ésta debe traer calma al espíritu!. . .
Bbthlém.
LA SEÑORA HERRERA DE TORO, CON SARMIENTO, EN SU QUINTA DE SANTIAGO
DE CHILE.
Siendo presidente don Domingo F. Sarmiento, fué personalmente a ver a
doña Dolores Lavalle de Lavalle, llevándole un álbum, en el que figuraban
escritos de don Bartolomé Mitre, Vicente Fidel López y otras personalidades
que debían atenciones a la distinguida matrona chilena doña Emilia Herrera
de Toro, figurando también muchas firmas de señoras. Como Sarmiento le
pidiera a la señora de Lavalle que escribiera algo, Misia Dolores Lavalle
contestó:
— ¿Qué puedo escribir yo al lado de las firmas que figuran en ese álbum?
— Usted tiene mucho corazón, señora. . . y eso basta — dijo Sarmiento.
Y la distinguida matrona argentina, a quien llamamos cariñosamente «Misia
Dolores», escribió la nota que transcribimos, en ese álbum que fué enviado a
la señora de Toro, como un homenaje de amistad y cariño de los argentinos.
< Profeso el culto de los recuerdos, y ellos forman una parle de mi hogar.
Hoy este está de gala. Viene hasta él el nombre de una noble chilena que fué,
en la hora de la desgracia, la amiga y protectora de ios argentinos: y ese nombre
querido lo pronuncia uno de los más ilustres hijos de mí patria.
Yo debo a Chile toda la gratitud que inspiran las primeras emociones dulces
que se experimentan en la vida.
Fué allí donde encontró asilo el cadáver perseguido de mi padre. Fué alli
donde su familia halló generosa hospitalidad en los días de la peregrinación, y
en los hijos de mi hermana tengo lazos que me unirán siempre a Chile.
Señora: Vos que poseéis todas las virtudes, y que habéis colmado de beneficios
a los argentinos que la desgracia y la tiranía arrojaron de su patria, permitid
que consagre aquí mi gratitud, haciendo votos porque el Altísimo derrame sus
bendiciones sobre los dias de vuestra noble vida y conceda a vuestro espíritu la
paz serena de los elegidos del Señor.
Dolores Lavalle de Lavalle.
En mi crónica anterior, lecto-
ras mías, os hablaba de los mil
detallas de la vida que constitu-
yen la llamada frivolidad feme-
nina, y os decía que toda mujer
debe pensar en ellos y cultivarlos
si quiere mantener el fuego sa-
grado de su hogar.
Hoy me he sentado a escribir
esta segunda charla con el ánimo
de puntualizar sucesivamente es-
tos detalles de nuestra frivolidad,
y no pensé que acudirían tan en
tropel a mi pluma luchando por
ser los primeros en saltar sobre
el papel, ni que formarían tal
confusión en mi cabeza, pues
difícil me ha sido coordinar las
ideas, ordenarlas y darles forma,
al menos, comprensible.
Empezaré por las visitas. . .
Las visitas, que fueron en un
tiempo el más agradable de los
placeres de la vida frivola feme-
nina, se han convertido hoy en
el más atroz de los suplicios, gracias a la mo-
da ridicula de nuestros días de recibo, sobre
todo de esos «días de recibo con taxímetro»,
como dice una simpática dama de nuestro
gran mundo, que hoy, después de haber estado
varios años en Europa, vive entre nosotros,
conservando en sus costumbres el sello aristo-
crático de las grandes casas europeas.
¿Hay nada más ridículo que ese horario esta-
blecido para recibir?...
Lunes, de 5 a 7. . .
Ya se sabe. . . dos horas de supUcÍD, de apre-
turas, de jubileo inaguantable en las que, ni la
dueña de casa puede tener un rato de expansión
con sus amigas, ni las visitas pueden, a veces,
sentarse cómodamente un momento...
Pero en cambio la calle estará llena de coches
y con ello el comentario tiene ya comidilla para
toda la semana.
Que en casa de Fulana hay tres cuadras de
coches. . . Que la gente no cabía en la sala. . .
Que estaban todas las copetudas...
Todo esto, naturalmente, se lo van a contar
«las amigas* a la que más «castellanamente*
recibe a sus relaciones todas las tardes, o tiene
un día en la semana dedicado a recibir, pero
sin hora fija.
¿Por qué esa limitación de tiempo, estable-
cida hace poco en nuestros «días de recibo*?
Por pura vanidad; por el simple placer de ver
la casa llena de gente.
Casi siempre, estos días de recibo, se combi-
nan a base de teléfono, recolectando gente para
que Menganita o Zutanita, que Justamente tie-
nen el mismo día de recibo, no
vayan a dejarla sin «dientas»
para el té.
Y muchas veces, ¡qué té, Dios
mío! ... En algunas casas se con-
serva todavía la desagradable
costumbre de llevar a la sala el
té en bandeja, servido a gusto
de los criados... Sencillamente
por la eterna hipocresía huma-
na.. . Porque la dueña de casa
no tiene mantelería de encaje, o
porque su juego de té no es de
plata, mortifica a sus visitas
obligándolas a realizar mil equi-
librios cada vez que entra al
salón una nueva señora. Cuanto
mejor es llevar a sus amigas al
comedor, por modesto que sea,
para ofrecerles alli un té bien
servido y a gusto de todas, con
lo cual se da una nota de sen-
cillez que ha sido y será siempre
una demostración de buen gusto.
Esa sencillez, y esa forma de
hacer agradable su casa, la poseen las que han
tenido el aprendizaje con sus padres y sus her-
manos, que ha de servirles después en el hogar
para con sus maridos y sus hijos... Cuando
desde temprano se cultivan en una jovencita
esas pequeñas obligaciones, que se convierten
en base de la felicidad de las mujeres casadas,
insensiblemente se acostumbran a adivinar los
deseos de aquellos que las rodean. Y si fuera
más general que las mujeres supieran «servir
té», no se verían las confiterías llenas de ca-
balleros y jove.ncitos conocidos.
Y ya que han salido a colación los hombres,
no quiero terminar esta charla sin hablaros de
otra observación que he hecho en las visitas.
¿Por qué razón en Buenos Aires están ex-
cluidos los hombres de los días de recibo?
Pocas son las señoras que en esos días logran
ver en sus salones al sexo feo, y no ha faltado,
por cierto, el comentarlo que condena a ciertas
hospitalarias damas que, siendo viudas, reci-
ben la visita de caballeros en su casa!...
En Europa, la mujer comparte con el hom-
bre sus deberes sociales; en su casa, hace con
él los honores en los días de recibo; con él vi-
sita, y con él pasea.
¿Por qué, entonces, nosotros, que vivimos
imitando la vida europea, y no siempre con
acierto en nuestras elecciones, no tomamos
esas costumbres, hijas de la experiencia, que
practicaron nuestras abuelas y que hoy sus
nietas tienen tan echadas en olvido?
ROXANA.
¿QUIERE VD. SABERLO?
ClAsica. — Me gustaría conocer tu nombre,
y entonces aceptaría, para publicar en estas pá-
ginas, la carta a que haces mención en tu in-
teresante misiva. Ya ves que todas han dado
sus nombres, junto con sus opiniones, en la
«encuesta» recientemente publicada. La Gue-
rrero es muy inteligente, creo como tú; y sacará
el partido que más le convenga de tus obser-
vaciones.
Ignorante. — «Plvs Vltra» se aceptó para
título de la revista, entre la cantidad enorme
que enviaron con motivo del concurso que se
abrió.
*Plvs Vltra» tiene su origen histórico: figura
en la condecoración de Isabel la Católica, fun-
dada por Fernando Vil de España; se institu-
yó para premiar a los españoles que hubieran
prestado eminentes servicios en los dominios
de América. En el anverso de la cruz de oro
que forma esta condecoración, y que pende de
una corona, olímpica, están las columnas de
Hércules, con el mote «Plvs Vltra», y los dos
mundos entrelazados con una cinta cubierta
con la corona imperial, y despidiendo rayos en
todas direcciones.
Con esta explicación creo que quedará satis-
fecha tu curiosidad, quedando siempre a tus
órdenes,
María Lebím.
ESPOSA DE S. E. EL
MINISTRO DE BÉLGICA.
Pregunta. — ¿Qué fué lo que más le Impre-
sionó a su llegada a Buenos Aires?
Respuesta. — Llegué a Buenos Aires el \.° de
junio de 1907. No existía entonces la Plaza del
Congreso, como tampoco el teatro Colón, ni la
actual tribuna del Hipódromo, ni otras muchas
cosas. Sin embargo, me causaron una gratísima
impresión la suntuosidad de los edificios, el as-
pecto animado de la Avenida de Mayo, y sobre
todo, la suprema elegancia de la sociedad por-
teña en las reuniones hípicas, lo mismo que en
el teatro de la Opera.
F. — ¿Qué cualidad o qué virtud le parece
a usted que caracteriza a la mujer argentina?
/?. — Son muchas; pero, ya que debo resu-
mirlas en una sola, diré: un gusto exquisito en
todo.
P. — ¿A qué mujer, de los países que usted
conoce, se asemeja más el tipo de mujer argen-
tina?
R. — Me parece que el verdadero tipo argen-
tino está todavía en formación. Hay mujeres
aquí que hacen pensar en la Andalucía; otras
en Roma, otras en París...
P. — ¿En qué ramo de la actividad le parece
a usted que la mujer argentina coopera con
más eficacia al progreso de la Nación?
R. — Los progre:iOs materiales de un país se
deben, por lo general, a la actividad de los
hombres. Creo, sin embargo, que la mujer ar-
gentina, por su admirable dignidad, en la bue-
na como en la mala fortuna, sostiene muy alto
el nivel moral y coopera, por lo tanto, muy
eficaz, aunque indirectamente, a la obra eco-
nómica y social dfl hombre.
Á*a- y7//*///j/r¿/
ESPOSA DE S. E. HL
MINISTRO DE BDLIVIA.
Pregunta. — ¿Qué fué lo que más le impre-
sionó a usted a su llegada a Buenos Aires?
Respuesta. — El hermoso edificio del Congre-
so y los bellos paseos de Palermo.
F. — ¿Qué cualidad o virtud le parece a us-
ted que caracteriza a la mujer argentina?
y?. — Su distinción y amabilidad en el trato
social, acompañadas de su belleza.
P. — ¿A qué mujer, de las que usted conoce,
se asemeja más el tipo de la mujer argentina?
R. — El tipo de la mujer argentina es espe-
cial, parecido, en su elegancia y gracia, a la
parisiense.
P. — ¿En qué rama de la actividad le pa-
rece a usted que la mujer argentina coopera
con más eficacia al progreso de la Nación?
R. — En el ramo de instrucción, de educación
moral y de beneficencia; trabaja con toda ab-
negación, y su entusiasmo es admirable en lo
que se relaciona con obras de caridad.
>>=v—
Sobre la divina arqui
lectura de Nuestra Seño
ra de París, cierto dia
nefasto, un aeroplano ale
man dejó caer una bomba
Se habló entonces de gran
des destrozos. Yo he que
rido ahora confirmar di
rectamente, por mis pro
pios ojos, la calidad y la
importancia de los per
juicios reales. Pero la di
vina catedral, más fuerte
que las bombas, está ah
como nunca, indemne
perfecta, arrogante.
No sé dónde cayó la bomba germana; no ha
dejado rastro de su acción homicida. Las dos
torres gemelas de la catedral se alzan como siem-
pre retadoras, ante los hombres y el tiempo, como
siempre bellas e insuperables. Los santos de piedra
que decoran el pórtico hacen como siempre sus
gestos piadosos. Ninguna piedra se ha movido.
Nuestra Señora de París está en salvo. Y al con-
firmar este hecho, ¿podré ocultar a mis lectores
que he sentido una alegría filial, una emoción de
agradecimiento y
de esperanza?
He penetrado en
la catedral con una
unción y un respeto
más grandes que
otras veces. ¡El pe-
ligro!... La reliquia
gótica ha estado en
peligro; lo está to-
davía. Y esta idea
del peligro inmi-
nente hace más que-
rida la joya me-
dioeval. ¡Que no la
ultrajen las bom-
bas! ¡Que pueda una
mano milagrosa
desviar el hierro de
la guerra! . . .
Pero al entrar en
el templo, una sen-
sación extraña se
apodera de mí.
¿Me habré hundido
tal vez en una ca-
tacumba?. . . Todo
está obscuro como
un subterráneo.
Los altares carecen
de luz, las velas
yacen apagadas, los
cirios no existen.
Por los ventanales
de los muros, a
través de las vi-
drieras policromas,
penetra una débil,
una vaga claridad,
y esto es todo.
No es mucho,
ciertamente. El cielo brumoso de París hace es-
fuerzos por arrojar un poco de luz sobre las na-
ves de la catedral; un poco de luz tímida, que presta
al templo una penumbra misteriosa y poética.
Sólo en un sitio se ven luces, cirios y lámparas.
Frente a una imagen de la Virgen, en una especie
de trípode, los fieles acuden a encender velas vo-
tivas. Las vende una mujer. Y los fieles, silencio-
sos, gravemente, después que han encendido su
vela votiva, rezan un momento y desaparecen.
Yo miro esas velas encendidas, y al mirarlas se
estremece mi corazón . . . ¡Cada una de esas velas
representa un muerto, o un herido, o un prisionero,
o un soldado que espera su suerte en el hoyo fan-
goso de una trinchera! Allá lejos, en el norte,
los seres queridos se comunican con la muer-
te; la Señora Muerte ronda entre los bata-
llones, escogiendo a este hoy, mañana al
otro. Y mientras los soldados están allá
lejos, las madres y las hermanas, los pa-
dres y los hijos no saben qué hacer para
ahuyentar a la Señora Desgracia. No
pueden, con sus débiles manos, desviar
la bala, ni alejar del pecho querido la
punta de la bayoneta; no pueden alejar la
enfermedad, la fiebre, el delirio, del pobre
cuerpo amado. Entonces recurren a lo
milagroso. Y encendiendo un cirio, en la
sagrada penumbra de Nuestra Señora, se
imaginan que alguien, invisible y todopo-
deroso, podrá proteger la vida del soldado. . .
Dos hombres, entretanto, se acercan al
pequeño altar. Visten el uniforme de la in-
fantería francesa. Son soldados, induda-
Crónica$íie^uiu.
blemente... Pero hace falta retener la vista
en sus uniformes, para cerciorarse bien de su
condición marcial. Ahora son soldados, porque
la patria lo ha querido; pero antes de la
guerra fueron sacerdotes, o frailes. Nada tan cho-
cante como ese uniforme militar, en unos hombres
de aspecto tan dulce, tan grave, en unos hombres
de catadura tan mística. Se han dejado crecer las
barbas, y esas barbas rubias y finas, que ellos pen-
saron que habrían de proporcionarles un poco de
marcialidad, les conceden, al contrario.' un aire
mucho más místico. Los dos soldados barbudos
parecen dos efigies de santos medioevales, arran-
cados del pórtico de la iglesia de Nuestra Señora.
La iglesia está muda, vacía, silenciosa. Yo me
complazco en recorrer sus naves obscuras, y me
imagino que un sacudimiento impensado ha hecho
huir el culto de la histórica iglesia. Se me ofrece el
imponderable monumento como un suceso histó-
rico, desprendido de toda necesidad cotidiana.
Subo a los corredores de la cornisa. . . Me asomo
a la balconada de las torres...
Desde allí arriba, desde el repecho que contor-
nea las dos torres gemelas, la mirada puede abar-
car el panorama entero de París. El Sena, cruzado
de numerosos puentes; el Louvre gigantesco; más
allá el Arco de Triunfo; después los bulevares; y a
lo lejos las colinas, tan caras a los bohemios, llenas
aíuÉmai
de rumores otrora, y hoy
tristes, en un silencio es-
pectante. El día es bru-
moso y frío. El cielo cae
sobre la ciudad como un
plomo oprimente. En el
fondo se destaca la silueta
férrea de la torre Eiffel.
Hay en el ambiente algo
como una espera; quizás
ahora mismo, de entre
as brumas, podrá surgir
un zeppelin. . .
Estando aquí arriba,
en lo alto de las torres de
Nuestra Señora, me acuer-
do de iin personaje; ¡Quasimodol ... El monstruoso
enano de Víctor Hugo renace de su tumba fan-
tástica y vuelve a vivir, en mi imaginación, una
nueva vida fantástica. A cada momento me fi-
guro que ha de levantarse a mi lado, melancólico
y grotesco, rodeado de sus amigos.
¿No recordáis?... Los amigos de Quasimodo
eran esas innumerables esculturas que pueblan las
torres, las cornisas, los aleros y los arbotantes de
Nuestra Señora. Todas esas esculturas las contem-
plo yo ahora en mi
rededor. Son imáge-
nes de santos, de
vírgenes y de que-
rubes. Forman una
población de piedra
que vive en el aire,
y que aquí arriba
mantiene sus colo-
quios divinos con
arreglo a una jerar-
quía celestial. Una
virgen de mármol
hace señas a un án-
gel; un santo pla-
tica con un ermita-
ño. La parte alta de
Nuestra Señora tie-
ne así una vida in-
tensa que se mani-
fiesta, por virtud
del arte, bajo el pa-
lio del cielo y bien
lejos de la otra vida
habitual, transito-
ria, que corre por
las calles.
Pero entre los
santos, las vírgenes
y los evangelistas,
sobre la techumbre
de Nuestra Señora
bulle una multitud
extraña, una pobla-
ción quimérica y fe-
bril, que los artífi-
ces medioevales de-
jaron ahí como de
capricho, como de
contraste o burla.
¿Qué hacen ahí
esos monstruos de piedra, 'representantes de las
más horribles sugericiones? La imaginación an-
tigua les ha dado el horror de una noche de fiebre.
En el ángulo de una cornisa vemos de repente
levantarse un animal fabuloso; tiene aspecto de
lechuza o de águila; pero no es águila realmente.
no es una lechuza; un manto monacal le da apa-
riencia de vieja. . . Más lejos, dominando la plaza.
se asoma un demonio, con su testa cornuda y su
boca crujiente. . . Otra quimera de piedra está en
actitud meditabunda; se le ha dado el apodo de
«El Pensador». . .
Y esas figuras extrañas, que contemplan la ciu-
dad desde el fondo de los siglos; esos monstruos de
piedra que han visto sucederse las glorias y los
crímenes de los hombres; esos habitantes de las
cumbres de Nuestra Señora, tienen hoy, en este
momento esencial, no sé qué significación profun-
da y palpable. . . ¡Ante la locura de los
hombres y ante el terror del París amena-
zado, los monstruos de piedra de Nuestra
Señora adquieren vida real y se suman a
la existencia cotidiana! ¡Mientras los hom-
bres enloquecen, el demonio de piedra, lla-
mado «El Pensador», piensa, en efecto,
con una sabia meditación de siete siglos,
que la humanidad permanece idéntica a
sí misma, y que el hombre, sea con ba-
llestas y lanzas, o sea con cañones del 75
ó del 420, siente una invencible volun-
tad de destruirse! ¿Para qué? ¿Por
qué?... ¡Oh. enigma tan eterno como
irresoluble!
París. 1916.
^s^'L^^rT:^ .^^—
^.^
FIN DE ESTACIÓN
DISOLUCIÓN DE SOCIEDAD
POR CESACIÓN DE NEGOCIO
)
DIBUJO DE ALONSO
— I^LJ^^-S
a\N
'%:
J
RefineriadeAceites
PUROS,
DE OLIVA
J,t)tíMPL»nii i
Importadores Exclusivos
PARA LA República ARGENTiNfi^
ífR[|)(ilW(¡UiJ0YC^BüeflO5-A,íes(
EL NUEVO ENVASE PORRÓN
PARA ACEITE DE OLIVA
(patente exclusiva de la casa JOSÉ BAU)
EL ACEITE ESTÁ ENCERRADO EXENTO
DE AIRE.-CADA PORRÓN ESTÁ LLENO
POR COMPLETO DE ACEITE.
HIGIENE Y ECONOMÍA
Significa una evolución importantísima en beneficio de los con-
sumidores de aceite fino de oliva, la creación de este nuevo envase
(Porrón) que resuelve de golpe las dificultades y deficiencias que
todos encuentran en los envases más o menos cuadrados.
LA ECONOMÍA E HIGIENE DEL ACEITE ENVA-
SADO EN PORRONES, en vez de en latas comunes, fácilmente
se demuestra:
Las latas comunes, por el hecho de no terminar en cúspide, no
pueden ser llenadas, haciendo el vacío de aire; contienen, por lo tanto,
aceite en contacto con aire encerrado.
Las latas comunes, por el hecho de no tener cúspide, no pueden
vaciarse completamente, siempre queda un gran desperdicio de aceite
en el ángulo correspondiente al orificio practicado para abrir la lata.
Las latas comunes, por el hecho de no tener cúspide, contaminan
el aceite así que se abren, porque la superficie es plana y caen sobre
ella materias extrañas (en la cocina o en la despensa), y cuando se
sirve el aceite, se contamina más o menos con dichas impurezas.
Hasta el aceite de botellas ofrece la desventaja de que !a per-
sona que toca el tapón con las manos o que lo deja impropiamente en
cualquier parte, al meterlo para tapar la botella, contamina la parte
interior por donde tiene que pasar después el líquido.
CON EL TAPÓN PATENTADO DEL PORRÓN
BAU, se garantiza la pureza del aceite hasta la última gota de su
contenido, por cuanto no se puede meter la tapa dentro del gollete:
lo cubre externamente (tapa por afuera).
NO SE ENCIERRA AIRE Y ACEITE DENTRO de los
porrones, porque cada envase se llena íntegramente y se cierra después
de practicado el vacío. La enorme ventaja de aislar el aceite del aire,
es el fundamento más esencial de este invento de la casa Bau.
NO QUEDA UNA SOLA GOTA DE ACEITE EN LOS
PORRONES VACÍOS, porque, rematando en cúpula cada envase,
se desliza hacia ella hasta la última gota de aceite.
NI EL hollín, ni EL POLVO, ningún cuerpo extraño,
ninguna impureza puede entrar en los porrones de aceite Bau, porque
resbalarían por la cúspide y por la parte de afuera de la tapa.
NO SE CHORREA ACEITE, no se pierde aceite como en
las latas comunes, porque, gracias a la disposición de la cúspide del
porrón y de su boca, el aceite sale sin correrse y sin derramar.
PÍDANSE PROSPECTOS EXPLICATIVOS.
NO SE HA AUMENTADO EL PRECIO.
El costo de cada porrón vacío, es igual al costo de la lata común
y, por lo tanto, la casa José Bau entrega el aceite en porrones a exclu-
sivo beneficio de los señores consumidores, sin el menor aumento de
precio.
DE VENTA EN TODA LA REPÚBLICA. PÍDASE
POR SU NOMBRE: "PORRÓN BAU".
Agencia del aceite "Bau", en Buenos Aires
Freixas, Urquijo y Cía. - B. Mitre, 1411
-i:?l;v^:s
EL VOTO FEMENINO EN FINLANDIA
^ COUROft/y^
parís fT
EXTRACTO
LOnORES
1
Locion
Las sufragistas británicas y norteamericanas, que tanto lucharon por la
conquista del derecho electoral, deben tenerles envidia a las mujeres finesas.
Sin incendiar castillos señoriales, romper vidrieras, detener caballos ma-
tando jockeys, apedrear presidentes del consejo y otras hazañas del bello
sexo sajón, las señoras y señoritas del Gran Ducado consiguieron ese ideal
femenino. Y conste que tal progreso, si progreso es el acto de elegir represen-
tantes, fué logrado bajo la soberanía de un poder casi despótico: el del zar.
La libre Inglaterra y los libérrimos Estados Unidos se opusieron siempre
al movimiento femenista.
En el Reino Unido, como en los demás países ahora beligerantes, la guerra
ha influido mucho en favor de esa cruzada. Cuando se esperaba que las muje-
res no sabrían más que llorar, ellas demostraron suficiencia y preparación
para labores reciamente varoniles. Terminada la guerra veremos lo que
conquistaron en definitiva. Los resultados de esta conquista tal vez nos
asombren.
Desde 1905 las finesas acuden a los colegios electorales del Gran Ducado,
y, como si se tratara de una sencilla visita a un magazine de moda, depo-
sitan su voto en la urna. Así, cumplidas sus 28 primaveras, cooperan a la
elección de los miembros que componen el Parlamento Nacional donde hay
representantes de los cuatro estamentos o estados: la nobleza, el clero, los
burgueses y los labradores.
Todavía no consiguieron, sin embargo, que entre esos 200 diputados haya
«diputadas». Electoras, mas no elegibles, las finesas tienen, por lo menos,
la seguridad de que influyen directamente en los destinos de su país.
No sabemos si en el Gran Ducado, como en otras partes, habrá tan poco
interés entre los hombres por el ejercicio del sufragio.
Quizás también se dé el caso raro de que voten las mujeres en donde el
sexo feo sepa, quiera y merezca votar.
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RACIONES AZTECAS.
Estos botellones, estas tinajas, estos trastos de barro que hay en casi todas
las cocinas mejicanas, estos «jarros de Guadalajara» son los vasos de tierra
cocida mejor decorados del mundo, y en cuestión de buen gusto, de calidad de
materia, de fantasía y de carácter, sólo los chinos los superan. En Tonalán
hay un arte nacional sui generis que, según dice un colega mejicano, no saben
alli estimar ni comprender.
La cerámica tonalteca — es necesario no confundir estos vasos de tierra
cocida hechos en «el lugar por donde sale el sol» (eso quiere decir Tonalán)
con los adefesios que venden en Tlaquepaque, ridiculas imitaciones de la ce-
rámica europea — la cerámica tonalteca es realmente una admirable maní
festación del robusto y multiforme sentimiento artístico de la vieja raza
azteca que puede enseñar a pueblos muy civilizados a fabricar vasijas de
barro maravillosamente decoradas.
Por la abundancia de materiales y la facilidad de su extracción, la cerá-
mica fué la primera forma del arte en todos los pueblos de la tierra. Platón
afirma que la manufactura de vasos de tierra, cocidos al sol o al fuego, fué
la primera industria humana. En efecto, en todos los pueblos primitivos
se encuentra invariablemente el arte de hacer vasos, como una de las pri-
meras manifestaciones de la inteligencia.
En los países donde la civilización llegó a un alto grado de desarrollo, los
vasos pintados fueron un objeto de arte. En Grecia constituían el premio que
se adjudicaba a los vencedores en las carreras de carros o de caballos; el
objeto cambiado entre huéspedes ilustres; la marca de alta distinción de so-
berano a soberano. En la vida de todos los pueblos, la cerámica ocupó siem-
pre un lugar prominente; pero en ninguna parte como en China llegó, y se
ha conservado, a tan alto grado de perfección. En Méjico, los artefactos
de tierra cocida tuvieron una gran importancia entre los aztecas y tolteoes,
como puede verse por los ejemplares que se conservan en el Museo Nacional
de aquel país y en las colecciones particulares.
Hoy se cultiva en los Estados de Puebla, Oaxaca, Guanajuato y Jalisco,
el arte de hacer vasos pintados, y tanto desde el punto de vista industrial,
como desde el punto de vista artístico, la producción es muy notable.
Tonalán es el pueblo más antiguo del valle donde hoy se asienta Guadala-
jara. Próspero y rico hasta la llegada de los españoles, hoy sólo conserva su
industria de tierras cocidas. Construido en la parte más elevada de una loma
aislada por grandes barrancas, carece casi por completo de agua, hasta para
los usos domésticos.
Cuenta con 3.500 habi-
tantes. Todos hacen y
decoran exclusivamente
vasijas de barro. En el
verano cultivan sus tie-
rras, que son propiedad
comunal. Los tonalte-
cas son sobrios, trabaja-
dores, pacientes y su-
mamente corteses.
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Desde la más remota antigüedad se conoce el
arte de obligar a las madreperlas a que produzcan
perlas artificiales. Instigado por la sed de rique-
zas, el hombre acude a esos Potosíes perlíferos
existente sbajo la superficie del océano. Son innu-
merables los aventureros que desdeñan el oro pre-
firiendo la pesca de las ostras, donde se cría ese
maravilloso adorno de las mujeres y de las coronas.
Pero es tanta el ansia de lucro, que se buscó
y encontró el modo de hacer que la naturaleza
se falsificase a si misma. Los japoneses y los me-
jicanos hicieron grandes adelantos en la materia.
Los europeos y australianos que en las costas de
Australia se dedican a pescar perlas, son en la
actualidad quienes mejores resultados logran. Un
método científico, que tiene sus procedimientos
PERLA DE GENERACIÓN ARTIFICIAL.
LA INDUSTRIA
DE LAS PERLAS
secretos, se emplea con buen
fruto.
El principio en que se apoyan
estos métodos descansa en una
verdad comprobada, la cual po-
dríamos formular de la siguiente
manera, parodiando el conocido
cartel fijado en el redil del vene-
rable ciervo de nuestro Jardín
Zoológico: «Se recomienda irritar
a la madreperla».
En efecto, parece que la perla
es una enfermedad de la madre-
perla, una especie de cálculo mór-
bido. Estos cálculos pueden ser
producidos por diversas causas:
lesiones orgánicas, excitaciones
debidas por cuerpos extraños,
presencia de parásitos, perfora-
ciones de la envoltura calcárea,
etcétera.
Aprovechando esta verdadera
debilidad de la ostra, los pesca-
dores se convierten en sembradores de perlas, o
mejor dicho, en envenenadores de madreperlas.
Algo así como el célebre método de proveernos
de pál3 foiegras, a costa del hígado del pato.
Respecto a la manera de realizar la pesquería,
S3 ha abandonado, casi por completo, los proce-
dimientos antiguos. Los esclavos de Ceylán y los
buzos de Corfú, que descs.ndían a varios metros
de profundidad agarrados a una cuerda provista
de un pedrusco, sin otro aparato que sus fuertes
pulmones, han sido substituidos por los buzos de
escafandra. Esto aminora los peligros, que, sin
embargo, son aún muchos.
Así pueden recolectar más cómodamsnte las
ostras perlíferas para luego depositarlas en cria-
deros especiales, donde se somete a las estériles a
ese tratamiento que ha de pro-
vocar la formación de perlas.
Las ostras que se pescan y
benefician en Australia pertene-
cen a un género característico
de la zona comprendida entre el
Mar Rojo y las costas australia-
nas: la meleagrina margaritífera,
subdividida en las especies me-
leagrina muricata y fucaia.
Las madreperlas americanas se
dividen en dos especies: la melea-
grina Calijórnica, que se pesca en
el golfo de California, y la melea-
ABRIENDO LAS MADREPERLAS.
grina squamosula, en las costas del Perú, Costa
Rica, Panamá y en las Antillas.
Aunque la industria perlera ss haya moderni-
zado, en cuanto al empleo de métodos de laboreo,
los pescadores siguen usando para sus expedicio-
nes el clásico buque velero de poco calado y tone-
laje. En la época propicia estos barcos se reúnen
en escuadrillas a lo largo de la costa donde abun-
dan los bancos perlíferos. Allí se recogen las ma-
dreperlas y se prepara la cosecha para el año si-
guiente.
Una verdadera novela es la vida de estos tra-
bajadores del mar, o caballeros de industria del
océano. Aunque las autoridades vigilan del orden,
la codicia interrumpe a menudo la paz, y sobre-
vienen riñas y latrocinios.
OBJETOr, NACARIZADOS.
¿SUFRE Vd DEL ESTOMAGO?
¿No tiene apetito? ¿Digiere con dificultad? ¿Tiene gastritis, gastralgia, disentería, úlcera
del estómago, neurastenia gástrica, anemia con dispepsia, una enfermedad de los intestinos?
Después de las comidas, ¿tiene eructos agrios, pirosis, vahídos, pesadez de cabeza, sofoca-
ción, opresión, palpitaciones al corazón? ¿Tiene usted DISPEPSIA y dolores al vientre, a la
espalda, vómitos, diarrea? ¿Se altera con facilidad, está febril, se irrita por la menor causa,
está triste, abatido, tiene por las noches sueño agitado? ¿Ningún remedio, ningún régi-
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Brindar a sus relaciones Oporto
"Ancla" DOM LUIZ, es evi
denciar buen gusto y distinción.
Este gran vino generoso reúne
todas las condiciones de un ob-
sequio delicado: halaga al pala-
dar, tonifica y deleita, a la vez
que por su situación privilegiada
le incumbe ser un activo factor
de culta sociabilidad.
Conviene se fije bien en la bo-
tella adjunta, y pida claramen-
te Oporto "Ancla" DOM LUIZ.
LA "TROIDES ALEXANDRa", MARIPOSA GIOANTESCA QUE MIDE 30 CENTÍMETROS
DE PUNTA A PUNTA DE LAS ALAS.
Ni los lepidópteros han dejado de aprovechar la maravillosa efica-
cia de la pólvora. Por su tamaño, por la delicadeza de su estructura,
las mariposas deberían encontrarse fuera del radio de acción de la
escopeta. Pero resulta que no solamente la luz que alumbra es su ene-
migo; también han de temer el resplandor de los fogonazos. Existen
mariposas que por sus dimensiones brindan al cazador un buen blanco,
el más delicadamente coloreado y policromo de los blancos.
La Troides Alexandra puede atestiguar la verdad de la anterior afir-
mación, ya que los coleccionistas la persiguen a tiros con una tena-
cidad incansable. Y puede decirse que esta cacería es mucho más
difícil que las cacerías de fieras.
La mariposa Troides Alexandra ss encuentra en la región septen-
trional de la Nueva Guinea. El primer ejemplar fué obtenido por Mr. A.
L. Meck y era una hembra. Le disparó un tiro con un fusil corriente y
lo envió por correo, para su identificación, a Fring Park, en donde
Mr. Walter Rothschild, el gran coleccionista, tiene su famoso museo.
Allí se reconoció que ss trataba de una especie completamente nue-
va, y se manifestó el deseo de tener un ejemplar macho, que Mr. Meck
consiguió dos o tres años después. Los machos de esa variedad
son extremadamente raros y bastante menos gigantescos. Sólo se les
ve, a ciertas horas del día, en los árboles cuyas flores están muy altas.
Es posible esperar muchos meses antes de ver un macho, al paso que
las hembras se ven con cierta frecuencia. Mr. Meok asegura que es
es una de las mariposas más grandes que existen, sino lamas grande:
las ha cazado hasta de once y media pulgadas (unos treinta centíme-
tros), de punta a punta de las alas. Solamente la Troides Goliathia pue-
de competir en tamaño con la Troides Alexandra.
OTRO EJEMPLAR DE
"TROIDES alexandra", NOTABLE POR SU TAMAÑO Y RI-
QUEZA DE COLORES.
Año i. — NúM. 6.
f
■^■
,**'-.
■^J^:
EXCELENTÍSIMO SEÑOR DON
HIPÓLITO IRIGOYEN
PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA
ARGENTINA
OIBI'JO DE HA YOL.
-i=>i_:n.^:s
Felices los jóvenes. Ignoran la esclavitud de las
opiniones consagradas y no sufren la coyunda de
errores que otros cometieron. Pueden mirar hacia
adelante sin angustias de remordimiento y espar-
cir semillas vírgenes en surcos nuevos, como si la
historia comenzara en el preciso momento en que
ellos forjan sus ensueños.
El porvenir pertenece a los que no tienen com-
plicidad con el pasado; es necesario estar libres de
prejuicios crepusculares para estremecerse al con-
tacto de ideales que incesantemente se renuevan.
Toda futura grandeza, en nuestra América, está
en manos de la juventud que estudia, preparán-
dose a vivir intensamente una era nueva de la
civilización humana. Una sola generación de es-
tudiosos bastaría para dar a estos pueblos perso-
nalidad en el mundo, creando una nueva moral,
plasmando formas originales de arte, agregando
verdades firmes al acervo de las ciencias, inspi-
rando la vida común en generosos preceptos de
solidaridad social.
Pensar en el porvenir, con insaciable afán de
perfección, es la manera más firme de preparar
altos destinos a las razas nacientes. Está en for-
mación otro mundo moral, libre de las tradiciones
rencorosas que envenenan el arcaico espíritu de
Europa; procuremos infundirle ideales nuestros y
virtudes nuestras, cuyo conjunto constituya una
etapa distinta de las pasadas en la historia de la
humanidad.
Una nueva nación debe significar algo más que
un nuevo estado político. Importa una nueva
cultura, un nuevo criterio para medir los valores
sociales, una nueva orientación del ideal colectivo
hacia conquistas propicias a la ventura de los
hombres. Todo ritmo de civilización puede redu-
cirse a términos de una fórmula sencilla: conquis-
tar la felicidad de todos, evitando los comunes
sufrimientos.
Refugíense en el ayer los hombres y las nacio-
nes exhaustas, que ya no tienen mañana. Los
ideales contemplativos son propios de la senectud,
para la que «todo tiempo pasado fué mejor»; los
ideales constructivos son propios de la juventud,
pues ella sabe que «todo tiempo a venir será me-
jor». Los jóvenes deben explorar rutas descono-
cidas, en busca de inspiraciones y de estímulos
para la vida humana: hay sistemas de sentimien-
tos, de pasiones, de ideas, de actos, que implican
vehementes anticipaciones. Quien tenga avidez
de pensar por sí mismo no se detenga a rumiar
lo que otros pensaron, ya que el hombre y la
sociedad son susceptibles de ilimitados perfeccio-
namientos.
Los que sólo piensan en el presente y viven
hartándose con satisfacciones inmediatas, son fac-
tores negativos para el porvenir. Son fuerzas efi-
caces los que miran alto y lejos, aunque no puedan
cosechar en vida los frutos de su siembra. Hay,
para los soñadores, una justicia segura, la de sus
hijos, que son la posteridad.
Bienvenidos los jóvenes quiméricos que cons-
truyen el mañana, anhelándolo, pensándolo, ha-
ciéndolo. En ellos pueden adunarse la capacidad
para el trabajo y el entusiasmo para la cultura,
fuentes naturales de toda grandeza colectiva. Los
pueblos que marcan su paso por la historia son
los que ejercitan más intensamente las virtudes
del pensamiento y de la acción.
El hombre que trabaja es optimista y es justo;
cosecha los frutos de su huerto y respeta los fru-
tos del esfuerzo ajeno, estimando el mérito de los
otros hombres y sintiendo la comunión de todos
los esfuerzos. El hombre que piensa elabora los
destinos comunes, sirve a su pueblo entero, pre-
parando los ideales que lo encaminan hacia un
norte expansivo y fecundo.
Estudiar es el trabajo de la juventud, pues da
inteligencia para la acción, que es la vida misma.
Descifrar la naturaleza, en las cosas que la cons-
tituyen y en los libros que la interpretan, es mul-
tiplicarse. El ritmo con que diariamente aprende-
mos más, la estoica labor del que sabe escrutar
la verdad y construir la ciencia, la beatitud serena
del que se juzga fuerte porque sabe, frente a los
que son débiles por ignorancia, elevan el enten-
dimiento y ennoblecen el corazón, templan el
carácter en la dignidad y preparan hombres cada
vez menos imperfectos.
Una generación estudiosa puede marcar desti-
nos nuevos a América; su civilización palpita en
manos de los jóvenes. Nuestro siglo está ya can-
sado de viejos y de enfermos, harto de sombras
que se agitan en la maldad y en la sangre. Todo
lo espera de una juventud viril. Desea hombres,
capaces de amor y de solidaridad.
José Ingenieros.
AGUAFUERTE DE GUIDO.
—V^LS^^^
!>?V—
SEXTO SALÓN AN\yAL DL ARTE
EL JURADO. DE
TORCUATO TASSO,
LAGOS Y EDUARDO
I jl A balanza de precisión
I J sería justo símbolo de
-I — -fWf la crítica, si supiera
distinguir el diamante
entre las imitaciones.
el medicamento beneficioso entre los
malsanos, y si en la conciencia de los críticos pe-
sasen los escrúpulos como arrobas. Aparte de
esas deficiencias, la balanza de precisión es un
gran ejemplo. Aunque todo lo más fiel posible,
siempre se inclina hacia la salud, cuando dosifica
drogas; hacia la hermosura, cuando aquilata pe-
drería. Con esto hay bastante, pues en cuestiones
artísticas, como ea trabajos de químicos y joye-
ros, la báscula resulta una máquina excesiva.
Añadamos que la crítica necesita precaver la tem-
peratura, aislarse del aire y defenderse de la
humedad, si quiere imitar a la útil y concienzu-
da balanza de precisión.
La hermosura y la excelencia no son cosas del
o.tro mundo; ss las halla, acompañadas de fealda-
des y defectos en toda obra. También las hay
sobre las paredes y suelos de las salas que encie-
rran la sexta tentativa ds conjunto que realizaron
las artes plásticas nacionales, sin formar todavía
el ansiado Salón Nacional de Arte.
El esfuerzo individual puso allí 224 cuadros, es-
culturas, planos y objetos decorativos. Algunas de
esas obras son de artistas ya consagrados, y fue-
ron mezcladas con las que aspiran a premios.
Quísose asi vigorizar el certamen; pero, buscando
la ley de las compensaciones, se ha caído en el
abismo de las comparaciones, que a nadie be-
nefician.
A primera vista y dejando a un lado optimismos
IZQUIERDA A DERECHA: MARTIN S. NOEL, ARTURO DRESCO, PÍO COLLIVADINO,
ALEJANDRO CHRISTOPHERSEN, RICARDO GUTIÉRREZ (SECRETARIO), ALBERTO
LANÚS. — EN círculo: SEÑORES JOSÉ LEÓN PAGANO Y CUPERTINO DEL CAMPO.
<'DE VISITA.», OLEO DE RAÚL MAZZA,
pUE OBTUVO EL PRIMER PREMIO.
perjudiciales, en total, aquella ex-
posición parece de aficionados me-
ritorios. Examinada lentamente, se
van descubriendo rincones y sitios
que el arte hizo suyos.
¿A qué engañarnos? Pocos cuadros de compo-
sición, ninguno que satisfaga por completo, nin-
guno que se destaque resueltamente. Los artistas
no han querido vencer obstáculos ni sus obras se
inspiraron en grandes ideales.
La galantería, ese supremo gusto de rendir home-
naje a la dulce femina, no es muy refinada; no
llegarán a la docena los rostros pintados cariño-
samente, ni pasarán de dos los cuerpos esculpidos
con ternura.
Bien es verdad que la carencia de ambiente,
que las deformaciones de la belleza mujeril son
casi universales. Se busca la originalidad mediante
el menor gasto de espíritu y con el mayor derroche
de color. Y para ello se sacrifica todo, se retuerce
todo, mientras los críticos pintan pintores y es-
culpen escultores.
Como la independencia artística argentina aun
no se proclamó, debemos sufrir pacientemente las
enfermedades que sufren los maestros y aprendi-
ces del mundo, las anemias paisajistas, las histe-
rias del retrato, la neurastenia de la composición,
el daltonismo, la discromatopsia. . .
Se observa claramente el reflejo de formas y
maneras conocidas, dejándose arrastrar nuestros
noveles artistas por la influencia de los maestros
que con sus obras marcaron su huella. Y si acep-
tamos complacidos lo que con ellas nos enseñaron,
rechazaremos como un mal imperdonable las imita-
ciones que en ningún caso dieron provechoso fruto.
RETRATO DE LA SEÑORA C. DE WIL-
MART, POR ANA WEISS DE ROSSI.
SALA II DE PINTURA.
<'ARMANDITO.>, YESO
DE JOSÉ FIORAVANTI.
5f.)CIO 5ALON /\N^?M P /XRTF,
I
_ií?fl>^
-iífiss^".^-^:^);ij
<LA HlflA DE PALERUOt,
OLIO DE AUGUSTO MARTEAU.
•TENDRÉ SOUVENIRl,
ÓLEO DE LUIS BONI.
Por eso no nos cansaremos, de repetir_'el_vulga-
risimo consejo que en este caso, tiene más aplica-
ción que nunca: Hay que trabajar, trabajar y
traoajar; pero conscientemente, sinceramente, mi-
rando tanto hacia afuera como hacia adentro; y
con tenacidad, sin apresuramientos, sin improvi-
saciones, dándose cabal cuenta del largo camino
a recorrer, para emprenderlo con paciente resolu-
ción," renunciando a los éxitos inmediatos e im-
provisados, que jamás llegan en esta forma.
_- La mayoría de los juicios coinciden en reconocer
un progreso sobre las obras expuestas en los cer-
támenes anteriores. No estamos conformes: la im-
presión nuestra es bien distinta, y si alguna in-
fluencia puede ejercer nuestra modesta opinión,
declaramos lealmente que no hemos podido des-
cubrir el adelanto, hallando en cambio un estan-
camiento, una parálisis que deseamos y esperamos
sea transitoria.
No se ha encontrado todavía la fórmula para im-
provisar una obra artística. Los que quieren conse-
guirlo obrando por explosión se equivocan lamen-
OTORMENTA». YESO
DE E. J. SARNIGUET.
('EL MATE DE PLAT^ft, OLEO
DE ALFREDO BENÍTEZ
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DE JULIA M. COPUTO.
«HOMENAJE AL CAUCHO», BOCETO EN
YESO, POR JORGE BLANCO VILLATA.
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SEXTO SALÓN ANVAL B ARTC
•CABEZA DE ADOLESCENTE». MAR-
MOL DE NICOLÁS LAMARINA.
«NOSTALCiA», OLEO
DE EMILIO CENTURIÓN.
tablemente; y el tiempo que se pierde en tentativas
estériles podria aprovecharse laborando con en-
tusiasmo para no malograr el fruto. La falta de
dibujo es una de las características de este cer-
tamen: y como es preciso una gran dosis de Da-
ciencia y una gran fe para vencer las rebeldías
de la línea, de ahí que se esquiven sus dificulta-
tades. tratando de engañarlas con originalidades y
atrevimientos de muy mal gusto. Porque es inútil,
ya a nadie convence el conocido sistema que sirve
de escudo protector y que se emplea con harta
frecuencia: «yo siento así el arte», sin tener en
cuenta la gran distancia que existe de sentirlo a
realizarlo: y en pocos casos como éste, puede anli-
carse la célebre frase de un conocido escritor: «¡Qué
largo es el camino que hay del cerebro a la mano!»
No tenemos la pretensión de haber dado la nota
justa con estas opiniones, que en suma no son
más que un juicio sincero que debe sumarse a
los otros juicios ya conocidos, y que, todos juntos:
(no tenemos el menor reparo en confesarlo) au-
mentan la desorientación y la anarquía que hoy
es la nota descollante que domina en el campo
del arte.., y en el de la critica.
J. M. Salazar.
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«ÚLTIMOS RAYOS», ÓLEO
DE RAÚL C. PRIETO.
íilí
m
«MURCIANAS CON POLLOS*, OLEO
DE JULIO VILA Y PRADES.
«LAS SEÑORITAS.), OLEO DE GASTÓN JARRY.
— l=>tJVv^^
Aquí, sobre el estero y sobre el rio.
El martín pescador vuela y fulgura.
Cuando doran las mieses su verdura
En los llameantes hornos del estío.
Es su pecho encarnado
Un rubí que a los aires centellea.
Y su lomo se azula o se verdea
Por la luz estival tornasolado.
De pronto se zambulle, reaparece
Y veis, en su delgado
Y negro pico, un pez que resplandece
Como joya robada
Al triple tul, flotante y azulada
Con que cubre sus hombros la sagrada
Náyade del cristal de la cañada.
Aquí, bajo los rojos
Lamparazos del sol de nuestro cielo.
La pintada perdiz, de vuelo en vuelo.
Recorre la quietud de los rastrojos.
Aquí su ardiente pulidez ostenta.
En su bastón con nudos sostenida.
La espiga codiciada, suculenta
y en su pajizo estuche guarecida.
Donde madura el rubicundo grano
Del morocho maizal americano.
Ceres. aquí, se baña en los efluvios
Del indico chañar. El aire vuela
Para besarla los cabellos rubios.
Que las manos amigas
Del ninfeo escuadrón ciñó de espigas
Y ciñó de amapolas. Cada noche,
Cuando la luna en los bañados riela
Y sus punzos aguzan las ortigas,
Se ve pasar su marfileño coche
Que arrastran, diligentes.
Jaguares y serpientes.
Siembran sus protectoras
Y maternales manos.
Por cumbres y pendientes.
Por umbrías y llanos,
Ceres, la que enseñó la agricultura
A ios hombres primeros, ama el nido
Del picaflor, labrado y escondido
En el verde dosel de la espesura.
A las luces inciertas
Y de tintas liriáceas
Del destello lunar, las solanáceas
Hace surgir en las campestres huertas.
Su ropaje celeste, que ha entallado
Con cinturón de juveniles rosas,
Da motivo a que vaya custodiado
Su coche por nocturnas mariposas.
Luciendo así sus policromas galas
Tras el coche con bridas de azucenas.
Susurran el cuarteto de sus alas
De brujióos encajes las hepialas
Y gnómicos tisúes las zigenas.
Cuando el terruño cruza la bendita
Deidad de los maizales, sus vigores
Siente crecer el viraró, palpita
El curupí meciendo sus verdores,
Y a la luz de los astros, con sigilo.
Se besan el estambre y el pistilo
En la copa nectarea de mis flores.
Ceres esculpe. dándoles el brillo
Que ostentan en sus frutos, - las panojas,.
Y del guindal las lanceoladas hojas,
Y las aovadas hojas del membrillo.
Ceres. con su hechicero
Influjo, aromatiza el duraznero;
Embellece a la flor de la barranca
Con el joyal redondo y amarillo
De su gentil circunferencia blanca;
Tiende, sobre el timbó, la enredadera
De ñapingá; colora de negrura
El tronco de los melles; empurpura
El cáliz de los ceibos; y en la arnera,
El haz de la apretada gusanera
En lucientes cucuyos transfigura.
No os dijo aún mi musa quintañona
Que en el ebúrneo coche reclinada
Va otra ilustre y pulquérrima matrona:
Es la rival de Ceres, la sagrada
Y divina Pomona.
Su origen es etrusco; los helenos
Su nombre y su virtud desconocían;
Roma besó las puntas de sus senos
Que a fresa y dátil dicen que sabían.
Pan la ofrece, en tributo
De adoración, el fresco y dulce fruto
De los guayabos; el gentil racimo
De las vides salteñas; el opimo
Licor de miel de las naranjas de oro;
La drupa del palmar; de los manzanos
El acídulo néctar; el tesoro
De zumos de los tiernos macachíes
Que tintorean nuestros verdes llanos,
De la granada el globo de rubíes.
De los burucuyús los rojos granos.
Las suculentas moras del zarcero,
De los ñangapirés las esterillas.
Los granates del manto del guindero.
El pulido coral de las frutillas,
Y las monteses pomas
En donde rezan su canción de aromas
Del membrillo las carnes amarillas.
De las diosas benéficas el coche.
Que nacaran las luces de la noche.
Jovial dirige, con sapiente mano,
El rústico Silvano.
Mirad y notaréis, en el pescante.
El bastón de ciprés con que arrogante
Doma las furias del jaguar sañudo
Y al carnicero cimarrón arredra
El viejo semidiós, casi desnudo
Y coronado de silvestre hiedra.
¡Guardián de nuestras reses y celoso
Paladín de los árboles nativos.
Cuida de las ovejas el reposo
Y haz que encumbren altivos
Los ubajáes su dosel frondoso!
¡Sean nocturno asilo de las alas
Aborrecidas por las sierpes rojas.
De nuestros sauces las argénteas hojas
Y el obscuro verdor de nuestros talas!
¡Que el yaribá al salvaje
Churrinche dé refugio en su follaje
Y que el pecho amarillo
Perfume su plumaje
En las ramas en flor del espinillo!
¡Oh, mi terruño de ondulantes cuestas.
El de planicies de enceradas mieses.
El que forja con oros de sus puestas
Las policromas manchas de sus reses.
Que el cielo te bendiga
En el nido, en el trébol y en la espiga!
¡Que por todos los siglos, donde canta
El zorzal los repiques del verano
Y la ceiba sus púrpuras levanta.
Triunfe la majestad radiante y santa
De Ceres, de Pomona y de Silvano!
DIBUJO DE ALVAREZ.
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I
DE LA GALERÍA DE DON LORENZO PELLERANO
PRIMAVERA
COUACHE DE EDGARD MASCENCE.
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Jesús, Principe ds Niños, mueve, al pasar.
los rosales del cielo: las divinas rosas se desho -
jan blandamente y he aquí, que los jardines de
la tierra se pueblan de criaturas.
Hilaría la Virgen el albo lino, y el bueno de
José, en su santo taller dí carpintero, llenaría
el suelo de aserrín de oro y de virutas blancas
y rizadas. Cansariase de jugar el Niño Celeste
y. sacudiéndose la corta túnica violeta, ceñida
con un cinturón de estrellas, se iría a jugar en
la pradera próxima, bajo el benigno cielo de
Judea. con otros niños vecinos, que verían.
con asombro, como, al correr, el Niño Dios
dejaba perfumado el aire y luminosa la hierba
que pisaba.
Juegan los niños casi dssds que nacen. A
jugar vienen al mundo. No tienen otra cosa que
hacer sino jugar.
En el regazo de la madre, mientras beben
ávidos la vida, tienden al aire las manos inex-
pertas, como si quisieran atrapar mariposas
invisibles ya para nuestros pobres ojos enve-
jecidos. Traen, sin duda, el recuerdo de blan-
cas cacerías por azules campiñas, en alada
amistad con ángeles y serafines.
O sueltan bruscamente el pecho generoso y
se quedan pasmados, con los ojos fijos en los
de la madre, para jugar con ellos un claro es-
condite de miradas.
Desnudos en las cunas doradas, juegan a
agarrarse los pies, y como nunca aciertan y
hasta parece que se ponen serios, se dssbordan
sobre las carnes de nácar los besos y las risas
de la maternidad feliz y las alcobas se llenan de
innumerable alegría, como si por ventanas y
balcones, irrumpieran las ramas de cien flore-
cidos durazneros.
Más tarde, hecha esa gran conquista del pri-
mer paso, de silla en silla, apoyándose en las
paredes, juegan a desgarrar la blonda de un
helécho, a hacer pedazos la más fina porcelana.
a deshojar el más lindo y luminoso libro de
imágenes.
Y es de ver. con qué asombro en los ojos, con
qué sonrisa en los dientecitos de arroz, comen-
tan en silencio, la indignación fingida de las
personas mayores.
Juegan los niños. En los palacios sonoros.
los hijos de reyes y de millonarios, jugarán con
piedras preciosas y complicados juguetes de
plata y marfil, bajo las miradas de los precep-
tores, rígidos de casacas bordadas y antipáti-
cas de consignias: en las cabanas grises, paci-
ficas de humo de hogar, con montoncitos de
arena, con pedrezuelas. con palitos secos, con
el rabo del gato mimoso, con las orejas del
perro fiel, mientras afuera cae la nieve o la
pampa verde se maravilla de su propia gran-
deza.
Juegan los niños: corren, gritan, cantan.
trepan, se arrastran, como movidos por un
furor cósmico ineludible.
Los pájaros saltan de rama en rama: las estre-
llas resbalan por el cristal de la noche; un hilo
de agua se deshace en gotas, en perlas... El
mundo está contento, radiante, porque los niños
juegan gozosamente bajo la misma música calla-
da que hace estremecer a las esferas inmortales. . .
Un día. despacito, llega de los campos la Pri-
mavera y se posesiona de la ciudad.
La ciudad, entumecida de frío, se entrega a la
Primavera, que viene con un ramo de flores atado
con una cinta de sol. tan larga, que ondula de-
trás de ella, como una estela de oro impalpable.
¡Afuera los sobretodos pesados y ios pequeños
guantes y las polainas llenas de mil botones fas-
tidiosos! Ahora sí que los niños parecen vestidos
de pétalos de rosas de mil colores!
¿Los veis descender la suave pendiente de aquella
vereda, de la mano, al aire las pantorríllas blancas
por el invierno, ruidosos, comiéndose la goma de
los sombreros? Van a Palermo: a esta pradera, a
aquella encrucijada, a tal camino, a cierto grupo
de árboles.
Van a la plaza próxima; al parque Lezama,
umbroso y señorial: van irresistiblemente donde
haya un césped por el que rodar, un estanque don-
de echar migas a los peces, un sendero de blanda
arena donde se pueda abrir un abismo con una
pala, o levantar una montaña con un balde gran-
de como un dedal , , .
Allí van los niños. Todos los niños de la ciudad.
¿Todos? Un niño me preguntó una vez, un niño
pensativo, si a esos parques, que él no conoce,
pero de los que oye hablar. Avellaneda, Centena-
rio, Chaoabuco, si a esos parques lejanos iban a
jugar los niños pobres, los que vendían diarios,
por ejemplo. . .
Yo no supe que contestarle: pero es indudable
que sí, que a esos parques tienen que ir los niños
grises pobres, los niños pálidos enfermos, los ni-
ños de uniformes obscuros que desfilan en serias
columnas por las calles. Todos los niños van a
todos los parques, todos regresan a sus casas, a
desgarrar un helécho más, a romper otra porcelana.
Todos regresan a sus casas con un rutilante tor-
bellino de glóbulos rojos en las azules venas, con
algunas columnillas más de sólido fosfato en los
huesos en crecimiento. Todos los niños, mi niño
pensativo, todos los niños...
¡Abrios, calles larguísimas, en plazas llenas de
flores y de sol! ¡Multiplicaos y embelleceos, jardi-
nes de Buenos Aires! Haced blando terciopelo de
vuestros céspedes; que los caminos, rubios de are-
na, se pierdan en las lejanías, en curvas armonio-
sas: que manen apaciblemente las fuentes, para que
en el manso fluir hallen los pueriles corazones una
clara lección de serenidad y de perseverancia; que
salten esbeltos los surtidores y doblen muy alto su
cayado argentino, para que, al seguir los ojos ma-
ravillados las irisadas guías, descubran un anhelo,
un ideal, en el salto vigoroso que los levanta del
polvo de la tierra; que sobre los pedestales fulgure
el patriótico ejemplo, en el bronce de los grandes
hombres, o dance el mármol, hecho gracia, junto
a la dulzura elegiaca de los cipreses verdinegros. . .
Que todo sea Belleza. Maravilla. . . Mirad, ¡oh,
jardines! que la urbe de hierro y granito os entre-
ga lo mejor que tiene: sus niños, es decir, su Es-
peranza.
ACUARELV DE MAVOL.
'>x— '
No vayas a maliciar, sufriente y caro lector,
que el asunto de esta página sea narración hechi-
za, de sucesos inventados para entretener tus ocios
en esta apretada época de ahogos y vencimientos.
Me caiga muerto si el cuento que voy a ofer-
tarte ahora no es un jirón palpitante de nuestra
vida corriente. Su recuerdo, por lo menos, está así
caratulado en los archivos de mi ordenada memo-
ria. Si lo exhumo placentero, es con su cuenta y
razón; pues aunque sus contornos asumen los per-
files de lo vulgar, la pulpa de su íntima sustancia
encierra un lindo rasgo del picarismo criollo, me-
recedor de un buen disco en la fonografía literaria.
Y hecha esta explicación, arriba el trapo; que
el escenario nos espera ya.
Hace cuatro largos lustros, Cosquín, que en-
tonces era un aprendiz de pueblo, jugaba a las
escondidas, entre uno de los tantos recovecos que
forman a su antojo las bravas serranías cordobesas.
Lo de su condición oculta era un designio chin-
gado, pues mientras el caserío se acuchillaba en
las sinuosidades del terreno, que si no era quebra-
do, andaba por declararse en quiebra, un río com-
padrón, que sabía caminar con corte, pasaba por
el pago, como arrastrándole el ala. Pero, ¡de qué
m.odol A los gritos y haciendo puras gam-
betas: cosa que todo el mundo se diese cuenta de
que allí había una agrupación urbana; cuyo ve-
cindario se aburría por lujo todo el invierno, míen-
tras en el verano era testigo de lo poco que se
divertían los forasteros.
E/TILP/ cr^xIOLLCV
EjX- PEíL.ICi1:íO^
Total, que con los barquinazos dados en los
pedruscos de su revuelto lecho, el río publicaba
«urbi et orbi» el secreto en que las casas deseaban
pasar desapercibidas.
Aquella humilde, pero agraciada localidad, re-
creo de los sentidos, la formaban a escote, una
punta de lindas poblaciones; varios palomares con
proporciones de templos; una iglesia de albañile-
ría barata, que parecía todo un palomar; un puen-
te ferroviario, afectado de hidrofobia, desde que
se apartaba veinte metros sobre el nivel del río. . .
y otras varias frioleras de un orden muy subalter-
no, que integraban coquetonas el conjunto en-
cantador.
Y todo ello, amparado por el paternal aunque
adusto «Pan de Azúcar», consecuente en su actua-
ción protectora, y con la parada propia de quien
hace vigilante centinela.
Tal conjunto de factores constructivos, dispues-
tos sin programa ni concierto, parecía «prima facie'>
juguete de Nurenberg, hecho para entretención
de pichones de gigante. Pero la ilusa apariencia
no pasaba de ser eso; mendaz alucinación: porque
existen constancias fidedignas de que así las vi-
viendas, como todas las otras obras de fábrica,
habían sido hechas en el país, y sobre el terreno
mismo de su habitual ubicación.
Lo que no resultaba fabricado en Cosquín, era
su río macaneador, que ya venía hecho desde mu-
cho más arriba, aunque mismo naciera entre la
doctoral provincia; dado que en sus continuas
murmuraciones se le notaba acento cordobés, de
una tonada chichona.
Gracias al empeñoso esfuerzo de algunos buenos
galenos, que enamorados del cosquinense clima
le habían acordado patente de bálsamo medici-
nal, el suertudo pueblito entró a dragonear de
estación aeroterápica. Y como todavía los tísi-
cos no le arruinaban la factura, buscando los be-
neficios de su curativo ambiente cuando recién
estaban por morirse, la gente sana y ociosa de
más de media República, le venía agarrando para
el turismo barato.
La alegre caravana sabía caer allí, de a pocos
y día a día, arrostrando las penurias de un largo
peregrinaje, sin miedo a la sevicia de los hoteles
que se estilaban ... y donde se estrilaba a voces
solas, en coro general de pasajeros. Tales eran el
«confort» y el fino trato que por lo regular se les
brindaba. La industria de la hospitalidad inhos-
pitalaria llegaba por aquellas latitudes a su pe-
ríodo álgido; así es que todos los institutos de
pensión parecían obedecer la consigna de sacar
de allí, a patadas, a cuantos corajudos parroquia-
nos se animaban al tremebundo abordaje.
Por lo demás, los contados días que los turis-
tas hacían acto de presencia en el Cosquín de mi
cuento, podían gozar una cosa bárbara, siempre
que en sus billeteros hubiese buenos «canarios»,
y a condición de que manufacturasen, por cuenta
de su sola iniciativa, las plácidas diversiones ca-
paces de distraerles. El país ponía, por su parte,
sus admirables bellezas; vale decir, «la decoración».
— fc>lJv.-':S
bien aigna de los honores de la luijeia postal: en
cuanto a «las representaciones-, se me hace que
ya lo he dicho: tenian que correr con ellas los visi-
tantes, casi siepipre materia dispuesta para ame-
nizar su efímera estadía en aquel delicioso paraíso.
Por las maravillas que atesora aquel país de
prodigio, y por la maravillosa facilidad con que
podia uno aburrirse sin salir del pueblo, menu-
deaban las excursiones, las cabalgatas y hasta los
•pic-nics>. Pero eso era de día y al rayo del sol:
por la noche, como no se prefiriese probar fortuna
en la casa de juego, discretamente explotada por
el digno Comisario de Policía, para pasar el rato
menos mal, no había más defensa que leer los avi-
sos de los periódicos, o hacer solitarios con una
baraja ya muy jugadita, mientras los jóvenes de
uno y otro sexo practicaban ejercicios doctrinales
de gimnasia coreográfica, a los desacordados acor-
des del catarroso piano yacente en cada hotel res-
pectivo.
Las distintas reuniones de aquellos modos te-
nidas, procuraban inesperados contactos, entre
gentes que nunca se habían visto, o que de allí
en adelante ya no se podrían ver. Esto no quiere
decir que escaseasen las aproximaciones en forma
de «temporadas» bailables, a las veces comprome-
tedoras. A más de un Lovelace de ocasión, que
cernía allí su vuelo en los aviesos espacios del
amor, les he visto dar después el arriesgado «loo-
ping the loop» conyugal. No me preguntes, lector,
cómo es que han aterrizado.
Gracias a semejante tacto de codos, ejercido en
tertulias y paseos, la animosa muchachada se sen-
tía lo más bien, en aquel amable medio; sobre
todo, si caían familias platudas, dispuestas a ha-
cerse ver. colocando, a la pasada, el «stock" dis-
ponible de su mercadería feminista, todavía en
estado de merecer.
El género excursiones era el más socorrido de
todos. Los mocitos sueltos. . . de cuerpo, se deja-
ban invitar (como acordándolas una merced) por
las gentes paganas. De ese modo no tenían que
pelar ni medio, salvo para abonar el alquiler del
flete: obligación que a algunos distraídos, se pre-
cisaba recordarles.
Te podría conversar, mi amigo y caro lector, de
más de veinte paseos, efectuados en tan privile-
giadas condiciones; pero me contraeré a hacerlo
del «clou« de la temporada; de la excursión a las
•Cascadas de Olaín». Te garanto que aquellos des-
cabellados saltos de agua, son un alarde de orfe-
brería hidráulica, ejecutado por una delirante
naturaleza, cuyos milagros bien valen las fatigas
de ir a verlos. Si un día vas a Cosquin, no vuelvas
sin admirarlos. Én fija quedarás grato por lo sano
del consejo.
Contando con el embeleso del paisaje que estaba
por prestarnos sus bambalinas, y con el esplendor
de un cielo que se me antojaba egipcio, la auspi-
ciosa fiesta nos ofertaba todo un macuco cartel.
Pero aún había más: la familia invitante era la
del «Seis de Oros». La nombrábamos así. porque
la servía de tronco un respetable casal millonario,
dueño de varias estancias, cuyos mejores produc-
tos estaban constituidos por media docena de hijas
mujeres. Pero ¡qué niñas! Además de ser ricas por
su casa, eran personalmente seis ricuras. Te ga-
ranto que resultaban lindas de ve-
ras... Como entre ellas no había
gemelas, claro es que cada una te-
nia distinta edad: pero, eso si; to-
das ellas en plena primavera de la
vida. Aquellas preciosuras, forma-
ban la escala cromática de la so-
berana belleza porteña. con todas
sus delicadas finuras, y sus maci-
zas cuanto esbeltas opulencias.
Todas las relaciones que recién
habían adquirido en el hotel, es-
taban oficialmente invitadas al pa-
seo; pero todavía faltaba por con-
vidar la buena gente de «la mesa
brava». Cumple aquí una aclara-
ción: con tal nombre habíamos
bautizado a la más grande del co-
medor; verdadera «table d'hóte», en
cuyo derredor eran agrupados los
pasajeros que caían de a uno, vale
decir, sin el estorbo de la familia.
Gente joven y bien, pero algo bo-
chincheros, los muchachos que por
aquel entonces la componían, ale-
graban el comedor con sus ocurren-
tes frases, casi siempre editadas
como para que el público las ce-
lebrase, y con sus bromas de buen
gusto, que sólo ultrapasaban la
paciencia del muy poco paciente
patrón de la casa.
Vaya un ejemplo: cuando el
«menú* de la comida nos prometía
♦civet de Uévre». uno de los comensales de «la
brava» fingía gran apuro y salía apresuradamen-
te a registrar el establecimiento, en busca del
perrito canelo de la casa, temeroso de que le hu-
biesen sacrificado en la cocina, para darnos...
perro por liebre. Y así por el estilo. . .
Cuando se estaba haciendo la lista de convi-
dados a la excursión, las seis hermosuras insinua-
ron a los autores de sus días, la conveniencia de
invitar a aquella interesante muchachada: en cuan-
to a ésta, va sin decir con qué ilusión e impacien-
cia aguaytaba una cortés invitación. Pero, entre
unos y otros jóvenes se levantaba una muralla de
la China (no creas que te converso de alguna sir-
vientita del hotel). Mediaba el inconveniente nada
flojo, de que aún no estaban presentadas unas a
otros.
Como «cuando ellas quieren» se tiene la media
arroba, a una de las seis niñas se le ocurrió un
recurso capaz de solucionar el intrincado conflic-
to: Se les convidaría a los muchachos por la inter-
pósita persona del hotelero. Nada más natural.
¡Tantas veces había desempeñado el hombre roles
semejantes! Si. pero ¡pobres niñas!, ¡no pudieron
tener una ocurrencia más desdichada! Porque co-
mo el «donneur de la soupe» andaba con sangre
en el ojo. causa del ruido que metían aquellos ca-
balleritos, no sólo se resistió a servir de puente
en la emergencia, sino que contrariamente y con
el rencor más pampa, les sacó de la cabeza, a los
papas de las señoritas, la peligrosa idea de entre-
verarse con aquel chusmaje de compadritos. En
su sesuda opinión, sería un atentado imperdona-
ble mixturar muchachas bien, con malentreteni-
dos, pechadores y mangiacañas. como aquellos
tipos de «la mesa brava'>, que eran unos atorrantes
disfrazados bajo la linda repita... todavía no
pagada al sastre. . . Y que arriba y que abajo. . .
De tal modo les puso la cabeza a aquellos bue-
nos señores, que se tragaron integra la calumnia,
y se chuparon una batata de la madona, al pen-
sar en el riesgo bárbaro que habían podido correr
las pobres niñas.
En fin de cuentas te diré, lector de mi alma, que
la pérfida intriga triunfó en toda la linea; que se
celebró el paseo sin la grata compañía de la ale-
gre patota; que las «Cascadas de 01aín>> estuvie-
ron tan hermosas como es de práctica en ellas;
que la comida fué un derroche de distinción y
abundancia. . . Pero justo será agregarte también,
que la jornada fué un opio para las aburridas ne-
nas, quienes en sus inocentes expansiones extra-
ñaban al elemento complementario de su vida de
ilusión. No habiendo concurrido, ni los cachafa-
ces de «la mesa brava», ni mozo alguno, fuera de
un estudiante para fraile, que nunca sabía hablar,
¿cómo iban a divertirse aquellas almilas vírgenes,
lanzadas al mundo para que las bailasen a toda
orquesta, las estrechasen los talles con todo entu-
siasmo, y las dijesen cosas lindas a todo pasto?
No es de creer.
Y si ellas estuvieron aburridas, ¿qué me dices
de lo fulos que andarían los mocitos, indignados
por el desaire recibido, siendo que eran de las
pocas personas no invitadas a participar en la
farrita? ¿Precisaré decirte que acariciaban el plan
de una ejemplar>enganza?'¡Claro^qué'no! Y como
ellos ignoraban el verdadero origen de su des-
ahucio, hicieron toda su preparación de artillería,
contra la inocente familia del «Seis de Oros». Ni
cortos ni perezosos, se apresuraron a darla el vuel-
to, tomándose una represalia feroz. Verás como
fué la cosa.
Como tres noches después, cuando estábamos
comiendo, con todo el comedor «au grand com-
plet», al llegar el momento ¿sicológico? de los pos-
tres, en «la mesa brava» hizo estrepitosa aparición
una soberbia garrafa de helado, recién llegada de
Córdoba, que atrajo las miradas todas de los cir-
cunstantes. ¡Imagínate! ¡Un monumental cacha-
rro, con sustancia como para cincuenta cubiertos!
Los felices poseedores de aquella delicia, esta-
llaban de júbilo... Saludaron al rico postre con
la marcha de San Lorenzo, entonada «sotto voce»;
hubo discursos apologéticos a la invención del
frió artificial... y, por fin, antes de servirse los
afiliados a «la mesa brava», pusieron en movimien-
to a todos los sirvientes de la casa, para que fue-
sen llevando, de mesa en mesa, magníficas por-
ciones del apetitoso manjar, a todas las familias;
bien entendido, a todas, menos ¡naturalmente! a
la del «Seis de Oros». ¡Toma! Para que se destacase
bien el desprecio... ¡Excuso decirte!
Pero como en aquel enorme recipiente había
gran cantidad de contenido, todavía se procedió
a una nueva emisión. Y ¡vuelta los sirvientes a cru-
zar el comedor en todas direcciones... exceptD
hacia la mesa del «Seis de Oros». . .! Y como no
se acababa de consumir el rico postre, se habili-
taron platos para enviar abundantes lotes del re-
galo al personal de cocina, a todos los sirvientes
de la casa... y hasta al perro canelo, que fué
expresamente llamado al comedor, donde se dio
un atracón jefe. Casi, casi, el empacho que agarró,
pudo muy bien hacerle cantar para el carnero. . .
Bien, pues: los muchachos de «la mesa brava»
estaban vengados: habían hecho pasar un brutí-
simo cuarto de hora a la pobre familia, autora
inconsciente del violento desagrado. Pero ¡ay! qué
poco les duró el goce de aquel placer de los dio-
ses. . . El seminarista, que era un alma de Dios y
estaba en posesión de la clave del disgusto, les
informó ampliamente sobre la verdadera proce-
dencia del entripado.
Entonces, en sus nobles corazones entró a fun-
cionar un remordimiento sincero. Ya no pensaron
en otra cosa que en desagraviar a la familia vic-
tima del malentendido... y en trasladar sus ca-
ñones a otro frente de batalla, para jorobar com-
petentemente al hotelero.
Por desgracia, tan justiciero programa no ob-
tuvo el merecido cumplimiento. Al otro día, en el
tren de la mañana, la familia del «Seis de Oros-
se había apretado el gorro, rumbo a una de sus
estancias, corrida por el injusto bochorno. ¡Qué
pena! Por ese lado, la venganza resultaba suicida,
al haberse ausentado la alegría del hotel; la ¿sena?
de buenas mozas. Bien; pero, ¿y por el otro lado?
- preguntarás. . . Lo que es por el otro lado, t3
juro que la venganza resultó una obra maestra.
¿Que de qué modo? Del más sencillo del mun-
do: haciéndole pagar al hotelero, que era un gran
angurriento, el importe de los vidrios rotos. Por-
que cuando ya habían regresado a sus respecti-
vos lares los muchachos de mi
cuento, el confitero de Córdoba,
proveedor del helado, se lo cobró,
muy si, señor, al culpable de taa
entretenido batifondo. Al ñudo éste
quería protestarla: un procurador
amigo, que era uria luz para esto3
asuntos, le aconsejó que se dejara
de embromar y formase con I03
pesos.
Efectivamente; como el pedido
del helado se había hecho por
telégrafo, no quedaban constancias
escritas para responsabilizar a na-
die: en cambio, el hotelero se ha-
bía pisado feo, al firmar el recibo
en la guía de la frigorífica enco-
mienda, cuando ésta hubo llegado
al hotel. La única prueba, pues,
le condenaba con costas, por me-
terse a comedido.
El hombre se tiraba de las me-
chas, al contemplar la factura. Y
aún tuvo que pagar más: el flete
que le cobraba la agencia. . . y las
tres onzas de aceite de castor que
se tomó «el canelo-', para no pre-
sentar la renuncia a su perra vida.
Pues estuvo por morirse. Pero lo
pensó mejor y gracias a aquel re-
medio pudo salir de cuidado.
Severiano Lorente.
niBI'JOS DE AI.OSSO.
i
— T=>LS'-^^
>>V—
J^ —
A ORILLAS DEL PARANÁ
DIBUJO AL CARBÓN-
DE NICANOR VÁZQUEZ.
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HO/\ENAJE~ A
r~- LA~FÍE§TA ^^
V DE~LAr§A2^v~^
Hay un célebre cuadro del gran pintor prerra-
faelista Millais, en cuyo argumento pudiera sim-
bolizarse la España de la Conquista. Llámase El
Caballero Errante. Das figuras centrales llenan el
lienzo: una hermosa doncella, a quien manos per-
versas han atado, desnuda, a un roble secular, y
un paladín armado de punta en blanco, que atraído
por las quejas de la joven, al atravesar el paraje,
se apresura a cortar tan crueles ligaduras con su
tizona. Ambos personajes resaltan contra el fondo
verdinegro del bosque, iluminados por la débil luz
de la mañana que, llegando desde el confín, realza
la belleza de la prisionera y corre en suaves refle-
jos de aurora por la armadura de su libertador.
Tal se le representa a mi mente la España
guerrera y conquistadora del siglo XVI — la de
Fernando el Católico y de Carlos V. . . — Armada
de todas armas, aventurada al azar como un ca-
ballero andante, en la alborada de una civiliza-
ción hermosa, por entre la selva del fanatismo y
la ignorancia de la Edad Media, más sombría que
el bosque de la pintura, libertando — iluminada
por la luz del lejano descubrimiento — al espíritu
humano, prisionero y atormentado por los rígi-
dos principios de la escolástica y de las disciplinas
místicas.
¡Cuan interesante resulta, en realidad, contem-
plar a aquella España, la de las tres mil setecientas
batallas en la vega granadina, cruzando la soledad
procelosa del Atlántico, rumbo a las Américas!. , ,
Traía la espada y la cruz como elementos de con-
quista y civilización; venía en viejas carabelas,
que casi siempre desarbolaban las borrascas, y en
galeones mal calafateados, cuyas máscaras de proa
parecían simbolizar las pasiones de la muchedum-
bre aventurera que se hacinaba en el entrepuente
y las crujías; encauzaba hacia las tierras nuevas,
doradas por el espejismo, todas sus energías y
aspiraciones, todos sus intrépidos soldados de
Flandes y las guerras de Italia, y entre el tumulto
venían también los hidalgüelos sin fortuna, los
plebeyos audaces, los que tenían cuentas pendien-
tes con la justicia, gente codiciosa en su mayoría,
ávida de mandobles que reportaran fama y honra
y de oro, para adquirir solar y privilegios. Fué
aquello, dice Lummis, el más grande comienzo de
la libertad humana, la primera vez que se abría la
puerta de la igualdad... Y no hubo nadie, por
pobre o ignorante que fuese, que no pudiera entonces
crecer hasta alcanzar la plena estatura del hombre
que dentro de él había.
Azuzaba al tropel de los argonautas — como la
bocina de caza a los lebreles — el misterio de lo
desconocido y los relatos fantásticos en boga, que
acentuaban con su antinomia los contornos trá-
gicos de la agonía feudal en que se debatía la
Europa del Medioevo. Y sobre la osadía y aluci-
nación de las empresas, fluctuaban — como mur-
ciélagos espantados por la luz celeste del Renaci-
miento — todas las vulgares supersticiones de la
época, que desde la recóndita casucha del alqui-
mista y el antro de la gitana bruja habían cundido,
cristalizando fábulas prismáticas en las concien-
cias plenas de fe y de esperanza . . .
Pero lo que más asombro causa es observar la
transfiguración repentina de aquellos nobles aven-
tureros y soldados mercenarios, al arribar e inter-
narse en las tierras vírgenes que los siglos habían
ISiON
velado tras la sombría incógnita oceánica. De
hombres transformábanse en héroes, actores de
hazañas nunca vistas. Resplandecían en ellos las
más altas cualidades de la estirpe. Sus individua-
lidades, absorbidas por la misión épica, pasaban
a sumarse en el esfuerzo común, integrando una
entidad preeminente; la España de una epopeya
grandiosa, sin parangón en la historia humana.
Por eso, aunque un porquerizo de Trujillo llegase
a ser el gran conquistador Francisco Pizarro, o
el arrogante Hernán Cortés se apoderase de todo
un imperio, o el soldado-poeta Gaspar Pérez de
Villagrán igualara a un paladín del Romancero,
o el sin par Alonso de Ojeda hiciera chispear su
arrojo en cientos de aventuras y combates, una
vez terminado su cometido eclipsábanse, dejando
paso a nuevos héroes, a otras figuras bizarras,
que a su vez desvanecíanse luego, no sin que cada
una de ellas prestara más brillo a esa colosal y
gloriosa síntesis que se llama; la conquista y ex-
ploración del Nuevo Mundo por España.
El soplo de la Creación, que aun debía circular
por las regiones de mundo tan maravilloso, pare-
cía agigantar a aquellos adalides e infundirles el
vigor preciso para arrostrar los peligros y sobre-
ponerse a los sufrimientos. Todo presentábaseles
salvaje, agreste, hostil, amenazador. Las selvas,
tenebrosas, eran el recinto de la muerte; fatales
a su intrusión, en la flora, los frutos, la fauna y
las fiebres; y asilo de los indios, siempre felinos
e indómitos. Las llanuras y los ríos tenían las mil
asechanzas de la naturaleza violada y vengativa.
Y sin embargo esos puñados de españoles, erran-
tes y desamparados en la inmensidad de estas
Américas, sembraron y abonaron con su sangre
y sus sacrificios, en la soledad de los páramos,
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la simiente de las grandes y prósperas naciones
que hoy son orgullo del continente. . . ¿Hizo más
Alejandro el Grande con su falange? ¿Las cam-
pañas de Julio César, con sus legiones, fueron
más proficuas?. . .
Malas versiones, propagadas durante largo tiem-
po, acumularon cargos injustificados contra los
españoles de la conquista. Historiadores y nove-
listas, mal documentados, ofuscaron con sus jui-
cios erróneos el criterio de muchas generaciones
americanas y hasta de gentes impresionables de
Europa, alimentando una creencia que, felizmente,
ya se va extinguiendo. Esos escritores no supieron
nunca remontar la vida histórica de los pueblos
hasta el tiempo del descubrimiento de América,
compenetrándose de la psicología y las ideas mo-
rales que predominaban entonces en Europa. Y al
censurar a los conquistadores y presentarles como
fascinados por el incentivo de las leyendas co-
rrientes, no consideraron que tanto los mitos de
iiEl Dorado», «las montañas de plata del lago Pari-
me», «el oro de las tribus de Meta», como el de «la
fuente de la Eterna Juventud», no eran sino deriva-
ciones de la fiebre de la Crisopeya y de la quimera
de los filtros de amor, con que la Edad Media
había mantenido su encanto espiritual y el ingenuo
romanticismo de la caballería.
Citemos, nuevamente, al notable erudito nor-
teamericano Lummis; españoles, dice, fueron los
primeros que vieron y sondearon el mayor de los
golfos: españoles los que descubrieron los dos ríos
más caudalosos: españoles los que por vez primera
vieron al Océano Pacífico; españoles los primeros
que supieron que había dos continentes en América:
españoles los primeros que dieron la vuelta al mundo.
Eran españoles los que se abrieron camino hasta las
interiores lejanas reconditeces de nuestro propio
país (Estados Unidos) y de las tierras que más al
Sud se hallaban y los que fundaron sus ciudades
miles de millas tierra adentro. . .
Y no solamente fueron españoles los primeros
conquistadores del Nuevo Mundo y sus primeros
colonizadores, sino también sus primeros civiliza-
dores. Ellos construyeron las primeras ciudades,
abrieron las primeras iglesias, escuelas y universi
dades: montaron las primeras imprentas y publi-
caron los primeros libros: escribieron los primeros
diccionarios, historias y geografías: y trajeron los
primeros misioneros. . .
Yo he bañado mi espíritu en las fuentes histo-
riales de esa epopeya, y lo sé. . . Por eso, cuando
me abstraigo en meditaciones sobre la grandeza
y la prosperidad de América, paréceme que en el
fondo de su luminosa civilización actual, allá en
lo más profundo de la infancia de estas nacio-
nes resplandecientes de progreso y porvenir, se
agitan — contra un crepúsculo indefinid o — vetus-
tas siluetas épicas, en confusos tumultos de com-
bates; y aunque las medias tintas no me dejan
apreciar con exactitud la fisonomía de las cosas,
oigo el chocar de las armas que me dicen de la
lucha española, del concepto de una raza superior
y extraordinaria, en su esforzada contienda por
el porvenir de un mundo... Y me invade la
misma melancolía que a los pescadores de las
costas de Bretaña cuando escuchan las campanas
de la ciudad de Ys, y la imaginan sumergida
para siempre bajo el mar.
'i" JULIÁN DE CHARRAS.
DIBUJOS DL • ^VUON^O
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CUADROS URBANOS.
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EN LA CALLE FLORIDA
GOUACIIE DE ALONSO.
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>>=s.—
Lo digo sin el menor asomo de vanidad: tengo
dos relojes. ¿No hay quien tiene dos lunares? Pues
yo tengo dos relojes. Uno de ellos es despertador;
el otro no es despertador, es de pared, con cam-
pana, una campana de sonido agradable, que anun-
cia las horas con lentitud, pausadamente, con so-
lemnidad y elegancia. Y con todas estas bellas
cualidades pagué por él veinte pesos.
El otro, el despertador, es más modesto, pero
mucho más simpático. Estos dos relojes han na-
cido para prestarse mutua ayuda, se identifican,
se completan y en algunos casos, mediante ciertos
cotejos y comprobaciones, suelen servir hasta para
averiguar la hora. Separados, creo que no servi-
rían para nada.
El despertador, en lugar de tenerlo en la mesa
de noche como es costumbre, está pendiente de
un clavo, en la pared, a la derecha de mi cama,
y de este modo, con sólo abrir los ojos puedo decir
la hora que marca, pues saber la hora justa es
empresa un poco más complicada de lo que parece.
He meditado muy seriamente sobre las causas
de mis preferencias por el despertador, y las ex-
plicaciones que me he dado no me satisfacen del
todo. En pocas palabras: que no sé porqué me es
más simpático este reloj que el otro, pues tengo
bien en cuenta que pesa sobre él una opinión de
estética que le favorece bien poco. El reloj desper-
tador y la caja registradora son los dos objetos
modernos más antiartísticos que se conocen. No
sé a cual de los dos se le podría adjudicar el premio
del mal gusto, pero tengo por seguro que si los
hubieran inventado los helenos se desacreditan.
Es verdad que todo objeto que esté niquelado
me es profundamente antipático; huele a bazar, a
pacotilla. El níquel se ha inventado para comprar
los diarios y pagar el tranvía; nada más. Todo
lo que sea sacarlo de estas dos funciones es des-
naturalizar su esencia.
Hay otro metal moderno que rivaliza con el
níquel en mis antipatías: el aluminio. Trate cual-
quiera de tomar un objeto que esté fabricado con
esta materia; la costumbre nos hará suponer un
peso calculado al volumen, y al suspenderlo no-
taremos con desagrado que no pesa nada; parece
una estafa. Dicen que no se oxida. ¿Y a mi qué?
¡Que se oxide, pero que pese!
Y volviendo al objeto de estas líneas. Decía que
el coruscante despertador es objeto de mis prefe-
rencias sin que pueda determinar las causas, aun-
que bien pudiera influir su «espíritu» independien-
te, sus procedimientos anárquicos, una franca re-
beldía a cumplir la misión para que ha sido creado;
es, lo que pudiéramos llamar, un despertador
<'malgré luí». Ya sabemos que, a más de marcar
las horas, puede servir el reloj como símbolo de la
regularidad, del método. Pero el mío, no. El mío
funciona como le da la gana, sin tener en cuenta
los fines de su complicado organismo. La marcha
del sol, los meridianos, los sextantes, los cuadran-
tes y los observatorios le tienen muy sin cuidado,
y así a las tres marca las dos, a las cinco las cua-
tro menos diez; y si se le ordena que despierte a
las siete lo hace a las ocho y media o no lo hace a
ninguna hora. A veces, y como en un alarde de for-
malidad, marca la hora justa, pero en seguida se
arrepiente y vuelve a las andadas.
Estas ecuaciones de mi despertador me obli-
gan a continuos ejercicios mentales y me adies-
tran en la resolución de problemas matemáticos.
El reloj de pared (que no tengo a la vista, por estar
en la habitación inmediata) adelanta siete minu-
tos cada diez días; y el despertador atrasa siete
minutos por día. Así, pues, la diferencia en diez
días, — suponiendo que empiecen a andar a las
doce, — será:
Pared: adelanta 7 minutos ^^ 12'7m.
Despertador: atrasa 1 hora y lOm. --^ lO'SOm.
Diferencia: 1 hora y 17 minutos, en la marcha
de ambos relojes; una verdadera enormidad que
yo, decorosamente, no puedo consentir.
Esto es en diez días. Al trimestre, naturalmente,
la diferencia se acentúa de tal modo que, el reloj
que adelanta marcará, pongo por caso, horas que
corresponden al día siguiente; y el que retrasa
estará haciéndose el chancho rengo en alguna hora
de la semana anterior. Y como esto es un verda-
dero abuso estoy dispuesto a reprimirlo con mano
de fierro. ¿Qué pasaría si estos dos relojes perte-
necieran a una repartición pública, como yo?
Habría necesidad de llevarles una contabilidad
especial para liquidarles sus haberes a fin de mes,
y esto no es posible porque el Estado no está para
nuevos gastos y entorpecería el regular funciona-
miento de las supuestas reparticiones.
Apesar de los pesares, con estos pequeños pro-
blemas consigo varias cosas provechosas al mismo
tiempo; Ejercitar el cerebro que va adquiriendo
cierta agilidad en los cálculos haciéndome conce-
bir la esperanza de llegar a dominar el álgebra;
convencerme de que ni aún mecánicamente puede
existir una armonía capaz de avergonzar a los
hombres; permanecer más tiempo en la cama, y
llegar tarde a la oficina.
Pero aún hay más: se ha exaltado mi amor pro-
pio de tal modo por la concordia, que poco he de
valer si no consigo que mis dos relojes marchen
de acuerdo. Para ello llevo prolijas anotaciones de
fechas, horas, minutos, retrasos y adelantos; una
especie de teneduría de libros donde apunto lo
que un reloj debe al tiempo y lo que el tiempo
debe al otro reloj. Algo así como esas partidas
que yo he visto en los libros de comercio y que
dicen: «Varios a Caja», «Caja a Varios». Aplico
este conocido sistema a mis relojes y espero que
me dé buen resultado, apesar de que no sé ni una
sola palabra de teneduría de libros.
Firme en mi propósito de conocer hasta el fon-
do el alma mecánica del reloj de
mis predilecciones, cada dos días y
después de prolijos reconocimientos,
meto mano a la serie de palancas y
manijas que están en la parte pos-
terior del despertador, — algunas
con una fleohita indicadora, segura-
mente puesta para despistar — y
las hago funcionar por palpito, pues no me fío
de las inscripciones aclaratorias grabadas en idio-
ma desconocido. A cierto amigo pedí la traduc-
ción de una palabra puesta al lado de una de esas
palanquitas que sobresalen de una ranura, y lue-
go supe era el nombre del fabricante; si el reloj
hubiera hecho caso a la indicación de mi amigo,
a estas horas está en Norte América persiguien-
do a Pancho Villa.
Hasta ahora, todo esto tiene para mi el encanto
del misterio. Todavía no he dado con el secreto
que ha de hacerme dueño definitivo del rebelde
despertador; pero así como Champollión, a fuerza
de paciencia, llegó a descifrar los jeroglíficos de
las pirámides, mi nombre ocupará un lugar pre-
ferente en la historia, como «El único hombre que
llegó a dominar a su antojo un despertador de
cuatro pesos».
^^^^^^^j^ ^^ dikfoí de
^^i^a t¿>x-
UISTOQIA DE MAGDALENA AHICA DC LA QlCN DLANTADA
I
Añora es la Virgen de Agosto, cuando la tierra
está madura. Magdalena, apresta a bailar tu cuer-
po, porque los tiempos están también maduros
y de la rama del porvenir caerá, en el centro mis-
mo del círculo de tu danza, esta dorada fruta llena
de aromas, que tú llamas un novio.
Un novio es la plena claridad de los cielos hecha
mirada y el pleno sentido del mundo, hecho mos-
tacho. Un novio es una cosa fuerte como el vino
y dulce como la torta esponjosa que venden en
la tahona. Un novio llega, mira, dice una sola
palabra y ya toda tu pequeña vida queda suspen-
sa y temblorosa como una sutil telaraña en el
bosque, que se sostiene en sólo una rama y no
sabemos si estará allí dentro de un instante.
Un novio es alguien que baila, pero no mucho.
Ha venido para la fiesta y nadie del pueblo le
había visto aún. Vino solo en una tartana, con
una maleta de cuero y níquel que
lleva grabadas sus iniciales. Es
amigo de unos jóvenes que tú
conoces demasiado y al principio
parecía que sólo hubiese venido
para bromear con ellos y hacer
burla de todo. Las jóvenes le ha-
béis visto al pasar y no se sabe
cual ha narrado la maravillosa
historia. Se llama Pons y Serra,
se llama Ignacio de Fuster, se
llama Solé y Sola, se llama sim-
plemente Luis. Las letras de estos
nombres parecen escritas en dia-
mantes rosa sobre el platino de
una joya, o dibujadas en la noche
con cohetes, estrellas y clarísimas
bengalas. Le falta un año para
terminar la carrera. Cuando falta
un año para terminar la carrera
la vida se ensancha, ante los ojos,
como un diorama en un anfiteatro
vasto. Sobre la frente del joven a
quien falta un año para salir de
facultad, brilla un sol de oro que
le tiñe de encarnado hasta el blan-
do de las orejas. Su sangre circula
triunfalmente, pero con perfecta
seguridad. Puede entrar, mirar a
su alrededor, sentarse y subir, ya
a punto de sentarse, los dos plie-
gues verticales del pantalón. Lle-
va sobre los zapatos blancos unos
calcetines morados con flores ne-
gras, y mirarlos es cosa turbadora
como un pecado. También lleva
en el ojal una flor, que acaso le
ha sido ofrendada por una mujer.
Saca un diario del bolsillo, en-
ciende un cigarro y así podría
pasar horas y horas fumando y
leyendo. Pero he aquí, que, sú-
bitamente, le empuja su destino.
Se levanta, le acompañan sus ami-
gos y avanza hacia tí, doncella.
Se detiene, podría volver a sen-
tarse, podría desviar su camino.
Pero no, avanza hacia tí, avanza
hasta tí. Y ahora los amigos te
dicen su nombre y ahora hay
una silla vacía a tu lado. Y acontece que él se
sienta en ella y tú le preguntas, ya turbada, si es
esta la primera vez que ha estado aquí.
¡Brillad, astros del cielo; brillad claras luces del
entoldado; agitaos, abanicos, como aplausos de
multitud; incensiad más intensamente buqués flo-
ridos que estáis preparados para el baile de ramos!
El galán sigue sentado a tu vera y no se va y
charla que charla. No sabrías decir cómo tu aba-
nico se halla en sus manos y él se hace aire y tú
sientes como de él a tí llega tu propio perfume.
Y adivinas que, como se ha hecho dueño de tu
abanico, se hará señor y maestro de tu vida.
Cuando él ha bailado contigo ya no se te acerca
nadie más. Ahora cierras los ojos y te das a ima-
ginar que todos los hombres y todas las mujeres
son tus enemigos y corres un gran riesgo y él es
quien te ampara. Tus padres acaban de morir y
tú no tienes miedo porque él está contigo. Un no-
vio es la esperanza misma que habla al oído y
tiene dos brazos fuera de ti. Es la delicia de la
sangre y el mago que tiene la llave de todas las
primaveras y todos los veranos que están por venir.
Los novios a quienes falta un año para terminar
la carrera, pueden casarse de aquí a dos años.
Mientras tanto, cada día dan una nueva seguridad,
como una almohada más para el reposo. Y se es
dichosa y se es orgullosa y se es distraída y enso-
ñada y se piensa en la bella camisa que hay que
adornar y en la alegría de los pisos recién puestos,
en los que los armarios de luna pueden sobresaltar
todavía, en la obscuridad, al entrar sin luz en
una habitación que no se conoce aún pero que
ya ha recibido el más grande secreto de la
vida.
Ahora es la Virgen de Agosto, cuando toda la
tierra está madura. La Virgen de Agosto es como
un árbol bello, que regala, a la doncella que danza
a su pie, un novio magnífico que centra el círculo
de su bailar.
. . .Pero viene la lluvia, ¡oh, Magdalena que es-
perabas el don de un prometido del árbol de la
Virgen de Agosto! Viene la lluvia, rica y sonora;
y así ha caído, podrido, desde la rama, el fruto
que estaba en sazón. Viene la lluvia y en la alcoba
obscura se siente cohibida y ociosa tu pobre alma
pequeñita, herida por la gran injusticia de las
cosas. Una lluvia, en medio del verano, es como
un momento del invierno que nos pone ceniza en
la frente. Recuerda Magdalena, que el verano es
breve y que cada hora que pasa es una esperanza
que se va. Recuerda que la ilusión pende de un
minuto y que hay azares que, como perros ham-
brientos, pueden devorar los minutos de la ilusión
y llenarse, de su sangre, la boca. Recuerda que una
fiesta es frágil negocio y que la felicidad nacía de
una fiesta; y los truenos que ahora retumban por
las montañas quiebran tu ensueño, como se quie-
bra un cristal.
Hay en la obscura alcoba de una casa de campo
una doncella que llora porque llueve... Reíos,
labriegos brutales; reíos, criadas malignas. Reíos,
viejos calaverones cínicos que ahora en el Casino
jugáis vuestra partida de billar. Hay una doncella
que llora porque no hay fiesta y toda su esperan-
za estaba en la fiesta y en su resplandor. Reíos,
follajes goteantes y pomposos. Ríete, tú, tierra
reanimada por la humedad.
Los pobres corazoncitos tienen sus pequeñas
tragedias y la vida es pobre porque la enflaquecen
la lluvia y la muerte. Los novios, a quienes les
falta un año para acabar la carrera, no se mues-
tran cuando llueve y sus pulidos zapatos blancos
no pisarán el barro. De aquí a una semana es la
Virgen de las Mercedes, de aquí a unas semanas
más, Todos los Santos y el Día de los Muertos.
Y vendrá la muerte para tí, doncella, antes de
que haya venido, para tí, la vida; porque un año,
el día de la Virgen de Agosto, la lluvia estorbó
una fiesta.
Pasa una mujer calzada con zuecos y que lleva,
bajo la lluvia, la cabeza cubierta con la falda.
Pasa un muchaohuelo silbando; y porque pasa por
el establo levantan las bestias .'un gran mugir.
Ya no pasa nadie más. . . Es el día de la Virgen
de Agosto y no hay fiesta, y en las cerradas alco-
bas la vida se aparece a las mu-
chachas como un largo camino
sin consuelo.
III
. . .No llovió mucho y la noche
fué opulenta en astros, en músi-
cas ya cercanas, ya lejanas, y en
bailes. Magdalena salía a la Ram-
bla, con la mano extendida por
ver si llovía aún. Un llovizneo la
mojaba. Pero provenía de los ár-
boles; de los árboles que se sacu-
dían, con rumor jocundo, bajo
las estrellas fulgurantes.
La Virgen de Agosto no trajo
esta vez un prometido. Trajo tres
cortejadores. No importa; todavía
sube más arriba la esperanza.
Tres cortejadores, tres cortejado-
res para escoger. Uno es alegre
como un cascabel. Otro, formal
y confortante como un sincero
apretón de manos. El otro, es de
aspecto triste y tiene en la mirada
todas las dulzuras. Si el uno
acompañaba a Magdalena en los
bellos valses, el otro platicaba
más tarde con ella y el tercero la
contempla desde lejos. Así la fe-
licidad de Magdalena se vestía
de tres ilusiones como de tres
túnicas. La túnica que engalana,
la túnica que abriga y aquella
otra escondida que acaricia a
flor de piel.
Ahora va a nacer el día y sobre
las sábanas en desorden hay una
pálida doncella desvelada. Don-
cella, doncella, tú habías soñado
un cortejo y te ha sido dado
Amor. Tú querías agua para tu
sed y te han servido el vino tras-
tornador. Tres cortejadores no
valen lo que un novio; pero son
algo más embriagante que un no-
vio. Un novio es vida, y tres cor-
tejadores son demasiada vida.
Pedías dulzura y he aquí las vo-
luptuosidades. Pedías consuelo y
he aquí el orgullo. El orgullo es una corona de
fuego que cerca la frente de las doncellas derra-
mando en su corazón cada minuto una gota de
un veneno verde y pastoso como una esmeralda
deshecha. Se tienen diez y ocho años, se tienen
veinte años y el orgullo hace mover la cabeza
como una reina y sentir, bajo la espuma de las
muselinas, la infernal pujanza del seno en flor.
Se tienen diez y ocho, se tienen veinte años, y es
como una fiesta. Ya no hay que llorar; que la be-
lleza se trae su propia fiesta y se han tenido, en
una sola noche, tres cortejadores. Pero hay que
enfebrarse, que la vida no es dulce, sino ardiente.
He aquí los amores y las historias de amor. He
aquí la pasión que conmueve, de que hablan las
canciones y las leyendas. He aquí tres novelas de
amor en una noche, porque la lluvia no fué larga
y los árboles goteaban ijajo las estrellas; porque
se tienen veinte años y se ha sentido, al valsar,
el placer profundo de inclinar sobre un hombro la
cabeza y de cerrar los ojos.
Eugenio d'Ors.
(XENIUS)
UIÜL'JÜ DE FRIEDRICII.
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LA VIDA EN CAMPANA
EL DOMINGO EN LA ESQUINA
U:iíUJÜ DL. lU f.KÜÜ
■KPv^ —
mom
Caía la tarde, una d3 aqusUai tardas grises y
frías del pasado invierno. La noche implacable
cubría el horizonte con los pliegues de su manto,
envolviéndolo todo en sombras, desdibujando e!
contorno de las casas, desvaneciendo la silueta de
los transeúntes.
Cruzando a saltos los charcos da agua verdosa
y haciendo zig-zags de vereda a vereda, recorría
la calle el farolero, dando luz a los clásicos faroles
de petróleo, que aún quedan en el infecto y panta-
noso barrio de Nueva Pompeya.
Frente a uno de aquellos faroles, sostenido por
raro equilibrio con dos palos a la esquina de una
tapia en ruinas, frente a uno de aquellos faroles
cuyo mortecino resplandor dibujaba en el suelo
una claridad de luz amarillenta, agazapado en la
sombra, con el ala del chambergo sobre la frente,
apercibí un hombre que pintaba.
¡Pintar allí en aquella soledad, a esa hora y ante
aquel panorama de sombras interrumpido sólo de
cuando en cuando por la luz de un farol parpa-
deante!. . . ¡Qué cosa extraña! ¿Quién sería aquel
artista de tan raro gusto? Me acerqué curioso y
me encontré con Pío Collivadino. el director de
nuestra Academia de Bellas Artes.
Collivadino tomaba apuntes.
— Hace varios días, vengo a este rincón a es-
tudiar el ambiente, la luz confusa y sombría de
estos barrios al caer la tarde! Todo aquí es pinto-
resco . . . Vea qué característica es esa tapia con
el farol completamente colonial. . . ¿No cree usted
ver surgir de pronto entre las sombras un caba-
llero embozado?. . . Mire aquella casa que apenas
se dibuja. . . ¿A su ventana de rejas, no le parece
ver asomarse una hermosa mujer tocada con la
clásica peineta de antaño? Este barrio es muy
poético. . . es original. . . Esta luz crepuscular, es
mi nota de color preferida. . . Cuando fui estu-
diante en Roma, recuerdo haber pintado con en-
tusiasmo una impresión nocturna de Villa Médicis,
la residencia de los pensionistas de arte. . . Tengo
otros cuadros... muchos, con notas de este am-
biente. . . Hasta uno pintado también, entre dos
luces, en el Tandil, en aquel valle admirable por
su serenidad, en cuyo centro está enclavado el
caserío de los canteristas. Aquel caserío pardo, que
apenas se levanta del sueb. . . con el humo carac-
terístico de sus chimeneas, que se alza recto hasta
perderse en el azul del cielo como si quisiera per-
forarlo . . .
Collivadino cerró su pequeña caja de pinturas
y echó a andar junto a mí. Afable y cariñoso, siem-
pre contento y siempre sonriente, coloradote y
amable, tiene nuestro artista algo de chico mofle-
tudo y bonachón.
Todavía se recuerdan las travesuras de aquel
estudiante que traía revuelta la colonia artístico-
crioUa de la Ciudad Eterna. Fué el alegre com-
pañero que ayudaba a disipar las nostalgias con
bromas ingeniosas.
Y aún continúa siendo el camarada de carácter
jovial, el que acierta a inspirar cariño a todos
sus hermanos en arte, cosa difícil de conseguir
en los hombres de cualquier gremio.
Mientras caminábamos en dirección al centro
de la ciudad, por aquellas calles que él tanto
conoce y quiere y donde tanto le quieren y le
conocen, inicié mis acometidas reporteriles. Sin
caer en la pose, sin rebuscar vocablos, sencilla y
llanamente, Collivadino empezó a hablar.
Mucho y bueno dijo, aunque al principio tra-
tara de eludir el tema.
A las pocas palabras, dando rienda suelta a su
pensamiento, me hacía confidente de sus ideas
sobre el arte nacional. Collivadino tiene una cua-
lidad artística por encima de todas: es un sincero!
¡Y hace tanta falta un poco de sinceridad en
nuestro ambiente artístico! Son tan pocos nues-
tros pintores que dan lo que sienten, lo que real-
mente nace de su inspiración . . . ¿Por qué tal afán
de imitaciones? ¿No es acaso esta tierra rica e.i
— OL^V/TS
paisajes, en luz. en ti-
pos, en costumbres?. . .
¿A qué buscar en An-
clada. Zuloaga a Ro-
mero de Torres la fuen-
te inspiradora? Por esc
camino no llegará ja-
mis el artista nacional
que perdure en el lien-
xo el alma de la patria!
Y de esto se lamenta
tristemente Ro Colli-
vadino, porque siem-
pre ha visto con más
cariño el producto de
una espontaneidad
aunque tenga defectos,
que el fruto incons-
ciente de una imita-
ción que por buena que
sea. será siempre falsa.
hueca, sin alma, por-
que en ella no puso la
suya el autor.
Por su larga labor
artistica. es QjUivadi
no uno de los represen
tativos de nuestra pin-
tura, y por su carino a
las cosas de la tierra,
uno de los que má5 me-
recen el titulo de artis-
ta nacional. Por todo
esto me pareció que in-
teresaría a los lectores
de Plvs Vltra cono-
cer algo de su vida, y
le pedí que contestase
a unas cuantas pre
guntas.
Collivadino, a quien
muchos creen italiano,
es argentino, porteño
nada menos, nació en
Buenos Aires el 20 de
agosto de 1869.
Andando Íbamos por
las obscuras calles
del barrio suburbano
y G>llivadino. evocan-
do sus recuerdos, con-
testó a mi pregunta
sobre el origen de su
afición artistica.
— Se despertó en
mi . . . a la edad de tre-
ce años. Siendo alum-
no de la escuela Nor-
mal de Profesores y
con motivo de una vi-
sita médica que hicie-
ra el doctor Roberts a
ese establecimiento, se
me declaró enfermo de
una afección ocular
que hasta entonces no
había yo advertido,
circunstancia que me
impidió s^uir los estu-
dios, consagrándome
durante año y medio a
la curación de mi vista.
Apesar de ello, no pude
obtener el certificado
correspondiente para
reingresar en la escuela.
• En aquella época
mi padre tenía una em-
presa de carpintería, y de cuando en cuando yo le
acompañaba a visitar las obras que estaba hacien-
do. En cierta ocasión, me llamó la atención un
decorador que coloreaba las rosas de yeso de un
cielo raso, y al volver a casa, entusiasmado, ex-
presé a mi familia el efecto que me había causa-
do, repitiendo con frecuencia: ¡caramba, cómo me
gustaría saber hacer eso! Tanto insistí que mi
padre concluyó por pedirle al decorador que me
enseñara el oficio. En efecto, pocos días después,
me convertía en su ayudante, y así, modestamen-
te, dio comienzo mi vida artística, llena de entu-
siasmos juveniles, que, créame, se ha conservado
a través de los años y apesar de las vicisitudes y
escollos que se interponen en el camino del arte.
— ¿Qué estudios ha seguido usted?
— Hasta los veinte años de edad no había yo
realizado estudio serio ninguno, y como aumen-
taron mis inclinaciones artísticas resolvió mi padre
enviarme a Roma para que me perfeccionara en
las artes decorativas que había iniciado aquí sin
ninguna dirección inteligente. Cuando llegué a
COLLIVADINO,
PINTANDO UNA ESCENA
CALLEJERA,
EN NUEVA
POMPEYA. [
(EN CÍRCULO
1 HACIENDO
FUERTE.
UN AGUA
1
Roma, resultó que lejos de perfeccionar estudios
como yo había proyectado, tuve que comenzarlos,
e ingresé al primer curso elemental de la Real
Academia, de donde salí después de haber cursado
los seis años de estudios regulares.
<' Durante tres años, practiqué después la téc-
nica de la pintura al fresco, con la esperanza de
volver aquí y dedicarme a esta especialidad. Pero
adquirí en la práctica un resultado tan satisfac-
torio, que el célebre fresquista italiano César
Maccari, me pidió que le ayudara en la ejecución
de los frescos del Palacio de Justicia de Roma, a
lo cual accedí, naturalmente, teniendo el honor de
secundarlo en esta obra durante más de un año.
De sus largos viajes por Europa y de sus visi-
tas a los Museos, ¿cuál es su recuerdo más grato?
— - He recorrido, en efecto, casi todas las ciuda-
des del viejo mundo, y en todas ellas he recibido
una impresión tan di-
versa del arte que me
seria difícil determinar
cuál es la preferida.
He visitado igualmen-
te todos los Museos
principales y a mi jui-
cio, todos ellos rivali-
zan en su tesoro artís-
tico.
— ¿Tiene usted en-
tre los pintores mo-
dernos alguno prefe-
rido?
— Sí, uno, sobre to-
dos; Segantini, porque
siente como yo y ve
como yo el arte, reali-
zándolo con admirable
maestría. . . Segantini
seria el gran pintor de
nuestra Pampa, de
nuestras montañas, de
nuestro cielo . . .
— Sería interesante
saber cómo busca us-
ted los asuntos para
sus cuadros, y qué opi-
nión tiene usted de sus
colegas.
— No tengo prefe-
rencia determinada en
la elección de asuntos;
procuro siempre inspi-
rarme en la naturaleza
que contemplo, tratan-
do de fijar en el lienzo
las emociones que esa
misma naturaleza me
produce. En cuanto a
la opinión que tengo de
los demás pintores, le
diré que todos ellos me
inspiran el mayor res-
peto, y que en cuanto
a sus manifestaciones
de arte podrán ser todo
lo discutibles que se
quiera, pero debe reco-
nocerse que todos sus
esfuerzos se desarro-
llan dentro de un crite-
rio eminentemente ar-
tístico. Prueba de ello
es el resultado obteni-
do en este sexto Salón,
en el que a mi juicio se
refleja un gran progre-
so, tanto en pintura
como en escultura.
— ¿Se ha dedicado usted a trabajos decorativos
fuera del que hizo en el Palacio de Justicia de
Roma?
Sí; ya creo haberle dicho, que el arte decora-
tivo ha sido siempre mi ideal. En Roma he deco-
rado varias iglesias y palacios; en Montevideo de-
coré la Capilla del Santísimo Sacramento, y en
colaboración con el malogrado compañero Carlos
M. Herrera ejecuté las decoraciones del teatro
Solís. Además tuve el honor de hacer los panneaux
decorativos del hall del Pabellón Argentino de la
Exposición de San Francisco de California. . .
Llegábamos a casa del pintor, calle Sáenz Peña,
1508, y en ella lo dejé, con la amenaza de una
visita fotográfica con que ilustrar este deshilva-
nado reportaje, escrito con la buena intención,
pretenciosa quizá, de darte a conocer, lector, un
poco íntimamente, a este pintor que tiene el sano
empeño de trasladar al lienzo la misteriosa poesía
que guardan en su seno las cosas de esta tierra.
Emilio Dupuy de Lome.
>^.--'.-wj.-»ta>-g^ , I ■ii|niiw«»j-.wiMiiim .l.llKaiy^.°^«g'-■a^■^|B■B^»gaP^?
■ 1
ARTE NACIONAL
INTERIOR DE LA IGLESIA SANTA MARÍA DE LA PAZ, EN ROMA
ÓLto (inconcluso) df. pío collivadino
PLV* •
. VLTPA,
— p:>IJ^^':S "V'LnrKJyX—
e^OCETOV
■ EL
- DEL - AJ/\TVR/\L
DI^VJ/XNTE ■
Existe en nuestra in-
mensa metrópoli una fi-
gura casi desconocida
de todos: el dibujante.
Como en las grandes
ciudades, este obscuro
artista se halla incorpo-
rado definitivamente a
nuestra escasa vida in-
telectual, y su labor
constante y casi anóni-
ma pasa como una rá-
faga, fijando un mo-
mento nuestra atención
para desaparecer en se-
guida.
Ave nocturna, sólo se
deja ver cuando las
sombras de la noche
han invadido la ciudad.
Su vida se desliza silen-
ciosa y tranquila, obser-
vando la de los demás,
luchando valerosamen-
te en un suelo poco sen-
sible a las manifestacio-
nes del espíritu. El pan
cotidiano tiene que bus-
carlo forzando el inge-
nio, aguzando la obser-
vación que vemos más
tarde reflejada en los
diarios y revistas que
invaden nuestra metró-
poli, y que no logra dis-
traer la atención más
que un momento.
Rara vez veremos a
alguna de estas aves ex-
trañas tomar apuntes,
fijar en el papel la esce-
na o el tipo que le in-
teresa. El temor a la exhibición le cohibe; el lla-
mar la atención le acobarda; nuestro medio,
rico en ostentaciones de otro orden, no admite
todavía esas figuras alegres y pintorescas que
contemplamos en las ilustraciones extranjeras y
que parecen patrimonio de las ciudades seculares.
La pátina del tiempo no ha suavizado aún
nuestras ásperas costumbres y es probable que
viéramos una nota exótica e inarmónica en el
artista que en pleno día se aventurase a tomar
un apunte en la Avenida de Mayo.
Por eso, su figura se desliza silenciosa, sin des-
tacarse entre el bullicio. Su vida interior se ali-
menta calladamente, contemplando la vida urba-
na que le envuelve, sirviéndole de campo donde
espiga los tipos y escenas que luego contemplamos
un momento con indiferencia. Y en esas viñetas,
que a duras penas alcanzan a interrumpir nuestros
prosaicos discursos, no alcanzamos a ver más que
lo que tienen de superficial, de objetivo, sin llegar
a penetrar el proceso intime y !a partícula de alma
puesta en ellas.
La vida material no le afecta gran cosa y se
sorprende cuando le acorrala con sus imperiosas
exigencias. Entra en la realidad empujado por ella,
momentáneamente, pero satisfechos los urgentes
apremios de su ley, vuelve de nuevo con nuevos
bríos a su recogimiento interior, donde sólo impera
el caudal inagotable de su inagotable fantasía.
Si queréis conocerle acudid a una de esas expo-
siciones de cuadros que de vez en vez celebra
algún artista temerario, más amigo del prestigio
que del dinero. Allí le veréis, acompañado de dos
o tres colegas, contemplando los cuadros expues-
tos, y dando rienda suelta al comentario, mez-
clando nombres, citando escuelas y tendencias,
avalorando estilos. Pero siempre temeroso, cohi-
bido, como acobardado de que alguna opinión lan-
zada con cierta independencia pueda ser la nota
discordante de nuestro medio, chato y aplana-
dor de puro indiferente.
Frecuenta con perse-
verancia esos estableci-
mientos que a él se le
aparecen como un tor-
pe remedo de los caba-
rets del Barrio Latino,
que sólo conoce por las
ecturas de las novelas
francesas; y saturado
de romanticismo ino-
fensivo, ejerce su cáte-
dra entre el grupo de
hermanos espirituales,
que reciben con pacien-
te agrado un diluvio de
erudición artística y re-
volucionaria. Pasan es-
cuelas y preceptos, for-
mas y maneras. Desfilan
os nombres de los artis-
tas célebres, desde Ro-
binson a Poul-Bot, des-
de Dulac a Gulbranson.
La nota exótica adquie-
re relieve. Y el ambiente
toma entonces un tono
cálido y simpático, que
irradia de aquel grupo
de jóvenes soñadores e
ingenuos, últimos pala-
dines de una bohemia
que agoniza.
Por eso, su espíritu
no está con nosotros;
vuela a otros países que
quizá su fantasía le ha-
ga suponer mejores; y
este divorcio se refleja
a cada momento en la
obra ligera, incompleta,
un tanto descuidada
por falta de eco y que raras veces halla compen-
sación en el comentario benévolo que provoca
una silueta feliz o la caricatura certera.
Y durante la noche, a la luz de la lámpara, a
solas en su cuarto o en la habitación de alguna
revista, recogido en si mismo, libremente, va fi-
jando las imágenes sorprendidas o ilustrando el
articulo que le fué confiado, poniendo en su mo-
desta obra esa extraña combinación de arte
y de oficio que habitualmente contemplamos
impasibles y a veces nos deslumhra.
No le culpemos, ni seamos demasiado severos
con nuestro medio que lentamente va cumplien-
do la ley de la evolución; y admitamos las impa-
ciencias juveniles del artista, que son su fuerza,
y el impulso de los nobles sentimientos que ha
de llevarle, si es de los elegidos, a la aspiración
suprema y predilecta de su vida.
6leo ve mavol.
Julio H. Urien.
*Ea>=s.—
San Ignacio. En la costa la colonia nueva. Auna
legua las ruinas, que no se puede pasar sin ver...
Llegamos al templo, la obra candida y magna
de una arquitectura sin arquitectos, — obra del
indio voluntario y sumiso y del fraile director, for-
zado a saberlo todo, sin vacilar jamás en la tarea
dirigente, para mantener en alto su prestigio.
El frontis del templo, por su grandeza y su in-
genuidad, se diría que fué obra de la niñez de un
cíclope. Las esculturas que ostenta evocan en se-
guida el recuerdo de las portadas de los misales.
Aquello es más litográfico que arquitectónico; par-
tiendo de esta hipótesis se supone en seguida que
los frailes, sin conocimientos técnicos de construc-
ción ni de ornamento arquitectónico, sin elemen-
tos con que sensibilizar a los ojos bisónos del obre-
ro indio el aspecto de los grandes templos de Eu-
ropa, pusieron a su vista las páginas coloreadas y
primorosas de los libros sacros, especialmente de
los grandes misales, para que copiase en las pie-
dras figuras y alegorías. Y el indio lo hizo fiel-
mente, burilando grandes ángeles lanzados al vue-
lo, que tienen la gracia de haber sido trabajados
alia arriba,' en eHpropio muro, a varios metros de
altura, entrando en la talla las diversas piedras
irregulares de que está constituida la pared.
Uno de los ángeles esculpidos en el lienzo en la
derecha del frontis, lleva en la mano un vaso sa-
grado — y allí precisamente ha brotado de la pie-
dra un delicado helécho, que parece arraigado en
el cáliz del ángel. La copia escultural es concien-
zuda y hasta bella, pero carece de proporción y
gracia en los relieves. En cambio, unas cabezas
aladas que flanquean los dos grandes paneles en
que está grabado el escudo de la orden, son pri-
morosas, de expresión angélica.
PUERTA DE LA SACRISTÍA, ESTILO
JESUÍTICO CON INFLUENCIA INdIoENA.
— r>l_;v/rs
Se pasa el pórtico, al que daban antiguamente
acceso cinco o seis gradas que están sepultadas por
el cascajo y la vegetación que en la tierra movida
y gorda crece s( saltos. El templo ha sido inmenso,
- a ojo calculamos treinta y cinco metros de an-
cho por setenta de fondo. Están en pie también,
aunque ruinosas y atacadas por la lepra de las
intempeiiss. llenas de talofitas verdes y de barbas
df pau. las paredes laterales y la del término, a
medio derruir, soliviantada por las raices. Pare-
da muy grande el recinto para una sola nave y
buscamos rastros de división interior. Pronto di-
mos con un gran pozo, medio tapado por las
plantas parásitas: seguimos buscando y hallamos
dos filas de cavidades iguales, en las que sin duda
hubo columnas de lapacho o urunday que forma-
ron las naves laterales. En el interior del templo
toda una selva vejeta y triunfa de la desolación.
encantando las ruinas. Y son selectos, se diria
elegidos a propósito los vegetales que dominan
allí: naranjos colosales, plantas de yerba, gracio-
sos «ambais' con hojas verticiladas que se abren
como abanicos, heléchos delicados como encajes.
filodendros gigantes que en Buenos Aires valdrían
nobles precios y que aqui brotan prodigiosamente,
ahi entre las piedras, allá en las aristas de los mu-
ros o sobre la copa de los árboles, echando al aire.
en el extremo de cimbreantes tallos de tres metros,
sus magnificas hojas de quitasol y dejando col-
gar el gracioso manojo de sus raices textiles.
caraguataes monstruosos que lanzan del centro
obscuro de sus hojas hostiles, como una carcajada
de color, la nota fulgurante de su gran flor radiada,
de tan vivo escarlata que no hay lacre, ni sangre,
ni flor de seibo, ni boca de mujer que den idea
siquiera de aquel ardiente color. Otras cien bro-
meliáceas pululan, bracean, forcejean por abrirse
paso hacia la luz. Y abajo la chusma de yerbas
rastreras y de bravas ortigas intrinca la maleza.
hasta el punto de que hay que andar a tajos por
naves, coros y galerías.
Adosado al templo está el vasto colegio. Más
que clases parecen celdas las seis u ocho habita-
ciones sucesivas de 4 x 4 que componen aquel ma-
cizo de las construcciones. Es inconfundible e!
espacioso refectorio que las sigue, seguido a su
vez de la despensa, en la que hay dos cavidades
labradas en la piedra, que tanto han podido ser
nichos de santos como alacenas de dulces regala-
PUERTA PRINCIPAL DEL TEMPLO.
dos y vinos generosos. Y hay
allí también una abertura de me-
dia vara en cuadro que ha servi-
do evidentemente para pasar los
platos de la cecina contigua.
En esta despensa hizo el señor
Queirel un interesante descubri-
miento: observó que un gran naranjo que había
crecido en el interior de dicha pieza, se empezaba
a secar rápidamente, y buscando la causa pensó
que tal vez el árbol había llegado con sus raíces
a alguna cavidad subterránea y le había faltado
alimento. Con esta idea hizo cavar allí, y a poco
dieron con una escalera de piedra, por donde ba-
jaron a un subterráneo de unos tres metros cua-
drados. No tenía salida. Sin duda era un sótano;
pero explorándolo se halló en él una pequeña urna
de barro, debajo de la cual había una onza de
oro, y en un rincón de la habitación subterránea,
apareció a los ojos asombrados de los visitadores
un esqueleto humano, evocando el final de quién
sabe qué obscura tragedia.
La arquitectura del colegio o claustro revela un
progreso visible sobre la del templo, a la vez que
una data de construcción más moderna. Eviden-
temente, los padres jesuítas levantaron primero lo
más urgente, la casa del culto, dejando para más
adelante la obra complementaria, que ya acusa
una idea arquitectónica, un tanteo apreciable ha-
cia un estilo determinado.
La portada del claustro es sobria y severa; y una
puerta interior que va del refectorio a la despensa
tiene hermosos detalles, sin que acierte a expli-
carse por qué se esmeraron en esta abertura do-
méstica, a menos que primitivamente conclu-
yese la fábrica ahí y fuese esa una puerta exterior,
quedando más tarde adentro a causa del desarro-
llo de las construcciones.
Con gran trabajo, por causa de la lluvia y por-
que hay que rozar a machete los ásperos maleza-
Íes, llenos de ortigas gigantes que dejan en las
manos una impresión de brasa, sacamos hasta una
docena de fotografías, y entre ellas ésta, caracte-
rística de la vegetación que allí pulula: sobre el
capitel de una alta columna que flanquea la por-
tada del claustro, allá arriba, en un pie cuadrado
de base, un árbol bellísimo de ocho metros de al-
tura, arraiga atrevidamente sobre la piedra misma
y se lanza al espacio.
La hora de partir se acerca. La lluvia arrecia.
No se puede seguir. El retorno se hace a todo es-
cape, resbalando en el barro los caballos, caladas
las ropas una vez más por la lluvia subsidiaria que
cae de los árboles estremecidos por el galope. Sólo
agregaré que ninguna descripción, ninguna de las
que hay hechas y mucho menos esta mía, dan una
idea, ni siquiera remota, de la magnitud de las rui-
nas de San Ignacio, que han de ser algún día, si
no se las deja destruir por la barbarie, como se
ha dejado a las de Candelaria, Santa Ana, Santa
María, Yapeyú, Corpus y tantas otras, objeto de
verdaderas romerías, de estudio y de meditación
para las gentes cultas. Sólo allí, frente a frente con
aquel pasado que aun resiste al olvido con no sé
qué obstinada fortaleza, se alcanza a comprender
cuánto pueden hablar aquellos hacinamientos de
piedra al pensador, al investigador, al arqueólogo,
al sociólogo, al historiador filósofo. Es preciso con-
servar las ruinas de San Ignacio, siquiera esas,
como herencia y recuerdo de una época que ha
tallado alguna faceta de la civilización argentina.
El gobierno que tal haga, hará una noble obra de
previsión y de piedad histórica.
Manuel Bernárdez.
fotografías de jorge cullen averza.
AP.BOL QUE SE DESARROLLA
TREPANDO POR UH MURO.
«CORAZÓN DE PIEDRA.), ÁRBOL LLAMADO
ASl, POR HABER CRECIDO ALREDEDOR DE
LA COLUMNA (JUE SE VE EN EL CENTRO.
— p^LA^-s -vurrrayx-
Artistas, sacerdotes de lo bello^Vuestra misión sobre la tie-
rra es santa:— Dios es del arte la sublime idea;— Que su reve-
lación el arte sea.— Del Canto al arte, de Carlos Encina.
He confiado más de una vez a mis lectoras, cuanto me
place que frecuenten la intimidad de mi «Home* donde se
charla de todo un poco, haciendo gala de absoluta sinceridad,
los viejos amigos de nuestro círculo porteño, y también los
que supe conquistar en el extranjero, y que el destino suele
traer a Buenos Aires, tal vez con el único objeto de propor-
cionarme algunas horas encantadoras...
Y es así, como un atildado diplomático, a quien conocí
chiquillo, en una larga temporada que pasamos en San
Sebastián, y que recuerda sus exigencias de niño, obligán-
dome a charlar, porque asegura que mis cuentos de ahora,
son tan divertidos como aquellos del Pájaro Azul, o de!
Enano Rojo, que me hacía repetir hasta el cansancio, me
ha preguntado más de una vez: «¿Por qué razón, ninguna
PINTURA SOBRE MARFIL, DE LA
SEÑORA JULIA CALVO DE ABELLA.
de las damas altamente colocadas en la sociedad porteña,
expone cuadros, miniaturas, o esmaltes, que sean obra de
sus manos? No he de hablarle a usted, ahora, del derroche
de belleza y elegancia de que hacen gala sus compatriotas;
no, amiga mía; deseo documentarms sobre temas menos
conocidos, y darle a usted argumento para nuevos cuentos
de hadas. . . He conversado con muchas porteñas cultísimas ^
he oído a concertistas de primera fila, pero parece que estas
argentinas, tan capaces de realizar cuanto se proponen,
no tuvieran la menor inclinación por el arte del divino
Rafael . . .
Se conoce que es usted absolutamente extraño a nuestro
ambiente, exclamé: ignora la modalidad más común en la
porteña de alta alcurnia, cuyas inclinaciones artísticas la
hayan hecho dedicar al estudio largas horas de su vida. . .
Es casi siempre tan modesta, desconfia tanto
de su propio mérito, que guarda celosa-
mente para el hogar, o sus vinculaciones
más íntimas, lo que ella cree "ensayos^) y que
suelen ser. sin embargo, acabadas obras de
arte; pero el exhibicionismo la horroriza. . .
Y de esta conversación, surgió el anhelo
de hacer conocer las aptitudes de algunas de
nuestras más distinguidas aficionadas, entre
las que contamos personalidades consagra-
das ya como ar-
tistas de primera
fila, por los que
han podido va-
lorar sus obras.
Entre aquéllas,
ha descollado
siempre la seño-
rita Hortensia
Berdier, dama
de espíritu cultí-
MINIATURA PINTADA SOBRE MARFIL,
POR LA SEÑORITA DELIA GUERRICO.
CABEZA ÜE ESTUDIO, ÓLEO DE lASE.JORlTA HD:íTENSIA BERDrER
simo, y que a pesar de su activa y prestigiosa actuación
mundana, ha dedicado ai arte las mejores horas de una
existencia llena de halagos: la artística cabeza que ha con-
sentido reproduzca Plvs Vltra, afirma el mérito de su
obra, consagrada ya por el juicio de la crítica; pero tie-
nen además sus aristocráticas manos, el maravilloso don
de las de Madeleine Lemaire. y nadie sabrá pintar como
ellas las luminosas flores, que parecen de algún jardín de
ensueño. . .
El arte de la miniatura, arte femenino por excelencia,
cuenta en todas las épocas con cultoras admirables, como
la célebre veneciana Rosalba Carrera, como la seductora
Madame Viegée Lebrun, a quien tanto distinguió María
Antonieta, influyendo poderosamente en el ánimo de la
célebre pintora, para que se dedicara al primoroso arte que
fascinaba a la desventurada soberana. La mujer argentina,
ha demostrado siempre gran predilección por la miniatura,
y si la señora Luna Alston de Gallegos, dama distingui-
OLE0 SOBRE MARFIL, DE LA
SEÑORA CALVO DE ABELLA.
disima, cuya serena y delicada belleza sería ideal inspiradora
para el arte que cultiva con tan acabada perfección, consin-
tiera en exponer sus obras, figuraría su nombre dignamente
entre los más afamados artistas contemporáneos.
Doña Julia Calvo de Abella. es otra de las personalidades
de nuestra aristocracia que atesora cualidades realmente
excepcionales. Viajera infatigable, pues pocas de nuestras
compatriotas han recorrido como ella toda Europa, ni han
conocido el encanto de los infinitos horizontes africanos. . .
Fué su vocación primera, la pintura al óleo: luego, en una
de sus largas estadías en el viejo mundo, se dedicó a la
miniatura, y a los esmaltes artísticos, con tan brillante
éxito, como en sus estudios musicales, pues es también
reputada como notable pianista.
Se destaca también, como distinguida miniaturista. la
señorita Delia Guerrico. figura pres-
tigiosa y atrayente de nuestra alta
sociedad: si persevera en el camino
emprendido, podremos contar con
otra verdadera artista; y al recor-
dar su gentil silueta, y la clara
mirada con que estudia su modelo,
no puedo menos de evocar
el contraste entre las mo-
dernas cultoras de ese arte
delicadísimo, y la ascética
figura del monje Giulio Clo-
vio, el ilustre artífice de la
época del Renacimiento, que
vestido de tosco sayal, ilu-
minaba, con el divi-
no arte de sus diáfa-
nas manos, la triste
celda de su claustro...
MINIATURA SOBRE MARFIL, OLEO DE LA
SEÑORA LUNA ALSTON DE GALLEGOS.
La Dama Dufnoe.
— i3»L7«^i3 -vLrrr2>x—
d( OSÍttdlO
Navarro
Violí
En esta vida todos preferimos. . .
Y cada individuo tiene aptitud para rea-
lizar aquello que prefiere. El violin de In-
gres es una excepción.
Junto a dichas disposiciones nace el ape-
tito de ponerlas en práctica. (Pero Grullo
pensarla como yo), y en poder o no satisfa-
cerlo estriba gran parte de nuestra felicidad.
Algunas mamas regañan a sus hijas por-
que éstas no se aficionan a las tareas domés-
ticas: palabras inútiles!, nada han de conse-
guir de ellas en ese sentido.
Ciertas jóvenes dejan tantas distraccio-
nes fútiles y en su lugar saborean una lectu-
ra interesante. , . No se equivocan en la elec-
ción. . .
En pos de nuestra ocupación favorita, a
pesar del placer que ésta nos proporciona,
suelen seguir diversos contratiempos. Ejem-
plo: el político que demuestra la utilidad de
sus principios (|si los tiene!) y ve, después,
triunfar a sus contrarios, etc.
No he acertado los desagrados que pue-
dan suceder al estudio.
Afortunadamente no se opina ahora que:
. . . une femme en sait toujours assez
Quand la capacité de son esprit se hau5s?
A connoftre un pourpoint davec un haut de
Ichausse.
Moliere quiso privarnos de este gran delei-
te: la instrucción. Su intención fué justa: co-
rregir un defecto, general en su época: la
afectación del lenguaje, la pedantería; sin
embargo, las preciosas, si no escribieron
obras maestras, enriquecieron el idioma con
la creación de palabras, expresiones y giros.
No pasa, pues, inadvertida la interven-
ción de la mujer en la literatura francesa.
Harto conocidos son. para detenerme en
ellos, los nombres de Margarita de Valois,
Mademoiselle de Scudéry, Madame de Lafa-
yette, Catalina de Vivonne y las elegantes
que frecuentaban el Hotel de Rambouillet;
Madame de Sévigné. Madame de Maintenon,
Madame Campan, Madams de Staél, Georges
Sand, etc.
Un proverbio espaiíol dice:
« Niño que bebe vin
y
Mujer que aprende latín
Tienen mal fin *;
pero la mayor parte de las mujeres doctas
han poseído la lengua de Cicerón: la poetisa
mejicana, Sor Juana Inés de la Cruz; la ilus-
tre doctora de la Iglesia, Santa Teresa de
Jesús; la noble reina Isabel la Católica, y sus
hijas; y su erudita profesora doña Beatriz
Galindo, alias «La Latina», quien fundó un
gran hospital en Madrid: éste, y el barrio en
que fué construido se llaman: «La Latina.»
Empleando sus últimos años en el ejerci-
cio de la caridad, ¡cuan lejos estaba de aca-
bar mal!
La satisfacción es el término del placer.
Como el del estudio es insaciable, concluirá
junto con nuestra vida.
Unos leen para recrearse, otros para
aprender: éstos, ansiosos de hallar la verdad:
aquéllos, en busca de argumentos defensores
de la verdad que poseen o creen poseer de
cualquier modo, ¡parecen tan cortas las ho-
ras cuando trata uno de saberl
Qm Ib3^ ^ pnj^sai d rompleíü m ios iiaimíi:
¡Sí, seiVor! Bien haya el Progreso y loor
al que ideó el tranway eléctrico . . . Pero,
|ay! que en este picaro mundo todo tiene
su pro y su contra. . . Bien es verdad, que
los que tenemos la suerte de vivir en estos
benditos tiempos de la electricidad, de U
telegrafía sin hilos .. . de otra porci in de
coas. . - sin hilos (y sin ilación tal vez) d:
la viabilidad airea y mil otras cosas estu-
pendas, tenemos que sufrir también -ya
veces ¡en qu¿ forma! - las incomodidades
inherentes a todo lo que es humano, y por
ende, pfrfttrtamtnle imperfecto!
Todas estas reflexiones, caras lectoras,
vienen ¿a cuento de qué? Pues con motivo
de las que me sugiere una de mis últimas
correrías por los barrios más céntricos, en
horas de tiendas — por supuesto. - Soy
una persona — y conste que sé que hay
muchísimas en mi caso — que necesita
hacer por si misma sus comisiones. Pues
bien, después de haber lenírtado de lo lindo
(vocablo que hallo de lo mis justo) y he-
cho las de la hormiguita, después de ha-
berme tropezado con cien mil extranjeros
que pululan por estas calles, - y ¿dónde
estin los argentlnosV pregunto — Buenos
Aires K me antoja a esas horas, un enorme
kaleidoioopio cuyos colores se suceden sin
interrupción. . . Las vidrieras resplandecien-
tes de luz. la gente que circula, que se
adelanta, jadeante, que se atropella, que
pata ~ ique trata de pasar a toda costal
— magullándola a una . . . ¿Pero esto es Bue-
nos AiresV me digo. Uno se topa aquí con
una rubicunda inglesa. . . más allá una ale-
mana que parece más que mujer un
barril lleno de cerveza, el cual por un prodi-
gio pudiera caminar, asi. a trancos... Ahi
es de ver. rusas, polacas, con su mirada
avien y su cara enigmática, hablando una
¡erga ininteligible ... a veces leyendo por la
calle tu «Novoe Vremyra, cuando no señan-
/\diid Tbi'osd Aorouo
do con su Polonia y Varsovia. Este es Bue-
nos Aires a la tarde, a la hora de compras
en el centro. . .
...Ahora, el problema es encontrar el
tranway que me ha de llevar a casa. . . Me
sitúo en un paraje conveniente y me pongo
a esperar con calma. . . ¡qué si quieres! Pa-
san dos, pasan diez y veinte tranways; to-
dos los números habidos y por haber. . . nú-
meros incomprensibles para mi. . . toda vez
que no es mí número/ Por fin, después de
tres cuartos de hora de angustia, me parece
distinguir mi tranuiay . . . Los ojos se me
salen de las órbitas, ¡me parece mentira
LaAindá íiiRii'^ Por Ijíim^ tal do Poríoíd
tanta belleza! Miro el tablero donde está el
número bendito, el que yo necesito. Lo miro
lo mismo que los Reyes Magos contemplaron
la estrella famosa que los guió a Belén..
Pero, lay! viene completo. ¡Completo! E
motorman, a mi gesto de querer subir, me
indica con ademán olímpico: ¡está completo
Qué desilusión. Otro cuarto de hora de es
pera, de angustia... Vuelven a pasar y í
repasar, hasta que al fin puedo encaramar
me en uno; y subo, en efecto. . . ¡Horror! e
único sitio disponible, es la mitad del asíen
to en que viene muellemente sentado . . . ¡un
barrenderol^ni más ni menos (auténtico).—
En uno de mis viajes por las pequeñas al-
deas de Turquía, en un islote perdido dentro
del Mármara, me contaron una historia sen-
cilla y triste: Era la leyenda del traje negro.
Selika, esposa del guerrero Ackmid, mu-
jer prodigiosamente bella, poseía un poder
extraño y dulcísimo en sus pupilas negras
forradas de fuego, en su voz lánguida, en sus
labios purpúreos y en su gesto altivo.
Era en aquel tiempo la inspiradora de su-
blimes ideales, de pasiones terribles y de te-
nebrosos crímenes. Idolatrada por Ackmid,
a quien también ella adoraba, ni por un ins-
tante se separaba del héroe. Le seguía en
sus excursiones guerreras contra tribus ene-
migas, en sus travesías de los mares, en sus
ascensiones de las cumbres.
Mas a pesar de unión tan perfecta, una
sombra manchaba la blanquísima frente de
Selika; y era ella proyectada por la pasi6n
del temible Macub, quien, furiosamente ce-
loso del jefe que fuera preferido por Selika,
había jurado arrancar a su amada de los
brazos de Ackmid.
Para que este funesto designio pudiera
llevarse a cabo, era necesario que muriese el
noble, valiente y feliz Ackmid. Y murió.
Murió ahorcado por sus propios enemigos,
después de una odiosa traición.
Selika, ahogada en llanto, con el alma des-
hecha, comprendió, inspirada acaso por el
Bueno; hago de tripas corazón y me siento-
Al mismo tiempo veo que el tal me dirige
una mirada priucipe^camentr ~ mlra-áa. que
hubiese envidiado el mismo Duque de Aosta.
Por fin, llega el momento que todo lle-
ga en este mundo a los que saben esperar
llega el momento de bajarme, y desciendo
de! tranway. y los cortos pasos que tengo
que dar, hasta mi casa, me parece hacerlos
como sonámbula. . . Es que vengo totalmen-
te mareada, como que allí en esa atmósfera
los perfumes que he tenido la suerte de as-
pirar, no eran ciertamente de la fábrica de
Houtegant ni de Coty. . . .
...Llego, y al verme sana y salva, pro-
rrumpo en una delirante y homérica carca-
jada. ¡Sí, señor! Magnifiquemos nuestras
cosas; encontremos que vivimos en el mejor
de los mundos posibles, que es una gran
cosa el Progreso; pero pongamos ¡por favor!
las cosas en su verdadero lugar. . . y, sobre
todo, seamos más equitativos... Que nos
pongan en condiciones de poder trasladar-
nos de un punto a otro de la ciudad, sin re-
trasos, ni contratiempos, ni fastidios. ¡Más
coches, señores de la Compañía de Tranways!
y todos saldremos ganando: ellos, su dinero,
y nosotros nuestro tiempo — ¡y a veces
nuestra tranquilidad!
Menos mal, todavía con el actual sistema
se nos ahorra aquel espectáculo dantesco o
abracadabrante, de aquellos infelices matun-
gos que apenas podían sobrellevar la carga
muy superior a sus fuerzas, y entonces era
de ver. . . el espectáculo desagradable y an-
tiestético, de las pobres bestias jadeantes,
esqueléticas, con las fauces abiertas y respi-
rando ansiosas. . . ansiosas de que termínase
esa lucha sin fin a que los hombres despia-
dados las condenaban. . . Gracias a Dios, ese
triste espectáculo ha pasado ya al dominio
de vCosas de otro tiempo».
jBien haya el Progreso!
espíritu de su esposo, que Macub se apodera-
ría de ella. Entonces tuvo fuerzas para huir.
Huyó, perseguida por los esbirros del mons-
truo, y viéndose a punto de caer en manos
de aquellos hombres, la divina Selika de !os
labios purpúreos y pupila de fuego, se preci-
pitó, loca de terror, en el Mar Negro.
Tal vez el dios del Mar era su abuelo. . .
La meció en sus ondas tempestuosas y lue-
go, suavemente, la depositó sobre las rocas
desnudas. Selika surgía de las aguas, envuel-
ta en negra túnica; negro también su velo
de púrpura. . .
Desde entonces, vagaba de noche por los
campos, consolando a los tristes; pero Ma-
cub, cuando atravesaba por entre las tribus
acampadas, no logró ver jamás la sombra
negra destacarse en el fondo obscuro de los
bosques.
Y se cuenta en las pequeñas aldeas de
Turquía, en aquel islote perdido en el Már-
mara, que a ejemplo de Selika, la inconso-
lable enamorada, todas las pobres amantes,
llenas de pesar por la muerte del esposo, ti-
ñeron de negro sus vestiduras para mezclar
con las tinieblas nocturnas las congojas de
sus almas tristes y fieles.
Y poco a poco, en todas partes del mundo,
la humanidad, como obedeciendo a un fatal
destino, fué imitando a la divina Selika de
ios labios purpúreos y de los ojos de fuego.
-I=>1_
>>^—
C)l5FrLIA.
TOO
Es la más completa de nuestras actrices cómicas, por su gracia natural y
espontánea, y por ser sin duda la que más se identifica con los personajes que
crea, sintiéndolos y hablándolos como si los viviera. Tan buena observadora
como humorista, supo copiar sin exageraciones todos los gestos, ademanes y
voces de esas señoras que en el vasto teatro de la vida criolla hacen papeles
de «características». La señora Rico es en el proscenio «Misia Orfilia».
« Nací en Montevideo », me dijo la Rico, mientras le cambiaba el agua a una
jaula de canarios. Quise que precisase la fecha, pero se me escapó por la tangente,
diciéndome que en Semana Santa y de ahí no pude sacarla. Fué su padre artista,
cumpliéndose una vez más el adagio: «De tal palo tal astilla». Cursó en la República
Oriental los estudios elementales y fueron sus compañeras de colegio, muchas de
las empingorotadas señoras que hoy figuran en las listas sociales de Montevideo.
A los 14 años, jen la primavera de la vida!, se presentó por primera vez ante el
público, en una compañía española, pero su iniciación verdadera en la carrera ar-
tística, la hizo bajo la dirección de Enrique de María, en el Odeón de Montevideo,
con la compañía de Jerónimo Podestá, en la que actuaban todos sus hijos...
Blanca, María, Anita, Arturo, José... Alfredo Gobi, Goyo Aoosta y otros que ha
olvidado, siendo su primer papel el de la característica de «Los Boqueños».
Colgaba ya la jaula del dichoso canario, cuando le pregunté cuál era su obra
favorita, y me respondió cantándome en un falsete desafinado
aquello de : « ¡Me gustan todas, me gustan todas, me gustan
todas en general! ...» Dio fin al cantito con un «gallo», natural-
mente, y le puso una lechuga al canario.
«Las de Barranco» es la obra que más veces ha hecho y la que
más aplausos le ha valido. Autores, no prefiere a ninguno. ¡Son
ORFILIA RICO,
QUE CON PABLO
PODESTÁ y PARRA-
VICINl HA HECHO
UNA BRILLANTE
TEMPORADA EN
EL «ARGENTINO».
tan quisquillosos!, pero como su género
predilecto son las comedias, lógico es su-
poner que los autores de este género go-
zarán de su predilección.
Tiene la Rico cuatro hijos: Sarah, Rodolfo, Carlos y
Félix. Dos de ellos, Rodolfo y Félix, se dedican al tea-
tro. El último reúne las dos aspiraciones del hombre:
ser «felíx» y ser «rico».
Dejó, por fin, tranquilo al canario, y al bajarse de la silla en que se había
subido para tirarle besitos, casi se cae, justamente cuando yo le pregun-
taba que hubiese querido ser, si no hubiese sido artista.
— ¡Acróbata! — me contestó indignada.
Ha recorrido casi toda la República. Es un poco supersticiosa; no le teme
al público, pues le quiere y no se puede temer a quien se quiere. Sus noches
más felices son las de su beneficio, y las más «desveladas», las vísperas de pa-
gar el alquiler.
— ¿Ha pasado usted algún momento de angustia? — le pregunté.
— Sí, una vez y justamente en escena, no hace muchas noches, ¡ay sí!
Mi vida se deslizaba tranquila, apacible; yo parecía un río sereno. . . (Todo
esto me lo dice con gran suavidad, de pronto cambia de tono.) Cuando hace
pocas noches, no sé por qué diantre, me quedé sin voz en escena. Viera. . .
por más que estiraba la trompa nada. . . no salía ni palabra. . . «¡Ya me que-
dé muda», me dije!. . . pucha y si no es por un esfuerzo de voluntad, casi
me salgo de la escena. Yo creía que me había atorado, ¿no? Pero parece que
no fué atoro. ¡Mire si me quedo muda! ¿no? Me habria tenido que dedicar
al cinematógrafo... ¡Qué susto!
Dicho esto, tomó una escoba y se apoyó en ella,
como diciendo:
— ¡Caballeríto, aquí tenemos muDho que hacer por
las mañanas y usted se querrá ir, ¿verdad?
Comprendí la indirecta y me marché, convencido de
que hasta muda esta mujer, sería la primera actriz
cómica del teatro nacional.
El doctor Misterio.
LA POPULAR Y
GRACIOSÍSIMA CA-
R ACTERÍSTICA
CON SU PRIMER
NIETO «BABY HA-
RÁN*.
— I3>i_;vx:s 'v'i^nriQyv—
>y^—
eliciosos, saluda-
bles y nutritivos .
para los niños. I
COCHOS CANAL
nsustituíbles a la hora del té
— i3i_;v:s
CURIOSIDADES DEL JAPÓN
AKCO NATURAL DE MATSUSHIMA.
Los japoneses pueden asegurar, sin exageraciones retóricas, que viven sobre
un volcán, o mejor dicho, sobre varios volcanes. Todo ese colosal dragón que
representa en el mapa el archipiélago japonés es una cadena de cimas volcá-
nicas pertenecientes a montañas sumergidas en el mar. Aquellos millares de
islas han sido modelados por titanes que los cocieron con el fuego de las entra-
ñas terrestres y los apagaron con las olas del océano.
Un trozo de plomo derretido que se sumerge en agua adopta raras y sor-
prendentes formas. Así la tierra japonesa ofrece aspectos fantásticos, retor-
cida, convulsionada, semejante a una pesadilla de la materia. Entre esos
espamos del suelo hay sitios donde la naturaleza ofrece una placidez, una
calma majestuosas, algo así como el pesado reposo que sucede a los grandes
cataclismos.
Cuando no se conoce el paisaje japonés más que por las reproducciones
del arte nipón, resulta increíble, fantástico para nuestros ojos acostumbra-
dos a otros aspectos de la belleza natural. Pero, según comprueba la fotogra-
fía, los pintores del imperio del Sol Naciente no hacen más que reproducir
con toda fidelidad el semblante de su patria. De igual manera que el alma
de los hombres blancos es distinta del alma de la raza amarilla, el£paisaje
japonés no se parece al nuestro.
El japonés adora su país con artística pasión. Raro es el habitante de aque-
llas islas que no haya recorrido el imperio en piadosa peregrinación, sin recu-
rrir a los ferrocarriles y empleando los buques solamente cuando necesitan
pasar de una isla a otra.
El turista nipón además de un devoto es un artista que siempre traduce
sus impresiones en una obra, ya sea ésta diminuta figurita de marfil, una
poesía o un kakimono, como se llama a los cuadros en japonés. Días en-
teros consagra a contemplar un paisaje, un árbol, una flor; la paciencia
más exquisita y el gusto más delicado distinguen a los hombres de aquella
raza laboriosa y fuerte.
Y el entrañable amor del japonés hacia su tierra es también extraño.
No se trata de un sue-
lo muy hospitalario; los
temblores de tierra son
frecuentes y producen mi-
llares de víctimas.
El Asama - Yama, una
de cuyas violentas explo-
siones copia uno de los
fotograbados que ilustran
estas lineas, y el Shirane-
Yama pueden comparar-
se a los más terribles vol-
canes del mundo.
Y, sin embargo, oíd co-
mo un poeta japonés, el
célebre Akahito, canta
inspiradamente en loor
del volcán Fuji: «Desde
el tiempo en que fueron
separados el cielo y la tie-
rra, altanero, venerable,
divinamente aislado, el
monte Fuji se yergue en
el país de Suruga. Cuando
sondea con la mirada la
llanura celeste, la misma
luz del sol se oculta, el
resplandor de la luna se
enmascara, las blancas
nubes se detienen en su
camino. Sin cesar cae so-
bre él la nieve. Yo querría
cantar continuamente,
continuamente glorificar
al monte Fuji sobre la
llanura de Tago. Salgo
para mirarle. ¡Ah! Toda
blanca como nieve recién
caída es la cima del Fuji.»
El otro fotograbado
que acompaña estas lí-
neas representa una de
las curiosidades del archi-
piélago de Matsushima.
Matsushima, Ama -no
Hashidate y Miyajima,
son los tres Sankci, o ma-
ravillas del Japón. Los
célebres paisajes de Mat-
sushima poseen un en-
canto indescriptible. Hay
en aquella región más de
mil islotes que sorpren-
den y maravillan.
Este arco natural, que
parece formar parte de
las ruinas de una fortale-
za, es uno de los muchos
que existen en los islotes
floridos de Matsushima,
y se distingue por su
grandiosidad y belleza.
Describiendo aquellos
islotes dice Luis Aubert:
«Los troncos y las ramas
se retuercen en gestos de
forzada expresión, ges-
tos de actores japoneses».
¿No tiene este arco algo
de escenario?
ERUPCIÓN DEL VOLCXN JAPONÉS ASAMA - YAMA, QUE AL-
CANZÓ UNA ALTURA DE 1.500 METROS.
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El sabio astrónomo del Observatorio Na
cional de Puis, M. P. Pubeaux, ha publica
do en la revista Sciftia. que ve la luz en
Milán, un articulo .sumamente interesainte,
del que ohrecnnos aquí una síntesis.
Sin necesidad de hacer un grande esfuerzo
de imaginaciin. podemos suponemos en la
hipótesis de que la atmósfera terrestre, más
espesa y nebulosa que de ordinario, nos hu-
biese privado la visión de los cuerpos celes-
tes, dejando, sin embargo, pasar la luz. Las
ciencias físicas, sin mis campo de estudio
que nuestro globo, se habrían visto entonces
privadas de algunos capítulos interesantes.
La Astronomía no hubiera existido más que
oomo una conjetura, pero la geología se ha-
bría podido desarrollar, y acaso hubiera lle-
gado a la convicción de que la Tierra ha pa-
sado por aspectos muy distintos del que
actualmente presenta y de que aún está lla-
mada a transformarse en lo sucesivo.
No ha mucho que la primera parte de esta
fórmula goza de un crédito sólido y universal .
debido a los perseverantes estudies de los
geilogos. Hoy día todos admiten, sin que se.i
pieciao insistir en ello, que la superficie de la
Tierra ha estado durante mucho tiempo so-
metida a un exceso de calor que no toleraba
las formas vivas; que elevadas mesetas han
ocupado durante muchos siglos el espacio
de los mares, que las regiones vecinas a los
polos han conocido en otro tiempo un clima
templado, capaz de desarrollar una vegeta-
ción exuberante.
Los geólogos que nos reconstituyen esos
cuadras sugestivos, les asignan un orden de
sucesión relativa, pero no les dan fechas pre-
dsas, pues, como dice Eduardo Suess en su
diaioo libro Im face dt la Terre. en vano se
boaca una medida común entre las duracio
nea geológicas y las duraciones históricas.
No hay duda de que nos vemos llevados a
considerar grandes espacios de tiempo para
d depósito de los sedimentos, para la forma-
ción de los repliegues montañosos, para los
cambios de la fauna y flora, si queremos
que estos fenómenos se hayan desarrollado
siempre a la marcha que revelan las obser-
vaciones corrientes. Pero esta creencia con-
serva ya pocos adeptos, y hasta éstos admi-
ten que puede ser útil recurrir a la Astrono -
mfa para asignar límites a la duración posi-
ble de las edades geológicas.
Los cambios de que se trata no son ob-
servados ni en la Tierra ni en los planetas
análogos a la Tierra, sino sobre estrellas más
bien comparables al Sol.
Teniendo presentes las consecuencias bio-
lógicas, tres son los factores esenciales que
deben ponerse en linea: la composición del
aire, la circulación del agua entre la atmós-
fera y el Océano y el mantenimiento de la
temperatura anual entre limites no muy
alejados, en la proximidad de una media, de
unos 17".
El interior del globo constituye sin duda
un depósito de calor importante, pero este
calor no llega a la superficie, como vemos
por la diversidad de los climas y la rapidez
de la oscilación diurna. Ni la permeabilidad
que la corteza terrestre ofrece al calor, ni las
transformaciones radioactivas son capaces
de destruir la acumulación de los hielos en
los polos ni de evitar su aumento periódico.
La presencia en el suelo del más rico mineral
de radio no es obstáculo al enfriamiento noc-
turno. Que se extinga el Sol, y esos recursos
internos reales, pero ineficaces, no impedirán
que los casquetes polares invadan el globo
entero, que la circulación acuosa quede pa-
ralizada, que baje la temperatura en todas
las latitudes. Estos cambios desastrosos se
producirían en pocos aflos.
Asi, pues, si los climas terrestres oscilan
alrededor de medias casi fijas, es debido a
que lo que nuestro globo recibe hace equili-
brio a lo que gasta. Es, pues, preciso que el
influjo solar, única fuente eficaz de esta en-
trada, se conserve. Esta conclusión puede
considerarse como adquirida por unos vein-
te siglos del pasado. Ni el nivel de los mares,
ni la extensión de los glaciares, ni los limites
de los cultivos delicados han experimentado
durante este intervalo cambio alguno gene-
f*l y progresivo. El astrónomo versado en
el estudio de las estrellas variables estimará
que debemos felicitarnos de este resultado.
Comparado a muchos de sus congéneres, el
Sol es una fuente muy constante, a despe-
cho de las manchas que aparecen en su su-
perficie y que pueden multiplicarse en la
relación de I a 20 en algunos aAos. Era de
temer que un astro tan manifiestamente
sujeto a una fluctuación rítmica no tuviese
igualmente una variación secular bastante
rápida. Más caliente, más voluminoso que
la Tierra, gasta evidentemente mucho más,
y no puede contar con un socorro extraño
para reparar sus pérdidas. Bien es verdad
que no teniendo costra sólida está en mejo-
res condiciones para utilizar su calor interno.
De cualquier modo que sea, el Sol ha atra
vetado, sin debilitarse sensiblemente, las
edades históricas. Este precedente puede
hacernos concebir con cierta seguridad núes-
COMO MUEREN LOS PLANETAS
ESTA ESPLÉNDIDA FOTOGRAFÍA DEL SOL, FUé TOMADA CON EL TELESCOPIO DE SNOW, EN EL
OBSERVATORIO DEL MONTE WELSON, EN CALIFORNIA. SE VEN EN ELLA NUBES LUMINOSAS DE
VAPOR DE CALCIO QUE FLOTAN SOBRE LA SUPERFICIE SOLAR. ESAS NUBES SON LAS MANCHAS
MAS BLANCAS. NO SON VISIBLES A LA SIMPLE VISTA Y NO APARECEN EN LAS FOTOGRAFÍAS
TOMADAS AL USO CORRIENTE: ES NECESARIA UNA PREPARACIÓN ESPECIAL DE LOS INSTRU-
MENTOS PARA OBTENER FOTOORAFÍAS COMO ÉSTA.
tro porvenir para un lapso de tiempo casi
igual. En idénticos limites las fórmulas de
la Mecánica celeste nos hacen prever para el
sistema planetario una configuración casi
estable. Ningún planeta está bajo la ame-
naza de precipitarse, dentro de poco tiempo,
sobre el astro central o de perderse en las
profundidades del espacio.
Mucho se ha investigado en todos sentidos,
y siempre con poco éxito, cómo puede el Sol
mantener largo tiempo su incandescencia.
La contribución que recibe de otras estrella;
es insignificante. La energía cinética repre-
sentada por los movimientos internos no va
muy lejos. Las acciones químicas no s:)n más
que un expediente provisional y de corta du-
ración, si el combustible no es renovado. La
caída de los meteoros debería, para ser eficaz,
ser extremadamente abundante, y los come-
tas que pasan cerca del Sol no manifiestan
ni la presencia de un medio resistente ni el
aumento continuo de la masa central. Las
transformaciones radioactivas de la materia
han parecido un momento poder salvar la si-
tuación, pero ellas no abarcan tampoco más
que un tiempo limitado, no parecen ser rever-
sibles, y si lo fueran, absorberían la energía
en vez de liberarla. Le queda al Sol la facul-
tad de contraerse, pero ya lo ha hecho en
demasía y se prevé el momento en que este
recurso le faltará.
La densidad media del Sol, superior a la
del agua, pero inferior a 1/4 a la de la Tierra,
parece débil por comparación. En realidad,
es muy grande para un cuerpo de extensión
semejante, sobre todo si se tiene en cuenta
que se halla desigualmente repartida. Las
capas superficiales, las únicas que nos envían
su luz o que pueden sufrir el análisis espec-
troscópíco, son, sin duda alguna, muy rari-
ficadas. La gravedad parece estar allí muy
eficazmente combatida por la presión de ra-
diación. Pero a medida que se penetra en el
interior del astro, la densidad necesariamen-
te debe aumentar, la gravedad vuelve a ad-
quirir todos sus derechos, y la presión al-
canza un número formidable de atmósferas.
M. R. T. A. Innes. en un reciente estudio
(South Atrkan Journal of Science) dice que
hay un agente además de la temperatura,
y que una presión excesiva basta a ponerlo
en juego. Podría tratarse de una liberación
de energía atómica transformando los ele-
mentos pesados en elementos ligeros, hidró-
geno, helio, nebulio, arconio; éstos últimos
entrevistos solamente en las nebulosas. Esta
fuerza de acción en el Sol está lejos de
haber producido en él todos sus efectos, y
podría un día u otro procurarnos alguna
sorpresa formidable.
Los resultados más adelantados pueden
observarse en las estrellas blancas, donde el
espectroscopio no revela ya las rayas de los
elementos pesados. Las estrellas nuevas no
han mostrado una metamorfosis total reali-
zada en un tiempo tan corto que la palabra
explosión no parece exagerada para pintarla.
Y el paso de la estrella solar a la nebulosa
acaso no sea más que un preludio ds ella.
La tendencia actual del Sol no sería, pues,
la de contraerse y extinguirse, sino la de
dilatarse y disolverse. Algunos fragmentos
relativamente pequeños, destacados con vío"
lencia, podrían ssr salvados de una destruc-
ción total. La observación, que nos indica
el carácter probable de la transformación
futura, no nos dice cómo se obraría su re-
percusión sobre los planetas ni si debemos
CDnsíderar oomo próxima la catástrofe. La
estadística estelar es tranquilizadora en un
sentido, pues no se han presentado muchas
ocasiones para observar extinciones o gran,
des recrudescencias. Desde otro punto de
vista es inquietante, porque los únicos cuer-
pos celestes a los cuales hay fundamento de
atribuir una densidad media igual o superior
a la del Sol, tienen masas mucho menores.
Los planetas no deben sólo temer una
transformación brusca del hogar común que
les alumbra y calienta. Cada uno de ellos
puede tener también en su estructura inte-
rior el germen de una crisis mucho más
seria que las fluctuaciones de que la super-
ficie de nuestro globo nos da el espectáculo.
La Tierra comparte con el Sol el honor o el
peligro de ser un caso extremo. En el cuadro
de las densidades medías de los planetas
vemos que sólo Mercurio nos sobrepuja, y
sin duda es un lujo que le permite su débil
masa. En la superficie de la Tierra la densi-
dad es ya más del doble que la del agua.
A diez kilómetros de profundidad la tempe-
ratura (300 grados C.) no tiene nada de in-
concebible, pero la presión (2.000 atmósferas
por lo menos) excede a nuestras posibilida-
des de experiencia, y ninguno de los materia-
les corrientes puede soportar ciertamente es-
fuerzos semejantes sin quebrarse. No pueda
subsistir vacío alguno notable. El agua no
debe poder circular por alli bajo ninguna
forma. Las infiltraciones de la lluvia o de
los ríos, las mismas del fondo de los mares
son rechazadas seguramente mucho antes
de alcanzar esta profundidad. No queremos
con ello poner en duda que los elementos
del agua existan en las lavas volcánicas en
el momento en que se desprenden.
M. Innes ve otra causa: un cambio tota
de estructura molecular, cambio determina-
do a cierto nivel por el exceso de presión.
Existiría liberación de la energía intra-ató-
mica, cual vemos en las transformaciones
radioactivas; pero todos los elementos quí-
micos, o casi todos, estarían en ello inte-
resados. Aquí debería buscarse el origen de
las erupciones y de las sacudidas sísmicas.
No debe extrañarnos la intensidad de estos
esfuerzos si notamos, con Sir Wíllíam Ram-
say, que el radio puede emitir dos millones
de veces más de energía que la cordita, uno
de los más potentes explosivos que se
conocen.
Es muy probable que esta capa de transi-
ción no sea, en realidad, muy espesa, y que
a un nivel más bajo las estructuras molecu-
lares complicadas no son ya toleradas. De
ese núcleo inerte, inaccesible a nuestras ex-
periencias, conocemos indirectamente algu-
nas propiedades. Las operaciones geodési-
cas, combinadas con la medición de la gra-
vedad, nos muestran que a unos 100 kiló-
metros de la superficie las diferencias de den-
sidad se hallan casi borradas. Las sacudidas
superficiales se transmiten a través de la
región central con prontitud y nitidez mara-
villosas. Todo el conjunto del globo resiste
a las acciones deformantes del Sol y de la
Luna tanto como pudiera hacerlo el mejor
acero.
No existiría peligro en que las envoltu-
ras se hicieran impermeables al calor, sino
más bien en que se aventasen en polvo.
Una y otra perspectiva no evocaría aparen-
temente, en lo que nos concierne, más que
ejemplos raros o vencimientos lejanos. Prefe-
riríamos llegar a una conclusión de carácter
más práctico. Esta inestabilidad de que de
vez en cuando sufrimos los efectos, y que
parece ligada a la gran densidad media de la
Tierra, ¿está en camino de agravarse aún?
¿Es, al contrario, un porvenir más apacible
el que nos hacen presagiar el estudio histó-
rico del volcanismo o la observación compa-
rada de los cuerpos celestes?
Podemos demandar una indicación muy
preciosa al examen de la superficie de la
Luna. La historia pasada de nuestro saté-
lite está allí escrita en términos más claros
que los de la Tierra, en razón de la ausencia
de los sedimentos y de las capas oceánicas.
La sequedad extrema de la atmósfera hacen
de ella un verdadero conservatorio de for-
mas volcánicas de todas las edades. En mu-
chos casos las fuerzas interiores, solicitando
una corteza ya resistente, han hecho apare-
cer en ella relieves en contradicción maní-
fiesta con el equilibrio de los fluidos, con las
leyes de circulación de los hielos y las aguas.
Grandes formaciones cuadrangul ares
obrando en el sentido vertical, depresión de
estas formaciones en toda su parte central,
paso del rombo al exágono por el manteni-
miento de los ángulos agudos, circos regula-
res con huecos concéntricos limitados en su
expansión por diques ya formados, círculos
más profundos con picos salientes y monta-
ñas centrales, conos más pequeños en todas
partes, con preferencia marcada hacia las
crestas y las roturas, forman una serie geo-
métrica donde el orden de los términos no
podría ser invertido. La diminución cons-
tante de la extensión abarcada sigue el orden
cronológico de las formaciones. Siempre el
rombo sucumbe ante el exágono, el exágono
ante el círculo, la cuenca de fondo plano
ante el círculo profundo. Los pequeños co-
nos llegados en último término se parecen
enteramente a nuestros volcanes terrestres
por su asociación en series lineales, por sus
formas salientes excavadas sólo en la cum-
bre, por su amplitud de modificar el suelo
a su alrededor sin tener en cuenta el relieve
anterior. Pero toda esa actividad parece ha-
berse extinguido mucho antes de ganar la
superficie entera, y un examen asiduo no ha
revelado en ella de manera indubitable nin-
guna nueva manifestación. La forma actual
del volcanismo terrestre ha sido para el vol-
canismo lunar una forma final. Marchamos
por un camino en el cual hemos sido prece-
didos por nuestro satélite.
Parece, pues, probable que las sacudidas
de la Tierra están en camino de extinguirse,
o p3r lo menos se detendrán antes de haber
comprometido seriamente la envoltura sóli-
da que nos sostiene. La fuerza generatriz de
los océanos y de las montañas está adorme-
cida y no despertará más que bajo una señal
salida del Sol. Pero esa señal vendrá inevi-
tablemente. Más inestable que otro planeta
alguno, el astro central impondrá, después
de haberla experimentado por sí mismo, una
transformación a todo su cortejo.
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Íl miusaukee.víis
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ratándose de un producto tan
exquisito, tan puro, tan con-
centrado como
PABST
no es posible dudar en la elec
ción. Pabst es un extracto ex
elusivo, que puede tener simila-
res pero nunca rivales
V. S.A.
cié om cau-dad
Buenos Aires, septiembre de 1916.
TALLERES GRÁFICOS DE CaRAS Y CaRETAS
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Ángel al acostarse; diablito
de día cuando están a su al-
cance los Bizcochos Gánale.
o
El- alimento ideal para los niños. El complemento indis-
pensable del "Five o'clock tea".
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UNA ENORME ARAÑA CAZANDO A ÜN PÁJARO
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1
«Aquila non capit muscas», dice el proverbio
latino, significando con esto que los seres superio-
res no pierden su tiempo en cosas de poco valor,
despreciables. La «migala avicularia», arañón des-
mesurado para la clase de los arácnidos y de cu-
yas dimensiones da idea la fotografía que repro-
ducimos, tampoco caza moscas. Falta así a la ley
que la naturaleza previsora impuso a las arañas.
La migala avicularia cree que el bufaoh tiene su-
ficiente poder para librarnos de los peligros de la
asquerosa mosca, y se dedica a más nobles em-
presas.
El nombre migala está perfectamente formado
por dos palabras griegas; «mus», que significa
ratón, y «gale», sinónimo de comadreja. ¿Quieren
decir ambos que la migala se parece al mismo
tiempo a esos dos animalitos, o expresa que ellos
son sus presas predilectas? Tal vez, la finura y el
color de su pelo sean el origen del nombre.
La que representa en nuestro país esa especie
de arácnidos gigantes es la «araña pollito», que el
lector habrá admirado en los bosques chaqueños
o en las vidrieras de los comercios donde se ven-
den productos paraguayos. Esa araña pollito, de
la que se refieren espantosas hazañas, es un pigmeo
al lado de la migala avicularia, que vive y opera
en el norte de África y en toda la Guyana francesa.
Conocida vulgarmente por el nombre de araña-
cangrejo, la migala avicularia es bastante tímida,
aunque la leyenda asegura otra cosa. Toda su
crueldad la tiene reservada para los insectos de
gran tamaño, las sabandijas y los pajaritos. Hu-
ye del hombre como del cólera, circunstancia que
los misántropos aprovecharán en contra del «vil
seme de Adamo», como nos llamaba Dante, gran
autoridad en la materia. Construye sus habitacio-
nes en los parajes más escondidos de la selva y
sale de cacería por la noche.
Es una araña casi negruzca, cubierta de un plu-
món suave y sedoso; su tamaño varía entre seis y
treinta y dos centímetros, a que alcanza la que
reproduce nuestro fotograbado, ejemplar que se
conserva en París, como el más extraordinario
visto hasta ahora. Tiene patas robustas y esgrime
un doble garfio a manera de pico, con el que ase-
sina a sus presas, sorbiéndoles la sangre. No es
cazadora de red; pone alrededor de su nido unos
hilos tan fuertes que sirven de trampa para cazar
insectos, pequeños reptiles y pájaros.
El hogar de la migala es un cascarón sedoso,
blanco y semitransparente, de forma oblonga; lo
construye entre la corteza de los árboles, bajo los
montones de piedras y algunas veces en los rin-
cones más obscuros y apartados de las casas. Mien-
tras es de día, el arañón se queda en su «home»,
inmóvil, mirando fijamente a la abertura que le
sirve de puerta. En cuanto el sol traspone, la mi-
gala sale y se dedica a recorrer velozmente las cer-
canías de su casa, trepando a los árboles para sor-
prender a los pájaros en el nido. A veces cae so-
bre sus víctimas deslizándose por unos de los hilos
que fabrican.
Respecto al peligro que su venenosa mordedura
tiene para la especie humana, hay varias opinio-
nes. Unos dicen que es mortal; otros afirman que
sólo produce veinticuatro horas de fiebre, acom-
pañada de delirio durante los grandes calores.
Esto por lo que se refiere a las mígalas de pequeño
tamaño; las de 320 milímetros algún mayor de-
ben producir.
Por lo menos puede asegurarse que el vulgo no
anda descaminado al mirar con saludable horror
a la migala avicularia y perseguirla despiadada-
mente.
Porque se trata de una araña que. si se hubiera
presentado en la celda de Claudio Frollo le habría
hecho cambiar la palabra «anenké» por un «sálvese
quien pueda».
PERSEGUIDO POR ÜN TEMOR INDETERMINADO
Al que no goza de perfecta salud, le persigue el espectro de la
vejez prematura y de la tristeza abrumadora; muchas enfermeda-
des, cuya causa se ignora, provienen del estómago o de los intesti-
nos, se descuidan porque no hay peligro de muerte ; pero, una vez
crónicas, son insufribles y engendran la desesperación. Los des-
gastes físicos, consecuencia de la actividad excesiva, hacen que la
mayor parte de la humanidad esté enferma del ESTOMAGO, y es
necesario prevenir muchos males que ocasionan una mala digestión.
"STOMALIX" Saiz de Carlos, conserva la integridad de su orga-
mismo. Es el TÓNICO-DIGESTIVO por excelencia. Su eficacia
y su sabor agradable, han conquistado la fama mundial que goza.
"STOM.^LIX" debe ser su compañero en la mesa.
Venta Farmacias. Pidan folleto a Carlos S. Prats, San Martín, 66,
Buenos Aires.
^^^¿^¿^^^¿^S?^.^:^.
— l^Lrv:^
D07V\ LUIZ
1830
IAVTRACa
Martín í> .-. C'^,
Luis DUFA#
SUCCESSOR
Buenos AiHt
Una sugestión a la cual usted
no resiste, es la que le produce
la olorosa fragancia del Oporto
DOM LUIZ y su encantadora
espontaneidad, de fino sabor,
que induce a probarlo y a sabo-
rearlo nuevamente.
Conviene se fije bien en la botella del gra-
bado adjunto y pida claramente Oporto
DOM LUIZ.
LOS RAYOS X
Escribir algo acerca del admirable invento de Roentgen, en una bre-
ve nota y al pie de un fotograbado característico, resultaría poco, tan-
to para los lectores sabios como para los deseosos de saber. Tráta-
se de una materia científica que incesantemente evoluciona, nece-
sitando volúmenes y volúmenes para dar cuenta de tales progresos.
Más útil será referirse a un tema importante: el de los peligros que
acarrea el manejo de los rayos X. A propósito de esto, referiremos lo
sucedido al sabio doctor Ménard, encargado hace pocos años del labo-
ratorio radiológico del hospital Cochin, de París.
Este joven facultativo, creador, en 1909, de la instalación de dicho
laboratorio, había presentado el 10 de noviembre de 191.3 una nota
ante la Academia de Ciencias. En este escrito, que es un verdadero
modelo en su género, se proponía «un medio seguro para evitar las
quemaduras producidas por los rayos Roentgen'.
Tomada en consideración la nota, se empezó a aplicar el remedio
inventado por Ménard. Un triunfo incontrastable obtuvo el ilustre
director. Sobre 8.500 aplicaciones de los rayos X, hechas durante 1913,
sólo hubo que lamentar un accidente, y la víctima fué... el propio
doctor Ménard.
Por las circunstancias en que se produjo la quemadura, se vio clara-
mente que no implicaba un fracaso del método recomendado por el
sabio. Pero este accidente viene a ser una ironía del destino, una con-
firmación del dicho vulgar de «en casa del herrero, cuchillo de palo".
La quemadura dañó un dedo de la mano derecha y fué tan grave
que se hizo necesario amputarlo. Al poco tiempo, el doctor Ménard,
completamente restablecido, volvió a emprender sus útiles tareas,
como si no hubiese sucedido nada.
Este sacrificio que el sabio ha hecho en aras de la ciencia, debe
agregarse a la larga lista de los ya realizados por casi todos los
que colaboraron en el perfeccionamiento de tan importante invento.
Porque las observaciones realizadas por medio de los rayos X han
ocasionado numerosos casos de ceguera. Ver a través de los cuerpos
opacos significa muchas veces quedarse sin vista.
Asi lo quiere el progreso, que como guerra incesante contra el
dolor y la ignorancia humanas, va marcando su paso con huellas san-
grientas.
— i=>i_;v^-s "v^L-msvA.—
PABST
El tónico que nunca reconoció rivales para
dar fuerza al débil, al anciano, al conva-
leciente y a la madre que cría. Contiene
hipofosfitos de cal y pirofosfato de hierro.
En farmacias y almacenes.
— i:>uv:s
Jrfsrrodls impone los dictados de la moda y es arbitro
de todas las elegancias. Este indiscutible privilegio le ha
sido acordado por el consenso unánime de las damas que
saben apreciar las
ventajas de ca-
lidad, riqueza y
precio que brinda
Jfíarrods
N." 5616.
Elegante VESTIDO
de tul celeste, rosa
o lila, con bies5s de
seda o cinta, botón-
citos y flores rococó,
$75.
CAPELINA de crin
negra, bajo de ala
en color negro, rosa,
celest;, lila, adorna-
do con cinta de fan-
tasía. .. $ 30.
N.» 5617.
VESTIDO de li-
nón blanco con
cintas de terciope-
o negro, azul o
marrón, con frun-
cidos y vainillas,
muy nuevo, a
$65.
SOMBRERO de
última moda, en
paja tagal, ador-
nado de cocardas
decinta$25.
N.o 5618.
VESTIDO muy
chic e.T Linetta de
hilo, colores rosa,
celeste, o lila, con
cintas de s:da, flo-
res y vainillas a
$75.
SOMBRERO de
paja o seda, ador-
nado de cinta de
tersiopelo $25.
N." 5619.
VESTlDOdeTwill
foulard seda, fon-
do azul marino con lunares, ra-
yas, cuadres u otros estampa-
dos blancos, cuerpo de gasa azul
marino con bordados de seda y
metal, a $ 120.
.SOMBRERO de crépe en negro
y colores, bandeau de flores de
gran moda, a $ 35.
FLORIDA, 877
JfíarroSs
PARAGUAY, 554
AÑO I.
NúM. 7.
EN LAS CARRERAS
ÜN BUEN SPORT
PASTEL DE ALOSSO.
—T^ijy-.y''^ 'VLnrP3>=s.—
B INCAANMÜZ
■rv, ..'■■■'
'UNCA retozona pluma de festivo ingenio bordó, en
picaresca novela, más movida vida y mayor máqui-
na de embustes y patrañas que la de Chamijo o
Bohórquez, conocido en las crónicas como el falso
Inca. ¡Mal año para Alfarache, Gil Blas, Pablillos,
el de Tormes y demás taifa de simpáticos picaros
y bellacos que creara regocijante fantasía! Tamañi-
tos los dejó la realidad de Pedro Chamijo.
Nacido en Sevilla y en el barrio de Triana, que es ser dos veces andaluz,
corrió su niñez por calles y plazuelas y en la escuela de las Barbacanas hizo
aprendizaje de picardía. En la edad moceril dióse a la vida holgona y libre
de la hampa, graduándose de maestro del embuste en las Vistillas de
Toledo y de doctor de trapacerías en las Almadrabas de Zahara. Trujéronle
sus bellaquerías a ser avizorado por alcaldes y alguaciles, por lo que resolvió
mudar tierras y entre el matalotaje de un galeón pasó a las Indias, «refugio
y amparo de desesperados, iglesia de los alzados, salvoconducto de los ho-
micidas, añagaza de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio
de pocos», según Cervantes.
Era muy mozo al arribar a tierras del Perú, donde luengos años hizo
vida andariega, aprendiendo lengua, usos y tradiciones de los indios, bagaje
que tanto aprovechó luego en sus patrañas. No olvidando sus mañas, des-
carado y parlachín, con embustes y quimeras, dio cordelejo a incautos, con
el cebo de tesoros escondidos y tierras de riqueza fabulosa, dejando a muchos
doloridos y pocos contentos. Y no se crea fueran sus víctimas gente tosca,
villana y de pocas luces, sino copetuda, entre ellos el Virrey y el Presi-
dente de la Audiencia de la Plata. Parecióle bien cambiar su nombre y
trocóle por el linajudo de don Pedro Bohórquez Girón. Al cabo sus tru-
hanerías lleváronle, mal de su grado, a ser huésped en la cárcel de Valdivia,
de donde, astuto y travieso, hizo presto evasión; que la fortuna para más
sonadas cosas le guardaba.
Fué a guarecerse en los valles del Tucumán, viviendo entre los indígenas.
Aquí, con lo aprendido en sus correrías y lo inventado en sus holganzas,
vino a pergeñar la más descabellada y peregrina fábula, que de magín
andaluz nunca surgiera. Y ello fué declararss hijo del Sol. descendiente
de los Incas del Perú. Aunque su ruin pinta, raída vestimenta y magra
barjuleta no pregonaran grandezas, como se dice que «bajo un mal sayal hay
ál», diéronle oído, que el hombre era de suyo tan charlatán, persuasivo y
novelero, tales pláticas hacia y tal acopio de datos exponía, que vinieron al
cabo a creerle y escucharle como oráculo. Cundió en breve e.itre las tribus
la nueva de la llegada del Inca Huallpa, que tal nombre le dieron.
Enardeció la natural fiereza calchaquí con el miraje del recobro de sus
libertades, sacudiendo el yugo cristiano, a cuyo fin era él venido. Tuvo
buen acogimiento entre los caciques, cuyo natural recelo y desconfianza supo
adormecer y que lo aclamaron como Inca.
Buscó luego gran j jarse el apoyo de los españoles. Con la añagaza de la
propagación de la fe, visitó a los padres jesuítas doctrineros a quienes em-
baucó, consiguiendo su apoyo y cartas para el Gobernador don Alonso de
Mercado y Villacorta. Avistóse con éste y atacando su lado flaco, que era
la codicia, lo deslumhró con el embeleco de minas que explotar y repletas
huacas que saquear. Mucho holgó Mercado con tales nuevas, que ya apa-
ñadas pensó tener tantas riquezas, y allanóse a reconocerlo como Inca.
De esta guisa viento en popa marchaba el Inca andaluz. Tuvo lugar su
reconocimiento oficial con mucha pompa y mogiganga en Poman en 1657,
donde presentóse Bohórquez con tal gravedad y continente que dijérase
ser de verdad lo que fingía. Iba muy orondo con tanto perendengue y
zarandajas; túnica de lana vicuña muy bordada, vincha de cuero con airón
de plumas, collar de amuletos, zarcillos, pulseras y ajorcas de oro, empuñan-
do a guisa de cetro el toqui de palta.
Rodeábanlo los caciques, los curacas y los machis. Hízole merced Mercado
de los cargos de Capitán General, Justicia Mayor y Teniente Gobernador
ante los calchaquíes, todo horro de lanza y media anata.
En buenas manos quedaba el pandero. Como llama de candil cuya torcida
ss atiza, brilló entonces Bohórquez, con sus humos de monarca, aunque de
ojotas, sin cuidarse de sus promesas a unos y a otros, presto a llamarse
andana cuando el caso fuera de aprieto.
A poco andar empezó a bambolear aquel castillo de naipes, levantado
por la audacia de uno y la credulidad de muchos. Clamaban los indios por
guerra, los jesuítas por sus misiones, y Mercado, harto del jarabe de pico
del andaluz, por los tesoros. Por otra parte, el Virrey Conde de Alta de
Liste desaprobó lo obrado por Mercado, ordenando la prisión del Inca. Acu-
ciado por todos, Bohórquez, curtido a tales lances, con mucha enjundia
hizo a mal tiempo buena cara y trató con su verba y garatusas de seguir
medrando y ganar tiempo. Y conste que tal cosa logró; tal sería de marrajo
y trapacero. Mas por fin vióse entre espada y pared, que las burlas se troca-
ban en veras y la pelleja arriesgaba. En tal aprieto, amagado con el castigo
por los españoles, alentó la sublevación de los calchaquíes, poniéndose como
Inca a su frente.
Humos en las alturas llevaron de valle en valle la señal del levantamiento;
corrió de tribu en tribu la flecha de guerra, levantáronse empalizadas,
reconstruyéronse las derruidas pircas; aprestáronse las aplastadoras galgas.
Afiláronse las hachas de piedra y las lanzas de chonta, empapándose las
flechas en sangre de guanaco. Ardió la tierra en guerra, que fué larga y
porfiada.
La comedia tornábase en drama. Bohórquez, acorralado, peleó como
bueno y fué magnánimo y no cruel, perdonando a los que mandó Mercado
para asesinarlo y salvando la vida a los padres doctrineros. Mas, al cabo,
derrotados los calchaquíes, vino al suelo la máquina de tanto embuste.
Bandeó el ánimo de Bohórquez y acoquinado pidió indulto al Virrey, quien
ss lo acordó obligándolo a dejar el teatro de sus novelescas hazañas y ofre-
ciéndole una fuerte suma de dinero. Exhortó Bohórquez a los indios a volver
a la obediencia, cumpliendo lo pactado, pero no cumplieron con él. Preso
largo tiempo, achácesele, con razón o sin ella, de volver a las andadas
hurdiendo tretas. Por Real cédula de la Reina Gobernadora Doña Mariana
de Austria, se ordenó su muerte, siendo ajusticiado en Lima el 3 de enero
de 1667. Diez años había durado la farsa que finó en tragedia.
Dice de Bohórquez el P. Lozano: «Fué hombre bullicioso, embustero,
hablador, inconstante, sagaz, sin temor ni vergüenza y de eficaz persua-
siva»; y otro historiador más moderno agrega: «que fué simple y astuto,
tímido y atrevido, sagaz y torpe». Tengo para mí que el hombre no ha sido
bien estudiado y que hartas sorpresas reservaría su vida al que la investi-
gase con tesón. Si la suerte no le tornara las espaldas al final, otro gallo le
cantara y sabe Dios hasta dónde hubiera arribado.
nmrjos nr alonso.
B. J. Mallol.
— í=>I-;^^^=
>y^—
Cuando el doctor
Sáenz Peña asumió
el mando supremo
de la Nación, resol-
vió instalar sus ha-
bitaciones particu-
lares en el Palacio
de Gobierno, y fué
necesario llevar a
otros edificios algu-
nos ministerios, que
hoy el Gobierno
Radical ha vuelto a
trasladar nuevamen-
te a la Casa Rosada,
inspirado, al pare-
cer, en altos ideales
de economía.
Sean, pues, estas
líneas y las fotogra-
fías que las ilustran,
un recuerdo de la
época de esplendor
y grandeza porque
atravesó la Presi-
dencia de la Repú-
blica durante el go-
bierno del muy ilus-
tre ciudadano ar-
gentino que se llamó
Roque Sáenz Peña.
Las prime ras
transformaciones
hechas en la parte
de la Casa de Go-
bierno, destinada a
dependencias de la
Presidencia y Minis-
terio del Interior,
tuvieron lugar con
motivo de las fies-
tas del Centenario
de 1910, siendo aún
Presidente de la Re-
pública el doctor
don José Figueroa
Alcorta.
Renováronse las
tapicerías de los an-
tiguos salones insta-
lados en la época de
Roca y Quintana,
compráronse algu-
nos elementos de-
corativos y ampliá-
ronse las dependen-
cias de la Presiden-
cia para poder reci-
bir dignamente a los
Embajadores de to-
das partes del mun-
do, que vinieron a
rendir homenaje a
la joven República
que cumplía su pri-
mer siglo de vida in-
dependiente.
Hasta esa fecha,
y desde antes del
año 90, no consti-
tuían los salones
de la Casa Rosada,
dentro de una seve-
ra sencillez, sino los
despachos del Minis-
terio del Interior,
conceptuados por
aquel entonces co-
mo los más elegan-
tes. Toda la suntuo-
oranTvestíbulo.
jardín de invierno.
— OLjx.'^s 'vi-mis^x—
instalado sobre artística columna de mármol de San
Luis, un busto del Libertador José de San Martín.
Merece mencionarse por su valor artístico el enorme
jarrón de Sevres. de incalculable mérito, obsequiado
en 1905 por el Presidente de la República Francesa
a la República Argentina.
Anexo por la izquierda al Salón Blanco, se encuen-
tra e! salón llamado de los bustos, donde general-
mente se realizan los acuerdos. Su decoración hace
juego con la del salón central, destacándose, a su al-
rededor, los bustos de mármol blanco de todos los
Presidentes que se han sucedido en el ejercicio del
mando en el país. Ocupa el centro del salón la amplia
mesa de acuerdos, con las confortables butacas co-
rrespondientes a cada secretario de Estado, y el sitial
reservado al Jefe del Poder Ejecutivo.
En este salón se ha celebrado últimamente el pri-
mer acuerdo de gabinete del Gobierno de don Hipó-
lito Irigoyen.
En octubre de 1910 subió al poder el doctor Sáenz
Peña, y, como ya hemos dicho, instaló sus habitacio-
nes particulares en la Casa Rosada, habilitando al
efecto todo el ángulo del edificio que hace esquina a
Rivadavia y Paseo de Julio.
Con tal objeto se alhajaron ricamente nuevos sa-
lones, el gran comedor; el escritorio privado del Pre-
sidente; tres elegantes salitas de recibo, y el jardín
SALÓN DE LA FIRMA.
sidad de la Casa Rosada, se reduela luego al llama-
do Gran Salón Blanco, con el agregado de su ga-
lería superior, desde la que los espectadores que
no actúan entre el elemento oficial, pueden presen-
ciar las recepciones y otras ceremonias de solemni-
dad protocolar.
El Gran Salón Blanco tiene a ambos lados dos
salones, uno destinado a los acuerdos de Ministros
y el otro para ofrecer mayor capacidad a la con-
currencia que acude en los días de grandes recep-
ciones.
Rodea el Gran Salón Blanco, como queda dicho,
una galería alta. Las paredes y columnas del vasto
recinto, están decoradas en blanco con molduras
doradas. Sobre ese fondo claro se destaca el color
rosa de la tapicería. En un extremo del salón está
colocada la gran chimenea que remata en su parte
superior un gran escudo Nacional, irradiando en
el centro un sol de grandes di-
mensiones, desprendiéndose en su
frente un busto en mármol blan-
co, de la República.
En el extremo opuesto se halla
•E^LJV^-S
-12 >X—
trá
de invierno, sin contar los dormi-
torios y dependencias privadas
que quedaron desalojadas después
del fallecimiento del doctor Sáenz
Peña. Toda esta parte de salo-
nes sigue a continuación del Gran
Salón Blanco.
Preceden al suntuoso comedor tres elegantes sa-
litas de recibo, para las que fueron adquiridos
ricos moblajes de Aubusson, Imperio y Luis XIV.
El salón comedor, decorado con alarde de ver-
dadero buen gusto, ha sido siempre objeto de ge-
nerales elogios. Su disposición adolece de algunas
deficiencias, debidas a condiciones de ubicación,
insalvables, por estar muy distante de las depen-
dencias de cocinas y antecocinas.
Llama la atención en el comedor la hermosa
chimenea de colosales proporciones, el admirable
tallado de roble que reviste paredes y cielo raso,
y la magnífica araña central, toda ella de cristal
baccarat.
En este comedor fueron servidos, desde la pre-
sidencia del doctor Sáenz Peña, todos los banque-
tes y lunohs de protocolo, y en él ofreció una copa
de champagne don Hipólito Irigoyen a las Em-
bajadas extranjeras que asistieron a la ceremonia
de la transmisión del mando.
Este regio comedor se abre sobre la amplia ga-
lería o jardín de invierno que extiende por un
lado toda su armazón de cristales sobre los jardines
del Paseo Colón.
En las grandes fiestas la dirección general de
paseos públicos transformó siempre este jardín de
invierno en un fantástico invernáculo, reuniendo
EL SALÓN BLANCO DE RECEPCIONES.
en él. con artística distribución,
las más valiosas colecciones de
plantas y flores.
^^ La sociedad porteña recordará
^ ^^ siempre el magnífico golpe de
vista que ofrecían el comedor y el
invernáculo de la Casa Rosada, la
noche del gran baile dado por el doctor Sáenz
Peña al iniciar su gobierno, verdadera fiesta de
corte a la que asistió todo lo más selecto de nues-
tro mundo social e intelectual, y en la que la
señora doña Rosa González de Sáenz Peña dejó
en todos los invitados, un recuerdo imperecedero
de encantadora amabilidad y sencillez.
A la derecha del jardín de invierno siguen algu-
nas dependencias sin mayor importancia ya, pues
éstas estaban alhajadas con muebles de perte-
nencia particular del Presidente Sáenz Peña.
Sin embargo merece señalarse aún el despacho
donde actualmente había instalado su cuarto de
trabajo el doctor don Victorino de la Plaza. Este
escritorio, sobrio en su decoración, tiene como
único ornamento de sus paredes tres grandes re-
tratos al óleo, de Rivadavia, Urquiza y Sarmiento
Dos pequeños saloncitos más y una galería que
da a los patios interiores de la Casa Rosada, com-
pletan las dependencias de esta sección especial
del Palacio.
Uno de dichos saloncitos elegantemente amue-
blado, lo tenía reservado para su uso particular
el doctor Sáenz Peña; hoy ha quedado habilitado
para el personal de secretaría de la Presidencia.
VITRINA DONDE SE GUARDAN LAS BANDAS
DE LOS PRESIDENTES.
FOTOGRAFÍAS WITCOMB.
Emilio Dupuy de Lome.
SALÓN DE LOS BUSTOS.
SALÓN DE ACUERDOS DE MINISTROS.
'Si X 1. I^I^^V —
,^fcí3bfi^?«¿? (Sis^^)sl!!íeííí^
Después de un viaje penosísimo, en el que he
tenido que vencer dificultades enormes, llego por
fin a las ultimas estribaciones del monte Olimpo:
el camino es áspero y me veo obligado a descansar
breves momentos, que aprovecho para escribir es-
tas notas. Desde aquí diviso ya la imponente si-
lueta del palacio de los dioses. El tiempo es esplén-
dido, el panorama que desde esta altura se descu-
bre, indescriptible. Me faltan palabras, me faltan
colores, me falta imaginación para describir tanta
belleza. Reanudo la marcha. Un esfuerzo más y
alcanzo al fin la deseada cumbre del monte, tér-
mino de mi fatigoso viaje.
El Olimpo está misteriosamente cerrado. Nada
se ve. nada se oye. ¿Qué habrá detrás de sus mu-
ros impenetrables? Llamo, transcurren algunos mi-
nutos, se oye el correr de sólidos cerrojos y la
puerta se abre. Entro.
Las doce Horas, encargadas, como es sabido, de
guardar la entrada del Olimpo, cubiertas de bri-
llantes armaduras y empuñando sendas lanzas.
avanzan hasta la puerta para impedirme el paso.
Una de ellas, bastante agraciada por cierto, des-
tacándose de las filas, se acerca a mí y me interro-
ga. Contesto satisfactoriamente al interrogatorio.
Cumplido este trámite. la Hora me indica con un
gesto que puedo pasar. La pregunto que Hora es.
Sonrie. pero no me contesta. Yo también sonrío
y paso.
Dentro ya del Olimpo, es mi primer cuidado
buscar la oficina telegráfica. Lo más importante
para un corresponsal, es saber por donde podía
enviar los despachos y por dónde podía recibir
los fondos.
Veo ain cerca un edificio del que salen millares
de hilos, y no dudando de que en él está lo que
busco, entro sin vacilar. Pero no es el telégrafo; las
que están allí son las Parcas y los que supuse hilos
telegráficos, no son otra cosa que los hilos de las
vidas de todos los mortales.
Las Parcas, que están atareadisimas cortando
hilos, lo que me hace suponer que alguna terrible
ofensiva se está desarrollando en Europa; me aco-
gen afablemente al saber quien soy.
Pregunto por el telégrafo y me dicen que no
hay. pero que, en obsequio mío, transmitirán por
medio de sus hilos, todo lo que me convenga.
Les doy las gracias y les regalo, de los que me
han sobrado del viaje, un par de chocolatines a
cada una. Las pobres me lo agradecen.
Tranquilo ya respecto al importante asunto de
los despachos y de los fondos, entro resueltamente
en el celestial recinto.
El Olimpo es bellísimo. Sólo la pluma de Home-
ro o de Almafuerte podrían describirlo.
Amplias avenidas sombreadas por frondosos
árboles, soberbios macizos de flores, sorprendentes
cascadas, extensísimos rosedales con tantas varie-
dades de rosas, casi, como el de Palermo; maravi-
llosas estatuas de mármol pentélico, debidas al
cincel de Fidias. Mirón u otros artistas no menos
notables y emergiendo aquí y allá y distribuidos
con imponderable acierto y excelente sentido ar-
tístico, riquísimos y monumentales edificios del
más puro estilo griego. Anoto la curiosa observa-
ción de que ninguna de las fachadas de los edifi-
cios vistos hasta ahora recuerdan, ni remotamente,
la de la Catedral.
Hay extraordinaria animación. Las calles, las
plazas, las avenidas, todo se encuentra invadido
por una multitud enorme que se aprieta, se estruja
y se agita en constante movimiento. Se hace im-
posible el tránsito.
Cansado de bregar inútilmente sin lograr abrir-
me paso, resuelvo entrar en un bar. Encuentro, por
fortuna, uno, en el que hay una mesa desocupada
y me siento. Acude solícito un escanciador y pido
medio litro de néctar que me sirve con gran pron-
titud en artístico vaso de calcedonia. El tan pon-
derado néctar de los dioses no es gran cosa, es una
especie de vino de Mendoza con mucha espuma.
Me cuesta un dracma cincuenta. Lo encuentro ca-
ro. Me dice el escanciador que antes era más barato
pero que con motivo de la guerra se ha encarecido.
Parece que alguno de los ingredientes que entran
en su elaboración sólo se produce en Alemania.
A poco de estar sentado, se oye afinar instru-
mentos. Se prepara concierto. Pregunto si hay
•marimba», me dicen que no, que lo que hay es un
quinteto de sirenas que tocan la ocarina. Me feli-
cito de tener ocasión de oir a tan reputadas artis-
tas y me dispongo a escuchar. Se inicia el concier-
to. Tocan el garrotín de «La Corte de Faraón».
Escucho embelesado aquella brillante página
musical, llevando el compás con la cucharilla.
En esto, un señor de venerable aspecto, que ha
estado buscando inútilmente una mesa desocupa-
da, me pide permiso para sentarse a la mía. Se lo
doy cortesmente y se sienta.
Es un hombre de edad ya madura, rostro simpá-
tico, de mirada intensa, penetrante; en su cara se di-
buja, casi imperceptible, una sonrisita entre plácida
y burlona. Su aspecto es el de un filósofo griego.
Para entrar en conversación con tan interesante
sujeto, le ofrezco galantemente un cigarrillo, que
me rechaza con elegante y aristocrático ademán.
— ¿Es usted extranjero? — me pregunta.
-Sí, señor. Americano.
-Estanciero, ¿quizás?
— - No. señor. Periodista.
]Ah! También yo, — me dice, - fui en mis
tiempos algo periodista, hace la friolera de diez y
ocho siglos. Tal vez haya usted leído algo mío. Soy
Luciano.
¡Luciano! Me levanto, me descubro y saludo con
profundo respeto al gran satírico griego.
Luciano me estrecha la mano, diciendo;
— ¡Vaya, vaya! ¿conque periodista? Entonces
no hay qué preguntar el objeto de su viaje. Viene
usted a hacer información.
— Efectivamente. A eso vengo.
— Pues llega usted con gran oportunidad. Pre-
cisamente en estos momentos están los dioses
reunidos en asamblea. Dentro de muy poco sabre-
mos si el Olimpo toma o no parte en la guerra.
¿Conque se trata, nada menos, que de tomar
parte en la guerra? Eso es interesantísimo. ¿Y en
favor de quién?
Eso, amigo mío, es muy difícil predecirlo,
porque la opinión está muy dividida.
— Pero, ¿y los dioses?
— Los dioses están más divididos que la opinión.
¿Es posible?
No debe extrañarle a usted, porque lo mismo
ocurrió en la otra guerra en que tomamos parte.
- ¿Qué guerra?
— La de Troya. En aquella memorable guerra,
mientras unos dioses se pusieron de parte de los
griegos, otros combatieron al lado de los troyanos.
Lo mismo sucederá probablemente ahora, si Jú-
piter no logra imponerse.
Entonces hay guerra para rato.
Cuando se recibió aquí la noticia de que el
suelo sagrado de nuestra querida Grecia había sido
profanado por las hordas que luchan en Europa,
la indignación fué general, el pensamiento uno,
salvar a Grecia, pero empezaron los conciliábulos,
se multiplicaron las intrigas y no tardaron en di-
bujarse dos tendencias; la de los que quieren unir-
se a los aliados para batir a los teutones y la de los
que quieren unirse a los teutones para arrojar a
los aliados de la antigua Tesalonica.
¿Y qué bando cree usted que ganará la partida?
¡Qué sé yo! Las fuerzas están muy equilibra-
das. Vea usted sino. Venus es decidida partidaria
de los aliados; sus frecuentes viajes a París, en
donde pasa largas temporadas, la han afrancesado
mucho. Es natural. Venus es vanidosa, alegre, en
París se ve admirada, cortejada, encuentra allí
fácil campo a sus aventuras amorosas. ¿Qué quiere
usted que sea? Juno es todo lo contrario de Venus,
prudente, juiciosa, de costumbres austeras, de una
fidelidad conyugal irreprochsb'e. poco aficionada
a lucir su belleza, nada escasa por cierto, una diosa,
en fin. muy mujer de su casa; esa es germanófila.
Neptuno es dudoso, aunque creo que no han de
serle muy gratos los ingleses por haberle arrebata-
do el dominio de los mares. Apolo es aliado y un
entusiasta del esprit francés. Marte, germanófilo
rabioso. Vulcano... con Vulcano ha pasado una
cosa muy curiosa, ha desaparecido del Olimpo.
Su fragua está cerrada.
Es inexplicable.
No tanto. Vulcano vivía muy disgustado en
el Olimpo; las liviandades de su mujer. Venus, le
ponían constantemente en evidencia.
¿Y no se sabe dónde está?
-- Se sospecha que está en los Estados Unidos,
trabajando en una fábrica de cañones.
¿Y Mercurio?
Ese está con todos, con todos los que pueden
proporcionarle alguna ganancia, por supuesto. Di-
ciéndose partidario de la paz, es muy capaz, no ya
de no oponerse a la guerra, sino de provocarla si
ello le proporciona algún negocio. Mercurio es el
más despreciable de todos los dioses.
¿Y Júpiter?
La actitud de Júpiter es un misterio para to-
dos. Desde que se iniciaron los sucesos de Grecia
permanece impenetrable. Temiendo, sin duda, las
influencias de los dioses, y sobre todo, de las dio-
sas, porque Júpiter siempre ha sido débil con las
mujeres, se ha encerrado en su palacio y no se deja
ver de nadie, ni aun Venus ha conseguido llegar
a él, a pesar de haberlo intentado con empeño;
pero, ¿qué más? hasta se dice que ha hecho tapiar
la puerta que comunica con las habitaciones de
Juno, su mujer, para evitar su influencia.
En esto un clamor inmenso, ensordecedor, in-
terrumpe nuestra conversación. Verdaderas ava-
lanchas de gente atraviesan la calle vociferando.
¡La guerra! ¡La guerra! se oye por todas partes.
Al mismo tiempo el espacio se ve cruzado en to-
das direcciones, por centenares de rayos. Los true-
nos se suceden unos a otros sin interrupción.
El espectáculo es aterrador. Luciano se pone
densamente pálido.
- Hacía muchos siglos, — dice, que no había
visto tan colérico a Júpiter. Alguna determinación
muy grave ha tomado. Salgamos a ver.
Salimos; la gente sigue corriendo y gritando;
¡La guerra! ¡La guerra!
La guerra, sí, pero ¿contra quién? — pregun-
ta Luciano a los que pasan.
- Contra todos, le contesta uno, sin dejar de
correr. — Júpiter ha declarado la guerra a Europa.
Luciano sonríe satisfecho.
¡Por los dioses! Júpiter ha cumplido con su
deber.
Felicito a Luciano, a quien parece que la gallar-
da actitud de Júpiter ha colmado de alegría y corro
a telegrafiar la colosal noticia, pero a la mitad del
camino me encuentro a la Hora, mi Hora, que me
detiene por un brazo.
¿A dónde va usted?
Después hablaremos. Ahora tengo mucha
prisa. Voy a telegrafiar.
A donde va usted a ir ahora mismo es a la calle.
¿Cómo?
¿No es usted extranjero? Pues, hay orden de
expulsar a todos los extranjeros antes de la puesta
del sol.
- Pero . . .
No hay pero que valga.
Cinco minutos después me encuentro en medio
del monte, expulsado del Olimpo y con diez óbo-
los en el bolsillo por todo caudal.
Desperté, me vestí y me fui a mis quehaceres.
DIBUJO DK SIRIO.
,.^^^^ . ^^.^^ái^^.
LE LA COLECCIÓN DEL »CLUB ESPAÑOL»
LAS DOS POTENCIAS
FRAGMENTO DE UNA ACUARELA DE VILLEGAS
— r>l_7s^'S -V'LTTPSv^—
GARCIA-MANSILLA
GARCÍA- MANSILL A. Con este ape-
Ihdo es conocida, en Buenos Aires, una
antigua familia de noble abolengo híspano:
los Careta de Sobre-Casa, naturales del lugar
de Carraneeja y montaña de Santander,
donde aun existe la casa solariega y palacio,
«itnado en un paraje próximo a la iglesia
poToquiaL
Don Esteban Carda de Sobre-Casa, con-
trajo matrimonio con dofta María Ana Carcia
de Bustamante, y tuvieron a don Pedro
Andrés Carcia y Carcia de Bustamante.
que nació el 23 de abril de 17.58: pasando
al Virreinato del Rio de la Plata a los 16
aftos de edad. Contrajo enlace con doña
Clara Ferreyra de Lima y Prez, teniendo
por hijo a don Manuel José María Carcia
y Ferreyra, bautizado el 8 de octubre de
1764: se doctoró en Leyes en la Universidad
de Charcas; tomó parte en la defensa de
Buenos Aires contra los ingleses, y ocupó
varios cargos representativos. Casó con do-
fta Manuela de Aguírre y Alonso de Laja-
rrota. de quienes nació don Manuel Rafael
Carda y Aguirre, el 24 de octubre de 1S26:
el cual se doctoró en Leyes, dedicándose a
la Magistratura: falleció en Austria-Hungria
d alio 1667, dejando numerosos escritos po-
líticos, jurídicos e históricos. Estuvo casado
con dofta Eduarda de Mansilla y Crtiz de
Rozís, hija del general don Ludo V. de
Mansilla y de dofta Agustina Ortiz de Rozas
y López de Osornio. de quienes descienden
Al iniciar hoy la pubticsción, en esta página, de los datos eenealóficos y origen de los apellidos
(jue ostentan las más antiguas y elevadas familias de la sociedad argentina, es oportuno
consignar que estos trabajos, escritos en una forma concreta por razones de espacio, están
hechos, principalmente, con el deseo de contribuir a la investigación y confirmación de la
verdad histórica.
La mayor gloria para el hombre, es legar a sus hijos el recuerdo de una vida ejemplar: esta
herencia vale más que todos los tesoros, porque, siendo aquél, como un espejo donde han de
reflejarse mañana los actos de nuestra existencia, hace que las generaciones se preocupen de
seguir manteniendo, para honor de la raza y de la familia, los principios gloriosos de la estirpe.
A través de esta página, y entre l&s entroques de distintos apellidos, irán sucesivamente
desfilando (como en una comitiva de siglos) los nombres egregios de los conquistadores, de los
capitanes y virreyes, de los heroicos navegantes, de los mitrados fundadores, de los alféreces
reales de la colonia, de los gloriosos proceres de la independencia, y de todos aquellos que, con
la fuerza de su talento y la energía de su voluntad, llegaron a ser los precursores, no sólo del
progreso actual de la República, sino de todo el continente de América.
los actuales poseedores de este apellido.
Ostentan por armas: quince jaqueles, ocho
de plata y siete de azur, y en jefe una garza
real de sable con la cabeza vuelta.
SAAVEDRA. Antiguo linaje oriundo de
Galicia, de donde procede la Casa-Ducal de
Rivas (Ramírez de Saavedra) de Sevilla.
El primero que vino a América fué Martín
Suárez de Toledo, hijo del Correo-Mayor de
Andalucía, don Hernando Arias de Saave-
dra. Formó parte de la expedición del Ade-
lantado AlvarNiiftez Cabeza de Vaca, lle-
gando a Teniente de (gobernador, en cuyo
carácter dio poder a don Juan de Garay para
fundar Santa Fe el año 1573.
Estuvo casado con doña María de Sana-
bria. hija del Adelantado Juan de Sanabria
(que se dice era primo de Hernán Cor-
tas) y de su mujer doña Mencia Calderón.
Dicha doña María
de Sanabria era viu-
da del capitán don
Hernando de Trejo
y fué madre del
Obispo Trejo y Sa-
nabria. fundador ri-
la Universidad c
Córdoba del Tucu
man.
Suárez de Toledo
fué padre de Her-
nandarias de Saave-
dra, Gobernador del
Rio de la Plata,
en 1591-1598-1602
1615, el cual casó
con doña Jerónima
de Contreras, hija
legitima de don Juan
de Caray, fundador
de Santa Fe (1573)
y de Buenos Aires
(1560), ydesumuier
doña Isabel de Be-
cerra y Mendoza, hi-
ja del capitán Fran-
cisco de Becerra y
de doña Isabel de
&>ntreras, los cuales '-' ^
también vinieron en
la expedición de Cabeza de Vaca. Doña
Isabel de Contreras casó en segundas nup-
cias con don Juan de Salazar, Caballero de
la Orden de Santiago, fundador de la Asun-
ción del Paraguay.
Descendiente directo de Kernandarías fué
don Cornelio de Saavedra, coronel de Patri-
cios, Presidente de la Primera Junta en 1610.
Su hijo don Mariano fué gobernador de la
Provincia de Buenos Aires. Casó con doña
Carmen Zavaleta. y sus descendientes se
unieron a las familias de Oromi, Lamas,
Sáenz-Valiente, Elía, Pueyrredón, López-
Lambidet, Sáenz-Pefta, Outes, del Campillo,
Escalada, Zímmerman. etc.
Ostentan por armas: sobre plata tres fajas,
cada una de ellas compuesta de este modo:
dos filas de ercaques o jaqueles de oro y
gules, faja de oro y otras dos filas de jaque-
les como los primeros; bordura de gules y
ocho aspas de ero.
PUEYRREDÓN. Originarios de Un-
guedoc y Perigord con feudo en Calisac. Su
nombre antiguo era Fayalle de Pueyrredón.
bajo el cual fué inscripta la familia en el mo-
mento de aplicar el Edicto Real del 20 de
noviembre de 1696. instituyendo el Armo-
rial General de Francia, segiln consta en
el Registro de Toulouse-Montoulon, folio
369. número 278.
En 1724 les fué concedido el título de
Marqués de Fayalle de Pueyrredón.
En 1753, don Juan Martín de Pueyrredón,
natural de Isor, cerca de Pau, hijo de don
Pedro de Pueyrredón y de dofta María de
ia Broucheríe. pasó a España, y en 1763
vino al Río de la Plata, donde se casó el 22
de junio de 1766 con doña Rita Damasia
Dogan, hija de don Juan Javier Dogan y
de doña Isabel de Soria.
De este matrimonio, entre otros hijos,
nació don Juan Martín, de tanta figuración
en la historia de su patria, cuyos destinos
presidiera en 1816. durante el período de su
independencia.
Su descendencia directa se extinguió en ¡a
persona de su hijo don Polidiano. pintor de
bastante personalidad y valía.
Su hermana doña Juana Pueyrredón de
Sáenz-Valiente, figura como una de las damas
patricias de más relieve. La descendencia de
sus hermanos hállase emparentada con las
familias de Ituarte. Man-Nab. Barrero Vivot.
Moreno. Aguirre. Sáenz-Valiante. Salterain,
Bosch. Castro, (3osta. Bernal. etc.
Escudo sobre plata tres leones de gules:
por soportes dos gigantes coronados de pám-
panos sosteniendo
dos banderas: la de
la derecha, faja de
sable y plata en
campo de oro: la de
la izquierda, león de
plata sobre azur.
Corona de marqués.
Por cimera, león de
plata sosteniendo
rama de sinople: Di-
visa t-Nom ibi sed
ubique^).
AGUIRRE. En-
tre los Palacios y
Cabos de Armería
que existían en Na-
varra, se cuenta
el de Aguirre, en
Donamaria. cerca
de Pamplona, con
asiento y llama-
miento a Cortes.
Don Francisco Ca-
simiro de Aguirre y
Benpoechei, señor
del Palacio de Agui-
rre, bautizado en
Donamaria el 15 de
marzo de 1723; con-
trajo matrimonio con doña María Micaela
de Micheo y Usteriz, y tuvieron por hijo a
don Agustín Casimiro de Aguirre y de Mi-
cheo, nacido el 8 de septiembre de 1 744; pasó
a Buenos Aires, donde fué Teniente Coro-
nel, Regidor y Alférez Real del Cabildo el
año 1779, en que juró y proclamó al rey
don Carlos IV.
Contrajo matrimonio con doña María
Josefa Alonso de Lajarrota, hija de don
Domingo Alonso de Lajarrota y Ortiz de
Rozas. Caballero de la Orden de Alcántara,
y tuvieron por hijo a don Manuel José
Hermenegildo de Aguirre; casó el 9 de di-
ciembre de IBIB con doña Victoria de Ituarte
y Pueyrredón. y luego con doña Mercedes
de Anchorena. Su descendencia se vinculó a
las familias de Anchorena, Herrera, Urquiza.
Gómez. Ocampo, Madariaga, Sáenz-Valiente,
Dorado. Anasagasti, Benítez, Nazar. Hari-
laos. Carcía-Mansilla, etc.
El escudo de esta casa de Aguirre es cuar-
telado, partido por una pala de azur: Pri-
mero, en rojo las cadenas de Navarra; se-
gundo, sobre el mismo campo un castillo de
oro. saliendo de sus almenas un brazo ar-
mado con espada; tercero, en oro una loba
con su cría al lado de un árbol; y cuarto,
ajedrezado de azur y plata. Divisa una
cinta roja y en letras de plata el lema:
«Piérdase todo, sálvese el honor».
RIGLOS. Apellido de origen catalán. En
el año de 1502 un caballero de este linaje se
estableció en Tudela de Navarra, en cuya
parroquia de San Pedro, en la primera co-
lumna junto al altar y capilla mayor del lado
de la Epístola, estaba la sepultura y ente-
rramiento de la familia de Riglos con su
escudo.
Don Juan de Riglos, casado con doña Fer-
mina de Labastida, tuvo por hijo a don Mi-
guel de Riglos y Labastida, que pasó a Bue-
nos Aires con el empleo de General de los
Reales Ejércitos. Casó en 1710 con doña
Leocadia de Torres, nieta de don Pedro Hur-
tado de Mendoza, hijo éste del Marqués de
Cañete. En segundas nupcias casó con doña
Josefa Rosa de Albarado.
Doña Ana de Riglos de Irigoyen. figuró
entre las damas patricias de Buenos Aires.
Don Miguel Fermín Mariano de Riglos,
estuvo casado con doña Mercedes Lasala,
primer presidenta de la sociedad de benefi-
cencia de la capital al fundarse en 1823;
también fué de las damas que contribuyeron
con su óbolo para el sostenimiento de la pri-
mera expedición libertadora en junio de 181©.
La descendencia de este apellido se halla
unida a las familias de A.nchcrena. Lezica,
Oromí, de la Quintana, Alonso de Lajarrota,
San Martín de Avellaneda. Lasala, Aguirre,
Alzaga, Acosta. Achaval. Elía. Irigoyen,
Piran. Pacheco. Videla Dorna, etc.
Escudo cuartelado: 1.*^ y 4." en gules una
cruz de oro lisa puesta sobre tres gradas del
mismo metal, acompañado de dos róeles
también de oro; 2."^ y 3." cuatro fajas de
azur ondeadas sobre campo de oro.
losÉ M.a Pérez- Valiente.
■I=>LJ>^S
Es fusrzi, para llegar hasta las
cataratas famosas, cruzar prime-
ro la selva de Misiones; y a fe que
la ruta ineludible va preparando
el espíritu del viajero para reci-
bir la sensación profunda que le
aguarda en ellas, como si la natu-
raleza hubiera juzgado impruden-
te sorprenderlo de golpe con tanto
esplendor. Una vieja calesa, tira-
da por diez muías, ssrpea durante
tres horas y media por entre el
bosque fastuoso, recorriendo una
«picada» cuyas alzas y bajas per-
miten el milagro de una constante
renovación del panorama. Es un
vehículo de corte medioeval, que
va poniendo entre los rumores de
la selva el eco sordo y áspero de
sus crujidos y el grito de los pos-
tillones, a menudo expresados en
aglutinantes apostrofes del voca-
bulario guaraní. El paisaje es desconcertante. Las ramas de los
árboles se entrelazan en lo alto, para formar bóvedas de verdu-
ra que en aquella basílica de la naturaleza fingen naves de
una espléndida arquitectura, impidiendo casi por completo la vi
^•*- -.r^
mh. :\
sión del firmamento.
Tan sólo a través de
alguncs claros, que
parecen azulados
cristales de vidriera,
se ven cruzarlas nu-
bes blancas o grisss.
Filtrándose a duras
penas, gotas de sol
se mueven en el sue-
0. como diamantes
enloquecidos. Aspí-
rase un perfume
hondo. Las «lianas» lujuriosas se
trepan a los troncos, los envuel-
ven hasta vestirlos, se entreve-
ran en las copas, se retuercen
sobre las hojas y caen desde
arriba en una titilante explosión
de cortinados. Constelaciones de
orquídeas se abren por todas
partes, pegadas a los troncos,
a cuyo pie los heléchos pro-
fusos se aprietan los unos a los
otros, como si la tierra resultara
estrecha para dar cabida a la ex-
plosión de sus propios gérmenes:
y allá se alza el «ybirapitá». rey
del bosque, semejante al mirto,
grave y coposo: y allá el cedro de
anchas hojas; y el «lapacho» mag-
nífico: y la «canela», árbol recio
con el cual los lugareños fabrican
sus piraguas: y el «timbó», cuya
arquitectura de torre gótica le
permite elevarse sobre todos los
demás, tendido de punta hacia
arriba como en un obstinado em-
peño de pinchar él azul del firma-
mento; y la «araucaria», que suele
tener cinco metros de circunferen-
cia en la base; y el «guabirá» con
su especie de níspero pendiendo de las ramas: y el «yabuticaba».
ubérrimo de la mejor fruta del bosque, una como nuez que apa-
rece pegada a modo de verruga en el tronco; y el «pino», y la
«cancharana» con su fruta hermana del durazno y sus hojas espec-
-I=>I_-VS^ X
'>x—
EL PRIMER ESCALÓN DE LAS CATARATAS.
SALTOS BRASILEÑOS
torales: y el«aiaticú», similar de la grosella; y el «arazá» o chirimoya sal-
vaje: y e! «cerezo» con sus hojas color crema y su fruta provocante que
pone la nota escarlata entre la poHcromia maravillosa del conjunto. . .
Y en medio de todo, largos pájaros de vuelo lento y armonioso, algunos
divinamente niveos, otros de roja testa y otros, grandes y mustios, de
cuerpo negro y pecho blanco, a los cuales los hijos del bosque llaman
candidamente «viudas». . . La vieja carroza va rodando. Aléjanse las
aves en soslayantes lineas de fuga: se adivina, en el alma de la selva.
maraña adentro, los «pumas* obscuros y los tigres elásticos. Como dos
luces fatuas, brillan de pronto en la densidad de la maleza las dos
pupilas centelleantes del terrible gato montes. Se dijera que el silencio
tiene una vibración de misterio en torno de nuestras cabezas; y de
pronto, repentinamente, la caravana se detiene para escuchar: un
rumoreo lejano pero estridente — mil cañones remotos rugiendo en
andanada — un ruido extraño, a la vez sordo y tenante, llega a nues-
tros oídos: es que estamos cerca de las cataratas. Una rara sensación
de agua invisible se percibe en la cara. Ha cambiado el tono de la
atmósfera, porque en toda ella, como un desvanecimiento de velos
incorpóreos, flota polvo liquido. Siéntese entonces una casi mortificante sen-
sación de pequenez: la gran naturaleza va a mostrarse a la criatura miserable
en uno de stis caprichos más imponentes; y tras unos minutos más de selva,
estamos, por fin, frente al prodigio.
Imaginad un valle profundo y vasto — trescientas hectáreas — tendido en
forma de hemiciclo y encajonado entre rocas abruptas. Sobre esa hondonada.
en cuyo fondo estalla una flora inverosímil, se precipitan, desde sesenta me-
tros de altura, las aguas del Iguazú. La enorme masa líquida se derrumba
por todas partes. Las cascadas se suceden las unas a las otras, casi sin inte-
rrupción; y sumando el ancho de los torrentes se llega a esta cifra fabulosa:
3.200 metros. Sobre el pavoroso despeñamiento juegan las luces. Y es enton-
ces la maravilla. . . Tienen las aguas, al avanzar sobre el abismo para sepul-
tarse en su entraña, un tono de ámbar en la parte alta; y a medida que se
precipitan va acentuándose la gama blanca hasta rupir en espuma. Debajo,
al chocar en la gar-
ganta obscura que
las recibe, se en-
crespan en una vo-
rágine indescripti-
ble: ni el Océano
en sus horas más
férvidas es compa-
rable a aquella fu-
ria; la detonación
estruendosa de la
calda se prolonga
en vibraciones in-
finitas, y después
de revolverse allá
abajo en un caos
diabólico de espu-
mas, lanzan hacia
arriba torrentes in-
vertidos que van
sutilizándose has-
ta convertirse en
vaho, en humo, en
polvo, en una va-
porización intáctil
y plomiza que da,
vista de lo alto, la
impresión de un
naufragio de nu-
bes en un abismo.
La sombra de los
árboles de arriba,
proyectada en el
fondo, parece es-
tremecerse de do-
lor al choque de
los torrentes. La
nota azul se insi-
UN EFECTO MAFAVILIOSO DE LOS CRANDE3 SAITOS.
núa a intervalos sobre el fasto blanquecino de los torrentes y el sol va
poniendo en ellos, alternativamente, pinceladas de amaranto y ber-
mellón. Hay algunos que dan, en su aparente inmovilidad de espumas,
la idea de copos de algodón detenidos en e! aire: otros hacen pensar en
una estupenda fuga de perlas, nacarada el agua con todos los orientes;
y aquel, enorme, cuyo lomo está suavizado por el beso de una luz ver-
dosa, parece un desvanecimiento de esmeraldas en un fondo de mis-
terio. . . Tendido sobre el valle y apoyando en la altura los dos extre-
mos de su curva, el arco iris aparece todos los días de sol. al caer de la
tarde; y entonces el vaho de las aguas, flotando gravemente en el seno
de la hora vesperal, se diría una nube de incienso solemnizando todavía
más la majestad terrible del conjunto.
En trance de turismo arriesgado es posible bajar al fondo de la hon-
donada.. Guías diestros y nervudos, ágiles criollos de caras brunas,
amparan al viajero en esta marcha impresionante. Se va descendiendo
por los peñascos empapados, mojándose a veces hasta la cintura, lu-
chando con el impulso de alguna reminiscencia torrencial que obstruye
el paso, saltando de piedra en piedra, salvando abismos obscuros y
sintiendo la vaporización rabiosa de las aguas que pega en la cara con mayor
fuerza a medida que se avanza perpendicularmente hacia el pavor. . . Senta-
do, por fin, en la roca, veo el cuadro de su punto de vista más trágico. Desde
arribia, habíamos asistido a la partida de los torrentes; ahora vemos la llegada.
Hace frío. Los sesenta metros se multiplican contados desde aquí. El estrépito
de las aguas es ahora aterrador. La densidad de las nubes de polvo líquido
obstruye un poco la visual y se experimenta una doble sensación de aturdi-
miento y pequenez. ¡Ver al torrente en su cueva! La enormidad del cuadro es
superior a mi capacidad receptiva; aquello es demasiado. No es posible hablar.
No se hacen ya preguntas a los guias. La voz humana no podría hacerse oir,
además, cuando la gran naturaleza tiene la palabra. Empapado y mudo
trepo de nuevo. . .
¡Y luego, cuando muere el día, qué sordinas infinitas pone al paisaje la luna!
Suavízanse todas las tonalidades a conjuros de la pálida. El vaho líquido se
tiñe de un amarillo leve y las nubes flotantes allá abajo reciben imperceptibles
emanaciones de
rosa viejo. Refle-
jada en el fon-
do tumultuoso, la
luna se despedaza
sobre los torrentes
y los despide hacia
arriba con tonali-
dades de oro. Pa-
rece un jirón de
ella misma aquella
banderola de lum-
bre que se alza
como un penacho.
Los peñascos,
engarzados en la
noche y lustrados
por el derrumbe
que los esmalta,
se abrillantan en
la sombra. Sólo en-
tonces, al amor
de la noche, mues-
tran su pedrería
fastuosa, burbu-
jeando en el lujo
inaudito de millo-
nes y millones
de facetas. Mírase
ahora con más es-
panto hacia la tra-
gedia del fondo.
. . .Y tal es la
maravilla que po-
cos argentinos co-
nocen.
Belisario
Roldan.
— Í>L^^:=> V i^ 1 í^v-v-
-FIRMAS
AJENAS-»
IVMON
DEL
VALLL
INCL/N
NA tarde, en tiempo de vendimias,
se presentó en el cercado de nues-
tra casa una moza alta, flaca, rene-
grida, con el pelo fosco y los ojos
ardientes, cavados en el cerco de las
ojeras. Venía clamorosa y anhelante.
Dadme amparo contra un rey de moros que
me tiene presa. Soy cautiva de un Iscariote.
Sentóse a la sombra de un carro desuncido y
comenzó a recogerse la greña. Después llegóse al
dernajo donde abrevaban los ganados y se lavó
una herida que tenía en la sien. Serenin de Bretal,
viejo que pisaba la uva en una tinaja, se detuvo
limpiándose el sudor con la mano roja del mosto.
— Cautivos de nos. Si has menester amparo
clama a la justicia. . . ¿Qué amparo podemos darte
acá? Cautivos de nos.
Suplicó la mujer:
— Vedme cercada de llamas. ¿No hay una boca
cristiana que me diga las palabras benditas que
me liberten del Enemigo?
Interrogó una vieja:
— - ¿Tú no eres de esta tierra?
Sollozó la renegada:
--Soy cuatro leguas arriba de Santiago. Vine
a esta tierra por me poner a servir y cuando estaba
buscando amo caí con el alma en el cautiverio de
Satanás. Fué un embrujo que me hicieron en una
manzana reineta. Vivo en pecado con un mozo que
me arrastra por las trenzas. Cautiva me tiene, que
yo nunca le quise, y sólo deseo verle muerto. Cau-
tiva me tiene con sabiduría de Satanás.
Las mujeres y los viejos se santiguaron con un
murmullo piadoso; pero los mozos relincharon co-
mo chivos barbudos, saltando en las tinajas, sobre
los carros de la vendimia, rojos, desnudos y fuertes.
Gritó Pedro el Arnelo, de lugar de Condes:
- Jujuruju. No te dejes apalpar y hacer las
cosquillas, y verás cómo se te vuela el Enemigo.
Resonaron las risas alegres y bárbaras.
Las mozas, un poco encendidas, bajaban la fren-
te y mordían el nudo de sus pañuelos. Los'mozos.
en lo alto de los carros, renovaban los brincos y \oi
aturujos, pisando la uva. Pero de pronto cesó lá
fiesta. Mi abuela acababa de asomar en el patín,
arrastrando su pierna gotosa y apoyada en el bra-
zo de Micaela la Galana. Era doña Dolores Saco,
mi abuela materna, una señora caritativa y orgu-
llosa, alta, seca y muy a la antigua. La moza re-
negrida se volvió hacia el patín con los brazos
en alto.
— Concédame un amparo, noble señora.
A mi abuela le temblaba la barbeta. Con un
dejo autoritario interrogó:
— ¿Qué amparo pides, moza?
— Contra un rey de moros. Vengo escapada de
la cueva del monte, donde me tenía presa.
Micaela la Galana murmuró al oído de mi
abuela:
— Parece privada, misia Dolores.
Y mi abuela levantó su lente de concha y tornó
a interrogar, mirando a la moza.
— ¿A quién llamas tú rey de moros?
— Rey de moros talmente, mi señora. Habla
sin voces.
Gimió la renegrida:
--Me tiene cautiva con sabiduría de Satanás.
Intervino el viejo Serenin de Bretal.
— La señora quiere saber cómo se llama el mo-
zo que te tiene en su dominio, y de dónde es nativo.
La renegrida levantaba los brazos, temblorosa
y ronca.
- Milón de la Arnoya. ¿Nunca tenéis oído de
él? Milón de la Arnoya.
Milón de la Arnoya era un jayán perseguido por
la justicia, que vivía enfoscado en el monte, ro-
bando por siembras y majadas. En casa de mi
abuela, cuando los criados ss juntaban al anoche-
cido para desgranar mazorcas, siempre salía el
cuento de Milón de la Arnoya. Unas veces había
sido visto, otras por caminos, otras como el raposo,
rondando alrededor de la aldea. Y Serenin de Bre-
tal, que tenía un rebaño de ovejas, solía contar
cómo robaba los corderos en las Gándaras de Bar-
banza. El nombre de aquel bigardo perseguido por
la justicia había puesto una sombra en todos los
rostros. Solamente mi abuela tuvo una sonrisa
desdeñosa.
— Ese malvado, si viene por ti, no habrá de lle-
varte. Quedas recibida en mi casa. moza.
Se levantó un murmullo en loa de mi abuela. La
renegrida dio las gracias humildemente y fué a
sentarse al arrimo del patín, con la cabeza cubier-
ta. A lo lejos resonaban las voces de la vendimia.
Una larga hilera de carros venía por la calzada.
Mozas descalzas y encendidas caminaban delante,
animando la yunta de los bueyes dorados.
Otras venían en las tinajas, las bocas llenas de
cantos y de risas, teñidas del zumo de las uvas.
Los carros entraron lentamente en el cercado. De-
trás del último apareció un mendigo todo en ha-
rapos. Era velludo y fuerte. La renegrida, que
tenía la cabeza cubierta, se levantó como si lo
hubiese adivinado. Temblaba lívida y sombría.
-- Perverso, ciencia de brujos te encaminó a
esta puerta. No rías, boca de Satanás.
El hombre no se movió del umbral. Furtivo, ten-
dió la vista en torno, y volviéndola a la tierra,
suspiró:
— Una sed de agua, para un pobre que va de
camino.
La renegrida gritó:
— Ese que vos habla es Milón de la Arnoya. Ahí
le tenéis. ¡De sed perezcas como un can rabioso,
Milón de la Arnoya!
Se habían acallado todas las voces. Las mujeres
miraban al mendigo llenas de curioso sobresalto y
los hombres con recelo. Algunos empuñaban las
picas de acuciar las yuntas. En lo alto del patín,
mi abuela, abandonando el brazo en que se apo-
yaba, habíase erguido, seca, enérgica, con la barbe-
ta siempre temblona. Se oyó su voz autoritaria:
— Socorred a ese hombre, y que se vaya.
Milón de la Arnoya apenas levantó la frente
obstinada:
— Misia Dolores, esa mujer es mi perdición.
Ningún mal puede contar de mí. Habla la verdad
de toda cosa, Gaitana.
La renegrida se retorció los brazos:
— Arrenegado seas, tentador... Arrenegado
seas . . .
Los ojos hundidos y apagados de mi abuela, se
avivaron con una llama de cólera:
— Mozos, echad a ese malvado de mi puerta.
Remigio de Bealo y Pedro el Arnelo se dirigie-
ron a la cancela del cercado; pero el otro les con-
tuvo, hablando torvo y plañidero:
— Aguardad, que ya me voy... Más herman-
dad se ve entre los lobos que entre los hombres.
Se alejó. La renegrida, derribada en tierra, se
retorcía con la boca espumante, y las vendimiado-
gas la rodeaban sujetándola para que no se des-
rarrase las ropas. Serenin de Bretal trajo agua del
pozo, Micaela la Galana bajó con un rosario, y en
aquel momento oyéronse grandes voces que daba
en la calzada Milón de la Arnoya. Eran unas voces
como alaridos de alimaña montes, y la renegrida
al oírlas se levantó en medio del corro de las mu-
jeres, antes de que la hubiesen tocado con el rosa-
rio bendito. Espurnante, ululante, mostrando en-
tre jirones la carne convulsa, rompió por entre los
carros de la vendimia y desapareció. Acudieron
todos a la cancela y la vieron juntarse con Milón
de la Arnoya. Después contaron que el foragido,
prendiéndola de las trenzas, se la llevó arrastrando
a su cueva del monte; y algunos dijeron que se
habían sentido en el aire las alas de Satanás. Yo
solamente vi, cuando anocheció y salió la luna,
un buho sobre un ciprés.
DUP/JQ/
I M X -^ \ I I l-»^X —
I'OTOGRMIA I)L Gil,.
I
■^12 >X—
Jili iibi^ dp m
WANANA
DORADA
o
Ir^r-á^cLz^iTAb que florecen subiendo d 1a monÍAacj,
r*? ■íP'J^i'*'' "''^-^ vecinas íransfunde su alma. az.ul
L,ld.ridad de Ias nieves que a-l fresco mundo bAüa.'
jí^i2.a,iiclo de los vcxUes el cielo como un tul.
De la.s po&lrerAS sombraos la. tierra, ae redime
gi^03 cristalinos aires crispa, el frío viril
ue trae con el beso de la. nieve óublime.
1 maíind.1 ladrido del perro del redil.
^ Ms.rece que a.1 contacto de la nevada cumbre.
cJus cenizas arulcs fuera dejando el sol.
^1 verter como un noble niefa.1 licuado en lumbre,
Oobre ca-mpcu y moníes su entraña, de crisol.
- ^n vivido lin5ote ía. tierra, ¿e condenóa.;
Con lento flujo de orü ciil<áta.¿e La. mies;
Y sobre una chorada, quietud de agucx suspensa.
L,lora.n oro los sauces, y hay m¿^ oro deópués.
Ic-emoío .son de cántico leva.iita. el horizonte:
E,5fuer2a.se en el alma la. buena. volunta.d:
Y en olorosa ráfaga sale el viento del m.or.t'í,
Cucxl de un sólido pecho \o- 5enero5ida,d .
II
EL ENCANTO DE LA NOCHE.
¿r|c7r' el ,^/exirt2,iri<3a:riC3 c3>v.-iTLt>i.e.,n2:e,,
I^A_ó pcjK^lí:::^ . c::iel í^cPriie-MÍ-e-.
c -"^x^^^ li-<^3iri.ciLc;v.c^' lx.u.ellcs>^c/' í55^z,iAl.e-c-.-^
^Sr" ccPrL 1¿3^ LaxrLc^^ cz^-vjz^
lE^l í^ii¿,el de. Ic3:^ jc^^irciiii^o/?
II^dlc9^tc9^ 12.1 c^^c/^fircp h.c3>>-<i-ií3v. el E^^^rte...-
(2_---''^u. e,t-^p>e-jic-.^incr5 cAe- l<:5^.ig3tiii,&^,
""°V^ <2-M- TJ.Í1- cjK^fc'ií^^KiciP c::ie, 1ia-m.c^^
' jc^^isLirtm-e-c^n
crome:? -laix Ii^tt-cp £c3^.irTcd.-i-<:^.
CO-'w.£Í^.l^±c^^- t2l£S>v,rLCur"i3^.. rTS^pcz'c.-'KVj
"Sií^ el t..^iliZJri.cic:? ^iria.:^.^c2, 3^ -3*1-^3- M.t^'^t:::?
CZr^CPMic::? -un ¡grzai^íL fo-ue-y e^rt c:ie-c.---t;c»-ixc.--n:=p
X^irc?faiii_ci<5\:.iíi.e-M.±e. ir-=<zc.x'n,e.]Lc3>^.
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^Sr XLap-íTe^ -per' ü . . pc^r^ 2ic^^cd.<s>v- . . .
"^^cxxz^Ví.c^ <5\.o^í g:^^ lí3^ v^icl<2>^ . . . Tíritt/'te.. .
LEOPOLDO LUGONEc/^
DIEjUcIO:/^ de
>
/
/
7- /
1
A vida es varia y complicada, pero su i
principal es el amor, y no hay amor sin a
tura, ni aventura sin amor. Porque en el
dadero amor y aun en el solo ímpetu pasi(
se desea lo misterioso, lo fantástico, hasi
trágico, a veces.
Esta contemplación del legendario coi
de Manara, me produce una imagen de e>
ños atractivos; esa imagen que nos hací
reprobos y gozarnos en ello; que acerca a la m
cuando debía alejarla; que nos infunde un vago eí
plicable donjuanismo, complicando los sentimier
No hay ciudades como Sevilla o Toledo, para
de imaginar galantes acontecimientos y pavor
historias de burladas. La realidad y la fantasía,
enlazadas y por el mismo camino.
En Sevilla, vivió aquel don Miguel de Manara, c
si el contagio del gran paisaje sensual, le hubiera d
energías sobrehumanas.
Un día. la fatalidad hizo que el burlador plan
ocho rosales en recuerdo de las mujeres abandona
los ocho rosales murieron, pero han ido siendo si
tuídos, y hoy. cada uno de los rosales de Mai
lleva en el corazón como el recuerdo de dos cor
nes y dos cuerpos que se encontraron. . .
Tuvo el galán una alegre quinta, donde oficiábi
los ritos de Eros, y donde cada rincón y cada pen
bra estaban ahitos de mujer, mientras el aire de
cámaras guardaba, entre esencias fragantes, el di'
fantasma.
Tuvo después un hospital, donde se recogió o
buen cristiano a orar por las pasadas culpas. Er
paredes colgó su retrato Valdés Leal, y aún rezan
por el convertido innumerables personas, tantas,
sin duda le sacaron ya del purgatorio.
En el desmayo de la doncella; en la cita acc;
cuando no pedida; en el voluntario olvido de de
que la mujer hace, no encuentra la humanidad <
alguna, y todo lo achaca al burlador.
No sé por qué se arrepintió. Quizás su alma ni
decisiva ante los misterios que sobrecogen.
Con el reo de la carne azotado por el ínquisído
espíritu. Tal fué don Miguel de Mafíara.
II
A la orilla del mar. aparece Don Juan, fugi
cuando unos brazos femeninos le detienen en la hi
Esta vez son brazos plebeyos, pero lozanos y ha:
dores como todas las cosas que carecen de afeite;
cumple el momento nupcial bajo esa música
nante, de las olas vagas desrizándose en la arer
batiendo el acantilado arcaico.
Entre las tablas de la casa de pescadores —
huelen a pescado fresco — se olvida Don Juai
las sirenas cortesanas, y se entrega a la humilde r
de mar como si por vez primera conociese muje
A los echo días, no sé que barco misterioso s
llevado a Don Juan, y es de ver la seducida que I
grita, maldice y con los nervios exasperados se q
al cielo y al abismo de aquella gran felonía.
Me parecen exageradas esas lamentaciones
guardan las mujeres para sus galanes. En amo:
fuerza no es nada, y, ¿ya que no son débiles
otras cosas, por qué son débiles para eso? Entr<
melas costumbres tradicionales figura esta de ado
la mujer una eterna postura de victima y quejars
engaños bien sabidos y ocasiones y promesas
compartidas.
En cuanto a la desigualdad de clase, no
existe. El espíritu aventurero, errabundo,
antojadizo y vehemente de Don Juan, lo
huye hastiado de la duquesa Octavia o Ana
itoja, que de la hermosa pescadora de Ná-
ias lloran; la gran señora en los camarines de
icios reales, y la más humilde, frente al mar
-an tumba de los secretos y de las aventuras.
'ió a Don Juan Tenorio, aquel fraile que fir-
''irso de Molina.
III
le nadie ha seguido a Don Juan, es a los in-
Con absoluta reciprocidad, intervienen los
j en la vida, y los que aún viven, en la muer-
ciertas son sus apariciones como los cemen-
n que los enterramos. . .
so, la cena con el espectro de un viejo rival
irió en duelo, se reduce a servir más fuertes
y a beber un alcohol que divague y trans-
5 necesario que las estatuas se muevan y ha-
ues ya existe la vida en esas estatuas, que
•man en movimiento la inmovilidad por vir-
la actitud, de la expresión y del gesto... El
que hace filtrar la sombra del comendador
muros más recios, es hermano de aquel demo-
fija los ojos de la Esfinge, y de aquel otro que
1 la divina Victoria de Samotracia.
os que vuelven de allá, alimentando con for-
!vas todas nuestras horas de quimera y nues-
gatos a lo absurdo.
:n no acudiría con presteza a semejante con-
)uién retrocedería ante la fortuna única de sos-
jloquio con los fantasmagóricos convidados de
r si es cierto que sufren o que gozan; y qué
Lincie su clarividencia de espíritus, qué ca-
itos reserva I,i Fatalidad, y cuántos abismos
spcner, y cuántas envidiosas sierpes por re-
ahí, como una vieja ciudad, decorada por diez
iones, es el marco mejor para esta extraña
erte, en que el hombre y las sombras se cen-
en un igual dolor. . .
as calles, retorcidas como reptiles aletargados,
obscuridad de las noches castellanas apenas
a por el parpadeo de distantes faroles. Entre
is antiguas, de noble aspecto y los conventos
: de fortaleza. Bajo los campanarios dogmáticos
imbrosos. Junto al sereno que lanza con voz
a ¡media nochel
odo este conjunto de la vieja ciudad, presti-
fantástica; con la ondulante capa, el sombrero
', la mano segura y el corazón seguro, cruzó
che, como quien no siente miedo,
• el estudiante endiablado
Don Félix de Montemar... »
IV
nada nos preocupa un convento, y pasamos
os a las herméticas rejas, sin que el más nimio
0 de curiosidad nos haga levantar la cabeza,
tuve, sin embargo, un amigo que deteníase
e ante las tapias, y allí formaba planes de
niento, y todo se le volvían escalas, raptos,
as, satanismos y las demás proezas de Tenorio,
quiere decir esto, que fuese un iluso, ni uno
s anacrónicos seres, que aún se precian de
chambergo y mostacho borgañón, y peroran
de Dios y del Rey, celebrando a cada
I paso no sé que extravagantes recons-
trucciones tradicionales. Únicamente,
1 su espíritu apasionado y amigo de lo
maravillcso le hacia desear todas las múltiples sen-
saciones que ofrecen esas grandes casas enrejadas
donde las vírgenes se encierran.
En la melancolía de una noche autumnal, en ese
pálido noviembre de colores intermedios y tristes, no
hay nada tan temeroso como el ruido de las espuelas
en el claustro, ni nada tan triunfante como aquella
capa abandonada, silenciosamente, en el dintel in-
violado de una celda.
Mientras la anciana abadesa sueña con reglas
disciplinarias y reúne en común preocupación la des-
pensa y los piadosos ritos, la joven monja, novicia o
profesa, se debate en luchas imposibles, frente a
una maldición, frente a un fantasma que se burla,
que se ríe, que la toma en brazos, y que, como ella,
lleva una cruz sangrante sobre el pecho.
Y acaso, hay un poeta español de luenga perilla y
corazón ingenuo, contemplando la escena.
Den Juan viaja por el mundo. Se pasea en Italia,
en América, en España. Oculta su nombre, en la
tradicional aristocracia de un título nobiliario. Esta
emigración de don Juan va dejando dramáticas pa-
siones con mujeres de otra sangre, y de paisajes
muy distintos.
Don Juan, en les trópicos, tiene una palpitación de
tragedia, infinita. La lujuria de tierra, plantas y cielo,
se confunde con la lujuria humana y se desborda
en un caos infinito de sensaciones. ¡Oh, mediterráneo
de América! Con tus islas de fábula, fabulosamente
bellas; islas antillanas de flores gigantes, de tem-
pestídes inmensas, de remansos azules, y de tanta y
tanta maravilla.
La cansada hidalguía y la eterna llama del héroe
ccn herencia de siglos, resplandecen en un postrer
incendio, y la criolla arde en él, buceando con sus
ojos de abismo todo el espíritu secular que tanto
agobia, pero que tanto exalta.
A su regreso a la vieja y querida patria, trae Don
Juan el corazón trocado; vagamente misántropo y
escéptíco; y al descubrir los campanarios de la ciu-
dad natal, ve como se desploma el pasado románti-
co, y él mismo se halla distanciado de lo que fué
antaño.
Pero — último recuerdo — conserva siempre la
airosa capa que encubrió tantos cuerpos heroicos,
y el sombrero de anchas alas, que hacia campear
una sombra sobre el entrecejo de los conquistadores.
Este don Juan ha sentido también las últimas voces
de toda aquella gloriosa comitiva que ocupó con su
desfilar siglos y siglos. La papal tiara, prepondera en
sus convicciones, tanto como los bélicos trofeos o las
faldas.
Y anda su historia, escrita en moderno estilo, por
un hombre singular, gran domeñador de virtudes y
de pecados, con barbas luengas e inquisitivos ojos,
y el espíritu teológico y universal, encerrado en el
esmalte de un paisaje compostelano.
Y la ruina del marqués de Bradomin se hace cau-
dal cuantioso en manos del poeta galaico, que ha
mirado, retrospectivamente, a la luz de un cre-
púsculo español.
VI
He visto alejarse, lentamente, el alegre bajel de
doradas velas, que navega hacía Citerea.
Todos los hombres hemos emprendido un día de
adolescencia ese viaje maravilloso, y ninguno ha
vuelto de él.
Sí alguno tornó, fué para embarcar de nuevo,
siempre con una inextinguible sed de amar; siempre
con el deseo de la isla encantada, cubierta de pro-
fusos y milenarios bosques, en donde se celebra al
amor. . .
Pero no todos llegaron, sino hubo quien murió en
el mar, y también quien anduvo errante y desespe-
rado hasta llegar al puerto, y quien pasó trabajos y
realidades crueles. . .
Con todo, la gloria del sexo de .Afrodita es tal, que
nadie vacila en emprender el 'viaje, por peligrosa y
larga que la navegación sea...
¡Oh templo de Citeres! Tus mármoles resumen
todo el placer y todo el dolor humano, y entre las
sacerdotisas que danzan en el santuario, están —
con el fasto de las prim.eras — aquellas novias y
esposas de Don Juan.
Cerca, la sombra de éste vaga, incansable, por
entre los mirtos y los bosquecillcs de rosales sil-
vestres.
Es que siempre, habrá ura distancia entre mujer
y hombre. Una misma linea, sobre el horizonte ten-
drá distinto significado para las que se aman, y las
mismas palabras serán entendidas diversamente y su
acíbar o su miel caerán en lo inexplicable.
Tenía Don Juan, diez años, y ya en su galopada
sobre el bastón paterno, atrepellaba los cersos donde
las niñas giraban entonando canciones melancólicas,
y se complacía en los lloros infantiles, y se vana-
gloriaba de su fuerza.
Pero, algún día, las burlas de una carcajada han
herido las canas.
Del héroe, y todos los odios de largo tiempo han
subido al asalto sobre los recuerdos de un hombre.
La isla de Citeres no será nunca de color de
rosa . . .
—v:>LS'^^
ENRJOJE bEDÜSON
O DEL INSTINTO
APUNTEe/^ DE FILQ/OFIA
Es el primero de los Bcrgson
que logra honores enciclopédicos.
El «Larousse pour tous» le dedica
varias Uneas; el «Seguí», algunas
mis con retrato, y el «Espasa».
noventa renglones, sin efigie.
mientras concede un regular fo-
tograbado y buenos elogios al
ministro andaluz, de cuyo nom-
bre no quiere acordarse Unamu-
no. Por lo menos, la sabiduría
barcelonesa es hasta ahora quien
mayor homenaje diccionaril rin-
dió al ilustre filósofo parisiense.
También merece consignarse que
ha sido el doctor Carlos Malaga-
rriga. el casi bonaerense juriscon-
sulto, el primero que vertió al
castellano dos obras bergsonianas:
•La evolución creadora» y «La
risa».
Bergson resulta un apellido
simbólico, si se compara su sig-
nificado con la filosofía del hom-
bre que tan bien lo lleva. «Hijo
de Montaña». «Montáñez», Mon-
tesino. Montañés, o algo seme-
jante, quiere decir, y la obra
bergsoniana resulta bastante
montañesa o montesina. Este fi-
lósofo de apellido sajón no acepta
las teorias metafísicas que inven-
taron los hijos de la llanura.
Caminar por el llano es cosa
fácil, mientras los malhechores.
los ños. el alambre de púa y otros
inconvenientes no se opongan.
En el llano dormita, horizontal
y cómodamente acostada, la línea
recta: la línea recta, que es lógi-
ca, inflexible. Los llaneros aman
la lógica y la creen omnipotente.
Prueba irrefutable de este amor
encontramos en la boga que al-
canzaron las novelas policiales.
donde el detective descubre ase-
sinos y ladrones guiado por la
obaervación y la deducción. La
ridiculez de estos héroes fantásti-
cos es un reflejo del jactancioso
poderío de la filosofía tradicional.
que no ha descubierto ningún
misterio y verdades importantes.
Enrique Bergson. creyendo en la bancarrota de
la metafísica al uso, quiere darnos un método más
seguro, con el que se trate de explicar la Natura-
leza. Antes del genial pensador se habían reali-
zado tentativas en tal sentido. Intuicionismo se
titula ese método.
Aunque la moda le llame el filósofo de las da-
mas. Bergson es turbio, claro y trastornador como
el champaña. Dar idea de su pensamiento re-
sulta trabajo ímprobo. Elijamos solamente los pá-
rrafos capitales de la prosa bergsoniana.
Afirma el genial filósofo que: «nuestro pensa-
miento, en su faz puramente lógica, no es capaz
de representarse la verdadera naturaleza de la
vida, ni el hondo significado del movimiento evo-
lutivo». ¿Por qué? Porque: «creado por la vida, en
circunstancias determinadas y para obrar sobre
cosas determinadas también, ¿cómo podría abar-
car la vida toda, de la que no es más que una ema-
nación o un aspecto?» «Tanto valdría sostener que
la parte es igual al todo, que el efecto puede reab-
sorber su propia causa o que el guijarro de la playa
dibuja la forma de la ola.»
La inteligencia, facultad de comprender y con-
cebir tas cosas, como la definimos por costumbre,
es, según Bergson: la facultad de fabricar y emplear
instrumentos inorganizados; mientras que el ins-
tinto, «estimulo interior que determina a los ani-
males a una acción dirigida a la conservación o a
la reproducción» (Academia), es: una facultad de
utilizar y aun construir instrumentos organizados.
«No hay inteligencia donde no se noten huellas
de instinto. Sobre todo, no hay instinto que no esté
rodeado de una franja de inteligencia. Esta franja
es la que ocasionó tantos errores; porque el ins-
tinto es siem.pre más o menos inteligente, se ha
supuesto que inteligencia e instinto son cosas del
mismo orden... En realidad, no se acompañan
sino porque se completan, y no se completan sino
porque son distintos, siendo lo que hay de instin-
tivo en el instinto de sentido opuesto a lo que
hay de inteligente en la inteli-
gencia.»
Dice Bergson que el hombre, en
vez de titularse orgullosamente
homo sapiens, debería decirse homo
faber, pues la originalidad de la
inteligencia parece ser la de fabricar objetos artifi-
ciales (en particular útiles para hacer otros útiles)
y variar indefinidamente su fabricación.
El animal no inteligente tiene también útiles
o máquinas, pero «formando el instrumento parte
del cuerpo que lo utiliza; y correspondiendo a este
instrumento, hay un instinto que sabe servirse de él».
El instinto halla a su alcance el instrumento apro-
piado que se fabrica y se recompone por sí solo, que
presenta, como todas las obras de la naturaleza,
una complejidad de detalles infinita y una sencillez
de funcionamiento maravillosa y que hace en se-
guida, cuando se quiere, sin dificultad y con una
perfección frecuentemente admirable, lo que está
llamado a hacer; en cambio, conserva una estruc-
tura casi invariable, ya que su modificación exige
la de toda la especie. El instinto es, por tanto, es-
pecializado, por no ser otra cosa que la utilización
de un instrumento determinado para un obfeto de-
terminado. Por el contrario, el instrumento fabri-
cado inteligentemente es un instrumento imper-
fecto; se obtiene mediante un esfuerzo; casi siem-
pre es de manejo penoso. Pero como está hecho de
materia inorganizada, puede tomar cualquier for-
ma, servir para cualquier uso, librar al ser viviente
de cualquiera dificultad nueva que surja, y con-
ferirle un número ilimitado de poderes. Es inferior
al instrumento natural, en cuanto a la satisfacción
de necesidades inmediatas, pero le aventaja desde
que la necesidad sea menos urgente.»
Añade luego que este órgano artificial prolonga
el organismo, creando una necesidad nueva por
cada necesidad que satisface. De este modo, «en
lugar de cerrar, como el instinto hace, el círculo
de acción en que el animal va a moverse automá-
DEL c/B.;
ticamente, abre un campo inde-
finido a esta actividad hacia la
cual la empuja más y más lejos,
y así la hace más y más libre».
¿Hasta qué punto es incons-
ciente el instinto? Respondiendo
a esta pregunta, dice Bergson
que el instinto «es en unos casos
más o menos consciente y en otros
inconsciente. La planta tiene ins-
tintos; pero es dudoso que vayan
acompañados de sentimientos.
Aun en el animal, apenas hay
instinto complejo que no sea in-
consciente, por lo menos en parte
de sus actos.»
Al llegar a este punto hace una
diferencia: «la de una conciencia
nula y la de una conciencia anu-
lada; ambas son iguales a cero.
mas el primer cero expresa que
no hay nada y el segundo que
hay dos cantidades iguales y de
sentido contrario, que se com-
pensan y neutralizan». Ejemplo
de lo primero es la inconsciencia
nula de la piedra que cae; de lo
segundo, el automatismo del so-
námbulo que representa lo que
sueña, y cuya «inconsciencia po-
drá ser absoluta, pero provendrá
de que la representación se halla
entorpecida por la ejecución del
acto.»
La inteligencia, en sentir del
filósofo, «está preferentemente
orientada hacia la conciencia y el
instinto hacia la inconsciencia.
Porque cuando el instrumento
que hay que manejar lo ha orga-
nizado la naturaleza, el punto de
aplicación lo proporciona también
la naturaleza, y el resultado a
obtener es el que quiere la na-
turaleza.»
Para sustentar esa afirmación
por medio de un ejemplo, narra
la historia del sitaris, el diminuto
escarabajo que «deposita sus hue-
vos a la entrada de galerías sub-
terráneas cavadas por una especie
de abeja, el antóforo. La larva del
sitaris, después de mucho esperar,
acecha al antóforo macho al salir de la ga-
lería, se prende de él, y no le suelta hasta
el vuelo nupcial en que aprovecha la oca-
sión para pasar del macho a la hembra y
esperar tranquilamente que ésta desove.
Salta entonces sobre el huevo que le servirá
de sostén sobre la miel, lo devora en pocos días,
e instalado en la cascara, experimenta su primera
metamorfosis; ya entonces, organizada para flo-
tar sobre la miel, consume esta provisión de ali-
mento hasta transformarse en ninfa y luego en
insecto acabado. Es decir, que pasan las cosas
como si la larva del sitaris, desde su primera eclo-
sión, supiera que el antóforo macho saldrá de la
galería, que el vuelo nupcial le brindará la oca-
sión de transportarse a la hembra, que ésta la
conducirá a un depósito con miel bastante para
alimentarla cuando se haya transformado y que
mientras llega esta transformación, devorará poco
a poco el huevo del antóforo a fin de nutrirse,
sostenerse en la superficie de la miel y suprimir al
rival que podía haber salido del huevo. Además,
todo pasa como si el sitaris supiera que su larva
ha de saber todas estas cosas.»
También la inteligencia conoce muchas cosas sin
haberlas aprendido; el niño comprende tales cosas
inmediatamente, mientras el animal no las com-
prenderá nunca. Ejerce un instinto el recién naci-
do que busca el pecho de la madre, porque conoce
un objeto; pero el día en que delante del niño se
aplique un adjetivo a un sustantivo, aprenderá a
establecer una relación. El instinto, pues, se ejerce
sobre cosas e implica el conocimiento de una ma-
teria; la inteligencia sobre relaciones, implicando
el conocimiento de una forma. «Hay cosas que
únicamente la inteligencia es capaz de buscar, pe-
ro que por sí sola no hallará nunca. Estas cosas el
instinto las hallaría, pero jamás las buscará.»
Y, sin embargo, Bergson afirma que el instinto
nos llevaría al interior mismo de la vida, si S3
convirtiera en intuición o instinto consciente.
— í->i^'v -t¿5 N^ i_a [^ >K-
-ÜiLyírrirjOLn
I^^áatícxr iina Kifliiífca
Sería mucho exigir de mi endeble retentiva, pedirme que después de tanto tiempo
recordase, con todos sus cabellos y señales, los motivos específicos de aquella formidable
g;alopiada. con la que bandeamos de punta a cabo la apretada densidad de los famosos
«Montes Grandes», Los mismos que por aquel entonces estaban ubicados en la juris-
dicción del Partido de Monsalvo; tan «ilustre desconocido», cada que se le menta por
su nombre bautismal, o digamos de cristianamiento geográfico-político (I).
La memoria nació fémina; y las señoras no quieren saber nada con los hombres que
(1) En efecto; todo el mundo conoce por de Maipú al que, oficialmente, se denomina "Partido de Monsalvo",
—x=>Lj:*^S> X i^'i-i^yív—
se van metiendo en años. Asi es que esa casqui-
vana, aunque todavía sabe coquetear conmigo de
vez en vez, cuando quiero recordarme de algo
que me interesa muy en-de-veras. me vuelve las
espaldas, atracándome un bolsazo, de aquellos
•de no te muevas*. De ahí que, ni aun intensi-
ficando la atención retrospectiva, me sea factible
atar los extremos de la piola que asocia las re-
membranzas, por importantes que sean. Con razón,
pues, se me van las referencias banales, que no se
me importan nada, ni a nadie importarán más.
Lo que mi imaginación evoca con claridad me-
ridiana, es que habiendo salido de Maipú, rumbo
a un ranchito ubicado. , , no sé en qué pago me-
dianero, aunque bastante remoto, estábamos en-
golfados entre lo más tupido de una selva, que si
no virgen del todo, excedía en castidad a esa clase
de mujeres a las que Marcel Prevost ha llamado
♦demivierges» . . .
Que nuestro paseo presentaba contornos de ac-
tuación pesquisante, lo estaba diciendo a gritos la
circunstancia de que a mi derecha mano cabal-
gaba, en un tobiano de su propia silla, el Comisa-
rio de Policía; soberano local de la repartición en
cuya expresiva heráldica levanta la cresta un gallo,
símbolo y buen modelo de vigilancia. Y que se
trataba de una comisión cuyo caracú exigía com-
petencias de galeno, lo acredita el hecho de que
a la izquierda del policial funcionario, jineteaba...
como Dios le iba ayudando, el fiel cronista que
atrepella con la narración presente, y que en
aquella fecha hacia cosas de «dotor» municipal.
Pero que los niños no pidan más . . . datos; pre-
feriría mejor obsequiarles uno en fija para las ca-
rreras próximas, antes que muñirles de referencias
precisas sobre el motivo central que dragoneaba
de generatriz, en aquel morrudo viaje de veinti-
siete leguas... y una yapa. ¡Cosa tremenda, mi
amigo! Después de tan reverendo recorrido, capaz
de desvencijar hasta al comandante Astorga, im-
permeable al cansancio, no le pedía yo a nadie
que «se dejase de fregar»; antes bien, contraria-
mente, mis baqueteadas y molidas carnes solici-
taban a gritos el régimen de las friegas emolientes:
único recurso terapéutico que, malgrado su origen
ancestral, soliviaba... hasta por ahí no más, el
furor de mis empecinados padeceres.
¡Ah! ya se me iba pasando el agregar, para la
integración del personal necesario al relato de mi
cuento, que atrás nuestro, y caballeros en dos
mancarrones patrias, caminaban una yunta de
milicos. Se los presento al lector, desde que uno
de ellos entrará a participar en la actividad del
diálogo, lo que le llegue su turno; el otro se ha de
quedar en silencio, en calidad de «Embozado»,
como sabían llamar a los cómicos que no hablan,
los autores de comedias correspondientes al tea-
tro antiguo; vale decir, los anteriores a la presi-
dencia de don Bartolo.
Para no aburrirnos como en un velorio en aque-
lla cansadora expedición, solamente disponíamos
de tres factores de íntimo solaz; el pitar colorado,
una caramañola de anís, que no era grano de
ídem... y la lata verbal, en forma de socorros
mutuos; pues lo que a uno se le endurecía el gaz-
nate y buscaba en el chifle el alivio a la gran seca,
entraba el otro a consumir su turno, después de
un previo componerse el pecho.
Pero hasta para gozar la inocente entretención
de la charla, teníamos que conversar en octava
alta, causa de que los loros barranqueros estaban
celebrando acalorada sesión, entre la fronda del
monte, parloteando todos a un tiempo, sin el me-
nor respeto por el orden acostumbrado en las
grandes tenidas parlamentarias.
Entretanto, nosotros hablábamos de caballos,
y estaba yo en el ejercicio de la palabra, cuando
le dije a mi interlocutor:
- Aunque todavía no soy veterano viejo en el
país, recién me voy dando cuenta de la enorme
trascendencia que aquí ejerce el caballo, en buen
hora importado por mis compatriotas y precur-
sores los españoles, que asi enriquecieron esta
hermosa tierra, a la que obsequiaron tan rápido
medio de locomoción barata.
— - Si, pues — asintió mi amable compañero.
— En todas las manifestaciones de la vida vul-
gar, se advierte la importancia de ese bruto no-
bilísimo... mucho más noble que bruto, sin el
cual sería imposible la existencia regular, ¿Cómo
se concebiría el servicio policial, en esta inacaba-
ble llanura, si el personal de seguridad no contase
con ese nervio de movilización . . . aunque me dicen
que los cuatreros y demás componentes del male-
vaje, disponen de mejores fletes que los represen-
tantes de la autoridad? . . ,
— Eso era antes; no digo menos; pero ahora es
diferente.
— Más vale así,,. Pero, viniendo a mi tesis:
la vida toda de los pagos rurales, está saturada
de la influencia hípica; hasta el lenguaje corriente
se halla poblado de voces que se derivan del man-
carrón, sus servicios y costumbres. He notado que
hay paisanos incapaces de saber cual es la mano
izquierda (que no necesitan conservar) aunque
casi todos saben donde tienen la mano derecha.
Pero, ¿quién de ellos desconocerá cuál es el «láo»
de montar, que no ha de confundir, seguramente,
con el «láo» del lazo? . . .
— Así es; ni con el «láo» de los palos; por más
que no lo haya en los andariveles de campaña.
— Y entrando en otras analogías: he observado
que cuando alguien quiere dar a entender que un
fulano se equivoca, dice que se ha «pisáo feo».
como pudiera hacerlo efectivamente un bagual
distraído... Otra de las figuras retóricas (sal-
vando los respetos que a nuestra especie debemos)
más felices de cuantas aquí he oído, ha sido la
de decir que dos personas «se están relinchando»,
cuando sostienen vivo diálogo, en el que se nota
conformidad de pareceres o evocación de gratas
memorias, . .
— ¿Y si no? ¿Cómo quiere que lo digan mejor?
— Yo no quiero cosa alguna, señor mío: consig-
no un detalle pintoresco del lenguaje rural, tan
plagado de salpicaduras intencionadas y de iró-
nicas comparaciones. En cierto orden de afinida-
des, recuerdo un símil afortunado que le oí las
otras noches al viejito don Mártires. Estaban ju-
gando al «tutis del medio» en lo del vasco Dorron-
soro. Al anciano, que era mano en aquella vuelta,
le tocaba jugar; pero como tenía que poner en or-
den las trece cartas, y dada la torpeza propia de
su edad, se demoraba un poco en la operación,
alguien le dijo: — Pero ¿qué hace, que no juega?
- - a lo que el viejito retrucó: — No se apure, ami-
go; ya jugaré: ¿no ve que estoy ensillando?
— Es cierto... así sabemos decir. Y ¡quél ¿le
parece mal?
— ¡Qué me va a parecer mal, si gocé como un
chanchito, al escuchar la salida! Pero, oiga, amigo,
y na me ataje. Como ustedes están hechos a ese
modo de hablar, relleno de sentidos figurados y
de frases de doble intención, no saborean a paladar
pleno, como nosotros los extranjeros, ese elemento
festivo en el que vuelta a vuelta palpita su len-
guaje, constelado de comparaciones de hípica pro-
cedencia. Una frase a la que ustedes no le sacan
todo el jugo, porque están hechos a oiría, pero que
tiene la gracia por arrobas, es la de decir que uno
«ha parado la oreja», siempre que da repentinas
muestras de súbita e intensa atención...
— Y. , . ¡natural! así es como hacen los pingos,
lo que escuchan algún ruido alarmante. . .
— ¡No! si ya me doy cuenta de la exactitud del
parangón. . . ¿Y qué me dice de otra ocurrencia,
que es como para partirse de risa?
— ¿Cuála?
■ " La de decir que uno se ha «boliáo», cuando
se trabuca y se hace un lío. . .
— ¡Claro! ¿No ve que es igualito a cuando un
bagual cae en el suelo, causa de que la boleadora
se le enreda en las patas?
Sí; si ya estoy en el secreto ... Y otra cosa,
que me ha llamado poderosamente la atención: la
enorme diversidad de pelos que se reconoce en
este país a las caballerías. . . Mientras en mi tierra
distinguimos en la piel de los toros de lidia, infi-
nidad de tipos diferentes, que aquí no se sospe-
chan siquiera, en cambio, ustedes aprecian en la
especie equina una cantidad asombrosa de mati-
ces, combinaciones y manchas de color, que mul-
tiplican confusamente la nomenclatura caballar,
de un modo sorprendente para el extranjero.
-— ¡Ah! lo que es eso... no digo los europeos:
hasta muchos criollos puebleros, ignoran la bar-
baridad de variedades qus un paisano baquianazo
define en fija, lo que mira una tropilla de yeguari-
zos,
- Aunque no pretendo dominar ese difícil co-
nocimiento, he podido ya persuadirme de que es
numerosísimo y complicado el catálogo de pelos
que aquí se discierne, sin la menor vacilación y
a las primeras de cambio. Lo que no me cabe en
la cabeza es que se llame moro a un caballo con
mucho pelo blanco, cuando la gente de morería
(acuérdese de Ótelo) no parece casco veraniego
de vigilante... Y mientras tanto, la vez pasada
oí decir que el Valuador del Partido está moro de
canas. . ,
— ¡Y cómo no! Pero, ¿es que no le conoce?
— Sí; sí, señor; pero no veo la analogía...
— No le haga juicio a esos detalles.
— Como usted disponga. Y ahora que me acuer-
do. ¿Cuántos matices de pelo conocen ustedes?
~- Eso es según... Hay provincias, como la
mía. . .
---¿Usted es entrerriano, no?
— - Sí, pues. En mi tierra, por ejemplo, se cono-
ce el caballo de pelo «yaguané», que aquí no
«mángian» lo que es. Yo no sé fijamente cuántas
clases de colores hay... Seria menester juntar
mucho tiempo y prolijidad para contar los que
yo distingo.
— Los otros días pensaba yo, al ir conociendo
tantas clases de matices, que se pueden emplear
todas las letras del abecedario, como iniciales de
otros tantos nombres de pelos de caballos.
— ¿Cómo dice, mi dotor?
— Que cada letra del alfabeto puede encabezar
el nombre de un tipo de piel de caballo. . . o yegua.
— ¡Cómo no! y algunas letras sirven para em-
pezar los nombres de dos o tres.
Deseando amenizar el viaje y enriquecer, a la
pasada, mi vocabulario nacional, entonces en for-
mación, insinué tímidamente:
— ¿Y por qué no intenta ahora, hacer una re-
lación metódica?
— Como guste... Empiece a contar. Con la
letra A podemos anotar «alazán», «azulejo». . .
— No se moleste tanto, mi Comisario; a mi
propósito basta que nombre usted uno con cada
letra,
-— Ta bueno; pues empiece a anotar. Con la
A ya hemos dicho que «alazán». Con la B. . , bien;
digamos «bayo». Con la C. . . «coloraos. Con la
D... (breves momentos de pausa, consagrada a
una labor interna, de carácter mnemotécnico). Con
la D . . . ¡pero qué mulita que soy! . . . ¡Aja! Ya está:
«doradillo». Con la E... (aqui otra pausa, más
larga que la anterior, y todavía más penosa). Con
la E... ¿sabe que no me recuerdo?... Pero ha
de haber.,, ¡No hay que hacerle!... ¿Cómo no
va a haber?. . . Lo que sucede es que aurita, . .
no me recuerdo de ninguno. Con la E. . .
Y empacado en la difícil inicia!, se encajaba
hasta la berija, como en un barrial de dudas, an-
siedades y confusiones, cuando el más viejo de los
dos vigilantes, paisano de su jefe y por éste im-
portado de Gualeguaychú, se permitió intervenir
en el asunto, queriendo darnos una manito, en
procura de la rumbeada cuanto chucara solución.
¿Me permite una palabra, mi Comisario?
¿Qué querés vos, zanagoria?
Pues, con su permiso, voy a decirle un pa-
recer, . .
— - Decí no más - exclamó el Comisario, entre
deseoso de hallar lo que tan al ñudo buscaba y
un tanto cabreado (¡altro que un tanto! casi, casi
un amarreco) al sufrir la humillación de que un
paisano ignorante le sacara de la encajadura.
— - Pues con la E. . ., mi Comisario. . .; pero si
parece mentira que no se le haiga ocurrido...
Con la E. . . ¡si está más claro que mate de po-
brerío! . . . Con la E . . . «escuro».
La indignación que se esbozó en el semblante
del defraudado jefe, no es para descrita, porque
entraba en la categoría de lo inefable. Miró a su
cretino subordinado y... ¡cosa bárbara! aunque
no separó las piernas del tobiano en que cabal-
gaba, le vi montar un picazo. . . Gracias a las cir-
cunstancias en que se produjo la ocurrencia, no
sucedió nada digno de la crónica; pero puede ma-
liciarse que, de haber pasado la cosa en la Comisa-
ria, el enojado jefe habría puesto al chambón vi-
gilante... ¿cómo es que se dice?... ¡Ah! ya; le
hubiera puesto... con la O... «overo».
3 - VIH - 16.
Severiano Lorente.
DIBUJOS DE ALVAREZ,
>^^x—
PAISAJES ARGENTINOS
UNA LAGUNA EN DOLORES
DIBUJO AL CARBÓN
ÜE NICANOR VÁZtíLEZ.
— T=>LS'^^
^J//^JS>¿7.
i
>>¿v—
ARTE
NACIONAL
■
■ ■§
LA
SANTERA
ÓLEO DE
JORGE BERMÚDEZ
—I=>LJ'^^
EL • CUW050 • LECTOR^
Toda la plaza es pública, menos el rincón apacible que el discípulo de Diógenes
se apropió colocando un libro a manera de biombo. Los que no tienen donde caerse
muertos, saben adueñarse de las cosas más indóciles al dominio particular; trans-
forman en dormitorio los solares abandonados, y las ruinas en salones. Por eso.
el banco que un rey despreciaría, aunque brinde sitio para cuatro monarcas, es
ahora del desconocido.
Si una barrica equivale a una casa, el banco bien puede substituir al chalet.
Además, al libro, a cualquier libro ¿no se le compara siempre con la luz, ya sea de
linterna, foco o bujía?
Admirable resulta la soledad robinsoniana que saborea en medio de la urbe
bulliciosa. Y como toda admiración encierra algo de envidia, envidiemos al cu-
rioso e incógnito lector, es decir, analicémosle.
Indudablemente la riqueza no perturba su espíritu, ni la suma miseria le obliga
a mendigar. Tal vez sea un mendigo de amor, de trabajo, de gloria o de ociosidad.
Enamorado, cesante, escritorzuelo, haragán: entre estas cuatro palabras se encierra
el secreto de su situación. Quizás tiene mucho de estos cuatro vocablos, y busque
la gloria para no sufrir un trabajo rudo y ofrecérsela a una hermosa vecina.
¿Vivirá por siempre sin salir del anónimo, o lo veremos algún día cosechando
aplausos sobre la escena o en las columnas de un periódico? ¿Adoptará el seudó-
nimo común de «atorrante» que tantos ingenios y locuras encubre? Nada de esto
se sabe, ni tiene importancia.
En tanto que la gente trabaja afanosa o huelga aburrida, este hombre lee bajo
la sombra de un árbol porque encontró dentro de la ciudad las soledades deseadas
por Fray Luis de León,
Así fué verdaderamente su maestro, el filósofo de la linterna y el tonel, aunque
otra cosa diga la Historia. Feo. amador, vago, idealista y, por lo tanto, bohemio.
Diógenes se reía de los compatriotas que vivieron amarrados al trabajo, a la riqueza,
a la esclavitud.
Cuando éste, a quien llamamos curioso lector porque lee y es digno de ser leído,
cierre el volumen a la caída de la tarde y vaya en busca de alimento, ¿qué problema
le esperará?, pues el mundo siempre nos propone un enigma en el instante de con-
cluir cualquier grata ocupación. ¿Responderá con embustes, con palabras de amor?
¿Será tan cínico, en el sentido vulgar de la palabra como en el filosófico?
¿Quién aguarda la llegada del lector del banco? ¿Hay en estas lecturas solitarias
lágrimas y angustias de madre o esposa?
A pesar de todas estas sospechas y de algunas más, que tú. curioso lector puedes
tener ante la figura del desconocido, seguiremos admirándole envidiosamente.
Porque hay en él un reflejo de libertad, de esa libertad tan deseada. Impulsados
por ese anhelo, a veces sentimos envidia por cosas poco envidiables a primera vista:
la ingenua fe del carbonero, la salud del pastor, el bien comido pucherete del aldea-
no, el dormir profundo de la gente laboriosa. Y mientras, ellos, los sencillos, en-
vidian a su vez coches, trajes, palacios...
Hombre de las soledades que no buscas la multitud como el héroe de Edgardo
Poe, ¿merece tu secreto el trabajo de olvidar nuestros problemas para dedicarnos
a inquirir el por qué tú te dedicas a la lectura mientras los demás trabajan afano-
samente o huelgan aburridos?
— P^l— "^-i3
"t^>X—
L estallar la guerra, las
gentes de las Gallas se
dividieron en dos clases: los combatientes y los
trabajadores; los que oponen la firmeza de sus
pechos al enemigo y los que, tras ds ese amoaro
luchan también en firmeza de voluntad para que a la pared ds
acero no falten los puntales de oro que han de sostenerla.
En tales condiciones, la vida de los no combatientes ds ¡'arriert'
ha de cifrarse en dos lemas: labor y economía; labor y economía a
ultranza. . . Y como es de buena economía no hacer de noche y con
luz artificial, que cuesta dinero, lo que puede hacerse de día y con
luz natural, que es gratuita, el gobierno de la República nos acón
seja que madruguemos una hora más y que velemos una hora me
nos. y apoya este consejo con un decreto que tiene fuerza de ley, y
en virtud del cual la hora oficial, la hora pública. — que es tanto
como decir la hora privada, — queda adelantada ds sssenta minu
tos en tanto duren los días largos.
Y parece que así, con este infantil ardid que consiste en hacei
que todos vivamos en el mismo consciente engaño, hemos
de ahorrar para la Defensa Nacional, en lo que qusda ds |\n,
¿fe^— «
verano, la respetable suma de cien mi-
llones. . . A ese precio cabe mentir, y
honorablemente podemos aceptar esta pe-
queña farsa que dirige el viejo Cronos trans-
formado en histrión.
La noche del 14 al 15 de junio, sonaron a
la par la última campanada de las once y la
penúltima de las doce, entre el asombro y el
desconcierto de las antiguas rodajas, de los
cansados resortes y de las viejas campanas.
EL famosísimo RELOJ DE LA CA-
TEDRAL DE ESTRASBURGO, CONS-
TRUIDO EN 1352. HA INTERRUM-
PIDO TAMBIÉN SU TRADICIÓN DE
SIGLOS, AL INSTAURARSE EN ALE-
MANIA LA LEY DE LA NUEVA HORA:
Y LAS VIEJAS FIGURAS PAGANAS Y
CRISTIANAS QUE DESFILAN BAJO SU
RETABLO. AL SONAR LAS HORAS,
HABRÁN VISTO CON ASOMBRO TRAS-
CORDADA SU EXISTENCIA. Y POR
TAL SIGNO JUZGARÁN PRÓXIMO EL
APOCALIPSIS.
La obediencia a lo preceptuado fué unánime: único rebelde, por hallarse muy
alto sobre las nonadas del hormiguero humano, nuestro padre, el Sol, continúa
levantándose a su hora, con sesenta minutos de retraso sobre la nuestra; y aún brilla
en lo alto del cielo, irónico y espléndido, cuando, de par ¡a loi, debiera declinar; y
en crepúsculos de maravilla pone un limbo de oro y de gloria en torno a la hieráti-
ca silueta del Arco de Triunfo, cuando ya los relojes pneumáticos de los Campos
Elíseos marcan las nueve y media de la noche, hora oficial de la sombra y de la queda.
Y como del amoroso maridaje del Sol y de la Villa-Luz, nacieron dos hijos predi-
lectos, «Midineta» y «Pierrot», estos modernos semidioses de nuestro altar pagano
siguen al Astro-Rey en su magnífica rebeldía. «Pierrot» — todos le conocéis, — es
el pájaro audaz y afortunado, el gorrioncillo travieso que, si cruzáis los jardines
de las Tullerías, tenderá el vuelo hacia vosotros, y posándose sobre vuestros hom-
bros, sobre vuestro sombrero, o sobre vues-
tras manos, os pedirá, con el áspero piar de
su argot canalla, una miga de pan... «Midine-
ta»— todos la habéis amado — es la abeja
rde Francia: la obrera que. pulida y bella
como una marquesa versallesca, se afana,
incansable, en torno a su panal, y bendice la
vida siempre que Dios le depare, al término
de cada una de sus jornadas, un rayo de so-
ITALIA ADOPTO LA REFORMA DE LA
HORA, COMO TODOS O CASI TODOS
LOS países beligerantes, y el
HISTÓRICO RELOJ DE LA PLAZA DE
SAN MARCOS, EN VENECIA, HABRÁ
PASADO SOBRE UNA HORA IMAGI-
NARIA, INSCRITA EN LA ESFERA Y
CONTADA EN LA SUMA DEL TIEMPO,
PERO INEXISTENTE PARA NUESTRA
VIDA, COMO PARA NUESTRO RE-
CUERDO...
— I3>I_"V^^
y tí aroma de una flor. . . Por lo tanto, «Midineta» y «Pierrot» no
consienten en dar por acabado el día ni por comenzada la noche
cuando aun hay sol en los cielos, y cuando aún, cegadas por esa
luz. no osan abrir sus párpados de terciopelo ni mostrar sus pupilas
de diamante las estrellas. . . y hasta que en verdad no es entrada la
noche hay siempre, bajo las frondas de los «squares», gorjeos, de
pájaros y risas de mujeres.
Dije que sólo nuestro padre, el
Sol. y sus hijos, «Midineta* y «Pie-
rrot». se avienen mal con la reforma
horaria, y diciendo esto pequé de
inexactitud: hay en Paris dos relojes
con los cuales ni reza ni puede rezar
semejante fantasía cronométrica.
Uno de estos relojes insumisos.
campea, desde hace cinco siglos, so-
bre la fachada del Palacio de Justi-
cia. Contó y señaló este veterano las
horas de Bouvines. de la San Bar-
tolomé y del Terror; las horas de
Valmy. de Austerlitz y de Waterloo;
las del Mame, del Yser y de Ver-
dún ... Y decidme, a tal abolengo,
¿qué manos sacrilegas podrían osar?
El otro reloj fuera de ley es el reloj
de bolsillo que posee un señor, el se-
ñor X, hombre de original vulgari-
dad a quien, si por Paris habéis pa-
sado, forzosamente debéis conocer.
Este personaje puede ser de cualquier
país; pero es, ante todo y sobre todo.
un neutro de oposición, un neutro que.
a vivir en Berlín, seria partidario
vergonzante de los aliados, pero que
viviendo en Paris no puede ser sino
admirador, sous cape, de los imperios
centrales... Es. sencillamente, un
cuitado cuyo afán consiste en pensar
y sentir de manera contraria a las gentes ^ ^^'c^^ri::^^;.:^:
que le rodean ... Y siendo asi, ¿como ticuatro horas está acoplada a
podría él someterse a un capricho del Ai "" cuadrante solar, por el
("^V;^.-„^'i T 1 A 4.„..J í^A^^ ^^,. ^W CUAL se rige. Y QUE, POR TANTO,
Gobierno?. . . Llegara tarde a todas par- ^, „„ ^^ perh.tIría acomodarse a
tes; abrirá su despacho cuando sus clien- los caprichos cronométricos de
tes, hartos de esperar, se hayan marcha- i-* i-ev.
do; perderá el último tren, pero en cambio
si le preguntáis la hora que es, habrá de responderos con olímpica satisfacción:
— Son las seis, amigo mío. . . Las seis de mi reloj . . . Las seis para mi . . .
Para esla gente, no sé ni me importa la hora que puede ser. . .
Como veis, podrá este cataclismo de la gran guerra trocar la faz del mundo,
y aún alterar aquello que hasta ahora juzgábamos inmutable: la marcha del
tiempo; mas sobre todas las ruinas de lo transitorio y de lo eterno, queda-
rá una paradoja, en tanto que sobre la Tierra aliente un hombre...
PsrÍE, iunio, de 1916.
Antonio G. de Linares.
ruA EL CUAOUAIITE SOLAII DB LA
SOItiOHA, LA MUEVA LEY HO EXISTE.
TA QUE ÚNICO KEBELOE, POK HA-
UJUUE MUY ALTO 50BKE LAS HO-
■AOAS HUHAMAS, HUESTEO rACRE,
EL SOU SIGUE LEVAMTAHDOSE A
SU HOEA. COK UK «BTItASO DE SE-
SEKTA HIHVTOS SOBRE LA HUESTE A.
UNO DE ESTOS RBLO ES INSUMISOS
CAMPEA, DESDE HACE CINCO SIGLOS,
SOBRE LA FACHADA DEL PALACIO
DE JUSTICIA. CONTÓ Y SEÑALÓ
LAS HORAS DE BOUVINES, DE LA
SAN BARTOLOMé Y DEL TERROR:
LAS HORAS DE VALMY, DE AUS-
TERLITZ Y DE waterloo; las del
MARNB, DEL YSER Y DE VERDUN...
A TAL ABOLENGO, ¿QUÉ MANOS SA-
CRfLEOAS PODRÍAN OSAR?
rio>x—
* Estamos a !a expectativa. - . » ¿Quién no ha oído repetir hasta el cansancio esta
frase de rigurosa actualidad política? ¿Habrá que confesarlo? la preocupación de
nuestro mundo femenino ha sido intensa... ¿A
quién habría de incumbir, la representación oficial de
las exquisitas cualidades y del proverbial encanto
de la mujer argentina? Una misión tan fácil para
gunas, suele estar erizada de peligrosos escollos
para otras... No ha habido círculo en que no se
comentara, a propósito del tema de actualidad, la se-
rena distinción, con que presidía las solemnidades
oficiales, la que nos hemos habituado a llamar cari-
ñosamente María Rosa Murature, la sencillez y ab-
negado don de sí misma, de que hacía gala la seño-
ra de Calderón; se citaba el chispeante ingenio y la
proverbial generosidad de Teresa Urquiza de Sáenz
Valiente, la cultura y bondad de la hermosa señora
de Saavedra Lamas...
¿Quienes serían las elegidas, para reemplazar esas
figuras femeninas, que supieron realzar con singular
prestigio la actuación de las personalidades políti-
cas del último régimen?
Largo camino hemos recorrido, desde aquellos
benditos tiempos, en los que rancias prácticas obli-
gaban a la argentina cuyo esposo llegara a ocupar
los más altos puestos del país, a permanecer recluida
en la intimidad del hogar, donde más de una vez,
sin embargo, pesaba su opinión y eran requeridos
sus consejos, para transcendentales resoluciones...
Hoy vivimos felizmente a plena luz, conscientes de
todos nuestros deberes, pero convencidas también del
derecho de colaborar abiertamente en la obra co-
mún; y es del caso recordar aquí una autorizada opi-
nión femenina, la de la señora Hwaitz, que dice:
'■Las mujeres tienen sólo un derecho, que se han to-
mado sin pedirle, y que nadie les ha de discutir: el
de amenguar todos los dolores y aliviar todas las
miserias...!) Lo que comprendieron y practicaron
siempre, las esposas de nuestros más eminentes man-
datarios, que si ampliaron su acción, siguiendo el
ejemplo de la ilustre matrona doña Carmen Nóbrega
de Avellaneda, dotando al país de obras benéfico sociales de cuya organización podemos
enorgullecemos, supieron también dar realce, y prestigio incomparable a la actuación polí-
tica de sus esposos, las señoras de Pellegrini, de Uriburu, de Quintana y de Sáenz Peña. . .
Al constituirse el nuevo régimen, la sociedad entera se vuelve hacia las que han sido
designadas como las figuras femeninas oficiales de la Nación: entre ellas se destacan con
reconocido prestigio, la señora Rosa Harilaos de Becú, a quien bastaría su juvenil y delica-
da belleza, para conquistar todos los homenajes, pero que sabrá llenar los deberes que le
impone su elevada situación, por el tacto exquisito que la distingue, y que hizo decir no
ha mucho, a una de nuestras más respetables y exigentes matronas: *tiene mucho mundo,
a pesar de su extremada juventud. . .» Y mucho mundo tiene la que ha sabido ofrecer in-
SEÑORA DELIA GOULAN BUTTNER DE ALVAREZ DE
TOLEDO, ESPOSA DEL MINISTRO DE MARINA.
mediatamente a todos los transplantados que lle-
gan en misión oficial a Buenos Aires y que se ven
en un principio algo desorientados, el ambiente de
sociabilidad, distinción y cordialidad, que les
corresponde.
Doña Julieta Meyansa de Pueyrredón, figura
interesante de nuestra aristocracia, mantiene bien
alto las tradiciones de cultura y distinción del
hogar paterno, y ha sabido añadir, gracias al
encanto de su fina personalidad, nuevos presti-
gios, al noble apellido de su esposo: su acción
caritativa, es amplia y generosa, dedicando sus
mejores actividades a sociedades tan importantes
como el Patronato de la Infancia y la Misericor-
dia; pertenece también a la Biblioteca del Consejo
Nacional de Mujeres.
Doña Etelvina González Chaves de Torello es
otra personalidad femenina, que no hallará sino
respeto y simpatías a su paso: como la señora de
Pueyrredón, nos recuerda que felizmente abundan
en nuestros círculos mundanos. las que no cometen
ve\ horrible crimen de matar el tiempo . . . t Conoce
a fondo los tristes problemas que plantea a la clase
dirigente la desventura ajena; en las Conferencias
de San Vicente de Paul, como en la obra de la Con-
servación de la Fe, se ha destacado siempre por sus
relevantes condiciones, y en medio de tan absorbente labor, su espíritu selecto dedica lar-
gas horas'a las tareas intelectuales que le corresponden, como miembro activo de la Bi-
blioteca del Consejo Nacional de Mujeres. La inteligente e interesantísima señora Delia
Gowland Büttner de Alvarez de Toledo, tan vinculada en nuestra alta sociedad, doña Rosa
Cerne de Gómez, las señoras de Salaberry y de Salinas, completan el interesante grupo
de damas argentinas cuya actuación oficial (no me atrevo a decir «política'» puesto que no
hemos llegado aún hasta ejercer públicamente nuestra influencia), ha de ser seguida con
vivo interés, por las que ambicionamos atesorar todos los prestigios, que han de hacer
respetar como hermoso ejemplo a la mujer argentina.
FOTOGRAFÍAS DE VAN-RIEL. La DaMA DuENDE,
SEÑORA JULIETA MEYANSA DE PUEYRREDÓN
ESPOSA DEL MINISTRO DE AGRICULTURA,
X::>LS^r^=> ^VLJT^T^ >^V-
Una incó^ita amiga que bajo el nombre
d« BetMem se ha dirigido a Fulana de Tal.
solicita de su experiencia los consejos que
han de infundirle resignación; y Fulana de
Tal. incapu de llevar consuelo a esa alma
atribulada. 96I0 puede decirle: ¿Qué te hemos
de hacer, amiga, dolorosa amiga mía desco-
nocida? si ese dolor de que tú te quejas lo
sentimos todas las mujeres, todas las madres
que sabemos de la lucha por la vida, que
vamos • despejando el camino que han de
• seguir aqudlos seres queridos. . . dejando
• en la áspera senda pedazos de nuestra car-
« ne. . . quebrando las espinas para que no
• se hinquen en carne de ellos. . . • ¡Asi es la
vida! Todos corremos tras una ilusión, en
pos de una esperanza. Paul Hervieu llama
a esta ley de la vida: «La marche aux flam-
•Dejarás a tu padre y a tu madre para se-
guir a tu marido», dicen las Sagradas Escri-
turas. Cuando no es para seguir a su marido.
los hi)os nos hacen a un lado para seguir el
curso de la vida con sus atractivos y sus
exigencias.
Y estos hijos que hoy parecen insensibles
al dolor que su indiferencia más o menos
afectuosa nos produce, porque ni lo ven. ni
ahora lo comprenderían sí lo vieran, sufri-
rán a su vez la inconsciente afectuosa indi-
ferencia de los hijos de su alma, de los pe-
dazos de su carne. Porque »i45f €S la vida*.
triste amiga Bethlem.
Pero si estas necesarias injusticias que U
vida comporta son para las madres, fuente
de amargura y de melancolía, ¡cuan grande
es la compensación, si a costa de nuestros sa-
crificios logramos ver felices a los seres que-
ridos! Si una sonrisa, una palabra de cariño
nos conmueve y nos llena de contento, jcuán-
to más aún ha de pagar todos nuestros do-
lores presentes y futuros la certeza de haber
contribuido con ellos a la felicidad, al bien-
estar, a la realización del más pequeño deseo
de un hijo!
¡y pensar que hay padres crueles, que hay
madres indiferenies. aue hav hiios aue su-
fren!
Pienso en aquella preciosa muchacha de
largas trenzas rubias, linda como una rosa
en capullo, que vi un día en el manicomio;
era fresca, coqueta, encantadora.
- ¿Por qué está aquiV - pregunté a uno
de los practicantes que me acompañaba en
mi visita.
Su padre la ha puesto en curación: no
puede asistirla en su casa; es una loca im-
pulsiva — me contestó.
Y su madre, ¿cómo no ha protestado?
No tiene madre; el señor B. se ha vuel-
to a casar; la niña hacía imposible la vida
del hogar; odia a su madrastra.
iAh, por esol . . . ¿Podría yo hablar con
ella?
■ — Si. señora. Blanquita. esta señora desea
conocerla.
Se acercó a mí la niña con aire risueño,
enseñando una doble hilera de dientes pre-
ciosos en la boquíta más roja y más fresca
que jamás he visto; me tendió su mano
blanca y bien cuidada. Iba sencillamente
vestida, pero con notable elegancia.
Después de breves palabras de saludo, me
dijo:
— Aunque parece increíble, señora, yo no
estoy loca ni lo he estado nunca. Tengo el
carácter un poco vivo y no he querido de-
jarme dominar por mi madrastra; esa es toda
mi locura; por eso estoy en esta casa. . .
¡Señora, por Dios, tenga compasión de mí!
Soy una criatura sana y buena, y una mala
mujer me tiene encerrada! ... A mi me gusta
ir al teatro, ir a Palermo, bailar, ¡gozar de
la vida! Soy rica, mi madre me dejó una gran
fortuna; pero todo es poco para mí madras-
tra; mi padre era pobre cuando se casó con
mamá; después perdió en malos negocios la
herencia que mí madre le dejó. El dinero
que hay en casa es mío, mío. . . Y para dis-
frutarlo ellos mejor, ¡me han encerrado aquí!
¡Tengo diez y siete años! ¡Por Dios, señora,
tenga compasión de mí! . . .
Y estalló en un llanto desesperado. Pri-
mero sonriente, después llorando con pro-
fundo desconsuelo, se veía siempre la niña
mimada, la niña frivola; pero nada en ella
denotaba ausencia de la razón.
Con el propósito firme de obtenerlo, le
prometí hacer cuanto de mi dependiera para
salvarla; p>ero era por demás difícil la tarea
a que mí promesa me obligaba.
Nada pude obtener; el padre, hombre
adusto y dominante, no quiso oir una pala-
bra de los razonamientos preparados por mí
para ablandar su corazón.
— ¿Quién le ha dado a usted, señora, de-
recho para meterse en mis asuntos privados?
■ - La caridad cristiana, señor B, — fué
mi respuesta.
— Pues empléela usted en cosas de mejor
resultado. Mi hija está loca; los mejores mé-
dicos de Buenos Aires la han visto en ataques
horribles; ha querido matar a mí esposa; me
ha llamado a mí ladrón. . . una vergüenza
y un escándalo. Hago por ella lo único que
puedo hacer. He dado orden en el manico-
mio para que la lleve su enfermera a pasear
en coche cuando pasa unos días tranquila.
Tiene los vestidos que desea; los libros que
pide. No tiene, pues, de que quejarse; y la
intervención de usted, a más de enojosa, es
inútil.
Y levantándose de su asiento, me indicó
que habia terminado mi visita.
Salí de allí completamente descorazonada.
Sin embargo, seguí ocupándome de la po-
brecita Blanca.
Supe que para internarla en el manicomio
se había hecho un largo y traidor trabajo
de irritación, hostigando durante días y días
la paciencia de aquella criatura.
Mimada hasta los quince años, compla-
cida en sus menores caprichos, Blanca se
había criado en una atmósfera de cariño y
de condescendencia que ces5 bruscamente
con la muerte de su madre.
Poco más de un año permaneció viudo su
padre; y la segunda mujer, joven y ambi-
ciosa, entró en su nueva casa como en país
conquistado, Blanca no se sometió a la auto-
ridad que sobre ella quería ejercer su madras-
tra, quien hasta pretendió ponerla en un
colegio para librarse de ella. Iniciadas así las
hostilidades, día llegó en que la niña, capri-
chosa y mimada, se rebelara abiertamente
e increpara a su madrastra y a su padre que
no veía los indignos manejos de la intrusa,
cegada su conciencia por el nuevo amor.
Aquella mujer (Dios la haya perdonado,
murió hace algún tiempo), decidida a gozar
sola y a gusto de la fortuna tan codiciada,
exacerbó hasta el delirio la rebelión de la
hijastra, y en este punto requirió la presen-
cia de los especialistas. Asi la ira y el odio
hicieron las veces de la locura, y así perdió
su libertad y mató su juventud la pobrecíta
Blanca.
No hay justicia para semejantes delitos.
Blanca estaba condenada a la muerte mo-
ral, la más horrible de todas las muertes.
No tuve valor de volver a ver a Blanca;
no quise darle el supremo dolor de la absolu-
ta desesperanza. Le escribí una cariñosa
carta, dicíéndole que negocios urgentes me
obligaban a ausentarme de Buenos Aires;
que a mi regreso la vería y la tendría al co-
rriente de mis gestiones en su favor.
¡Pobrecíta! ¿Creyó en mi promesa? ¿Es-
peró aquella salvación que yo le habia pro-
metido?. . .
Sumergida en aquel espantoso caos de ra-
zones extraviadas, ¿cuánto tiempo resistió
su cerebro de niña el ambiente desconcertan-
te del manicomio y la batalla angustiosa de
sus sentimientos?
Doce años después, la casualidad quiso
que volviese yo a hacer una visita al mani-
comio.
El recuerdo de la infeliz niña, tan fresca,
tan linda, por cuya suerte me había intere-
sado un momento, se despertó nuevamente
en mí. Pregunté por ella, y solicité verla. . .
No la reconocí. Habían pasado doce años.
¡Doce años! Blanca debía tener entonces
veintinueve! ... La sinventura era una vieja
encorvada, macilenta, con los ojos sin luz,
la boca ajada y violácea, ¡sin un solo diente!
Aquellos ojos vivaces y brillantes, aquella
boca de flor, aquellos dientes menudos y
blancos, ¿dónde estaban?
Me miró con una mirada que venía de
muy lejos, con una mirada que no veía. . .
no me reconoció.
¡Dios ha tenido piedad de ella, más piedad
que su padre, más piedad que los que la
vimos sufrir y no pudimos o no supimos li-
bertarla!. . .
Bethlem amiga, triste amiga desconocida.
Ese fué un dolor sin compensaci6n ninguna. . .
Nosotros sufrimos, pero vemos contentos. fe-
lices a nuestros hijos. ¿Qué mayor felicidad
1 1[^. t
i
iWof
nipdiío-Ir^jp^ii
s¿^"
En este momento psicológico de nuestra
historia en que tal vez se acerca el recono-
cimiento a la acción de la mujer, por una de
esas coincidencias del tiempo, de la votación
de los hombres y, sobre todo, de la educa-
ción de los pueblos para llenar la misión del
civismo que proclamó en la República la
libertad como principio, causa y fin de todo
lo andado en la centuria que recién cele-
bramos, un hombre nuevo en las esferas del
mando ha ascendido al puesto de primer
mandatario de la Nación, el mismo que se
revelaba como un gran patriota cuando lle-
naba su misión de catedrático eximio de
Moral e I ristrucción Cívica durante años en la
escuela que ha formado el núcleo inicial y
fuerte del normalismo argentino femenino.
Serán sus enseñanzas, sus luces, su ejem-
plo los que han vibrado en el alma de la es-
cuela argentina, dirigida por esa fuerza ci-
mentada a su sombra, para que tanto haya
prosperado y dado sin dirección y sin estí-
mulo superiores, guiadas tan solo la> maes-
tras, por la consignas del deber que de tan-
tos santos labios aprendieron. Puede que
sea cierto entre la duda y la verdad este
juicio verosímil.
Las cruzadas de esa escuela tal vez cum-
plieron la consigna de Profesor - Presidente:
•Obrar siempre con la razón serena y de-
testar la mentira en cualquier forma». Era
su evangelio que inculcó en muchas de sus
disci pulas.
Con esa fe inquebrantable del que sabe,
enseñaba su materia orientando el conoci-
miento práctico y austero que imponen las
normas de nuestro derecho político, se es-
tudiaba en fuentes sanas, en los libros de
Derecho de Estrada, conferencias de Mon-
tes de Oca y otros, y luego con el bagaje ad-
quirido exponía la alumna que se hallaba
mejor preparada, sometido el punto de es-
tudio a juicio general con las ampliaciones
que otras alumnas podían aportar a la con-
troversia de la crítica, después de azuzado
el criterio particular de cada una, cuando
llegaba el momento álgido en que cada una
juzgaba o prejuzgaba, seffún su reflexión y
alcances; entpezaba a encarrilar las ideas,
dar los conocin^ientos, acentuar los proce-
dimientos y sentarlos con la comparación y
comprobación, aquel profesor de gallarda
apostura, de trato afable y cultísimo, que
dominaba e imponía por la persuasión y la
amenidad de las formas de expresión y de
maneras, que jamás infringió ningún casti-
go, que llevaba sus alumnas al terreno de
los hechos sin violencia, sin afectación, con
frase galana, persuasiva y atrayente, que
enseñaba a estudiar, a saber, a pensar y ve-
nerar las acciones heroicas de nuestros an-
tepasados y legistas, despertando gusto por
la ciencia del derecho en el espíritu de la
mujer. Por esa ens5ñanza, por el estudio en
esa forma no ha habido maestra de aquella
escuela egresada que ignorara en qué
consiste la ciudadanía y la nacionalidad,
la constitución de los tres poderes del
estado, sus atribuciones propias y co-
munes, las condiciones requeridas para la
eligibilidad de los diputados -senadores, la
forma de la elección cuando es y debe ser
directa o indirecta, los derechos civiles y
políticos, el estudio y comentario de los
principales artículos de la Constitución, el
Poder Judicial como contralor de las leyes,
la idoneidad como base de todo ascenso y
honores y abreviando adquiriera un conoci-
miento pleno de las condiciones que deben
reunir los ciudadanos que se eligen para Pre-
sidente y Vice de la República, efectuando
en forma práctica el procedimiento que se
sigue en la elección, bien sabio y bien pres-
crípto por nuestra carta fundamental, si el
vicio y el fraude no hubiera requerido su
reglamentación por ley. jOhl no ignorába-
mos que para consagrar el voto del pueblo,
se abren los registros electorales de todas las
provincias y de la Capital dos meses antes
de terminar el Presidente y Vice cesantes su
mandato, por el Congreso en sus dos cáma-
ras constituidas en Asamblea por una cir-
cunstancia constitucional que se confiere
un solo día y termina en ese mismo día, no
existiendo después de este Presidente de
Asamblea. ¿No habrá sido tal vez por este
precepto constitucional que el doctor Irígo-
yen, sabio profesor de la materia, demorara
la contestación de la comunicación de su
designación para el cargo de Presidente
electo de la Nación, al Presidente del Sena-
do, ya que el Presidente de la Asamblea
dejó de existir el mismo diaqueel Congreso
en cumplirr.iento de la disposición de la ley
de las leyes lo ungió en tal cargo? ¡Quién
sabe! Serán estas sutilezas que descubre una
ex discípula que hace veintisiete años que
no volvió a ver jamás a su antiguo ex pro-
fesor, hoy Presidente, a quien siguiendo sus
modalidades no ha saludado aún, porque te-
me y detesta el adulo, pero ama la verdad y
la levanta, cuando cree que primero está la
Patria que se salva por la confianza que ins-
pira un gran hombre, que si gobierna como
enseñó, se revelará un gran apóstol de la
Constitución y del pueblo, y ese, 63 mi ex
Profesor - Presidente!
I l^v^-
ACTDICtr
Es indudable que Lola
Membrives, tiple hasta ha-
ce poco tiempo del género
chico español, es la más
querida de las actrices de
ese género que han pisado
nuestros escenarios.
Como actriz, es, además,
la que más condiciones
reúne para ocupar un pri-
mer puesto, por ser de las
pocas, quizá de las únicas,
que se enteran de lo que
interpretan y no salen a
escena repitiendo como lo-
ros su papel, sin darse
cuenta de lo que dicen ni
de lo que hacen.
Desde que la empresa
Rey, Lozada y Cía. llevó a
la Opera la compañía de
género chico que dirige el
popular actor Rogelio Juá-
rez, y fué transformándola
poco a poco en compañía
de verso, Lola Membrives
ha puesto de relieve sus
condiciones de excelente
actriz de comedia, y el pú-
blico va hoy «a verla» como
«va a ver a Parra», como
«va a ver a Caseaux» y «va
a ver a La Rico».
Lola Membrives tiene ya
su público, y su público es
hoy casi todo el Buenos
Aires que va al teatro.
Siempre se ha dudado de
que Lola Membrives fuese
argentina, llegándose a de-
cir que era una simple pi-
cardía de actriz para explo-
tar el sentimiento patrióti-
co del público.
Nada más injusto. Lola
Membrives es argentina,
porteña, nació en Buenos
Aires en la calle Defensa,
en mil ochocientos. . . pero
no seamos indiscretos. Ca-
sada con el barítono Juan
Reforzó, tiene dos hijos:
Lolita y Juanito.
A los ocho años ya se
despertaron en ella irresis-
tibles aficiones al teatro, y
en lugar de jugar como
otras niñas de su edad, con
muñecas y cocinitas, Loli-
ta hacía teatros de cartón
y actores de papel, reali-
zando ante sus amigas re-
presentaciones de obras',
producto también de su in-
genio, en las que demostra-
ba mucho más sentido de
actriz que el que demues-
tran hoy en el género chico
la generalidad de las tiples
cómicas. A los 14 años se
presentó en el teatro de la
Comedia y el público em-
pezó a descubrir en aquella
niña que hacía papelitos
sin importancia, un tempe-
ramento artístico que hoy
está en pleno florecimiento.
Sus primeros sueldos no
pasaron de ciento cincuen-
ta pesos, hoy. . . sin duda
cualquiera de los Ministros
cam.biaría su sueldo por el
de ella.
El primer empresario de
Lola Membrives fué el cé-
lebre Valentín Garrido,
aquel empresario que con
^ioy^Jhmh-^ynK).
DOLORES MEMBRIVES DE REFORZÓ.
.MEMBRIVES ENSAYANDO TONADILLAS EN EL ESCENARIO DE LA ÓPERA.
don Paco Pastor compartió
lagloriadepresentaren Bue-
nos Aires muchos artistas
que luego han sido «eminen-
cias» y glorias del teatro.
Hablando con Lola
Membrives sobre su vida
artística, nada puede sa-
berse, nada guarda, nada
conserva, y sólo tiene el re-
cuerdo de haber trabajado
en el Apolo, de Madrid; en
El Dorado, de Barcelona;
en el Principal y Ruzafa,
de Valencia; Comedia, del
Rosario; Politeama y Ci-
bils, de Montevideo, y en
casi todos los teatros de
Buenos Aires.
Su mayor triunfo artís-
tico ha sido, hasta hoy, la
interpretación de «La Pa-
sión», admirable comedia
de Martínez Sierra, que le
valió en Buenos Aires un
franco éxito, marcando,
puede decirse, la nueva ru-
ta artística de esta genial
actriz.
— No volveré al género
chico, — dice Lola Mem-
brives, — al menos ese es
mi deseo. Algunos opinan
que el género chico está en
la agonía, yo creo que ha
muerto definitivamente.
Ya lo ve usted, las obras
que ahora se escriben y que
el público aplaude en su
mayor parte son revistas, y
francamente, para salir a
escena en una de esas obras
haciendo «El vino blanco»
y cantar un número, o «Cas-
tañuela II» y cantar otro
numerito, créame usted
que prefiero cantar tona-
dillas y hacer comedias.
En los últimos tiempos,
la labor teatral de Lola
Membrives ha sido enor-
me, tanto en la Comedia
como en la Opera, inter-
pretando tipos de todas
clases en una fantástica
sucesión de obras, verdade-
ro vértigo de estrenar que
atacó a sus empresarios.
Hubo noches en que tocó
todos los géneros; saínete,
revista, comedia y drama,
y para final, como si lo he-
cho no bastase a demostrar
su gran temperamento ar-
tístico, cantaba tonadillas
creando «la tonadilla crio-
lla», que hoy han salido co-
piándole todas las profe-
sionales del género.
El Doctor Misterio.
—T=H-:\yr^ -\,^l.J~rT:ij'!^—
CUADRO DE COSTUMBRES
•LA NINA PRODIGIO
PIBt'IO Or SIRIO.
— I3>i_;v^í3 v/j_n^i:^>x—
EL NUEVO ENVASE PORRÓN
PARA ACEITE DE OLIVA
(patente exclusiva de la casa JOSÉ BAU)
EL ACEITE ESTÁ ENCERRADO EXENTO
DE AIRE-CADA PORRÓN ESTÁ LLENO
POR COMPLETO DE ACEITE.
HIGIENE Y economía
REFINERIADErtCült:)
PUROS .«tífej^.>_ DE OLIVA
Importadores Exclusivos
; \ PARA LA República Argentina/
L.S:
mimmmmdJ
Significa una evolución importantísima en beneficio de los con-
sumidores de aceite fino de oliva, la creación de este nuevo envase
(Porrón) que resuelve de golpe las dificultades y deficiencias que
todos encuentran en los envases más o menos cuadrados.
LA economía E higiene DEL ACEITE ENVA-
SADO EN PORRONES, en vez de en latas comunes, fácilmente
se demuestra:
Las latas comunes, por el hecho de no terminar en cúspide, no
pueden ser llenadas, haciendo el vacío de aire; contienen, por lo tanto,
aceite en contacto con aire encerrado.
Las latas comunes, por el hecho de no tener cúspide, no pueden
vaciarse completamente, siempre queda un gran desperdicio de aceite
en el ángulo correspondiente al orificio practicado para abrir la lata.
Las latas comunes, por el hecho de no tener cúspide, contaminan
ci aceite así que se abren, porque la superficie es plana y caen sobre
ella materias extrañas (en la cocina o en la despensa), y cuando se
sirve el aceite, se contamina más o menos con dichas impurezas.
Hasta el aceite de botellas ofrece la desventaja de que la per-
sona que toca el tapón con las manos o que lo deja impropiamente en
cualquier parte, al meterlo para tapar la botella, contamina la parte
interior por donde tiene que pasar después el líquido.
CON EL TAPÓN PATENTADO DEL PORRÓN
BAU, se garantiza la pureza del aceite hasta la última gota de su
contenido, por cuanto no se puede meter la tapa dentro del gollete:
lo cubre externamente (tapa por afuera).
NO SE ENCIERRA AIRE Y ACEITE DENTRO de los
porrones, porque cada envase se llena íntegramente y se cierra después
de practicado el vacío. La enorme ventaja de aislar el aceite del aire,
es el fundamento más esencial de este invento de la casa Bau.
NO QUEDA UNA SOLA GOTA DE ACEITE EN LOS
PORRONES VACÍOS, porque, rematando en cúpula cada envase,
se desliza hacia ella hasta la última gota de aceite.
NI EL HOLLÍN, NI EL POLVO, ningún cuerpo extraño,
ninguna impureza puede entrar en los porrones de aceite Bau, porque
resbalarían por la cúspide y por la parle de afuera de la tapa.
NO SE CHORREA ACEITE, no se pierde aceite como en
las latas comunes, porque, gracias a la disposición de la cúspide del
porrón y de su boca, el aceite sale sin correrse y sin derramar.
PÍDANSE PROSPECTOS EXPLICATIVOS.
NO SE HA AUMENTADO EL PRECIO.
El costo de cada porrón vacío, es igual al costo de la lata común
y, por lo tanto, la casa José Bau entrega el aceite en porrones a exclu-
sivo beneficio de los señores consumidores, sin el menor aumento de
precio.
DE VENTA EN TODA LA REPÚBLICA. PÍDASE
POR SU NOMBRE: "PORRÓN BAU".
Agencia del aceite "Bau", en Buenos Aires
Freixas, Urquijo y Cía. - B. Mitre, 1411
— P>UV^^ 'V
LA BANDA DE MÚSICA
Tranquilos y felices vivían los vecinos de Cuentoleofú, en-
trafados a las laboraa propias de su sexo y distrayendo sus
ocios nocturnos con ju^das de lotería de cartones, cuando
apaivcM en los diarios de la metrópoli el siguiente telegrama:
en los rotativos de la Capital Federal, estallaron de indig-
nación; ellos no podian tolerar que hubiera un pueblo en la
misma linea ferrocarrilera, y menos vecino, que metiera más
ruido que ellos; asi, que para protestar del caso, se consti-
tuyó espontáneamente una comisión con el lector y oyentes
del telegrama, que se dirigió a la intendencia.
Don Samuel Gándara, que era quien manejaba la comuna
cuentoleofucense, los vio llegar sin inmutarse; sabia que las
arcas municipales estaban vacias, y que los dos vigilantes
— lApoyadol — • y se apoyaron sobre los muebles.
— Es el caso, don Samuel, que en Sonsolanquen tienen
banda de música... Y ese progreso no lo hemos alcan-
zado nosotros. La comuna ya debía haber dispuesto de
unos pesos para que en Cuentoleofú disfrutásemos de los
aires musicales.
— ¡Cómo no, amigo; cómo no! Pero es el caso que las arcas
municipales están sin medio. Ustedes saben que he gastado
mucha plata en saneamiento y en enfardar las calles. . .
«Sonsolanquen, agosto 15. — Todo un éxito resultó el debut
de la banda de música costeada por subscripción popular. El
repertorio que hizo oir en la plaza del pueblo, tanto clásico
como moderno, fué muy aplaudido por la concurrencia, asi
como el discurso que, con motivo de su inauguración, pro-
nunció el intendente, don Tolomeo Tijeretas. »
Al leer tales noticias, los cuentoleofucenses, y publicadas
que cuidaban de la tranquilidad¡¡pública, le respondían como
un solo hombre.
— ¿Qué les trae por aquí, amigos?. . . — dijo don Samuel,
tirándose de la pera y afianzando su tirador, dejando a la
vista un pistolón de calibre inquietante.
Hubo un silencio que puso de relieve el respeto que todos
le tenían; pero, a poco, se adelantó como un héroe el pelu-
quero, diciendo;
— ¿No ha leído los
diarios, don Samuel?
— No, amigo; yo no
me pierdo el tiempo en
pavadas.
— Pues en los de hoy,
hay una noticia que le
interesa ... — y más
fuerte, con la dignidad
del hombre ofendido en
lo más íntimo, dijo: —
¡que nos interesa a to-
dos!
Los acompañantes
asintieron con la cabeza
y cambiaron de postura
para no cansarse.
Don Samuel, sin dar
importancia al asunto,
contestó displicente,
mente;
— Si, se tratará de los
concretos de siempre.
Que si me como el pasto,
que si en unión del co-
misario hago de antro-
pófago con los vigilan-
tes.. . y de bueyes per-
didos y encontrados en
mi chacra.
Y el peluquero, en
tono del que ha perdido
un miembro, bien suyo
o de la familia, gritó
congestionado:
— La noticia de hoy
nos afeita a todos por
igual.
— ¿Nos afeita?. . .
— Nos afezta, señor
Samuel, nos afezta. . .
Y los acompañantes,
para demostrar que ha-
bían ido allí para algo,
rectificaron con el soco-
rrido monosílabode ¡si, si!
— ¿Y qué es ello?. . .
A ver ... Que hable uno
sólo, para que nos en-
tendamos.
— Yo hablaré, si mis
colegas de comisión no
se oponen.
Y los colegas, com-
prendiendo instintiva-
mente que la lata iba a
ser larga, contestaron;
— ¿Y qué podríamos hacer entonces?
Don Samuel, después de mirar a todas partes como bus-
cando una idea, pronunció estas palabras alentadoras;
— |Yo estoy pronto a ayudarles en todol . . .
— ¡Viva el Intendente! — gritó frenético el peluquero, y
el viva hizo eco en los acompañantes.
• - Lo pertinente en este caso, — continuó don Samuel,
envanecido por el viva, — es nombrar una comisión pro
banda, compuesta de damas y caballeros. . . para hacernos
de fondos, organizaremos rifas, carreras y subscripciones, y
dado el patriotismo de los cuentoleofucenses, estoy seguro
de que en breve tendremos plata para comprar, no digo yo
instrumentos, hasta músicos sí llega el caso.
— ¡Muy bien! ¡Muy bien!
— Por lo pronto, creo oportuno que se entrevisten ustedes
con esos mozos que salen a meter ruido de noche, a pretexto
de serenatas, y que a don Gaetano, que es el único que toca
el acordeón por música, le propongan el puesto de maestro...
~-Sí; así se hará. . .
— Yo aseguro austedes. y soy hombre de palabra, que den-
tro de poco los de Sonsolanquen nos van a oir!. . . Nuestra
banda tendrá más instrumentos que la suya, y nuestros
músicos más aguante.
— ¡Viva nuestro Intendente! — gritó el peluquero; —
los acompañantes corearon el viva, y despidiéndose de don
Samuel, se pusieron a recorrer el pueblo para constituir
definitivamente la comisión pro banda.
El sol brillaba en toda su plenitud. En la plaza se había
dado cita cuanto Cuentoleofú tiene de más saliente. Las
niñas lucían sus trajes domingueros, los hombres habían
sacado para el caso la indumentaria de los días festivos.
Algunos jaquets no se avergonzaban de verse en exhibición.
El I ntendente se destacaba en el centro, con un rollo amena-
zador en la mano; don Gaetano y los suyos, subidos sobre
un improvisado patíbulo, mostraban los flamantes instru-
mentos que brillaban al sol de tal modo, que obligaban a
cerrar los ojos.
Un aplauso estruendoso, que ya lo quisieran muchos de-
butantes, se hizo oir. Las damas y señoritas sabían las
sonrisas que habían tenido que derrochar para hacerse de
aquellos instrumentos, y los caballeros los pesos que tales
sonrisas les habían costado, pero todos rebosaban de orgullo.
Cuentoleofú tenía banda jy con dos instrumentos más que
la de Sonsolanquen!
Don Samuel habló, no sin que se atravesaran varías pa-
labras de las que el secretario había incubado en el discurso;
pero nadie le oía, todos estaban impacientes por escuchar
los aires musicales; pero como todo tiene fin en este mundo,
el discurso del Intendente también.
Don Gaetano apenas terminó, se embocó el clarinete, y
dando la patadita clásica, hizo romper a la banda en una
algarabía de sonidos, que los wagnerianos decían que era
de Lohengrin, y los rosinianos del Barbero.
Al terminar, una salva de aplausos atrueno el espacio; el
público no pudo contener su admiración y subió al tablada
para abrazar a don Gaetano y a los músicos.
Y la banda siguió durante dos horas resoplando en aquellos
instrumentos y aturdiendo los oídos cuentoleofucenses con
un entusiasmo loco. Los músicos hacían dar a sus instrumen-
tos el máximo, con la esperanza de que a Sonsolanquen lle-
garan los ruidos producidos por la banda.
DIBUJO DE CENTURIÓN.
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¿Le lustro la pelada, señor?
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La inmensa sila se enciientra llena de una muchedumbre
raidosa. A la cruda lux de los focos eléctricos, se ve el habi-
tual cuadro de las reuniones de boxa: un hormiguero de cá-
belas, un tumulto de conversaciones. En las primeras gn-
das. alrededor del riitf, la viva blancura de las almidonadas
péchelas y los destalos de las alhajas hacen parecer más
apartadas y sombrías las masas humanas que se amontonan
en las {alarias, en los pasillos, llegando casi a la bóveda
donde se cierne una bruma ligera.
El tablado cuadrangutar que se levanta en el centro de
la sala, rodeado por sus barreras de cuerda, parece minús-
culo en medio de la multitud. Esta se impacienta: pero
cuando aparecen los dos primeros combatientes de la reu-
nión, cuando surgen sus torsos desnudos donde se dibu>a
la musculatura, un repentino silencio reemplaza a la al-
garabia.
La batalla se prolonga, se termina acrecentando la emo-
ción de la muchedumbre. Después de un largo entreacto
comienza un segundo duelo. Los minutos se deslizan len-
tamente, medidos por los golpes sordas que hacen resonar
las carnes, y por los rumores apasionados y por los aplausos.
Durante ese tiempo, en un rincón del ves-
tuario un joven se enerva esperando. Llámase
Pablo Moser y debe disputar el tercer en-
cuentro a un boxeador negro. Sam O'Keary,
que no ha sido vencido desde su llegada a
Francia y cuyo prestigio es enorme.
Pablo Moser es todavía un desconocido para
el público. Hijo de padres ricos, desocupado.
boxeó primero por gusto: algunos triunfos
conseguidos le embriagaron después, y pro-
vocó a profesionales de segundo orden, los
venció y. en fin. la víspera habla aceptado
reemplazar ante el temible Sam O'Keary a un
campeón repentinamente enfermo.
Ahora siente su temeridad. Los anteriores
adversarios le parecen despreciables junto a
la brutal pujanza que ha de afrontar. O' Keary ,
apesar de su apellido irlandés, es un negro
de pura raza, de largos y musculosos brazos,
de rostro ftato y bestial. Pab<c piensa en las
victorias aplastadoras que Sam alcanzó sobre
atletas famosos. ¿Qué podía hacer el joven
frente a tal adversarioV Le costaba trabaja
resistirse al desfallecimiento, acordarse de su
propia fuerza. El bien sabía que iba a ser
vencido.
¿Qué necesidad tuvo de lanzarse en tan
loca aventura? Ayer aún confiaba: pero la
noche febril ha hecho desvanecer toda espe-
ranza- En aquel instante está seguro de la
derrota, y la anticipada certeza le paraliza.
Tiene la lengua seca y las sienes le laten
fuertemente. Cree ver el golpe que le abatirá,
— ese duro «crochet» en la mandíbula que ya
ha adormecido tantas campeones y que va a
castigar su presuntuoso atrevimiento.
El joven se levanta y da algunos pasos
para engaitar su enervamiento. Bajo el pei-
nador de muletón viste traje de lucha.
La puerta de la habitación donde se arre-
gla Sam está todavía cerrada. ¡Qué tardo es
en prepararse, Dios mío!
Varias personas atraviesan el vestuario. Al-
gunas camaradas rodean a Pablo, dándole
consejos que no oye, mientras delante de la
puerta de Sam unos entrenadores negros en-
selvan sus blancos dientes, dirigiendo crueles ssnrisas a
Moser.
Transcurre aún otro cuarto de hora. Esta espera acaba
de desmoralizar al joven. En vano uno de sus amigos traía
de reconfortarle:
— ¡Vamos. Pablo: no te emociones de ese modo! Tú vales
mucho más que ese moreno. . . Vas a hacerle caer, Pablito:
te digo que le vas a hacer caer . . .
— ¡Pardiezl — dice, detrás de Pablo, una voz burlona
con el dinero que tiene su padre no es difícil. . .
La frase se interrumpe. Pablo vuelve el rostro brusca-
mente hacia el que acaba de hablar. Es un hombrecito es-
cuálido y encanizado. sin sombrero, uno de los empleados
de la sala: sonríe con aire burlón.
— ¿Qué es lo que dicesV — gruñe Moser.
— Nada, nada — contesta el hombrecito,
apartándose rápidamente. - Es una broma.
Pablo, furioso, levanta la mano sobre el
burlón: pero sus amigos le sujetan . . .
Vamos, es necesario no tomar en serio se-
mejantes calumnias. No porque tu padre
tenga rentas se van a sospechar de ti cosas
desleales. Se conoce demasiado a Pablo.
El joven boxeador se calma y se encoge
de hombros. Mas la frase del hombrecillü
burlón le persigue, le acosa. . . «Con el di-
nero que tiene su padre no es difícil . . . •
¡Qué infamia. . .! Luego, si por acaso Pablo
triunfa, he aquí que en la sala se dirá: • El
dinero del padre. . . •
Y, a propósito, ¿dónde está el señor Mo-
ser? ¿Por qué permanece en la sala en vez
de venir a animar a su hijo? Esta aus-rrriri
inquieta a Pablo. Pero de repente div. ■.
silueta que él busca. Elegante, sonri'- v;
con su impecable galera de felpa y un rubi
en la corbata, se aproxima el padre del
boxeador.
El segundo encuentro ha terminada. El
rumor de la muchedumbre llega por boca-
nadas. El seflor Moser estrecha las manos
de su hijo.
— Vanws, chiquilin: trata de sostener el
honor del apellido . . .
Mas su buen humor parece ficticio cuando exclama:
- Es necesario que admire a tu adversario antes de que
tú le deshagas . . .
Vuelve las espaldas y se encamina al gabinete de Sam;
empuja la puerta y desaparece. Pablo le sigue con la mira-
da, atontado. ¿Qué va a hacer su padre en aquel gabinete?
¿Qué va a hacer. Dios mío?
El joven repite la frasecilla pérfida que oyó hace poco.
Y. bruscamente, comprende. . . Pardiez. el señor Moser co-
noce demasiado a O'Keary. la reputación de venalidad del
negro, para no haber pensado en ello. . . El señor Moser es
archimillonario y desea apasionadamente la victoria de su
hijo.
Pablo siente que se le enrojecen las mejillas como si
hubiera recibido una bofetada. Después le invade un pensa-
miento ruin, mezcla de gozo y de melancolía; y, encogién-
dose nuevamente de hombros, murmura:
— jBah, después de todo, eso es mejor!...
Pasaron cinco minutos. El señor Moser se eternizaba de-
trás de aquella puerta cerrada. Al fin reapareció, siempre
sonriendo, impenetrable. Detrás de él surgió la elevada fi-
gura del atleta negro.
El aspecto de Sam es terrible; y cuando los dos boxeado-
res, tras los preparativos de la lucha, el atar de los guantes
y las advertencias del arbitro, se encontraron frente afrente
sobre el tablado, Pablo examinó aquellos músculos que se
arrollaban bajo la piel negra, aquellos labios aplastados,
aquella enorme mandíbula de bruto, aquellos hombros ma-
cizos. El torso armonioso del blanco parecía frágil junto
aquel mastodonte. Moser pensaba en la aprensión que ten-
dría si no supiera lo que sabe. Porque las últimas palabras
de su padre confirmaron aún más su certidumbre: « |Animo.
Pablo; estoy seguro de tu victoria. . . Pardiez! »
El joven recobra con esto su calma de hermoso comba-
tiente. Sabe que el negro va a salvar las apariencias, simu-
lando una lucha encarnizada.. . Se acuerda de luchas aná-
logas de las que él aprendió hacía mucho tiempo los se-
cretos convenios.
El gong resuena. Los dos boxeadores se dan las manos;
después sus puños se cierran, se balancean. Sin una finta,
bruscamente, el negro acomete y hace tambalear a Pablo.
Pero el joven esquiva un segundo ataque, salta y toca du-
ramente el ñato rostro. O'Keary afecta una sonrisa, cuan-
do un nuevo golpe, recibido en una oreja, cambia la sonrisa
en una mueca.
Pablo, a su vez, recibe un golpe; pero no se turba. Jamás
ha estado con tanta sangre fría. Recibe en sus guantes un
doble «crochet» de Sam; va con un directo al mentón, des-
plegando atrevidamente la fuerza de sus fle-
xibles hombros. No arriesga con esto nada,
pues el otro «debe» ser batido. Siéntese elás-
tico, preciso, y mientras golpea a su an-
tagonista, se pregunta:
- - ¿Cuánto le habrá podido dar él?
«'El", es el señor Moser, que desde el públi-
co sigue ansiosamente el combate. Pablo no
le ve, no ve nada de lo que hay en la sala;
solamente ve al atleta negro cuyos largos
brazos simiescos guadañan el aire. Los golpes
se precipitan, redoblan; Sam se enerva ases-
lando puñadas sin conmover al joven, que
para con calma, responde de cerca y busca el
punto débil mientras se sorprende de tal en-
carnizamiento.
- Hace bien su papel, — piensa Pablo; — .
quiere dejar a salvo su reputación.
El drama de la boxa se prolonga en medio
de la muchedumbre que jadea.
Los «rounds» se suceden, interminables, cor-
tados por descansos muy breves. En fin, al
decimosexto, Sam se descubre, el otro salta y
con todo el peso de su cuerpo da el golpe.
O'Keary. tocado en la boca del estómago,
titubea, después se desploma con los brazos en
cruz. El juez cuenta el décimo-segundo. Pablo
ha ganado.
Con limpio salto franquea las cuerdas mien-
tras la muchedumbre le aclama. Pero la son-
risa de sus labios tumefactos es triste y cuando
su padre le felicita, encoge los hombros con
aire molesto. ¡Ah, nada de felicitaciones; no
vale la pena!
El orgullo de la victoria no turba al señor
Moser hasta el punto de que no advierta esa
expresión que le asombra. Arrastra a su hijo
a un rincón del vestuario, le interroga y, a me-
dida que el boxeador habla, el rostro del señor
Moser se torna más serio.
— Pablo: — dice al fin cuando su hijo, bal-
buceando, termina de hablar, — te juro que
te engañas. . . Solamente por pura curiosidad
fui a ver a O'Keary. . . Te doy mi palabra de
que todo lo que piensas no es cierto.
Su voz vibra: trata de persuadir al hijo;
va a invocar el testimonio de los entrenadores del mismo
Sam. Pero se detiene ante un gesto de protesta.
— Te creo, — exclama Pablo, desconcertado, «convencido».
Porque no dudó ni un segundo de la palabra de su padre.
Por un misterioso fenómeno, la certidumbre le invade, ab-
soluta, sin que tenga necesidad de otra prueba. . . ¿Tan poco
creía en la fábula novelesca que había imaginado?
La imaginó sin persuadirse completamente, puesto que
una palabra fué suficiente para disipar la ilusión. Y, sin em-
bargo, esta ilusión, haciéndole perder el miedo, le había
concedido fuerzas para ensanchar su corazón y obtener la
victoria. ¿Qué estúpida hipocresía hay en el fondo de to-
da sugestión, hasta en el fondo de la sugestión más
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Dolores de c<:ibeza. Todas las INeuralqia.s
-Por eso Sam hacía tan bie.n su pape!,
- pensó semisonriendo, en tanto que la
verdad se le hacia cada vez más palpable
y evidente.
Sí; O'Keary ha luchado lealmente, con
rabia. La evidencia deslumhra a Pablo, al
mismo tiempo que un nuevo orgullo... Ha
triunfado en una batalla sincera. El gusto
de la sangre que corre de sus encías le
parece el brutal y embriagador perfume de
la victoria. . . Se siente fuerte, alegre; que-
rría abrazar a alguien.
En el grupo que le rodea, un hombre
se desliza para aproximarse al campeón. Es
el mismo que, por burla, sin reflexionar,
ha dicho la frase pérfida de antes, la fra-
secilla llena de consecuencias: «¡Pardiez, con
el dinero que tiene su padre, no es difícil!»
Ni siquiera se acuerda el hombrecillo; está
entusiasmado por la victoria de Moser; se
estremece todavía, después de haber pata-
leado de gozo. . .
Y de pronto se queda atolondrado al ver
que el boxeador, que acaba de reconocerle,
le tiende la mano murmurando estas pa-
labras que nadie comprende, ni aún el mis-
mo hombrecillo:
— ¡Gracias, viejo!
Luis Champeaux.
>>^ —
He ahí las tres palabras que nos
protegen contra los estragos de
los años. He ahí el lema inva-
riable del gran reedificador del
organismo humano de la céle-
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curativo: los médicos lo recomiendan.
Como bebida sana y altamente diges-
tiva: los niños lo toman en cualquier can-
tidad. Los niños DEBEN tomarlo.
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científicamente cultivada para este solo objeto, y su fabricación abso-
lutamente escrupulosa sin alcohol de ninguna clase y sin que el pre-
cioso fruto pierda sus altas condiciones curativas y saludables es la
razón de su éxito sin precedentes en el mundo. La razón de su fama.
INSISTA SIEMPRE EN QUE LE VENDAN -ARMOUR"
— I=>I_>^-S "VXI_T"C> >^».—
UNA CACERÍA DE COCODRILOS EN EL PARA
En algunas provincias del antiguo Egipto ha-
bían hecho del cocodrilo un animal sagrado al que
se veneraba como a un dios. El centro de este culto
estaba en la ciudad de Arsinoe, que por esta razón
tomó el sobrenombre griego de Krocodilopolis.
Pero en otros distritos los indígenas perseguían de
muerte al terrible reptil.
Se ha querido explicar esta diversidad de opi-
niones, diciendo que existían dos especies de coco-
drilos distintas: una la de los malos, la de los bue-
nos otra. Sin embargo, hay cinco variedades en el
Nilo.
Lo único que se ha podido observar es que con
las primeras oleadas de la creciente del río, vie-
nen envueltos muchos cocodrilos, llamados «shak»
en la antigüedad. Esta aparición era, pues, de
buen agüero; parecía que los cocodrilos arrastra-
ban al Nilo, trayendo el desbordamiento anual
que fecundaba y fecunda las tierras del Delta.
Sea lo que fuere, resulta que el cocodrilo, como
en numerosas aldeas de la India cuyos habitantes
le tienen por el dios familiar, «deota», obtuvo un
respeto que en verdad no mereció nunca. En vida
se les adornaba con joyas, y muertos eran embal-
samados cuidadosamente, mientras innumerables
egipcios de las clases trabajadoras y los esclavos
sólo tenían por adorno las señales del látigo y
únicamente se les momificaba metiéndoles en un
baño de betún.
Aquellos tiempos han pasado, el feísimo reptil
es ahora un ídolo caído. Los negros de África lo
cazan para comérselo y para perfumarse, pues el
cocodrilo, según ellos, tiene una carne deliciosa,
y posee glándulas que segregan una especie de
almizcle. También tiene ciertas virtudes medici-
nales, sirviendo para fabricar adornos los dientes
y la piel en la construcción de sandalias.
Los hombres blancos le rinden aún culto cuan-
do se les presenta bajo la forma de valija, cartera
o cigarrera. A pesar de eso, el cocodrilo es entre
nosotros el símbolo de la hipocresía asesina. Una
tradición antiquísima dice que llora antes de en-
gullirse a un hombre, como si se viera obligado
a cumplir un doloroso deber. «Lágrimas de coco-
drilo» llamamos a las lamentaciones de los tartu-
fos que fingen pena, para ocultar su alegría y
justificarse ante ellos mismos. Mas el cocodrilo
tiene una altura moral superior a la de los fariseos.
La naturaleza le ha dado dientes formidables que
no sirven de cascanueces, precisamente. Y le gusta
la carne humana, la carne de cañón, que vale tan
poco, que es tan abundante y fácil de conseguir. ..
Valiente y ágil dentro del agua, cobarde y pe-
sado en tierra, el cocodrilo cumple una misteriosa
misión, cuyo motivo aún no pudo el hombre des-
cubrir. Espanta a todos los animales de buen ta-
maño; solamente el hombre se encarniza con él:
jurando su destrucción. Tiene dos únicos amigos,
uno en África, otro en América. Allá, el «curso
ríos», un pájaro de pequeño tamaño, le presta in-
apreciables servicios. Tendido en la arena, bajo
la cálida caricia del sol, el reptil abre su bocaza
enorme para que el cursorios le limpie cuidadosa-
mente la dentadura con el pico, librándole de
molestos insectos, crustáceos y gusanos. Un ave
zancuda de candido plumaje hace al cocodrilo
americano este trabajo de dentista.
El tiburón de agua dulce, llamado entre nosotros
yacaré, abunda en los ríos del Brasil, constitu-
yendo una peligrosa plaga. En el Estado de Para,
donde se les persigue sistemáticamente, se ha lle-
gado a reunir más de un millar de piezas cobradas
en una sola cacería. Los cazadores van rodeán-
dolos y a medida que el cerco se estrecha, los coco-
drilos pierden su audacia y su valor, hasta el punto
de dejarse degollar sin defensa.
Mr. Rooseveit, en aquella célebre excursión en
que afirmaba haber descubierto el río Duvida
(conocido ya por los geógrafos brasileños bajo el
nombre de río Castanho), hizo con su terrible
rifle de cowboy muchas víctimas cocodrilianas.
LOS PELIGROS DE LA DESESPERACIÓN
Ningún enfermo del estómago e intestinos, por crónica y rebelde que sea su dolencia, debo
desesperarse. Muchos han consultado notabilidades médicas sin encontrar alivio, y al tomar
STOMALIX del Dr. Saiz de Carlos, han recobrado la salud. Las fermentaciones anor-
males del estómago producen acedías y vómitos, que se corrigen inmediatamente con este
medicamento. Quita las náuseas, ardores epigástricos, y la digestión se normaliza, el enferrno
come más, digiere mejor y se nutre. Es de resultados positivos en las diarreas y disentería.
Venta en Farmacias y Droguerías. Pidan folleto a Carlos S. Prats, San Martín, 66, Buenos Aires.
— t>LJV'':s -y^i-rrvs y=^-
I
DOM LUIZ
T 1830 1
Martins t CJ^ ^
Luis Dufaur;!»
SuccessoR ■•ífK
Buenos Aip,.ES
Note usted bien esto:
Después de medio siglo de perseverante
y digna actuación, Oporto DOM LUIZ
ha conquistado la plataforma del éxito
y recibido la consagración de la alta
sociedad, de los médicos y de las ma-
dres, que gracias al agradable tonifi-
cante han restablecido la salud de sus
hijos adolescentes.
Fíjese bien en la botella que indica el grabado
adjunto y pida claramente a su proveedor:
Oporto DOM LUIZ.
LA GARGANTA DE LA "SPOKANE RIVER"
EN EL ESTADO DE WASHINGTON
UN PUENTE COLGANTE QUE PARECE HECHO CON TELA DE ARAÑA.
A primera vista ss creería que los constructores de este frágil y
atrevido puente obedecieron a los mandatos del sentimiento artístico,
no queriendo romper con el esqueleto rígido y feo de un arco metá-
lico, la armonía del paisaje. La verdad es más prosaica. Lejos de las
ciudades y de las grandes vías de tráfico, en aquellas solitarias tierras
americanas, donde un puente costoso nunca podrá reportar los bene-
ficios pecuniarios que deben exigirse a toda obra, el hombre inge-
nioso ha de substituir al ingeniero.
Los agricultores, mineros y otros pionners de la civilización que vi-
ven a orillas del Spokane river, en el Estado de Washington, que
necesitan atravesar ese río, han sabido vencer el obstáculo, a fuerza
ds atrevimiento.
Es una obra que merece siquiera un capítulo firmado por el genio
que en nuestros tiempos mejor supo cantar las glorias de las empresas
imposibles. El autor de «Los trabajadores del mar» hubiera descrito
maravillosamente el esfuerzo de paciencia e ingenio que supone esta
labor.
¿Quién fué el Gilliat de tan magna obra? Justo sería que la prensa
norteamericana hubiese realizado una información sobre ese motivo.
Tal vez nunca se conozca el nombre o los nombres de los esforzados
varones que burlaron el propósito del río, pasando por encima de él.
Antes de que la estrecha y delgada plancha fuese tendida sobre
dos alambres de cobre en su largo de treinta y tres metros, el Spokane
river había servido de tumba a muchos hombres. El río, tranquilo
a veces, furioso otras, llenaba aquellas gargantas aislando a los habi-
tantes de una y otra orilla, que necesitaban buscar, aguas abajo y
aguas arriba, vados distantes.
Estas clases de puentes son muy comunes en África, en los sitios
donde el progreso no hizo su aparición. Pero debieran ser raros en
el civilizado y rico país norteamericano.
Pasar este puente no resulta obra que pueda acometer cualquiera.
El peso de una sola persona le hace cimbrarse de un modo bastante
inquietante, y el viento le balancea como un barco. Añádase que la
corriente mirada desde la débil planchada es capaz de producir vér-
tigos a la cabeza mejor dispuesta a resistirlos. Los habitantes del
país, por prudencia, no se aventuran más que de dos en dos. Necesí-
tase una larga práctica para poder utilizar los servicios del puente,
Constituyendo, pues, un ejercicio que además de los riesgos ya
apuntados ofrece el peligro de una rotura posible, no es de extrañar
que los hombres ávidos de emociones aprecien debidamente la im-
portancia de la pasarela tendida sobre el Spokane river. Los turistas
io conocen y acuden allí para hacer la imprudente travesía.
Por este motivo los habitantes de aquellos contornos miran con
orgullo su puente que no cambiarían, artísticamente hablando, por
el célebre puente de Brooklyn.
— i=>i_;v^.s
— t^L-^N^-'S^ X 1_ 1"C?.¿S.—
Jffarrods
ha seleccionado con crite-
rio artístico y práctico una
Valiosa serie de juguetes
y artículos para regalos,
que ofrece a precios esti-
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dada su riqueza y bondad
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colores blanco y negro, calidad muy fina, 2 boto-
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piala, de $ 50. — hasta $ 35. —
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guras antiguas, de $ 25. — hasta $ 8. —
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dosas y de gran entretenimiento para las clásicas
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brican, con cabeza de biscuit, pelo natural, con
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sos 180. hasta $ 42.
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tos y tamaños, desde $ 47. — hasta $ 1.95
Muñecos irrompibles, de pasta o género, imitan-
do clowns. tonys. etc., desde $ 21.50 hasta $ 2.10
De gran actualidad, muñecos imitando soldados
de los ejércitos aliados, a $ 6.
Panoplias Militares con los uniformes de los ejér-
citos: Argentino, Inglés, Francés, Ruso, Belga,
Serbio e Italiano, en sus diferentes armas, desde
pesos 49. — hasta $ 10. —
Fusiles de aire comprimido, con carga a munición
« flecha, a $ II.—, 8.90 y $ 6.50
Otras clases, a $ 4. —
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les para jugar en la arena, a $ 13. — , 9.50 y pe-
sos 6.
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glesa y francesa, en madera pintada a fuego, con
manejo a brazos o a pedal, variedad de tamaños
y modelos, desde $ 195. — hasta $ 40. —
I
f
É
El departamento de JUGUETERIA en HARRODS, tiene por el momento carácter transitorio.
Esto significa que el surtido de JUGUETES que exhibimos es absolutamente nuevo y que
el stock debe agotarse por completo al finalizar la época de venta.
Sus precios han sido marcados sumamente bajos.
FLORIDA, 877
J^arrods
I
I
Agencia en MAR DEL PLATA, San Martín, 2465 - Unión Tclef., 292 (Mar del Plata) |
PARAGUAY, 554 I
Año i.
NÚM. 8.
j^iH L^j-\ l:
.o 1 Aín wi A
— r^LS'^^^- \ L.I I-3.-X-
^^r « 1 d ^"^"^^ os situacionistas daban
B UJr gran fiesta; carne con
H Tp cuero, taba y beberaje a
H II discreción, visto la pro-
H jj ximidad de las eleccio-
.^rfs::;^;;;^;;;^— -^ nes. En cambio los opo-
I ^'^ sitores carecían de tal
11 derecho, y con pretexto
I de evitar jugadas pro-
hibidas por la ley, las autoridades obstaculiza-
ban todo propósito de reunión.
En un boliche, a orillas del pueblo, juntáronse
desde las once a. m. los apurados en retobar el
buche. Los principales dijeron algunas palabras
hostiles contra la canalla opositora; cantó un pa-
yador versos laudativos para el -«cabeza del par-
tido»; jugóse a la taba para mal de muchos, y se
bebió, a perder aliento, en los gruesos vasos tur-
bios, salpicados de burbujas cuya efervescencia
detuviérase en el enfriamiento del vidrio.
Oín la luz diurna fuese la alegría ingenua.
Ya habían cruzado, como tajeantes relámpagos
de bravuconería, algunos conatos de riña entre
la gente mala, pero todo hasta entonces fué sólo
pasajera alarma.
¿Cómo podía seguir así la calma? Estaba Ata-
nasio Sosa, cargado de dos muertes y muchos
hechos de sangre; Camilo Cano, mal pegador te-
mido por la crueldad, visible en sus pupilas sin
mirada; Encarnación Romero, estrepitoso de pro-
vocaciones, y sobre todo Reginaldo Britos, el bra-
vo negro Britos. siempre dispuesto a pelear, inútil
de bebida pero involteable, resistente a las puña-
ladas como una bolsa al calador.
¿El negro Britos?... Ni preguntarse que sor-
tilegio podía mantenerlo en pie, malgrado el cen-
tenar de mortales cicatrices que hacían de su pe-
llejo un entrevero de surcos claros e irregulares.
Contra él se ensayaban los novicios contando con
la inseguridad de sus arremetidas pesadas de
ebriedad tambaleante, que le convertían en blan-
co seguro.
¡Pobre negro Britos! Ya estaba ebrio y no sal-
varía de alguna funesta reyerta.
Hablábale yo para distraerlo, de caballos, arreos,
trenzados, o pagos lejanos, y él me escuchaba con
visible esfuerzo en sus cejas, caídas hacia el rincón
exterior de sus ojos, como dolorosos subrayados
de su frente ceñida por el lauro de un gran tajo.
De cuando en vez comentaba con jocosa irrup-
ción mis decires, mientras parecía abstraerse en
previsiones de un hecho venidero.
A nuestra espalda, remolineó la gente y alzá-
ronse las voces. Atanasio Sosa, hinchadas las na-
rices de una repentina furia inexplicada, parecía
contestar a una agresión que en realidad no existía.
— ¡Me van a asustar negros grandotes porque
se disen duros donde encuentran blanduras!
Columbré la alusión. Parado muy cerca, en la
rueda abierta en torno al malevo, vi a mi peón Se-
gundo Sombra, mirando con ojos que fingían sor-
presa. El era. sin duda alguna, el desafiado y me
apresuré, olvidado de Britos, a intervenir impi-
diendo un cercano desenlace.
— A palos se soban las guascas duras ... — de-
cía Sosa.
Don Segundo era hombre tranquilo; haciéndose
el desentendido asentía fingiendo admiración:
— ¡A la pucha! . . . Yo siempre dije que usté
era hombre malo... pero seré curioso... ¿Usté
maniará la gente primero?
Los que se atrevieron a reír lo hicieron a pasto.
Sosa, en el fondo temeroso ante don Segundo,
agregaba:
— ¡No!. . . si yo sé por quién lo digo.
¿Cómo fué? No sé decirlo; pero Sosa y Britos
se encontraban de pie, cara a cara mirándose a
voltearse.
Sosa sacó un revólver. Britos resbaló un pequeño
cuchillo de su vaina; el vacío se hizo a su alrede-
dor por miedo a las balas, y ¡oh triste idea de
borracho! Britos tomó del respaldo una silla,
apuntando las cuatro patas hacia su enemigo, pre-
tendiendo escudarse con la esterilla, mientras avan-
zaba buscando un cuerpo a cuerpo.
Y se consumó, en unos minutos de asombrada
inmovilidad general, la inmunda cobardía.
Sosa le enterraba sus plomos en el vientre.
Britos avanzaba en zig-zag, parado en seco a cada
choque de los proyectiles, pero sin caer, chapalean-
do en su sangre chorreante, hasta la extinción de
su vigor, quedando atravesado sobre su silla, caída
de pie por milagro, como una res carneada.
Hubo alboroto; vinieron las autoridades, y un mé-
dico que revisó al caído, tras prolijo examen, dijo:
— ¡Este se muere!
Britos abrió Jos ojos, sonrió y la pronunciación
entorpecida de alcohol y agonía respondió con
lento enojo.
— ¡Diez a uno a que no!
Pero no hubo más, dada la gravedad de cada
boquete que le perforaba el cuerpo dijéronle mo-
ribundo y se moriría.
Entonces las autoridades se miraron con un
mismo pensamiento: «si este desaparecía sin re-
medio, habría que salvar al otro haciendo recaer
en el proceso todas las culpas sobre Britos.»
Así fué; pero, ¡oh inverosímil brujería! Britos
no quería morir y no murió, de modo que al en-
contrarse a plomo sobre sus piernas todavía dé-
biles, fué a pagar con dos años de cárcel los bala-
zos que Sosa le pegara.
Nunca olvidé esta infamia, a la cual había asis-
tido para mayor crecimiento del odio que profesé
siempre por los caudillejos rufianescos, de nuestros
logreros métodos políticos.
Pasaron los dos años sin paliar mi enojo ni mi
piedad por Britos, cuando una tarde, saliendo del
pueblo en dirección a la estancia, mientras cruza-
ba frente al boliche de «Las palomas» vi a un
ebrio, facón en mano, haciendo chispear las bal-
dosas a grandes rayones.
— No hay bala que le dentre al negro Britos,
ni cuchillo que le alcance al alma.
Nadie respondía del interior a los desafíos. Bri-
tos, recién librado de la cárcel, seguía rayando las
baldosas, convidando a todos para la pelea.
¡ Dios te ayude, hermano!
DIBUJOS DE FORTUSY.
RiCAEDO
^^i_nri:?>^w —
NA? MAN^/^IÓN 5 GOLONFAU
EN
niLE
555
LA SEÑORA MARÍA
LUISA MAC-CLURE
DE EDWARD, Y SU
HIJA MARÍA LUI-
SA. DUEÑA DEL
ARTÍSTICO PALA-
CIO CUYAS DE-
PENDENCIAS RE-
PRODUCIMOS. FO-
TCGRAFÍA HECHA
EN PARÍS, HACE
ALGUNOS AÑOS.
Muchos son los aris-
tócratas de hoy que
sienten un placer exhi-
bicionistaen amontonar
en sus palacios de mo-
dernísima arquitectura
muebles y objetos de
arte antiguos, verdade-
ras joyas de otras épo-
cas. Hay en esa fiebre
de adquisición de cosas
viejas, un deseo de de-
mostrar riqueza al visi-
tante deslumhrándole
con un salón que vale
una fortuna o un come-
dor de museo. Será ne-
cesario suponer también
LA PUERTA PRINCIPAL Y EL PARQUE INTERIOR. HACIA
LA IZQUIERDA LA CAPILLA DE LA MANSIÓN SEÑORIAL.
— I3>LrV>3
pintorescas y fértiles de Chile, se ha levantado
una gran casa, un palacio de hace dos siglos, una
de aquellas casonas severas con mucho de conven-
to y de cabildo, sin que un solo detalle. como
no sea la blancura inmaculada de las paredes vír-
genes. - nos pruebe que aquel palacio señorial y
austero haya sido alzado sobre las serranías de
Quillote hace medio año.
Las puertas amplias y cuadradas, claveteadas
de bronces y labradas por las manos maravillosas
de un hombre habilísimo que puso en su obra la
misma alma y el mismo gusto que el mejor ar-
tífice de hace dos siglos; las ventanas grandes y
chatas, con sus rejas de hierro forjado burdamen-
te, retorciéndose hasta formar extraños arabescos
y figuras de escudos y de armas: los tejados de
teja sobre las paredes albas; los corredores inter-
minables, claustrales: las palmeras rindiendo guar-
dia junto a la casa, y hasta la capilla cargada de
lujos, todo, hace revivir en el visitante una época
muerta pero no olvidada.
Esto en cuanto a! edificio. Su interior es mara-
villoso. Salones y salas, comedores y dormitorios,
evocan, sin que un solo detalle ponga su nota dis-
cordante, estilos desaparecidos, épocas de castas
y de alcurnias, vidas de virreyes y de oidores,
lujos y comodidades de duques y marqueses. Los
grandes sitúales de madera tallada y cueros labra-
dos a fuego; las cajuelas valiosas y los grandes
arcones con sus cierres de hierro tosco; los arma-
rios antiguos adquiridos en Castilla y en Flandes.
con las armas de sus nobles que debieron vender-
les al venir a menos: los Gobelinos que un día lu-
ciéionse con orgullo en el comedor de algún duque
en España o algún Virrey en América, allá por la
época de la conquista; armaduras de caballeros
andantes; lámparas y faroles adquiridos en el Perú;
uno DB US COMBXXBS DE LA CASA, AMUB3LAO} REjIAMBNTB:
AL rOHOO UNA GKAM ESTUPA SEMICIRCULAII, D3S ALACENAS
DI HADIItA LABIADA, UH BKOCATO ANTIGUO Y D3S CUADR33
DEL SIGLO XVII.
que un gusto artístico, un amor grande hacia lo
antiguo y lo bello, ayuda a tal adquisición. Pero es
preciso convenir que muy a menudo, — las más
de las veces generalmente, — resultan, chocantes
para la vista aquellas salas forradas de raso, con
sus puertecitas blancas y de pequeños vidrios
cuadrados y biselados, repletas de muebles de la
época de Felipe II. El efecto molesta: se admira
la riqueza y el valor de todo aquello, pero se
protesta contra la cultura escasa de aquel ^pñor
o aquella persona que ha amontonado en esce-
nario tan moderno de una alegría insinuante,
muebles y objetos que llevan en si el sello de la
gravedad austera de la época a que pertenecieron.
No siempre es posible encontrar una casa para
tal objeto. Pero cuando se tiene fortuna suficiente
para comprar antiguas sillas tapizadas de brocato
en vez de modernos sillones de estilo alemán, bien
se puede'hacer esa casa. Y tal es lo que ha realiza-
do una de las más respetables damas chilenas,
doña María Luisa Mac-Clure de Edwards, convir-
tiendo su mansión de campo en un verdadero
museo. Bajo su dirección personal, en los campos
de San Isidro, en Quillota, una de las regiones mis
LA ESPLENDIDA CAPILLA DEL FONDO DE SAN ISIDRO.
candelabros de plata, obra deliciosa de algún artí-
fice de hace varios siglos; muebles de estilo Luis
XV español, abanicos pintados y de marfil; porce-
lanas de Saxe y, en fin, mil cosas más producen
en el que allí penetra el recogimiento de quien ha
retrocedido a una época gloriosa, y la contempla
con recogimiento y respeto.
Difícil es ofrecer una impresión exacta de aque-
lla casa. Y por eso confío en que las fotografías
que aquí van ayudarán más que lo dicho a supo-
ner cómo es la mansión señorial de una gran dama
de hoy, para quien el culto al pasado es casi una
devoción, y que ha sabido conservar en sus virtu-
des morales, como en los estilos de su mansión, la
pureza de otras épocas.
Carlos F. Borcosque S.
UNO DE LOS
SALONES MÁS RICOS EN OBJETOS
ANTIGUOS. SOBRE LA DEií E^HA GRANDE!
VENTANAS DB REJAS FO:<jADAS Q'JE SE
ABREN HACIA UNO DE LOS CORREDDREL
ADORNOS DE MADERA LABRADA DEL SI-
GLO XVII. ARCONES Y CAJUELAS ESPAÑO-
LAS. CANDELABROS DE PLATA, DE PIE Y
DE PARED. SITÚALES DE ROBLE TALLAD D.
ESPEJOS ESPAÑOLES CON FlDU/ÍAj AL OLE:!
CONVIERTEN ESE SALÓN EN UN VERDADE-
RO SANTUARIO DE ANTI jj EDAD 5>.
^^L^'lUíy^—
Don Nicasio Pajares, el dueño
del establecimiento decampo La
María Laura, era hombre de ma-
las pulgas, al decir de las gentes
del departamento de San Javier.
Hablase hecho famoso en cua-
renta leguas a la redonda como
vrototipo del patrón abusivo y
tiránico para con los peones.
Y no solamente éstos le temían
el mal genio, sino hasta aquellas
personas que por una u otra ra-
zón veíanse obligadas a mante-
rer, ordinariamente, alguna re-
lación con él . . .
jEn verdad que era todo un
original personaje el tal don Ni-
casio Pajares!... Su repulsivo
rspecto físico, las modalidades
[Toserás, la carencia absoluta de
buen sentido, sus irreflexiones,
su indumentaria extravagante,
que no cambiaba nunca, y has-
la los hábitos sedentarios con
que vivía, hacían de su persona
la figura más antipática y ridi-
cula que pueda forjarse la ima-
ginación del lector. De una al-
tura más que regular, combado
de piernas, obeso, aunque ágil
en el andar, con cincuenta in-
viernos que habían curtido su
alma, decorado el rostro por los
besos de las viruelas, azafrana-
do el cabello, escondidos los ojos
por un ceño torvo que le encres-
paba las cejas, y bajo la nariz
roma una boca contraída por
cierto rictus despreciativo, que
quince o veinte cerdas rojas por
bigote hacían siniestramente
cruel . . . Cuello de toro y manos
de orangután . . . ¡Tal era la vera
efigie del solitario y temible due-
ño de aquella estancia! ... ¿Y su
vestir?. . . En igualdad de condi-
ciones con el físico: botas cha-
roladas, pantalones color lien-
zo, saco montagnac o camisa
almidonada, según la estación,
y al cuello — eso siempre -- una
amplia corbata de lazo, amari-
lla como un canario hambur-
gués y con mucho vuelo en las
flotantes puntas, que a cualquier
ráfaga andábanle batiendo en les
hombros como dos alas de ma-
liposa: el látigo en la diestra, y
algunas veces el sombrerazo de
paja manila en la cabeza. . . Y
una vanidad por todos los poros,
que ya, ya. . .
. . .Y era de verle por las ma-
ñanas, a la salida del sol, con
qué actitud enfática y soberbia
ocupaba su sillón colonial de bra-
zos, bajo el corredor de la casa
solariega, para observar desde
allí, con aire de inquisidor, el de-
sarrollo de las diarias faenas de
la peonada. Un indiecito. que
conjuntamente con una vieja
salteña constituían su única servidumbre domés-
tica, cebábale mate. Y los matutinos ejercicios
musculares del patrón, traducidos en mojicones y
puntapiés, eran soportados con resignada pasivi-
dad por el «pampita-., acostumbrado al mal trato,
y que continuaba acarreando, sin una queja de
dolor aunque empacado, el brebaje favorito.
Quié.i sabe qué prejuicio ancestral sobre el con-
cepto de la vida y la sociedad humana pesaba en
el cerebro del dueño de La María Laura; el caso
es que él considerábase nacido para mandar arbi-
trariamente y creía que los demás debían obede-
cerle sin réplica. Tal era la base de su filosofía
feudal, y de acuerdo con ella estaba el cartabón
con que medía las cosas más insignificantes. , .
En presencia suya, los peones, sin necesidad de
desviar la atención de sus tareas, ya conocían oor
ciertos signos familiares al oído, cuando la tor-
menta, es decir el enojo, del patrón, estaba a punto
de desencadenarse contra alguno de ellos. Primero
era una tos bronca, con la que don Nicasio empe-
zaba a componerse el pecho; luego unos gruñidos
sordos, como de jabalí, que evidenciaban descon-
tento en alguna cosa; el azotar del latiguillo con-
tra las cañas de las botas. . . Y de repente el es-
tallido violento; los rayos, los truenos, el diluvio...
Don Nicasio levantábase, si estaba en el sillón,
y se iba en derechura hacia el infeliz que había
oca.sionado su ira. . . Increpábalo, furibundo; mc-
CTIAJ)RO/
DE VID-A.
tíale los puños crispados por la cara; llamábale
animaL zopenco, inseri'íble, zaparrastroso, y mu-
chas cosas peores. Para ello tenía un vocabulario
especial. Y hasta llegaba a sacudir de un brazo al
interpelado o le daba un empellón... Y gracias
que no pasara de ahí. . . Porque audaz, ¡vaya si
lo era!... Que dijera si no el gringo Victorio, a
quien había bajado el hombro de un garrotazo en
cierta ocasión . . . ¡Guay del que le respondiera o
intentase contradecirle!... Entonces don Nicasio
no era más don Nicasio. ni nada. . . Perdía toda
su dignidad; era una bestia. Pateaba; vociferaba;
daba tres pasos para aquí; tres para allá. . . Con-
vertíase en un epiléptico. . . Al lado suyo, el Ve-
subio en erupción resultaba un poroto; Orlando
Furioso parecía un mimo vulgar. . . Allá iban, vo-
lando por el aire, cuantas prendas de recado, ti-
jeras de esquilar, marcas, arreos y demás útiles de
trabajo se encontraban al alcance de sus manos. . .
¡Aquí no manda nadie más que yo!, tronaba don
Nicasio. . . Y seguían los improperios, y las ame-
nazas. . . Y la despedida inmediata del pobre peón,
con la agravante de azuzarle los perros si no se
mandaba mudar acto continuo.
Por lo regular, aquella nerviosidad duraba todo
el día. Mas, tales ocasiones eran menos frecuentes
cada vez, porque los peones, aceptando dicha opre-
sión con la humildad de los necesitados y desva-
lidos, agachaban la cabeza y dejaban que arrecia-
ra el temporal ... El trabajo es-
caseaba en todas partes, y aun-
que tratados con tanta impiedad
y rigor, en La María Laura se
les pagaba con toda puntuali-
dad; eso sí . . .
¿Tenía familia don Nicasio?...
Nadie podía afirmar algo al res-
pecto. De temperamento taci
turno y nada comunicativo, ja-
más había hablado con ninguno
sobre cuestiones íntimas. Los
únicos que le visitaban y a veces
comían con él o jugaban una par-
tida de ajedrez, eran el comisario
de Cañada de López, pueblo cer-
cano, y un inglés comisionista
que se ocupaba en gestionar la
compra y venta de haciendas.
Según la criada vieja que le
arreglaba el interior de la casa,
don Nicasio era viudo... Esto
decía ella porque había encon-
trado una vez un biberón en el
dormitorio de aquél... Y con
sagacidad chismográfica dedu-
cía asi; el biberón supone la exis-
tencia de un niño; el niño, de
una madre; la madre, de un es-
poso... Luego el esposo debía
ser don Nicasio. . . Lo de viudo
agregábalo por su cuenta. . . Res-
pecto a lo demás, misterio abso-
luto. . .
Algunas vtcts, después del
laborar cotidiano, cuando la peo-
nada tenía su parte de descanso
y refrigerio en la velada de la
cocina, el mulato Arévalo, viejo
de la casa, había dicho senten-
ciosamente, aunque en voz baja:
- ¡A cada chancho le llega su
San Martin! . . . Tuanía ha'e to-
parse el patrón con quien no le
tolere. . . Déjenlo pastoriar, que
engorde. . .
Lo cierto era que hasta enton-
ces, fuese por h o por b. don
Nicasio no había encontrado
quien se le fuera a las barbas,
ni siquiera quien le alzara el
gallo ... Y es claro, el hombre
vivía envalentonado.
En ese orden, o desorden, de
J vida, continuó transcurriendo
I el tiempo. Los peones siempre
J^^M bajo el pesado yugo del mal tra-
^j^B to de don Nicasio; éste siempre
^^H con su carácter agrio y sus ra-
^^^ chas de cólera o neurastenia...
A la entrada de un verano em-
pezaron a hacerse los preparati-
vos de la esquila. La María Lau-
ra era. uno de los buenos estable-
cimientos de la provincia de
Santa Fe. en ganado lanar. El
capataz, una semana antes de
empezar el trabajo, comenzó a
buscar peones para aquella fae-
na, puesto que no eran suficien-
tes los de la estancia. Todos los
conchavados, menos uno. eran
paisanos de los alrededores, que ya habían tra-
jado allí en diversas ocasiones y sabían con quién
tenían que habérselas. Solamente aquel uno era
cara desconocida: hombrecillo pequeño, de bom-
bachas blancas y gorra de vasco, que había soli-
citado ocupación, y al que el capataz no quería
tomar por parecerle inútil para un trabajo que
requería gente experta y de resistencia. Sin em-
bargo, movido a lástima ante la insistente peti-
ción resolvió conchavarle, no sin advertirle:
— IVIire, amiguito: como usted llegue a hacer algo,
en el trabajo, que al patrón le parezca mal. . . no
respondo de su cuero. . .
Y se sonrió significativamente. Y tenía porque
sonreírse, pues ya se figuraba al endeble y alelado
mocito, zarandeado o triturado entre las manazas
de su enfurecido patrón . . .
Cuando, por la noche, el recién llegado entró a
tomar su ración de cena en la cocina, los peones
del corrillo se guiñaron el ojo picarescamente, como
diciéndose: ¿A qué habrá venido éste? . . . A los
pocos días ya le habían puesto por sobrenombre
M esquito. . . Y realmente que. con su microscópica
estatura y aspecto raquítico, no le quedaba des-
apropiado el epíteto aquel.
A pesar de ello cumplía bien lo que se le man-
daba; ciertamente que no eran cosas de gran im-
portancia ni mayor práctica, pues con su aire de
tonto predisponía a no ocuparle sino en trabajos
■I~»I V
XI rK>. X —
(¿ciles. . . Don Nicasio. que desde el sitio habitual
habia contennrlado aquella mañana a los nuevos
peones, preguntó al rarataz ¿quUn era ese títere?
-Es un peón- rraíf'íj. repuso aqué! .. .
í'i» iHjAi?, muy :. agregó para congra-
darie.
— Hum. . . Imm. . . refunfuñó e! estanciero: que
se porte bien, porque sino. . .
Él primer dia de la esquila todo anduvo a las
mil maravillas. La peonada trabajó mucho, pero
en cambio don Nicasio nada tuvo que objetar: por
el contrario, parecía que el hombre se habia sua-
vizado un poco. . . ¡si se estaría por efectuar un
milagro! . . . ¡como siguiera asi! . . .
Pero de Dios estaba que aquella tranquilidad
seria efímera; como la del mar, era prenuncio de
borrasca. . . Amaneció el segundo dia, y junto con
él don Nicasio, con un humor de todos los demo
nios, culpa de que la vieja sirvienta se había dor
mido, y al despertarle ya estaba el sol alto. Cuan
do apareció en el corredor, con su sombrero pa
jixo y la voladora corbata amarilla en el pescuezo
hacia un par de horas que los peones estaban en
tregados a la ocupación de esquilar las ovejas
Un ¿buen dia.'. seco, gutural, imperioso, con que
respondió al saludo de la peonada, auguró ma'
tiempo.
Felizmente, la mañana pasó sin otra novedad
que varios gritos de don Nicasio. - atendidos de
inmediato, — sobre alguna nimiedad del trabajo. . .
(Ya vendria lo gordo!. . . Todos lo sabían: todos,
menos el impasible Mosquito, que. con su cara
estúpida, estaba atendiendo la puerta del corral.
Llegó la tarde. . , Como uno de los esquiladores
se hubiera herido una mano, hubo necesidad de
reemplazarle, y el capataz, a falta de otro peón
disponible, puso a Mosquito en lugar de aquél, no
sin recomendarle que trabajara con cuidado. Mos-
quito sabia esquilar, pero no tenia mucha práctica.
Don Nicasio, en cuanto notó el cambio, clavó allí
la vista como el tigre que descubre su presa . . .
Y no era inútil su precaución. A las pocas tijeradas
la mejor de las ovejas finas san-
graba de dos cortes en el cuero...
En vano el inexperto peón ati-
nó al tarro de L i sol para curar
al animal, que balaba como un
maldito: ya era tarde... Don
Nicasio estaba encima de é!.
echaba chispas por los ojos, e
inclinado sobre el inerme Mos-
quito. — que parecía hipnotiza-
do por la mirada de ferocidad
del patrón. — gritábale, con es-
pumarajos de rabia:
¡Ande has aprendido a es-
quilar, hijo'e mala madre! ¡sa-
bandija! ¡Yo te vi'á ensiñar a
lastimar la hacienia fina'. . .
Aquello no era un hombre: era
una mesa revuelta de insultos,
gestos, furia, movimientos y pa-
tadas contra el suelo: un hura-
cán corporizado en forma huma-
na. La figura atlética de don
Nicasio estaba pendiente sobre
el insignificante hombrecillo,
que bajo la mole parecia empe-
queñecerse más. Los presentes
quedaron inmóviles, contem-
plando la escena... ¡No cabía
duda' ... El infeliz novicio iba
a desaparecer de una dentella-
da del monstruo.. . Cuando don
Nicasio, después de haber accio-
nado convulsivamente, muchas
veces, con pies y manos, alzó sus
formidables puños sobre la cabe-
za del peoncillo, todos cerraron
los ojos para no ver. . . En la
retina les quedó una visión con-
fusa de hombre, corbata amari-
lla y tragedia . . .
Mosquito, anonadado, sin res-
pirar casi, no había tenido ni
tiempo de darse cuenta exacta
de su situación. Había visto a
aquella tempestad estallar enci-
ma de él en menos de un segun-
do. Le habían zamarreado con
una potencia mayúscula. Enci-
ma de su cara veía otra, de fie-
ra humana, de dragón apoca-
líptico: ojos dilatados, vidrio-
sos, que despedían fuego, boca
que vomitaba amenazas e inju-
rias, facciones descompuestas,
un vaho de horno que le que-
maba, un corbatón de tela ama-
rilla que se le sacudía por el ros-
tro, unas palabrotas como true-
nos, que le aturdían ... ¿Qué había
hecho él? Habia cortado una oveja. . . Pero, ¿aca-
so no sucedía muchas veces, en los esquüos. el cortar
a un animal?... Y. ¿qué era aquello que tenia ante
si?. , , ¿Un genio irritado, una venganza divina,
que se desplomaba sobre su frente por tal pecado?
Creyó que iba a desmayarse: gotas de un sudor
frió brotaron de sus sienes...
En ese mismo instante, al tiempo que dos puños
como macetas de carpintero elevábanse para des-
cargarse en su cabeza, aquel trapo amarillo que
se le refregaba por los ojos, le impidió ver. .. En-
tonces, ante el terror de ser aplastado de un pu-
ñetazo invisible, la desesperación hizole recobrar
el movimiento. . . Manoteó, febrilmente, aquello. . .
Agarró una tira de género, y se echó hacia atrás,
sin soltarla. Estaba nervioso, aterrorizado. . . Fué
su salvación: los puños no cayeron sobre su frente...
Tiró más, tiró con todas sus fuerzas: como el náu-
frago que se aferra a una tabla, parecíale en el
vértigo de su espanto que soltar aquella cinta era
caer en un abismo sin fondo. . . Respiró algo, al
fin. , . Sentía que forcejeaban con él: que tiraban
de la otra extremidad... Era, seguramente, el
monstruo,., Y luchaba... y se revolvía... y
caía por último, pesadamente, al suelo... Mos-
quito, que continuaba tirando, inconscientemente,
vióse de improviso, aferrado por cincuenta brazos,
que le arrastraron y le colocaron contra una pared.
¿Qué había sucedido?. . . Cuando don Nicasio.
en el ímpetu supremo de su cólera, irguióse por
arriba de su victima para ultimar la escena, des-
plomándole sus puños encima, sintióse agarrado
violentamente por la corbata: el lazo se corrió,
apretando el cuello: quiso zafarse, echándose hacia
atrás, pero el nudo se ajustó más aún ... La idea
de que aquel minúsculo hombrecillo era un asesi-
no feroz cruzó por su cerebro: y ya no se le apartó
más,,. Mientras forcejeaba, intentando inútil-
mente desasirse, pues la presión era cada vez más
fuerte, pudo echar una ojeada al rostro de su ad-
versario,.. ¡Cuánta malignidad felina habia en
el semblante de aquel individuo! . . . ¡Qué expre-
sión cínica!... ¡Y cuánta fuerza tenía! ¡Cómo ti-
raba!... Don Nicasio se arañaba el cuello, sin
conseguir aflojar el nudo fatal; la cara se le puso
roja; tenia la lengua reseca y la boca excesivamen-
te abierta: apenas respiraba... Los ojos salíanle
de las órbitas. . . balbuceaba palabras roncas, in-
inteligibles. . . Ya no podía más. ¡Cómo se son-
reían los demás peones! ¡Aquello era un complot
rara asesinarle! ¡Habíanle entregado aun criminal
terrible! . . . Las sienes empezaron a zumbarle; dio
algunos pasos vacilantes, como un ebrio a quie;i
arrojan de un empujón. . . un traspiés. . . otro. . .
Y se desplomó, como una masa inerte, sobre el
terreno . . .
Tanto los peones como el capataz estaban sin
saber qué hacer. También ellos no salían de su
sorpresa; habían vuelto la cara o cerrado los ojos
para no ver la aniquilación de Mosquito, y de im-
proviso se encontraban con don Nicasio vencido
y al diminuto peón ahogándole, estrangulándole,
con toda ironía, con una expresión salvaje en el
semblante,., y tirando, todavía, su víctima en
el suelo, del lazo fatal...
Si don Nicasio hubiera sido un buen patrón.
Mosquito habría muerto linchado por sus peones.
Pero afortunadamente para él, ninguno de éstos
tenía la menor pizca de afecto o de conmiseració.i
hacia el dueño de La María Laura. Por eso, cuan-
do al verle caer corrieron en su ayuda, se limita-
ron a arrancar de las manos herméticamente cerra-
das, de Mosquito, la corbata amarilla, y le arras-
traron hasta un ángulo de la casa.
Desde allí éste oyó decir: ¡Lo lia querido ahorcar!
¡Quién iba a creer, con esa cara'e mosca muerta y
tan airavesao de alma!... En torno de él varios
de los circunstantes comentaban el suceso, obser-
vándole como a una cosa rara. . . Más allá, alcan-
zó a ver a don Nicasio, que levantado por el capa-
taz, aún con la cara congestionada y no repuesto
del todo, arreglábase la siniestra corbata amarilla,
sacudíase la camisa, sucia de tierra, y se dirigía
luego hacia el interior de la casa, sombrío, como
un can que ha sido castigado
por su dueño. . .
Aquella misma noche, Mosqui-
to, despedido de la estancia, iba
por el camino, a dos leguas de
ella, pensando en la horrible es-
cena del día, sin acertar a com-
prender, todavía, cómo se había
salvado de su terrible antagonis-
ta, A veces parecíale que todo
era un sueño. . . En tanto, don
Nicasio, metido en cama, volaba
con una fiebre de cuarenta gra-
dos, que a fuerza de tisanas y
de recetas del médico del pueblo
vecino fué calmándose, no sin
que el desequilibrio nervioso lo
durase varias semanas.
Después de un mes, en que
gracias a los cuidados de la bue-
na de Mercedes, su vieja criada,
las consecuencias del atentado
criminal no tuvieron peor resul-
tado, la salud maltrecha de don
Nicasio quedó restablecida.
Cuando los peones supieron que
ya estaba mejor, dijéronse ;';/
vetto: «volvemos a las andadas...»
Pero no... ¡Oh. inexorutables
designios de la Providencia!...
el patrón de La María Laura
habíase transfigurado... Ello
fué bien visible al ponerse, de
nuevo, en contacto con sus ser-
vidores. . . No perdió la costum-
bre de sentarse en su sillón an-
tiguo, bajo el corredor, eso no;
pero en cambio saludábales, por
la mañana, con un gesto ama-
ble; si era menester corregir al-
guna cosa hacía las indicaciones
pertinentes, sin exaltaciones, ni
amenazas, ni gritos: hasta el in-
diecito, portador del mate, cesó
de recibir sus desagradables pro-
pinas, de tan ingrato recuerdo...
A la semana siguiente aumentó
el salario a todos los que traba-
jaban en su estancia . . .
¡Únicamente, como quien sien -
te la necesidad de vengar un agra-
vio imperdonable, el flotante cor-
batón, amarillo como canario
hamburgués, desapareció de su
indumentaria!... En su reem-
plazo veíase un pequeño moño
gris, nada estrafalario ni gro-
tesco.
Julián de Charra,'?.
Diitrjos iJi: rLi.Ái.z.
■y^.y^.'v'í-"-" ~~"'.-';'" •¿"••?j
ESCUELA ITALIANA
LOS AMIGOS DE LA COCINERA
ÓLEO DE QUADRONE
DE LA COLECCIÓN DE DON LORENZO PELLERANO.
PIVS
. VUBA
— OL^^^íB
>>2v—
JRllZ 0£ ROZAS.
ORTIZ DE ROZAS. Originario del lu-
far de Rozas, valle, de Soba. Arzobispado
de Burgos.
El primero de este apellido que vino a
América iaé don Domingo Oriiz de Rozas
y Carda de Víllasuso, (Caballero de la Or.
den de Santiago. Presidente. Gobernador y
Capiíin General de Chile, primer Conde de
Poblaciones. Estuvo casado con dofta Ana
Ruiz de Brivíesca.
Su nieto el Teniente General don José de
Solano Ortiz de Rozas, marqués de la Sola-
na. Caballero de Santiago y de la Orden de
Car:.' 'il fué asesinado en Cádiz durante
ie 1506. siendo Gobernador de
c .En esa época era su Edecán
e! deifuís General don José de San Martin,
Libertador de América.
Hermano del ya nombrado Gobernador
de Chile, fué don Bartolomé Ortiz de Rozas
y Carcia de Villasuso, bautizado en Rozas el
4 de septiembre de 1639. Regidor y Diputado
General en 1714 y 1725. Comisario General
de los Cuerpos de Infantería española y del
de Caballería de Guardias de Corps, Caballe-
ro de la Orden de Santiago: casó en 1713 con
dona María Antonia Rodillo de Brizuela.
Don Domingo Ortiz de Rozas y Rodillo
de Brizuela. Cadete del Real Cuerpo de Guar-
dias Españolas de Infantería. Capitán de
Granaderos de Buenos Aires.
Tuvo de su mujer doña Catalina de la
Cuadra Ferr^ndez y Ponce de León, a don
León Ortiz de Rozas, nacido en Buenos
^PjWL.yMtii^
MARCO íitL fi,:i'.
Airís el 1 1 de abril de 1760. sirvió de Co-
mandante en Jefe de las Haciendas del Rey:
estuvo casado con doña Agustina López
de Osorno. y entre otros hijos, tuvieron a
don Juan Manuel Ortiz de Rozas y López de
Osorno que nació en Buenos Aires el 30 de
marzo de 1793 y falleció el U de marzo de
877. Fué Gobernador y Capitán General
de dicha provincia en 1331 y Jefe Supremo
de la Confederación Argentina: contrajo
matrimonio el 16 de marzo de 1¿I3 con
doña María de la Encarnación de Ezcurra
y Arguibel. nacida en 1795 y muerta el 20
de oc»ubre de 1333. Estos tuvieron a doña
Manuela y a don Juan Bautista, la primera
casada con don Máximo Manuel Terrero y
Muñoz de Rábago y el segundo con doña
Mercedes de Fuentes y Arguibel. de quienes
existe descendencia.
Este apellido se vinculó a las familias de
Ezcurra. Carcia Mansilla. Terrero. Rodrí-
guez Larreta. Bond. Baidez, Salas, etc.
Una hermana del primer Conde de Pobla-
ciones llamada doña Antonia Ortiz de Rozas
fué casada con don Matías Alonso de Laja-
rrota. y tuvieron por hijo a don Domingo
José Alonso de Lajarrota y Ortiz de Rozas,
Caballero de la Orden de Alcántara, el cual
pasó a Buenos Aires, y el 12demayode 1756
casó con doña Maria Josefa de la Quintana
y Riglos, de quien descienden las familias de
Aguirre, Anchorena.
Nazar.Sáenz Valiente,
Ocampo, Urquiza, Ma-
daríaga, Harílaos, etc.
Escudo: Partido, a
la derecha en campo
azur un león de oro su-
perado de un lucero de
lo mismo: bordura de
plata con ocho rosas
de gules, a la sinies-
tra, en gules tres bo-
lones de plata, corta-
do de azur y cuatro li-
ses de oro, y bordura
de plata con ocho as-
pas de gules.
MARCÓ DEL
PONT. En la villa
de Calella. principado
de Cataluña, tiene
asiento la casa solar
denominada de Marcó
del Pont, tan antigua
como la villa misma,
habiendo desempeña-
do sus hijos los em-
pleos más honoríficos,
como son los de Al-
caldes, Síndicos. Re-
gidores y demás car-
gos de confianza en el Gobierno.
Un descendiente de este apellido, llamado
don Buenaventura Marcó del Pont y Bori.
se estableció en Vigo. en cuya Colegiata casó
el 9 de diciembre de 1760 con doña Juana
Ángel y Méndez: de este matrimonio nacie-
ron, entre otros hijos, don Fraticisco Casi-
miro, Gobernador y Capitán General del
Reino de Chile: fué Caballero de la Orden de
Santiago, cuyo hábito tomó el año de 1800.
Don Juan José, perteneciente a la Real
de Carlos III.
Don Manuel Maria, Capitán de Volunta-
rios de Gerona, y Caballero de Calatrava, y
don Buenaventura Miguel Marcó del Pont
y Ángel, que vino a Buenos Aires, casando
en 1787 con doña Francisca Javiera Díai de
Vivar. Algunos hijos de este matrimonio se
establecieron en el Perú, Francia y España,
donde existe descendencia. Otro de ellos,
don Antoníno Marcó del Pont, nacido en
",■: — -. Aires el i O de mayo de lülO. contrajo
n doña Feliciana Reyna. de quienes
• :en los representanies de esté ape.
iiidü. ligado en la actualidad a las familias
de Rodriguez-Larreta. Cabral-Hunter. Ro-
Tiias. de la Torre. Urí-
Campo, etc.
iz J>: en campo de gules
cinco marcos de oro. y en la
parte inferior una Puente de
i;a y dos ondas de azur.
■■7'.CA. Este apellido es
/ de la casa Infan-
. .lar de Lezica.siiua-
tia en ¡i anteiglesia de Corte-
zubi, en el Señorío de Vizcaya.
Don Juan de Lezica y Ca-
ceaga contrajo matrimonia
CONDE DE LUCAR
con doña Maria de Torrezuri y de Astoreca.
de quienes nació don Juan de Lezica y To.
rrezuri, bautizado en la iglesia de Cortezubi
del Consejo de Aranquiz. el 2o de julio de 1709.
En 173-1. el rey don Fernando VI, expidió
Real Cédula comisionándole para pasar al
puerto del Callao, en el Reino del Perú, con
el fin de estudiar las fortilicaciones en ese
puerto del Pacifico. Terminada su misión,
se trasladó a La Paz, donde contrajo matri-
monio con doña Elena de Alquiza y Peña-
randa, en febrero de 1736.
En 17-13 vino a Buenos Aires para regre-
sar a España, pero después de una grave
enfermedad se radicó aquí.
En 17,50 entró a formar parte del Cabildo
con el cargo de Regidor: fué Alcalde de pri-
mer voto, y Alférez Real de Buenos Aires,
en cuyo carácter proclamó al Rey Carlos II
A instancias suyas se elevó la población
de Lujan a la categoría de Villa. Fué funda-
dor del templo de Nuestra Señora de Lujan
y Patrono del de Santo Domingo de Buenos
Aires, donde reposan sus restos.
En su matrimonio con doña Elena de Al-
quiza y Peñaranda, tuvo nueve hijos, entre
ellos don Juan José, que casó con doña Pe-
trona de Vera y Pintado.
Su descendencia se vinculó a las familias
de Alvear, Christophersen, Zapíola, Tom-
kinson. Pirovano, D'Amico y otras.
Ostentan por armas:
1.0 blasón cuartelado
en sotuer; en jefe tres
corazones de gules file-
teados de oro en si-
nople. 2.'^ en punta un
castillo de oro en cam-
po de sinople. 3." y 4."
en los flancos, en cam-
po de plata un lobo
sable pasando debajo
del histórico árbol de
Guernica. Bordura de
gules y las cadenas de
oro de Navarra. Por
timbre un yelmo mi-
rando al frente.
CASA DE LOS
CONDESDE LÚ-
CAR. SEÑORES
DE TAPIA DE
SANTA CADE A.
SU APELLIDO.
DEL-MARMOL
TAPIA. Los ascen-
dientes de este linaje
tenían su casa solarie-
ga en la villa de Luce-
na de Córdoba, que
fundó Luis del Mármol
Carvajal, historiador de «Rebelión y Casi i-
go de los Moriscos del Reino de Granada».
Descendiente directo de éste, fué don Ga.
bríel Luis del Mármol y Hurtado de Mendo.
za, nacido en Málaga, en febrero de 1723, y
casado el 23 de noviembre de 1751 con doña
Paula de Tapia, hija de don Alonso de Ta.
pía y Mudarra de Santa Gadea.- Conde de
Lúcar y Señor de Tapia de Santa Gadea. y
de doña Teresa de Vela y de la Cueva.
Hijo de don Gabriel Luis y de doña Paula
de Tapia, fué don Miguel del Mármol, po-
seedor de los títulos y mayorazgos de esta
casa, que nació en Málaga en 1754, pasando
al Río de la Plata el año 1771. Casó en Bue-
nos Aires con doña María Micaela de Ibarro-
la y Gribeo. teniendo por hijo primogénito
a don Miguel del Mármol Ibarrola. que na-
ció en Córdoba del Tucumán. el 21 de enero
de 1773. Fué Regidor del Cabildo de Buenos
Aires, y Presidente del Banco Nacional.
Casó el 27 de abril de 1311 con doña Petro-
na de R(?yna y Pizarro, teniendo por hijo a
don Máximo del Mármol, que nació en 1813.
Este casó con doña Luisa Demaría y Esca-
lada, cuya descendencia está en la actuali-
dad vinculada a los Del Már-
' '-il^fll ^^^' ^^''''^"za. Labougle, y
"^'^r^S Maschwitz, los que conser-
. /- /.y*^ van sus derechos a los títulos
V.^^ Je esta casa.
Blasón: seis cuervos de sa-
ble en plata y bordura de gu-
les con ocho escudos de plata
y azur. Corona de conde y la
Cruz de Santiago.
CARRANZA. La familia
de este ap'ellido procede de la
ciudad de Toro, donde nació
el 23 de enero de 1756 don Ángel Martin de
Carranza, Caballero hijo-dalgo. Como capitán
del Regimiento ('Saboya». en la armada del
Virrey Ceballos, embarcó en Cádiz, el 12 de
noviembre de 1776, para el Rio de la Plata,
donde hizo la campaña de Río Grande.
Enviado al Alto Perú, cuando la subleva-
ción de Tupac-Amaru. asistió al sitio de La
Paz. donde fué gravemente herido. Vuelto
a Santiago del Estsro, desempeñó los cargos
de Alférez Real, y Sindico Procurador General.
Estuvo casado con doña María Cristina de
Santa Ana. y entre otros hijos tuvieron a
don Ángel Fernando, que nació en Santiago
del Estero, en 1805. Fué Capitán de Patri-
cios y Diputado al Congreso Nacional: con-
trajo matrimonio con doña Petrona de Ba-
rríonuevo: viudo en 1335, casó en segundas
nupcias con doña Carlota de Achával, her-
mana del Obispo de Cuyo, Fray V/enceslao
de Achával. De su primer matrimonio nació
don Adolfo E. Carranza, declarado benemé-
rito de la Patria por el Senado Nacional.
Casó con doña María Eugenia del Mármol y
Demaría. Uno desús hijos fué don Adolfo P.
Carranza, fundador y director del Museo
Histórico Nacional, que falleció en 1914,
A esta familia perteneció el primer Ob¡sp,o
del Rio de la Plata, Fray Pedro de Carranca.
En la actualidad, llevan este apellido las
familias de Labougle, Maschwitz, etc.
Escudo cuartelado: 1.^ y 4.'', lobo de sa-
ble en campo de plata: 2.» y 3.", torre de
plata en campo de sinople.
— 1 'i_\'i=5 \ i_ 1 I^^X-
Yo sentía una curiosidad feme-
nina por conocer el palacio de Zu-
loaga. Me lo figuraba repleto de
tesoros artísticos, coleccionados há-
bilmente por ese genial catador de
bellas y raras antigüedades. Pero
mi deseo ha fracasado. En su casa
de Zumaya apenas si guarda unos
pocos objetos de valor. En cambio
el edificio, el lugar, el paisaje, el
pintoresco estudio de trabajo, reser-
van al visitante deliciosas sor-
presas.
Ignacio Zuloaga me recibe con
talante abierto y afectuoso. Lleva
una boina de vasco sobre la frente
y una camisa blanda deja al des
cubierto su cuello de toro. En esta
guisa vive, feliz por la libertad, en
tusiasmado por sus trabajos de ar
quitecto y albañil. Dirige personal
mente las obras de su casa, y dis
cute con su arquitecto la longitud
de los muros o e! vuelo del tejado
Planta por si mismo los árboles
ayuda a los obreros. . .
En la desembocadura del rio Uro
la, próximo al pueblo de Zumaya
hay un arenal solitario donde azotan
los vientos marinos y rompe furiosa
la resaca. En ese arenal ha plantado
su casa el pintor La casa de Zuloa-
/
«
qiiOGio
gaes simplemente un caserío vasco, encantador de sencillez.
Conozco bien cuántas personas cultivadas existen en
Buenos Aires que estiman amorosamente los artísticos
interiores, los muebles de estilo, los cachivaques antiguos
y estéticos. En este sentido, la casa de Zuloaga es un rin-
cón insuperable. Todo allí se convierte en agrado y cu-
riosidad; todo está presidido por un buen gusto magistral.
El zaguán de la casa, por ejemplo, abierto en un gran
arco rebajado, brinda al huésped un refugio amable cuan-
do los vientos del Cantábrico soplan con demasiada vio-
lencia; desde allí se columbra el pueblito de Zumaya, el
manso río, las colinas verdes, el paisaje de égloga. Pero
en el lado opuesto, hacia la parte del mar, una terraza
amplia y selecta invita al reposo estival y a las dulces
contemplaciones, oyendo el canto inextinto de las olas
sobre la playa. Y el patio central, en forma de vestíbulo
cubierto, reproduce de alguna manera ese aire señorial
de las viejas mansiones rurales, con su escalera de an-
cho tramo y entallada baranda.
A la hora del almuerzo, yo no sabía en qué punto
situar mi atención. La comida era selecta y grata, los
vinos deliciosos, y la señora del pintor me ofrendaba las
mejores amabilidades de su alma francesa. Un primo de
Zuloaga, que es sacerdote, decoraba perfectamente la
mesa con su austero hábito. Otros dos parientes del pin-
tor, altos, secos, rostros de antiguo hidalgo español, pres-
taban nueva fuerza decorativa al almuerzo. Pero más
allá del almuerzo, por encima de los sabrosos manjares,
había aún numerosos sujetos de curiosidad: muebles ra
ros, lozas de Talavera, hornacinas renacentistas, jarros
segovianos, y una chimenea admirable.
El taller se alza junto a una vieja ermita abandona-
da, y tiene un aspecto imponente, como de novela de fo-
FACHADA PRINCIPA!. DE LA CASA nFl. PINTOR.
— i=>i_;v^^ X
UNA GITANA (ÓLEO)
lletín romántico. Las paredes muestran sus desnudos y tos-
cos sillarejos. y el techo muy alto está sostenido por gruesas
y formidables vigas de roble. Una chimenea ojival, abierta
en el gran muro, está pidiendo un concurso de salvajes y
barbudos cazadores romancescos. Sobre un arcón vetusto
reposa una fragata de combate. Sillas de cuero antiguo se di-
seminan en la estancia. Y en el fondo de un bargueño hay
una terracotta de Tanagra, divina de expresión graciosa. Y
junto a la figulina, un pedazo de herradura para desviar
la jetta. . .
Porque este pintor refinado que conoce todas las intelec-
tualidades de París, es en el fondo un hombre sometido a
las supersticiones. Este vasco hercúleo que hace gala da no
tener nervios, ha vivido muchos años en Andalucía acompa-
ñado de gitanos y toreros. Además, Zuloaga ha sido tore-
ro.. . Alguna vez, cuando un amigo le brinda la ocasión de
visitar un tentadero de reses bravas, Ignacio Zuloaga no pue-
de resistir la tentación y hace con la capa magistrales ^Mí^tros.
También es un poco pelotari; y al efecto ha construido, pe-
gante al taller, un fron-
tón de pelota en donde
juega épicos partidos
con los aldeanos.
— Le ganarán a us-
ted, seguramente. . .
— No siempre. Ju-
gamos una merienda
colectiva, y con fre-
cuencia tienen que pa-
garla ellos . . .
Pues bien, este hom -
bre de apariencia ru-
da, de camisa blanda,
boina de vasco y cuer-
po musculoso; este
hombre que quiere ser
sencillo, primitivo y
bárbaro, cuando pre-
senta sus cuadros en
el caballete asume una
imprevista actitud ge-
nial. Nada tan opues-
to como el autor y la
obra. El hombre se nos
presenta simplemente,
y el cuadro es todo
complicación. Ved ese
retrato de mujer: la
elegancia más selecta
está representada en
esos ojos grandes e in-
teligentes, en la postu-
ra señorial y eximia.
Ved ese desnudo de
LA DEL GUANTE AMARILLO (ÓLEO)
INTIXIOX DIL ESTUDIO.
mujer: jamás la carne
pudo ser pintada con
mayor emoción y sin-
ceridadyconmásgran-
de respeto por la eter-
na materia femenina,
fuente de amor y ma-
ternidad. Y en fin, ahí
nos presenta un paisa-
je, en el pueblo de
Almézar, sobre la tie-
rra cálida de Aragón.
Es un paisaje severo,
sobrio de color, opu-
lento en su dibujo, in-
superable de expresión
histórica. En ese pai-
saje tiene puesto su ca-
riño Ignacio Zuloaga.
— Quiero demos-
trar que yo soy tam-
bién un paisajista. . ,
Todos estos cua-
dros, hasta el número
de treinta, serán re-
mitidos a Nueva York,
para la exposición per-
sonal que el gobierno
yanqui dedica al señor
Zuloaga. Hablamos un
poco de la Argentina.
JoséM.»Salaverría.
San Sebastiin, 1916.
— V=>I-jy^^ -V^L-TT^KJ^X—
'■^-^
F5
^
^1 r
\^
1^ K
Los míos. Mis ojos que ocn su
perpetua curiosidad de viajeros se
han tornado hacia la mujer argen-
tina, antes de fijarse en la llanura
inm'ensa. el gran rio. o el cielo aus-
tral sereno y bellamente constelado.
Contemplando una mujer, hace-
mos siempre una interrogación ante
su psiquis y una afirmación ante su
cuerpo. La psiquis rara vez nos res-
ponde: el cuerpo si: ora nos sugiere
admiraciones, ora desencantos, pero siempre se
arraiga en la eterna obsesión del hombre: la mujer
que completa su vida. Gigantes o pigmeos, la mu-
jer nos lleva al término medio, estableciendo la
precisa ponderación entre las contrarias solicita-
ciones del corazón y de la idea.
Yo cruzaba una calle de Buenos
# Aires, que tiene un nombre de pri-
mavera e impregnado el aroma de
todas sus mujeres: entonces, iban
y venian. se esparcía un ambiente
de feminidad, y las vidrieras refle-
jaban rápida e indecisamente admi-
rables siluetas, por un momento
entrevistas y nunca más olvidadas.
Era la hora crepuscular, y entre el
<^y **.^,<'-5* ^*^° '^^ '^ gente veía a la mujer
>'-«y I que se aproximaba... más allá.
f i otra en escorzo. . . para otra, vol-
vía la cabeza, porque iba ya pasa-
da, y se alejaba cimbrando el talle
esbelto como una rama en el viento.
La impresión que yo he experi-
mentado, ha sido, a un tiempo ex-
traña y optimista. Algo, como si tras un largo
viaje, arríbase a una isla donde bajo maravilloso
cielo seleccionasen todos los países su belleza.
¿Y mi condición de espectador, no se ve desvia-
da en su análisis por sentimientos de superior
eficacia?
Puesto en observación, y apartando un poco el
motivo sentimental, me acude con viveza el
recuerdo de la española y de la italiana, si
bien, diversificado y con una genuina sensa-
ción de nacionalidad distinta. No encuentro
aquella criolla, aquella hija de América, que
las lecturas y el fantasista ensueño
de la adolescencia, forjaban con un
carácter de hermoso exotismo semisal-
vaje. Yo pensaba encontrar la mujer
indolente, de mirada pasional y capri-
chosa, de una prematura madurez, que
en las novelas y las estampas tenía el
prestigio temible de las pasiones enco-
nadas, la huraña independencia, la
hamaca, el esclavo negro, la humareda
azulada y serpentina del tabaco...
Veo que no hay nada de eso. En la más
europea de las ciudades de Europa,
estaría una mujer porfeña como en su
casa, con el mismo aire de dominio, la
misma elegante seguridad, el mismo
refinamiento ultramoderno.
&>n todo, a! hablar antes de unos persiten'.es re-
cuerdos, lo hacia sugestionado por la luminosa vi-
sión de las imágenes latinas. He visto muchos
ojos de española, ojos de fiebre que invitan al
ritmo y a la audacia, y muchas bocas italianas.
rojas como una herida, finas y herméticas, copia-
das, acaso, de Monna Lisa..
Pero la porteña, agrega a ese heredado tesoro
un inconfundible aspecto de espiritualidad y buen
gtisto. Difícilmente habrá otras mujeres como éstas,
pues a semejanza de las antiguas civilizaciones,
realzan la belleza nativa con el bien vestir.
Ahora, ¿qué psicología es la suya? La maravilla
del cuerpo, ¿qué alma esconde? El templo, ¿qué
santuario oculta? Si yo pudiera contestar a estas
interrogaciones, detendría aquí la pluma, pues las
rían ya. para mi, de esa sugestión
que se funda en el misterio. Muy
' que ignoramos se hace imperioso
en virtud de nuestra debilidad
ante las cosas desconocidas.
Con prontitud, juzgamos de
una hermosa cabeza, de una
sonrisa armoniosa, de un cuer-
po con perfecciones de esta-
tua, o de una voz que suena
con la emoción de una muy
grata música. . . pero, ¿quién
se atreve a juzgar del pensa-
miento, de la ironía, de la vo-
luptuosidad o de la fascina-
'-i'ín que en esas externas per-
■''■':c¡ones se encierran? Pe-
-0 es acercarse a una
í, y procurar la com-
:,r»;risión momentánea de
un espíritu femenino, es
rr.\BICI'l H lEGnSiA
Ayorinu^i^.
'■*=«=*=*<=
Un espectácu
ese afán con que
cesan temen te de
cando- unasho
ridad de las au
y juvenil alegría,
elevación de los
En cualquier
Aires, ante un
derna construc
nes amplias, ve
pos de muchach
sonrisa, clara y
con los pies pe
das revoloteando.
que
al co
^
aproximarse al riesgo de nuestra hoguera interior,
avivada por la obsesión, y donde no se perece,
pero se sufre . . .
Hubo un momento en que las columnas de aque-
llos templos de la Hélade se animaron y perdieron
la rigidez de las piedras labradas para convertir-
se en figuras femeninas ornadas de serenidad.
Las cariátides estaban ante el templo y eran so-
porte del templo. Esta adoración clásica a la be-
lleza femenina, a la divina Afrodita, a la eterna
Palas Atenea, a la blanca Artemisa, se perdió
en muchas ocasiones para renacer luego triun-
fante.
Hoy que la mujer se abre a la vida del espíritu,
y alcanza plenitudes intelectuales y artísticas,
vedadas para ella en las pasadas épocas, surge
aquella apoteosis de los helenos inmortales, como
si por encanto o conjuro se animasen los mitos
teogónicos, y Crecía volviera con sus filósofos,
trágicos, héroes, oradores y poetas. . .
En verdad, que cuando he visto desfilar las lin-
das criollas, Afroditas americanas, reinas de los
dias que seguirán a estos días, he pensado en lo
inútil de tender el corazón hacia un pasado en que
las fábulas resplandecían de perfecciones y de amor.
La evocación, la divina evoca-
ción, se ha hecho ^S. ^ carne...
"^-^ ,
lo interesante es
la mujer trata in-
aprender, tro-
ras — en la seve-
las, su bulliciosa
por la pensante
estudios,
calle de Buenos
edificio de mo-
ción y proporcio-
réis salir los grú-
as, satisfecha la
armoniosa la voz
queñitosy lasfal-
Un problema que siempre me
interesó sobremanera, es el de la lectura; como de-
be leerse un libro. No es nada fácil la lectura com-
prensiva de un libro,
pues rara vez se esta-
blece la precisa relación
entre el lector y las pá-
ginas leídas. Una oíjra
de cierta importancia
es un enigma para la
mayoría de lectores que
casi nunca adéntrase en
la ideología o la sensi-
bilidad del escritor.
Hay que exceptuar a la
lectora, pues ésta es de
muy superior sensibili-
dad y penetra mejor
que el hombre lo recón-
dito del alma que pueda
ocultarse en un buen libro.
En cambio, presenta la lectora otras particula-
ridades que no existen en el hombre. La soltera,
por ejemplo, lee de distinto modo que la casada.
En la división que una mujer establece en los libros
calificándolos
de buenos o
de malos, la
casada se to-
ma determi-
nados privi-
legios y habla
con indolen-
cia, de haber
leído a tal
autor o a tal
otro que no
eran precisa-
mente mode-
lo de virtudes
La mucha-
cha, la seño-
rita de la casa, vedla a hurtadillas, rebuscando en
la biblioteca de papá un libro menos aburrido que
esas novelitas innúmeras y empalagosas editadas
especialmente para las jóvenes solteras. Cuando
ya lo ha encontrado:
Jack, por Alfonso Daudet: Prévost. . . Mon-
sieur ei maáami' Moloch. . . ¡Será lindo! ... A ver
otra. . .
En esto se oye un ruido. Es papá que entra en
la biblioteca. El ^.^^^^-^ libro y la mano
derecha pa ^-í^Kf ^*" '-°" rapi-
dez a la es r'^^'i^K palda...
cías, hijita?
randoeste ma
rriles, no más.
\J
— Papá, mi
pa de ferroca
El papá, convencido, empieza a
revolver sus papeles, y a la primera
ocasión, la niña, ágil y apercibida,
desaparece, llevando como trofeo
la tentadora novela, muchas veces
inofensiva y otras veces incom-
prensible.
Por fortuna, cada día la mujer va
adquiriendo las prerrogativas de su
responsabilidad y va formándose el
axioma de que es más peligroso adivinar que saber.
En esos grupos de alegres muchachitas que salen
de la escuela como de un templo forjador de espí-
ritus, se vislumbra la gloriosa apoteosis de la mujer.
La música, el arte sublime de los más apasiona-
dos sentimientos, tiene su mayor
número de adeptos en la sensibili-
dad femenina. Pocas mujeres habrá
que no amen la música, pues no
amarla sería casi la negación de sí
mismas. La mujer es ritmo, es armo-
nía, es una vibración sonora de la
naturaleza, reproducida por sínte-
sis suprema, en perfectísimas for-
mas plásticas.
Son innumerables los conserva-
torios de Buenos Aires, a los que
asisten las porteñas con un sacro
entusiasmo, que arrancaría frases
laudatorias a la misma avinagrada
adustez de Wágner o Beethoven.
La mayoría de las alumnas estudia
piano o violín, y en ambos instru-
mentos interpreta, generalmente con tendencias
románticas, las más diversas escuelas musicales.
He aquí una balada para ellas:
EL CLAVE
¡Oh. la romántica voz del clave
bajo una luna de plata! . . .
canta la vieja sonata
con las notas y trinos de un ave. . .
El menuello de rara elegancia
que entre cuentos de guerra y amor
se bailaba en loor de Francia.
El aire antiguo y seductor
de ingenua y bella melodía
que insinuante aparecía
en el laúd del trovador. . .
¡Oh. la romántica voz del clave
bajo una luna de plata!...
Se hizo ilusión la sonata
y el corazón se hizo ave. . .
En el cosmopolitismo y la vida agitada que
nos invade, se esparce la atención entre las
tiendas, los teatros, biógrafos, paseos y ter-
tulias, donde la mujer pone su sello incon-
fundible.
De intento, no hablaré del amor. Sólo podría
hablar de él vagas generalidades tan aplicables a
una criolla como a las mujeres de otros países.
Haciendo cosa distinta sería indiscreto, y mis lec-
toras — quedamos en que ellas llegan a lo recón-
dito del alma muchas veces — no me perdonarían
mi fracaso, si me equivoco: mi exactitud, en caso
de acertar. El amor es complejo, difícil, contra-
dictorio. . . Si yo escribiera del amor, dos amigas,
cuchicheando, tendrían probablemente una son-
risa irónica para mi pobre petulancia de escritor.
y callando ignoran, al menos, lo que pienso. . .
Como los antiguos tenían a Thule. la isla lejana,
por límite de las tierras y de los mares, yo tengo-
este silencio como límite y como interrogación
para la curiosidad natural que no siempre se en-
gaña.
En el horóscopo aparece la misteriosa relación
de los astros con la vida, la coordinación de las
fuerzas desconocidas, que debe-
mos mirar en posiciones diferen-
tes y más debemos deducir que
preguntar. Los astros son mudos.
Las mujeres también.
Por eso. dejando dormir la in-
saciable curiosidad, me he situa-
do simplemente, como un espec-
tador ante su predilecto espec-
táculo. Se asiste a él, alegre de
ánimo, fuera de toda exégesis, dis-
puesto a la amable comprensión
de las cosas y procurando cui-
dadosamente no caer en el
eterno peligro de autusuges-
tionarse y convertir en ma-
ravillas lo que nada tiene
de extraordinario.
#
I>X—
de
Aaxdcl
Pldído
Varias veces ha intentado Buenos Aires
conquista de una salida al mar, no al ma
del comercio, porque ese era ya suyo, sino
al que tiene playas donde se practica el
«doloe far niente». Sin un puerto, siquiera
sea para el descanso, no hay ciudad
poderosa. ¿De qué le valía a la metró-
poli constituir el foco más intenso de
la vida sudamericana, encontrándose
desprovista de un paraje marino que
en los días veraniegos le sirviera co-
mo sangría descongestionadora? Río
de Janeiro, Montevideo y otras capi-
tales poseen, por derecho propio, por
privilegios de la naturaleza, playas ad-
mirables. Buenos Aires, igual que Pa-
rís, Madrid y otras urbes, más o menos
alejadas de! litoral marino, necesitaba
conquistar un Biarritz, un San Sebas-
tián. Y triunfó en la empresa. Mar del
Plata es la rival de esos balnearios euro-
peos, y entiéndase que la palabra rival
tiene, en este caso, un doble significado.
Porque todo lo que sea concurrir a
la playa criolla, supone restar fuerzas
a las playas europeas, hasta hace poco de ri-
gurosa moda para las familias argentinas.
Labor de patriotismo es, por lo tanto, la
realizada en el balneario marplatense.
Y si examinamos la palabra rival en su
segundo significado, también puede ase-
gurarse, sin sombra de orgullo, que
Mar del Plata resiste ventajosamente
la comparación con las playas célebres
donde el mundo elegante se da cita.
La capital veraniega de la Argenti-
na, la que nos ha proporcionado una
independencia en cuestiones de ba-
ños marítimos, el Biarritz sudameri-
cano, ha sido descrito prolijamente
por toda la prensa.
Por referencias gráficas, por las des-
cripciones de los cronistas sociales, el
público «ha vivido» la vida de la Ram-
bla y paseado en la sombra del arcaico
Torreón, sueño de oro de casi toda la so-
ciedad porteña. El aspecto aún poco co-
nocido es este que presenta los chalets
suntuosos edificados en Mar del Plata
por distinguidas familias argentinas.
I
ADOLFO BLAQUIER
MARTA N. DE BLAQUIER.
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r.oOACHS DE-AtOMCO.
. p>I_"^ '43 X .L_n "13 .-^ —
El primero de los chalets
marplatenses lo edificó el se-
ñor Pablo Zamboni, en terre-
nos de la loma, el año 1889,
vendiéndolo a poco al señor
Christophersen. Por entonces
se juzgaba una temeridad esa
empresa, creyéndose que el
propietario perdería el dinero
que le costó el edificio; mas a
los pocos años la gente se con-
venció de que Zamboni fué un
vidente.
En aquella época era difícil
prever lo que sucederia años
más tarde. El turismo europeo
estaba entonces en plena boga;
la gente adinerada iba en pere-
grinación a Europa, porque
París era la tierra prometida
de los porteños. Afortunada-
mente, bien pronto se inició,
una reacción favorable y la
aristocracia metropolitana
hizo empresa suya la conquista
de que antes hemos hablado.
El milagro se realizó como se
realizan aquí las cosas, rápida-
mente, como en un vértigo.
La construcción de chalets
aumentó cada día más; los
conquistadores hicieron su
campamento, y ahora es aque-
llo una colección de edificios
que nada debe envidiar a
las mejores de otras playas.
Reciben el nombre de cha-
lets por costumbre, siendo al-
gunos verdaderos palacios y
suntuosos palacetes otros. Los
de las señoras María Unzué de
Alvear, Rosa Altgelt de Torn-
quist y don Pedro Luro. son un
derroche de lujo y buen gusto,
no desmereciendo los de las
señoras Isabel N. de Bonnino,
María N. de Blaquier y los se-
ñores Jacinto Peralta Ramos,
Rufino Rodríguez de la Torre,
José Luis Cantilo, Adolfo Bla-
quier, Bernabé Carabassa, etc.
Los mejores arquitectos bo-
naerenses han hecho allí gala
de su maestría, realizando una
especie de concurso artístico.
Es admirable el aspecto que
ofrecen aquellas construccio-
nes, cuyos jardines avaloran
la belleza arquitectónica con la
gracia policroma de las flores.
El dinero obra milagros, co-
mo éste que se realizó en Mar
del Plata; mas hay otra cosa
capaz de hacer prodigios ma-
yores si se reúne con la rique-
za: el amor a la tierra natal,
sentimiento que, en bien ds la
patria, auna los esfuerzos de
todos para enriquecerla cadi
vez más.
r->L^>^ 'i- XI. I I -> . X —
NUE^TROI
AMIGOS
LOS ANIMALE.S
EN DEFENSA
DEL GATQ
N esas explosiones de tre-
mendo enfurecimiento de
la canalla humana, que me
ofenden, me detengo larga-
mente a admirar el espec-
táculo que ofrecen otros seres que no conociendo
el odio se pliegan a la gran fuerza de la vida...
que es el amor.
Y hoy, animado de una piedad que si no es amor
es justicia acaso, hoy trataré de reivindicar a un
caído. Este caido no es otro que el gato, el cual
es a menudo mal juzgado por otros animales y a
veces mal juzgado también por los hombres.
Entró en mi casa sin hacerse anunciar. Saltan-
do tal vez el pequeño cercado, o pasando a través
de la puerta cancel, por un pasadizo que llega a
la cantina y alcanza las escaleras internas. Y helo
aquí viniendo a refregar contra mis piernas su
inteligente cabecita. Me mira como si fuéramos
ya viejos amigos, aunque sea la primera vez que
yo lo veo y dijérase que me ha adivinado y cono-
cido por completo. Lo acaricio y le pregunto:
«¿Cómo te llamas?» No me lo dice, quizás porque
sea un secreto para él mismo; pero con una pala-
bra sola me revela su acariciadora índole, ávida
de caricias.
Esta única palabra es tan larga y sumisa, que
me parece una súplica humilde o un llanto repri-
mido. Esa palabra me dice: «No te pareces a mu-
chos que encuentro al recorrer mi camino; desco-
noces el puntapié y la pedrada; tus pies serán
benignos conmigo que soy un mísero; para ti que
eres bueno y grande (se refiere al tamaño), mis
caricias serán de terciopelo. ¿Quieres que nos ame-
mos un poco? ¡Miau!»
Es realmente un gato. El nuevo huésped de mi
casa ha venido a demostrarme la falsedad de an-
tiguas máximas humanas antihumanas. «No es
cierto. — me asegura. no es cierto que nosotros
los gatos seamos engañadores, mentirosos, egoís-
tas, falsos y traidores. Yo, como lo ves. he venido
ingenuamente a ti, y mis semejantes, si no se me
parecen en un todo, valen más que su reputación.
Somos prudentes (lo cual no es un mal); algunas
veces nos tienta el pecado; pero sólo un pilluelo
que no conozca el pecado podría arrojar la pri-
mera piedra. . . A menudo parecemos ladrones de
profesión, pero nuestro único defecto es por lo
común un apetito abundante, ese apetito que no
entiende de razones. ¡Oh! si el hombre no abusara
de nosotros, como hace siempre, arrojándonos pie-
dras, tirándonos desde un segundo piso para di-
vertirse, estrellando contra las paredes a nuestros
hijuelos, o echándolos vivos en los sumideros! ¡Oh!
Si la embustera cacerola dijese la verdad respecto
a los cuerpos de nuestra familia que ha cocido,
nosotros os pareceríamos amigos corteses y útiles.
Dejadnos vivir en paz y llegaremos a ser mejores.»
Todo esto me dice la única palabra humilde y
sumisa. Levanto al gatito, que aun no tiene nom-
bre, sobre mis rodillas, aliso largamente su pelo
parduzco salpicado de manchas blancas como la
nieve, e interrogo aquellos sus ojos teñidos de un
hermoso verdemar. El gato me deja hacer. No
murmura ya su lenta palabra de llanto, sólo dice
a media voz un largo rosario. Y mientras mani-
fiesta su agradecimiento, toma mayor confianza
en mi, todo me busca, todo me adivina; alarga
las patitas como para acariciarme y me deja ver
con movimientos graciosos las uñas que las tiene
fuertes y agudas y las esconde para que yo en-
tienda bien que sus armas no están destinadas a
hacerme daño. Después me pide permiso para su-
birse y arrimar su lindo hociquito a mi cara; rá-
pidamente comprende mi consentimiento, y de
un pequeño salto que apenas siento, se me tre-
pa al hombro a acariciarme y a acariciarse, a
tocar mi cuello, a tocarme la garganta, a querer
ocultar su cabecita buena entre mis cabellos para
llegar... ¿quién sabe a dónde?, hasta mi amor.
Y nada pide. Aquella palabra confusa (que sabe
decirlo todo si quiere) parece haberla olvidado.
Pero su sumisión y sus gracias continúan, todavía
el rosario no ha concluido.
Me decido a abandonar la obra cotidiana de
grafómano para hacerle un poco de fiesta al gato
gentil y me pongo de pie, dirigiéndome a la cocina.
El, estando aferrado a mi hombro, me acompaña.
Cuando le doy la miga mojada en la leche fresca.
la huele largamente, después la rechaza; con un
golpecito de cabeza la agradece, se excusa. Y me
adulo hasta pensar que más que a la comida el
nuevo amigo mío me ama a mi. Ciertamente,
cuando ha llegado la hora de volver a mi trabajo,
el gatito baja sobre el enladrillado, huele nueva-
mente la miga que ha quedado y se la come con
una lentitud llena de graciosa indiferencia. . . Pero
he aquí que entra mi hija, y el gatito deja su co-
midita para volver a hacer con ella los mismos
mohines que había hecho conmigo.
No era entonces de mí de quien aquél anónimo
se había enamorado, sino de toda la humanidad.
Hoy ha sido un gato gentil el que me ha dado
una lección; anteayer fué el perro; mañana será
el gorrión o el canario. Hasta la araña, colgando
el otro día una tela delante de una puerta de mi
casa para que yo tropezase con la cabeza y arrui-
nase su primer trabajo de la mañana, me ha hecho
pensar, siendo así que aun la araña tiene alguna
cosa que decirme.
Un día me lo dirá. Y yo quizás, ya sé lo que
puedan decirme aquellas criaturas grandes y pe-
queñas.
Sin sombra de duda me dirán que solamente el
rey de los animales desde siglos va gastando el
buen humor de todos sus subditos; que ciertamen-
te es el hombre de las fieras la más feroz, y que
las otras criaturas cuando no se sienten aguijo-
neadas por el hambre, están solamente domina-
das por el miedo que les inspira el hombre-rey.
Y entonces, en legítima defensa, ofenden.
Si el hombre se humilla un poco, si el soberano
ama un poco a sus subditos, todo cambia en de-
rredor suyo; vuelve el paraíso a la tierra, donde
los canoros pajarillos dicen el epitalamio a las
humanas nupcias.
Pero el hombre tiene otras cosas en que pensar
para preocuparse de perdonar al ternero, al gato,
al corderito conde-
nados al matadero.
Tiene que defen-
derse a si mismo de
cualquiera otra fie-
ra humana. En la
hora de la primer
comida, otro gato
se ha asomado esta
mañana a un cuar-
to donde se aloja
unanidadadeotros
semejantes suyo.
— i=>i ^ -^ VI -ni::?/»».-
Ese gato es un atorrante. A veces pasa una se-
mana sin dejarse ver por mi: después llega y se
presenta más flaco que el hambre. Es completa-
mente negro, y nadie me quita de la cabeza que
ha sido el hijo predilecto de la gata negra, la que
hoy lo recibe sin entusiasmo; pero tampoco lo
rediaza. Aquel atorrante es muy joven y puede
poveer a sus necesidades. A menudo en el jardín
se pone en acecho de las lagartijas, y sabe buscarle
la vuelta a un ratón campestre. No ha venido,
pues, a tomar su parte de comida; quizás está
aquí solamente para trabar relación con sus her-
manos interinos; permanece durante corto tiempo
en compañía de ellos y nada dice: yo le presento
la comida, pero él la rechaza sin siquiera olfa-
tearla. Y se va. mi atorrante, flaco como antes,
hambriento más que nunca, pensando que a él.
gato joven y fuerte, no le es lícito tocar la comida
preparada para otra gentecita más necesitada que
él. Cuando la madre haya dado toda su ternura
a sus hijuelos, que han aprendido de ella las proe-
zas de la campaña, los humildes deberes de la casa.
el aseo de la persona, las gracias que embellecen la
vida, las astucias que la confortan y la alegran,
pensará que aprenderán mejor lo que la natura,
madre de todos, tiene aun que enseñarles.
Que si el hombre no se declara enemigo, la buena
gata se hará también ella educadora de numerosa
prole, hasta que no se encuentre un ser malo que
le arroje una piedra o le pegue un garrotazo.
Pero sus hijos varones tendrán una suerte más
desgraciada; concluirán ellos en la cacerola de un
mentiroso fondista de la ciudad y serán presen-
tados con apariencias de liebres, cocidos de igual
manera. ¡Pobre humanidad decrépita todavía y
siempre pequeña!
No ha despuntado aun el día y el rey del galline-
ro lanza al aire su alegre diana. Es el suyo un grito
diverso al de cualquier otro gallo. Ronco en un prin ■
cipio, después estridente y agudo que llega lejos.
Queda unos minutos en silencio, esperando una
respuesta que él solamente entiende, que quizás
no le ha sido dada; repite el grito por tres veces.
Una gallina clueca y todos sus pollitos han des-
pertado; tres gallinitas rubias se han echado para
poner el huevo de la vigilia; la blanca se reserva
para ponerlo mañana que es Navidad; las dos ne-
gras giran por el patio buscando un lugar seguro
para su prole, esperada inútilmen-
te. ¿Y por qué inútilmente? Por-
que s»is huevos de todos los días
se los quita siempre una mano
ladrona.
¿De quién? Del ogro.
Otro inquilino del gallinero ya
está lejos; va por los surcos del
huertecillo, quiebra con el pico
puntiagudo las capitas de hielo
y muchas veces descubre debajo
de ellas un sabroso bocado. Aquél
audaz es un gallito: le sonríen to-
das las promesas del amor y ya
le son notorios los enojos inútiles
de su viejo rival. Es bello como
un sol, al decir de las gallinas, y
él lo sabe. Hoy el gallo viejo y la
vieja clueca parecen confabularse
en silencio; después, escarbando,
¡laman a su lado a los inquilinos
del gallinero. He aquí, han llegado
todos; también el gallito. Enton-
ces dice el gallo gravemente:
«¿Habéis oído ayer las campa-
nas? Hoy sonarán todavía más
largamente. El año pasado en
este día había nevado. Hoy so-
lamente es hielo, sin nieve; pero
es la misma cosa; cuando las cam-
panas suenan asi es de mal agüe-
ro. A mi no me harán daño, es-
toy casi seguro, y ni tampoco a
tí, vieja mía, que haces de madre
a pequefíuelos que no te pertene-
cen; pero por ustedes {y diciendo
esto mira a sus amigas primero
con un ojo, después con el otro)
tengo miedo... ¿Habéis puesto
el huevo?» Las gallinas dicen que
lo han puesto: y el gallo calla el
resto de su pensamiento que es
angustioso, templado por escasa
esperanza. Mirando fijamente con
un ojo a su joven rival, siente pie-
dad por él.
«Tú, si quieres hacerme caso,
trata de esconderte. Salta el cer-
co, escápate y no vuelvas jamást.
Pero a las gallinitas, aquella
piedad se les antoja que son celos, y así también
al gallito bello como un sol.
Al primer toque de las campanas, la gata negra
no se ha movido siquiera del calorcito de la estu-
fa, pero sus nacidos del año anterior están des-
piertos desde hace una hora; ya se han ido en bus-
ca de comida y de amor por los tejados. Ahora al
sonido violento de todas las campanas han descen-
dido al jardín, tratando todavía de hallar un poco
de comida y de amor. También la gata negra se
ha despertado de nuevo. Se dirige primero al
patio para sus necesidades íntimas y he aquí que
ve a sus tres hijos y maullando llora a un querido
ausente que fué el marido en una grata hora, que
fué el padre arrancado a las filiales caricias en una
mala empresa... del ogro.
«¿Oís las campanas? — dice la gata madre en
tono de amonestación. — ¿Las oís? Siempre que
han sonado asi, una gran desgracia me ha herido;
mis hijos varones murieron todos; una vez tuvo
la misma suerte también una gentil mujerzuela;
el año pasado fué mi colorado, tan astuto como el
hombre, con sus lindos higo titos puntiagudos, igua-
les a los que tiene el hombre; asi él, mi colorado,
fué maltratado y muerto.
— «¿Y por quién? ¿Y qué le han hecho?»
La gata no vio quién hizo el mal; pero ella ha
reconocido la piel colgada de un clavo y, a pesar
del condimento, ha reconocido también en la ca-
cerola a su perdido amor.
— Háganme caso; si queréis conservar la piel,
evitad la cocina del fondista de al lado; yo temo
que todo el mal que nos pueda sobrevenir se pre-
para allí dentro.
Mimo, un gatito blanco con manchas anaran-
jadas, deja de alisarse el lomo, levanta la gra-
ciosa cabeza y dice:
— ¿Dudarías de los hombres, mamá? A mí me
gustan mucho.»
Y efectivamente es asi. Mimo se abandona en
los brazos de todos al solo llamado; busca las ca-
ricias de las gentes, se tiende a los pies de todos y
muestra la barriguita blanca como la nieve.
— Porque tú eres más gordo que tus herma-
nos, porque eres el preferido del hombre, por eso
tú me causas más pena que los otros. Tened cui-
dado; estas campanas que tocan a fiesta, han sido
siempre el anuncio de muerte para mi familia.
Si os gusta la vida, que es tan bella, bajad en
seguida a la cantina o subid sobre los tejados;
volved aquí ya entrada la noche.
Aquella madre negra sabe dar muchos consejos,
encontrando energía para darlos en su propia ex-
periencia; hasta señalarles a sus hijuelos los peli-
gros de la caricia humana.
Mimo se rebela. La humanidad es su pasión;
restregarse contra las piernas de un hombre ama-
do, dejarse tomar la cola por una gentil mano de
mujer, desaprisionarse con gracia y darse vuelta
en seguida para hallar pronta la caricia debajo del
hocico, sobre la cabeza, sobre el lomo, es para él
su mayor felicidad.
— ¿Qué sería del gato sin el hombre? — dice Mimo.
La madre negra no sabe qué responder. Y ver-
daderamente es cierto: el hombre alguna vez es
bueno: pero el ogro no.
En el patio anda otra gente minúscula; no toda
es miedosa. Por ejemplo, el perrito se siente se-
guro de sí mismo y no desconfía de nada, ni de
nadie. Con el ojo entreabierto, el oído atento, sabe
que dentro de algunos instantes el hombre se acor-
dará de él para llevarle la comida. Las ratas, en-
contrándose seguras en las galerías cavadas por
sus habilidosas uñas, asoman el
hociquito bigotudo, adivinando
lo que se prepara para su ene-
migo el gato. También las palo-
mas mueven sus alas tan segu-
ras que desafiarían la piedra
del pilluelo, aunque en el patio
hubiera tantos pilluelos como
piedras hay en él.
Y los gorriones han bajado de
los tejados, donde esconden su
amor, para platicar al sol confiados
en sus plumas, de tal manera que
casi podría decirse que no creen
en la existencia del mal.
¿Quién les enseñará a descon-
fiar de los agujeros que han cons-
truido debajo de las tejas, donde
la uña del gato jamás llega?
Mas el ogro no está lejos.
Ha salido apenas el sol, y el ogro
ha hecho ya sus víctimas. En la
cocina de la casa el gallito, cuyas
plumas han sido arrojadas al mu-
ladar, entreabre con dificultad sus
párpados redondos como lentejas
para contemplar la desgracia in-
finita que le ha tocado. Sólo unas
pocas plumas color de oro, que lo
hacían bello como el sol, quedan
para dar testimonio de su pasado
esplendor.
En la temida cocina de la fon-
da de al lado sucede algo peor:
los gorriones, cazados a traición,
en el plácido sueño, colgados de
un clavo del techo formando un
racimo enorme, ya no sueñan más.
Y los gatos no miran con ojos de
deseo a esa presa sabrosa, porque
dos de ellos han sido degollados;
sus pequeñas pieles, todavía en-
vueltas, dentro de poco serán ex-
tendidas al sol de diciembre.
¡Ay! Mimo se halla entre las
victimas del ogro. ¿Y quién es el
ogro? Ni tú ni yo. Nosotros ama-
mos los animales, que en el amor
y en el sufrimiento tanto se nos
asemejan.
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■ p>u->^;
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CIUDAD
^
■Ícli-'M
En la quinta de enfrente hay unos pinos
abandonados, que a luz del sol
nada dicen al alma . . . Pobres pinos,
a cuyos troncos ávidos no viene
el beso de humedad de las acequias.
No para ellos la tierra removida
ni la hábil tijera podadora,
que todo es poco para las lechugas
y los crespos repollos. . . Es inútil
que los rugosos troncos lagrimeen
resinas de oro por la Primavera
ni que el viento, al pasar entre sus ramas,
les arranque quejidos musicales. . .
A sus pies se amontonan los cascotes
y sus ramajes crecen libremente.
Pero cuando la noche y las estrellas
descienden a sus copas olvidadas,
se hace en ellos milagro de harmonia,
adquieren una gracia geométrica
y uno sueña en los clásicos jardines:
Pincios y Bobolies y Aranjueces.
Cuando a altas horas de la madrugada
torno a mi casa con el ceño áspero,
gusto de contemplar mis cuatro pinos.
Toda ira interior se desvanece
y ya en la cama es infantil mi sueño.
PRpEDIFUmOf^
Los cementerios de Buenos Aires
están repletos de huesos.
Cada Pueblito cercano
también tiene un cementerio.
El mundo es como un tejido
de cementerios y de pueblos.
La Tierra negra se viste
blanca camisa de huesos.
De una y media a las dos. Empiezan
los Cafés a quedarse sin gente.
Los mozos, negros y amarillos.
o bajan las persianas con un ruido que ensordece
o levantan columnas de sillas
sobre las mesas, apresuradamente.
Flanqueadas de sus papas,
puros polvos y coloretes,
pasan las violinistas, casi tísicas,
amortajadas en sus oropeles.
Los exiguos estuches bajo el brazo,
anticipos de féretro parecen.
Es hora de morir. Las hojas,
nunca, como a esta hora, se desprenden . . .
Desde el alto balcón de una rama
se ha suicidado una pareja verde.
Hora en que se fuga el último amigo
y el tranvía no viene;
y en que toda huesos y sábana blanca
muy formal, a mi lado, camina la Muerte.
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Joí de Anr,aj
ARTE NACIONAL
ACUARELA DE J. SOTO ACEBAL
PELANDO LA PAVA
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El comacio de iidídiiidr
VÍCTOR NONTAGNE
Q^
Los grandes ríos americanos tienen su belleza
propia, característica, señalando una marcada di-
ferencia con la generalidad de los ríos europeos.
Las arterias de nuestro continente esconden sus
manantiales en apartadas comarcas, más allá de
las selvas, de los desiertos y países ignotos, en las
reconditeces que pueblan las razas aborígenes. Así
el extenso y caudaloso Paraná, a cuyo álveo aflu-
yen mil distintas corrientes de aguas con las que
se nutre y renueva constantemente, alimenta y
vigoriza su cuerpo de gigante en un infinito nú-
mero de fuentes, arroyos y ríos que manan sus
aguas en muy distanciados parajes, abarcando la
amplitud continental que separan por un lado las
sierras orientales del Brasil y por el otro las altas
cumbres de la cordillera andina.
El viajero consciente, que pasea la mirada a lo
largo de las costas, por sobre las barrancas y los.
montes que bordean este inmenso río, a poco de
admirar la grandiosidad del panorama que se des-
corre ante sus ojos, presiente el impulso poderoso
que viene de lejos y de lo hondo de la tierra la-
brando sin cesar la ruda corteza del planeta. Son
las aguas obreras infatigables, artistas creadoras
y demoledoras, que sin detener jamás su acción,
modelan incesante y caprichosamente el paisaje
de las tierras que atraviesan.
Igual que ellas, la humanidad vive y se agita
impelida por un ideal de belleza y amor, con el
que guía al mismo tiempo el estupendo y compli-
cado dinamismo que es su propia existencia.
Y es contemplando el grandioso cuadro que pre-
sentan las costas fluviales, desde el Plata hasta
las nacientes del Paraguay y Paraná, que se apre-
x^Ln^í^>x—
:;^^sg33^
I
c ia con entu-
siasmo la lenta
y sabia labor
del hombre en
su múltiple y
variada mani-
festación. Allí,
sobre aquella
loma extendi-
da, donde hace
apenas un cuar-
to de siglo fin-
caba un ran-
cho solitario,
hoy se levanta
orgullosa algu-
na villa o ciu-
dad bullendo la
vida a su alre-
dedor, en las
campiñas dora-
das por las
mieses y sobre
el río poblado
de embarcacio-
nes que van y
vienen condu-
ciendo la pro-
ducción de los
campos y de la
industria. Des-
de el formida-
ble y luciente
transatlántico
que viene de las
Indias o del Ca-
nadá, hasta la
jangadaqueba-
ja las aguas ar''astrada por la corriente, los botes pescadores, la ágil chalana.
la canoa a nafta de los isleños, el ferry-boat y la primitiva balsa para
vadear, todo pasa de continuo siguiendo la interminable ruta de las costas
que embellece la majestad del río y la bóveda azul del cielo.
Pero a medida que nos internamos, subiendo el rumoroso caudal de las
«canchas» paranaenses. vamos alejándonos del tráfico universal, del bulli-
cio portuario y naviero, apartándonos asimismo, aunque paulatinamente,
de los grandes núcleos de población que el progreso ha escalonado sobre
las riberas de Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes. Más allá del hermoso lu-
gar en que se besan las aguas del Alto Paraná y del Paraguay, traspo-
niendo Las Tres Bocas y continuando
la visual recreativa sobre el nuevo pa-
norama que se abre en el ambiente
subtropical de las costas chaqueñas y
paraguayas, la naturaleza y las cosas
manifiéstanse en un orden muy distin-
to y bajo un sosiego y tranquilidad
que encantan los sentidos.
El rio Paraguay posee característi-
cas propias. Remárcase su individuali-
dad en la paralela de sus costas, las que
por largos trayectos conservan una igual
distancia y dejan amplio espacio para
el pasaje de la corriente. Es éste un
río de líquido turbio y de bajas riberas
amuralladas por la selva umbrosa. Re-
corre su camino con andar lento y
suave, recostándose y explayándose
amoroso bajo la fronda lujuriante que
lo ciñe. Con sus aguas templadas baña
las tierras rojas que atraviesa, alimen-
ta la maravillosa vegetación boscosa de
los naranjos y da vida en su seno
pletórico a la extraordinaria fauna que singulariza el acorazado yacaré.
El paisaje ribereño, de ambas márgenes argentina y paraguaya, presenta
un gran atractivo porque une a la nota alegre y riente de todo lo que tiene
animación y color, el tono continuado, triste y severo de la selva impenetra-
ble que por un lado se extiende hasta perderse de vista. Bruscamente, al
monte sucede una que otra villa o caserío, con los ranchos diseminados
en pintoresco desorden, algunos de ellos hundidos en los pajonales bajos y
anegadizos, extraviados en el intrinca-
do matorral que defienden las espada-
ñas y la paja brava.
Próximo a las poblaciones, en los sen-
deros que corren serpenteando las ba-
rrancas, se ven pasar caravanas de
mujeres y chicos que van montados en
burritos. Son gentes campesinas que lle-
van a los mercados de los pueblos el
producto de sus chacras y quintas. A
menudo acontece ver a mujeres, hom-
bres y chicos del pueblo bañándose tu-
multuosamente bajo la sombra de ár-
boles centenarios. Y cuando el navio
1 pasa recostándose en las playas, cerca
fde los bañistas, grupos de chiquillos
desnudos se echan a correr sobre la are-
na locos de ale-
gría, saltando y
brincando con
los brazos en
alto. Gritan ju-
bilosos:
- ¡Naranjas!
¡Naranjas! ¡Una
naranjitaaa!
Y es que sus
ojos avizores
descubren la
franja roja que
denota al codi-
ciado fruto es-
tibado en lacu-
bierta y altas
toldillas del va-
por. Pasajeros
y tripulantes,
solícitos a la de-
manda, tiran al
aire unas cuan-
tas frutas que
van a rodar so-
bre la arena o
se precipitan en
las ondas que
lamen la playa.
Los pedigüeños
al verlas. irrum-
pen alboroza-
dos, y sin re-
parar en ries-
gos ni peligros
se arrojan al
agua, en donde
bregan, luchan
animadísimos y contentos por arrebatarse la sabrosa y apetecida presa.
Escenas como éstas se reproducen constantemente a lo largo de la costa
paraguaya.
También es un espectáculo pintoresco el que se observa casi todos los
días de estada en puertos naranjeros. Centenares de cargadoras, entre las
que se cuentan viejas octogenarias y pequeñas de ocho o diez años, acarrean
sin cesar el rojo y exquisito fruto del naranjo que los carreteros han vol-
cado, momentos antes, en la ribera o muelle. Y mientras las mujeres van
y vi3nen atareadas, llevando sobre sus cabezas el almud de naranjas, las
tropas de carretas, arrastradas por bueyes criollos de origen cebú (extrema-
damente cuerudos y «guampudos") ba-
jan por los caminos que conducen al
puerto en hileras interminables. Tro-
pas y más tropas llegan a cada ins-
tante. El conjunto forma una dilata-
da caravana, rumorosa como un trueno
sordo y lejano. Por las calles de arena
vecinas al puerto y en las playas de
trabajo, el polvo se levanta envolvien-
do y ocultando en una niebla espesa,
bruñida, el movimiento de carros, la
agitación de bestias, hombres, mujeres
y chicos que faenan sudorosos hasta la
caída de la tarde.
Con los últimos resplandores del sol
que se ahoga en desmayos de luz vio-
lácea y cárdena, desaparecen poco a
poco el color y los múltiples detalles
animados que presenta durante el día
la siempre variada y bella perspectiva
de las costas paraguayas.
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li
/^
sT-
Durante los nueve meses que abarca el parto prodigioso de la floresta
de naranjos, vese año tras año a la trajinante carreta naranjera circular con
asiduidad por los laberínticos senderos del interland paraguayo. Cinco mil
frutas hacen la estiba de oro de su precioso cargamento. Y se cuentan por
millares los vehículos de esta naturaleza que van y vienen de los montes
a los puertos o estaciones ferrocarrile-
ras, en donde se embarca y expide el
producto para las ciudades del estua- /'k
rio. Además de la consumación que ^
hace el pueblo, la zafra paraguaya y
corren tina producen doscientos cincuen-
ta millones de naranjas, motivando un
gran tráfico de trenes especiales, vapo-
res, balandras y bastimentos de todas
clases.
A pesar de esta enorme sangría, la
selva cálida y nivea de los azahares, la
insondable floresta que parece embria-
gar a las estrellas con la expresión sutil
y penetrante de su perfume, alfombra
el húmedo suelo con las naranjas y flo-
res que el viento suelta al correr ju-
guetón y caprichoso entre el ramaje
umbrío, pletórico de savia.
'i-'^^
— l->LJ^'i=y ^ 1_^ I l-J^X —
KIINOS AIRES
ANTICUO
NOCUE51JENA
Los chicos de la ciudad colonial recortían las
calles como bandadas de gorriones, buscando sus
pupilas inquietas donde posar su alegría, excita-
dos sin duda por la presencia de la bíblica leyenda
infantil. Los escaparates de las jugueterías, eran
los encargados de retener aquella ola rumorosa.
que se absorbía en la contemplación del establo
sacro ds Beléi.
Las montañas azules de Galilea, admirable-
mente evocadas en cartón, por donde descendían
majestuosamente los tres magos de oriente en sus
dromedarios, recubiertos de oro. púrpura y plata.
seguidos de brillante cortejo que venían para
adorar al rey de los reyes que acaba de nacer y
que duplicaba armoniosamente el espejo de los
lagos simulados: juntamente con las palomas de
judea. los olivos inclinados y las vaquitas inmacu-
ladas.
Todo ello exaltaba las imaginaciones tiernas de
los niños, dando realidad a las palabras de la
abuela, cuando les adormecen sus cuerpecitos tra-
viesos, a compás de la ingenua narración cristiana.
El aniversario del advenimiento de Jesús se
celebraba radiosamente en los comienzos de nues-
tra emancipación política; no había casa en donde
no se festejara ese acontecimiento religioso: los
clásicos pavos se tenían en preparación largo
tiempo, una vez sacrificados se les rellenaba para
ofrecerlos opíparamente a los invitados a la cena
de Navidad. Todo concurrente aportaba algo a
aquellas mesas familiares de medianoche: como
vinos, licores, frutas, confituras, habanos, etc.
La misa de! Gallo era el toque de atención para
esas amables reuniones. Parientes y amigos se
encontraban citados en las naves de los templos;
terminado el oficio divino partían en caravanas
interminables, llevando el bullicio a todos los ám-
bitos de la ciudad, ya que era Nochebuena y, por lo
tanto, noche de no dormir.
Esta fiesta de Navidad que llega año por año
a los hogares trayéndoles siempre su frescor de
juventud, puso su nota triste en el recio caserón
de Marcial Alvarez de Córdoba, dueño y señor de
inmensas tierras.
Poseía todo lo necesario para formar una fa-
milia respetable, ya que sólo se había encontrado
en el mundo desde temprana edad, pero prefirió
mariposear en torno de todas las bellezas de su
tiempo, sintiéndose feliz con ser protagonista de
conflictos amorosos, cuyo desenvolvimiento no
afectaba en nada su libertad individual.
El casamiento inesperado de su íntimo amigo
Francisco Ortiz. le vino a privar de su mejor com-
pañero, al que solamente veía por las tardes, y eso
no todos los días.
La víspera de Navidad. Francisco presentóse
en casa de Marcial cargado de juguetes, a invitarle
a cenar en familia, invitación que Marcial desechó,
pretextando encontrarse indispuesto. Francisco in-
sistió, relatando pormenores del árbol que esa
noche reuniría en gran cantidad a los amiguitos
de su hijo; hablaba con tanto entusiasmo de la
Navidad, de la importancia de los juguetes que se
rifarían, del cariño de su mujer y de la alegría de
su hijito con la fiesta en perspectiva de animarle,
que en vez le desanimaba a presenciar esa comu-
nión de afectos íntimos.
Su temperamento mundano no se avenía a esa
clase de expansiones.
Rehusó terminantemente acceder al deseo de
Francisco.
Habíase quedado Marcial algo preocupado con
la felicidad actual de su ex compañero de andan
zas; después de comer dio un corto paseo en derre
dor de la mesa y fuese a sentar con toda negligen
da en un amplio sillón curial, contemplando indi
ferente las espirales de humo que arrojaba a bo
cañadas de su excelente habano.
Los ecos lejanos de una serenata y un seguido
rasgueo de bordonas le incorporaron de la somno-
lencia en que yacía; dirigióse a una ventana que
estaba abierta desde donde se abarcaba un inmen-
so panorama. Era una noche límpida y serena, una
de esas noches claras de estío en que la naturaleza
en flor desprende sus mejores perfumes y multi-
plica sus jazmines bajo el cielo estrellado... Vibra-
ban los rabeles, explotaba la pólvora, tronaban
.•» panderetas y las campar is tocaban a glo-
ria: Cristo redentor, el hijo del hombre, el rey de
los reyes, ha venido al mundo y la cristiandad
le celebra entusiasmada entre fiestas, cánticos y
salmos.
Frente a la ventana de Marcial, una familia de
artesanos, se ha reunido en torno de un blanco
mantel. El padre y la madre beben el vino alegre
con los hijos. El anciano abuelo ríe sin saber por
qué, mientras humedece unos bol'os en un gran
vaso de leche; los nietecillos más pequeños se pe-
lean continuamente al repartirse los turrones y
el mazapán. Aquella escena sencilla provocó en
Marcial una sensación de aislamiento, que no tardó
en nublar sus ojos y anudar su garganta, compren-
diendo íntimamente que la fortuna no detiene los
años, que si al principio los hace correr más verti-
ginosamente, es para volverlos después más lentos
y pesados. Comparaba su felicidad con la del viejo
abuelo... cruzando por su imaginación de solte-
rón empedernido, el recuerdo de Elisa, la mujer
que le había amado por sobre todas las mujeres
que había conocido su corazón veleidoso, que se-
diento aún más de aventuras le llevó a Europa,
apartándole sin piedad de aquella pasión que le
ofreciera la vida . . . Ella, cruelmente decepcionada,
aceptó un matrimonio de conveniencia y sin amor.
Las armonías de esa noche bulliciosa llegaban
en tropel hasta su ventana solitaria, trayéndole
desprendido de todo otro recuerdo aquel gran ca-
riño que como un amargo reproche a su desdén,
le envolvía en esa hora de tristes añoranzas, en
un vago y suave calorcito de hogar! . . .
I>iniJO Dli ALONSO.
Juan Cruz Ocampo.
V/LTII^^X—
^yacM/md.
El desfile de autos y de fiacres, se sucede
sin descanso... La temperatura realmente
abrumadora de las últimas noches obliga a
todos los habitantes de Cosmópolis a esa
incesante peregrinación, pero como esta
Dama Duende, tan andariega en otras es-
taciones, tiene muy poca fe al alivio que
pueda ofrecernos el ir y venir en derredor
de los lagos, invadidos por una concurrencia
casi compacta, y huye con terror de las fati-
gantes excursiones por el Parque Japonés,
ha tomado la sabia resolución de quedarse
muy tranquila en casa, abiertos de par en
par los balcones de su saloncillo. disfrutando
así de la deliciosa vecindad de los jardines
que rodean su «home» y que le prestan per-
fumado cortinaje de rosas y jazmines, para
la pequeña terraza que limita sus dominios.
En el saloncillo circular, se charla de todo
un poco, gracias a la presencia de mis viejos
amigos, que se despiden de nuestros bridges
semanales, seducidos por el miraje de Mar
del Plata, u obligados a realizar la ineludi-
ble visita a la estancia. La alegría de nuestro
reducido círculo, mi rubia Mary, nos ha ser-
vido el café, con desusada gravedad: no es
ya el canario prisionero que recorría a sal-
titos mi saloncillo. mientras preparaba nues-
tra partida habitual. . . el año que termina,
es para ella la iniciación de su existencia de
mujer, y el luminoso círculo de mi lámpara
de trabajo, presta reflejos más dorados aún,
a su encantadora cabecita. que al lado del
enérgico perfil del que ha sabido conquis-
tarla, se inclina con toda la coquetería de
que es capaz, una novia de veinte años. . .
— ¿Ha hecho usted su balance del añoV —
me pregunta con fina ironía mi excelente
amigo Juan Manuel. - ¿Qué provecho ha
sacado usted amiga, de tanto sermoncillc,
o de tanta cátedra, como se estila decir
ahora?
— Búrlense ustedes cuanto quieran, pero
déjenme la ilusión de creer que he podido
hacer algo bueno, censurando las modalida-
des de nuestra sociedad, y como mis críticas
han sido maliciosas, pero sin entrañar jamás
un sentimiento de amargura ni de crueldad,
creo no haber herido a nadie con mis apre-
ciaciones, y que por consiguiente han de
acompañarme más simpatías que rencores,
al emprender el año más de vida, que parece
concederme aún la voluntad divina. Un año
más de vida. . . ¿qué acontecimientos podría
ofrecer a nuestra insaciable curiosidad, el
nuevo film cuyas escenas han de elevar
nuestro coraz3n, u oprimirlo con indecible
angustia?
Lorenzo protesta malhumorado ante la
perspectiva de abordar temas abstractos, y
le apoyan Jaime y Mary, parejita que juz-
garán ustedes excepcionalmente disciplina-
da, porque suelen intervenir en nuestra char-
la, a pesar de la relativa independencia que
se les concede.
- La vida es un film, madrina, pero real-
mente maravilloso! asegura ella, que no
alcanza a ver más que las brillantes facetas
de la existencia: y usted a quien tanto
preocupan ciertos misterios de nuestro des-
tino, no sé cómo no ha comentado la fan-
tástica leyenda, vivida por la que es hoy una
de las figuras femeninas más altamente c:)-
locadas en nuestros círculos mundanos y
oficiales. . .
Mary nos ha recordado oportunamente el
tema que podía sernos más grato en estos
momentos, por más que la despedida pudie-
ra traernos algún eco de la romanza "Partir,
c'est mourir un peu...»» pero en este caso,
se trata de vivir, y de vivir una vida intensa,
disfrutando de todos los halagos de una situa-
ción privilegiada... La que supo provocar
las delirantes ovaciones de los públicos más
exigentes del viejo mundo, la que ha sabido
conquistar después, y llevar con tan serena
dignidad uno de los apellidos más ilustres
de nuestro país, asume hoy nuestra repre-
sentación, en el luminoso centro que atrae
y fascina como ninguno otro en el mundo
entero, y que ha de recibirla con la descon-
solada nostalgia de su arte maravilloso, pero
también con la respetuosa consideración que
se debe a la gran dama que encarna el espí-
ritu selectísimo y las exquisitas cualidades
de la porteña de alta alcurnia; al hacerla
tan suya nuestra sociedad, supo ella identi-
SENORA REGINA PACINI DE ALVEAR, ESPOSA DEL NUEVO MINISTRO ARGENTINO EN PARÍS.
ficarse en absoluto con las señoriles tradi-
ciones de su casa y de su rango. Esperemos
que no ha de ser muy larga su ausencia, pero
si hemos de prestar crédito al comentario,
he de repetir con él, que hay encantadoras
que no ordenan, pero que insinúan. . . y que
si poseen el don de transformar una Inten-
dencia en Ministerio, fácil les será llegar —
una vez cumplido el plazo obligado - a la
más alta situación oficial del país...
Lo curioso es, dice uno de mis viejos ede-
canes, que vivamos protestando contra el
positivismo de la época, pero si nos detu-
viéramos a analizar muchos de los aconteci-
mientos sociales del año transcurrido, ha-
bríamos de convenir en que nos queda aún.
a Dios gracias, buena dosis de sentimenta-
lismo: no\üazgos sensacionales, llenos de in-
cidentes novelescos, severas oposiciones, que
como es de práctica precipitan el temido
desenlace; bodas principescas, bodas ¡respi-
radas, rompimientos comentados hasta el
infinito, y luego muy quedo, el susurro de
tal o cual divorcio. . .
Hemos vivido ¡qué duda cabe! intensa
vida sentimental; y apesar de sus ineludi-
bles contratiempos, mucho puede esperarse
aún, de los que encaran la existencia, guia-
dos únicamente por el ideal de un afecto
verdadero. . . y ese es mi mejor augurio para
ustedes, lectoras y amigas mías, y también
el último consejo del año. . . que sean norma
de nuestra existencia, los afectos leales, pro-
fundos, y sobre todo, desinteresados!...
La Dama Dufnde.
COLOQUIO DE LA PRIORA Y
LA OBSERVANTE
Doña Isabel de Vargas se llamaba la Prio-
ra y doña Catalina de Salazar s2 llamaba
la Observante. En religión. Sor María, del
Divino Amor la una, y Sor María del Amor
Hermoso la otra. Entrambas a dos elegidas
de la celeste gracia, dechados de virtud y
edificación de todos.
Era la hora en que terminada la refacción
postrera, tenían aquellas buenas descalzas,
según la regla de la Orden, el tiempo de su
recreo vespertino. En la huerta, las novicias,
como blancas palomas, reuníanse bajo los
cipreses y la inspección de su directora.
Las profesas paseaban emparejadas bajo el
largo emparrado que bordea la tapia, y la
Priora y la Observante dejaban transcurrir
su rato de reposo en la celda rectoral, que
estaba en el segundo piso del convento, y
desde cuyas ventanas percibíasa, de un lado,
la huerta conventual y la llanura del campo,
y del otro, las calles de la villa. Era una
tarde amena, escondíase un sol propicio a
las jácaras y no a las elegías, y finábase un
día veraniego, caliente, dorado y alegre
como el vino castellano de Rueda.
— Dígame Vuestra Reverencia, madre — ■
comenzó diciendo la Oossrvante: - ¿debe.é
confesar como pecado el haberme despojado
del cilicio estos días? Fray Diego es tan es-
crupuloso.
- - Hermana contestó la Priora : — esta
es falta menor si seguís cuidando de la mor-
tificación del espíritu.
O. — ¡Ay! el enemigo me ac3oha.
P.- - Será tal vez el picaro demonio de las
burlas.
O. - - No. madre. Es el peor de los demo-
nios. El del recuerdo.
A esto la Priora santiguóse y dijo: — El
candido Cordero de Dios nos acompañe.
O. — Madre: vos fuisteis gran letrada ea
el siglo. Y recuerdo que la santa madre y el
santo padre Fray Juan de la Cruz teníanos
en gran estima y os ponderaban con extremo.
P. Vanidades de la tierra, mi hija. Esj
no añoraremos más. y Dios sea servido.
Y las manos abaciales movían las gruesis
cuentas del rosario, que sonaban unas con
otras como tablillas de lazarino.
O. — ¡Ay. madre, feliz vos! Diréos que he
tenido antinoche un conato de disipación.
Dióme el intento de escribir unas glosas.
P. -¿Glosas de qué y a quién? Místicas
y divinas, por de contado.
O. — ^ No lo fueran y cortara mis manos
Reverencia. Pero, ¡ay! que mientras las es-
cribía vinieron fantasmas del siglo a visi-
tarme.
P. — Hermana: tornad a vuestro cuerpo
el cilicio. Diez años ha que vivo en e^ta san-
ta casa, y diez años ha que escribí mis úl-
timos versos.
O. - ¿Son esos que en papel amarillento
ya y con tinta que pierde el color vi el otro
di a?
yeme/um4~
P. (Con cierto sobresalto). — ¿Dónde? mi
hermana.
O. Entre las hojas del Libro de María
Egipciaca, que me hicisteis merced de pres-
tarme.
P. -jAhl
O, - Placiéronme, y los recuerdo. Titú-
lanse, veréis: B¡ blanco rosal que se deshoja.
P. (Entre una sonrisa y un suspiro). - Es
verdad. Un soneto.
O. -Os mostrar* que me b sé hasta el
fin. Escuchad si es asi. (Detiénese un punto,
toma memoria, y con suave y reposada voz,
comienza a recitar:)
Mi corazón es un rosal florido.
Un frondoso rosal de blancas flores:
Vos lo sabéis muy bien, que habéis cogido
De sus últimas rosas las mejores.
Si una bárbara mano le menea.
Su flor responde al enemigo gesto.
Cuando alguien con guijarros me apedrea.
Con pedrea de rosas le contesto.
Pero, ¡ay! pobre rosal de triste suerte.
Entre la vida y vos. sois más que el fuerte
Vendaval de las furias repentinas.
Y como vais, crueles, deshojando
Sus flores poco a poco, van quedando
Solamente en sus ramas las espinas.
Y terminando la Observante su declama-
ción, quedaron las dos en silencio y con los
ojos humillados.
P- - ¡Ay. hermana! Soy ahora yo quien
doblará sus cilicios. Es cierto que el demo-
nio del recuerdo ha hecho presa de vos.
O. — Pero, madre, puesto que de diez
años a esta parte no habéis vuelto a es-
cribir. . .
La Priora, como enojada con tales discur-
sos, cogió al azar un Eucologio de sobre e|
bufetillo contiguo, y comenzó a leer o a fin-
gir como que leía. La Observante, para imi.
tarla, cogió del mismo lugar un Libro de
horas. Y quiso tal vez el picaro demonio de
las burlas que lo abriese por di.ni; habia un
blanco papel, en cuya cabecera, con tinta
que se veia fresca y reciente, estaba escrito:
Soneto.
Advirtiólo la despierta Sor Maria del Di-
vino Amor, y dijo al punto:
— Veis que como Ids años han hecho bo-
rrosa la lectura del que sjbéis, tome partido
de trasladarle a ese nuevo papel.
La Observante no quiso ser indiscreta para
inquirir si ciertamente trataba de copiar
aquellos antiguos y dolientes versos de me-
lancolía, o de escribir otros nuevos, fruto de
última inspiración. Paro aunque lo hubiese
querido hubiera sido inútil, porque en esto
sonó el grave tintineD de una campana que
anunciaba que el tiempo del recreo había
dado fin, y por entre los senderos del huerto,
bordeados de boj y de romero, tornaban a
la casa las novicias como un blanco rebaño,
y las madres graves pasaban del emparrado
al claustro bajo ya silenciosas, porque la
parleta habia concluido.
La Observante no tuvo más remedio que
abandonar el Libro de horas, porque la Pre-
lada había salido de la celda, y avanzando
por la galería, que ya la luna acariciaba,
marchaba con reposado y triste andar a la
capilla, para presidir a las buenas religiosas
en la oración nocturna.
Pedro de Répjde.
^'i-^T^pa^-x—
E)c Lffltne^
de la-BeoTAclc
LA direcciin de esta «pági-
na femenina» ha recibido
una carta de la distingui-
da literata argentina do-
fla Emma de la Barra
de Llanos que. al regresar a la pa-
tria trayendo la visión de los horro-
res de la guerra actual, se oeiípa de
la mujer en una forma que nos
enitobléce. La sección femenina hon-
ra sus columius con tan inteligen-
te colaboración: y al agradecerla
hace constar que no le correspon-
den los elogios tributados a la in-
cógnita colaboradora que firma sus
crónicas con el clisico pseudónimo
de La Dama Duende.
Sefiora Be>in de Tezanos de Oliver.
Señera:
Hace dos meses, durante la travesía desde
Europa a Buenos Aires, encontri abordo del
•Reina Victoria Eugenia» algunos números
de Pivs Vltra. y en ellos leí las opiniones
emitidas por un grupo de seí^oras de esta
sociedad, contestando a la encuesta abierta
por usted sobre el tipo femenino predilecto.
Y hoy. que me hace usted, sefiora. el honor
de pedirme unas líneas para la sección que
dirige con tanto talento, encubierta tras la
gracia de la Dama Duende, no necesito es-
iorzarme para hacer recuentes de votos y
constatar que las preferencias estaban con
Juana de Arco; tan compacta era la mayoría.
Esta marcada predilección por la heroína
que trocó el cayado por la espada, impone el
recuerdo de los millones de mujeres que rea-
lizan hoy en Europa una misión no menos
heroica, y me sefiala, al escribir para compla ■
cerla, el tema que plantea la intervención
femenina en las tareas que estuvieron reser-
vadas al hombre.
Tema es éste que en las naciones compro-
metidas en el conflicto que vemos desarro-
llarse y crecer con estupor, ha tomado una
importancia que no obscurece ni siquiera la
magnitud de la guerra, ya que emana de la
guerra misma.
¿No eres usted, señora, que bien podemos
pensar que, bajo la imposición de las terri-
bles circunstancias actuales, alcanzaremos a
vsr las dos cómo las sociedades toman des-
envolvimientos extraños y forjan sus idea-
les con elementos morales distintosV
Naturalmente, lógicamente, la mujer de-
berá sufrir e intervenir en estas transcenden-
tes transformaciones. Y ya la estamos vien-
do. — ¡vengo de verla tan de cerca! — fuera
de sus viejísimos hábitos, tomar puesto en
las agitaciones y esfuerzos de la existencia
que mueven actividades más allá de los mu-
ros del hogar.
A principios del año transmitía el telégra-
fo a todas partes la noticia de que Mr. Lloyd
Ceorge había nombrado a una señorita in-
glesa directora de su ministerio. Días des-
pués aparecía en las revistas europeas el
retrato de la linda muchacha de 26 años, de
grandes ojos y cabellos rizados.
Más tarde un colega del gran ministro lo
imitaba. Desde antes, mujeres por milla-
res iban substituyendo en todas las posicio-
nes y responsabilidades a los ciudadanos
llamados bajo las armas, y que hasta enton-
ces les habían pertenecido a ellos exclusiva-
mente. Ahora van siendo aceptadas ya con
carácter permanente. El rol de la mujer
como entidad militante en las actividades
era muy discutido, pero he aquí que estalla
la guerra, y en todos los países que ella
abarca demanda el esfuerzo máximo de las
energías nacionales. La movilización cada
vez más completa, hasta comprender las úl-
timas reservas, abre blancos innumerables
en las filas del trabajo y es la mujer quien
los llena, respondiendo a las urgencias con
una dedicación que toca los límites del sacri-
ficio, y que pisó hace rato los de la abnegación.
Sobreviene luego la siega, superior a todo
cálculo, que la pelea hace en los ejércitos y
se evidencia de golpe una realidad con pro-
yecciones precisas en el porvenir de la paz:
muchos cientos de miles serán los hogares
en que la mujer deba convertirse en jefe de
familia, porque el padre, el esposo, el her-
mano o el hijo habrán desaparecido.
Empieza así a mirarse bajo una luz favo-
rable y simpática el problema femenino, y
es justamente hoy. cuando la mujer ha ca-
llado la voz de sus reivindicaciones, olvidan-
do toda teorización para darse en cuerpo y
alma a sus nuevos deberes, que surgen espon -
táñeos desde las esferas oficiales y entre la
aprobación general, distintas iniciativas y
declaraciones tendientes a afirmar definiti-
vamente su situación, que se ha venido es-
tableciendo naturalmente al conjuro de cir-
cunstancias dolorosamente oportunas.
Sólo una catástrofe tan honda, como para
modificar por su propia gravitación las orien -
taciones más que seculares del pensamiento
y la moral predominantes, podía en verdad
crear una atmósfera propicia al reconoci-
miento de una nueva posición para ella.
La evolución determinada por los aconte-
cimientos que nos llenan de horror, han afir-
mado, pues, rápidamente sus capacidades
para substituir al hombre en las actividades
de la vida. La fuerza de los hechos ha san-
cionado las teorías que se habían venido
manteniendo como una simple aspiración.
Hoy la mujer no es la rival del hombre; el
tipo desacorde que solía hacer sonreír. Es su
compañera en la más noble concepción: es
aquella a quien puede él confiar el destino
de sus hijos antes de partir para el horrible
campo de la muerte.
He ahí porque mi corazón, de mujer tam.
bien. la sigue enternecido en su admirable
rol de reemplazante. He ahí porque me pa-
rece en la paz y en la guerra la figura más
alta y más edificante. Usted, mi distingui-
da señora, debe sentirlo como yo. y es por
eso que la saludo con toda simpatía.
Emma de la Barra de Llanos.
EL ORIGEN DE LOS CRISANTEMOS
El crísanteino, cuyo nombre significa flor
de oro. es originario de la India, aunque sea
en el Japón donde su cultivo haya sido per-
feccionado hasta multiplicar a miles sus va-
riedades.
Hace siglos que un comerciante de Marse -
lia, llamado Pedro Luis Blancard, introdujo
de China las primeras plantas, pero el cri-
santemo recién empezó a ser adorno de los
jardines en el año de 1830, y el ponerse de
moda se debió a un soldado veterano de las
guerras napoleónicas establecido en Tou-
louse.
El viejo soldado, paseando por el jardín
público de la ciudad, recogió las semillas que
dejaba caer una planta: las llevó a su casa,
las plantó, y a la estación siguiente su jardín
llamó la atención de sus vecinos por la belle -
za de tas flores.
Los jardineros empezaron a preocuparse
de la nueva planta y a extender su cultivo
hasta ponerla de moda.
Hace algunos años que un jardinero fran-
cés, Roberto Fortune, logró comprobar que.
por un secreto que no querían revelar los
japoneses, obtenían todos los años varieda-
des nuevas de crisantemos, y probando logró
saber que el secreto no consistía sino en plan-
tar semillas de cada planta, las que a cada
generación dan lugar a una nueva variedad.
Hoy el cultivo de miles de variedades de
crisantemos es fácil a los jardineros del mun-
do, ya que no hay país donde no haya sido
explotada la flor de oro.
ORIGINALIDAD
Del culto a nosotros mismos deriva la
primera cualidad que distingue la Elegan-
cia: el ser cada uno original.
Comienza por fijarte en el origen de la pa-
labra Elegancia. Viene del verbo latino eli-
[frf, que significa eaoger.
Los hombres vulgares, sin lastre de valor
propio, confunden la Elegancia con la imi-
tación servil. ¿No oís como el vulgo, al hablar
de distinción, alude casi exclusivamente a la
Moda, es decir, a la copíaV
La moda, la copia, es el escamoteo del yo,
el respeto a lo de los demás, el desprecio de
mí mismo. El modisto A. teniendo en cuenta
las lineas de la condesa B. crea un traje para
esta temporada. Sale en las Revistas. Y yo,
que me considero una tonta y una nulidad.
acomodo a mis lineas aquel traje hecho para
la condesíta. Es un homenaje ridículo que
rindo al modisto y a la condesa y un despre-
cio - --■ ' , que pide iu traje.
' Jebe ser original. Cada mu-
jer La Elegancia n'i es la Moda,
£iL JURADO ELEGIDD TOR LA BIBLIOTECA DEL CONSEJO NACIONAL DE MUJERES TARA EL CON-
CURSO LITERARIO ANUAU EX CLUSJV AMENTÉ FEMENINO. DE IZQUIERDA A DERECHA: SEÑORITAS
ADELA GRAMAIO Y EMILIA ARNING FRÍAS; SEÑORAS SILVIA VICTORICA DE GARCÍA, CAROLINA L.
DE ARGERICH. SEÑORITA MARÍA DE GUERRICO, CARMEN NAVARRO VIOLA Y SEÑORA STELLA MORRA
DE CARCANO. en círculo: señoras MERCEDES M. DE DE BRUYN E HILDA VIEYRA DE DÍAZ VALDÉS.
SONETO QUE MERECIÓ EL PREMIO "CARMEN 5. DE PANDOL-
FINl", OFRECIDO POR LA DONANTE AL MEJOR SONETO DEDI-
CADO A LA MEMORIA DE LA ILUSTRE MATRONA CHILENA DOÑA
EMILIA HERRERA DE TORO.
Lema: FRATERNIDAD
A LA r.EÑORA DONA EMILIA HERRERA DE TORO
SONETO
Hermano ds mi patria en ideales.
Hay otro pueblo ds brillants historia.
Que tiene por testigos de su gloria.
Los Andes con sus picos colosales.
Nacida en esa tierra generosa
Y arrullada por bellas tradiciones.
Fué creciendo al calor de bendiciones.
Una mujer que a la virtud endiosa.
Su techo hospitalario fuá el abriga
De ilustres argentinos desterrados
Que hallaron a su lado un suelo amigo.
Y en nombre de esos nobles expatriados
Hoy canto su bondad y la bendigo
Rendida ante sus restos venerados.
Marta Salotti.
sino una categoría independiente y eterna.
La Elegancia ha de hacerme original, tenien-
do en cuenta la manera de ser de mi cuerpo
y de mi persona. En los gestos, en el traje,
en la pose, es necesario ser original. Y no
sólo respecto al ser de cada uno. sino aun
respecto «al ser de cada uno en cada circuns-
tancia de lugar, tiempo y ambiente».
Horacio nota esta cualidad de una manera
gráfica, en su Arte Poética: La faz de la Ele-
gancia no es igual en todos, pero tampoco
es diversa. Se parecen y se distinguen como
hermanas. Esto es: La Elegancia es una:
pero la originalidad la concreta en distintas
fisonomías, que se parecen y se distinguen
a la vez.
Esa originalidad es hermana de la natura-
lidad. La Elegancia no es copia afectada,
sino fresca y viva emanación. No es vidriosa
pintura, sino lozana realidad. Quien se ex-
prese con naturalidad y lozanía, tiene mu-
cho ganado en el terreno de la Elegancia,
Dije naturalidad, y no quisiera se inter-
pretase esta palabra en un sentido bajo.
Hay groserías muy naturales. Sancho Panza
es un buen hombre grosero, con sus atisbos
de malicia. Quiero decir que no se copie,
que no se imite servilmente: no que demos
rienda suelta a los bajos fondos, por natura-
les que ellos sean. Para expresarnos mejor,
diríamos que seamos "libres, arbitrarios».
Por tanto, ni copistas de lo de los demás, ni
abandonados a los movimientos internos.
De lo dicho se deduce que son para nos-
otros verdaderas ridiculeces esos Códigos de
nimiedades que algunos autores quisieran
imponernos.
No. La Elegancia es substancia, no es de-
talle, y menos detalle copiado.
Visitando hace poco un Colegio inglés,
tuve ocasión de despedirme de dos docenas
de señoritas con las cuales había alternado
unos días. Y pude observar que ninguna de
ellas me despedía de igual manera, y que en
todos estos distintos modos de decir adiós,
brillaba el más puro y delicado buen gusto.
Nada. pues, de codificar la cortesía en
estrechos artículos. Nada de elevar a princi-
pio una serie de bagatelas, muchas de ellas
de pésimo gusto, que quieren complicar in-
moderadamente la vida, convirtiéndonos en
autómatas. Ni en la cantidad ni en la calidad
de consejos hemos de ir por ese camino, que
revela en quien lo sigue inopia intelectual y
alma vacia.
La etiqueta palaciega, hecha para un cen-
tenar de individuos, puede darse a la manía
de detallar. La Elegancia no es la etiqueta,
y aun a veces viven de espaldas estas dos
señoras.
SllZANNE n'ORIEY.
• l^LJ^^i:^ X- .L^' r t^ >-X—
nVE?TE?
a
VLIATi
flVlRM
I
/
Plvs Vltra, que se ha impuesto la gra-
ta misión de presentar en sus páginas a cuan-
to hombre de ciencia, artista, crítico, actor,
escritor, músico y pintor argentino, que por
sus méritos descuella y es vivo exponente de
la cultura nacional, rinde hoy homenaje a
don Julián Aguirre, uno de los miisicos ar-
gentinos más vastamente vinculados a nues-
tro gran mundo y cuyo sólido prestigio de
inspirado compositor le ha colocado en el
primer plano de los maestros nacionales y
en la primera fila de los pianistas.
En el lujoso hall de la Escuela Argentina de
Música, espera el repórter.
Cae la tarde, las clases tocan a su fin. De una
de ellas llega a su oído el gorjeo cristalino de una
garganta juvenil que. haciendo escalas, ensaya re-
correr todas las modulaciones polícromas de la
gama; de otra sala llegan a su oído los arpegios
y las notas rítmicas y monótonas de un ejercicio
de piano; de otra el suave y armonioso ir y ve-
nir del arco, sobre las cuerdas de un violín; de to-
das ellas, en fin, el eco confuso de un arlequi-
nesco conjunto de contrapuntos, solfeos y armo-
nías que recuerdan, por su variedad de sonidos,
los clásicos contrapuntos verlandeses.
Terminan las clases y hace irrupción en el am-
plio vestíbulo un verdadero torbellino de mucha-
chas, que hablan, cuchichean, hacen escalas como
si aun tuviesen un resto de cuerda en la garganta,
comentan, ríen y cantan, en alegre y fresca alga-
rabía. La bandada pasa junto al repórter y se
aleja. De la escalera sube el eco de mil voces y
risas, diríase un trinar de pájaros que saludan al
sol que se pone.
Don Julián Aguirre, director y fundador de la
Escuela, ha terminado ya sus tareas y amable-
mente atiende al repórter.
Enterado del objeto de la visita, el maestro
Aguirre nos acompaña en una interesante recorrida
por las diversas dependencias del establecimiento
y sufre paciente el suplicio fotográfico en com-
pañía de un grupo de simpáticas alumnas.
Después, el repórter inicia la conversación tra-
tando de obtener datos biográficos de este infa-
tigable maestro que desde hace un cuarto de
siglo consagra su vida a la enseñanza del divino
arte de Euterpe.
Nacido en Buenos Aires el 28 de enero de 1869,
despertóse en él, desde muy niño, una marcada
inclinación por la música, por cierto muy origi-
nalmente, pues detestaba las bandas militares,
obligando a la sirvienta a que lo alejase del sitio
en que tocaban, siendo una de sus principales ma-
nías de chico la afinación de los ruidos de campa-
nas y cornetas.
El maestro Aguirre cursó sus estudios en el con-
servatorio de Madrid y fueron sus maestros Karl
Beck, famoso pianista alemán, y Aranguren. Can-
tó y Arrieta de composición. En 1890 inició en
Buenos Aires sus clases de música contando entre
sus alumnas a las niñas más distinguidas de la
sociedad porteña: De Bary, Atucha, Elía, Torn-
quist, Elortondo, Anchorena, Ramos Mejía. Gar-
cía Estrada, Moreno, Ibarguren, Yáñez, Gonnet,
De la Serna, Magdalena de Ezcurra, Lucrecia del
Arca, Arning de Ayerza, Brinkmann, etc.. etc.
Como compositor, el maestro Aguirre ha des-
arrollado una labor amplísima. Suyas son varias
sonatas para violín, violoncelo, romanzas para
canto, coros, canciones escolares e infinidad de
composiciones de toda índole, destacándose, entre
ellas las de carácter nacional, tristes, canciones y
danzas, género este al que ha dedicado especial
estudio, haciendo viajes por el interior de la repú-
blica, e inspirándose en las diversas regiones para
que su música refleje el sentimiento y la emoción
propia de los aires genuinamente criollos.
Hablando sobre la música argentina, cree el
maestro Aguirre que la influencia española es vi-
sible en muchas de sus canciones y danzas; pero
que tierra adentro hay un venero inagotable de
melodías indígenas, que constituirán el tesoro de la
música nacional por sus modalidades curiosas,
sus cadencias originales y la melancolía de que es-
tán impregnadas.
El maestro Aguirre tiene, como todo músico,
sus «clásicos» preferidos: Wágner, Beethoven, Bach
Schumann y Chopin, y una particularidad origi-
nal cuando compone música.
— Mientras compongo. — dice, — me parece
muy interesante lo que estoy haciendo, y una vez
terminado no le atribuyo ninguna importancia.
El maestro Aguirre dedica actualmente todas
sus actividades a escribir y atender su Escuela
Argentina de Música que, recientemente fundada,
ha llegado ya a tener un respetable plantel de
alumnas, cuyos méritos se han puesto de relieve
en diversos conciertos.
Emilio Dupuy de Lome.
Pocas casas moder-
nas tienen expresión» de
rostro humano. Parecen
dioses indos con cente-
nares de bocas, cabezas
y ojos, estatuas mutila-
das de dioses indos que
sin pies, sin brazos, sin
alas quieren elevarse.
El último avatar de
Si va. del dios que des-
truye, es el rascacielos
y fué imaginado por un
pintorcillo modernista
que trasladó al cemento
armado incomprensi
bles mescolanzas de na-
rices, pupilas, cejas y
labios a medio hacer.
Intentad con una anti
gua cámara fotográfica.
con una de esas cáma-
ras de «¡no se mueva!»,
el retrato de un loco, y
tendréis otra imagen
comparativa.
Las casas que miran
tranquilamente, que no
son gigantonas ataca-
das de neurastenia, o
pertenecen al pasado, o
han sido construidas
por modestos rentistas.
Pero, como las com-
parac'.ones deben ser
justas además de odio-
sas, se hice preciso rec-
tificir l)s conceptos.
Verdaderamente, nin-
guna ítchida reprodu-
ce con fiel exactitud el
humano rostro: lo cari-
caturizan.
Máscaras, caretas,
antifaces, por lo tanto,
tienen aún algunos edi
ficios. Máscaras trági-
cas, máscaras cómicas;
caretas complacidas,
caretas ríentes: antifa-
ces sombríos, antifaces
de mamá acompañante
y aburrida, de marido
celoso, de m ichachita
enamorad 1. Y pocos
acieitan a distinguir si
rie sus angustias la
máscara trágica, si llora
sus alegrías la máscara
cómica: pocos saben
cuando tras la careta
grote'ca caen los lagri-
monfs.
P<ro, ¿a qué tantas
conrpariciones y sími-
les extravagantes, si
sólo se ha de comentar
una fachada de casona
provinciana reproduci-
da en una revista bo-
naerense? Es que de
casi todas las extrava-
gancias y divagaciones
pesimistas tiene la cul-
pa la propiedad. . . aje-
na. Es que la sencilla
fachada ha despertado
recuerdos lejanos y de-
seos no satisfechos.
Quien ha visto más
allá de este mar muchas
casas como ésta, siente
ahora la nostalgia y
maldice la penuria. En
todas las casas, vian-
oo o oo
CAe/A
' PRCVINCIANA
dante, hay algo de lo
que tú careces, de lo
que tú necesitas. Por
muy arruinados que es-
tén los muros, por muy
afligidos que anden los
dueños, siempre habrá
allí un rincón alegre,
agradable, donde el
buen genio del hogar
calma las penas.
Tiene esta casona
una fachada que, sin
saber por qué, delata la
existencia de un huerto
florido; tiene una puer-
ta sencilla, una puerta
pintada de obscuro co-
lor, que parece porton-
cillo de sacristía, por-
toncillo católico acos-
tumbrado a abrirse al
alba cuando suenan los
tañidos de la primera
misa; tiene una venta-
na provista de firmes
rejas con aspecto de es-
cudo nobiliario.
¡Reja alta, enemiga
de los escalos amorosos,
guardadora de Romeos
y Julietas, hostil a los
ladrones, cuántos idi-
lios habrás protegido!
En la noche, por enci-
ma de la puerta bien
cerrada, fuiste como las
rejas que hay más allá
de este mar.
Una reja es una cárcel
con el carcelero dentro
y con el preso en la calle.
Merced a tus buenos
y recatados oficios, reja
por la que se filtró la
pasión, hubo siempre
en la casa risas infanti-
les y padres dichosos.
Y aunque por la puerta
sencilla el ir y venir de
las cosas trajo médicos,
curas, amigos y enemi-
gos, pesares y ataúdes,
tú, reja símbolo del
amor, hiciste habitable
esta casa.
Hace muchísimos
años, uno de nuestros
abuelos en Cristo cons-
truyó esta casona don-
de una familia se ha
multiplicado, difun-
diéndose. Ahora se edi-
fican cómodamente
casas incómodas, col-
menas que sólo el deseo
del dorado metal hace
habitables, prisiones
sin rejas, sin portonci-
llos, sin jardines. Algu-
nos ricos y algunos mo-
destos rentistas conti-
núan la tradición edi-
ficando casas como
ésta, que nosotros con-
templamos llenos de
ansia y nostalgia, re-
pitiendo los versos de
López de Vega;
Yo en el rincón de mi sucinta
casa, — mi «Heráclito y Demó-
crito» examino, — y lloro y rfo
mi fortuna escasa. — Borro y
enmiendo y poco determino; —
que como sólo de ocuparme
trato, — no trato de llegar,
amo el camino.
o> o
— k>x-;n^s
— r:>I_;v'^S 'VL-T^Rv^—
La colonización españo-
la nos trajo capitanes y
nrttnn: Siglos aquellos. —
XVI y XVII, — de conquista
y de reliffión, gloriosos en
Flandes y en Pavia, en Le-
pante y en San Quintín, y
hechos piedad suprema en
la virtud de Teresa y San
Juan de la Cruz, — tenían
que reproducir en América
aquella edad dichosa y fe-
liz de España en que. — lo
asegura Menéndez y Pela-
yo, — el entusiasmo religio-
so y la inspiración divina
de los cantares se armó con
la exquisita pureza de la
forma traída por los vien-
tos de Grecia.
Mientras Pizarro somete
a los emperadores del Cuz-
co y Cajamarca y crea el
despotismo de los enco-
menderos. Alonso de Urbi-
na asienta en Potosí los sí-
llares del primer templo ca-
tólico. Era de este jaez, co-
mo la espada y la cruz se
unían en estrecha comu-
nión para asegurar, en los
reinos nuevos el poder de
Castilla. Soldados y após-
toles, generales y mitrados,
aventureros y cenobitas,
eclosionan como nueva si-
miente por toda la meseta,
desde Lima hasta Charcas.
La advocación de Asís des-
parrama prosélitos por sel-
vas y montes. San Fran-
cisca Salario deja el rastro
de su coturno en las arenas
de la altipampa y su san-
gre en los espinos de la sel-
va tropical. Las órdenes y
las compañías religiosas, se
disputan la gloría en la
fastuosidad de los templos.
Franciscanos, renuevan el
arte bizantino en la basíli-
ca de Copacabana. Jesuí-
tas, picados de supremacía
arquitectural, gastan un si-
glo en levantar el santua-
rio de Pomata.
El apresuramiento de al-
zar la cruz sobre el domi-
nio de las armas, no dio
tregua para reparar en la
pureza de los estilos. Frai-
les sapientes, dieron las lí-
neas capitales para la es-
tructura de los templos.
Pero donde entraba la pie-
■ dra de cantería, labrada a
conciencia, no era la vida del geómetra proyectador, la que alcanzaba a
ver la clave del crucero. Prosecutores inconscientes, pusieron, casi siem-
pre, su nota grosera sobre la divina idealidad que preconizó la arquitectura
religiosa. Tal, la Matriz de Potosí, donde el arquitecto Sanauja puso la nota
vigorosa del orden compuesto, mano profana malogró después la armonía
del conjunto con la abominable belleza del altar gótico, las torres tímidas
y la aridez del frontón.
El choque de estilos produjo, a veces, la nota original y pintoresca.
Y por cierto que no es extraño en las ciudades bolivianas el templo de regios
DEL ALMA COLONIAL
portales en donde el hele-
nismo básico, combina con
el rococó moruno y el mo-
nolito regional.
San Francisco de La Paz,
es uno de los más sober-
bios templos de Solivia.
Se comenzó a erigir a prin-
cipios del siglo xvii, du-
rante el virreinato del
príncipe de Esquilache, un
Francisco de Borja. poeta
galanteador y místico de
breviario, a la vez. No obe-
dece este templo a ningún
orden fijo, y. sin embargo,
es una maravilla su facha-
da. Campea el griego en su
conjunto exterior y en las
columnas de sus naves.
Pero lo esencial era el
fausto de la obra, a trueque
de la pureza lineal. Pepas
lucientes daba el Chuquia-
pu para fundir ofrendas
y turíbulos; argento, en
azuloso rosicler, volcaba la
montaña para enchapar el
cedro de los altares. Y eran
las sierras vecinas genero-
sas con sus pedernales para
dar bloques a la herramien-
ta del escultor. Y mil bra-
zos de «mitayos» amasaron
la cal que eternizaría los si-
llares de la casa de Dios . . .
Y así. bajo el peso de su
ejecutoria, va pasando los
siglos la iglesia máxima de
La Paz.
Treinta años hace que el
pincel lapidario trabaja en
La Paz la gran catedral del
más noble corintio, nota de
renovación que anticipa la
agonía del templo viejo.
Y asi va todo en esta
pintoresca capital. La edi-
ficación moderna arrasa
con el arcaísmo encanta-
dor que perpetuó la casa
colonial. El barrio ador-
nado, que vivifica con rosa-
les la melancolía del extra-
muro, abatió las murallas
del caserón para delinear
canteros ingleses. El «re-
naissance», el suizo, el«cha-
teau» normando, enseño-
reados de las fincas en las
avenidas excéntricas,
anuncian el triunfo del eu-
ropeísmo arrollador. Pero
las viejas casas de la ciu-
dad aún conservan sus pa-
tios tradicionales, rumoro-
floridos siempre.
a añoranza del tiempo
viejo perpetuado en la virilidad de la sangre, la poesía de las cosas y el mis-
terio de la religión! . . . Aquella iglesia me habla de los señorones de vara y
golilla, que digerían su chocolate matinal en el silencio de la nave. Pero esta
calle me informa de un drama pasional que tiñeron de sangre cuatro infan-
zones... Y aqueste balcón toledano me habla de una suave romanza que
- FACHADA DE SAN FRANCISCO.
sos y sombreados, y sus balcones de vitrales
¡Ah!... ¡Dejadme vagar por las calles, sumido en
confió a la luna un galante trovador.
W. Jaime Molins.
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Lo prueba las numerosas ventas efectuadas, especialmente
entre oficiales del ejército y viajantes. ¿Por qué? Porque este
nuevo invento resuelve el problema de tomar mate en cualquier
parte que uno se halle, sin molestia alguna. Los que viajan en
tren, a bordo, o van de paseo, tienen en el CALENTADOR-MATE
"AURELIO", un verdadero auxiliar de sus distracciones. Es sólido,
elegante, de pequeño volumen, fabricado en metal blanco plateado,
inalterable, y va colocado en un bonito estuche. Recomendarlo al
público es contribuir a la difusión de un invento que, por su utilidad
práctica, se hace indispensable a toda persona aficionada al mate.
Su precio es de $ 14. —
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Si entre los médicos o curanderos indígenas de Malaca hay algún
apóstol de la higiene — ¿dónde no existen higienistas dedicados a
predicar en el desierto? — no hay duda que tiene donde perder la
cabeza haciendo campañas contra una moda perniciosa.
Porque — véase el fotograbado — el bello sexo de aquella penín-
sula asiática sabe donde le aprietan los collares en cuestiones de
elegancia. En materia de llamar la atención y ponerse linda, el buen
gusto femenil es muy elástico. Lo que a las mujeres les resultaba
gracioso hace diez años, ahora les parece ridículo. Y de la misma
manera que el tiempo, las latitudes hacen variar de opinión a casi
toda la bella mitad del género humano.
Esta costumbre de las mujeres malayas se pierde en la noche de
los tiempos, de donde nunca debió salir. En cuanto las niñas llegan
a los cinco años, los papas dan comienzo al suplicio, sin que por esto
se crean padres desnaturalizados. La cosa es fácil: se encarga a un
herrero un collar metálico de las dimensiones convenientes: unos
centímetros más estrecho y largo que el cuello.
Aquí se toca la primera ventaja de tal método: toda niña que
resista a la estrangulación, vivirá más que la señora de Matusalén.
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EL SPORT DEL ARCO EN LOS ESTADOS UNIDOS
MUS. t. YROUT. FRESIOCNTA PE UN CLUB
Dt UUIERES, rl5P0Nl£ND0SE A TIRAR.
Después de inventada la pólvora, el
verbo flechar fué perdiendo poco a poco
su significado, quedando solamente en
uso para el lenguaje del amor. Flechar
y enamorar son sinónimos, y hasta en
las sesiones de tiro al blanco las muje-
res y los hombres se flechan, bajo la
custodia de Cupido el flechero y ciego
niño.
Los anglosajones, sin embargo, tan
amantes de la tradición, han intentado
siempre conservar el cariño al arco, con-
virtiendo el mortífero ejercicio en un
sport.
Y ahora, mientras el mundo se de-
dica a practicar o mirar el espantoso
sport de la guerra, en Estados Unidos
se multiplican los clubs de arqueras y
de arqueros y casi no hay ciudad que
no tenga un campo
destinado a ese ejer-
cicio.
Verdaderamente
este ejercicio cons-
tituye un sport que
poco debe envidiar
a los mejores. La
fuerza y la destreza
se armonizan en él
y el cuerpo humano
adquiere gallardía y
flexibilidad.
Tal vez parezca
pueril esta ocupa-
ción que los nuevos
arqueros norteame-
ricanos comparten
con las tribus salva-
jes que aún emplean
EXAMINANDO LOS BLANCOS DESPUÉS DEL TIRO.
T. PEKHAN, GANADORA DE VA-
RIOS PREMIOS,
^■■Hiff
hi
^^^B^*^n
i
MRS. R. P. ELMER, CAMPEÓN FEMENINO.
MRS. J.M.MANSER, TIRADORA distinguí DA.
la flecha como arma mortífera, pero es
indudable que a los otros sports tam-
bién se les pueden poner las mismas
tachas. Cada uno de ellos presenta de-
fectos que sus cultores no tienen en
cuenta para nada.
Las fotografías que reproducimos dan
idea de lo pintoresco que resulta un
campo de tiro. Este es de Haverford,
Pensilvania. donde se celebró hace poco
un torneo, en el que tomaron parte nu-
merosos clubs de arqueros, ganando los
campeonatos nacionales la señora R. P.
Elmer y su esposo.
Entre los numerosos tiradores que lo-
graron distinguirse haciendo magníficos
blancos, están la señora E. E. Yrout, pre-
sidenta de uno de los más célebres clubs
de arqueras; la señora T. T. Pekhan, que
ganó diversos pre-
mios; la señora J. M.
Manser, flechera exi-
mia; y J. Fuxton Ha-
ve, el temible foot-
baller. que se ha
convertido en un ar-
quero de sorpren-
dente destreza.
Indudablemente
este ejercicio, que
tiene la ventaja de
ser baratísimo, pues
las flechas sirven in-
finidad de veces, re-
sulta un buen entre-
namiento para el tiro
al blanco de fusil:
ejercita la vista y da
vigor a los brazos.
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Buenos Aihes. novíembre - d.'c:embre de 1916.
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I
N
D
I
C
E
CORRESPONDIENTE AL
19 16
PRIMER TOMO
SECCIÓN ARTÍSTICA
ALICE (Antonio).
Confesión vólao). Reproducción en tricromía. 5
ALONSO (Juan).
E! vendedor de flores {acuarela) 1
Tutecotzimi (gouache). Doble página, en tri-
cromía 1
Rubén Darío. Retrato al pastel, en tricromía 2
I-íecuerdcsde! pasaao. hl bufón del restaura-
dor. Ilustraciones 2
A 'lucuman (gouache). Ilustración a doble
página, en bicromía. 2
Monseñor Aquilas Locatelli. Ilustración. ... 2
Portada a! pastel. Tricromía 3
bn la prisión, ilustraciones 3
Del tiempo \iejo. A la salida del Tedeum.
Gouacne en tricromía 3
Los Centenarios. Ilustración 4
Como se estrenó mi primer obra. Ilustracio-
nes. 4
Las tardes en Palermo. Una tertulia al aire
liare (gouache). Eicromia a doble página 4
Portada al gouache (tricromía) 5
hntre broma y broma. Ilustración 5
hl patriarca de la literatura argentina: Car-
los Guido Spano. Ilustración 5
Nuestros críticos: Juan Hablo Echagüe (ca-
ricatura) 5
La bayadera errarits (verses). Ilustración en
tricro.-nia 5
Cosas que pasan. Ilustración 5
Fin de estación (gouache). Reproducción en
tricromía 5
Estilos criollos. El peligro de firmar. Ilus-
traciones 6
homenaje a la Fiesta de la Raza. La visión
heroica. Ilustraciones. 6
Cuadros urbanos (gouache). Reproducción
a doble página 6
En las carreras. Un buen spoit. Dibujo al
pastel 7
Narraciones coloniales. El inca andaluz.
Ilustraciones 7
El regalo de Navidad. La muñeca deseada.
Portada al gouache, en tricromía 7
Notas de verano. Escenas de Mar del Plata
(gouache). Bicromía a doble página.... 8
Buenos Aires antiguo. Nochebuena. Ilustra-
ción 8
ÁLVAREZ (Eduardo).
Colores. I lustraciones I
E! león y la lágrims. Ilustración 2
Dos vidas, ilustración. 2
Paipsjes argentinos. Al abrigo del ombú.
Dibujo al carbón 3
Desde el tren. La vaca muerta. Barrio ca-
racterístico (versos). Ilustraciores. 3
Reflejos de nuestras glorias. Los granaderos
a caballo. Los gauchos de Güemes. Ilustra-
ciones a doble página, en bicromía 3
Narraciones coloniales. Una procesión en
1645. Ilustración a doble página, en bi-
cromía 5
Las humildes gentes y las humildes cosas
(versos). I lustraciones 5
Portada al gouache. Tricromía 6
Los dioses lares. Ilustración 6
Heráldica Argentina. Apellidos ilustres. E?-
cudos en tricromía 7
El libro de los paisajes. Mañana dorada. El
encanto de la noche (versos). Ilustración 7
Escenas criollas. Dándonos una manito. Ilus-
traciones 7
Ciudad. Finos, Horas y Día de difuntos (ver-
sos), ilustraciones 8
BERMÚDE2 (Jorge).
La santera (óleo). Reproducción en tricromía 7
BUFFO (Guido).
Ezuauacat!. Ilustración 4
CENTURIÓN (Emilio).
Madame D'Yle. Ilustraciones 3
La banda de música. Ilustración 3
COLLIVADINO (Pió).
Ir.terior de la iglesia de Santa María de la
Paz, en Roma (óleo). Reproducción en tri-
cromía. 6
CONTRERAS (José).
Gente alada. Ilustraciones 4
FOHN (Juan).
La hormiga en el manzano. Ilustración... 1
FORTUNY (Francisco).
CuíntoscrioUos. Politiquerías. Ilustraciones. 8
NÚM.
FRIEDRICH (José).
Al margen del gran libro. Ilustración 3
El retrato de la madre. Ilustración 5
Histeria de Magdalena, amiga de la Bien
Plantada. Ilustraciones 6
Nuestros amigos los animales. En defensa
del gato. Ilustraciones 8
GUIDO (Alfredo).
Juvenilia. Ilustración 6
HUERCO (Juan Carlos).
En Mar del Plata. La hora del baño (dibujo) 1
Psicología callejera. Lo que piensan todos.
¡Si se rompiera la cuerda! (dibujo) 3
La vida en campaña: El domingo en la esqui-
na (dibujo) 6
MÁLAGA GRENET (J.)
Al lector. Ilustración en bicromía 1
¿Ouo vadis?: Ursus y Petronio en la calle
Florida (dibujo) i
La familia del sol. Ilustración l
Recetas útiles: Modo de plarchar los panta-
lones (dioujo) 2
Florencio Parra\ iciiini (caricatura) 2
¡Aquél! Ilustración en bicromía 2
Recuerdos de una tarde de verano. Ilustra-
ción 2
Costumbres de antaño: Al toque de oracio-
nes. Reproducción en bicromía 3
Página para pasar el rato: La curación del
dengue (dibujo) 3
Aquello sabe (acuarela). Ilustración en bi-
cromía 3
Lo que vale una firma (historieta) 4
Retratos españoles: J. Benavente. Ilustra-
ciones. 4
MASCENCE (Egard).
Primavera (gouache). Reproducción en tri-
cromía 6
MAYOL (Manuel).
El jurado estudiando el fallo (óleo). Portada
en tricromía 1
Remedios Escalada de San Martín (óleo).
Portada en tricromía 2
Portada en tricromía (óleo) 4
Figuras americanas: Almaíuerte. Ilustración 4
Retrato del Excmo. señor Don Hipólito Iri-
goyen (dibujo) 6
Juegan los niños. Ilustración a la acuarela. 6
Bocetos del natural: El dibujante (óleo). Ilus-
tración en f^icromia 6
Portada en tricromía (óleo) 7
Alamos biarcos (versos). Dibujo a pluma. . 8
MORROW.
Conferencia científica (dibujo) I
PELÁEZ (Juan).
Cuadros de la vida rural: La corbata. Ilustra-
ciones. 8
OUADRONE.
Los amigos de la cocinera (óleo). Reproduc-
ción en tricromía -. . . . 8
RIBAS (Federico).
París femenino. Ilustraciones 1
París femerino. Ilustraciones. 2
La mujer en París. Ilustraciones 3
ROJAS (Pedro).
Adaptación al medio (historieta) 2
SÁNCHEZ BARBUDO.
El hidalgo (óleo). Reproducción en tricromía 5
SIRIO (Alejandro).
La canción de la máquina de escribir. Ilus-
traciones 1
Crónica social. Ilustración 2
El origen de Plvs Vltra (versos). Ilustra-
ciones 2
Las vidas opacas: El cura va de paseo. Ilus-
traciones ■ 3
El don de la palabra. Ilustraciones....*... 4
Vida bohemia (versos). Ilustraciones en bi-
cromía 4
En el mundo del arte: El vernissage (dibujo) 5
Yo quiero publicar un libro. Ilustraciones. 5
Tengo dos relojes. Ilustraciones 6
Bien haya el progreso, ilustración 6
Leyenda turca. Ilustración 6
Los dioses del Olimpo y la guerra europea.
Ilustración- 7
Cuadros de costumbres: La niña prodigio
(dibujo) 7
jardín umbrío. Ilustraciones 7
NÚM.
El cortejo de Manara. Ilustraciones en bicro-
mía 7
Heráldica argentina: Apellidos Ilustres. Es-
cudos en tricromía 8
Los ojos asombrados. Ilustraciones...'.!]!! 8
SOROLLA Y BASTIDA (Joaquín).
Mujer árabe (acuarela). Reproducción en
tricromía 3
Entre dos luces (óleo). Reproducción en tri-
cromía 4
SOTO ACEBAL (Jorge).
Pelando la pava (acuarela). Reproducción
en tricromía 8
VÁZQUEZ (Nicanor).
Paisajes argentinos: Un bosque en el Neu-
quén (dibujo al carbón) 4
Un rebaño (dibujo al carbón) 5
A orillas del Paraná (dibujo al carbón)... 6
Paisajes argentinos: Una laguna en Dolores
(dibujo al carbón) 7
VILLEGAS (José).
Las dos potencias (acuarela). Reproducción
en tricromía 7
ZAVATTARO (Mario).
Del tiempo viejo: Costilla a costilla. Ilustra-
ción _ _ ]
La raza vencida: Milache. Ilustraciones... 1
Estilos criollos: Diabetes improvisada. Ilus-
traciones 2
ZULA.
Caricatura de Zonza Briano I
ZULOAGA (Ignacio).
Una gitana. Reproducción en tricromía.. 4
Retratos españoles: La del guante amarillo.
Una gitana. Autorretrato. (Reproduccio-
nes en negro) 8
NOTAS DE REDACCIÓN
Remates en silencio: El rematador eléctrico
holandés (con fotografía) 1
Plvs Vltra: Al lector (con ilustración')!!! 1
La muchachada artista (con fotografías)... 1
Al caer de la tarde (con ilustración fotográ-
fica en bicromía) 1
El Teleóptico (con fotografías) l
Cuiioseando: Antofagia. Los bigotes del kai-
ser. Huelga de olas. Barbaridades (con di-
bujos) 1
La carbonera que llegó a embajadora (con
reproducción fotográfica) 1
Los templos del Titicaca: Un santuario céle-
bre (con fotografías) 2
Cataclismos que engendran mundos (con fo-
tografías) 2
Rubén Darío (con retrato al pastel, de Alon-
so) 2
Tertulias de antaño (con fotografías) 2
Los cambaros del cocotero (con fotografías) 2
El derroche de la guerra (con ilustración). . 2
El ajedrez en el teatro (con fotografía). ... 2
Maravillas del mundo científico: Las joyas
de Anfitrite (con fotografías) 3
De Solivia: Riquezas del altiplano (con foto-
grafías) 3
La gran pirámide de Keops (con fotografías) 3
Pacientemente (con ilustración fotográfica
en bicromía) 3
Las avispas y sus nidos (con fotografías).. 3
Una manera de impresionar cintas cinemato-
gráficas (con fotografía) 3
El gigantesco ídolo de Madras (con fotogra-
fía).... 3
El fetichismo a través de las edades (con'fo-
tograff as) 4
Darwin se conoce a sí mismo (con fotografía) 4
Curioseando: Un puente gigante hecho de
ramas (con fotografía) 4
Como el agua modela los peces (con fotogra-
fía).. . 4
Bellezas de la Naturaleza: Efectos volcáni-
cos en la región del Titicaca (con fotografía) 5
Una tortuga monstruosa (con fotografía).. 5
El Colón por dentro (con fotografías) 5
El voto femenino en Finlandia (con fotogra-
fía) 5
Méjico: Orámica artística (con fotografías) 5
La industria de las perlas (con fotografías) 6
Insectos gigantes (con fotografías) 6
Un templo sobre una piedra movediza (con
fotografía) 6
Curiosidades del Japón (con fotografías).. 6
Cómo mueren los planetas (con fotografía). 6
Una enorme araña cazando a un pájaro (con
fotografía) 7
Los ravos X (con fotografía) 7
El curioso lector (con un óleo y dibujos en
tricromía) 7
núu.
La banda do música (dibujo de Centurión) 7
Una cacería de cocodrilos en el Para (con fo-
tografía) g
La garganta de la -Spokane River», en cí Éi-
tado de Washington (con fototrafia). . . 8
Los chalets de Mar de! Plata (con fotoera-
fias) g
Casa provinciana (con ilustración fotoeráfi-
ca en bicromía) g
Un grupo de elegantes de Pahane (con foto-
grafía) 5
El sport en los Estados Unidos (con foto-
grafías) 8
fotografías artísticas
Al caer de la tarde (fot. P. V.) En color.. 1
Aspectos nuevos de cosas conocidas (fot. P.
V.) En color 2
Los sauces llorones (fot. P. V.) En nejro. . 2
Fielmente (fot. P. V.) En color 3
Cuadros Urbanos: Bajo cero (fot. P. V.) En
color 4
Aspectos de Buenos Aires: Rincón descono-
cido (fot. P. V.) en negro 6
La Plaza del Congreso: Tarde brumosa (fot.
P. V.) Tres reproducciones en negro 7
En la estancia: IJn buen árbol de Navidad
(fot. P. V.) En color 8
Casa provinciana (fot. P. V.) En color 8
RETRATOS
Agüero Fernández de Agüero, María Ignacia 2
Aguirre, Julián 8
Aldao, Raquel 5
Almafuerte 4
Anchorena de Ibái^ez, Rosa 2
Barcons, Zula I
Beiáustegui de Arana, Pascuala 2
Benavente, Jacinto 4
Bergson, Enrique 7
Bosch Alvear, María Teresa 4
Botet de Senillosa, Pastora 2
Caballero Guerrico. Carmen 4
Cantilo Achaval, Josefina 4
Capdevila, Ernestina 6
Casaux, Roberto I
Castro, Magdalena 4
Cazón de Almeida. Juana 2
Cerne. Rosa 7
CoIIivadino, Pío 6
Da Ro5a, Faustino 5
Darwin , 4
Díaz de Mendoza. Fernando 4
Díaz de Mendoza y Guerrero, Fernando... 4
Ducasse, Francisco 4
Echagüe. Juan Pablo 5
F^cudero de Masculino. María Jesusa 2
Estrada, María Teresa 4
Estrada. Clara 4
Fernández de Ouiroga, Dolores 2
Fernández- Moreno 3
Frías de Andrade. Bernabela 2
G. de Solé'-, Daisy 4
García Velloso. Enriq ue 3
García-Mansilla. ministro de la Argentina
en Italia.... 4
Garmendia, General 2
González Chaves, Etelvina 7
Gowland-Buttner, Delia 7
Guerrero, María 4
Guerrico, María Teresa 5
Güiraldes Goñi, Luisa 4
Hamüton, Lady I
Holmberp, Susana 4
Houssay. M 4
Lamadrid. General 3
Laphitz, P. Francisco 2
Maschwitz. María 4
Merlo de Llavallol. Gertrudis 2
Membrives, Dolores 7
Meyanza, Julieta 7
Mocchi. Walter 5
P. de Venoz. Alfonsina 5
Pacini de Alvear, Regina 8
Pagano. Angelina 4
Paz de Gainza. Zelmira 3
Pérez Galdós, Benito 2
Pico Estrada, Elisa 4
Rico. Orfilia 6
Rocha. Doctor Dardo 1
Rodó. José Enrique 2
Rodríguez Larreta. María Luisa 7
Rozas de Mansilla. Agustina 2
Saint Saéns, Camilo 3
Schlieper, Rosa 4
Stimson, Mabel A 4
Sommer. Celia 5
T. de Villazón. Enriqueta 5
Vassallo, Monseñor 4
Villegas HamiHon. María Elena 4
Virrey del Pino, Señora del 2
Visillac de Moreno, Antolina 2
Zuloaga, Ignacio 8
SECCIÓN LITERARIA
ACUILAR (A.)
El doo d* la palabra (con dibujos do SJrio) 4
Loa dioaas del OHmpo y U (uarra «uropea.
Cirílica fantástica (ilustración de Sirio). 7
ALLENDE DE BUFFO (Lbowok).
Exnaiiacatl. Episodio histArico mejicano (di-
bujo de Cuido Buffo). , 4
AMBROCUI (Amnio).
Las Tidas opacas: El cura va de pases (ilus-
tradta de Sirio) .. 3
ANTEQUERA (SoFAMOa).
La cancite de li máquina de escribir (ilus-
tración de Sirio) 1
BALLESTEROS (Hontiel).
Soncloa. El inveetario. Solo. El domingo.
Cuadro (ilnstradonas de Sirio) 4
BARRA DE LLANOS (Emha de la).
Carta a la aeSora Teunoe de Oliver (con fo-
t acrafla). 8
BERNÁRDEZ (Mahubl).
Misio.nea: Las ruinas del convento de San la-
nado (con fotocraüas de J. Callen Ayerra) 6
BETHLEM.
Cué injusta es la vids . S
BONAFOUX (Luis).
Carlitoa Chaplin el rey de la risa (con retra-
tos)..
BORCOSOUE S. (Ca«los F.)
Una mansión colonial en Chile (con foto-
(raflas)
BUNCE DE CALVEZ (DEtriKA)
Aimoos-Nous. Versas.
CAMPOLICAN.
Fif uras literarias: José Enrique Rodó
NÚW.
ur. ni.\iri::i:.\,;o Je .in'.stis: Pagano- Ducasse
(con fotografías) 4
Nuestras actrices: Orfilia Ricoícon retratos). 6
Nuestras actrices: Lola Membrlves (con re-
tratos) 7
DOELLO JURADO (Martín).
Algunos aspectos de la obra de Florencio
Ameghino (can fotografías) 5
D'ORLEY (SuzAHHB)
El origen de los crisantemos. Originalidad.
D'ORS (EuoBHio).
Kístorii de Magdalena, amiga de la Bien
Plantada (dibujo de Friedrich)
DUPUY DE LOME (Emilio).
El doctnr D-iírdo Rocha y su colección de
p:-" ■ " -:í:uas (con fotografías). ., . 1
La. mas del general Garmendía
(. í) 2
El v^' .ci3 00 Li fnmilia de Paz (con fotogra-
fías) 3
Los cor.des de Balazote (con retratos). ... 4
Nuestros críticos: luán Pablo Echagüe (con
fotografí.T y caricatura de Alonso) 5
Nuestros pintores: Pío Collivadino (con foto-
gr.if fas y retrato) 6
L^ cisa de Robierno (con fotografías) 7
Nuestros músicos: Julián de Aguirre (con fo-
tografías) B
FARIÑA (Salvador)
Gente alada (con dibujos de Contreras).. . .
Nuestros amigos los animales. En defensa del
gato (con ilustraciones de Friedrich). . . .
FERNÁNDEZ-MORENO
Desde el tren. La vaca muerta. Barrio carac-
terístico. Versos (con ilustraciones de Al-
vares)
Las humildes gentes y las humildes cosas.
Balada de las pobres profesoras de piano
y solfeo. Orillas del Maldonado. El Buen
Inspector de tranvías. Versos (con ilustra-
ciones de Alvarez)
Juegan los riñosícon ilustración en tricro-
mía de Mayol)
Alamos blancos. Vereos (con dibujo a pluma
de Mayol)
Ciudad. Tres poesías (con ilustraciones de
Alvarez) "...
CANAMAOUE (AirroHto).
Yo quiero publicar un libro (ilustraciones de
Sirio).
Tango doa relojes (ilustraciones de Sirio)..
CHAMPEAUX (Luis).
Un combate (con ilustrador, k
CHARRAS (JouAh).
Homenaje a la fiesta de la raza. La visión
-eróica (ilustradones de Alonso)
Da la vida rural. La corbata (ilustradones de
Peláai)
La vida azarosa de Orvantes (con dibufo y
retratoai
R»^ .•. - "!tra» glorias. Los granaderos
■ gauchos de Cüemes (con
:: -romia, de Alvarez)
^igum arr.er!ca:ias: Almafuerte (dibujo de
Mayol y foHerafia)
El patriarca de La literatura argentina: Car-
los Cu'do Spano (dibujo de Alonso)
D* ANDREA (MoHSBfioi Miguel).
Monaefior Aquilea Locatelli, decano del Cuer-
po diplomático extranjero (iluatradón da
Aloaao) 2
DARDO UÜPEZ (Alsiho)
Del tiempo viejo. De costilla a cottilla (con
ilustración de Zavattaro) 1
DARlO (RuaÍN)
Tutecotzimi. Poema (con ilustraciones en
►'■'-romia de Alonao) 1
DEL SAZ (E-íuardo)
Las flore' ]
Unfobel: .os Aires (con
reprod- 2
Reloiesd' .rafias) 4
La cotecc s de la señora Napp
de Lurriú . . y., i:...iomía y fotograbados) 5
Er.riqueBergson.odellnstinto(conretrato). 7
DlAZ ROMERO (EuCEino).
La mujer argentina. Soneto (con fotografía) 1
DOCTOR MISTERIO (el)
Nuestras visitas: Roberto Caaauz. (con foto-
grafías) 1
Noestroa actores; Florendo Parravichíni. i
(con caricatura de Málaga Grenet y foto-
Crafiaa) 2 i
Ntiestroa autores: Enrique Garda Velloso I
(con fotografías) 3 |
I FERRER (Juan de la cruz).
5 El origen de Plvs Vltra. Versos (ilustración
6 de Sirio)
Aquello sabe. Versos (ilustración en tricro-
mía de Málaga Grenet)
FICUEROA (Francisco P.)
La Marimba. Poema (con ilustración de
Alonso)
FULANA DE TAL
8 1 Así es la vida (con reoroducción fotográfica).
Así es la vida (con ilustración)
2 I Así es la vida (con fotografía)
GALCERAN (F.)
El agua en el Zoológico (con fotografías) . .
GARClA VELLOSO (Enrique)
Cómo se estrenó mi primera obra (con ilus-
tración en tricromía y dibujos de Alonso)
CARMENDIA (José Ionacio)
El Bufón del restaurador (con ilustración de
Alonso) 2
CHIRALDO (Alberto).
La rara vencida: Milache (ilustraciones de
Zavattaro) I
CUERRICO (María de)
Apuntes de viajes (con dibujo) 1
GIL (Martín)
La familia del Sol (con ilustración de Má-
laga Grenet) 1
GIMÉNEZ PASTOR (Arturo)
Los centenarios (con ilustración de Alonso). 4
GONZÁLEZ (Joaquín V.)
AI margen del gran libro (con ilustración de
Friedrich) 3
GÜIRALDES (Ricardo)
Cuentos criollos. Politiquerías (con ilustra-
ciones de Fortuny). . .8
INGENIEROS (José)
Juvenilia (con ilustración de Alfredo Cuido). 6
ISRAEL DE PÓRTELA (Luisa)
La leyenda turca (con ilustración de Sirio) 6
LA DAMA DUENDE
Crónica social 1
Crónica social (con dibujo de Sirio) 2
(irónica social (con fotografías) 3
(irónica social (con retratos) 4
Crónica social (con fotografías) 5
Crónica social (con fotográfias) 6
Página femenina (con retratos) 7
Crónica social (con fotografías) 8
LAGERLOF (Selma)
El retrato de la madre (con ilustración de
Friedrich) 5
LAVALLE DE LAVALLE (Dolores)
Las travesías de antaño. Apuntes y recuerdos
(con dibujo) 1
Una nota de la señora Herrera de Toro (con
fotografía) 5
LAZCANO TEGUl (Vizconde de)
Gente nueva. El poeta Fernández-Moreno
(con un retrato) 3
Madame de L'Yle (con ilustraciones de Cen-
turión) 3
LEGUINA (Enrique de)
El cortejo de Manara (con ilustraciones en
bicromía de Sirio) 7
Los ojos asombrados (con dibujos al natu-
ral de Sirio) 8
LINARES (Antonio G. de)
París femenino (con ilustraciones de Ribas).. 1
París femenino (con ilustraciones de Ribas) 2
La mujer en París (con ilustraciones de Ri-
bas) 3
Desde París. La danza de las horas (con fo-
tografías) 7
LORENTE (Severiano)
Estilos criollos. Diabetes improvisada (con
ilustraciones de Zavattaro) 2
Estilos criollos. El peligro de firmar (con
ilustraciones de Alonso) 6
Estilos criollos. Dándonos una manilo (con
ilustraciones de Alvarez) 7
LÜGONES (Leopoldo)
I. Mañana dorada. II. El encanto de la no-
che. Versos (con ilustraciones de Alvarez) 7
MALLOL (B. J.)
Narraciones coloniales. Una procesión en
1645 (con ilustración en bicromía de Al-
varez) 5
Narraciones coloniales. El Inca andaluz (con
ilustraciones de Alonso) 7
MARAGALL (Juan)
Recuerdos de una tarde de verano (con ilus-
tración de Málaga Grenet) 2
MARTfN (Juan Bautista)
Una raza de Trogloditas (con fotograffa). .. 5
MARTÍNEZ (Elía)
El profesor presidente doctor Hipólito Irigo-
yen (con ilustración de Sirio) 7
MASTROGIANNI (Miguel)
El maestro Saint Saéns (con fotografías).. 3
MOLINS (Jaime W.)
Del alma colonial (con fotografía) 8
MONTAGNE (Víctor)
Las costas pintorescas. El comercio de naran-
jas (con reproducciones fotográficas y
tricromía)
MONTAGNE (Edmundo)
La mujer argentina. Soneto (con fotografía) 1
La bayadera errante. Versos (con ilustra-
ción en tricromía de Alonso) 5
MORENO (M.' Teresa)
Bien haya el progreso. . . o el completo en
los tranways (con ilustración de Sirio). . . 6
M0RTi"m0R (Ricardo)
En la Prisión (con dibujos de Alonso) 3
MUÑOZ (Daniel)
Entre broma y broma (con ilustraciones de
Alonso) 5
NAVARRO VIOLA (Carmen)
Algo sobre las preferencias al estudio (con
ilustración de Friedrich) 6
NÚM.
ÑERVO (Amado)
Dos vidas (con Ilustración de Alvarez) 2
Los mundos (con dibujos de Contreras) 3
NOEL (Martín S.)
Arquitectura colonial (con fotografías) 1
Los maestros franceses del siglo xviii, en ía
colección de don Antonio Santamarina
(con reproducciones fotográficas) 4
OCAMPO (Juan Cruz)
Buenos Aires antiguo. Nochebuena (con ilus-
tración de Alonso) 8
ONELLI (Clemente)
Un pobre gato (con dibujo y fotografía).
2 'I
PEREZ-VALIENTE (José M.«)
Heráldica Argentina. Apellidos ilustres: Gar-
cía-Mansilla. Aguirre. Pueyrredón. Saave-
dra. Riglos (con escudos en tricromía de
Alvarez) ... 7
Heráldica Argentina. Apellidos ilustres: Or-
tiz de Rozas. Lezica. Marcó del Pont.
Conde de Lucar. Carranza (con escudos en
tricromía de Sirio) 8
PAEZ (Claudio R.)
Los héroes de la Epopeya. La Madrid (con
un retrato) 3
Santa Rosa de Lima, patrona de América
(con ilustración) 5
PARCEWSKY MOLINA (MarIa)
Instant. Soneto (con dibujo) 1
PINERO STEGMANN (Leonor)
Nelson 3
RÉPIDE (Pedro de)
Coloquio de la priora y la observante (con
ilustración) 8
RODÓ (José Enrique)
El León y la lágrima (con ilustración de Al-
varez) 2
ROJAS (Ricardo)
A Tucumán. Soneto (con ilustración en bi-
cromía de Alonso) 2
ROLDAN (Belisario)
La mujer argentina. Soneto (con fotografía) I
Las cataratas del Iguazú. (con fotografías).. 7
ROXANA
Frivolidades (con dibujo) 2
Días de recibo 5
ROXLO (Carlos)
Los dioses lares. Poema (con ilustración de
Alvarez) 6
SALAVERRfA (Josi M.»)
Figuras españolas. Benito Pérez Galdós (con
retrato) 6
Retratos españoles. Jacinto Benavente (con
dibujos de Málaga Grenet y retrato).. .. 4
Crónicas de un viajero. Nuestra Señora de
París (con fotografías) 5
Retratos españoles. Ignacio Zuloaga (con re-
producciones fotográficas) 8.
SALAZAR (J. M.)
Sexto Salón anual de arte (con reproduccio-
nes fotográficas) 2
SALOTTI (Marta)
Soneto a la señora Herrera de Toro (con fo-
tografías) 8'.
SlMBOLl (Rafael)
Plvs Vltra en Italia. La Legación Argen-
tina ante la Santa Sede (con fotografías) 4.
SPARKET
Cosas que pasan ^on ilustración de Alonso) 5
TEZANOS DE OLIVER (Belén de)
Nuestros propósitos L"
UNAMUNO (Miguel de)
La hormiga en el manzano (con dibujo de
Fohn) 1
URIEN (Julio H.)
Bocetos al natural. El dibujante (con ilustra-
ción al óleo de Mayol) 6-
VALLE-INCLÁN (Ramón del)
Jardín Umbrío (con ilustraciones da Sirio). . 7
WILDE (Doctor E.)
(alores (con ilustración de Alvarez) I
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BINDINGSECT. MAY1&196B
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