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Full text of "Plus ultra"

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«^ 


A 


--^^^ 


PLVA      • 
.  VtTPA 


>LEMENTO  DE    CARAS  Y  CARETAS" 


IWARZO,  1916 

AÑO  I. 

NÚM.  I. 


ci     iiiD*r»r»  puTi  ini  ANjnr»  Ri    PAiir» 


ÓLEO  DE  MAYOI. 


— p>u;s.'í="    X  i."i^i3»>3v — 


La  felicidad  más  grande  de  la  mujer,   consiste  en  saber  que  su  hogar  está  libre  de 
padecimientos  físicos,  y  que,  tanto  ella  misma,  como  cuantos  la  rodean,  están  sanos. 

IPERBIOTINAmalesci 

el  tónico  de  los  nervios  y  de  la  sangre,  más  poderoso  y  más  fácil  de  tomar;  hace 
hogares  felices,  porque  hace  hogares  sanos. 

Preparación  patentada  del  Establecimiento   Químico   Dr.  Malesci  -  Firenze   (Italia) 

VENTA  EN   DROGUERÍAS  Y  FARMACIAS 

O.     MONACO,     Único   Concesionario-Importador  en   la   República  Argentina,    VIAMONTE,   871    -   Buenos  Aires. 

SOTA  No  habiéndose  minimamente  alterado  el  precio  d"  la  IPERBIOTINA  MALESCI,  no  debe  pagarse  precio    superior    de    lo    que 

í"omrjnm<»nt'-   s^  ha   pa^^ado. 


g^g^^C» 


— I=»I_;:'^^-S 


Remates 

en 
silencio. 


En  Holanda  se  ha 
puesto  en  práctica 
últimamente,  en  los 
grandes  remates  de 
huevos,  que  en  ese 
país  son  muy  fre- 
cuentes, un  aparato 
eléctrico  que  impi- 
de las  confusiones  y 
las  disputas  sobre  si 
Fulano  hizo  o  no  hi- 
zo una  postura,  y 
permite  que  los  antes 
bulliciosos  remates 
se  lleven  a  cabo  en  si- 
lencio. El  silencio  en 
un  remate,  tiene  to- 
da la  apariencia  de 
una  paradoja;  ya  que 
parece  imposible 
que  se  pueda  rema- 
tar algo  sin  hablar; 
sin  embargo,  los  ho- 
landeses, pueblo  ca- 
llado y  tranquilo, 
han  realizado  esa 
paradoja,  que  juz- 
garían irrealizable 
nuestros  parleros 
rematadores  y  su  no 
menos  parlero  pú- 
blico. El  aparato  en 
cuestión  se  llama  el 
«rematador  eléctri- 
co». Los  huevos  se 
venden  en  lotes,  nu- 
merados, de  dos  mil 
quinientos.  A  cada 
uno  de  los  interesa- 
dos se  le  da  un  asien- 
to que  también  está 
numerado.  El  rema- 
tador se  coloca  en 
un  estrado,  al  lado 
de  una  como  esfera 
de  reloj,  en  la  que 
hay  marcadas  cifras 


El  Rematador 
Eléctrico 
Holandés. 


que  corresponden  a 
los  posibles  precios 
de  los  huevos,  desde 
el  más  alto  hasta  el 
más  bajo.  Al  lado  de 
la  esfera,  un  tablero 
con  números,  co- 
rrespondientes a  los 
nú  meros  de  los 
asientos.  Empezado 
el  remate,  el  punte- 
ro de  la  esfera  em- 
pieza a  girar,  desde 
el  número  uno.  Los 
interesados  están 
atentos.  Cuando  el 
puntero  llega  a  la 
cifra  que  le  convie- 
ne a  alguno,  toca  un 
timbre  eléctrico  que 
hay  en  el  brazo  de 
su  sillón,  suena  una 
campanilla  y  el  pun- 
tero se  detiene,  al 
mismo  tiempo  que 
en  el  tablero  apare- 
ce en  negro  el  nú- 
mero correspondien- 
te al  del  asiento  del 
que  ha  tocado  el 
timbre.  Pasado  un 
momento,  el  punte- 
ro de  la  esfera  vuel- 
ve a  moverse,  y  se 
repite  la  operación 
hasta  que  las  pues- 
tas cesan,  y  el  re- 
matador dice  en 
voz  alta  el  número 
del  lote,  el  del  com- 
prador y  el  precio. 
Después  de  lo  cual, 
el  silencio  vuelve  a 
reinar  entre  los  fle- 
máticos holandeses, 
que  rematan  hue- 
vos sin  hablar. 


gí^i-T^iilíi^iiií^tii^ 


i 


PERSEGUIDO  POR  UN  TEMOR  INDETERMINADO 


Al  que  no  goza  de  perfecta  salud,  le  persigue  el  espectro  de  la 
vejez  prematura  y  de  la  tristeza  abrumadora ;  muchas  enfermeda- 
des, cuya  cau.sa  se  ignora,  provienen  del  estómago  o  de  los  intesti- 
nos, se  descuidan  porque  no  hay  peligro  de  muerte ;  pero,  una  vez 
crónicas,  son  insufribles  y  engendran  la  desesperación.  Los  des- 
gastes físicos,  consecuencia  de  la  actividad  excesiva,  hacen  que  la 
mayor  parte  de  la  humanidad  esté  enferma  del  ESTOMAGO,  y  es 
necesario  prevenir  muchos  males  que  ocasionan  una  mala  digestión. 
"STOMALIX"  Saiz  de  Carlos,  conserva  la  integridad  de  su  orga- 
nismo. Es  el  TÓNICO-DIGESTIVO  por  excelencia.  Su  eficacia 
y  su  sabor  agradable,  han  conquistado  la  fama  mundial  que  goza. 
"STOMALIX"  debe  ser  su  compañero  en  la  mesa. 
Venta  Farmacias.  Pidan  folleto  a  Carlos  S.  Prats,  San  Martin,  66, 
Buenos  Aires. 


%'^^¿¿'¿^^í¿<!^^.¿^=y-. 


^í^^^^i^^ísSí^ii¿:':¡¡a 


— I3l;v/:© 


El  heroísmo  de  la  elegancia.        Nonadas  que^lo  son  todo.        El  cronista  y 
la  Moda.        Recuerdos.        Paris  sigue  siendo  nuestro  París  de  siempre. 
Detalles  y  precisiones.        Los  últimos  «potins».        El  Amor  solloza. 

(Expresamente  para   Plvs  Vltra) 


1 


—  Gao»  r  fíp>*  —  '""^  *">  provwoio 
•  Aeit  k  stpotrara ...  y  li  esta  par- 
dal evActar  InunaiM.  obstiñkdo 
sos  cnalidadM  y  sus  dafach» 
a  tanit  át  todas  las  Tidsltttdes  de  la  vida, 
es  cesa,  por  eviden- 
te, innegable.  |cuin- 
to  mis  definitiva  e 
inalterable   por   to- 
dos los  reactivo*  de 
la  educación  ode  la 
..-vv    ,  .        vt>lunta>d.  no  ha  de 
^^^\\>.       ser  la  cristaUzación 
^^r/\\/       de  asa  diamante  Ua- 
^r  /!     VV        mado  le  tUrno  Itmt- 

^R        IV}      "'"'•'  <">">*'>*'  *^ 

W  \\\       V   debemos   toda 

'  1  1  \       luí  de  ilusión  y  todo 

reflejo  de  azul,  nos- 
otros   los  hombres. 
Vque  aun  somos,    en 
''nuestra    ingratitud. 
capaces  de  maldecir 
les  divinos  destellos, 
cuando  nos  ciegan, 
como  si  el  abrasar 
fuera  culpa  del  (uego 
y    no  del  im- 
pradeate  que  se  acerca  demasiado  a 
éü... 
Convenido  esto,  y  ya  que  este  ooque- 

teria  «inris  misma  de  lo  tumo  U- 
mmime,  ha  aobiwivido  al  Diluvio  en 
primar  término,  y  en  segundo  lugar 
a  todas  las  grandes  hecatombes  que 
alUgieroa  a  te  humanidad,  ¿qué  de  ex- 
trafto  tiene  que  ni  las  huestes  germl- 
nicas,  ni  aim  las  mismas  bombas  de 
los  leppiliHts  acierten  a  turbarte?. . 

Y  crieme,  encantado- 
ra nui)ar  que  me  escu- 
chas: vista  de   cerca  y 
en  el  instante  del  peli- 
gro,  causa   admiración 
muy  grande  esa  brava 
cTimtrit  con  que  las  mu- 
jeres de  acá  supieron  lu- 
cir sos  más  bellas  toiltílt¡  ajo 
la  metraUa  de  las  naves  aéreas 
del  kaiser...  Esta  sublime  co- 
quetería, faa  d  la  morí:  este  he- 
roísmo de  te  elegancia,    derro 
diado  por  tes  parisienses,  nos 
produce  —  y  te  producirte  si  le 
contemplaras — una  sensación  es- 
tética tan  profunda,  tan  solem- 
ne (¿por  qué  no  decirlo?) 
como  aquel  bello  y  postrer 
gaato  de  Petronio,  o  como 
esta  suprema  tidurcht  qu* 
hace  que  los  oficiales  d' 
Joffre  vistan  su  más  fia 
raante    uniforme   cuando 
les  Uega  te  hora  de  mar- 
diar  al  asalto,  camino  de 
te  victaria  o  de  te   muer- 
te... 

En  nada  de  esto  pen 
sarán,    ni   por  asomo,  las 
escandalizadas  damas 
que    anatematizaron 
d   gentil   desenfado    de    las  si- 
luetas dibujadas  por  Hérouard,  y 
te  imperturbable  y  soberana  ele- 
gancia de  las  manntifuiHi  vestidas   por  los 
•faiseun»  de  te  Place  Vendóme  o  de  la  Rué 
de  te  Palx . . .  Mas  en  todo  esto  pensamos 
ahora    tú    y    yo.    sellora  mía.  al  correr  de 
esta  charte  oon  te  que  tú  me  honras  y  con 
te  que  yo  trato  de  decir,  a    tus  pies,  un 
mundano  oomentario  de  femenina  actuali- 
dad... 


Este  discreteo 
nos  ha  conduci- 
do, de  la  mano, 
hacía  el  tema 
de  la  moda  ac- 
tual. . .  (La  mo- 
da'... |Patebra 
de  abracada- 
bra!... ¡Mágica 
cifra!...  ¡Con- 
juro que  trans- 
forma los  seres 
y  las  cosas,  y 
que  salva  los 
esps '  -- 

dr. 

do 

cuení'-^  áe  Sr»e- 
herazada' . . . 


\Ofj 


-ü 


Pero,  ante  todo,  ¿puede  un  cro- 
nista hr,'-'--   ■•■      -.'  de  te  moda? 
—  jN  veces    nol  — 

respon^-  .eño.  el  ínfimo 

tsuperhontbte»  contemporáneo,  sa- 
turado de  filosofía  kantiana  y  de 
pesimismo  nietzscheano.  y  abs- 
traído de  te  vida  Um  i  ierre . . . 
Mas  yo,  desconocida  interlocutora. 
me  contento  con  ser,  sencillamente 
un  hombre,  y  amo  con  ferviente  •• 
amor  todos  los  pequeftos  aspectos 
de  la  existencia:  en  ellos,  mejor 
quizás  que  en  las  difíciles  alturas, 
me  aparece  esa  eterna  armonía  de 
la  Verdad  y  de  la  Belleza  que  está 
en  todas  las  cosas  y  que  torna 
todas  las  cosas  amables  para  los 
que.  por  nuestro  bien,  tenemos  el 
alma  humilde,  ingenua  y  enamo- 
rada, de  un  Schelley  o  de  un 
Francisco  de  Asís . . . 

He  de  confesar,  pues,  sin  rubor,  que  la 
moda  femenina  me  interesa  prodigiosamen- 
te, ya  que  prodigiosamente,  también,  y  más 
que  nada  en  el  mundo,  me  interesa  la  mujer, 
y  te  moda  es  a  te  mujer  lo  que  el  marco  al 
cuadro:  lo  que  el  ambiente  a  la 
sinfonía:  lo  que  el  engarce  a  la 
perla . . . 

Hablemos,  pues,  de  la  moda,  y 
sigamos  a  esta  hada  moderna  en 
su  inquieto  peregrinar  por  los  más 
extraños  reinos  de  la    fantasía. 


Augurábase,  allá  en  los    prime- 
ros tiempos  de  la  guerra,   que   el 
mismo   gigantesco   conflicto    que 
había  de  transformar  el 
mapa  de  Europa,  trans- 
formaría también,  y  en 
primer  término,  las  cos- 
tumbres de  nuestra  so- 
ciedad, y  pondría  inme- 
diato y  definitivo   coto 
al  lujo  y  a  la  ostentación. 
Por  lo  tan- 
to, hubo    una 
hora  en  la  cual 
pudimos    te- 
mer que 
París    de- 
j  a  r  a    de 
.ser  nuestro 
París  de 
antaño,    para    trocarse, 
hogaño,   en  un  inmenso 
retiro   conventual. 

■-  Veréis  —  nos  de- 
cían los  graves  dispensa- 
dores de  estas  predic- 
ciones... —  veréis  a 
las  parisienses,  ensom  - 
brecidas  ycontritas. 
abandonar  para  siempre 
sus  locas  extravagancias 
de  paganía,  para  volver 
a  la  severidad  y  aun  a  la 
negligencia  de  apostura 
que,  en  renunciamiento 
a  todo  bien  terrenal, 
adoptaron  las  tristes  y  amar- 
gadas mujeres  del  año  Mil . . . 
Veréis  aparecer  las  rígidas 
túnicas  de  jerga  opaca  y 
obscura,  fieles  evocaciones 
de  los  hábitos  de  tas  peni- 
tentes. . .  Veréis  el  imperio 
de  las  faldas  que  os  veda- 
rán la  pecadora  gracilidad 
del  pie. . .  Veréis  el  reino  de 
las  pelerinas  que  han  de  borrar  -  anegándo- 
los en  la  obscuridad  de  los  pliegues  talares — 
los  tentadores  relieves  del  busto...  Y.  en  fin, 
veréis  ocultarse  los  rostros  brujos,  bajo  el  es- 
pesor de  los  velos  inclementes. . . 

Angustiados,   nos  preguntábamos  enton- 
ces: —  ¿Será  cierto  que  hemos  de  ver  tales 
cosas?  ¿Es.  pues,  llegada  la  hora  del  Apo- 
calipsis? 
No  tardaron  las  mujeres  en  respondernos: 

-  -  Hombres  de  poca  fe,  ¿por  qué  dudasteis? 

—  nos  dijeron ...  Y  sonrientes,  eternamente 
sonrientes,  prosiguieron  su  armonioso  cami- 
nar por  las  sendas  floridas,  que  son  las  del 
amor,  las  de  la  gracia,  las  de  la  frivolidad . . . 

Así  vimos  la  moda  guerrera,  ya  lejana:  la 

..... j»   1^5  tailleurs  ■  Tommy  y  de  las 

lers;    el    favor   de  los  galones 

r.iemas  militares  bordados  sobre 

ios  cuellos  y  las  bocamangas:  las  faldas,  tan 

breves  como  amplias,  que  al  menor  soplo  de 


un  aire  malicioso,  o  al  menor 
gesto  fuera  de  ritmo,  descubrían, 
sobre  la  alta  media,  los  encantos 
de  un  buen  palmo  de  media  tendi- 
da en  clara  transparencia  sobre  la 
fina,  ebúrnea  y  nerviosa  pierna. . . 
Pero  todo  esto,  que  es  de  ayer, 
es  ya  muy  viejo. . .  ¡Corre  el  tiem- 
po de  tal  modo  para  esa  femenina 
fantasía  que  es  «pluma  al  vien- 
to»! . . . 

La  moda  guerrera  pasó,  porque 
la  guerra  ha  durado  más  de  un 
día,  y  luego  de  aquel  engoucmcnt 
un  poco  paradójico  en  nuestras 
bellas,  por  ser  un  poco  viril,  la 
feminidad,  la  extremada  femini- 
dad parisiense  tornó  a  las  sutili- 
dades de  su  elemento:  sedas,  gasas, 
armiños,  gabardinas,  «taffetas»,  ba- 
tistas y  tules:  y  de  la  intensa  pa- 
sión hacia  la  ¡oüette-uniforme,  sólo 
algún  que  otro  detalle  aislado,  —  tal  cintu- 
ron  o  cual  bolsillo.  —  logró  subsistir.  Hoy  la 
moda  puede  resumirse  en  esta  fórmula  sabia: 
evitar  la  ostentación  —  que  en  la  hora  actual 
sería  un  insulto  para  los  desdichados  —  y 
usar,  y  aun  si  se  quiere  abusar,  dis- 
cretamente, de  ese  lujo  que  para 
la  mujer  de  Paris  es  tan  necesa 
rio  como  el  aire  que  respira. . . 

Dentro  de  esta  ley  general,  ad- 
mítese el  más  grande  eclecticismo. 
Las  faldas  cortas,  de  rigor,  varían 
según  el  gusto  de  quien  las  viste, 
y  asi  pueden  llegar  al  tobillo  o 
detenerse  a  veinte  centímetros  por 
encima  de  él:   y  la  ^ 

amplitud  de  estas 
¡upes,  que  en  algu- 
eos  casos  de  modes- 
tia se  contentan  con 
cuatro  metros  de 
circunferencia,  exce- 
de a  seis  y  aun  ocho 
metros  en  no  pocas 
ocasiones.  Los  cuer- 
pos, lisos,  moldean 
el  busto  libre  de 
corsé,  o  ape- 
nas sosteni- 
do por  una 
cintura,  y  las 
encolures  se 
abren  tan 
pronto  sobre 
el  pecho,  en 
audaces  es- 
cotes, como  cierran 
luego,  tímidamente, 
el  cáliz  todo  albura 
de  un  alto  cuello  de 
lingerie  ceñido  a  la 
garganta...  Las  túni- 
cas han  dado  al  tras- 
te con  la  blusa  tra- 
dicional, cuya  des- 
aparición es  una  de 
las  características  de 
la  moda  presente:  y 
la  piel,  rica  fourrure  o 
modesto  lapin,  cons- 
tituye el  adorno  casi 
exclusivo  de  cuellos, 
mangas  u  orlas  de 
los  bajos...  Los  abri- 
gos, ajustados  leve- 
mente hasta  la  cin- 
t  u  r  a,  prendidos  a 
ella  por  las  militares 
paites,  o  por  el  aún 
más  belicoso  cintu- 
rón  de  cuero  charolado,  caen  luego  en  múl- 
tiples godels,  formando  una  airosa  y  ondu- 
lante campana,  que  en  su  mudo  vaivén, 
marca  el  ritmo  leve  y  breve  de  la  marcha. 
El  abrigo  de  cuero  flexible,  —  íntegramente 
de  cuero,  —  ya  blanco,  ya  rojo,  ya  gris- 
humo,  ya  violeta,  es  creación,  del  todo 
reussie,  lanzado  por  una  gran  casa  de  la 
Rué  de  la  Paíx...  Y,  en  fin.  los  sombre- 
ros pequeños,  diminutos,  hechos  para  po- 
der ser  compatibles  con  los  altos  cuellos 
de  esos  abrigos,  sin  que  bajo  unos  y  entre 
otros  desaparezcan  los  rostros,  completan 
este  apunte  de  la  mujeril  silueta  bien  parí- 
sienne,  en  este  año  1915-1916,  que  no  es  pre- 
cisamente de  gracia. . . 

Antes  de  dar  punto  a  esta  charla,  durante 
la  cual  puse  a  prueba  tu  angélica  paciencia, 
permíteme,  lectora,  que  te  haga  saber  los  úl- 
timos polins  que  en  este  momento  apasio- 


nan al  París  femenino  y  parlero.  Trátase  de 
la  ruidosa  gaffe  cometida  por  la  segunda 
esposa  de  Mr.  Wilson,  y  trátase  también  del 
fulminante  decreto  con  que  el  general  Gallie- 
ni  prescinde,  —  cortés  pero  inexorablemen- 
te,— de  los  servicios 
más  poéticos  que 
prosaicos,  y  por  en- 
de más  imaginarios 
que  reales,  presta- 
dos por  las  damas 
del  Grand  Monde  en 
los  hospitales  mili- 
tares. 

La  nueva  «Presi- 
denta» de  los  Esta- 
dos Unidos  sembró 
la  alarma  y  la  dis- 
cordia en  el  Sindica- 
to de  la  Costura  Pa- 
risiense, al  confiar  a 
un  agente  alemán, — 
más  o  menos  natu- 
ralizado yankee,  — 
la  misión  de  com- 
prar las  toilettes  de 
su  equipo  nupcial... 

De  aquí  una  corriente  de  indig- 
nación que  ha   estremecido    los 
estatuarios    pechos    de   las  pre- 
mieres   y    de    los    mannequins, 
iesde  la   Place    Vendóme  a  los 
ampos  Elíseos,  pasando  por  la 
Rué  de  la  Paix,   la  Opera  y  la 
Magdalena. . .    Y  de  aquí,  tam- 
la  escisión  producida  en  el 
seno  del  citado    Sindicato,  que 
entiende    prescindir 
de  todo  intruso  y  de 
todo    indésirable,    y 
que  se  alza,  écceuré, 
contra    la    absoluta 
falta  de  tacto  mos- 
trada por  la  ilustre  señora  que, 
de  hoy  más,  comparte  las  eter- 
nas   indecisiones,    las    inefables 
mansedumbres  y  la  inútil    retó- 
rica del  doctor  Wilson. . . 

En  cuanto  a  la  severa  medida 
adoptada  por  nuestro  ministro  de 
Guerra,  al  desterrar  de  las 
ambulancias  y  de  los 
hospitales  de  sangre 
a  las  aristocráticas 
enfermeras,  se  dice... 
—  ¡perpetuo  y  mal- 
diciente se  dice\  — 
que  algunos  exage- 
rados idilios,  entre 
ciertos  heridos  de- 
masiado convalecien- 
tes y  ciertas  «ambu- 
lanciéres»  demasiado 
solícitas,  motivaron 
tal  y  tan  duro  ri- 
gor. . .  ¡Triste  suer- 
te!..  .  Pero  es  fama 
que  así  comoelamor 
fué,  en  tiempos  pa- 
sados, credo  y  sostén 
de  los  paladines,  en 
los  días  presentes  el 
niño  arquero  se  ha 
trocado,  para  los  lu- 
chadores, en  pérfido 
y  ensoñador  conse- 
cro de  reposo  y  de 
paz. . .  Y,  según  pa- 
rece, los  jefes  alia- 
dos no  consienten  que  por  ahora  se 
hable  en  Europa  de  cosa  que  no  sea  la 
implacable  actividad  de  una  guerra  a 
muerte,  sin  tregua,  sin  cuartel,  sin  perdón 
posible. . . 

Braman,  pues, 
los  cañones 
Arrecia  el  hura 
can  de  fuego 
Y  acogido  al  tris 
te,  al  nostálgico 
silencio  de  las 
alcobas  desier- 
tas, el  Amor  so- 
lloza. . . 

Antonio  G.  de 
Linares. 

París,  enero 

de  1916. 

-Dib.  de  Ribas. 


— P3i.-;v^^ 


—  l3L.;v/'.S    vi^'r'I3>=s.— 


CONFERENCIA  CIENTÍFICA 


Un  miembro   de   la  Sociedad   de  Arqueología,   demostrando    la   manera   que 
empleaban  los  hombres  primitivos  para  fabricar  puntas  de  piedra  para  flechas. 


Dibujo  de  Morrow. 


—S^flS*^^ 


^  iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiniiiiiiiiiuiiiiiiiiiiiiiiiiiiniiiiii 

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riiiiiiiniiiiniiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiniiiiiiniimiiiiiiiiui 


N^     A^^n^^vr^m.      ^°^  P^^*^  ^^   "^^"O'   ^"   coiTiprar,    MUEBLEROS 
o  aemoren,  y  particulares. 

OBSEQUIO  AL  COMPRADOR:  COLCHA  Y  CUBRE-ALMOHADAS 


^1 


Sill 

as  roble, 

tap 

izadas. 

haciendo 

juego,    cJo- 

cena. 

$ 

120. 

Mesa      de 

12 

cubier- 

tos, 

$   65. 

Elegante  dormitorio,  nogal  de  Italia  y  roble,  Luis  XV,  3  cuerpos,  mármoles  finos,   regio        Elegante  comedor,  roble  de  Norte  América  y  bronce  importado, 
.  'aliado.  8  piezas,  $  350.  cristales  y  lunas  biseladas,  mármoles  negros  finos,  las  2  piezas. 

El  mismo  juego,  más  sencillo,  $  300.  t   260. 


Reclame,   dormitorio   roble   macizo,  3   cuerpos,   mármoles   a   elegir,   lunas   biseladas,   8  piezas, 

$  270. 


Comedor     Bombe,     roble    norteameíicano 
macizo,    mármoles     finos,     las    2    piezas, 

$  170. 
El    mismo    juego,    en    tea    lustrado,    color     Mesa    roble, 
claro  u  obscuro,  $   145.  3  tablas,  $  32. 


Sillas  óvalo, 
roble  y  esteri- 
lla. doc.,$  100. 
Tapizadas,  do- 
cena,   $    120. 


n 


g  g        Rédame,  dormitorio  roble  macizo,  con  bronce,  3  cuerpos,  mármoles  finos,  8  piezas,  lo  mejor. 


$  250. 

El  mismo  juego,  más  sencillo,  $  190. 


Buen     juego     comedor      Renacimiento,      nogal      de      Nort? 
América   y    roble,   mármoles   rosa,   lunas   biseladas,   $    175. 


Elegante  dormitorio    3  cuerpos,   Luis  XVI,   macizo,  con  bronces,   lunas  biseladas 

8   piezas,   $   205. 


Dormitorio    Luis    XV,    nogal,    para    matrimonio,    mármoles    rosa,    lunas 
biseladas,  8  piezas,  reclame,  $  150. 


la 


1 1    Estamos   liquidando.   No  pierda   usted   tiempo  en  buscar  otra   casa   que  venda   a  estos   precios,  ij 

■  I                                                                                      Embalaje,  Catálogo  y  conducción  GRATIS  |  m 

11     F.  y    L.  Ramognino  -  "CASA    SANZ"  -  838,  Sarmiento  al  844,  casi  esq.  Esmeralda  || 

W:     iDiiiMniHiiiiiitiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiJtidiaiiiliiltiiiiiihiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiliiniiiiihiiiiiiiiiiiM  ^ 


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JYárrods 

constituye  en  nuestro 
ambiente  social  y  co- 
mercial la  más  alta  ex- 
presión de  buen  gusto, 
arte  y  elegancia. 


el  "rendez-vous 
gado  de  las  familias  que 
se  congregan  en  sus  salo- 
nes, atraídas  por  las  suntuosas  inota- 
laciones  de  la  Casa,  por  la  exhibi- 
ción de  las  últimas  creaciones  de  la 
moda  y  por  el  "savoir  faire"  d;  un 
personal  seleccionado. 

Jfíarrods 

se  ha  incorporado  al  movimiento  co- 
cial  porteño  como  una  nota  obliga- 
da dentro  de  las  costunibrcs  de  la 
gran  capital. 

Jíarrods 

es.  en  una  palabra,  el  palacio  de  la 
distinción  y  el  supremo  "chic". 

Jíarrods 

ha  visto  compen- 
sados   amplia- 
mente los  esfuer- 
zos que  suponeii 
la  fundación 
y   desenvolvi- 
miento de  una 
Casa   como 
ésta. 


beneplácito  que  han  dispensado  la 
sociedad  porteña  y  las  más  cultas 
colectividades  extranjeras,  a  la  idea 
de  prolongar  en  Buenos  Aires  la 
influencia  mundial  de  HARRODS, 
con  sede  en  Londres,  y  poder  apro- 
vechar así  de  la  experiencia  y  de 
la  selección  de  artículos  que  se  hace 
en  los  grandes  centros  europeos  de 
la  moda. 


tina  —  y  es  un  timbre  de  legitimo 
orgullo  para  esta  capital,  que  puede 
presentar  a  sus  visitantes  un  esta- 
blecimiento de  esa  categoría,  donde 
todos  los  artículos  son  de  calidad 
superior,  de  marcas  mundiales,  de 
fabricación  excepcional  y  a  precios 
verdaderamente  ventajosos. 


Jíarrods 


Jíarrods 


condice  con  el  progreso  alcanzado 
por  Buenos  Aires  —  a  justo  título 
considerada   la  segunda  ciudad   la- 


Iti- 


"^^==^ 


es  la  única  Casa  en  Sud  América 
que  ofrece  a  su  clientela  verdade- 
ras ventajas  para  las  compras,  pu- 
diéndose circular  por  sus  amplios 
salones  sin  ser  molestado  con  pre- 
guntas sobre  el  artículo  que  se  desea. 
Igualmente  es  la  única  Casa  que 
brinda  comodidades  especiales 
para  su  permanencia 
en  ella,  como  ser:  Sa- 
lón de  te.  Sala  de  lec- 
tura, Salón  de  descan- 
so y  conversación, 
teléfono.  Correo  de 
la  Nación,  etc.,  y 
demás  detalles  de 
confort. 


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EOTOR 
X  "> 

r\c>tyr^1  de  l^yco- 

ycsy-  todo  c^t  h.  circvr\ycripto 
^  detcriTMrN-^doy  l¡í^^itey:  Pero, 
por  vr\z>.  ley  de  evolvciór^,tam- 
biér^todo  lo  qve  proydre^cx. den- 
tro del  IT^vr^do  e/^pihtvcxl  ó  fTN-^teri-cxl.re- 
qviere  cxp^^r^yi6^^  po^r-c^  /"V  deyerwol- 
virr\ier\to.                                                 .  .  . 
C^r ^/  y  C^b^retu/  rcviy tDv  qve  tv  be- 
r\evoler\ciOv  kcx  cor\y;aprOvdo,  ■acept'Cx 
obediehvte  el  ifr>per ortivo  de  eyo>  ley  qve 
-DÍlriTNOv  I'Zk/'  trT^diciorxey  qve  yien>pre  Koi 
pcry^epvido.De  eytr>  Dv/pirOiCiórN,r\oble 
yj:ícr\aro/-^,t\-c>cc  "Piv/"  Vltra"  pvblicr>- 
ciór\  yvplelT^er^to^i■cx,dor^de  terNdro^f^cex- 
bidDitodoi/  loi/"  r\otD»/;cvyQ  ÍKdole  eypcci^l, 
Kcce/ite  [nt^y  ■o^íT^plitvd  pc^roi  dez-arrollarre 
í  rN"Plv/  VltrOi'.verdoder^  prologo,  - 
ciórA.eco  ^prt^rAdc^do  de  tv  reviytoi 
T>rrNÍyd-a, KTxiiOvrixy  el  cofnplefr\erNto  de  vtNOk 
It^bor  qve  K-Oice  ^r\o/ye  impv^o  It^  etr\pre- 
yoi  editora, Dyvd<:5*d^  edctxzfKcrÑte  poror- 
tirt^r  y  litcrtxío/"  de  vaIía.Rcpr>/ex  \^^  p6r 
(J3i^■D^y  qve  te  ofrecctT\oyr  diVcvrre  libre- 
rrNcrste  por  ell-cxy. .y  fall'^.Qye  yi  de  tv 
^^r-Dvdo  fverD>iA,tcn^plo>riovy  rwcytro 
eypiritv  crer^r^do  rwGvoy  brioy  ptxrcx 
y;e>ovir  \t^  lobor  cofT^ct-^z■Dvd■D.iyi  Id./  re 
cKTXZT^y  dej'oremoy  qve  ot  roy  eo^ 
tn-ay  -Dptitvdey  llévete  -Ov  (feliz:  tér- 
mitAO  lo  qve  lAoyotroy  r\o  yvpin\o^ 
reo^iiz'Cxr 


P  LV/ 


IVLI  RA 


--!. 


—I=>1.7^>y:& 


Entra  la*  obras  abulatamente  inMiUs  del  doctor  Wilde,  figura  esto 
primorooo  «rtículo.  Fechado  en  1913,  recuerda  aquella  prosa  del 
oiMn  Hbro  «Tiempo  Perdido*,  cuya  edición  se  agotó  hace  muchos  años. 

Joato  ooo  otro»  artfcukM.  igualmente  brillantes,  se  publicará  en 
mode  los  do*  tomo»  que.  formando  la  quinta  parte  de  las  obras 
completas  de  Wilde.  han  de  comprender  producciones  literarias 
inédita*  del  Uixtre  fnügttío. 


Eche  usted,  lector  amigo,  una  mirada  a  su  alre- 
dedor, mire  en  se^ida  a  los  cielos  y  luego  baje  los 
ojos  hacia  la  tierra. 

Ha  recorrido  usted  los  extremos  de  cuanto  tiene 
extremos. 

Cierre  ahora  los  ojos  y  procure  sentir  lo  que  hay 
en  su  retina. 

¿Qué  ve?  Colores,  nada  más  que  colores. 

Los  colores  son  los  pajes  de  los  cuerpos;  están  a 
la  puerta  de  las  cosas  para  anunciar  a  los  ojos 
cuando  miran,  que  los  objetos  están  en  casa. 

No  puede  pasar  una  mirada  por  ninguna  parte, 
sin  que  un  color  la  detenga,  diciéndole: 

—  Amiga  mía,  aquí  hay  algo. 

Los  colores  son  los  signos  en  que  vienen  monta- 
das las  existencias  para  atravesar  nuestra  pupila; 
ágiles  y  penetrantes,  apenas  sospechan  que  hay 
tras  de  ella  una  retina,  se  entran  en  su  busca  sin 
previo  aviso. 

Sospecho  con  grave  fundamento  que  las  retinas 
son  los  sepulcros  de  los  colores:  jamás  he  visto  sa- 
lir por  un  ojo  un  color  que  haya  entrado.  ¡Quizá  se 
quedan  solamente  a  dormir  o  a  pasar  la  noche  en 
buena  compaüía! 

Los  colores  andan  esparcidos  por  la  naturaleza, 
y  son  como  las  guardias  avanzadas  de  los  cuerpos, 
atisbones,  ctjriosos  y  madrugadores. 

Apenas  brilla  el  primer  rayo  de  luz  en  los  hemis- 
ferios, ctiando  ya  todos  los  colores  están  parados 
sobre  las  cosas  espiando  lo  que  pasa  en  la  vecindad. 
Se  parecen  a  las  mujeres  en  lo  curiosos  y  en  lo  ha- 
bladores. I  mposible  que  un  color  guarde  un  secreto. 

Su  eterna  charla,  como  la  de  las  mujeres,  trae 
sus  bienes  y  sus  males. 

Por  ella  se  llega  a  descubrir  que  las  gentes  son 
blancas  o  morenas,  que  tienen  los  ojos  negros,  verdes 
o  azules,  que  son  rosadasopálidasy  que  tienen  pecas. 


Por  esto  a  cada  rato  tenemos  ocasión 
de  renegar  contra  la  charla  de  los  co- 
lores o  que  darles  las  gracias  por  lo  que 
nos  cuentan. 

Los  colores  se  dividen  en  el  mundo, 
con  el  objeto  de  moralizar  las  pasiones; 
cada  color  se  encarga  de  un  sentimiento. 
El  violeta  se  ha  hecho  cargo  de  la  mo- 
destia: el  verde  lleva  a  cuestas  las  es- 
peranzas: el  rosado  dirige  los  amores;  el 
blanco  tiene  bajo  su  administración  el 
ramo  de  la  pureza;  el  amarillo  y  el  negro 
se  han  asociado  para  explotar  la  triste- 
za, el  luto,  la  muerte  y  el  olvido;  uno  o 
más  colores  son  la  enseña  de  las  nacio- 
nes; el  blanco  y  el  azul  son  los  abande- 
rados de  la  República  Argentina. 

Echando  una  mirada  sobre  todos  estos 
puntos,  se  explica  como  los  colores  do- 
minan la  política,  y  mandando  en  abso- 
luto sobre  las  impresiones  del  ánimo, 
las  conservan,  las  cambian,  las  matan 
y  siempre  las  revelan . . , 

Apenas  se  conmueve  el  corazón  de  una 
joven,  los  rubores  salen  a  su  rostro;  pa- 
rece que  en  esta  circunstancia  el  color 
se  asoma  a  las  mejillas  como  un  pro- 
pietario a  la  puerta  de  su  casa,  para 
preguntar  el  motivo  de  la  emoción. 

Apenas  el  temor  o  la  inquietud  inva- 
de nuestro  pecho,  la  palidez  de  nuestro 
semblante  propala  el  acontecimiento, 
entregándonos  sin  defensa  a  nuestros 
adversarios. 

La  palidez  está  siempre  muellemente 
tendida  en  la  cara  de  los  abatidos  y  de 
los  asustados. 

La  palidez  merece  un  momento  de 
atención:  tiene  su  historia  y  su  reinado 
aparte. 

Hubo  un  tiempo  en  que  las  mujeres 
jóvenes  se  complacían  mirando  el  rosado 
fulgor  de  sus  mejillas;  esto  indicaba  fue- 
go, vida,  salud.  Pero  cuando  las  que  ha- 
bitan las  ciudades  se  fijaron  en  las  al- 
deanas, notaron  con  desconsuelo  que  las 
rosas  del  campo  eran  más  numerosas  y 
de  colores  más  vivos  que  las  de  nues- 
tros jardines  urbanos.  Comenzó  enton- 
ces a  disminuir  ante  sus  ojos  el  mérito 
de  esas  calidades,  sucediendo  con  ellas 
lo  que  con  los  efectos  de  comercio;  todo 
es  que  un  artículo  abunde  para  que  su 
valor  disminuya. 

Hubo  así  mujeres  que  dejaron  sin  do- 
lor que  sus  colores  se  marchitaran  ata- 
cados por  los  sentimientos  tiernos  y  las 
meditaciones  melancólicas,  substituyen- 
do a  la  natural  animación  de  su  rostro 
joven  una  interesante  palidez.  Desde  esa 
época,  la  mencionada  interesante  pali- 
dez comenzó  a  recorrer  los  salones,  y 
ahora  no  se  reconoce  inteligencia  ni 
ternura  sino  en  las  damas  cuyo  sem- 
blante presenta  un  aspecto  cadavérico,  recu- 
rriendo muchas  de  ellas,  a  falta  de  sinsabores 
y  amarguras,  al  famoso  vinagre  aromático,  que 
recoge  en  las  mejillas  los  signos  de  la  vulgaridad 
e  instala  los  del  sentimentalismo. 

Sucede  una  cosa  realmente  particular  entre  las 
mujeres  y  los  colores;  las  que  no  los  tienen  se  los 
ponen  y  las  que  los  tienen  hacen  cuanto  pueden 
por  librarse  de  ellos.  En  esto,  como  en  muchas 
otras  cosas,  se  ve  la  tendencia  a  la  sofisticación 
que  singulariza  a  esta  í  mable  mitad  del  género 
humano. 

Los  colores  están,  se  ponen,  se  sacan,  se  cam- 
bian, se  esconden  y  se  fabrican. 

Están  sobre  las  flores,  en  los  ojos,  en  el  cielo,  en 
los  labios  y  en  el  agua  y  en  cada  uno  de  estos 
objetos  dicen  algo  interesante. 

Un  color  sobre  una  rosa  brinda  el  más  delicado 
perfume:  los  colores  en  los  ojos  dicen  «cuidado»; 
en  los  cielos,  «está  por  llover,  hace  calor,  está 
nublado  o  ya  se  fué  el  sol»;  en  los  labios,  «dame  un 
beso»;  en  el  agua  cantan  continuamente  «mar,  río, 
arroyo,  fuente  o  cascada». 

Los  colores  se  ponen  sobre  los  rostros  fnimados 
por  la  vida  en  su  apogeo;  son  los  colores  de  la  ju- 
ventud. Otros  se  instalan  sobre  la  decrepitud  y  la 
impotencia.  El  verde  y  el  blanco,  por  ejemplo,  se 
han  tomado  a  los  viejos  y  su  pelo. 

Debo  hacer,  en  llegando  a  este  punto,  una  sal- 
vedad; confieso  que  yo  personalmente  no  he  visto 
jamás  un  viejo  verde;  pero  repito  lo  que  la  tradi- 
ción popular  tiene  como  verdadero. 

En  hablando  de  viejos  verdes,  no  puedo  menos 
que  recordar  los  pieles  rojas  de  Norte  América  y 
los  chalecos  colorados  de  la  República  Argentina, 
su  hermana  de  Sud  América,  bajo  la  vistosa  tiranía 
de  Rosas. 


Pienso  en  la  gran  seguridad  de  los  borrachos  en 
aquel  tiempo,  merced  a  su  nariz  roja,  en  el  poco 
caso  que  se  haría  del  cielo,  en  la  prohibición  ab- 
soluta de  tener  ojeras  y  en  la  popularidad  de  que 
gozaría  el  diablo  en  las  reuniones  federales. 

Los  colores  se  sacan,  se  cambian,  se  esconden  y 
se  fabrican,  he  dicho,  y  me  hallo  razón  a  mí  mis- 
mo. Ello  se  verifica  en  las  gentes,  en  general,  en 
los  electores,  les  diputados  y  los  partidos  políticos. 
Basta  que  digamos  a  una  púdica  dorcella  que 
es  bonita,  para  sacarle  los  colores  a  la  cara,  lo  que 
no  sucede  sin  que  se  escondan  los  qie  tenía  antes 
y  por  consiguiente  se  cambien  todos. 

iSalvo  error  u  omisión!  Pues  lo  del  párrafo  an- 
terior no  se  verifica  cuando  los  colores  han  salido 
de  las  fábricas  de  productos  químicos.  La  ver- 
güenza no  tiene  acción  sobre  las  tinturas. 

¿Y  las  lágrimas?  Ellas  sí;  se  puede  ver  el  surco 
que  hacen  al  correr  por  las  mejillas,  disolviendo 
o  arrastrando  los  colores  postizos. 

Los  colores  pintan  a  los  electores,  matizan  a  los 
diputados,  caracterizan  las  oposiciones  y  arman 
revoluciones. 

Napoleón  I,  que  era  gran  fabricante  de  frases, 
dijo  no  sé  donde:  «Todos  los  hombres  se  \  enden; 
lo  que  falta  es  acertar  con  el  precio». 

La  frase,  original  de  Napoleón  o  plagiada  de 
algún  otro  retórico,  no  habría  tenido  tanta  reper- 
cusión si  sus  contemporáneos  se  hubieran  fijado 
en  que  es  la  traducción  de  esta  otra:  «Se  vende 
pintura». 

La  opinión  pública,  este  coloso  de  la  fuerza  hu- 
mana que  sujeta  el  poder  de  los  déspotas  y  dirige 
a  veces  la  política,  no  existiría  sino  tuviera  colorido. 
¿Dónde  se  encuentra  tampoco  una  opinión  pri- 
vada sin  color? 

De  algún  tiempo  a  esta  parte  se  notan  disiden- 
cias graves  entre  los  colores.  El  amarillo,  miembro 
componente  del  blanco,  parece  sublevado  contra 
él,  desde  que  los  hombres  han  dado  en  sellar  mo- 
nedas de  oro,  prefiriéndolas  a  las  de  plata. 

El  blanco  ya  no  lucha,  y  como  en  la  mala  suerte 
todos  nos  abandonan,  los  físicos,  explotadores 
de  la  luz  solar,  llegan  hasta  negar  al  blanco  su  ca- 
lidad de  color.  En  tanto  el  amarillo  hace  gran  pa- 
pel, se  disfraza  de  honorable,  imita  la  inteligencia, 
la  aristocracia  y  hasta  la  belleza,  filtrándose  entre 
las  manos  acostado  sobre  las  libras  esterlinas  u 
otras  bagatelas.  En  esta  forma  sabe  todas  las  cien- 
cias, habla  todos  los  idiomas  y  conoce  todas  las 
artes.  Es  el  dios  de  los  amores,  el  productor  de  las 
sonrisas,  el  seductor  de  las  bellezas;  en  él  se  tradu- 
cen todos  los  bienes  de  la  tierra;  sobre  él  única- 
mente están  conformes  todos  los  pueblos,  y  lo 
que  es  más  sorprendente,  todos  los  filósofos:  se 
llamó   un   día    piedra  filosofal. 

En  historia  natural,  la  omnipotencia  de  los  co- 
lores es  indiscutible.  Ellos  han  impuesto  a  los  lo- 
ros el  ser  siempre  verdes,  han  prohibido  a  los  ca- 
ballcs  que  sean  rojos  y  no  permiten  a  las  flores 
que  sean  negras. 

A  todos  los  animales  provistos  de  ojos,  pueden 
dejarlos  ciegos  si  se  les  antoja.  La  ceguera  no  es 
más  que  la  supresión  total  de  los  colores;  un  día 
de  mal  humor  de  la  luz. 

El  poder  de  los  colores  pasa  de  los  ojos  y  llega 
hasta  invadir  el  sentido  del  gusto.  Veamos  la  prue- 
ba: ¿Tomarían  los  hombres  café,  si  el  café  fuera 
verde? 

Tanto  hablar,  llega  un  momento  que  todo  se 
me  confunde  y  todos  desaparecen.  Sin  embargo, 
a  todos  y  a  ninguno  tengo  a  la  vista. 

El  papel  es  blanco  y  la  tinta  es  negra;  escribo, 
por  lo  tanto,  sobre  el  conjunto  de  todos  los  colores 
con  la  supresión  de  todos  ellos. 

Si  semejante  unión  no  es  una  paradoja,  quiero 
morirme. 

Me  asusta  sólo  pensar  de  lo  que  puede  salir  de 
ese  consorcio. 

Denle  negro  y  blanco  a  un  hombre  con  posición, 
tinta  y  papel,  digamos,  y  será  capaz  de  hacer  un 
nombramiento,  un  diploma,  un  documento  de  cré- 
dito, un  billete  de  banco,  un  testamento,  una  sen- 
tencia de  muerte,  y  lo  que  es  más,  un  compromiso 
de  matrimonio. 

Y  pongo  punto  final  a  mis  colores.  El  sol  declina, 
a  la  hora  que  escribo,  en  el  horizonte,  lleno  de  ru- 
bores y  con  la  cara  hinchada;  la  noche  se  viene 
encima  toda  enlutada,  y  si  luego  no  encendemos 
las  velas  o  salimos  a  pasear  a  la  luz  del  gas  por  las 
calles,  no  veremos  más  colores  hasta  mañana,  al 
despuntar  la  aurora,  si  tenemos  la  fortuna  rural 
de  despertarnos  a  esa  hora. 

Dr.  E.  Wilde. 


Dibujo  de  Alvarez. 


— I3>i_:>^-S   'VLrI^E^>^>.— 


n  Doctor 

Daido  Cocha 

^  bu  Colección 

de  porcelanaó 

(aníi0U(5L5 


P=-o        L  doctor  Dardo  Rocha? 
r^  —  Pasen   ustedes   y   esperen    un    mo- 

I  ,  mentó;  el  doctor  está  con  la  comisión 
pro  Homenaje  a  España:  ya  viene... 
siéntense...  ¿Una  tacita  de  café? 

Y  sin  esperar  respuesta,  sale  el  sir- 
viente del  salón,  para  volver  a  poco  con 
una  bandeja  de  plata  labrada  en  la  que 
humean  dos  tazas. 

En   casa  del   doctor   Dardo  Rocha   es 
A  proverbial    costumbre    obsequiar    con 
café  a  todo  visitante. 

Las  dos  tacitas  en  que  se  nos  sirve,  son 
distintas;  una  es  alta  y  esbelta,  la  otra 
chata  y  panzona,  ambas  de  finísima  por- 
celana china,  un  primor  de  ornamentación  y 
transparencia.  Dos  verdaderas  joyas  de  la  co- 
lección de  porcelanas,  más  numerosa  y  rica 
de  cuantas  hay  en   Buenos  Aires. 

Pasan  breves  instantes  y  el  doctor  Dardo  Rocha, 
nos  sorprende  observando  las  curiosidades  que  lle- 
nan las  mesas,  cubren  las  paredes  y  ocupan  todos 
los  rincones  del  patriarcal  caserón  de  la  calle  La- 
valle,  materialmente  abarrotado  de  obras  de  arte 
y  valiosas  antigüedades. 

Con  la  llaneza  del  gran  señor,  que  a  sus  méritos 
debe  la  posición  que  ocupa,  sin  el  orgullo  despec- 
tivo de  los  advenedizos  encumbrados,  el  doctor 
Rocha,  viejo  criollo  de  españolas  costumbres,  nos 
tiende  su  mano  y  nos  ofrece  asiento,  después  de 
dirigirnos  la  clásica  pregunta:  —  ¿Ya  tomaron 
café,    verdad? 

Exponemos  al  doctor  Rocha  el  deseo  de  visitar 
su  colección  de  porcelanas  y  antigüedades,  colec- 
ción con  que  se  ha  de  inaugurar  en  Plvs  Vltra 
una  serie  de  notas  que  darán  a  conocer  al  público 
las  mil  curiosidades  y   riquezas  que  hay  escondi- 


das en  Buenos  Aires  y  que  nos  proponemos  des- 
cubrir al  lector  en  un  proyectado  peregrinar  de 
casa  en  casa. 

Pero  el  fundador  de  La  Plata,  ex  gobernador 
de  la  Provincia  y  gran  patriota,  es  un  amení- 
simo causseur  dotado  de  una  memoria  tan 
prodigiosa    que  cuando   da  rienda  suelta  a  sus 


SALÓN    CARLOS    III,  CON 

RIQUÍSIMOS     MUEBLES 

DEL    MÁS    PURO    ESTILO 

DE     LA     ÉPOCA. 


VASO  DE  CASTELL-DURANTE,   DE  MEDIA- 
DOS    DEL    SIGLO     XVI,     COMÚNMENTE 
EMPLEADO     EN     LAS     FARMACIAS. 

recuerdos  y  comienza  a  contar  hechos  de  su 
vida  pública,  anécdotas  del  tiempo  viejo  o  pintores- 
cos detalles  de  sus  viajes  alrededor  del  mundo,  olví- 
dase el  cronista  de  su  oficio. . .  cae  la  tarde  y  el  fotó- 
grafo tiene  que  reembolsar  sus  bártulos,  sin  haber 
cumplido  su  misión  periodística,  . .  Y  así  uno,  dos 
y  tres  días. .  . 

La  colección  de  porcelanas  y  cerámicas  que  nos 
va  enseñando  el  doctor  Rocha,  es  interesantísima  y 
de  un  valor  extraordinario:  hay  en  ella  ejemplares 
curiosos  y  raros  que,  a  fuerza  de  paciencia,  ha  logra- 
do reunir  este  sin  par  coleccionista  que,  para  cada 
pieza  tiene  su  anécdota  y  para  cada  jarrón  o  plato  un 
cuento  al  caso  o  una  humorística  ocurrencia.  Así  van 
desfilando  ante  nuestros  ojos  cuatro  maravillosos 
grupos  auténticos  de  Cappo  di  Monte,  representando 


—  I^LTV^S 


PLATO   DE 
SIGLO    XVI 


EL    DOCTOR    ROCHA.    CONTEMPLANDO  SUS 
PORCELANAS. 

las  cuatro  partes  del  mundo:  una  inapreciable  va- 
jilla de  porcelana  china  con  decorados  de  mil  colo- 
res e  iniciales  en  oro.  grabadas  a  fuego.  Esta  vajilla 
perteneció  a  don  Bemardino  Rivadavia.  y  de  ella 
existen  dos  ejemplares  en  el  Museo  Histórico  y  al- 
gunos platos  en  poder  de  las  señoras  Mercedes  C. 
de  Bunge  y  Adela  Napp  de  Lumb.  y  del  señor  Al- 
berto Lartigau. 

Un  juego  completo  de  café  de  la  Real  fábrica  de 
Copenhague,  premiado  y  adquirido  en  la  Exposi- 
ción de  París,  de  18S9. 

Una  copa  de  porcelana  histórica,  pues  fué  rega- 
lada por  Crevi  a  la  Sociedad  Filantrópica  de  To- 
losa  y  más  tarde  adquirida  por  el  doctor  Rocha  a 
un  anticuario  de  París. 

Un  tríptico  de  esmalte,  de  Jean  Reigno,  de  valor 
inapreciable,  con  su  cifra  y  año  1559. 
Copas  antiquísimas  de  Holanda:  bandejas  de 

Veni  Marten.  y  28  piezas  de  un 
juego  de  postre  de  Sevres,  que  per- 
teneció al  Palacio  de  las  TuUerías. 
Varios  candelabros  y  jarrones  de 
Sevres.  de   18C0. 

Un  ídolo  de  Tehuanaco.  curiosí- 
simo ejemplar,  y  dos  Fayenzas,  de 
1560.  compradas  en  Corfú. 

Varios  jarrones  chinos,  ricos  de 
colorido,  y  porcelanas  de  Marsella, 
Meaux.  Sajonia.  San  Petersburgo, 
Crandevi  y  Córdoba. 

Un  plato  de  la  vajilla  de  Sar- 
miento y  otro  del  oidor  Almagro. 
Platos  del  general  Levalle.  de 
la  familia  Carranza,  perteneciente 
a  una  vajilla  que  en  tiempo  de  Ro- 
sas estuvo  escondida  por  tener  su 
ornamentación  celeste. 

Una  mayólica  de  Nevers,  repre- 
sentando «El  vendedor  de  cuernos», 
con  audaces  inscripciones. 

Azulejos  de  la  Alhambra  de  Gra- 
nada; vasos  pequeños  de  Tehuana- 
co, que  deben  tener  lo  menos  7.000 
años:  figuras  egipcias  y  varias  ba- 
las de  tierra  cocida,  para  honda,  de 
las  excavaciones  de  Cartago,  rega- 
ladas al  doctor  Dardo  Rocha  por 


rho:;as,  del 
(mayólica). 


UNA    DE    LAS    VITRINAS     DONDE    SE     CON- 
SERVA   PARTE    DE    LA   COLECCIÓN. 

el  Reverendo  Padre  Alfredo  Luis  Delastre,  funda- 
dor  del    Museo    Arqueológico    de  Cartago. 

Una  piedra  tumbal  del  último  período  del  paga- 
nismo, representando  a  Carón  conduciendo  un 
alma. 

Varios  platos  y  cacharros  orientales:  de  Rho- 
das,  de  Talavera  de  la  Reina,   españoles  e  ingleses. 

Dos  esculturas  adquiridas  en  Saquarah  (Egipto), 
que  debieron  pertenecer  a  la  estatua  del  Escriba,  e 
infinidad  de  piezas  más,  cuya  enumeración  sería 
interminable. 

En  antigüedades  posee  el  doctor  Rocha  algu- 
nas de  valor  indiscutible,  entre  las  que  hemos  visto 
una  pulsera  de  amatista  que  fué  de  Isabel  11;  un 
frasco  del  siglo  xi,  y  un  sello  en  bronce  del  Gobier- 
no Nacional,  del  año  1817. 

Un    ta- 


JARRÓN     CHINO.      DE      1703. 

TONALIDAD     BLANCA     Y      AZUL; 

PERTENECe   A   LA  ¿POCA  DE    LA 

DINASTÍA     DE    LOS    MINOS. 


piz  del  si- 
glo XVI  y  un  Gobelino  auténtico  del 
siglo  xviii,  representando  la  visita 
del  Rey  Alejandro  a  Diógenes. 

Un  mueble  español  del  siglo  xvii, 
de  Jacaranda  y  marfil  con  alegorías 
sobre  el  credo;  una  mesa  también  de 
Jacaranda,  que  perteneció  a  los  pa- 
dres Benermistas  portugueses  del  si- 
glo XVII  y  un  magnífico  altar  privado, 
con  la  historia  de  la  Virgen  y  Jesús, 
en  32  panneaux,  en  los  que  se  obser- 
va la  influencia  de  Murillo. 

En  cuadros,  el  doctor  Rocha  tie- 
ne un  capital.  Esculturas,  tablas  ita- 
lianas antiguas,  bronces,  entre  ellos 
la  maquette  original  de  «El  Esclavo», 
de  Cafferata,  y  un  sinnúmero  de 
libros  y  alhajas  antiguas. 

—  Una  última  molestia,  doctor: 
¿qué  valor  calcula  usted  que  alcanza 
la  pieza  más  valiosa  de  su  colección? 

—  Es  ésta;  y  nos  enseñó  un  Rubens 
avaluado  en  5.000  libras  esterlinas. 

Tal  es  la  colección  de  este  viejo  pa- 
tricio argentino  que,  hoy  apartado 
del  engranaje  político,  vive  rodeado 
de  sus  afectos,  y  sólo  dedicado  a  culti- 
var sus  recuerdos  del  pasado. 

Emilio  Dupuy  de  Lome. 


CÁNTARO    ITALIANO,   DEL    1730, 

EJEMPLAR  RARÍSIMO,    DE    LOZA 

«OREES»,  VERDADERA   JOYA   DE 

LA    COLECCIÓN. 


—  V=>LS\^^ 


¿QUO  VADIS? 


URSUS    Y    PETRONIO 
EN  LA  CALLE  FLORIDA 

Dibujo  de  Málaga  Crenet. 


X     1  .    lU  .-X  — 


@ff  affl 


Blanca  carne  de  lirio,  ojos  ígneos  de  estrella 
En  que  arden  fulgurantes  las  llamas  del  amor; 
Boca  fina  v  purpúrea  donde  la  gracia  sella 
Su  encanto  capitoso  de  roja  rosa  en  flor. 

Ca  sangre  de  las  razas  más  nobles  puso  en  ella 
Sus  rasgos  dominantes  de  belleza  v  valor, 
Ungiéndola  en  el  mundo  mirifica  doncella, 
Promesa  del  Destino,  Varona  en  el  Dolor. 

Su  paso  es  un  prodigio  de  ritmo  v  de  decoro 
De  sus  cabellos  surge  fragante  aurora  de  oro 
O  el  palio  misterioso  de  la  noctie  estelar. 

Su  frente  como  un  templo  respira  la  esperanza. 
Su  voz  se  alza  en  la  tierra  pero  hasta  el  cielo  alcanza 
Porque  es  pura  y  sonora  como  la  voz  del  mar. 

EUSEMIO    Díñz    RomERO. 


»    V-       .    w-'^-JVBSp-»5?«V{ 


-ca^ssm. 


Mo  es  mi  canto  el  cantar  habitual 
que  compone  en  tu  honor  la  pasión: 
mi  cantar  es  un  canto  filial 
escrito  a  latidos  con  el  corazón... 

Siempre  llena  de  luz  maternal 
se  irguió  ante  mis  ojos,  fDujer,  tu  visión, 
que  mucho  antes  del  dia  nupcial 
eras  ya  una  madre  para  mi  emoción- 
Eres  madre  siempre...  (Dadre  cuando  esposa, 
madre  cuando  hija,  madre  cuando  hermana, 
cuando  desdichada,  cuando  venturosa, 

cuando  adolescente,  cuando  anciana  ya, 
y  después  de  muerta  ¡oh  luz  milagrosa! 
sigues  siendo  madre  desde  el  más  allá... 

BECISflRIO   ROCDrtM. 


Oh  Argentina,  Argentina:  descubrí  tu  mujer. 
Se  borra  en  tus  cosmópolis  y  apenas  se  adivina 
en  los  poblados  tristes  donde  mora  el  ayer: 
que  es  de  un  cuño  ignorado  tu  mujer,  Argentina! 

Su  aspecto  de  los  Andes  tiene  la  majestad: 
buena  sin  abandonos,  recta  sin  desafíes, 
V  expande  en  sus  maneras  la  gran  serenidad 
con  que  ruedan  las  aguas  inmensas  de  tus  ríos. 

De  esta  romana  dulce  de  moruna  corteza 
la  sencillez  indígena  con  la  gracia  española 
se  advierte  en  el  tocado  que  aliña  su  cabeza. 

(Tías,  ah,  que  tu  blasón  en  sus  ojos  lo  fundas, 
Argentina,  y  en  ellos  mi  admiración  se  inmola 
al  misterio  insondable  de  tus  selvas  profundas. 


Fot.  de  WiTCOME  y  Merlino. 


EDmUMDO     (DOMTflSME. 


musÁ 

v-~r_ 

.-^-^  ^' ,: 

PLVS      • 
.  VLTPA 

EL  VENDEDOR  DE  FLORES 


Acuarela  de  Alonso. 


"V^LS^-rS-    >^  ^L'm~^.-X- 


-  en  pos  de 
,1  :  :  ;•.  i  vagabun- 
¿A,  ha  áido  otra  vez 
la  vudta  al  mundo 
el  fogoso,  rico  y  obe- 
so viajero.  Las  mil 
flores  que  la  desde- 
ñosa vendió  a  otros, 
son  las  huellas  de  su 
paso  por  la  Argén 
tina.  El  las  ha  viste 
y.  aunque  se  engañó 
con  tinuamente. 
abriga  la  esperanza 
loca  de  encontrarla 
por  fin. 

Pero  ella  ha  huido 
como  siempre,  in- 
constante, capricho- 
sa. .. 

El  amor  hizo  de 
este  infeliz  archimi- 
llonario un  i  n  m  i  - 
grante  golondrina, 
el  mejor  de  los  inmi- 
grantes. Viene  bus- 
cando a  la  ingrata  y 
se  deja  explotar 
mansamente,  porque 
los  enamorados  son 
pródigos:  pero  a  ve- 
ces, los  celos  le 
transforman  en  ava- 
ro, y  entonces  niega 
su  oro  a  los  que  con 
él  quieren  lucrar. 

Los  argentinos  sa- 
ben convertir  en  nu- 
merario metálico  y 
pesos  papel  esa  pa- 
sión cálida,  ese  ena- 
moriscamiento  d  e  1 
incansable  trota- 
mundos.  Maiz,  ca- 
ballos, trigo,  b  u  e  - 
yes.  cebada,  ovejas, 
centeno,  chanchos, 
se  adquieren  con  la 
(pecunia  del  c  a  p  r  í- 
choso  individuo. 

Inútil  es  afirmar 
que  todos  los  años  se 
le  aguarda  con  ansia  ^ 

y  se  hacen  votos  por 
que  venga  de  buen 
temple.  Sus  amigos  creen  que  ahora 
ha  llegado  dispuesto  a  reparar  las  in 
justicias  cometidas  en  años  anterio- 
res. 
Se  le  debe  tener  afecto  y  lástima. 
Desafiando  las  apoplejías  y  las  in- 
solaciones, vivirá  entre  nosotros  unos  me- 
ses,  hasta  que  emprenda   la  interminable 
persecución. 

Le  veréis  en  todos  los  sitios  donde  haya 
flores.  Allí  vagará  sudoroso  y  ardiente, 
mientras  vivan,  para  abandonarlas  cuando 

mueran. 

Semejante  al  don 
Silverio  (léase  Siebel) 
de  que  nos  habla  don 
Pollo  en  el  «Fausto», 
deshoja  margaritas 
para  saber  si  la  desde- 
ñosa le  quiere  o  no  le 
quiere,  y  entreteje  ra- 
milletes para  regalár- 
selos cuando  la  vea. 
aunque  don  Laguna 
repita  aquello  de: 

;Que  no  cairle 

[una  centella! 

¿A    quién?    ¿Al 

[sonso? 

¡Pues  digo!. . . 

.Venir  a  osequiarla, 

[amigo, 

con  las  mismas  flo- 

[res  de  ella! 


rara 
soleado 


eso   busca  el 
perfume    del 


Rosedal  que  hay  en  Palermo,  y  envidiando  la  me- 
lancólica alegría  de  las  parejas  felices,  suspira  y 
pasa.  Piérdese  en  las  umbrías  del  Botánico,  entre 
¡os  estudiantes  que  sueñan  con  la  novia  paseando 
los  textos.  Llega  hasta  los  patios  de  los  conventi- 
llos donde  crecen  los  mirasoles  en  los  tachos  jubi- 
lados. 

Y  si  huye  de  las  flores,  las  flores  le  acechan,  pa- 
recidas a  las  sombras  de  una  pesadilla  angustiosa. 
En  las  mismas  trincheras  europeas  las  encontró 
lozanas,  vigilantes.  Aquí  le  salen  al  paso  por  todos 
lados;  no  puede  rechazar  la  florida  obsesión. 

Sobre  la  verde  Argentina  ha  caído  deshecho  en 
millones  de  pedazos  un  arco  iris  perfumado.  Es 
una  lluvia  de  colores  que  todo  lo  invade,  que  todo 
lo  refresca,  formando  lagunas  en  los  jardines. 
charcas  en  los  canastos  de  los  vendedores  ambu- 
lantes, chorros  en  los  balcones  y  gotas  de  luz  en 
el  pecho  de  las  mujeres. 

Cada  mes  tiene  marcadas  en  el  calendario  de 
Linneo  flores  propias  que  lo  distinguen;  estos  me- 
ses de  la  florista  casquivana  y  del  amador  vaga- 
bundo y  rico  se  conocen  merced  al  desbordamiento 
de  los  cálices,  en  una  orgía  donde  corre  vino  hecho 
de  todos  los  vinos  generosos  mezclados,  sin 
pierdan  su  «bouquet»  y  sus  colores. 


que 


se  le  atribuye  a  cada 
una  de  ellas  un  len- 
guaje  determinado. 
Entre  la  modestia  y  el 
orgullo,  pasando  por 
todas  las  virtudes  y 
todos  los  vicios,  cu- 
bren con  sus  pétalos 
el  árbol  de  la  ciencia 
del  bien  y  del  mal. 
Y  en  el  bien  y  en  el 
mal  forman  reunidas 
el  símbolo  de  los  sím- 
bolos: el  de  la  cons- 
tancia. 

Sí;  las  flores  aman 
apasionadamente  a 
los  dioses,  a  los  huma- 
nos y  al  sol.  que  es  su 
maestro  y  su  verdugo. 
A  pesar  del  sol,  ellas 
nos  siguen,  nos  provo- 
can. Llegan  al  extre- 
mo de  fingir  rostros 
en  los  aterciopelados 
pensamientos  y    mil 


Y  no  hay  sitio  li- 
bre de  flores  o  que 
no  las  espere,  pues 
asi  lo  dispuso  Jeho- 
vá.  según  lo  atesti- 
gua una  leyenda 
inédita. 

Cuando  Noé  esti- 
baba su  arca,  afirma 
tal  leyenda,  la  espo- 
sa del  santo  varón 
dijo  toda  afligida: 
«Escucha,   viejo:   se 
me  figura  que  Jeho- 
vá  olvidó  alguna 
cosa.    Nosotros,    los 
niños  y  una  pareja  de 
animales  de  cada  espe- 
cie nos  salvaremos  del 
divino  castigo:  pero,  ¿es 
justo  que  las  inocentes 
flores  perezcan?  ¿No  te 
parece  que  a  la  nueva 
vida  de  los    futuros 
hombres  le  faltará  uno 
de  sus  bellos  encantos? 
Es  cierto  que  las  fio 
res  han  estado  siempre 
cerca    del    vicio,    coro- 
nando licenciosas  sienes 
y  prestando  lecho  a  los 
picaros;  mas  no  fué  por 
culpa  propia,   sino   por 
obligada  esclavitud.  ¡Y 
quién  sabe  si  la  disolu- 
ción hubiera  sido   más 
honda  sin  la  presencia 
de  ellas,  que  donde 
hay    flores   hay    un 
vestigio   de   pureza! 
\         Dile  a  Dios  que  se 
apiade    y    nos    deje 
embarcar  una  mace- 
ta de  cada  especie.- 
Noé    trasmitió   la 
súplica. 

Jehová  enojóse  al 
principio:     luego, 
comprendiendo      1  a 
buena  fe  del  ale- 
gato,   dijo:    «Tu 
esposa    es    igno- 
rante y  atrevida. 
Cualquier  libro 
de    h  i  g  i  e  ne  le 
hará  ver  lo  peli- 
grosas    que    son 
las  flores  de  no- 
che y  en  un  arca  hermé- 
ticamente   cerrada.     Y 
dile  que  ellas  son  tam- 
bién más  fuertes  que  la 
muerte. 

Todos  los  símbolos 
prosiguió    diciendo    Je- 
hová —   caben  en  la  co- 
rola de  una  flor.  Por  eso 


— r^L-^v^-s 


r^^x— 


•"ÜltJ 


formas  de  la  animalidad  en  las  caricaturescas 
orquídeas. 

Los  candidos  nardos,  diamelas  y  jazmines, 
ricos  en  melosos  inciensos,  los  claveles  de  pi- 
cante fragancia,  las  rosas  que  dan  mirra,  las 
amapolas  que  viven  prisioneras  entre  el  oro 
del  trigo,  todo  ese  mundo  exquisito  que  mi 
poder  creó  en  un  momento  supremamente 
gozoso,  inspirado,  alegre,  se  halla  lejos  de  mi 
cólera.  Su  renacimiento  no  necesita  la  com- 
pasión de  tu  esposa  ni  el  abrigo  de  tu  arca; 
su  muerte  ficticia  será  una  purificación,  y 
sobrevivirán   al    Diluvio,    por   lo    mucho    que    nos  quisieron. 

Y,  por  otra  parte,  mi  ecuanimidad  no  pudo  nunca  decidir 
la  destrucción  de  esos  seres  que,  como  dirá  Víctor  Hugo,  se 
hallan  condenados  «a  ver  como  gira  la  sombra  a  sus  pies*. 
Bastante  castigo  tuvieron  ya  desde  que  las  uní  eternamente 
al  terruño,  dejándolas  inermes,  a  merced  de  manos  caprichosas. 

Yo  las  perdono  en  sus  semillas,  que  el  agua  vengadora  hará 
germinar,  en  tanto  perecen  los  males.  Y  quisiera  que  supierais 
tener  aprecio  al  divino  obsequio.  Porque  más  daño  les  hace 
el  desdén  y  la  crueldad  que  cuarenta  días  y  noches  de  lluvia. 
¡Felices  las  hijas  de  estas  flores,  si  los  hijos  de  tus  hijos  su- 
piesen devolver  tan  puro  amor!  Porque  cuando  flora  renazca, 
crezca  y  se  multiplique  habrá  hombres  y  mujeres  que  se  aver- 
güencen  de  los  lirios  y  desdeñen  las  rosas.  Dile  a  tu  mujer  que 
muchas  damas  preferirán  las  flores  de  trapo  y  de  papel  y  los 
perfumes  en  botellas.  Numerosos  seres  graves,  de  filosóficas  y 
puritanas  costumbres,  tendrán,  sin  ellos  darse  cuenta,  un  ojal 
más  asequible  a  un  botón  honorífico  que  a  un  pimpollo.  Bas- 
tantes propietarios  harán  que  el  cemento  portland  florezca  para 
adorno  de  edificios  donde  no  dejen  sitio  para  una  flor  viva.» 

Así  habló  Jehová,  y  así  sucede  en  innumerables  ocasiones. 

Sin  embargo,  debe  repetirse  (ya  lo  dijeron  poetas  y  prosistas) 
que  los  varones  pecaron  más  que  las  señoras  y  señoritas  en  asun- 
tos floridos.  Las  mujeres,  como  son  flores  (esto  no  lo  ha  dicho 
casi  nadie),  devuelven  generosamente  el  amor  a  sus  hermanas. 
Y  conste  que  si  la  mitad  masculina  de  la  terrena  estirpe  distrae 
sus  sentidos  en  el  culto  a  la  flor,  lo  hace  para  ser  grata  a  la  otra 
mitad  femenil.  En  los  «flirts»,  a  semejanza  del  billar,  un  ramo 
de  crisantemos,  camelias,  etc.,  sirve  de  mingo  para  las  caram- 
bolas amorosas. 

También  es  cierto  que  las  mujeres  aprovechan  la  hermosura 
de  las  flores  en  favor  de  su  hermosura;  pero  esta  debilidad 
nada  dice  en  contra  de.,  su  cariño  hacia  las  favoritas  de  las 
abejas.  Encerrad  a  una  dama  en  un  jardín,  lejos  de  los  ojos 
varo.iiles,    y   continuará    fiel    al    casto    cariño. 

Por  lo  demás,  el  Eterno  lleva  razón. 

En  ninguno  de  los  dibujos  que  ilustran  la  obra  de  Ulrico 
Sohmídel,  esos  grabados  donde  vemos  las  primeras  trazas  de 
nuestra  querida  Santa  María  de  los  Buenos  Aires,  hay  flores. 
El  incendio,  la  dominación  y  la  lucha  segaron  las  florecíllas 
pamperas  que  crecían  humildemente  junto  al  pie  de  los  con- 
quistadores. Después  renacieron  y,  ayudadas  por  sus  compañe- 
ras las  flores  de  inmigración,  iniciaron  el  asalto  de  la  ciudad. 


Ahí  las  tenéis  invadiéndola  con  tenaz  len- 
titud, para  buscar  nuestras  caricias.  Lle- 
gará la  hora  en  que  una  intendencia  en- 
tregue las  llaves  de  la  plaza  al  florido  ene- 
migo, y  la  metrópoli  se  convierta  en  un 
jardín. 

Existen  personas  sólo  atentas  a  lo  que 
llaman  el  lado  práctico  de  la  vida.  Hablar- 
les de  flores  resulta  ocioso.  Se  figuran  que 
una  ciudad  es  hermosa  por  la  altura  y 
número  de  las  chimeneas  fabriles,  por  el 
enmarañamiento  de  las  líneas  telefónicas, 
por  la  abundancia  de  los  mercados,  tien- 
das,  bazares.  .  .    El  sitio  que  ocupan  los 
jardines  son  lugares  perdidos  para  el  al- 
macenaje de  mercaderías  productivas. 
Otros  juzgan  que  perfumes  y  colores  son  prodigiosos  exci- 
tantes de  la  actividad,  y  que  las  flores  conocen  también  las 
palabras  del  idioma  mercantil. 

Si  éstos  tuvieran  las  rentas  de  aquéllos,  todas  las  ciudades 
merecerían  llamarse  Florencias. 

Mientras  tanto,  las  flores  y  las  mujeres  se  coaligan  para 
hermosear  a  Buenos  Aires  y  a  las  otras  villas.  Resulta  una 
cruzada  del  feminismo,  digna  de  la  victoria. 

Enceguecido  por  tanto  esplendor,  cree  el  pobre  potentado 
de  nuestro  cuento  ver  a  su  florista  en  todas  las  bellas  que 
cruzan.  Y  sigue  los  carruajes  por  las  avenidas  del  Bosque  y 
a  las  obreritas  por  Florida. 

La  galantería  extremada  de  aquellas  «cortes  de  amor»  que 
los  provenzales  de  antaño  hicieron  célebres,  desmerecen  si  se 
las  parangona  con  la  galantería  que  derrocha. 

Las  mujeres  ven  en  él  un  amigo  útil  y  m.olesto,  que  les  acon- 
seja vestidos  tenues,  vaporosos  y  les  elige  novios  simpáticos. 
Por  donde  pasa  el  enamorado  hierve  el  amor  y  el  madrigal 
empalaga  de  puro  dulce. 

El  se  multiplica  sirviéndolas  de  escudero  y  ellas  reciben 
atenciones  y  agasajos,  hasta  que,  aburridas,  le  maldicen  entre 
dos  refrescos,  a  compás  del  abanico. 

Entonces  nuestro  ilustre  huésped,  al  sentirse  desdeñado  y 
atendido,  tiene  cóleras  de  hombre  gordiflón  y  romántico. 
Su  voz  tórnase  fría  y  fuerte  como  el  viento  de  invierno;  pero 
las  iras  de  los  gordiflones  duran  poco,  y  en  seguida  viene 
la  reacción.  Así  vale  más.  porque  las  niñas  pasean  a  costa 
del  pródigo  viajero,  que  las  obsequia  con  cassatas  y  grani- 
zadas, encajes  y  sederías. 

Pasear  entre  mujeres  y  flores,  buscando  a  una  florista, 
mientras  los  rosales  caen  bajo  el  coup  de  chaleur;  ir  como  un 
polícromo  y  ventrudo  Arlequín,  tras  una  Colombina  florida, 
matando  las  penas  de  amor  con  whiskys  frescos  y  cerveza 
helada,   ¡he  aquí  un   destino  envidiable  y  temible! 

El  destino  de  ese  eterno  viajero  llamado  Verano,  que  en 
pos  de  la  florista  Primavera  da  la  vuelta  al  mundo,  seguido 
del  Otoño,  que  es  celoso  al  par  de  Fierrot. 

E.   DEL  Saz. 

Fot.  de  WiTCOMB  y  Plvs  Vltra. 


— E3l_;v:S 


—  ¡Tres  ochenta! 

—  ¿A  partir  de  adentro  o  de  ajuera? 

—  A  partir  de  ajuera. 

—  ¡Ya'stá!  Bájele  los  cueros.  ¡Por  cincuenta  pa- 
tacones! 

—  ¡Tan  pagos! 

Dieron  vuelta  los  tiradores.  Y  del  bolsillo  pan- 
zón  del  medio,  salieron  grandes  carteras.  Algunos 
certificados  de  propiedad,  desgastados  en  los  do- 
bleces: cartas  de  tinta  ilegible  por  el  tiempo,  y 
los  «amojosaos».  el  rollo  de  pesos...  La  carrera 
atrajo  la  atención  del  paisanaje.  Eran  los  pare- 
jeros «tapaos»  del  pago,  que  S2  tenían  ganas.  Em- 
pezaron a  cruzarse  apuestas;  a  aventurarse  cálcu- 
los. La  pulpería  se  vació.  Los  vasos  opacos  expo- 
nían en  hileras  los  tonos  variados  de  las  bebidas. 
como  en  una  exposición  de  tóxicos.  Un  comedido 
sacó  el  cuchillo,  y  con  la  punta  le  limpió  los  cas- 
cos a  uno  de  los  fletes. 

—  ¡Paro  hasta  el  poncho  a  las  patas  del  potrillo! 

—  Me  gusta  de  alma  el  rabicano;  pero  es  corto 
el  tiro. 

Se  nombraron  los  rayeros,  el  viejo  Calixto,  un 
mozo;  el  alcalde,  tercero.  Tomaron  las  apuestas. 

—  ¿Cuál  e  su  corredor? 

—  El  Chajá. 

—  ¡Ya  me  madrugó!. . .  Güeno;  el  mío  lo  corre 
mi  nieto. 

Y  deshilaron  en  caravana  alegre  y  pintoresca, 
de  a  pie  por  la  llanura,  hacia  la  cancha.  Los  ca- 
ballos, con  sólo  el  freno  tirados  adelante,  las  colas 
oscilantes  al  andar.  Los  corredores  pisando  en 
medias  y  con  un  pañuelo  blanco  de  vincha.  La 
pulpería,  atrás,  desierta,  parecía  aplastarse,  bo- 
rrándose sobre  el  paisaje. 


Fué  como  una  reminiscencia  de  fortín,  bravia  y 
mutua.  Los  dos  viejos  frente  a  la  cancha,  el  par 
de  renglones  paralelos  que  cortaban  el  verde,  lisos 
y  esmerados,  sintieron  el  profundo  desdén  por  las 
cosas  modernas,  reglamentadas  y  fáciles. 

—  ¡Por  este  camino  cualquiera  corre!  ¡Y  cual- 
quiera gana,  sin  caballo! 

El  otro  lo  miró. . . 

—  ¿Quiere  que  corramos  costilla  a  costilla? 

—  ¡Y  cómo  no'e  querer! 

Y  ante  la  perplejidad  de  los  corredores,  azora- 
dos a  la  perspectiva  de  una  prueba  que  ignoraban, 
saltaron  sobre  los  lomos  de  los  fletes,  lustrosos. 

—  ¿Todo  el  campo? 

—  ¡Dende  la  falda'l  médano! 

Se  alejaron  campo  afuera,  volteando  atrás  los 
sombreros.  Los  rayeros,  no  menos  confusos,  de- 
marcaron una  linea  al  acaso,  suponiendo  por  don- 
de podían  pasar.  Los  paisanos  se  desplegaron,  ab- 


sortos, boca  abierta,  impedidos  hasta  de  la  facul- 
tad de  cruzar  apuestas.  La  cancha  semejaba,  aban- 
donada, dos  renglones  inútiles,  lineales,  como  ti- 
rados por  un  lápiz  en  una  página  inmensa. 

—  Este  tata  es  como  pa  tirarle  con  el  cuchillo 
y  no  alzarlo  ni  anque  sea  cabo  e  plata!  —  expresó 
alegremente,  gozándose  en  las  rarezas  seniles,  un 
mozo  barbilucio,  que  punteaba  perezosamente 
una  guitarra.  —  Me  v'a  mancar  el  potrillo.  ¡Mire 
que  ponerse  a  correr  puel  campo,  habiendo  cancha! 

Sobre  el  fondo  del  médano,  se  divisaban  los  dos 
contendores  haciendo  picar  los  parejeros  en  par- 
tidas largadoras. 

—  ¡Ya  se  vinieron! 

—  ¡Vienen  pegao.  como  nacidos! ...  —  Y  la  no- 
vedad, dibujada  en  los  ojos  y  en  la  boca,  anhelaba 
a  lucirse. . . 

Como  un  solo  bruto,  sinuando  en  curvas  y  sesgos 
que  variaban  la  dirección,  se  venía  la  yunta  veloz 
sobre  el  pasto,  al  que  parecía  no  tocar,  volando  a 
ras.  . .  Los  corredores,  tendidos  a  lo  largo  del  cue- 
llo, las  cabezas  blancas  y  redondas,  fingiendo  fa- 
roles. . .  A  las  veces,  los  caballos  se  separaban  en 
un  cimborazo  brusco,  para  volverse  a  juntar, 
cerca. . .  El  sol,  de  espaldas,  proyectaba  una  sola 
sombra  adelante,  que  se  fugaba  imprecisa,  móvil, 
loca,  como  un  lampo,  un  lampo  obscuro.  Era  un 
pugilato  ecuestre.  Y  los  embistieron,  ya  cerca, 
aventando  en  desparramos  de  ponchos  y  gambe- 
tas, a  los  mirones. .  .    Pegados,  como  nacidos. 

—  ¡No  m'eche  a  la  gente,  canejo! 

Aflojó  el  otro;  despidiéndose  del  contrario  el  ra- 
bicano, recto  a  la  raya.  Y  a  término  de  llegar,  ven- 
cedor, el  potrillo  lo  tapó  de  nuevo,  como  una  ola  de 
arroyo  que  alcanzase  a  otra,  pegándosele  al  flanco. 

—  ¡Dónde  te  habías  dir! 

Algunos  paisanos  se  tiraron  por  el  suelo,  para 
ver  mejor  el  final,  revolcándose  de  gusto.  A  otros 
los  atorugaba  el  grito:  —  ¡Ay,  juna!...  —  Y  los 
corredores  se  abrieron,  allá  distante,  sujetando, 
en  bifurcación  de  pluma  que  se  rajase. 

El  rayero  viejo  avanzó  sobre  el  mozo,  decla- 
rándole, despacio,  agachándose: 

—  ¡L'he  ganao! 

—  ¡Diande!...   Mi  caballo  asomó  al  fiador. 

--  Cuando  lo  tapó  el  suyo,  ya  taba  el  mío,  van- 
deao  la  raya.  . . 

Y  se  entabló  la  discusión,  breves  las  palabras, 
en  soplos,  por  bajo  las  alas  de  los  sombreros.  La 
concurrencia  les  rodeaba  silenciosa,  en  una  gran 
mancha  obscura  sobre  el  campo  verde  y  fresco. 
Aproximóse  el  tercero.  El  momento  era  solemne, 
de  un  sagrado  de  tribunal  agreste:  subyugación 
de  alma  invadía  los  sentidos,  en  espera  del  fallo, 
llena  de  unción. 

Por  allá,  los  dos  viejos  desmontados,  se  ha- 
cían mutuamente  recriminaciones,  exasperándose. 


—  ¡Tre  vece  me  lo  ha  cociao! 

—  ¡Usté  me  había  calzao  primero! 

—  ¡No  me  le  ha  sacao  el  talón  del  codillo! 

—  M'ha  echao  sobre  la  gente,  sino  le  ganaba 
cortao  a  lú. 

—  ¡Qué  v'a  ganar!  No  divarée. 

—  ¡Que  no!  Y  a  fierro  también,  soy  capá.  . . 

—  Dice  no  ma;  no  ai  ser. 

Y  ya  se  le  fué  el  uno  al  otro,  para  dilucidar  la 
cuestión  a  filos.  Hubo  el  alboroto  de  contienda; 
como  humos  que  se  apelotonasen  multiformes  y 
ágiles  sobre  el  campo,  cargado  de  luz.  Los  cuchi- 
llos relucieron,  en  dos  láminas,  puntudos. 

—  ¡Ma  veri  —  gritó  el  alcalde  con  su  doble  in- 
vestidura de  autoridad  y  tercero.  —  ¡Ha  sido 
puesta,  caballeros,  pa  todos!  ¡Naide  ha  de  peliar 
de  gusto! 

Se  rompió  la  ola  de  sangre...  El  sol  espejeó 
victorioso  entre  la  mancha  espesa.  Aquí  un  co- 
medido ahorcaba  con  una  rienda  al  tronco  del 
pescuezo  al  rabicano,  jadeante;  y  otro  allí,  tiraba 
las  manos  del  potrillo. 

El  regocijo,  adentro,  reclamaba  fuegos.  Haber 
visto  lo  que  sólo  se  sabían  de  oídas,  era  algo  de 
excepción,  de  pretexto  exultante,  que  merecía, 
ciertamente,  charlas  largas,  beberajes.  Deshilaron 
de  vuelta  hacia  la  pulpería.  Y  los  vasos  tuvieron 
de  nuevo  las  pulseras  de  zarpas  curtidas,  los  colo- 
res de  labios.  . . 


—  Estos  viejos  siempre  tienen  alguna  cosa  lin- 
da; son  como  libros! 

—  -  Y  diga,  don,  ¿ansí  corrían  en  sus  tiempos? 

—  Mesmito  ansina. 

—  ¿Y  peleaban  despué? 

—  ¿E  di  no?...    Dejuro. 

—  ¡Qué  lindos  tiempos! 

—  Corriendo  costilla  a  costilla,  se  peliaba  anque 
se  jueran  compañeros;  anque  juntos  se  hubieran 
muerto  más  indios  que  mai  frito.  Yo  pelié  con  mi 
compadre  —  ¡ánima  bendital  —  que  habíame  he- 
cho en  yunta  la  campaña  e  Tusaingo.  Se  peliaba 
por  lujo  y  pa  distinguir  cual  era  superior.  .  . 

—  ¡E  cierto!  —  afirmó  el  otro. 

—  Ah,  viejos  gauchos;  eso's  bonito.  ¡Tomen 
otra!  ¡Mozo,  échese  pa  los  viejos! 

Y  dio  comienzo  el  hilván  de  los  comentarios, 
interminables  y  bulliciosos.  El  fuego,  adentro, 
reflejaba  en  la  cara  gustos  singulares.  La  pulpería 
se  hinchaba,  a  trasmonte  de  los  tiempos  bárbaros, 
como  alzada  a  golpes  de  imaginación .  .  . 

Albino  Dardo   López. 
Dibujo  de  Zavattaro. 


— p:>I_?v^-S    ^^L^mr^y^— 


a  arJ 


Barón  Antonio  de  Marchi, 
apasionado  sportman  que  al 
organizar  en  1911  el  aristocrá- 
tico <•  American Cirque  Excelsior», 
de  la  Sociedad  Sportiva,  inició 
entre  nosotros  la  muchachada 
artista  que  con  tan  buen  resul- 
tado ha  prestado  su  concurso 
en  las  obras  benéficas  donde  se 
la  ha  solicitado. 


JoviTA  García  Man- 

SILLA  Y  LA    MARQUE- 
SA   DE    Salamanca, 
dos  bellas  y  elegan- 
tes aficionadas    al    arte 
cinematográfico,   como    lo 
han   demostrado    en    (<Un 
romance  argentino». 


Arturo  Gramajo  (hijo).  Uno 
de  los  más  elegantes  artistas  de 
la  aristocracia  porteña.  Sus  can- 
tos y  bailes  americanos,  llenos  de 
colorido  y  expresión, 
le  han  valido  gene- 
ral aplauso  en  to- 
das las  fiestas  socia- 
les. La  característica 
de  este  aficionado  es 
el  sello  de  distin- 
ción que  hacen  de  él 
un  elemento  de  in- 
discutible valía,  des- 
tacándose e  n  sus 
trabajos  por  la  se- 
guridad y  el  aplomo 
con  que  los  ejecuta. 
Su  larga  estadía  en 
Londres,  le  ha  per- 
mitido observar  de 
cerca  a  los  notables 
bailarines  ingleses  y 
americanos,  a  quie- 
nes tan  admirable- 
mente copia. 


■■I 


Luis  García  Lawíun.  Susana  Ro- 
dríguez Larreta  Quintana  y 
Jorge  Quintana,  admirables  intér- 
pretes de  la  película  histórica 
«Amalia»  que,  a  pesar  de  ser  una 
película  interpretada  por  aficiona- 
dos, ha  logrado  despertar  interés  en 
toda  la   República. 

Horacio  Ganduleo  de  la  Serna, 
P.  González  Acha,  Ramón  Herran 

Y    C.    R.    Bolero,    cuatro    criollos. 


Tito  Giménez  Lastra, 
notable  y  sutil  humorista. 


Lidia  Reinólo 
Rosso, 

diminuta    imitadora  de  tonadi- 
lleras y  cupletistas. 


Raúl  M  o- 
Li  NA  ,  ha- 
bilísimo 
imitador  de 
niños  m  a  1 
educados. 
Su  creación 
de  «Baby», 
estrenada  en  e!  Odeón,  es  sen- 
cillamente admirable. 


MÁXIMO  CÉSAR  Paz.  Dotado  de  una  gran  musculatura 
y  de  una  resistencia  a  toda  prueba;  este  distinguido 
sportman  une  a  esas  dotes  físicas  su  elegancia  y  distin- 
ción, que  lo  hacen  un  incomparable  artista  en  la  barra 
fija.  Su  debut  en  el  «American  Cirque  Excelsior»  fué  cele- 
bradísimo.  demostrando  una  constitución  muscular  po- 
derosa y  una  agilidad  poco  común,  adquiridas  metó- 
dicamente en  las  prácticas  gimnásticas  a  que  se 
somete  constantemente  en  la  popular  «Sociedad 
Sportiva   Argentina». 


— I^L^w^-rs 


.^v— 


Pedrito  Alcorta, 
artlsu  precoz,  gra- 
cioso imitador  del 
cílebre  payaso  Zet. 
El  circo.  lugar  de 
recreo  para  la  Infan- 
cia, ftié  academia 
para  él. 

Estamos  seguros 
que  las  aficiones  de 
este  joven  no  van 
por  este  lado,  que 
de  no  tomar  estas 
cosas  como  un  ligero 
pasatiempo,  seria 
un  rival  temible  de 
I  o  s  profesionales, 
por  las  dotes  cómi- 
cas que  revela  en  to- 
d  o  s  los  trabajos 
donde  toma  parte,  y 
que  son  siempre  co- 
roñados  por  los 
aplausos  del  aristo- 
crático público  que 
los  presencia. 


El  popular  «gordo» 

CtAHZLLI. 


Pedro   y    Rafael   Amancio  Alcorta, 
excéntricos  musicales. 


RupiNO  CÓRDOBA,  notabilísimo 
imitador  de  Parravicoini. 


Alberto  Amadeo  Carranza  y  Carlos 
TcRCUATO  Alvear.  He  aquí  una  pareja  que 
bien  podría  reemplazar  en  muchos  casos  a 
más  de  un  artista  de 
circo.  Cómico  el  uno  de 
extraordinaria  gracia,  y 
notable  presentador  de 
caballos  en  libertad  el 
otro,  logran  siempre  lla- 
mar la  atención,  siendo 
solicitados  constante- 
mente en  las  fiestas  de 
beneficencia,  como  ele- 
mentos de  valía. 
En  varias  ocasiones  he- 
mos visto  actuar  este  in- 
teresante grupo,  y  siem- 
pre han  producido  gran 
regocijo  sus  originales 
trabajos,  por  la  certera 
comicidad  derrochada 
en  ellos. 

Desde  los  tiempos  de 
Caligula,  no  se  ha  cono- 
cido un  caballo  tan  dis- 
tinguido e  inteligente 
como  el  petizo  que  pre- 
sentan, amaestrado  pa- 
cienzudamente por  los 
jóvenes  aficionados. 


Como  decíamos  al  pie  de  la  fotografía  del 
barón  Antonio  de  Marchi,  a  partir  de  su  ori- 
ginalísima  creación  del  ^American  Cirque  Ex- 
ceIsior,>  surgió  en  el  mundo  estudiantil  una 
marcada  afición  a  revelar  en  público  sus  do- 
tes artísticas,  formándose  una  .verdadera 
muchachada  artista  que  demostró  sus  apti- 
tudes en  todos  los  géneros. 
Pequeñas  serian  las  páginas  de  esta  revis- 
ta, si  quisiéramos  hacer  desfilar  por  ellas 
a  todos  los  artistas   de  afición  que  hay  en 


Carlos  Acevedo. 
tonadillero  casi  in- 
genuo, que  debutó 
con  éxito  extraordi- 
nario en  el  célebre 
«American  Cirque 
Excelsior»,  imitando 
con  suma  gracia  a 
varias  cupletistas 
importadas  y  na- 
cionales. 

Sus  facul t ades  d^ 
observación  y  asimi- 
lación   han   hecho 
que  se  destaque  de 
un  modo  bien   visi- 
ble,   colocándole  en 
lugar  preferente  en- 
tre los  jóvenes   que 
se    han    presentado 
en  las  fiestas  bené- 
ficas  donde    ha 
tomado    parte. 
Sin  temor    de 
incurrir  en   elo- 
gios exagerados, 
podemos  afir- 
mar que  Aceve- 
do imprime  a 
suscreaciones 
un    sello    perso- 
nalísimo,    supe- 
rando   en    mu- 
-chos  casos  a  los 
profesionales. 


Desde   el    actor    mímico    cinematográfico    hasta 
clown  de  circo  que,  bajo  el  traje  de  payaso,  sabe  I 
var  con  distinción  el  frac  del  cgentleman*.  hay  h 
entre    nosotros    una    pléyade    de    artistas. 
Jorge  Rojas,  Nicolás  Achával  hijo,  Mariano 
García  Cueto,  Federico  Oromi  Villate,  L.  M. 
Zamora.   Raúl  Stucci,  Jorge  Ayerza, 
Raúl  Galmarini,  Juan    Alberto    Gon- 
zález,  R.    Quesada  Pacheco,  y  otros 
que  no  citamos   por  no   hacer   inter- 
minable esta  lista. 


t 


Fernando  Berreta.  Entre  todos  los  amateurs,  uno  de  los  que  más  ha  destacado 
•su  personalidad  en  las  fiestas  de  beneficencia,  sobre  todo  en  las  organizadas  por  la 
Sociedad  Escuelas  y  Patronatos,  ha  sido  sin  duda  Fernando  Berreta,  notable  ven- 
trílocuo, cuya  originalísima  colección  de  muñecos,  todos  ellos  fabricados  por  él,  son 
de  una  comicidad  y  perfección  extraordinarias. 

Cuéntanse  de  Berreta  interesantes  anécdotas  relacionadas  con  sus  facultades  de  ven- 
trílocuo. —  que  la  falta  de  espacio  no  nos  permite  repetir  ahora,  —  habiendo  recibido 
en  vanas  ocasiones  proposiciones  ventajosas  para  exhibirse  en  las  salas  de  espectáculos 
como   un   número  de  indiscutible  interés. 

Tanto  este  joven  aficionado  como  todos  los  que  en  estas  páginas  hemos  presentado, 
honran  a  nuestra  muchachada  artista,  entre  la  que  también  figura,  a   la  cabeza  na- 
turalmente,  un  grupo    de    distinguidísimas    niñas    que 
con  exquisito  buen  gusto  han  sabido  dejar  a  un  lado  las 

tontas  preocupaciones  snobistas  y  han  prestado  su  valió-  Alberto  Terrones,  tenor   de  voz 

■  so  concurso  en  la  realización  de  interesantes    films   de  tan  potente  y  armoniosa  y  afición 

asuntos  nacionales,  tales  como  (Amalia.,  y  cUn  Romance  tan  decidida  al  arte  lírico,  que  no  será  extraño 

.Argentino»,  dos  verdaderas  joyas  de  interpretación.  a    ser    una    gloria    del    teatro    argentino. 


llegue        Dr.   Alfredo  U.   Fern.índez.  atleta,  gimnasta,  hércules, 
malabarista   y   doctor  en   leyes. 


— p:>I_;v^:S 


Al  cavar  en  el  suelo  de   la  ciudad  antigua. 
La  metálica  punta  de  la  piqueta  choca 
Con  una  joya  de  oro.  una  labrada  roca. 
Una  flecha,  un  fetiche,  un  dios  de  forma  ambigua. 
O  los  muros  enormes  de  un  templo.  Mi  piqueta 
Trabaja  en  el  terreno  de  la  América  ignota. 

¡ene  armoniosa  mi  piqueta  de  poeta! 
-:bra  oro  y  ópalos  y  rica  piedra  fina, 
lempio.  o  estatua  rota! 

Y  el  misterioso  geroglifico  adivina 
La  Musa. 

De  la  temporal  bruma  surge  la -vida  extraña 
De  pueblos  abolidos;  la  leyenda  confusa 
Se  ilumina;  revela  secretos  la  montaña 
En  que  se  alza  la  ruina. 

Los  centenarios  árboles  saben  de  procesiones 
De  luchas  y  de  ritos  inmemoriales.  Canta 
Un  zenzontle.  ¿Qué  canta?  ¿Un  canto  nunca  ci  ic  - 
El  pájaro  en  un  ídolo  ha  fabricado  el  nido. 
(Ese  canto  escucharon  las  mujeres  toltecas 

Y  deleitó  al  soberbio  principe  Moctezuma)." 
Mientras  el  puma  hace  crujir  las  hojas  secas 

El  quetzal  muestra  al  iris  la  gloria  de  su  pluma 

Y  los  dioses  animan  de  la  fuente  el  acento. 
AI  caer  de  la  tarde  un  poniente  sangriento 
Tiende  su  palio  bárbaro;  y  de  una  rara  lira 
Lleva  la  lengua  musical  el  vago  viento. 

ualcoyotl,  el  poeta,  suspira. 
C-  el  cacique  sacerdotal  y  noble. 

Viene  cié  caza.  Sigúele  fila  apretada  y  doble 
De  sus  flecheros  Sfriles.  Su  aire  es  bravo  y  triunfa!. 
Sobre  su  ir'-  bruñido  cerco  de  oro; 

Y  vese.  al  _  alza  del  florestal  sonoro, 

Que  en  la  diadema  tiembla  la  pluma  de  un  quetzal. 

Es  1--  ■"■" —  mágica  del  encendido  trópico, 
Como  serpiente  camina  el  rio  hidrópico 

En  rru/o_    >r  ^.i,.  glaucas  las  hojas  secas  van. 
:.;   !;'.-:í2o  cristalino  sopló  sutil  arruga. 
E!  -ombo  caparacho  que  arrastra  la  tortuga, 
O  la  crestada  cola  de  hierro  del  caimán. 

Junto  al  verdoso  charco,  sobre  las  piedras  toscas, 
Rubí,  cristal,  zafiro,  las  susurrantes  moscas 
De!  vaho  de  la  tierra  pasan  cribando  el  tul; 
E  intacta  con  su  veste  de  t3rciopelo  rico. 
Abanicando  el  lodo  con  su  doble  abanico 
Está  como  extasiada  la  mariposa  azul. 

Las  selvas  foscas  vibran  con  el  calor  del  día; 
fi\    ,,...  .^   •!  pavo  negro  su  grito  agudo  fia, 

Y  iturde  el  verde,  tupido  carrizal; 

l_;  í*-!  }-,^.^n>if  rf-rr\f-A^   un   <íon  de  cucrno; 

F  eterno 

Y  .  ,  ,    •     real. 

Los  altos  aguacates  invade  ágil  la  ardilla. 
Su  cola  es  un  plumero,  su  ojo  pequeño  brilla, 
Sus  dientes  llueven  fruto  del  árbol  productor; 

Y  con  su  vuelo  rápido  que  espanta  el  avispero, 
Pasa  el  bribón  y  obscuro  sánate-clarinero 
Llamando  al  compañero  con  áspero  clamor. 


Su  vasto  aliento  lanzan  los  bosques  primitivos. 
Vuelan  al  menor  ruido  los  quetzales  esquivos, 
Sobre  la  aristoicquia  revuela  el  colibrí: 
Y  junto  a  la  parásita  lujosa  está  la  iguana. 
Como  hija  misteriosa  de  la  montaña  indiana 
Que  anima  el  teutl  oculto  del  sacro  teocali. 

El  gran  cacique  deja  los  bosques  de  esmeralda; 
Camina  a  su  palacio  el  carcaj  a  la  espalda. 
Carcaj  dorado  y  fino  que  brilla  al  rubio  sol. 
Tras  él  van  los  flecheros;  y  en  hombros  de  los  siervos. 
Ensangrentando  el  suelo,  los  montaraces  ciervos 
Que  hirió  la  caña  elástica  del  firme  huiscoyol, 

Camina.  Llega  al  regio  palacio  el  jefe  noble. 
De  las  cuadradas  puertas  en  el  quicio  de  roble, 
De  Otzotskij.  su  tierna  hija,  ve  el  flamante  huepil. 
Súbito  se  oye  un  sordo  rumor  de  voz  profunda. 
¿Es  la  onda  del  Motagua  que  la  ciudad  inunda? 
No,  cacique;  ese  ruido  es  del  pueblo  Pipi!. 

Como  torrente  humano  que  ruge  y  se  desborda, 
Como  un  clamor  terrible  que  la  ciudad  asorda, 
Hacia  el  palacio  vienen  los  hijos  de  Ahuitzol, 
Primero,  revestidos  de  cien  plumajes  varios, 
Los  altos  sacerdotes,  los  ricos  dignatarios. 
Que  llevan  con  orgullo  sus  mantos  tornasol. 


ijespues  van  i."  ¿ü 
Los  que  metal  y  oue: 
Soldados  de  Sakulen, 
Por  último,  zahareño: 
El  cuerpo  rudo  y  r^ 
Ixiles  de  la  sierra. 

Como  a  la  roca  el 
Sus  voces  redob'-i'';!" 
Como  voz  de  n. 
Hay  jóvenes  roí 
Ancianos  centenarios 
Brujos  que  invocar  o 

Y  a  la  cabeza  mat 
Tekij,  que  es  el  poet 
Que  en  su  pupila  tie 
Lleva  colgado  al  cue 
Lleva  en  los  pies  ve! 

Y  alza  la  frente,  alti 

Del  palacio  en  la  [ 
Tekij  alza  sus  brazos 
Contiene  el  gran  torr 
Cuaucmichin  orgullos 

Y  teniendo  en  sus  la 
Pone  en  sus  pardas  i 


Hzos  membrudos, 
escudos, 
■iabaj; 
al  va  jes. 
atuajes. 
;aj. 

el  palacio, 

ispacio 

mpestad: 

s  regios. 

tilegios. 

imagastaJ. 

continente 
aliente. 
-  visión, 
oatl  de  oro: 

piel  de  toro; 
■ven  león. 

uido  el  cacique, 
no  un  dique. 
ón  y  voz. 
su  arco  elástico, 
rictus  sarcástico, 
a  feroz. 


Curva  de  donde  lanza  cual  flecha  su  mirada 
Sobre  las  mil  cabezas  de  la  turba  apiñada. 
Curva  como  la  curva  del  arco  de  Hurakán. 

Y  Tekij  habla  al  principe  que  le  escucha  impasible: 

Y  lleva  el  aire  tórrido  la  palabra  terrible 
Como  el  divino  trueno  de  la  ira  de  un  Titán. 

—  «Cuaucmichin.  la  montaña  te  habla  en  mi  lengua  ahora. 

La  tierra  está  enojada,  la  raza  pipil  llora, 

Y  tu  nahual  maldice,  serpiente-tacuazín! 
Eres  cobarde  fiera  que  reina  en  el  ganado. 
¿Por  qué  de  los  pipiles  la  sangre  has  derramado 
Como  tigre  del  monte.  Cuaucmichin,  Cuaucmichin? 

¡Cuaucmichin!  El  octavo  rey  de  los  mexicanos 
Era  grande.  Si  abria  los  dedos  de  sus  manos. 
Más  de  un  millón  de  flechas  obscurecía  el  sol. 
Era  de  oro  macizo  su  silla  y  su  consejo. 
Tenia  en  mucho  al  sabio;  pedía  juicio  al  viejo: 
Su  maza  era  pesada;  llamábase  Ahuitzol. 

Quelenes,  zapotecas,  tendales,  katchikeles. 
Los  mames  que  se  adornan  con  ópalos  y  pieles. 
Los  jefes  aguerridos  del  bélico  kiché. 
Temían  los  embates  del  fuerte  mexicano 
Que  tuvo,  como  tienen  los  dioses,  en  la  mano 
La  flecha  que  en  el   trueno  relampaguear  se  ve. 


El  quiso  ser  pacifico  y  engrandecer  un  día 
Su  reino.  Eso  era  justo.  Y  en  Guatemala  había 
Tierra  fecunda  y  virgen,  montañas  que  poblar. 
Mandó  Ahuitzol  cinco  hombres  a  conquistar  la  tierra. 
Sin  lanzas,  sin  escudos  y  sin  carcaj  de  guerra. 
Sin  fuerzas  poderosas  ni  pompa  militar. 

Eran  cinco  pipiles;  eran  los  Padres  nuestros; 
Eran  cultivadores,  agricultores,  diestros 
En  prácticas  pacíficas:  sembraban  el  añil. 
Cocían  argamasas,  vendían  pieles  y  aves; 
Así  fundaron,  rústicos,  espléndidos  y  suaves. 
Los  prístinos  cimientos  del  pueblo  del  pipil. 

Pipil,  es  decir  niño.  Eso  es  ingenuo  y  franco. 
Vino  un  anciano  entre  ellos  con  el  cabello  blanco, 

Y  a  ese  miraban  todos  como  una  majestad. 
Vino  un  mancebo  hermoso  que  abria  al  monte  brechas 
Que  lanzaba  a  las  águilas  sus  voladoras  flechas 

Y  que  cantaba  alegre  bajo  la  tempestad. 

El  Rey  murió;  la  muerte  es  reina  de  los  reyes. 
Nuestros  padres  formaron  nuestras  sagradas  leyes; 
Hablaron  con  los  dioses  en  lengua  de  verdad. 

Y  un  día,  en  la  floresta.  Votan  dijo  a  un  anciano 
Que  él  no  bebía  sangre  del  sacrificio  humano. 
Que  sangre  es  chicha  roja  para  Tamagastad. 

Por  eso  los  pipiles  jamás  se  la  ofrecimos. 
Del  plátano  fragante  cortamos  los  racimos 
Para  ofrecérselos  al  dios  sagrado  y  fiel. 
La  sangre  de  las  bestias  el  cuchillo  derrame; 
Mas  sangre  de  pipiles,  oh  Cuaucmichin  infame, 
Ayer  has  ofrecido  en  holocausto  cruel. >» 

—  «¡Yo  soy  el  sacerdote  cacique  y  combatiente! 
Tal  ha  rugido  el  jefe.  Tekij  grita  a  la  gente: 

—  «Puesto  que  el  tigre  muestra  las  garras,  sea,  pues.» 
Y,  como  la  tormenta,  los  clamores  humanos. 
Sobre  cabezas  ásperas,  sobre  crispadas  manos. 
Se  calman  un  instante  para  tornar  después, 

—  «¡Flecheros,  al  cámbate!»,  clama  el  fuerte  cacique. 

Y  cual  si  no  existir  se  quien  el  ataque  indique, 
Se  quedan  los  flecheros  inmóviles,  sin  voz. 

—  «¡Flecheros,  muerte  al  tigre!»,  responde  un  indio  fiero. 

Tekij  alza  los  brazos  y  quédase  el  flechero 
Deteniendo  el  empuje  de  la  flecha  veloz. 

.     Y  Tekij:  —  «Es  indigno  de  la  flecha  o  la  lanza! 
La  tierra  se  estremece  para  clamar  venganza! 
¡A  las  piedras,  pipiles!» 

Cuando  el  grito  feroz 
De  los  castigadores  calló  y  el  jefe  odiado 
En  sanguinoso  fango  quedó  despedazado. 
Vióse  pasar  un  hombre  cantando  en  alta  voz 
Un  canto  mexicano.  Cantaba  cielo  y  tierra. 
Alababa  a  los  dioses,  maldecía  la  guerra. 
Llamáronle:  «¿Tú  cantas  paz  y  trabajo?»  —  «Sí.» 

—  «Toma  el  palacio,  el  campo,  carcajes  y  huepiles; 
Celebra  a  nuestros  dioses,  dirige  a  los  pipiles.» 

Y  asi  empezó  el  reinado  de  Tutecotzimí. 


Rubén   Darío. 


Gcuíiche  de  Alonso. 


—  í=>l_-:V'':s 


LA  CANaON  DE 
LA  MAQUINA 
DE  ESCRIBIR 


POR 
SOPANOR 
ANTEQUERA 


'Se  pueda  encontrar  ana  letra  en  el 
alfabeto,  pero  no  se  la  paede  encontrar  en 
la  aáqaina  da  escribir".  Bsto  lo  dxje  yo 
hace  bAs  de  dos  años,  en  los  tiempos  en 
qne  estaba  aprendiendo  a  escribir  a  má- 
<}nina,  y  ful  el  primero  en  decirlo.  jCuán- 
tas  veces,  entonces,  bascando  la  primera 
letra  de  ai  nombre  -  yo  soy  el  primero 
qae  tovo  la  idea  de  aprender  a  firmar  a 
■Aqaina,  —  no  podía  encontrar  ni  siquiera 
la  segunda!  .  .  .  Pero,  gracias  a  Dios,  aque- 
llos tieapos  han  pasado.  Hoy  he  dejado 
de  estudiar  la  mecanografía.  Hoy  me  sien- 
to a  la  máquina  y  le  meto  mano  sin  pre- 
ocuparme de  las  consecuencias. 

.Encontrar  una  letra  en  el  tecladot  ... 
T  aunque  la  encuentre;  oprime  uno  la  te- 
cla y  sale  esto:  fc.  Del  mismo  modo,  se 
intercambian  las  emes  y  las  enes  y  otras 
letras,  y  donde  debe  ir  mayúscula  sale 
minúscula,  y  donde  debe  ir  minúscula  sale 
ponto  y  coma.  También  es  ordinario  que  la 
•Aqnina  omita  una  pala  brr  palabra,  o  que 
la  saque  repe  repetida,  o  que  coloque  un 
número  suelto  que  nada  tiene  que  ver  7 
conmigo. 

Los  renglones  encimados  son  otro  de  los 
productos  genuinos  de  la  máquina  de  es- 
cribir. Pero  es  lo  que  yo  digo:  "Eso  se 
llama  un  palimpsesto." 

Una  ves  le  mandé  una  hoja  casi  llena 
de  esos  renglones  a  un  viejo  paleógrafo 
de  Czemowics,  localidad  rica  en  paleó- 
grafos. II  buen  viejo  Paleólogo  pisó  el 
palito,  y  me  contestó  a  los  nueve  meses 
justos,  diciéndome  que  habiéndose  encon- 
trado bastante  confuf  fuf  confuso  y  des- 
orientado, lo  habla  consultado  con  algu- 
nos viejos  orientalistas,  y  que  entre  to- 
dos habían  llegado  a  la  conclusión  S  de 
que,  si  el  doco  docodoco  documento  no  era 
nada  parecido  a  la  tiara  de  Saitafernes, 
pocas  dudas  cabían  ya  sobre  que  los  cal- 
deos hubiesen  conocido  el  papel;  porque 
la  escritura  era  más  caldea  que  otra 
cosa.  Yo  le  contesté  a  vuelta  de  correo, 
nada  más  que  estas  palabras:  "Pobre  hom- 
bre, tú  sí  que  no  estás  mal  caldero." 

En  verdad,  lo  menos  importante  y  ex- 
traordinario es  que  una  palabra  salga 
partida  en  tres  o  cuatro  pedazos,  o  al 
revés,  que  salgan  tresocuatropalabras- 
j untas. 

Una  cosa  muy  particular,  y  primitiva 
*  de  mi  máquina,  son  unos  signos  auxi- 
liares y  unas  abreviaturas  que  a  veces 
se  le  ocurren.  Las  abreviaturas  son  el  '/■ 
y  el  •/..  Los  signos  son  la  torre  inclina- 
da de  Pisa  (/)  ,  un  cerito  chico  que  siem- 
pre sale  muy  alto  (•) ,  y  que  es  el  sím- 
bolo de  la  Lona,  el  signo  misterioso  &, 
el  signo  de  Oéminis  (t)  ,  el  signo  de  Li- 
bra (£)  y  el  signo  de  Sagitario  ($)  . 

Al  •/,  y  al  «/i  los  aprovecho  para  escri- 
bir palabras  tales  como  */,te  ni  n°/,te, 
</iavíoula  y  herm«/,o.  Esto  no  va  tan  mal; 
pero,  ¿cuál  es  la  utilidad  práctica  del 
cerito,  de  la  torre  inclinada  de  Pisa, 
del  &  y  de  los  supuestos  signos  de  Gé- 
Binis,  Libra  y  Sagitario?  A  mi  nadie  me 
quita  de  la  cabeza  que  estos  son,  en  rea- 
lidad, signos  secretos  de  la  camorra.  Se 
podría  emplear  el  £  en  lugar  de  la  1  ma- 
yúscula, el  S  en  lugar  de  la  S  y  el  mis- 
terioso k  en  lugar  del  8;  pero  esto  ten- 
dría que  ser  aprobado  antes  por  algún 
congreso  internacional  o  publicado  en  to- 


dos los  diarios. 

Tocante  a  los  acentos  y  signos  de  pun- 
tuación, es  una  calamidad.  En  lugar  de 
dos  puntos,  sale  siempre  punto  y  coma. 
Por  otro  lado,  los  signos  de  puntuación 
suelen  aparecer  de  este  modo:  Cooh,  bam- 
ba !  estile  ?  to  :  :  daguerrot  .  po  /. 

Donde  el  acento  sale  con  más  seguridad 
es  sobre  las  consonantes,  como  en  la  es- 
critura checa,  y  sino  suspendido  en  el 
aire,  como  la  espada  de  Demo'stenes  (Da- 
mocles) .  Aterra  pensar  en  lo  que  les  pa- 
sará a  los  franceses,  que  tienen  tres 
acentos,  grave,  agudo  y  obtuso. 

En  lugar  del  acento,  sale  en  ciertas 
ocasiones  el  cerito  de  la  Luna,  y  si  cae 
sobre  la  o,  estamos  perdidos.  Entonces 
tenemos  la  o  con  el  cerito  requintado 
allá  arriba,  y  nadie  sabe  si  es  esto  : 
te,  o  un  ocho,  o  un  veterano  de  Garibaldi 
con  el  kepis  ladeado  sobre  la  oreja. 

Hay  en  la  máquina  hasta  tres  teclas, 
cuyo  empleo  inteligente  produce  que  las 
letras  salgan  mayúsculas,  si  Dios  quiere. 
Dos  están  en  primer  término,  una  a  la 
derecha  mano  y  otra  a  la  izquierda.  La 
tercera  está  en  un  rincón,  al  noroeste 
de  la  constelación  de  Géminis.  Tocando 
esta  tecla  del  noroeste,  todas  las  letras 
salen  mayúsculas;  pero  no  hay  que  tocar- 
la jamás,  porque  si  se  toca,  la  máquina 
tarda  a  veces  una  semana  en  volver  a  es- 
cribir con  minúscula.  Ignoro  de  qué  de- 
pende esto,  e  ignoro  de  que  depende  que 
la  máquina,  transcurrido  un  periodo  cual- 
quiera de  tiempo,  vuelva  de  su  propia 
iniciativa  a  escribir  con  minúscula.  Em- 
pero, diré  que,  a  mi  juicio,  no  hay  de- 
fecto sin  causa. 

Mucho  ojo  con  la  tecla  del  noroeste 
de  Géminis.  Habiendo  tocado  una  vez  esa 
tecla,  aunque  no  por  acto  deliberado, 
porque  ya  he  dicho  que  no  se  debe  tocar- 
la, quise  escribir  el  número  3457  y  me 
salió  este  otro:  £»%*.  Tocad  el  tambor, 
tocad  el  timbre,  tocad  el  oboe,  tocad  el 
obelisco;  pero,  ¡no  toquéis,  por  vida 
vuestra,  la  tecla  del  noroeste!  No  to- 
quéis tampoco,  si  os  queda  todavía  un 
adarme  de  juicio,  la  siniestra  tecla  del 
nordeste,  que  dice:  "red-ink".  Un  mes  se- 
guido, después  de  haberla  tocado  por  im- 
prudencia, la  máquina  me  lo  escribió  todo 
con  tinta  roja.  ,Y  hay  que  ver  el  efec- 
to que  producen,  por  ejemplo,  los  signos 
secretos  de  la  camorra,  cuando  salen  im- 
presos con  tinta  roja'  La  tecla  — he  di- 
cho —  tiene  la  inscripción  "red-ink". 
Pero,  estando  en  inglés,  ¿quién  hubiera 
podido  sospechar  que  quiere  decir  "cui- 
dado con  la  pintura"?  (Y  entre  parénte- 
sis, ¡qué  prácticos  son  esos  ingleses! 
Nadie  más  que  ellos  en  el  mundo  son  ca- 
paces de  decir  "cuidado  con  la  pintura", 
con  sólo  dos  palabras  de  tres  letras 
cada  una. ) 

El  primer  día  que  le  metí  mano  a  la 
máquina,  no  conseguía  sacar  sino  los  de- 
dos duros,  y  en  cuanto  a  la  literatura, 
completamente  ininteliblige .  Pero  me  su- 
cedió algo  muy  notable.  Observé  que  la 
máquina  sabía  escribir  sola,  simplemente 
actuando  yo  de  fuerza  motriz. 

Toqué  las  teclas  al  azar,  y  me  escri- 
bió esto: 

oso   un   uos. 

Quedé  bastante  encantado.  Hablan  sa- 


lido dos  palabras  verdaderas:  oso  y  un. 
¿Qué  no  hubiera  dado  yo  porque  uos  fue- 
se también  una  palabra?  Quise  buscarle 
la  vuelta  para  que  lo  fuese.  Leída  de 
delante  para  atrás,  decía  sou.  Ya  era 
palabra,  aunque  portuguesa  (sou,  soy) ,  o 
francesa  (sou,  sueldo) .  Combinando  las 
letras  de  otro  modo,  salla  la  palabra 
uso,  y  la  italiana  suo  (suyo) .  Pero  esto 
era  buscarle  tres  pies  al  gato.  Entonces 
leí  todo  patas  arriba,  y  obtuve  lo  si- 
guiente : 

son   un   oso. 

Las  tres  eran  palabras,  y  a  no  haber 
fallado  la  concordancia,  hubiera  sido 
una  frase.  ¿Cómo  no  iba  a  repetir  el  ex- 
perimento? Me  puse  al  teclado,  y  tras- 
tras,  tras-tras,  tras-tras,  salga  pato  o 
gallareta: 

ozuoq   un   opod. 

Francamente,  a  pesar  de  la  palabra  un, 
creí  que  estaba  escrito  en  ruso.  Pero, 
con  la  muerte  en  el  alma  y  todo,  lo  leí 
patas  arriba: 

podo    un    bonzo. 

jSanto  Dios!  Decía  algo,  decía  que  yo 
(o  ella)  podaba  un  bonzo,  el  árbol  lla- 
mado bonzo.  El  diccionario  me  diría  que 
árbol  era  ese:  "Monje  o  sacerdote  de  la 
China".  ¿Podar  yo  un  fraile,  aunque  fuera 
chino?...  Volví  al  teclado  inmediata- 
mente : 

oso    un    osnd. 

Traducido  al  patas  arriba: 
puso    un   oso. 

Esto  se  prestaba  a  hondas  reflexio- 
nes. Una  gallina  puede  poner  un  huevo: 
pero,  ¿quién  en  el  mundo  puede  poner 
un  oso? 

Volví  al  teclado: 

ozuoq    un    osnd    oso    ns . 

Patas  arriba: 

su    oso    puso    un    bonzo. 

Era  una  hazaña  de  parte  del  oso;  pero 
en  la  China  no  se  lo  consentirían. 

Nuevos  ensayos  me  dieron  el  siguiente 
resultado: 

(1)  oznq  un  oqnH. 

(2)  ozuoq  un  opunH. 

(3)  osouop  ouoW. 
Patas  arriba: 

(1)  Hubo  un  buzo. 

(2)  Hundo  un  bonzo.  (Protesto  contra 
este  hundimiento  del  pobre  hombre.) 

(3)  Mono  donoso. 

Las  minúsculas  sallan  a  un  nivel  más 
alto  que  las  mayúsculas,  y  la  letra  W 
formaba  una  M  de  affiche,  pero  las  fra- 
ses no  eran  ya  absurdas,  aunque  la  se- 
gunda fuese  irrespetuosa  en  la  China. 
La  máquina  habla  progresado.  ¡Quién  sabe 
a  dónde  podría  llegar  la  máquina! 

osuos  opunW  (Mundo  sonso) .  La  máquina 
estaba  pesimista. 

Quise  sacar  algo  más  extenso: 

unp.unp'  unp-unp'  oso  un  osnd' 
unp-unp'  unp-unp'  oznq  un  op  ozod 

un  opuos'  unp-unp 
¿Querrá  creerse  que  la  máquina  habla 
escrito  una  canción? 

dun-dun,  sondo  un  pozo 
do  un  buzo,  dun-dun, 
dun-dun,  puso  un  oso, 
dun-dun, 
dun-dun . 
Desde  entonces  canto  siempre  esta  can- 
ción, y  me  va  a  las  mil  maravillas. 


l'U?.^  — 


AJÉ  al  jardincillo  a  orearme 
la  cabeza,  a  distraer  el  áni- 
mo, llevando  como  clavada 
en  ella  y  en  él  la  reflexión 
que  acababa  de  leer  en  Mar- 
co Aurelio,  cuando  se  decía: 
«¿Naciste  acaso  para  gozar? 
¿No  más  bien  para  hacer,  para 
la  acción?  ¿No  ves  los  yerba- 
jos,  los  pajarillos,  las  hormi- 
gas, las  arañas,  las  abejas  ha- 
ciendo lo  propio  suyo,  com- 
poniendo, por  lo  que  les  ata- 
ñe, el  mnudo?  ¿Y  tú  no  quieres 
hacer  lo  humano?»  (Libro  V  de 
los  Comentarios  a  sí  mismo.) 
El  jardincillo,  con  la  lluvia  reciente 
que  dejó  lavado  y  fresco  el  aire,  verde- 
cía que  era  un  regalo  para  los  ojos  y 
un  alivio  para  el  cansancio  de  la  mente. 
Como  los  tallos  languidecidos  después 
del  riego  se  recobran,  enderezábaseme  la 
atención  rendida  por  horas  de  tarea  ser- 
vil. Parecían  sonreirme  las  parras  que 
entre  las  hojas  lanzaban  sus  zarcillos  al 
agarre.  Las  peonías  hacían  estallar  en- 
tre lo  esponjoso  de  la  verdura  de  sus 
hojas  el  rojor  atrevido  de  sus  flores. 
Apuntaban  los  botones  en  los  rosales. 
La  higuera  joven  espaciaba  sus  hojas 
como  otras  tantas  manos.  Sólo  el  man- 
zano, carcomido  en  su  follaje  por  la  ro- 
ña, diríase  como  que  difundía  una  queja 
silenciosa  por  el  recinto  del  jardincillo  en- 
jaulado. Y  por  el  tronco  del  manzano  su- 
bía una  hormiga. . .  ¿A  dónde?  ¿A  qué? 
¿Hay  algo  de  una  intimidad  más  re- 
cogida y  más  dulce  que  la  de  estos  jar- 
dincillos enjaulados  en  medio  de  una 
ciudad,  entre  calles  y  casas?  ¿Es  que  una 
higuera  en  el  patio  de  una  casa  no  es 
algo  así  como  un  jilguero  que  canta  den- 
tro de  una  jaula?  Pero  no  todas  las  aves 
cantoras  cantan  cuando  se  las  aprisio- 
na; las  hay  que  mueren.  Para  otras,  en- 
carceladas, el  canto  les  es  vuelo.  El  ar- 
bolillo  ni  puede  huir  al  monte  o  a  la 
selva.  Pero  es  dulce  ver  como  fondo  del 
follaje  del  albérchigo  —  hay  uno  en  este 
jardincillo  —  el  follaje  de  la  crestería  de 
la  Torre  de  Monterrey,  y  el  verdor  de 
sus  hojas  bordado,  al  ponerse  del  sol, 
sobre  el  cañamazo  de  las  piedras  que 
doraron,  desde  el  Renacimiento,  los  so- 
les de  los  siglos. 

Me  detuve  a  ver  la  hormiga  que  subía 
por  el  tronco  del  manzano  y  hasta  me 
entraron  ganas  de  ponerle  un  estorbo 
delante,  de  atajarle  su  marcha  con  mi 
dedo,  a  ver  qué  hacía.  ¡Pero  no!  ¡Dejar- 
la! ¿A  dónde  iría?  ¿A  qué?  ¿Llevan  un 
propósito  esas  criaturitas,  o  no  van  más 
bien  a  la  ventura,  empujadas  por  un 
instinto  ambulatorio,  marchando  como 
el  pájaro  canta,  para  dar  escape  a  un 
colmo  de  energía,  y  a  la  buena  de  Dios 
y  a  lo  que  salga?  Siempre  he  creído  que 
la  hormiga  más  se  pasea  que  trajina; 
que  es  una  aventurera  exploradora,  cre- 
yente en  el  divino  Azar,  padre  de  la 
dicha.   ¿Sabe  a  dónde  va? 

Allá,  cuando  el  albérchigo  florecía  y 
acudían  unas  rubias  abejas  a  sacar  miel 
de  sus  blancas  flores,  una  vez  mi  hijo 
menor.  Ramoncito,  me  preguntó  mi- 
rándolas desde  la  galería  a  cuyos  cris- 
tales casi  rozan  las  flores:  «Di,  papá, 
¿las  abejas  saben  cuando  sale  el  sol?» 
Y  como  yo,  por  decirle  algo —  pues  no 
ho  sido  abeja  —  le  dijese  que  sí.  añadió: 
«¡Andaaaa!  ¡Tan  chiquitas  y  ya  saben  eso!...» 
¿Cabrá  conocimiento  alguno  en  el  seso  de  una  hor- 
miga? ¿Esa  diminuta  maquinilla  viva,  tendrá  con- 
ciencia de  lo  que  hace?  Y  me  acordé  de  no  pocos 
hombres  y  de  pueblos  que  son  hormigueros,  col- 
menas, tan  admirablemente  organizados. 

La  hormiga  parecía  vacilar,  encontrarse  en 
zozobra.  Palpaba  la  corteza  del  tronco  del  man- 
zano con  sus  casi  invisibles  antenas.  Es  decir, 
no  sé  sí  lo  palpaba  o  lo  olía  u  otra  cosa.  Los  dos 
hilíllos  le  palpitaban.  ¿Serán  un  aparato  de  te- 
legrafía sin  hilos  con  que  se  entiende  con  sus  dis- 
tantes hermanas? 

Y  pensé:  ¿Tiene  acaso  este  animalito  una  te- 
nebrosa conciencia  de!  valor  universal,  cósmico, 
de  lo  que  hace?  ¿Sabe  que  no  se  le  puede  anona- 
dar a  ella  —  lo  que  se  llama  propiamente  ano- 
nadar, reducirla  a  nada  —  que  no  se  puede  ani- 
quilar su  obra  sin  que  por  ello  quede  anonadado, 
aniquilado    todo    lo    demás,    el    universo    entero? 


a  honniOñ 


en    el 


Por 

mañano,,  <~:^^ 


¿Tiene  conciencia?  Cuando  uno  encerrado  en  su 
cuarto  y  con  luz  encendida  en  él,  mira  en  una 
noche  nublada,  sin  luna  y  sin  estrellas,  a  través 
de  los  cristales  de  la  ventana  al  campo,  se  cree 
que  allá  fuera  sea  imposible  ver  nada  para  guiar- 
se; pero  si  sale  a  él  encuéntrase  con  una  difusa 
claridad  bastante  para  poder  caminar  sin  gran 
tropiezo.  La  conciencia  de  la  hormiga  será  tan 
chiquita  como  es  ella;  le  basta  si  conoce  al  alcan- 
ce de  sus  antenas. 

Me  he  imaginado  muchas  veces  lo  que  llegaría 
a  ser  para  nosotros  una  hormiga,  si  conservando 
su  forma  creciese  hasta  el  tamaño  de  un  león 
y  en  la  misma  medida  su  fuerza  y  su  agilidad. 
¡Bestia  feroz!  Y  en  cambio  figuraos  un  león  redu- 
cido al  tamaño  de  una  hormiga  y  hasta  rugiendo 
a  proporción!  Pero  estas  fantasías  se  prestan  a 
todo.  Sin  embargo,  la  maravilla  es  la  de  lo  infi- 
nitamente pequeño.  Hay  quien  cree  que  el  infi- 
nito de  la  fuerza  se  condensa  en  un  punto. 


¿Cómo  S3rá  el  universo  en  la  mente 
de  esa  pobre  hormiga?  Porque  este  ani- 
malito es  también  centro  del  universo. 
Y  temí  llegar  a  sentir  una  sagrada  vene- 
ración por  el  diminuto  insectillo. 

Yo  no  sé  si  se  daba  cuenta  de  mi,  si 
me  percibía  por  uno  u  otro  sentido;  pero 
en  caso  de  percibirme,  ¿qué  pensaría  de 
mí?  ¡Ah,  petulante,  vanidoso  de  hom- 
bre! ¿Qué  va  a  pensar  de  tí  la  hormiga? 
Son  siempre  los  grandes  los  que  pien- 
san en  los  chicos  y  reparan  en  ellos, 
no  los  chicos  los  que  reparan  y  pien- 
san  en   los  grandes. 

En  tanto  la  hormiga  cumplía  con  su 
deber,  llenaba  su  misión,  iba,  por  lo  que 
le  concernía,  componiendo  el  mundo 
que  habría  dicho  el  emperador  Marco 
Aurelio,  el  que  tanto  se  habló  a  sí 
mismo. 

Recordé  aquellas  hormigas  caseras  que 
en  la  otra  casa,  en  la  de  la  Rectoral, 
subían  a  mi  lavabo  y  lo  invadían.  Po- 
níales terroncillos  de  azúcar  como  cebo 
para  atraerlas,  y  luego  de  pronto,  en- 
cendiendo la  bombilla,  las  arrojaba  al 
agua  o  mojaba  los  terrones  y  queda- 
ban presas  en  la  viscosidad  del  azúcar 
derretido.  Morían  así,  heroicamente,  a 
montoncillos.  Algunas  lograban  escapar. 
Pero  volvían  siempre  a  la  carga  y  como 
si  el  hormiguero  fuese  inagotable.  No 
sé  las  que  pude  destruir.  Y  era  un  ma- 
ligno placer  —  un  placer  inhumano,  lo 
confieso  —  verlas  bregar  en  el  agua  del 
lavabo  intentando  salvarse  y  luego,  iner- 
tes, formando  un  poso  en  el  fondo  de  ella. 
Mi  hormiga  seguía  escalando  el  tron- 
co del  manzano,  ignorante,  sin  duda, 
de  que  yo  estaba  viviendo  en  ella.  Y 
no  obstante  así  era,  estábame  haciendo 
pensar,  haciéndome  vivir.  No  era  tan 
sólo  por  el  tronco  del  manzano,  era  por 
el  tronco  de  mi  alma  por  donde  esca- 
laba. ¿A  dónde?  ¿Para  qué? 

¿Para  qué?  La  mañana  era  de  una 
serenidad  paradisíaca.  Todo  lo  que  ro- 
deaba a  la  hormiga,  el  manzano,  el  al- 
bérchigo, la  higuera,  las  parras,  los  ro- 
sales, mi  casa,  las  casas  vecinas,  la  To- 
rre de  Monterrey,  las  de  la  catedral  más 
lejos,  todo  parecía  brotar,  como  flore- 
ciendo, de  las  entrañas  del  cielo  que 
ciñe  y  abraza  a  la  tierra;  todo  era  como 
una  vestidura  del  espacio,  que  según  el 
piadoso  Newton  es  la  infinitud  de  Dios. 
Todo  giraba  armoniosamente  y  giraba 
en  torno  a  la  hormiga,  que  era  el  centro 
del  universo.  Y  como  antes  me  vi  en  la 
hormiga,  empecé  a  ver  a  Dios  en  ella. 
Aquella  hormiga  estaba  creando  el  uni- 
verso. ¡Y  era  ella,  ella  y  no  otra! 

Y  la  hormiga  hacía,  hacía  algo.  No 
era  una  cosa  quieta,  inerte,  una  cosa 
que  se  contenta  con  el  bienestar.  Por- 
que el  bienestar  no  es  más  que  estar, 
aunque  sea  bien.  La  hormiga  obraba,  o 
por  lo  menos  parecía  buscar  algo.  ¿Qué 
buscaba?  ¿Buscaba  a  otra  hormiga,  es 
decir,  se  buscaba  a  sí  misma?  ¿Busca- 
ba el  hormiguero  de  que  saliera?  Por- 
que he  llegado  a  suponer  que  las  hor- 
migas no  salen  del  horm.iguero  sino  para 
verlo  desde  fuera,  para  buscarlo  luego, 
para  volver  a  él  y  para  darse  así  cuenta 
de  que  es  su  hormiguero,  el  hormiguero 
de  que  son  hormigas.  Pues  lo  de  que 
no  salgan  sino  a  buscar  provisiones  para 
el  invierno,  a  recoger  mantenimientos 
para  sus  larvas  y  sus  crías,  eso  me  pa- 
rece una  explicación  metafórica  de  fabulistas  y 
poco  más.  Y  ello  a  pesar  de  todas  las  apariencias 
en  que  se  apoya  el  sentido  comiún.  No;  la  hormiga 
sale  para  conocer  el  hormiguero  y  mediante  él, 
¡claro  está!,  el  universo  todo. 

Y  en  derredor  de  la  hormiga,  y  recibiendo  de 
ella  vida,  vivía  todo.  Ella  hacía  verdecer  al  man- 
zano y  al  albérchigo  y  a  las  parras  y  a  los  rosa- 
les y  a  la  higuera;  ella  hacía  esmaltarse  al  azul 
del  cielo,  ella  esplender  el  dorado  al  sol  de  las 
torres,  ella  me  hacía  pensar.  Y  el  verdor  de  los 
árboles,  el  azul  del  cielo,  el  dorarse  de  las  to- 
rres eran,  como  mi  pensar,  pensamiento  también. 
Pensaban  los  árboles,  pensaba  el  cielo,  pensaban 
las  torres.  ¡Y  es  claro!   ¡Pensaban,  luego  eran! 

Y  he  aquí  como  bajé  al  jardincillo  llevándo- 
me a  Marco  Aurelio  en  el  alma  y  subí  de  él  tra- 
yéndome  en  ella  a  Descartes  y  dejando  a  la  hor- 
miga en  el  tronco  del  manzano. 

Dibujo  .de  Fohn. 


— p>i_:>^-s  >,'Lmpa>^— 


L/a  raza 
Vencida 


I 

Allá,  en  el  confín  de  la  pampa,  acababan  de  li- 
brarse los  últimos  combates  contra  el  indio  audaz 
y  Ubérrimo.  Los  bravos  caciques,  símbolos  heroi- 
cos de  una  raza  admirable,  caían  para  siempre 
sobre  sus  caballos  de  pelea,  prefiriendo  la  muerte 
liberadora  a  la  esclavitud  denigrante  ofrecida  por 
el  cristiano  conquistador.  El  ejército  argentino. 
embriagado  por  el  triunfo,  dominado  por  el  deseo 
imperioso  de  dar  fin  a  una  epopeya  prolongada 
en  demasía  o  convencido  de  la  necesidad  de  exter- 
minar a  un  enemigo  a  quien  se  sabia  irreductible, 
resolvió  su  inmolación  para  escarmiento  eterno 
de  tercos  y  de  rebeldes.  Y  asi  fué  cómo  un  sol 
de  sangre  enrojeció  las  aguas  de  los  campos  y  cómo 
sobre  las  lomas  quedaron  blanqueando  las  osa- 
mentas de  los  pobladores  primitivos,  la  tribu  que- 
randi  sacrificada  y  convertida  en  abono  irreempla- 
zable y  generoso  de  su  propia  tierra,  granero 
futuro  de  otras  razas  tan  egoístas  como  crueles 
que  sobre  el  solar  violentamente  destruido  plan- 
tarían nuevas  tiendas  de  paz  y  amor. . . 

El  huracán  de  fuego  había  arrasado  con  todo. 
Sobre  el  vasto  escenario,  el  desierto  de  América 
sin  limites,  parecía  flotar  el  humo  de  la  sangre 
aun  caliente  del  último  vencido.  Ni  heridos,  ni 
lisiados.  ¡Todos  muertos!  Sobre  la  inmensa  llanu- 
ra no  quedaba  en  pie  un  solo  guerrero,  una  sola 
lanza,  un  solo  hombre  de  combate.  La  consigna 
trágica  se  había  cumplido  en  forma  terrible  y 
definitiva. 

Fué  entonces  que  allá,  en  el  confín  de  la  pampa 
enrojecida,  comenzó  a  crecer,  ante  el  asombro 
de  los  conquistadores,  una  sombra  doliente,  for- 
mada por  las  mujeres  y  los  niños  de  los  formida- 
bles guerreros. 

—  ¿Qué  hacer?  —  se  dijeron  los  conquistadores. 
—  Y  un  pensamiento  lúcido,  una  idea  tan  huma- 
nitaria como  diabólica,  cruzó  por  sus  cerebros 
donde  ya  diríase  echar  semillas  la  gloria.  Sí,  la 
sombra  doliente  constituiría  el  trofeo  de  la  victo- 
ria estupenda:  las  mujeres  y  los  niños  de  los  for- 
midables guerreros  muertos  en  su  ley  de  hierro, 
serian  la  ofrenda  que  ellos,  los  civilizados  vence- 
dores del  salvaje,  los  dominadores  del  desierto, 
arrojarían  en  el  ara  de  las  ciudades  llenas  de  luz 
amable  y  purificadera.  Ofrenda  viva,  palpitante, 
carne  de  sacrificio,  dolor  y  fuego,  testimonio  irre- 
cusable y  perenne  de  la  hazaña  sin  par. 

Y  el  cautiverio  fué  con  la  sombra. , , 

II 

Circuidos,  rodeados  los  cautivos,  comenzó  a 
andar  la  sombra,  la  sombra  doliente  formada  por 
las  mujeres  y  los  niños  de  los  formidables  guerre- 
ros. Escoltada  por  las  bayonetas  de  los  vencedo- 
res echó  a  andar  por  la  pampa  salvaje  y  conquis- 
tada, rumbo  a  las  ciudades  felices. 

Ahí  va  el  trofeo.  Marchan  las  madres,  las  pobres 
madres,  con  los  hijos  del  amor  a  cuestas.  No  es 
odio  lo  que  brota  de  sus  ojos.  Brillantes  de  amar- 
gura, ellos  dicen  que  la  fuente  del  llanto  ha  co- 
menzado a  correr  para  no  secarse,  nunca,  jamás, 
sobre  el  mundo.  El  sol  sigue  tostándoles  la  pie!  y 
el  alma.  Marchan  como  al  suplicio.  Marchan  por- 
que son  madres.  No  tuvieran  fruto  sus  entrañas  y 
el  mismo  sol  glorioso  que  alumbró  ayer  la  pampa 
libre  y  que  ahora  parece  insultarlas  con  sus  rayos 
de  oro,  las  vería  arrojarse  deshechas  de  ira,  locas 
de  venganza,  sobre  las  bayonetas  centelleantes. 

Ahí  va  el  trofeo.  Marchan  los  hijos,  los  hermo- 
sos retoños  de  la  brava  raza.  Azorados  de  horror 
ante  el  desastre,  las  caritas  anchas  y  picaras  se 
han  torcido  en  una  mueca  indefinible.  Son  más- 
caras de  espanto,  contraste  remarcable  entre  el 
rictus  de  dolor  de  las  madres  y  el  gracejo  de  las 
caritas  hermosas,  frescas  y  rozagantes  de  los  her- 
manitos  en  brazos.  Marchan  los  hijos,  marchan 
pegados,  adheridos,  diríase  incrustados  en  las  car- 
nes de  las  madres  como  si  el  retoño,  temeroso,  pre- 
t^nH.o'a  volver  a  la  rama  de  donde  brotara,  o  el 


^lEACHE 


fruto,  amedrentado  ante  la  vida,  replegarse  a  la  en- 
traña que  lo  concibiera. 

Y  asi  llega  la  sombra  doliente  hasta  los  mismos 
andenes  de  las  estaciones  ferrocarrileras,  ayer  for- 
tines de  avance  contra  el  indio,  donde  la  locomo- 
tora humeante  espera  la  carga  preciosa,  el  trofeo 
de  gloria,  la  ofrenda  viva  y  palpitante  de  los  con- 
quistadores a  las  ciudades  ya  tranquilizadas  y 
exentas  del  temor  al  malón  arrasante  y  de  des- 
quite. .  . 

III 

Iban  los  trenes  devorando  el  camino,  repletos 
los  vagones  con  la  ofrenda  viviente.  No  eran  aque- 
llos los  rezagos  de  una  raza  en  derrota.  Era  la  raza 
misma,  toda  la  raza  en  su  manifestación  femenina 
e  infantil,  cautiva  del  cristiano  vencedor  del  indio. 
Del  confín  de  la  pampa  habían  partido  los  trenes 
rumbo  a  la  gran  ciudad.  La  sombra  doliente,  en- 
cerrada, ultrajada  y  vencida,  cruzaba  ahora  en 
viaje  fantástico  hacia  su  monte  calvario.  Las  in- 
dias madres,  azotadas  por  el  sufrimiento,  febri- 
citantes y  en  pleno  delirio,  doblaban,  unas,  sus 
hermosas  cabezas  sobre  los  fuertes  retoños  pren- 
didos a  los  senos  casi  exhaustos  por  el  cansancio 
y  la  pena,  mientras  otras  quedaban  como  extáti- 
cas, frente  a  los  vidrios  de  las  ventanillas,  con  los 
ojos  atónitos  y  fijos  allá  en  el  confín  lejano  de  la 
tierra  querida,  donde  quedaban  para  siempre  los 
cadáveres  aun  amenazantes  de  los  guerreros.  En 
las  estaciones  de  tránsito  hacían  alto  los  trenes  y 
allí,  en  cada  andén,  comenzaba  el  reparto  del  bo- 
tín preciado,  el  obsequio  del  conquistador  del  de- 
sierto a  las  ciudades  felices. 

Como  el  ganado  en  las  ferias  se  elegía  a  los  cau- 
tivos. Cada  familia  pudiente  tenía  derecho  a  una 
madre  con  su  cría.  Al  separarlas  del  grupo,  las  in- 
dias rugían  sordamente.  ¡Oh,  designio  siniestro! 
Nunca  un  dolor  más  intenso  brotó  de  pechos  hu- 
manos y  nunca  en  pechos  más  duros  rebotó  el  ge- 
mido de  una  raza  vencida.  En  la  estación  Merce- 
des, una  señora  del  pueblo,  una  hermosa  señora, 
había  atraído  con  mimos  y  artimañas  a  un  indie- 
cito  simpático  y  juguetón  hacia  el  estribo  de  uno 
de  los  coches.  No  quería  cargar  con  la  madre  por- 
que no  la  necesitaba.  Al  ponerse  el  tren  en  mar- 
cha, de  un  manotón  certero  arrancó  del  estribo  al 
indiecito  y  lo  ocultó  entre  sus  faldas.  El  tren, 
traidor  e  impasible,  partió  con  la  madre.  Después, 
en  el  tren  ya  en  fuga,  un  sollozo  de  muerte;  un  sollo- 
zo de  madre  que  pierde  al  hijo.  Y  en  la  estación 
una  carita  ancha  y  juguetona  doblemente  azorada 
y  una  risa  argentina  festejando  la    travesura. . . 

¡Y  esa  señora  era  madre  también,  sus  entrañas 
habían  dado  fruto  y  por  su  redención  en  la  tierra 
diz  que  una  gota  de  sangre  del  mártir  cristiano  se 
derramó  e.i  el  Gólgota! 

Una  que  otra  voz,  —  muy  débil  por  cierto, 
se  levantó  en  el  pueblo  para  condenar  aquel  acto. 
La  verdad  fué  que  la  hermosa  señora  se  apropió 
del  retoño  indígena  y  que  éste,  a  guisa  de  juguete, 
fué  entregado  al  niño  mayor  y  mimado  de  la  casa, 
un  pequeño  tirano,  quien  entró  en  posesión  de  la 


propiedad  viviente  sin  encontrar  más  obstáculo 
que  la  resistencia  natural  del  pequeño  esclavo  a 
sus  infantiles  y  crueles  caprichos. 

IV 

Comenzaron  a  correr  los  dias  tristes  y  desolantes 
para  el  indiecito.  El  pequeño  descendiente  de  la 
raza  indomable  no  exteriorizaba  mayormente  el 
sufrimiento  de  su  alma  infantil  despedazada.  Pero 
algo  había  tan  hondo,  tan  profundo,  en  sus  ojos 
llenos  de  azoramiento.  que  hubiera  impresionado, 
dolorosamente,  al  menos  sutil  de  los  observadores. 
Sólo  la  inconsciencia  de  la  hermosa  señora  pudo 
haberlo  considerado  a  la  altura  moral  de  un  sim- 
ple animalito  doméstico.  A  la  verdad  que  lo  único 
que  hubo  de  extrañarle  es  que  no  mordiera.  Efec- 
tivamente, ni  los  pellizcos,  ni  los  tirones  de  orejas, 
ni  los  golpes  con  que  a  diario  le  obsequiaba  su 
dueño,  consiguieron  sublevarle.  Sufría  resignado  el 
inicuo  tratamiento  como  convencido  de  la  inutili- 
dad de  la  protesta.  El  sentimiento  de  lo  fatal  pa- 
recía poseerle,  porque  en  realidad  no  era  el  miedo 
quien  le  inspiraba,  y  así  lo  demostró  siempre,  con 
su  actitud  serena,  ante  cualquier  peligro  verdadero. 

El  tirano  diminuto,  el  niño  mayor  y  mimado 
de  la  casa,  había  aceptado  el  obsequio  con  la  mis- 
ma complacencia  que  hubiera  demostrado  ante 
un  perro  grande  que  no  ladrara  ni  acometiera,  un 
gran  gato  que  no  arañara  o  un  cachorro  de  tigre 
carente  de  garras  y  de  mal  humor.  Claro  está  que 
en  su  cerebro,  deformado  por  una  educación  tan 
falsa  como  la  que  podía  darle  la  hermosa  señora 
que  era  su  mamá,  no  era  posible  despertasen  sen- 
timientos humanitarios  ni  fraternales  para  el  in- 
diecito. El  lo  había  aceptado  así,  como  una  cosa 
enteramente  suya,  entregada  en  donación,  de  la 
que  podia  y  debía  disponer  a  su  antojo.  Una  cosa 
siempre  dispuesta  a  complacerle.  No  podía,  pues, 
comprender  que  aquel  niño  perteneciente  a  otra 
raza,  fuera  su  igual  en  derechos,  ni  sufriera  con  sus 
dolores,  ni  se  entretuviera  con  sus  alegrías,  ya  que 
el  sentimiento  y  la  verdad  tienen,  forzosamente, 
que  estar  muy  lejos  de  los  niños  educados  por 
cerebros  tan  singulares  como  el  de  la  hermosa  se- 
ñora que  era  su  mamá. 

V 
Un  día  le  preguntaron  en  el  pueblo: 

—  ¿Cómo  te  llamas? 

Y  él,  seco,  con  acento  filoso,  rajante,  dijo: 

—  Milachí'. 

—  ¿Milache?  ¿Por  qué  MUache? 

En  la  casa  le  habían  denominado  Camilo  cuan- 
do entró  en  ella  y  hasta  entonces  se  le  conoció  por 
tal,  pero  desde  ese  dia  su  nombre  cambió. 

¿Fué  Milache  una  deformación  de  Camilo  o  era 
aquél  el  nombre  verdadero  con  que  se  le  conoció 
en  la  tribu?  El  caso  es  que  nadie  supo  nunca  el 
origen  del  extraño  vocablo  que  a  poco  andar  ha- 
bíase hecho  familiar  en  el  pueblo. 

Lo  que  sí  supo  éste,  aunque  sin  parar  mientes 
en  ello,  fué  la  inconsideración,  el  mal  trato  y  hasta 
la  crueldad  usada  para  con  Milache  por  el  peque- 
ño verdugo  que  era  su  dueño. 

Pero  nadie  a  la  verdad  dio  al  hecho  su  alta  tras- 
cendencia, nadie  vio  en  el  pobre  Milache,  resig- 
nado, que  él  representaba,  en  realidad,  el  símbolo 
doliente  de  la  raza  vencida.  Por  el  contrario,  hasta 
hubo  quien  festejara  las  gracias  del  pequeño  ver- 
dugo, estimulando  sus  instintos  perversos. 

Entretanto,  pensemos  que  el  dolor  de  Milache 
era  el  de  todos  los  niños  indígenas  en  cautive- 
rio cristiano.  Entretanto,  pensemos  en  el  dolor  de 
esas  madres,  más  desgraciadas  aún  que  la  de  este 
pequeño  inmolado,  cayendo  todas,  junto  a  su  pro- 
le, muertas  de  pena,  de  extenuación  y  de  asfixia, 
entregando  a  sus  opresores  la  última  gota  de  su 
sudor  de  trabajadoras,  encerradas  en  las  cuevas 
de  las  ciudades  malditas,  como  águilas  presas  con 
las  alas  plegadas  contra  los  hierros,  en  las  jaulas 
sin   luz  y  sin  aire  del  cazador. 


Como  en  todos  los  de  su  raza,  los  días  de  Milache 
están  contados.  El  hado  fatal  vela  implacable  so- 
bre los  descendientes  querandies,  esperando  sólo 
el  momento  propicio  para  la  inmolación.  Nadie 
será  perdonado.  El  crimen  de  resistencia  al  civi- 
lizador había  de  pagarse  con  la  muerte  del  último 
retoño.  El  fruto  de  las  madres,  recién  concebido, 
se  secará  en  sus  entrañas  y  los  vastagos,  ya  en 
pie,  quedarán  detenidos  en  su  desarrollo,  minados 
por  los  miasmas  de  las  ciudades  malditas.  Jorna- 
da postrera  y  dolorosa  de  una  raza,  odisea  digna 
del  verbo  candente  de  los  antiguos  profetas  y 
contemplada  con  una  impavidez  rayana  en  la  in- 
sensibilidad moral  primitiva  por  el  cristiano  re- 
dimido. Alguien  ha  dicho  que  nadie  sufre  sino  su 
propio  dolor. 

Un  día,  el  más  hermoso  de  un  verano  ardiente, 
tuvo  Milachs  un  gesto  de  rebelión,  extraño  en  él. 
Probablemente  su  dueño  colmó  la  medida  en  uno 
de  sus  habituales  castigos. y  el  fuego  del  sol,  como 
dardo  aguijoneante,  despertó  en  el  niño  indígena 
instintos  ancestrales. 

Ante  el  primer  bofetón  amagado  por  el  verdugo, 
el  indígena,  dibujando  en  el  aire  un  signo  de  de- 
fensa, abrió  la  mano  a  manera  de  garra  y  barajó 
el  brazo  enemigo,  con  tanta  fuerza  que  la  muñeca 
castigadora  cedió,  doblándose  vencida  por  la  inu- 
sitada presión. 

La  actitud  inconsulta,  la  resistencia  inesperada 
del  indiecito,  hizo  llamear  en  ira  al  niño  cristiano 
y  el  grito  estridente  que  exhaló  su  garganta,  es- 
tre.necida  por  la  emoción  y  el  miedo,  fué  el  toque 


de  atención  a  la  servidumbre  de 
la  casa,  que  acudió  solicita  a 
prestarle  sus   auxilios. 

Después  salió  de    su    boca    la 
orden  sin  réplica: 

—  ¡Átenlo! 

Y  señaló  el  banco  donde  otras  veces  él,  con  sus 
propias  manos,  lo  supliciara. 

Los  criados  obedecieron  y  el  niño  quedó  ligado 
con  el  mismo  cáñamo  fuerte  que  le  servia  de  rien- 
da cuando  el  pequeño  verdugo  lo  convertía  en 
caballo. 

Retirada  la  servidumbre,  el  niño  cristiano  em- 
puñó el  látigo  que  nunca  abandonara  desde  que 
le  entregaron  el  juguete  con  vida  y,  amenazante, 
dijo: 

—  ¡Vas  a  pagármelas! 

Después,  rojo  de  cólera,  cruzó  la  cara  del  már- 
tir con  la  lonja  áspera  y  flexible. 

Los  ojos  del  indio  relampaguearon  de  indigna- 
ción y  de  impotencia.  Por  segunda  vez  vibró  en 
el  aire  la  cuerda  del  látigo  y  el  golpe,  flagelante, 
no  se  hizo  esperar.  ¡Pobre  Milache!  La  rabia  le 
ahogaba.  No  pudo  contenerse  y,  furioso,  feroz, 
ebrio,  loco  de  dolor  y  de  pena,  escupió  su  despre- 
cio sobre  la  cara  del  cristiano  enemigo.  Fué  su 
sentencia. 

—  ¡Ahora  voy  a  quemarte!  —  rugió,  más  que 
dijo,  el  niño  cristiano, — Y  con  unas  hojas  de  diarios 
viejos  que  empapó  en  kerosene,  encendió  la  pira. 

Cuando  las  lenguas  de  fuego  rozaron  sus  carnes, 
Milache  comenzó  a  retorcerse  y  la  expresión  de  su 
dolor  fué  tal,  que  el  cristiano  se  espantó  de  su 
propia  obra. 


Llamó,  y  los  criados  acudieron  de  nuevo  en  la 
creencia  de  que  Milache  hubiera  roto  sus  ligaduras 
proporcionándole  al  niño  un  nuevo  disgusto. 

Cuando  la  servidumbre  pudo  accionar  contra  el 
fuego,  había  éste  tomado  tal  incremento  alrededor 
del  cuerpo  del  indio,  que  la  vida  parecía  consumir- 
se en  sus  pupilas. 

A  los  pocos  días  agonizaba  Milache.  después  de 
un  sufrimiento  indecible.  Las  quemaduras  eran 
de  tal  índole  que  la  ciencia  no  encontró  remedio 
para  cicatrizarlas. 

Es  fama  en  el  pueblo  que  no  exhaló  una  sola 
queja.  Una  tarde,  en  la  hora  más  triste,  cuando 
el  sol  se  hundía  en  el  confín  de  la  pampa,  hizo  una 
señal  de  atención  a  los  que  le  rodeaban: 

—  ¡Milache!  —  dijo.  —  Y  murió. 

Un  poeta  amigo,  que  conoce  esta  historia,  ase- 
gura, bajo  la  fe  de  su  fantasía,  que  milache,  en 
la  lengua  del  niño  indígena,  quiere  decir:  ¡ven- 
gama! .  .  . 


Alberto  Ghiraldo. 


Dibujos  de  Zavattaro. 


— P3L>^4=i   >^^Lrr-i3>%.— 


En  la  última  temporada  del  Teatro  Apolo,  Ro- 
berto Casaux  ha  destacado  fuertemente  su  persona- 
lidad artística,  creando,  con  suma  habilidad  y  talento, 
infinidad  de  personajes. 

Actor  correcto  y  sobrio,  estudioso  y  discreto  en  el 
decir,  posee  la  fusta  medida  de  la  comicidad  que 
aprovecha  con  la  certera  eficacia  que  le  indica  su  buen 
gusto.  Hoy  por  hoy  es.  sin  disputa,  uno  de  los  actores 
que  mis  han  contribuido  al  desarrollo  del  teatro  na- 
cional argentino. 

Concluye  ta  función,  o  termina  el  ensayo,  y 
Roberto  Casaux  abandona  instantáneamente  el 
teatro. 

Una  vez  en  la  calle,  me  dice,  huyo  de  mis 
compañeros:  trato  de  evitar  el  encuentro  con  au- 
tores y  empresarios:  evito  las  conversaciones 
teatrales.  Hago,  en  una  palabra,  todo  lo  posible 
por  olvidar  lo  que  soy:  pero  no  lo  consigo.  Donde 
quiera  que  vaya...  en  el  tranvía...  en  el  café, 
en  todas  partes  hay  siempre  alguien  que  me  se- 
ñala con  el  dedo,  diciendo:  «Ese  es  Sarrasquetan; 
o  «Ahí  va  el  distinguido  ciudadano»,  y  esto  franca- 
mente me  molesta.  No  poder  nunca  ser  yo,  sino  un 
personaje  de  los  que  caracterizo,  es  desesperante. 

—  Eso  prueba  tu  popularidad,  —  me  atrevo  a 
objetarle. 


ROBECTO  CASAUAfet 


y^.-a^^m. 


—  Es  que  la  mía  tiene  la  originalidad  de  que 
no  es  mía.  sino  de  mis  personajes.  Con  decirte  que 
se  ha  dado  el  caso  de  salir  con  mi  mujer  a  la  calle 
y  oirle  a  uno  que  decía:  «Miren,  ahí  va  el  doctor 
Palleja  con  la  mujer  de  Casaux»,  y  como  compren- 
derás, eso  es  ya  inaguantable. 

Algo  preocupado  está  Casaux  con  la  pérdida 
de  su  personalidad;  con  la  paulatina  desaparición 
de  su  yo,  pero  esa  preocupación  no  ha  llegado  a 
cambiar  su  carácter  jovial,  ni  ha  borrado  de  su 
rostro  bonachón  la  eterna  sonrisa,  franca  e  in- 
fantil. 

—  ¿Estás  contento?  —  le  pregunto.  —  Ahora 
que  ya  eres  un  primer  actor  y  está  tu  nombre  al 
frente  de  una  compañía,  supongo  que  habrás  per- 
dido el  miedo. 

—  ¿El  miedo?  Jamás.  Te  lo  juro;  tengo  más 
pánico  que  nunca.  El  verdadero  peligro  no  está 
en  subir,  está  aquí  arriba,  en  el  puesto  que  hoy 
ocupo.  Saberse  sostener,  guardar  el  equilibrio,  he 
ahí  el  secreto.  El  éxito  de  un  actor,  está  en  no  ma- 
rearse con  las  alturas.  Yo  por  eso  me  vengo  todas 
las  tardes  a  esta  terraza,  para  mirar  Buenos  Aires 
desde  arriba. 

—  ¿Y  crees  en  nuestro  teatro? 

—  ¿Cómo  no  he  de  creer?  Con  entusiasmo. 
Nuestra  temporada  del  Apolo  ha  encauzado  hacia 
el  teatro  nacional  un  núcleo  de  gente  joven,  con 
ideas  nuevas  y  sanas,  un  grupo  de  muchachos 
con  aliento  y  esperanza,  que  no  se  meten  en  los 
cafés  a  murmurar  del  compañero,  ni  usan  melena 
de  superhombres,  pero  trabajan  con  fe,  y  estoy  se- 
guro de  que  pondrán  nuestro  teatro  a  un  nivel 
decoroso,  al  que  jamás  lo  llevaron  los  que  para 
sí  no  tienen  ese  decoro  personal. 

—  ¿Quieres  decirme  por  qué  eres  cómico?  Tengo 
entendido  que  no  lo  eres  por  necesidad.  ¿Lo 
eres  realmente  por  afición? 

—  Sí. . .  no  lo  puedo  remediar. . .  el  teatro  me 
atrae,  desde  chico  yo  era  loco  por  el  teatro;  mi 
sueño  dorado  fué  siempre  ser  actor,  y  contra  la 
voluntad  de  mis  padres,  debuté  y. . .  ya  ves,  soy 
cómico...  demasiado  cómico  quizá,  porque,  co- 
mo ya  te  he  dicho,  sigo  siéndolo  para  el  público, 
hasta  fuera  de  la  escena. 

—  ¿Cuál  es  tu  obra  favorita? 


f  — ■  ¿Quieres  creer  que  no  la  tengo? . . . 
'  —  ¿Cuál  es,  a  tu  juicio,  la  mejor  actriz  nacional? 
—  Sin  duda  alguna,  Angelina  Pagano  es  la  más 
completa  de  nuestras  actrices;  no  quiere  decir  esto 
que  sea  la  única.  Creo  firmemente  que  Camila 
Quiroga,  primera  actriz  de  nuestra  próxima  tem- 
porada en  el  Apolo,  se  impondrá  al  público,  re- 
velándose una  buenísima  actriz,  pues  hasta  hoy 
no  ha  tenido  ocasión  de  desenvolver  sus  faculta- 
des, no  sólo  por  la  falta  de  ambiente,  sino  tam- 
bién por  falta  absoluta  de  dirección  artística. 

—  A  propósito  de  dirección  artística,  ¿tú  crees 
en  eso? 

—  Cuando  ella  está  en  manos  de  hombres  de 
la  cultura  de  Joaquín  de  Vedia,  de  su  ilustración 
y  de  su  buen  gusto,  no  es  posible  dudar  de  su 
eficacia. 

Como  ya  iba  tomando  esta  información  un  ca- 
rácter de  vulgar  reportaje  y  temiéndome  incurrir 
en  las  eternas  preguntas  sobre  mil  cosas  que  a 
nadie  interesan,  resolví  prudentemente  cortar  por 
lo  sano  y  despedirme  del  simpático  primer  actor 
del  Apolo  y  de  su  bella  esposa.  Esperanza  Palome- 
ro, discretísima  y  elegante  actriz  de  la  compañía. 

El  doctor  Misterio. 


CASAUX    Y    SU    ESPOSA.    ESPERANZA    PALOMERO, 
A    LA    HORA    DEL    TÉ. 


CASAUX    TRANSFORMÁNDOSE    FRENTE    AL  ESPEJO 
DE    SU    CAMARÍN. 


rí^>=v- 


No  obstante  su  brillo,  el  Sol  es  uno  de  los  enig- 
mas más  negros  y  grandiosos  de  la  naturaleza;  lo 
que  ha  sido  dicho  y  repetido  en  distintas  formas 
por  todos  los  que  lo  han  estudiado  desde  el  punto 
de  vista  físico,  de  su  constitución,  etc. 

Ahora,  considerarlo  desde  el  doble  punto  de 
vista  de  cuerpo  central  del  sistema  al  que  perte- 
necemos, y  de  irradiador  de  energía,  seria  hacer 
ciencia  integral.  Su  rol  de  cuerpo  central  del  sis- 
tema, esto  es,  su  acción  mecánica,  reguladora  de 
los  movimientos  orbitales  y  velocidades  de  los 
planetas,  y  en  parte  también,  de  los  satélites  de 
éstos,  es  algo  admirablemente  estudiado  y  formu- 
lado, gracias  a  las  leyes  de  la  gravitación.  No 
podríamos  decir  lo  mismo  respecto  a  los  proble- 
mas de  física  solar:  esto  es,  del  Sol  considerado 
como  irradiador  de  energía  en  forma  de  luz, 
calor  y  electricidad,  vale  decir,  ondas  hertzianasi 
rayos  catódicos,  ultra  violetas  y  tantas  otras 
manifestaciones  que  recién  comienzan  a  ser  vis- 
lumbradas. 

Desde  luego,  esta  segunda  faz  de  la  cuestión  la 
considero  más  interesante,  más  humana,  más  ín- 
tima. . .  diré,  por  tratarse  de  fenómenos  que  afec- 
tan directamente  la  vida,  desde  sus  manifestacio- 
nes más  ínfimas,   hasta  la  del  hombre,   llamada 
vida  superior,  lo  que  quizá  fuese  una  pedantería. 
Descubierto  íntegramente  el  misterio  físico  dei 
Sol,  el  concepto  del  universo  se  aclararía  muchí- 
simo,  puesto  que  los  centenares  de  millones  de 
estrellas  que  componen  el  universo  visible  a  te- 
lescopio, no  son  más  que  soles  de  idéntica  cons- 
titución   a!    nuestro,    sin    más    diferencia    que  el 
estado  actual  de  su  materia,  consecuencia  de  l:i 
edad,  temperatura,  volumen  y  masa  de  cada  es 
trella.    Las   estrellas   jóvenes,    de   quince   abriles, 
(aunque  cada  abril  sideral  valga  millones  de  años 
.son  aquellas  en  que  predomina  el  hélium:  despuf;. 
vienen  las  blancas-azulinas,  jóvenes  también,  e: 
las  que  figura  el  hidrógeno  en  primera  línea.   A 
estas  dos  categorías  pertenecen  especialmente  la. 
estrellas  blancas  de  la  hermosa  constelación   d' 
Orion,  lujo  de  nuestro  cielo  del  verano.  Salteand' 
algunas  divisiones  intermedias,   llegariamos  a   1;.. 
familia  de  estrellas  a  que  pertenece  el  So!,  ni  muy 
jóvenes  pero  tampoco  viejas:   estrellas  en   pler,:, 
vida,   con    ligeros  indicios  de  arterioesclerosis.  Su 
color  es  amarillo-anaranjado  y  la  temperatura  mu  , 
inferior  a  la  de  las  blancas,  en  las  que  predominar 
el  hélium  e  hidrógeno,  pero  todavía  llenas  de  salun 
y  de  vida.  En  las  estrellas  de  la  familia  del  Sol, 
como  en  el  Sol  mismo,   predomina  el  hierro    en 
estado  de  vapor.  En  fin.  las  estrellas  rojas,  como 
Antares,  Betelguese,  Aldebaran,  etc.,  son  las  vie- 
jas, en  franco  derrumbamiento  térmico.   El  pri- 
mer síntoma  de  decadencia  de  estos  seres  lumino- 
sos, debe  ser  la  aparición  de  manchas  en  su  super- 
ítele, como  en  el  Sol,  aunque  esas  manchas  no  po- 
damos verlas  en  las  estrellas  por  la  distancia  in- 
mensa que  nos  separa.  El  análisis  espectral  de  las 
estrellas  en  decadencia  térmica,  acusa  los  mismos 
elementos  observados  en  el  espectro  de  las  man- 
chas solares. 

En  fin,  decía  hace  un  momento,  universo  visible 
a  telescopio,  pues  hay  sin  duda  alguna  un  número 
aun  mayor  de  estrellas  negras,  de  soles  apagados, 
aunque  no  debiéramos  considerarlos  muertos,  por- 
que en  su  interior  llevan  almacenados  un  inmenso 
caudal  de  calor.  Un  cálculo  indirecto,  pero  bien 
fundado,  parecería  indicar  que  el  número  de  estre- 
llas negras  es  de  tres  a  cuatro  mil  veces  mayor 
que  el  de  las  luminosas.  Recordemos  que  hasta 
hoy  van  catalogadas  muchos  millones  de  estrellas. 
Pero  me  doy  cuenta  de  que  comenzamos  a  en- 
trar a  un  terreno  pavoroso  en  realidad,  donde  no 
se  ven  ni  las  manos,  así  quesería  mejor  volverse.  .  . 


Córdcbü.   1916. 


Martín  Gil. 


Dibujo  de  Málaga  Chenet. 


—  Í^LS^'^    -\,'l 


rcuiitectora 

::::;:::::  Colonial 

Plvs  Vltra.  al  dar  hospedaje  a  las  notas  gráficas  que  acom- 
pañan estas  líneas,  pregona  por  el  conocimiento  de  los  ejemplos 
artísticos  que  nos  ha  legado  nuestro  pasado  colonial,  dentro  de 
sus  expresiones  más  típicas  y  mejor  provistos  del  rancio  color 


local.  Han  sido  escogidos  entre  las  muchas  reliquias  de  más  remota  tra- 
dición de  las  villas  de  Salta  y  de  Jujuy;  son  ellas  el  más  puro  reflejo 
del  abigarrado  pintoresco  arquitectónico  que  atesoran  las  capitales 
porteñas;  encierran  dentro  de  su  mérito  estético  una  lección  clara 
sobre  el  paso  de  las  influencias  peruanas  hacia  nuestros  centros  colo- 
niales, mostrando  a  la  par  el  abolengo  de  su  origen  y  el  albedrío  de 
los  artesanos  de  la  sierra  andina.  La  «Casa  Histórica»  nos  exhibe  un 
espécimen  de  las  nobles  portadas,  anunciadoras  de  las  moradas  de 
alto  rango.  Su  frontis  quebrado,  flanqueado  y  coronado  por  robustos 


— f:>u;v^-s 


pináculos,  es  primoroso  ex- 
ponente de  un  elemento  de 
anticuada  alcurnia;  la  «To- 
rre de  San  Francisco»,  grave 
y  esbelto  holocausto  del  espl- 
ritualismo hispano,  vista  a 
través  del  compartimento  de 
un  patio  jujeño.  es  un  em- 
blema de  mistico  sabor  y  evo- 
cador genuino  de  formas 
pretéritas  que  se  arraigaron 
por  sus  fibras  más  íntimas  a 
nuestro  terruño  provincia- 
no. Pero  al  comentar  breve- 
mente tan  coloridas  galas  de 
vieja  fábrica  y  ante  el  gene- 
roso informe  que  nos  ofrece 
la  puerta  del  «Convento  de 
San  Bernardo»,  nos  parece 
de  la  más  cumplida  cortesa- 
nía el  señalar  la  exuberante 
influencia  arábiga  (1)  que 
ejerció  su  yugo  afiligranado 
y  voluptuoso  hasta  en  las 
más  atildadas  de  nuestras 
construcciones   coloniales. 

Las  apretadas  espirales  de 
los  fustes  salomónicos,  atri- 
bulados y  ceñidos  por  una 
ornamentación  de  primitivo 
exotismo,  sostenes  ingenuos 
de  un  tímpano  bi-lobular  en- 
clavado por  una  cartela  de 
sinuoso  contorno  y  todo  su 
conjunto  taraceado  a  su  vez 
por  un  cincel  infatigable, 
ajeno  a  toda  pereza,  creador 
de  arabescos  infinitos,  de- 
muestra sin  malicia  la  cali- 
dad de  su  origen  y  es  de  por 
sí  elocuente  comentario  de 
una  belleza  fanática  y  de 
una  estética  sarracena.  Es 
una  traducción  americana  de 
aquella  fecundidad  plate- 
resca que  trazó  en  los  ceno- 
bios augustos  de  los  monjes 
castellanos,  toda  la  maraña 
que  la  compleja  evolución  his- 
tórica peninsular  imprimió  a 
las  formas  constructivas.  Por 
entre  las  retorcidas  colum- 
nas y  los  agudos  ajimeces 
hallaron  cabida  las  influen- 
cias políticas  y  teológicas. 

La  evolución  de  la  arqui- 
tectura española  es  muy 
compleja,  a  causa  de  las 
influencias  impuestas  al  arte 
por  los  hechos  históricos  que 
pusieron  en  tres  ocasiones 
distintas  la  dominación  del 
país  en  manos  extrañas. 


(1)  Influencia  explicada  por  ei 
distinguido  arqueólogo  Juan  B.  Am- 
broseti,  en  su  conferencia  dada  en 
el  Museo  de  Bellas  Artes. 


manifestaciones  del  arte  gó- 
tico; las  catedrales  de  Bur- 
gos, Avila,  Segovia,  Sala- 
manca, Toledo  y  León,  son 
las  creaciones  más  elocuen- 
tes de  tan  insigne  carátula 
arquitectónica. 

Mas  el  movimiento  de  la 
reconquista  iba  ganando  te- 
rreno, las  posesiones  árabes 

aían  sucesivamente  bajo  el 
/ugo  castellano,  las  artes 
del  norte  y  las  musulmanas 
se  entrelazan,  y  de  tal  unión 
nace  el  estilo  Mudejar,  el 
más  original  y  característico 
de  los  estilos  españoles,  que 
podríamos  definirlo  diciendo 
que    su    ornamentación    se 

ompone  de  elementos  ára- 
Íjcs  que  decoran  un  conjun- 
to, en  el  cual  la  composición 
deriva  de  las  fórmulas  euro- 

eas.  Al  principio,  el  romá- 
nico y  el  gótico  se  encargan 

ie  esta  función,  para  condu- 

irlo  paulatinamente  a  su 
apogeo,  que  se  realiza  en  el 
siglo  XV,  al  confundir  sus  lí- 
:ieas,  con  las  nuevas  formas 

iel  renacimiento  italiano. 

En  este  mismo  siglo  y  pa- 
ralelamente al  arte  Mudejar, 
surge  en  España  otro  nuevo 
estilo,  el  Plateresco,  que  ri- 
.aliza    con    su    antagonista 

or  sus  audacias  y  exuberan  - 
cias,  los  plateros  castellanos, 
inspirándose  también  de  los 
modelos  italianos,  imprimen 
en  la  amarilla  piedra  de  an- 
ticuada estructura,  los  mis- 
mos festones  y  las  mismas  fi- 
ligranas, con  que  ornaron 
rrimitivamente  al  precioso 
metal. 

A  partir  de  este  siglo,  las 
tracerías  góticas  quedan  re- 
ducidas a  una  aplicación 
exclusivamente  religiosa,  y 
los  estilos  Mudejar  y  Plate- 
resco, que  caracterizan  con 
una  originalidad  poderosa 
dos    tipcs    de    arquitectura 

sencialmente    españoles,    y 

;ue  podemos  proclamarlos 
como  sus  mejores  paladines, 
quedan  especialmente  afec- 
tados a  las  construcciones 
civiles. 

En  conjunto,  lo  que  dis- 
tingue al  arte  español,  en 
todos  estos  períodos  y  aun 
en  los  siguientes,  es  la  abun- 
dancia y  la  profusión  orna- 
mental, que  se  percibe  hasta 
en    la    arquitectura    árabe. 


SALTA.  —  ESCALERA    DE    LA   CASA    DONDF 

ESTÁ     INSTALADA     LA     ESCUELA     NICOLÁS 

AVELLANEDA. 


SALTA.  —  PUERTA    DEL   CONVENTO     DE   SAN    BERNARDO. 

En  la  época  de  la  invasión  de  los  Godos  y  Visigodos  en  España,  la 
arquitectura  romana  cae  en  su  más  completa  decadencia,  el  mundo 
nuevo  rompe  los  antiguos  moldes  de  la  belleza  pagana,  y  pugna  in- 
doctamente por  una  transfiguración  que  sea  enérgica  protesta,  contra 
las  corruptoras  gracias  del  politeísmo  erguido  en  sus  pedestales.  El 
fervoroso  artesano  Cristiano,  invoca  la  ayuda  de  sus  símbolos,  la  cruz 
sencilla,  el  áncora  ruda,  la  borrada  paloma,  el  incorrecto  vaso,  para 
formular  la  nueva  estética,  que  sea  retrato  fiel  de  su  fe  y  de  su  candor. 
A  partir  de  esta  fecha  comienzan  a  elevarse  en  la  península  Ibérica, 
así  como  en  las  demás  regiones  Mediterráneas,  las  primeras  creacio- 
nes del  arte  Cristiano,  que  luego,  favorecido  por  las  constantes  pere 
grinaciones  que  realizan  los  Occidentales  a  Siria  y  Palestina,  llega 
a  impregnarse  de  los  más  finos  elementos  Orientales.  A  este  segundo 
período  corresponden  las  basílicas  y  conventos  clasificadas  como  per- 
tenecientes a   la  arquitectura   latino  -  bizantina. 

Pero  a  medida  que  los  reinos  españoles  se  constituían,  solidarizán- 
dose en  el  norte  de  la  península,  la  invasión  de  los  Moros  acaparó  todas 
las  provincias  del  sud,  e  impuso  en  ellas  su  arquitectura.  El  genio 
árabe  idealista,  fogosísimo  y  voluptuoso,  para  satisfacer  las  exigen- 
cias de  sus  monarcas,  halagar  la  arrogancia  de  sus  guerreros  y  recrear 
a  sus  apasionadas  princesas,  diseminó  sus  construcciones,  y  respon- 
dió a  tales  fines  a  pesar  de  su  complexión,  abriendo  aquellos  patios, 
fabricando  aquellos  camarines,  trazando  y  bordando  aquellos  dibu- 
jos y  agallones,  por  donde  vagan  los  perfumes  y  donde  centellean  los 
resplandores  del  Oriente. 

En  los  confines  de  los  reinos  independientes,  de  Aragón,  Navarra 
y  Castilla,  prosperaron  en  cambio  las  artes  continentales  importadas  de 
Flandes,  de  Alemania  y  de  Francia,  en  el  siglo  xi  se  definen  llenas 
de  robustez  las  formas  románicas,  y  luego  en  las  dos  centurias  sub- 
siguientes, continúan  transformándose,  para  llegar  a  las  más  bellas 


JUJUY.  —  LA   TORRE    DE  SAN    FRANCISCO, 
VISTA    DESDE    EL   INTERIOR    DE   UNA   CASA 

COLONIAL. 


— i=>i_;v^-i= 


Los  motivos  se  hallan  sembrados  con  rara  prodigalidad,  las  dimensiones  de 
los  edificios  son  colosales,  pudiéndose  establecer  con  certera  realidad,  un 
paralelismo  entre  esta  exageración  de  los  efectos,  y  el  énfasis  proverbial  de 
la  literatura  española,  en  las  grandes  catedrales,  en  los  grandes  edificios  del 
siglo  XV.  Los  arquitectos  españoles  han  llegado  a  producir  maravillosos 
efectos  de  grandiosidad  y  de  majestad.  Por  la  extrema  riqueza  de  los  orna- 
mentos, con  que  recargan  a  los  santuarios,  coros,  retablos  y  altares.  llegan 
a  dar  a  la  expresión  religiosa  algo  de  gigantesco,  de  confuso  y  de  aplastador, 
que  un  célebre  critico  francés  comparaba  a  la  sensación  producida  por  los 
santuarios  indúes.  En  la  arquitectura  civil,  esta  riqueza  presenta  un  carác- 
ter de  grandioso  y  de  nobleza  muy  peculiar,  que  retrata  fielmente  la  caba- 
lleresca hidalguía  nacional.  El  palacio  de  Monterrey,  la  casa  de  las  Conchas. 
el  Infantado  de  Guadalajara.  las  casas  del  Cordón  de  Burgos  y  de  los  Monos 
en  Zamora  y  el  Ayuntamiento  de  Zaragoza,  son  ejemplos  muy  determinan- 
tes de  esta  arquitectura  tan  majestuosa  y  tan  opulenta. 

Tal  era  la  situación  de  las  artes  de  la  arquitectura  española,  en  el  siglo 
XVI.  y  este  fué  el  bagaje  con  que  se  embarcaron  los  conquistadores. 

Las  ciudades  de  América  se  edificaron  con  viviendas  castellanas  y  an- 
daluzas, y  el  comercio  constante  que  estas  poblaciones  sostuvieron  con  la 
Metrópoli,  mantuvo  latente  su  influencia.  Las  muy  nobles  creaciones  del 
Renacimiento,  llegaron  en  España  a  su  apogeo  bajo  la  mano  enérgica  de 
Carlos  V.  y  las  insignes  construcciones  de  los  maestros  Ibéricos. 

Es  curioso  para  nosotros  el  observar,  en  lo  que  a  la  portada  de  San 
Bernardo  de  Salta  se  refiere,  el  inconsciente  maridaje  de  tan  genuino  orien- 
talismo con  la  expresión  y  procedimientos  de  la  técnica  escultórica  quichua 
y  calchaqui.  En  tan  peregrina  fusión  hallamos  una  de  las  manifestaciones 
más  típicas  del  arte  americano.  Sus  arquetipos  nos  hablan,  desde  el  norte 
mejicano  hasta  el  devoto  altar  de  la  Capilla  de  ejercicios  del  Convento  de 
la  Compañía  de  Córdoba,  de  una  tendencia,  de  una  fórmula  incontestable, 
legitima  en  sus  procedencias,  franca  de  maneras,  robusta  en  su  expresión. 
Ostentando  el  vicio  malsano  de  su  ciega  profusión  ornamental,  aquilata 
su  propio  mérito  por  su  sinceridad  inherente  a  la  raza  y  al  medio  que  la 
forjó. 

En  las  balumbas  de  estilizado  follaje,  en  los  atrevidos  arrequives,  sinuo- 
sos, endemoniados  e  ingeniosos,  ajustados  con  hidalguía  por  los  elementos 
de  encuadramiento:  columnas,  pilastras,  jambas,  ménsulas  y  frontones,  se 
hallan  empotrados  los  ritmos  de  su  florescencia. 

La  tricromía  que  nos  muestra,  con  todo  respeto  de  su  estado  actual,  la 
casa  esquma  de  la  vetusta  capital  salteña.  realza  otro  ejemplo  de  una  so- 
lución típica,  de  un  partido  colonial  perfectamente  definido,  cuya  historia 


ÍS 


CASA    LLAMADA    HISTÓRICA  ERVÓ    EL 

OENBRAL    REALISTA    TRISTÁ.'i    LOi    f-RI.MEkO£     MOV IMIE.NTOS    DEL    EJÉRCITO 

PATR;DTA,    ANTES    DE    LA    BATALLA    DE    SALTA. 


SALTA.  —  PUERTA    DE    LA    CASA    HISTÓRICA. 

puede  seguirse  sin  mayores  afanes  desde  las  ciudades  chilenas  (segunda 
corriente-influencia  indirecta  de  los  centros  del  Alto  Perú)  hasta  las  orillas 
del  Plata. 

La  pila  de  ángulo  arquitrabada,  columna  adintelada  por  robusto  made- 
ramen en  otros  casos,  da  pretexto  a  un  tema  harto  pintoresco.  Son  sus 
fuentes  muy  remotas;  halló  su  primer  triunfo  en  la  ciudad  de  los  Médices 
y  su  primor  imperó  con  frecuencia  en  las  modas  toscanas.  Sobre  el  motivo 
de  base  cabalga  el  doble  balcón  orlado:  cubierto  por  la  atrevida  saliencia 
del  alero  de  parda  y  bien  cocida  teja  roja  y  sustentado  por  ménsulas  y  cane- 
cillos tallados,  verdaderas  palomillas,  a  las  cuales  encomienda  la  descarga 
de  su  peso  y  la  cadencia  de  sus  lineas. 

En  lo  demás  reinan  molduras  modestas,  vanos  y  esgucios  que  miden 
con  el  valor  de  sus  relieves  la  penumbra  de  clarobscuro  de  paños  y  cim- 
bras. Cabe  también  el  compararla  a  su  gemela  y  quizá  coetánea  de  Córdoba, 
la  que  fué  vivienda  de  virreyes.  Otra  solución  de  idéntica  procedencia  se 
acomoda  en  el  característico  ángulo  esquinóse;  dos  columnillas  acodilladas 
se  superponen  en  amable  consorcio,  el  último  abaco  amortigua  la  caída 
de  la  ménsula  central. 

Pero,  a  pesar  de  esta  variante  tan  imprevista  y  tan  adecuada,  damos 
nuestras  preferencias  a  la  solución  salteña,  que  en  su  unidad  encierra  ma- 
yor justeza  de  proporciones,  mayor  armonía  entre  los  elementos  de  las 
fachadas  laterales  y  el   «Leit  Motif»  de  las  encrucijadas  coloniales. 

Aboga  también  por  la  teoría  de  las  influencias  peruanas  la  escalera  in- 
terior de  la  casa,  hoy  escuela,  que  reproduce  con  esmero  la  pequeña  lámina. 
Es  del  tipo  clásico  de  las  «escalerillas  rampantes»,  de  los  patios  limeños  y 
paceños;  la  hallamos  aquí  simplificada,  resuelta  sencillamente  en  un  re- 
cinto propicio  de  seducción  pictórica.  Un  árbol  que  nace  entre  las  losas 
rotas  que  encubren  el  suelo,  se  inclina  con  galantería  paisana  para  abrirle 
paso.  Todo  parece  entenderse  en  el  rústico  ambiente  para  justificarnos  y 
hablarnos  muy  en  favor  de  las  sedentarias  soluciones  hispánicas. 

Nobles  recuerdos  del  pasado,  humildes  en  vuestra  hidalga  vejez,  des- 
provistos de  modernos  y  falsos  efectismos,  ingenuos  y  puros,  rancios  tes- 
tigos de  historias  y  tradiciones.  En  vuestros  roídos  revoques,  en  vuestras 
piedras  de  negruzca  carcoma  se  disimulan  bajo  pátinas  milanerias  nuestras 
ansias  de  belleza.  Conserváis  la  añeja  religión  del  espiritualismo  paterno 
y  con  ella  la  lección  sabia  y  prudente  del  tradicionalismo,  ferviente  manan- 
tial de  los  íntimos  y  misteriosos    sentires  de  los  artistas  nacionalistas. 

Y  pondremos  aquí  punto  final  a  estos  apuntes  que,  a  pesar  del  arduo 
deseo  que  los  guía,  muy  poco  dicen  sobre  lo  que  debieran  decir. 

Martín  S.  Noel. 

Fot.  de  A.  G.  Caraño. 


>>^v- 


FEMENINAS 


m 


OlIVEP 

Sin  caer  en  exageraciones  ridiculas  —  pero 
desligándose  de  los  prejuicios  y  convenciona- 
lismos sociales  que  la  tenían  en  perpetua  pa- 
sividad. ■ —  la  mujer  argentina,  con  una  ele- 
vación de  miras  y  una  serenidad  de  espíritu 
que  la  enaltecen,  secunda  desde  hace  tiempo 
el  movimiento  universal  que  le  abre  de  par 
en  par  las  puertas  del  estudio  y  de!  trabajo. 

Ya  entre  nosotros  forman  legión  las  mu- 
jeres que  piensan  menos  en  !a  moda  y  más 
en  sus  deberes  y  derechos;  que,  no  contentas 
con  ser  sólo  compañeras  inconscientes  e  irres- 
ponsables del  hombre,  quieren  colaborar  con 
él  en  la  prosecución  de  los  ideales  humanos. 

En  la  Argentina,  esta  evolución  es  como 
una  marea  que,  avanzando  sin  estrépito,  lo 
invade  todo  paulatinamente. 

La  mujer,  ella  sola  puede  decirse,  con  su 
inteligencia,  su  actividad,  su  altruismo  y  su 
perseverancia,  resuelve  entre  nosotros  el 
magno  problema  de  la  caridad.  Y  al  ince- 
sante trabajar  del  corazón,  va  unido  el  la- 
borar constante  del  cerebro.  No  hay  barrio 
en  Buenos  Aires,  no  hay  población  en  la 
República,  por  pequeña  que  sea,  que  no 
cuente  con  alguna  institución  femenina,  don- 
de se  distribuye  a  manos  llenas,  lo  más  eco- 
nómicamente posible,  ei  pan  espiritual  de  las 
ciencias,  las  letras  y  las  artes. 

Adhiriéndose  Plvs  Vltra  a  este  movi- 
miento, que  entraña  toda  una  evolución  so- 
cial de  incalculables  proyecciones,  se  com- 
place en  ofrecer  sus  columnas  a  todo  pensa- 
miento femenino,  en  provecho  material  o 
moral  de  la  mujer. 


Tüi^T^SIAf 


APUNTES  Y  RECUERDOS 

Próxima  a  emprender  un  nuevo  viaje  a 
endoza,  la  memoria  se  empeña  en  recons- 
ruir  los  detalles  de  mis  antiguos  viajes  a  la 
capital  andina  y  a  Chile,  el  primero  de  todos 
en  mil  ochocientos  cuarenta  y  dos.  Después 
de  la  muerte  de  mi  desgraciado  padre  (octu- 
bre 9  de  1 84 1 ),  mi  madre  resolvió  trasladarse 
a  Chile  y  reunirse  a  su  familia,  que  había 
emigrado,  huyendo  del  feroz  Quiroga.  El 
viaje  de  Montevideo  a  Valparaíso  se  hizo  en 
un  buque  de  vela  (como  que  entonces  no 
había  vapores),  y  por  el  Cabo  de  Hornos, 
pues  la  navegación  del  Estrecho  de  Maga- 
llanes no  era  conocida.  Tardamos  cuarenta 
y  seis  días,  de  los  cuales  estuvimos  doce  pa- 
rados al  llegar  al  Cabo,  esperando  viento 
favorable  para  doblarlo. 

En  Valparaíso  fuimos  recibidas  por  los 
emigrados  argentinos  que  allí  se  encontra- 
ban: los  Lamarca,  Rodríguez  Peña,  Ocampo, 
Villanueva,  Delgado,  y  tal  vez  otros  que  es- 
capan a  mi  memoria.  Hablando  de  emigra- 
dos, no  es  posible  olvidar  el  nombre  de  Emilia 
Herrera  de  Toro,  que  fué  la  protectora  y  ami- 
ga de  los  argentinos  en  la  hora  del  infortunio, 
que  ha  sobrevivido  a  todos  ellos  y  en  su  an- 
cianidad se  encuentra  rodeada  dei  respeto  y 
cariño  a  que  es  tan  acreedora. 

En  el  verano  de  mil  ochocientos  cincuenta 
y  cuatro,  ya  derrocado  Rosas,  vinimos  de 
Chile.  El  viaje  de  los  Andes  a  Mendoza  du- 
ró ocho  días,  a  lomo  de  muía  y  llevando 
cuanto  podía  necesitarse  para  comer,  pues 
en  la  Cordillera  sólo  había  agua  y  en  algunas 
partes  pasto  para  los  animales.  A  los  dos  o 
tres  días,  la  carne  y  aves  fiambre  estaban 
incomibles  y  había  que  contentarse  con 
charqui,  chocolate  en  agua,  pan  duro,  bizco- 
chos y  naranjas.  La  leche  condensada  y  las 
ricas  conservas  de  hoy,  no  se  conocían.  Se 
dormía  a  la  intemperie,  y  gracias  si  algunas 
noches  podíamos  tender  nuestros  colchones 
al  pie  de  una  gran  roca  que  nos  resguardara 
del  viento. 

En  la  cordillera  había  unas  casuchas  de 


material,  hechas  por  los  gobiernos  de  Chile 
y  la  Argentina  para  refugio  de  los  correos, 
si  los  tomaba  algún  temporal  de  nieve,  en 
que  algunos  habían  perecido,  y  allí  se  guar- 
daba carbón,  yerba  y  charqui.  Una  noche 
llegamos  a  una  de  esas  casuchas,  y  muy  con- 
tentas de  dormir  en  abrigo,  tendimos  dentro 
nuestras  camas.  A  medianoche  nos  desper- 
taron unos  ruidos  extraños;  encendimos  luz 
y  ¡cuál  sería  nuestra  sorpresa  al  ver  correr 
por  el  techo,  sobre  nuestras  cabezas,  ratas 
enormes  que  vivían  con  el  charqui  del  correo! 
Pronto  echamos  las  camas  fuera,  prefiriendo 
la  intemperie  a  tales  compañeros. 

Si  una  familia  llevaba  niños,  se  ponían  en 
unos  cajones  bien  acolchados  y  con  un  toldo 
que  los  resguardase  del  sol.  La  muía  iba  al 
cuidado  de  un  peón  que  la  llevaba  de  la  rien- 
da: pero  sucedió  en  una  ocasión  que,  al  pa- 
rarse a  descansar,  el  peón  se  descuidó  de  la 
muía  y  su  preciosa  carga,  y  el  animal,  vién- 
dose libre,  echó  a  andar  internándose  en  una 
quebrada  donde  no  fué  posible  encontrarlo 
£Íno  dos  horas  después. . .  ¡Cuál  seria  la  an- 
gustia de  aquella  madre  que  creía  ver  sus 
dos  hijitos  destrozados  en  algún  despeñade- 
ro! Pero  la  muía  estaba  muy  tranquila  to- 
mando agua  dentro  de  un  río,  y  los  niños 
profundamente  dormidos. 

¡Nunca  el  Ángel  de  la  Guarda  llenó  mejor 
su  encantadora  misión! 

Dos  o  tres  días  después  de  salir  de  Mendo- 
za, llegamos  a  La  Paz,  justamente  cuando 
circulaba  la  noticia  de  una  gran 'invasión  de 
indios,  que  había  ro- 
bado   en   Santa   Fe- 
una  tropa  de  carre- 
tas,   salida  también 
de   Mendoza;   había 
ultimado  a  todos  los 
hombres  y  llevado  i 
las  mujeres. 

Todos  los  viajeros 
de  la  colosal  <'Mensa- 
jería')  sentimos  un 
estremecimiento  es- 
pantoso, seguido  de 
un  impulso  irresisti- 
ble de  regresar;  pero 
1  o  s  hombres  que 
conducían  la  cara- 
vana aseguraron  que 
era  el  mejor  momen- 
to para  pasar,  por- 
que los  indios  regre- 
saban a  sus  tolderías 
con  el  robo  y  era 
cuando  mayores  se- 
guridades había  pa- 
ra aventurarse  a  tra- 
vés del  desierto,  que 
no  otra  cosa  eran  las 
llanuras  argentinas 
en  aquella  época. 

Y  seguimos  en 
una  zozobra  perma- 
nente, viendo  indios 
hasta  en  los  pájaros, 
durmiendo,  por  la 
noche,  en  la  misma 
mensajería,  mien- 
tras los  hombres 
montaban  guardia 
en  renovación  per- 
manente, turnándo- 
se en  el  sueño,  ya 
debajo  de  la  galera, 
ya  en  su  alrededor, 
al  campo  raso,  las 
armas  prontas  a  la 
defensa. 

Recién  en  San 
Luis,  pudo  dormirse 
tranquilo,  junto  al 
fortín,  con  su  azotea 
elevada  y  sus  troneras  dispuestas  a  la 
guerrilla. 

Como  contraste  a  estos  sinsabores,  una  su- 
cesión interminable  de  peripecias,  alegraban, 
podría  decirse,  la  prolongada  travesía  de 
veinticuatro  días  hasta  Buenos  Aires. 

Cuando  había  que  pasar  un  río  ancho  y 
profundo,  como  el  «Tercero»,  en  Villa  María, 
se  hacía  por  un  procedimiento  curioso.  Se 
ponían  a  la  mensajería  diez  o  doce  yuntas 
de  caballos  y  se  ataban  a  las  ruedas  cuatro 
grandes  pipas.  Las  primeras  yuntas  pasaban 
nadando,  y  cuando  en  la  orilla  opuesta  pisa- 
ban tierra  firme,  entraba  al  agua  la  mensa- 
jería, boyando  sostenida  por  las  pipas,  y  con 
algún  susto  de  las  que  íbamos  dentro,  pues 
cualquier  accidente  podía  hacer  zozobrar 
aquella  Arca  de  Noé.  Cuando  ésta  a  su  vez 
tocaba  en  tierra,  se  quitaban  las  pipas  y  la 


Caricatura 
del  escul- 
TOR Zonza 
Briano,  por 
Zula  Barcons. 
Presentamos  a  nues- 
tras lectoras,  a  esta 
joven  artista,  autora 
de  la  feliz  caricatu- 
ra del  renombrado 
escultor,  que  ha  sido 


caballada,  animada  por  el  látigo  y  los  gritos 
de  los  peones,  nos  subía  a  gran  galope  la  em- 
pinada barranca. 

En  mil  ochocientos  cincuenta  y  seis,  cuan- 
do mi  tercer  viaje,  con  Alejandro  Reyes,  es- 
poso de  mi  hermana  Hortensia,  y  el  general 
Rufino  Guido,  hermano  del  secretario  de 
San  Martín,  tan  alegre  y  chacotón,  pro- 
visto de  historietas  y  cuentos  capaces  de  ha- 
cer llevaderas  las  horas  interminables  a  tra- 
vés de  una  llanura  sin  horizontes,  ni  árboles, 
bajo  soles  de  fuego,  el  Río  IV  nos  hizo  pro- 
tagonistas de  un  episodio  inolvidable.  An- 
cho, de  poca  agua  y  pantanoso,  emprendi- 
mos su  cruce  directamente,  sin  las  socorri- 
das pipas,  y  a  mitad  del  camino  empantana- 
mos. En  vano  fueron  los  esfuerzos  de  la  ca- 
ballada de  la  mensajería;  ésta  no  lograba 
moverse,  más  «encajada»  por  momentos. 

Guido  y  Reyes  se  fueron  entonces  a  Río 
IV  a  buscar  el  auxilio  de  una  cadena  de  bue- 
yes fuertes  y  resistentes,  pensamos  todos, 
pero  que  nada  pudieron. 

Acertó  a  pasar,  por  entonces,  una  gran 
tropa  con  numerosos  peones  chilenos,  que 
ofrecieron  sus  servicios  a  cambio  de  buena 
paga,  y  convenido  el  precio,  echáronse  al 
agua,  escarbaron  en  el  mismo  cauce,  ellos 
mismos  casi  perdidos  en  el  fango,  treinta  o 
cuarenta  se  prendieron  de  las  ruedas  y  varas 
y  forcejearon  hacia  atrás.  Cuando  la  tarde 
empezaba  a  cerrar,  la  mensajería  se  erguía 
en  la  otra  orilla,  con  su  caballada  humillada 
por  la  destreza  de  los  rotos  chilenos,  co- 
nocedores hasta  del 
mismo  lecho  del  río. 
De  nuevo  en  via- 
je, al  día  siguiente 
llegamos  a  uno  de 
esos  ranchitos  que 
encontrábamos  cada 
dos  o  tres,  con  su 
ombú  hospitalario, 
su  trozo  de  carne 
colgado  y  el  ya  ol- 
vidado gaucho,  te- 
jiendo riendas  con 
tientos  muy  finos  y 
fuertes. 

Pero  no  siempre 
se  contaba  con  un 
Guido  para  alegrar 
la  excursión;  enton- 
ces se  pasaba  la  sies- 
ta leyendo,  tejiendo 
y  jugando  a  barajas 
o  al  ajedrez,  con  pie- 
zas especiales,  que 
se  adherían  al  table- 
ro por  pequeños 
clavos. 

En  mil  ochocien- 
tos sesenta  y  cinco 
fué  el  último  de  es- 
tos viajes  en  forma 
primitiva,  y  hace 
nueve  años  volví  a 
Chile,  haciéndolo 
parte  en  ferrocarril 
y  parte  en  coche. 
¿Qué  se  han  hecho 
aquellos  panoramas 
grandiosos,  que  el 
viajero  no  se  cansaba 
de  admirar?  ¿Dónde 
está  la  Laguna  del 
Inca,  esa  maravilla 
encerrada  en  la 
cumbre  por  picos  de 
nieves  eternas,  cu- 
yas aguas  de  un 
azul  purísimosecon- 
funden  con  el  cielo, 
y  donde,  según  la 
tradición,  los  Incas 
arrojaron  sus  riquezas  al  verse  perse- 
guidos? 

Cuando  bajé  al  territorio  chileno,  dije  a 
la  persona  que  me  acompañaba:  —  «Más 
me  gustaba  en    muía...» 


Viajeros  que  salís  de  Buenos  Aires  hoy, 
a  las  8  a.  m.,  llegáis  a  Santiago  de  Chile 
mañana,  a  las  10  p.  m.,  en  un  tren  rápido, 
con  coche  dormitorio,  con  restaurant  donde 
un  chef  cordón  bleu  os  sirve  a  la  francesa, 
y  os  quejáis  de  un  viaje  tan  largo  y  tan 
incómodo!...  Dad  gracias  a  Dios  de  no  ha- 
berlo hecho  con  la  rapidez  y  las  comodida- 
des que  os  be  referido. 


^^:pv7VTrE.x^ 


interpreta- 
da con  raro 
acierto  y  fi- 
na ironía. 
Recién  egresada,  con 
titulo  de  profesora.de 
la  Academia  de  Bellas 
Artes,  le  auguramos 
francos  éxitos  en  el 
difícil  arte  de  sus 
predilecciones. 


Es  indudable  que  cada  comarca  en  la  tierra 
tiene  un  rasgo  prominente,  como  decía  una 
antigua  poesía,  que  todos  hemos  aprendido 
de  muchachos. 

Es  así  que  Rusia  tiene  sus  interminables 
estepas  cubiertas  de  nieve;  Suiza,  sus  mon- 
tañas, con  su  cima  helada  y  sus  faldas  flori- 
das, e  Italia,  su  cielo  azul,  ese  cielo  radiante 
y  sereno,  que  parece  orgulloso  de  cubrir  las 
tumbas  del  Dante  y  de  Rafael,  del  Ticiano 
y  Miguel  Ángel,  de  todo  ese  mundo  de  muer- 
tos que  han  engrandecido  la  humanidad. 

Pero  no  es  solamente  en  la  naturaleza  que 
hay  que  notar  esas  diferencias.  También  los 
pueblos  tienen  sus  usos  y  costumbres  espe- 
ciales, y  por  poco  que  un  viajero  se  dedique 
a  la  etnografía,  siempre  tendrá  que  anotar 
a  su  paso  las  peculiaridades  que  los  dis- 
tingue. 

Entre  las  originalidades  propias  a  cada 
país,  no  es  una  de  las  menos  curiosas  la  que 
existe  en  el  Tirol  y  muchos  puntos  de  Ale- 
mania, de  poner  en  los  frentes  de  las  casas 
inscripciones  que  revelan  el  espíritu  de  sus 
habitantes  y  que  se  conservan  tres  y  cuatro 
siglos,  a  causa  del  respeto  en  que  se  las  tiene, 
renovándose  tal  cual,  el  día  que  esas  casas 
son  pintadas  de  nuevo  o  refaccionadas,  aun 
cuando,  generalmente,  sobre  todo  en  el  Ti- 
rol, los  edificios  son  de  piedra  y  hacen  inne- 
cesarias esas  renovaciones. 

Estas  inscripciones,  ingenuas  y  sencillas, 
pero  que  revelan  a  veces  una  filosofía  pro- 
funda, otras  una  ironía  sutil  y  maliciosa, 
cuando  no  la  más  candida  confianza  en  Dios, 
cuya  protección  solicitan  para  su  casa,  su 
vaca  y  su  familia,  —  en  el  orden  que  van  co- 
locadas, —  están  escritas  siempre  en  verso  y 
no  pocas  veces  me  he  detenido  sorprendida 
al  observar  la  sabiduría  que  encierran  casi 
todos  esos  letreros,  grabados  en  las  humildes 
casas  de  las  montañas  y  que  fueron  dictados 
tal  vez  por  aldeanos  que  no  sabían  escribir. 

No  es  mi  ánimo  querer  hacer  comprender 
aquí  toda  la  ciencia  de  la  vida  que  contienen 
esos  axiomas,  tanto  más  que  muchas  de  sus 
frases  son  intraducibies,  ya  sea  por  su  mis- 
mo alcance,  ya  porque  están  escritas  en  an- 
tiguo alemán;  pero  no  puedo,  asimismo,  re- 
sistir a  la  tentación  de  hacer  conocer  algu- 
no<:  de  ellos,  un  cuando  mi  mala  prosa  espa- 
ñola no  pueda  dar  sino  una  ligera  idea  de  lo 
que  son  esas  viejas  poesías  alemanas,  en  que 
el  pueblo  todo  ha  colaborado  y  que  forma- 
rían, coleccionadas,  el  código  más  perfecto 
de  la  sabiduría  humana. 

Citaré,  antes  que  ninguna  otra,  la  primera 
que  golpeó  mis  ojos,  en  una  modesta  fonda 
de  Yünsbruck,  y  que  fué  la  que  me  inspiró  el 
deseo  de  conocer  las  demás: 

« Vivo  y  no  sé  hasta  cuándo. 
Muero  y  no  sabré  cuándo. 
Camino  y  no  sé  hasta  dónde. 
Y  me  creo  la  imagen  de  Dios!!!» 

Otra,  también  de  Yünsbruck: 

«  Esta  casa  esmia,  y  sin  embargo  no  es  mía. 
Mi  hijo  vendrá,  que  también  tendrá  que  salir. 
Al  tercero  lo  sacarán  también  para  el  cemen- 

[terio. 
Así  pregunto:  ¿a  quién  pertenece  esta  casa?  » 

Anno  1639. 

En  Estrasburgo  encontré  una  variante  de 
la  anterior,  que  tiene  poca  diferencia: 

«  Esta  casa  es  mía. 
Pero  no  la  habitaré  mucho. 
El  que  venga  después. 
Tampoco  evitará  la  muerte. 

La  muerte  es  segura, 
Después  vendrá  la  justicia  divina 
Y  el  cielo  o  el  infierno,  lo  que  hayamos  ele- 

Será  nuestra  mansión  eterna. 

Anno  1773.  —  Hottíngsbrasse,  478. 

Debajo  de  una  imagen  de  la  Virgen  María, 
en  Yünsbruck: 


—T=>LS'\^&. 


•rt;2>sv— 


■   .:•»•-■         j^-e  ^-  ^  ;jí.  :•..   ^<^::r.:tas  que 
.   -'  !■.   ::  •:  f :•   !■■;.— ?"V;n  puert» 

HoígmssB,  N.«  JC. 

•  No  confies  eA  el  mundo, 
Oesoonla  del  dinero. 

No  confies  en  h  muerte. 
SoafUte  sAlo  en  Dios.  • 

Anno  lf>7í. 

•  S<  sincera  y  esti  pronto 
Como  enfermo  y  como  sano. 
Porque  no  sabes  el  día 

Ni  tampoco  sabes  la  hora.  • 

Anno  ltJ4. 

•  ¡Oh,  hombre!  Piensa  en  tu  última  hora. 
Que  tal  vez  te  tome  fresco  y  sano' 

Que  te  vayas  o  que  vuelvas. 
La  muerte  te  acecha  siempre.  • 

Anno  IbH<i. 

•  El  que  quiera  considerar  aqui  abajo 
El  cambio  de  todas  las  cosas. 
Ninguna  dicha  puede  alegrarlo. 
Ninguna  desgracia  entristecerlo.  • 

Estos  últimos  letreros  se  encuentran  en  la 
plaza  principal  de  YOnsbruck.  y  como  se  ve. 
datan  todos  del  siglo  xvii.  Los  siguientes. 
pertenecen  a  otro  género  menos  elevado. 
pero  tienen  igual  interés  por  su  ironía,  su 
pesimismo  o  por  las  conclusiones  sobre  la 
divinidad  y  humanidad,  a  que  han  llegado 
esas  naturalezas  de  montafieses; 

•  Puse  esta  casa  en  las  manos  de  Dios 

Y  se  quemó  tres  veces. 

Ahora  se  la  he  confiado  a  San  Rorián 

Y  espera  que  me  la  cuidará  mejor.  > 

Merán,   1839. 

•  Esta  casa  está  en  la  mano  de  Dios! 
Protégela  del  fuego  y  de  las  tormentas. 
De  la  guerra  y  de  la  vergüenza. 

En  una  palabra,  déjala  como  está!  • 

•  Ponemos,  ¡oh  Dios!  bajo  tu  protección 
Nuestras  vacas  y  nuestra  patria!  • 

•  Que  Dios  nos  libre  de  los  malos  tiempos. 
De  albaifiles  y  de  carpinteros. 

De  doctores  y  de  boticarios. 
De  hipócritas  y  de  cuenteros. 
De  abogados  y  dinero  falso, 

Y  seremos  dichosos  en  este  mundo.  » 

•  San  Florián,  sé  nuestro  patrón. 

Y  no  permitas  que  se  incendie  nuestra  casa 
Aunque  dejes  quemar  la  del  vecino.  • 

•  Esta  casa  fué  confiada  a  Dios,  tres  veces, 

Y  las  tres  veces  fué  quemada. 
La  cuarta  vez  que  fué  edificada, 
A  San  Florián  fué  confiada. 

Y  también  se  quemó. 

Después,  mi  padre  y  yo  la  hemos  cuidado, 

Y  nunca  más  se  ha  quemado.  > 

Bozen,   1669. 

•  No  traigas  ni  lleves  cuentos. 
Si  quieres  ver   felices 

A  los  seres  que  habitan  esta  casa.  • 

Stadtpiatz.  —  Estrasburgo,  1594 

Un  letrero  análogo  existe  en  la  preciosa 
casa  de  estilo  alemán,  del  siglo  xvi,  que  hizo 
edificar  en  el  Tigre,  el  señor  Ernesto  Torn- 
quist  y  que  ahora  pertenece  a  uno  de  sus 
hijos. 

También  en  Estrasburgo,  en  casa  de  un 
cerrajero,  en  la  plaza  de  Kléber.  se  puede 
leer  la  siguiente  inscripción: 

•  Si  cada  boca  maldiciente. 
Se  cerrara  oon  un  buen  candado, 
El  noble  oficio  de  cerrajero. 
Seria  el  más  productivo  del  mundo.  • 
Anno  1746. 

Un  cordelero  de  la  misma  ciudad,  que  vi- 
ve en  la  KCfergasse  N."  8,  no  ha  querido  ser 
menos  y  ha  puesto  al  frente  de  su  casa: 

•  Si  a  todos  los  ladrones. 

Se  les  colgara  de  un  árbol,  con  un  buen  cordel, 
No  andaría  tanto  picaro  suelto 
Y  yo  vendería  más  cuerdas.  » 


Muchas  veces,  al  releer  todas  esias  ins- 
cripciones, copiadas  en  mi  libreta  de  viaje 
y  recocidas  al  azar  de  mis  excursiones,  tanto 
en  las  calles  de  las  ciudades,  cuma  en  las  ais- 
ladas casas  de  las  montañas,  he  pensado  que 
urta  ciudad  como  Buenos  Aires,  que  trata 
siempre  de  imitar  todo  lo  bueno  que  nos  vie- 
ne  del  extranjero,  podía  adoptar  una  moda- 
lidad que  no  cuesta  nada  y  sería  siempre  pro- 
vechosa para  los  transeúntes. 

Me  he  dicho  que  sería  acción  buena,  si  un 
diario  importante  o  una  persona  caracteri* 
zada.  lanzara  la  idea  e  hiciera  la  propagan- 
da, para  que  la  rec-ojan  los  propietarics  que 
edifican   en   estos   momentos. 

¿No  seria  esto  dar  un  sello  de  originali- 
dad a  nuestra  vieja  dudad  colonial,  que  tan 
poca  tiene  hasta  ahoraV 

Esta  ciudad  nuestra,  tan  querida  y  tan 
aristocrática,  a  pesar  de  ser  republicana,  ,;no 
ae  sentiría  orgullosa  de  ver  a  cada  familia 
ostentando  una  especie  de  blasón  sobre  sus 
puertas,  como  los  antiguos  escudos  de  las 
casas   solariegas,  que   hablaban   a   los   pa- 


santes,   de    honor   y   de   viejas    glorias? 

No  creo  que,  fuera  de  Alemania,  haya  país 
alguno  que  practique  tan  bella  costumbre: 
^^por  qué,  pues,  nosotros,  que  hemos  copia- 
do a  la  Alemania  sus  gloriosos  uniformes, 
sus  industrias  tan  fecundas,  no  tomamos 
también  de  ella,  lo  que  tal  vez  sea  el  secreto 
de  su  fuerza  y  de  su  grandeza:  popularizar 
¡os  preceptos  de  moral  y  honradej.  de  ma- 
nera íácii,  encontrándolos  a  cada  momento 
en  el  camino,  por  medio  de  sentencias  y  re- 
franes, que  han  sido  y  serán  siempre  la  sa- 
biduría de  tas  naciones? 

Al  creer  que  en  el  mundo  moderno,  no 
haya  pais  alguno,  fuera  de  Alemania,  que 
conserve  el  uso  de  las  iitscripciones  murales, 
conozco  algunos  casos  particulares  que  ha- 
cen excepción  a  la  regla,  como  por  ejemplo, 
;a  casa  consistorial  de  Toledo,  donde  gra- 
bados en  caracteres  de  oro,  en  el  primer  re- 
llano de  la  escalera,  se  pueden,  o  mejor  di- 
cho, casi  no  se  pueden  leer  ya,  los  célebres 
versos  de  Gómez  Manrique,  y  que  transcribo 
de  memoria,  no  sé  si  con  algún  error: 

•  Nobles,    preciados    varones. 
Que  gobernáis  a  Toledo, 
En  aquestos  escalones 
Desechad  las  ambiciones. 
Codicias,  amor  y  miedo. 

Por  los  comunes  provechos 
Dejad  los  particulares. 
Y  pues  que  sois  los  pilaren 
De  tan  riquísimos  techos 
Estad  firmes  y  derechos.» 

Pienso  que  nuestras  jóvenes  madres,  po- 
drían inducir  a  sus  maridos,  que  hicieran 
grabar  en  los  frontones  de  sus  casas  nuevas, 
un  pequeiío  trozo  de  esa  sabiduría  de  los  pue- 
blos, en  la  seguridad  de  que  sus  hijos,  niños 
hoy,  pero  nuestros  hombres  de  mañana,  no 
podrán  sino  ganar,  al  familiarizarse  desde 
pequeños,  con  esas  grandes  verdades,  que 
en  su  aparente  sencillez,  encubren  tantas  lec- 
ciones de  la  vida. 

En  un  hogar  alemán,  que  me  es  muy  que- 
rido, un  amigo,  poeta  y  literato,  durante  una 
ausencia  de  los  habitantes,  hizo  poner  en  la 
puerta  de  la  casa,  una  poesía,  inspirada  por 
el  ambiente  que  reinaba  en  ella,  y  que  ofus- 
có de  tal  manera  la  modestia  de  la  familia, 
que  a  su  regreso  la  hizo  borrar.  Por  una  con- 
cesión, sin  embargo,  al  viejo  amigo  y  en 
agradecimiento  a  su  delicada  atención,  con- 
sintieron en  que  se  grabara  en  el  rincón  más 
obscuro  del  vestíbulo  de  entrada,  donde  so- 
lamente los  iniciados  lo  pueden  leer  y  donde 
ha  quedado  como  un  homenaje  a  la  verdad 


CRÓNICA 
SOCIAL 


J^  La  Daivia  Dui:>jde 


Muy  complacida  responde  la  Dama  Duen- 
de al  llamado  de  Plvs  Vltra,  y  al  aceptar 
la  afectuosa  hospitalidad  de  esta  sección  fe- 
menina, espera  que  sus  distinguidas  lectoras 
la  consideren  amiga  fiel  y  sincera,  por  más 
que  puedan  reprocharle  en  ciertas  ocasiones, 
una  que  otra  indiscreción,  o  protestar  contra 
la  anticuada  rigidez  de  sus  principios. 

La  experiencia  de  los  años  da  el  derecho 
de  censurar  modalidades  que  no  son  compa- 
tibles con  los  prestigiosos  antecedentes  de 
nuestra  clase  dirigente;  ningún  privilegio  de 
rango  ni  de  fortuna  pueden  autorizar  fallas 
o  extravagancias,  muy  comunes  a  la  educa- 
ción moderna. . .  hallándome,  pues,  incapaz 
de  dominar  el  impulso  de  aconsejar  a  la  ju- 
ventud, corriendo  el  riesgo  de  ganarme  an- 
tipatías, o  de  provocar  la  burla  de  las  des- 
preocupadas, hago  mi  profesión  de  fe,  ro- 
gando a  mis  lectoras  interpreten  mis  senti- 
mientos, en  la  seguridad  que  son  inspirados 
siempre  por  el  anhelo  de  conseguir  que  mis 
encantadoras  compatriotas,  atesoren  las 
cualidades  que  puedan  perfeccionarlas,  con- 
sagrándolas modelo  de  todas  las  virtudes  y 
de  todos  los  atractivos. 

Después  del  obligado  preámbulo,  no  ha  de 
faltarnos  tema  para  el  comentario  de  ac- 
tualidad. . . 

A  pesar  de  haber  terminado  el  año  en  me- 
dio de  un  torbellino  de  acontecimientos  que 
hasta  llegaron  a  amenazar  nuestra  tranquili- 
dad, jamás  ha  alcanzado  nuestra vidamunda- 
na  tai  grado  de  intensidad:  ¿descontaremos 
acaso  el  porvenir  (según  creen  los  pesimistas) 
haciendo  amplia  provisión  de  bullicio  y  ale- 
gría, para  llenar  con  su  recuerdo  horas  me- 
nos gratas?  ¡No  lo  permita  Dios!  Y  que  este 
año  que  se  inicia,  sea  de  dichosa  reacción 
para  todos  los  que  amamos  la  vida,  enca- 
rando sus  reveses  con  firme  resolución,  y 
saboreando  intensamente  las  horas  de  sere- 
nidad y  contento  que  podamos  alcanza»'.  . . 

En  todos  los  hogares,  se  saluda  el  nuevo 
año.  con  sonrisas  de  esperanza;  y  en  los 
festivales  celebrados  desde  la  Nochebuena 
hasta  esta  primera  quincena  del  año,  luces, 
música  y  algazara,  llenaron  el  ambiente  de 
dichosas  vibraciones. . .  la  crónica  diaria  de- 
talló ampliamente  el  éxito  de  las  fiestas  pro- 
verbiales; en  cambio,  no  trascendieron  otros 


I-NBl'ANl^ 


Un  silence  autour  de  moi  et  dans  moi-méme. 
Un  silence  pittoresque,  plein  d'immages  aimées. 
Voici  mes  souvenirs  passer  en  robes  fanées 
Et  les  heures  ou  l'on  pleure  et  les  heures  ou  l'on  aime. 

Je  regarde  le  jardín^  avec  les  yeux  fermés, 

Et  je  le  vois  pourtañt  uni  et  parfumé 

Avec  des  rosiers  ou  des  roses  moururent 

Et  des  branches  sans  feuilles  ou  la  brise  murmure. 

Les  oiseaux  sont  ivres  ou  fous.   Je  ne  sais... 
Quel  est  ce  chant  si  doux  dans  ce  jardín  si  triste? 
Le  soir  s'avance  voilé  dans  sa  robe  amethyste. 

Escorté  d'un  long  sillage  de  régrets... 

Tout  se  tait.  Et  j'écoute  avec  un  grand  émoi, 

Chanter  en  moi-méme-tous  ce  qu'on  ne  dit  pas.  .  . 

María   Lulsa   Pavlovsky  Molina. 


estricta  del  sentimiento  que  inspira  ese  in- 
terior a  todo  el  que  ha  tenido  la  buena  suerte 
de  entrar  en  él, 

A  las  madres  argentinas  de  que  hablaba 
hace  un  momento,  a  las  fundadoras  de  nues- 
tros hogares,  a  las  que  educan  a  nuestros 
grandes  hombres  futuros  y  a  las  madres  del 
porvenir,  a  ellas,  les  deseo  que  puedan,  con 
la  misma  justicia,  ver  grabada  en  sus  hoga- 
res la  poesía  a  que  me  refiero  y  cuya  tra- 
ducción es  la  siguiente: 

•Caminante,  si  recorres  el  camino  de  la 

(vida 
en  busca  de  la  felicidad,  detente  y  penetra  en 
Blumenau,   donde   la  encontrarás. 

Aquí,  donde  el  mutuo  amor  y  el  talento, 
han  elegido  su  morada,  aquí  reside  un 
pedazo  del  Paraíso,  formado  por  la  pureza 
de  corazón  y  la  inteligencia  del  espíritu.» 


ecos  menos  brillantes,  pero  que  merecen  ex- 
teriorizarse, puesto  que  revelan  la  faz  más 
luminosa  de  estos  festejos  tradicionales. 

Si  los  niños  pudientes  lograron  en  estos 
días  los  ensueños  de  sus  deliciosas  y  rizadas 
cabecitas,  los  que  no  pueden  lucir  bucles  ni 
moños,  los  que  visten  un  delantalito  unifor- 
me, los  que  no  pueden  decir:  ¡mamá!,  han 
tenido  también  su  Navidad  radiante,  gracias 
a  la  bondadosa  solicitud  de  las  Damas  de  la 
Beneficencia  y  a  todas  las  madres,  que  qui- 
sieran realizar  las  aspiraciones  de  todos  los 
pobrecitos  desheredados,  no  ha  faltado  el 
Árbol  en  ningún  asilo  infantil,  y  casi  asegu- 
raría que  los  humildes  autos  y  locomotoras 
de  latón,  han  sido  recibidos  con  el  mismo 
entusiasmo  que  las  costosas  maravillas  me- 
cánicas, adquiridas  tal  vez  con  sacrificio. 

Pero  no  he  quefído  aludir  únicamente  a 
la  obra  de  asociaciones  benéficas;  he  de  ano. 


tar  también  el  gesto  amplio  y  generoso  de 
una  de  nuestras  más  encumbradas  damas, 
en  la  seguridad  que  muchas  otras  han  de  se- 
guir su  ejemplo,  puesto  que  felizmente  no  se 
pierde  en  nuestro  ambiente  ninguna  iniciati- 
va que  encierre  un  propósito  benéfico,  y  sobre 
todo,  cuando  se  dedica  a  la  infancia  desvalida. 

Todo  Buenos  Aires  conoce  la  soberbia 
mansión  donde  reside  una  de  nuestras  más 
distinguidas  matronas,  que  fuera  en  su  ju- 
ventud, bellísimo  e  inteligente  ornato  de 
los  salones  porteños;  de  arrogante  porte,  es- 
píritu cultivadisimo,  elevada  situación  so- 
cial y  pecuniaria,  eligió,  entre  la  falange  de 
sus  admiradores,  al  distinguido  caballero, 
cuya  desaparición  la  hizo  alejarse,  hace  va- 
rios años,  de  la  vida  social  activa.  Los  am. 
plios  salones  donde  atesoró  tapices  dignos 
de  museos,  donde  reunió  un  artístico  mobi- 
liario reproducción  exacta  de  los  que  admi- 
rara en  Versailes.  en  una  de  sus  primeras 
jiras  por  el  extranjero,  no  se  abren  ya  para 
las  suntuosas  recepciones  de  otra  época;  no 
lamentemos  los  raudales  de  armonía  que  se 
oían  desde  el  parque,  al  abrirse  los  balcones 
del  elegante  palacete. . .  la  exuberante  alga- 
zara de  los  humildes  chicuelos  de  aquel  po- 
puloso barrio  del  Oeste,  domina  hasta  el  bu- 
ílicio  de  sus  colegas,  los  gorriones,  que  rei- 
naban, como  dueños  y  señores  del  encantado 
jardín;  centenares  de  humildes  invitados 
llenan  las  avenidas  del  parque,  los  días  fes- 
tivos; tienen  a  su  disposición  hamacas  y  pe- 
tizos, y  más  afortunados  aun  que  los  que 
disfrutan  de  todas  las  diversiones  instaladas 
en  la  Rosaleda  de  Palermo,  conocen  la  bon- 
dadosa sonrisa,  la  generosa  previsión  de 
doña  Isabel   Frías  de  Muñiz... 

Esperemos  que  tan  hermosa  iniciativa 
decida  a  muchos  potentados,  dueños  de  re- 
sidencias análogas,  a  sacrificar  un  tanto  la 
artística  perspectiva  de  sus  jardines,  permi- 
tiendo que  sus  humildes  vecinitos  puedan 
hacer  amplia  provisión  de  luz  y  de  aire  puro, 
tan  mezquinados  en  sus  modestísimas  vi- 
viendas. 


ENCUESTA    n",J 


DURANTE  LA  CCNFECCICN  DE  ESTE  PRIMER 
NÚMERO,  HEMOS  ORGANIZADO  ESTA  ENCUES- 
TA QUE,  POR  CREERLA  DE  ALGLN  INTERÉS, 
LA  OFRECEMOS  A  NUESTRAS  LECTORAS  CON 
LAS   OPINIONES    RECOGIDAS. 

¿Qué  personalidad  femenina  de  la  historia, 
habría  deseado  usted  encarnar? 
RESPUESTAS: 

De  los  tiempos  antiguos,  a  Cornelia,  madre 
de  los  Gracos;  y  de  su  época,  a  Mme.  Campan, 
por  su  abnegación  para  con  su  benefactora 
María  Antonieta;  por  el  mérito  de  sus  inicia- 
tivas que  comprendían  ya  que  era  necesario 
dar  a  la  joven  una  instrucción  y  una  educa- 
ción que  hiciese  de  ellas  mujeres  útiles;  ad- 
miro el  tacto  con  que  se  supo  mantener  en 
el  justo  medio  entre  la  frivolidad  excesiva 
del  ambiente  y  el  desorden  que  las  tenden- 
cias enciclopédicas  de  Mme.  de  GenÜs  oca- 
sionaron en  la  educación  de  la  juventud. 
Carolina  Lfna   de  Argerich. 

Juana  de  Arco  que,  con  sublime  heroísmo, 
se  inmoló  por  su  patria. 

Teresa   de  U.   de  Sáenz  Valiente. 

Juana  de  Arco. 

Elvira  de  la  R.   de  Láinez. 

Ninguna.  ¿Por  qué?  Porque  las  que  más 
me  gustan  murieron  tristemente. 

Afnolda  B.   de  Roldan. 
Jeanne  d  Are. 

Laura  Holmberg   de  Bracht. 

Juana  de  Arco,  porque  simboliza  la  fe  y  la 
virtud  las  más  puras,  al  mismo  tiempo  que 
el  patriotismo  sublime,  capaz  de  todos  los 
sacrificios. 

Adela  B.  de  Ruiz. 

MadamedeStael,  admiradora  desús  escritos. 
Paulina  Parravicini  de  Parravicini. 

Florencia  Níghtingale,  la  famosa  heroína 
de  Crimea,  cuya  inteligencia  y  abnegación 
reportaron  tan  grandes  beneficios  a  la  huma- 
nidad; a  su  iniciativa  se  debe  la  legión  de 
mujeres  útiles  y  abnegadas,  que  prestan  hoy 
sus  servicios  en  los  campos  de  batalla. 
Mercedes  Moreno. 


¿QUIERE  USTED  SABERLO? 
En  el  próximo  número  se  contestará ato- 
da3  las  preguntas  que  nuestras  amables  lec- 
toras quieran  hacer  sobre  tópicos  femeninos. 
María   Lebém 


EN  MAR   DEL  PLATA 


LA  HORA  DEL  BAÑO 

Dibujo  de  Huerco. 


—í=>isy.y:&  >^Lnri3>x— 


CAER.  DE 


LA.  TAvO-DE 


AL 

Hora  de  quietud,  hora  de  calma. 

El  bullicio  de  la  ciudad,  que  hasta  mí  llega  confuso  con  el  vaho  de  la  calle,  va  disminu- 
yendo, y  una  calma  sedante  acaricia  mi  espíritu  fatigado,  más  que  por  la  labor  cotidiana, 
por  la  monotonía  de  esa  misma  labor. 

La  masa  gris  de  los  edificios  cercanos  dibújase  recortada  sobre  las  tintas  rosadas  del 
horizonte,  manchado  a  trozos  por  las  pinceladas  violetas  de  algunas  nubes  que,  henchidas 
en  lo  alto,  descienden  en  arbitrarios  dibujos  para  amortiguar  las  luces  crepusculares  que 
cambian   de  coloración   a  cada  momento. 

Los  negros  tubos  de  las  rígidas  chimeneas,  agrupadas  unas,  aisladas  otras,  se  alzan  rectas 
aquí  y  allá,  coronadas  con  sus  caperuzas  cónicas,  cual  centinelas  inmóviles,  destacándose 
violentamente  sobre  las  tintas  aun  claras  del  cielo. 

Lentamente,  las  sombras  de  la  noche,  cada  vez  más  densas,  van  invadiéndolo  todo,  bo- 
rrando los  contornos,  esfumando  las  cosas,  fundiendo  los  objetos  en  un  tono  plomizo  y 
uniforme.  Algunas  ventanas  empiezan  a  brillar  salpicando  con  sus  rectángulos  color  de 
fuego  la  obscuridad  del  crepúsculo.  .  . 

La  antipática  bocina  de  un  auto,  como  un  latigazo,  interrumpe  bruscamente  mis  medita- 
;¡ones.  tornándome  de  pronto  a  la  realidad  de  la  vida. 

Y  al  descender  las  empinadas  escaleras  de  la  azotea,  siento  en  mi  interior  la  sana  y 
dulce  alegría  de  poder  gozar  aun  con  estas  contemplaciones  silenciosas,  calmantes  del  espíritu, 
fugaces  momentos  de  emoción  estética. 


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EL  NUEVO  ENVASE  PORRÓN 
PARA    ACEITE    DE    OLIVA 

(patente  exclusiva  de  la  casa  JOSÉ  BAU) 

EL  ACEITE  ESTÁ  ENCERRADO  EXENTO 

DE  AIRE. -CADA  PORRÓN  ESTÁ  LLENO 

POR  COMPLETO  DE  ACEITE. 

HIGIENE  Y  economía 

Significa  una  evolución  importantísima  en  beneficio  de  los  con- 
sumidores de  aceite  fino  de  oliva,  la  creación  de  este  nuevo  envase 
(Porrón)  que  resuelve  de  golpe  las  dificultades  y  deficiencias  que 
todos  encuentran  en  los  envases  más  o  menos  cuadrados. 

LA  economía  E  higiene  DEL  ACEITE  ENVA- 
SADO EN  PORRONES,  en  vez  de  en  latas  comunes,  fácilmente 
se  demuestra: 

Las  latas  comunes,  por  el  hecho  de  no  terminar  en  cúspide,  no 
pueden  ser  llenadas,  haciendo  el  vacío  de  aire;  contienen,  por  lo  tanto, 
aceite  en  contacto  con  aire  encerrado. 

Las  latas  comunes,  por  el  hecho  de  no  tener  cúspide,  no  pueden 
vaciarse  completamente,  siempre  queda  un  gran  desperdicio  de  aceite 
en  el  ángulo  correspondiente  al  orificio  practicado  para  abrir  la  lata. 

Las  latas  comunes,  por  el  hecho  de  no  tener  cúspide,  contaminan 
el  aceite  así  que  se  abren,  porque  la  superficie  es  plana  y  caen  sobre 
ella  materias  extrañas  (en  la  cocina  o  en  la  despensa),  y  cuando  se 
sirve  el  aceite,  se  contamina  más  o  menos  con  dichas  impurezas. 

Hasta  el  aceite  de  botellas  ofrece  la  desventaja  de  que  la  per- 
sona que  toca  el  tapón  con  las  manos  o  que  lo  deja  impropiamente  en 
cualquier  parte,  al  meterlo  para  tapar  la  botella,  contamina  la  parte 
interior  por  donde  tiene  que  pasar  después  el  líquido. 

CON  EL  TAPÓN  PATENTADO  DEL  PORRÓN 
BAU,  se  garantiza  la  pureza  del  aceite  hasta  la  últim.a  gota  de  su 
contenido,  por  cuanto  no  ce  puede  meter  la  tapa  dentro  del  gollete: 
lo  cubre  externamente    (tapa  por  afuera). 

NO  SE  ENCIERRA  AIRE  Y  ACEITE  DENTRO  de  los 
porrones,  porque  cada  envase  se  llena  íntegramente  y  se  cierra  después 
de  practicado  el  vacío.  La  enorme  ventaja  de  aislar  el  aceite  del  aire, 
es  el  fundamento  más  esencial  de  este  invento  de  la  casa  Bau. 

NO  QUEDA  UNA  SOLA  GOTA  DE  ACEITE  EN  LOS 
PORRONES  vacíos,  porque,  rematando  en  cúpula  cada  envase, 
se  desliza  hacia  ella  hasta  la  última  gota  de  aceite. 

NI  EL  hollín,  NI  EL  POLVO,  ningún  cuerpo  extraño, 
ninguna  impureza  puede  entrar  en  los  porrones  de  aceite  Bau,  porque 
resbalarían  por  la  cúspide  y  por  la  parte  de  afuera  de  la  tapa. 

NO  SE  CHORREA  ACEITE,  no  se  pierde  aceite  como  en 
las  latas  comunes,  porque,  gracias  a  la  disposición  de  la  cúspide  del 
porrón  y  de  su  boca,  el  aceite  sale  sin  correrse  y  sin  derramar. 

PÍDANSE  PROSPECTOS  EXPLICATIVOS. 
NO  SE  HA  AUMENTADO  EL  PRECIO. 

El  costo  de  cada  porrón  vacío,  es  igual  al  costó  de  la  lata  común 
y,  por  lo  tanto,  la  casa  José  Bau  entrega  el  aceite  en  porrones  a  exclu- 
sivo beneficio  de  los  señores  consumidores,  sin  el  menor  aumento  de 
precio. 

DE  VENTA  EN  TODA  LA  REPÚBLICA.  PÍDASE 
POR  SU  NOMBRE:  "PORRÓN  BAU". 

Agencia  del  aceite  "Bau",  en   Buenos  Aires 

Freixas,  Urquijo  y  Cía.  -  B.  Mitre,  1411 


— I=»I_>^'':S 


EL  TELEÓPTICO 

DE    CÓMO    SE    PODRÁ    VER    A    DISTANCIA 
POR  MEDIO  DE  LA  CORRIENTE  ELÉCTRICA. 


EN    C0MUN1^,A.,.  K 


!ü    TRAN3M130R. 


Mucho  se  han  devanado  los  sesos  inventores  y  sabios  buscando  solución 
al  problema  de  transmitir  las  imágenes  por  medio  de  las  corrientes  eléctricas. 

En  fuerza  de  trabajo  se  ha  llegado  a  la  maravilla  de  reproducir  una  foto- 
grafía a  muchos  kilómetros  de  distancia.  El  fenómeno,  aunque  sorprendente, 
no  es  nuevo.  Se  trata  de  un  perfeccionamiento  del  pantelégrafo  de  Casselli, 
aparato  que  en  1863  permitía  transmitir  de  Amiens  a  París  el  texto  autó- 
grafo de  un  despacho  o  la  reproducción  exacta  de  un  dibujo. 

Hoy,  algunos  periódicos  reciben  por  alambre  telegráfico  o  por  cable  la 
reproducción  de  una  fotografía,  con  su  clarobscuro  correspondiente. 

Pero  no  se  trata  de  eso.  Lo  que  se  quiere  es  ver  sin  el  intermedio  de  la 
fotografía,  que  sólo  fija  un  momento  de  la  existencia. 

¿Es  esto  imposible?  De  ninguna  manera. 

Hay  un  metal,  el  selenio,  que  posee  la  maravillosa  propiedad  de  hacerse 
buen  conductor  del  fluido  eléctrico,  cuando  se  le  coloca  a  la  luz,  y  de  ser  ma! 
conductor  cuando  está  en  la  obscuridad.  Esta  cualidad  tan  preciosa  como 
inexplicada,  permitirá  ciertamente  llegar  a  la  solución  del  problema  que  nos 
ocupa.  Veamos  una  solución  probable. 

Supongamos  una  pequeña  habitación  en  uno  de  cuyos  tabiques  se  coloca 
un  objetivo  poderoso,  provisto,  si  se  quiere,  de  un  doble  prisma  de  espato 
de  Islandia  con  el  objeto  de  obtener  una  reflexión  total  y  una  imagen  no 
invertida.  Iluminemos  fuertemente  la  habitacioncita  en  cuestión,  y  coloque- 
mos en  ella  el  objeto  cuya  imagen  queremos  transmitir.  La  imagen  proyec- 
tada se  dibuja  en  una  pantalla  de  vidrio  esmerilado,  reducida  a  un  tamaño 
tan  pequeño  como  nos  plazca. 

Si  un  lápiz  de  selenio  recorre  la  superficie  de  la  pantalla,  se  hará  conductor 
de  la  electricidad  cuando  encuentre  un  claro  y  mal  conductor  cuando  llegue 
a  una  zona  obscura.  Ya  tenemos  el  transmisor.  Veamos  ahora  cómo  puede 
formarse  un  receptor  apropiado. 

En  el  extremo  del  lápiz  de  selenio  hay  un  conductor  eléctrico,  interrum- 
pido solamente  por  la  pequeña  masa  del  curioso  metal.  Este  conductor  va 
a  parar  a  una  lamparita  eléctrica,  que  se  enciende  o  se  apaga  según  las  alter- 
nativas del  paso  de  la  corriente.  Una  pantalla  de  cristal  deslustrado  recibe 
la  luz  proyectada  por  la  lamparita. 

Explicados  ya  el  receptor  y  el  transmisor,  veamos  cómo  funcionan:  el  obje- 
to cuya  imagen  vamos  a  transmitir,  se  coloca  en  la  cámara  fuertemente  ilu- 
minada y  su  imagen  se  proyecta  sobre  la  pantalla  de  dimensiones  pequeñí- 
simas. El  lápiz  de  selenio  la  recorre  con  gran  celeridad,  mientras  la  lámpara 
efectúa  idéntico  movimiento  en  la  estación  receptora.  A  cada  zona  clara  por 
donde  pasa,  deja  el  selenio  pasar  la  corriente  y  entonces  se  enciende  la  lám- 
para de  la  estación  receptora,  y  a  cada  sombra  la  luz  se  extingue  por  falta  de 
corriente,  dada  la  resistencia  que  el  selenio  opone. 

Tendremos,  pues,  en  la  pantalla  de  la  estación  receptora  una  imagen  en 
clarobscuro  del  objeto  colocado  en  la  cámara  iluminada,  a  condición  de 
que  el  recorrido  total  del  lápiz  de  selenio  se  verifique  en  una  décima  de  segundo. 

La  razón  de  esto  es  la  persistencia  de  la  imagen  en  la  retina,  pues  es  pre- 
ciso que  la  totalidad  de  los  puntos  luminosos  y  obscuros  pase  ante  nuestros 
ojos  en  ese  plazo  rapidísimo,  para  que  haya  continuidad  en  la  imagen.  Lo 
mismo  ocurre  con  las  proyecciones  cinematográficas,  esto  es,  que  cuando 
una  imagen  reemplaza  a  otra,  aun  no  se  ha  borrado  de  nuestros  ojos  la  pri- 
mera, y  nos  parece  por  eso  que  es  la  misma. 

¿Será  posible  fabricar  un  aparato  de  esa  clase?  Es  probable.  Por  lo  menos 
teóricamente  no  ofrece  duda  alguna.  La  experiencia  vendrá  luego  a  decir  cuál 
es  la  disposición  que  conviene  dar  a  cada  uno  de  los  elementos  que  han  de 
resolver  el  problema.  Cuando  este  se  resuelva,  causará  maravilla  poder  ver 
a  la  persona  con  quien  se  habla  por  teléfono,  sin  más  que  instalar  a  ésta  en 
la  cámara  destinada  a  la  transmisión  de  imágenes. 


EXTREMO      DEL     l.APIZ 


.'ELENIO     RECORRE 


Af'AHATO   TRANSMISOR    LE    I. A,    ¡r/IAÜEN. 
PLACA    DE    CRISTAL    DESLUSTRADO.        EL    APARATO    RECEPTOR    ES    ANÁLOGO    Á    ÉSTE,    SALVO    OUE 
EL    LÁPIZ    DE    SELEN:0    ES    REEMPLAZADO    POR    UNA    LÁMPARA    ELÉCTRICA. 


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CURIOSEANDO 


AUTOFAGIA.  _Como  la  palabra  auto  ha 
quedado  para  designar  un  vehículo  con  cuatro  rue- 
das, que  anda  sólo  y  que  huele  mal,  podía  alguien 
creer  que  autófago  es  el  que  se  come  un  auto. 
No;  autófago  es  el  que  se  come  a  sí  mismo. 
Los  naturalistas  aseguran  que  el  grillo,  encerrado 
en  una  jaula  pequeña,  se  entrega  a  este  extraño 
deporte. 

El  saltamontes  devora  su  cuerpo,  hasta  que  la 
importancia  del  déficit  pone  término  a  sus  días  y  a 
su  apetito. 

Animales  de  un  orden  más  elevado,  como  el  zorro, 
su  hembra  y  la  marta,  se  mutilan  con  sus  dientes 
cuando  caen  en  un  cepo. 
La  conducta  de  las  fieras  es  más  enigmática. 

El  señor  Hagenbeck,  excelente  persona,  cita  dos  leonas  que  se  comie- 
ron sus  colas  respectivas. 

Un  tigre  real  de  la  misma  casa  de  fieras  hizo  lo  mismo,  no  queriendo 
que  su  rabo  quedara  por  desollar. 

Una  hiena  siguió  este  triple  ejemplo;  pero  al  descolarse  lanzaba  car- 
cajadas de  alegría.  Sin  embargo,  sus  heridas  eran  tan  graves,  que  la  pobre 
hiena  siguió  a  su  rabo  a  la  sepultura. 

Los  naturalistas  explican  la  autofagia  por  una  enfermedad  del  sistema 
nervioso.  Es  rara  en  el  hombre;  sin  embargo,  hay  personas  que  se  muer- 
den los  labios  y  se  comen  las  uñas.  Esto  puede  ser  un  principio  de  auto- 
fagia, un  principio  poco  apetitoso,  pero  principio  al  fin. 


LOS  BIGOTES  DEL  KAISER. _uno 

de  los  rasgos  más   característicos   de    la    fisonomía 
del  kaiser  es  el  bigote. 

Hace  cerca  de  veinte  años,  entre  los  ayudantes 
del  emperador,  se  encontraba  el  mayor  von  Bencks, 
famoso  por  su  dandysmo. 

Una  mañana,  el  mayor  ordenó  a  su  peluquero, 
Herr  Haby,  que  le  arreglase  el  bigote  de  un  modo 
original.  Momentos  después,  las  guías  del  bigote  del 
mayor  von  Bencks  se  enfilaban  belicosamente  hacía 
¡a   frente. 

Von  Bencks,  ya  satisfecho  de  su  innovación,  sin- 
tióse mucho  más  al  ver  que  el  kaiser  se  le  acercaba 
y  le  felicitaba  por  la  forma  original  de  llevar  el  bigo- 
te. Y  el  felicitado  dio  el  nombre  de  su  peluquero.  Inmediatamente,  el 
kaiser  mandó  a  buscar  a  Herr  Haby.  Media  hora  más  tarde  el  bigote 
de  Guillermo  11  había  tomado  la  forma  que  hoy  lo  caracteriza,  y  Herr 
Haby  fué  nombrado  peluquero  de  palacio.  Había  hecho  su  fortuna. 


HUELGA  DE  OLAS.  _  En  un  teatro  del 
mediodía  de  Francia  se  representaba  La  tempestad, 
de  Shakespeare. 

Diez  comparsas,  ocultos  bajo  una  tela  verde,  te- 
nían la  misión  de  hacer  el  mar. 

Cobraban  un  franco  por  noche;  pero  el  negocio 
iba  mal  y  el  director  les  rebajó  el  salario  a  50  cén- 
timos. Los  comparsas  se  encresparon  y  tramaron  una 
conspiración    terrible. 

Aquella  noche,  cuando  en  el  curso  de  la  represen- 
tación llegó  el  momento  de  la  tempestad,  el  trueno 
zumbaba,  los  rayos  surcaron  el  pintado  cielo,  pero 
el  mar  permanecía  inmóvil  y  sereno,  como  una  balsa 
de  aceite. 

El  director  corrió  apurado  y  gritó  a  los  comparsas; 

■ —  ¡Hola,  moveos! 

Pero  no  había  olas  que  valieran. 

Una  voz  gritó: 

—  ¡Queremos  un  franco! 

El  público  empezaba  a  impacientarse. 
Aterrado   el   director,    exclamó: 

—  lOs   daré   el    franco,    bandidos! 

Entonces,  los  comparsas  comenzaron  a  hacer  el  mar  y  la  mar  de  movi- 
mientos. Las  olas  eran  tan  gigantescas,  que  la  tela  verde  se  rasgó,  dejando 
al  descubierto  diez  cabezas  peludas. 

Eran  los  «trabajadores  del  mar.» 


BARBARIDADES — Un  periódico  feminis- 
ta dice  lo  que  cuestan  las  mujeres  en  los  pueblos 
que  nosotros  llamamos  bárbaros. 

En  Camtchaska  cuesta  una  hembra  dos  renos.  En 
Cafrería  (ahí  cerca),  de  tres  a  diez  bueyes,  según  su 
belleza.  Allí,  para  piropear  a  una  cafre  guapa,  se  la 
dice: 

-  ~  ¡Vale  usted  lo  menos  ocho  bueyesl 
En  Uganda  vale  una  mujer  seis  agujas  y  un  pa- 
quete de  cartuchos.  En  la  costa  septentrional  de  Aus- 
tralia se  paga  el  peso  en  manteca.  Cuanto  más  man- 
tecosa   es  una  señora,  más  manteca  hay  que  dar  por 
ella.  Hay  australianas  que  se  derriten  de  amor. 
Los  tártaros  dan  por  una  hembra,  en  su  propia 
salsa,  una  caja  de  cerillas.  Esto  no  es  un  cuento  tártaro,  no;  lo  dice  un 
periódico  feminista,  y  cuando  él  lo  dice... 

Esto  es  indigno.  ¡Aun  habrá  tártaro  que  llame  a  su  compañera  cara 
esposa! 

Las  mujeres  europeas  valen  mucho  más.  Algunas  resultan  demasiado 
caras. 


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cuando  más  nos  atormenta  la  sed,  se  co.-neten  las  ma- 
yores faltas  gástricas.  El  exceso  de  bebidas  heladas 
y  de  frutas  de  toda  clase,  producen  los  inconvenientes 

gastro  -  entéricos,    como: 

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LA  CARBONERA 
QUE  LLEGÓ  A  EMBAJADORA 

Una  de  las  figuras  femeninas  más  novelescas  de  la 
historia,  en  los  comienzos  de  la  época  moderna,  fue 
Lady  Hamilton,  que  desde  los  bajos  fondos  de  Londres, 
pasando  por  todos  los  escalones  de  la  sociedad,  subió 
a  embajadora  de  Inglaterra,  para  terminar  casi  a  las 
puertas  de  la  miseria. 

Fresca  y  extraordinariamente  bella,  rubia,  con  ojos 
azules  del  tipo  ingenuo  de  un  Grenze,  poseía  todos  los 
atractivos  que  pueden  hechizar  a  los  hombres. 

Se  pretende  haberla  visto  en  las  calles  de  Londres 
con  zuecos,  en  un  puesto  de  frutas,  donde  servía  como 
criada:  sucesivamente  pasó  por  ser  vendedora  de  car- 
bón, niñera,  criada,  y  dependiente  en  un  almacén,  y 
aun  se  dice  que  peores  destinos.  El  trato  con  actores  y 
pintores.  —  cuyos  estudios  visitó  como  modelo. —  dieron 
a  Emma  ese  arte  de  cuadro  viviente  que  determinaron 
sus  posteriores  éxitos  en  los  salones. 

El  anciano  barón  de  Fetherstonehang.  la  inició  en  la 
vida  del  gran  lujo:  abandonada,  cae  otra  vez  en  e!  fan- 


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LADY   HAMILTON     (Cuadro  de  Romney). 


go,  sirve  de  médium  en  las  sesiones  de  dudoso  magne- 
tismo del  doctor  Graham,  y.  por  último,  se  hace  aman- 
te de  sir  Charles  Greville,  quien  la  obliga  a  estudiar, 
aprendiendo  presto  a  escribir,  música,  canto,  etc. 

Sir  William  Hamilton,  embajador  de  Inglaterra, 
hombre  de  cincuenta  y  ocho  años,  locamente  enamo- 
rado de  la  ex  carbonera,  después  de  llevar  algún  tiem- 
po con  ella,  resolvió  casarse  para  acabar  con  aquella 
situación  irregular. 

La  nueva  gran  señora,  a  pesar  de  las  burlas  y  sar- 
casmos, fué  recibida  en  la  alta  sociedad,  donde  triunfó 
por  su  belleza  y  su  talento. 

En  sus  viajes  sirvió  de  confidenta  entre  María  Anto- 
nieta,  la  reina  de  Inglaterra  y  la  de  Ñapóles. 

En  Ñapóles  conoció  a  Nelson,  capitán  de  navio  a  la 
sazón,  y  sus  almas  se  compenetraron  en  el  acto. 

El  escándalo  fué  tal,  que  Jorge  III  concluyó  por  lla- 
mar a  sir  William,  quien,  muerto  repentinamente  sin 
testar,  dejó  a  su  esposa  sin   medios  de  vida. 

Nelson  no  abandonó  a  Emma,  de  quien  tenía  una  hija; 
la  encomendó  a  la  patria  al  partir  para  Trafalgar,  donde 
había  de  morir;  pero  Inglaterra  no  escuchó  sus  deseos 
y  Emma  murió  tiempo  después,  casi  en  la  miseria. 


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Establecida  en  el  año  1885.  Es  la  casa  más  acreditada  de  la  Repú- 
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cupones;  Lotería  Nacional  y  toda  comisión  bancaria  que  se  le  encargue. 
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Los  templos  del  Titicaca 


Copacabana,  fué.  en  su  tiempo,  el 
santuario  más  célebre  de  América. 

Data  de  1583.  Fué  levantado  por  la 
Compañía  de  Jesús,  con  el  óbolo  mu- 
nificente  de  uno  de  los  condes  de  Le- 
mus  y  la  dádiva  de  la  nobleza  penin- 
sular que  eclosionó  en  las  quebradas 
auríferas  y  en  tierras  de  Potosí. 

Los  indios  «yunguyos»,  dieron,  con 
su  Ídolo  sacramental,  motivo  etimo- 
lógico a  esta  basílica.  «Copacabana». 
monolito  advocado  por  los  autóctonos, 
significaba  algo  así  como  «lugar  de 
donde  se  podía  ver  la  piedra  precio- 
sa». Desarticulemos  el  vocablo;  «Copa»: 
piedra  fina;  «cabana»,  derivado  o  sua- 
vizado de  «kaguana»;  lugar  de  donde 
se  puede  ver  u  observar. 

Y  algo  de  razón  tuvieron  los  yungu- 
yos.  si  tomamos  por  base  el  collado  pro- 
minente que  cierra  la  ensenada,  a  cuya 

falda  se  apeñusca  la  alquería  y  desde  cuyo  crestón 
se  domina  el  macizo  de  los  Andes  y  el  lago  azul. 

Sesenta  años  de  labor  llevaron  los  jesuítas  para 
levantar  aquel  templo  entre  gótico  y  helénico.  - 
que  a  la  fin  y  a  la  postre  el  florecimiento  de  Jus- 
tiniano  fué  obra  de  la  inmigración  occidental. 

La  diminuta  Candelaria,  modelada  en  maguey, 
por  un  indio  que  recuerda  la  tradición  lacustre 
con  el  nombre  de  Yupanke,  no  podía  aspirar  a 
recinto  más  suntuoso,  donde  la  prodigalidad  vi- 
rreinaticia  y  la  unción  femenil  de  la  época  debían 
volcar  toda  su  esplendidez. 

Y  fué  así.  en  efecto.  La  imagen,  enioyecida  y 


Pfí.í'ÍS^- 


Un   santuario   célebre 


»IIII)ll>ltIII(llllll>IllflUI 


TEMPLO    DE  POMATA.  PÓRTICO  QUE  PRECEDE  AL  ANTEPATIO. 

(DE  IZQUIERDA  A  DERECHA:  AGUSTÍN  DE  RADAS,  CORRES- 
PONSAL DE  «LA  PRENSA»  DE  BUENOS  AIRES,  EN  LA  PAZ; 
ALICIA  DE  P0£NAN3KY,  ESPOSA  DEL  CONOCIDO  ARQUEÓLOGO 
ALEMÁN  ARTURO  P0SNAK3KY;  IND  ÍGENA  DEL  LUGAR,  Y  NUESTRO 
COLABORADOR    W.    JAIME    MOLINS). 


TEMPLO    DE    TIAHUANACO,    LEVANTADO    CON    LAS    PIEDRAS   TALLADAS    DE    LA    METRÓPOLI  EN 
RUINAS.   HA.5TA    ESTOS  LUGARES  LLEGARON.   FN  TIEMPOS  REMOTOS,  I  AS  AGUAS  DEL  TITICACA. 


alabada,  dio  nombre  y  prez  universal  a  aquel  san- 
tuario que  anticipó  en  América  la  celebridad  de 
nuestra  Madona  de  Lujan. 

Tracemos  un  ágil  boceto  de  esta  basílica:  Tra- 
sunto de  Santa  Sofía,  —  Constantinopla,  tiene 
en  su  interior  el  patio  sacramental,  en  cuadro, 
rodeado  por  columnas  y  pórticos  que  afianzan  el 
corredor.  La  torre  se  eleva  a  una  altura  de  cuaren- 
ta varas  con  un  cimborrio  sólido  y  bien  asentado 
sobre  los  arcos  torales.  En  el  frontis  que  cae  a  la 
plaza,  un  arco  recio  sostiene  la  cornisa  triangular 
sobre  cuyo  ángulo  superior  se  afirma  un  escudo 
episcopal.  La  cúpula  no  tiene  vitrales  en  su  cuerpo 
de  luces;  pero  la  piedra  berenguela.  distribuida 
en  la  base  de  la  media  naranja,  pone  un  místico 
claroscuro  en  la  amplia  nave  central.  Las  paredes 
del  templo  están  cubiertas  de  telas  beatíficas  co- 
mentando la  vida  de  mártires  y  apóstoles.  El  altar 
mayor,  obra  de  alta  valía,  derrocha  plata  cince- 
lada en  la  delantera  de  su  retablo.  Imposible  des- 
cribir sus  detalles,  dada  la  variedad  de  sus  churri- 
guerescos y  la  cargazón  de  sus  molduras,  resul- 
tado de  la  meticulosidad  artística  de  una  época 
llena  de  religión  y  ambiciosa  de  originalidad. 

Frente  al  templo,  un  antepatio,  que  fué  necró- 
polis otrora,  goza  la  umbría  de  los  añosos  acebu- 
ches  que  simbolizaron  los  «ayllus»  ( 1 )  y  compar- 
tieron su  sombra  con  los  muertos,  así  como  fue- 
ron los  olivos  para  la  Minerva  de  Atenas  y  los 
cipreses  para  los  santuarios  de  España. 

En  el  patio  central,  un  jardinillo  tonaliza.  con 
sus  colores  amables,  la  vida  del  monasterio.  Hay 
rosas  y  achiras  y  pensamie.itos:  algunos  eucalip- 
tus  jóve.ies  y  media  docena  de  pinos  graves.  Tres 
o  cuatro  guindos  conventuales,  cargados  de  frutas 
rojas,  esperan  la  mano  del  lego  para  morir  en  la 
redoma  del  licor  espiritual... 
*  *  * 

Esto  es,  ligeramente,  Copacabana,  erigido  por 
la  devoción  de  la  compañía  de  Jesús  y  que  acaba- 
mos de  visitar. 

Pero,  hete  aquí,  que  un  buen  día.  hace  ya 
muchos  años,  la  orden  dominicana,  celosa  del 
prestigio  jesuíta  en  los  pueblos  lacustres,  tentó 
perpetuar  su  nombre  con  la  erección  de  un  templo 
que  superara  en  magnificencia  a  esta  basílica.  Y  se 
puso  las  primeras  piedras  de  Pomata,  -hoyen  tie- 
rras del  Perú,  —  y  en  la  margen  sur  del  Titicaca. 

La  obra  de  estos  religiosos,   que  por  su   tesón 

(1)  Poblaciones  de  los  indios  aymarás. 


podría  tildarse  «de  benedictinos.»,  se 
significó,  años  después,  con  todos  los 
contornos  de  uno  de  los  templos  más 
acabados  y  armoniosos  de  América. 
Reincarnación  bizantina.  por  ser  su 
corte  musulmán,  une  a  sus  cúpulas 
sobre  base  cuadrada,  sus  columnas 
rematando  en  capiteles  cúbicos  y  sus 
arcadas,  la  profusión  complementaria 
de  sus  arabescos.  Y  esto  es,  precisa- 
mente, con  gusto  propio,  lo  que  bri- 
lla y  se  destaca  en  esta  iglesia,  amén  de 
la  esplendidez  de  su  altar  enchapado  de 
argento,  sus  ornamentaciones  de  cedro 
y  oro,  sus  pinturas  enigmáticas  y  hasta 
el  órgano  desfollado  y  sin  teclas,  en  un 
rincón  del  coro,  llorando  la  última  ave- 
maria que  tocó  en  la  procesión. 

No  paró  aquí,  sin  embargo,  la  diatri- 
ba religiosa  perdón  al  vocablo  que 
puso  frente  a  frente  a  dominicanos  y 
jesuítas  en  el  noble  deseo  de  venerar  a  Dios  con 
mayor  boato  arquitectónico.  Luzbel,  por  no  ser 
menos,  contrariado  del  éxito  de  las  misiones  cató- 
licas que  erizaron  de  templos  suntuosos  las  orillas 
del  Titicaca,  resolvió  un  buen  día.  sentar  cátedra 
en  un  peñón  que  le  ofrecía  tribuna  propicia. 

De  ahí  el  nombre  del  lugar,  que  recogió  la  tra- 
dición: «Pulpito  del  diablo». 

Lo  vimos  una  tarde  serena,  después  de  pasar  el 
estrecho  de  Tiquina,  donde  las  aldeas  de  San  Pa- 
blo y  San  Pedro,  acostadas  como  dos  cisnes  a  uno 
y  otro  lado,  alzan  el  cuello  de  sus  iglesias  blancas. 
Lo  vimos  una  tarde,  besado  del  sol  y  de  las  ondas. . . 
Pero,  indudablemente,  que  el  pulpito  de  Lucifer 
debió  ser  más  tarde  su  roca  Tarpeya.  en  donde  le 
precipitara  algún  santo  varón  de  la  conquista,  de 
esos  que  al  plantar  la  cruz  ajustaban  sobre  el  gre- 
güesco  la  tizona.  .  . 

W.   Jaime   Molins. 

Pomat.-i   (Perú).    1916. 


LA     CÚPULA     Y      PILAR     LATERAL     DEL     TEMPLO     DE     POMATA, 
CONSTRUIDA    POR    LOS    DOMINICANO.S,    A  FINES   DEL   SIGLO   XVI. 


LOS  PELIGROS  DE  LA  DESESPERACIÓN 


Ningún  enfermo  del  estómago  e  intestinos,  por  crónica  y  rebelde  que  sea  su  dolencia,  debe 
desesperarse.  Muchos  han  consultado  notabilidades  médicas  sin  encontrar  alivio  y  al  tomar 
STOMALIX  del  Dr.  Saiz  de  Carlos,  han  recobrado  la  salud.  Las  fermentaciones  anor- 
males del  estómago  producen  acedías  y  vómitos,  que  se  corrigen  inmediatamente  con  este 
medicamento.  Quita  las  náuseas,  ardores  epigástricos,  y  la  digestión  se  normaliza,  el  enfermo 
come  más,  digiere  mejor  y  se  nutre.  Es  de  resultados  positivos  en  las  diarreas  y  disentería. 
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Garlitos  Chaplin 

El  rey  de  la  risa 

Si  las  patrias,  agradeci- 
das, tuvieran  seso  y  justicia 
y  fueran  lógicas  consigo 
mismas,  con  sus  dichas  y 
con  sus  desdichas,  testimo- 
niarían su  debido  recono- 
cimiento en  esta  hora  trá- 
gica, cuando  la  maldad 
reinante  echa  tantas  penas 
en  los  corazones,  a  los  dos 
artistas.  Prince  y  Chaplin, 
que  hacen  reir:  Prince,  en 
París;  Chaplin.  en  Nueva 
York,  admirables  ambos. 

Pero  Prince  es  el  artista- 
clown.el  artista-payaso, sin 
mezcla  de  otro  sentimiento. 
Hace  reir  con  toda  la  barri- 
ga. Y  la  risa,  brotando  co- 
mo una  cascada  de  todo  el 
cinematógrafo,  le  acompa- 
ña a  lo  largo  de  la  película. 

Chaplin.  el  famoso  Cha- 
plin. rico  de  vis  cómica  y 
de  libras  esterlinas,  es  tam- 
bién un  payaso:  pero  senti- 
mental. También  él  hace 
reir  con  toda  la  barriga,  y, 
como  al  otro,  el  público, 
riendo  a  más  y  mejor,  le 
acompaña  a  lo  largo  de  la 
película.  No  tiene  que  es- 
forzarse para  ello  ni  que 
hablar  a  través  del  trans- 
parente. La  risa  que 
arranca  no  brota,  precisa- 
mente, de  las  situaciones 
cómicas  de  la  obra,  sino  de 
la  persona  del  actor.  Su 
cara  es  la  risa  ajena.  Su 
seriedad  cómica  descoyun- 
ta al  espectador.  Chaplin 
es  un  maravilloso  remedio 
contra    la    tristeza,    y    las 

gentes,  aliviadas  de  sus  penas,  se  lo  agradecen,    llenándole    de    billetes 
de   Banco  los  bolsillos. 

Pero  Chaplin.  payaso,  es  también  sentimental:  regocijo  y  tristeza,  mue- 
ca de  burla  y  mueca  de  dolor  la  lágrima  que  al  desbordarse  forma  un 
pliegue  que  parece  la  contracción  de  una  sonrisa.  Tal  vez  sea  Chaplin  de 
la  madera  del  clown  que  después  de  hacer  reir  a  todo  un  circo,  iba  donde 
el  médico  en  busca  de  una  adormidera  para  sus  propias   pesadumbres. 

Yo  le  he  visto  en  una  escena  de  un  sentimentalismo  intenso.  Chaplin. 
ordenanza  de  una  casa  de  banca,  se  enamora  perdidamente  de  la  dactiló- 
grafa, quien,  a  su  vez,  está  locamente  prendada  del  cajero.  Engañado  poi 
las  apariencias  y  creyéndose  correspondido,  Chaplin  la  escribe  una  misiva 
de  amor  sentimental  y  le  manda  juntamente  un  ramo  de  flores:  y  luego,  a 
distancia,  por  la  entreabierta  puerta  de  una  habitación,  ve  que  ella,  en 
su  despacho,  acoge  emocionada  la  carta  y  el  ramo  creyendo  que  eran 
del  cajero,  y.  reconociendo  su  error,  entre  desdeñosa  e  indignada,  rompe 
la  carta  y  echa  el  ramo  al  cesto.  Hay  que  ver  y  que  admirar  la  inmensa 
tristeza  que  se  extiende  como  un  sudario  por  la  fisonomía  del  artista- 
clown.  y  el  público  prorrumpe  en  carcajadas  y  aplausos  porque  entiende 
que  aquella  tristeza  es  un  chiste.  .  .  Luego,  doloroso,  va  Chaplin  a  reco- 
ger sus  pobres  flores  y,  abrazándose  a  ellas,  cunea  al  ramo,  como  si  fuese 
el  fruto  de  su  amor,  en  un  rincón  del  sótano,  entre  cajas  de  basura. 
Y  el  público,  al  contemplar  la  cara  de  Dolorosa  que  pone  el  pobre 
artista,  vuelve  a  prorrumpir  en  carcajadas  y  aplausos,  porque  el  público 
entiende  que  también  aquel  dolor  mudo  es  un  chiste... 

Y  es  que  la  mayoría  no  ha  sabido  nunca  distinguir  entre  el  dolor  y 
la  alegría  cuando  se  mezclan  en  una  pildora  adormecedora,  y  el  artista 
paladea  la  mayor  de  sus  amarguras  cuando  el  público,  comentando  una 
pena  que  se  le  escapó  involuntariamente,  como  un  gas  cualquiera,  le 
dice  lisonjero; 

Tiene  usted  mucha  gracia... 

Tiene  usted  mucha  gracia,  y  está  llorando,  como  el  arco  iris,  que  se 
disuelve  en  luz,  pero  derramando  gotas  de  lluvia. 

Para  esa  mayoría  todos  son  Princes,  y,  sin  embargo,  hay  Chaplins;  y 
es  que  Chaplin  es  sajón,  y  Prince  es  latino,  y,  por  añadidura,  del  país  más 
refractario  al  humorismo.  Del  «esprit»,  aunque  decadente  en  estos  tiempos, 
se  puede  decir  que  es  francés,  como  el  «humour»  es  sajón,  y  mientras  el 
humorismo  vive  a  gusto  con  ingleses,  alemanes  y  norteamericanos,  en  el 
corazón  de  cada  uno  de  los  cuales  duerme  un  payaso  melancólico,  el  «es- 
prit»  se  regodea  y  se  desternilla  entre  franceses,  en  el  corazón  de  cada  uno 
de  los  cuales  duerme  un  hombre  alegre,  que,  como  el  «champagne»,  sólo 
espera  que  lo  descorchen  para  esparcirse,  bullicioso,  en  burbujas  de  ale 
gría.  Ha  sido  necesario  que  cayera  sobre  el  mundo,  y  lo  regara,  una 
avalancha  de  sangre  y  escombro  para  que  la  crítica  francesa  haya  recono 
cido,  por  la  pluma  de  Lavedan,  que  el  humorismo,  chocante,  desespe 
rante  e  imperdonable,  a  juicio  de  dicha  crítica,  en  estos  tiempos  de  lut^ri 
general,  nunca,  ni  siquiera  en  tiempo  normal,  fué  del  agrado  de  la 
mentalidad  francesa,  porque  la  atormenta  el  corazón  y  la  encalabrina 
los  nervios,  y  por  ello  la  mentalidad  la  odia. 

Las  cuerdas  rotas  de  la  guitarra  de  Chaplin  tocan  mejor  a  alegría 
en  las  márgenes  del  Támesis.  donde  la  niebla  y  el  Sol  saben  confundirse 
en  una  cópula  de  contrastes,  en  una  conjunción  de  risas  y  lágrimas. 

Luis    BONAFOUX. 


>>=v— 


^ 


NUESTRA  SECCIÓN 

MODELOS 

está  en  condiciones,  señora,  de  crear 
para  Vd.  exclusivamente  el  modelo 
de  su  predilección.  Tenemos  habilísi- 
mos artistas  que  interpretarán  acaba- 
damente su  refinado  gusto  estético. 
Nuestros  precios,  dentro  de  la  más 
óptima  de  las  calidades,  son  siempre 
los  más  bajos. 


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CATACLISMOS   QUE   ENGENDRAN   MUNDOS 


DOWV  LUIZ 


laao 

PORTO 

-^VM-íTIN.S  r,  C* 

Í-UIS   J^UFAUR 

succtsso 

Buenos  Aiiv 


Es  indudable  que  para  ganar  simpa- 
tías y  prestigios  es  menester  cuidar   los 
detalles,    toda    vez    que    éstos   tienen    gran 
importancia  en  la   vida  social. 
Obsequiando   a   sus   relaciones  o  visitas   con 

Oporto  DOM  LUIZ 

usted  da  una  nota  de  refinado 
y  se  atrae  la  cariñosa  admiración 
amigos,  porque    éstos  se  percatan 
inmediato  que  están  saboreandi 
algo  superior,  una  delí 
un  verdadero  néctar 


uen  gusto 


le  sus 


I.    DO."    SOLES    EXTINJUIDOS    PASÍ  N     ROZANDO     EN      El.     ESPACIO.       —      2.     A      LA     SALIDA      DEL 

IMPACTO,    FÓRMA.'E  UN  TERCER  CUERPO  CELESTE    INTANDESCENFE.       —      3.    EMPIEZA    A  BRILLAR 

FN    EL    INFINITO    LN\    ESTRELLA    TEMPORAL 

En  la  Royal  ¡mlitulion,  de  Londres,  ha  dado  el  célebre  astrónomo  Bic- 
kerton,  profesor  de  Física  y  Química  de  la  Universidad  de  Nueva  Zelandia, 
una  interesante  conferencia  para  demostrar  su  nueva  teoría  relativa  a  la  for- 
mación de  las  estrellas. 

Antes  de  exponer  en  qué  consiste,  recordemos  que  las  estrellas  son  soles 
lejanísimos  en  la  infinitud  del  espacio,  rodeados  de  sus  correspondientes 
sistemas  planetarios.  Así.  nuestro  «astro  rey;,  cuya  luz  cegadora  nos  des- 
lumhra, y  que  es  fuente  de  calor  y  de  vida  para  los  planetas  a  1  sometidos, 
visto  desde  Sirio,  por  ejemplo,  no  será  sino  dehilísima  estrella,  un  punto  de 
luz  perdido  en  el  espacio. 

Sahido  es,  además,  que  los  soles  no  son  sino  antorchas  que  se  van  con- 
sumiendo y  que  por  el  Infinito  pasean  innumerables  cadáveres  de  mundos 
alguna  vez  poblados  de  seres,  según  asegura  la  teoría  de  la  pluralidad. 

Pues  bien;  de  la  colisión  de  esos  mundos  extinguidos       en  sentir  de  Bic- 
kerton,  colisiones  más  frecuentes  de  lo  generalmente  admitido       suelen  nacei 
nuevas  estrellas.  Las  dos  masas  inertes  y  sin  luz  pasan  rozando  en  el  espacio 
A  medida  que  se  acercan  se  deforman  y  caldean  en  los  puntos  del  impacto 
Verifícase  éste  y  del  choque  surge  un  astro  de  luz  intensísima,  que  aun  perdien 
do  poco  a  poco  su  intensidad  es  una  adición  permanente  al  sistema  estelar. 
Es  como  si  un  acero  y  un  pedernal  gigantescos  chocasen  en  el  espacio,  en 
gendrando  una  chispa  de  supremo  brillo  y  de  temperatura  explosiva;  una  chis 
pa  capaz  de  capturar  los  dos  soles  muertos,  sus  progenitores,  y  de  formar 
una  estrella  doble.  Si  los  dos  soles  se  libertaran,  seguirían  vagando  por  los 
cielos  eternamente,  convirtiéndose  en  lo  que  se  denomina  «par  de  estrellas 
variables». 

Y  esta  marcha  acelerada  hacia  una  colisión  creadora  de  los  soles  nuevos 
que  vivificarán  a  los  futuros  planetas  donde  habiten  organismos,  parece 
obedecer  a  leyes  fatales,  inmutables.  Expresándonos  en  el  lenguaje  vulgar, 
diremos  que  no  es  la  casualidad  quien  impulsa  a  las  estrellas  a  «estrellarse', 
unas  contra  otras. 

Parece  como  si  todo  sol  cuando  siente  desfallecer  sus  fuerzas  calóricas  y 
lumínicas  buscase  la  proximidad  del  más  cercano  para  retemplar  sus  ener- 
gías, y  que  esta  atracción  sea  la  productora  del  choque  prolífico.  Si  es  dado 
comparar  las  cosas  pequeñas  a  las  grandes,  amor  infinito  debe  llamarse  este 
vuelo  nupcial  de  los  soles. 

Por  lo  que  a  nuestro  hermoso  y  paternal  Helios  respecta,  ya  se  sabe  que 
nos  arrastra  rápidamente  hacia  la  constelación  donde  envejece  el  esplén- 
dido astro  de  sus  amores. 

Cuando  el  encuentro  ocurra,  la  Tierra  será  un  cementerio;  pero  es  posible 
suponer  que  la  luz  del  nuevo  sol  haga  renacer  la  vida  en  nuestro  planeta. 
La  imaginación  del  lector  queda  en  libertad  para  fantasear  a  su  antojo  sobre 
este  remotísimo  acontecimiento. 

Según  Bickerton,  así  crecen,  se  multiplican  y  mueren  los  soles,  siguiendo 
una  ley  de  renovación  en  la  que  se  conserva  la  especie  estelar,  como  todas 
las  especies. 


>.^^^- 


\  L_  rto,  K— 


I.  —  Clac  en  falla  o  piel  de  seda  con  tafilete  de  cuero,  de  últi- 
ma moda $  25.- 

2.  —  Chalecos    de    seda    para    frac    o    smoking,    de    última 
moda $  30. — 

3.  —  Camisas  blancas,  pechera  de  piqué,  clase  fina,  con  un  ojal 
y  puños  dobles,  especial  para  frac $      7.50 

4.  —  Guantes    de    cabritilla    blancos,    finos,    con    y    sin    costura 
negra,  a  $  6.—,  5.50,  4.50  y $     4.— 

5.  —  Corbatas  blancas  de  piqué  o  batista,  para  frac.  .    $     0.80 
El  mismo  artículo  en  negro,  diversas  sedas,  a  $  2.20, 2. —  y  $      1 .75 


HARRODS 


ha  recibido  los  últimos  mode- 
los y  gustos  de  moda  en  casi- 
mires  para   trajes   de    medida. 


SERVICIO    DE 
RESTAURANT 

Dejeuner  a  la  carte 
y  prix  fixe 


Sobretodo  de  fina 

vicuña  negra,  gran 

etiqueta,  todo  forrado 

en  seda.  Modelo  de  última  moda.    $    135. —        ^-^)H 
Galeras    de    felpa,    con    las   alas    rulé   y 

dorsé $      25. — 


REVELACIONES 
DEL   OBJETIVO 


ASPECTOS    NUEVOS 
DE  COSAS  CONOCIDAS 


—  I3>I_>-^-S 


CUrO- 


GOBELLNO 
/AUTENTICO  Zn  DUEÑOS  AIRES 


CURIOSO  EJEMPLAR  DEL  AÑO   1657,  EXISTENTE  EN   LA  IGLESIA  DE  SAN  JUAN,  POR   EL  CUAL  HAN  OFRECIDO  LA  SUMA  DE  300.000  FRANCOS 


Terminadas  sus  aventuras  de  «Veinte  años  después»,  nuestro  astuto  Aramís 
visita  cierta  fábrica  de  tapices,  calle  Mouffletard.  junto  al  arroyo  Bievre. 
establecimiento  que  la  historia  denomina  Manufactura  de  los  Gobelino.s. 
La  tristeza  del  patrón  y  el  silencio  del  taller  le  dicen  que  escasean 
los  encargos. 

—  Mucho  aire  de  Fronda.  —  exclama  alegremente  el  mosquetero.  —  mucho 
aire  dañoso,  maestro  Gobelin.  llegó  hasta  este  rinconcillo.  a  pesar  de  todos  los 
tapices  que  fabricáis.  La  guerra  civil  no  ha  dejado  tiempo  a  reyes,  cardenales  y 
señores  para  proteger  el  tejido  artístico,  y  vos.  olvidando  que  Gobelin  significa 
duende  antes  que  tapicero,  lloráis  como  un  bendito.  Yo.  entendido  en 
el  arte  de  tejer  lisonjas,  os  brindo  una  receta  eficaz.  Aprendadla;  fa- 
bricad un  tapiz  eligiendo  para  copiarla  la  tela  más  religiosa  que  ha- 
ya en  el  museo  del  Prado,  pintada  por  un  italiano.  Ana  de  Austria  y 
Mazarino  agradecerán  esta  adulación  de  sus  creencias  patrióticas 
y  cristianísimas.  Y  si  el  tema  alude  a  la  futura  gloria  de  Luis  XIV. 
nuestro  rey.  cualquiera  os  arrebata  un  sonado  triunfo  de  tapicería. 
Siguiendo  la  prudente  advertencia,  escogió  Gobelin  la  «Adora- 
ción de  los  Reyes  Magos»,  anacrónicamente  interpretada  por  el 
Ticiano,  obra  que  en  el  referido  museo  madrileño  tiene  el  nú- 
mero 434.  Durante   1657  estuvo  listo  el  Gobelino. 

¿Por  qué  motivos  iba  en  la  bodega  de  un  navio  español  cap- 
turado en  1818  por  el  comodoro  Chyter,  capitán  corsario  de  la 
corbeta  argentina  «Vigilancia»?  Nada  se  sabe  ni  se  sabrá  mientras 
los  eruditos  no  lo  investiguen  verdaderamente. 

La  «Vigilancia»  lo  trajo  como  botín,  y  arrollado  a  manera  de 
alfombra  se  remató  nuestro  Gobelino,  adjudicándoselo  el  canó- 
nigo don  Pedro  Pablo  Vidal,  mediante  la  suma  de  diez  y  seis 
onzas  peluconas. 
Magnífico  resulta  el  precio  para  un  tapiz  de  suelos,  insigni- 
ficante para  un  tapiz  de  muros.  La  tela 
preciosa    pasó,    generosamente,    de    las  manos   del 
postor   a    las   monjas   capuchinas  de   San    Juan.   El 
obsequio  fué  muy   oportuno,  porque  «sirvió  muchos 
años,  en  la  iglesia,   para  tapar  la  ventana  que  da  a 
la  calle  Alsina  y  proteger   a!   órgano    del  sol  y  de  la 
lluvia-.  Esta  fué  una  de  las  aventuras  más  peligrosas 
llevadas  a  cabo  por  el  andariego  tapiz. 

Hace  unos  cuatro  lustros,  el  entonces  capellán  de 
las  rnonjas,  R.  P.  Francisco  Laphitz.  sacerdote  que 
murió  en  190.5,  después  de  piadosa  vida,  supo  el  valor 
pecuniario  que  el  tesoro  tiene.  Unos  señores  extran- 


EL  P.    FRANCISCO  LA- 
PHITZ. QUE  DESCUBRIÓ 
LA  AUTENTICIDAD  DEL 
TAPIZ 


recuerda. 


jeros   llegaron   a    ofrecerle   300.000    francos    en    buena    moneda    argentina. 

Estaban,  según  se  dice,  comisionados  por  la  Manufactura  de  los  Gobelinos. 

para  rescatar  el  tapiz. 

Aseguraron  que  de  todos  los  fabricados  en  dicho  taller  era  el  sexto  por 

orden    de    mérito   y  el    único    que    falta   para   completar  la  colección    allí 

existente. 

El  R.  P.  Laphitz  rechazó  tas  ofertas,   ordenando    que   el  Gobelino    fuese 

transportado   con    todos    los  honores  a  la  derecha  del  altar  mayor,  donde 

luce  la  majestuosa  obra.  Es  un  tapiz  que  mide  treinta  metros  cuadrados, 
bastante  fiel  reproducción  del  lienzo  de  Ticiano.  el  brillante  colo- 
rista. A  pesar  de  doscientos  cincuenta  y  nueve  años  y  de  mil 
peligros  sufridos,  conserva  perfectamente  la  trama  y  el  tinte. 
La  iglesia  de  San  Juan,  más  afortunada  que  la  Basílica  me- 
tropolitana, cuyo  Van  Dick  fué  substituido  con  una  mala  copia, 
y  que  los  franciscanos,  despojados  de  su  Murillo,  posee  este  tesoro, 
Merced  a  la  piedad  de  santas  mujeres,  estuvo  bien  escondido  y 
bien  a  la  vista,  y  la  honrada  cautela  del  sacerdote  supo  descu- 
brirle y  conservarle. 

Cerca  del  Nazareno  que.  según  tradición  piadosa,  pidió  ser 
alojado  en  tan  hermosa  iglesia:  sobre  la  tumba  del  virrey  don 
Pedro  Meló  de  Portugal  y  Villana,  en  cuyo  cráneo  hicieron  colonia 
las  hormigas,  y  de  su  espada,  «la  cual  era  toda  de  plata,  con  em- 
puñadura de  oro,  se  hizo  una  patena  para  comulgar  la  comuni- 
dad», el  Gobelino  de  los  Reyes  Magos  reposa  por  fin. 

«  La  presencia  da  este  templo,  —  escriba  su  encomiador,  el 
R.  P.  Gregorio  Esprabens,  —  en  uno  de  los  lugares  más  fre- 
cuentados y  más  febricientes,  donde  todas  las  actividades  pare- 
cen concretarse  en  intereses  terrenales,  es  un  llamamiento  a  las 
cosas  del  cielo;  el  aspecto  de  sus  altas  y  austeras  paredes  im- 
presiona al  hombre  a  pesar  suyo,  y  le 
aun   cuando    más     sumido    se     halle     en 

preocupaciones    materiales,    que,    más  allá    de    esta 

vida,    hay    otra    eterna;    que    él   no    sólo  es   carne, 

sino    también     espíritu,    y    que    de   nada    le    sirve 

afanarse    en   acaudalar   riquezas  y   ganar   el  mundo 

todo,  si  con  ello  viene  a  perder  el  alma.  >< 

«  Y,    con     el     alma,     todo     sentimiento     de     ar- 
te i>,     añadimos    nosotros,    aplicando    a    la    estética 

estas     muy     discretas     reflexiones. 

E.   DEL  Saz. 


"K>.^- 


ARTE  FOTOGRÁFICO 


LOS   SAUCES    LLORONES 


—  fc>I-JV'.i=     \    L   1    J-W  — 


jK}mAS  LlTF.DADlW; 


TAPA    «PlVS    Vl.TRA' 


Rodó  es  un  escritor  europeo  nacido  en  América. 
Todos  los  lineamientos  de  su  personalidad  litera- 
ría  acusan  al  típico  hombre  de  letras  de  la  Europa 
contemporánea:  vigor  y  concisión  en  la  idea;  idea- 
lismo clásico  en  el  estilo;  belleza,  ritmo  y  sonori- 
dad en  la  frase:  tal  Jacqueville,  Taine,  Fouillée. . . 

Pero  Rodó  ha  nacido  en  Montevideo.  Y  Amé- 
rica tiene,  por  lo  tanto,  el  derecho  de  gloriarse 
con  tal  hijo. 

Un  día  corrió  el  mundo  de  nuestro  idioma  un 
folleto  nuevo:  chispa  ígnea  que  incendiara  el  ar- 
mazón vetusto  de  un  sistema  dominante  y  mal- 
sano. Alarmó  a  los  rutinarios.  Descorazonó  a  los 
que  medraban  a  tal  sombra.  Los  ídolos  de  barro 
destrozáronse  en  su  caída.  Y  sobre  la  tapa  de  ese 
libro  cinco  letras,  tan  sólo,  formaban  el  título. 
Pero  esas  cinco  letras  decían  — ARIEL — ,.,  o  sea 
la  luz,  la  verdad,  la  justicia;  que  era  lo  que  Amé- 
rica necesitaba  y  lo  que  Rodó,  en  su  libro,  le 
ofrecía, 

i4r/>/ llenó  una  misión  muy  elevada.  El  paname- 
ricanismo, tan  explotado  por  los  Estados  Unidos. 
en  sus  anhelos  de  dominio  continental,  vióse  de- 
tenido en  sus  avances  por  una  repentina  barrera,— - 
la  conciencia,  adquirida  de  improviso,  por  los  pue- 
blos hispanoamericanos,  del  camino  fatal.  Y  era 
Rodó  quien  se  les  presentaba,  con  su  antorcha  en- 
cendida, para  señalarles  el  verdadero  derrotero, 
clarividente  del  porvenir. 

¿Quién  era  entonces  y  quién  es  hoy.  José  Enri- 
que Rodó?...  Antes  de  publicar  Ariel,  su  famosa 
critica  de  la  obra  de  Rubén  Darío  habíale  dado 
renombre  en  cierta  parte  de  América,  y  hasta  en 
España,  mas  sin  la  consistencia  suficiente  para 
consagrarle  inmortal.  Ariel  trájole  una  guirnal- 
da inmarcesible. 

Liberalismo  y  Jacobinismo,  El  Mirador  de 
Próspero  y  Motivos  de  Proteo,  frutos  sucesivos 
de  su  inteligencia,  se  agotaron  después  rápidamen- 
te, al  poco  tiempo  de  aparecer:  —  ¡qué  mejor 
arco  triunfal!  Bajo  él  marcha  hoy.  rumbo  a  la 
gloria. 

El  pueblo  uruguayo  le  llevó  a  una  banca  del 
Congreso,  y  al  ocuparla  renunció  su  cátedra  de  lite- 
ratura en  la  Universidad,  Había  derramado,  desde 
«a  tribuna   fecunda  semilla  que  germinó  en  el  al- 


ma de  las  nuevas  generaciones:  el  anhelo  de  espi- 
ritualizar la  vida,  el  ansia  de  encontrar  las  fuentes 
de  la  verdadera  moral . . . 

Un  intelectual  joven,  de  la  capital  vecina,  me 
decía  una  tarde,  hablando  del  escritor  aludido:  - 
¡Rodó  no  nos  quiere!    ¡Nos  rehuye!  ¡Nos  niega  el 
estimulo  de  su  palabra  y  la  enseñanza  de  su  talento! 
¡Es  un  egoísmo  intelectual! . .  . 

Cuando  pregunté  a  Rodó  sobre  la  verdad  que 
había  en  esos  reproches  circulantes,  me  respondió: 

--  No  hay  nada  de  eso.  Antes  desempeñaba  una 
cátedra.  La  renuncié  por  decoro  personal,  pues  hay 
incompatibilidad  entre  los  cargos  de  profesor  y  di- 
putado. Si  después  de  abandonar  la  diputación,  no 
me  han  vuelto  a  ofrecer  la  cátedra,  no  es  culpa  mía. 
Por  otra  parte,  nunca  niego  mi  consejo  a  los  jóvenes 
literatos  que  me  ¡o  solicitan.  Muchos  de  ellos  podrán 
atestiguarlo.  Han  tenido  siempre  ¡ranea  ¡a  puerta  de 
mi  casa. 

Creo  en  la  sinceridad  de  estas  manifestaciones. 
Sé  que  en  la  vida  privada  Rodó  es  sumamente  irre- 
gular. El  mismo  me  lo  ha  asegurado.  Mas  también 
sé  que  se  preocupa  y  sueña  en  la  orientación  de  la 
juventud  que  se  levanta.  Y  si  su  amor  hacia  ella  es 
discutible,  tal  vez  proviene  de  la  cautela  con  que 
su  espíritu  lo  guarda,  ávido  de  no  trastornar  el 
honesto  silencio  de  su  retiro,  pero  arde  perpetua- 
mente en  su  interior,  como  la  llama  de  los  anti- 
guos altares  paganos. 

De  su  retiro  he  dicho,  y  no  me  rectifico.  El  ilustre 
Rodó  vive,  en  pleno  Montevideo,  desterrado  por 
voluntad  propia,  de  los  círculos  en  que  domina 
esa  farándola  rumorosa  que  llena  las  crónicas  de 
la  vida  social.  No  es  desapego,  tampoco  misantro- 
pía como  algunos  lo  creen;  yo  lo  considero  lógico 
sistema  de  quien  tiene  un  concepto  tan  elevado  de 
la  vida,  como  el  maestro  creador  de  Próspero. 

Y  alegrémonos  de  esa  norma  excéntrica.  El  si- 
lencio y  la  soledad  son  los  genios  familiares  de  los 
grandes  pensadores  y  los  que  más  colaboran  en  la 
unidad  de  su  obra.  Un  nuevo  libro  está  ya  listo  so- 
bre la  mesa  de  trabajo  de  Rodó.  El  será  néctar  y 
bálsamo  para  todas  las  almas  que  se  remontan 
sobre  el  mundo  de  la  medianía.  Nuevos  motivos  de 
Proteo,  que  con  su  enjambre  de  parábolas,  afir- 
marán la  celebridad  de  .su  autor. 


Quizás  el  critico  que  más  haya  preconizado  la 
libertad  en  el  arte  y  la  belleza  de  la  poesía  haya 
sido  Rodó.  En  uno  de  sus  fragmentos  literarios  de- 
cía hace  quince  o  dieciséis  años:  «Tengo  una  /,■ 
profunda  en  la  eficacia  social  y  civilizadora  de  la 
palabra  de  los  poetas;  pero  creo,  ante  todo,  en  la  li- 
bertad, que  Heine  proclamó  «irresponsable»,  de  su 
genio  y  de  su  inspiración.^ 

Y  escribía,  casi  por  el  mismo  tiempo,  en  el  ál- 
bum de  un  artista:  «Alaben  otros,  ¡oh,  poeta!,  la 
perfección  de  tus  ánforas  cinceladas.  Yo  prefiero 
decirte  que  tu  poesía  sabe  hacer  pensar  y  hacer  sen- 
tir; que  tu  verso  tiene  un  ala  que  se  llama  emoción 
y  otra  ala  que  se  llama  pensamiento.» 

Quise  saber  si  seguía  siendo  la  misma  su  opi- 
nión sobre  la  poesía,  y  a  este  respecto  pedisela  en 
una  entrevista  reciente. 

Nunca  he  exigido,  —  díjome,  —  otra  cosa  que 
«belleza»  en  la  obra  del  poeta.  Cuando  nos  hace  gra- 
cia de  ese  don,  vale  decir  cuando  su  obra  es  verdadera 
poesía,  el  poeta  es  irresponsable  y  sagrado.  Ello  no 
quita  que  le  agradezcamos  también  el  bien  y  la  ver- 
dad, si  nos  los  da  por  añadidura. 

Ya  propósito  de  poesía  y  arte,  ¿qué  rumbos 
cree  usted  que  tomará  la  literatura  europea,  des- 
pués de  la  guerra? 

-  -  La  guerra  traerá,  seguramente,  la  renovación 
del  ideal  literario,  como  consecuencia  de  profundas 
modificaciones  en  el  orden  social  y  político.  Pero 
nada  espero  menos  que  el  advenimiento  de  una  lite- 
ratura guerrera,  de  una  literatura  épica  y  marcial. 
Es  posible  que  asuma  este  carácter  la  producción 
literaria  inmediatamente  posterior  a  la  guerra,  pero 
de  modo  efímero  y  sin  inspiración  surgida  de  las 
hondas  entrañas  de  la  conciencia  colectiva.  En  los 
albores  del  pasado  siglo,  las  guerras  de  la  Revolución 
y  del  Imperio  precedieron  a  una  de  las  más  radicales 
transformaciones  literarias  que  recuerde  la  historia. 
Pero  esa  transformación  fué  el  romanticismo:  litera- 
tura nada  guerrera  ni  triunfal;  literatura  en  que  pre- 
dominaron la  intimidad  y  la  melancolía.  Si  la  in- 
fluencia de  la  guerra  actual  ha  de  manifestarse  di- 
rectamente en  el  arte,  creo  que  será  más  bien  para  dar 
expresión  a  su  inmenso  legado  de  dolor,  de  culpa  y 
de  protesta,  que  para  interpretar  sentimientos  de  glo- 
ria marcial  y  de  orgullo  de  raza . . .  Creo  en  una 
literatura  de  tono  espiritual  y  grave. 

El  optimismo  de  Rodó  es  una  flor  misteriosa, 
que  emerge  de  sus  disertaciones  filosóficas  como  el 
loto  sagrado  de  la  India  sobre  las  aguas  azules  del 
Nilo.  Es  respetable  porque  nace  de  una  convicción 
profunda,  de  una  fe  extraordinaria  en  el  porvenir, 
de  una  esperanza  inextinguible  como  la  luz  del  sol. 

El  ideal  de  una  moral  más  noble  y  más  digna 
del  hombre  civilizado  mana  de  las  páginas  precep- 
tivas de  Rodó  como  la  linfa  de  un  manantial  sub- 
terráneo. El  cansancio  que  gravita  sobre  la  especie 
humana,  como  resultado  de  enormes  caudales  de 
energías  malgastadas,  disipase  al  abrevar  el  espí- 
ritu en  esa  fuente  maravillosa  de  salud.  Parece  que 
el  vivir  adquiriese  una  solemnidad  inusitada.  Que 
presidiera  la  armonía  de  nuestras  ¡deas  una  divi- 
nidad de  fisonomía  helénica  como  la  Atenea  ma- 
jestuosa que  coronaba  el  Partenón.  Y  nos  senti- 
mos invadidos  por  una  ola  de  sentimientos  desco- 
nocidos, en  los  que  prevalece  el  anhelo  de  la  jus- 
ticia: arrastrados  por  ráfagas  espirituales;  ascen- 
didos por  unas  alas  impalpables  y  poderosas,  que 
son  las  de  Ariel  desplegadas  como  a  conjuro  en 
nuestros  hombros.  Tal  es  el  milagro  de  la  filosofía 
idealista  del  pensador  uruguayo:  ¡nave  empave- 
sada por  la  gloria,  que  nos  lleva,  del  mundo  mate- 
rial, hacia  el  reino  celeste  de  la  luz  y  la  belleza! 

De  Rodó,  en  Montevideo,  y  sin  que  ello  sea  irre- 
verente para  su  persona,  suele  decirse  que  es  un 
hombre  huraño,  desdeñoso  y  grave,  que  esquiva 
las  visitas  y  establece  una  muralla  glacial  entre 
él  y  el  pueblo,  con  sus  modalidades.  Yo  contesté 
a  uno  de  los  que  tales  reproches  hacían,  que  tam- 
bién las  águilas  son  taciturnas  y  enemigas  de  la 
asociación;  que  viven  en  las  rocas  áridas  y  escar- 
padas, como  en  perpetuo  ensueño;  que  vuelan  so- 
las porque  tienen  confianza  en  sus  alas:  y  que,  tal 
como  ellas  en  el  mundo  de  las  aves,  suelen  serlas 
águilas  de  la  inteligencia  en  el  mundo  moral  de 
los  hombres:  ¡Conquistadoras  de  un  imperio  so- 
litario! 

Caupolicán, 

1916. 


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(Fragmento  inédito  de  los  «Nuevos  motivos 
DE  Proteo») 

El  pythónico  Astiages,  proscripto  por  tiranos 
cuya  ruina  predijo,  vivía,  ciego  y  caduco,  en  la 
soledad  de  unas  montañas  riscosas.  Le  acompa- 
ñaban y  valían  una  hija,  dulce  y  hermosa  criatura, 
y  un  león,  adicto  con  fidelidad  salvaje  al  viejo 
mago  desde  que  éste,  hallándole,  pasado  de  una 
saeta,  en  el  desierto,  le  puso  el  bálsamo  en  la 
herida. 

De  la  hija  de!  mago  decía  la  fama  una  sin- 
gularidad que  era  sobrenatural  privilegio:  con- 
taban que  en  lo  hondo  de  sus  ojos  serenos,  si  se 
les  miraba  de  cerca,  en  la  sombra  de  la  noche, 
veíase,  en  puntual  aunque  abreviado  reflejo,  el 
firmamento  estrellado,  y  aun  cierta  vaga  luz,  ul- 
terior al  firmamento  visible,  que  era  lo  más  mis- 
terioso  y   sorprendente   de   ver. 

Ciaxar.'sátrapa  persa,  que  removía  en  el  tedio  de 
la  saciedad  las  pavesas  de  su  corazón  estragado,  ardió 
en  deseos  de  hacer  suya  a  esta  mujer  que  en  el  miste- 
rio de  sus  ojos  llevaba  la  gloria  de  la  noche.  Todas  las 
tavdes,  acompañada  de  su  león,  iba  la  doncella  en 
busca  de  agua  a  una  fuente,  que  celaba  el  corazón 
bravio  de  un  monte.  Ciaxar  hizo  emboscarse  allí 
soldados  suyos,  y  para  el  león,  fué  un  sabio  nigro- 
mante con  ellos,  que  prometió  dominarle  con  su 
hechizo.  Aquella  tarde  el  león  se  adelantó  como 
siempre  a  explorar  la  orilla  breñosa,  y  no  bien 
hubo  asomado  la  cabeza  entre  las  zarzas,  recibió 
en  ella  emponzoñada  aspersión,  que  le  postró  al 
punto  sumido  en  un  letárgico  sueño.  Cuando,  ig- 
norante y  confiada,  llegó  su  dulce  amiga,  precipi- 
táronse ios  raptores  a  apresarla,  buscó  ella  con 
espanto  a  su  león,  se  abrazó  trémula  al  cuerpo 
inane  de  la  fiera,  y  al  reparar  en  que  yacía  sin 
aliento,  dejó  caer  sobre  el  león  una  lágrima,  una 
sola,  que  se  perdió,  como  el  diamante  que  cayese 
dentro  de  pérsica  alcatifa,  en  la  espesura  de  la 
melena  antes  soberbia,  ahora  rendida  y  lánguida. 

Ya  apoderados  los  esclavos  de  la  hermosura  que 
codiciaba  su  señor,  e!  nigromante  decidió  llevarle 
por_su  parte  otra  presea.  Aproximóse  con  hiera- 
tico  gesto  al  león  dormido,  tendió  hacia  él  las  ma- 


nos imponentes  mientras  decía  un  breve  conjuro, 
y  el  león,  sin  cambiar  una  línea  en  forma  ni  acti- 
tud, trocóse  al  punto  en  león  de  mármol;  tal,  que 
era  una  estatua  de  realidad  y  perfección  pasmosas. 
Cortaron  bajo  la  estatua  un  trozo  de  tierra,  que, 
convertida  en  mármol  también,  sirvió  al  león  de 
zócalo  o  peana,  y  con  tiro  de  bueyes  llevaron  al 
animal  petrificado  al   palacio  del  señor. 

Cuando  apartó  éste  su  atención  de  la  cautiva,  ad- 
miró al  león  y  quiso  que  se  le  pusiera,  como  símbolo, 
en  frente  de  su  lecho.  León  que  duerme,  potestad 
que  reposa.  Desde  alta  basa,  bajo  el  bruñido  enta- 
blamento, quitando  preeminencia  a  los  unicornios 
de  pórfido  que  recogían,  a  ambos  lados  del  lecho, 
las  alas  de  espeso  pabellón  de  púrpura,  el  león,  en 
actitud   de   sueño,  dominó   la  estancia  suntuosa. 

Pero  en  lo  interno  de  esa  estatua  leonina  algo 
lento  e  inaudito  pasaba.  . .  Y  es  que,  en  el  instante 
del  hechizo,  a  tiempo  de  cuajarse  en  mármol  la 
melena  del  león,  la  lágrima  que  dentro  de  ella 
había  se  congeló  y  endureció  con  ella  y  quedó 
trocada  en  dardo  diamantino  y  agudo.  La  lágrima 
entrañada  en  el  mármol  fué  como  gota  de  un  fuego 
inextinguible  dentro  de  durísimo  hielo;  fué  como 
imantada  flecha  cuyo  norte  estuviese  en  el  petri- 
ficado pecho  del  león.  La  lágrima  gravitaba  al 
pecho,  pero  venciendo  a  su  paso  resistencias  de 
substancia  tan  dura  que  cada  día  avanzaba  un 
espacio  no  mayor  que  uno  de  los  corpúsculos  de 
polvo  que  hace  desprenderse,  del  mármol  en  tra- 
bajo, el   golpe  del   martillo.   No  importa:   bajo  la 


quietud  e  impasibilidad  de  la  piedra,  en  silencioso 
ambiente  o  entre  los  ecos  de  la  orgía,  cuando  las 
dichas  y  cuando  las  penas  del  señor,  la  lágrima 
buscaba  el  pecho. 

¿Cuánto  tiempo  pasó  antes  que  con  su  lenta 
punzada  atravesase  la  melena,  hendiera  la  cerviz 
sumisa,  penetrase  al  través  del  espacioso  tórax,  y 
llegase  a  su  centro,  partiendo  el  corazón  endure- 
cido? 

Nadie  puede  saberlo.  .  .  Era  alta  noche. 
Hondísimo  silencio  en  la  estancia.  Sólo  la  vaga 
luz  que  alimentaba  el  aceite  de  una  copa  de  bronce. 
Bajo  la  púrpura,  el  señor,  decrépito,  dormía.  De 
pronto  hubo  un  rumor  como  de  levísimo  choque; 
duro  latido  pareció  mover,  al  mismo  tiempo,  el 
pecho  del  león  y  propagarse  en  un  sacudimiento 
extraño  por  su  cuerpo.  Y  cual  si  resucitara,  todo 
él  revistióse  en  un  instante  de  un  cálido  y  subido 
tinte  de  oro;  en  el  fondo  de  sus  ojos  abiertos 
apuntó  roja  luz,  y  la  mustia  melena  comenzó  a 
enrularse  como  un  mar  en  donde  el  viento  hace 
ondas.  Con  empuje  que  fué  al  principio  desperezo, 
después  movimiento  voluntario,  luego  esfuerzo  ira- 
cundo, el  león  arrancó  del  zócalo  los  tendidos  ja- 
rretes, que  hicieron  sangre,  manchando  la  blan- 
cura del  mármol,  y  se  puso  de  pie.  Quedó  un  mo- 
mento en  estupor;  la  ondulante  melena  encres- 
póse de  un  golpe;  rasgó  los  aires  el  rugido,  como 
una  recia  tela  que  se  rompe  entre  dos  manos  de 
Hércules.  . .  Y  cuando  tras  un  salto  de  coloso  las 
crispadas  garras  se  hundieron  en  el  lecho  macizado 
de  pluma,  quien  estuviera  allí  sólo  hubiera  visto 
bajo  de  ellas  una  sombra  anegada  en  un  charco 
de  sangre  miserable,  y  hubiera  visto  después  los 
unicornios  de  pórfido,  las  colgaduras,  los  tapices, 
los  vidrios  de  colores,  los  entablamentos  de  cedro, 
los  lampadarios  y  trípodes  de  bronce,  que  rodaban, 
en  espantosa  confusión,  por  la  estancia,  y  el  león 
rugiente,  que  revolvía  el  furor  de  su  destrozo  entre 
ellos,  mientras  la  lágrima,  asomando  fuera  de  su 
corazón,  como  acerada  púntale  teñía  el  pecho  de 
sangre. 

José  Enrique  Rodó. 

DIBUJO    DE    Al.VAREZ. 


—  i:^l_/>^'i=i    xi.'i"u.-v — 


Me  propongo  ofrecer  a  los  lectores  de  Plvs 
Vltra  algunas  semblanzas  ilustres  de  la  vida 
intelectual  española,  y  exponer  el  pensamiento 
actual  de  esos  hombres  eximios.  Procuraré  tam- 
bién que  me  expresen  sus  ideas  o  impresiones 
acerca  del  país  argentino. 

Necesario  es  comenzar  por  don  Benito  Pérez 
Caldos.  Es  la  primera  figura  de  las  letras  caste- 
llanas, lo  mismo  de  España  como  de  América.  Su 
prestigio  es  total,  pleno  y  absoluto.  Su  nombre 

está  consagrado  por  la  devoción  de  dos  generaciones.  Y  su  obra  es  tan 
grande,  tan  extensa,  tan  abrumadora,  que  ante  ella,  verdaderamente,  sólo 
cabe  el  prosternarse  y  enmudecer. 

Yo  he  visitado  ahora  a  Pérez  Caldos  en  el  teatro  «Infanta  Isabelí,  allá 
dentro,  entre  los  bastidores,  en  un  cuchitril  angosto,  lleno  de  humo  de 
tabaco.  En  el  escenario  se  representaba  el  último  drama  del  maestro:  Sor 
Simona.  Y  atravesando  el  desorden  de  las  bambalinas,  haciéndome  camino 
a  través  de  los  comparsas  y  los  actores,  penetro  en  aquel  cuchitril  donde 
varias  personas  hablan  a  gritos  sobre  temas  insustanciales.  Y  allí,  hundi- 
do en  un  sillón,  descubro  a  un  anciano...  Un  anciano  silencioso,  abatido, 
maltrecho.  Tiene  siempre  su  cigarro  de  hoja  entre  los  dedos.  Pero  el  ciga- 
rro, el  inevitable  cigarro  galdosino,  parece  ahora  un  símbolo  veraz:  está 
apagado.  Sobre  los  ojos  del  maestro  negrean  los  cristales  ahumados  de  unas 
gafas.  El  maestro  no  ve.  El  también  está  apagado.  ¡Ciego! 

Yo  resisto  bastante  bien  la  vista  de  los  espectáculos  deplorables.  Pero 
al  enfrentarme  bruscamente  con  aquella  ruina  corporal,  al  contemplar  el 
hombre  amado,  el  hombre  admirado,  y  verlo  tan  caido,  tan  viejo,  tan  de- 
rrotado, en  el  fondo  del  sillón,  confieso  que  siento  el  raro  temblor  que  suele 
preceder  a  las  lágrimas. 

Me  tiende  la  mano  huesuda  y  yo  me  inclino  hasta  el  suelo.  Me  ofrece 
una  silla  a  su  lado.  Hablamos. 

Pero  la  palabra  de   Caldos,   que  nunca  fué    abundante   y  elo- 
cuente, ahora  es  corta  y   breve.    A  veces  siento   que  se   dirigen 
hacia  mi  rostro  los  dos  círculos  negros  de  sus  gafas;  quiere  ver 
como  antes:  quiere  estudiar  el  gesto  del  interlocutor  con  su  cu- 
riosidad de  psicólogo  y  de   novelista.  Pero,  ante  la  imposibili- 
dad, el  maestro  desiste.  Sus  ojos  no  ven.  El  alma  debe  conten- 
tarse con  mirar  hacia  dentro. . . 

Yo  hago  referencia  al  drama  que  se  acaba  de  estrenar.  /"^^^^ 

Y  el    maestro,    casi   con   una   pueril    arrogancia,    dice: 

—  Es  verdad,    la  obra   está   ahi;   hace   su   camino. 
Ahora  me  preparo  a  escribir  otra  comedia.    Al  mis- 
mo tiempo  estoy  ordenando  los  apuntes  para  una 
novela. 

Dice  esto,  y  enmudece.  Yo  me  callo  también. 

Y  aprovecho  esta  corta  pausa  para  hacer  mental- 
mente ciertos  cálculos  de  orden  estadístico. 
¿Cuándo  nació  Pérez  Caldos?  El  año  1843.  Cuenta 
hoy  una  edad  aproximada  de  73  años.  Sus  obras 
novelescas,  teatrales  y  criticas  son  más  de  100. 

Cuando  un  hombre  ha  dado  a  la  patria  y   a 
la  humanidad  un  centenar   de   libros    densos, 
fuertes,  y  algunos  de  ellos  geniales,  parece  que 
esc  hombre  debía  tener  derecho  al  descanso. 
Pero   don    Benito    Pérez    Caldos   no  puede 
descansar.    Carece  de  fortuna;  no  tiene  ren- 
tas.   Como  el   muchacho    que    empieza   su 
carrera,  Pérez  Caldos  necesita  trabajar  para 
vivir;  y  entrega  su  obra  a  los  cómicos  o  los 
editores  con  la  prisa  de  quien  anda  poco  abun 
dan  te  de  dinero. . . 

No  culpemos  a  nadie,  sin  embargo.  Cúlpese 
la  fatalidad  del  artista,  que  recibe  de  los  dioses 
tantas  mercedes,  pero  no  recibe  la  facultad  ad- 
ministrativa. El  dinero  ganado,  que,  sin  duda,  lle- 
ga a  una  suma  considerable,  Pérez  Caldos  lo  ha 
visto  pasar  por  sus  manos  y  huir  aprisa.   No  ha 
sabido  retener.   Ha  desconocido  la  virtud  que  en 
tal  grado  poseen  otros.  Ahora  le  sorprende  la  ve 
jez,  la  ceguera. . .  Con  sus  gafas  negras  y  su  ci- 
garro apagado,  el  maestro  monta  en  un  coche  de 
alquiler  y    va    al   teatro,    a   asistir   al   es 
treno  de  sus  obras.  Cuando  muera,  se  le 
hallará  frente  a  su  secretario,  dictando 
una  escena  o  el  capitulo  de  un    libro. 

De  repente  surge  la  palabra  fatal:  la 
guerra.  El  maestro  se  incorpora,  como 
al  impulso  de  un  estímulo  poderoso.  Y 
me  expone  con  calor  su  teoría.  Es  la 
teoría  del  intelectual  que  pone  el 
porvenir  del  mundo  en  dos  na- 
ciones vigilantes:    Francia  e  . 
Inglaterra.    Su    literatura 
se    ha    nutrido   en  la  ad 
miración  de  Balzac,  Sha- 
kespeare   y    Dickens. 
Adora    a    Inglaterra 
y    ama    a    Francia. 
En     cuanto     a    su 
criterio    político, 
necesariamente   se 
inclina  del  lado  de 
los  aliados. 

—  Estas    cosas 
no    es    prudente 
discutirlas, — ex- 
clama.   —     La 
guerra  nos  ha 
dividido  a  to- 
dos.   Yo   res- 
peto el  parecer 


de  mis  amigos...  Pero  mi  opinión  es  cerrada, 
invariable  y  fervorosa:  quiero  y  espero  el  triunfo 
de  los  aliados,  para  bien  de  la  justicia  y  de  las 
libertades  humanas. 

El  maestro  se  calla  ante  el  imperio  de  unas  vo- 
ces horribles. .  .  En  el  cuchitril  lleno  de  humo  ha 
entrado  un  cómico  dando  gritos.  Viene  con  el  ros- 
tro pintado  y  acaba  de  abandonar  la  escena.  Se 
queja  de  uno  de  esos  agravios  de  entretelones, 
fieros  agravios  de  cómico  que  son  más  violentos 
que  un  ciclón.  El  cuartucho  donde  estamos  todos  se  ve  en  seguida  colma- 
do de  gentes  que  gritan  y  discuten.  Entran  hombres  disfrazados,  pintados, 
vociferando  como  energúmenos.  Uno  de  ellos  trae  uniforme  antiguo  de  mi- 
litar, con  un  sable  de  guardarropía  al  cinto.  Es  quien  más  fuerte  vocifera, 
y  temo  que  el  airado  cómico  desenvaine  su  arma  mohosa  y  comience  a 
pegar  planazos. . . 

Entretanto,  el  maestro  Pérez  Caldos  queda  hundido  en  su  sillón,  co- 
mo un  barco  viejo  en  mitad  de  un  remolino.  Sus  73  años  de  edad,  sus  ojos 
enfermos  y  sus  cien  obras  literarias,  no  son  bastante  causa  para  eximirle 
de    tan    deplorables   momentos. 

Yo  me  coloco  frente  a  é!,  para  recibir  en  mi  cuerpo  pecador  las  posi- 
bles arremetidas  del  cómico  energúmeno  o  los  torpes  empellones  de  aque- 
llos exaltados.  Pero  la  borrasca,  cosa  al  fin  de  cómicos,  se  apacigua  repenti- 
namente. El  director  de  escena  acude,  dando  órdenes.  Todos,  rezongando, 
desaparecen. 

Quedamos  otra  vez  entregados  a  nuestra  charla,  y  yo,  mientras  escucho 
las  palabras  un  poco  lentas  y  opacas  del  maestro,  lanzo  a  volar  mi  imagi- 
nación por  la  generosa  tierra  argentina.  [Cuántos  brazos  efusivos  y  fervo- 
rosos se  tenderían  en  Buenos  Aires  para  recibir  al  maestro,  si  el  maestro 
quisiera  cruzar  el  Atlántico! . . . 

Hablamos,    pues,    de    la   Argentina,    y   el    maestro  hace  alusión 
a  los  muchos  amigos   que  desde   las  riberas  del   Plata  le  escriben 
constantemente.    Dedica  un   recuerdo  a  don  Roque  Sáenz  Peña, 
con  quien  tuvo  lazos  de  cariñosa  amistad. 
De  repente,  yo  exclamo: 

Dígame,  don  Benito,  ¿por  qué  no  se  decide  usted  a  visitar 
la  Argentina?.  .  . 

El    señor     Pérez     Caldos    no     muestra     sorprenderse 
mucho     por     la     temeraria    propuesta.     Y    dice    sencilla- 
mente: 

. —  Yo    haría    ese    viaje    muy    gustoso.     Siempre 
he  tenido    el    propósito    de    hacerlo.     Amo    a     la 
noble  América...    ¡Pero  me  falta  salud,  me  fal- 
ta la  vista! 

Yo  me  atrevo  a  insistir,  y  agrego: 
—    Maestro,     sus    objeciones     no    tie- 
nen    bastante    fuerza.     Un     viaje    por 
mar    se    realiza    actualmente    con     in- 
creíbles   comodidades.     Seria    usted 
transportado     dulcemente     por    un 
magnífico     transatlántico     español,     y 
al    pisar    el    suelo    argentino,    miles    de 
admiradores    le   acogerían   en    sus   bra- 
zos,    miles    de    corazones    harían    que 
fuese  allí  su  existencia  la  más  suave, 
la  más  cordial,  la  más  entusiasta... 
Y  el  maestro  dice,  vacilando: 
—  En  realidad,  a  mi  no  me  asusta 
el  viaje.  Soy  un  viajero  empederni- 
do. No  me  mareo,  no  sufro  en  el 
mar. .  .    ¿Pero  qué  haría  yo  en  aquel 
país  agitado  y   laborioso?  Mis  cos- 
tumbres   son    frugales;    me    acuesto 
temprano;    mi   comida   es   insignifican- 
te;   carezco    de    aptitudes    oratorias. 
¿Qué  haría  yo  allí,  entonces?. . . 

—  No   haría   usted    nada   de  excep- 
cional,   don    Benito.   Se   dejaría  usted 
agasajar.     Mostraría    usted    su    figura 
venerable,    haría   usted    oir   su    voz 
amada  a   sus   devotos   de   allá   abajo. 
Sería    usted    el    verdadero    mensajero 
del     espíritu    español    contemporáneo, 
que    se   ofrecería  a  los  pueblos  nuevos 
como    una     ofrenda    de    hermandad 
profunda   y    pacífica...     ¿Por    qué    no 
atreverse? 

Y  el  maestro,  tal  vez  íntimamente 
convencido,  murmura: 

-No  sé,  no  sé...  Habría  que 
pensarlo.  Soy  viejo,  necesito  que  me 
ayuden  para  dar  un  paso . . .  ¡Déjeme 
que  lo  piense! 

Yo  insisto  todavía: 

Y  bien,  maestro;  si  otros  organi- 
zasen su  viaje,  para  que  usted  no  su- 
friese mucha  incomodidad,  ¿se  arries- 
garía? . . .  ¿Puedo  decir  a  los  lectores 
argentinos  la  última  palabra  deci- 
siva? 

-  Dígales  que  el  proyecto  me  se- 
duce. Pero  que  necesito  reflexionar... 
Esto  me  ha  dicho  don  Benito  Pé- 
lez  Caldos,  el  maestro  de  la  literatura  cas- 
tellana. Yo  traslado  sus  palabras  al  público 
argentino.  El  viaje  del  ilustre  escritor  seria 
cuestión  de  un  poco  de  empeño  y  de  un 
liviano  esfuerzo  de  voluntad. 

José  M.'^  Salaverría. 

Madrid,  marzo  <ie  1916. 


Í2>X- 


RUBÉN    DARÍO 

F'ASTEL   DE   ALONSO 


Su  rostro  era  parecido  al  de  Beethoven.  Sus  estrofas  son 
también  suaves  y  fuertes,  como  las  cadencias  del  genial 
músico.  Porque  ostentaba  en  su  faz  y  en  su  arte  e!  sello  de 
la   grandeza.    Fué  un    creyente    descreído     un    millonario 


excéntrico  que  pedía  limosna  de  amor  para  los  humildes, 
imitando  a  los  monjes  mendicantes.  Creímos  en  él,  y  le  re- 
servamos el  mejor  sitio  de  nuestras  páginas,  sin  sospechar 
que  pronto  le  habríamos  de  rendir  este  último  homenaje. 


— i=>i.^v^  >v  L'rrs.^x- 


IIL    DUfO.N 
ÜE^TAUIiADOUL 


cfcM 


El  día  25  de  mayo,  ese  día  que  en  otro  tiempo 
considerábamos  como  un  día  de  gratas  expansio- 
nes patrióticas,  de  ardorosas  y  heroicas  reminis- 
cencias, era  una  fecha  en  que  el  entusiasmo  patri- 
cio no  tenia  límites:  y  entre  las  manifestaciones 
del  gobierno  y  del  pueblo  con  que  se  saludaba  la 
salida  del  sol.  además  de  las  salvas  de  artillería 
y  de  las  estruendosas  fanfarrias  militares,  prima- 
ban las  numerosas  corporaciones  de  los  alumnos 
de  los  colegios,  vestidos,  imitando  el  traje  de  Adán. 
como  los  indios  del  Amazonas  o  del  Orinoco,  con 
taparrabo  de  plumas  y  corona  de  lo  mismo  en  la 
cabeza  y  el  carcax  lleno  de  flechas  a  la  espalda. 
Asi  eran  conducidos,  tiritando  de  frió,  hasta  el 
pie  de  la  pirámide,  a  cantar  en  coro  el  himno  na- 
cional. 

Era  este  el  día  en  que  mi  tía  la  señora  doña 
Angela  de  las  Muñecas  elegía  para  sus  patricias 
manifestaciones,  que  con  un  orgullo  colonial  tras- 
cendían al  público. 

Adornaba  las  ventanas  de  su  casa  con  colga- 
duras de  damasco  punzó,  y  en  la  noche  con  una 
multitud  de  faroles  de  colores,  pues  bien  sabía 
ella  que  en  ese  día  se  presentaría  don  Eusebio  de 
la  Santa  Federación  a  traerle  el  piramidal  y  mo- 
numental ramillete,  galante  obsequio  del  dictador 
argentino .  general  don  J uan  Manuel  Ortiz  de  Rosas. 


Don  Eusebio  de  la  Santa  Federación  constituía, 
con  su  estructura  original,  el  bufón  predilecto  del 
señor  feudal  de  Palermo,  y  en  más  de  una  ocasión 
con  alguna  chocarrería  intervino  atrevidamente 
en  las  recepciones  diplomáticas  y  en  otros  asun. 
tos  análogos,  donde  su  cuerpo  curtido,  como  co- 
rrección, recibió  una  tunda  de  puntapiés. 

Antes  de  ejecutar  su  retrato  enlazando  las  re- 
miniscencias de  la  edad  temprana  con  el  trasunto 
del  pintor  Carrandi.  haremos  una  prolija  relación 
de  sus  múltiples  y  disparatados  títulos. 

«  General  de  la  provincia.  Conde  de  la  estancia 
del  Vino,  Albacea  y  tutor  de  los  bienes  de  don  Juan 
Manuel  de  Rosas  por  derecho  juramento  a  la  ver- 
dad. Comprometido  con  la  señorita  Manuelita 
Rosas,  Majestad  de  la  tierra.  Conde  de  Martín 
García.  Señor  de  las  islas  Malvinas,  General  de 
las  Californias.  Duque  de  la  quinta  de  Palermo 
de  San  Benito.  Gran  mariscal  de  la  América  de 
Buenos  Aires.» 

Alguna  vez  llevaba  un  casco  dorado  con  las 
armas  de  la  patria,  capa  de  paño  pardo  con  cuello 
y  vueltas  de  terciopelo  punzó,  uniforme  azul  con 
vivos  rojos,   adornado  con  nueve  medallas  rosa. 

Como  se  ve.  no  le  faltaban  fantásticos  y  dispa- 
ratados oropeles  al  favorito  loco,  cuyo  traje  iba 
en  armonía  con  el  delirio  de  las  grandezas  que  lo 
obsesionaban. 

Don  Eusebio  era  un  zambo  de  regular  estatura 
y  de  facciones  obscuras  y  grotescas.  Nariz  algo 
achatada,  frente  estrecha  y  deprimida,  labios  las- 
civos, gruesos,  morados,  como  tinta  violeta,  ojos 
chicos,  pardos,  lánguidos  y  sin  brillo,  y  pelo  y  bar- 
ba entrecanos,  duros  como  cerda. 

Sobre  su  cabeza  de  asno  domado  llevaba  un 
sombrero  elástico  de  obscurecidos  galones  en  el 
borde  superior,  y  plumachos  viejos  de  todos  colo- 
res, y  en  la  extremidad  de  atrás  colgaba  una  llave 
de  hierro  con  que  cerraba  las  puertas  del  castillo 
de  Palermo. 

Una  casaca  de  vetusto  uso  y  remendada,  que 
en  otra  época  fué  de  paño  azul  obscuro,  hoy  des- 
colorido, con  el  cuello  y  botamangas  punzó,  pre- 
sentaba las  incurias  devastadoras  del  tiempo;  los 
faldones  le  acariciaban  los  ladeados  talones.  Asi- 
mismo, pendían  de  sus  robustos  hombros  unas  des- 
hechas charreteras,  obscuro  el  oro  por  la  vejez  sin 
fecha,  que  hacía  pendant  con  una  gran  placa  y 
grandes  medallas  de  latón  que  entrechocaban  al 
caminar,  en  su  resaltante  pecho,  tan  fuerte  como 
el  de  un  toro.  La  casaca  nunca  la  llevaba  pren- 
dida, con  el  coqueto  intento  de  hacer  resaltar  su 


rojo  chaleco,  prendido  con  una  botonadura  varia- 
da de  todos  colores.  Un  pantalón  blanco,  abierto 
abajo,  con  botones  de  metal,  y  adornado  con  una 
vetusta  franja  de  oro,  concluía  la  estrafalaria  in- 
dumentaria de  este  imbécil  bufón  del  tirano. 


Rodeado  de  pilletes  de  la  calle,  se  presentaba 
don  Eusebio  en  la  casa  de  mi  tía,  la  señora  doña 
Angela  de  las  Muñecas,  llevando  con  marcado 
esfuerzo  en  sus  robustas  manos  el  famoso  pirami- 
dal ramillete,  fino  obsequio  del  dictador  argentino. 

La  señora,  llena  de  alborozo,  salía  a  recibirle: 
entonces  el  enviado  extraordinario,  tomando  un 
desplante  original  y  una  apostura  de  arrogancia 
extrema,  con  un  énfasis  bárbaro  de  diabólicas 
contorsiones,  le  endilgaba  el  siguiente  discurso, 
donde  no  escaseaba,  de  cuando  en  cuando,  revo. 
loteadas  de  ojos,  de  esos  ojos  que  parecían  que 
acababan  de  dormir  una  mona,  que  tanto  se  pa- 
recían a  los  de  un  carnero  ahogado. 

«  Señora  de  la  mayor  respetabilidad  americana 
y  «urupea».  El  ilustre  restaurador  de  las  leyes  y 
general  de  los  ejércitos  argentinos  y  de  las  Amé- 
ricas.  mi  excelentísimo  padre  y  guardián,  me  man- 
da que  te  venga  a  ver  porque  sos  una  patriota 
como  no  hay  muchas,  pues  tu  hermano  y  padre 
santo  no  reculó  ni  la  pisada  de  un  chimango  a  los 
godos,  y  por  eso  lo  capugiaron  y  está  ya  muy  «so- 
segao»  en  el  sanjón  debajo  de  tierra,  y  por  eso  el 
general  de  las  Américas,  mi  padre  el  rey  de  Paler- 
mo de  San  Benito,  le  manda  este  ramillete  tan 
«pesao»  que  vengo  pujando  como  un  animal  y  ape- 
nas lo  puedo  aguantar,  para  que  a  su  «salú»  lo 
coman   con   gusto.  » 

La  señora,  muy  conmovida,  a  pesar  de  la  gro- 
sera estructura  del  discurso  y  de  la  figura  de  pasi- 
va locura  del  interlocutor,  le  daba  efusivas  gra- 
cias, deseándole  mucha  prosperidad  en  el  gobierno 
y  mucha  salud  a  la  real  persona  de  don  Juan  Ma- 
nuel, y,  por  último,  le  enviaba  cariñosos  recuerdos 
a  Manuelita. 

Don  Eusebio  daba  media  vuelta  como  si  fuera 
un  soldado,  y  se  retiraba  marcando  fuertemente 
el  paso  y  haciendo  sonar  los  tacos  de  sus  zapato- 
nes. Entonces,  ¡oh  dulce  dicha!,  nos  llegaba  el  tur- 
no a  nosotros  los  infantiles  sobrinos,  y  mi  santa 
tía,  a  pesar  de  la  energía  del  primer  momento, 
apenas  podía  defender  el  ramillete,  que  al  fin  caía 
en  nuestras  genízaras  manos,  y  cada  uno  de  los 
pequeños  vándalos  salía  con  ellas  embadurnadas 
de  almíbar,  cabello  de  ángel,  deshechos  merengues, 
bombones  y  otras  golosinas. 

Desprendida  y  bondadosa  como  era  mi  tía  An- 
gelita,  repartía  el  ramillete  entre  todos  sus  sobri- 
nos y  allegados. 

Y  es  por  esta  galantería  del  dictador  argentino 
que  aprendimos  de  ella  a  denominarlo  «Ilustre 
restaurador   de   las   leyes.» 

¡Ah!  Con  qué  ansiedad  e  impaciente  alegría, 
días  antes,  esperábamos  el  día  de  la  Patria.  Ese 
25  de  mayo  del  ramillete. 


José  Ignacio  Garmendia. 


DIBUJO   DE    ALONSO. 


•El  general  Garmendia  nos  recibe  en  el  amplio 
hall  de  su  casa.  Hemos  interrumpido  su  matinal 
lectura  de  diarios,  y  no  es  nuestra  visita,  por  lo 
visto,  de  las  que  más  le  agradan,  a  juzgar  por  el 
gesto  con  gue  observa  que  tras  de  mí  entra  en  la 
casa  el  fotógrafo  y  su  ayudante,  armados  de  má- 
quinas, trípodes  y  demás  bártulos  del  oficio. 

Frente  al  arrogante  militar,  de  gesto  adusto  y 
ademán  enérgico,  sentimos  una  necesidad  irresis- 
tible de  cuadrarnos  como  tristes  reclutas.  Le  ofre- 
cemos, con  mano  temblorosa,  una  tarjeta,  que 
acredita  nuestra  insignificante  condición  de  cro- 
nistas, y  apenas  si  nos  atrevemos  a  balbucir  pa- 
labra. 

El  general  nos  mira  de  pies  a  cabeza,  haciéndo- 
nos pasar  un  momento  de  verdadera  angustia. 
Sospechamos  fracasada  nuestra  interesante  nota, 
con  el  agravante  de  ser  sacados  de  allí  tal  vez 
a  culatazos. 

Los  retratos  de  nobles  caballeros,  viejos  ante- 
pasados del  general,  que  cuelgan  de  las  paredes, 
parecen  animarse  y  cobrar  vida,  para  clavar  en 
nosotros  la  mirada  fiera,  increpándonos  por  el 
audaz  atrevimiento  cometido. 

Pero  he  aquí  que  nuestra  zozobra  pasa,  al  escu- 
char la  palabra  del  valiente  patriota  que,  alar- 
gándonos la  mano  que  tan  gloriosamente  empu- 
ñara la  espada  en  cien  combates,  nos  hace  sentar 
a  su  lado. 

—  Y  bien,  amigo,  ¿qué  es  lo  que  quiere? 

—  Queremos,  general,  que  nos  enseñe  su  colec- 
ción de  armas  históricas,  y  nos  permita  hacer  de 
ella  una  reseña  en  las  páginas  de  Plvs  Vltra. 

—  Bien;  está  bien.  Tengo,  en  efecto,  muchas 
armas...  cerca  de  novecientas.   Vengan  por  acá. 

Seguimos  al  general  y  recorremos  con  él  las 
salas  de  armas,  materialmente  abarrotadas  de  sa- 
bles, espadas,  pistolas,  lanzas,  cascos,  corazas,  ban- 


deras  y  fusiles,  y  volvemos  a  tener  nuevos  sobre- 
saltos rodeados  de  tanto  material  bélico,  no  tar- 
dando en  sentir  los  escalofríos  de  la  emoción  al 
ver  desfilar  ante  nuestros  ojos  las  gloriosas  joyas 
que  el  general  Garmendia  nos  enseña  y  cada  una  de 
las  cuales  evoca  una  página  de  la  hisioria  patria. 

—  Aquí  tienen  —  nos  dice  —  dos  espadas  del 
general  San  Martín.  Esta  me  la  regaló  mi  amigo 
inolvidable,  el  doctor  Quintana;  fué  un  obsequio 
del  libertador  al  gobernador  Luzuriaga.  Esta  otra 
me  la  mandó  don  Gonzalo  Bulnes,  y  fué  la  que 
usó  San  Martín  en    Bailen. 

—  Estas  dos  pistolas  —  nos  dijo  —  están  hechas 
con  hierro  del  aerolito  que  cayó  en  Santiago  del 
Estero,  allá  por  1700,  y  pertenecieron  a  don  Juan 
Manuel  de  Rozas;  me  las  obsequió  su  hija  Ma- 
nuelita. 

De  un  estuche,  carcomido  por  el  tiempo,  saca 
el  general  dos  nuevas  espadas. 

—  Estas  fueron  también  del  restaurador.  Con 
ésta  hizo  la  campaña  del  desierto;  tiene  la  empu- 
ñadura y  guarnición  de  plata;  me  la  dio  el  doctor 
Belgrano.  Esta  otra,  que  me  obsequió  el  señor 
Gandulfo,  tiene  la  guarnición  de  oro  y  plata,  y  un 
medallón  en  el  que  dice:  «Rozas». 

—  Aquí  tienen  ustedes  más  espadas  históricas. — 
Y  nos  señala  una  pared  de  la  que  cuelgan  la  del 
general  don  Juan  Facundo  Quiroga.  La  del  gene- 
ral don  Félix  de  Alzaga,  con  guarnición  y  vaina  de 
oro;  la  hoja  cincelada,  y  en  el  centro  un  medallón 
de  cada  lado,  que  dice:  «¡Viva  Garlos  111!»  y  en 
el  otro  «La  Real  Compañía»;  la  espada  del  coronel 
don  Pedro  Díaz  de  Vivar,  regalo  de  su  nieto  don 
Mariano  Díaz  de  Vivar;  una  espada  boliviana  de 
don  Juan  Alurralde;  la  espada  de  Fulgencio  Ye- 
dros,  tomada  en  Beribebuy  por  el  mayor  Manuel 
Campos,  obsequio  del  general  Gainza;  la  espada 
de  don  Jaime  Alsina;  las  espadas  del  cacique  Ca- 
ñumil   y   del   cacique  Sayhueque;   la  espada  que 


LA  SALA  DE  LANZA.S  Y  BANDERAS,  EN  LA  QUE  EL 
GENERAL  JOSÉ  IGNACIO  GARMENDIA,  CONSERVA  UN 
VERDADERO  TESORO.  EN  ESTA  SALA  SE  VE  UNA  VALIOSA 
ARMADURA  QUE  PERTENECIÓ  A  ENRIQUE  II  DE  FRANCIA, 
VARIAS  CORAZAS  Y  UN  BUSTO  DEL  GENERAL.  HECHO  POR 
EL    ESCULTOR    HEBERLAIN. 


SALA  DE  ARMAS,  EN  LA  QUE  GUARDA  EL  GENERAL,  ENTRE 
OTRAS  RELIQUIAS  HISTÓRICAS,  UNA  CIGARRERA  QUE  PER- 
TENECIÓ AL  GENERAL  DON  JUAN  GREGORIO  DE  LAS  HERAS, 
UN  PAÑUELO  DEL  GENERAL  URQUIZA,  UN  ANTEOJO  DEL 
GENERAL  DON  JUAN  LAVALLE  Y  UN  FLORERO  CON  EL 
RETRATO,    EN    ESMALTE,    DE    ROZAS. 


—  IZ>LJX    ^r-      \     L^   T"I3>N. — 


fué  del  presidente  Santos,  toda  ella  adornada  con 
piedras  preciosas:  y  la  espada  peruana  del  general 
Vallibtan.  donada  por  don  Adolfo  Alsina. 

De  un  estuche  sacó  el  general  dos  espuelas  de 
plata  repujada,  de  gran  valor  artístico. 

—  Fueron  —  nos  dijo  —  del  Mariscal  Santa 
Cruz,  y  me  las  regaló  su  hijo  el  coronel  don  Simón 
de  Santa  Cruz.  Esta  pistola  que  ven  ustedes  fué 
del  general  don  Lucio  V.  Mansilla. 

—  No  deja  de  tener  interés  histórico  esta  pis- 
tola-escopeta, que  el  escritor  Alejandro  Dumas 
regaló  al  general  Pacheco  y  Obes:  y  este  revólver 
que  perteneció  al  publicista  don  Florencio  Várela. 
También  es  interesante  esta  pistola  del  marqués 
de  Puente  Fuerte,  que  fué  encontrada  en  una 
toldería. 

—  Este  puñal,  fué  del  coronel  Luengo:  y  este 
cuchillo  de  caza,  como  verá  usted  por  la  inscrip- 
ción, perteneció  al  «serenísimo  y  potentísimo  señor 
principe  Carlos  Conde.  Palatino  del  Rhin.  Dux 
Romano,  principe  Eledor.    1683». 

Pasamos  a  otra  sala  cuyas  paredes  están  cubier- 
tas de  lanzas  y  banderas.  Allí  vemos  la  moharra 
de  la  lanza  del  coronel  Suárez.  con  la  que  comba- 
tió y  venció  en  Junin.  regalada  al  general  por  su 
hija  doña  Leonor  Suárez  de  Acevedo.  y  certificada 
f)or  una  carta  de  su  esposo:  la  lanza  del  célebre 
Chacho:  la  de  los  coroneles  Manuel  Ocampo.  Gua- 
rumba.  Acuña.  Avalos.  y  Bosch.  La  lanza  de  hierro 
del  cacique  Facallen.  y  las  de  los  caciques  Bartolo. 
Pedro.  José  y  Cleto,  tomadas  por  el  general  José 
María  Uriburo.  y  la  lanza  del  general  Benavidez. 
gobernador  de  San  Juan.  También  está  alli  el 
látigo-estoque  del  cacique  Pichón. 

—  Pasen  ustedes  a  esta  otra  sala.  Aquí  verán 
una  gran  colección  de  banderas. 

No  pudimos  menos  de  sobrecogernos  ante  aque- 
llas gloriosas  enseñas,  que  flamearon  a  la  vanguar- 
dia del  regimiento  Sol  de  Mayo,  del  Batallón  Pro- 
vincial, del  Regimiento  de  las  Conchas. . . 


GRUPO  DE  ARMAS.  ENTRE  ELLAS  UNA  P/ NOPLIA  ANTICUA 
QUE  PERTENECIÓ  AL  ÜENERAL  DON  BARTOLOMÉ  MITRE,  Y 
OUE  REGALÓ  AL  GENERAL  GARMENDIA  DON  EMILIO  MARTÍ- 
NEZ Y  UNA  ESCOPETA  DE  LA  PRINCESA  CARLOTA,  REGALADA 
POR    EL    DOCTOR    LAMAS. 


Están  allí  también,  la  bandera  de  Pavón,  y  las 
banderolas  del  coronel  Meana,  del  general  Cara- 
bailo,  y  del  general  Izquierdo,  y  la  banderola  bor- 
dada del  regimiento  de  artillería  que  estuvo  en  el 
combate  del  Paso  de  Obligado. 

Seria  largo  enumerar  en  este  corto  espacio  todas 
las  armas  históricas,  verdaderas  reliquias,  que 
guarda  el  general  Garmendia,  debidamente  docu- 
mentadas, todas  ellas  con  sus  correspondientes 
certificados  de  autenticidad. 

El  general  Garmendia,  no  es  sólo  un  coleccio- 
nador de  armas;  su  doble  condición  de  soldado  de 
la  espada  y  de  la  pluma,  ha  ensanchado  el  hori- 
zonte de  sus  aficiones  de  coleccionista,  y  posee 
valiosas  obras  de  arte  en  cuadros,  miniaturas,  jo- 
yas y  libros  antiguos.  Tiene  algunos  cuadros  de 
gran  interés,  como  el  que  representa  a  Rozas 
joven,  tocando  la  guitarra,  y  a  su  hermano  don 
Prudencio,  bailando  un  baile  criollo,  que  regaló 
al  general,  don  Manuel  Baudrix,  y  otro  cuadro  que 
representa  la  decapitación  de  Avellaneda. 

No  ha  sido  nuestra  intención  hacer  una  bio- 
grafía de  este  bizarro  militar,  cuya  honrosa  foja 
de  servicios  no  cabría  en  los  estrechos  límites 
de  esta  crónica,  ni  nos  hemos  propuesto  presen- 
tar al  escritor,  cuya  obra  literaria,  ya  juzgada  por 
plumas  como  las  del  general  Mitre,  Ricardo  Gu- 
tiérrez, Joaquín  V.  González,  Vicente  F.  López,  y 
Miguel  Cañé,  es  de  todos  conocida;  así,  pues,  séa- 
nos  permitido  al  cerrar  esta  breve  reseña  sobre  la 
valiosa  colección  de  armas  históricas  de  este  «hidal- 
go de  alta  cepa,  exponente  de  la  vieja  y  señoril 
cultura  porteña»  palabras  de  Carlos  Ibarguren 
-  séanos  permitido,  decimos,  repetir  la  frase  de 
este  distinguido  escritor,  que  al  ver  al  general 
Garmendia  hacer  esgrima  a  sus  años  en  el  Círculo 
de  Armas,  con  arrogante  agilidad,  imaginó,  dice, 
que  así  fueran  los  caballeros  de  capa  y  espada,  de 
aventuras  heroicas  y   galantes.  .  . 

Emilio  Dupuy   de   Lome. 


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^ 


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-^KAH  LALA  DE  ARMAS,  EN  LA  QUE  ESTÁN  LA  E5PADA  DEL  TENIENTE  PARAGUAYO  J.  LÜPEZ.  DE  GRAN  VALOR  HISTuRlCO,  I-OR  SER  LA  QUE  ACOM- 
PAÑÓ A  ESTE  VALIENTE  DURANTE  EL  COMBATE  DE  VEINTITRÉS  DÍAS,  EN  QUE  LA  CHATA  A  SUS  ÓRDENES  SE  DEFENDIÓ  CONTRA  LA  ESCUADRA 
brasilera;  el  machete  de  abordaje  del  coronel  rosales;  la  espada  del  general  SANTOS,  GUARNECIDA  DE  RUBÍES,  GRANATES  Y  ESME- 
RALDAS,   Y    LAS    ESPADAS     DE     LOJ     OEMERAI.R-S     MADARIACA,  .  PUEYRREDÓN,     BLAS     JOSÉ      PICO,     ARENALES,     RAMÍREZ,     LUIS     M.    CAMPOS,    MITRE    Y 

ANTONIO   PALACIOS. 


>yv— 


A  VECEl/-    LA    PaVEEiA 
DA   E^'TE    !aE./^T:EAX)0.. 


RECETAS    ÚTILES 

MODO  DE  PLANCHAR  LOS  PANTALONES 


Procedimiento  que  debe  emplearse  para  evitar  las  rodilleras,  conservando   la    raya.     La    sencilla 
operación  que  indica  el  dibujo,  debe  practicarse  todas  las  noches,  para  que    dé    buen  resultado- 

DIBUJO   DE   MÁLAGA  GRENET. 


X    L_  1    l-^.X- 


Dos  vidas 


Amado  Norvo 


Cuillermo  y  Antonio  se  encontraron,  a  los  diez 
y  nueve  y  diez  y  ocho  años,  respectivamente, 
huérfanos  de  padre  y  madre  y  con  una  cuantio- 
asima  fortuna. 

Cuillermo  era  un  muchacho  práctico  por  exce- 
lencia. Tenía  pocas,  pero  «exactas»  nociones  de  la 
vida.  En  ratos  de  vagar,  se  había  trazado  un  pro- 
grama para  el  día  probable  en  que  fuese  dueño 
de  su  dinero. 

Lo  esencial  era  evitar  los  fastidios  y  las  penas. 

Sin  duda  alguna,  la  incertidumbre  del  mañana 
es  uno  de  los  más  angustiosos  estados  de  concien- 
cia. Su  dinero  lo  ponia  a  salvo  de  ella. 

Fuese,  pues,  a  ver  a  los  Rothschild  y  convino 
con  ellos  en  invertir  todo  su  capital,  menos  algu- 
nos cientos  de  miles  de  francos,  en  valores  de  tout 
repos:  Consolidado  inglés.  3  "(,  francés,  Crédit 
Foncier:  ciertas  obligaciones  ultragarantizadas. . . 
Papeles,  en  fin,  que  producían  apenas  unos  con 
otros  el  tres  y  medio  por  ciento;  pero  más  firmes 
que  todas  las  firmezas  (menos  cuando  a  una  ca- 
marilla militar  se  le  ocurre  decretar  una  guerra 
como  la  que  padecemos. . . ) 

—  Por  este  lado,  —  se  dijo.  —  ya  estoy  tran- 
quilo; las  ondulaciones  de  la  bolsa  me  importarán 
muy  poco.  No  veré  siquiera,  porque  es  inútil,  co- 
tización ninguna.  Ahora  voy  a  ocuparme  de  lo 
demás. 

•Lo  demás»  fué  comprar  una  hermosa  casa  en 
el  barrio  de  los  Campos  Elíseos,  con  los  cientos  de 
miles  de  francos  sobrantes;  amueblarla  bellamen- 
te; llevarse  a  ella  a  sus  viejos  criados  fieles  y 
seguros. 

Helo,  pues,  instalado,  con  renta  fija  y  ánimo 
sereno. 

¡Qué  había  de  hacer  sino  vivir!  Vivir  bien;  vivir 
sobre  todo,  en  paz... 

Pensó  que  en  los  años  mozos  nos  viene  a  ver 
una  visita  peligrosa:  el  Amor. 

La  segunda  parte  de  su  programa  fué  suprimir 
esa  visita. 

El  amor  siempre  hace  mal;  siempre  está  erizado 
de  púas. . . 

—  ¡Compremos,  —  se  dijo,  —  el  amor  que  pasa! 


Antonio,  como  no  era  un  hombre  tan  previsor, 
ni  colocó  su  dinero  en  casa  de  Rothschild,  ni  de- 
fendió celosamente  su  libertad. 

Un  día  vino  a  buscarle  el  amor  en  la  más  co- 
mún de  sus  encarnaciones;  se  llamó  para  él  María, 
fué  rubia,  tuvo  diez  y  ocho  años.  Lo  demás  lo 
dijo  la  vida. . .  Dos  lustros  después,  siete  hijos 
ensordecían  la  casa. 

Hubo  alternativas  vulgares  de  sombra  y  luz; 
chicos  enfermos,  malos  negocios,  horas  de  beati- 
tud íntima  en  la  placidez  del  hogar;  hubo  de  todo, 
de  todo . . . 

Guillermo  iba  poco  a  casa  de  Antonio.  Solía  de- 
cir como  el  viejo  Fontenelle:  «A  mí  me  gustan  los 
niños  sólo  cuando  lloran.  .  .  porque  se  los  llevan!'>; 
y  encontraba  duro,  como  Schopenhauer,  que  deba 
uno  oír  llorar  su  vida  entera  a  los  chicos,  ajenos 
o  propios,  simplemente  porque  uno  mismo  lloró 
algunos  años. 

Su  carácter  se  volvió  suspicaz  y  desconfiado. 
Tenia,  sobre  todo,  fobias  frecuentes.  Una  de  ellas 
era  la  del  sablazo.  En  cuanto  un  amigo  lo  trataba 
con  más  amabilidad  que  de  costumbre,  Guillermo 
procuraba  acorazarse  de  esquivez. 

•Este  quiere  dinero. . .»,  pensaba  angustiado,  y 
abreviaba  la  conversación. 

A  su  casa  no  entraban  sino  ricos  axiomáticos; 
definidos;  sin  sospecha,  como  la  mujer  de  César. 
Para  ellos  siempre  había  un  cubierto  en  su  mesa. 
Como  que  la  gente  que  se  respeta,  no  debe  dar  de 
comer  sino  a  los  ricos,  ni  hacer  obsequios  sino  a 
los  ricos.  Los  pobres  tienen  una  gratitud  tan  vehe- 
mente que  no  olvidan  nunca  ni  un  pedazo  de  pan 
que  se  les  ha  dado.  Son  como  los  perros;  se  deja- 


rían matar  por  el  que  tuvo  para  ellos  una 
caricia.  Eso  molesta,  como  todo  senti- 
miento excesivo.  . .  Los  ricos,  en  cambio. 
con  qué  gracia,  con  qué  elegante  escepti- 
cismo salen  diciendo  de  los  mejores  ban- 
quetes que  los  han  envenenado... 

Cierto,  alguna  vez.  un  hombre  famélico 
se  llegó  al  hotel  de  Guillermo.  Pero  ante 
la  verja  había  un  portero  imponente.  En 
la  portería,  además,  sobre  una  mesa  de 
roble,  se  amontonaban  volantes  que  decían: 
«Nombre  del  visitante...» 
«Objeto  de  la  entrevista...» 
El  portero,  por  otra  parte,  se  encargaba 
de  manifestar  al  candidato  a  visita,  que 
el  señor  no  estaba  en  casa  sino  los  sába- 
dos, de  doce  a  una  de  la  mañana,  para 
la  «gente  conocida». 

Un  hosco  silencio,   una  árida  soledad, 
acabaron  por  saturar  el   hotel.    La  gran 
puerta  de  hierro  sólo  dio  paso  a  los  au- 
tomóviles señoriales. 

La  paz  de  Guillermo  estaba  ultraconquistada. 
Su  palacio  era  una  deliciosa  Tebaida,  llena  de 
aristocrático  mutismo. 

Ni  siquiera  las  miradas  de  los  pobres  podían 
recrearse  en  los  céspedes  de  fresco  terciopelo,  en 
los  plátanos  de  aleopardados  troncos  y  hojas  diá- 
fanamente verdes... 


Guillermo  y  Antonio  llegaron  a  viejos. 

Antonio,  siempre  ocupado  en  la  vulgaridad  de 
su  vida:  en  casar  a  sus  hijas,  en  establecer  a  sus 
hijos,  en  querer  a  sus  nietos,  en  servirá  sus  amigos. 

Ninguna   pena   común    le    fué   ahorrada;    pero 
tampoco    supo    jamás    lo    que    era    tedio.    Una 
tranquila     identificación     con     su      destino,     se 
le     otorgó     como     premio.      La 
existencia    nunca    le    dio  miedo; 
tuvo  para  él  siempre  un  aspecto 
de  familiaridad    cordial,    aun  en 
lo  hondo  de  las  penas. 


El  castigo  de  Guillermo  no 
estuvo  empero  precisamente  en 
el  hastío;  el  hastio  es  también 
lote  de  altruistas,  cuando  el  al- 
truismo no  alcanza  ciertos  ni- 
veles poco  comunes.  Claro  está 
que  el  egoísta  lo  ve  cara  a  cara 
y  en  todo  su  imponente  horror; 
pero  hay  algo  más  espantoso  que 
ese  mal,  en  los  crepúsculos  de 
las  vidas  baldías,  y  es  encon- 
trarse con  el  éxtasis  del  bien  a  la 
hora  de  nona.  Comprender  ya  tar- 
de la  voluptuosidad  divina  de 
hacer  felices  a  los  demás. 

Un  día  Guillermo  paseaba  solo 
y  a  pie  por  cierta  avenida.  Acer- 
cósele  un  muchacho: 

—  Mi  padre,  —  le  dijo,  —  no 
tiene  trabajo  desde  hace  veinte 
días.  Está  enfermo.  Mi  madre  se 
muere  del  pecho.  Somos  seis 
chicos.    Tenemos   hambre. 

Como  ven  ustedes,  el  caso  no 
podía  ser  más  vulgar... 

Naturalmente,  Guillermo  se 
encogió  de  hombros  y  continuó 
su  paseo.    Pero  el  chico  insistió: 

— Somos  seis.  Tenemoshambre. 

—  ¡Déjame  en  paz!  Todos  vos- 
otros sois  unos  industriales  de 
la  mendicidad,  unos  mentirosos. 

El  chico  no  entendió  lo  de  in- 
dustriales; pero  sí  lo  de  menti- 
rosos. 

~  Venga  usted  a  casa  con- 
migo, —  replicó;  —  verá  qué 
cierto  es.  . . 

«Verá  qué  cierto  es...» 

Vínole  un  capricho. 

¿Qué  tenía  que  hacer  a  aquella 
hora?  ¿Ir  al  club?  ¿Jugar  la 
eterna  partida  de  tresillo? 

La  miseria  podía  ser  pintores- 
ca. Jamás  la  había  visto.  Era 
quizá  el  único  espectáculo  que 
le  faltaba  en  la  vida. 

Llamó  un  taxi.  Hizo  que  el 
harapiento  fuese  en  el  pescante, 
con  el  chauffeur. 


No  os  voy  a  describir  ni  el 
barrio,  ni  laescalera húmeda  y  obs- 
cura, ni  el  cuartucho  fétido,  ni  los 


montones  de  trapos  descoloridos  sobre  los  cuales 
se  agitaban,  tosiendo,  el  padre  y  la  madre  del 
chico;  ni  el  ir  y  venir  monótono  de  los  hermanilios 
desnudos  y  hambrientos. 

Escenas  son  éstas  que  los  no  millonarios  hemos 
tenido,  desgraciadamente,  muchas  ocasiones  de 
contemplar  en  la  vida. 

El  hombre  práctico  tuvo  piedad... 

Esa  flor  divina  de  la  compasión,  esa  «debilidad» 
portentosa  del  alma  que  inclina  las  frentes  más 
altivas  hacia  las  más  humildes;  esa  ternura  repen- 
tina que  se  nos  mete  en  las  entrañas;  ese  momento 
supremo  de  «comprensión»  en  que  sentimos  la 
identidad  de  todo  espíritu  con  el  nuestro,  la  deidad 
de  cuanto  alienta  al  par  que  nosotros;  en  que  se 
descorre  el  velo  de  la  ilusión  tenaz,  madre  de  las 
diferenciaciones  injustas,  de  las  clases,  de  las  ca- 
tegorías, hizo  presa  en  Guillermo...  fundió  a  los 
rayos  de  su  calor  esencial  todo  aquel  egoísmo  de 
cincuenta  años.  .  . 

Y  cuando  su  dinero  fué  misericordioso,  por  pri- 
mera vez  en  la  vida,  y  transformó  el  infecto  desván 
en  nido  de  risas,  de  esperanzas,  de  bendiciones; 
cuando  él,  encontrando  a  la  existencia  un  nuevo, 
un  maravilloso,  un  repentino  sentido  lleno  de 
divinidad,  pensó;  «De  hoy  más  consagraré  mis 
días  a  los  pobres»,  una  voz  interior,  un  presenti- 
miento imperioso  le  contestó:  «Demasiado  tarde.  .  .» 
y  comprendió  con  espanto  que  lo  invisible  iba  a 
negarle  el  más  noble  de  los  privilegios  humanos: 
el  de  la  caridad. 

Una  de  tantas  enfermedades  agudas,  ponia 
punto  final  -' pocos  días  después-  a  aquella  vi- 
da tan  colmada  de  sentido  práctico,  en  cuyo  ocaso 
había  aparecido  por  un  instante,  como  visión  de 
tierra  prometida,  la  posibilidad  celeste  del  bien . .  . 

DIBUJOS   DE   ALVAREZ. 


l'^J^y^— 


Lc%  ^s/ida  az^txxrc^ 


POR  Julián  de  Charras,  para  «Plvs  Vltra 

Las  más  notables  obras  de  la  literatura  universal 
con  raras  excepciones,  ocultan  en  las  fuentes  de  su 
concepción  genésica  una  misteriosa  suma  de  dolor. 
Boecio  escribe  en  una  prisión    su    pequeño    libro 
De  consolatione  philosóphka,   que  le    inmortaliza: 
Dante,  proscripto,  forja  durante  las  veladas  tristes 
del     destierro    su     viaje    por    los     dominios    de 
Plutón,  y  nace  la  Divina  Comedia;  es  en  la  cár- 
cel  donde   Campanella  idea  su     Ciuita  Solis,    y 
Buchanán.  el  poeta  latino,  pule  su  Paráfrasis  de 
los  Salmos;  Milton,  anciano,   pobre  y  calumniado. 
dicta  a  sus  hijas,  sumido  en  la  noche  profunda  de 
su  ceguera,  los  magníficos  cantos  del  Paraíso  Per- 
dido;   el    inmortal   autor    de    Lusiadas,     Luis   de 
Camoens.  perfecciona  las  páginas  de  su  poema  en 
Macao.  viviendo   miserablemente   y  deportado  por 
un  virrey  irascible;    y  por    último,    para    entrar   en 
nuestro  tema,  vemos  a  Cervantes,  el  gran  Cervantes 
crear  el  libro    más    genial    y  la  joya   más   pura    de 
literatura   española.    El    ingenioso    hidalgo  Don  Qui 
de  la   Mancha,    encerrado    en    una   obscura    cueva 
los     exasperados    vecinos    de    Argamasilla    de    A 

«¿Qué   es,    pues,    dice 


Helps,  lo  que  produce 
en  la  raza  humana  más 
pensamientos  profun- 
dos? No  es  la  ciencia:  no 
es  la  conducta  de  los 
negocios;  no  es  tampoco 
el  impulso  de  los  afec- 
tos; es  el  sufrimiento,  y 
sin  duda  por  eso  es 
que  se  sujre  tanto  en 
este  mundo. '^ 

Quizá  para  ningún 
escritor  fué  tan  adver- 
sa la  vida  como  para 
Cervantes.  El  camino 
por  donde  había  de 
llegar  a  la  inmortalidad 
aparece  sembrado  de 
espinas.  Se  le  ve, 
siempre,  errar  como  un 
peregrino  sin  ventura, 
dentro  y  fuera  de  su 
patria.  Cuando  niño, 
rachas  de  veleidosa  for- 
tuna le  llevan,  con  los 
penates  de  su  hogar,  de 
villa  en  villa,  como  una 
embarcación  sin  brú- 
jula. Cuando  joven, 
viste  los  arreos  mili- 
tares; cae  en  Lepante, 
herido   de   tres  arcabu- 

zazos  y  con  la  mano  izquierda  destrozada;   presta 
servicios  en   muchas  campañas;   se    distingue    por 
su  valor;  y  al  hacer  balance,    tras    penosos    años, 
se  encuentra  con    la   misma    ropa   de   soldado    que 
vistió  al  ingresar  en  la  compañía  del  capitán  Diego 
de  Urbina.  Los  piratas  de  Argel  le  toman  cautivo. 
Cinco  años  y    medio    de    cruel    esclavitud    nievan 
sus  horas,  lentamente,  sobre  aquella  frente  pensa- 
tiva,  clarividente   y  genial,  y  sólo  cuando  el  cáliz 
de  tanta  amargura  rebalsa  con  la  última  gota  del 
sufrimiento,    llega  el   suspirado  rescate  que  le   de- 
vuelve a  la  vida  de  hombre  libre.  Y   asi   después. 
Y    asi    siempre.     La   suerte,    con    argucia    felina, 
pareció  en  ciertas  ocasiones  rendirse  a  sus  plantas, 
como  domeñada  por  su  infatigable  espíritu,  como  vencii 
por   la   sarcástica   sonrisa  que  subía  a    flor    de    sus  lab 
cada  vez    que    el    dolor    se    encarnizaba    en  él;   pero  k 
abiertas  de  improviso  las  zarpas,  desgarróle  el  pecho  con  a 
nueva  contrariedad.    No  cejó  por  eso,  el  glorioso  manco,    en  su 
perseverancia.     Prosiguió,  sereno,  el  andar;    cada  vez,  eso  sí,  más 
melancólicamente    irónico;   cada  vez  aureolado   por   una  soledad 
más  inmensa  y  ungido  por  una  resignación  más  noble. 

La  literatura  en  boga  influenciaba  los  ánimos  con  el  relato 
de  caballerescas  aventuras,  y  tal  vez  olla,  como  falaz  sirena,  deslizó 
al  oído  de  Cervantes,  deslumbradoras  esperanzas,  cuando  dejando 
en  Italia  el  servicio  de  Monseñor  Aquaviva,  sentó  plaza  en  las  tropas  perte- 
necientes al  tercio  de  don  Miguel  de  Moneada.  Mas,  desde  tal  día,  empezó  su 
vía  crucis.  Como  en  ese  extraño  y  terrible  suplicio  en  que  el  condenado 
recibe  una  intermitente  gota  de  agua  que  ha  de  horadarle,  fatalmente, 
el  cráneo,  el  dolor,  desde  entonces,  empezó  a  destilar  sobre  su  corazón,  igual 
que  pesadas  gotas  de  veneno,  toda  clase  de  sufrimientos  y  decepciones,  sin 
que  tal  tormento  cesara  hasta  el  día  en  que  la  muerte  cristalizó  sus  pupilas. 

(Cuántos  hombres  hubieran  quedado  destrozados  con  lo  que  Cervantes 
sufrió  durante  la  juventud  solamente!...  Sin  embargo,  el  noble  hidalgo 
quedó  siempre  erguido,  entre  el  derrumbe  de  sus  esperanzas.  Desde  que  el 
mundo  le  abrió  sus  puertas,  vio  proyectarse  en  su  sendero  la  sombra  de 
una  horrible  cabeza  de  Gorgona:  era  la  fatalidad,  en  acecho  de  su  pasaje. 
La   poesía   acarició   su    cerebro   de  adolescente;   pero  en   la   dorada   lonta- 


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ÚNICO  RETRATO  QUE 
SE  CONSERVA  DE  LA 
HIJA    DE    CERVANTES 


ar.za  de  entonces  el  espejismo  de  la  vida  marcial  tenía 

más  esplendores  y  más  belleza.   Cervantes  reincidió 

en   las  armas,   aunque    de    ellas    ningún    provecho 

tuvo.    Fué  desorientación,   quizás.    En  cambio  las 

letras,  aunque  en  la  juventud  se  desviara  de  ellas, 

conserváronle  el   codiciado  sitial  de  príncipe  y  la 

corona  de  oro  de  la  inmortalidad. 

Cuando   la  preocupación  interna  que  animara 
su  vida  en   los  primeros  albores  pesó  sobre    su 
conciencia,  entonces  Cervantes  dejó  las  armas  para 
siempre,  como  quien  abandona  a  una  querida  in- 
fiel. Comprendió  que  había  equivocado  el  rumbo. 
Y  el  sufrir  pasado  y  los  anhelos  marchitos  aguijo- 
nearon su  sentimentalismo,  reconquistándole  para 
'a  literatura.  En  esta  época  el  amor  pasa  como  un 
relámpago  por  su  alma.    Un  doble  idilio  llena  dos 
capítulos   de  su   existencia.     Entre  ellos   hay    un 
breve  paréntesis.     El  primero  es  fugaz,  lírico;  tiene 
el  perfume  sutil  de  esos  pequeños  jazmines  de  Arabia 
ue    languidecen  al  primer  rayo  del  sol.  El  segundo 
ostenta  la    hermosura  de  las  dalias;   pero  ¡ay!,  como 
lias,  le  falta  el  aroma;  proyecta,  sin  embargo,  una  cla- 
d  beatífica   hasta  el  final   de  la  vida  de  Cervantes. 
mor   que    muere,   quédale    una   hija,    como    el    des- 
prendido pétalo  de  una 
flor.  Del  amor  que  vive, 
conserva     la      Calatea, 
que    es    ofrenda    ante 
una  visión  nupcial. 

Su  ingenio  busca  el 
teatro  para  volcar  en 
él  todo  el  caudal  de 
impresiones  que  lleva 
en  la  mente.  Pero  como 
el  dolor  gravita  sobre  su 
corazón  cuando  se  abs- 
trae en  reflexiones,  su 
primera  pieza.  Lástralos 
de  Argel,  es  una  relación 
del  cautiverio  pasado. 
La  pluma  sigue  corrien- 
do sobre  las  cuartillas 
de  papel;  sus  obras  pa- 
san por  el  tablado  escé- 
nico; y  sus  éxitos,  aun- 
que medianos,  le  crean 
émulos  y  envidiosos. 

Vuelve    a    bajar     la 
sombría  tristeza  en    su 
vida  interior.  Su  sosie- 
go,   asimismo,  tiene  al- 
ternativamente   flujos 
y  reflujos  como  el  mar. 
Cuatro    veces,    durante 
los  empleos  y  las  ocupa- 
ciones  que   le   obliga  a 
aceptar  la  necesidad,  se 
encuentra   envuelto   en   cuestiones  judiciales,    acu- 
sado de  malversador  de  fondos,  de  homicidio  y  de 
otras  inculpaciones  injustas.  Caen  sobre  él  fríos  des- 
engaños de  familia.  Halla  en  su  esposa  un  tempera- 
mento sin  afinidades  con  el  suyo.    Sufre  el  despre- 
cio de  quienes  no  le  comprenden,  y  la  humillación 
de  los  poderosos  que  no  recuerdan  sus    servicios   o 
desdeñan  la  dedicatoria  de  sus  obras.  Y  la  malevo- 
lencia de  los    unos,   la  sátira  zoilesoa  de  los  otros, 
el  vacio  del  hogar,  las  esperanzas  fracasadas   y   el 
dejo  de  los  pesares  añejos,  abren  en  su  pecho  una 
llaga  profunda,  viva  y  ¿olorosa.  De  ella  brota  como 
una  maravillosa  flor  simbólica,  en  la  humedad  y 
silencio  de  una  prisión,  el    Don  Quijote...   ¡la  inmortal 
/^ela  que  Heine  encontrara  esencialmente  romántica,    con- 
todas   las   opiniones   vertidas  hasta  entonces! 
los  obstáculos,  según    Michelet,    son    grandes  estímulos, 
;n  debemos  convenir  en  que    las  obras  de  los  seres  que 
han  sufrido  mucho  están  sublimizadas  por  el  dolor.  Y  por  eso  son 
tan  bellas.    Y  tan  grandes. 

Refiere  Presoott  en  sus  Ensayos,  que  en  una  visita  del  Arzobispo  de 
Toledo  al  embajador  francés  en  Madrid,  allá  en  los  principios  del 
siglo  XVII,  varios  caballeros  que  pertenecían  a  la  embajada  comen- 
taron elogiosamente  el  Don  Quijote  y  a  su  autor,  a  quien  dijeron 
deseaban  conocer.  Cuando  supieron  que  Cervantes  había  sido  sol- 
dado y  que  se  encontraba  anciano  y  en  la  pobreza,  uno  de  ellos  exclamó:  — 
«¿Cómo,  el  señor  Cervantes  no  tiene  una  buena  posición?  ¿No  tiene  una  pensión 
de  los  fondos  del  Estado?»  —  «¡Qué  el  cielo  nos  preserve,  fué  la  respuesta,  de  verle 
jamás  al  abrigo  de  la  necesidad,  si  es  ella  la  que  lo  impele  a  escribir!  ¡su 
pobreza  es  la  que  hace  al  mundo  rico! . .  .» 

Cuando  Cervantes  escribió  la  segunda  parte  del  Quijote,  no  sé  por  qué,  para 
el  que  conoce  su  biografía,  parece  que  hubiera  condensado  en  ese  hondo  desen- 
canto final  que  precede  a  la  muerte  del  caballero  andante,  un  sollozo  inmenso 
que  él  llevaba  entre  sí.  Y  por  eso  es  que  ningún  escritor  ha  conseguido  igua- 
larle en  el  epilogo.  uSólo  Shakespeare,  dice  uno  de  sus  comentaristas,  puede  mirar 
con  ojos  serenos  esta  gloria  superior  a  las  demás  humanas,  porque  sólo  él.  como  Cer- 
vantes, supo  convertir  una  lágrima  en  una  sonrisa  y  una  sonrisa  en  una  carcajada, 
y  al  final,  trocar  la  carcajada  en  sonrisa  y  hacer  que  la  sonrisa  vuelva  a  ser  sollozo.»- 


N^' 


(Densajera  del 
Ceñido  el  man' 
Avanzas,  coroi 
Rumbo  a  la  ab 

Vibra  la  selva  ' 

Bajo  sus  miler 

Sonante  de  clt 

Como  la  ercíleJ 
i 

V  desde  el  flcd 
Buscando  al  S 
Que  en  sus  ba 


Virgen  del  Sol 
Para  el  metal 
El  icono  solar 

Buenos  ñires,   1916. 

GOUACHE    DE    ALONSO. 


>y^— 


'*^J 


i 


,71/1 


,  1  la  espalda 

ros  brocateles, 

jureles, 

pa  de  esmeralda; 

tu  falda, 
j  teles, 
jabeles, 
1  Tegualda; 

a  paso  apuras, 
í  de  tus  llanuras, 
azul  retrata; 


.-¿*^..^-g„;g;í.a«!i»faf-:> 


tm! 


HÉÜ 

N 

en  ofrenda, 
Bón  de  plata, 
enda. 

-ARDO    ROJAS. 


— i=>i_7vis  'vi_rr"K2>x — 


MAKIA   r^NAClA    Aul'CltKJ 
FEKMÁMDEZ  AGÜBITO 


^ 


UDIS    HEIILO 
DE    LAVA1.LOL 


DE     MOIIEKO 


DOLORES    FERNÁNDEZ 

DE    QUIRGGA 


UNA  ESCENA  DE  "AMALIA",   INTERPRETADA  POR  LAS  SEÑORITAS  SUSANA  LARRETA  Y  QUINTANA, 
LUISA  DE  BRAYER,  RAQUEL  ALDAO  Y  SEÑORES  JORGE  QUINTANA  Y  LUIS  GARCÍA  LAWSON 


A    (OSAS 
^/.HSILLA 


Las  dos  mil  leguas  húmedas  y  peligrosas  que  hay 
entre  la  Argentina  y  el  más  cercano  puerto  euro- 
peo, eran  entonces  obstáculo  casi  infranqueable. 
Sólo  por  motivos  de  negocios  urgentes,  conspira- 
ciones patrióticas  y  estudios  juveniles  se  desafiaba 
el  océano  en  viaje  de  ida.  Y  como  las  tertulias 
son  cuarteles  de  invierno  para  las  sociedades  se- 
dentarias, antes  del  glorioso  1810  estaban  en  auge 
las  reuniones  familiares. 

Nuestras  abuelas  y  nuestros  abuelos  pasaron, 
pues,  de  tertulia  en  tertulia  aquellas  veladas  in- 
vernizas. El  charloteo,  las  músicas  de  aquellos 
pianos  que  aun  conservaban  semejanzas  con  los 
claves,  los  inocentes  juegos  de  prendas,  el  rosario, 
la  politica  y  otras  ocupaciones  honradas  servían 
de  marco  al  amor,  un  amor  que  diera  vida  a  la 
generación  gigantesca  de  mayo. 

Luego  vinieron  las  tertulias  donde  se  rezó  por 
los  padres,  esposos,  hermanos  y  novios  que  lu- 
chaban en  las  guerras  patrias;  después  las  reunio- 
nes jubilosas  de  la  libertad,  y  por  último  las  ve- 
ladas del  Terror  Rozista,  turbadas  por  los  mazor- 
queros  y  disueltas  por  la  fuga  y  el  destierro. 
Tal  vez  la  costumbre  de  pasar  largas  temporadas 
en  París  no  sea  una  moda,  sino  un  caso  de  ata- 
vismo. 

Lo  cierto  es  que  las  tertulias  pueden  ya  consi- 
derarse terminadas,  salvo  algunas  placenteras  ex- 
cepciones presididas  por  alguna  señora  anciana. 

En  cuanto  a  las  tertulias  veraniegas,  también 
han  sufrido  las  mudanzas  que  trae  el  progreso. 

Si  a  nuestros  abuelos  fuera  dado  contemplar  las 
magníficas  playas  de  Mar  del  Plata  y  Necochea, 
asi  como  las  estaciones  veraniegas  de  las  sierras 
de  Córdoba  y  Mendoza,  donde  las  familias  distin- 
guidas pasan  la  temporada  estival,  de  seguro  que 
quedarían  con  tamaña  boca  abierta. 

No  hace  aun  sesenta  años  que  las  familias  que 
podían  darse  el  placer  de  veranear,  tenían  que  so- 
meterse a  un  martirio  digno  de  la  canonización. 

Trasladarse  a  una  quinta  en  San  José  de  Flores, 
San  Isidro,  Olivos  o  San  Fernando  era  empresa 
temeraria,  pues  casi  no  se  disponía  más  que  de 
la  carreta  para  hacer  esos  viajes. 

La  carreta  es  un  vehículo  amigo  de  baches,  re- 
lejes y  atracaduras,  y,  por  lo  tanto,  descortés  con 
las  damas,  cuyos  lindos  huesos  se   entretiene   en 


moler,  Pero  los  incidentes  molestos  del  viaje  eran 
los  que  lo  hacían  interesante  y  daban  lugar  a 
comentarios  pintorescos: 

—  iSí,  misia  Aurora,  si  no  es  por  papá,  que  iba 
a  caballo  y  nos  hecho  una  cuarta,  todavía  estába- 
mos en  el  bajo,  oyendo   renegar  al   boyero! 

—  Los  caminos  están  feos   por   las   lluvios... 

—  ¡Y  qué  tierra!...  Con  decir  a  usted  que 
tomaron  a  mamá  los  peones  de  casa,  por  la  ne- 
gra Florentina,  de  tanto  polvo  como  tenía  en 
la  cara! .  .  . 

La  vida  en  la  quinta  no  podía  ser  más  patriar- 
cal. La  siesta  era  siempre  el  número  saliente  del 
programa  de  veraneo.  De  tarde,  las  mamas  y  las 
niñas  recibían  a  sus  relaciones  y  pasaban  unas 
horas  tomando  mate  y  oyendo  las  melodías  crio- 
llas de  algún  cantor  de  mentas;  a  veces  se  organi- 
zaban cabalgatas,  si  el  veraneo  era  en  San  Isidro, 
Olivos  o  San  Fernando,  a  la  orilla  del  rio,  y  allí 
distraíanse  en  amena  charla,  sentados  sobre  algún 
acantilado  de  las  toscas  o  viendo  cruzar,  con  sus 
velas  desplegadas  al  viento,  a  algún  paquete  de 
ultramar  o  ballenera  que  bajaba  de  las  islas. 

Lo  más  encantador  del  veraneo  de  antaño  era 
la  cena.  Esta  tenía  lugar  a  la  tardecita,  bajo  el 
clásico  parral,  y  allí,  reunida  toda  la  familia,  hacía 
honores  al  menú,  compuesto  en  su  mayoría  de 
productos  cosechados  en  la  quinta,  o  bien  se  sa- 
boreaban los  melones  y  sandias  regalados  por  el 
vecino. 

De  noche  todo  era  silencio;  el  pueblo  dorn  ía 
con  la  tranquilidad  del  justo;  pero  como  el  amor 
vela  y  es  de  por  sí  alborotador,  no  faltaba  en  no- 
ches de  luna  la  serenata  que  iba  a  recordar  en  su 
lecho  a  la  bella,  y  se  oía  una  voz  cálida  y  enamo- 
rada que  cantaba: 

«Si  mi  canto  interrumpe  tu  sueño, 
perdóname,  perdóname...» 

Los  perros  ladraban  protestando  de  los  albo- 
rotadores, las  mamas  se  desvelaban,  los  papas  da- 
ban un  compás  de  espera  a  los  ronquidos  y  al  día 
siguiente  ya  tenían  las  niñas  tema  para  la  murmu- 
ración y  para  dar  bromas  a  alguna    amiguita. 

X.   X. 


BERNABELA    PARÍAS 
DE    ANDRADH 


SEÑORA   DE   DEL    TINa 


;;tj^i;í'íít"f''í'-'>.''í'^*^'í-'í. 


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MAKIA  ]  l-.bU^i    K:ícUDI-;KÜ 
DE    MASCULINO 


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JUANA    CAZÓN 
DE    ALMEIDA 


V  J_'ri;^>x— 


Aun  en  las  democracias,  al  hombre  le  gusta  ser 
llamado  Rey:  por  eso  además  de  los  Reyes  del 
Petróleo  y  del  Acero,  hay  más  de  un  tuerto  que 
es  Rey  en  tierra  de  ciegos.  Mientras  aquí,  por  la 
abundancia,  desaparecieron  los  Reyes  del  Trigo, 
ahora  con  tanto  quebracho  volteado  estamos  es- 
perando al  Rey  de  la  Leña.  Hubo  hasta  hace  poco 
un  Rey  de  los  carros  atmosféricos,  pero  su  dinas- 
tía terminó  mal.  En  fin,  cualquiera  quisiera  ser 
llamado  Rey  de  algo,  menos  el  título  más  justo 
de  Rey  de  los  Animales,  —  título  tan  legítimo, 
tan  de  abolengo,  tan  merecido  y  muchas  veces 
consagrado  por  afinidades  psicológicas  con  sus 
subditos.  —  Pero  el  hombre  lo  ha  abdicado  en  el 
león  al  que  llama  «Rey  de  los  Animales.» 

A  decir  verdad,  la  elección  ha  sido  bien  efec- 
tuada: the  right  animal  in  the  right  place:  tiene 
línea,  tiene  fachada,  tiene  postura;  y  además  tie- 
ne notas  baritonales  que  como  las  de  Titta  Rufo 
hacen  poner  la  piel  de  gallina  a  las  señoras. 

Cada  romántica  que  refresca  su  frente  ardiente 
desde  un  balcón  a  la  brisa  nocturna;  cada  frivola 
que  antes  de  acostarse  se  atavía  frente  al  espejo, 
dando  con  cepillo  lustre  de  seda  al  pelo  renegrido 
o  accidentalmente  rubio,  y  colocando  con  gentil 
ademán  los  ridículos  papillotes;  cada  niña  inge- 
nua y  pura  que  en  los  últimos  balbuceos  de  sus 
rezos  ya  se  entrega  al  sueño  casto;  —  cada  una  de 
ellas  si  oye  los  bramidos  lejanos  llevados  en  alas 
del  viento  por  los  altos  silencios  nocturnos — piensa 
a  su  manera  en  el  Rey  del  Desierto:  en  el  león  de 
los  blasones,  en  el  león  del  zarpazo,  en  el  seno  pá- 
lido como  mármol  pentélico  de  las  vírgenes  cris- 
tianas, en  el  león  verdugo  de  mártires.  Su  violen- 
cia legendaria,  para  la  visual  humana  gentil  o 
cristiana,  lo  hizo  y  lo  mantiene  como  el  príncipe 
de   la  creación,   como  el   Rey   de    los    Animales. 


Y  porque  el  mundo  lo  cree  grande  y  lo  cree  Rey, 
es  la  pieza  principal,  es  el  lujo  de  todo  Jardín  Zoo- 
lógico, pues  el  hombre,  entre  sus  placeres  muy  hu- 
manos, gusta  de  ver  a  los  grandes,  hollados  y  cau- 
tivos, como  un  vencedor,  tras  de  su  carro  triunfal. 

Y  el  león  allí  está  en  Palermo  desempeñando 
bien  su  papel  de  Rey  de  los  Animales,  de  «blondo 
Imperator  della  foresta»;  pues  tiene  línea,  tiene 
fachada,  tiene  postura. 

Pero  como  no  hay  hombre  grande  para  su  ayuda 
de   cámara,   éste,    que   desinfecta  sus   aposentos. 


que  en  los  codillos  le  echa  buffach  como  a  un  catre 
vulgar  cualquiera,  ese  ayuda  de  cámara  o  guarda- 
fiera  que  se  le  llame,  es  quizás  el  único  que  no  ha 
creído  nunca  en  su  realeza  y  lo  reputa  un  pobre 
gato  huraño,  malhumorado  a  veces,  enamorado 
y  maullador  otras,  lleno  de  insectos  como  un  ato- 
rrante del  Paseo  de  Julio,  flojo  como  «tabaco 
aventao»  al  sólo  amenazarlo  con  una  caña  hueca; 
aburrido  ante  el  eterno  descanso,  muy  de  acuerdo 
por  lo  demás  con  su  poltronería  innata,  y,  menos 
en  las  horas  en  que  tiene  que  lidiar  con  él  como 
ayuda  de  cámara,  lo  abandona  en  su  postura  hie- 
rática,  la  que  mantiene  por  horas,  a  veces  como 
somnoliento,  más  frecuentemente  con  sus  ojos  fúl- 
gidos perdidos  como  tras  de  sueños  intangibles, 
con  mirada  lejana,  más  lejana  que  el  estrecho  ho- 
rizonte que  lo  encierra. 

Y  los  bobalicones  miran  azorados  al  Rey  de  los 
Animales;  y  los  artistas,  magnetizados  por  esa 
postura,  de  la  que  parece  que  jamás  ha  de  mover- 
se, impacientes  fijan  con  el  lápiz  sobre  el  papel, 
la  figura  flexible  y  poderosa,  el  emblema  de  la 
fuerza  en  el  reposo  completo. 

Pero  esas  posturas  legendarias  y  consagradas 
no  son  para  Plvs  Vltra:  su  título,  su  mote,  su 
emblema  no  se  contentan  con  los  clichés  tradi- 
cionales, y  el  Kodak  indiscreto  ha  sorprendido  al 
Rey  de  los  Animales  en  el  preciso  momento  en 
que  abandona  su  postura  solemne,  su  fisonomía 
impenetrable  para  dar  lugar  a  un  vulgar  y  homé- 
rico bostezo  de  pobre  gato  aburrido. 

Pero,  créamelo  el  Kodak  del  Plvs  Vltra:  pue- 
de aun  sorprender  al  Rey  de  los  Animales  en  una 
posición  más  encogida  y  más  ridicula. 


Clemente  Onelli. 


Mayo,   1916. 


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Cuando  don  Celedonio  Fernández  se  hubo  jun- 
tado con  el  toco  de  pesos  suficiente  a  cubrir  una 
retirada  honrosa,  no  trepidó  en  ausentarse  de  los 
negocios,  endosando  el  suyo  de  almacén  a  sus 
únicos  sobrinos:  dos  chicucos  {\altro  que  chiquili- 
nes!)  que  últimamente  habían  asumido  con  él  las 
impertinencias  del  daca  y  toma,  en  el  vaivén  del 
tráfago  mercantil,  ejercido  al  menudeo  con  arre- 
glo al  apretado  régimen  del  «contado  rabioso».  Hoy 
no  se  fia,  mañana...  tampoco. 

Duíño  ya  de  un  campo  flor,  ubicado  donde  el 
diablo  perdió  el  poncho,  y  comprado  a  plazos 
cuando  esa  forma  adquisitiva  no  era  aun  un  es- 
cándalo manifiesto;  propietario  de  dos  inmuebles 
arrabaleros,  suministradores  de  segura  renta  y 
con  varios  depósitos  a  premio  en  diferentes  esta- 
blecimientos de  crédito  que  todavía  no  se  habían 
fundido  estrepitosamente,  don  Celedonio  creía 
haber  hecho  la  América,  y  sólo  esperaba  que  la 
América  le  hiciese  a  él. .  .  menos  chucaro  y  bagual 
de  lo  que  había  sido  cuando,  cincuenta  años  an- 
tes de  su  jubilación,  arribara  a  estas  hospitala- 
rias playas,  tan  propicias  en  otrora  al  «sport»  de 
juntar  chala,  cuando  precisamente  se  sembraba 
menos  maíz. 

Viudo  de  una  pobre  señora,  toda  la  vida  de 
cuidados  llena,  y  muerta  tétrica  y  obstétricamente 
la  primera  vez  que  salía  de  cuidado,  don  Cele  se 
encontraba  «sólo  su  alma»,  sin  animársele  al  asun- 
to de  la  «reprise»  conyugal,  maliciando  que  la 
«jetta»  podía  jugarle  una  como  la  de  vez  pasada. 

Habiendo  entrado  de  lleno  a  la  jubilación  co- 
mercial, sin  familia  íntima,  proveedora  de  cavi- 
laciones, y  en  una  edad  (sesenta  y  dos  en  buen 
USO)  que  se  caracteriza  por  la  austera  severidad 
de  costumbres,  don  Cele  se  habría  enloquecido 
frente  al  «tedium  vitae»,  si  no  hubiese  contado  con 
tres  copiosos  manantiales  de  amenidad,  que  te- 


nían templadas,  como  guitarra  en  ejercicio,  las 
cuerdas  de  su  espíritu  vibrante.  Los  placeres  de 
la  mesa  a  la  española,  la  lectura  de  cuanto  papel 
impreso  caía  a  sus  cortos  alcances,  y  el  cuidado 
esmeradísimo  de  su  preciosa  salud,  absorbían  por 
completo  la  desocupada  vida  de  don  Cele,  quien 
a  consecuencia  de  una  ociosidad  material,  casi 
nunca  interrumpida,  resultaba  ocupadísimo  en  la 
vertiginosa  actividad  de  su  «far  niente». 

Cuando  ingresó  a  la  pasiva  del  comercio,  pensó 
pasar  en  sus  nativos  pagos  el  dilatado  resto  de  sus 
días:  al  efecto,  emprendió  el  viaje  de  reimpatria- 
ción, con  un  macuco  programa  de  esperanzas  e 
ilusiones.  Pero,  a  las  pocas  semanas  de  su  reinte- 
gración al  Pueblito  natal,  entró  a  atrepellarle  una 
nostalgia  bárbara  de  las  cosas  argentinas.  ¡Natu- 
ral! Allí,  en  su  propio  cotarro,  no  le  conocía  «na- 
dies», ni  se  le  había  perdido  cosa  alguna  que  le 
intrigase  los  redaños  del  alma.  En  cincuenta  años 
de  continuada  ausencia,  el  elenco  de  sus  conte- 
rráneos se  había  modificado  tan  acabadamente, 
que  don  Cele  se  aburría  de  un  modo  capaz  de  dar 
compasión  a  sus  improvisadas  relaciones. 

Lo  que  mayor  estrilo  le  causaba  era  la  sordidez 
de  sus  paisanos,  junto  con  la  cínica  chacota  que 
ponían  al  hablarle,  envidiosos  de  su  posición  hol- 
gazana y  bien  abastecida.  Mientras  le  bandeaban 
a  puros  pechazos,  llorando  lástimas  verdaderas 
o  fingidas,  le  llamaban  a  hurtadillas  «el  tío  Rena- 
cuajo», acordándose  de  que  a  su  señor  padre  le 
habían  llamado  «el  tío  Rana».  Este  descubrimien- 
to, debido  a  un  viejito  casi  centenario,  causó  las 
delicias  del  pueblo  y  empezó  a  cabrear  a  don  Cele. 

Para  colmo  de  desventuras,  el  ex  almacenero 
no  tenía  gente  con  quien  conversar  «como  la  gen- 
te». Acostumbrado  en  su  vida  de  mostrador  al 
roce  urbano  de  sirvientas  bien  y  a  la  verba  de 
oradores  ácratas  y  compadritos  ladinos,  que  mien- 


tras copetineaban  de  parados,  hacían  «sprit»  a  su 
manera,  el  desterrado  en  su  patria  extrañaba  el 
trato  espiritual,  despertador  de  facultades,  que 
agiliza  el  pensamiento  y  sugiere  destrezas  ines- 
peradas, en  las  «fintas»  del  lenguaje  intencional, 
que  ellos  le  dicen  hablar  con  disfraz. 

La  sociedad  de  unos  pocos  ociosos,  con  quienes 
algún  que  otro  domingo  se  jugaba  una  azumbre 
de  sidra,  al  «tute  habanero»,  ¿podría  hacer  las  de- 
licias del  afinado  y  despierto  don  Celedonio?  No 
me  parece.  .  .  Acostumbrado  al  ohicaneo  porteño 
y  al  lenguaje  aquí  adquirido,  los  timos  ya  gasta- 
dos, las  caídas  arcaicas  y  las  ingenuas  agachadas 
de  sus  forzosos  contertulios  dominicales,  le  tenían 
desorbitado  y  con  un  estrilo  negro. 

Como,  por  otra  parte,  el  comercio  de  libros  en 
un  lugarejo  de  veintinueve  vecinos,  no  puede  ser 
muy  floreciente,  y  don  Cele  era  loco  por  la  lectura 
barata.  . .  o  de  prestado  no  más,  cuando  esto  era 
posible,  el  pobre  hombre  comenzó  a  percatarse  de 
que  se  aburría  a  más  no  poder. 

Asi  es  que  un  buen  día  echó  sus  cuentas,  dando 
balance  de  caja,  en  arqueo  minucioso.  Sin  novelas 
de  Carlota  Braemé  o  sus  similares;  sin  chachara 
despertadora  del  ingenio;  condenado  a  toda  clase 
de  funciones  de  iglesia  (para  no  escandalizar  a  los 
candidos  creyentes)  y  sin  más  sociedad  que  la  de 
cuatro  destripaterrones  a  cual  más  cazurro,  don 
Celi  (como  allá  le  decían)  lió  sus  petates,  y  veinte 
días  después  «aterrizaba»  en  la  Dársena,  resuelto 
a  dejar  sus  huesos  en  la  Chacarita,  cuando  la  par- 
ca fiera  fuese  servida  dar  un  tijeretazo  a  la  piola 
de  su  existencia.  .  . 

Procede  ahora  constatar  que  con  el  ajetreo  de 
sus  recientes  viajes  y  las  contrariedades  morales 
conseguidas  en  su  pueblo,  nuestro  hombre  sintió 
descompaginarse  alguno  de  los  arcanos  tornillos 
que  sujetan  el  maravilloso  mecanisniO  de  la  vida. 


"I-¿>V- 


Un  médico  especialista  de  mucho  cartel,  que  le 
revisó  a  su  gusto  (mediante  veinte  de  la  nación) 
le  aseguró  que.  por  el  momento,  no  parecía  tratar- 
se de  un  proceso  grave:  pero  que  don  Cele  andaba 
en  los  prolegómenos  de  un  sensible  desequilibrio 
en  el  metabolismo  orgánico,  y  bien  podía  pade- 
cer  un  principio  de  «diabetis»  (asi  lo  entendió  el 
enfermo)  si  biei  el  azúcar  no  asomaba  todavía 
por  ninguna  parte  de  su  amenazada  economía. 

Con  aquello  de  los  prolegómenos,  el  metabolis- 
mo (o  meta  acordeón  y  guitarra)  la  «diabetis»  y 
otras  palabrotas  que  oyera  en  el  consultorio,  a 
don  Cele  le  entró  un  chucho  de  los  que  no  se  em- 
pardan, y  en  su  consternado  cerebro  se  le  formó 
un  batuque  de  la  madona.  De  allí  en  adelante  ma- 
tizó ampliamente  sus  lecturas,  mixturando  la  no- 
velería policial  con  los  más  macizos  tratados  de 
patología  interna,  pero  especializándose  en  el  asun- 
to de  la  diabetes  azucarada,  que  era  el  terror  jefe 
de  sus  conturbados  ocios. 

Dada  su  falta  de  preparación  básica  para  ob- 
tener una  regular  vendimia  de  nociones  médicas, 
claro  es  que  don  Cele  no  entendia  un  pimiento  de 
cuantas  lecturas  iba  embuchando  tan  sin  concier- 
to. Su  desaforada  curiosidad  no  perdonó  tratado 
alguno  de  cuantos  pudieron  llegar  a  sus  ignorantes 
manos.  ¡Qué  más!  Hasta  llegó  a  trabar  conoci- 
miento bibliográfico  con  un  doctor  napolitano, 
muy  mentado,  que  le  dicen  Sémmola.  ¡Cosa  bár- 
bara! Su  sorpresa  no  le  cabía  en  «el  cofre  de  la 
pasta  divina»,  cuando  supo  que  lo  que  él  había 
despachado  por  paquetes,  resultase  un  «dotor»  de 
los  que  más  han  cinchado  para  arrancar  a  la  na- 
turaleza el  secreto  de  esa  zafra  o  cosecha  de  azú- 
car, que  se  forma  en  lo  más  íntimo  y  secreto  de 
la  persona  humana! .  .  . 

Y,  ¡para  qué  se  vea  lo  que  son  las  cosas!;  un  hom- 
bre rudo  y  zafio,  sin  otro  pulimento  espiritual 
que  el  resultado  de  incoherentes  lecturas,  casi 
siempre  incomprendidas,  llegó  a  poder  burlarse 
de  Víctor  Hugo,  por  quien  sentía  una  lástima  tea- 
tral y  profunda.  Y  lo  rico  del  caso  es  que  don  Cele 
tenía  más  razón  que  Dios,  según  su  propia  frase; 
si  el  autor  de  «La  leyenda  de  los  siglos»  hubiese 
tenido  la  cultura  médica  que  nuestro  ex  almace- 
nero, no  se  hubiera  dejado  decir  (poniendo  en  fi- 
gurillas su  ignorancia  crasísima)  lo  que  dice  en  el 
capítulo  IV  del  libro  IV  de  la  parte  III  de  su  her- 
mosa novela  «Los  miserables»,  donde  a  la  letra  es- 
cribe así;  «Los  atenienses,  esos  parisienses  de  la 
antigüedad,  adulaban  a  los  tiranos,  a  tal  punto 
que  Anacéforo  decía  de  Pisístrato;  sus  humedades 
naturales  atraen  a  las  abejas».  (Bueno  será  dejar 
constancia  de  que  al  copiar  esas  palabras  me  he 
permitido  un  eufemismo  en  obsequio  a  la  cultu- 
ra de  Plvs 


/C-^  j^ 


Vltra,  ya 
que  el  fina- 
do don  Víc- 
torse  expre- 
só «derecho 
viejo»  en  lo 
que  yo  he 
creído  con- 
veniente 
llamar  h  u- 
medades). 

Pues  bien; 
lo  que  don 
Cele  llegó  a 
la  altura  de 
ese  pasaje, 
no  pudo  re- 
primir un 
gesto  de  su- 
premo des- 
dén, subra- 
yado por  las 
siguientes 
despectivas 
palabras; 
¡Qué  gringo 
bárbaro  y 
como  se  ha 
«pisao  feo!') 
jSe  precisa 
ser  mulita 
para  no  caer 
en  la  huella 
de  que  no 
hay  la  me- 
nor adula 
ción  en  lo 
que  dice 
ese  señor 
don  Anacé- 
foro. . .  Lo 
que  pasa  es 
que  el  Pisís- 
trato ese  es- 
taría  joro- 


bado, causa  de  la  «diabetis»,  y  las  abejas  caían 
pispando  el  gustito  del  azúcar!...  ¿Sabe  que  el 
señor  de  Hugo  andaba  adelantado  de  noticias, 
cuando  ignoraba  que  los  insectos  tienen  predilec- 
ción por  los  pobres  enfermos,  a  quienes  todo  se 
les  vuelve    azúcar? .  . . 

Claro,  don  Cele  ignoraba  que  cuando  Víctor 
Hugo  escribió  «Los  miserables»,  las  abejas  sabían 
de  diabetes  más  que  los  hombres;  como  que,  en 
muchas  ocasiones,  las  moscas  han  ayudado  a  los 
médicos  a  establecer  el  diagnóstico  de  la  enferme- 
dad azucarada. 


En  este  estado  de  profundos  conocimientos  y 
en  un  tren  de  salud  cuyos  frecuentes  desniveles  de- 
jaban algo  mucho  que  desear,  don  Cele  tuvo  un 
día  la  patriótica  ocurrencia  de  concurrir  a  una  fa- 
rrita  que  la  «Patriótica  Española»  daba  en  la  «Pla- 
za Euskara»,  allá,  cuando  lo  de  Cuba.  La  comisión 
que  había  corrido  con  los  preparativos  de  la  fiesta, 
cuyo  producido  engrosaría  el  acervo  común  de  la 
subscripción  nacional  española,  había  estado  tan 
acertada  en  sus  iniciativas  y  labores,  que  entrar 
a  la  Euskara  valía  tanto  como  transportarse  a 
unas  cuantas  regiones  hispanas,  donde  vinos  y 
frutos,  acentos  e  indumentarias  se  veían  hábilmente 
reproducidos,  sin  que  faltase  el  menor  detalle  a  la 
lista.  ¡Vaya  que  estaba  lindo  todo  aquello! 

A  poco  andar,  don  Cele  se  vio  solicitado  por  dos 
viejos  amigos,  quienes  le  hacían  señas  imperativas, 
desde  una  instalación  de  buñolería  andaluza,  don- 
de estaban  «refrescando»  con  unos  copetines  de 
aguardiente  de  Cazalla.  y  oyendo  algunas  coplas 
de  la  tierra  de  María  Santísima,  briosamente  en- 
tonadas por  una  moza  garrida,  más  o  menos  pro- 
fesional del  «cante  flamenco». 

Aunque  don  Cele  andaba  muy  lejos  de  ser  an- 
daluz, se  sentía  como  en  su  casa  en  aquel  ambien- 
te «cañí»  (gitano,  vale  decir)  único  que  da  sensa- 
ción de  españolismo...  a  cuantos  ignoran  lo 
que  es  España,  y  se  figuran,  de  buena  fe,  cono- 
cerla. 

De  allí  al  rato,  la  «cantaora»  fraternizaba  con  los 
amigos  de  don  Cele;  la  reunión  se  animaba  por  el 
creciente  aditamento  de  nuevos  factores  adventi- 
cios, y  la  «bebía»  era  escanciada  y  absorbida  con 
prodigalidad  amenazadora  de  ruidosos  sucesos.  Y 
como  la  lógica  de  los  hechos  es  algo  infaltable.  y 
en  el  corro  de  la  buñolería  se  agrupaban  los  ingre- 
dientes indispensables  al  estallido  de  un  batifon- 
do jefe,  yo  no  sé  si  por  el  de  Cazalla.  o  por  la  ga- 
rrida moza  del  «cante»,  o  por  las  dos  causales  a  la 
vez,  ello  es  que  en  una  mesa  cercana  de  la  de  autos 
estalló  formidable  el  bochinche,  en  el  que  hubo 
de  todo  menos  de  «ña»  Prudencia  y  compañía.  No 
tardó  en  reverberar  al  sol  el  bruñido  del  níquel  de 
los  revólveres,  los  bastones  rasgaron  la  atmósfera 
en  diferentes  sentidos,  y  entre  imprecaciones,  ayes, 
insultos  y  mucha  salsa  de  ajos,  llovían  garrotazos 
como  granizo  de  esos  que  no  dejan  yuyo  sano. 

Por  pronto  que  don  Cele  quiso  dispararle  al  pe- 
ligro, saliendo  de  la  zona  de  influencia  donde  se 
administraban  los  traumatismos,  un  bastonazo 
anónimo,  y  no  perdido  del  todo,  puesto  que  lo 
ligó  nuestro  pobre  hombre,  le  desmayó  allí  no 
más,  tendiéndole  en  el  suelo  como  bulto  de  merca- 
dería inerte. 

No  es  para  contada  aquí  la  confusión  que  por 
allí  se  armó,  ni  la  gran  cantidad  de  vigilantes 
que  no  acudió  al  lugar  del  siniestro.  Con  lo  cual 
la  refriega  tuvo  su  natural  extinción  y  acabamien- 
to en  el  cansancio  de  los  beligerantes.  Los  que 
sucesivamente  y  de  callados  no  más  íbanse  reti- 
rando del  tremendo  zipizape,  ya  mandándose  mu- 
dar para  ocultar  su  derrota,  o  bien  agarrando  para 
la  farmacia  próxima,  cosa  de  entregarse  a  los  so- 
lícitos cuidados  de  la  ciencia,  encarnada  en  un 
boticario  sin  diplomar. 

El  único  lesionado  asistido  en  la  linea  de  fuego, 
atendida  la  imposibilidad  de  hacerle  caminar  y 


TEXTO     DE 

efEVEHIANO 
LOnCNTE. 

DIBUJOJ^  DE 

Z/?^^TTAR.O 

i 

la  ausencia  de  ambulancias,  fué  don  Cele.  Entre 
la  esposa  del  buñolero  y  otras  dos  señoras  que  la 
secundaban  en  el  trajín  del  despacho,  se  consa- 
graron a  restañar  la  sangre  que  abundante  fluía 
de  la  tapa  de  los  sesos  del  herido.  Momentos  des- 
pués, y  vuelto  el  ex  almacenero  al  dominio  ordi- 
nario de  sus  facultades  espirituales,  pudo  tan- 
tearse con  mano  trémula  el  dolorido  cráneo,  per- 
dido entre  las  intrincadas  circunvoluciones  de  un 
turbante  improvisado  con  pañuelos  y  servilletas. 
El  sin  ventura  estaba  hecho  un  turco  de  Barracas, 
a  fines  de  Carnaval. 

Pero,  ¡cosa  bárbara,  mi  amigo!,  ni  el  sentirse  tan 
ridiculamente  enjaezado,  ni  el  dolor  de  su  cuero 
cabelludo  tan  brutalmente  tundido,  fueron  parte 
a  quebrantar  las  erectas  energías  de  su  espíritu 
bien  puesto.  Lo  que  le  sacó  de  quicio,  amenazan 
do  sumirle  en  una  nueva  obnubilación  del  ánimo 
fué  la  tan  temida,  la  tan  esperada,  la  tan  estu 
diada  «diabetes  sacarina».  Ya  estaba  allí,  de  cuer- 
po presente,  con  todas  las  de  la  ley...  morbosa: 
sin  una  sola  atenuante  que  disminuyese  la  grave- 
dad procerosa  del  conflicto  patológico.  Un  hilillo 
de  sangre  que  se  fraguaba  furtivo  paso  entre  la 
lencería  del  vendaje,  acababa  de  hacer  acto  de 
presencia  en  una  comisura  de  los  labios,  dando 
lugar  a  que  don  Cele  probase,  sin  poder  evitarlo, 
el  rutilante  líquido  de  su  propia  vitalidad.  ¡Horror! 
el  sabor  francamente  dulzón  de  la  sangre,  reve- 
laba de  pronto  lo  que  no  habían  sido  capaces  de 
descubrir  reiterados  análisis  químicos  de  a  10  pe- 
sos de  la  nación,  cada  uno.  ¡Qué  siniestra  paradoja! 
El  dulzor  de  su  sangre  le  amargaba  la  vida,  pre- 
sentándole la  sombría  perspectiva  de  una  ruin 
existencia,  martirizada  por  un  odioso  régimen 
alimenticio,    del   que   quedarían   proscriptos   infi- 


nidad de  manjares  que  eran  su  delicia! 


;Para 


qué  quería  la  vida  en  esas  condiciones?  ¿Enfermo 
y  condenado  al  sacrificio  de  sus  platos  predilec- 
tos? ¡Y  para  esto  se  había  reventado  durante  cin- 
cuenta años  mortales!  ¿De  qué  le  servían,  su  apa- 
rente robustez  de  hombre  bien  cuidado,  y  sus  sa- 
neadas rentas,  fruto  tardío  de  un  batallar  sin  tre- 
gua de  placer,  ni  descanso  dominical,  que  en  su 
tiempo  no  se  estilaba? 

Las  pesimistas  preocupaciones  que  le  amarga- 
ban los  instantes  todos  de  aquel  menguado  vivir, 
habrían  concluido  por  darle  la  puñalada  de  mise- 
ricordia, si  el  médico  que  solía  aguantar  sus  im- 
pertinencias, no  hubiese  acudido  en  su  auxilio 
tranquilizándole  para  toda  la  siega.  Al  oír  ponde- 
rar a  don  Cele  la  dulzura  de  su  sangre,  dispuso, 
como  primer  providencia,  que  se  hiciese  un  nuevo 
análisis. .  .  que  no  dio  por  resultado  ni  las  más  re- 
motas trazas  del  ponderado  dulce.  ¿Cómo  se  en- 
tendia eso?  De- 


masiado sabía  el 
galeno  que  hay 
diabetes  pasaje- 
ras, debidas  a  cri- 
sis morbosas  o  a 
excesos  alimenti- 
cios; pero. .  .  i  tan 
pronunciada  co- 
mo la  que  decía 
don  Cele! . .  . 

Y,  sin  embar- 
go, todo  ello  era 
bien  cierto;  pero 
el  doctor,  que  no 
podía  conformar- 
se con  aquello, 
practicó  una  ave 
riguación  en  for- 
ma para  dar  con 
la  clave  de  lo  su- 
cedido. 

Lo  que  había 
pasado  era  bien 
sencillo;  en  la 
buñolería  donde 
le  habían  presta- 
do a  don  Cele  los 
primeros  auxi- 
lios, habían  em- 
pleado ma>iu  lar- 
ga y  como  único 
hemostático  dis- 
ponible. .  .  ¡el 
azúcar  con  que 
los  buñoleros  sa- 
ben espolvorear 
los  churros! .  .  . 

Todavía  creo 
que  se  oyen  las 
carcaj  adas  de 
don  Cele  y  del 
doctor. 

Chivilcoy,   1916. 


-na 


i3  ^'LT^tay^w- 


anacimr 


.ata 

íicl  üaiETpo  Bplomálko  i|sírsmJia:o 


>==^' 


^' o  creo  que  haya  una  diplomacia 
.i¿  más  difícil  que  la  pontificia.  El 
■^  arte  de  las  relaciones  exteriores 
'',«  encuentra,  con  frecuencia,  c'.r- 
y¿¥  cunstancias  que  lo  tornan  com- 
■■¡'^  pilcado;  pero  entre  todas,  la  ges- 
'-'^ttión  pontificia  es  la  que  lleva 
.,..  v-:i 'mayor  riesgo,  en  un  vaso  de 
cristal.  El  peligro  de  que  sobrevengan  difi- 
cultades más  o  menos  inminentes  y  criticas, 
radica  en  la  naturaleza  misma  de  las  cosas. 
Si  el  sentimiento  nacional  en  su  pundonor  es  deli- 
cado en  extremo,  no  es  menos  susceptible  el  reli- 
gioso. La  diplomacia  pontificia  debe  navegar  entre 
estas  dos  susceptibilidades,  sin  herirlas  ni  rozarlas 
siquiera. 

El  eco  de  los  gratos  recuerdos  que  monseñor 
Locatelli  habia  dejado  en  París,  Viena  y  Bruselas, 
durante  la  gestión  de  los  negocios  que  le  fueran 
confiados,  y  el  de  las  francas  simpatías  que  había 
despertado  en  Madrid,  con  motivo  de  sus  dos  mi- 
siones extraordinarias,  le  hizo  ambiente  auspicioso 
en  nuestro  país,  al  cual  llegó  precedido  de  un  legí- 
timo renombre.  El  catolicismo  argentino  se  sintió 
halagado  con  su  designación  y  quiso  evidenciar  su 
júbilo,  ofreciendo  a  la  Santa  Sede,  como  singular 
donativo,  la  mansión  que  debía  ocupar  su  ilustre 
representante. 

Y  es  justo  reconocer  que  si  monseñor  Locatelli 
llegó  a  Buenos  Aires,  acompañado  de  sólidos  pres- 
tigios, ahora  se  aleja  habiendo  consagrado  defini- 
tivamente, con  una  actuación  altamente  merito- 
ria, los  valores  reales  de  su  justa  reputación. 

Talento  observador,  ha  sabido  formarse  una 
idea  propia  y  exacta  de  la  vida  nacional  y  de  nues- 
tros hombres.  Laborioso  y  tenaz,  ha  seguido  con 
marcado  interés  el  proceso  evolutivo  de  las  fuerzas 
católicas,  en  todas  sus  actividades,  quedando  su 
nombre  vinculado  al  movimiento  religioso,  a  la 
creación  de  nuevas  diócesis  y  preconización  de  no 
pocos  de  sus  jóvenes  obispos.  Como  detalle  suges- 
tivo queremos  recordar  que  ha  visitado  personal- 
mente las  misiones  del  Chaco  y  de  la  Patagonia. 
De  visión  clara  y  decidido  entusiasmo,  ha  seña- 
lado el  rumbo  que  debe  seguir  en  sus  empresas  la 
acción  católica,  para  que  sus  progresos  sean  efec- 
tivos y  eficaces.  Amante  del  país  y  del  pueblo, 
se  ha  preocupado  constantemente  de  todo  lo  que 
decía  relación  con  su  mejoramiento  moral  y  ma- 
terial, civil  y  religioso.  Y  es  satisfactorio  consig- 
nar aquí  que  algunos  de  sus  vaticinios  se  están 
cumpliendo,  precisamente  en  las  vísperas  de  su 
partida. 

Experto  y  firme,  ha  triunfado  en  las  emergen- 
cias en  que  necesariamente  lo  ha  colocado  su  mi- 
nisterio y  decanato  del  cuerpo  diplomático. 

No  nos  cueste  reconocer  con  lealtad  que  ha 
visto  y  estudiado  las  cosas  desde  muy  alto,  porque 
esto  redunda  más  en  beneficio  nuestro  que  en  el 
suyo  propio.  La  mirada  que  las  águilas  dirigen 
desde  la  altura  abarca  las  grandezas  del  conjunto. 
sin  percibir  las  posibles  deficiencias  del  detalle. 

Sea  esto  una  modesta  recompensa  ante  los  mé- 
ritos contraídos;  un  aplauso  de  escasísimo  valor 
ante  la  gran  satisfacción  que  ha  de  experimentar 
al  verse  distinguido  por  S.  S.,  no  tanto  por  el  no- 
torio ascenso  que  la  nueva  tnisión  significa,  cuanto 
por  el  testimonio  indiscutible  de  que  la  suprema 
autoridad  a  quien  ha  dedicado  sus  servicios,  los 
acepta  y  consagra. 

Para  justipreciar  la  actuación  de  monseñor  Lo- 
catelli. está  dada  la  medida;  consideremos  lo  que 
representa  Benedicto  XV  y  las  esperanzas  que  en 
él  cifra  el  mundo  desorientado;  reflexionemos  en 
la  trascendencia  de  una  misión  diplomática  en 
Bélgica,  en  cuyo  territorio,  de  hecho  gobiernan 
dos  poderes,  y  en  cuyos  destinos  está  quizá  invo- 
lucrada la  paz;  y  digamos  luego:  Benedicto  XV 
nombró  nuncio  en  Bélgica,  en  1916,  al  Excelentí- 
simo Monseñor  Aquiles  Locatelli. 

MoNS.  Miguel  D'Andrea. 
Bueno*  Airet,  mayo  10  de  1916. 


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De  recia  complexión,  alta  estatura  y  distinguido  pone, 
es  Florencio  Parravicini  un  actor  que  se  impone  por  su 
jioia  presencia.  Admirable  conocedor  de  la  psicología  de 
su  piiblico.  sabe  dominarlo  con  un  gesto,  una  mirada, 
un  ademán. 

Dolado  de  una  ductilidad  extraordinaria,  interpreta 
con  igual  acierto  la  nota  trágica  en  el  drama,  como  la 
nota  sentimental  en  la  comedia,  y  es  fino  y  sobrio  en 
el  teatro  de  discreteo,  y  bufo  de  sorprendente  gracia  en  el 
teatro  cómico.  Sin  duda  alguna,  es  el  actor  nacional  más 
completo. 

;Ese  chico,  será  un  hombre  de  armas  llevar! 

Tal  fué  la  exclamación  que  se  escapó  de  los  la- 
bios del  valiente  coronel  uruguayo  Sauberan.  el 
24  de  agosto  de  1876,  al  ver  el  tierno  cuerpecito 
del  hoy  popularísimo  «Parra»,  que  alegremente  le- 
vantaba en  alto  su  padre,  el  coronel  don  Reynaldo 
Parravicini.  enseñándolo  a  sus  amigos,  cuya  tra- 
dicional tertulia  acababa  de  interrumpir  el  recién 
nacido,  viniendo  al  mundo  por  sorpresa.  .  .  y  en 
plena  Sala  de  Armas  de  la  casa  de  Parravicini. 


por  aquel  entonces  director  de  la 
Penitenciaria  Nacional. 

Quien  así  se  presentaba  en  la  tie- 
rra, estaba  en  efecto  llamado  a  des- 
tacar su  personalidad  en  la  vida. 

Las  palabras  del  coronel  Souberan 
se  han  cumplido  como  una  profecía. 

Florencio  Parravicini  es.  en  efecto, 
un  hombre  de  armas  llevar;  un  ser  ex- 
travagante, un  gran  loco,  un  excén- 
trico, un  atrabiliario,  un  niño,  un 
genio. . . 

La  vida  de  «Parra»,  como  vul- 
garmente se  le  llama  en  toda  la  Re- 
pública, está  sembrada  de  hechos 
extraordinarios,  desde  que  fué  con- 
discípulo de  Pablo  Ángel  Pacheco, 
Horacio  Anasagasti  y  Gustavo  Fre- 
derking,  en  la  Academia  Británica, 
hasta  hoy  que.  como  primer  actor 
del  teatro  nacional  argentino,  ha  con- 
tribuido a  su  formación  y  desarrollo, 
poniendo  a  su  servicio  el  gran  talento 
interpretativo  de  que    está    dotado. 

Sobre  este  hombre  extraordinario, 
que  es  actor,  sportsman,  autor,  pin- 
tor, poeta,  hombre  de  mundo  y  bohe- 
mio, se  ha  escrito  mucho,  llenándose 
columnas  y  columnas  de  periódicos 
para  relatar  sus  extrañas  aventuras: 
sus  devaneos  amorosos:  sus  origina- 
lisimas  anécdotas. 


dose  de  la  vida,  de  la  muerte  y  de  los  hombres  ». 

Tal  dice  el  libro  al  hablar  de  Parra:  ahora  es 
primer  actor  del  «Teatro  Argentino»  y  propietario 
de  un  precioso  chalet  en  San   Isidro. 

Alli  fuimos  a  verle  una  hermosa  mañana  de  los 
últimos  días  de!  verano  pasado. 

Parra  salía  del  chalet,  acompañando  a  una 
dama  hasta  el  lujoso  automóvil  que  esperaba  en 
la  puerta. 

Le  hice  una  seña  a  Baldiserotto,  y  éste  preparó 
el  Spido.  Era  una  instantánea  interesante.  .  .  Sor- 
prenderíamos una  aventura  galante. 

¿Quién  seria  ella? 

Parra  adivinó  nuestra  intención  y  con  un  gesto 
apeló  a  la  caballerosidad  del  repórter. 

Comprendimos. 

El  automóvil  se  alejó  envuelto  en  una  nube  de 
polvo.  Se  agitó  un  pañuelo  y  Parra  alzó  la  mano 
y  contestó  el  saludo. 

Cuando  se  volvió  hacia  nosotros,  sus  ojos  esta- 
ban humedscidos. 

He  aquí,  me  dije,  un  Parra  del  que  debe  haberse 
dicho  poco.  Del  Parra  sentimental,  romántico,  ena- 
morado. .  . 

Y  pensando  que  tal  vez  fuese  una  nota  intere- 
sante descubrir  el  secreto  íntimo  de  este  gran 
niño,  me  aventuré  a  sondear  su  alma. 

Si,  me  dijo.  ¿Por  qué  no?  No  me  atrevería  a 
negarlo.  Engañan  tanto  las  aparie.ncias.  Ya  ve 
usted,  todo  el  mundo  conoce  mi  risa,  esta  risa 
franca,  contagiosa  que  me  ha  presentado  ante  el 


CHALET    DE    PARRA,    EN    SAN    iSlüRÜ. 


FLORENCIO    PARRAVICINI    Y    LN    GRUPO    DE    AMIGOS. 
ESCUCHANDO    LA    LECTURA    DE    UNA    COMEDIA. 


En  las  páginas  de  un  libro,  resume 
así  un  colega  la  vida  azarosa  de  este 
gran  loco: 

«  Heredó  de  su  abuelo  don  J acebo 
Parravicini,  primer  Cónsul  de  Aus- 
tria en  Buenos  Aires,  una  bella  su- 
ma de  esterlinas.  Su  caudal  pasaba 
de  un  millón.  En  un  año  todo  ese 
oro  se  derritió  en  la  hoguera  de  su 
fogosa  juventud.  En  ese  tiempo  vivió 
una  vida  de  sultán.  Fué  rey  de 
países  de  ensueño.  En  Monte  Cario 
dejó  su  última  esterlina.  No  se  suici- 
dó... regresó  a  París  y  alli  se  hizo 
cantor  de  estilos  criollos.  Vino  a  Bue- 
nos Aires.  En  Puerto  Deseado,  em- 
pleóse con  el  Subprefecto.  Cuando 
se  aburrió  se  hizo  pirata,  a  las  ór- 
denes del  célebre  Maine.  capitán  de 
la  barca  «Fazil  Ferrara».  Lo  tomaron 
preso.  Probó  su  inocencia.  Trabajó 
como  cicerone,  como  chauffeur  y  co- 
mo artista  cómico  en  los  cafés  can- 
tantes. .  .  Fué  tirador.  En  el  Casino 
de  Montevideo,  por  imitar  a  Guiller- 
mo Tell,  hirió  de  un  balazo  a  su  ayu- 
dante... Después  ha  seguido  rodan- 
do. Siempre  febril.  Sin  rumbo.  Rién- 


públioo  como  un  hombre  siempre  contento,  siem- 
pre alegre,  me  ha  dado  el  triunfo  en  las  tablas,  y 
me  ha  valido  no  pocos  éxitos  entre  las  mujeres, 
aficionadas  más  al  buen  humor,  que  al  gesto  tris- 
te... pero  esta  risa,  esta  risa  mía,  tan  mía.  que 
me  ha  dado  la  popularidad,  no  crea  usted  que  es 
perpetua,  ni  mucho  menos.  Detrás  de  esta  risa 
suele  esconderse  más  de  una  vez  la  mueca  dolo- 
rosa  de  un  desengaño.  Yo  soy  como  todos  los  hom- 
bres. A  fuerza  de  hacer  vibrar  las  cuerdas  de  mis 
frivolidades  amorosas,  llegó  el  día  en  que  la  suerte 
quiso  tocar  la  cuerda  sensible  de  mi  alma.  .  .  y 
sonó.  .  .  sonó  en  una  vibración  sublime,  inolvida- 
ble, suprema,  que  impresionó  mi  espíritu  llegando 
hasta  grabarse  en  mi  corazón  .  .  . 

—  ¿Para  siempre? 
-No...   Para  siempre,  no:  había  que  ahogar 
aquel  sonido  y  lo  ahogué  en  un  acorde  de  todas 
mis  cuerdas  sensibles.  Había  que  olvidar  y  olvidé. 
¡Amar  es  tan  peligroso! 

Parra  dice  esto  disimulando  un  dolor  que.  como 
gran  artista,  sabe  disfrazar  a  las  mil  maravillas. 
Pero  en  el  fondo  de  su  alma,  allá  en  lo  más  recón- 
dito, en  el  lugar  misterioso  que  tenemos  reser- 
vado para  los  grandes  secretos,  una  mujer,  sin 
duda  hermosa,  dejó  huella  imborrable. 

El  Doctor  Misterio. 


CARICATURA    DE    MALAGA    GRENET 


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.  I  d>a«MMM«f  «feMímtUWIMn 


■^  Como  no  quise   averiguar  su  apellido,  —  dijo    Dalia,  —  le    bauticé 

i  A  O  U  E  L  !         con  un  pronombre.  Para  mí,  el  platónico  adorador  se  llama  Aquél.  Todos 

los  hombres  tienen  defectos  que  tarde  o  temprano    sabremos.    Aquél  es 

únicamente  quien  logra  ocultarlos  o  está  libre  de  mancha. 

Puedo  asegurarte,  amiga,  que  mi  constante  enamorado  nunca  intentó  ponerle  sitio  a  la  plata  de 
papá,  como  ciertos  muchachos  que  tú  sabes.  También  es  lógico  suponerle  galante  y  educado,  pronto 
a  los  mayores  sacrificios,  si  yo  le  hiciese  un  sencillo  ruego. 

El  pobre  Alguien  es  todo  un  caballero.  Me  sigue  por  la  Rambla,  ya  le  has  visto  hoy:  más  nunca 
pisa  la  playa  en  horas  de  baño.  Tal  delicadeza  me  encanta,  sobre  todo  viniendo  de  él,  que  ninguna 
obligación  tiene  para  conmigo.  Además,  no  hay  peligro  de  que  el  flirt  mudo  y  rápido  que  sostengo 
con  Alguien  termine  a  manos  del  spleen. 

Le  quiero  amistosamente  y  no  sé  quién  es.  Esto  ya  importa  una  ventaja  de  su  parte. 

Ahora,  lejos  de  Mar  del  Plata,  libre  de  aquella  inocente  persecución,  recuerdo  su  simpática  figura 
y  he  decidido  nombrarle  mi  mascota  honoraria.  Mucho  ha  de  valer  cualquier  hombre  que  me  corteje 
si  consigue  deshancar  al  modelo  o  maniquí  de  novios  honfados. 

¡Y  pensar  que  nuestra  amiga  Zulema  se  burlaba  de  Aquél  cuando  le  veía  siguiéndonos  los  pasos! 
Todavía  le  llama  viejo  y  tronado  sin  reconocer  sus  cualidades.  Yo,  por  la  negra  honrilla,  fingí  en  la 
Rambla  cierto  desprecio,  aunque  siempre  me  halagó  su  devoto  cariño. 

A  pesar  de  todo  cuanto  diga  Zulema,  espero  impaciente.  Mis  diez  y  ocho  años  conservan  aun  bas- 
tante candor.  Aquél,  mi  mascota  y  modelo,  me  traerá  suerte  en  amores,  o  se  presentará  como  prín- 
cipe desencantador  de  princesitas. 

Eva. 

DIBUJO    DE    UALACA  CRENET. 


^ 


X.'U.'1-U>X— 


Como  fantasmas  traídos  por 
la  rueda  de  las  estaciones,  cada 
año,  al  acercarse  el  verano,  se 
me  representan  unas  cuantas 
escenas,  unos  cuantos  paisajes, 
■que,  entre  tantos  que  cayeron 
en  el  caos  del  olvido,  permane- 
cen vivos  en  mi  memoria,  pero 
sólo  se  animan  al  brillo  de  aque- 
lla misma  luz  en  que  me  apa- 
recieron. 

Asi  habréis  observado  que  en 
todo  vasto  panorama  que  os  dé 
la  Naturaleza  hay  tal  lugar,  tal 
monte,  tal  pueblecillo  lejano, 
que  está  como  oculto  o  disimu- 
lado todo  el  día  en  el  conjunto 
de  la  extensa  perspectiva;  todo 
el  día,  menos  una  hora  en  que, 
por  darle  el  sol  de  cierta  mane- 
ra, o  serenarse,  no  sé  cómo,  el 
aire  en  torno  suyo,  se  destaca  y 
brilla,  y  os  aparece,  por  algunos 
instantes,  como  si  sólo  en  ellos 
viviera;  y  asi  nace  y  muere  en 
realidad  para  vosotros  cada  día. 

Pues  asimismo  veo  yo  todos 
los  años  por  este  tiempo  tal  es- 
cena, tal  paisaje,  en  el  panora- 
ma de  mi  memoria. 

Pero  entre  estos  recuerdos  hay 
uno  que  se  me  presenta  con  sin- 
gular claridad  y  con  vida  más 
intensa.  En  un  valle  estrecho  y 
verde,  entre  montañas  muy  al- 
tas, fajadas  de  obscuros  bosques 
y  con  las  cimas  desnudas  salpi- 
cadas de  nieve  muy  blanca  — 
en  aquel  valle  oloroso  fuerte- 
mente del  heno  recién  segado  y 
lleno  de  rumor  de  aguas  —  veo 
una  multitud  vestida  de  alegres 
colores  cubriendo  un  prado,  ba- 
jo unos  árboles  muy  grandes, 
ante  una  loma  también  verde, 
que  sirve  de  teatro  a  una  tra- 
gedia antigua.  Muévense  allí 
exóticas  las  figuras  de  los  acto- 
res vestidos  a  la  griega,  diminu- 
tos en  aquel  escenario  natural 
demasiado  ancho,  y  sus  voces 
suenan  mates  y  lejanas,  como  perdiéndose  mucho 
de  ellas  en  la  libertad  de  los  aires.  El  verso  decae 
de  su  majestad  desvanecida  en  la  simple  grandeza 
de  aquellos  lugares;  la  pomposa  declamación  de  los 
alejandrinos  franceses  resulta  pobre  y  lastimoso  ar- 
tificio, extraño  a  aquel  ambiente,  donde  sólo  suelen 
vibrar  los  rumores  de  las  aguas  y  del  viento,  la 
rústica  flauta  del  pastor  y  el  sonoro  mugir  de  los 
rebaños. 

La  tarde  es  húmeda,  y  nublado  el  cielo  altísi- 
mo; las  inmóviles  corifeas  tiemblan  en  sus  carnes 
lánguidas  bajo  los  polvos  de  arroz  y  las  sutiles 
clámides  de  blanco  lino  movidas  por  el  aire  frío; 
el  elegante  público  de  balneario  desplega  chales 
y  abrigos,  arropándose  frioleras  las  mujeres, 
levantando  sobriamente  los  hombres  los  cuellos 
de  sus  gabanes;  a  las  frecuentes  lloviznas  ábrense 
vergonzosamente  algunos  paraguas;  pero  toda 
aquella  gente  sufre  en  silencio  y  calla,  esforzán- 
dose en  comprender  lo  que  apenas  oye.  ávida  de 
la  emoción  artística  esperada  de  aquella  combi- 
nación de  elementos,  que  se  quiere  sea  sublime 
sólo  porque  es  desproporcionada.  Sin  embargo . . . 

Sin  embargo,  de  vez  en  cuando  pasa  una  ráfaga 
de  pasión,  y  no  siempre  es  por  el  frío  del  aire  que 
el  público  se  estremece.  Edipo  es  un  gran  actor, 
un  gran  actor  viejo,  y  en  su  voz  de  oro,  aunque  ya 
cascada,  vibra  aún  de  cuando  en  cuando  la  pasión 
trágica,  y  el  público  se  estremece  silencioso;  al- 
gunas mejillas  palidecen,  algunos  ojos  cobran  un 
leve  y  repentino  fulgor  y  buscan  otros  ojos... 
Como  quiera  que  sea,  al  paso  de  la  vaga  procesión 
de  los  alejandrinos  difusa  en  el  aire,  asoma  y  se 
destaca  alguna  vez,  con  terrible  momentáneo  bri- 
llo en  sus  ojos,  la  máscara  trágica. 

Pero  en  seguida  desaparece,  y  la  representación 
se  esfuma  otra  vez,  las  voces  se  atenúan  y  se  alejan 
en  una  vaga  cantilena,  y  las  figuritas  de  los  acto- 
res bracean  allá  como  marionettes  en  el  escenario 
demasiado  grande  de  la  verde  colina,  de  las  au- 
gustas montañas  que  la  rodean,  del  cielo  altísimo 
y  nublado  que  manda  indiferente  su  fría  llovizna 
sobre  las  corifeas,  que  vuelven  a  temblar  en  sus 
carnes  lánguidas;  sobre  el  público  elegante,  que 
requiere  otra  vez  los  abrigos  a  las  espaldas  y  aprie- 
ta los  cuellos  de  los  gabanes  a  las  gargantas  en- 
fermizas. 

Sólo  hacía  el  fin  la  representación  avanza  otra 
vez  sobre  el  público,  echándosele  encima,  agigan- 
tada como  un  cuadro  disolvente  en  su  crecimíen- 


íi<2UE]fcl>0     J>E    UNAy______ 

TAR:I>E  1>E    VEiI^ANO 


to  luminoso.  De  la  barraca  de  madera  que  figura 
el  palacio  del  rey  tebano  sale  un  aullido  de  bestia 
lastimada,  y  en  seguida  aparece  Edipo  tamba- 
leándose, con  los  brazos  extendidos,  la  faz  levan- 
tada al  cielo,  dos  grandes  huecos  sanguinolentos 
en  las  cuencas  vacías  de  sus  ojos,  ensangrentados 
también  la  túnica  y  el  manto,  revolviéndose  como 
una  fiera  herida,  y  precipitándose  clamoroso  has- 
ta el  primer  término  de  la  escena,  en  medio  del 
agitado  semicírculo  del  coro  que  le  rodea  horro- 
rizado. También  el  público  se  agita  y  más  fuerte- 
mente se  estremece;  algunos  vuelven  la  cabeza 
para  no  ver;  las  mujeres  se  tapan  el  rostro;  mu- 
chos no  quisieran  mirar,  pero  sus  ojos,  fascina- 
dos, no  pueden  cerrarse  ni  ser  apartados  de  la 
horrible  escena. 

Después  la  tragedia  se  suaviza  y  enternece. 
Edipo  quiere  despedirse  de  sus  hijos  y  busca  a 
tientas  las  cabecitas  rubias,  y  las  coge  llorando 
entre  sus  manos...  Al  fin  empuña  tristemente 
el  báculo,  y  con  la  mano  puesta  en  la  espalda  de 
la  hija,  de  Antígona  piadosa  que  le  guía,  se  aleja 
allá  de  la  verde  colina;  lentamente  se  van  alejando 
las  dos  figuritas  como  empujadas  por  la  fatalidad 
hacia  lo  desconocido.  El  coro  queda  agrupado  en 
actitudes  de  consternación.  El  público,  embebe- 
cido, llora. . . 

Pero  he  aquí  que  mientras  tanto  el  cielo  se 
ha  ennegrecido  sobre  el  valle,  retumba  el  trueno 
entre  las  montañas  y  una  ráfaga  de  huracán  se 
precipita,  cargada  de  espesa  lluvia  y  de  granizo 
sobre  la  muchedumbre  del  teatro  y  el  público  des- 
prevenido. Despavorida  la  gente,  se  arremolina 
y  se  dispersa  y  huye  en  todas  direcciones.  Las 
vallas  son  saltadas  primero,  después  rotas;  caen 
sillas  y  bancos  y  tablones,  y  a  los  pocos  momentos 
queda  el  prado  desierto  y  como  sembrado  de 
ruina,  entre  sus  aguas  que  bajan  furiosas  y  au- 
mentadas, el  ruido  del  viento  y  la  lluvia  en  los 
ramajes  convulsos  de  los  grandes  árboles,  el  lívido 
resplandor  de  los  relámpagos,  el  estrépito  de  los 
truenos  que  reinan  clamorosos  y  el  fragor  de  la 
tempestad  que  llena  todo  el  valle. 

I  Bella  corona  para  una  tragedia  al  aire  libre 
de  las  montañasl  Mejor  no  pudo  desearla  el  genio 
secular  de  aquel  Sófocles  tan  presente  y  tan  le- 
jano; ni  a  aquel  público  elegante  convenia  otro 
fin  de  fiesta  más  suave  para  sellar  el  gran  recuer- 
do de  aquella  tarde  memorable. 

Así,  cuando  recogida  en  el  hotel  la  frágil  turba 


jadeante  y  conmovida,  toda 
amontonada  en  el  peristilo,  con- 
templando entre  aterrorizada  y 
jubilosa  la  tempestad  aun  en 
furia,  pregunté  al  frivolo  grupo 
de  damas  por  las  molestias  su- 
fridas, hubo  alguna  que  con 
toda  su  alma  pudo  responder: 
'  ¿Qué  importa? 
Después  he  vuelto  a  ver  aque- 
llos prados  desiertos  en  un  me- 
diodía asoleado;  he  paseado  soli- 
tario por  aquellos  lugares  de  ver- 
dor, animados  solamente  por  la 
suavidad  del  viento  y  el  rumor 
tranquilo  de  las  aguas:  pero  ya 
no  he  encontrado  en  ellos  la  pu- 
ra paz  de  los  campos,  sino  que 
me  ha  parecido  haber  quedado 
allí  cerniéndose  el  sacro  terror  de 
la  tragedia  antigua,  y  los  he 
sentido  invisiblemente  poblados 
por  las  gentes  que  una  vez  con- 
tuvieron congregadas,  dispersas 
después  sobre  la  tierra. .  .  y  de- 
bajo de  ella.  En  la  desierta  co- 
lina me  han  aparecido  otra  vez 
las  órbitas  de  Edipo  ensangren- 
tadas; el  rugido  de  la  pasión  ha 
quedado  inmanente  y  difuso  en 
aquel  aire,  y  el  público  de  las 
almas  ha  vuelto  a  estremecerse 
en  torno  mío  al  acento  desga- 
rrador de  aquella  voz  áurea  y 
cascada,  al  grito  de  pasión  del 
actor  viejo,  que  ya  debe  de  es- 
tar muerto. . . 

Bajo  este  árbol  palideció  de 
emoción  el  adolescente  enfermi- 
zo que  fué  mi  amigo  tres  sema- 
nas; arrimado  a  esta 'rústica  va- 
lla el  noble  anciano  rumió  bajo 
su  recio  abrigo  la  imprudencia 
de  haberse  expuesto  al  capri- 
choso rigor  de  una  tarde  de  Agos- 
to pirenaico;  allí  el  grupo  de  ele- 
gancia que  formaron  las  seño- 
ras, se  agita  aún  frivolamente 
entre  la  lluvia  y  la  tragedia;  a 
la  sombra  de  aquel  roble  cen- 
tenario, la  única  entre  ellas 
levantó  el  brillo  de  sus  grandes  ojos  pardos,  ávi- 
dos de  sentimiento,  bajo  los  rizos  de  su  cabeza 
pensativa...  ¿Dónde  están? 

¿Dónde  está  todo  esto?  —  En  mí  está,  al  menos, 
que  vago  solitario  por  el  prado  desierto  evocando 
el  alma  de  aquella  tarde  inolvidable,  tarde  de  pa- 
sión, tarde  romántica  de  Agosto,  que  no  podrá 
morir  mientras  yo  viva. 

En  mí  está  todavía  ahora,  tan  lejos  del  tiempo 
y  del  lugar,  que  brillan,  sin  embargo,  en  mi  re- 
cuerdo y  siempre  con  nuevos  resplandores.  Y 
aquí  quedarán  aun  después  de  mí,  en  estas  letras 
que  les  consagro.  Aquí  vivirá  la  tarde  de  Agosto 
pirenaica;  la  tragedia  antigua  menguando  y  cre- 
ciendo sobre  la  verde  loma  bajo  el  cielo  gris  y  la 
tempestad  inminente;  la  multitud  elegante  sobre 
el  prado  bajo  los  grandes  árboles,  con  su  frivo- 
lidad, su  inquietud  y  sus  estremecimientos  de 
frío  y  de  emoción  momentánea,  y  aquella  súbita 
palidez  del  amigo  adolescente  y  el  fulgor  senti- 
mental de  aquellos  ojos  ávidos... 

Aquí  vivirá  todo  esto  latente  y  escondido,  qui- 
zás por  muchos  años,  hasta  aquel  día  en  que.  re- 
volviendo distraídamente  papeles  viejos,  una  ma- 
no cogerá  éste,  amarilleado  ya  por  el  tiempo,  y 
unos  ojos  se  posarán  al  azar  sobre  estas  lineas,  y 
el  corazón  de  quien  está  aun  por  nacer  volverá  a 
latir  al  compás  de  aquellos  que  en  aquella  tarde 
la  tieron,  y  entonces  habrán  cesado  de  latir  desde 
mucho  tiempo. 

¿Qué  importa  el  tiempo?  Cuando  el  remoto 
Edipo  gimió  bajo  su  trágico  destino,  ¿dónde  es- 
taba todavía  Sófocles?  Y  Sófocles,  ¿qué  sabia  de 
la  tarde  de  Agosto  pirenaico  ni  de  nuestra  emo- 
ción ante  su  obra?  ¿Ni  qué  saben  estas  líneas  que 
por  ella  se  han  formado  del  corazón  que  harán 
latir  más  apresuradamente  un  día?  Y,  sin  em- 
bargo, para  que  este  corazón  se  conmueva  de  un 
cierto  modo,  fué  preciso  el  parricidio  y  el  incesto 
y  la  expiación  de  un  obscuro  Rey  de  Tebas.  el  ge- 
nio de  un  Sófocles  que  lo  resucitara  y  una  tarde 
de  pasión  en  los  Pirineos,  con  millares  de  años 
entre  estas  cosas  que  vivirán  en  él  juntas  y  con- 
fundidas en  un  instante  de  emoción  fortuita... 
No  hay  lugar,  no  hay  momento  ni  ser  diver- 
so; nada  valen  tiempos  ni  distancias;  sólo  el  es- 
píritu vive  y  resplandece,   y  todo  lo  demás  es 


sombra. 


DIBUJO    DE    MALAüA  GRENET. 


Juan  Maragall. 


■  r>i^"v--i=>    V  1.  1  i-'.x  - 


I 


UN    CUENTO    DE    MARK    TWAIN. 


LA    ADAPTACIÓN    AL    MEDIO 


El  sefior  Obes.  decide  matar  unas  horas 
pescando  en  la  Dársena. 


Y  hacia  allí  dirige  sus  pasos. 


Lanza  el  aparejo,  preparado  con  todas  las  Y  pesca  un  hermoso  bagre,  que  deposita 

reglas  del  arte.  en  un  balde  lleno  de  agua. 


No  muy  satisfecho  de  su  obra,  regresa  a 
su  casa. 


Y  trata,  extrayendo  un  poco  de  agua 
cada  día. 


de  ver  si  el   pescado  puede  adaptarse  a 
vivir  en  seco. 


Extraída  la  última  gota  de  agua,  ve  con 
sorpresa  que  el  animal  sigue  viviendo. 


Entonces  decide  darle  libertad. 


Y  el  pobre  pez  empieza  a  saltar   por   la  Y  siguea  su  amo,  obedientecomoun  perro. 

casa,  como  si  fuera  la  propia. 


El  señor  Obes  resuelve  un  día  salir  a  paseo, 
acompañado  del  bagre, 


que  le  ligue  por  las  calles,  llamando  la 
atención  de  los  transeúntes. 

DISOJOS    DE   ItOJAS. 


Paso  tras  paso,  llegan  en  su  paseo  hasta  la 
Dársena. 


Donde,  en  un  descuido  del  amo.  y  al  dar  Y  al  ser  extraído,  nota  el  señor  Obes,  con 

un  alegre  salto,  cae  al  agua.  dolorosa  sorpresa,  que  el  pobre  bagre. . . 

¡se  había  ahogadol 


""v/L^I    JJ>X- 


Lumiere,  c'rst  par  toi  que  les  ¡entines  sonl  belles. 

Sous  ton  i'étemcnt  glorieux: 
Fl  les  dieres  ciarles,  en  passanl  par  letirs  yeux . 

Versenl  des  délices  nounelles. 

Anatole  Frange. 

Muy  hermosos  son,  en  realidad,  los  ojos 
de  la  interesantísima  porteña  que  ha  reunido 
(ejemplo  único  entre  nosotras)  la  maravillosa 
colección  de  autógrafos,  que  he  tenido  la 
suerte  de  hojear  últimamente,  primorosa- 
mente encuadernados. . .  Sólo  una  inteligen- 
cia emprendedora  y  perseverante,  una  cul- 
tura tan  superior,  que  hace  honor  a  la  mu- 
jer argentina,  han  podido  recorrer  el  viejo 
mundo,  atesorando  con  la  sugestión  de  la 
mirada,  con  el  encanto  de  la  voz.  las  joyas 
cinceladas  con  tan  sincera  simpatía,  por  los 
excelsos  artífices  de  las  letras... 

Poesías  inéditas,  pensamientos,  fragmen- 
tos de  sus  mejores  obras,  firmados  por  los 
primeros  literatos  y  políticos  contemporá- 
neos, forman  una  colección  que  debe  ser 
conocida  por  el  público,  como  también  lo 
que  encierra  otro  álbum,  que  una  feliz  ca- 
sualidad puso  en  mis  manos,  y  cuyas  pá- 
ginas contienen  como  complemento  a  las 
manifestaciones  de  la  más  alta  intelectuali- 
dad y  cultura  del  espíritu,  inspiradas  por  la 
señorita  María  Elena  Querencio,  las  inge- 
nuas expresiones  de  gratitud  que  serán  otro 
tesoro  para  la  señora  Godoy  de  Cobo,  abne- 
gada dama  porteña  que  ha  vuelto  a  marchar 
al  extranjero  para  seguir  cumpliendo  la  ge- 
nerosa misión  de  curar  heridos  en  las  ambu- 
lancias francesas. 

La  primera  página  del  álbum  de  la  seño- 
rita de  Querencio,  la  llena  el  genial  poeta, 
cuya  patriótica  actuación  acaba  de  conquis- 
tarle el  amor  de  todos  los  latinos: 

"L'amore  é  il  veleno  piú  potente...» 
Gabriele  D'Annunzio 

y  le  sigue  el  maravilloso  cantor  de  la  Pro- 
venza,  Fréderic  Mistral,  firmando  el  más 
hermoso  fragmento  de  su  célebre  •Míreílle»: 
los  versos  de  don  José  Echegaray  glorifican 
las  ilusiones  de  la  vida,  y  el  insigne  Bena- 
vente  asegura,  en  cambio,  que  es  más  fácil 
encontrar  quien  llore  con  nuestras  tristezas, 
que  quien  se  alegre  con  nuestras  alegrías.  . . 

Merece  sitio  preferente  una  nota  muy 
halagadora  para  nuestro  orgullo  nacional: 
la  firmó  Henri  Roujon,  poco  antes  de  morir, 
y  realmente  reconforta  nuestros  sentimientos 
patrióticos,  que  un  miembro  de  la  Academia 
Francesa,  rinda  su  homenaje  y  demuestre 
conocer  a  fondo  la  gigantesca  epopeya  de 
nuestra  historia! 

Dice  así  el  gran  Immortel: 

«Les  latins  d'Amérique  s'offriront  quelque 
jour  un  Homére.  lis  en  ont  le  droit.  Leur 
Iliade  est  encoré  a  écrire.  Les  marches  fabu- 
leuses  des  troupes  du  Libérateur  a  travers 
les  Andes,  les  dix  sept  batailles  qu'il  a  li- 
vrées.  cette  course  éperdue  vers  la  liberté, 
cette  patíence  indomptable.  ce  défi  sublime. 
l'Europe  a-t-elle.  dans  ses  annales,  ríen  de 
plus  prodigíeux  a  raconter?. . .  » 

No  se  había  iniciado  aun  la  titánica  con- 
tienda. . . 

Siguen  luego  los  menudos  garabatitos  del 
mago  Flammarion:  amargos  y  decepciona- 
dos párrafos  de  otro  maestro  desaparecido 
ya.  Paul  Hervieux:  a  su  lado,  radiante  de 
optimismo,  Alfred  Croisset,  tiernas  canciones 
de  Manuel  Linares  Rivas,  de  Carlos  Fernán- 
dez Shaw,  una  aguda  cuarteta  de  Vital  Aza. 
fragmentos  y  réplicas  de  Paul  Bourget  y 
Henri  Lavedan,  pensamientos  de  don  Ale. 
jandro  Pidal.  don  Benito  Pérez  Caldos,  un 
delicado  madrigal  del  idealista  Maeterlinck, 
que  ha  querido  quedar  bien  con  «une  belle 
argentine»:  pero  prefiero  indiscutiblemente 
la  forma  concisa  y  severa  del  homenaje  de 
Maurice  Barres,  o  el  del  romántico  Edmond 
Rostand.  que  dice  como  en  su  «Samaritaíne..: 

•  Les  plus  beaux  yeux  pour  moi,  sont  les 
yeux  pleins  de  larmes...  » 

Franíois  de  Nion,  Paul  y  Víctor  Margue- 
ritte,  Román  Coolus,  Henri  Bordeaux,  Henri 
de  Régnier,  Jean  Aícard,  Vogüé,  León  de 
Tínseau.  Richard  O'Monroy.  Alfred  Capus 
Henri  Bataille.  Teófilo  Braga,  Gómez  Carri 
lio.  Alonso  López,  el  Conde  de  Romanones, 
don  Antonio  Maura,  Armando  Palacio  Val 
des.  amables  o  desencantados,  profundos, 
sutiles,  irónicos  o  burlones,  se  han  sometido 
todos  al  encanto  de  unos  ojos,  al  hechizo  de 
una  voz,  dejando  en  las  blancas  páginas  al- 
gún girón  de  su  ingenio,  o  de  su  espíritu. 

Pierre  Louys  y  Jean  Richepin  llenan  toda 
una  página,  con  caligrafía  digna  de  perga- 
minos medioevales,  y  a  su  lado  parecen  más 
menudas  aún.  las  patitas  de  mosca  de  Willy: 


Haussonville  recurre  a  Madame  de  Staél 
para  dejar  un  pensamiento,  mientras  que  la 
inspirada  y  grande  Selma  Lagerlof.  sólo  dice: 

«  Labor  Omnia  Vincit.  • 

Pero  he  aquí  una  página  que  no  puedo 
dejar  de  reproducir: 

•  La  postéríté!  Le  supréme  espoír  des  en- 
thousiastes  meurtris  de  l'incompréhension 
des  contemporains  imbéciles. 

Helas. .  .  La  postéríté,  ce  sont  les  imbéci- 
les de  demain.  . .  » 

•  Doctor  Max  Nordau. 

Dos  años  después,  la  mordacidad  de  Nor- 
dau halla  oportunísima  respuesta: 

"  Y  sin  embargo,  a  esos  imbéciles  de  ayer, 
debemos  cuánto  sornas  los  de  hoy.  como  los 
que  lleguen  después  de  nosotros,  sólo  tendrán 
lo  que  nosotros  les  dejemos.  » 

Segismundo  Moret. 
«  Vive  le  Roí!  » 

es  todo  lo  que  ha  hallado  para  el  álbum  de 
una  hija  de  América,  el  talento  de  Jules 
Lemaitre,  lo  que  ha  inspirado  al  irónico  Oc- 
tave Mirbeau: 

«  Pauvre  Lemaitre!  Quest-ce  que  ca  peut 
bien  luí  faire?  ■> 


¿Y  cómo  no  reproducir  la  encantadora  poe- 
sía, escrita  con  la  desaliñada  redondilla  del 
gran  lírico  que  visitara  no  ha  mucho  Buenos 
Aires,  cosechando  tan  sinceras  y  fervientes 
simpatíasV  Hela  aquí: 

La  Pandereta 

Hizo  Dios  un  magnífico  pandero 
que  sirviera  de  caja  de  alegría, 
doró  su  cerco  con  la  luz  del  día. 
y  lo  dejó  entre  lazos  prisionero. 

Hechas  con  placas  de  metal  ligero, 
le  intercaló  sonajas  a  porfía, 
y  dio  estrépito  loco  y  armonía 
al  ronco  parche  de  tirante  cuero. 

Lo  echó  a  rodar  en  torno  del  planeta, 

y  cruzó  la  sonante  pandereta 

por  todas  las  naciones  que  el  sol  baña. 

Fué  perdiendo  vigor  cada  segundo, 
y  al  acabar  de  recorrer  el  mundo, 
besó  la  tierra,  y  se  posó  en  España. 

Salvador  Rueda. 

Desgraciadamente,  no  dispongo  ya  de  es- 
pacio para  hacer  conocer  a  mis  lectoras  los 
interesantes  pensamientos  de  Jane  Catulle 
Mendés.  Judith  Gautier,  la  Duquesa  de  Ro- 
ban. Héléne  Vacaresco;  pero  no  puedo  dejar 


El  «Vive  l'Empereur!..  de  la  espiritualisi- 
ma  Gyp  (menos  en  esta  ocasión),  corre  pare- 
jas con  la  imaginación  de  Jules  Lemaitre: 
¿Qué  tendrá  que  ver  esa  declaración  de  prin- 
cipios, dedicada  a  tan  interesantísima  mujerV 

Siempre  avara,  aunque  sea  de  su  talento, 
doña  Emilia  encabeza  las  firmas,  con  su  ele- 
gante rúbrica:  La  Condesa  de  Pardo  Bazán... 
Siguiéndola,  las  de  Emile  Loubet.  Ortega  y 
Gasset.  Eulalia,  Infanta  de  España,  G.  Hano- 
teaux.  Menéndez  y  Pelayo,  Tristán  Bernard, 
y  luego,  arrogante  y  magnífica,  dice  la  be- 
llísima Condesa  de  Noailles; 

«  L'air  frappera  votre  vísage, 
Avancez,  joyeux,  furieux. 
L'important  n'est  pas  d'étre  sage, 
C'est  d'aller  au  devant  des  dieux... 

Del  Príncipe  Bonaparte.  hay  otra  página; 
pero  ninguna  me  ha  impresionado  tanto 
como  la  elegida  al  final  del  libro,  para  la  mo- 
destísima frase  que  transcribo: 

*'  Signature  timide  d'un  homme  de  scien- 
ce.  égarée  dans  un  tournoi  littéraire.  » 

Albert.  Prince  de  Monaco 

luego.   "L'amour...   grand  mot!  Tellement 
grand.  qu'il  est  vide.  s'il  ne  contient  toutl ...» 

Marcei-  Prévost. 

«  L'amour  ast  toujours  assez  grand,  pour 
contenir  un  tas  d'ennuis  •►.  ha  escrito  al  pie, 
Jules  Claretie. 


de  reproducir  las  líneas  del  Marqués  de 
Segur,  que  parece  ignorar,  o  haber  olvidado 
por  lo  menos,  la  obra  de  su  admirable  ante- 
pasada . . , 

«  On  a  dit:  11  n'y  va  pas  de  petites  filies,  il 
n'ya  que  de  petites  femmes  -  -  Ne  pourrait  - 
on  pas  diré  aussi:  il  n'y  a  pas  de  femmes.  il 
n'y  a  que  de  grandes  petites  filies?  » 

Merecería  el  sutilísimo  Marqués,  leer  de- 
tenidamente el  álbum  de  la  dama  a  que  me 
he  referido  antes:  el  de  la  señora  Godoy  de 
Cobo,  que  si  no  encierra  joyas  literarias,  con- 
tiene en  sus  nutridas  páginas  las  ingenuas 
expresiones  de  gratitud  dedicadas  a  la  «fem- 
me»  que  desdeñando  toda  gala  femenina,  y 
una  suntuosa  y  cómoda  existencia,  viste  el 
noble  sayal  de  la  enfermera,  y  pasa  largos 
meses  curando,  no  sólo  dolorosas  llagas,  sino 
sus  terribles  consecuencias:  las  peligrosísimas 
infecciones...  y  como  ella,  extranjera,  en 
aquel  ambiente  dantesco,  todas  las  compa- 
triotas del  irónico  Marqués  de  Segur! 

Pero  dejo  la  presentación  del  libro  tan 
curioso  y  conmovedor,  ai  distinguido  diplo- 
mático, representante  del  Uruguay  en  Fran- 
cia. Dice  así: 

«  A  bordo  deUHollandía*,  mayo  24  de  1915. 

Este  libro  ha  de  despertar  celos  en  aque- 
llos otros  también  con  hermosas  cubiertas, 
y  que  sólo  guardan  elogios  y.  a  veces,  frases 
banales.  Es  un  documento  vivo,  y  hay  aquí 
la  impresión  primera  de  muchas  almas  que 


han  sido  consoladas  por  la  abnegación  de  la 
mujer.  La  dueña  de  este  libro  debe  estar 
orgullos:!.    IX. roñe   vale   más   que  todos  los 

Otr(  :. 

Juan  Carlos  Blanco. 

La  primera  página  del  álbum  lleva  esta 
inscripción:  •  En  souvenír  des  blessés  soignés 
a  Dinard,  1914  »,  rodeada  por  una  guirnalda 
de  «no  me  olvides»,  dibujados  con  una  inge- 
nuidad digna  de  los  artífices  primitivos,  y 
le  sigue  la  planilla  de  los  Ciento  Cincuenta 
heridos  asistidos  por  la  señora  de  Cobo. . . 

•  En  reconnaissance  des  bons  soins,  que 
nous  avons  recu:  nous  garderons  un  souvenir 
inoubliable.  Les  malades  du  Casino  de  Di- 
nard ».  Firmado:  Candal  Franfois.  29me. 
Dragón,  4e,  escadron,  Montpellíer. 

Bajo  un  pabellón  formado  por  las  bande- 
ras aliadas,  luce  una  segunda  dedicatoria,  en 
.  letras  tricolores:  esta  vez  son  los  heridos  del 
Hotel  Royal  de  Dinard,  que  ¡lustran  las  pá- 
ginas, como  alumnos  de  alguna  academia 
futurista;  pero  más  de  una  de  esas  alegorías 
ha  sido  dibujada  por  la  mano  torpe  aun  de 
algún  convaleciente.., 

Y  sigue  otra  planilla:  cincuenta  y  un  heri- 
dos, que  han  querido  manifestar  su  gratitud, 
a  tan  perseverante  enfermera,  con  pensa- 
mientos y  poemas  plagados  de  faltas  de  orto- 
grafía y  redacción:  también  es  cierto  que  la 
caligrafía  corre  parejas  con  la  de  los  prínci- 
pes de  las  letras. . .  pero  puedo  asegurar  que 
el  Sargento  Forgeron  firma  un  esfuerzo  lite- 
rario, que  conmueve  tan  intensamente  como 
el  más  hermoso  soneto  de  Rostand! 

Permítaseme  la  reproducción  de  un  solo 
pensamiento  de  estos  humildes,  respetando 
redacción  y  ortografía: 

« A  Madame  de  Cobo,  quí  pendan  t  de  se- 
maines,  A  remplacez  ma  Mere  de  qui  les  soins, 
serón t  pas  mieux!  • 

De  un  Capitán:  «  A  Madame  de  Cobo: 

Infirmiére  toute  dévouée 
Attentive  et  rieuse, 
Charmante  et  sérieuse. . . 

De  un  practicante  enfermero,  cuya  firma 
es  ininteligible: 

<•  En  souvenír  des  jours  d'angoisse  passés 
ensemble  a  panser  et  soulager  les  blessures 
de  nos  vaillants  et  glorieux  soldáis.  • 

Hay  heridos  que  han  recibido  los  cuidados 
de  la  señora  de  Cobo  durante  tres  y  cinco 
meses  consecutivos,  como  el  soldado  Dumas. 
y  cuatro  camaradas  salvados  del  tétanos,  y 
cuyo  testimonio  de  agradecimiento  es  una 
nota  realmente  conmovedora. . . 

La  generosa  argentina  no  limitó  su  abne- 
gación al  hospital  de  sangre,  como  lo  prueba 
la  carta  que  le  fué  dirigida  con  fecha  7  de 
enero  de  1915,  desde  el  Hospital  Pasteur. por 
Arthur  de  Notte.  belga  herido  y  atacado  de 
escarlatina,  que  escribe  las  siguientes  líneas 
que  he  querido  traducir: 

«  No  tengo  palabras  con  que  agradecer  a 
usted  su  carta,  y  todas  las  diligencias  que  ha 
tenido  la  bondad  de  hacer  para  averiguar  el 
paradero  de  mi  mujer  y  de  mis  hijos:  ¡me  es 
tan  doloroso  ignorar  cuál  ha  sido  su  destino!  » 

iQué  intensa  tragedia  se  encierra  en  tan 
pocas  líneas.  . .  pero  una  segunda  carta  agra- 
dece con  inenarrables  términos  las  noticias 
de  los  suyos! 

Luego,  retratos  de  los  heridos  dados  de 
alta,  que  le  envían  sus  postales  desde  las 
trincheras,  empezando  muchas  de  ellas  con 
este  dulce  nombre:  «  Ma  petite  Maman!. .  .  » 

Entre  la  colección  de  ilustraciones,  figura 
un  retrato  que  más  parece  caricatura,  repre- 
sentando a  «Madame  de  Cobo»,  que  a  los 
pies  del  lecho  de  un  herido,  le  desea  «buenas 
noches»  en  flamenco...  singular  prueba  de 
gratitud,  que  es  un  timbre  de  honor  para  la 
que  supo  merecerla,  y  que  debe  tener  sitio 
preferente  en  la  curiosa  colección,  junto  con 
la  carta  de  dos  pobres  paisanos  que  le  agra- 
decen haber  salvado  a  «son  petit  piou-piou. ..» 

El  único  comentario  que  corresponde  a  la 
obra  humanitaria  realizada  con  tanto  amor 
y  perseverancia,  es  la  frase  que  transcribo 
del  álbum  de  la  señorita  de  Querencio: 

«  On  n'emporte  en  mourant,  que  ce  qu'on 
a  donné. » 

Paul  Deschanel. 


,^^    J/cuna  JÁie/ide. 


— i3>i_;>^.s  >^i_mK2>!v- 


l„,iAaLes„Ja.yidaJ 


■ 


¿No  es  esta  una  exclamacián  que  a  cada 
instante  fluye  de  nuestros  labios,  ante  las 
injusticias,  las  crueldades  y  los  egoísmos  que 
vemos  constantemente  a  nuestro  alrededor 
y  que  nos  oottsideramos  incapaces  de  reme- 
diar? 

jAsi  es  la  vida!  decimos:  y  la  vida  sigue  su 
curso  y  cada  cual  sigue  su  propio  camino, 
indiferente  al  mal  ajeno,  luchando  por  llegar 
al  punto  de  liu  que  le  marca  su  ambición 
particular,  única  meta  de  todos  los  anhelos 
humanos. 

Muchas  veces,  atravesando  en  tren  por 
campos  solitarios,  donde  en  las  primeras 
horas  de  la  noche  se  ven  parpadear  luces 
que  alumbran  humildes  viviendas,  se  me  ha 
ocurrido  pensar  que  tal  vez  allí,  en  algún 
pobre  hogar  desamparado,  agoniza  un  en- 
fermo, esti  a  punto  de  cometerse  un  crimen...  - 
¡qué  sé  yo! . . .  y  que  para  la  angustia  de 
aquellos  leres  aislados  en  la  tétrica  soledad 
dd  campo,  la  rápida  visión  del  tren  que 
cruza  ante  ellos  todo  iluminado  y  lleno  de 
gente  que  hubiera  podido  salvarlos  con  sólo 
detenerle  un  instante,  debe  ser  como  una 
burla,  como  un  insulto  supremo. 

Y  asi  pasamos  nosotros,  cerca,  muy  cerca 
a  veces,  de  la  ajena  desventura,  y  seguimos 
nuestra  ruta,  arrastrados  por  nuestros  de- 
beres, o  por  nuestras  ambiciones,  incapaces 
de  restar  un  ipioe  de  nuestras  energías  y  de 
nuestras  influencias  a  la  satisfacción  de  nues- 
tras propias  necesidades- 
No  quiere  esto  decir  que  no  seamos  cari- 
tatíror.  lejos  de  eso,  somos  espléndidamente 
caritativos,  colectivamente.  Tenemos  muchí- 
simas sociedades  benéflcas.  que  hacen,  justo 
es  decirlo,  toda  la  caridad  posible:  y  es  tanta, 
que  constituye  el  mayor  timbre  de  gloría  de 
la  mujer  argentina. 

Pero  ni  en  los  hombres  ni  en  las  mujeres 
existe  la  verdadera  caridad  personal,  la  que 
no  depende  sólo  de  la  mayor  o  menor  esplen- 
didez de  la  dádiva,  la  que  se  hace  con  el  co- 
razón, con  la  voluntad,  con  el  sacrificio  in- 
dividual- Esa  es  muy  difícil  de  ejercer,  tan 
dificU  que  entre  las  mismas  grandes  socie- 


dades benéficas  se  cuentan  casos  de  egoísmo 
y  de  crueldad  personales,  particulares,  sería 
mejor  decir,  que  hielan  la  sangre. 

Allí  vemos  mujeres  de  cuya  opinión  de- 
pende que  se  otorgue  o  no  un  socorro  y  que 
tienen  tal  concepto  de  la  caridad  que  la 
hacen  cruel,  dura  y  antipática. 

Mujeres  que  niegan  una  limosna  a  una 
familia  en  la  mayor  necesidad,  porque  en  la 
casa  hay  un  piano,  único  resto  de  pasada 
opulencia,  que  ha  sido  conservado  a  fuerza 
de  cruentos  sacrificios  y  en  el  que  estudia 
una  de  las  niñas  que  da  lecciones  a  otras 
menos  pobres  que  ella,  con  lo  que  ayuda  a 
sostener  el  mísero  hogar. 

Mujeres  que  suprimen  diez  pesos  de  sub- 
sidio otorgado  por  la  sociedad  a  que  perte- 
necen, a  una  pobre  negra,  enferma  y  sola, 
por  el  crimen  de  dormir  en  una  camita  pin- 
tada al  laque,  regalo  de  su  antigua  patrona, 
que  renovó  el  moblaje  de  su  lujosa  alcoba... 

Mujeres  hay  también  que  suprimen  la  mi- 
sera pensión  de  veinte  pesos  a  una  paríenta 
pobre  y  meritoria,  para  instituir  un  impor- 
tante premio  anual  a  la  virtud,  que  lleve  su 
nombre  y  se  publique  en  los  diarios,  abrién- 
doles tal  vez  tarde  o  temprano  las  puertas  de 
la  encumbrada  asociación . . . 

¿Y  los  hombres?  Hombres  hay  que  escu- 
dados en  su  influencia  o  en  su  fortuna  ejer- 
cen actos  de  crueldad  o  de  venganza  incon- 
cebibles en  nuestros  días,  sin  que  haya  na- 
die que  levante  la  voz  para  enrostrarles  esos 
actos,  por  egoísmo,  por  conveniencia,  por 
miedo  o  simplemente  por  no  molestarse. 

Criticamos  a  veces  y  comentamos  esos 
hechos,  en  la  intimidad:  pero  no  hay  un  es- 
píritu de  justicia  y  de  equidad  que  nos  im- 
pulse a  poner  en  la  pública  picota  al  egoísta. 
al  cruel,  al  desalmado.  Nos  contentamos  con 
decir,  tras  un  profundo  suspiro:  ¡Así  es  la 
vídal:  y  seguimos  arrastrados  por  el  torbellino 
de  nuestras  propias  pasiones,  en  busca  del 
ideal  supremo:  Satisfacer  nuestra  ambición 
particular. 

jAsí  es  la  vida! 

Fulana  de  Tal. 


El  titulo  que  sinteti- 
za estas  lineas  es  algo 
asi  como  una  mala  pre- 
sentación para  esta  char- 
la, que  tiene  sin  embar- 
go pretensiones  de  ser 
menos  insubstancial  y 
sutil  que  lo  que  acusa  la 
etimología  de  la  palabra. 

En  desacuerdo  con  la 
definición  del  dicciona- 
rio, las  •frivolidades»  re- 
presentan en  la  vida  dia- 
ria un  papel  de  impor- 
tancia muy  superior  a 
la  que  generalmente  se 
les  da. 

Lo  que  hemos  dado  en 
llamar  frivolidades,  son, 
por  decirlo  asi.  como  los 
hilos  de  un  tejido  flnísi- 
mo  que  podríamos  lla- 
mar «confort».  Un  hilo 
que  falte  a  este  tejido 
no  le  nota  a  simple  vis- 
ta, pero  van  abriéndose 
las  mallas,  y  hoy  uno. 
mafiana  otro,  el  descui- 
do de  las  frivolidades 
concluye  con  el  confort! 

Asi  un  florero  arreglado  con  buen  gusto, 
una  taza  de  café  bien  servida.'  una  cortina 
que  tamice  los  rayos  de  un  sol  abrasador,  o 
un  iill¿r.  ':trr,fíi.  "i^-arlr,  a  tícmpo  para  el 
h'  •  yen  otros  tantos 

dr  ^bles  que  van  es- 


trechando afectos  y  ha- 
ciendo indispensable  la 
mano  femenina  para  la 
felicidad  del  hogar. 

Nunca  tuvo  Roxana 
pretensiones  de  seriedad, 
ni  tampoco  pasó  por  su 
imaginación  la  idea  de 
dictar  sentencias  ni  de 
abordar  temas  profun- 
dos! . . . 

Sin  embargo,  en  las 
frivolidades  de  la  vida, 
hay  tema  para  expla- 
yarse y  para  dar  uno 
que  otro  consejo  a  las 
simpáticas  lectoras  que 
I  /  lo  necesiten. . . 
MÉf^j'^  '^^y  <^°sas  en  la  ruti- 
na diaria,  que  aun  no 
hemos  acabado  de  com- 
prender, y  más  de  una 
vez,  inconscientemente, 
sufrimos  la  consecuen- 
cia de  nuestra  propia 
ignorancia. 

Por  eso  me  preparo, 
desde  las  columnas  de 
esta  revista,  que  tantas 
simpatías  ha  desperta- 
do, a  ayudar  a  mis  lectoras  a  conocer  y  practi- 
car algunas  de  esas  «frivolidades»,  que  tantas 
satisfacciones  pueden  proporcionarnos  en  la 
vida.  Cada  día  podemos  aprender  algo  nue- 
vo, y  nunca  es  tarde  para  adquirir  conoci- 
mientos útiles. 


Todo  aquello  que  pueda  interesar  a  la 
mujer  en  general,  será  el  tema  que  elija  de 
preferencia:  todo  aquello  que  pueda  llevar 
a  su  corazón  o  a  su  inteligencia  un  recurso 
o  una  ayuda  eficaz  para  cualquier  momento. 

La  forma  de  hacer  agradable  el  hogar  a 
grandes  y  chicos,  de  hacerse  agradable,  per- 
sonalmente, conocimientos  útiles  en  general, 
etcétera,  los  abordará  Roxana,  tratando  de 
llevar  por  el  buen  camino  a  todas  aquellas 
que  quieran  darle  la  satisfacción  de  leer  estas 
líneas. 

Puede  una  mujer  interesarse  en  las  frivo- 
lidades, sin  ser  por  eso  frivola... 

Se  juzga  frivola  a  una  mujer,  cuando  sólo 
se  ocupa  de  sí  misma,  cuando  no  se  molesta 
por  nada  ni  por  nadie,  cuando  vive  dedicada 
a  su  propia  contemplación:  y  sin  embargo, 
yo  la  clasificaría  de  egoísta. 

En  cambio,  aquella  que  se  ocupa  de  las 
frivolidades,  que  rinde  verdadero  culto  a 
todos   fsos    pequeños    detalles    que    pueden 


hacerla  acreedora  a  la  simpatía  o  al  cariñol 
de  los  demás,  debe  ocupar  un  puesto  prefe-;¡ 
rente  entre  las  de  su  sexo. 

Y  hoy  que  el  feminismo  seco  y  frío,  el  fe-j 
minismo  que  más  bien  debía  llamarse  «mas¿ 
culinismo»,  invade  el  mundo  a  pasos  agigan| 
tados,  hoy  más  que  nunca  la  mujer  deb 
«feminizarse»,  rodeándose  de  toda  la  ideali- 
dad posible,  para  no  perder  sus  atributos. 

Puede  la  mujer  elevarse  intelectualmente 
al  nivel  del  hombre  para  ser  su  compañera 
y  su  colaboradora:  pero  no  debe  descuidar 
jamás  los  encantos  que  corresponden  a  su 
sexo,  queriendo  igualarse  al  hombre  en  el 
aspecto  físico  también. 

Y  ahora,  amables  lectoras,  antes  de  ini- 
ciar mis  crónicas  ligeras,  permitidme  daros 
un  consejo:  No  descuidéis  las  frivolidades  de 
la  vida,  y  llevaréis  con  vosotras  toda  la 
fuerza  indestructible  del  encanto  femenino! 


Roxana. 


^ENCUESTAd 

LA  INTERESANTÍSIMA  ENCUESTA  INICIADA  POR 
ESTA  DIRECCIÓN,  CON  TANTO  ÉXITO,  REVELA 
LA  EXQUISITA  CULTURA  DE  LAS  SEÑORITAS 
QUE  SON  GALA  Y  ENCANTO  DE  NUESTRA  MÁS 
ALTA  sociedad;  SE  DESTACA  EN  BREVES 
RASGOS  LA  PERSONALIDAD  DE  CADA  UNA  DE 
ELLAS,  YA  SEA  POR  SU  JUICIO  SERENO  Y  ACER- 
TADO, O  POR  ALGÚN  ESPONTÁNEO  CHISPAZO 
DEL  INGENIO  TRADICIONAL  EN  LA  ARISTO- 
CRACIA    PORTEÑA. 

¿Qué  personalidad  femenina  de  la  his- 
toria, habría  usted  deseado  encarnar? 


RESPUESTAS: 

Me  habría  gustado  encarnar  la  personali- 
dad de  Madame  de  Maíntenon. 

Susana  Larguía. 

Luisa,  reina  de  Prusia,  por  su  buen  co- 
razón. 

Juanita  Altoelt. 

Me  parece  que  sería  lógico,  dadas  las  cir- 
cunstancias actuales,  evocar  la  personalidad 
de  Miss  Nightingale.  Nunca  como  ahora,  se 
han  comprendido  los  resultados  prácticos  de 
su  benéfica  obra  y  la  grandiosidad  de  su  ini- 
ciativa. Su  memoria  causa  tanta  admiración 
como  entusiasmo  y,  por  el  momento,  creo  que 
esa  primera  y  admirable  Dama  de  la  Cruz 
Roja  es  la  única  que  deseo  ser. 

Lucía  de  Bruyn. 

La  mujer  que  ha  sabido  inspirar  más  no- 
bles acciones  con  su  ejemplo  y  con  sus  obras: 
Santa  Teresa  de  Jesús.; 

Hortensia  Casal. 

A  Juana  de  Arco.  La  admiro,  por  su  fe  y 
su  valor. 

JoRGELiNA  Cano. 

Isabel  la  Católica,  a  quien  todas  las  ame- 
ricanas debemos  profundo  agradecimiento, 
pues  gracias  a  ella  existimos.  .  .  Siendo  ade- 
más modelo  de  esposa  y  madre,  dotada  de 
preclara  inteligencia  y  excepcionalmente 
instruida  es,  no  sólo  el  tipo  ideal  de  la 
historia,  sino  digno  ejemplo  para  las  que 
descendemos  de  su  heroica  raza. 

Consuelo  Moreno. 

María  Antonieta,  que  supo  resignarse  an- 
te los  mayores  sufrimientos. 

Elena  Villar  Sáenz  Peña. 

Juana  de  Arco,  en  la  que  el  sentimiento 
patriótico  alcanzó  su  más  sublime  expresión. 
María  Raquel  Cárdenas. 

Miss  Nightingale,  modelo  de  abnegación  y 
de  caridad,  que  fué  llamada  «El  Ángel  de  los 
Ejércitos»,  y  que  dedicó  su  vida  al  bien  de  la 
humanidad. 

María  Eloísa  Obejero  Urquiza. 


Me  encantan  la  bondad  de  Elisabeth  de 
Thuringen,  el  talento  de  Madame  de  Stael. 
el  heroísmo  de  Juana  de  Arco,  la  belleza  de 
la  reina  Luisa  de  Prusia  y  la  sabiduría  de 
Blanche  de  Castílle,  durante  su  regencia:  pe- 
ro me  considero  tan  inferior  a  todas  esas 
personalidades,  que  encuentro  inadmisible  la 
idea  de  poder  encarnar  a  cualquiera  de  ellas. 
María  Emilia  Arning. 

Cornelia,  madre  de  los  Gracos,  madre  en- 
tre las  grandes  madres. 

Adelia  Acevedo. 

Santa  Genoveva,  que  por  su  heroísmo  y 
sus  virtudes,  fué  el  ángel  tutelar  de  Lutecia, 
en  aquellos  bárbaros  tiempos  de  Cío- 
doveo. 

Carmen  Echaoüe. 

Santa  Elisabeth  de  Hungría,  aunque  más 
no  fuera  que  para  saber  cómo  hizo  para  con- 
vertir los  panes  en  rosas. 

Matilde  Zapiola. 

Isabel  la  Católica,  ejemplo  de  virtudes, 
con  un  corazón  todo  bondad,  y  que  no  hubo 
en  su  vida  un  acto  que  no  fuera  un  rasgo  de 
nobleza.  Culta  e  instruida,  fomentó  las  artes 
y  la  religión  en  España. 

Delia  Guerrico. 

Desde  chica,  he  tenido  cierta  debl'idad  por 
Penélope.  [Pasarse  la  vida  thaciendo  tapice- 
ría», es  para  mí  de  un  gran  heroísmo! 
Angélica  Gómez  Molina. 

Blanca  de  Castilla,  madre  de  San  Luis,  que 
en  los  tiempos  en  que  el  crimen  era  una  ley 
y  la  violencia  un  derecho,  supo  educar  a  su 
hijo  como  rey  y  como  santo. 

María  Teresa  Guerrico. 

A  Santa  Teresa  de  Jesús,  admirable  por  su 
santidad,  su  inteligencia,  su  saber  y  su  ener- 
gía. Prototipo  de  la  mujer  que  consagra  todos 
sus  esfuerzos  a  un  ideal,  reformadora  de  una 
orden  religiosa  que  aun  existe,  teóloga,  asce- 
ta, mística,  autora  de  escritos  cuyo  estilo  es 
propio,  sencillo,  castizo  y  algunas  veces  su- 
blime: me  inclino  ante  esta  ilustre  doctora 
de  la  iglesia  y  gloria  de  su  patria. 

Carmen  Navarro  Viola. 


¿QUIERE  USTED  SABERLO? 

En  el  próximo  número  se  contestará  a  todas  las  preguntas  que 
nuestras  amables  lectoras  quieran  hacer  sobre  tópicos  femeninos. 

María  Lebém. 


■Í-^L^^''=>      ^1-J 1   1^>X— 


A  buen  seguro  conocéis  la  anécdota,  señoras  mías. . .  Era  en 
siglos  pasados,  y  en  días  que  por  ser  menos  cruentos  no  eran 
ciertamente  más   blandos... 

Años    enteros,  ■ —  largos    e    interminabies   años,  —  había 
pasado  el   maestro  de  León  encerrado  en  prisiones,  sin  para 
ello  culpa  alguna  que  no  fuera  el  mérito  insigne   de   ser  un   poeta,    el   más    alto,    y    un 
sabio,  el  más  ilustre  de  su  tiempo. 

Y  ocurrió  que  cuando,  al  fin.  obtuvo  el  procer  justicia,  y  libre  y  rehabilitado  volvió  a 
su  cátedra  salmantina,  dando  al  olvido  su  larga  y  dolorosa  ausencia,  cual  si  de  un  mal  sueño 
se   tratara   no   más,    Fray    Luis  reanudó  la  docta   labor   con   esta  sencilla   frase   inmortal: 

—  "Decíamos   ayer.  .  ." 

Como  antaño  el  divino  Luis  de  Le6n. 
vivimos  nosotros,  hogaño,  tristes  horas 
de  cautiverio,  pues  si  no  son  muros  de 
una  celda  los  que  nos  encierran,  es 
nuestra  cárcel  la  armadura  de  hierro 
que  nos  oprime,  y  lo  es,  también,  el 
círculo  de  fuego  que  nos  envuelve... 
Mariposas  de  su  llama  fueron  nues- 
tras ingenuas  esperanzas:  las  que  cifrá- 
bamos en  la  humana  fraternidad  y  en 
el  universal  amor;  pero,  según  afirma  y 
sentencia  un  proverbio  francés,  íoul 
passe,  tout  casse,  tout  lasse! 

Pasarán   estos    años  amargos...     Se 

destruirán  las  fuerzas    que  hoy    luchan 

por  una  ambición  o  por  un  ideal. .  .     Y 

a  fatiga  será,  al  cabo,  la  gran  vencedora. 

Podremos,     entonces,     despertar.  .  . 

remos  dar  al   olvido   la  abominable 

tragedia.  .  . 

y.     en     fin. 

podremos  reanudar  la 
plática  de  la  vida  con 
as  palabras  de'  sabio: 
—  <■'  Decíamos    ayer. .  .» 

Pero,  au  fait,  mis 
bellas  lectoras,  ¿qué  es 
"o  que  decíamos  en  nues- 
tras mundanas  charlas 
de  l'avant  guerre? 

Decíamos,  ayer,  lo 
que  en  verdad  seguire- 
mos diciendo  mañana: 
frivolas  y  adorables 
cosas,  sin  trascenden- 
cia alguna,  pero  ¡tan 
interesantes! 

Y  podéis  creer,    con- 
migo,   que    los    graves 
y    ponderados    filósofos 
que  ya  discuten   acerca 
rfe    cuáles,     llegada    la 
paz   futura,    se- 
rán las  grandes 
preocupaciones 
de  los  hombres, 
pierden     lamen- 
tablemente   el 
tiempo.  .  . 
La  gran  preo- 
cupación del  hombre  fué  siempre,  y  es  y  será  siempre 
la  mujer:  y  la  gran  preocupación  de  la  mujer  fué,  es  y 
será  siempre  el  aparecer  ante  el  hombre  lo    más    bella 
y  lo  más  atractiva  posible.  . . 

¿Vale.  pues,  la  pena  de  emborronar  montañas  de 
cuartillas  y  de  enhebrar  millones  de  palabras  para  decidir  de  si,  en  la  nueva  era  que  nos 
aguarda,  se  adueñará  de  nosotros  un  negro  pesimismo,  o  por  lo  contrario,  nos  brindará 
el  optimismo  su  azul?... 

¡No!. . .  No  vale  la  pena. .  .  Sabemos,  ya,  a  que  atenernos.  .  .  Y  sin  que  en  ello  pesen, 
ni  como  un  solo  adarme,  las  duras  enseñanzas  de  la  "gran  guerra»,  seremos 
pesimistas  en  el  ingrato  día  en  que  ella,  la  bien  amada,  nos  niegue  su  clemen- 
cia: y  seremos  optimistas,  infantilmente  optimistas,  en  esa  otra  jornada 
gloriosa  en  que  ella,  la  bien  amada,  nos  diga  la  más  dulce  de  sus  canciones: 
aquella  canción  pagana  que  hizo  estremecer  las  frondas,  en  el  bosque  sa- 
grado de  Eleusis:  aquella  eterna  canción  que,  por  comenzar  sobre  el  tálamo 
y  acabar  sobre  la  cuna,  tiene  por  ritornelo  un  encendido  beso  de  amante,  y 
tiene,  por  coda,  un  santo  beso  de  madre.  .  . 

Anticipémonos,  pues,  al  mañana  aun  le- 
jano, —  bellas  amigas  mías.  —  y  sigamos 
hablando  de  esas  fútiles  cosas  sin  las  cua- 
les la  existencia  no  valdría  la  pena  de 
asomarse  a  ella. 

Hemos  traído  a  colación  el  tema  de  vues- 
tra belleza:  de  la  mano  viene,  tras  de  él, 
el  de  las  galas  que  para  esa  belleza  pre- 
ferís. .  .  No  son,  ciertamente,  tales  galas, 
vuestras  favoritas  de  ayer,  ni  siquiera  las 
de  hace  un  instante.  . .  No  son,  tampoco, 
las  que  habéis  de  elegir  en  el  día  ni  aun 
siquiera  en  la  hora  que  en  breve  han  de 
amanecer  o  de  sonar:  son  las  del  momen- 
to, y  pasan  con  él,  nacidas  que  son,  para 
una  vida  efímera,  del  maridaje  del  capri- 
cho con  la  diversidad. 

¡  Diversidad  !  . . ,    ¡  Divina  palabra !  . . . 
Diversidad,  que  eres  esencia  misma  de  la 
vida,    porque  lo  eres  del  amor  y  de  la  dicha 
insensato,  pudo  llamarte  inconstancia? 

No  es  inconstante  el  artista  que  a  través  de  obras 
diversas  busca  la  realización  de  un  ensueño  de  ideal. 
No  es  inconstante  el  viajero  que  esparce  su  vida  bajo 
horizontes  diversos,  buscando  siempre  un  nuevo  as- 
pecto del  mundo.  No  es  inconstante  el  amador  que  en 
pasiones  diversas  oficia  para  una  sola  y  única  adoración: 
la  de  la  eterna  feminidad. . . 

¿Por  qué,    pues,   hemos   de  tachar    de    inconstantes 


¿quien, 


^e>y77^^>/2/^i/7~^ 


vuestros   antojos,    cuando    ellos    no  son  sino    etapas,    hrsves 
y  sucesivas,  de  vuestro  insaciable  afán  de  perfección? 

La  moda.  —  ese  espejo  en  donde  se  reflejan  vuestro  gusto 
y  vuestro  espíritu,  —  no  cambia:  es  siempre  nueva,  como  nue- 
vos son  vuestros  pensamientos  y  vuestras  sensaciones;  pero 
es  siempre  la  misma,  como  ios  mismos  son  vuestro  cerebro  y  vuestros  sentidos...  Las 
modas  son  aspectos  de  la  Moda,  como  los  días  y  las  noches  son  aspectos  de)  Tiempo.  Pasa 
éste,  sin  acabar  nunca,  dejando  una  estela  de  recuerdos;  y  como  él  infinita  y  como  él  alada. 
pasa  también  vuestra  coquetería,  dejándonos  una  estela  de  saudades...  AI  término  de  la 
postrera  tarde  en  que  luzca  el  sol,  comenzará  la  agonía  de  la  Tierra;  y  el  día  en  que  haya 
desaparecido  la  última  moda,  se  habrá  extingui- 
do vuestra  última  coquetería  y  con  ella  nues- 
tro   último    amor.    ¡Triste    jornada! 

Pero  aun  está 
lejos,  por  fortu- 
na, y  en  tanto 
llega,  ¿sabéis 
cuál  es  el  nuevo 
dictado  de  la 
moda?  Helo 
aquí: 

Vuelve  el  pa- 
sado. Vuelven 
la  indumentaria 
femenina  de 
,  1830.  y  la  dei 
'"^  Segundo  Impe- 
/  rio,  y  aun  la  de 
la  época  de  Luis 
XV,  y  bajo  to- 
das estas  in- 
fluencias retros- 
pectivas y  varias,  se  crean, 
por  decirlo  así.  dos  estilos, 
con  tendencias  opuestas: 
quiere  uno  respetar, 
a  todo  trance,  la  línea 
natural  del  cuerpo  fe- 
menino, y  para  ello, 
adopta  sus  curvas  y 
sus  proporciones, exac- 
ta y  devotamente; 
por  lo  contrario,  quiere  el 
otro  apartarse,  en  absoluto, 
del  divino  modelo,  y  resu- 
citar, en  nuestra  época  de 
realismo,  de  confort  y  de 
sport,  aquella  silueta  defor- 
me y  atormentada  que  fué 
la  de  las  heroínas  de  Murger, 
en  los  buenos  y  viejos  tiem- 
pos del  gran  romanticismo. 
En  este  último  orden  de 
ideas,  vemos  reaparecer 
aquellas  cinturas  angostas 
que  parecían  quebrarse  al 
menor  movimiento,  y  en  elo- 
gio de  las  cuales  se  cantaba 
una  copla  favorita  en  Mont- 
martre: 

—  c¿£í  íaille  fine 
de  ma  divine 
tiendrait,    je    crois 
dans  mes  dix  doigls. 

Y  con  tales  talles  de  avis- 
pa, resurgen  igualmente  los 
cuerpos  ceñidos  al  busto,  en 
rigidez  inexorable,  sin  la  cle- 
mencia y  sin  la  gracia  de  un 
pliegue;  y    las    faldas  bailo- 

nées;  y  los  chales  de  cachemira;  y   las  cascadas  de  rizos  sobre  las  sienes. . . 
¡Todo  el  paradójico  empaque  de  La  Bohémel 

Por  su  lado,  la  tendencia  modernista  nos  brinda  una  donosa  novedad,  y  ésta 
consiste  en  las  ¡upes  de  tarde  y  de  noche,  muy  cortas,  casi  infantiles  por  de- 
lante, y  prolongadas  por  detrás,  hasta  el  punto  de  arrastrar  una  breve  cola... 
Fantasía  o  extravagancia  del  momento,  esta  extraña  combinación  requiere, 
para  no  parecer  ridicula,  una. elegancia  a  toda  prueba  en  la  mujer  que  la  adopta... 
Ultra-modernos  o  ultra-románticos,  los  modelos  de  primavera  y  de  verano 
se  conforman,  pese  a  su  diversidad,  a  una  rigurosa  disciplina:  son  todos,  o 
casi  todos,  de  seda. 

La  seda  es  dueña  de  la  hora,  en  todas 
sus  formas  y  aspectos,  y  ella  presta  a 
las  /o/tó/^5  el  contraste  de  una  gran  sen- 
cillez de  conjunto,  hermanada  con  una 
extraordinaria  riqueza  de  detalles. 

Adornos  complejos,  urdidos  con  cin- 
tas, —  de  seda  siempre,  — ■  que  flamean 
sobre  las  orlas  de  las  faldas  como  en- 
tre los  tules  de  los  sombreros,  caracte- 
rizan, de  igual  manera,  el  gusto  pre- 
sente...   Y,  — ■  ¡cómo    no!,  —  de    la 
mano  del  estilo  romántico,  nos  vuel- 
ven las  enaguas,  las  puntillas,  los  en- 
cajes, y   toda  aquella  nieve  hilada  de 
los  dessous.  que  hizo  la  delicia  de  nues- 
tros abuelos,  y  que  había  desaparecido 
ante  la  escueta  precisión  de  los  vesti- 
dos-fundas, y  de  las  túnicas  helénicas. 
Ved,  pues,  mis  bellas  lectoras,  cuan  justo  era  de- 
ciros que  las  duras  enseñanzas  de  ta  grande  guerre 
no  pesarán  ni  como  un  adarme  sobre  nuestro  optimismo... 
Para  probarlo,  ¿podemos  hacer  más,  acaso,  queesta  resu- 
rrección murgeriana  del  romanticismo?  Al  volver  a  codear- 
nos con  Mimí  y  con  Niñeta,  florecerán  en  derredor  de  nos- 
otros las  flores  de  ilusión,  y  ellas  cubrirán,  con  su  velo  de  en- 
sueño y  de  poesía,  la  dura  y  áspera  huella  del  dolor  y  del  mal. 
París.  1916. 

DIBUJO    DE    RIBAS.  ANTONIO  G.  DE  LlNARES. 


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Un  alarde  u;;  . ,...:.;  erudición 
ha  de  ser  la  presente  explicación, 
a  menos  que  un  lector  «iconoclasta» 
donde  yo  digo  vasta,  grite:  /basta.' 

Non  plus  ultra  fué  un  lema 
que   tuvo   caracteres   de   problema 
sin  solución,   allá  en   otras  edades, 
cuando  Heracles  (hoy  Hércules)  en  Gades 
'evantó  dos  columnas  casi  dóricas. 

:ue.    según    referencias  prehistóricas. 

eñalaban   del   mundo  los  confines. 

ues,  por  falta  de  cines, 
que  tanto  nos  ilustran  hoy  en  dia. 
la  gente  andaba  mal  de  geografía. 

Ahora,   para  seguir   la  explicación, 
conviene   una   ligera   digresión. 


\tí^ 


Pasaron  muchos  años, 
y  el  temor  de  peligros  y  de  engaños 
detuvo  el  paso  de  los  más  valientes 
que  soñaban  con  otros  continentes, 
hasta  que,  a  bordo  de  un  veloz   bajel, 
la  patria  de  Fernando  y  de  Isabel 
vio  llegar  a  Colón, 
en  fecha  de  feliz  recordación; 
y  consiguió,  tras  sustos  y  gabelas, 
armar  sus  tres  famosas  carabelas, 
cuando,  después  deshacer  pararsel  huevo, 
manifestó  aue  había  un  mundo  nuevo. 


«-r 


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O'^ 


Hércules    nació    en    Tebas 
(y  de  ello  existen  fehacientes  pruebas), 
de   una   aventura  ilícita   y   galante 
de  Júpiter  Tenante 

con  una  tal  Alcmena,  a  quien  el  pifio   ■ 
tal  vez  arrancaría  de  un  castillo. 

Al  verle  tan  rollizo  y  tan  robusto. 
Júpiter  exclamó,  en  su  tono  adusto; 
«¡Este  muchacho,  como  no  se  tuerza, 
será  el  dios  de  la  Fuerza!» 

Y  en  efecto,  el  muchacho  salió  bruto 
y  de  la  Fuerza  ha  sido  el  atributo. 
jMiren  si  era  cernícalo,  que  un  día, 
cuando  diez  y  seis  años  no  tenía, 
con   alardes  y   gritos  estentóreos 

se  lió  a  palos  con  los  Hiperbóreos! 

Y  después,  convertido  ya  en  matón, 
por  cualquier  cosa  armaba  discusión, 
que    siempre    terminaba 

soltando    al    adversario    una   biaba. 
Júpiter,  disgustado  porque  el  chico 
le  salía,  aunque  fuerte,  muy  borrico, 
por  conducto  de  Apolo 
(que  para  encargos  se  pintaba  solo), 
lo  confinó  a  un   destierro, 
donde  estuvo  rabiando  como  un  perro. 
Los  trabajos  forzados 
de    Hércules,    tan    mentados 
en  la  Mitología, 

terminaron  para  él,  en  feliz  día; 
y    decidió    viajar 

unas  veces  por  tierra,  otras  por  mar. 
Fué  al   Egipto,   Cartago,   Mauritania, 
cruzó  el  estrecho  y  se  metió  en  Híspanla; 
y  como  no  encontró  dificultades, 
se  «estableció»  de  marmolista  en  Gades. 
Labró  allí  sus  columnas  casi  dóricas 
(según    las    referencias    prehistóricas), 
y   puso   la   inscripción 
¡Non  plus  ultra!,  que  es  una  exclamación 
parecida  a  la  voz  de  los  banqueros 
que  gritan,   altaneros, 
cuando  cierran  el  juego:  ¡No  va  más!. . . 
s'arecen,  en  puerta,  el  rey  o  el  as. 


:S 


Transcurrida  esta  etapa  de  la  Historia, 
que  todo  el   mundo  sabe   de   memoria, 
ocupó  el  trono  de  la  vieja  Híspanla 
Carlos  Primero   (Quinto   de   Alemania). 
¿Y  qué  hizo  Carlos  Quinto? 
Contemplando  el  aspecto  tan  distinto 
que  diera  al  orbe  entero  el  nuevo  mundo, 
ordenó,  en  un  segundo, 
que  se  borrase  el  non  del  viejo  lema 
y  el  «Plus  L'Itra»  quedase  como  emblema 
del  escudo  español,  para  indicar 
que  España  dominaba  en  Ultramar. 
Los  intelectuales 
aplaudieron  las  órdenes  reales 
y  dijeron  que  «sí»,  que  estaba  clara 
la  razón  de  que  aquello  se  enmendara, 
porque  al  non  el  feliz  descubrimiento 
le  quitaba  la  gracia  y  el  intento. 
Pero  «estaban  de  non» 
los  partidarios  de  la  tradición. 


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veía  las  columnas  con  su  lema, 
por  cuyo  medio  el  héroe  de  la  clava 
parecía  que,  oculto,  le  gritaba: 
•  ¡Navegante,  no  quieras  ir  más  lejos! 
; Naufragarás,  si  no  oyes  mis  consejos! 
,Si  estimas  tu  pellejo,  vuelve  a  casa, 
;ue  de  aquí  nadie  pasa!» 
Con  lo  cual,  tembloroso  y  medio  muerto, 
ivegante  regresaba  al  puerto. 


El  caso  es  que,  por  orden  de  aquel  Carlos, 
todos  los  non,  tuvieron  que  sacarlos; 
y  el  Plus  Ultra  quedóse  como  lema 
de  todo  escudo  y  nacional  emblema 
que  preside  españolas  ceremonias, 
aun  después  de  perdidas  las  colonias, 
como  diciendo  nuestra  madre  España: 
Son  de  mi  sangre  y  de  mi  propia  entraña 
las  tierras  que  veréis  allende  el  mar, 
plus  ultra,  si  llegáis  a  atravesar 
este  paso,  donde  Hércules  famoso, 
buscando  a  sus  fatigas  el  reposo, 
levantó  dos  columnas  casi  dóricas 
i/jgún  las  referencias  prehistóricas), 
i:'norando  que  América,  dormida, 
::'j1o  aguardaba  el  soplo  de  la  vida, 
'lue  hoy  muestra  su  potencia 
':n  la  Industria,  en  el  Arte  y  en  la  Ciencia. 

Y  si  queréis  mejor  demostración, 
Plvs  Vltra  os  la  dará,  con  sus  primores, 
porque  es,  sin  desdeñar  a  las  mejores, 
el  Non  plus  ultra  de  una  ilustración. 


/ 


».'^' 


JVAN 


:k 


—  IJÍ 


^^'i_n'r^>x— 


EL  NUEVO  ENVASE  PORRÓN 
PARA  ACEITE  DE  OLIVA 

(patente   exclusiva   de   la  casa  JOSÉ   BAU) 

EL  ACEITE  ESTÁ  ENCERRADO  EXENTO 

DE  AIRE. -CADA  PORRÓN  ESTÁ  LLENO 

POR  COMPLETO  DE  ACEITE. 

HIGIENE  Y  economía 

Significa  una  evolución  importantísima  en  beneficio  de  los  con- 
sumidores de  aceite  fino  de  oliva,  la  creación  de  este  nuevo  envase 
(Porrón)  que  resuelve  de  golpe  las  dificultades  y  deficiencias  que 
lodos  encuentran  en  los  envases  más  o  menos  cuadrados. 

LA  economía  E  higiene  DEL  ACEITE  ENVA- 
SADO EN  PORRONES,  en  vez  de  en  latas  comunes,  fácilmente 
se  demuestra: 

Las  latas  comunes,  por  el  hecho  de  no  terminar  en  cúspide,  no 
pueden  ser  llenadas,  haciendo  el  vacío  de  aire;  contienen,  por  lo  tanto, 
aceite  en  contacto  con  aire  encerrado. 

Las  latas  comunes,  por  el  hecho  de  no  tener  cúspide,  no  pueden 
vaciarse  completamente,  siempre  queda  un  gran  desperdicio  de  aceite 
en  el  ángulo  correspondiente  al  orificio  practicado  para  abrir  la  lata. 

Las  latas  comunes,  por  el  hecho  de  no  tener  cúspide,  contaminan 
el  aceite  asi  que  se  abren,  porque  la  superficie  es  plana  y  caen  sobre 
ella  materias  extrañas  (en  la  cocina  o  en  la  despensa),  y  cuando  se 
sirve  el  aceite,  se  contamina  más  o  menos  con  dichas  impurezas. 

Hasta  el  aceite  de  botellas  ofrece  la  desventaja  de  que  la  per- 
sona que  toca  el  tapón  con  las  manos  o  que  lo  deja  impropiamente  en 
cualquier  parte,  al  meterlo  para  tapar  la  botella,  contamina  la  parte 
interior  por  donde  tiene  que  pasar  después  el  líquido. 

CON  EL  TAPÓN  PATENTADO  DEL  PORRÓN 

BAU,  se  garantiza  la  pureza  del  aceite  hasta  la  última  gota  de  su 
contenido,  por  cuanto  no  se  puede  meter  la  tapa  dentro  del  gollete: 
lo  cubre  externamente  (tapa  por  afuera). 

NO  SE  ENCIERRA  AIRE  Y  ACEITE  DENTRO  de  los 
porrones,  porque  cada  envase  se  llena  íntegramente  y  se  cierra  después 
de  practicado  el  vacío.  La  enorme  ventaja  de  aislar  el  aceite  del  aire, 
es  el  fundamento  más  esencial  de  este  invento  de  la  casa  Bau. 

NO  QUEDA  UNA  SOLA  GOTA  DE  ACEITE  EN  LOS 
PORRONES  vacíos,  porque,  rematando  en  cúpula  cada  envase, 
se  desliza  hacia  ella  hasta  la  última  gota  de  aceite. 

NI  EL  HOLLÍN,  NI  EL  POLVO,  ningún  cuerpo  extraño, 
ninguna  impureza  puede  entrar  en  los  porrones  de  aceite  Bau,  porque 
resbalarían  por  la  cúspide  y  por  la  parte  de  afuera  de  la  tapa. 

NO  SE  CHORREA  ACEITE,  no  se  pierde  aceite  como  en 
las  latas  comunes,  porque,  gracias  a  la  disposición  de  la  cúspide  del 
porrón  y  de  su  boca,  el  aceite  sale  sin  correrse  y  sin  derramar. 

PÍDANSE  PROSPECTOS  EXPLICATIVOS. 

NO  SE  HA  AUMENTADO  EL  PRECIO. 

El  costo  de  cada  porrón  vacío,  es  igual  al  costo  de  la  lata  común 
y,  por  lo  tanto,  la  casa  José  Bau  entrega  el  aceite  en  porrones  a  exclu- 
sivo beneficio  de  los  señores  consumidores,  sin  el  menor  aumento  de 
precio. 

DE  VENTA  EN  TODA  LA  REPÚBLICA.  PÍDASE 
POR  SU  NOMBRE:  "PORRÓN  BAU". 

Agencia  del  aceite  "Bau",  en  Buenos  Aires 

Freixas,  Urquijo  y  Cía.  -  B.  Mitre,  1411 


X  'i_n^í2^^— 


LOS    CAMBAROS    DEL    COCOTERO 


A  primera  vista,  parecerá  esto  al 
curioso  lector  algo  tan  extravagante 
y  absurdo  como  si  se  hablase  de  las 
liebres  del  coral.  Pero  si  se  tiene  pre- 
sente que  la  Naturaleza  siente  a  veces 
extraños  caprichos  y  crea  seres,  for- 
mas y  hábitos  en  absoluto  reñidos 
con  la  lógica,  ya  no  se  le  antojará  tan 
inadmisible  la  existencia  del  cangrejo 
ladrón  o  cámbaro  del  cocotero,  una  de 
las  muchas  curiosidades  que  ofrece 
el  mundo  orgánico. 

Vive  esc  crustáceo  en  las  islas  Kee- 
ling  o  de  los  Cocoteros,  en  el  océano 
Indico,  al  Sur  de  Sumatra.  Su  volu- 
men es  lo  bastante  respetable  para 
infundir  cierto  pánico  entre  bañistas. 
si  le  fuera  dado  al  cangrejo  de  refe- 
rencia hacer  su  aparición  en  cual- 
quiera de  las  playas  de  moda.  Mide, 
en  efecto,  unos  30  centímetros  de  lon- 
gitud, alcanzando  las  pinzas  hasta  15 
centímetros.  Nuestro  dibujo,  da  idea 
del  tamaño  a  que  suele  llegar  en  su 
edad  adulta. 

Otra  de  sus  particularidades,  y 
ésta  bien  digna  de  meditación  en 
cuanto  demuestra  las  conveniencias 
indiscutibles  de  adaptarse  al  medio. 
es  su  sistema  de  vida.  El  cangrejo 
ladrón  fué  habitante  de  los  dominios 
inmensos  de  Neptuno.  antes  de  ser 
inquilino  de  la  tierra.  Perteneció  a  la 
variedad  denominada  «Paguro»  o 
•  Bernardo  el  ermitaño»,  que,  como 
casi  todo  el  mundo  sabe,  vive  ceno- 
bíticamente bajo  las  ondas,  aposen- 
tado en  una  concha  de  caracol.  Arro- 
jado un  dia  por  la  resaca  sobre  la 
playa  de  las  Islas  Keeling.  adentrósj 
hacia  el  tan  citado  «bosque  de  los 
cocoteros»,  por  el  que  suspiraban  hace 
20  ó  30  años  muchas  tiples  y  sigue  sien  - 
do  refugio  ideal  de  no  pocos  bípedos 
del  sexo  masculino  sin  aficiones  líricas. 

Un  coco  detuvo  al  crustáceo  en  su 
viaje    de    exploración    intra-insular. 


LOS   CAMBAROS    DEL   COCOTERO,    EN    LAS    ISLAS    DE    KEELING 


En  vez  de  amedrentarse,  como  hubie- 
la  hecho  cualquier  homo  sapií'iis  apo- 
cadillo.  requirió  las  pinzas,  perforó 
el  fruto,  devoró  la  pulpa  y  encontró 
al  manjar  indiscutiblemente  superior 
al  submarino,  y  desde  luego  más  fá- 
cil de  apresar  que  los  moradores  de 
las  rocas  subacuáticas,  que  suelen  opo- 
ner marcada  resistencia  a  dejarse  co- 
mer. Y  resolvió  establecerse  en  la  isla, 

Pero  ello  implicaba  un  cambio  ra- 
dical de  costumbres.  Lo  que  empezó 
a  practicar.  Criatura  solitaria,  hízose 
sociable;  de  huraño  se  convirtió  en 
comunicativo:  tomó  esposa  y  tuvo 
abundante  prole,  que  ya  no  hubo  de 
cobijarse  en  caracoles  vacíos,  morada 
incompatible  con  el  desarrollo  de  la 
familia  cangrejil,  sino  que  eligió  como 
albergue  las  quebraduras  del  terreno. 
Una  vez  organizado  socialmente,  pro- 
cedió a  modificarse  con  arreglo  al 
medio.  Al  aparato  respiratorio  llevó 
importantes  reformas,  disponiéndolo 
de  modo  que  mientras  la  parte  supe- 
rior del  mismo  sirve  para  el  aire  at- 
mosférico, la  inferior  sigue  siendo 
apta  para  la  respiración  acuática,  si 
alguna  vez  realiza  visitas  al  mar,  es- 
pecialmente las  hembras,  en  la  época 
de  la  cría. 

Niegan  ciertos  naturalistas  que  el 
«cangrejo  ladrón»  trepe  a  los  árboles. 
Sin  embargo,  todas  las  observaciones 
modernas  están  de  acuerdo  en  conce- 
der al  curioso  crustáceo  esa  habilidad, 
si  bien  no  tiene  por  objeto,  como  an- 
tes se  creía,  el  aprovechamiento  de 
los  cocos.  Acaso  no  se  trata  sino  de 
un  mero  pasatiempo  deportivo.  ¿Para 
qué  molestarse  se  dirían  los  pri- 
meros cangrejos  de  la  isla  Keeling, 
buenos  razonadores  a  fuer  de  ermi- 
taños en  subir  a  los  cocoteros  en 
pos  del  fruto,  si  el  árbol  providente, 
contando  con  la  ley  de  gravedad,  nos 
deposita  la  comida  en  el  suelo? 


ítulos    de    RentáiíÜMkcionaléS  I! 

'    Nacional  y,  toda  q<ffl>isión  bancalg 
'  Severd 


PASTA  DBNTIPMCA 


fT^uffiamií  '¿íh'£¿gv*is^m:^¡hT^'&i^^smi^i^mB¡-m^rmm!Ems^m!m!si&ms::^ 


PLVS  VLTRA 

PUBLICACIÓN    MENSUAL    ILUSTRADA 

SUPLEMENTO   DE  «CARAS  Y  CARETAS» 

iJiíección  y  Administración:  Chacabuco,  151,155  -  Bs.  Aires 


PRECIOS    DE    SUBSCRIPCIÓN 

EN  TODA  LA  REPÚBLICA 
Trimestre  (  3  ejemplares) $     3 


3 


Semestre     (  6 
Año  (12 

Número   suelto. 


-  myn 


11. 


EXTERIOR 


oro  5. — 
»      0.50 


Año 

Niimero  suelto 

Pueden  solicitarse  subscripciones  o  ejemplares  sueltos  a  to- 
dos los  agentes  de  Caras  y  Caretas,  o  directamente  a  la 
administración,    calle  Chacabuco,   151/155,    Buenos    Aires, 


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[JJSí 


"I->>5V— 


iiiiiimiiiiiiiitiiiiKiiN 


LA  MANO 
QUE  APRIETA 


iiiitatiiiiniimtimiiMuiitriiitiiMiiiiiiin 


Muy  pocas  veces  la  cinematografía  universal  ha 
presentado  películas  tan  emocionantes  como  esta 
que  nos  ocupa,'  y  la  cual  se  está  exhibiendo  por  la 
Casa  Max  Glücksmann.  en  los  cines  Petit  Palace 
y  Palace  Theatre.  «La  mano  que  aprieta»  es  una 
célebre  novela  de  episodios  policiales  narrada  por 
Pierre  Decourcelle,  con  una  intensidad  tal.  que 
desde  sus  primeros  asuntos  hasta  su  termina- 
ción no  decae  siquiera  por  un  instante  el  inte- 
rés que  despierta.  Una  banda  de  malhechores. 
«La  ma.To  que  aprieta»,  opera  sus  fechorías  por 
puros  procedimientos  científicos,  po- 
niendo en  juego  las  más  estratégi- 
cas y  hábiles  combinaciones  de  la  . 
mecánica,  la  ingeniería,  la  electri- 
cidad y  otras  diversas  artes  con 
que  el  hombre  puede  realizar  pro- 
digiosos hechos.  El  escenario  de  la 
banda  es  New  York,  donde  hace 
victimas  innumerables  entre  ban- 
queros, multimillonarios  y  bolsistas, 
coa  gra.i  estupor  de  las  autoridades 
y  de  la  sociedad.  Dondequiera  que 
«La  mano  que  aprieta»  ejerce  su 
acción  misteriosa,  !a  investigación 
judicial  tropieza  con  las  más  estu- 
pendas sorpresas  de  la  ciencia.  Los 
golpes  se  llevan  a  cabo  bajo  la  más 
recta  disciplina  científica. 

La  obra  se  inicia  con  el  episodio 
del  banquero  Taylor  Dodge,  presi- 
dente de  la  compañía  de  «Seguros 
Reunidos»,  quien  se  apodera  de  do- 
cumentos comprometedores  para  «La 
mano  que  aprieta»,  autora  de  di- 
versos crímenes  y  robos  de  gran 
sensación;  y  al  tener  esos  papeles, 
Taylor  solicita  el  concurso  del  de- 
tective Foster,  por  cuenta  de  la 
Compañía,  y  al  detective  Justino 
Clarel.  Este  es  un  hombre  de  vastos 
conocimientos  electro-químicos,   mé- 


WAI.TER      JAMESON 


ELAINE     DODGE 

dicos,  mecánicos,  y  en  una  palabra,  un  detec- 
tive moderno,  con  más  que  suficiente  prepara- 
ción para  ser  un  eficaz  auxiliar  de  la  justicia 
en  el  descubrimiento  de  los  hechos  de  la  banda 
temible.  Clarel  llega  al  despacho  del  banquero  y 
le  halla  muerto  de  una  manera  misteriosa.  En  esa 
situación  se  inician  las  mil  emocionantes  inciden- 
cias de  la  maravillosa  película,  hasta  el  descubri- 
miento final  de  quien  es  «La  mano  que  aprieta». 
Toda  la  película  tiene  un  interés  de  espectáculo 
y  de  ingenio.  La  acción  de  la  banda  malhechora, 
que  se  señala  por  la  forma  inteligente  como  se 
llevan  a  cabo  los  delitos,  encuentra  continuamen- 


te el  escollo   de  Clare!,  que  conoce  sus 
procedimientos.    Cuanto     más    misterio 
pone  «La  mano  que  aprieta»,  más  anali- 
za   el  detective   las    consecuencias,    re- 
sultando a  cada  episodio  un  triunfo  de 
la    policía   científica.    La   inquietud,    la 
persistencia,  la  perspicacia,  el  método  y 
la  novedad,  son  las  principales  características  de 
a  emocionante  película,  que  con  tanto  éxito  nos 
está  dando  a  conocer  la  Casa  Max  Glücksmann. 
Los  más  grandes  cinematógrafos  del  mundo  han 
representado  esta  película,  con  un  éxito  que  bien 
puede  llamarse  eminente. 

Por  ahora  se  da  en  el  Palace  Theatre  y  Petit 
Palace.  según  decimos  más  arriba;  pero  dado  el 
extraordinario  interés  demostrado  por  el  piiblico 
para  conocer  tan  sensacional  película,  ella  se  hará 
conocer  muy  pronto  en  otros  cines,  donde  sea  más 
difundida  y  queden  satisfechos  los  deseos  del 
espectador. 

Como  detalle  que  puede  corroborar  la  impor- 
tancia de  esta  gran  película,  observamos  que 
nuestro  colega  «La  Pren,sa".  haciendo  una  excep- 
ción, está  publicando  en  folletín  la  novela  en  que 
ella  se  inspira,  y  que  se  conoce,  de  ese  modo,  si- 
multáneamente con  el  espectáculo  cinematográfico. 


— P>I_rv^^ 


EL     DERROCHE    DE    LA    GUERRA 


COMPARACIÓN    GRÁFICA    DE    LOS   ALIMENTOS   CONSUMIDOS     POR     EL     EJERCITO  ALEMÁN,    EN    UNA 
SEMANA,    CON    LA    CATEDRAL    DE    COLONIA 

LO  QUE  CUESTA  MANTENER  UN  EJÉRCITO,  Y    LO   QUE   CUESTA 
MATAR  UN  HOMBRE  EN   LA  GUERRA  ACTUAL 

El  problema  de  la  alimentación  de  un  ejército  en  tiempo  de  guerra  es  de 
tan  vital  importancia,  que  muchísimas  batallas  se  han  perdido  a  cau.sa  de 
un  mal  aprovisionamiento,  que  ponía  en  condiciones  de  inferioridad  a  uno 
de  los  ejércitos  combatientes. 

Las  raciones  de  cada  soldado  varían  en  todos  los  ejércitos,  debido  a  gustos 
de  raza  y  a  las  condiciones  climatológicas  del  país;  así,  la  ración  de  carne  del 
soldado  francés  es  muy  diferente  a  la  ración  de  carne  del  soldado  alemán. 

Como  base  de  comparación,  he  aquí  la  ración  diaria  de  un  soldado  alemán 
en  tiempo  de  guerra: 

750  gramos  de  pan  fresco,  o 

500         —  galleta. 

373  —  carne  cruda,  o 

200  —  de  roastbif,  cerdo,  cordero  o  embutidos. 

125  —  arroz,  o 

250  —  harina,  o 

1.500  patatas. 

28         ^  sal. 

28         —         café  (tostado),  o 
30  —  café  (sin  tostar),  o 

3  —  té  y  agua  de  azahar. 

El  adjunto  dibujo  es  una  comparación  de  la  Catedral  de  Colonia  con  la 
masa  de  alimento  que  consume  el  ejército  alemán  en  una  semana. 

Tenemos  un  panecillo  que  pesa  kilos  30.065.000,  y  que  tiene  una  altura 
de  125  metros. 

El  pedazo  de  carne  tiene  60  metros  de  alto,  y  pesaría  8.015.000  kilos. 

Las  patatas  son  las  unidades  más  pesadas  de  la  ración,  y  el  tubérculo 
del  grabado  tendría  650  metros  de  altura  y  un  peso  de  60.165.000  kilos. 

El  saco  de  azúcar  tendría   13  metros  de  alto  y  pesaría  682.500  kilos. 

Tales  cantidades  de  comida  parecen  casi  increíbles. 

El  kaiser  ha  dado  siempre  gran  importancia  a  las  comidas  de  sus  tropas, 
y  son  muy  frecuentes  las  visitas  que  hace  a  las  cocinas  de  campaña,  donde 
prueba  él  mismo  la  comida. 

Los  lectores  se  darán  alguna  idea  de  lo  que  cuesta  la  guerra,  cuando  sepan 
que  el  coste  diario  de  provisiones  para  los  ejércitos  hoy  en  lucha  es  de  se- 
senta y  dos  millones  de  pesetas,  sin  contar  gastos  de  transporte,  que  alcanzan 
la  suma  de  veintiún  millones  de  pesetas.  La  verdad  que  es  una  cuenta  muy 
grande  de  carnicero,  panadero  y  tendero,  ¿verdad,  lector? 

Ya  que  hemos  visto  lo  que  cuesta  alimentar  al  ejército,  veamos  ahora  lo 
que  cuesta  matar  a  un  hombre  en  la  guerra. 

Debido  al  enorme  precio  de  las  armas  de  guerra,  a  los  explosivos  usados, 
cada  día  más  complicados,  los  disparos  cuestan  muchas  pesetas,  y  si  se  trata 
de  obuses  de  gran  tamaño,  muchos  miles  de  pesetas. 

Además,  como  la  mayoría  de  las  balas  no  hacen  blanco,  y  el  tanto  por 
ciento  de  hombres  muertos  es  muy  pequeño,  comparado  con  el  número  de 
disparos  hechos,  resulta  que  cada  hombre  muerto  le  viene  a  costar  al  enemi- 
go unas  7.500  pesetas. 

En  la  guerra  boer,  esta  suma  subió  a  200.000  pesetas. 

Resulta,  pues,  más  barato  el  respetar  la  vida  del  hombre. 

Es  más  barato  dejar  de  matar  gente. 


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— i3>r  :>v^íí5   "v^LmK?>5v — 


EL  AJEDREZ 
EN  EL  TEATRO 

Con  el  objeto  de  que  el  mayor 
número  posible  de  personas  pueda 
seguir  una  partida  de  ajedrez,  a 
un  empresario  teatral  de  Dakota 
del  Norte.  Estados  Unidos,  se  le 
ha  ocurrido  emplear  un  procedi- 
miento que  le  ha  dado  buenos  re- 
sultados. 

Ha  mandado  hacer  un  tablero 
enorme,  de  cuero  muy  flexible, 
que  coloca  en  el  escenario,  de  ma- 
nera que  pueda  ser  visto  de  todas 
partes  del  teatro.  Cada  cuadro 
del  tablero  tiene  un  agujero,  en  el 
cual  se  cuelgan,  de  un  gancho  que 
tienen  por  detrás,  las  piezas,  que 
son   hechas   de   madera   liviana. 


A  ambos  lados  del  tablero,  hay 
dos  filas  de  agujeros  para  colocar 
las  piezas  que  reciprocamente  se 
toman  los  judagores. 

Estos  se  sient^  a  jugar  en  una 
mesa  de  ajedrez  de  las  corrientes, 
y  cada  una  de  las  jugadas  que 
hacen  es  reproducida  en  el  gran 
tablero  por  un  individuo  encarga- 
do de  mover,  con  un  puntero  es- 
pecial para  el  caso,  las  piezas, 
como  indica  el  grabado. 

El  procedimiento  ha  dado,  co- 
mo deciamos.  buenos  resultados, 
pues  basta  que  se  anuncie  una 
partida  entre  jugadores  más  o 
menos  conocidos,  para  que  el  tea- 
tro se  llene,  con  gran  contenta- 
miento de  los  aficionados  y  del 
ingenioso  organizador  de  esta  cla- 
se de  espectáculos. 


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\ 


'K-^ 


V 


LA  DISTINCIÓN  SE 


OBSERVA  EN  EL  DETALLE 


CA  TU  &  CHA  VES,  auténtico  centro   de   elegancias  J)   refinamiento  estético.  Ja  al  detalle,  la  importancia  primordial  que   la  moda  le  asigna. 

Cuando  la  tendencia  de  la  moda  actual  fué  sancionada,  CATH  fr  CHAVES  se  apresuró  a  vender  a  bajo  precio,  cuanto  complemento  ¡le  ¡a 
toilette   femenina,   no   armonizara   con   la   linea   nueva. 

EL  CALZADO,  en  lodo  tiempo  fué  cuidado  por  las  elegantes,  )/  lógicamente  no  podían  calzarse  con  la  falda  "campana",  el  mismo  zapato 
que  antes  usaban  con  la  pollera  "entravé". 

CA  TH  &■  CHA  VES  agrega  un  nuevo  triunfo,  a  la  ya  larga  lista  de  los  conquistados,  afirmando  ser  la  única  caso  que  posee  el  calzado  de 
PUNTA  ACUD.4,  que  realza,  J  forma  parte  integrante  de  la  falda  corta  Ji  ancha,  dando  al  pie  femenino,  una  brevedad  graciosa  y  afilada. 

CA  TH  &  CHA  y  ES,  como  prueba  definitiva  de  cuanto  asevera,  suplica  a  las  señoras  observen  los  figurines  que  Paris  envía,  donde 
hallarán    reproducidos    los    hermosos    modelos    de    Botas    y    Zapatos,    que   magníficamente   expone   en   el   ANEXO,   y   esperan   su   fallo. 


ANEXO: 

Avenida  de  Mayo, 

Perú 

y  Rivadavia 


ANEXO: 

Avenida  de  Mayo, 

Perú 

y  Rivadavia 


>>=s.— 


MARAVILLAS 
DEL  MUNDO  CIENTÍFICO 

LAS  JOYAS  DE  ANFITRITE 


UN    GRUPO    DE    POLICISTINAS 


Una  prueba  más 
de  que  el  hombre 
no  tiene  el  mono- 
polio del  arte,  son 
las  policistinas,  mi- 
croscópicos anima- 
les marinos,  cuyas 
sorprendentes 
formas  han  sido 
reveladas  por  el 
ilustre  naturalista 
Ehrenberg. 

Si  se  compara  el 
nombre  polioistina 
con  los  grabados  ad- 
juntos, fácilmente 
el  lector  que  desco- 
nozca el  vocabula- 
rio zoológico  creerá 
que  la  etimología 
es :  poli  (  mucho  ). 
cistino{cestillo).  En 
realidad,  cistino 
viene  de  kistis  (ve- 


berg,  creíase  que 
sólo  vivían  las  po- 
licistinas en  las  cos- 
tas de  las  Barbadas. 
El  sabio  naturalis- 
ta las  descubrió  en 
Cuxhaven,  desem- 
bocadura del  Elba. 
En  la  isla  Camor- 
ta  existe  una  colina 
de  90  metros,  don- 
de se  encuentran  a 
millones.  También 
están  enterradas  en 
numerosas  rocas; 
jaspes  siberianos, 
esquistos  sajones, 
margen  silíceas  de 
Richmond  (Virgi- 
nia), Sicilia,  etc. 

Si  el  lector  tiene 
un  microscopio  y 
curiosidad,  puede 
contemplar    el    ad- 


OTRAS    FORMAS    DIVERSAS    DE    POLICISTINAS 


jiga),  aunque  más  bien  le  correspondería  al  interesante  animalito 
la  interpretación  vulgar  que  hemos  apuntado. 

Antes  de  ser  sometidos  a  la  profunda  mirada  del  microscopio, 
las  policistinas  parecen  un  puñado  de  harina  sutil  o  de  cal  fina- 
mente molida.  Mas  si  colocamos  unas  partículas  de  ese  polvillo 
bajo  la  acción  del  revelador  instrumento,  un  mundo  de  impre- 
vista belleza  surgirá  ante  la  vista  del  observador. 

Protozoos  de  la  clase  de  los  rizópodos,  llama  la  ciencia  a  es- 
tos artistas  diminutos.  Tienen  el  secreto  de  Jas  formas  bellas  y 
de  los  refulgentes  colores;  porque,  cuando  aun  están  húmedos, 
su  coloración  presenta  toda  la  brillante  gama  del  iris. 

Las  fotografías  que  da  el  microscopio,  aquí  reproducidas,  son 
del  esqueleto  de  las  policistinas,  ar- 
madura delicadamente  construida  en 
sílice.  Este  esqueleto  está  acribillado 
de  agujeros,  por  donde  en  vida  el 
protozoasis  proyecta  al  exterior  in- 
numerables tentáculos.  Algunos  re- 
llenan con  su  gelatinoso  cuerpecillo 
todas  las  cavidades  de  la  armadura; 
otros  pueden  retirarse  a  las  cupulillas 
de  su  guarida  natural. 

Parecen  cestillos  de  minuciosa  la- 
bor, rosetones  de  encaje,  esferas  eri- 
zadas de  puntas,  frutillas,  cascos 
chinescos,  torrecitas  de  marfil,  co- 
ronas, conos,  monturas  de  brillantes. 
Un  joyero  encontraría  hermosas  ins- 
piraciones en  estos  trabajos  de  ver- 
dadera filigrana  natural. 

Antes  de  los  trabajos   de    Ehren- 


que    a    conti- 


POLICISTINA    DE    ABERTURAS 
CIRCULARES 


UN    CURIOSO    EJEMPLAR 
DE    POLICISTINA 


mirable    espectáculo,    siguiendo    las    indicaciones 
nuación   reproducimos: 

Elíjase  un  trozo  pequeño  de  roca,  pulverícese  y  hágase  hervir 
en  una  solución  concentrada  de  sosa.  Fíltrese  luego  el  líqui- 
do, conservando  el  sedimento,  que  se  lavará  varias  veces,  co- 
ciéndolo después  durante  media  hora  en  un  tubo  de  ensayos 
conteniendo  ácido  nítrico;  esta  operación  hará  desaparecer 
toda  huella  de  carbonato  de  cal.  Por  último,  se  lava  el 
sedimento  repetidamente,  a  fin  de  que  quede  eliminado  el  ácido 
nítrico. 

Una  vez  ya  seco  el  sedimento,  se  halla  dispuesto  para  el 
microscopio.  Algunos  preparadores 
calientan  las  policistinas  secas  en 
una  espátula  caldeada  a  la  lampa- 
rilla de  alcohol,  con  objeto  de  dar 
a  los  ejemplares  un  aspecto  opa- 
lescente. Las  preparaciones  pueden 
ser  montadas  sobre  fondo  negro  o 
como  todo  objeto  transparente. 

Parécenos  conveniente  insistir  so- 
bre el  hecho,  para  el  mejor  éxito 
de  la  operación,  de  que  han  de  ma- 
nejarse objetos  pequeñísimos,  inve- 
rosímilmente diminutos. 

El  volumen  de  los  ejemplares 
cuyas  fotografías  acompañan  al  pre- 
sente artículo,  no  llega  a  medio  mi- 
límetro; para  llenar  un  centímetro 
cúbico  sería  preciso  reunir  aproxi- 
madamente   tres    millones   de   poli-         ,..,    „. 

'^  POLICISTINA    DE    ABERTURAS 

cistinas.  exagonales 


H 


¿SUFRE  Vd.  DEL  ESTÓMAGO? 


¿No  tiene  apetito?  ¿Digiere  con  dificultad?  ¿Tiene  gastritis,  gastralgia,  disentería,  úlcera 
del  estómago,  neurastenia  gástrica,  anemia  con  dispepsia,  una  enfermedad  de  los  intestinos? 
Después  de  las  comidas,  ¿tiene  eructos  agrios,  pirosis,  vahídos,  pesadez  de  cabeza,  sofoca- 
ción, opresión,  palpitaciones  al  corazón?  ¿Tiene  usted  DISPEPSIA  y  dolores  al  vientre,  a  la 
espalda,  vómitos,  diarrea?  ¿Se  altera  con  facilidad,  está  febril,  se  irrita  por  la  menor  causa, 
está  triste,  abatido,  tiene  por  las  noches  sueño  agitado?  ¿Ningún  remedio,  ningún  régi- 
men ha  podido  curarle?  Tome  el  famoso  STOMALIX  del  Dr.  Saiz  de  Carlos,  y  recobrará 
la  salud.  Treinta  años  de  fama  universal.  Venta  Farmacias  y  Droguerías,  en  frascos 
grandes  y  chicos.   Pidan  folletos  a  Carlos  S.  Prats,  San   Martín  número  66,  Buenos  Aires. 


wm 


—  T=>LS^^^=>    ^  'l_Tri2>^— 


DOA\  LUIZ 


1830 


Luis  Dufaur^ 

SUCCESSOR  -ÍWP 

Buenos  AiHES       ¿¿i 


De  nada  le  servirá  acumular  riquezas,  si    no 

subsana  los  desgastes  de  su  organismo  con  un 

buen  vigorizante. 

OPORTO  DOM  Luiz 

es  el  más  eficaz  y  el  más  agradable.    Su 

nombre  está  consagrado   por   la   franca 

aceptación    de    varias    generaciones. 

Tenga    la   absoluta    certeza    de 

que,    comprándolo,   emplea 

bien  su  dinero. 


DE  BOLIVIA 

RIQUEZAS    DEL    ALTIPLANO 


PEPA    DE    ORO    DE    6.250    GRAMOS     DE     PESO,    145     MILÍMETROS      DE     ALTURA,      140     DE 

ANCHO     Y     60      DE     ESPESOR,      ENCONTRADA      EN    LOS    LAVADEROS    DE    CHUQUIAGUILLO, 

EL   30    DE    MARZO    ÚLTIMO, 

No  hay  duda  que  las  montañas  bolivianas  encierran,  en  sus  entra- 
ñas, toda  clase  de  minerales.  Oro,  plata,  estaño,  cobre,  wolfram,  anti- 
monio y  otros  metales,  son  extraídos  de  uno  a  otro  confín  de  Bolivia, 
proporcionando  enormes  riquezas  a  los  mineros. 

Los  trabajos  de  explotación  se  efectúan  en  grandes  proporciones 
en  varios  departamentos,  especialmente  en  La  Paz,  Oruro  y  Potosí, 
donde  existen  instalaciones  modernas  y  costosísimas. 

El  museo  mineralógico,  recientemente  instalado  bajo  los  auspicios 
del  Ministerio  de  Justicia  e  Industria,  presenta  ejemplares  raros  y 
muy  valiosos.  Grandes  bloques  de  estaño,  plata,  cobre  y  antimonio, 
destácanse  en  el  museo  boliviano,  sobresaliendo  dos  enormes  pepas 
de  oro,  procedentes  de  los  lavaderos  de  Chuquiaguillo,  de  propiedad 
del  señor  Benedicto  Goytia. 

Damos  las  fotografías  de  estas  valiosas  pepas,  justamente  admira- 
das por  quienes  visitan  el  museo  boliviano. 


PEPA      ENCONTRADA      EN      LOS     MISMOS     LAVADEROS     QUE      LA     ANTERIOR.     PESA     2.016 
GRAMOS     Y     SUS     DIMENSIONES     SON:     1  14     MILÍMETROS     DE     LARGO,     83     DE    ALTO    Y 

24    DE     ESPESOR. 


^t2>V— 


El  gran  impulso  del  momento,  únicamente  puede  lograrse  con  el  dominio  de  los  nervios. 
Sus    nervios,    en    continua   tensión,    fatigan    el    organismo    sin    resultado. 


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MALESCI,  no  debe  pagarse  absohitaniente  preci<i  superior  de  lo 
qnc  comunmente  se  ha   pagado. 


':e-    \  i  /i'^K.-X— 


LA  GRAN  PIRÁMIDE  DE  KEOPS 


Kufuí  o  Keops,  segundo  rey  de  la  IV  dinastía  faraónica,  hizo  cons- 
truir la  Gran  Pirámide  que  lleva  su  nombre  y  que  le  sirvió  de  sepul- 
tura. Es  la  tumba  más  grande  de  todas  las  artificiales,  así  como  el 
océano  es  la  mayor  de  todos  los  sarcófagos  naturales. 

Según  Flinders  Petrie.  que  asigna  al  reinado  de  Keops  la  fecha  de 
4731  antes  de  Jesucristo,  Bonaparte  incurrió  en  un  ligero  error  cuando 
dijo  a  sus  soldados:  «  desde  lo  alto  de  las  pirámides  cuarenta  siglos  os 
contemplan  ».  Tal  frase,  pudo,  pues,  pronunciarla  César  el  año  47  antes 
de  nuestra  era.  al  llegar  a  Egipto  para  proteger  a  la  hermosísima  Cleo- 
patra. 

Todo  el  mundo  sabe  que  la  piramidal  y  antigua  obra  tiene  un  volu- 
men de  2.600.C00  metros  cúbicos,  146  metros  de  altura  y  203  gradas. 
Su  fotografía,  que  nos  la  representa  rodeada  de  una  pollada  de  pirámi- 
des menos  colosales,  es  muy  conocida.  Pero,  si  esa  imagen  nos  da  idea 
de  la  magnitud  asombrosa  de  tal  monumento  arquitectónico,  resulta 
más  clara  la  noción  de  su  grandor  cuando  se  aprecia  desde  poca  dis- 
tancia y  en  sus  detalles. 

Estas  condiciones  las  cumple  la  fotografía  que  reproducimos,  donde 
un  grupo  de  egipcios  modernos  escalan  las  gradas  de  la  gigantesca 
tumba.  Por  la  acción  del  tiempo,  que  es  enemigo  de  las  formas  geo- 
métricas, la  gran  pirámide  ha  dejado  casi  de  serlo  en  algunas  partes, 
convirtiéndose  en  un  montón  de  sillares  enormes  que  facilitan  el  acceso. 
De  bloque  en  bloque  suben  los  descendientes  de  aquellos  esclavos  y 
prisioneros  que  a  fuerza  de  castigos  y  ajetreos  amontonaron  el  granito 
de  una  tumba  cuyo  dueño  nunca  pensó  que  ningún  pie  humilde  la 
profanaría. 

Muchas  hipótesis  se  han  ideado  para  explicar  cómo,  sin  grúas 
potentes,  ni  motores  de  gran  fuerza,  pudieron  construirse  esos  se- 
pulcros. 

No  es  cuestión  de  mecánica,  sino  de  psicología.  El  capricho  de  los 
tiranos  convierte  a  los  hombres  en  hormigas,  y  el  hombre-hormiga 
sabe  igual  que  su  modelo  conducir  pesos  mil  veces  más  pesados  que 
su  débil  cuerpo. 

Así  se  construyó  la  Gran  Pirámide  que  serviría  de  tumba  a  muchí- 
simos de  los  esclavos  y  prisioneros  antes  de  ser  habitada  por  el  cuerpo 
embalsamado  del  faraónico  Keops. 


—  P^L^V^S 


Í9V41 


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Vií» 


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SS....L 


Ilustramos  esta  página  con  dos  juegos  de  Lencería,  de  confección 
esmeradísima,  y  de  formas  y  estilos  irreprochables,  que  darán  a 
usted  una  idea  exacta  del  grado  máximo  de  perfección 
a  que  hemos  llegado  en  esta  rama. 

Toda  nuestra  Lencería  y  Ropa  blanca,  es  cortada 
por  manos  habilísimas,  y  los  modelos  exclusivos,  de 
un  acabado  perfecto  y  de  una  riqueza  insuperable. 
Nuestra   especialidad,    la   constituye   los 
TROUSEAUX  para  novias,  ya  harto  co- 
nocidos por  las  damas  de  más 
alta    distinción,    que    nos    han 
'^       preferido  en  todo  momento. 


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.  JUEGO  de  4  piezas,  batista  de  hilo 
finísima,  deshilado  e  incrustaciones  de 
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mano,  confección  muy 
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adornado  con  bieses  en  color;  incrustaciones  de 
broderie  "Madeira",  todas  costuras  a  mano, 
ojales,  pasacintas  y  confección  esme- 
rada,   a $ 


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/^{y  «^      es,  en  nuestro  ambiente,  la  más  genuina  expresión 

<^mCIm  i  K^jLIo  (Je  elegancia  y  buen  tono.  Sus  salones,  consagrados 
por  las  familias  como  el  "rendez  vous"  social  de  moda,  presentan 
las  últimas  creaciones  para  soirées. 


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Bolsas  para  teatro,  en  seda  de  colores,  o 
broché,  o  todas  bordadas  con  cuentas  de 
color;   surtido,  de  $  75. —  a $   35. 

Perfumería 

Exclusividades    Harrods 

Loción   Flor  d'Or,  el  frasco $  3.50 

Extracto  Flor  d'Or,  el  frasco $  4.50 

Polvos  de  arroz  Flor  d'Or,  la  caja,  ,  .  $  2.50 

Loción  Imperial  Acacia,  el   frasco $  4.20 

Extracto   lmf}erial  Acacia,  el   frasco.  .  .  $  10.50 

Polvo»     de     arroz     lmf>erial     Acacia,  la 

<^ai»  $     3.80 


Guantes   para   señoras 

Guantes  de  gamuza,  lavables  (marca  Pe- 
rrin).  blanco  solamente,  calidad  superior,  dos 
bolones,    el    par $       4.50 

Guantes  de  piel  de  Suecia  (marca  Perrin). 
blanco  solamente,  para  teatro,  calidad  muy 
fina.   20  botones,   el   par $   12. 

Guantes  de  cabritilla,  blancos,  con  cucbílla 
negra,  gran  moda,  clase  extra,  tres  bolones 
de  nácar,  el  par. $       4,80 

Guantes  de  piel  de  Suecia  (marca  Perrm), 
selecto  surtido  en  colores  blanco  y  negro, 
calidad  extra,  tres  botones  nácar,  el  par.  .    $      4.30 

Guantes  de  rabniílla.  gran  reclame,  co'o- 
res  surtidos  y  blanco,  buena  clase,  dos  bo- 
tones, el  par $      2,90 

Pañuelos   ñnos   para   señoras 

Pañuelos  blancos,  bordados  y  crivados,  en 

fino  linón  de  hilo,  la  docena $   58. 

Pañuelos  en  bnón  de  hilo,  bordados  y  con 

doble  vainilla,  la  docena $  55. 

Pañuelos  en  Imón,  bordados  y  con  vainilla 
fantasía,   la  docena $  49. 

Pañuelos  en  linón  de  bilo  blanco,  con  es- 
cudos bordados,  la  docena $  32. 

Pañuelos  en  linón  de  hilo,  con  bordados  y 
vainillas   fantasía,   la   docena $  31.50 

Pañuelos  en  linón,  lodos  bordados  alrede- 
dor con  dibujos  nuevos,  la  docena $  31.-— 


Artículos   para   caballeros 

Galeritas  inglesas,  formas  de  última  moda, 

a  $    12.50  y $       9.50 

Oriones    fantasía,  nuevo  surtido  de  invier- 

no,  a$   15.-,   14.50  y $   13.50 

Gorras   Jockey,  gustos   ingleses,  con   tafilete 

de  cuero,  a  $  5. —  y $      4.50 

Cascos    para    juego   de   polo,   en   blanco   y 

colores   de   club $   14, 

Camisetas  y  calzoncillos  de  pura  lana, 
haciendo  juego,  en  colores  grises,  beige,  ar- 
tículo liviano  y  muy  abrigado $   13.80 

Medias  de  lana  negra,  gran  surtido,  en  bue- 
na calidad.  $  2.25.   1.80.   1.60  y $      1.40 

Camisas  de  tafetán,  en  colores  fantasía, 
livianas  y  agradables,  en  blanco  y  rayas 
fantasía,    a $      7.50 

Camisas  blancas,  finas,  a  tablas,  con  dos 
botones,  con  o  sin  puños $      4. 

Guantes  de  cabritilla,  tonos  habanos  vana- 
dos, con  ojal  y  botón  de  nácar $      4.80 

Guantes   de   cabritilla,   tonos  habanos,   con 

costura  negra  y  correa,  botón  de  moda.  .  .    $      6.50 

Guantes    gacela,    en     tonos    gris,    beige    y 

blanco,  a $      6.50 

Guantes  de  gamuza,  tonos  claros,  con  bo- 
lones y  ojales $       4,50 

Corbatas  de  seda,  alta  novedad,  artículo 
muy  fino,  gustos  elegidos,  a  $  4.50,  4. — . 
3,80,  3.- y $     2.80 

Cuellos  de  hilo,  artículo  inglés,  formas  ele- 
gantes, cada  uno $       1 , 


COIFFURE  POUR  DAMES 

Transformaciones,  ondulaciones, 

etc.    Estética   femenina.    Masajes 

faciales.    Servicio    de    manicuro 

y  pedicuro. 


Jfíarrods 

Florida,   877. 

Paraguay,   554. 


1 

Ét 

1 

NÚM.  3. 


Costumbres  de  Antaño 


AL  TOQUE  DE  ORACIONES 


L-tBüJO    DE    mAI-AGA    GRENET      ! 


>>x— 


...      AL  MADGLN 
DEL  GRAN  UbRQj 

El  Poeta  Ignoto  que  vaga  confundido  con  el 
espíritu  de  la  Naturaleza,  exclamó  un  día  desde 
el  fondo  de  la  tiniebla:  «iOh  alma,  cuando  verás 
la  magna  luz,  la  luz  conductora  por  el  desierto  de 
la  vida,  redentora  de  todas  las  soledades,  salva- 
dora de  todos  los  destierros,  impulsora  de  todas 
las  alturas!»  Y  en  el  seno  recóndito  de  la  Tierra 
Madre,  comenzó  a  agitarse  por  infinitas  raices,  el 
germen  de  la  futura  flor  mística,  -  Lirio,  Rosa. 
Nardo,  ungido  por  la  Gracia  suprema,  la  que 
presiente  el  sacrificio  y  la  gloria,  y  que  en  el  verso 
de  fuego  de  Isaías,  en  el  salmo  perfumado  de 
David  y  en  la  estrofa  cálida  de  Salomón,  como  en 
el  cáliz  deslumbrante  de  oro  y  fuego,  anunció  su 
eclosión  eucaristica. 

Aquí,  en  este  libro  secular,  se  condensa  la  su- 
blime historia  de  aquella  transfiguración  de  la 
nada  en  el  ser;  de  la  gota  de  sangre  filtrada  a  tra- 
vés de  los  tejidos  de  la  tierra,  durante  cinco  si- 
glos, para  que  estallase  en  la  cumbre  del  monte 
sacro,  en  irradiación  deslumbrante  de  virtudes  y 
dolores,  la  palabra  del  Amor  sin  límites  y  sin 
formas,  que  sólo  tiene  una  consagración  en  la 
Muerte,  en  el  perdón,  que  es  la  gloria  de  la  pasión 
humana  por  la  propia  inmolación,  en  la  renuncia 
de  la  vida,  que  es  la  ofrenda  de  la  sangre  al  seno 
infinito  de  la  madre  originaria. 

Todas  las  almas  dolorosas  han  seguido  tus  hue- 
llas; todas  las  vidas  desoladas  se  han  orientado 
por  tu  resplandor;  todas  las  inteligencias  incom- 
prendidas  se  han  consolado  con  la  esperanza  de 
abrazarse  un  día  a  tus  plantas;  todas  las  verdades 
ignoradas  han  dirigido  sus  alas  informes  hacia  la 
mística  Estrella  polar  de  la  luz  única  e  inextin- 
guible. Y  todos  llegan  a  su  tiempo,  unos  entre 
cantos  de  alegría,  otros  entre  gemidos  de  dolor; 
los  más,  desangrados  y  exhaustos  por  la  fatiga 
y  el  ansia  insaciada  de  la  dicha  ausente:  todos  ola- 
mando,  para  oirte  de  nuevo  los  que  te  oyeron, 
por  ungirse  de  tu  voz  los  que  vinieron  tarde, 
por  bautizarse  de  tu  palabra  de  vida,  los  que  sólo 
hallaron  la  noche  caída  sobre  la  cruz  de  tu  mar- 
tirio. 

Yo  te  he  presentido  en  mi  niñez  de  penumbra; 
te  he  vislumbrado  en  mi  adolescencia  soñadora; 
te  he  oído  en  mis  confidencias  juveniles  con  el 
misterio  de  la  ciencia  y  las  promesas  del  amor; 
te  he  sentido  en  mi  carne,  en  mi  sangre  y  en  mi 
espíritu,  en  la  tragedia  de  la  vida;  he  penetrado 
en  el  silencio  de  tus  labios,  en  las  heridas  de  tus 
llagas,  en  la  profundidad  de  los  gemidos  de  tus 
desengaños,  en  la  culminación  radiante  de  tus 
voces  de  amor  y  de  caridad,  en  las  palabras  rege- 
neradoras de  tu  peregrinación  por  las  sendas  del 
mundo  y  del  Espíritu,  y  en  la  lejanía  donde  fué 
a  perderse  el  último  grito  de  tu  dolor  universal, 
que  comienza  en  el  rayo  de  luz  que  besó  tu  frente 
en  la  meditación  de  los  Olivos,  y  se  lanza  a  la 
eternidad,  sobre  el  rayo  de  luna  que  besó  tus  pu- 
pilas en  la  cruz  de  tu  transfiguración  más  gloriosa. 
Vaso  intangible  de  todos  los  perfumes  de  virtud; 
rey  y  señor  de  todos  los  amores;  capitán  luminoso 
de  todas  las  conquistas  de  la  inteligencia;  astro 
difuso  de  toda  la  vasta  tiniebla  del  mundo;  caudi- 
llo mágico  de  todas  las  almas  y  las  cosas  descono- 
cidas e  ignoradas;  flor  de  carne  convertida  en  an- 
torcha; brasa  de  dolor  humano  trocada  en  Sol  de 
Alegría  divina;  vidente  de  todo  misterio,  desci- 
frador de  todo  enigma,  forma  ígnea  de  toda  idea, 
y  escultura  translúcida  de  todo  concepto  de  amor; 
océano  ilimitado  donde  van  a  parar  todos  los  ríos 
de  lágrimas  de  la  raza  humana;  firmamento  azul 
donde  se  dan  cita  gloriosa  todas  las  esperanzas 
fenecidas  y  todas  las  almas  extraviadas;  ¡con  cuán- 
ta unción  me  acerco  a  tu  ara  impalpable,  a  tu 
templo  inmenso  como  el  universo,  al  sagrado  ta- 
bernáculo de  tu  Evangelio,  presentido  por  tus 
profetas,  sancionado  por  tu  sangre  eucaristica,  y 
por  cuyos  versículos  haces  correr  mares  de  amor, 
de  perdón  y  de  libertad,  en  medio  de  los  hombres! 
El  Poeta  Ignoto  que  anunció  tu  eclosión  maravi- 
llosa, mientras  vagaba  en  la  noche,  al  evocarte 
en  su  soledad,  presintió  la  Gran  Luz,  la  de  la  es- 
peranza, la  de  la  liberación  y  de  la  gloria;  y  con 
paso  trémulo  se  adelanta  hacia  el  ara  de  tu  Evan- 
gelio; y  cual  si  deshojara  una  por  una  las  rosas 
místicas  que  guardan  el  inviolado  secreto  de  la 
Ciencia  y  del  Amor  supremos,  vuelve  cada  una  de 
sus  hojas  para  beber  en  cada  verso  un  sorbo  de 
agua  viva,  un  rayo  de  luz  espiritual,  una  onda 
del  infinito  perfume  de  tu  Sangre,  que  es  Amor. 
Verdad,  Poder. 

Joaquín  V.  González. 

DIBUIO    DE   FRIEDRICH. 


1  t^>Á^^ 


Por  segunda  vez  nos  ha  sido  dado  ren- 
dir nuestro  homenaje  de  respeto  y  de  ad- 
miración al  ilustre  maestro  Camilo  Saint- 
Saéns,  que  es.  sin  duda,  la  figura  más 
gloriosa  de  la  Francia  musical  contempo- 
ránea. Y  nos  hemos  honrado  a  nosotros 
mismos,  al  honrar  al  artista  eminente, 
para  quien  no  han  existido  fronteras,  como 
que  ha  brillado  en  toda  Europa  y  en 
una  y  otra  América. 

El  triunfo  no  ha  sido  fácil,  a  la  verdad. 
Es  que  debió  luchar  con  ese  argumento 
hipócrita  y    pérfido    de   la   «ausencia   de 
melodía»,  con  que  los  pretendidos  cono- 
cedores de  todos  los  tiempos  y   de  todos 
los  países,   han   disfrazado   su   incapacidad 
de    comprender   las  formas   nuevas  o   poco 
comunes  de  la  belleza.  Ha  sido  utilizado  con 
Rameau,  con  Gluck.  con  Mozart;  se  le  ha  usado 
contra    Beethoven,    contra    Schumann,    contra 
Wagner;   lo  ha  escuchado    Bizet,  y   lo  escucha 
hoy  Debussy.  También  lo  soportó  Saint-Saéns, 
con  ser  su  producción  esencialmente  melódica. 

Cierto  es  que  a  las  veces  ha  podido  reprochár- 
sele   el    haber    aceptado    una   idea    cualquiera, 
de  escaso  valer  propio  —  idea  que  ha  sabido  ex- 
poner,  desarrollar,    transfigurar,    amalgamar    o 
matizar  con  una  habilidad  maravillosa.   Así  ha 
resultado  en   muchas  obras  más  ingenioso  que 
emotivo.  Pero  son  también  numerosas  las  que 
reuniendo  las  calidades  esenciales  del  genio  fran- 
cés      la  claridad,  el  orden,  la  medida,  la  dis- 
tinción, la  elegancia  —   encierran  modelos  de 
expresión  austera  y  armoniosa.   Naturalmente, 
como  estas  últimas  no  han  menester  ser  defen- 
didas,   el    ilustre    compositor  brega   aún    por 
imponer  también  las  primeras.   Y  así  es  como, 
contestando  a  sus  detractores,  escribió  alguna 
vez:  «  Se  pide  al  músico  que  oculte  su  ciencia. 
Ahora  bien;  lo  que  se  entiende  por  ciencia,  en 
caso  semejante,  es,  simplemente,  el  talento,  y 
cuando  se  tiene,  es  para  servirse  de  él  y  no 
para  metérselo  en  el  bolsillo.  » 

Sabido  es  que  Saint-Saéns  es.  ante  todo,  un 
sinfonista  —  con  razón  se  ha  dicho  que  «  ha 
hecho  óperas  con  el  alma  de  un  sinfonista  impe- 
nitente». Se  explica,  pues,  que  haya  luchado 


tanto   en   su  juventud.   En  aquella  época,  como  él 
mismo   lo  ha  recordado,  el  compositor  francés  que 
cometía  la  audacia  de  aventurarse  en  el   terreno 
de  la  música  instrumental,  no  tenía  dónde   eje- 
cutar sus  obras;  sin  contar  con  que  el  público,  el 
verdadero  público,  huía  ante  el  nombre  de  un 
músico  de  su  propia  tierra  y  que  vivía  aún... 
Fué  en  1871  —  tenía  entonces  36  años,  pues 
ha  nacido  en  1835  —  que,  con  un  núcleo  de 
compositores,  fundó  en  París  la  famosa  «So- 
oiété  Nationale».   que  tomó   por  divisa  «Ars 
galilea»,  y  tanto  ha  influido  en  la  vida  mu- 
sical francesa.  Allí  obtuvo  sus  primeros  éxi- 
tos, pero  que  fueron  de  consecuencias  muy 
relativas,  tanto  que  no  pudo  dar  a  conocer 
su  «Sansón  y  Dalila».  terminada  en  1874. 
La  Opera  de  París  no   le  abrió  sus  puer- 
tas sino  cerca   de   veinte   años  después, 
cuando    la   obra    maestra  de   su  música 
dramática  había  sido  celebrada  en  Wei- 
mar  -      donde  se  estrenó  en   1877,  por 
influencia  de  su  gran  amigo  Liszt      en 
Bruselas  y  en  Ruán.  Lentamente,  pues, 
fué  imponiéndose,  quien  era  músico  por 
«derecho    divino»,    según    la    expresión 
de  un  biógrafo. 

Su  obra  tan  vasta  y  tan  variada,  pro- 
fundamente  francesa,   no    obstante   la 
influencia  que  la  escritura  acusa  de  los 
clásicos  alemanes,  dejará  una  traza  en 
el  arte  de  su  país.    Este  curioso.       re- 
cordemos al  pasar  que   la  producción 
musical  no  ha  bastado  a  la  actividad 
de  Saint-Saéns.  como  que  ha  sido  cri- 
tico, polemista,  poeta,  autor  dramático 
y  ha  llegado  hasta  a  enviar  comunica- 
.   clones  al  Boletín  de  la  Sociedad  As- 
tronómica, y  a  hablar  en  sus  sesiones 
este  aislado,  este  triunfador  que  no 
tiene  escuela,    que   no   conoce   siste- 
mas,   se    ha  equivocado  a  veces,   y 
otras  no  se  ha  contraloreado  suficien- 
temente. Pero  el  artista  que  ha  crea- 
do los  «Poemas  sinfónicos»,  «Sansón» 
y  la  «Sinfonía  en   do  menor»,  vivirá 
^n  la  memoria  de  los  hombres. 

Miguel  Mastrogianni. 


—  I=>IJVi:5     X    1.   1   k-í.-'K— 


/ 


/,.-/^7' 


4:\  y-y^!-' 


Charlando  de  amores,  de  viajes  y  de  impresiones  artísticas, 
salían  del  Plaza  Hotel  tres  ami^fos:  un  francés,  un  yanqui  y  el 
cronista. 

Los  dos  extranjeros,  recién  llegados,  lo  habían  elegido  para 
cicerone  en  aquella  radiante  mañana  de  junio  en  que  se  diri- 
gían a  Palermo,  paseo  obligado  de  la  aristocracia  porteña. 

Al  pasar  frente  a  un  palacio  majestuoso  y  severo  que  se  eleva 
frente  a  la  plaza  San  Martín,  preguntó  el  yanqui,  a  quien  per- 
tenecía, 

-    Es  la  casa  de  Paz,       dijo  el  cronista;       uno  de  los  edifi- 
cios más  suntuosos  de   Buenos  Aires. 

—  Es  realmente  muy  hermoso  —  repuso  su  interlocutor. 

—  En  Europa,  —  añadió  el  francés,  ---  no  nos  formamos  aún 
idea  de  los  adelantos  de  estos  países  de  América.  Los  supo- 
nemos siempre  en  nuestra  imaginación,  anchos  poblachones 
coloniales,  en  donde  las  mujeres  gastan  muchos  perfumes,  ves- 
tidos y  joyas  muy  costosas,  pero  en  los  que  no  se  sabe  todavía 
ni  de  arte  ni  de  aristocracia. 

—  Esa  es,   desgraciadamente,   la  idea  que  tiene  Europa  de 


seSor*  zelmira  paz 
de  caihza.  retrato  pin- 
TADO Al  ÓLEO,  POR  EL 
N3TAB'_E  ARTISTA  FRAN 
CÉ%     nAr,N*N     BOUVERET 


VISTA    EXTERIOR     DEL    EDIFICIO 

:.>:;,otros,  y  también  la  tiene  América  del  Norte,  donde  en  una  conferencia  dada  no  hace  aún  tres  meses, 
decía  un  honorable  yanqui,  que  los  argentinos  eran  todos  mulatos  y  vivían  borrachos,,,  errores  délos 
que  poco  a  poco  se  ha  de  triunfar,  ya  que  se  encargarán  de  desvirtuarlos  personalidades  de  la  cultura  y  de 
la  intelectualidad  de  ustedes.  Buenos  Aires  es,  ya  hace  rato,  una  ciudad  de  primera  fila,  y  se  impone  a  la 
admiración  de  propios  y  extraños.  Vea  usted  esta  doble  cadena  de  palacios  que  vamos  dejando  atrás... 
Ya  llegamos  al  palacio  de  Unzué,  rodeado  de  su  parque  soberbio,  y  fíjense  ustedes  a  nuestro  frente  esta 
hermosa  Avenida  Alvear,  en  donde  a  uno  y  otro  lado  surgen  mansiones  lujosísimas.  Algunas  de  ellas 
encierran   riquezas  dignas  de  museos. 

Al  llegar  a  la  fecha  de  nuestro  glorioso  centenario,  Buenos  Aires  ostenta,  orguUosa,  viviendas  señoriales 
que  nada  tienen  que  envidiar  a  los  palacios  del  viejo  mundo. 

--Sin  duda  —  dijo  el  yanqui,  —  el  progreso  es  colosal  en  ambas  Américas;  tenemos  grandes  ciudades 
y  palacios  tan  hermosos  y  tan  artísticos  como  los  más  bellos  de  Europa. 

—  Sólo  falta  en  ellos  una  cosa.  dijo  el  francés. — La  pátina  del  tiempo.  Todo  en  América  es  dema- 
siado nuevo,  demasiado  dorado. . .  Así  las  casas  como  las  familias.  Y  eso  no  es  defecto;  pero  cuando  el  vino 
es  bueno,  es  tanto  más  exquisito  cuanto  más  viejo... 

El  cronista  y  el  yanqui,  cruzaron  una  sonrisa.   El  cronista  añadió: 

--  Mi  querido  amigo,  de  eso  no  tienen  la  culpa  estos  países  que,  muy  jóvenes  todavía,  recién  llegan 
al  concierto  del  progreso  de  las  naciones.  Les  propongo  una  cosa:  desde  mañana  vamos  a  visitar  palacios 


'T"rj  >x— 


de  argentinos.  Empezaremos,  si  como 
espero  puedo  obtener  la  venia  de  los  dis- 
tinguidos dueños  de  casa,  por  el  que 
llamó  la  atención  de  ustedes  al  iniciar 
hoy  nuestro  paseo:  por  el  de  Paz. 

El  palacio  de  los  Paz.  levantado  con 
el  trabajo  fecundo  y  honroso  del  jefe  de 
la  aristocrática  familia.  —  de  Pepe  Paz. 
como  familiarmente  lo  llamaban  sus 
amigos.  —  es  de  una  suntuosidad  impo- 
nente, que  recuerda  las  casas  reales. 

Desde  muy  joven,  don  Pepe  Paz,  tra- 
bajador infatigable  y  tenaz,  se  dedicó  al 
periodismo,  y  con  fe  ciega  en  el  brillan- 
te porvenir  de  su  patria  fundó  el  gran 
diario  «La  Prensa»,  sufriendo  las  penu- 
rias de  los  primeros  tiempos,  sin  desma- 
yar y  sin  perder  la  esperanza  de  que  sus 
sueños  de  grandeza  se  verían  un  día 
realizados. 

No  fué  infructuosa  la  labor  de  este 
hombre  que  vio  al  morir  colmadas  sus 
ambiciones,  dejando  a  los  suyos  herede- 


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ros  de  una  cuantiosa  fortuna,  de  un  apellido  ilustre  y  de 
un  diario  como  «La  Prensa»,  que  universalmente  cono- 
cido, tiene  un  sólido  prestigio  en  la  opinión  universal. 

Habitan  hoy  esta  gran  casa  la  señora  Zelmira  Paz, 
viuda  de  Gainza,  don  Ezequiel  Paz,  actual  director 
de  «La  Prensa»,  casado  con  la  señora  Celina  Zaldarria- 
ga,  y  don  Alejandro  Paz,  administrador  del  mismo  dia- 
lio,  casado  con  la  señora  Angélica  Sastre. 

Los  salones  Luis  XVI,  del  piso  bajo,  verdaderas  mara- 
villas de  esplendor  y  buen  gusto;  el  comedor,  regia  es 
tancia  del  más  puro  estilo  Renacimiento;  la  suntuosa  bi- 
blioteca, cuyo  inmenso  hogar  y  soberbio  moblaje  traen  a 
la  memoria  aquellas  damas  déla  Edad  Media  que  hilaban 
en  su  rueca  como  esculturas  vivientes;  la  galería  estilo 
Renacimiento,  a  la  que  prestan  mayor  realce  dos  sober- 


GRAN  HALL  LUIS  XIV,  CONSTRUIDO 
CON  UNA  RICA  VARIEDAD  DE  MÁRMO- 
LES DEL  PAÍS,  DE   DIVERSOS  COLORES. 


VIRÚEN  TALLADA  Y 
PINTADA  EN  MADERA. 
DEL  SIGLO  XI.  curio- 
sísimo EJEMPLAR  DE 
GRAN  VALOR  ARTÍSTICO. 


\  ^vV  í;^í¿^^.; 


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LÜt? 


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GRAN  COMEDOR,  ES- 
TILO RENACIMIENTO, 
INSTALADO  EN  LA 
PLANTA  BAJA  DEL 
EDIFICIO, 


"PACHA" 
PERRO    DE    POLICÍA 


—j=>LJ>^i^  "VJ-mi-j^x— 


"MR.    MINOUSSE    ,   CATO    DE    ANGORA 


ORAN    BIBLIOTECA 


bias  telas  de  Zuloaga;  la 
salita  Luis  XVI.  donde  se 
admira  el  retrato  de  do- 
ña Zelmira  Paz  de  Gainza. 
obra  maestra  de  Dagnan 
Bouveret.  el  jardín  de  in- 
vierno, que  parece  escapa- 
do de  un  cuento  fantástico 
de  Edgar  Poe,  por  lo  mara- 
villosamente misterioso .  . . 
hasta  el  jardín,  radiante  de 
sol  y  alegría,  todo  allí  es 
derroche  de  buen  gusto,  que 
no  cesa  uno  de  admirar. 

El  departamento  parti- 
cular de  doña  Zelmira  Paz 
de  Gainza,  hasta  donde  su 
exquisita  bondad  ha  dejado 
llegar  nuestra  mirada  in- 
discreta, tiene,  si  cabe,  ma- 
yor encanto  que  el  suntuo- 
so piso  bajo,  pues  allí  reina 
una  atmósfera  de  sencillez 
y  de  intimidad,  que  impre- 
siona agradablemente. 

En  el  dormitorio  Luis 
XIV.  una  virgen  de  made- 
ra, tal  lada,  del  siglo  x  i ,  atrae 
inmediatamente  la  aten- 
ción... Dicha  imagen  es 
una  obra  de  arte  de  inesti- 
mable valor,  lo  mismo  que 
la  tela  de  sujeto  religioso 
que  se  admira  en  un  extre- 
mo de  ia  amplia  habita- 
ción, tela  que  cuenta  va- 
rios siglos  y  que.  aunque 
sin  firma,  debe  ser  obra 
de  algún  maestro  déla  an- 
tigüedad, a  juzgar  por  su 
maravilloso  colorido. 


OTRA    PINTURA    DE    2ULOAGA 

Este  palacio  ha  sido  obra 
de  los  arquitectos  Gainza 
y  Agote,  y  fué  considerado 
hace  años  en  un  plebiscito 
como  la  obra  arquitectó- 
nica mejor  de  Buenos  Ai- 
res, por  la  severidad  de  su 
estilo  y  la  suntuosidad  de 
su   construcción. 

Cuando  se  piensa  que 
gracias  a  la  labor  ruda  de 
un  hombre  infatigable  y  de 
preclaro  talento,  se  llega  a 
la  grandeza  que  representa 
hoy  «La  Prensa»,  propiedad 
de  la  familia  de  Paz,  se  ad- 
mira doblemente  el  temple 
y  la  perseverancia  de  aquel 
que,  gracias  a  sus  propios 
esfuerzos,  secundado  por  la 
inteligencia  y  la  exquisita 
bondad  de  su  esposa,  doña 
Zelmira  Díaz  de  Paz,  al- 
canzó, después  de  cruentos 
sacrificios,  uno  de  los  pues- 
tos más  encumbrados,  no 
solamente  el  que  le  corres- 
pondía socialmente,  por  su 
origen  aristocrático,  sino 
financiero  y  político. 

Grandezas  como  la  de  los 
Paz  son  un  ejemplo,  má- 
xime cuando  los  herederos 
del  apellido  tratan  de  ha- 
cer olvidar  su  riqueza, 
permitiendo  subir  hasta 
ellos,  con  la  sencillez  de  su 
estirpe,  a  los  desheredados 
de    la  fortuna. 

Emilio  DuruY  de  Lome, 


A I  •  TI    :  ' '  I 


Fotografías  Gil-Waring 
y  Cillow  y  Plvs  Vltra. 


'ta>^- 


ARTE  MODERNO 


MUJER  ÁRABE 

ACUARELA      DE      SOROLLA 


DE    LA    galería    DE    LA    SEÑORA    MARÍA    ¡.    DE    SANTAMARI] 


—  IZ>1.^>>^^    ~V^l_mK2>=S. — 


cn-iA-PRi/íon- 


De  la  escuela  vecina  llega  un  vocerio  infantil. 
claro  tumulto  de  metales.  Se  prolonga  en  ecos 
precisos  por  los  corredores,  vastos  y  umbrosos  co- 
rredores del  que  fué  solar  rico,  ahora  cerrados,  en 
la  arquería  que  da  al  jardín,  con  altas  rejas  en  las 
que  se  recuestan  romeros  y  albahacas.  Y  aunque 
a  esa  hora  mediana  sahuman  al  caserón  olores  de 
vega  tropical,  evocando  como  una  placidez  egló- 
gica.  se  sabe  por  el  silencio  austero,  por  la  regu- 
laridad de  los  movimientos  y  las  actitudes  fati- 
gadas de  las  que  allí  viven,  que  se  está  en  una  cár- 
cel. A  poco,  se  siente  que  a  aquellas  mujeres  ilu- 
siona una  esperanza  que  de  tan  lejana  apenas  es 
consciente,  o  pesa  sobre  ellas  una  resignación  que 
se  va  haciendo  indiferente  a  todo.  Les  cuesta  pro- 
nunciar las  palabras,  y  en  la  monotonía  de  su 
vida,  el  silencio  cobra  la  naturalidad  de  una  cos- 
tumbre. De  vez  en  cuando,  en  voz  baja,  las  re- 
clusas  se  cuentan  su  historia.  Y  como  las  suertes 
iguales  y  comunes  las  han  despojado  de  vanidades. 
tienen  sus  frases,  dichas  sin  odio  y  sin  pena,  una 
fácil  y  tranquila  sinceridad: 

Yo  tenía  una  casa. . . 

Me  pegaba . . . 

Aquella  noche  fatal . . . 

Iban  mis  hijos  a  la  escuela. . . 
En  verdad,  que  son  muchas  las  que  recuerdan 
a  sus  hijos  cuando  iban  a  la  escuela. . .  Entre- 
tanto, como  aletazos  de  muchos  pájaros  que  gol- 
pean en  el  silencio,  llega  en  confusión  alegre  el 
ruido  de  las  voces  jóvenes.  Y  algunas  reclusas  se 
apoyan  en  las  rejas.  Levantan  la  mirada  al  cielo, 
siempre  puro  y  luminoso  cuando  se  ve  desde  la 
prisión,  y  escuchan  ansiosas  la  algarabía  infantil. 
Iluminanse  los  ojos,  en  los  que.  poco  apoco,  ha 
puesto  la  prisión  veladuras  inexpresivas  y  la  pa- 
lidez de  los  rostros  desfallece  en  rosas  tenues.  Sin 
quererlo,  las  manos  se  crispan  en  los  hierros.  El 
bullicio  de  los  niños  es  para  ellas  como  matutino 
aire  de  campo,  fugaz  aurora.  Son  las  madres. 

Y  rememoran  el  hogar,  el  trajín  mañanero,  las 
carteras  abultadas  por  la  merienda,  y  cómo,  desde 
la  puerta  de  calle,  los  seguían  largamente  con  las 
miradas  hasta  que,  doblando  la  esquina,  desapa- 
recía la  mancha  blanca  de  sus  delantales.  Una  de 
ellas  no  ha  podido  reprimir  un  grito  breve,  inmo- 
vilizada en  su  actitud  de  intensísima  expectativa: 
en  esa  muchedumbre  de  voces  ha  oído  una,  ais- 
lada, clara,  que  ella  sola  pudo  oir,  igual,  igual  a 
la  de  su  hijo  por  tanto  tiempo  no  visto, . .  Ha  so- 
nado de  nuevo  la  campana  de  la  escuela.  Se  ahoga 
súbitamente  todo  rumor.  Pero  ella  sigue  oyendo 
todavía,  dentro  de  sí,  ese  grito  amado,  un  solo 
grito  que  no  dijo  nada,  y  en  el  que  cantan  todas 
las  canciones. 

II 

Es  de  tarde,  blanca  y  dorada  tarde  de  verano. 
Un  lado  de  la  sala  es  toda  vidriera;  por  un  cuadro 
de  ella,  que  no  tiene  vidrio,  vese  un  poco  de  fron- 
da: una  rama  de  álamo,  dorada  de  sol,  se  balancea 
rítmicamente,  toda  trémula,  sobre  un  fondo  muy 
azul.  Y  esa  rama  verde,  y  ese  pedacito  de  cielo  es, 
para  las  reclusas,  todo  el  mundo,  con  su  cielo 
maravillosamente  profundo.  Si  por  acaso  un  pá- 
jaro sobresaltara  las  hojas,  todas  por  verle  alza- 
rían las  cabezas,  con  pueril  asombro.  Nadie  habla. 
Es  el  obrador  de  la  cárcel.  En  la  pared,  muy 
blanca,  con  luz  que  viene  de  lo  alto,  hay  cuadros 
antiguos  de  ancha  y  lisa  varilla  negra;  son  estam- 
pas de  santos:  uno.  de  ingenuo  rostro  de  niño, 
genuflexo  junto  a  un  cordero:  otro,  de  esclavina 
azul  y  alto  cayado,  señala  una  morada  llaga  en  la 
rodilla,  mientras  sus  ojos  miran,  implorantes,  las 
vigas  del  techo,  también  muy  blancas.  Sobre  una 
mesa  se  amontonan  piezas  de  lienzo  azul:  a  los 
extremos  de  la  mesa,  dos  máquinas  trabajan  con 
precipitada  laboriosidad,  orillando  género  que  cae 
sobre  los  pies  de  la  obrera  en  ampulosa  brazada 


que  se  mueve  junto  con  los  pedales.  Cosen  unas 
con  meticuloso  ensimismamiento.  Sobre  las  cabe- 
zas inclinadas  de  éstas  vuelan  las  miradas  de  sus 
compañeras  en  envíos  de  muda  conversación.  En 
un  rincón,  una  reclusa,  de  alta  frente,  ojos  de  lento 
mirar  levemente  velados,  rostro  muy  blanco  con 
sombritas  celestes,  hace  bolillos,  puesto  el  almoha- 
dón sobre  las  rodillas.  Y  acelera  de  pronto,  con 
prisa  precipitada  la  minuciosa  labor,  que,  a  poco, 
pierde  viveza,  se  atarda  y  finalmente  las  manos 
quedan  quietas,  teniendo  cada  una.  inmóvil,  los 
palillos  tejedores  con  los  hilos  tendidos.  Fija  en 
ellos  la  mirada,  son  las  dos  hebras  como  sonditas 
por  donde  se  van  los  pensamientos  de  la  obrera: 
sutiles  caminos  del  recuerdo.  Van  por  los  hilillos 
los  pensamientos,  suben  en  el  haz  de  claridad, 
salen  por  la  ventana,  atraviesan  las  calles  bulli- 
ciosas, entran  sin  llamar  en  una  casa  callada,  se 
dirigen  a  donde  una  cama  de  niño,  se  inclinan 
ansiosos  sobre  una  cabeza  infantil,  serena  y  plácida... 

-     María  Alejandra  tiene  el  mal  de  los  hijos.  - 
ha  murmurado  brevemente  una  compañera  que 
luego  de  observar  al  desgaire  a  la  mujer  ensimisma- 
da, reanuda  con  indiferente  naturalidad  el  trabajo. 

Y  como  las  primeras  sombras  llegan,  suena  la 
campana  de  la  cárcel  que  llama  a  retiro.  Y  acaso 
sea  ilusión,  pero  bien  parece  que  esta  vez  tiene  un 
sonido  igual  a  la  otra,  la  que  suelta  el  vendaval 
de  las  risas  colegiales. 

III 

— ¡Lo heoído  toser!  ¡Essu  tos!  |Otravez!  jOtravez! 

María  Alejandra  se  ha  incorporado  en  el  lecho 
mísero,  presa  de  desesperada  angustia.  Sus  ojos 
buscan,  febrilmente  ansiosos  en  la  penumbra  de 
la  celda.  De  allí,  de  un  rincón,  ha  partido,  vio- 
le.Tto  y  convulso,  el  acceso  de  tos  de  un  niño. 
Y  los  ojos,  desconcertados,  no  ven  allí  más  que  la 
blanca  pared  de  la  celda.  Una  compañera,  des- 
pertada a  sus  gritos,  se  le  ha  acercado,  trayéndole 
apremios  tranquilizadores. 


No  hay  nadie.  María  Alejandra. 
¡La  tos!   ¡Le  ahoga! 

Y  María  Alejandra  salta  del  lecho.  Corre  hacia 
el  rincón  de  la  celda  que  es  todavía  para  ella  rin- 
cón de  su  hogar  perdido,  que  es  todavía  donde  ve 
una  cama  pequeña  y  crispada  en  la  baranda  la 
mano  de  un  niño.  Tomándole  una  mano,  la  com- 
pañera tranquiliza  e  implora.  Y  están  delante  de 
la  pared,  desnuda,  fría,  imperativamente  descon- 
soladora. 

-  ¡Me  ha  llamado!       dice  María  Alejandra. 
Por  cierto,  que  la  compañera  no  sabe  qué  decir 

ante  la  honda  sinceridad  que  hay  en  las  exclama- 
ciones que  oye.  Un  poco  confundida,  se  ha  puesto 
a  pensar  si  lo  que  dice  es  un  breve  delirio,  nacido 
de  los  sueños,  o  si.  de  veras.  María  Alejandra, 
prodigiosamente  aguzados  sus  sentidos  de  madre, 
ha  sentido  clamar  por  ella  al  hijo  ausente. 

Y  he  aquí  que  ambas,  tomadas  de  las  manos 
trémulas,  en  la  penosa  expectativa  de  una  queja 
que  debe  venir  de  muy  lejos,  se  han  puesto  a  es- 
cuchar en  la  noche  enorme. 

IV 

¡Día  bendito!  Una  buena  nueva  han  traído  para 
María  Alejandra.  Buena  nueva  que  abre  rosas  en 
sus  mejillas  y  pone  en  sus  ojos  una  cambiante 
vivacidad,  un  límpido  brillo  di  piedra  preciosa. 
Por  fin  van  a  permitirle  ver  a  su  hijo.  ¿Qué  im- 
porta la  cárcel?  La  vida  misma,  ¿qué  importa,  si 
ha  llegado  por  fin  el  momento  en  que  todo  su  con- 
tenido cariño  se  encenderá  en  un  beso,  como  un 
astro  de  súbito  encendido?  La  cara  presencia  trae- 
rá en  su  cuerpecillo  la  libertad  y  el  mundo  que  la 
ha  proscripto.  María  Alejandra,  transfigurada,  cie- 
ga, corre  por  la  galería  cuya  sombra  seca  las  vidas. 
E  imagina  la  actitud  del  pequeño,  desasiéndose  de 
la  acompañante  por  arrojarse  a  sus  brazos;  alza- 
do, pasará  a  través  del  ventanillo  sus  bracitos  que 
ella  oprimirá  largamente  contra  sus  labios.  .  .  Le 
llamará  con  todas  las  palabras  pequeñuelas  con 
que  le  adormecía,  y  él,  como  antes,  las  irá  repi- 
tiendo con  balbuceo  torpe  y  en  la  boca  el  gestillo 
que  no  sabe  si  reír  o  llorar. 

Abre  la  portera  el  ventanillo  en  una  hoja  de  la 
gran  puerta  de  roble.  Junto  a  él,  del  otro  lado, 
en  brazos  de  una  mujer,  el  niño.  Tiene  abultada 
frente,  ojos  hundidos  en  altas  órbitas  y  mentón 
delgado,  de  ángulo  estrecho.  Tiene  grave  expre- 
sión como  si  algo,  una  sola  cosa,  obsediera  sus 
cuatro  años  tiernos  y  fatigados. 

Y  he  aquí  que  Maña  Alejandra  pasa  de  pronto 
sus  manos  porel  ventanillo  y  toma  de  sorpresa  laca- 
beza  infantil  y  la  atrae  hacia  ella  con  dulce  violencia. 

—  |Aquí!   ¡Aquí! 

Se  desprende  el  niño  y  la  mira  asustado;  ve  la 
pálida  cara  de  la  madre  que  lo  contempla  suspensa 
de  emoción.  Ve  la  pálida  cara  y  los  brazos  extendi- 
dos.  Y  no  la  reconoce. 

-  ¡Soy  yo!   ¿No  ves?  ¡Soy  yo! 

De  nuevo  María  Alejandra  trata  de  apoderarse 
de  la  cabeza  del  niño,  en  cuya  carita  ya  al  susto  se 
hermana  lafiereza.  El  niño  se  retrae  impulsivamen- 
te y  se  refugia  en  los  brazos  de  la  mujer  que  lo  trajo. 

—  ¡Vamos!  —  exclama  impaciente. 
El  niño  la  ha  olvidado. 

-  ¡Vamos!  --  insiste  sollozante. 

María  Alejandra,  pálida  y  muda,  se  apoya  des- 
falleciente en  el  portón  sombrío:  ¡La  ha  olvidado! 
Cada  vez  más  nervioso,  el  niño  quiere  irse. 

-  Volveremos,    -  dice  la  mujer. 

Pero  María  Alejandra  no  la  oye.  Siente  que. 
más  que  la  cárcel,  la  esquivez  del  hijo  la  ha  sepa- 
rado del  mundo.  Y  es  entonces  el  suyo  un  gesto 
de  sacrificio:  con  su  propia  mano  cierra  el  venta- 
nillo por  el  cual  acaba  de  ver  todo  lo  que  la  tiene 
unida  a  la  vida. 

Su  figura  inmóvil,  e.T  la  actitud  de  esas  estatuas 
marmóreas  que  custodian  las  puertas  de  los  se- 
pulcros, tiene  una  dulce  claridad  en  la  penumbra 
del  corredor  carcelario. 

Ricardo  Mortimor. 

DIBUJO    DE   ALONSO. 


T^I-^  y5v— 


PAISAJES  ARGENTINOS 


AL  ABRIGO  DEL  OMBÚ 

DIBUJO    AL    CARBÓN.     POR    ÁLVAREZ 


— ii>LPv-s  -«^'Lma^v— 


Todas,  todas  las  tardes,  veréis  como  sale  del 
Convento. 

(El  Convento  es  una  vieja  casona  de  portal. 
Hay  unos  escaloncitos  de  ladrillo  y  mezcla,  por 
los  cuales  se  asciende.  La  gente  del  pueblo  la  lla- 
ma, enfáticamente,  «el  Convento».  Está  enclava- 
da al  otro  lado  de  la  plazuela,  al  costado  derecho 
de  la  iglesia,  frente  al  Cabildo.) 

El  Cura  sale  del  Convento,  todas  las  tardes.  Sa- 
le, como  siempre,  en  la  sola  compañía  de  su  perro. 
un  perro  zancarrón,  lanudo,  al  que  los  muchos 
años  hacen  cojear  de  una  pata.  El  perro  le  sigue, 
despacioso,  separándose  apenas  un  instante  para 
olfatear  una  esquina,  en  cuya  pared  perdura  el 
rastro  amarillento  de  otros  perros,  y  hacer  lo 
mismo  que  éstos  hicieron  poco  antes.  Son,  ese 
perro  y  la  criada  setentona,  los  únicos  compañe- 
ros del  Cura.  La  criada  pasa  el  día,  ya  en  la  coci- 
na, guisando  para  el  amo,  ya  en  la  solana,  remen- 
dando las  medias  negras;  echándole  un  zurcido  a 
la  raida  sotana,  haciéndole  un  añadido  a  una  al- 
ba, o  disimulando  el  deterioro  de  alguna  casulla. 
Y  cuando  sus  pobres  manos  están,  por  un  momen- 
to, ociosas,  agarran  el  rosario,  y  entonces,  en  tanto 
Jas  cuentas  de  vidrio  van  pasando,  van  pasando 
entre  sus  dedos  nudosos,  los  labios  bisbisean  y  los 
ojos  se  entrecierran,  como  en  un  arrobo  inefable. 

El  Cura  ha  salido,  como  otras,  esta  tarde.  Ha 
atravesado  la  plaza.  Al  pasar  frente  al  atrio,  ante 
la  Cruz  del  Perdón,  recta  sobre  su  poyo  resquebra- 
jado y  tinoso,  se  ha  persignado.  Luego  ha  tomado 
la  calle,  recta,  recta,  y  ha  ido  hasta  el  cementerio 
nuevo,  más  allá  del  Calvario.  Va  con  el  propósito 
de  desentumecer  las  piernas.  Una  vez  llegado  al 
cementerio,  empuja  la  puerta  de  tablas,  desploma- 
da a  medias,  y  por  enmedio  de  las  filas  de  toscas 
cruces  que  despliegan  sus  brazos  entre  los  mogotes 
de  zacate  limón  y  las  matas  cundidas  de  maravillas 
y  de  siemprevivas,  llega  hasta  un  altozano  que  do- 
mina el  cementerio,  y  a  su  vez,  el  camino.  El  Cura 
arroja  su  sombrero  sobre  la  hierba,  y,  sentándose 
sobre  el  mullido  tapiz,  abre  su  breviario,  y  comien- 
za sus  oraciones  cotidianas.  Sus  dedos  tembloro- 
sos van  volviendo  las  páginas  descoloridas.  Entre 
esas  páginas,  hay  estampitas,  y  las  cruzan  listones 
de  colores,  a  cuyos  extremos  penden  medallitas 
deslustradas.  Los  labios  delgados  y  exangües  del 
viejecito  bueno  y  candido,  apenas  se  remueven. 
Entre  los  escasos  dientes,  amarillentos  como  el 
teclado  del  armonio  del  templo,  entre  los  dientes 
roñosos  y  deteriorados,  la  oración  va  pasando,  y 
como  lana  de  vellón  entre  zarzas,  va  dejando 
prendidos  algunos  copos.  Es  apenas  como  un  zum- 
bido de  abejorro  dentro  de  la  corola  de  una  roza- 
gante chocolatera.  El  Cura  reza,  mientras  los  pá- 
jaros indisciplinados  se  desternillan,  cantando,  en 
los  ramajes  espolvoreados  de  oro  por  el  sol  po- 
niente. Hay  mariposas,  muchas  mariposas,  enjam- 
bres de  mariposas  que  vuelan  al  redor  de  los  fron- 
dosos haces  de  lirios,  sobre  las  espesas  manchas  de 
borraja.  Una,  un  soberbio  pavón  de  alas  de  ter- 
ciopelo recamado  de  filigranas,  llega  hasta  donde 
el  Cura  reza,  y  ahí  se  está,  un  instante,  sacudiendo, 
nervioso,  las  anchas  alas.  De  pronto,  describiendo 
una  curva,  salta  hasta  las  manos  del  Cura,  y  se 
queda,  esta  vez,  inmóvil,  fijo,  plegadas  las  alas. 
El  Cura,  que  es  hermanito  del  Seráfico  San  Fran- 
cisco de  Asís,  y  que  llama  «hermanos»  a  los  seres 


y  a  las  cosas,  contempla  con  ujos  filiales,  con  ojos 
húmedos  de  ternura,  a  «la  hermana  mariposa»,  y 
la  deja  tranquila,  ahí  donde  está,  clavada  al  borde 
del  breviario,  como  un  broche  de  gemas  rutilantes. 
Por  el  camino  blanquecino  va  pasando  una  ca- 
rreta entoldada.  El  porraceo  de  las  ruedas  en  los 
baches  y  carriles,  apaga,  un  instante,  el  rumor  de 
vida  del  cementerio.  No  se  oye  a  los  sinsontes,  que 
ritornalizan  en  un  chaparro  de  chichicast-?.  cuyas 
ojasas  rugosas  cobran,  al  reflejo  solar,  vivido  titi- 
lar de  escamas.  No  se  oye,  a  la  parva  de  guacakhias 
que  alborota  entre  las  pencas  de  los  piñales.  No  se 
oye  a  la  gustumona.  que  en  lo  alto  deunguachipilin 
despide  con  sus  arrullos  al  dia  que  se  va  y  saluda 
a  la  noche  que  "^e  avecina,  misteriosa,  de  puntillas, 
arrastrando  sus  crespones  de  viuda.  No  se  oye  al 
grillo  que  inicia  su  agria  sonata  bajo  unas  piedras 
musgosas.  No  ss  oye,  tampoco,  el  leve  crujido  de 
las  hojas  secas  que  remueve  el  arrastre  de  alguna 
cautelosa  sabandija.  La  carreta  pasa.  Se  aleja.  A 
la  vuelta  de  un  recodo  del  camino,  entre  los  follajes 
polvosos,  se  pierde  su  toldo  de  cuero  de  res.  Se 
apaga  el  porraceo  de  sus  ruedas  en  los  baches  y 
carriles.  La  mariposa  ha  volado.  Allá  se  ha  ido,  a 
posarse  en  el  filo  del  recio  embudo  de  un  floripon- 
dio, a  emoriagarse  en  el  aliento  capitoso  de  la  so- 
lanácea.  El  buen  hermanito  del  Seráfico  San  Fran- 
cisco de  Asís,  la  ha  visto  irse,  con  honda  melanco- 
lía; la  ha  visto  detenerse  en  la  peligrosa  flor,  como 
en  el  vestíbulo  de  un  antro  de  perdición.  Ha  sus- 
pirado, pensando  en  <ia  hermanita»  que  se  des- 
carría. El  alma  del  Cura  es  frágil  y  sonora,  como 
un  cristal  de  bacará.  Sus  labios  marchitos,  sus 
labios  inconsistentes,  se  agitan  por  última  vez. 
¿Piídirán  acaso  al  Señor  que  está  en  los  cielos,  y 
que  lo  observa  todo,  pedirá  a  ese  Ser,  todo  bon- 
dad, todo  ternura,  que  vele  por  aquella  desgra- 
ciada errabunda?  El  Cura  cierra  su  breviario, 
forrado  de  pana  negra.  Toma  su  sombrero  de  teja, 
y  se  lo  pone.  Se  incorpora.  Alguna  brizna  de  hier- 
ba, alguna  magullada  florecilla,  se  prenden  al 
paño  del  raído  balandrán.  El  Cura  avienta  una  y 
otra  de  un  papirotazo.  Y  descendiendo,  despacioso 
del  altozano,  cruza  de  nuevo  por  enmedio  de  las 
cruces  diseminadas  del  cementerio.  Al  trasponer 
la  puerta,  se  vuelve,  y  con  gesto  rápido,  se  santi- 
gua. El  altozano  aparece  en  el  fondo,  desdibujado, 
borroso.  En  el  fastigio  de  los  cerros  que  cierran 
el  horizonte,  el  sol  ha  dejado,  apenas,  una  tenue 
orla  de  tremante  cobre.  En  el  tronco  de  un  amate 
descuajarginado,  un  escuerzo  invisible  hace  re- 
chinar su  torno  de  madera.  El  Cura,  pian,  piano. 
regresa  al  Convento.  La  vieja  criada  espera,  impa- 
ciente. Los  guisos  humean  en  la  mesa,  cubierta  de 
almidonado  mantel  de  rojas  guardas.  Una  lám- 
para de  gas  arde,  apestosa.  El  Cura  llega,  deja  el 
balandrán  y  la  teja  y  va  a  la  mesa.  El  Cura  come, 
silencioso.   Es  de  parco  yantar.   Enguye,  apenas, 


dos,  tres  cucharadas  de  jugo  de  carne;  la  orilla  de 
una  dorada  costilla  de  ternero;  un  poquín  de  aro- 
moso arroz  con  quib'tes:  una  rodajita  de  pasta  de 
membrillo,  y  con  el  último  sorbo  del  café,  el  buen 
hermanito  de  San  Francisco  de  Asís,  tan  sobrio 
en  el  comer,  comete  un  pecado,  ¡gran  pecado! 
El  santo  varón,  saca  su  petaca,  una  petaca  toda 
recamada  de  turbia  mostacilla,  y  destapándola, 
extrae  de  ella  un  puro.  ¡Con  qué  pecaminosa  frui- 
ción lo  despunta,  con  los  dientes,  e  incorporándose 
se  inclina  hacia  la  lámpara,  para  encenderlo  por 
sobre  el  tubo,  en  la  llama  del  gas!  El  Cura,  se  queda 
de  una  vez  en  pie.  Sin  abandonar  el  puro,  se  ha 
persignado,  prestamente.  Ha  musitado  las  gracias 
al  Señor.  Luego,  dirigiéndose  al  corredor  exterior 
del  Convento,  comienza  a  pasearse  de  un  extremo 
al  otro.  El  puro  humea  en  sus  labios,  como  una 
chimenea.  Por  la  plaza  del  pueblo,  que  está  com- 
pletamente a  obscuras,  se  entrecruzan  algunos 
bultos.  En  la  esquina  del  atrio  de  la  iglesia,  arde, 
en  su  poste,  un  farol.  La  llama  apenas  alumbra. 
Es  un  débil  manchón  cobrizo  sobre  el  muro  enca- 
lado de  la  portada,  y  nada  más.  Los  árboles,  que 
circundan  y  dan  sombra  a  la  pila  pública,  recortan 
las  siluetas  de  sus  copas,  en  intenso  borrón,  sobre 
el  fondo  del  cielo.  Apenas  se  distingue  el  Cabildo. 
Es  una  sola  mancha  imprecisa.  El  rancherío  del 
mercado,  es  una  laguneta  de  betún.  Fl  Cura  ha 
terminado  su  paseo.  Es  ya  la  hora  de  retirarse  a 
su  habitación.  En  esta  habitación,  de  encaladas 
paredes  y  de  techo  cruzado  por  toscas  vigas  descu- 
biertas, hay,  en  un  rincón,  dentro  de  su  camarín 
de  cristales,  un  crucifijo  de  marfil  y  ébano,  de  ta- 
maño más  que  regular.  La  anatomía  del  Cristo  es 
de  un  verismo  espeluznante.  La  sangre  que  corre 
en  hilos  por  su  rostro  macilento,  que  se  coagula 
en  pegotes  en  los  hundidos  costados,  parece  de  la- 
cre. A  los  pies  de  la  imagen,  arde  una  mariposa  de 
aceite.  El  vacilante  reflejo  de  la  llama  presta  al 
desvaído  marfil  del  Cristo,  livores  espectrales.  En 
un  vaso,  a  la  vera  de  la  llamita,  se  amustia  un  ra- 
mito  de  barbónos  azufrosas.  Hay,  además,  un  ar- 
mario. Un  estante  de  pino  con  unos  cuantos  libros. 
Hay,  ante  todo,  una  hamaca  de  pita,  pendiente  de 
sus  argollas  de  hierro.  El  Cura  se  despoja  de  su 
sotana,  y  se  queda  en  mangas  de  camisa,  en  pan- 
talones de  dril.  En  esta  traza,  busca  en  la  hamaca 
el  verdadero  descanso.  El  silencio  de  la  noche,  la 
quietud  de  la  estancia,  es  apenas  alterado  por  el 
agrio  chirrido  de  las  argollas.  Y  ahí  se  queda  el 
Cura,  siguiendo  los  caprichosos  giros,  las  frágiles 
volutas  del  humo  de  su  puro,  hasta  que  el  desper- 
tador de  la  mesa  de  noche,  marca  las  diez.  En- 
tonces se  levanta,  da  una  vuelta  de  inspección  al 
rededor  de  la  estancia.  Corre  la  falleba  de  una  ven- 
tana, atranca  una  puerta,  echa  llave  a  un  arma- 
rio. En  seguida  va  a  su  reclinatorio,  y  ante  el  Cristo 
desangrado,  reza  sus  oraciones.  Una  vez  concluidas 
se  desviste,  calmosamente,  y  se  mete,  tranquila- 
mente, en  la  cama.  Extingue  la  vela.  Se  le  oye  dar 
vueltas.  Se  le  oye  resoplar.  Luego  nada.  Instantes 
después  un  sonoro,  un  estruendoso  roncar  se  ini- 
cia, que  durará  hasta  el  amanecer,  incesante,  sin 
bajar  de  diapasón.  El  buen  Cura,  el  humilde  her- 
manito del  Seráfico  San  Francisco,  duerme  como 
un  bendito. 

Arturo  Ambrogi. 

San  Salvador. 


DIBUJOS   DE   SIRIO. 


-t:>1S\^S> 


Vamos  adquiriendo  lentamente  nuestros  valores 
morales.  Tenemos  un  poeta  más.  Y  esto  es  mucho. 

Los  poetas  no  descendían  a  tratar  de  ciertas 
cosas  porque  las  consideraban  comunes.  En  cam- 
bio nuestra  poesía  era  la  que  se  llenaba  de  lugares 
comunes.  Entre  ellos  coloco  las  estrellas,  la  luna, 
el  jardín,  el  crepúsculo  de  todos  los  colores,  y  esto 
debía  de  cansar.  La  retórica  del  verso  añadía  a 
tanta  pobreza,  la  pobreza  de  sus  reglas  tiradas  a 
cordel  sobre  el  idioma  como  la  linea  municipal 
sobre  la  edificación.  El  poeta  que  dignificara  las 
cosas  pequeñas  y  le  quitara  el  veto  de  prosaicas 
con  que  las  habían  cubierto  los  clásicos  mientras 
empobrecían  el  léxico  cargando  de  sobra  su  pre- 
ferencia sobre  otros  conceptos  y  giros  del  decir  que 
acababan  fácilmente  en  cursis  y  tilingos,  debía 
llegar  en  este  momento  de  liberación  para  las  le- 
tras americanas,  cuando  hasta  nuestra  pobre  he- 
rencia espiritual  de  los  Flores  y  los  Acuñas  pasa- 
ban de  moda  con  el  «dulce  frenesí,  el  proceloso 
océano  y  el  cierzo  helado». 

Uno  de  esos  nuevos  emotivos  que  sacan  la  ins- 
piración de  la  vida  prosaica  que  nos  rodea,  es 
Fernández  Moreno.  Es  de  los  pocos  escritores 
que  no  vive  de  elementos  poéticos  prestados,  lo 
que  sorpre.nde  cuando  aspiran  a  ser  originales 
muchos  traductores  que  el  país  acepta  como  pro- 
pios, apurado  en  crear  valores  subjetivos  y  en 
exteriorizar  una  cultura  que  «queda  bien».  Me  es 
grato,  pues,  dada  su  sinceridad,  escribir  estas 
líneas  que  sirven  de  dintel  a  la  persona  del  poeta 


^£i£d.-^^ 


Desde'la  plataforma  polvorienta  del  tren, 
a  derecha  y  a  izquierda,  la  mirada  se  pierde 
sobre  un  rugoso  monte  de  espinillo  y  caldén. 
Una  mancha  de  arena,  otra  mancha  de  verde 

y  cada  cuatro  leguas,  el  monótono  andén 
de  una  estación  igual  que  la  estación  pasada. 
Un  nombre  primitivo  suena  bastante  bien: 
Hucal,  Cuatraché,  Realicé,  Quetrequén .  .  . 

Un  jefe  gris  y  un  enorme  gendarme 

con  la  cara  tostada. 


que  amará  luego  el  lector  en  sus  versos,  conven- 
cido de  que  Fernández  Moreno  es  un  ejemplo  de 
creación  poética  para  los  que  leen  y  sienten  repa- 
ros muy  justos  ante  una  cosa  que  se  les  da  como 
poesía,  que  llaman  algunos  «ambrosía  de  los  dio- 
ses» y  que  no  se  atreven  (ni  aun  los  dioses)  a  tildar 
de  buena.  Fernández  Moreno  nos  beneficia  y  bo- 
nifica con  sus  versos  humanos  y  sencillos.  Nos 
lleva  su  estrofa  de  la  mano  hacia  lo  humilde  que 


^>íí'f23 


[©V5(^ 


Lentamente  venía  la  vaca  bermeja. 

por  el  campo  verde  todo  lleno  de  agua . . . 

Lentamente  venía...   Los  ojos,  muy  tristes, 

la  cabeza,  baja, 

y  colgando  del  húmedo  morro 

un  hilo  de  baba. 

Enferma  venía  la  buena,  la  útil. 

la  única,  de  la  pobre  chacra. 

—  /  Hazla  correr,  hombre  ! 
la  mujer  gritaba 

al  viejo  marido, 

—  /  Que  viene  empastada  ! 

Y  el  viejo  marido 

los  brazos  subía  y  bajaba 

y  la  vaca  corrió  como  pudo, 

los  ojos  más  tristes,  la  cabeza  baja. 

Junto  a  un  alambrado. 

salpicando  el  agua, 

cayó  muerta  la  vaca  bermeja.  .  . 

El  viejo  y  la  vieja  lloraban. 

Y  vino  un  vecino 

con  una  cuchilla  ajilada, 

y  en  el  vientre  redondo  y  sonoro 

dio  una  puñalada. 

Un  poco  de  espuma 

de  un  verde  muy  claro  de  alfalfa, 

surgió  de  la  herida;  y  el  docto  vecino, 

después  de  profunda  mirada, 

acabó  sentencioso:  —  La  carne  está  buena: 

hay  que  aprovecharla ...  — 

Los  cielos  estaban  color  de  ceniza: 

el  viejo  y  la  vieja  lloraban . .  . 


^A*>S1 


K^'«» 


Q 


encierra  como  la  hipotética  estrella  una  chispa  del 
divino  co  icepto  de  la  eternidad,  puesto  que  ocupa 
un  rincón  en  nuestra  vida  como  el  astro  un 
rincón  del  cielo.  Es  un  camino  lógico  el  que  se- 
guimos en  su  poesía.  Vamos  de  lo  humano  a  lo 
divino,  de  lo  natural  a  lo  irreal,  sin  esfuerzo,  te- 
niendo por  vehículo  a  las  cosas  pequeñas  y  pro- 
saicas de  las  que  somos,  en  la  lucha  ardua  y  anó- 
nima de  todos  los  días,  filosóficamente  tan  afines. 

Moreas  hacía  sus  versos  caminando.  Como  este 
griego,  Fernández  Moreno  se  apoya  para  andar 
en  sus  propios  versos.  Sin  preocuparse  de  cómo 
van  vestidos  sus  contemporáneos,  le  encanta  la 
modestia  de  los  indiferentes  y  la  tranquilidad  de 
la  edificación  perentoria  de  esta  ciudad  que  crece 
lentamente  en  los  alrededores.  Por  su  amor  a 
nuestra  ciudad  y  sus  elementos  decorativos,  su 
poesía  se  parece  a  la  de  Jules  Romains,  el  cantor 
de  las  ciudades  modernas  y  tentaculares,  muy  le- 
jos, por  supuesto,  del  estro  del  silencio  de  Rodem- 
bach  o  de  los  poemas  de  Verhaeren,  ante  la  mag- 
nífica soledad  de  los  burgos  flamencos. 

Es  un  poeta  Fernández  Moreno.  No  es  un  doc- 
tor en  versos.  Esto  exige  una  aclaración  frente  a 
tantos  doctores.  Nuestro  poeta  es  médico,  de  la 
misma  manera  que  Eduardo  Wilde,  sagaz  espíritu 
de  observación  y  de  ironía,  lo  fuera,  y  a  quien  se 
parece  tanto  este  clínico  lírico  de  las  pobres  cosas 
de  nuestra  vida  exterior  y  única.  . . 

Vizconde   de  Lascano  Tegui. 

DIBUJOS    DE   ÁLVAREZ. 


Una\]pereza  gris  de  mayorales 

se  dobla  vulgarmente  en  las  esquinas. 

Abren  su  boca  negra  y  pegajosa 
los  almacenes  y  las  fiambrerías. 

En  frente,  en  un  portal,  un  viejecito 
mesa  sus  barbas  sucias  y  judías, 
junto  a  cuatro  piquetes  de  cigarros 
y  un  par  de  números  de  la  lotería. 

Fechadas  de  ladrillos, 
cercos  de  cina-cina . . . 

Es  hermoso,  de  noche. 

ver  huir  calle  abajo,  los  tranvías, 

con  un  polvo  de  estrellas  en  las  ruedas 

y  en  la  punta  del  trole,  una  estrellita. 


^ÍS>*i\ 


— E3i_;vrsB   X  :     !  i^^.^x- 


PÁGINA  PARA  PASAR  EL  RATO 
LA  CURACIÓN  DEL  DENGUE 
Instalado  el  enfermo  (1)  en  la  catrera,  mediante  el  común  esfuerzo  de 
dos  buenos  amigos  (2  y  3),  el  quintero  (4)  deposita  en  el  tacho  (5)  el 
tilo  con  que  se  ha  de  hacer  la  infusión.  El  médico  (6),  luego  de  calcular 
que  ésta  está  en  condiciones  de  ser  vertida  sobre  el  paciente,  pela  el 
bufoso  y  le  encaja  un  tiro  a  la  botella  (7),  con  el  manifiesto  y  doble 
propósito  de  provocar  el  descenso  más  o  menos  violento  del  espirituoso 


contenido  de  la  barrica  (8) sobre  la  caja  (9),  y  quitar  de  en  medio  al  pibe 
del  candelero  (10).  Ocurrido  esto,  un  segundo  tiro  del  médico  —  quien, 
por  tratarse  de  ejercicios  ajenos  a  su  profesión,  no  debe  errar  —  diri- 
gido contra  la  botella  (II)  permite  descubrir  a  los  ojos  de  la  cabra 
(12)  la  hermosa  perspectiva  de  un  monte...  (13).  Y  como  es  sabido 
que  «la  cabra  tira  al  monte»,  el  lector  ha  de  disculpar  si  ésta  corta 
inadvertidamente  la  cuerda  (14)  y  provoca  el  vuelco  del  sudorífico 
líquido  sobre  el  otario  N."  1,  el  que,  con  tal  experimento,  es  seguro  que 
salve  de  su  enfermedad  o  perezca  definitivamente. . . 

DIBUJO    DE    MÁl  AOA  GRENET. 


Í->>X— 


Sj:>t)'^^}L¿roe/&  efe  -ftíK¿5popea<a^ 


El  Ariosto  no  soñó  paladín  más  fan- 
tástico y  valiente.  Los  romances  caba- 
llerescos no  tienen  una  figura  tan  épica 
y  temeraria.  Nació,  como  dijo  un  gene- 
ral argentino  en  el  panegírico  de  su 
vida,  « para  iluminar  la  historia  con 
los  relámpagos  de  su  espada.  » 

Los  campos  de  la  independencia  vié- 
ronle  pasar  poseído  de  lo  que  alguien 
llamó  «  el  delirio  del  combate  ».  Sablea- 
dor infatigable  del  enemigo,  decía  el 
general  Díaz,  antes  de  Caseros,  cuando 
ya  llevaba  cuarenta  años  de  aquel  gue- 
rrear legendario  a  vanguardia:  <•  Si  hay 
alguna  refriega,  pido  al  general  en  jefe 
que  me  haga  el  favor  de  no  darme  nin- 
guna colocación  en  que  sea  preciso  espe- 
rar para  pelear,  porque  si  me  obliga  a 
permanecer  a  pie  firme,  después  que  se 
haya  disparado  el  primer  tiro,  o  dado 
la  primera  carga,  se  expondrá  a  que  yo 
dé  en  el  ejército  un  ejemplo  de  insu- 
bordinación. » 

.  .  .Y  ya  habían  nevado  cincuenta  y 
siete  años  sobre  su  frente.  Y  tenía  el 
cuerpo  acribillado  de  heridas.  Y  había 
buscado  desesperadamente  la  muerte, 
en  cien  combates. 

Decíase  de  él  y  de!  coronel  Zelaya  —  otro  va- 
liente —  que  eran  las  primeras  espadas  de  la  ca- 
ballería argentina.  No  hay  una  sola  de  las  accio- 
nes de  guerra  en  que  el  general  La  Madrid  inter- 
vino, que  no  pudiera  ser  motivo  de  un  bajo  relieve 
magistral. 

En  los  ingenios  de  Culpina,  a  inmediaciones  del 
río  Pilcomayo,  su  arrojo  toma  los  contornos  de  la 
fantasía.  Espera  al  enemigo,  que  se  adelanta  en 
número  de  600  hombres,  con  un  puñado  de  solda- 
dos. Al  primer  tiroteo  su  combinación  táctica  es 
desbaratada.  Entonces  carga  con  10  de  sus  hom- 
bres. Rechazado,  vuelve  a  arengar  a  sus  pocos 
fieles,  hace  tocar  a  degüello  y  ataca  nuevamente. 
El  enemigo  cala  bayoneta  y  espera  el  choque,  con 
su  primera  línea  rodilla  en  tierra.  Casi  todos  vuel- 
ven caras,  ante  las  descargas  de  fusilería,  sin  lle- 
gar al  encuentro  del  arma  blanca.  Solamente  La 
Madrid,  con  tres  soldados  que  le  siguen,  aviva 
espuela,  sin  cuidarse  de  los  que  huyen  y  caen, 
envueltos  en  el  humo  de  las  descargas,  llegan, 
chocan,  sablean  la  línea,  se  abren  paso  con  pode- 
roso esfuerzo  y  aparecen  después  a  retaguardia  de 
los  contrarios,  levantando  La  Madrid,  en  la  punta 
del  sable,  un  pañuelo  con  los  colores  de  la  bandera 
argentina,  como  señal  de  reunión  de  los  dispersos. 

Y  esto  no  fué  todo.  La  Madrid,  furioso,  era 
como  un  jabalí  acosado.  Necesitaba  vencer  o  mo- 
rir. Los  contrarios,  sin  perseguirle,  se  mueven  en 
socorro  de  una  guardia  suya  que  ha  sido  atacada 
por  los  indios  de  Camargo.  La  Madrid,  rehecho 
con  los  suyos,  se  opone  a  aquel  movimiento  y 
carga  por  tercera  vez.  Los  jinetes  se  corren  por 
los  flancos  sin  chocar  y  el  heroísmo  tucumano  es 
el  único  que  se  estrella  contra  las  bayonetas,  de- 
jando su  caballo  muerto  de  cinco  balazos  y  tres 
bayonetazos,  al  pie  de  la  fila  enemiga. 

Los  mismos  oficiales  españoles  se  asombran  de 
aquel  valor.  Gritan:  «  ¡Alto  el  fuego!  ¡No  lo  ma- 
ten! I'  Entretanto,  La  Madrid  corre  por  el  campo, 
sable  en  mano,  los  ojos  arrojando  chispas  de  fie- 
bre heroica  y  buscando  el  punto  más  débil  del 
batallón  contrario,  para  echarse  sobre  él  y  abis- 
marse sólo  en  la  muerte,  ávido  de  un  ensueño  in- 
menso de  gloria  y  desesperación .  .  .  Pero  dos  de 
sus  soldados,  que  comprenden  aquel  pensamiento. 


con  el  ágil  golpe  de  su  astucia  gaucha  pasan  vo- 
lando en  sus  potros,  al  costado  de  su  jefe,  y  to- 
mándole ambos  por  los  faldones  de  la  casaca  y  el 
corbatín  súbenle  en  ancas  y  se  lo  llevan  con  la 
rapidez  de  una  centella. 

En  la  derrota  del  río  San  Juan  es  sublime  verle 
arrojarse  el  último  a  las  aguas  cerrentosas  del  río. 
defendiendo  como  Bayardo,  en  el  puente  de  Ga- 
rigliano,  la  retirada  de  sus  tropas. 

¿Y  en  el  Tala?. .  .  ¿Qué  guerrero  de  las  antiguas 
leyendas  puede  establecer  paralelo  con  aquel  epi- 
sodio de  su  vida?.  .  .  Facundo  Quiroga  tenía  fuer- 
zas cuatro  veces  superiores.  La  Madrid  contaba 
con  unos  escuadrones  de  milicianos,  50  infantes  y 
su  espada.  Empeñada  la  acción,  sus  proezas  empie- 
zan a  iluminar  el  cuadro.  Los  "Colorados-^  de  Qui- 
roga son  arrollados  y  perseguidos.  La  infantería 
queda  haciendo  pie.  Quiere  cargarla  La  Madrid, 
y  al  no  ser  obedecido  increpa  a  sus  jinetes  y  se 
arroja  solo,  en  impetuoso  anhelo  sobre  los  gau- 
chos de  Facundo.  Hiere  a  diestra  y  siniestra.  Pero 
le  matan  el  caballo.  Carga  a  pie.  Su  sable  describe 
molinetes  sangrientos.  Siéntese  herido  y  redobla 
sus  golpes.  Acuchilla  sin  cesar.  Y  cuando  su  brazo 
ya  se  dobla  bajo  la  superioridad  del  enemigo,  y  la 
hoia  de  su  sable  se  rompe,  y  su  cráneo  ha  sido 
partido  a  sablazos,  y  la  sangre  le  baña  el  rostro, 
y  las  bayonetas  rasgan  sus  carnes,  cae,  con  inter- 
mitentes accesos  de  ira  no  domada  todavía.  Y  los 
adversarios,  ya  en  el  suelo,  dispáranle  el  tiro  de 
gracia,  quemándole  el  rostro  con  el  fogonazo... 
Poco  después  Facundo,  victorioso,  busca  el  cadá- 
ver de  su  rival,  por  el  campo.  Y  sólo  encuentra 
sus  prendas  militares  desgarradas,  y  una  hoja  de 
sable,  quebrada  y  llena  de  sangre  y  melladuras. 

La  Madrid  había  sido  hallado  por  su  asistente, 


entre  unas  breñas,  cubierto  de  heridas, 
mutilado,  con  la  fatigosa  respiración 
de  la  agonía.  Exhalaba  una  especie  de 
ronquido,  de  estertor,  y  de  rato  en  rato, 
con  esfuerzo  imprevisto  bramaba:  « ¡No 
me  rindo!  ¡No  me  rindo! . .  .■  Su  mano 
apretaba  una  empuñadura  de  sable  con 
la  hoja  rota. . . 

Este  era  el  héroe  cuyo  renombre  co- 
rría todas  las  provincias  del  interior, 
durante  la  época  de  la  tiranía.  El  pa- 
ladín que  vencido  en  Rodeo  del  Medio, 
deshechas  sus  tropas,  perseguidas  por 
fuerzas  superiores,  se  precipita  sobre 
ellas,  como  en  tiempos  de  la  indepen- 
dencia, y  formándolas  bajo  los  fuegos 
enemigos,  se  retira  con  ellas  en  orden. 
Este  es  el  guerrero  de  una  causa  re- 
dentora, que  en  días  infaustos,  huyen- 
do del  tirano  Rosas,  cruzaba  los  Andes 
para  buscar  la  protección  extranjera, 
durmiendo  bajo  el  manto  de  nieve  de 
la  cordillera,  con  su  glorioso  bagaje  de 
heridas. 

Este  es  el  personaje  a  quien  adoraba 
el  gauchaje  tucumano.  Corriendo  a  su 
paso,  para  enseñárselo  a  sus  hijos.  Co- 
mentando sus  hazañas  en  las  veladas 
del  fogón:  circulando  la  versión  de  que  para 
mantener  la  cabeza  en  posición  normal,  insegura 
por  formidable  hachazo,  usaba  al  cuello  un  corba- 
tín de  cuero.  O  sino,  expiándole.  como  los  habi- 
tantes de  San  Felipe,  en  Aconcagua,  cuando  se 
sentaba  en  la  alameda,  para  cerciorarse  de  si  efec- 
tivamente el  general  La  Madrid  tenía  el  cráneo 
cubierto  con  un  pedazo  de  mate,  por  haberle  sido 
cortado  en  uno  de  los  hechos  de  armas  que  consti- 
tuían su  legendaria  aureola.  ¡Ese  era  el  general 
La  Madrid! . .  .  Cantado  en  las  guitarras  y  cele- 
brado en  los  campamentos.  Y  al  que  atajaban  los 
provincianos,  en  1826,  cuando  se  alejaba  hacia 
Buenos  Aires,  por  haberle  negado  la  entrada  el 
gobernador  Laguna,  de  Tucumán,  coreándole  vi- 
dalitas como  ésta: 

«  La  Madrid  se  va  para  abajo, 
no  le  dejemos  pasar, 
reunámonos,  paisanitos, 
que  a  la  fuerza  se  hai  quedar. 

Ni  preso  quieren  que  dentre 
a  su  pueblo  desgraciado. 
¡En  premio  de  sus  servicios 
bonito  pago  le  han  dado! 

¡Año  y  cuatro  meses  hace 
muerto  lo  vimos  pasar! 
¿Quién  pensaba,  paisanitos. 
que  así  le  habían  de  pagar?  ■> 

¿No  parecen,  estas  coplas,  versos  del  romance 
antiguo?  El  mismo  general  dice  en  sus  memorias, 
refiriéndose  a  la  acción  del  Tala: 

«  Recibí  quince  heridas  de  sable:  en  la  cabeza  once, 
dos  en  la  oreja  derecha  y  una  en  la  nariz,  que  me  la 
volteó  sobre  el  labio,  y  un  corte  en  el  lagarto  del  brazo 
izquierdo  y  más  un  bayonetazo  en  la  paletilla,  junto 
con  el  cual  me  habían  disparado  el  tiro  para  despe- 
narme, ya  tendido  en  el  suelo.  Después  de  esto,  me 
pisotearon  con  los  caballos,  me  dieron  de  culatazos 
y  siguieron  su  marcha... 

¿No  parece  el  general  La  Madrid  un  paladín  ex- 
traño, como  lo  son,  en  viejos  ciclos  caballerescos. 
Oliveros.  Valdovinos  o  Reinaldos  de  Montalbán? 

Claudio  R.  Paez. 


I 


AlUEyTI^/ 


\ 


.  . .  Los  Andes,  envueltos  en  el 
para  verles  pasar. . .   Iban.  allá,  en  e 
citurnidad  agresiva.  Su  mirar  desped 
de  los  pesados  morriones.  Su  mano  i 
dura  del  sable,  tras  los  pliegues  del  c 

De  día  orillaban  los  más  peligrosi 
bradas.  sumergíanse  en  los  desfilader 
noche  dormían  en  el  seno  tenebroso 
por  el  espantoso  rodar  de  los  torrenti 

¿Quiénes  eran? . . .  ¿de  dónde  ven 
vigilantes  centinelas  de  la  Cordillera,  i 
incógnito  colaborador,  arremolinaba 
sus  d.-signios.  Las  montañas  pare.;¡a 
gían  descendientes  de  una  estirpe  tii 
sus  abuelos.  Llevaban  por  guia  una 
como  si  fuera  un  jirón  de  cielo  arreb 
talla,  moral  y  física.  Eran  de  estatu 
lumbre  del  vivac  recordaban  a  aquel: 
a  los  curtidos  legionarios  de  César. . . 

Pronto  supieron  las  violadas  solé 
Fué  en  Achupayas,  con  Lavalle,  y  ei 
relámpago  heroico  de  sus  aceros  desr 

¡Eran  los  »Gr añadiros  a  caballa,!... 
Marchaban  a  vanguardia,  rastreando 
alto  y  difícil  pasaje,  los  macizos  de  p 
alma  de  los  pueblos  aherrojados.  Sus 
mábanse.  Necochea.  Lavalle.  Escalac 
Vélez. . .  Ellos,  los  Granaderos,  tenían 
Habían  afilado  a  molejón  sus  largos  y 
filo  en  la  hueste  enemiga,  cabe  las  bar 
y  notas  de  clarín. . . 

. . .  ¡Ah.  cuan  herni:)sj  es.  luego, 
triótica  la  visión  de  sus  cirgas  Ieg8n< 
bajo  el  casco  de  sus  potros.  Ante  la  m 
de  Murat  en  Marengo.  Arrebatados  pi 
solares  en  las  charreteras  de  oro  y  las 
de  los  barbiquejos  y  en  los  escudos  de 
luininosas  de  una  vorágine  sublime.. 

¡As!  le;  vio  San  Martín  -su  gen 
livar.  en  la  tarde  melancólica  de  Juníi 


L 


DE 


...Oauoiius,  nada  más.  Siiiuii Jiácii* 
''n  que  operaban.  Sin  más  armas  queu 
te,  o  un  sable  arrebatado  al  enemigo, 
rebenque,  con  la  lonja  enrollada  al  pui 
ce.  . .  Esa  fué  la  muralla  que  salvó  a 
de  Sud  América.  Ese  fué  ei  baluarte 
¡Los  gauchos  de  Güemes!. . .  Erar 
el  espectro  terrible  de  la  tierra  hostil.  . 
destructora,  o  lo  fusilaban  a  discreciói 
sus  guardamontes  como  aUs  de  murci 
ros  de  los  bosques  o  las  sinuosas  queb 
las  filas  del  invasor.  Sus  caballos,  tan 
chispazos  de  la  epopeya  buscando,  cor 
y  barrancos,  el  vado  de  los  arroyos  o 
Los  ''Dragones  Iiiff'nia!<'s«  eran  (fai 
creó  Güemes  en  contraposición  a  los  ■ 
con  ellos.  En  el  chambergo  negro  usal 
bien  los  demás  gauchos,  simbolizando 
colocaban  en  su  lugar  una  flor  de  cort 
agreste.  Entró  en  los  salones,  consagr 
baile  en  honor  del  general  Belgrann, 
en  su  peinado.  .  . 

Aquella  guerra  extraordinaria  fui" 
mildes  gauchos  una  sagrada  deuda  de 
emprendieron  la  retirada:  acosados  en  : 
perpetua  del  Ímpetu  surgente  de  la  mai 

;Asi  sucede  en  la  vida  de  los  puebl 

depende  del  esfuerzo  y  ia  integridad  de  i 

que  se  nubla  el  horizonte,  arrecían  las 

misma  noción  del  momento  se  extravía 

doctrinario  sufre  aciagas  vacila-piones,  y 

¡Estos  son  los  grandes  instantes!...    Entonces  s 

los  sucesos  empuja,  círcunstancialmenle.  en  escena  ' 

fantasma  de  Maratón,  en  el  punto  más  reñido  y  er 

predestinadas  a  la  inmortalidad,  que  emergen  del  ■ 

sino  cuando  el  tiempo  ha  serenado  el  curso  de  la  vi 


Junio,  19Io. 


y-^, .,--— *i.—  -ri-,r#e*s^9 


!jo-/'de 

DLOKilA/'. 


LLO 


es  eternas,  inclinaron  los  picachus 
das  sombrías. . .  Sigilosos.  Con  ta- 
:xtrañas  y  terribles,  bajo  la  visera 
paturas  insólitas  sobre  la  empuña- 

rnaban  en  el  misterio  de  las  que- 
uestas  ásperas  y  resbalosas.  Por  la 
irde  de   los   precipicios,    arrullados 

«rvaba  el  destinoV. .  .  Loscóndores. 

;us  jornadas  de  insomnio.  El  viento. 

:e  de  su  paso,  como   para    ocultar 

queUa  audacia  inaudita.  Se  les  fin-  ' 

an  renovar  la  epopeya  olímpica  de 

nca,  que  cu.-.todiaban  con  orgullo. 
conquista.  Tenían  todos  una  misma 
s.  sobrios,  imponentes.  A  la  rojiza 

is  de  Auvernia  que  hacían  temblar 

inhelo  que  les  movía  a  la  cruzada. 

Necochea,  cuando  se  revelaron  al 

i  inm^ortal  de  la  victoria. 
isoldados  del  Ejército  libertador!,.  . 
indo  la  aventura.  Flanqueaban,  en 
tr  con  el  verbo  de  la  Revolución  ei 

n  leones  con  uniforme  militar.  Lia- 

Cajaraville,  Melián,  Zapiola,  Díaz 

. . .  Venían  de  las  riberas  del  Plata, 
,  en  horas  de  cuartel,  y  probado  su 

una  alborada  plena  de  acción  épica 

ño  calenturiento  de  la  emoción  pa- 
)asar  haciendo  chispear  las  piedras 
su  gran  capitán;  como  la  caballería 
huracán.  Con  centelleos  de  reflejos 
i  de  la  oficialidad,  y  en  las  escamas 
3S.  En  alto  los  sables,  como  lenguas 

lacabuco  y  Maipa!  ;Asi  les  víó  Bo- 
t,  en  la  hora  decisiva  de  Ayacuchn' 

:i<éiiíla  y  la  piaciica  del  leñen 

lo  enastado  en  un  gajo  del  mon 

O  las  boleadoras.  Y  acaso  el  pesad 

o  maza,  en  algún  desesperado  trari 

I  Vlayo.  y  con  ella  a  la  Iridependenci.i 

¡uestro  destino. 

serranía  y  en  la  selva  enmarañada, 
resa  al  enemigo,  en  impetuosa  racha 
errUlas.  Singulares,  fantásticos,  cor; 
desaparecían,  veloces,  por  los  cía 
y  el  espanto  iban  con  ellos,  contra 
los  dueños,  parecían  secundar  esos 
ito,  la  senda  salvadora  entre  montes 
cañadas. 

con  chaqueta  y  chiripá  rojos.    Los 

as  del  cura  de  Yavi.  Y  los  venció, 

fanca  de  avestruz.  Llevábanla  tam 

d  a  Güemes.  Cuando  no  la  tenían. 

ík  blanca  fué  más  allá  de  su  reinado 

.  idre  del  general  Güemes.  en  un 

:é  ostentando  la  blanca  pluma 

■■    La  pa'     ;  contrajo  con  los  hu- 

isores,       strozados  y  vencido::. 
^'  lidas  volantes;  con  ia  obsesió; 

serpentino  sobre  sus  cabezas. .  , 

todo  el  porvenir  de  la  nac¡>j;; 
:o  de  héroes  anónimos.  Días  e; 
oncíerto  íntimo  se  acentúa  y  ia 

encendido  en  las  aras  del  ideal 
i  ráfaga  traidora  que  se  anuncia, 
ivertido,  fuerza  aislada,  que  la  trama  de 
■iino.  Visión  de  aliento  que  aparece,  como  ei 
inante  de  la  contienda.  [Conjunto  de  siluetas 
isa.  y  cuyos  contornos  no  pueden  precisar^*- 
iezan  a  irradiar  en  el  fondo  del  pasado! 

J'M,IÁN    ',F    '"m  ^PP  ■- 


— i=>i_;v'^ 


la  MUDOS 

OjKÍV\Do  NERVP 


Aquella  tarde,  en  el  paseo,  llamó  mi  aten- 
ción un  grupo  original. 

Formábanlo  una  mujer,  joven  aún,  como 
de  treinta  y  cinco  años,  en  cuyas  sienes  en- 
sortijábanse raros  hiios  de  plata,  y  dos 
hombres  como  de  treinta,  altos,  esbeltos, 
elegantes  los  tres. 

La  dama  o  señorita,  parecíaseles  en  ex- 
tremo. Hubiera  sido  ocioso  preguntar  si 
eran  hermanos  y  hermana. 

Marchaban,  ella  entre  los  dos,  silencio- 
samente, tanto  que,  según  pude  observar 
durante  largo  rato,  no  cruzaron  una  sola 
palabra.  Sus  rostros  impasibles,  tenían  no 
sé  qué  rigidez,  en  ellos,  y  en  ella  no  sé  qué 
expresión  lejana  y  ccmo  nostálgica. 

Ellos  eran  rubios,  ella  morena,  con  oja- 
zos  negros,  luminosos  y  tristes. 

El  extraño  grupo  no  se  apartó  de  mi  ima- 
ginación durante  buena  parte  de  la  noche. 

No  creo  exagerar  si  digo  que  a  costa 
suya  y  con  ellos  como  esenciales  persona- 
jes, forjé  dos  o  tres  novelas  misteriosas  y 
complicadas. . . 

La  realidad  era,  sin  embargo,  sencilla,  co- 
mo todas  las  realidades,  y  la  supe  pocos  días 
después,  en  el  salón  de  la  marquesa  de. . . 
donde  en  calidad  de  compatriota  fui  pre- 
sentado a  la  mujer  enigmática  y  estreché 
la  diestra  de  sus  hermanos  silenciosos. 


Sencilla  era  la  realidad,  sí,  y  conmove- 
dora; aquella  mujer,  hermana  en  efecto  de 
los  dos  jóvenes  (gemelos  éstos  y  sordo- 
mudos) pertenecía  a  una  opulenta  familia 
de  la  provincia  mejicana.  Era  la  mayor  de 
la  casa  y.  huérfana  de  madre  desde  tempra- 
na edad,  hacía  sus  veces  con  los  dos  herma- 
nos impedidos. 

Cuando  su  padre  estuvo  en  trance  de  mo- 
rir, llamóla  a  su  lecho  y  díjole: 

—  «Hija  mía,  voy  a  hacerte  una  súplica, 
a  pedirte  un  sacrificio,  acaso  muy  grande: 
Tú  sabes  cuanto  quiero  a  Pedro  y  a  Juan  y 
como  me  inquieta  su  suerte.  ¿Qué  va  a  ser 
de  ellos  con  su  enfermedad,  con  ese  muro 
impenetrable  que  los  separa  de  la  sociedad 
de  sus  semejantes  y  los  deja  inermes  ante 
la  lucha  por  la  vida?  No  te  cases,  hija  mía, 
hasta  que  estés  segura  de  que  no  necesitan 
de  tí.  ¿Quieres  darme  esta  prueba  de  cariño, 
mi  María,  a  fin  de  que  yo  muera  en  paz?» 

Ella,  rodeando  suavemente  con  sus  bra- 
zos la  cabeza  del  moribundo,  juró  que  así 
lo  haría,  y  aceptó,  con  ese  espíritu  de  sa- 
crificio innato  en  nuestras  mujeres  hispano- 
americanas, la  maternidad  espiritual  que  se 
le  confiaba. 

Pasaron  los  años.  La  mamita  era  adora- 
da por  los  hermanos  mudos,  celosos  de  su 
nunca  desmentida  solicitud,  a  un  punto 
tal,  que  ni  un  instante  se  separaban  de  ella 
en  las  horas  hábiles,  e  iban  a  su  lado,  como 
dos  graves  custodios,  en  los  paseos  y  re- 
uniones. 

.  . .  Pero  un  día,  el  amor  llamó  al  corazón 
de  aquella  mujer. 

El  pretendiente  era  bueno,  rico,  gallardo 
y  la  adoraba  desde  hacía  tiempo,  de  lejos. 

La  mamita  vaciló. . .  Cierto  que  sus  her- 
manos aún  no  habían  cumplido  la  mayor 


edad  y  apenas  podían  valerse...  pero 
aquel  cariño  era  imperioso! 

El,  viéndola  dudar,  insistió.  La  pobre 
muchacha,  ante  las  súplicas  del  hombre 
amado,  debatíase  penosamente.  Al  fin  re- 
solvió consultar  con  los  mudos,  recabar  su 
consentimiento,  pedirles  que  le  devolvie- 
sen su  derecho  a  ser  feliz.  .  . 

r/as  apenas  la  hermosa  mano  alargada, 
la  fina  y  noble  mano  figuró  las  primeras 
letras  del  usual  alfabeto  del  abate  de  l'Epée, 
por  m.edio  del  cual  se  entendían,  los  mudos 
palidecieron  hasta  la  muerte,  cayeron  de 
rodillas  a  sus  pies,  asiéronse  de  sus  ropas, 
y,  con  inarticuladcs  y  discordantes  gritos 
de  guturales  rispideces  y  con  ojos  enorme- 
mente abiertos  en  que  se  leían  la  ira,  el  es- 
panto, los  celos,  imploraron  de  la  vestal 
que  siguiese  siéndolo  hasta  el  fin.  .  . 

Sus  almas  enfermas,  medrosas  y  pueriles, 
temblaban  convulsivamente  en  cada  uno  de 
los  miembros  de  sus  cuerpos. 

María  tuvo  piedad...  Cerró  los  ojos;  ir- 
guió  la  cabeza;  apretó  con  sus  manos  frías 
de  angustia  las  manos  convulsas  y  febriles 
de  los  gemelos...  y  éstos  comprendieron 
con  regocijado  egoísmo  de  seres  débiles, 
que  estaban  salvados,  que  el  sacrificio  se 
consumaba  definitivamente.  .  . 

Siguió  el  tiempo  devanando  su  hilo  mis- 
terioso, y  aquella  trinidad  peregrina  con- 
tinuó, en  aparente  calma,  por  el  sendero  de 
la  vida.  .  .  no  sin  que  en  los  ojos  de  ellos 
brillase  el  recelo  a  la  menor  mirada  curiosa 
o  tierna  dirigida  a  María;  no  sin  que  los  tris- 
tes y  radiosos  ojos  de  ella  se  clavasen  de 
vez  en  cuando  en  una  vaga  e  inaccesible 
lontananza,  como  para  columbrar  el  Ideal 
perdido.  .  . 

DIBUJO   DE   CONTRERAS. 


V/l_^   rk^^xrV- 


Lentamente. 
lentamente  cual  si  fuera 
una  gota  que  cayera 

desde  el  mármol  de  la  taza  de  una  fuente, 
tal  preludia  la  marimba  una  extraña  sinfonía 
saturada  de  amargura  y  de  cruel  melancolía 
con  sus  teclas  de  madera... 
Yo  no  sé  que  obscuro  arcano 
de  tristeza  hay  en  lo  hondo 

de  esa  música  salvaje,  que  palpita  allá  en  el  fondo 
de  sus  notas,  como  queja, 
dolorosa, 

como  un  gemido  humano, 
como  algo  que  solloza, 
como  un  dolor  latente, 
como  algo  inexplicable,  infinitamente  triste... 

Es  el  alma  de  una  raza,  de  una  raza  que  no  existe, 
de  una  raza  ya  extinguida,  libre,  indómita  y  valients. 
Es  el  alma  de  Votan, 
es  el  alma  de  Lempira 
que  en  la  música  suspira, 

es  el  alma  de  los  indios  que  mandó  TecumUMán 
siempre,  siempre  a  la  victoria 
siempre  al  triunfo  y  a  la  gloría; 
es  el  alma  brava  y  fuerte 
de  aquel  fiero  luchador 
que  encontró  gloriosa  muerte 

en  la  punta  de  la  lanza  del  feroz  conquistador... 
es  la  pobre  raza  extinta 
del  imperio  cachiquel; 

es  la  raza  de  aquel  pueblo  que  dejó  con  sangre  tinta 
la  antes  clara  linfa  pura  del  gran  río  Xequijel. 
Es  el  alma  de  la  raza  de  los  grandes  sacrificios, 
triunfadora  en  mil  combates,  triunfadora 
hasta  el  día  en  que  los  teules  con  engaños  y  artificios 
redujeron  a  ignominia... 
a  infamante  vasallaje. 

Esa  raza  es  la  que  llora 
que  solloza  de  coraje, 

de  despecho  y  de  impotencia  en  la  música  salvaje, 
en  la  nota  plañidera 


del  indígena  instrumento  de  teclado  de  madera. 

Escuchad  la  sinfonía 

de  cruel  melancolía, 

escuchad  que  sentimiento 

el  que  vibra  entre  las  notas  del  indígena  instrumento; 

nunca  ríe.  nunca  canta, 

es  cual  pájaro  cautivo,  que  jamás  cantó  alegrías 

ni  jamás  en  su  garganta 

ha  brotado  más  que  el  lloro 

de  sus  tristes  elegías, 

en  las  frías, 

soledades  de  sus  cárceles  de  oro... 

¡Qué  le  importa  a  la  vencida 
raza  m.uerta  vuestros  dones,  vuestra  lengua 
que  no  entiende?  ¿Qué  le  importa  que  en  el  nombre 
del  Dios  bueno,  del  Dios  hombre 
arrasarais  sus  altares,  si  para  ella  es  mudo  el  cielo, 
si  es  su  vida 
sólo  oprobio,  cautiverio,  sólo  mengua? 

¿Qué  le  importa?  Ya  no  es  de  ella  el  rico  suelo 
que  regaron  sus  mayores,  con  su  sangre  generosa. 
¿Qué  le  importa  al  indio  eso 
que  llamáis  pomposamente,  libertades  y  progreso 
si  es  del  amo  su  cabana  y  sus  hijas  y  su  esposa? 
¿Qué  le  importa?  si  de  aquella  raza,  libre,  brava  y  fuerte 
que  sufrió  sin  inmutarse  los  tormentos  y  la  muerte, 
habéis  hecho  solamente  los  acémilas  de  carga 
que  se  arrastran  tristes,  mudos,  bajo  el  peso  de  su  amarga 
dura  suerte! . . . 

¡Oh!  dejadla,  que  solloce,  que  se  queje  a  su  manera, 
solamente  le  ha  quedado  su  marimba  de  madera, 
que  le  habla  de  sus  tiempos  victoriosos, 
de  sus  templos  y  palacios  de  Inxinohé  y  de  Copan.  .  . 
de  su  rey   Kikab  el  grande,  de  su  gran  Valum-Votán, 
de  sus  héroes  de  hierro,  de  sus  épicos  colosos 
libres,  grandes  bajo  el  sol, 
que  infundieron  la  pavura, 
por  su  arrojo  y  su  bravura, 
en  el  ánimo  aguerrido  del  intrépido  español. 

Francisco  P.   Figueroa. 

DIBUJO   DE   ALONSO. 


— ;  u  ,x  >^    X  ■i_'r-P3yv— 


PSICOLOGÍA  CALLEJERA 


DtBUJO    DE    HUE1tC#C 


LO  QUE  PIENSAN  TODOS 
iSI  SE  ROMPIERA  LA  CUERDA! 


>y^- 


rrxoj.  INvTo^có. 


De  espíritu  despierto,  estudioso  y  trabajador  infatigable, 
este  autor  nacional  es  uno  de  los  que  más  se  han  des- 
tacado y,  sin  duda,  el  más  fecundo.  A  él  debe  nuestra 
escena  no  pocos  de  sus  triunfos  y  a  sus  actividades  e 
iniciativas  muchos  de  los  beneficios  de  que  hoy  goza 
la  estimable  falange  de  escritores  que  han  encauzado  sus 
esfuerzos  en  pro  del  teatro   argentino. 


Dotado  de  un  natural  gracejo  en  el  decir  y  de  una  memo- 
ria prodigiosa,  es  Enrique  García  Velloso  un  Acauseur» 
amenísimo. 

No  es  fácil  hablar  con  él.  Se  lo  dice  todo.  Hacerle  un  re- 
portaje era,  pues,  cosa  sencillísima.  Bastaba  abrir  la  llave.  .  . 

-¿...? 

—  He  estrenado  sesenta  y  tres  obras  de  teatro;  he  escrito 
cinco  libros  de  texto  y  tres  novelas. 

-¿...? 

—  ¿Las  obras  de  teatro?  Representarán  ciento  cuarenta 
y  cinco  actos,  en  los  que  han  intervenido  unos  mil  y  pico  de 
personajes. 

— ¿...V 

—  Sí;  en  la  primera  época  del  llamado  teatro  nacional,  era 
imposible  prescindir  de  Juan  Daga. . .  Asi  es  que  por  muer- 
te violenta  habré  hecho  desaparecer  más  de  treinta  perso- 
najes. 

-¿...? 

—  Sí...  sí...  daga,  trabuco,  revólver,  veneno,  naufra- 
gio, hasta  terremotos...  De  todas  esas  obras,  tres  fueron 
protestadas,  en  forma  ruidosa  y  terrible.  Las  restantes  lle- 
garon cuando  menos  a  veinte  representaciones  cada  una; 
y  las  más  afortunadas  pasaron  del  centenar. 

-¿...? 

—  ¿Consecutivamente?  «Jesús  Nazareno»,  «El  chiripá  rojo» 
y  *Caín»,  de  la  primera  época,  se  representaron  sin  caer  del 
cartel,  setenta,  cien  y  cincuenta  y  cinco  noches,  respectiva- 
mente. 

-¿...? 

—  ¿La  obra  que  más  dinero  ha  dado?  «Gabino  el  Mayoral», 
que  lleva  más  de  mil  representaciones.  En  seguida,  «El  Tan- 
go en  Paris'),  "Fruta  picada»,  "Eclipse  de  Sol»  y  «Mamá 
Culepina».  Esta  última,  en  sólo  un  mes,  rindió  cerca  de  ochen- 
ta mil  pesos. 

-¿...? 

—  No  he  sacado  la  cuenta  exactamente;  pero  éntrelas 
obras  mal  vendidas  a  perpetuidad  y  los  derechos  cobrados 
de  acuerdo  con  el  arancel  de  la  Sociedad  Argentina  de  Auto- 
res Dramáticos  y  la  Sociedad  de  Autores  de  Madrid,  habré 
percibido  aproximadamente  unos  trescientos  cincuenta  mil 
pesos. 

-¿...? 

—  ¿Ahorrar?  Ni  un  centavo.  El  dinero  del  teatro  es  como 
el  dinero  de  las  cocotas  y  el  del  cepillo  del  sacristán... 
Cantando  se  viene  y  cantando  se  va. .  .  En  cambio,  he  sido 
afortunado  en  las  interpretaciones.  Han  representado  obras 
mías  Thuillier,  Tallavi.  García  Ortega.  Balaguer,  Rubio,  Bo- 
nafé,  Rosario  Pino,  Mercedes  Pérez  de  Vargas,  Irene  Alba, 
María  Palau,  Concepción  Cátala,  Adela  Carbone,  entre  los 
artistas  españoles  de  comedia;  Juárez,  Julio  Ruiz,  Pepe  Ri- 
quelme.   Palmada,   Lola  Millanes,   Matilde   Pretel,   Amalia 


Colón,  Angeles  MontiUa,  entre  los  de  zarzuela.  De  los  artis- 
tas nacionales,  todos  los  de  la  vieja  época  y  de  la  presente. 
Mis  mejores  éxitos  los  he  compartido  con  Parravicini  y  con 
los  hermanos  Podestá.  Me  tocó  casi  siempre  inaugurar  las 
temporadas.  En  el  Rivadavia,  hoy  Moderno,  con  «Caín»; 
en  el  Nacional,  tres  veces  con  «Los  amores  de  la  Virreyna», 
«Marta  Cibelina»  y  «El  zapato  de  cristal»;  en  el  Argentino, 
con  «Fruta  picada»  y  «Mamá  Culepina». 
-¿...? 

—  En  todos  los  teatros  de  Buenos  Aires,  excepto  la  Opera. 
el  Coliseo  y  el  PoUteama,  se  han  representado  producciones 
mías.  Cuento  también  como  expresión  teatral  la  adaptación 
cinematográfica  de  la  «Amalia»,  de  Mármol,  estrenada  en  el 
Colón. 

-¿...? 

—  La  emoción  más  intensa  que  recuerdo,  fué  la  del  estreno 
de  «Fruta  picada»,  delante  del  primer  público  de  España, 
en  la  Comedia  de  Madrid,  emoción  inolvidable  que  compartí 
con  el  admirado  Parravicini. 

-¿...? 

—  Me  gusta  muy  poco  ensayar  mis  propias  obras.  Dejo 
librada  la  suerte  de  su  interpretación,  al  destino  «secreto» 
que  cada  estreno  lleva  consigo  y  acuerdo  la  más  absoluta 
libertad  a  los  directores  de  escena,  cuando  éstos  tienen  la 
pericia  y  el  talento  de  Ezequiel  Soria  (con  quien  compartí 
mis  primeros  éxitos);  de  Joaquín  de  Vedia,  cuya  autoridad 
innegable  está  fuera  de  toda  discusión;  de  julio  Sánchez 
Garael,  conocedor  eximio  de  los  misterios  de  entretelones; 
y  de  Roberto  Payró,  alejado  hoy  de  nuestra  actividad  tea- 
tral, pero  siempre  cercano  a  nuestra  admiración. 

-¿...? 

—  Hago  crónicas  de  teatro  desde  1896.  Durante  once  años 
consecutivos  en  «El  Tiempo»;  luego,  hasta  que  me  fui  a  Euro- 
pa, en  «El  Diario»  y  «Caras  y  Caretas^;  y  desde  1910,  en  «La 
Nación-,  donde  comparto  esas  tareas  con  Juan  Pablo  Echa- 
güe,  José  Ojeda  y  Arturo  Cancela. 

--¿...? 

—  Escribo  todos  los  días,  cuatro  horas  por  lo  menos. 

—  Hago  primeramente  la  obra  imaginativamente,  sin  to- 
mar otro  apunte  que  la  lista  de  los  personajes,  que  es  lo  que 
más  me  cuesta  hacer.  Cuando  me  pongo  a  escribir,  podría 
dictar  las  escenas,  de  tal  manera  la  creación  quedó  orde- 
nada en  sus  efectos  y   en   sus  situaciones   fundamentales. 

^  i- ■ -^ 

—  ¿Supersticioso?  Hasta  la  demencia.  Voy  a  los  estrenos 
cargado  de  amuletos  y  no  escribo  para  el  teatro  sin  tener 
junto  a  mi  tintero  una  imagen  de  coral  que  me  bendijo  el 
Papa  en  la  Sala  Clementina  en  1910.  Esta  imagen  me  la 
olvidé  últimamente  en  Madrid  y  por  recuperarla,  hice  un 
complicado  viaje  desde  París  y  hasta  obligué  al  editor  So- 
pena  a  perder  el  vapor  que  debíamos'tomar  en  Barcelona.., 
Un  caso  de  manicomio... 

Como  verá  el  lector,  García  Velloso    lo    ha   dicho    todo. 
El  repórter  sólo  tiene  que  firmar. 

El  Doctor  Misterio. 


(€ 


fl 


■ 


VISITANDO  EL  ESTUDIO  DE  BENLLIURE. 


PARRAVICINI,    EL   CÓNSUL    DE    PORTUGAL    EN    MADRID,    MARIANO    BENLLIURE   (HIJO),    ENRIQUE    GARCÍA    VELLOSO,    TITTA    RUFFO, 
MARIANO    BENLLIURE,    VICENTE    MARTÍNEZ   CUITIÑO    Y    LUIS    MORÓTE 


— p>l..^v 


\  I  ."rK2>^— 


Los  pueblos  de  los  alrededores  de  París,  viven 
su  vida  propia.  Todos  tienen  héroes  populares  que 
duran  levemente  un  día.  La  misma  guerra  pasa 
sin  ser  sentida;  pero,  en  cambio,  algo  de  lo  que 
pasa,  o  no  pasa,  en  el  pueblo,  entretiene  la  exage- 
rada curiosidad  de  los  demás.  Hace  un  tiempo, 
aquí  en  Chatou,  cuando  se  supo  que  Rochette,  el 
banquero  y  malabarista,  tenía  un  pariente  en  la 
localidad,  un  viejo  desconocido  pasó  de  pronto  de 
la  gacetilla  comunal  a  la  historia.  El  suegro  de 
Rochette  fué,  para  Chatou,  lo  que  Rochette  para 
Paris. 

Una  batalla  más  o  menos,  no  interesa  a  los  bue- 
nos franceses  de  mi  pueblo,  a  no  ser  por  los  hijos 
de  Chatou  muertos  o  heridos  en  ella.  Una  escara- 
muza, cobra  el  aspecto  de  una  masacre  si  acierta 
a  ser  protagonista  en  ella  el  hijo  de  mi  sirvienta 
o  el  hermano  del  alcalde.  Pero  la  guerra,  a  pesar 
de  su  alcance  universal,  justo  es  decirlo,  ha  abu- 
rrido al  vecindario.  Hay  hechos  locales  que  nos 
interesan  muchísimo  más.  Es  el  caso  de  Madame 
de  Lile. 

Dirá  algún  lector,  que  no  soy  un  buen  cronista, 
pues  hago  de  casos  particulares  los  temas  generales 
de  mis  crónicas.  Yo  sólo  puedo  agregar,  que  lo 
que  me  parece  interesante  es  digno  de  ser  contado. 
Me  hallo  en  la  situación  del  diputado  provincial 
que  enarboló  la  bandera  nacional  a  media  asta 
en  la  municipalidad  donde  era  comisionado 
del  P.  E. 

—  ¿Quién  ha  muerto?  —  preguntó  un  curioso 
al  diputado  que  dejaba  su  despacho  vestido  de 
luto;  y  retirando  el  pañuelo  que  recogía  sus  lá 
grimas,  respondió  roncamente: 

—  ¡Mi  suegra! . .  . 


La  muerte  de  la  suegra  le  significaba  tanto 
como  una  pérdida  nacional  al  desconsolado  yerno. 
Madame  de  L'lle,  que  vivía  frente  a  mi  casa  y  que 
acaban  de  llevarse  al  tranco  de  un  jamelgo,  mien- 
tras cantaba  un  sacristán  y  un  monaguillo  llevaba 
el  viático  como  un  estandarte,  dará  lugar  a  muchos 
comentarios  del  vecindario  de  Chatou.  Y  voy  a 
deciros  cómo  y  por  qué,  puesto  que  no  sería  difí- 
cil que  lo  que  parece  ser  gracioso  termine  en  una 
tragedia. 

Monsieur  y  Madame  de  L'lle,  sexagenarios  de 
común  acuerdo,  vivían  frente  a  mi  casa.  Madame 
de  L'lle  solía  cruzar  el  camino  para  hacernos  una 
visita.  Era  una  vieja  pequeña  de  estatura,  preten- 
siosa en  su  tocado  y  que  marchaba  como  una  pa- 
loma, pasito  a  pasito.  Al  llegar,  era  muy  amable 
siempre.  Lo  difícil  y  accidentadas  eran  sus  des- 
pedidas. A  mitad  de  la  visita,  pedía  que  tocaran 
el  piano.  Los  primeros  compases  los  escuchaba  con 
satisfacción;  pero  de  pronto,  como  un  reloj  al  que 
se  le  iba  la  cuerda,  Madame  de  L'lle  se  descom- 
ponía. Se  echaba  a  llorar  con  el  llanto  de  un  re- 
cién nacido.  Era  un  lloro  y  un  hipo  al  mismo 
tiempo.  Su  dama  de  compañía  nos  explicó,  al  fin, 
la  causa.  Madame  de  L'lle  tenía  un  hijo  pianista 
con  quien  se  disgustó,  y  la  música  se  lo  recordaba. 
Desde  entonces,  procuramos  no  ejecutar  a  nadie 
en  el  piano.  Eso  no  fué  óbice  para  que  una  tarde, 
al  encender  la  luz  del  comedor,  el  mismo  lloro  de 
párvulo  y  las  mismas  convulsiones  de  antes  la 
agitaran  de  nuevo.  ¿Qué  le  pasa?,  me  dije.  ¿Se 
acordará  del  músico?  Algo  muy  semejante,  en  efec- 
to, la  consternaba.  Su  dama  de  compañía  me  ilus- 
tró de  nuevo. 

—  Madame  de  L'lle  tiene  una  hija  casada  con 


un  fabricante  de  velas  y  con  la  que  se  halla  enemis- 
tada. Cuando  se  prende  la  luz,  el  recuerdo  de 
aquélla  vuelve,  y  la  entristece. 

En  una  palabra,  Madame  de  L'lle,  por  cuatro 
causas  distintas,  lloraba  en  el  mejor  de  los  momen- 
tos. El  recuerdo  de  sus  hijos,  con  los  que  se  halla- 
ba distanciada,  no  le  permitía  vivir  en  paz.  En  la 
soledad  de  su  quinta,  extática,  sin  ánimo  para 
andar,  ha  muerto.  Pero,  antes  de  seguir,  debo  agre- 
gar dos  palabras  al  respecto  de  Monsieur  de  L'lle. 
El  señor  de  L'lle,  cansado  por  la  enfermedad 
incurable  e  intolerable  de  su  esposa,  ese  lloro  y 
ese  hipo  que  le  atacaban  por  momentos,  o  por 
otra  causa  que  tengo  a  bien  ignorar,  se  había  en- 
tregado por  entero  al  sport  de  la  pesca.  Con  su 
caña,  su  red,  su  bidón,  su  paraguas  y  su  traje  al- 
quitranado, en  la  madrugada  partía  de  su  casa. 
El  ruido  de  sus  zuecos  se  oía  escandalosamente 
entre  el  canto  de  los  gallos  y  el  silbato  de  las  loco- 
motoras en  maniobras.  A  la  tarde,  la  noche  en- 
trada, con  su  caña  al  hombro,  su  red,  su  bidón  y 
su  paraguas,  dentro  del  negro  traje  alquitranado, 
volvía  de  nuevo  a  su  casa  el  señor  de  L'lle.  No  se 
encendían  luces  en  la  casa,  para  evitar  un  motivo 
de  disgusto  a  la  señora.  Se  acostaba  en  la  sombra 
del  crepúsculo,  y  dejaba  el  lecho  en  las  sombras 
de  la  madrugada.  Esa  era  su  vida.  Antes  de  ayer, 
cuando  volvió  al  obscurecer,  a  su  quinta,  encontró 
que  su  esposa  había  muerto. 

Hoy,  a  las  dos  de  la  tarde,  una  serie  de  hom- 
bres obscuros  rodearon  la  puerta  de  la  casa.  Va- 
rios vecinos  asomaron  las  cabezas  a  las  ventanas. 
Llegó  un  carro  ligeramente  fúnebre  con  varios 
aparatos  de  pino  de  tea,  pintados  en  negro,  y  unos 
candelabros  plateados.  Con  gestos  de  dolor,  tan 
falsos  como  la  plata  de  los  candelabros  y  el  ébano 
del  pino  de  tea,  transcurrieron  todos  los  prelimi- 
nares del  transporte  a  la  última  y  húmeda  mora- 
da que  es  el  cementerio  de  Chatou,  al  borde  del 
Sena,  cerca  de  donde  el  señor  de  L'lle  tira  sus  an- 
zuelos y  que  durante  las  inundaciones  de  19 10  es- 
tuvo enteramente  bajo  del  agua.  Por  fin,  llegaron 
los  clérigos  y  los  monaguillos.  Sacaron  el  cuerpo, 
y  cuando  todo  el  acompañamiento  notaba  con 
extrañeza  que  el  señor  de  L'lle  no  aparecía,  arre 
glando  su  casquete  y  equipado  como  todos  los 
días,  con  su  caña,  su  red,  su  bidón  y  su  paraguas, 
dentro  del  tétrico  traje  alquitranado,  haciendo 
sonar  sus  zuecos  salió  de  la  casa  y  se  colocó,  grave 
y  ceremonioso,  detrás  del  féretro. 

La  hilaridad  del  vecindario  fué  grande,  y  yo 
observé  que  uno  de  mis  vecinos  acercóse  a  consul- 
tar al  señor  de  L'lle.  Por  los  ademanes  de  éste, 
conocí  su  respuesta: 

—  Aprovecho  lo  cerca  que  está  el  cementerio 
del  río,  para  irme  luego  a  pescar. 

Aun  no  ha  vuelto  el  señor  de  L'lle.  Caen  las  pri- 
meras sombras  del  crepúsculo.  Por  la  calle  nadie 
pasa,  y  el  memorable  ruido  de  los  zuecos  del  señor 
de  L'lle  no  se  deja  sentir.  La  doméstica  ha  alum- 
brado el  gas  de  su  casa.  La  luz  se  filtra  victoriosa 
al  través  de  los  vidrios,  y  la  ausencia  del  pescador 
no  parece  preocupar.  Sin  duda  ha  prolongado, 
falto  ya  de  todo  doméstico  compromiso,  la  feli- 
cidad de  pescar.  . . 

Vizconde  de   Lascano  Tegui. 

Chatou,   14  marzo  1916. 


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\  L.Tr-:>.x- 


9 


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AQUáLO^ADt 


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■p^  n,    5115  oros   £tmdi£ib&,  oomo  en  piedrtíi   Labrados. 
dpcLep   el   de¿eiLfi)cmo   La    expresión    de   La    vida; 
y   en     5iu>    Icibios  bermeíos,  que    el   silenací    selLaia. 
no    tomo    O-    dibuiarse    l<a   msmii¿mle    sannsa. 
T      os  qiie    euloncea   La    vieron,  sin.   saber    de   sus  penas, 
Los    qiíe    no    conoaeíoii   sus    Iocutcss    de    táña- 
los que   no   sospedicston    qtie    en    Lds    ops    aquellos, 
en    oirora    el    desiello    del    amor   ttsEiI^lcl 
y   Ofue,  tin   iiempo,  en  bs  Labios   qtie    sellara    el  sJenno 
Cjomo   robob   tempranas,  flDreaeron   sonn¿<as, 
&i   un  momento   se    dieron    a.    pernear   en   La    causa 
que    aquel  rostro  sombiisaba.    de  tristeza  Tnfmita . 
no   acerbica:  Los   tmos  por   qiie  mmca.  suplieron 
compri^ncler  los  doloreó  de  Las    dmáí>  S^zndáis 

Y  los  mÁb,  porque   piensam.  que,  al  fiat>Lar    de    mujeres, 
e¿  "más  Sombre"  quien  ^l6a-  la  pnxaz  nonia-. 

V/    los  unos    diieiDn:-Í  T^uier   duna,  sin   cattEd.!- 

Y  loe   oIk»  lanzaron  La.  expresión  compasivca: 
¡"p^  slá  eufiznma  h.  pobre  |-  ri)<2i°  todos   erraron, 
cuando,  uídnos .  crej^eion  desdfrar  el  eni^gma.. 

■  ■  ■ 
*-~v¿lo  tin  Eombre,  a   quien  leios  y   <2u  la  nocne  callada, 
ote    su   triste  coiiciencia    los    cLamores  kerian, 
-recordaba   Los   oips  como    en  pi2dra  labrados 

y  ]ob  Icabios  en  donde  uoreaeron    sonrisas 

j  A  cruel   Éombre   pudiera  revelar  el  misterio 
de    ese  rostro   sombreado    de  tristeza  iniirnta  f . 


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UAN  Dt  LA  CKUZ  TüMJl. 


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x-^L^'rj;¿yx— 


^J'^J'm' 


rAGUA. 


LA    DUCHA    DE    LOS   CISNES 


Los  fotógrafos  de  las  re- 
vistas escriben  poco  y  ha- 
blan menos;  pero  se  fijan 
mucho,  como  la  lechuza  del 
cuento.  Y  se  han  aperci- 
bido que  cuando  entran  en 
son  de  paisajistas  al  Jar- 
dín Zoológico,  si  van  al  en- 
cuentro del  señor  Onelli, 
que  avanza  rápido  con  sus 
pasitos  cortos  de  peludo,  en 
un  momento  dado  éste  des- 
aparece, como  si  se  lo  hu- 
biese tragado  la  tierra.  Se 
malogra  por  lo  tanto  la 
misión,  porque  él  sólo  co- 
noce cuáles  son  las  horas 
y  los  efectos  de  luz  en  que, 
según  su  verba  incompa- 
rable, aparecen  pedazos  de 
selvas  misioneras,  de  villas 
clásicas,  de  bosquecitos  sa- 
grados frecuentados  por 
ninfas  y  un  determinado 
paraje  donde  ha  repetido, 
con  su  gusto  de  humanista, 
las  fuentes  del  Clitumno 
cantadas  por  Virgilio  y  por 
Byron. 

Un  domingo  pasado  fui- 
mos unos  cuantos;  por  eso 
íbamos  en  línea  desplega- 
da y,  cuando  hizo  la  acos- 
tumbrada gambeta,  se  to- 
pó cara  a  cara  con  uno.  que 
esto  escribe,  diciéndole  que 
queríamos  sacar  algunas 
buenas  fotografías  entre 
las  que  -  para  darle  en  el 
gusto  pedíamos  que  nos 
indicara  el  paisaje  de  la 
sugestiva  y  poética  fuente. 


UNA    FUENTE    BIZANTINA 


— i3>i_7Vü  N^'i^i^ia>x— 


Y  nos  contestó  que  a  fines  de  mayo  los  álamos  pirami- 
dales habían  perdido  todas  las  hojas  y,  sin  ellas,  no  había 
fuente  de  Clitumno  que  valiera. 

Y  descubrimos  el  secreto  de  su  aversión  por  ciertas  fotogra- 
fías, cuando  nuestro  fotógrafo  le  manifestó  que  Plvs  Vltra 
exigía  una  nota  novedosa  del  Jardín  Zoológico. 

•  De  acuerdo  con  ustedes.  —  nos  dijo;  —  pues  veo  que  no 
quieren  repetir  los  clisés  que  no  solamente  han  popularizado 
sino  vulgarizado  las  bellezas  de  este  paseo,  y  apesar  de  que  lo 
bello  es  eternamente  bello,  esto  puede  llegar  a  hartar  como 
lo  mediocre  y  lo  malo. 

«  Llegan  en  buen  momento:  en  este  pedacito  de  Palermo, 
como  lo  hacía  Rosas  en  su  vieja  estancia  con  los  naranjos,  con 
una  ducha  de  alta  presión  se  están  lavando  ahora  las  copas  de 
los  coniferos  bajos  para  dar  más  impresión  de  verdor  a  los 
muchos  visitantes  de  la  tarde.  Tienen  ustedes  una  nota  incom- 
parable de  un  sol  de  otofio  que  se  infiltra  con  sus  rayos  de  oro 
entre  las  gotas  de  plata  que  destilan  brillantes  entre  las  hojas 
y  sobre  los  mármoles  de  los  puntos  más  cuidados  del  paseo.  ■> 

Y  el  señor  Onelli  silbó  como  un  apache:  aparecieron  al  trote 
largo  y  cansado,  de  varios  rumbos,  tres  guardianes  vejancones; 
ordenó  que  se  hicieran  funcionar  los  motores  de  los  pozos,  y 
mientras  íbamos  pasando,  en  esa  belleza  apacible  de  un  tibio 
día  de  otoño,  murmuraban  las  aguas  de  las  fuentes  sus  alegres 
y  tímidas  canciones,  que  sumisos  repetían  los  arroyuelos  mansos 
que  corrían  a  los  lagos,  y  la  ducha  de  los  cisnes,  en  medio  del 
lago,  daba  de  tiempo  en  tiempo  los  sonoros  chasquidos  de 
látigo  como  de  un  geyser  que  volatiliza  agua  y  vapores. 

Las  aguas  del  Zoológico  corrían  pródigas  en  nuestro  honor, 
pues  el  Júpiter  -  Neptuno  -  Orfeo  que  modestamente  se  oculta 
bajo  el  apellido  Onelli,  así  lo  había  ordenado. 

Era  el  cotidiano  bautizo  de  una  obra  grande  y  hermosa,  lle- 
vada a  cabo  por  un  hombre  incansablemente  sabio  y  trabaja- 
dor. El  agua  del  Plata  caía  como  lluvia  argentina  sobre  el  Edén 
de  ios  animales,  que  es  al  mismo  tiempo  el  jardín   encantado 


de  los  niños  donde  vive  el  Pájaro  Azul  de  las  leyendas  infantiles. 
Todo  adquiría  mayor  brillo  y  vida,  cansando  nuestros  ojos  a 
fuerza  de  belleza;  todo  espejeaba  bajo  el  sol  invernal,  suave  y 
tranquilo. 

Onelli  miraba  con  ojos  cariñososel  trabajode  toda  su  vida. son- 
riendo porque  lo  juzga  bue.no.  Y.  maquinalmente,  adoptó  una 
actitud  estatuaria.  Pe.nsamos  e.n  que  allí,  dentro  de  muchos  lus- 
tros, deberá  alzarse  la  efigie  del  creador  de  tantas  maravillas. 

El  niño  pescador,  copia  del  bello  grupo  del  Louvre,  a  pocos 
pasos  de  distancia,  se  veía  como  a  través  de  un  velo  de  bruma 
todo  chispeante,  todo  iluminado  por  el  sal,  mientras  los  árboles 
destilaban  sobre  él  espeso   chaparro.!   de  agua  luminosa. 

La  ninfa  del  cuadrante  solar,  casto  y  clásico  desnudo  del  es- 
cultor Lubary,  bajo  la  luz  meridiana  adquiría  fosforescencias 
extrañas,  luciente  su  cuerpo  bajo  el  mador  de  la  lluvia  que  la 
e.Tvolvía  serename.Tte  y  como  enclaustrada  entre  el  marco 
sombrío  de  cipreses  solemnes. 

Más  allá,  e.i  un  fondo  obscuro  de  un  cubil  donde  llegaba  tan 
sólo  un  rayo  de  sol,  éste  iluminaba  con  sombras  violentas  la 
silueta  de  un  oso  blanco.  «  Así  —  dijimos  -  deben  ser  los  cla- 
ros de  lu.ia  en  las  largas  noches  polares.  - 

Nos  iba  acompañando  en  la  jira  el  chimpancé  Bertoldo,  ale- 
gre y  travieso,  y  que  parecía  empeñarse  en  ser  fotografiado,  to- 
mando agua  en  las  varias  fuentes  por  donde  pasábamos;  quería- 
mos retratarlo  y  el  director  se  empeñaba  en  que  no;  pues,  según 
él,  la  nota  debía  ser  solamente  de  las  aguas  en  el  Jardín  Zoológico. 

Por  entre  un  bosquecito  bajo  y  tupido,  el  susurro  de  cuya 
fronda  no  apagaba  el  murmullo  de  aguas  cercanas,  nos  hizo 
bajar  a  la  orilla  de  un  lago,  entrar  en  una  canoa  toda  escondida 
entre  los  ibiscus  y,  después  de  dos  golpes  de  remo,  nos  mostró 
orgulloso,  por  entre  intercolumnios  en  ruinas,  una  fuente  anti- 
gua dispuesta  más  bonitamente  que  el  intercolumnio  del  parque 
Mcnceau.  y  nos  dijo,  con  su  eterno  cigarrillo  en  la  boca, 
y  casi  conmovido:  «¡Así  eran  y  así  cantaban  las  fuentes 

de  la  antigua  Bizancio!  •; 

F.  Galcerán. 


'CUADRANTE    SOl.AR  *.     -   NIN.'A    BAJO    LOS    RAYOS    DE    UN    .SOL    DE    ORO    Y    GOTAS    DE    PLATA 


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LOS    ESPOSOS     BOTET-VILI-ATE.    CCN    SUS    DESCENDIENTES,    EL    DÍA    DE    LA    CELEBRACIÓN    DE    LAS    BODAS     DE    DIAMANTE 


Entre  la  impórtame  serie  de  ceremonias  nupciales  con 
.que  se  ha  iniciado  el  movimiento  social  de  la  tempo- 
rada, y  la  celebración  de  interesantísimos  aniversarios, 
que  nos  ha  prodigado  tan  generosamente  el  año  actual, 
se  han  destacado  con  singular  relieve  dos  suntuosísimas 
bodas:  primero.  las  de  los  jóvenes  esposos  Peña  Unzué- 
Alzaga.  que  revistieron  un  fausto  y  brillantez  dignos 
de  un  acontecimiento  principesco;  luego,  tras  breve  in- 
tervalo, la  sociedad  entera  tributaba  justo  homenaje  de 
respeto  y  de  cariño  a  los  venerables  esposos  Botet- 
Villate.  quienes,  rodeados  de  sus  numerosos  descendien- 
tes, han  alcanzado  a  celebrar  sus  bodas  de  diamante.  .  . 
La  misa  oficiada  en  acción  de  gracias  por  el  solemne 
acontecimiento,  y  la  recepción  ofrecida  en  la  magnífica 
residencia  de  la  familia  de  Villate,  congregaron  a  los 
elementos  más  respetables  y  representativos  de  nuestra 
sociedad:  jamás  se  ha  visto  profusión  de  flores  seme- 
jante, ni  creo  que  ninguna  joven  desposada,  haya  reci- 
bido la  cantidad  de  artísticas  <'Corbei!les')  que  llenaban 
esa  tarde  los  salones,  amplio  hall,  y  hasta  la  terraza  de 
la  elegante  morada  de  don  Adolfo  Villate  y  su  esposa: 
la  baranda  de  la  escalera  que  conduce  al  piso  alto,  des- 
aparecía también  bajo  el  primaveral  decorado,  al  que 
habían  contribuido  sin  duda  todos  los  invernáculos  que 
encierran  colecciones  dignas  de  feéricos  dominios... 
Entrando  a  la  derecha  del  vasto  hall,  se  erguía  el  sun- 
tuoso canastillo  enviado  por  las  Damas  de  Beneficen- 
cia de  Buenos  Aires,  a  su  respetada  compañera:  sobre 
enorme  mazo  de  claveles  y  azaleas  blancos,  resaltaba 
un  artístico  lazo  de  lama  de  plata  y  de  oro.  unidos  am- 
bos tejidos  por  hilos  de  strass,  simbolizando  tan  pri- 
morosa combinación,  las  tres  excepcionales  fechas:  las 
bodas  de  plata,  de  oro  y  de  diamante. .  . 

Jazmines  del  país,  madreselvas  y  violetas  del  año 
1856. . .  ¿quién  os  hubiera  dicho,  que  sesenta  años  más 
tarde,  habrían  de  cosecharse  fantásticas  orquídeas,  so- 
berbios claveles  y  azaleas,  para  agasajar  con  tan  in- 
tenso afecto,  a  aquella  juvenil  pareja,  en  cuyo  corazón 
perdura  el  perfumado  recuerdo  de  las  modestas  flores 
que  les  acompañaron,  al  iniciar  la  prolongada  y  serena 
senda  de  su  vida?. .  .  Vida  de  ejemplo  y  abnegación  sin 
límites,  cultivando  la  honrosa  tradición  de  su  abolengo. 
ostentando  con  justo  orgullo  en  una  de  las  vitrinas  de 
su  sila,  el  escudo  de  la  noble  casa  de  los  Alvarez,  mien- 
tras que  en  el  sitio  de  honor,  admiramos  todas  la  her- 
mosa y  alegórica  placa  ofrecida  por  sus  descendientes, 
a  los  que  han  sabido  inspirarles  tanta  veneración  como 
cariño. . .  Hasta  los  interesantes  retratos  de  familia,  ves- 
tidos con  las  galas  de  medio  siglo  atrás,  parecían  cobrar 
animación  al  presenciar  el  homenaje  rendido  a  los  com- 


MATRIMONIO     PENA  UNZUE-AL2AGA,    AL    SALIR     DEL    TEMPLO     DE    SAN 
AGUSTÍN,    DESPUÉS    DE    CELEBRADA    LA    CEREMONIA 


pañeros    de    su    juventud,    por    tres    generaciones  .  .  . 

He  comparado  con  un  acontecimiento  principesco,  la 
efectuada  boda  de  doña  Elena  Peña  Unzué.  esposa  hoy 
de  don  Félix  de  Alzaga.  y  así  lo  fué.  en  todos  sus  deta- 
lles. . .  Muy  difícil  nos  será  admirar  una  desposada  tan 
delicadamente  bella  y  elegante,  ni  un  séquito  semejante 
al  que  la  acompañaba;  una  fastuosa  corte  no  habría 
podido  reunir  más  hermosas  mujeres,  ataviadas  con 
una  suntuosidad,  superada  sólo  por  su  exquisito  buen 
gusto,  y  luciendo  joyas,  realmente  maravillosas.  . . 

La  delicada  reserva  de  ambas  familias,  hizo  omitir 
la  publicación  de  todos  los  obsequios  recibidos  por  los 
novios;  en  joyas  solamente,  podrían  sumarse  varias  for- 
tunas. . .  No  puedo  dejar  de  mencionar  la  maravillosa 
alhaja  ofrecida  por  doña  María  Unzué  de  Alvear.  y 
que  fué  adquirida  a  pedido  suyo,  en  Europa,  por  doña 
Josefina  de  Alvear  de  Errázuriz;  forma  dicha  alhaja. 
un  delantero  de  corpino  de  deslumbradora  pedrería,  del 
que  cuelga  un  brillante  tan  enorme,  que  fué  comparado 
con  el  Gran  Mogo!;  la  gargantilla  de  terciopelo  ofrecida 
por  don  Saturnino  Unzué  y  su  señora,  luce  otro  magní- 
fico brillante  tallado  en  forma  de  pera;  la  soberbia 
diadema  de  brillantes  y  turquesas  ofrecida  por  los  her- 
manos del  novio,  y  luego  el  brazalete  formado  por 
curiosas  «mavettes»  de  brillantes,  combinadas  con  ru- 
bíes, obsequio  de  doña  Concepción  Unzué  de  Casares, 
me  recordaron  los  fabulosos  tesoros  de  las  Mil  y  una 
Noches. .  . 

Huetel,  la  magnífica  finca  de  la  señora  Unzué  de 
Casares,  fué  la  residencia  elegida  por  los  novios  para 
iniciar  en  ella  su  nueva  vida,  y  doTide  les  esperaba  la 
más  suntuosa  de  las  hospitalidades:  un  solo  detalle  baste 
para  enterar  a  mis  lectoras...  Logré  deslizarme  hasta 
el  comedor,  donde  pude  admirar  una  mesa  redonda,  cu- 
bierta por  mantelería  digna  de  un  palacio  encantado,  ya 
que  me  parecía  hallarme  en  los  dominios  de  las  hadas.  .  . 
De  la  araña  central  pendía  una  campana  atada  con 
cintas  blancas  y  guías  de  azahares  que  caían  sobre  la 
mesa;  al  menor  movimiento,  se  entreabrían  las  blancas 
cintas,  y  los  tenues  sonidos  de  la  campana  parecían 
anunciar  como  el  toque  de  alba  de  la  dicha,  para  la 
encantadora  pareja  que  acababa  de  llegar  a  la  seño- 
rial residencia,  augurándole  larga  y  serena  vida... 
Quiera  su  destino  reservarle  prolongados  años  de  exis- 
tencia, y  que  la  misma  campana,  cubierta  por  la  platea- 
da escarcha  de  los  años,  haga  oir  sus  tenues  vibraciones, 
a  través  del  tiempo,  para  celebrar,  como  los  esposos  Bo- 
tet-Villate,    las   legendarias   bodas    de    diamante... 

La  Dama  Duende. 


ESTANCIA    «HUETEL.),    RESIDENCIA     DE    LOS    DESPOSADOS 

Fotografía  tomada  por  la  señorita  Magdalena  García  Calvo.  —  Publicación  autorizada  por  doña  Concepción  Unzué  de  Casares. 


— i3>Lrv^iíi 


>>2S.— 


NELSON 


La  Inciatora  puede,  con  justicia,  exhibir 
la  fifura  de  Nebon  como  la  de  su  gran 
hombre  de  guerra.  Los  monumentos  simbó- 
licas que  todas  sus  grandes  ciudades  tienen 
erigidos,  en  recuerdo  de  sus  tiempos  esiu- 
pandos:  los  himnos  conmemorativos  de  sus 
poetas,  cantando  las  proezas  de  su  h¿roe 
de  los  mares:  el  legitimo  orgullo  del  cual 
hace  gala  todo  ciudadano  británico  al  evo- 
car el  solo  nombre  de  Nelson.  tantos  hono- 
res y  tantas  loas,  apenas  compensan  la  glo- 
ria inmaisa  que  las  acciones  del  procer  hi- 
cieron refluir  sobre  el  Reino  Unido,  consa- 
grando desde  ese  instante  el  predominio  de 
los  mares  conocido  hasta  el  presente  que 
ejerce  sin  rival. 

Los  tastos  de  la  Historia  guerrera  de  la 
Inglaterra  no  son  ricos  en  la  presentación 
de  grandes  figuras  militares.  Nelson  y  Wél- 
lington  constituyen  —  a  no  dudarlo  —  sus 
dos  personalidades  sobresalientes.  Pero  el 
vencedor  de  Abukir  aventaja  al  triunfador 
de  Waterloo.  con  la  superioridad  indiscuti- 
ble del  genio  sobre  el  hombre  de  talento:  y 
es  indudable  que  Nelson  era  un  genio  de  los 
mares,  tal  asi  como  Napoleón  era  el  águila 
dominadora  de  los  campos  de  batalla.  Am- 
bos aparecen  iluminados  con  los  destellos 
fulgurantes  de  sus  inauditos  triunfos:  en  un 
mismo  momento  de  la  historia:  en  un  mismo 
continente  del  globo,  a  la  cabeza  de  las  fuer- 
zas armadas  de  dos  grandes  naciones,  eter- 
namente rivales:  sefior  de  los  mares  el  uno, 
soberano  de  la  tierra  el  otro.  Parecería  —  a 
veces  —  que  la  Providencia,  en  sus  designios 
inescrutables,  se  hubiera  propuesto  que  Na 
poleón  trazara  con  su  espada  el  nuevo  mapa 
de  Europa:  pero  con  el  contrapeso  del  des 
pojo  de  los  mares,  cuyo  señorío  incontesta- 
ble se  lo  adjudicaba,  al  mismo  instante,  al 
extraordinario  caudillo  de  su  invencible  ri- 
val, la  Inglaterra. 

;Ley  de  compensación:  ley  de  ritmo:  ley 
de  justo  equilibrio,  si  se  quiere!  Se  da  tanto 
como  lo  que  se  quita.  Se  entrega  sin  resisten- 
cia el  dominio  de  la  tierra,  pero  al  precio 
de  una  renuncia  irremisible  del  mar.  Y  el 
mar  misterioso,  movible,  indominable,  que 
la  Providencia  substrae  a  la  pujanza  de  Na- 
poleón, habrá  de  ser  en  manos  de  Nelson 
el  arma  terrible  que  pone  en  jaque  continuo 
al  poderio  del  gran  corso,  hasta  tornarse  — 
un  dia  —  en  el  cancerbero  tétrico  de  su  cruel 
deportación,  en  el  dia  de  la  irreparable 
caidal 

Todo  se  concita  para  hacer  de  Nelson  una 
figura  legendaria.  Poseía  el  arrojo  hasta  el 
grado  de  temeridad  asombrosa.  Amaba  la 
grandeza  en  cualquiera  de  sus  manifestacio- 
nes, porque  íl  mismo  era  grande  cuando 
nada  aún  lo  hacía  sospechar.  Conocía  los 
mares  como  un  Neptuno  adolescente.  Te- 
nia el  desprecio  de  la  vida  y  nada  le  impor- 
taba el  desgarramiento  humano  y  las  atro- 
cidades de  la  guerra.  Era  estratégico  sin 
maestro:  y  fué  él  el  que  inició  la  nueva  tác- 
tica naval  inglesa  del  desenvolvimiento  de 
las  escuadras  en  dos  cuadros  de  ataque.  Era 
fulminador  como  el  rayo  e  implacable  como 
una  ley  de  la  Naturaleza.  Era,  porque  fué 
un  predestinado  surgido  en  la  hora  clásica 
de  la  historia  del  mundo,  para  hacer  conocer 
a  Napoleón,  que  las  jactancias  y  vanidades 
de  la  tierra  tienen  un  límite,  y  que  ese  limite 
lo  forma  ese  otro  mar  iiisondable  del  futuro, 
que  envuelve  los  altos  designios  de  Dios. 
Por  eso  Nelson  fué  invencible  en  el  mar, 
que  simboliza  los  misterios  del  porvenir. 

;Abukír.  Tralalgarl , . .  Grandes  nombres: 
grandes  recuerdos:  las  páginas  de  oro  de  la 
historia  de  Albión:  el  tétrico  tafMdo  de  la 
campana  del  destino  que  marca  para  la 
Francia  las  horas  lúgubres  de  sus  descala- 
bros inmensos  en  la  aspiración  fracasada  del 
imperio  de  la  tierra. . .  ¡Y  es  Nelson  el  hé- 
roe incomparable,  el  que  recoge  sin  disputa 
los  méritos  de  esos  dos  grandes  tiempos! 

Se  ha  dicho  alguna  vez  que  la  muerte  es 
la  cortdición  de  toda  apoteosis.  Aún  esa  for- 
tuna corresponde  a  Nelson.  que  expira  mo- 
mentos después  de  saber  que  la  victoria  era 
suya,  en  la  terrible  contienda  de  Trafalgar. 

Si  grandes  fueron  los  honores  que  la  In. 
í'ia'.'rrra  le  discernió  en  vida,  tras  el  grande 
-  de  Abukir.  la  noticia  de  su  muerte, 
:amente  con  la  de  su  gran  victoria, 
hiz'j  de  su  persona  un  culto,  que  la  I  nglaterra 
mantiene  solicita  para  con  su  hijo  excepcio- 
nal, desaparecido  en  el  instante  misrro  que 
Ir  daba  su  gloria  más  pura  y  m.ás  santa. 

LeoNOR   PlÑRPO  Steomahh. 


AIMONS-NOUS 

o  mes  soeurs  aimonsnous.  aimons-nous,  ó  mes  fré.es 
Nous  sommes  pour  un  jour  ensemble  sur  la  terre. 
—  Comment  ne  pas  aimer  celui  qui  doit  mourir 
Et  pourquoi  nous  creer  des  sombres  repentirsV 
O  mes  soeurs  aimons-nous,  aimons-nous.  ó  mes  fiéres; 

Gardons-nous  d'ajouter  des  peines  á  nos  peines. 
Si  l'amour  ne  peut  rien  parfois  dans  les  douleurs; 
Dítes.  rindifference.  et  vous,  l'horrible  Haine. 
Est-ce  que  vous  pourrez  adoucír  nos  malheurs.-* 
Gardons-nous  d'ajouter  des  peines  á  nos  peines! 

Vous  qui  m'avez  donné  tant  d'amour  sur  la  terre. 
Vous  qui  m'avez  donné  tous  les  amours,  Seigneur. 
Delivrez-moi  des  mots  et  des  pensées  ameres. 
D'écouter  sans  tendresse  et  des  regards  sans  coeur. 
Vous  qui  m'avez  donné  tant  d'amour  sur  la  terre! 

Pardonnez-moi  tout  mot  qui  ne  soit  pas  d'amour, 
Toute  pensée  aussí,  tout  sentíment  trop  lourd, 
Pour  monter.  jusqu'A  Vous.  pour  entourer  mes  fréref; 
D'une  ombre  bienfaisante  et  puré  en  son  mystére. 
Pardonnez-moi  tout  mot  qui  ne  soit  pas  d'amour! 

Partageons-nous  l'honneur  d'avoir  beaucoup  aimé 
Aimer  c'est  commencer  notre  cíel  sur  la  terre 
(il  faut  beaucoup  d'amour  pour  laver  nos  miséres) 
L'Amour  est  le  plus  beau  nom  de  l'Eternité; 
Partageons-nous  l'honneur  d'avoir  beaucoup  aimé. 

L'Amour  est  le  plus  beau  nom  de  l'Eternité. 
II  est  son  premier  mot.  et  le  derníer  sur  terre, 
Car  lorsqu'il  faudra  diré  un  mot  de  verité 
En  mourant  nous  dirons  si  nous  avons  aimé. 
Aimons-nous,  6  mes  soeurs,  aimons-nous,  ó  mes  fréres 
Nous  sommes  pour  un  jour  ensemble  sur  la  terre! 


Delfina  Bunoe   de  Calvez. 


Olivos,   1916. 


Santa  Clara,  que  tuvo  la  fel'-íidad  de  conocer  a  San 
Francisco  de  Asís,  y  ser  su  hermana  espiritual.  Santa 
Clara,  de  quien  hasta  la  belleza  maravillosa  del  rostro 
puede  admirarse  todavía,  en  la  urna  de  cristal  en  que 
parece  que  duerme,  desde  hace  siete  siglos...  esperando, 
incorrupta,  y  serena,  la  resurrección  final! 

Santa  Clara,  que  no  empuñó  la  espada,  pero  que, 
llevando  en  sus  manos  la  Custodia  que  contenía  el  San- 
lísimo,  salió  al  encuentro  de  los  enemigos,  y  consiguió 
que  se  trocara,  en  el  corazón  de  ellos,  el  ánimo  de  pe. 
lea  por  el  deseo  de  la  paz.  Santa  Clara,  que  salvó  a  su 
pueblo,  no  por  la  Guerra  ni  la  Victoria,  sino  por  la 
Paz:  no  por  la  matanza,  sino  por  el  Amor. 

Delfina   Bunge    de   Calvez. 

Hubiera  deseado  ser  la  madre  de  los  Gracos;  pero 
desgraciadamente  no  he  tenido  hijos,  y  no  he  podido 
dar  soldados  a  mi  querida  patria. 

Carmen  Dormal  re  Olazabal. 

Sania  Ménica.  -  Le  debemos  al  sacrificio  y  amor 
'le  madre  el  tener  en  la  historia  de  nuestra  religión  uti 
hombre  como  San  Agustín. 

M.  Calvo  de  Troncoso. 

Me  hubiera  gustado  encarnar  Mad.  de  Sevigné, 
porque  fué  hermosa  como  mujer,  como  espíritu  y 
como  madre. 

María  Julia  B.   de   de  Bary. 

Soy  admiradora  de  la  causa  sufragista  en  sus  princi- 
pios; pero  no  de  los  medios  de  que  se  sirven.  Quisiera 
poder  ser  una  Mis  Pankhurst  y  ver  aquí  realizado  su 
ideal. 

Fannv  Covepton  de  Wood'íatr. 


Ninguna.  Las  que  me  son  simpáticas  han 
sido  muy  desgraciadas,  y  las  que  han  tenida 
éxito  han  sido  casi  todas  malas,  pretencio- 
sas, orgullosas  y  envidiosas.  Creo  que  en  la 
historia,  la  mujer  más  feliz  ha  sido  aquell.i 
que  ha  pasado  más  desapercibida. 

María  Luisa  T.  de  Barretü. 

Al  remontar  el  curso  de  la  historia,  me  in- 
clino reverente  ante  una  mujer  sublime  que 
encarna  para  mi  el  ideal  más  perfecto. 

Surgió  como  estrella  de  primera  magni- 
tud en  el  seno  de  la  Revolución  Francesa. 

Joven,  virtuosa  y  bella,  de  una  inteligen- 
cia poco  común,  Madame  Roland.  concen- 
tró todas  las  energías  de  su  alma  infinitamen- 
te glande  y  las  puso  al  servicio  de  la  más 
noble  de  las  causas:  la  libertad  de  su  patria. 

Fué  esposa  y  madre  amaiitísima  y  prac- 
ticó en  su  fecunda  vida  todas  las  virtudes. 
Su  sangre  regó  el  cadalso  e  inmortalizó  su 
nombre,  legando  a  la  historia  el  perfume  de 
sus  gracias  y  el  temple  soberbio  de  las  mu- 
jeres de  su  raza. 

Elvira  Pérez  de  Cranwell. 

Lucrecia,  la  víctima  de  Tarquíno  el  Sober- 
bio, que  con  sus  virtudes  salva  una  época  de 
la  historia  de  Roma. 

Clara  Mazzini   de  Guerrico. 

La  tierna  y  melancólica  Valentina  de  Mi- 
lán, modelo  de  fidelidad  conyugal,  y  que  a  Ih 
muerte  de  su  esposo,  Luis  de  Orleáns.  adop- 
tó el  lema  que  debía  simbolizar  toda  su  vida' 
»  Ríen  ne  m'est  plus. 
Plus  ne  m'est  ríen.  » 
Matii.de  García  Calvo  de  Gutiérrez. 

Blanche  de  Castilla,  por  haber  formado  un 
hijo  como  el  suyo.  San  Luis,  rey  de  Francia; 
fué  modelo  de  madres  y  de  reinas. 

Florencia  T.   de  Castex. 


¿QUIERE  USTED  SABERLO? 

Ofelia.  -  ¿Por  qué  los  hombres  son  tan 
variables? 

Preguntas  porqué  los  hombres  son  varia- 
bles. Es  muy  difícil  contestar,  porque  cada 
corazón  es  un  problema.  Los  hay  complica- 
dos, simples,  delicados,  fuertes,  sutiles,  falsos, 
francos,  en  una  palabra,  incomprensibles. 
Hay  quien  dice  que  el  corazón  de  los  hom- 
bres es  un  tren  de  lujo  con  muchos  comparti- 
mentos de  primera,  que  mientras  hay  sitio 
van  levantando  pasajeros. 

Pasan  por  el  mundo  con  los  ojos  abiertos  a 
todas  las  tentaciones  y  el  corazón  cerrado  por 
desconfianza.  Hay  que  lanzar  la  flecha  con 
acierto  en  busca  de  una  falla  de  la  coraza  y 
puede  ser  que  lleguemos  al  fondo  de  su  alma, 
cuyas  intimas  expansiones  muestran  de  vez 
en  cuando  su  fondo  de  reserva. 

Se  puede  inducirlos,  pero  no  intentar  con- 
ducirlos: su  soberbia  no  lo  permite.  «  Ellos 
son  la  cabeza,  nosotras  el  cuello  que  sostiene 
la  cabeza  y  dirige  sus  movimientos.  « 

I N  DISCRETA. —  Díces  quc  sabes  quién  es  «La 
Dama  Duende»,  o  lo  presumes,  pues  es  una 
dama  joven,  que  alterna  con  la  rlile  en  los 
salones  elegantes:  que  no  dudas  al  hacer  esta 
afirmación,  pues  muchas  cosas  que  has  con- 
versado tú  misma  en  el  circulo  íntimo  con 
tus  amigas,  ese  duende  lo  revela  en  sus  cró- 
nicas, haciéndote  arrepentir  más  de  una  vez 
de  tus  franquezas.  Copio  casi  fielmente  tus 
palabras.  La  misma  curiosidad  me  ha  asal- 
tado muchas  veces;  cuando  veo  sobre  la  me- 
sa de  trabajo  el  ínfaltable  artículo  de  «La  Da- 
ma Duende»,  me  parece  que  las  letras  escri- 
tas a  máquina  (pues  hasta  eso,  no  escribe  W/a 
jamás)  toman  formas  de  elementales  y  se  le- 
vantan del  papel,  formando  grupos  distintos 
y  oigo  sus  cuchicheos. . .  No  sé.  Indiscreta, 
quién  es  »La  Dama  Duende»;  pero  sí  te  prome- 
to averiguarlo,  y  entonces  te  contestaré  en 
esta  misma  sección  con  las  letras  de  la  clave 
que  me  envías. 

María  Lebem. 

En  el  próximo  número  se  contestará  a  le- 
das las  preguntas  que  nuestras  amables  lec- 
turas quieran  hacer  sobre  tópicos  femeninos. 


>>^.— 


Al  margen  del  «drama  de  VerduN'>.  — 
Las  primeras  batallas  comerciales,  en 
LAS  ferias  de  Leipzig  y  de  Lyon.  —  Una 
idea  francesa  plagiada  por  el  vienes 
Lendelle  y  por  el  berlinés  Haas  He- 
ye.  —  El  «milagro»  realizado  por  el 
Sindicato  Parisiense  de  la  Costura.  — 
Nuevos  modelos.  —  La  moda  se  trans- 
forma en  Arte  Decorativo.  —  El  pri- 
mer capítulo    de    una    nueva    historia. 

Al  margen  del  ogran  drama  de  Ver- 
duno,  cuya  tremenda  escena  está  tan 
cerca,  ¿qué  pueden  ser  los  incidentes 
de  nuestra  vida,  sino  pequeñas,  nimias 
cosas,  que  al  alba  de  cada  mañana  y 
al  crepúsculo  de  cada  tarde  nos  dicen 
las  horas,  sobre  el  tablado  angosto  de 

Despertar  entre  las  sá- 
banas de  un  lecho;  preocuparse  de  la  ^toilette»,  de  las  cartas 
que  hemos  de  responder,  de  los  negocios  que  hemos  de  intentar; 
decir  y  escuchar  ios  amables  embustes  del  diálogo  mundano.  .  . 
y  todo  ello  cuando  a  breves  kilómetros  de  París  se  escribe,  con 
sangre,  la  máxima  y  más  trascendente  epopeya  de  la  historia. . . 
¿no  es,  acaso,  como  ir.  sin  conciencia  de  la  realidad,  por  las  sen- 
das obscuras  de  un  sueño?  ¿No  es  como  perderse  en  el  laberinto 
de  quimera  de  un  anticipado  sepulcro,  en  tanto  que  otros  van, 
a  plena  luz,  bajo  el  sol  del  heroísmo  y  sobre  el  camino  de  la 
gloria?. . . 

Y,    sin    embargo,    así    es  nuestra  existencia,  movida  por  los 
cordelillos  de  los  hábitos,  de  las  obligaciones,  de  las   necesida- 
des, y  no  por  nuestro  albedrío.    De  cuando  en  cuando,  un  eco 
de  la  gigante  lucha,  un  convoy  de  he- 
ridos, una  visita  de  imperiales  aerona- 
ves, nos  arrancan  a  nuestro  vagar  de 
sonámbulos,  y    entonces   recordamos,    ' 
entonces  nos  decimos  unos  a  otros,  3(\ 
media  voz,  la  palabra  solemne:  — //a^: 
guerra! . . .  Mas  luego,  volvemos  a  ser 
marionetas;  volvemos  a  ser  gotas    de 
agua  en  el  cauce  estrecho;  volvemos  a 
preocuparnos   de  nuestro  tocado,   del 

lazo  de  nuestra  corbata,  del  balance  de  nuestra 
escarcela,  y  hablamos  de  todo,  incluso  de  la 
moda;  de  todo,  excepto  de  la  guerra. . .  jSomos 
absurdos,  pero  así  somos,  y  esta  es  la  eterna 
fórmula  de  nuestra  írredenci  ón! 


Hablamos  de  todo,  incluso  de  la'moda,  os  dije; 
mas  bien  pudiera  haberos  dicho,  en  verdad,  que 
hoy    en    París    la    moda,    la    «moda    francesa», 
preocupa  seriamente,  y  no  sólo  a  frivolas  mujeres-  sino 
también  a  muy  graves  y  muy  sesudos  hombres. .  - 

Y  es  que,  paralelamente  a  la  guerra  de  trincheras, 
riñese  ya,  con  igual  encono  y  entre  los  mismDS  beli- 
gerantes, la  guerra  comercial,  cuyas  primeras  grandes 
batallas  fueron  las  ferias  rivales  de  Leipzig  y  de  Lyon. 
vieja  la  primera  de  muchos  años, 
y  nacida  la  segunda  en  esta  primavera. 

Decir  que  nuestra  cFoire  de  Lyon*  significó  un 
gran  éxito,  sería  faltar  a  la  verdad...   Fué,  sen- 
cillamente, un  ensayo,  un  tanteo  para  lo  porvenir. 
y  no  podía  ser  otra  cosa,  en  una  hora  en  que  toda 
Francia,  en  armas,  no  atiende  a  empeño  alguno  que  no  sea  el  de  arro- 
jar cuanto  antes,  lejos  de  sus  fronteras,  a  un  enemigo  que  aun  huella  y 
profana  la  santidad  del  patrio  lar. 

Trocadas  las  fábricas  de  toda  índole  en  fábricas  de  municio- 
nes, y  hogaño  empleados  en  fundir  y  tornear  obuses  los  brazos 
laboriosos  que  antaño  se  aplicaban   a    fundir    porcelanas    y   a 
tejer  sedas,  ¿qué  podía  esperarse  del  actual  esfuerzo  de  la  in- 
dustria francesa,  sino  es  lo  que  se  ha  obtenido:  un   comienzo, 
una  orientación,  una  prueba  de  vitalidad  que  para  lo  futuro  es 
promesa  de  victoria,  en  la  inexorable  competencia  que  dividirá 
a  la  Europa  comercial,  como  prosecución  de  la  contienda  pre- 
sente, cuando  al  fin  se  acalle  el  trágico  rugir  de  los  cañones? 
Y  en  tanto  que  Lyon,    desde  el  real  de  su  feria,  entabla  ya 
contra  Leipzig  una  resuelta  ofensiva,  París,  --el  París  de  la  Rué 
de  la  Paix,   de  la  Place  Vendóme  y   de   los  Cam- 
pos  Elíseos,  —  aprés- 
tase   a   una  defensiva 
á  outrance,  para  man- 
tener y  acrecentar  su 
prestigio   de    dictador 
de  elegancias;  ese 
prestigio  noble  y  secu- 
lar que  Berlín  y    Vie- 
f"'     jJ^  aJfc.  ^^'  ^  ^^t^  ^^    propio 

W  'i^mfW^  ^    trivial    New  York, 

M.-^-^áÉi^r     '10  tratan  de    arrebatarle 

^mi^^A  i^ilr  por  todos  los    medios 

^%|^iM  w^  y  con  todas  sus  fuer- 

1  zas,  usando  y  aun  abusando 

de  la  oportunidad   del    mo- 
mento. 
La    amenaza    más    seria, 
entre  estas  enunciadas,   fué 
;^  la   de  Viena.  y  ello  por  ha- 

Q  ber  recogido  y  realizado  los 

^  austríacos,  ahora,  aquella 

idea  francesa  que  surgió  y 
se  agostó  en  flor,  allá  por 
otoño  de  1913,  si  mal  no  re- 
cuerdo, cuando  los  esfuerzos 
2  y^  de  Buzenet  y  de  Berlioz  re- 

jSzz^X        unieron  en  estrechacolabora- 
(^^  "'^ — ^ción  a  los  pintores  de  fama 


y  cuando  Gerbault.  de  la  Gándara,  Wi- 
llette  y  otros  consagrados  de  la  pintura, 
diéronse  a  esbozar  proyectos  de  indu- 
mentaria femenina,  trocando  en  íntimo 
maridaje  la  que  hasta  entonces  fuera 
irreconciliable  hostilidad  del  Arte  y  de 
la  Moda. 


En    torno    de    ■•: 

aquel  loable  inten-    jjj 

to  se  habló  mucho,    jj: 

y  se  dijeron  no  po-    ::i 

cas  necedades:  la  jj: 
mayor  de  todas  jj; 
ellas  fué  asegurar  ij: 
que  para    reussir    jil 

un  vestido  elegan-    ::: 

te,  eran  menester,    ••: 
ante  todo,  la  incultura    ij: 

artística  y  la  experien-  :;:':ii::i¡:::¡:::ii:::i:::i:::::::::::i:::::::;::::::::ÍÍ5 
cía  práctica  de  un  Fa- 
quín o  de  un  Roedfern;  incultura  artística  para  evitar,  ig- 
norándolas, ciertas  sugestiones  demasiado  elevadas  y  espi- 
rituales para  ser  compatibles  con  el  gusto  general;  y  expe- 
riencia práctica  para  discernir,  a  primera  vista,  lo  que  ese 
gusto  general  ha  de  aceptar  a  ciegas,  sea  bello  o  no  lo  sea, 
sin  más  razón  ni  causa  que  un  insaciable  afán  de  origina- 
lidad... 

Fracasó,  pues,  en  fuerza  de  no  ser  comprendido,  aquel 
plan  que,  sin  embargo,  implicaba  una  evolución  trascenden- 
tal: la  de  convertir  la  Moda  en /I  r/e  Dícora/íw,  legitimán- 
dola, ennobleciéndola,  y  haciéndola  compatible  con  el  pro- 
greso del  espíritu  femenino  y  con  la  marcha  del  tiempo. 
De  lograrse  esto,  hace  tres  años,  ¿hubiéramos  visto,  acaso, 
el  absurdo  desfile  de  pseudoelegancias  que 
de  algún  tiempo  a  esta  parte  venimos  pade- 
ciendo, y  que  parecen  reflejo  del  mal  gusto 
universal,  mejor  que  del  añejo  y  clásico  buen 
gusto  parisiense?. . . 


r¿' 


¡A    buen    seguro, 
no! .  .  . 

Y  ved  cómo,  con 
hábil  jugada,  los  pin- 
tores vieneses,  y  en- 
tre ellos  y  especial- 
mente Lendelle,  trabajan  para  que  esa 
alianza  del  Arte  y  de  la  Moda,  malo- 
grada en  París,  sea  un  hecho  en  Viena,  donde  acaba 
de  abrirse  una  Exposición  de  modelos  que,  al  decir  de 
quienes  los  vieron,  no  son,  ni  con  mucho,  el  ideal;  pero 
al  menos  significan  un  paso  hacia  él,  y  el  anuncio  de 
una  rivalidad,  digna  ciertamente  de  consideración. 

No  lo  es  menos,  la  iniciada  en  Berlín  por  Haas 
Heye,  que  sigue  los  pasos  del  vienes  Lendelle,  y  que,  a 
semejanza  de  éste,  ha  organizado  una  Exposición  cuyo  éxito  comer- 
cial ha  sido  satisfactorio,  ya  que  ha  merecido  la  atención  y  la  clien- 
tela de  muchos  compradores  norteamericanos,  gente  propicia  a  toda 
iniciativa  y  a  todo  modernismo,  y  mal  dispuesta  a  seguir,  por  sen- 
timiento o  por  tradición,  los  caminos  obstruidos  por  la  inercia. 

De  sacudir  esa  inercia,  ^ — efecto  natural  de  la  situación  —  se  ha 
encargado  el  «esprit»  francés:  ese  ingenio,  cuya  sutilidad  y  cuya  luz 
bastan  para  hacer  milagros.  .  .  Y  el  milagro  se  ha  hecho. . . 


El  Sindicato  de  la  Costura  ha  puesto  en  línea,  para  la  acción,  buena 
parte  de  esos  muchos  millones  ahorrados  al  margen  de  sus  formida- 
bles beneficios,  durante  los  años  de  paz.  Y  llamados  a  capítulo  los  más  ilustres  pinto- 
res, —  entre  los  que  la  guerra  nos  ha  dejado.  —  y  puestos  de  acuerdo,  al  fin,  artistas  y  prac- 
ticones, ensueños  y  realidades,  la  Moda  Francesa,  remozada  y  encauzada  por  los  derroteros 
de  la  gran  evolución  que  se  malogró  en  1913,  nos  muestra  hoy,  en  las  páginas  de  su  revista 
oficial,  o  en  los  salones  de  sus  faiseurs  sindicados,  maravillosas  colecciones  de  modelos  que 
son,  en  plena  actualidad,  trasunto  fiel  de  las  más  bellas  galas  del  pasado... 

Ved,   conmigo,  este  tailleur  de  jerga  azul  marino:  falda  corta  y  amplísima,  ahuecada,  en 

torno  de  las  caderas,  por  un  sutil  arillo  de  ballena.  El  corpino  se  ajusta  al  talle,  en  saudade 

goyesca,  y  una  pelerina  apenas  indicada  sobre  el  pecho  y  francamente  ostentada  sobre  la 

espalda,  os  dice  de  las  elegancias  muy  siglo  dieciocho. , .  Pero  en  torno  del  cuello,  alto  y  albo, 

se  anuda  y  cae  sobre  los  senos  una  grande  y  romántica  corbata  de  taffetas  negro,  que  basta 

para  hacernos  pensar  en  los  dolientes  vagares  de  Becker  y  de  Espronceda. . .  Vestid  con  este 

traje  sencillo,  a  una  rubia,  a  una  de  las  rubias  princesas  que  poblaron,  divinamente,  los 

divinos  ensueños  de  Rubén  Darío,  y  habréis  tornado  en  realidad  la  ilusión,  y  habréis 

aprisionado  la  esmeralda  de  la  esperanza,  para  engastarla  en  el  oro  de  la  leyenda. 

Observad  aquel  otro  tailleur  de  taffetas  glacé,  bajo  cuya  jaquette,   muy   abierta. 

florece  un  chaleco  de  brocado:  es  cifra  y  suma  de  elegancias  versallescas, 

y  gala  que  hubiera  lucido,  gustosa,  la  regia  Madame  de  Pompadour. . . 

Toilettes    de    noche:    raso    rosa,     con    cintura    y    galones    de    tejido 
de    plata;    tul    amarillo,    con    adornos    de    Chantiíly;    seda    clara,    bajo 
túnica  de  gasa  obscura;  gasa,  cerdee  de  ruches   de   Chantiíly... 
¡Cuan  lejos  está,  todo   esto,  —  que  es  delicadeza  y  armonía,' — 
de  aquellos  barrocos  y  disparatados  horrores  de  la  moda  búlgara, 
que  en  un  tiempo  que  más  vale  no  recordar,  París  adoptó  y  admiról... 
Y  los  grandes  abrigos  de  taffetas,  muy  1830;   y   los   vestidos- 
túnicas,   de  terciopelo  gris,  orlados  sobre  el  bajo,  las  bo- 
camangas y  el  cuello,  con  renard  plateado,  y  ceñidos  con 
una  gran  cintura  de  moiré;  y  los  tailleurs  escoceses  —  man- 
zana y  oro  —  ajustados  con  un  cinturón  de  ante,  prendido 
con  hebilla  de  plata  antigua,  ¿no  es, 
decidme,  esta  breve  evocación  de  la 
moda    femenina,  el  primer  capítulo 
de  una  historia  de  Arte  De- 
corativo, que  comienza?. . . 
Y,  ¿cuál,  entre   esas  bellas 
artes  de  la  decoración,  podrá 
ser  más  interesante,  para  un 
hombre,    que   la   que   tiene 
por   objeto   embellecer  a  la 
mujer? 


dibujos  de  ribas. 


^ 


Antonio  G.  de  Linares. 
París,  mayo  de  1916. 


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os  briosos  deudos  de  Ro- 
cinante prefieren  la  pampa, 
que  es  una  Mancha  inmensa. 
Los  sumisos  descendientes 
del  rucio  sanchopancesco 
aman  el  monte,  los  caminos 
entre  árboles.  El  galope  resulta  hidalgo, 
gaucho;  el  paso,  escuderil,  indio. 

En  cuanto  el  terreno  deja  de  ser  lla- 
nura y  se  cubre  de  arboleda;  en  cuanto 
pone  obstáculos  al  libre  galopar,  se  inicia 
el  humilde  imperio  de  los  pacientes  rucios, 
y     es     el     indio     quien     hace     de    Sancho 


Panza.  Entre  esos  bosques,  por  medio  de 
las  picadas,  luchando  contra  la  naturaleza,  la 
industria  y  el  comercio  argentinos  tratan  de  ex- 
plotar el  suelo  rico  y  difícil 

Obra  lentísima,  como  andadura  de  asno;  pero 
eficaz,  continua.  Insensiblemente  el  hombre  triun- 
fa en  la  empresa  de  invadir  el  oasis  para  hacerle 
productivo.  Si  no  fuese  por  la  colaboración  del 
rucio,  la  selva  continuaría  impenetrable  y  rebel- 
de al  progreso. 


Gracias  al  calmoso  obrero,  héroe  de  las 
aventuras  modestas,  se  abrirán  los  caminos 
por  donde  Rocinante  galope  a  sus  anchas, 
triunfalmente. 

Entonces  nadie  recordará  ni  apreciará 
los  servicios  del  rucio,  descendiente  de 
la  simpática  cabalgadura  de  aquel  buen 
Sancho  Panza  que  represen- 
taba en  la  odisea  cervantina 
lo  vulgar,  lo  razonable,  lo 
práctico  y  conocía  el  in- 
trincado arte  de  gobernar  ín- 
sulas. 


e 


T-\- 


N/i_  ri^^^v- 


RefineriadeAceites 


PUROS 


DE  OLIVA 


tKfMPifai\  Á 


Importadores  Exclusivos      / 
PARA  LA  República  Argentina/ 

IfKíiXilSIOUiJOrC^BuenosAtó 


EL  NUEVO  ENVASE  PORRÓN 
PARA  ACEITE  DE  OLIVA 

(patente    exclusiva    de    la   casa    JOSÉ    BAU) 

EL  ACEITE  ESTÁ  ENCERRADO  EXENTO 

DE  AIRE- CADA  PORRÓN  ESTÁ  LLENO 

POR  COMPLETO  DE  ACEITE. 

HIGIENE  Y  ECONOMÍA 

Significa  una  evolución  importantísima  en  beneficio  de  los  con- 
sumidores de  aceite  fino  de  oliva,  la  creación  de  este  nuevo  envase 
(Porrón)  que  resuelve  de  golpe  las  dificultades  y  deficiencias  que 
todos  encuentran  en  los  envases  más  o  menos  cuadrados. 

LA  ECONOMÍA  E  HIGIENE  DEL  ACEITE  ENVA- 
SADO EN  PORRONES,  en  vez  de  en  latas  comunes,  fácilmente 
se  demuestra: 

Las  latas  comunes,  por  el  hecho  de  no  terminar  en  cúspide,  no 
pueden  ser  llenadas,  haciendo  el  vacío  de  aire ;  contienen,  por  lo  tanto, 
aceite  en  contacto  con  aire  encerrado. 

Las  latas  comunes,  por  el  hecho  de  no  tener  cúspide,  no  pueden 
vaciarse  completamente,  siempre  queda  un  gran  desperdicio  de  aceite 
en  el  ángulo  correspondiente  al  orificio  practicado  para  abrir  la  lata. 

Las  latas  comunes,  por  el  hecho  de  no  tener  cúspide,  contaminan 
el  aceite  así  que  se  abren,  porque  la  superficie  es  plana  y  caen  sobre 
ella  materias  extrañas  (en  la  cocina  o  en  la  despensa),  y  cuando  se 
sirve  el  aceite,  se  contamina  más  o  menos  con  dichas  impurezas. 

Hasta  el  aceite  de  botellas  ofrece  la  desventaja  de  que  la  per- 
sona que  toca  el  tapón  con  las  manos  o  que  lo  deja  impropiamente  en 
cualquier  parte,  al  meterlo  para  tapar  la  botella,  contamina  la  parte 
interior  por  donde  tiene  que  pasar  después  el  líquido. 

CON  EL  TAPÓN  PATENTADO  DEL  PORRÓN 

B.AU,  se  garantiza  la  pureza  del  aceite  hasta  la  última  gota  de  su 
contenido,  por  cuanto  no  se  puede  meter  la  tapa  dentro  del  gollete : 
lo   cubre   externamente    (tapa   por   afuera). 

NO  SE  ENCIERRA  AIRE  Y  ACEITE  DENTRO  de  los 
porrones,  porque  cada  envase  se  llena  íntegramente  y  se  cierra  después 
de  practicado  el  vacío.  La  enorme  ventaja  de  aislar  el  aceite  del  aire, 
es  el  fundamento  más  esencial  de  este  invento  de  la  casa  Bau. 

NO  QUEDA  UNA  SOLA  GOTA  DE  ACEITE  EN  L.OS 
PORRONES  vacíos,  porque,  rematando  en  cúpula  cada  envase, 
se  desliza  hacia  ella  hasta  la  última  gota  de  aceite. 

NI  EL  hollín,  NI  EL  POLVO,  ningún  cuerpo  extraño, 
ninguna  impureza  puede  entrar  en  los  porrones  de  aceite  Bau,  porque 
resbalarían  por  la  cúspide  y  por  la  parte  de  afuera  de  la  tapa. 

NO  SE  CHORREA  ACEITE,  no  se  pierde  aceite  como  en 
las  latas  comunes,  porque,  gracias  a  la  disposición  de  la  cúspide  del 
porrón  y  de  su  boca,  el  aceite  sale  sin  correrse  y  sin  derramar. 

PÍDANSE   PROSPECTOS   EXPLICATIVOS. 
NO  SE  HA  AUMENTADO  EL  PRECIO. 

El  costo  de  cada  porrón  vacío,  es  igual  al  costo  de  la  lata  común 
y,  por  lo  tanto,  la  casa  José  Bau  entrega  el  aceite  en  porrones  a  exclu- 
sivo beneficio  de  los  señores  consumidores,  sin  el  menor  aumento  de 
precio. 

DE  VENTA  EN  TODA  LA  REPÚBLICA.  PÍDASE 
POR  SU  NOMBRE:   "PORRÓN   BAU". 

Agencia  del   aceite  "Bau",   en   Buenos  Aires 

Freixas,  Urquijo  y  Cía.  -  B.  Mitre,  1411 


f  i.,x  -^-^    V  i,'rt,?>x- 


LAS  AVISPAS  Y  SUS  NIDOS 


PREPARATIVOS  PARA  HACER  LA  CU- 
BIERTA DEL  nido:  la  reina  prove- 
yéndose DE  FIBRA  DE  MADERA  EN 
UN  ÁRBOL.  DESPUÉS  LA  TRABAJA 
EMPLEANDO    SU    »SAL1VA». 


LA  FUNDACIÓN  DB  UNA  COLONIA  DB  AVILAS:    RL    PEQUEÑO    NIDO 

CONSTlTUinO    rOR    LA    REINA. 


UN   FOCO   DE  FUTURAS   MOLESTIAS:    NIDO    DE  AVISPA.    LLAMADA    KN 

INGI.ATEKKA     AVISPA     DE     LOS     ÁRBOLES.       ESTÁ      HECHO       EN      EI. 

CRUCE    DE  VARIAS    RAMAS.      . 


CORTE  TKANSVEItSAL  DE  UN  NIDO  DE  AVISPA  COMÚN:  (1)  PASAJE  DEL 
NIDO  AL  EXTEKIOR.  (2)  LA  RAÍZ  DE  LA  CUAL  PENDE  BL  NIDO.  (3) 
GAUnttA  EN  TORNO  DEL  NIDO,  QUE  PERMITE  A  LAS  AVISPAS  REPA- 
SARLO.   (4)    LA    ÚNICA    ENTRADA  PARA  EL  NIDO  PROPIAMENTE  DICHO. 


LAS  TRES  CASTAS   DEL  MUNDO  DE  LAS  AVIS- 
PAS!   LA     REINA     (arriba),      EL     MACHO     (AI. 

centro)  v  la  obrera  o  hembra  estéril 
(abajo). 


UN  GRAN  NIDO  DE  AVISPAS 
SACADO     DE    BAJO    TIERRA. 


CELDILLAS    QUE   COHTIRNEN    ORUGA-, 

Las  avispas  son  unos  insectos  muy  dañinos.  En  Kingston,  por 
ejemplo,  miles  de  ellos  invadieron  un  almacén  de  ropa  hecha  y  fué 
necesario  cerrarlo  por  cinco  días.  Además,  el  tráfico  en  un  camino  del 
condado  de  Lincoln  tuvo  que  suspenderse  durante  varias  horas,  por- 
que las  avispas,  cuyos  nidos  habían  sido  puestos  a  descubierto  por 
los  hombres  que  reparaban  el  camino,  atacaban  no  solamente  a  esos 
trabajadores,  sino  también  a  los  transeúntes.  La  formación  de  una 
colonia  de  avi|pas  principia  cuando  la  reina,  abandonando  en  la  pri- 
mavera el  sitio  en  que  ha  pasado  el  invierno,  construye  un  pequeño 
nido,  compuesto  de  unas  cuantas  celdillas  incompletas,  en  cada  una 


LOS  DIVERSOS  •nrc:;,  r.  L-:  uti   r.'ii^o,  süSTüriiDOG  RECl^vocAMR^JTF.   ror:    fü[-:fti-:.í 

"VIGAS»    DE    FIBRA    DE    MADERA. 

de  las  cuales  pone  un  nido.  Se  multiplican  rápidamente,  y  las  nuevas 
avispas  van  agregando  al  nido  celdilla  tras  celdilla.  En  el  verano, 
hacen  celdillas  más  grandes,  de  las  cuales  salen  las  avispa.^  al  exterior. 
Abandonada  la  colonia,  los  nidos  quedan  vacíos.  Los  machos  mueren 
en  mucha  mayor  proporción  que  las  hembras,  y  son  éstas  las  que  bus- 
can sitio  para  pasar  el  invierno  y  formar  una  nueva  colonia. 

Más  previsoras  que  las  solícitas  abejas,  las  avispas  sólo  fabri- 
can miel  agria  y  cera  inútil,  que  el  hombre  no  puede  robarles.  Tra- 
bajan para  el  avispero  y  le  defienden  valientemente,  con  sublime 
egoísmo  y  tenacidad  extraordinaria. 


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ALFOMBRAS  -  TAPICERÍA 


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I 


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Carlos  Pellegrirvi  515 


UNA  MANERA  DE  IMPRESIONAR 
CINTAS  CINEMATOGRÁFICAS 


<'¡  Lo  qué  trabaja  el  hombre  por  no  trabajar  !»  -  decía  el  paisano 
viendo  a  un  pintor  dar  pinceladas. — Algo  por  el  estilo  pudiera  excla- 
marse al  ver  las  proezas  de  los  operadores  cinematográficos,  capaces 
de  arriesgar  la  vida  a  cambio  de  conseguir  una  película  sorprendente. 

El  viajero  encuentra  a  estos  temerarios  fotógrafos  en  todas  partes. 
Ni  los  peligrosos  ventisqueros  ni  las  tempestades  les  acobardan.  Aco- 
modarse incómodamente  en  el  miriñaque  de  una  locomotora  para  im- 
presionar un  trozo  de  cinta  que  dé  al  ptiblico  la  perfecta  ilusión  de 
hallarse  en  un  tren  lanzado  a  gran  velocidad,  es  un  juego  de  niños 
para  los  que  saben  hasta  ir  a  las  trincheras  buscando  escenas  im- 
presionantes y  truculentas. 

Pero  el  grabado  que  acompaña  estas  líneas  merece  ser  conocido, 
pues  tiene  algo  de  simbólico,  o  de  cartel  anunciador,  nombre  que  en  el 
lenguaje  comercial  equivale  a  la  palabra  símbolo. 

Es  admirable  la  labor  de  estos  valientes  artistas  que  colaboran  en 
la  misión  educadora  del  cinematógrafo.  Cada  vez  se  arriesgan  a  mayo- 
res empresas  y  nos  dan  la  imagen  exacta  de  espectáculos  fugitivos, 
rápidos  o  imposibles  de  ver  para  el  hombre  que  no  desafió  los  peligros 
a  que  se  arriesgan  los  operadores, 

A  pesar  de  los  trucs  y  artimañas  de  que  el  cine  se  vale  con  el  fin 
de  disminuir  los  riesgos  de  estos  trabajos,  siempre  es  más  cómodo  el 
papel  de  espectador  bien  sentado  en  su  silla  que  las  tareas  del  fotó- 
grafo sobre  el   miriñaque  de  una  locomotora. 


SJS!ígjai3«ia<íiMíí¿j^ái'iñfeüí  &'iffiE&i#ieiíi^ai?sijass®JMs:®ffif§;tíM@.:áji«i 


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La  India  es  la  tierra  donde  las  leyendas  tienen 
mayores  misterios.  En  la  historia  de  este  arcaico  pue- 
blo hay  páginas  de  una  grandeza  trágica.  Es  la  tierra 
de  las  hambres  epidémicas,  de  las  persecuciones  y 
matanzas.  Allí,  junto  al  fastuoso  lujo  de  los  principes 
y  rajas,  los  miserables  mueren  de  extenuación  o  del 
cólera,  por  millares  de  millares,  a  la  vista  de  los  gran- 
des Ídolos,  sobre  los  pórticos  de  los  colosales  templos. 

Europa,  o  mejor  dicho,  sus  sabios  estudian  los  sím- 
bolos de  aquellas  leyendas  que  los  hindúes  guardan 
celosamente. 

Los  fantásticos  paisajes,  poblados  de  fabulosos  mo- 
numentos, de  prodigiosas  arquitecturas  y  de  bravas 
floraciones  tropicales,  acogen  al  viajero  con  menos 
inhospitalidad  que  en  tiempos  pasados:  y  el  cielo,  in- 
tensamente azul  y  puro,  no  es  testigo,  como  antaño, 
de  crueles  suplicios  y  sangrientas  venganzas  contra 


EL    GIGANTESCO    ÍDOLO    DE    MADRAS 


los  extranjeros  que,  atrevidos,  osaban  cruzar  sus  ríos 
sagrados  u  hollaban  con  su  planta  maldita  la  pureza 
de  sus  pagodas,  en  grave  ofensa  a  los  dioses,  así  in- 
sultados por  su  irreverente  presencia. 

En  Madras,  la  ciudad  más  importante  de  las  tres 
que  forman  la  división  administrativa  de  la  India 
inglesa,  entre  muchos  monumentos  religiosos  se  en- 
cuentra el  ídolo,  cuya  fotografía  ilustra  esta  nota. 
Además  de  sus  gigantescas  proporciones,  tiene  una 
particularidad:  la  de  que  en  él  se  funden  dos  estilos, 
dos  civilizaciones.  Porque  en  su  figura  se  acusa  clara- 
mente la  influencia  del  arte  chino  sobre  el  arte  indio. 
Puede  clasificarse  este  ídolo  como  perteneciente  a  la 
época  de  la  invasión  mongólica. 

Las  dos  más  antiguas  y  grandes  civilizaciones  han 
colaborado  en  la  escultura  de  este  enorme  monigote 
caricaturesco  y  religioso. 


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productores, no  va  encontrar  en  ninguna  Exposición.  Así  lo  han  afirmado  los  «En- 
tendidos» y  los  «Jueces»  mismos  que  han  visitado  este  Establecimiento  de  Avicultura 
Moderna,  que  empolla  y  cría  por  medio  de  la  electricidad.  Aves  reproductoras,  desde 
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Belgrano,  451,  Buenos  Aires.  —  Anexo:  Criadero  «EXCELSIOR»,  30  años  establecido. 


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Iperbiotina 
Malesci 


Profesor    Dr.    Maleici, 
d«   Firenze   (ItAlia). 


Admirahle  piefiaratión  pata  iomhain 
la  neuraitema,  leiütidaJ  ptemalura. 
cansando  fiíico  i)  moral,  ancmut  y  río 
rosfs.  enfermedades  de  la  uingre,  pa 
decimientos  de  loi  teñorai.  pelifroi 
de  la  adoleicencia.  memoria  dehitila- 
da,  conyaterencta  de  enfermedadet. 
insomnio    ¡i    jaqueca    nerviotot. 


Hace  ya  aAos  que  el  ilustre  fisiólogo  Brown-Se<iuard,  de 
la  Academia  de  Medicina  de  Paris,  asombró  al  mundo 
con  los  resultados  que  obtuvo  inyectando  en  el  cuerpo 
humano  jugos  obtenidos  de  animales,  con  lo  cual  de- 
mostró prácticamente,  sin  dejar  lugar  a  duda.  la  facilidad 
con  que  podia  llevarse  al  organismo  debilitado  del  hombre, 
la  savia  robusta  y  vigorosa  de  las  razas  inferiores. 

El  doctor  Malesci,  fundándose  en  estos  experimentos 
previos  y  firme  creyente  en  los  estudios  del  sabio  citado, 
dedicó  sus  esfuerzos  durante  mucho  tiempo  a  perfeccionar 
la  nueva  escuela  y  sobre  todo  a  buscar  la  forma  de  ob- 
tener el  miimo  resultado  que  Brown-Sequard,  sin  necesidad 
de  la  peligrosa  y  molesta  inyección. 

Ese  resultado  es:   la  Iperbiotina  Malesci. 

La  Iperbiotina  Malesci  está  compuesta  con  el  elemento 
activo  del  jugo  orgánico  de  animales  jóvenes  y  vigorosos 
debidamente  combinado  con  otras  sustancias  tónicas  de 
origen  vegetal  y  animal,  pero  con  exclusión  completa  de 
los  productos  minerales. 

La  escrupulosidad  con  que  está  preparada  la  Iperbiotina 
Malead,  constituye  la  mejor  garantía  para  el  enfermo, 
pues  ni  un  solo  frasco  sale  del  laboratorio  sin  que  su 
contenido  haya  sido  previamente  esterilizado  según  el 
«stema  Pasteur  y  sin  que  su  perfecta  inocuidad  hay» 
"•«•o  plenamente  comprobada. 

La  Iperbiotina  Malesci  ha  sido  llamad*  por  médicos 
eminentes  "el  gran  descubrimiento  científico  de  las  época» 
modernas",  y  los  hechos  prácticos,  asi  como  el  favor 
«empre  creciente  que  se  le  dispensa  en  el  mundo  entero, 
corroboran  esa  opinión   tan   halagadora  para  su  inventor 


Pasarán  días,  pasarán  años! 

pero  llegará  un  momento  que  al  historiar 
los  éxitos  de  las  grandes  preparaciones  de 
base  científica,  ocupará  lugar   preferente 

erbiotina  Malesci 

Sus  maravillosas  propiedades  no  se  discuten; 
sus  efectos  nunca  fallan. 

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absolutamente  precio  superior  de  lo  que  comúnmente  se  ha  pagado. 


'I"t3-^=V— 


EL    FETICHISMO    A    TRAVÉS    DE    LAS    EDADES 


r-"**'       j^  Los  portugueses  Ilama- 

^^É3^^^  '■°ri   fetiches,  de  la    pala- 

^^^^^^^^  bra  lusitana  feili(o,    que 

^^Kmí^^^^^k  significa    hechizo,    a    los 

MHHHL^^^F  ídolos    adorados    por   las 

y^^Kr.J^^  tribus    negras   de  África. 

^mlSfiT/^  ^'    fetichismo  es  un  res- 

to de  costumbres  salva- 
jes, cuyas  primeras  ma- 
nifestaciones han  encon- 
trado los  geólogos  en  los 
restos  de  épocas  prehis- 
tóricas. En  el  período 
neolítico  se  manifiesta 
ya  claramente  el  culto 
hacia  seres  sobrenatura- 
les que  se  representan 
bajo  una  forma  humana. 
Se  les  esculpía  en  las  pa- 
redes de  los  vestíbulos 
de  ciertas  grutas  funera- 
rias, consagrándoles  ade- 
más idolillos  de  tierra 
cocida.  El  hacha  de  pie- 
dra, que  tantos  servicios 
prestó  como  instrumen- 
to y  como  arma,  parece 
haber  poseído  caracteres 
divinos.  Los  grandes  mo- 
nolitos, cuyo  uso  nadie 
pudo  precisar  todavía, 
tal  vez  fueron  enormes  fetiches.  En  apoyo  de  esto,  puede  citarse  los 
acuerdos  adoptados  en  los  concilios  de  Arles,  425,  Tours,  567  y  Man- 
tés, 658,  por  los  que  se  declaraba  culpable  de  sacrilegio  a  los  hombres 
que  continuaran  adorando  los  monumentos  prehistóricos. 

Lejos  de  desaparecer,  el 
fetichismo^  se  desarrolla 
más  durante  las  otras  épo- 
cas. En  las  edades  del  bron- 
ce y  del  hierro,  muchos 
objetos  de  dichos  metales 
se  convierten  en  talisma- 
nes. Y  no  hablemos  de  las 
edades  media,  moderna  y 
contemporánea,  tan  cono- 
cidas de  nosotros.  Un  tro- 
zo de  herradura,  un  cuer- 
necillo  de  coral,  trozos  de 
cuerdas  de  ahorcados,  etc., 
son  talismanes  que  confir- 
man la  permanencia  de 
las  supersticiones  mile- 
narias. 


ídolo  con  casco  y  plumas 


FETICHE  EN  FORMA  DE  PERRO,  CON  DOS  CABEZAS 


Pero  donde  el  fetichis- 
mo conserva  todos  sus 
fueros  es  en  África,  en- 
tre los  negros.  Para  el 
hombre  de  color,  que  aun 
vive  en  su  país  de  ori- 
gen, el  fetiche  represen- 
ta uno  de  los  innumera- 
bles genios  invisibles  que 
le  rodean,  genios  malos, 
vengativos  y  crueles,  por 
lo  general. 

Loango,  capital  del 
Congo  francés,  es  consi- 
derada como  la  Meca 
del  fetichismo.  Allí  se  en- 
cuentran los  ídolos  más 
curiosos  y  característicos. 
El  arte  religioso  de  los 
negros  no  es  muy  refi- 
nado; por  el  contrario, 
tienen  el  aspecto  de  mo- 
nigotes, mal  tallados  en 
madera.  Los  adornos 
también  pertenecen  al 
género  más  estrafalario: 
plumas,  espejos,  talis- 
manes, clavos,  girones  de 
tela,  trozos  de  limas,  de 
cuchillos,  etc.  Todo  lo 
que  brilla,  lo  que  es  ex- 
traño, va  a  incrustarse  en  el  cuerpo  del  ídolo.  Dan  idea  de  tales  divi- 
nidades nuestros  tres  grabados.  Los  dos  primeros  representan  fetiches 
favoritos  de  los  loangueses.  El  tercero  quiere  asemejarse  a  un  perro  de 
dos  cabezas.  Cuando  los  negros  necesitan  protección  contra  los  fusi- 
les europeos,  contra  los 
hechiceros,  serpientes; 
cuando  desean  tener  fortu- 
na en  la  guerra,  la  caza  o 
el  amor;  cuando  buscan  el 
modo  de  curar  una  enfer- 
medad, vengarse  de  un 
enemigo  o  capturar  un  la- 
drón, se  dirigen  al  fetiche 
predilecto  y  mediante  cua- 
lesquier  objetos  de  des- 
echo, consiguen  su  propósi- 
to. Hay  que  añadir  que  el 
sacerdote  fetichista  exige 
además  el  sacrificio  de  una 
cabra  o  de  un  ave,  cuya 
carne  le  pertenece  por  de- 
recho propio. 


FETICHE  CON  ESPEJOS  SOBRE  LA  CABEZA  Y  EL  ABDOMEN 


PERSEGUIDO  POR  UN  TEMOR  INDETERMINADO 


,\1  que  nu  a(jza  de  perfecta  salud,  le  persigue  el  espectro  de  la 
vejez  prematura  y  de  la  tristeza  abrumadora;  muchas  enfermeda- 
des, cuya  causa  se  ignora,  provienen  del  estómago  o  de  los  intesti- 
nos, se  descuidan  porque  no  hay  peligro  de  muerte;  pero,  una  vez 
crónicas,  son  insufribles  y  engendran  la  desesperación.  Los  des- 
gastes físicos,  consecuencia  de  la  actividad  excesiva,  hacen  que  la 
mayor  parte  de  la  humanidad  esté  enferma  del  KSTOMAGO,  y  es 
necesario  prevenir  muchos  males  que  ocasionan  una  mala  digestión. 
"STOMALIX"  Saiz  de  Carlos,  conserva  la  integridad  de  su  orga- 
nismo. Es  el  TONICO-DIGESTlVO  por  excelencia.  Su  eficacia 
y  su  sabor  agradable,  han  conquistado  la  fama  mundial  que  goza. 
"STOMALIX"  debe  ser  su  compañero  en  la  mesa. 
Venta  Farmacias,  Pidan  folleto  a  Carlos  S.  Prats,  San  Martín,  66, 
Huellos  .'Vires. 


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■^íz^j^^íí^-^^íjí: 


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DARWIN  SE  CONOCE  A  Sí  MISMO 


Ahora,  durante  la  estación  invernal,  cuando  su  orga- 
nismo se  resiente  de  la  baja  temperatura,  tonifíquese 
con  el  delicioso 

Oporto  Dom  Luiz 

Vl£,R  FALO  en  copa  fina  de  cristal  y  repare  en  su 
bnllemtez  que  deleita  la  mirada  con  sus  prismas  lím- 
pidos como  la  luz  del  sol. 

ASPIRE  el  finísimo  perfume  que  emerge  del  contenido 
de  la  copa  como  si  albergara  en  su  seno  misteriosa  flor. 

SABOREE  su  delicada  tonicidad,  digno  complemento 
del  conjunto  ideal  que  reconforta  y  repone  las  ener- 
gías cual  maravillosa  fuente  de  salud. 


Con  ojo  atento,  como  el  que  empleaba  en  vigilar  los  amores  entre  un  in- 
secto y  una  orquídea,  Darwin  se  vigilaba  a  sí  mismo.  Llegó  a  ser  muy  ducho 
en  este  conocimiento  difícil,  recomendado  en  el  frontis  del  templo  de  Delfos. 
He  aquí  cómo  él  analizaba  el  linaje  del  propio  espíritu. 

Leemos  en  la  Autobiografía:  «  Yo  no  tengo  una  gran  rapidez  de  concep- 
ción o  de  ingenio,  cualidad  tan  notable  en  algunos  hombres  inteligentes, 
por  ejemplo,  Huxley.  Soy,  pues,  mediocre  como  crítico.  El  leer  algo  en 
un  libro  o  en  un  periódico,  tanto  me  impulsa  a  la  admiración,  que  úni- 
camente tras  reflexión  prolongada  llego  a  ver  los  puntos  flacos.  La  fa- 
cultad que  permite  seguir  una  larga  y  abstracta  serie  de  pensamiento  es, 
en  mí,  extremadamente  limitada.  En  matemáticas  o  en  metafísica  hubiera 
fracasado.  Mi  memoria  es  extensa,  pero  nebulosa:  es,  en  general,  la  su- 
ficiente para  advertirme,  de  una  manera  vaga,  que  he  leído  o  bien  obser- 
vado algo,  opuesto  o  favorable  respecto  a  la  conclusión  que  estoy  dedu- 
ciendo. Al  cabo  de  unos  instantes,  recuerdo  el  lugar  de  donde  debo  sacar 
la  indicación.  Mi  memoria,  en  cierto  sentido,  deja  tanto  que  desear,  que 
jamás  he  podido  recordar  más  que  unos  cuantos  días  una  fecha,  una 
línea  o  una  poesía.  Muchos  de  mis  críticos  han  dicho:  «  Es  un  buen  obser- 
vador, pero  no  tiene  ningún  poder  de  raciocinio».  No  creo  que  esto  sea 
®xacto.  El  Origen  de  las  especies  es,  desde  el  principio  al  fin,  un  largo  racio- 
cinio, que  ha  podido  convencer  a  un  cierto  número  de  personas  inteligentes. 
Nadie  hubiera  podido  escribirlo,  a  no  estar  dotado  de  alguna  fuerza  de  razo- 
nar. Yo  creo  tener  tanto  sentido  común  y  buen  juicio  como  un  hombre  de 
ley  o  un  doctor  de  fuerza  mediana,  pero  no  más.  Por  otro  lado,  me  creo  su- 
perior a  la  generalidad  de  los  hombres,  en  lo  de  notar  cosas  que  escapan 
generalmente  a  la  atención  y  para  observarlas  con  cuidado.  Mi  ingeniosidad 
ha  sido  la  más  grande  posible,  para  la  observación  y  acumulación  de  hechos. 
Y,  lo  que  tiene  más  importancia,  mi  amor  a  las  ciencias  naturales  ha  sido 
constante  y  ardiente.  .  .  He  tenido  mucho  tiempo  para  mí  por  no  haberme 
visto  en  la  necesidad  de  ganarme  el  pan.  La  enfermedad  ha  inutilizado  al- 
gunos de  los  años  de  mi  vida;  pero  ha  tenido  una  ventaja  y  es  que  me  ha  li- 
brado de  distraerme  en  las  diversiones  de  la  sociedad.  Mi  éxito  como  hom- 
bre de  ciencia,  a  cualquier  gradD  que  se  haya  elevado,  ha  sido  determinado 
por  condiciones  de  mente  complejas  y  variadas.  Entre  ellas,  las  más  impor- 
tantes han  sido  el  amor  a  la  Ciencia,  una  paciencia  sin  límites  para  reflexio- 
nar sobre  cualquier  objeto,  la  ingeniosidad  en  observar  los  hechos  y  en  reunir- 
los,  una  dosis  media  de  invención  y  de  sentido  común.  Con  las  limitadas 
capacidades  que  poseo,  es  sorprendente,  en  verdad,  que  haya  podido  in- 
fluir, en  un  grado  considerable,  en  la  opinión  de  los  sabios  sobre  algunos 
importantes  problemaS'\  A  esta  declaración  de  modestia,  tan  serena  y  de- 
licada, ha  añadido  el  hijo  de  Darwin;  «  Uno  de  los  valores  de  mi  padre,  era 
sentir,  como  pocos  hombres,  una  diferencia  entre  el  trabajo  de  un  cuarto 
de  hora  y  el  trabajo  de  diez  minutos.  > 


^^JUrri:2y>^— 


—  1->1^N. 


N^  i^'l    l-¿-r^— 


J^arrods 


en  la  Liquidación  completa  que  realiza  desde  el  31  de 
Julio  hasta  el  12  de  Agosto  próximo,  responde  a  un 
concepto  exacto  de  esta 

Venta  Extraordinaria  Semestral: 

beneficiar  a  su  clientela,  con  los  precios  excepcionalmente  re- 
bajados y  conquistar  nuevos  favorecedores^ 


El  que  aprovecha  esta  Liquidación  en  J^áPrOClS  obtiene  ar- 
tículos de  primera  calidad,  cuya  moda  recién  empieza  a  imponerse. 
Hay  otro  beneficio:  la  seguridad  de  que  la  Casa  no  reserva  merca- 
dería de  un  año  para  otro,  porque  Semestral  mente  liquida  todas 
las  existencias  de  estación. 

Los  precios  de  esta 

Liquidación  Semestral 

están  a  la  vista  del  público.  Vale  la  pena 
estudiarlos,  en  la  seguridad  de  que  se  pue- 
de  visitar  los   Salones  de 
Exposición  y  Venta   sin  ser 
molestado. 

Lo  importante  es  que  usted 
acuda  a  convencerse   que      ¿fá 
nunca  se   ha  realizado  una 
Liquidación  como  ésta. 


Jfíarrods 

FLORIDA,  877 

y  PARAGUAY,  554 


BAJO    CERO 


I 


—v=>L->~^s>  'vi_-n^i-">>x— 


Escribo  en  época  en  que  las  fiestas  de  la 
conmemoración  de  1916  están  todavía  en  el      g^-m 
limbo  de  los  hechos  que  van  a  ocurrir:  pero 
la  idea  de  que  esto  pueda  publicarse  cuando  ellos  sshayai 
producido,  ya  no  detiene  el  curso  de  las  reflexiones  susci- 
tadas por  la  previsión  de  esos  hechos.    Ello  seria  un  s^rio 
inconveniente  para  un  articulo  de  actualidad.  En  cambio 
tratándose  de  esto,  y  no  sintiendo  vanidades  de  acierto  pro- 
fetice (que  por  otra  parte  no  tienen  ocasión  donde  la  profe- 
cía se  reduce  a  simples  divagaciones  de  presente  con  vistas 
a  un  porvenir  que  es  casi  el  presente  mismo),  hay  cierto 
encanto  en  oírse  hablando  de  un  futuro  que  ya  dejó  de 
serlo,  alcanzado  por  la  voraz  prisa  del  tiempo  mientras 
se  secaba  la  tinta  de  las  palabras  escritas  en  pasadas 
horas.    Es  un  encanto  que  se  sazona  con  cierto  dejo 
de  renunciamiento,  tenuemente  amargo,  dulcemente 
punzante,  eso  de  exponerse  a  las  rectif icacio  íes  de 
la  realidad  invirtiendo  la  común  relación  de  tiem- 
po: lo  que  fué  «a  priori»  aparece  convertido  en  «a 
posteriori»  sin  haber  cambiado  su  naturaleza. 
ni  sus  elementos,  ni  sus  caracteres.  Y  asi  pue- 
den revestir  un  interés  particular  todas  las 
enunciaciones  que  se  refieren  en  tiempo  fu- 
turo a  un  hecho  ya  pasado.  Pudiera  ser.  que- 
resultase  por  contraste  mucho  más  intere- 
sante de  lo  que  es  en  si  mismo,  sin  duda. 
esto  de   empezar  diciendo,  como  digo 
empezando  con   mi  asunto  concreto: 

Vamos  a  festejar  otro  centenario 
de  nuestra  vida  histórica. 

Cuando   celebramos  el  del  pro- 
nunciamiento    de     Mayo,     este 
otro,    el    de   la    declaratoria    de 
la  independencia,  aparecía  leja- 
no. Tenían  que  correr  seis  años. 

Ya    está    aquí.     Esos    seis 


#r. 


arios    no    han    corrido:    han 
volado.    Su  fugacidad  hace 
sentir  la  impresión  de  una 
ráfaga  de  vendabal  gigan 
tesco  y  silencioso.  Porque, 
ya  es  sabido,   nada  apa- 
ga como  el  tiempo  el  es- 
trépito de  la  vida. 

Pero,    dejemos   estas 
filosofías  que  serian  muy 
viejas    si    no    fueran 
eternas. 

Elcasoesqueel  nue- 
vo  centenario  está  a 
muy  poco  trecho  de  es- 
te presente  que  se  va 
yendo  al  correr  de  la 
pluma.  Y  sin  embargo. 
no  se  le  siente  todavía 
como   emoción,    ni  aun 
de  espectativa. 

Hay  noticias  en  los  dia- 
rios, que  nos  hablan  de  fes- 
tejos. En  las  calles  los  anun- 
cian algunos  adornos.  Pero 
las  noticias  no  son  todavía  el 
eco  de  una  gran  palpitación,  de  una 
gran  vibración  de  los  espíritus,  como 
cuando  el  otro  centenario.  Y  los  ador- 
nos penden  muy  humildes,  muy  pobre- 
citos  en  lo  alto  de  las  calles,  como  un 
tanto  avergonzados  o  un  tanto  entris- 
tecidos de  interpretar  asi  la  arrogan- 
cia triunfal  de  la  celebración.  Claro  que 
al  decir  esto  no  juzgamos  la  materiali- 
dad, sino  la  significación.  El  fausto 
ornamenta!  importaría  sólo  un  derro- 
che en  zarandajas  mientras  no  corres- 
pondiera aun  hecho  moral  que  lo  diera 
de  sí  como  expresión  necesaria  de  su 
generoso  empuje.  Esto  sucedió  en  1910. 

•Cualquiera  tiempo  pasado  fué  me- 
jor», dice  la  consabida  meditación  de 
Jorge  Manrique.  Pero  en  esto  que  ve- 
nimos conversando  nosotros  no  es  ese 
encanto  de  todo  pasado,  lo  que  hace 
aparecer  o  sentir  como  inferior  el 
presente.  Lo  creo  asi.  porque  la  evo- 
cación de  hechos  fáciles  de  evocar  por 
su  proximidad  y  por- 
que están  concretos 
en  la  memoria  de  to- 
dos, acusa  una  dife- 
rencia casi   palpable. 

Basta  recordare!  es- 
pectáculo y  la  vida  de 
la  ciudad  en  aquellos 
días  en  que  se  prepa- 
raba para  la  gran  cele- 
bración. ¡Era  toda  ella 
un  vibrante  taller!  Re- 
sonaban sin  descanso, 


jubilosos, 
los    martillos: 
aquí.  allá,  en  todas 
partes,     construyen- 
do  efímeros  pero  arro- 
gantes palacios,    destina- 
dos, como  el  entusiasmo,  a 
clamorear  un  momento  y  des- 
aparecer luego.   El  pico  y  la  pala 
funcionaban  sin  descanso  abriendo 
sitio  a  visiones  nuevas,  de  juvenil 
y  victoriosa  expresión:  la  plaza  del 
Congreso  fué  así  surgiendo  de  entre 
os  escombros  de  nutridos  edificios 
como   a   un  conjuro  de  magia:  flo- 
recida, sonriente,  espaciosa,  abierta 
como  mano  que  se  ofrece  leal.  Hubo 
una  pululante  germinación  de  esta- 
tuas: eran  malastodasellas(somos. 
por  fuerza  de  inmutable  sino,  el 
vaciadero  de  las  malas  estatuas): 
pero  esa  población  de  metal  y  de 
piedra  parecía  brotar  de  la  tierra 
con  majestuosa  unanimidad  para 
entrar  en  formación  ante  el  gran 
recuerdo,    tronando   un    «¡Presen- 
tes!» de  ordenanza  heroica. 

Y   toda  la   ciudad   se  renovaba. 
se   erguía,    se    revestía    de   frescas 
entonaciones   entre  el   repicar  ani- 
moso y  contento  de  las  herramien- 
tas, golpeada  por  el  oleaje  de  mul- 
titudes   que    iban    invadiénc 
cada  vez  más    nutridas:  gentes 
todas  partes   del   mundo   en 
nes  las   naciones  habían   de 
cantando    bajo    el   arco  en- 
galanado    que    proclamaba 
nuestro  primer  siglo  de  ju- 
ventud. 

¡Y  qué  ganas  de  vivir,  en 
los  corazones!  ¡Qué  generosa 
fuerza,  qué  amplitud  de  op- 
timismo y  de  efusión,  qué 
confianza  y  qué  anhelo  de 
futuro!  Todo  esto:  este  espí- 
ritu del  centenario,  tantas 
veces  simbolizado  gráfica- 
mente en  una  irradiación  de 
apoteosis,  dejó  en  efecto  una 
como    lar-  , 

ga  y  glorio- 
sa prolon- 
gación de 
luminaria; 


pasa 


festivales  en  las  noches  de  Buenos 
Aires.  Mucho  tiempo  después,  sobre 
la  masa  de  la  ciudad  nocturna  que 
el  reflejo  de  las  iluminaciones  en- 
volvía en  leve  halo  rojizo,  erguíanse 
aqui  y  allá,  dibujadas  con  luz  so- 
bie  lo  negro,  las  construcciones  de 
oti  a  ciudad  que  se  encendía  con  ale- 
gría inmóvil  de  castillo  de  fuegos  de 
artificio,  lanzando  a  lo  alto  de  la  no- 
che minaretes,  torrecillas,  fachadas 
y  cúpulas  centellantes  que  esplen- 
dían largas  horas  en  una  silenciosa 
y  como  embelesada  exaltación  de 
fiesta. 

Eran  les  gallardos  y  atrevidos 
urrates  de  los  palacios  de  las  expo- 
siciones y  las  líneas  de  construcción 
de  les  edificios  que  ya  se  habían 
acostumbrado  a  vestirse  de  apoteo- 
sis: las  ruedas  gigantes  girando  en 
la  sombra  con  titilación  infantil, 
punteadas  en  luz.  y  los  grandes 
reflectores  que  proyectaban  de  lejos 
su  blanco  asombro  luminoso  sobre 
el  cielo,  destacando  con  su  panta- 
Uazo,  en  un  rápido  deslumbramien- 
to, planos  de  fachadas  y  aristas 
tccadas  un  punto  por  la  revolu- 
ción del  inquieto  haz  de  claridad. 
Era,  en  fin,  una  como  embriaguez 
de  la  luz,  que  la  ciudad  había  con- 
traído durante  las  fiestas  del  cente- 
nario y  que  la  llevaba  a  compla- 
cerse en  irradiar  cada  vez  más,  a 
coronarse  de  esplendores  no  ya  so- 
lamente simbólicos:  a  encaramarse 
sobre  el  cielo  trepando  la  noche 
con  regueros  de  luminarias;  a  m.a- 
nifestar.  en  fin.  sus  alientos  ambi- 
ciosos envolviéndose  en  un  soberbio 
manto  de  esplendores. 

Y  no  evoco  el  cuadro  del  gran 
día:  el  empavesamiento  unánime 
que  m.eció  la  ciudad  toda  en  blanco 
y  azul  con  el  ondular  de  las  ban- 
deras que  se  asomaban  a  todos  los 
balcones  y  escalaban  rápidamente 
las  fachadas  y  cruzaban  de  acera  a 
acera  bóvedas  de  lanzas  sobre  las 
calles;  ora  pendientes  con  lánguido 
vaivén  al  arrullo  del  aura  de  la  ma- 
drugada, en  el  decoloramiento  le- 
choso del  amanecer;  ora  agitándose 
con  inicial  estremecimiento  de  re- 
guero que  se  inflama  chisporrotean- 
do en  algazara  de  gallardos  revuelos 
y  briosos  aletazos  y  tenso  vibrar 
cuando  una  ráfaga  levantaba,  como 
en  bandada,  pabellones  y  flámulas 
y  hacía  chasquear  la  ciudad  entera 
en  un  grande  alborozo  multicolor 
dominado  por  la  nota  azul,  juvenil, 
suave  y  entusiasta  del 
«leit  motiv»  argentino, 
luego,  la  alegría,  gá- 
1  y  solemne  a  la  vez,  de 
aquella  jornada  memora- 
'  que  era  a  un  tiempo 
el  júbilo  nacional 
y  la  alegría  del 
mundo  asociado 
universalmente  a 
nuestro  contento; 
las  representacio- 
nes de  todas  las  na- 
ciones que  pasaban 
con  sus  banderas: 
el  pueblo  todo  en 
la  calle;  abiertos 
los  corazones,  las 
almas  cantando. 


,/ 


Esta  expansión  se  producirá  tam- 
bién, seguramente,  el  día  de  la  cele- 
bración de  la  otra  efemérides  secular; 
sino  en  igual  magnitud,  por  lo  menos 
con  igual  significado.  Pero  entre  tan- 
to, el  espíritu  y  el  espectáculo  de  los 
días  preparatorios  no  es  el  mismo. 
No  podría  lógicamente  serlo. 

Aquel  nuestro  centenario  celebrado 
en  1910  tuvo  el  concurso  feliz  de  todo 
lo  que  puede  dar  brillo  y  brío  y  mag- 
nitud a  la  fiesta  de  un  pueblo.  El 
mundo  gozaba  paz  y  cordialidad:  el 
comercio,  las  industrias,  las  activi- 
dades todas  que  crean  la  riqueza,  flo- 
recían gloriosamente. 

Y  nosotros  éramos  ricos.  El  pais 
gozaba  el  delicioso  vértigo  de  una 
audaz  ascensión  de  prosperidad. 

Y  ahora  estamos  pobres.  Ya  no 
hace  oleaje  el  oro  abundante  y  fácil 
que  distendía  los  cintos  de  los  estan- 
cieros y  prodigaban  los  dueños  de  la 
cosecha  y  hacia  irradiar  áureos  refle- 
jos a  las  propiedades  de  renta  can- 
tando una  inefable  música  en  dila- 
tado y  divino  timbrar. 

El  antiguo  Pactólo  arrastra  ahora 
lentamente  por  angosto  cauce  esca- 
sas arenas  preciosas  que  sólo  permi- 
ten ser  ricos  a  los  que  siempre  son 
ricos.  El  desbordamiento  de  aquel 
raudal  de  oro  que  todo  lo  bañaba,  es 
hoy  un  sueño  del  pasado;  un  sueño 
con  un  poco  de  delirio  en  que  todo 
era  dorado  y  vibraba  como  sonoro 
metal  generoso. 

Y  es  por  esto,  sobre  todo,  por  lo 
que  la  antigua  animación  festival  pa- 
rece ahora  tardo  desperezarse  ante  la 
inminencia  de  la  fiesta,  que  llega  en 
silencio,  sin  flameos  triunfales  ni  ex- 
pansiones exuberantes. 

Porque,  ¿a  qué  negarlo?  Podría  el 
viejo  mundo  estar,  como  está,  sumido 
en  los  negros  horrores  de  la  guerra, 
y  no  por  eso  faltara  en  esta  parte  del 
mundo  joven,  animoso  y  brillante 
regocijo  conmemorativo  si  hubiese 
dinero  abundante.  «El  dinero  es  un 
valeroso  soldado  que  va  siempre  ade- 
lante en  sus  empresas!»  dice  el  gran 
sir  Johnn  Falstaff  con  la  franqueza 
de  verdad  que  su  cinismo  le  permite. 
La  pobreza  era  una  virtud  repu- 
blicana. Pero  para  celebrar  los  gran- 
des acontecimientos  republicanos,  la 
pobreza  es  un  grave  inconveniente. 
Aquella  nuestra  prosperidad  material 
tan  cantada  por  hombres  de  negocios 
que  se  sentían  poetas  ante  la  riqueza, 
ha  hecho  así  de  la  pobreza  una  cosa 
muy  anti-republioana.  Los  centena- 
rios sin  dinero  son  vejez  melancó- 
lica, del  mismo  modo  que  los  muchos 
años  son,  con  fortuna,  respetable  an- 
cianidad, y  simplemente  vejez  en  la 
indigencia. 

Verdad  es  (y  viene  bien  para  que 
no  aparezca  todo  reducido  a  moneda 
contante)  que  quizás  influye  también 
el  hecho  de  que  a  los  centenarios  es 
más  que  a  cualquiera  otra  cosa  apli- 
cable el  «Non  bis  in  idem»  de  la  sabi- 
duría antigua.  Celebraciones  destina- 
das a  cada  siglo,  no  pueden  actuar 
con  igual  intensidad  espaciadas  ape- 
nas por  media  docena  de  años. 

Por  esto  yo  creo  que  el  que  vivi- 
remos siempre   los   que   lo    vivimos 
en    1910,  será  el  otro   centenario,  el 
de  Mayo,    el  que  llegó  entre  las  sa- 
lutaciones de  una  emoción  antes  no 
sentida,  haciendo  surgir  esplendores 
en  medio  de  un  glorioso  florecimiento 
de  riqueza,  radiante  como  el  mismo 
símbolo  de  su  triunfal  signifi- 
cado; el  centenario  por   anto- 
nomasia para  todos:  tanto  más 
luminoso,  cuanto  que  brilla  en  1 
la  memoria,  cariñosa  siempre! 
con  lo  que  sólo  vive  ya  en  ella. 
Este  de  Julio,  será  para  otros 
mucho  más  que  para  nosotros, 
los  de  1910:  para  los  que  pue- 
dan vivirlo  con  el  alma  libre 
de  emociones  que  difícilmente 
se  viven  dos  veces... 

Arturo  Giménez  Pastor. 

DIBUJO    DE   ALONSO 


"K)>X  — 


f lúU^A/  Ay^vE^lCAHA/' 


No  es  mi  propósito  definir  la  personalidad  literaria  de  Almaíuer- 
te  en  estas  breves  líneas,  escritas  al  margen  de  su  retrato;  ni  mi 
pluma  es  la  más  indicada  para  trazar  apologías.  Me  limitaré,  por 
ello,  a  exponer  ligeramente  mí  opinión  personal  sobre  dicho  poeta, 
el  más  original  y  vigoroso  que  se  destaca  en  nuestra  literatura 
contemporánea. 

Todo  el  mundo  conoce,  más  o  menos,  fragmentariamente,  su 
notable  y  trascendental  obra  poética.  Su  nombre  se  aureola,  dentro 
y  fuera  del  país,  con  una  popularidad  inmensa  y  un  justo  prestigio. 
Y  las  palmas  del  triunfo  han  rozado  más  de  una  vez,  en  el  camino, 
su  frente  de  inmortal. 

Sin  embargo,  de  acuerdo  con  la  sinceridad  de  mi  espíritu  y  la 
conciencia  de  mis  convicciones,  he  de  declarar  que  si  bien  admiro 
el  gran  talento  y  la  magna  figura  de  Almafuerte,  en  su  aspecto 
lírico,  no  comparto  con  la  generalidad  de  sus  devotos  el  concepto 
impropio  de  la  clarividencia  profétíca,  el  apostolado  evangélico. 
la  talla  genial,  que  ellos  encuentran  en  su  vida  y  su  obra. 

Según  mí  criterio,  Almafuerte  es  un  gran  poeta  desorientado. 
Un  poeta  soberbio,  que  ambicionó  ser  Juvenal,  Jesús,  Isaías,  San 
Pablo,  Job,  y  tal  vez  Salomón.  Y  él  mismo,  en  «Milongas  clási- 
cas», define  así  uno  de  sus  estados  de  ánimo: 

II  O  de  tanto  cerebrar 
me  circundo  de  visiones, 
que  me  muestran  direcciones 
salvadoras  al  azar;  » 

Poeta  extraordinario,  porque  apesar  de  ser  heterogénea  su  labor 
intelectual  ha  conseguido  unificar  todas  las  producciones  en  torno 
de  una  idiosincrasia  típica  revelada  en  sus  versos.  Y  ha  logrado, 
de  un  enmarañado  conjunto  de  poemas  magníficos,  aunque  sin 
unidad  de  pensamiento,  incoherentes  y  contradictorios  en  sus  ideas, 
y  recargados  de  metáforas  y  vaguedades  como  una  selva  virgen 
de  frutos  silvestres,  hacer  surgir  una  personalidad  literaria  singu- 
lar, portadora  de  un  nuevo  blasón  para  las  letras  americanas  e 
iluminada  por  los  centelleos  de  su  fiebre  lírica  como  por  los  relám-  ' 

pagos  de  un  Sinaí. 

¡Ha  triunfado  Almafuerte!...  Entonces,  es  lícito  discutirlo;  no  para 
pretender  empañar  su  gloria  ni  para  restarle  méritos,  que  fuera  tarea 
alevosa,  sino  para  que  los  hombres,  al  esculpir  idealmente  en  la  imagina- 
ción su  figura  de  poeta,  no  le  atribuyan  proporciones  exageradas... 

¿Por  qué  razón  Almafuerte,  a  pesar  de  ser  el  más  original  de  todos  nuestros 
poetas  nacionales,  no  llega,  sin  embargo,  a  ocupar  el  primer  puesto  en  esa 
legión?  ¿Por  qué  no  podemos  llamarle  el  gran  poeta,  el  bardo,  de  nuestra 
nacionalidad  en  embrión?.  . .  Sencillamente,  por  su  pesimismo,  hondo,  arrai- 
gado, defi.iido.  Porque  en  América,  tierra  de  porvenir,  mundo  de  aurora, 
vida  de  esperanza,  la  inspiración  de  Almafuerte  es  extemporánea.  Los  pue- 
blos nuevos  necesitan  poetas  que  tengan  la  videncia  de  los  profetas  y  el 
optimismo  de  su  futuro.  Y  sí  colocáramos  en  el  pináculo  de  nuestra  literatura 
nacional,  como  un  símbolo  del  pueblo  argentino,  la  obra  literaria  de  Alma- 
fuerte,  nuestro  espíritu  la  admiraría  pero  la  rechazaría  nuestro  patriotismo, 
por  no  ser  la  neta  expresíó.i  de  sus  sentimientos.  Y  sabido  es  que  en  la  vida 
de  los  pueblos,  el  factor  más  poderoso  de  su  progreso  y  grand  za  es  el  respeto 
cívico  por  sus  tradiciones  e  instituciones;  y  cuando  el  escepticismo  se  propaga 
y  el  ideal  se  debilita,  las  naciones,  —  ha  dicho  un  pensador  moderno,  —  pier- 
den todo  lo  que  constituía  su  cohesión,  su  unidad,  su  fuerza. 

En  la  civilización  gastada  de  la  decadencia  de  Roma,  Almafuerte  hubiera 
sido  tan  grande  como  Dante  en  el  medioevo.  Pero  en  la  nación  argentina 
no  trasuntan  sus  poemas  la  gran  visión  de  los  ideales  patrióticos,  de  las  aspi- 
raciones colectivas,  de  las  saludables  conquistas  de  una  positiva  moral  doc- 
trinaria; ni  sus  anatemas  pueden  vibrar,  lógicamente,  sobre  un  pueblo  como 


el  nuestro  que  apenas  cuenta  sesenta  años  de  vida  constitucional,  y  qu^ 
te.idrá  vicios  de  organización  política  pero  no  morbosidades  y  corrupciones 
hereditarias  como  para  azotarlo  con  la  fusta  de  Juvenal,  pese  a  todos  los 
teóricos  y  reformistas  extravagantes. 

Si  Almafuerte  hubiera  seguido  siendo  el  cantor  de  «La  sombra  de  la  patria>), 
hubiera  llegado  a  culmi.iar,  con  su  poderosa  inteligencia,  en  el  Tabor  de 
nuestra  vida  histórica.  Hjy  ssria  nuestro  vate  gigaite.  .  .  Pero  cuando,  en  el 
ocaso  de  su  vida,  en  medio  de  su  país  que  le  ensalza,  le  venera,  le  arroja 
laureles,  escribe; 

«  Yo  el  errante,  yo  el  postrero. 

YO  EL  SIN   PATRIA,  yo  el  sin  nido.  .  .» 

Ese  grito  del  alma,  en  que  se  evidencia  la  irrupción  de  quien  sabe  qué 
despecho  íntimo,  y  que  no  tiene  razón  de  ser,  borra  su  nombre  de  los  altares 
consagrados  a  la  deidad  tutelar  de  este  pueblo. . .  Y  Almafuerte  continúa 
siendo  un  gran  poeta.  Mas,  sin  que  su  talla  pierda  en  majestuosidad,  pre- 
ciso es  afirmar  que,  hasta  ahora,  la  imagen  simbólica  de  Andrade  sigue 
representando  el  Aconcagua  del  pensamiento  poético  argentino;  y  que  sus 
cantos  resuenan,  como  los  de  los  bardos  celtas  bajo  la  encina  sagrada,  estre- 
meciendo el  alma  de  nuestras  generaciones  en  marcha.  . . 

Hermosa  es  la  obra  de  Almafuerte.   Juzgándola  en  conjunto,   sobre  el 

camro  de  la  literatura  universal,  aparece  como  una  de  las  más  valientes 

rebeldías   del    espíritu    humano,    en    sus   anhelos  de  regeneración  inmensa, 

de    vida    sana,    de    purificación     sublime,    aunque    quizás    con    excesivo 

idealismo. 

Y  cuando  se  estudie  serenamente  la  obra  y  la  personalidad  de 
Almafuerte, —  sin  relacionar  ciertas  anomalías  de  carácter,  basadas 
en  quié.i  sabe  qué  fortuitos  azares  de  su  existencia,  a  rarezas  psico- 
lógicas con  la  doctrina  espiritual  fundamentada  en  sus  poemas, — 
todas  las  paradojas  en  que  se  ha  sintetizado  su  vida  y  su  labor  serán 
hojarasca  que  el  tiempo  disperse;  ni  el  patriotismo  primordial,  clau- 
dicado luego,  ni  la  glorificada  chusma  donde  al  apoyar  su  planta  el 
poeta  encontró  la  fofa  y  traicionera  realidad  de  las  marismas,  ni  el 
egotismo  disecado  en  la  desesperación  del  misionero,  clamando  ante 
una  jauría  de  pasiones,  ni  la  crucifixión  propia  del  Yo  en  el  can- 
dente motivo  del  «Trémolo»,  quedarán  en  otro  sentido  que  el 
alegórico.  Y  nunca  más  grande  que  entonces  la  personalidad  del 
heteróclito  creador  de  «Jesús*  y  «La  Inmortal». 

Almafuerte,  poeta,  artista,  hombre,  aparecerá  tal  como  él  mis- 
mo se  define; 

«  Yo  soy  el  negro  pinar 
cuyo  colosal  ramaje 
como  un  colosal  cordaje 
no  cesa  de  resonar.  » 

...¡Y  allá,  en  el  fondo  de  sus  poemas,  como  latiendo  en  me- 
dio de  ese  pinar  sombrío,  un  corazón  noble,  generoso,  lleno  de 
humanidad,  sediento  de  una  felicidad  imposible,  sublimizado  por 
el  dolor, .  .  .   agostándose  en  el  ensueño  estéril ! 


ALMAFUERTE,   EN  SU  MESA  DE  TRABAJO,  ACOMPAÑADO  DEL  DOCTOR  BARROETAVEÑA,  QUIEN 
HA    INICIADO    UNA    CAMPAÑA    PARA     QUE     SEA     NOMBRADO     SENADOR     EL     ILUSTRE     POETA 


DIBUJO   DE   MAYOL. 


Julián   de  Charras. 


—  OL-^v'S 


»>X— 


A  mmm.  AtóniTim. 


MONSEÑOR  VASSAL- 
LO,  NUNCIO  *K)S- 
TÓ'  ICO  DE  S.  S.  EL 
PAPA  BENEDICTO 
XV,  NOMBRADO  RE- 
CIENTEMENTE PARA 
DESEMPESaR  TAN 
ALTO  PUESTO  ANTE 
EL  GOBIERNO  AR- 
GENTINO. 


EL    ANTIGUO    PALACIO   C  E  NCI- B  O  L  OC  N  ETTI ,    NUEVA 
RESIDENCIA    DE    LA    LEGACIÓN    ARGENTINA,   EN    ROMA. 


EL    SALÓN    DE    BAILE 


EL    SALÓN    DE    LOS    ESPEJOS 


'-S   "vj__m2>x- 


La  visita  de  un 
cardenal  debe  lle- 
varse a  cabo  confor- 
me a  ciertas  reglas 
determinadas.  Así, 
si  llega  de  noche,  no 
menos  de  dos  cria- 
dos deben  esperarlo, 
con  antorchas  en- 
cendidas, cuando 
baja  del  automóvil, 
y  acompañarlo  has- 
ta la  puerta  del  de- 
partamento en  don- 
de esperan  el  dueño 
de  casa  y  otros  per- 
sonajes. Si  la  recep- 
ción tiene  lugar  de 
día,  es  preciso  no  ol- 
vidar algunas  velas 
de  cera  virgen  que 
deben  arder  mien- 
tras dura  la  visita 
del  cardenal.  De  or- 
dinario, el  candela- 
bro de  bronce  con 
las  velas  encendi- 
das, se  coloca  en  una 
de  las  primeras  sa- 
las. En  la  mesa,  los 
cardenales  deben 
sentarse  a  la  dere- 
cha del  dueño  y  de 
la    dueña    de    casa. 


SALA    DE    LOS    RETRATOS 


SILLA    DE    MANO    DEL   SIGLO    XVI 


por  lo  cual,  casi  nunca  es  posible  invitar  a  más  de  dos 
cardenales  a  la  vez.  Naturalmente,  en  las  recepciones  de 
la  alta  aristocracia  vaticana  persiste  todavía  el  ambiente 
apropiado  a  la  antigua  y  austera  elegancia. 

Con  arreglo  a  este  ceremonial,  fué  recibida  el  próxi- 
mo pasado  25  de  mayo,  en  el  palacio  de  la  legación 
argentina,  la  alta  representación  pontificia. 

A  ello  se  presta  muy 
bien  la  actual  sede  de 
nuestro  representante 
cerca  del  Vaticano,  la 
cual  tiene  a  su  disposi- 
ción el  antiguo  palacio 
Cenci-Bolognetti,  cuyos 
propietarios  descienden 
de  la  famosa  Beatriz  Cen- 
ci.  El  palacio,  que  es  uno 
de  los  más  antiguos  de 
Roma,  fué  reparado  bajo 
la  dirección  del  caballero 
Fuga,  el  arquitecto  que 
diseñó  la  fachada  del  par- 
lamento italiano. 

El  exterior  es  de  un 
barroco  simpático;  el  in- 
terior es  cuanto  se  pueda 
imaginar  de  más  elegan- 
te, más  sobrio  y  más  aris- 
tocrático; siendo,  pues, 
natural  que  los  diplomá- 
ticos y  altos  dignatarios 
que  el  25  de  mayo  se  reu- 
nieron en  sus  suntuosas 
salas,  tuvieran  palabras 
de  admiración  para  la 
obra  de  Fuga.  Desde  el 
punto  de  vista  religioso, 
es  notable  la  imagen  de 
la  Madona,  que  es  una 


EL    MINISTRO    ARGENTINO,    DR.    DANIEL    GARCÍA    MíNSlLLA    Y    SU    ESPOSA, 
DOÑA    ADELA    RODRÍGUEZ    LARRETA,    EN     EL    GABINETE    AMARILLO. 

copia  al  óleo  del  original  de  Guido  Reni,  hecha  por  el  caballero   Conca. 

La  tradición  asegura  que  el  20  de  agosto  de  1796,  esa  imagen 
abrió   y  cerró  los  ojos,  como  el  mismo  Papa  lo  habría  afirmado. 

Y,  volviendo  a  la  recepción  ofrecida  por  el  doctor  García  Mansilla, 
diplomático  moderno,  fino,  lleno  de  tacto,  conocedor  de  los  hombres 
y  d  i  los  ambientes,  diremos  que  estuvieron  presentes  dos  cardenales: 
Gasiari,  secretario  c'e  estado  de  S.  £.,  y  Vanutelli.  Además,  estaban 
los  Monseñores  Ranuzzi  de  Bianchi,  mayordomo;  De  Samper,  maestro 
de  Cimara;  Tederchini,  substituto  de  la  secretaría  de  estado;  Pacelli, 
secretario  de  la  ccngregación  de  los  negocios  eclesiásticos  extraor- 
dinarios; el  señor  Calbeton,  embajador  de  España  y  la  embajadora; 
el  se'ior  Magalhaes  de  Azevedo,  ministro  del  Brasil  y  señora;  el 
señor  Vanden  Henvel,  ministro  de  Bélgica  y  su  hija;  el  señor  O.  Van 
Nispen'Tot  Sevenaer,  ministro  de  Holanda;  Monseñor  Vassallo  de 
Torregrossa,  nuevo  Nuncio  apostólico  en  la  Argentina;  la  señorita 
Danila  García  Mansilla;  el  caballero  Cremaschi,  canciller  de  la  legación 
argenti  la,  y  el  doctor  Diego  Fernando  de  Castro,  primer  secretario  de 
la  legación  de  Chile.    La  mesa,  para  los  que  por  primera  vez  veían  tal 

EL    SALONCITO    ROSA 


—  l-JLJ^  i-     \    1_  I   I-J.-X  — 


BANQUETE    OFRECIDO    EL  25    DE    MAYO   AL  CARDENAL  VANUTELLI. 
AL    MIHÍSTRO     ESPAÑOL    Y     ALTOS     Pir.NATARlOS      DEL    VATICANO, 


—  1_>L\    ir>      \     l.ni:^.-X  — 


BANQUETE    OFRECIDO    EL  25   DE    MAYO  AL  CARDENAL  VANUTELLI, 
AI.    MINISTRO     ESPAÑOL    Y     ALTOS      PIONATARIOS      DEL    VATICANO. 


DE    LA   GALERÍA  DEL  SEÑOR 
ANTONIO    SANTAMARINA- 


UNA  GITANA 


ÓLEO    DE   IGNACIO    ZULOAGA 


—  I3>L-;v^-S    "^'LTTrS^^— 


@í 


Q/^OJTr^ 


y 


E/TRENO 

PIilA\EEL\ 
ODüA 


Yo  escribí  mi  primera  pieza 
de  teatro  en  colaboración  con 
Mauricio  Nirenstein,  que  en 
aquel  entonces  hacia  versos  muy 
bonitos  y  que  además  era  po- 
pularisimo  en  los  circuios  estu- 
diantiles por  su  nariz.  —  le 
llamábamos  batata  —  por  su 
capa  española  y  por  su  gracejo 
chisporroteante. 

Nos  habíamos  conocido  en  la 
redacción  de  «El  Escolar  Ar- 
gentino», revista  de  niños  que 
dirigía  José  Joaquín  Vedia. 
primo  y  homónimo  del  eximio 
director  del  Apolo. 

Eramos  asiduos  concurrentes 
a  los  teatros  por  secciones. 
gracias  a  la  munificencia  del 
administrador  de  «Tribuna-,  que 
nos  regalaba  los  vales  que  las 
empresas  asignaban  al  periódico. 

Comuniqué  a  Nirenstein  la 
tempestad  que  bullía  bajo  mi 
cráneo  y  que  había  de  resol- 
verse en  granizada  teatral.  Acto 
continuo  nos  lanzamos  a  la 
busca  de  un  asunto.  La  crónica 
de  actualidad  nos  lo  dio  casi 
hecho.  El  famoso  destripador 
Jack-The  Riper,  acababa  de 
realizar  fechorías  espeluznantes 
en  los  suburbios  de  Londres  y 
especialmente  en  White  Chapel. 

Los  Sherlocks  Holmes  de 
Inglaterra  habían  perdido  la 
pista  del  famoso  destripador  de  mujeres,  cuan- 
do hete  ahí  que  en  la  gruta  de  la  Recoleta 
de  Buenos  Aires,  encontró  el  guardián  cierta  ma- 
ñana, a  una  vieja  asesinada  por  el  procedimiento 
de  Jack. 

Las  crónicas  de  policía  nos  invitaban  a  hacer 
una  obra  de  palpitante  actualidad  y  forjamos  con 
gran  misterio  el  argumento,  para  que  nadie  nos 
robase  la  idea  que  se  nos  antojaba  genial.  Sobre 
la  base  de  un  quid  pro  quo  ingenuo  desarrollamos 
el  tema  en  tres  cuadros.  En  nuestro  afán  esceno- 
gráfico, elegimos  para  la  exposición  la  cordillera 
de  los  Andes;  para  el  nudo  un  vagón  de  ferrocarril 
que  debía  ocupar  todo  el  escenario;  y  para  desenla- 
ce una  complicadísima  decoración,  con  la  mar  de 
rompimientos. . .  Jack  se  llamaba Chink-Yonck. . . 

Nirenstein  hizo  cantables  muy  ingeniosos  y  todo 
el  segundo  cuadro  en  verso,  con  gran  asombro  de 
parte  mía,  que  nunca  he  podido  escribir  una  cuar- 
teta. Con  la  obra  concluida,  dábamos  la  lata  a 
Cristo  padre.  Estábamos  realmente  orgullosos  de 
nuestro  trabajo,  salpicado  de  chistes  que  fatalmen- 
te tenían  que  hacer  morir  de  risa  al  público,  a  juz- 
gar por  las  estrepitosas  carcajadas  que  arrancaban 
a  nuestros  deudos  y  amigos  del  alma... 

Cuando  Nirenstein  concluyó  la  copia  a  dos  tintas, 
copia  que  era  toda  una  maravilla  caligráfica  (¡dón- 
de estará  ese  cuaderno!)  nos  echamos  a  la  calle  a 
buscar  un  músico  que  hiciera  la  partitura  de 
Chink-  Yonck. 

Miguelito  Tornquist,  que  también  era  niño  pro- 
digio, fué  nuestro  primer  candidato.  Pero  no  sa- 
bia instrumentar  y  necesitaba  seis  meses  por  lo 
menos  para  hacemos  los  cantables  a  piano  seco. 
¿Aguardar   seis    meses?    ¡Imposible!    Había    que 


aprovechar  la  temporada  de  invierno.  Don  Miguel 
Cano  me  dijo:  «aquí  no  hay  más  que  un  músico 
con  toda  la  barba  y  ese  tío  que  sabe  más  de  cor- 
cheas y  de  fusas  que  el  verbo  divino,  es  Torrens 
Boquet.  Vete  mañana  al  café  Lloverás,  entre  una 
y  dos,  y  te  le  presentaré.  Verás  lo  que  es  canela  fina». 

Llegué  al  café  Lloverás  y  columbré  a  Miguel  Ca- 
no que  accionaba  violentamente  frente  a  don  Mar- 
cos Zapata.  El  poeta  inmortal  de  «La  capilla  de 
Lanuza»  y  de  «El  reloj  de  Lucerna'),  le  escuchaba, 
con  aquella  cara  toda  risa,  aun  en  los  momen- 
tos trágicos,  y  dándose  unos  golpes  de  pera  que 
querían  decir:  «a  mí  me  importa  dos  pitos  que  Mo- 
ret  haya  derrotado  a  Silvela  en  las  Cortes».  Se  ha- 
blaba de  política  en  aquel  extinguido  café  de  la 
calle  Victoria,  con  el  mismo  fuego  que  pudieran 
hacerlo  la  tertulia  de  Fornos  o  del  Café  Levante 
en  la  Puerta  del  Sol. 

Cano  me  presentó  al  poeta. 

—  (Tan  joven  y  ya  autor  dramático!  me  dijo. 
—  Duro  y  a  la  cabeza.  .  .  A  ello,  niño.  ¡Ya  sabrá 
usted  en  vida  lo  que  es  purgatorio! 

Torrens  Boquet  no  fué  aquella  tarde  al  café,  y 
como  no  había  tiempo  que  perder,  Cano  me  dio 
una  carta  para  el  músico  amigo. 

A  la  mañana  siguiente,  Nirenstein  y  yo  fuimos 
a  casa  de  aquel  fenómeno  lírico.  Nos  encontramos 
con  un  catalán  muy  seco,  muy  miope  y  muy 
práctico. 

A  los  cinco  minutos  de  conversación  ya  nos  ha- 
bía desahuciado.  «La  sarsuele,  decía  mientras  lim- 
piaba con  el  pañuelo  los  lentes,  es  un  género  híbri- 
do. .  .»  Y  dándose  un  rasconazo  en  la  cabeza  que 
determinó  el  desborde  de  un  niágara  de  caspa  so- 
bre la  solapa  del  jaquel,  cubriéndole  como  de  sé- 


mola, agregó:  «Faltan  voces,  falta  instrumental; 
son  teatros  de  paparruche;  nadie  pesca  una  nota 
aunque  le  ponga  usted  una  butifarra  en  el  ansue- 
lo.  .  .  y  digo  butifarra  porque  es  lo  más  exquisito 
que  conozco  en  el  género  de  embutidos.  .  .  Por  lo 
demás,  agregó,  lo  que  se  gana  es  mísero.  No  pagan 
ni  los  pepeles  del  instrumental.  Yo  soy  autor  de 
«II  Gualtiero»,  que  estrené  en  el  antiguo  Colón  de 
la  Plaza  de  la  Victoria,  con  gran  solemnidad  y  con 
la  asistencia  de  Mitre.  . .  de  Mitre.  .  .  de  Mitre.  .  . 
A  partir  de  aquí,  toda  cita  que  él  creyera  impor- 
tante la  daba  por  sistema  triple. 

Y  sin  que  pudiéramos  contenerle,  nos  endilgó  el 
argumento  de  la  ópera.  Yo  estuve  por  vengarme, 
desenvainando  el  libreto  de  Chink-  Yonck  y  espe- 
tándolo integramente;  pero  optamos  por  irnos. 

Nirenstein  vivía  en  las  inmediaciones  del  teatro 
Odeón,  donde  trabajaba  la  compañía  de  Rogelio 
Juárez,  que  era  la  que  nos  atraía  como  un  abismo. 
¿No  seria  más  práctico  entregar  la  obra  a  la  em- 
presa y  que  ella  se  encargase  de  buscarnos  músico? 
Dicho  y  hecho.  Aquella  misma  mañana  de  nuestro 
desastre  en  casa  de  Torrens,  entramos  al  Odeón 
preguntando  por  Rogelio  Juárez.  Yo  había  cono- 
cido al  popular  actor  en  casa  de  Emilio  Labarta. 
Podíamos,  pues,  acercarnos  a  él  sin  cartas  de  re- 
comendación. 

Rogelio  Juárez  nos  recibió  con  cariño  no  exento 
de  esa  petulancia  propia  de  quien  puede  dispensar 
favores.  Dijo  que  «en  lo  de  aceptar  obras  nacio- 
nales no  quería  tener  arte  ni  parte,  porque  hacia 
pocas  noches  habían  meneado  ferozmente  Los  hijos 
de  la  Pampa.  Ya  estarán  ustedes  enterados.  .  .  la 
cosa  ha  sido  fenomenal.  No  sé  como  no  han  matado 
al  bruto  de  Máiquez».  Efectivamente,  Los  hijos  de 


'T^i:2>x- 


la  Pampa  fueron  silbados  desde  que  el  público  vio 
salir  a  Máiquez  vestido  de  gaucho  y  diciendo  con 
el  más  puro  acento  baturro:  «No  hay  que  darle 
vuelta;  yo  soy  crioUazo  viejo».  .  .  Ahí  se  acabó  el 
carbón  y  no  dejaron  los  niños  de  la  indiada  títere 
con  cabeza. .  .  El  estreno  concluyó  en  la  comi- 
saría . . . 

Decididamente  aquella  era  una  mañana  fatal. 
Sin  embargo,  Rogelio  nos  dio  una  dedada  de  miel, 
diciéndonos  que  entregásemos  la  obra  a  don  Paco 
Pastor  y  que  él  nos  apoyaría.  .  . 

—  Don  f^aco  no  puede  tardar.  Aguárdenle  uste- 
des...  Yo,  con  su  permiso,  voy  a  ensayar... 

Don  Paco  Pastor  era  un  poderoso  empresario 
de  teatro,  muy  rico  y  con  mucha  suerte. 

Hizo  su  entrada  a  la  secretaría  sin  parar  mientes 
en  nosotros.  Impartió  órdenes,  revisó  papeles,  se 
caló  las  gafas  para  leer  varias  cartas  y  al  propio 
tiempo  que  rasgaba  los  sobres,  dijo,  sin  mirarnos 
a  la  cara: 

—  ¿A  quién  buscan  ustedes? 

—  A  usted,  señor. 

—  ¿En  qué  puedo  servirles? 

—  Acabamos  de  hablar  con  el  señor  Juárez,  a 
propósito  de  una  zarzuela  de  la  cual  somos  autores; 
y  nos  ha  dicho  que  usted... 

—  Yo  soy  el  empresario.  . .  Las  obras  las  acepta 
el  director.  .  .  Eso  ha  sido  por  quitarse  a  ustedes  de 
encima. .  .  Atícenle  la  obra  a  Rogelio.  .  .  Aunque 
no  les  auguro  que  se  la  acepte.  .  .  Después  de  lo  de 
la  otra  noche,  mi  placer  sería  no  representar  obras 
nacionales...   Casi  queman  el  teatro. 

—  Nuestra  obra  puede  resultar  un  gran  éxito.  . . 

—  No  lo  dudo,  puesto  que  ustedes  lo  dicen.  .  . 

—  Además  el  tema  es  de  actualidad... 

—  ¡Malísimo!  Las  obras  con  asunto  de  actuali- 
dad mueren  pronto. .  .  En  fin,  dejen  ustedes  el  li- 
breto y  vuelvan  la  semana  próxima .  .  .  Veremos . . . 

Nirenstein,  que  no  había  desplegado  los  labios, 
entregó  a  don  Paco  el  paquete. 

Y  con  las  piernas  temblorosas  y  la  boca  seca, 
salimos  del  Odeón  más  muertos  que  vivos... 

¿Dónde  encontraríamos  un  compositor  digno  de 
tan  estupendo  libreto?  Un  señor  Cazulo,  que  a 
pesar  de  su  apellido  napolitano  era  más  andaluz 
que  la  calle  de  las  Sierpes,  le  dijo  a  Nirenstein  que 
el  maestro  Eduardo  García  se  despachaba  diez 
cantables  en  una  semana.  Cazulo  desempeñaba 
por  aquel  entonces  la  secretaría  de  los  teatros  de 
don  Juan  Orejón.  Dos  letras  de  este  veterano  de 
los  escenarios,  eran  una  orden.  Fuimos,  pues,  con 
un  almibarado  besalamano  a  ver  a  Eduardo  Gar- 
cía, que  era  director  sustituto  y  maestro  de  coros 
en  el  teatro  de  la  Comedia. 

A  la  mañana  siguiente  de  nuestra  visita  al  Odeón 
nos  presentamos  en  el  teatrito  de  la  calle  de  Artes. 
El  maestro  García  ensayaba  en  el  piso  alto.  Subi- 
mos. Se  suspendió  la  prueba  y  mientras  avanzá- 
bamos hacia  el  piano,  el  coro  de  señoras  nos  tomó 
el  pelo  en  una  forma  deliciosamente  desvergonza- 
da. Allí  nos  dimos  cuenta,  por  primera  vez,  de  lo 
horriblemente  feas  que  son  las  coristas  por  la  ma- 
ñana. . .  García  no  sospechó  que  éramos  dos  emi- 
nencias dramáticas  en  canuto  y  nos  echó  con  vien- 
to fresco. 

Al  llegar  a  la  esquina  de  Artes  y  Cangallo,  en- 
contramos al  maestro  Pérez  Camino,  a  quien  Ni- 
renstein conocía  de  tiempo  atrás.  Le  relatamos 
nuestras  cuitas  en  la  confitería  de  La  Perla,  al 
amor  de  un  vermouth,  y  el  maestro,  compadecido 
de  nuestra  situación,  nos  dijo: 

—  Vengan  los  cantables. 

—  Pero  deberá  usted  conocer  el  libreto.  .  .  (Yo 
quería  darle  la  lata.) 

—  ¿Para  qué?  Vengan  los  cantables  y  a  las  10 
de  la  noche  les  aguardo  a  ustedes  en  casa  para 
ejecutárselos  al  piano. 

—  Pero  maestro.  .  .  deberemos  explicarle  a  us- 
ted el  ambiente.  .  . 

—  Futesas.  . .  el  público  sólo  quiere  ruido. . . 

—  Hay  números  de  armonía  imitativa.  .  . 

—  Futesas . . . 

A  las  10  de  la  noche,  entrábamos  a  una  especie 
de  conservatorio  que  tenía  el  maestro  Pérez  Ca- 
nino en  la  calle  Callao  y  breves  minutos  después 
nos  tocaba  al  piano,  con  la  frescura  más  grande  del 
mundo,  una  serie  de  números  robados  a  las  óperas 
más  conocidas.  .  .  En  el  comienzo,  que  era  un  coro 
de  arrieros  que  bajaban  de  la  mon- 
taña, había  colocado  aquello  de  laran, 
laran,  laran,  laran,  laran,  de  las 
trompetas  en  la  entrada  triunfal 
de  Radamés. 

■  ¡Pero  eso  es  de  «Aída»,  maestro! 

—  ¿Y  qué  querían  ustedes  que  les 
pusiera?...  ¿El  anillo  de  los  Nibe- 
lungos?...  El  que  quiera  música 
original  que  se  vaya  a  la  Scala.  .  . 

Pero,    hombre,    disimule     usted 
el  motivo.  .  . 


—  Yo  soy  un  artista  muy  sincero.  .  .  yo  no  en- 
gaño a  nadie.  .  . 

Demás  está  decir  que  no  volvimos  a  ver  al  maes- 
tro Pérez  Camino.  .  . 

Lo  maravilloso  y  lo  fantástico,  que  la  casualidad 
hace  que  colaboren  en  toda  iniciación  artística,  no 
podía  faltar  en  la  odisea  de  Chink-  Yonck.  Lo  mara- 
villoso y  lo  fantástico  fué  un  negro  sublime  que  se 
llamaba  Zenón  Rolón.  Lo  encontramos  en  la  calle. 
Era  un  ejemplar  magnífico,  un  verdadero  tipo  de 
belleza,  una  estatua  tallada  en  ébano.  Con  su  voz 
de  barítono  regocijante,  estrepitosa,  me  saludó. 
Había  sido  mi  profesor  de  música  en  la  Escuela  de 
la  Avenida  Montes  de  Oca,  y  tenía  una  singular 
predilección  por  mi  buen  oído  y  mi  pastosa  voz 
de  tenor. 

Rolón  era  un  gran  músico  y  uno  de  los  tempera- 
mentos artísticos  más  finos  que  yo  he  conocido. 
Enterado  de  nuestras  andanzas  teatrales,  se  brin- 
dó gallardamente  a  colaborar  en  nuestra  obra. 
«¡Vamos  a  tener  un  éxito  colosal!»,  decía  sacando 
de  lo  más  recóndito  del  pecho  unas  notas  abarito- 
nadas qué  aun  oigo;  «vamos  a  triunfar»,  agregaba 
echando  al  aire  una  carcajada  plenamente  feliz  que 
ponía  al  descubierto  unos  dientes  que  relampa- 
gueaban en  su  boca  con  alburas  de  cal.  El  hombre 
perdió  la  chaveta,  se  olvidó  de  la  escuela  de  párvu- 
los y  pidió  que  le  leyéramos  el  libreto  sobre  la 
marcha. 

Yo  me  sabía  de  memoria  Chink-  Yonck.  Lo  leí  esa 
mañana  como  nunca  sacando  efectos  hasta  en  las 
acotaciones.  .  .  «Colosal».  .  .  «Estupendo».  .  .  «¡Ah!» 
«¡Oh!»,  decía  Rolón  a  cada  instante.  En  la  jerga 
teatral,  se  llama  monstruo  al  cantable.  Le  dejamos, 
pues,  todos  los  monstruos  de  Chink-  Yonck  al  buen 
negro  y  quedamos  en  que  nos  avisaría  a  la  mayor 
brevedad  posible,  para  hacernos  oir  al  piano  los 
números  del  primer  cuadro. 

Un  domingo  muy  temprano,  vino  Nirenstein  a 
despertarme.  Traía  una  carta  de  Rolón.  El  maes- 
tro, hiperbólico  siempre,  decía:  «Artistas  y  amigos: 
el  domingo  a  la  una  les  espero  en  la  confitería  de  Al- 
sina  y  Defensa  para  que  de  allí  nos  vayamos  a  oir 
nuestra  magnifica  obra.  Sin  jactancia,  creo  ha- 
berme puesto  a  la  altura  del  talento  de  ustedes.  Les 
abraza  su  compañero  Rolón.» 

Yo  creía  que  todos  los  relojes  conspiraban  para 
que  la  una  no  diera  nunca.  Apenas  almorzamos, 
fuimos  al  lugar  de  la  cita.  Allí  estaba  Rolón,  hecho 
un  dandy,  con  su  traje  azul  marino  y  su  cara 
moruna,  que  contrastaba  con  el  chambergo  gris 
de  alas  enormes.  .  . 

Nos  llevó  a  una  casa  de  estilo  colonial,  frente 
a  San  Francisco.  En  el  amolio  salón,  adornado  de 


muebles  antiguos,  el  piano  de  cola  lucía  la  parti- 
cella  de  Chink-  Yonck.  En  las  paredes,  una  Santa 
Cecilia  de  dos  metros,  un  Orfeo,  un  Apolo  y  varias 
estampas  y  óleos  de  Santos  parecían  morirse  de 
risa.  «Les  he  traído  aquí,  nos  dijo,  porque  así  oirán 
cantar  la  obra.  Les  he  enseñado  a  las  muchachas  el 
dúo  y  el  terceto  para  que  puedan  apreciar  mejor 
los  efectos».  Se  abrió  con  estrépido  una  puerta  y 
apareció  una  negra  elegantísima,  esbelta  y  fina. 
«Cloe.  .  .  acércate.  .  .  Mi  cuñada.  .  .  Tiene  una  voz 
de  soprano  admirable».  La  negrita  suponemos  que 
se  ruborizó.  Volvió  a  sonar  la  puerta  y  apareció 
otra  negra,  muy  magra,  alta  y  pecosa  de  viruela. 
«Adelante  Ebe.  .  .  Una  sobrina.  .  .  Hermosa  voz 
de  tiple  ligera...  Verán  ustedes  como  interpreta 
la  vidalita  a  tela  calata»...  De  repente  hicieron 
irrupción  en  la  sala,  una  negra  muy  obesa  y  reta- 
cona,  un  negro  con  anteojos  azules,  dos  chiquillas 
que  parecían  hechas  con  chocolate  y  una  mestiza 
tirando  a  café  con  leche  cargadito... 

Sin  perder  minuto,  se  sentó  al  piano  Rolón  y 
comenzó  a  tocar  maravillosamente  el  preludio. .  . 
¡Estupendo!...    ¡Estupendo!,  gritaba  yo. 

Ebe,  Cloe,  la  negra  gorda,  Rolón,  Nerenstein  y 
yo,  concluímos  cantando  a  coro  el  número  de  los 
arrieros.  .  . 

Alargaría  demasiado  este  relato  si  contase  los 
incidentes  que  se  sucedieron  hasta  que  nuestra 
obra  fué  ensayada  en  el  teatro  de  la  Comedia,  des- 
pués de  haber  pagado  más  de  doscientos  cafés  y 
quinientos  vermouths  a  los  directores  de  escena 
y  primeros  actores  de  todos  los  teatros  de  Buenos 
Aires. 

Pero  todo  llega,  y  la  noche  de  nuestro  estreno 
llegó  un  26  de  noviembre,  cuatro  días  antes  de 
que  se  clausurasen  las  clases  del  Colegio  Nacional, 
lo  que  nos  permitió  hacer  una  propaganda  eficací- 
sima entre  nuestros  condiscípulos.  Jamás  ha  estre- 
nado ningún  autor  ante  público  tan  peligroso  como 
el  que  se  congregó  aquella  inolvidable  noche  en  la 
Comedia.  Con  decir  a  ustedes  que  todos  los  alum- 
nos del  Colegio,  todos,  llenaron  el  teatro,  no  nece- 
sito insistir  en  los  peligros  que  estábamos  abocados 
a  correr. .  .  No  había  a  las  10  de  la  noche,  una  sola 
mujer  en  la  sala.  La  platea  y  los  palcos  eran  una 
masa  compacta  de  cabezas  juveniles.  Sólo  había 
un  palco  desocupado,  un  avant-scene. 

¿A  quién  estaría  reservado?  Y  breves  minutos 
antes  de  que  se  sentase  el  maestro  director  frente 
al  atril,  entraron  solemnemente:  Ebe,  Cloe,  la  ne- 
gra gorda,  el  negro  de  las  antiparras  y  cuatro  mo- 
renas más,  paquetísimas,  llenas  de  plumas  rojas, 
de  floripones,  de  cadenas  y  relicarios.  .  . 

Yo,  que  estaba  espiando  por  el  agujerito  del  te- 
lón, creí  que  la  tierra  se  abría  bajo  mis  pies.  .  . 

—  ¡La  que  se  va  a  armar!  —  le  dije  a  Nirenstein. . . 

—  ¿Presientes  tormenta?  —  me  dijo,  ingenua- 
mente. 

—  Horrorosa.  .  .    ¡Asómate! 

—  ¡La  galerna!  ¡El  simún!  ¡El  pampero!...  — 
exclamó  Nerenstein.  casi  desvanecido...  Y  acto 
continuo  estalló  una  formidable  ovación  de  saludo 
a  los  ocupantes  del  palco  avant-scene... 

Yo  no  sé  lo  que  pasó  después. . .  Yo  sólo  recuer- 
do que  Rolón  vibraba  de  entusiasmo  y  que  a  cada 
aplauso,  evidentemente  de  titeo,  quería  arrastrar- 
nos al  escenario  a  dar  las  gracias.  . .  Excuso  decir- 
les a  ustedes  que  si  salimos  en  aquellas  circunstan- 
cias. .  .    ¡nos  matan! 

Acabó  la  obra  y  no  tuvimos  más  remedio  que 
apechugar  con  la  obligación  de  aparecer  en  el  pal- 
co-escénico. .  .  Rolón  avanzaba  a  las  candilejas  y 
agitaba  su  amplio  chambergo  gris  como  un  pendón 
de  Victoria...  Costó  Dios  y  ayuda  para  que  los 
muchachos  desalojasen  la  sala,  entre  vivas  y  ca- 
briolas verdaderamente  impresionantes. 

—  ¡Ha  sido  un  éxito  redondo!  —  gritaba  Rolón. 
—  ¡Redondo. . .! 

Yo  casi  llegué  a  creerlo  también  y  me  dirigí  a  la 
secretaría  a  pedir  un  palco  para  que  al  día  siguien- 
te mi  familia  viera  aquel  portento  de  obra.  Y  al 
acercarme  muy  garifo,  el  empresario  andaluz,  se- 
ñor Pacheco,  me  dijo: 

—  Con  que  un  palco  para  su  familia,  ¿eh? 

—  Sí,  señor. .  . 

—  Pues,  como  su  familia  no  vea  esta  obra  en  el 
Valle  de  Josafat,  me  parece  que  en  el  globo  terrá- 
queo, no  la  ve. .  . 

—  ¿Pues?..  . 

fgamamm  —  Que  mañana  se  cierra  el  teatro... 

m  '  '1  ¡Vaya  un  estrenito!  Los  carpinteros  y 
¡H  I  los  estereros  tendrán  trabajo  para 
=•    '^  muchos   días.     Han    dejado    las   sillas 

a  la  miseria. . . 

—  ¿Hubo    desperfectos,    señor    Pa- 
checo? 

—  ¿Qué  si  los  hubo?    ¡Han  sacado 
virutas  hasta  de  los  mosaicos! .  .  . 


Enrique  García  Velloso. 

DIBUJOS   DE   ALONSO. 


's?-   X  ums^v— 


PAISAJES  ARGENTINOS 


UN  BOSQUE  EN   EL  NEUQUEN 

DIBUJO    Al,    CARBÓN,    DE    VÁZQUEZ 


"1-2  >^- 


In ventada  la  rueda  ca- 
talina, el  hombre  se  me- 
tió las  horas  en  un  bolsi- 
llo del  chaleco,  figurán- 
dose que  así  las  tendría 
bajo  su  dominio.  Nunca 
fué  más  esclavo  de  ellas. 
Tiene  en  el  reloj  un  cora- 
zón mecánico,  un  corazón 
nuevo,  que  late  deprisa  y 
alegre,  despacio  y  triste, 
pero  siempre  lleno  de 
angustia. 

Cuando  Cronos  o  Sa- 
turno se  comía  descara- 
damente sus  propios  hi- 
jos, tuvo,  para  regular  las 
horas  de  los  almuerzos, 
tres  clases  de  relojes:  los 
cuadrantes  solares,  el  re- 
loj de  arena  y  la  clepsi- 
dra. Aunque  sea  alterar 
el  orden  cronológico,  pe- 
cado grave  tratándose  de 
una  prosa  dedicada  al 
tiempo  luminoso,  debe 
hablarse  ante  todo  de  los 
relojes  de  arena  y  agua. 

El  susodicho  Cronos  o 
Saturno,  la  gente  ilustra- 
da lo  sabe,  hijo  de  Urano 
y  Vesta  —  pedigrée  mi- 
tológico de  la  más  pura 
sangre  —  contrajo  nup- 
cias con  Cibeles,  dedicán- 
dose desde  entonces  a 
devorar  la  prole.  «La»  Ci- 
beles, como  la  denominan 
los  madrileños,  que  ado- 
ran en  ella,  quiso  salvar 
a  Júpiter,  su  hijo  predi- 
lecto, y  puso  en  lugar  del 
recién  nacido  una  piedra 
de  gran  tamaño.  Cronos 
tragóse  la  carnada  a  lo 
avestruz,  y  el  nene  no 
supo  lo  que  valían  los 
dientes  paternales.  Ya 
sabemos  que  Júpiter,  des- 
pués de  varias  olimpia- 
das, destronó  a  Cronos. 
Lo  que  no  sabíamos  es 
que  Cronos  desmenuzó  el 
pedruzco  y  que  éste,  con- 
vertido en  arenilla  fué  a 
parar  al  divino  hígado, 
produciéndole  un  magní- 
fico cólico  hepático.  Tal 
es  la  génesis  del  primer 
reloj  de  arena,  el  más  da- 
ñino medidor  del  tiempo. 
Y  sino  que  lo  digan  las 
víctimas  de  los  inquisi- 
dores y  de  los  reyes,  cuyo 
tormento  se  tasaba  me- 
diante el  angustioso  paso 
de  la  arenilla. 

Encerrando  en  una  va- 
sija cristalina  las  gotas 
pacientes  que  horadan  la 
piedra,  se  hizo  la  clepsi- 
dra, reloj  de  agua,  que 
servía  en  el  mundo  antiguo  para  medí 
ligiosas  y  de  los  festines  profanos. 

Luego  salieron  a  luz  los  relojes  de  pesas,  de  pico  de  cigüeña,  de  campana, 
de  Flora,  de  longitudes,  de  música,  de  péndulo,  de 
repetición  y  tantos  otros,  hasta  llegar  al  de  pulsera, 
que  mujeres  y  muchachos  elegantes  usan  como  si 
tuviesen  un  pulso  más. 

Pero  ninguno  de  tan  crueles  o  complicados  arti- 
lugios  vale  lo  que  un  sencillo  reloj  solar,  aunque 
afirmen  lo  contrario  los  adoradores  de  «The  Times», 
dios  vengador  de  Cronos,  pues  destronó  a  Júpiter. 

Un  reloj  que  usa  por  péndulo  nada  menos  que 
la  Tierra,  y  por  muelle  real  el  Sol:  que  marca  sola- 
mente las  horas  luminosas,  apacibles,  descansadas, 
laboriosas,  merece  el  cariño  de  los  sabios,  de  los 
enamorados  y  de  los  enamorados  sabios.  Es  colosal: 
ocupa  el  centro  de  todo  el  horizonte,  el  terruño  y 
las  ciudades  que  el  horizonte  encierra.  Tiene  por 
tio-tac  el  rumor  de  la  playa  y  de  los  campos,  el  chi- 
rrido de  grillos,  cigarras,  ranas  y  carretas,  los  can- 
tos de  gallos,  fuentes,  aves  y  pastores.  Toda  la  Na- 
turaleza le  sirve  de  maquinaria. 

Se  parece  al  hombre,  es  decir,  el  hombre  debería 
parecerse  a  él.  Porque  el  hombre  lo  hizo  Dios  para 
que  sirviese  de  gnomon,  marcando  sobre  el  suelo  la 
marcha  del  so!  con  la  sombra  de  su  figura  erguida 
o  inclinada  en  actitud  de  laborar  la  campaña.  Mas 
el   hombre,   que  todo   lo   adultera,   ha   perdido   su 


OL 


-^ 


CUADRAN  .""E    SOLAR    DEL   SIGLO    XVHl,    EN:ONrRADO    EN    LA    ANTIGUA    CHACARITA    DE    LOS    FRANCISCANOS 


las  horas  de  las    ceremonias    re- 


CUADRANTE   SOLAR    DEL   AÑO    1802,    LLAMADO    DEL 

PADRE  ALEGRE,  EXISTENTE  EN  EL  PATIO  PRINCIPAL 

DE    SAN    FRANCISCO 


sombra  como  el  héroe  de 
Chamisso,  y  vive  en  las 
ciudades,  donde  casi  nun- 
ca se  acuerda  del  Sol. 
Únicamente  los  hombres 
de  carga  y  los  enfermos 
desean  o  disfrutan  las 
caricias  benéficas  de  nues- 
tro común  padre  mate- 
rial, midiendo  siempre 
las  horas  por  el  reloj  de 
muelles. 

En  Buenos  Aires  había 
varias  excepciones  a  esta 
regla.  Hablemos  de  dos 
cuadrantes  históricos, 
uno  desaparecido,  otro 
en  uso,  hechos  ambos  por 
los  hermanos  de  todas 
las  cosas:  los  padres  fran- 
ciscanos. 

Fué  el  primero  en  im- 
portancia y  antigüedad, 
el  cuadrante  que,  en  tie- 
rras de  la  Chacarita  de 
los  Franciscanos  —  Pa- 
vón, Tarija,  Quíntino  Bo- 
cayuva  y  Yapeyú  — 
construyó,  creemos  que 
el  Padre  Alegre,  durante 
el  año  de  1768,  sobre  una 
pilastra  de  humilde  ladri- 
llo. El  hermanito  reloj, 
más  bien  dicho  triple  re- 
loj, pues  tenía  dos  cua- 
drantes encima  del  cua- 
drante principal,  medía 
las  gratísimas  horas  del 
huerto,  en  que  los  padres 
mataban  el  tiempo  rezan- 
do sus  breviarios  o  culti- 
vando sus  hortalizas  y 
flores. 

Y  los  tres  gnomon 
triangulares,  las  tres  agu- 
jas, señalaron  los  días 
del  renacimiento  argen- 
tino: las  invasiones  bri- 
tánicas, el  25  de  Mayo, 
el  9  de  Julio  y  todas  las 
fechas  victoriosas.  En 
las  noches  de  luna  clara 
marcó  horas  de  conspira- 
ciones, porque  los  cua- 
drantes solares  también 
son  amigos  de  Selene, 
mediante  una  ligera  co- 
rrección que  no  es  del 
caso. 

En    1901,    año    infeliz 
para   la   gloria   histórica 
del  venerable  reloj,  esta- 
ba   como    lo    reproduce 
nuestro  fotograbado.  Las 
construcciones  modernas 
habían  destruido  todo  a 
su  alrededor.  Vigas  car- 
comidas, tejas  rotas,  la- 
tas abolladas  y  otros  des- 
pojos  le    daban    guardia 
de    honor.     Firme     aún, 
mirando  frente  a  frente 
al  norte,   desde  su  pilar  de  3  metros  60  centímetros,   aquel   cuadrante   de 
barro  cocido  desafiaba  al  tiempo,  acompañado  de  sus  cuadrantitos  gemelos. 
Hoy  ya  nadie  sabe  dónde  fué  a  morir.  Un  vecino  nos  dijo  acordarse  de 
«una  pilastra  vieja>.  Si  algún  curioso  patriota  no 
lo  descubre,  esas  palabras  serán  la  única  oración 
fúnebre  de  la  reliquia,  que    mereció    ser    venerada 
en  el  Museo  Nacional. 

Según  noticias,  cierto  constructor  de  obras  com- 
pró en  lote  los  ladrillos,  tejas,  vigas  y  cuadrante. 
El  segundo  reloj,  o  triple  cuadrante,  casi  idén- 
tico al  finado,  existe  todavía  en  el  patio  de  San 
Francisco.  Fué  obra  del  Padre  Alegre.  Por  eso 
dijimos  líneas  arriba  que  el  mismo  reverendo  tal 
vez  construyó  el  de  la  Chacarita  de  los  Franciscanos. 
Está  fechado  en  1802  y,  más  dichoso,  señaló  los 
días  de  nuestras  conmemoraciones  centenarias.  El 
cuadrante  del  Padre  Alegre,  como  se  le  llama, 
ha  visto  el  espléndido  sol  de  este  9  de  Julio. 

La  legendaria  pobreza  franciscana  tiene  en  Bue- 
nos Aires  un  lujo,  una  joya  de  alto  valor.  Y  los 
reverendos  padres  que,  en  medio  de  la  vertiginosa 
baraúnda  del  siglo,  conservaron  la  humildad  y 
quietud  evangélica,  sabrán  defender  asimismo  ese 
reloj  centenario,  viejo  representante  de  la  grandeza 
pagana,  hija  y  amiga  de!  Sol,  convertido  al  cris- 
tianismo, gracias  al  piadoso  celo  del  P.  Alegre. 


E.    DEL  Sáz. 


i:¿     Xi--  I    i-:!.-N.- 


LO  QUE  VALE  UNA  FIRMA 


,   pcnc'ra  viQ:en:amca:ír  cr.   miva  casa,  atnuraaza  a  la  cu¿iat» 
ano  y  huye  hacia  el  interior,  porque  ha  sentido  en  la  esca'era  . 


ivi  paáus  presurosos  de  un  bravo  vigÜante  que  emprende  la  persecución  dc\  i.^p.. 


'IHf  IHI'' ^n  f  Hl  l^F-IHLT^D.  Ui  ^W' i9f 'IHf^í^V4^V -^H^^HPV^v 
1 ^  ': 


tras  la  pista  del  ladró»    que  huye  escaleras  arriba,  atraviesa  habitaciones.  .  . 


sepuido  siempre  por  el  chafe  que  vuela  lleno  de  celo. 


IHlillliilllilll 


c-i  raspa,  viéndose  perdida,  l.^:.*:    u.'ia    ¡dea    luminosa;    Toma    de    una    punta    la 
firma  del  dibujante  Málaga  Grer>et,  que  está  a)  pie  del  dibujo,  y. .  . 


atándola  al  balcón  como  una  cuerda,  desciende  por  ella,  poniéndose  a  salvo    de    la 
autoridad,  que  así  queda  burlada. 

DIBUJO    DB    MÁLAGA   GRENET. 


^v'j_n~f^>x- 


\j^'C4v-.cu>-ttv>Cii 


Nada  tan  accesible  como  un  personaje 
español.   Al   rey  don  Alfonso  le  visitan 
todos  los  osados  de  ambos  mundos,   y 
don  Benito  Pérez  Galdós,  la  figura  más 
alta  de  las  letras    españolas,    suele  re- 
cibir consejos  y  advertencias  de    cual- 
quier cochero    de  punto.    En   cuanto   a  Jacinto  Be- 
navente,  para  contemplarle  y  conversar  con  él  basta 
introducirse  en  el  café  y  sentarse,  sin  más  preámbu- 
los, a  su  propia  mesa. 

Ya  se  sabe  que  el  español  es  un  hombre  de  café.  Los 
madrileños  más  ilustres  convierten  el  café  en  salón, 
en  casino,  en  club  y  hasta  en  gabinete  de  trabajo. 
Allí  se  pasan  las  mejores  horas  del  día.  desgranando 
las  perlas  de  su  ingenio.  .  .  Y  el  insigne  Benavente. 
hijo  acendrado  de  Madrid,  continúa  la  tradición  de 
los  antepasados.  En  efecto,  muchas  comedias  be- 
naventianas,  las  mejores  acaso,  fueron  escritas  rá- 
pidamente y  sencillamente  sobre  la  democrática 
^^  mesa  de  un   café. 

j  ^Z'  Los   cafés  que  estima   Benavente  son  dos:  el  de 

Levante  y  el  Gato  Negro.  Algunas  tardes,  por  huir 
del  tedio  o  de  la  lluvia,  busco  yo  el  abrigo  mo- 
mentáneo de  ese  pequeño  café  que  fué  bautizado 
con  el  nombre  banal  de  Gato  Negro,  y  que  alberga 
frecuentemente  a  varias  personalidades  literarias. 
En  aquellos  divanes,  a  la  hora  del  crepúsculo,  el 
gran  poseur  de  Valle  Inolán  dogmatiza  ante  un 
corro  de  papanatas,  con  el  dedo  índice  levantado 
en  tono  doctoral  y  las  barbas  inverosímiles  poseí- 
das de  un  temblor  grotesco. 

Jacinto  Benavente  suele  llegar  al  seno  de  la  ter- 
tulia cotidiana,  y  vierte  sobre  la  mesa  cuatro  frases 
alegres  y  chistosas.  Puesto  que  dentro  de  Benavente 
hay  siempre  un  payaso,  aunque  sólo  sea  para  des- 
pistar. . . 

Sí.  Del  mismo  modo  que  Valle  Inclán  hace  uso  del 
café,  de  sus  barbas  fluviales  y  de  sus  quevedos  estram- 
bóticos para  una  misión  epatante,  el  dúctil  y  discreto 
Benavente  trata,  al  contrario,  de  anular  en  su  persona 
todo  indicio  snobista.  Quiere  ser  un  señor  cualquiera,  nor- 
mal y  circulante.  Le  dice  al  sastre  que  le  vista  con  telas 
y  lógicas,  y  pide  al  peluquero  que  le  arregle  la  barba  como  a 
cualquier  vecino  anónimo.  Y  si  alguien,  preocupado  por  la  ingenua  obsesión 
de  los  hombres  extraordinarios,  le  demanda  una  frase  genial,  Benavente 
responde  con  una  cuchufleta. 

Sin  embargo,  al  hombre  excepcional   se   le   conoce   pronto,   aunque 
se   oculte  tras  el    velo    de   la   vulgaridad.    Y   así    tiene    Benavente, 
verdadero    enemigo    de   la   pose,   una   figura   resaltante   e    inconfun- 
dible.  Su   cuerpo   menudo   e   infantilizado   termina  en    una   cabeza 
singular,    cuya    barba    puntiaguda    recuerda    tanto    a    la    de    Me- 
fistófeles.     Un    largo    y    opulento   cigarro    de    hoja,    constante- 
mente  humeando,    remata    la   silueta    personal    de    ese    mago 
del  teatro. 

Es    el    mago,    en    efecto,   que    todo    lo    puede    y   para    quien 
no   existen   las    dificultades.    Otros   grandes   escritores    han    in- 
tentado  conquistar  la   escena;    algunos   han  triunfado  en   ella. 
Pero   el  «hombre  de  teatro»  es  una   es 
pecie  singular  del  escritor;  es  un  hom- 
bre aparte,    que   siente   el   teatro,  que 
no  vive  fuera  de  él,  que  parece  haber 
nacido  entre  las  mismas  bambalinas. 
Tales    eran    Shakespeare,    Lope    de 
Vega,  Moliere;  tal  es  Benavente:  un 
«hombre  de  teatro». 

De  manera  que  su  flexible  inge- 
nio podría  haberse  distinguido  en  el 
culto  de  la  novela,  de  la  poesía  y 
de  la  crónica;  pero  todos  los  géneros  posibles  y  ac- 
cesibles los  desdeña,  por  el  único  amor,  que  es  el 
teatro.  Diversas  veces,  solicitado  por  apremiantes  y 
pingües  requerimientos  de  los  diarios,  Benavente  ha 
escrito  artículos,  para  delectación  del  público;  pronto, 
sin  embargo,  el  periodista  ha  desertado,  sin  causa  le- 
,,.„  gal,    entre  el    disgusto   de   los  lectores.    Su  amor  le 

y  A       Jr  llamaba  al  teatro,  con  exigencias  de  pasión  exclusiva 

•^  f^*  '  -^^  y  absorbente. 


corrientes 


Yo   admiro  en   Benavente    la   seguridad 
y   el   alto   dominio    de  su  arte.   Todos  los 
^  días  vemos  acudir  al  teatro  un  nuevo  soli- 

citante, con   una  obra  incierta,  frágil,   du- 
dosa; al  ver  esas  obras  dubitantes,  sentimos 
el  mismo  temor  que  nos   acomete   cuando 
un  tenorino  arrostra  las  notas  agudas,  o  cuando  un  apren- 
diz de  equilibrista  se  lanza  por  la  cuerda  tensa.  Mientras 
que  Benavente  nos  infunde,  por  adelantado,  la  sensación 
de  la  seguridad.  Estamos  tranquilos.  Sabemos  que  la  nueva 
j  comedia,  si  no  es  que  sea  genial,    cuando  menos  no  ha 

^^#  de  ser  estulta,  pesada  o  fofa.    Benavente  es  el  verdadero 

^^M  hombre  de  teatro   que  existe  hoy  en   la  literatura  espa- 

^pr  ñola.   Conoce  los    más    recónditos  secretos  y   maneja   el 

W  aparato  escénico  sin  ninguna  timidez,  con  entera,  simple  y 

^  aiísoluta  maestría. 

Si  una  empresa  teatral  queda  organizada,  al  punto 
hace  correr  la  noticia:  «Tenemos  una  obra  de  Bena- 
vente...» Es  decir,  que  una  obra  benaven- 
tiana  considérase  como  el  amuleto,  o  como  el 
verdadero  capital  industrial.  Pero  de  estas  co- 
medias fácilmente  prometidas,  ¡qué  pocas  se 
escriben! . .  . 

La  petición  va,  la  promesa  viene.  Pero  Bena- 
vente, si  hubiera  de  escribir  todas  las  obras  que 
le  piden,  necesitaría  una  vida  de  cien  años.  Es- 
cribe a  imposición  del  momento,  a  última  hora, 
cuando  ya  es  imposible  volverse  atrás.  Entonces 
agarra  las  cuartillas,  y  con  ellas  bajo  el  brazo, 
hace  sus  escenas  en  el  café,  en  cualquier  parte. 
Termina  un  acto  y  lo  entrega.  Tienen  que  venir 
a  rogarle  para  que  el  segundo  acto  quede  termi- 
nado. Y  así,  exento  de  esfuerzo,  sin  petulancias, 
graciosamente,  aladamente,  el  maestro  va  des- 
hilando su  obra. 

¿Está  bien  que  sea  así?.  .  .  Acaso  las  costum- 
bres literarias  modernas  siguen  un  procedimiento  dis- 
tinto. La  manera  de  trabajar  de  Benavente  es  un  resabio 
de  la  época  romántica,  cuando  imponía  sus  leyes  la  bo- 
hemia. Hoy  el  escritor  organiza  metódicamente  su 
faena,  sus  lecturas,  sus  gastos  y  sus  ingresos,  como  un 
mero  fabricante.  Tal  vez  también  las  obras  profundas 

necesiten  un  cierto  reposo  y  una  vida  reglada.  Pero  es  lo  cierto  que  ni  Sha- 
kespeare ni  Cervantes  fueron  hombres  muy  ordenados.  Desconfiemos  de 
las  recetas...  Lo  importante  es  que  la  obra  sea  genial;  lo  de  menos  es 
el  procedimiento. 

«La   Ciudad   alegre   y    confiada»   ha    proporcionado    a    Benavente 
el  triunfo  más  ruidoso  de  su  vida. 

Pocas  veces  se  ha  desatado  con  tanta  vehemencia  el  entusiasmo  del 
público.   (Pocas    veces,    también,    los    enemigos   han    derrochado 
y^         tanta  malignidad  y  tan  grosero  rencor).   La  tarde   del  estreno  yo  le 
.-^--3  vi   alzado   en   hombros    de   la  multitud.    Allá,    sobre    la    confusa 

ola   de   gente,   el    rostro    pálido    del    genial    dramaturgo    sobre- 
ía,    flotaba,    al    modo    de    un    nadador    que    surca    el    océano 
popular.    Asido,   alzado   por   la    muchedumbre,    Jacinto    Bena- 
vente   aceptaba    el    homenaje    con    ese    es- 
toicismo   que  el  hombre  de  talento    puede 
ejercitar,   sólo    él,    en   los    trances   difíciles 
de  la  vida.    En   aquel    rostro   pálido,   ter- 
minado por  la  obscura  barba  en  punta  y 
matizado  por  una  sonrisa  vaga,   condes- 
cendiente, benévola  y  agradecida,   había 
tanto  de  reconocimiento    como   de  resig- 
nación. 

A  las  pocas  horas,  Benavente  estaba  en 
el  café,  como  un  burgués  cualquiera.  Me 
acerqué  a  estrecharle  la  mano  y  a  ofre- 
cerle mi  homenaje  de  admiración. 

—  ¿Una  gran  tarde,  don  Jacinto?... 

—  Sí,  una  gran  tarde  de  toros.  He  salido  en  hombros  del 
público  soberano,  como  los  toreros.  Pero  las  manos  de  la 
muchedumbre  son  excesivamente  duras.  ¡No  más!  Tengo 
todo  el  cuerpo  molido.  Procuraré  hacer  las  comedias  un 
poco  más  anodinas.  .  . 

José  M.''  Salaverría. 

Madrid,  junio  de  1916. 

DIBUJOS    DE    MÁLAGA    GRENET- 


:\ 


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-  ♦.  •*-  :■    0-  . 


LAS  TARDES  DE  PALERN 


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—  t->L^^v^'-^     N^i^l    l^.-X- 


oueii»eiio 


Con  esta  feliz  pareja  de  bla- 
sonados artistas  ocurre  algo 
muy  curioso.  Para  los  profesio- 
nales, ella  es  indiscutible:  es 
una  actriz  de  carrera  que  ha 
subido  paso  a  paso  la  empinada 
cuesta  de  la  gloría.  Pero  él  no: 
para  los  cómicos  que  por  haber 
nacido  cerca  de  un  teatro  cua' 
quiera  se  consideran  descen- 
dientes de  Taima,  él  es  pura  y 
simplemente  un  aficionado  aris- 
tócrata que  de  golpe  y  porrazo 
se  hizo  primer  actor.  ¡Qué  dis- 
parate! Los  que  asi  se  expre- 
san, no  saben  de  la  misa  la 
media.  Don  Femando  Díaz  de 
Mendoza  es  tan  actor  de  carre- 
ra como  el  que  más.  Data  de 
muy  larga  fecha  su  vocación 
artística:  de  nada  le  han  servi- 
do para  triunfar  sus  blasones 
y  antecedentes  nobiliarios.  Le 
estorbaron  más  bien  para  subir. 
pues  por  razón  de  esos  antece- 
dentes y  esos  blasones  ejecutorias  de  ineptitud  generalmente  tuvo 
que  vencer  dificultades  que  no  suelen  encontrar  en  su  camino  los  analfa- 
betos que  se  meten  a  cómicos. 

Cuando  no  había  nacido  quien  estas  lineas  escribe,  ya  interpretaba  come- 
dias el  primogénito  de  los  condes  de  Balazote. 

Un  ex  diplomático  espaiíol  que  reside  entre  nosotros  me  ha  contado  inte- 
resantes detalles  de  los  primeros  pasos  artísticos  de  Díaz  de  Mendoza.  Los 
duques  de  la  Torre  tenían  en  su  palacio  de  Madrid  un  teatro  construido 
bajo  la  dirección  del  conde  de  Ronré  —  otro  aristócrata  que  de  haberse 
dedicado  a  las  tablas  las  hubiese  también  dignificado;  —  era  dicho  teatro 
un  precioso  coliseo  en  miniatura  y  las  representaciones  que  en  él  se  daban. 
dirigidas  por  el  conde  de  Ronré  unas  veces,  y  otras  por  el  referido  diplomático 
que  también  mojaba  en  eso  de  hacer  comedias,  llegaron  a  desper- 
tar inusitado  interés. 

En  ese  teatrito  debutó  Díaz  de  Mendoza,  como  uno  de  los  mu- 
chos aficionados  de  alcurnia  más  o  menos  empingorotada;  pero  en 
él  había  sin  duda  un  gran  actor  dramático  que  pugnaba  por  salir, 
y  bajo  su  influencia  se  quebrantó  la  consigna  de  no  hacer  obras 
difíciles.  «La  capilla  de  Lanuza»,  de  Marcos  Zapata,  fué  la  obra  de 


FERNANDO    dIaZ    DE    MENDOZA    GUERRERO. 


empuje  con  que  se  rompió  el 
fuego.  Los  reyes  entonces  de  la 
escena  española.  Antonio  Vico, 
Rafael  Calvo  y  Emilio  Mario, 
asistieron  a  la  representación 
expresamente  invitados.  En  la 
interpretación  del  escabroso  pa- 
pel de  Lanuza  se  reveló  el  ge- 
nio de  Díaz  de  Mendoza. 

Después  de  este  gran  triunfo 
obtuvo  otro  mayor,  el  de  casar- 
se con  Venturita  Serrano,  hija 
de  los  duques  de  la  Torre,  y  de  no 
haber  enviudado  al  año  y  medio 
próximamente,  allí  hubiera  da- 
do fin  su  carrera  artística. 

Durante  su  viudez  empezó  a 
meditar  la  idea  de  dedicarse  al 
teatro;  Calvo  había  muerto  en 
Cádiz;  Vico  descendía  rápida- 
mente hacia  el  ocaso;  el  mo- 
mento era  propicio.  .  . 

Una  función  benéfica  le  dio 
ocasión  para  presentarse,  alter- 
nando con  actores  de  verdad. 
Hizo  el  protagonista  del  «Don 
Alvaro  o  la  Fuerza  del  Sino». 
Y  Díaz  de  Mendoza  desapa- 
reció de  Madrid:  anduvo  por  los  teatros  de  provincias,  venciendo  unas  veces, 
fracasando  otras;  pero  estudiando  siempre  con  verdadero  ahinco  de  enamo- 
rado del  arte  y.  .  .  se  casó  con  María  Guerrero. 

Con  ella  se  presentó  ya  como  primer  actor  en  el  teatro  Español;  pero  fué 
rechazado  al  principio  sin  miramientos  de  ninguna  clase,  hasta  que  por  fin 
falto  en  absoluto  de  primeros  actores  el  «Teatro  Español»  y  habiendo  desfi- 
lado por  él  todos  los  que  podían  aspirar  a  serlo,  tuvo  Díaz  de  Mendoza  que  es- 
trenar el  papel  de  Roberto  en  «El  Estigma»,  de  Echegaray,  y. .  .  venció  en 
toda  la  línea.  Desde  entonces,  la  carrera  artística  de  esta  ilustre  pareja 
ha  sido  una  serie  no  interrumpida  de  éxitos. 

De  los  condes  de  Balazote,  dice  el  publicista  Ramón  Pérez  de  Ayala.  que 
siendo  como  son.  sin  disputa,  los  dos  artistas  más  distinguidos  del  teatro 
español,  han  logrado  ese  difícil  grado  de  eminencia  en  que  lo  más 
eminente  se  junta  con  lo  más  popular.  En  España  no  se  dice;  Don 
Fernando  Díaz  de  Mendoza,  Doña  María  Guerrero;  se  dice,  aun  por 
aquellos  que  no  han  tenido  el  placer  de  ser  recibidos  a  su  trato, 
Fernando  y  María  o  María  y  Fernando,  que  tanto  monta. 

Emilio  Dupuy   de   Lome. 


^13  ^^x— 


PARA     PlvS    VlTRA. 

f  Vivían  en  una  jaula  dos  canaritos  formando  un 
casal.  En  la  amplia  pajarera  había  sitio  para  mu- 
chas otras  parejas;  y  aquellas  dos  avecillas  apenas 
si  se  miraban,  se  fastidiaban  muy  poco  y  no  se 
querían.  En  mi  casa  alguno  llegó  a  pensar  que  la 
canaria  fuese  demasiado  vieja  o  que  el  esposo 
fuera  demasiado  novicio.  El  hecho  es  que  ese  ma- 
trimonio era  infecundo. 

Pero  he  ahí  que  después  de  una  compañía  de 
muchos  años,  la  canaria,  habiendo  encontrado 
abierta  la  puerta  de  la  jaula,  se  arriesgó  a  salir. 
Ensayó  un  vuelo  audaz  y  fué  a  posarse  en  las  ra- 
mas más  elevadas  de  un  álamo  vecino,  sitio  desde 
el  cual  no  se  movió  a  pesar  de  cuantas  tentativas 
se  hicieron  para  que  regresara  a  su  jaula. 

La  suerte  de  la  canaria  era  tan  desgraciada  co- 
mo cierta,  y  al  caer  de  la  noche,  aquella  pobrecita 
no  podría  escapar  a  las  astucias  sanguinarias  de 
un  gato  vagabundo.  Mientras  hubo  un  rayo  de 
luz  diurna  se  pudo  ver  a  la  canaria  en  la  copa 
del  álamo;  al  crepúsculo  todavía  podía  distin- 
guirse la  mancha  amarillenta  de  su  inquieto  cuer- 
pecillo;  pero  a  la  mañana  siguiente  nadie  volvió 
a  verla. 

Estuvimos  a  punto  de  afligirnos  por  lo  que 
suponíamos  la  tristeza  del  abandonado  canario; 
pero  éste,  con  su  conducta,  nos  demostró  que  no 
teníamos  razón.  Al  día  siguiente  se  le  vio  tan 
avivado  cantor,  y  se  le  oía  lanzar  trinos  tan  cla- 
ros de  su  registro  de  soprano,  que  pronto  llegué 
a  la  convicción  de  que  la  soledad  le  fuese  mucho 
mejor  que  la  suspirada  libertad.  Ciertamente  era 
la  posesión  absoluta  de  su  casa,  la  alegre  inde- 
pendencia, y  la  cesación  de  rencores  mudos  que 
permanecieron  secretos  para  nosotros.  Ciertamen- 
te aquellos  dos  pajaritos  no  se  habían  amado 
nunca,  se  soportaron  apenas  y  se  habían  soporta- 
do malamente. 

Y  pasó  un  alegre  mes  para  el  canario,  al  cual 
había  yo  bautizado  Mario,  en  recuerdo  de  un 
compatriota  mío,  famoso  tenor  en  su  época.  Los 
vuelos  ligeros,  los  largos  trinos,  las  notas  puntea- 


das de  aquel  tiempo  feliz,  jamás  tuvieron  su  igual- 
en el  mundo  de  las  aves  canoras. 

Un  día  se  me  ofreció  una  compañera  para  Ma- 
rio, la  cual  podría  acaso  llevar  más  alegría  a  la 
jaula  solitaria.  La  nueva  canaria  venía  de  casa 
de  un  carbonero,  y  aun  se  le  notaba  en  las  alas 
un  poco  de  polvillo  de  carbón.  No  era  de  bonita 
estampa,  ni  tampoco  era  el  ideal  para  un  canario 
amante  de  otro  sexo;  pero  a  todos  nos  pareció 
que  la  prolongada  soledad  había  vuelto  a  Mario 
fácil  de  contentar.  Todo  lo  contrario. 

Apenas  fué  encerrada  la  canarita,  se  pudo  ob- 
servar que  Mario,  con  gran  disgusto,  se  retiraba 
a  un  ángulo  de  la  jaula,  y  hacía  inútiles  esfuerzos 
para  atravesar  los  alambres  de  su  cárcel.  Y  de 
pronto  me  pareció  que  la  bella  casa,  la  casa  so- 
nora de  cantos,  el  lugar  lleno  de  luces  y  de  ale- 
gría, convertíase  para  Mario  otra  vez  en  prisión. 
Para  la  canaria  no  resultaba  la  jaula  una  prisión, 
y  ella,  sin  preocuparse  de  la  acogida  hostil  que  se 
le  acababa  de  hacer,  se  adueñó  rápidamente  del 
lugar,  considerándolo  seguramente  mucho  mejor 
que  el  que  antes  habitaba.  Probó  el  alpiste,  que 
le  pareció  sabroso;  picó  el  terrón  de  azúcar  y 
lanzó  un  alegre  trino;  y  para  encontrarlo  todo  a 
su  comodidad,  tomó  un  baño  en  el  recipiente 
donde  sólo  Mario  acostumbraba  beber.  En  suma, 
se  instaló  en  su  casa,  y  lo  demostró  de  modo  bien 
insolente. 

Después  del  primer  día  de  muda  hostilidad, 
vinieron  días  de  manifiesta  hostilidad,  durante 
los  cuales  los  dos  canarios,  puestos  uno  frente 
al  otro,  se  amenazaban,  trémulos  de  ira,  con  los 
ojos  saltados  y  el  pico  listo  para  atacar.  Hasta 
que  una  mañana,  en  el  momento  que  me  acerca- 
ba a  la  jaula  para  hablar  con  Mario,  el  pobrecito 


MV\DOIl|  AI\INA 


animal  cayó  muerto.  Lo  saqué  de  la  jaula,  espe- 
rando lo  imposible,  es  decir,  que  pudiera  revivir- 
o  con  mis  caricias.  Su  cuerpecito  estaba  aun  ca- 
lente, pero  sin  vida,  propiamente  muerto...  de 
pena.  La  pequeña  carbonera,  indiferente,  perma- 
necía en  lo  alto  de  la  jaula,  sin  cuidarse  siquiera 
de  mirar  hacia  abajo. 

¡Que  venga  ahora  a  decirme  aquella  bestia... 
no,  aquel  nuevo  filósofo  que  los  animales  no  pien- 
san! 

Pero  si  sufren,  piensan;  si  conocen  el  dolor  mo- 
ral y  no  mueren,  son  malos  filósofos. 

Dos  golondrinas,  recientemente  desposadas,  se 
han  adueñado  del  alojamiento.  En  la  viga  negra 
y  torcida  han  abierto  un  nido  nuevo  y  lo  han 
construido  con  la  infatigable  labor  de  sus  picos. 
La  cosa  anduvo  como  van  siempre  esta  clase  de 
cosas  bajo  las  estrellas. 

En  el  amanecer  de  un  día  de  mayo,  aquellas 
criaturas  aladas  se  habían  detenido  sobre  el  hilo 
de  hierro  que  lleva  la  palabra  eléctrica.  Y  uno 
de  los  esposos  había  dicho  al  otro  (que  le  escu- 
chaba atenta  y  silenciosamente),  largamente  con 
gorjeos,  le  había  dicho  una  bellísima  lisonja.  Des- 
pués el  macho  había  lanzado  audaz  grito  para 
cantar  el  himno  bello  a  una  futura  prole.  Así,  en 
aquella  rápida  hora  había  bajado  el  paraíso  a  la 
tierra.  Ya  sea  porque  las  golondrinas  no  saben 
todavía,  ni  lo  sabrán  nunca,  la  mentira  que  día 
y  noche  pasa  por  el  hilo  eléctrico  sobre  el  cual 
se  posaban,  hasta  hoy  no  hubo  traición,  y  ellos 
han  mantenido  bien  sus  promesas,  y  después  de 
haberse  amado  tanto,  siguen  amándose  aún. 

Al  construir  el  nido  había  venido  en  su  ayuda 
la  doctrina  amorosa;  trayendo  la  arista  o  el  pe- 
dacito  de  greda  al  nido,  debieron  oír  el  leve  piar 
de  sus  hijuelos,  de  esas  criaturas  nacidas  del  amor 
de  dos  infatigables  esposos. 

Llegó  un  día  la  prole  esperada,  ciega  aun  y 
muda,  pero  contenta  ya  de  aprender  el  amor 
que    la    había    procreado,    y    de    adivinar    otra 


—  l-»J.^^^'iS    "V-'l^TTa^X.— 


fiasU  de  cantos  libres  que 
serán   escudiados  por  otro 

hombre    taciturno. 


Yo  miro  con  agracio 
aquellas  bodas.  Mientras 
permanerco  a  una  distancia 
que  no  produzca  inquietud 
en  los  pájaros,  puedo  ob- 
servarlos a  mi  sabor,  pero 
si  me  acerco  para  admirar 
mejor  sus  amplias  alas,  su 
cola  partida,  sus  pechitos 
blancos  y  el  arreflo  de  la 
cabeza  con  su  penachito  en 
continuo  movimiento,  las 
dos  golondrinas  alzan  el 
vuelo  y  me  saludan  con 
un  pequeño  grito  de  terror. 
Insisto  en  quedarme  allí,  y  una  de  las  golon- 
drinas se  aproxima  al  nido,  temiendo  por  sus 
hijudos.  después  se  junta  a  su  compañero  y 
por  poco  tiempo  ambos  se  retiran  volando.  A  poco 
vtielven.  y  siempre  parecen  rogarme  que  me  vaya. 
Vencido  por  aquel  ru^o  yo  me  retiro.  Ya  sé  todo. 
He  visto  aquellos  dos  esposos  vestidos  como  nos 
vestimos  nosotros,  los  hombres,  en  el  día  de  nues- 
tras bodas.  Tienen  un  traje  negro  con  cola,  el 
escote  blanco,  y  lucen  en  la  cabeza  un  peinado 
que  parece  obra  de  un  hábil  peluquero.  Sin  em- 
bargo, no  me  parece  que  ninguno  de  aquellos  dos 
esposos  se  envanezca  de  su  vestido,  ni  que  se 
hayan  detenido  sobre  un  arroyuelo  de  agua  lím- 
pida a  contemplarse  como  en  un  espejo,  ni  que 
ninguno  de  los  dos  desee  embellecerse  más  de  lo 
que  son  por  naturaleza,  sino  que  ambos  ansian 
brindarse  su  amor,  dándoselo  puro  a  sus  hambrien- 
tos y  desnudos  hijitos. 

Las  golondrinas  han  dejado  de  desconfiar  de 
mi  presencia  y  de  mis  miradas.  Cuando  los  pa- 


jaritos nacidos  poco  ha,  han  satisfecho  su  hambre. 
¡os  padres  permanecen  junto  al  nido  llenos  de 
amor:  me  miran  con  lástima  porque  me  ven  solo; 
y  porque  me  temen,  creen  que  me  siento  castigado 
al  inútil  deseo  de  cosas  que  han  desaparecido. 
Y  en  cambio,  ocurre  todo  lo  contrario;  pensando 
yo  en  la  bondad,  que  tanto  nos  enamora  cuan- 
do estamos  en  el  ocaso  de  nuestra  vida;  en  el 
dolor  que  todo  lo  ofende  en  la  hora  postrera;  en 
la  piedad  que  por  poco  hace  renacer  el  sentimiento 
del  amor,  pienso  en  las  vagas  criaturas  las  cuales 
siempre  creí  incapaces  del  mal  y  que  alguna  vez 
suelen  ser  crueles  e  injustas. 

Lx)  que  voy  a  narrar,  ocurrió  hace  poco  en  mi  tierra. 

Un  viejo  gorrión,  muy  atrevido  e  inmensamen- 
te egoísta,  invadió  el  nido  de  las  golondrinas,  ese 
nido  por  ellas  construido  con  alegres  fatigas  para 
su  amor.  Cuando  el  audaz  gorrión  se  hubo  aco- 
modado en  casa  ajena,  ciertamente  le  pareció  que 
aquel  nido,  magníficamente  hecho  para  sus  pro- 
pias necesidades,  fuera  realmente  suyo. 

Cuando  regresaron  los  dueños  del  nido  y  lo 
encontraron  ocupado,  comenzaron  a  dar  señales 
de  inquietud,  seguidas  luego  por  súplicas  y  acaso 
por  amenazas.  La  golondrina  macho  se  abalan- 
zó para  atacar  al  intruso;  pero  el  gorrión  era  el 
más  fuerte,  y  se  había  hecho  del  nido  un  verda- 
dero baluarte,  de  modo  que  rechazó  a  picotazos 
la  tentativa  de  su  rival. 

Una  vez  más  en  esta  tierra  miserable  acababa 
de  manifestarse  inútil  la  súplica  del  humilde  ha- 
cia el  poderoso. 

Entonces  las  dos  golondrinas,  heridas  en  el 
sentimiento  de  justicia,  pensaron  en  la  venganza. 
De  igual  manera  procede  a  menudo  el  hombre. 

Las  golondrinas  lanzaron  al  aire  agudos  gritos 
para  invocar  la  ayuda  de  sus  compañeras;  muchas 
golondrinas  juntáronse  en  poco  rato,  y  acercán- 
dose al  nido,  parecieron  exigirle  al  prepotente 
gorrión  que  lo  abandonara  a  sus  legítimos  due- 
ños.  Pero  el  soberbio   animalito  no  se  arredró 


ante  tal  amenaza  colectiva.  Cada  vez  que  una 
golondrina  se  asomaba  al  nido,  un  picotazo  del 
gorrión  la  obligaba  alejarse  adolorida  y  gemebun- 
da. Entonces  la  justicia  cambió  de  faz  y  dejó  de 
parecerme  justa. 

Todas  las  golondrinas  bajaron  al  suelo  a  pro- 
veerse de  pedacitos  de  greda,  para  hacer  de  aquel 
nido  ocupado  por  la  violencia,  la  prisión  del  go- 
rrión presuntuoso  y  malo.  Más  presuntuoso  que 
malo,  porque  el  gorrión  estaba  seguro  de  sus  ac- 
tos y  reía;  el  petulante,  reía  del  trabajo  que  sus 
adversarios  venían  haciendo. 

Siguió  riendo  hasta  lo  último.  Mientras  que  un 
rayo  de  luz  penetraba  en  el  nido,  pareció  a  aquel 
pilluelo  insolente  que  podría  recuperar  su  propia 
libertad  cuando  quisiera,  y  pocos  golpes  de  su 
pico  robusto  bastarían  para  destruir  la  larga  la- 
bor de  las  golondrinas.  ¡Vana  ilusión! 

Después  reinó  obscuridad  completa  en  el  nido, 
y  las  golondrinas,  ya  cumplida  su  venganza,  se 
desparramaron  por  el  espacio  con  un  largo  grito 
de  victoria.  En  vano  el  sepultado  vivo,  cuando 
quiso  ver  de  nuevo  la  luz  del  sol,  se  puso  a  la  obra 
de  abrir  a  picotazos  la  prisión  de  greda  que  debía 
ser  su  horrible  tumba.  Al  día  siguiente  otro  pi- 
lluelo. de  la  especie  humana,  abrió  el  nido  y  en- 
contró al  gorrión  muerto  de  asfixia.  Alguien,  no 
ciertamente  yo,  lanzó  este  fuerte  grito;  «¡Se  ha 
cumplido  la  justicia!» 

En  el  bosque  espeso,  donde  se  siente  seguro  y 
sabe  que  le  escucha  su  no  muy  alejada  compañera, 
el  pequeño  cantor  despliega  su  límpida  voz. 

Lanza  primero  un  reclamo;  «¿Estás  ahí?» 

Después  un  gorjeo  leve  para  no  despertar  a 
otros  compañeros  alados,  que  del  sueño  hubieran 
pasado  rápidamente  a  la  acción  de  escapar  volan- 
do, como  si  adivinasen  la  muerte.  Luego  un  largo 
trino  interrumpido  por  brillantes  agudos.  La  sel- 
va calla  para  escuchar  mejor. 

Aquel  magnífico  cantor,  que  durante  una  gran 
parte  de  la  noche  ha  invocado  la  luz.  es  acaso  un 
ruiseñor  o  un  gorrión  solitario.  Con  las  primeras 
luces  de  la  madrugada  otro  pájaro,  ciertamente 
una  curruca,  me  despierta.  Todavía  no  se  vislum- 
bran bien  las  cosas  en  medio  de  la  penumbra 
matinal,  y  el  pájaro  aquel  parece  elevar  una  ple- 
garia, porque  su  canción,  en  medio  del  gran  si- 
lencio, antójaseme  la  plegaria  mía  y  la  suya.  Pa- 
ra mí  y  para  nuestros  hermanos  no  humanos, 
aquella  canción  va  diciendo  que  todo  el  mal  de 
ayer  ha  desaparecido,  y  que  hoy  resurge  el  amor. 
Y  también  se  dice  a  sí  mismo  y  a  mí  que  el  ocaso  es 
un  engaño,  porque  el  porvenir  no  tendrá  crepúsculos. 

Aquellas  criaturas  aladas,  casi  ignorantes  de 
su  facultad  de  volar,  permanecen  largo  rato  si- 
lenciosas; luego  un  pajarito  tienta  realizar  un  pe- 
queño vuelo,  imitado  de  inmediato  por  otros;  y 
comienzan  sobre  la  planti  secular  las  pláticas  ale- 
gres de  los  nacidos  ayer.  Y  hasta  la  curruca  se 
calla  para  escuchar  la  vida  de  la  otra  gente  alada. 

Pero  no.  Ni  el  ruiseñor  ni  la  curruca  cantan; 
sólo  expresan  sentires  de  sus  almas  menudas  y 
tiernas.  No  fueron  a  ninguna  escuela  y  aprendie- 
ron sólo  la  voz  consoladora  de  la  naturaleza. 
Aprendieron  el  trino  de  un  arroyuelo  murmurador 
que  se  abría  camino  entre  las  piedras;  del  viento 
aprendieron  el  silbido  agudo;  las  ramas  inquie- 
tas por  amenazas  de  un  huracán  inminente,  el 
fulgor  lacerador;  el  punteado  del  granizo  que  tam- 
borilea con  sus  descargas;  el  ruido  de  la  lluvia, 
dieron  al  pequeño  alumno  refugiado  en  su  nido 
todas  las  lecciones  de  aquello  que  no  es  canto,  sino 
palabra  alada. 


Allá  en  la  selva,  donde  el 
hombre  no  se  aventura  y 
donde  en  la  noche  pasa  con 
miedoso  apuro,  los  pequeños 
cantores,  colocados  entre  la 
espesura,  nada  pueden  apren- 
der de  los  hombres. 

En  cambio,  cuando  el  hom- 
bre los  ha  hecho  cautivos  y 
los  tiene  en  prisión,  aun  la 
curruca,  el  ruiseñor  y  el  es- 
tornino ascienden  pronta- 
mente al  nivel  de  la  huma- 
nidad. Y  su  canto  no  tiene 
más  su  alegría,  se  hacen 
dóciles  imitadores  de  notas 
entonadas  que  no  entienden. 
Si  los  pajarillos  llegaron  a 
creerse  realmente  los  reyes 
de  la  creación,  apenas  el  hom- 
bre los  esclaviza,  se  vuelven 
serviles  y  aduladores.  Y  para 
adular  mejor  al  dueño  que  los 
alimenta,  imitaron  el  canto 
de  los  hombres. 


En  una  jaula  que  tiene  un  mesonero  vecino  mío, 
pasa  la  vida  miserable  uno  de  aquellos  esclavos! 
El  ya  no  sabe  volar,  y  casi  ha  olvidado  las  alas 
que  sólo  despliega  como  un  abanico  inútil  para 
sacudir,  acaso,  de  un  lado  a  otro  de  su  prisión  su 
mterminable  fastidio.  Y  nada  se  dice  a  sí  mismo 
ni  dice  a  sus  hermanitos  libres  que  vuelan  por 
las  plantas  cercanas.  En  cambio,  ahora  canta. 
Canta  siempre  mañana  y  tarde;  repite  en  tono 
mayor  los  dos  primeros  compases  de  la  Marcha 
ri'al,  y  los  alterna  casi  sin  intervalo  con  dos  notas 
de  la  Gi'isha.  El  resto  no  lo  conoce.  Ese  resto,  que 
era  el  trino  largo,  el  silbido  petulante,  el  gorjeo 
suave  y  punteado  de  notas  brillantes;  el  resto, 
que  era  la  pregunta  sumisa,  que  era  tal  vez  su 
pensamiento,  que  era  ciertamente  su  amor;  el 
resto,  que  me  volvía  más  pensativo  y  más  amante 
cuando  uno  de  mis  semejantes  no  había  corrom- 
pido la  vena  simple  del  solitario,  haciendo  brotar 


de  su  garganta  pocas  notas  que  le  eran  incomprensi- 
bles, y  aprisionando  su  can  toen  una  tonalidad  huma- 
na; todo  ese  resto  ha'desaparecido  de  su  pobre  vida. 
De  tal  manera,  aquel  pobre  gorrión  ha  perdi- 
do todo:  su  libertad,  su  vuelo  audaz  y  su  palabra. 
Es  un  vencido,  un  esclavo  que  se  gana  la  vida 
adulando  a  su  señor.  Y  ha  llegado  a  suceder  que 
aun  el  amo  lo  tiene  en  continua  zozobra,  que  los 
vecinos  no  lo  pueden  sufrir  más.  y  que  cualquier 
pilluelo  se  mofa  de  él.  Y  el  pobrecito,  en  quien  ha 
penetrado  aquella  obsesión  del  canlo  humano,  tan- 
to se  ha  humanizado  que  parece  ya  un  tonto  o  un 
demente  en  el  manicomio  de  su  jaula. 

Quizás  ocurra  lo  mismo  con  otros  pequeños  can- 
tores que  encuentro  en  mi  camino. 

Tenían  una  inteligencia  clara  junto  con  una 
imaginación  vivaz;  eran  libres  de  decir  su  pensa- 
miento a  quien  quisiera  escucharlo  con  oído  be- 
névolo; en  el  inquieto  buscar  del  bien,  de  las  ma- 
nías dolorosas  y  amables  habían  conseguido  reve- 
larse llenos  de  un  arte  magníficamente  sereno  y 
simple  para  contentar  los  deseos  de  los  buenos. 

Pero  aquellos  mis  semejantes  han  tomado  tam- 
bién todas  las  sinuosidades  de  estilo,  todas  las 
palabras  desusadas,  todos  los  melindres,  todas 
las  licencias;  y  también  cantan  la  Ceiiha  y  la 
Marcha  real.  Y  ni  aun  dicen  bien  porque  no  sa- 
ben decir  nada,  puesto  que  para  ellos  las  pala- 
bras se  han  convertido  en  una  bella  e  inútil  suce- 
sión de  sonidos;  han  cesado  de  ser  pensamiento 
y  sentimiento  para  hacerse  prisioneros  de  las  imá- 
genes, y  esclavos  de  la  música  afrodisíaca:  nada 
más;  esto  es  poco  menos  que  nada. 

Milán,   1916,  DIBUJOS  dk  contreras. 


n\dcxírin\dOr\.io     de     cxríi^lcx.^. 


Elia.  discípula  de  un  gran  maestro 
de  declamación,  y  maestra  a  su  vez 
de  este  difícil  arte,  ha  puesto  su  ta- 
lento y  distinción  al  servicio  del 
teatro  argentino,  dignificando  nues- 
tra escena  en  unión  de  su  esposo, 
el  que  ha  sabido  también  encau- 
zar su  temperamento  de  artista 
sobrio  y  elegante,  en  provecho  de! 
moderno  teatro  nacional,  que  hoy 
tiene  ya  en  esta  pareja  de  artistas 
dos  excelentes  intérpretes  de  la 
alta  comedia. 


Francisco  Ducasse  y  Angeli- 
na Pagano  ocupan  un  coquetí- 
simo piso  en  la  calle  Uruguay. 

La  simpática  pareja  está  to- 
davía en  la  luna  de  miel  y  no 
era.  sin  duda,  la  visita  de  un 
periodista  de  las  más  oportu- 
nas; pero,  esclavo  al  fin  de  mi 
deber,  resolví  aventurarme  y 
llamar  a  las  puertas  del  nido. 

Mala  cara  puso  la  sirvienta  al 
ver  que  junto  a  mí  estaba  el 
fotógrafo  y  junto  a  éste  el  groom 
con  los  atributos  del  oficio,  pero 
peor  debieron  ponerla  Ducasse 
y  la  Pagano,  al  enterarse  del  ob- 
jeto de  mi  visita,  a  pesar  de  que, 
fieles  a  su  exquisita  educación, 
me  recibieron  con  expresión 
sonriente. 

—  Aquí  me  tiene  usted,  —  di- 
jo Ducasse. 

—  A  sus  órdenes,  —  añadió 
la  Pagano. 

—  ¿Dispuestos  al  sacrificio? 
—  agregué  yo. 

—  ¡De  mil  amores! 
Sin   más   preámbulos,    Baldi- 

serotto  montó  la  máquina  en  el 
trípode;  el  chico  sacó  el  tarro 
del  magnesio  y  una  tras  otra 
hiciéronse  una  serie  de  fotogra- 
fías en  el  hall,  en  el  comedor,  en 
el  escritorio,  en  la  sala,  en  la  sa- 
lita  y  en  la  antesala,  dejando  la 
casa  en  un  desorden  tal  que  e! 
piano  fué  a  dar  a  la  cocina  y 
una  máquina  de  coser  y  un  cris- 
talero lleno  de  copas  se  queda- 
ron en  el  balcón. 

Fué   además   tanto  el  humo, 
del  magnesio,  que  yo  me  estuve   un  rato  pi- 
diéndole disculpas  a  una  escultura  de  Dresco 
que,  en  medio  de  la  humareda,  confundí  con 
Ducasse. 

Pero  volvieron  a  su  sitio  los  muebles;  ss 
disipó  el  humo  como  se  disipan  las  ilusiones  de 
esta  vida,  y  entre  sorbo  y  sorbo  de  un  riquísi- 
mo café,  la  Pagano  y  Ducasse  me  contaron  su 
historia  artística. 

—  Tuve,  me  dijo  la  Pagano,  la  más  alta  clasi- 
ficación en  la  escuela  de  recitación  del  ilustre 
profesor  Rasi,  en  Florencia.  Debuté,  con  Eleo- 
nora Duse,  en  Cittá  Morta,  de  D'Annunzío.  .  . 

Por  cierto  que  Angelina  Pagano  conserva  un 
riquísimo  ejemplar  de  esta  obra  maestra  del 
gran  poeta  italiano,  con  la  siguiente  dedica- 
toria de  su  puño  y  letra. 

«  A  Madonna  Agnoletta  Civani-Pagano  —  che 
trasjonde  in  Biancofiore  tutta  la  soavitádiSama- 
ritana       con  augurio  di  maggiori  vittorie.  i> 

Gabriele   d'Annunzio. 

Trieste  d' Italia:  maggio  1902. 

—  En  Estados  Unidos  obtuve  mis  primeros 
éxitos  de  prensa.  Fui  muy  elogiada  y  muy 
aplaudida  por  las  norteamericanas.  Con  la 
Duse  recorrí  medio  mundo,  como  dama  joven 
de  su  compañía. 

—  ¿Con  quién  vino  usted  a  Buenos  Aires? 

—  A  los  19  años,  con  Garavaglia.  el  genial 
artista  italiano,  en  su  primer  viaje. 

—  ¿Pero  usted  es  argentina?  ¿No? 

—  De  corazón  y  de  nacimiento...  Si 
hubiera    alguna    otra     forma     de    serlo,     lo    sería 

—  ¿Es  usted  muy  aficionada  al  teatro,  verdad? 
-  Muchísimo.   Admiradora,   naturalmente,   del   teatro   fran 

cés,  italiano  y  español,  soy  entusiasta  por  el  teatro  nacional, 
pues  he  colaborado  con  todos  mis  entusiasmos  artísticos  a  su 


resurgimiento  y  a  esto,  que  po- 
dríamos llamar,  su  rehabilita- 
ción. 

¿No  es  acaso  una  rehabili- 
tación de  nuestro  teatro,  aban- 
donado un  tiempo  y  relegado 
al  género  más  burdo  e  indecente, 
el  ver  hoy  nuestras  salas  con- 
curridas en  las  noches  de  es- 
trenos de  Roldan,  Iglesias  Paz, 
José  León  Pagano,  Schaeffer 
Gallo  o  Velloso,  por  toda  la 
aristocracia  porteña,  que  antes 
huía  de  las  compañías  nacio- 
nales? 

—  ¿Cuál  es  el  género  que  us- 
ted prefiere? 

—  La  comedia.  Creo  que  es 
la  expresión  más  verdad  de  la 
vida. 

—  Entre  los  autores  naciona- 
les, ¿tiene  usted  alguno  prefe- 
rido? 

—  Es  una  pregunta  algo  com- 
prometedora; pero  creo  que  na- 
die podrá  criticarme  el  que  yo 
prefiera  entre  los  autores  a  José 
León  Pagano.  .  .  al  fin  y  al  cabo 
es  pariente  mío. 

Como  confesor  que  ha  con- 
cluido el  examen  de  conciencia 
del  pecador  de  la  derecha,  vol- 
víme  en  el  confesonario  hacia 
la  izquierda,  donde  resignado 
esperaba  Ducasse  su  turno. 

Ducasse,  es  uno  de  los  más  po- 
pulares actores  nacionales,  ape- 
sar  de  su  relativamente  corta 
carrera  artística.  Ha  cambiado 
físicamente  en  absoluto.  Hoy  es 
Ducasse  un  gentleman  inglés 
que  luce  orgulloso  su  calva  aris- 
tocrática. Siempre  elegantísimo, 
es,  sin  disputa,  el  «Petronio»  de 
nuestros  actores. 

El  17  de  noviembre  de  1904 
se  presentó  ante  el  público  por 
primera  vez,  debutando  en  el 
teatro  Apolo,  con  la  comedia 
«Culpas  ajenas». 

Su  debut  fué  un  éxito,  y  des- 
de entonces  siguió  de  triunfo  en 
triunfo  su  carrera  artística. 
Sabía  yo  que  Ducasse  había  sido  periodista, 
funcionario  público,  hasta  candidato  a  diputado 
!  rovincial,  y  deseaba  saber  por  qué  azar  de  la 
suerte  se  dedicó  al  teatro. 

—  Pues,  verás,  —  me  dijo,  —  yo  decía  ver- 
:os;  era  aficionado  a  declamar,  y  el  doctor  Da- 
.  id  Peña  me  insinuó  la  idea  de  hacerme  actor. 
Un  día  me  detuve  frente  a  un  espejo,  me  vi  de 

uerpo  entero  y  me  convencí  de  que  con  mi 

itjura  y  un  poco  de  arrojo  sería  un  cómico  no- 
ible,  y  ya  lo  soy,  no  es  vanidad;  pero  creo 
ue  como  primer  galán  soy  sin  duda  el .  .  .  pri- 

ner  galán. 
--  ¿Cuál  es  tu  obra  favorita? 

La  que  más  me  ha  hecho  sentir,  la  que 

II ás  me  ha  emocionado  «Pietro  Caruso». 

-  ¿Y  de  los  autores  nacionales? 

-  Siento   una  irresistible  simpatía  por  Vi- 
ente Martínez  Cuitiño;  creo  que  nuestro  tea- 
no  pierde  con  su  alejamiento  una  de  sus  más 
■olidas  columnas. 

¿El  género  teatral  que  prefieres? 
I  —  Como  mi  mujer,  prefiero  la  comedia  y 
i  odio  cordialmente  el  teatro  con  música.  Taine 
i  me  clasificaría  entre  los  «  anquilosados ».  pues 
I  la  música  no  me  produce  ninguna  sensación 
iel  otro  mundo. 

—  ¿Tu  edad?  ¿Puedes  revelarme  ese  mis- 
■  -rio? 

--  ¡Jamás!.  .  .  es  un  secreto  de  estado.  .  . 
HÉ        —  A  propósito  de  «  estado  »,  y  si  no  es  indis- 
^JH    creta  la  pregunta,  ¿qué  opinión  tienes  ahora  del 
^■■l    matrimonio,  tú  que  fuiste  su  mayor  enemigo? 
^^^^        La  Pagano  y  Ducasse   cambiaron    una  mi- 
rada que  me    bastó    como   respuesta,   y   salí    de   la   casa  con- 
vencido de  que  los   dos   artistas    unidos  por  la  fe  inquebran- 
table de  un   cariño  sincero,  darán  a  la  escena  nacional  honra 
y  provecho. 

El   Doctor    Misterio, 


>.  j-m3>=>w— 


Cuatro  dias  llevaban  en  duro  batallar  mexica- 
nos y  dialcas,  y  la  victoria  no  se  habia  decidido 
aún  por  ninguno  de  los  dos  pueblos. 

Los  prisionertw  , tenochcas  eran  llevados  apre- 
suradamente por  los  chalcas  hasta  su  capital. 
Amecamecau.  donde  debía  celebrarse,  dentro  de 
dos  dias  mis,  la  gran  fiesta  del  dios  Camasetli. 
Como  grande  homenaje  al  dios,  sacrificábanse  en 
aquella  solemnidad  los  prisioneros  de  guerra. 

Convinieron  entonces  una  tregua,  y  fuese  el 
ejérdto  chalca  con  sus  nobles,  guerreros  y  señores 
a  celebrar  su  fiesta  regocijadamente.  Entre  los  pri- 
sioneros llevaban  los  chalcas  a  un  arrogante  gar- 
zón. Vestido  ricamente  estaba  y  aderezado  con 
riquísimas  joyas  de  oro  y  piedras  preciosas,  como 
acostumbraban  lucirlas  los  grandes  señores  mexi- 
canos. 

Llegados  a  Amecamecau.  los  tenochcas  fueron 
llevados  al  teocalli  donde  se  guardaban  los  prisio- 
neros destinados  al  sacrificio  e  introducidos  en  los 
mismos  aposentos  donde  se  alojaba  a  los  otros 
mexicanos,  tomados  en  las  batallas  de  los  dias  an- 
teriores. 

Sabían  bien  aquellos  guerreros  el  destino  que 
les  aguardaba,  mas  esperaban  la  muerte  con  va- 
liente corazón. 

Cuando  los  nuevos  prisioneros  entraron  en  el 
Teocalli.  silenciosos  y  adustos,  ¡os  tenochcas  —  que 
aguardaban  la  hora  del  sacrificio  bajo  la  severa 
vigilancia  de  los  sacerdotes  —  al  ver  al  joven  que 
los  guiaba  sin  perder  su  briosa  arrogancia  y  el 
aire  de  majestad  de  los  grandes  señores  dueños  de 
innumerables  vasallos,  prorrumpieron  en 
una  exclamación  de  asombro: 

—  ¡Tú,   Ezuauacatl! . . . 
Los  sacerdotes,  atónitos  quedaron  ante 

aquella  pleitesía.  Inquirieron  afanosamen- 
te a  cual  calidad  correspondía  la  dignidad 
del  joven. 

Un  '  'ejo  tenochca   repuso: 

—  Nuestro  Ezuauacatl  es  un  diestro 
mancebo  salido  del  Calmecac.  Ninguno  en 
el  ejército  tenochca  le  aventaja  en  valor 
y  es  por  su  linaje  de  los  primeros.  Mocte- 
zuma Illhuicamina,  nuestro  emperador,  llé- 
nelo por  el  más  cercano  y  querido  de  sus 
parientes.  ¡Ya  veis...  los  dioses  os  favo- 
recen, chales! . . . 

I  as  palabras  del  viejo  habían  sido  es- 
cuchadas en  silencio.  Entre  los  prisioneros 
tenochcas  levantóse  un  murmullo.  Un  jo- 
ven caballero  serpiente  gritó   acongojado: 

—  ¡Tú  no  puedes  morir,  señor! 
Ezuauacatl,  sonriendo,  repuso: 

—  ¡Tanto  como  vosotros,  amigos! .  .  . 

—  No  lo  consentiremos. 

—  Sosegaos  y  hablad   en  justicia  y  en 
razón.  Camaxthi,   el   dios   de  los  chalcas. 
tiene  sin  duda  hambre  de  carne  de  prínci 
pes.  Dejadlo  satisfacerse.  ¿Qué  haríais  con 
tra  un  dios  y  su  pueblo  vosotros,  míseros 
prisioneros   como   yo?   Poco  diestros   fui 
mos,  pero  la  guerra  tiene  sus  azares  y  este 
es  uno  de  ellos. 

Los  sacerdotes,  escuchado  que  hubieron 
atentamente,  fueron  a  participar  al  consejo 
la  nueva  de  ser  dueños  de  aquel  joven 
principe. 

Grande  admiración  suscitó  la  noticia. 
¿Cómo  sacrificar  a  tan  esclarecido  gue- 
rrero? 

Hubo  una  larga  deliberación.   La  fama 
de  Ezuauacatl  iba  más  allá  de  la  frontera 
de  México  y  se  sabia  y  comentaba  hasta 
en  la  poesía  misma  su  valor,  su  constancia  y  su 
nobleza. 

Un  anciano  del  consejo,  después  de  escuchar  al 
sacerdote  que  informaba  del  suceso,  propuso  esta 
extraña  cosa: 

—  ¡Ofreced  a  Ezuauacatl  el  reino  de  Chalco! 
Es  valiente  y  es  sabio.  Los  tenochcas  nos  aventa- 
jan en  todo.  Si  vencimos  ayer,  fué  un  albur;  pero 
tarde  o  temprano  caeremos  en  su  poder.  ¿Por  qué 
no  emparentar  con  el  emperador  de  tan  gran  pue- 
blo? El  nos  respetaría  entonces.  ¡Ofrecedle  el  reino 
como  os  digo! . . . 

Hubo  un  largo  silencio,  y  al  fin  todo  el  consejo 
decidió  seguir  la  opinión  del  anciano. 

Fueron  los  sacerdotes  y  los  señores  y  los  gue- 
rreros a  buscar  a  Ezuauacatl. 

El  joven  dormía  tranquilamente,  tendido  sobre 
su  neo  ayatl. 

El  jefe  de  los  sacerdotes  llamó  a  un  tenochca 
y  le  dijo: 

—  ¡Ve  a  despertar  a  tu  señor! 

—  ¿Para  qué?  Dejadlo  en  paz  si  aún  no  ha  lle- 
gado la  hora  de  morir. 

—  Tu  señor  no  ha  de  morir. 

Ezuauacatl,  molestado  por  el  cuchicheo  desper- 
óse. Ágilmente  se  puso  de  pie,  y  fué  donde  los 


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tenochcas  estaban  tratando  de  detener  a  los  sa- 
cerdotes. 

—  ¿Disputáis,  buenos  sacerdotes  míos,  con  estos 
compatriotas?  ¿Es  por  mi  vida?  Entonces  no  lo 
hagáis:  mi  vida  vale  poco . . . 

—  No  disputamos  por  tu  vida,  señor.  Nuestros 
oráculos  aconsejan  al  pueblo  chalca  ofrecerte  la 
vida  y  el  trono.  Un  antiguo  augurio  dice  que  si 
tú  nos  riges  y  gobiernas,  el  reino  de  Chalco  esca- 
pará a  un  destino  funesto. 

—  ¿Y  el  oráculo  dice  si  han  de  vivir  conmigo 
estos  tenochcas  mis  compatriotas  y  compañeros 
de  prisión? 

—  Nada  dice  de  eso.  señor. 

—  ¡Justos  dioses! 

—  ¿Aceptáis? 

—  ¡Cierto! 

—  Entonces  prepárate,  señor.  Hemos  de  enco- 
ronarte  antes  de  empezar  la  fiesta  de  Camaxthi. 

—  Bien  pensado,  pero. .  .  quiero  despedirme  de 
estos  compañeros  míos  con  grande  fiesta  y  alegría. 
Plantaréis  delante  del  templo  un  madero  de  veinte 
brazos  y  encima  pondréis  un  tablón  para  que 
pueda  bailar  al  estilo  de  mi  país. 

Fuéronse  satisfechos  los  sacerdotes  a  elevar  sus 
preces  en  el  santuario.  Los  señores  y  los  guerreros 
invitaban  al  príncipe  a  seguirlos. 


El  monumento,   ,-i  la    aereen -i.  es  iñ  :ecor',;:,;ruccion   í;r,.ii:a  ae  un  teo- 
calli o  templo  mexicano.     Era  común  a  varias  solemnidades  colocar  el 
madero,  semejante  al  de  la  ilustración,  en  la  plaza,  frente  al  teocalli: 
se  subía  al  tablón  del  tope  por  cuerdas  atadas  en  el  palo  a  manera  de  escala.     El  gue- 
rrero, en  primer  término,  a  la  derecha,  es  un  yaotequihua  o  capitán  de  guerra:  su  indu- 
mentaria y  armamento  corresponden  a  su  grado:   está  armado  de  porra  cuauhololli: 
maza  llena  de  navajas  de  piedra  muy  agudas. 

El,  alegremente  excusábase: 

—  Mañana  seré  con  vosotros;  dejadme  ahora 
consolar  a  mis  tenochcas. 

Salieron  todos,  dejando  guardados  a  los  prisio- 
neros como  era  costumbre. 

Los  tenochcas  gozosos  contemplaban  al  príncipe. 
Este  dijo  riéndose: 

—  Perdidos  vais  en  estos  cálculos.  Un  tenochca 
no  defiende  a  los  chalcas  del  destino.  Mañana 
serán  esclavos  de  Moctezuma  con  sus  templos,  sus 
dioses  y  sus  señores.  Muramos  tranquilos  sin  mos- 
trarles un  dolor  que  debe  ser,  por  fuerza,  fugitivo. 
Se  muere  en  pocos  minutos.  Y  viviremos  en  la 
gloria  para  siempre.  Ahora  durmamos,  hijos  míos. 


Doraba  apenas  e!  alba  la  cresta  de  los  montes 
cuando  los  sacerdotes  del  templo  de  Camaxtli 
hicieron  oir  la  voz  tremebunda  del  teponaxtli, 
anunciando  al  pueblo  chalca  que  la  hora  de  la 
fiesta  y  de  los  sacrificios  era  llegada,  Y  los  hue- 
huetl de  triste  melodía  empezaron  también  a  lle- 
nar con  sus  voces  los  aires,  saludando  al  sol  cuya 
faz  asomaba  ya  en  el  Oriente. 

Despertados   los   tenochcas  por  la   música    sa- 


grada, volvieron  sus  corazones  al  hogar  y  a  la  pa- 
tria lejanos,  llenos  del  adiós  eterno. 
El  príncipe  dormía  entretanto. 
Un  joven  ocelotl  dispúsose  a  despertarlo, 

—  ¡Señor,  —  murmuró  a  su  oído,  —  despiértate, 
es  la  hora! 

Continuaba  inmóvil  Ezuauacatl  en  el  pesado 
sueño  de  su  fatiga.  Había  combatido  seis  días  en- 
teros sin  tregua  ni  descanso,  y  ahora  reposaba  con 
la  cabeza  puesta  sobre  el  regazo  de  la  muerte. 

El  joven  ocelotl  volvió  a  insistir: 

—  ¡Ezuauacatl,   Ezuauacatl! 

Sacudíalo  con  fuerza  y  el  príncipe  abrió  los  ojos 
al  fin. 

—  ¡Déjame,  muero  de  sueño! 

—  ¡Señor,  por  piedad,  vienen  ya  los  sacerdotes! 
¡Óyeles.  ,  .   tenemos  que  morir! 

-¿Ya? 

—  ¡Mira...   están  aquí!... 

Entraban  los  sacerdotes  en  aquel  punto,  vesti- 
dos para  la  ceremonia,  con  sus  cuerpos  teñidos  de 
negro  ullí  y  sus  máscaras  sagradas  impenetrables. 
Toda  la  vida  parecía  estar  en  el  fulgor  de  los  ojos 
abiertos  misteriosamente  sobre  la  palidez  dorada 
o  verdosa  de  la  careta  ritual.  Venían  en  larga 
procesión,  siguiendo  en  sus  pasos  la  cadencia  rít- 
mica de  la  triste  música  de  los  huehuetl. 

A  una  señal  del  gran  sacerdote  los  prisioneros 
fueron  ordenados  como  debían  salir  al  patio  del 
teocalli.  Todo  el  ceremonial  estaba  preparado  para 
el  sacrificio,  y  puestos  en  marcha  llegaron  los  pri- 
sioneros custodiados  por  los  sacerdotes  silenciosos. 
El  pueblo  chalca,  reunido  en  enorme 
muchedumbre,  saludó  a  los  tenochcas  con 
un  murmullo  de  regocijo.  Eran,  en  todo, 
unos  cien  prisioneros  cuya  sangre  correría 
generosamente  para  honrar  al  dios. 
Todo  estaba  preparado. 
Ezuauacatl.  que  había  sido  retenido  al 
lado  del  gran  sacerdote,  dijo: 

—  Señor,  gran  sacerdote  mío,  dad  la  or- 
den para  que  pongan  en  medio  de  los  te- 
nochcas el  huehuetl  con  que  hemos  de 
acompañar  nuestra  danza.  Pláceme  fes- 
tejar este  día  con  la  alegría  natural  de 
quien  va  a  llegar  al  honor  de  ser  vuestro 
principe. 

Fué  obedecido. 

Colocóse  el  príncipe  en  el  centro  del 
círculo  que  formaron  sus  compañeros,  como 
era  costumbre  en  México,  y  empezaron  a 
bailar  una  danza  guerrera.  Maravillados 
quedaron  los  chalcas  de  la  gracia  y  justeza 
de  sus  ademanes  y  la  rítmica  armonía  de 
los  pasos  en  cuya  cadencia  encerraban  los 
gestos  del  guerrero  y  los  episodios  de  la 
batalla.  Era  un  hermoso  espectáculo  aque- 
lla danza  bailada  gallardamente  sobre  el 
abismo  de  la  muerte. 

A  una  señal  de  Ezuauacatl,  cesó  el 
baile.  Sonriendo  a  los  suyos  subió  al  ma- 
dero que  le  había  sido  preparado  de  ante- 
mano y  bailó  solo,  cantando  un  himno 
guerrero  a  sus  Huitzilopochtli. 

Concluido  el  himno  mandó  que  callase 
el  huehuetl,  y  dijo  con  voz  firme: 

—  ¡Tenochcas!  ¡Compañeros!...  morid 
heroicamente  sin  dar  a  estos  perros  el  gozo 
de  oíros  un  solo  grito  de  dolor.  .  .  Vamos 
por  el  ancho  camino  de  la  gloria.  El  Sol 
nos  espera.  .  .  Os  precederé,  como  los  prín- 
cipes deben  preceder  a  sus  soldados  en  la 
vida  y  en  la  muerte,  Y  mientras  vamos 
al  imperio  del  señor  de  la  luz,  aquí  abajo 

se  dirá:  Ezuauacatl  el  tenochca  prefirió  morir 
con  sus  hermanos  a  reinar  en  un  pueblo  enemigo 
de  su  patria! 

Dijo  y  se  arrojó  desde  lo  alto  del  madero,  ca- 
yendo pesadamente  sobre  el  duro  pavimento. 

Cuando  los  sacerdotes  se  acercaron  a  él,  estaba 
muerto  ya, 

Y  los  chalcas  vieron  morir  sin  un  grito  de  dolor 
a  los  cien  tenochcas  sacrificados  uno  por  uno  en 
honor  del  dios  Camaxtli, 

Leonor  Allende   de  Bufeo, 

dibujo  de  guido  buffo, 

Notas 

Tenochca,  significa  hijo  de  Tenoch,  divinidad  bajo  cuyo  patro- 
cinio estaba  el  imperio  y  la  ciudad  de  México,  Así  la  capital 
se  llamaba  Tenochtitiau  y  no  México, 

Teocali!,  de  Teo  =  dios,  y  calli  =  casa:  significa  templo. 

El  Calmecac,  era  el  colegio  donde  se  educaba  la  nobleza  mexicana, 

Tlatocau,  era  el  consejo  compuesto  por  los  ancianos  y  nobles 
del  país. 

Ayatl,  manto  tejido  con  ricas  plumas  y  oro  que  usaba  la  nobleza. 

Teponaxtli,  especie  de  tambor  de  sonido  ronco. 

Huehuetl,  instrumento  semejante  al  anterior,  cuyo  sonido  em 
más  suave, 

Ocelotl,  «caballero  tigre»,  una  orden  militar  a  que  se  llegaba  por 
ciertas  acciones   de  guerra, 

Ullí,   resina   aceitosa  con   que  se  teñían   los   sacerdotes. 


DE  LA  COLECCIÓN  DE  D.  JUAN  CANTER 


ENTRE  DOS  LUCES 


ÓLEO    DE    SOROLLA 


— i3>i_;v''23 


No  me  atreveré  a  negar  la  excelencia  de  la  pa- 
labra, ese  precioso  atributo  que  nos  distingue  de 
los  demis  animales  y  del  que  tan  brillante  partido 
ha  sabido  sacar  el  hombre  con  la  feliz  creación  y 
multiplicación  de  los  idiomas:  pero  la  verdad  es 
que  la  palabra,  la  elocuente  palabra,  resulta  al- 
gunas veces  bastante  ineficaz  y  otras  veces  com- 
pletamente inútil. 

Yo  he  pasado  media  tarde  tratando  de  conven- 
cer a  un  amigo  de  que  el  alumbrado  público  de 
Buenos  Aires  es  muy  malo:  él  ha  empleado  la  otra 
media  tratando  de  convencerme  a  mi  de  que  es 
excelente.  Ninguno  de  los  dos  ha  convencido  al 
otro.  Si  todo  aquel  caudal  de  palabras,  empleado 
inútilmente  en  la  discusión,  se  hubiera  podido  con- 
vertir en  fuerza,  y  esa  fuerza  aplicarse  a  la  rueda 
de  una  noria,  entre  mi  amigo  y  yo  hubiéramos 
podido  regar  aquella  tarde,  cómodamente,  diez 
hectireas  de  campo. 

Y  he  quedado  descontento  de  la  palabra,  y  he 
pensado: 

¿Nos  habremos  excedido  en  el  elogio  de  la  pa- 
labra? ¿Será  tan  útil  como  dicen?  Y  de  reflexión 
en  reflexión,  he  llegado  a  preguntarme  seriamente: 
¿Podrá  prescindirsede 
U  palabra? 

Inmediatamente 
me  he  acordado  de  los 
oradores.  Los  orado- 
res no  pueden  pres- 
cindir de  la  palabra, 
luego  la  palabra  es 
indispensable,  porque 
si  no  hubiera  palabra 
no  podría  haber  ora- 
dores: pero  seguida- 
mente se  me  ha  ocu- 
rrido que  si  la  palabra 
es  indispensable  a  los 
oradores,  la  oratoria 
no  es  indispensable  a 
la  humanidad,  y  de 
nuevo  me  he  sumido 
en  un  mar  de  dudas  y 
otra  vez  he  vuelto  a 
preguntarme:  ¿Será 
necesaria  la  palabra  al 
hombre?  ¿No  estare- 
mos perdiendoel  tiem- 
po al  hablar? 

Para  salir  de  una  vez 
de  dudas,  me  ha  pare- 
cido lo  más  acertado 
someter  el  caso  al  te- 
rreno experimental. 

Todas  las  palabras  juntas  no  son   tan   elocuentes 
como  un  hecho. 

Vamos  a  ver.  me  he  dicho,  si  una  persona,  yo 
por  ejemplo,  sin  alterar  en  nada  mi  vida  ordina- 
ria, sin  modificar  mis  costumbres,  puedo  prescin- 
dir de  la  palabra. 

Y  sin  elección  previa,  tomando  al  azar  un  día 
ctialquiera.  me  he  sujetado  a  la  experimentación. 

Me  he  levantado  a  las  once,  como  todos 
los  días,  y  como  todos  los  días,  mi  criado 
me  ha  servido  el  almuerzo,  sin  que  para  ello 
haya  tenido  que  decir  ni  una  sola  palabra. 

Terminado  el  almuerzo,  he  salido  a  tomar 
café.  Me  he  sentado  a  una  mesita  en  la  que 
estaba  aún  sin  retirar  el  servicio  de  otro 
cliente. 

Se  ha  acercado  el  mozo,  y  al  insinuante 
•Sefior. . .»  me  ha  bastado  dar  dos  golpecitos 
en  el  borde  de  la  taza  para  ser  entendido. 

•¡Un  exprés!»  ha  gritado  el  mozo. 

He  tomado  con  toda  calma  mi  café,  he 
pagado  y  he  salido  sin  necesidad  de  pro- 
nunciar una  sola  sílaba. 

Una  vez  en  la  calle,  me  he  dirigido  a  la  im- 
prenta a  fin  de  recoger  unas  pruebas.  He 
temido  por  un  momento  que  no  estuvieran, 
dada  la  costumbre  de  los  impresores  de  no 
tenerlas  nunca  para  cuando  prometen,  y  que 
tal  informalidad  me  pusiere  en  el  caso  de 
incomodarme,  y  por  lo  tanto  de  hablar;  afor- 
tunadamente no  ha  sucedido  así,  sino  que  las 
pruebas  estaban  y  me  han  sido  entregadas  inme- 
diatamente, pudiendo  salir  también  de  la  imprenta 
guardando  mi  precioso  silencio. 

Tenía  necesidad  de  cotejar  dichas  pruebas  con 
su  original,  y  me  he  trasladado  a  la  Biblioteca 
Nacional.  Al  llegar  allí,  he  extendido  la  correspon- 
diente boleta  que  he  entregado  al  encargado  de 
recibirlas,  y  cinco  minutos  después  tenía  en  mi 
poder  el  libro  pedido. 


m 


-(J.    DON 


C^V      AiVijiilat: 

WBU08  DEo/IBJO    ^""^^ 


Terminado  el  cotejo,  me  he  acercado  de  nuevo  a 
la  mesa  para  devolver  el  texto  y  recoger  la  boleta. 

El  bibliotecario  me  ha  preguntado  el  número 
del  asiento  que  ocupaba:  como  yo  creo  que  lo  que 
debe  preguntarse  es  el  número  del  libro,  no  he 
contestado,  sino  que  me  he  encogido  de  hombros 
para  darle  a  entender  que  no  lo  recordaba  y  le  he 
mostrado  el  libro  por  el  lomo  para  que  viese  su 
numeración. 

El  empleado  ha  insistido  en  su  pregunta,  yo  he 
insistido  en  mi  gesto  de  no  recordar;  entonces  el 
de  la  biblioteca  ha  hecho  un  mohín  de  disgusto, 


ha  murmurado  algunas  palabras,  pero  me  ha  en- 
tregado la  boleta. 

Mi  enérgico  y  elocuente  silencio  ha  salido  triun- 
fante de  una  pregunta  inútil  e  impertinente. 

A  poco  de  salir,  he  recordado  que  tenía  que  cor- 
tarme el  pelo;  para  ello  me  he  metido  en  la  prime- 
ra peluquería  que  he  encontrado  al  paso,  y  des- 
pués de  quitarme  el    sombrero    y    dejarlo   en    la 


percha,  me  he  sentado  cómodame.ite  e.n  un  sillón. 

Un  oficial  se  ha  acercado  en  seguida  para  pre- 
guntarme «qué  había  que  hacer».  Nada  he  contes- 
tado, sino  que  limitándome  a  levantar  la  mano  a 
la  altura  de  la  cabeza,  he  movido  los  dedos  a  ma- 
nera de  tijera. 

Ha  bastado  esa  silenciosa  explicación  para  que 
el  peluquero,  perfectamente  enterado  de  lo  que 
quería,  pusiese  inmediatamente  manos  a  la  obra. 


Veinte  minutos  después  salía  de  la  peluquería 
completamente  rejuvenecido  y  perfumado  y  dejan- 
do allí  todo  el  pelo  que  hubiera  podido  tomarme 
cualquiera.  Mi  boca  no  se  había  abierto  para  nada. 
De  nuevo  en  la  calle,  he  resuelto  ir  a  cobrar  un 
artículo  publicado  el  día  anterior  en  un  semanario. 
Los  créditos  deben  hacerse  efectivos  cuanto  antes. 
Para  ir  a  la  administración  he  hecho  parar  un 
tranvía,  sin  más  trabajo  que  el  de  levantar  con 
rigidez  el  dedo  índice,  como  es  costumbre  en  todas 
las  personas,  incluso  los  charlatanes. 

Al  llegar  frente  al  semanario,  he  descendido  del 
tranvía  y  he  entrado. 

Un  ordenanza  me  ha  salido  al  encuentro  para 
preguntarme  a  quién  deseaba  ver. 

He  señalado  la  puerta  de  la  dirección. 
«El  señor  director  está  ocupado»,  ha  dicho  el 
ordenanza. 

No  he  replicado.  He  sacado  una  tarjeta,  he  es- 
crito en  el  respaldo:  «Deseo  cobrar  mi  artículo»,  y 
se  la  he  dado  al  ordenanza. 

El  ordenanza  ha  entrado  con  ella  en  la  dirección, 
y  poco  después  ha  salido  con  un  papel  que  me  ha 
entregado. 

Era  la  orden  de  pa- 
go a  la  administración. 
He   pasado    a   esta 
oficina  y   he    presen- 
tado la  orden. 

El  administrador  ha 
extendido  un  recibo, 
ha  abierto  !a  caja,  ha 
sacado  unos  billetes  y 
los  ha  puesto  sobre  la 
mesa. 

Yo  he  firmado  el 
recibo,  he  cogido  los 
billetes  y  he  salido,  no 
sin  dirigir  antes  una 
acariciadora  sonrisa  al 
administrador,  la  son- 
risa con  que  todos  los 
que  cobran  suelen  ob- 
sequiar a  los  que  pa- 
gan, y  un  afectuoso 
saludo  con  la  mano  al 
resto  del  personal. 

Para  toda  esa  labor 
no  he  necesitado  des- 
plegar los  labios. 

Pasito  a  pasito  me 
he  encaminado  a  mi 
casa,  y  después  de  ce- 
nar, para  lo  cual,  cla- 
ro está,  que  no  he  te- 
nido que  decir  «esta  boca  es  mía»,  porque  mi  cria- 
do ya  lo  sabe,  he  vuelto  a  salir  con  el  propósito  de 
asistir  a  un  estreno. 

Al  llegar  al  teatro,  he  visto  colocado  el  cartelito 
de  «No  hay  plateas».  Esto  me  ha  contrariado,  pues 
tenía  vivos  deseos  de  conocer  la  obra. 

Ya  me  retiraba  resignado  del  teatro,  cuando  se 
ha  acercado  a  mí  un  revendedor  de  esos  que  la 
policía  tiene  rigurosamente  prohibidos. 

—  ¿Plateas,  señor?...  Cuatro  pesos  no  más. 
Como  en  boletería  cuestan  dos,  he  sacado 

tres  del  bolsillo  y  se  los  he  enseñado. 
-—  ¡No  puedo,  señor! 
Me  he  guardado  el  dinero. 

—  Dé  siquiera  tres  y  medio. 
He  echado  a  andar. 

—  Téngala,  señor. 
Me  he  detenido,  he  vuelto  a  sacar  los  tres 

pesos  y  se  los  he  dado,  tomando  en    cam- 
bio la    platea. 

Ni  una  sola  letra  he  tenido  que  pronun- 
ciar para  dejar  ultimada  esa  operación 
mercantil. 

He  entrado  en  el  teatro  y  me  he  acomo- 
dado en  mi  butaca. 

A  poco  de  entrar  ha  empezado  el  espec- 
táculo. Se  trataba  de  una  zarzuela,  y  de  una 
zarzuela  mala.  El  único  que  opinaba  que  era 
buena  era  mi  vecino  de  butaca.  He  estado  a 
punto  de  romper  mi  silencio  y  de  romperle 
la  cabeza  a  mi  vecino. 
El  público,  desde  las  primeras  escenas,  se  ha 
mostrado  dividido:  unos  han  silbado  la  letra  y 
otros  la  música.  Al  llegar  al  final,  la  obra  en  con- 
junto ha  sido  silbada  por  todos,  ya  de  acuerdo. 
He  salido  satisfecho  del  teatro:  siempre  es  satis- 
factorio que  revienten  al  prójimo.  He  vuelto  a  mi 
casa  y  me  he  metido  en  la  cama  como  todos  los 
días,  sin  haber  tenido  necesidad  de  hacer  uso  para 
nada  del  admirable  don  de  la  palabra. 


W^m.:'' 


V  J^  1   1^>^- 


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GERARD. 


RETRATO    DE    ISABEY 


Muy  grande  ha  sido  en  nosotros  el  interés  des- 
pertado por  la  pinacoteca  de  don  Antonio  Santa- 
marina,  al  hallar  en  ella  congregadas,  con  rara 
inteligencia  y  en  un  ambiente  de  fina  elegancia, 
obras  las  más  escogidas  de  los  maestros  del  arte; 
hemos  experimentado  esa  sensación  que  sólo  de  lo 
bello  nace  y  que  se  nos  allega  en  procura  del  bien 
y  ennoblecimiento  del  espíritu. 

A  pesar  de  que  ella  reúna  innumerables  spé- 
oimen  de  épocas  y  escuelas  diversas,  nos  con- 
cretaremos a  comentar  las  de  aquellos  ar- 
tistas galos  de  la  centuria  que  cobijó  la  revolución 
romántica  y  a  cuya  vera  prosperó  la  peregrina 
evolución  de  las  artes  pictóricas;  son  ellos,  a  nues- 
tro entender,  los  que  la  caracterizan,  tanto  por  el 
alto  valor  de  sus  obras  como  por  lo  homogéneo  de 
su  conjunto,  que  explica  con  galana  elocuencia 
la  preparación  y  elevado  criterio  del  coleccionista. 

Alineados  en  acertada  euritmia,  uno  y  otro 
cuadro  nos  hablan  de  las  tendencias  por  una  y 
otra  escuela  defendidas:  neo-griegos,  simbolistas, 
románticos,  idealistas,  falansterianos,  realistas  y 
naturalistas,  ocupan  su  sitio  informándonos  de  los 
históricos  antagonismos,  de  sus  fases  transiciona- 
les  y  procurándonos,  con  su  fragor  estético,  las  más 
deleitosas  emociones. 

Es  el  retrato  de  Isabey,  del  pincel  de  Gerard, 
el  que  nos  anuncia,  en  esta  ocasión,  la  era  de  las 
grandes  controversias.  El  que  fué  pintor  de  atil- 
dadas damas  y  galantes  paladines,  aparece  de 
medio  cuerpo,  destacando,  sobre  un  fondo  gris 
obscuro,  la  faz  pálida  de  ojos  azules,  y  el  busto 
ajustado  por  una  chaqueta  de  amarillo  tenue. 
Ya  el  discípulo  de  David,  desprendiéndose  del 
academismo  neo-griego,  trata  de  hermanar  el  afán 
de  realismo  a  los  métodos  aprendidos  en  el  taller 
del  maestro;  prima  en  ello  la  expresión  madura  de 
su  espíritu  refinado  y  aristocrático.  Es,  en  su  con- 
junto, un  dechado  de  natural  y  sencillez;  la  pin- 
celada fina  acaricíalo  todo  con  virtuosidad,  em- 
pastando tan  sólo  aquellas  partes  que  han  de 
hacerse  valer,  ya  por  el  vigor  del  color  o  bien  por 
la  afluencia  de  la  luz.  Así  en  la  paleta  que  sostiene 
con  distinción  en  la  diestra,  sucédense  pastosas  las 


manchas  de  vermellón,  de  ocre,  de  blanco 
y  de  siena;  las  arrugas  de  la  chaqueta  sur- 
gen nítidas,  enriquecidas  por  la  materia  en 
los  claros,  y,  por  el  contrario,  tamiz  idas  y 
fluidas  en  la  sombra.  El  lienzo  de  trama 
nudosa  ha  absorbido  en  partes  las  espesas 
superposiciones,  contribuyendo  ello,  conjun- 
tamente con  la  pátina  de  los  años,  a  dar 
mayor  armonía  y  concierto  a  los  diversos 
elementos  del  retrato. 

Muy  bien  nos  prepara  esta  obra  tan  su- 
gerente,  por  ser  fruto  meritísimo  de  la  es- 
cuela intermediaria  que  fluctuó  eitre  el  Da- 
vinismo  y  el  romantismo.  a  contemplar  la 
«Mise  au  Tombeau»,  de  Eugéne  Delacroix. 

Nos  hallamos  en  presencia,  según  nuestro 
criterio,  de  una  de  aquellas  composiciones 
que  el  maestro  de  las  grandes  orquestacio- 
nes pictóricas  concebía,  allá,  bajo  la  luz  du- 
dosa de  la  lámpara,  en  la  modesta  morada 
de  Champrosay,  en  noches  nostálgicas,  acu- 
ciado por  sus  hondas  riñas  espirituales. 
f  El  revolucionario,  el  brillante  alumno  de 
Fierre  Guerin,  en  este  caso,  renuncia  a  los 
ampulosos  procedimientos  que  fueron  los  me- 
dios consagrados  por  «Les  Massacres  de  Scio», 
por  «Dante  et  Virgile»  y  por  «La  Barricade»; 
no  es  tampoco  la  influencia  de  los  ingleses 
John  Constable  y  Bonniígton,  sino  que  pre- 
ferimos creer  por  nuestra  parte  que  Dela- 
croix recordó  más  bien  al  dar  cuerpo  a  las 
imágenes  de  esta  escena  a  su  viejo  amigo, 
el  verdadero  maestro  de  su  espíritu;  Theo- 
dore  Gericault,  «L',  Radeau  de  la  Meduse» 
es  el  abolengo  de  este  cuadro.  He  aquí  el  su- 
jeto: En  un  ambiente  soturno,  por  entre  los 
sórdidos  socavones  de  una  cueva  desciende 
un  bíblico  cortejo;  el  cuerpo  del  redentor 
aparece  lívido  sobre  blanca  mortaja,  condu- 
cido por  tres  personajes  ataviados  capricho- 
samente. Están  ellos  en  primer  término  junto 
a  otro  que  entra  en  la  tela  de  medio  cuerpo  y 
de  espaldas  sosteniendo  un  hachón  que  ful- 
gura en  las  sombras  aciagas,  se  añade  al  grupo 
una  dolorosa,  verdadera  endecha  de  piedad. 
Estos  últimos  señalan  el  sitio  del  enterra- 
miento; más  atrás,  en  lo  más  profundo,  se 
dibuja  lo  demás  del  séquito;  lo  forman:  En 
una  ringla  tres  personajes,  el  uno  gualdo,  el 
otro  azul,  el  tercero  bermejo  y  todos  encapucha- 
dos; más  adelante  una  cuarta  figura  encorvada 
baja  los  peldaños  oprimiendo  en  sus  brazos  un 
cántaro  de  arcilla.  Todo  el  drama  se  desarrolla  en 
las  profundas  medias  tintas  del  tétrico  subterrá- 
neo, sólo  iluminado  por  la  llama  amarilla  de  la  tea 
y  por  los  resplandores  que  se  allegan  de  un  afuera 
que  suponemos  diáfano  y  sonriente.  El  plañir  rít- 
mico de  las  actitudes,  las  caras  macilentas  y  acon- 
gojadas, apenas  atenuadas  por  la  resignación  mís- 
tica, contribuyen  a  contemplar  este  efecto  de  ex- 
quisita angustia. 

En  cuanto  a  la  manera,  es  amplia  y  muy  libre 
en  los  personajes  del  primer  plano,  especialmente 
en  la  de  uno  de  ellos  que  se  nos  presenta  en  arries- 
gado escorzo;  los  del  fon- 
do se  hallan  modelados 
con  beatitud.  La  factura 
sólida  hace  valer  los  ro- 
jos y  azules  de  mantos 
y  esbozos,  la  nota  blan- 
ca del  sudario  triunfa 
ayudada  por  la  siena  be- 
tunosa  que  por  rocas  y 
losas  se  desparrama  con- 
ducida por  una  brocha 
nerviosa  y  apasionada. 
Y  ahora  frente  al  que- 
jumbroso episodio  de  la 
biblia  secular  de  manos 
del  insigne  maestro  nos 
place  el  recordar  las  pa- 
labras que  Théophile 
Silvestre  le  dedicara: 
«Era  un  pintor  de  gran 
raza  que  llevaba  un  sol 
en  el  cerebro  y  tormen- 
tos en  el  corazón  —  que 
recorrió  durante  cuaren- 
ta años  todo  el  teclado 
de  las  pasiones  huma- 
nas y  cuyo  pincel  gran- 
dioso, terrible  y  suave 
pasaba  de  los  santos  a 


los  guerreros,  de  los  guerreros  a  los  santos,  de 
los  santos  a  los  amantes,  de  los  amantes  a  los 
tigres  y  de  los  tigres  a  las  flores.» 

Si  Delacroix,  el  hombre  de  exterior  frío  bajo 
aquel  pálido  manto  de  hielo,  disimulaba  el  pudor 
de  su  sensibilidad  y  de  su  amor  ardiente  por  el 
bien  y  por  lo  bello,  era  el  artista  puro  que  se  ab- 
negaba en  holocausto  de  sus  afiebradas  imagina- 
ciones y  de  aquellos  amigos,  secretos  de  su  predi- 
lección. 

Tres  obras  que  llevan  las  firmas  de:  Isabey, 
Lamí  y  Decamrs  comrletan  la  figuración  de  este 
período.  Las  de  los  dos  primeros  obedecen  cum- 
plidamente al  concento  pictórico,  ya  muy  comen- 
tado de  estos  maestros;  la  de  Decamps  es  una 
se-ia  simbólica  de  dimensiones  reducidas.  En  una 
alti-^lanicie  caótica,  por  entre  riscos  y  malezas, 
escálase  con  sigilo  un  humo  misterioso,  soporte  y 
envoltura  de  una  figura  emblemática;  dos  peregri- 
nos hincados  adquieren  contornos  piadosos.  Vaga 
aquí  el  exotismo  de  su  viaje  a  Esmirna,  sus  altas 
cualidades  de  eximio  pintor  de  caballete  se  afian- 
zan con  donosura.  «Le  Remouleur»  y  la  «Sortie  de 
L'Ecole  Ture»  no  quedan  ajenas  a  esta  agua-tinta 
que  por  los  blancos  de  gouache  y  los  retoques  de 
serbia  asume,  tanto  en  el  dibujo  como  en  el  mode- 
lado, la  firmeza  de  un  óleo. 

Pero  si  bien  la  pintura  de  género  de  los  prime- 
ros innovadores  se  halla  tan  fielmente  represen- 
tada, aún  lo  está  en  creces  en  lo  que  se  refiere  a 
los  paisajistas  de  1830. 

«Le  Moulin»,  de  Jules  Dupré.  nos  inicia  en  la 
escuela.  Un  viejo  molino  bate  el  cielo  anubascado 
con  sus  negras  alas;  rior  la  carretera  ancha  y  par- 
da va  la  ma''aia  blanca  siguiendo  el  azarbe  por 
donde  corren  las  aguas  de  la  lluvia  reciente.  Nada 
más  sencillo  ni  nada  más  armonioso.  Todo  se  en- 
tiende en  una  suave  sucesión  de  tonos  cobrizos. 
Del  procedimiento  robusto  que  modela  la  tierra 
y  de  la  distribución  de  la  luz  nace  la  unidad  me- 
lódica que  la  exalta.  Bien  atestigua  el  melancólico 
molino  de  Duí^rés  la  alianza  que  él  hiciera  entre 
el  legado  de  Paul  Huet  y  la  escuela  inglesa. 

El  romántico  de  los  románticos;  Narcisse  Ulisse 
Díaz  lo  hallamos  patentizado  en  una  escena  trá- 
gica de  color.  Un  cazador  y  su  perro  cruzan  raudos 
una  rradera  entoldada  por  fieros  nubarrones,  los 
árboles  v  el  cielo  parecen  gemir  bajo  la  presión 
recia  del  huracán;  todas  son  notas  obscuras  que 
conspiran  en  un  drama  atmosférico.  Está  ejecu- 
tado de  cerca,  los  verdes  riquísimos  se  hallan  ob- 
tenidos un? s  veces  por  hábiles  empastes  y  otras 
veces  ror  raspajes  oportunos.  Se  denuncia  con 
brío  el  lirismo  de  Díaz,  las  indicaciones  violentas 
ponen  muv  de  relieve  su  amor  exaltado  y  poético 
por  la  naturaleza. 

Del  exquisito  Corot  admiramos  un  paisaje  sen- 
cillo. No  pasean  en  él  ni  las  ninfas,  ni  las  dríadas, 
ni  las  hamadriadas  surgidas  de  los  estanques  o  de 
embalsamadas  forestas;  esta  vez  han  dejado  libre 
el  campo  a  una  zagala  diminuta  indicada  breve- 
mente junto  a  una  vaca  apacible.  Se  encuentran 
en  el  terminar  de  un  bosque,  los  últimos  liños  de 
copiosa   fronda   recortan   el   cielo;    más   atrás   se 


ISSE  DÍAZ 


LA    TORMENTA 


—  1=>LJK''^S     X^' 


COROT.    —    PAISAJE 

asoman  escalonadas  casucas  que  sirven  de  basa- 
mento a  un  litúrgico  campanario.  La  capa  ex- 
tensa de  verde,  que  cubre  las  tres  terceras  partes 
del  lienzo,  resumen  sintéticamente  la  práctica  del 
paisajista.  Sobre  fondos  cepillados  llanamente  re- 
salta el  follaje  expresado  con  notas  luminosas. 

Por  lo  sosegado  de  su  espíritu  y  por  su  factura 
simplista,  esta  página  pictural  parece  explicarnos 
ya  el  porqué  de  la  tendencia  naturalista. 

Calmado  el  entusiasmo  de  los  primeros  líricos 
del  romantismo  ante  las  frecuentes  observaciones 
de  la  naturaleza,  fuese  formando  la  legión  de  los 
nuevos  reaccionarios,  por  el  mismo  rabero  unos 
y  otros  abocaron  a  realizaciones  hermanas.  Y  aquí 
nos  sale  al  paso  Daubingy  hablándonos  clara- 
mente de  tales  aseveraciones  con  la  anotación  sin- 
cera de  un  brazo  de  rio  que  suponemos  el  Sena. 
Susurra  casi  el  impresionismo  amamantado  por  el 
despertar  de  un  realismo  sentimental  en  el  que  se 
filtran  ansias  de  atmósfera  y  de  luz  verdad. 
¡Cuánta  elocuencia  en  estas  aguas  mansas  que  co- 
rren en  medio  del  silencio  y  de  los  profundos  aro- 
mas primaverales! 

Constant  Troyen,  el  intérprete  de  los  rumean- 
tes  filósofos,  nos  procura  con  un  asunto  de  deli- 
cioso verismo  mayores  luces  sobre  el  ideal  natura- 
lista. Son  dos  vacas,  la  una  negra  y  la  otra  blanca, 
tras  de  ellas  en  la  lejanía  discurren,  en  la  adunada 
campiña,  dos  cabritas  y  el  cabrero;  el  despertar 
robusto  de  la  tierra  solemniza  la  belleza  rural, 
fresca  y  verde,  de  la  crasa  Normandía.  La  vaca 
negra  amanece  triste,  en  cambio  los  pastos  húme- 
dos y  lozanos  rutilan  bajo  la  claror  del  dia.  El  sue- 
lo y  el  herbaje  se  hallan  expresados  por  pincela- 
das cortas  (correos  tímidos  del  divisionismo),  las 
nubes,  por  el  contrario,  barridas  por  grandes  ras- 
gos, semejan  adquirir  la  forma  del  viento. 

Charles  Jacque,  precursor  de  Millet;  Octave 
Tassaert,  el  traductor  sincero  de  las  lucubraciones 
seráficas  literariamente  ligado  por  Lamartine  y 
Alfred  de  Vigny  a  los  místicos  Lyoneses  y  Adol- 
phe  Cals  que  halló  en  las  escenas  humildes  del 
pueblo  obrero  los  primeros  temas  del  realismo, 


FROMENTIN.  —  paisa; 


completan  aquí  el  ciclo 
y  llenan  el  paréntesis 
que  vincula  a  la  escuela 
de  Robinson  con  los  te- 
soneros que  de  1848  a 
1870renovaron  incesan- 
temente los  modismos 
pictóricos.  Llegamos  a 
las  grandes  franquezas, 
el  goticismo  apura  sus 
últimos  días  de  vida  y 
el  hosco  Courbet,  vapu- 
leando nuevas  y  vicio- 
sas añoranzas  formulis- 
tas, cimenta  el  realis- 
mo en  una  lección  sana 
y  brutal  que  llevó  el  ti- 
tulo de  «L'Enterrement 
d'Oraans». 

Su  émulo  modesto  e 
irónico.  Honoré  Dau- 
mier,  nos  sugiere  la  his- 
tórica remembranza  con 
una  agua  tinta  carica- 
turesca: El  juez  senten- 
cioso parece  amonestar 
a  un  procesado;  atrás, 
sentados  en  sus  pupi- 
tres, comentan  el  hecho 
los  doctos  colegas.  Apar- 
te de  sus  altas  cualida- 
des humorísticas,  por  las  que  merece  ser  muy  esp_e- 
cialmente  admirado,  demuestra  un  vigor  extraño 
y  profundo  en  la  caracterización  de  los  persona- 
jes, pudiéndose  establecer  un  paralelo  entre  lo  que 
él  realizaba  tomando  por  modelos  a  las  gen- 
tes de  París  y  los  rústicos  paisanos,  de  los 
feraces  labrantíos,  que  por  artes  de  Millet 
comulgaban  en  horas  de  recato  con  la  madre 
naturaleza.  «El  gran  niño  distraído  y  bonda- 
doso» representaba  en  aquellas  sátiras  a  los 
tipos  populares  aguzados  por  toda  la  feroci- 
dad de  su  propia  sencillez  y  de  sus  impre- 
siones mordaces. 

De  Ziem  y  Harpignies,  coetáneos  del  hu- 
morista, artistas  que  figuraron  en  las  filas  de 
los  poetas  realistas  y  cuyas  vidas  y  obras 
prolongáronse  casi  hasta  nuestros  días,  ad- 
miramos: de  aquél,  dos  Venecias  engalana- 
das por  el  esnejismo  de  una  policromía  asom- 
brosa, y  de  éste,  un  paisaje  decorativo  tratado 
con  distinción  y  destreza. 

J.  L.  E.  Meissonier  figura  con  una  tela  pe- 
queña   bien    equilibrada    y    ejecutada    con 
primor  y   minucia.    Un    paisaje   de    Eugéne 
Fromentin  merece  muy  especial  estudio:  bajo 
un  cielo  gris  se  agrupan,    próximos   a    una 
carpa  y  a  un  árbol  añejo,  numerosos   caba- 
llos cuyas  crines  retozan    al  soplar   de  una 
brisa  suave;   uno  relincha,   otro  pace  y    los 
más    contemplan    la   pradera  hermana.  Por 
el  sendero    marcha   el    hato    de    minúsculas 
ovejas.  Las  tierras  verdes,  ayudadas  por  los 
tonos  neutros,  se  diluyen  en  el  horizonte  en 
una  sabia  relación   de    valores.    Hay   en    los 
caballos  rasgos  curiosos,  diríase  que  sus  be- 
llezas corpóreas  exaltadas  por  un  no  sé  qué 
desconocido  les  hiciera  aspirar  a  algo   más, 
nos    saben    mucho    a    centauros.     La    gran    cul- 
tura cláisica  del  autor  de  «Les   Maitres   D'Autre- 
fois»  y  los  comentarios  de  su  viaje  Biskra,  nos  dan 
buena  cuenta    de  este  sentir  semi-clásico,  semi- 
exótico;  |qué  lástima  que  el  pintor  literato,  esclavo 
en  demasía  de  tecnicismos  pretéritos,  no  haya  con- 
sumado su  obra  con  una 
manera  más  libre  y  más 
suya! 

Ahora  estamos  frente 
a  una  figura  pálida  de 
un  livor  voluptuoso:  se 
trata  de  un  estudio  muy 
terminado  de  Jean  Jac- 
ques  Henner.  Es  el 
triunfo  emotivo  de  la 
belleza  plástica  a  la  que 
se  asocia,  por  la  fina 
personalidad  del  pintor 
alsaciano,  el  ponderado 
realismo  de  Courbet  a 
la  tradición  Holbeniana. 
«La  Danse»,  de  Fan- 
tin  Latour,  pertenece  a 
su  última  época;  es  la 
hermana  menor  de 
aquella  sinfonía  pictó- 
rica titulada  «Les  Dan- 
ses»,  del  museo  de  Pau, 
que  figuró  en  el  salón 
de  1891.  Por  la  influen- 
cia musical  de  Wagner, 


de  Berlioz  y  de  Brahms,  llegó  Fantin  a  imaginar 
estas  composiciones  en  que  la  melodía  del  color 
juega  amorosamente  con  la  cadencia  de  las  líneas. 
Una  danzante  envueKa  en  gasas  blancas,  un  pe- 
ristilo gris,  un  fondo  de  jardín.  Varias  mujeres 
hermosas  la  rodean  embeleñadas  por  un  ritmo  pa- 
radisíaco. Los  trajes,  las  carnes,  las  plantas,  los 
vestidos  se  hallan  acariciados  por  un  pincel  sutil, 
devoto  de  la  diosa  armonía. 

Citaremos  a  Theódule  Ribot,  Neuville,  Chaplin, 
Boudin,  León  Lhermitte,  Lepin,  Boitet,  Bail,  Bou- 
guereau,  Veyrassart,  Charles  Cottet,  Rene  Me- 
nard,  Luoien  Simón,  Caro  Delvaille,  Le  Sidaner, 
y  Forain,  sus  nombres  bastan,  ya  que  no  habla- 
mos de  sus  obras,  para  demostrar  que  la  última 
etapa  evolutiva  se  halla  en  la  colección  muy  dig- 
namente representada. 

Hemos  dejado  de  citar  intencionalmente  el  nom- 
bre de  Eugéne  Carriere.  Dos  telas  muy  importan- 
tes procuran  la  lección  del  maestro  moderno  del 
claro-obscuro  y  hacen  que  su  talento  generoso  sea 
por  nosotros  recordado  con  marcada  predilección: 
En  la  penumbra  vaporosa  las  medias  tintas  aho- 
gadas en  la  sombra  dejan  traslucir  la  faz  dolorida 
de  una  mujer  y  la  cabeza  de  un  hombre  de  cabe- 
llera ocre,  en  cuyo  semblante  se  asoma  la  dulzura 
del  no  existir.  La  austeridad  ideal  del  concepto, 
moral  y  filosófico,  que  practicó  el  artista  en  sus 
últimos  años  de  vida,  se  halla  cristalizado  allende 
las  formas,  que  para  mayor  abstractismo  se  des- 
atan de  las  líieas  y  se  funden  en  un  caos  indefi- 
nible y  vibrante. 

Por  muy  satisfechos  nos  daríamos  si  estos  des- 
hilachados  comentarios  fueran  capaces  de  comu- 


DELACROIX.  —  LA  MISE  au  tombeau 

nicar  a  quien  los  lee  el  respeto  que  nosotros  pro- 
fesamos por  los  maestros  que  del  año  de  1801 
hasta  el  de  1906  cumplieron  con  la  alta  misión  de 
renovar,  a  la  par  que  evolucionaba  el  espíritu, 
las  artes  de  pintar.  Huelga  casi  el  agregar  que  la 
pinacoteca,  objeto  de  la  presente  publicación,  es 
lugar  seguro  de  meditación  y  consejo  que  por  co- 
nocimiento y  juicio  peritísimo  de  quien  la  formara 
es  hoy  tesoro  artístico  argentino.  El  altruismo  del 
señor  Santamarina  lo  convierte  en  bien  nacional; 
no  se  trata  del  hermético  joyel  cerrado  a  las  mira- 
das investigadoras  y  curiosas,  sino  que,  por  el 
contrario,  ofrece  sus  luces  y  riquezas  a  todos  cuan- 
tos busquen  en  él  la  herencia  de  los  eruditos  de 
antaño  y  de  hogaño.  ^^^^.^  g.  Noel. 

Merced  a  la  hidalga  galantería  del  señor  Santamarina, 
pueden  los  lectores  admirar  el  notable  óleo  de  Zuloaga  que 
ilustra  una  de  nuestras  páginas.  De  ese  modo  podemos  ates- 
tiguar que  es  justa  la  frase  final  del  brillante  artículo  del 
señor  Noel.  No  se  trata,  efectivamente,  de  un  tesoro  artísti- 
co guardado  por  el  egoísmo  de  un  coleccionista,  egoísmo 
muy  justificable,  pero  que  redundaría  en  perjuicio  de  la  cul- 
tura nacional,  porque  la  pinacoteca  del  señor  Santamarina  es 
un  verdadero  te;oro  de  arte  pictórico.  A  más  de  los  cuadros 
de  que  nos  habla  el  señor  Noei,  hay  allí  numerosas  obras 
pertenecientes  a  otras  escuelas.  Por  la  holandesa  está  Van 
Dyck.  La  hispana  se  encuentra  representada  por  telas  de 
Zurbarán,  el  Divino  Morales,  Ribera  el  Españólelo,  el  Greco 
y  Murillo.  Luego,  el  genial  y  anárquico  Goya,  y  tras  él,  las 
mejores  firmas  de  la  pintura  española  moderna:  Sorolla, 
Zuloaga,  Domingo,  Madrazo,  Benedito,  Lucas,  Barbudo,  etc. 

También  hay  cuadros  de  Laurens,  Mancini  y  otros,  para 
completar  el  valor  de  este  museo. 


1  k¿^^- 


CARMEN   CARBAlLIDO   GUERRICO 


LOLA  GUIRALDES   GONl 


MERCEDüj   MASCH/^ITZ 


SUSANA   HOLMBERO 


He  querido  elegir 
para  estas  páginas, 
en  las  que  irradia  el 
espíritu  femenino  en 
todas    sus    manifes- 
taciones, la  nota  más 
interesante  de  las 
fiestas  realizadas  pa- 
ra honrar   nuestro 
grande  aniversario... 
Un  nuevo  y  presti- 
gioso  grupo    de   jo- 
vencitas  acab  a  de 
incorporarse  a  la  vi- 
da social  porteña, 
conquistando   desde 
su   primer  baile  los 
más  entusiastas  ho- 
menajes de  admira- 
ción y  simoatía.  Ra- 
diantes de  luminosa 
juventud,  serenas  en 
su  triunfo,  luciendo  una  elegan- 
cia tan  armoniosa  como  discre- 
ta, han  embellecido  con  el  don 
de  su  gracia  señoril,  las  suntuo- 
sas fiestas  elegidas  para  su  pre- 
sentación,   ¡acontecimiento    que 
todas  esperáb  amos  y  recordamos 
como  una  de  las  emociones  más 
intensas  de  nuestra  vidal 

Las  excepcionales  circunstan- 
cias, han  consagrado  este  acon- 
tecimiento social,  con  un  sello 
de  solemnidad  sin  preceientes, 
puesto  que  al  encantador  grupo 
que  engalana  hoy  esta  página 
femenina,  le  ha  sido  concedido 
el  conquistar  la  soberanía  mun- 
dana, en  los  momentos  en  que 
se  celebraban  con  intenso  fervor 
patriótico,  las  glorias  del  pasa- 
do, y  que  reinaban  en  nuestro 
espíritu  y  en  nuestros  labios  los 
nombres  de  los  fundadores  de 
los  mismos  hogares  que  han  flo- 
recido hoy  en  medio  de  las  brumas  y  el  cierzo  del  invierno, 
con  una  prodigiosa  primavera  de  gracia  y  juventud. . . 

Acatando  fiel  y  sinceramente  el  inapelable  juicio  del  tri- 
bunal mundano,  debo  mencionar  en  primer  término,  a  las 
que  fueron  las  triunfadoras  en  el  baile  ofrecido  por  doña 
Teodelina  Alvear  de  Lezica:  Carmen  Carballido  Guerrico, 
Mercedes  Masohwitz  y  Ana  Rosa  Schlieper,  se  vieron  rodea- 
das por  una  legión  de  admiradores,  y  nunca  fuera  un  éxito 
mejor  justificado. . .  La  exquisita  belleza  de  Mercedes  Mas- 
ohwitz, realzada  aun  más,  por  la  gracia  de  su  sonrisa,  que 
revela  todo  el  ingenio  de  que  ha  sido  pródiga  la  familia  de 
La  Barra:  el  encanto  que  irradía  la  interesantísima  figura  de 


ANA    ROSA   SCHLIEPER 


Carmen  Carballido  Guerrico,  de  la 
que  podríamos  decir  que  «  no  tiene 
historia  por  ser  demasiado  modesta», 
a  pesar  de  las  excepcionales  dotes  de 
su  inteligencia,  y  aquella  seducción 
proverbial  en  las  representantes  de 
su  familia  materna...  Ana  Rosa 
Schlieper,  a  la  que  no  le  ha  bastado 
ser  todo  lo  bonita  que  es,  y  ha  me- 
recido que  alguna  hada  protectora 
quisiera  que  nadie  como  ella  pudiese 
hacer  vibrar  las  cuerdas  de  la  tra- 
dicional guitarra,  evocando  al  cantar  toda  la  ingenua  poe- 
sía de  nuestra  tierra,  y  que  tuviera  al  bailar  la  maravillosa 
gracia  de  los  elfos. . . 

Lola  Güiraldes  Goñi,  cuyos  aterciopelados  ojos  negros  ilu- 
minan una  tez  de  marfil  y  que  con  la  gracia  de  su  sonrisa, 
acepta  serenamente  todos  los  homenajes;  inteligente  y  muy 
instruida,  espiritual  y  sumamente  culta,  añade  a  estas  cua- 
lidades una  modestia  y  recato  que  hacen  su  principal  en- 
canto... Me  recuerda  vagamente  a  su  abuela  paterna 
que  fué  una  de  las  mujeres  más  distinguidas  de  su  ge- 
neración. 

Blanca  y  sonrosada,  de  cabellera  y  ojos  negros,  grácil  si- 


lueta, Josefina  Can- 
tilo   Achával    posee 
el  don  de  atraer  con 
su  ingenio  tan  vivaz 
como  oportuno:  tam- 
bién la  inteligencia 
le  viene  de  abolen- 
go,. .   María  Teresa 
Bosch  Alvear,  here- 
da la  belleza,  inteli- 
gencia y  cultura  tra- 
dicionales en  su  ho- 
gar: en  su  perfil  de 
clásicas  líneas,  hallo 
el  reflejo  de  la  belle- 
za y  el   elevado  es- 
píritu de  la  más  be- 
lla de  las  porteñas 
de  su   generación, 
doña    Elisa    Alvear 
de    Bosch.   Susana 
Holmberg,  que  man- 
tiene también  muy  alta   la  tra- 
dición   de    hermosura     de    las 
mujeres   de   su   apellido;    María 
Elena  Villegas   Hamilton,    edu- 
cada tan  lejos  de  su  país,  pero 
que  vuelve  a  ocupar  el  sitio  que 
le  corresponde  en  nuestra  socie- 
dad, con  todos  los  atractivos  de 
un  espíritu  culto  y  refinado;  des- 
arrollada su  natural  inteligencia 
en  la  sana  amplitud  del  ambien- 
te sajón,   será   digna    represen- 
tante   de    la    mujer    argentina, 
siguiendo  la  tradición  diplomá- 
tica de  su  familia. 

Josefina  Güiraldes  Madero, 
Clara  y  María  Teresa  Estrada, 
Augusta  y  Elisa  Pico  Estrada, 
completan  con  todos  los  atracti- 
vos de  su  juvenil  distinción,  la 
encantadora  falange  de  jóvenes 
porteñas  que  son  la  alegría  del 
presente  y  que  encarnan  tan  her- 
mosas promesas  para  el  futu- 
ro... A  ellas,  que  encierran  en  sus  delicadas  manecitas,  todas 
las  virtudes  y  todas  las  ventajas  de  la  belleza,  del  rango,  y 
de  la  fortuna:  a  ellas,  que  han  sabido  conservar  como 
sagrado  talismán  el  recato  y  la  modestia  de  sus  nobles  an- 
tepasados, a  ellas  pues,  les  corresponde  mantener  con  se- 
renidad y  firmeza  las  hermosas  tradiciones  del  hogar 
argentino,  las  costumbres  sencillas  en  medio  de  la  sun- 
tuosidad porteña,  tos  principios  que  no  deben  ser  reem- 
plazados por  las  extravagantes  modalidades  que  amenazan 
arraigarse  en  nuestra  sociabilidad... 

La  Dama  Duende. 


JOSEFINA   CANTILO   ACHAVAL 


T  -"I     \ 


\   1  -rtpyx- 


SKA.  MABEL  A.  STIH* 
SOM,  CSrOSA  DEL 
I.  HIHtSTIK) 
DS  LOS   B.    U. 


ENCUESTA 
DIPLOMÁTICA 

.^*ttinta.  —  D* 
ias  mu)ores  que  os- 
Md  ha  tratado  en 
sus  varias  residen- 
cias  diplomiiticas, 
¿■!-jáí  1?  ha  p*j?tad':< 


diplomática  es  Bue- 
nos Aires  y  sus 
mujeres  me  han 
pistado  tanto,  que 
no  creo  que  otras 
pudieran  superar  la 
{^ratísima  impre- 
sión que  ellas  me 
han  prod'jcido. 


P.  —  ¿IMnde  ha 
encoalrado  usted  nús  unión  entre  el  hom- 
bn  y  la  mujer? 

/?.  —  Considero  muy  unidos  los  matrimo- 
nios arge'  *•«  tenido  el  placer  ("e 
tratar  aa  "iro  que  la  educacJói 
de  la  mujer  en  cr^ic  país  la  pone  en  condi- 
t  de  ler  una  ericaz  colaboradora  de  su 


P.  —  ¿Cuiles  son  los  rasgos  característi- 
cos de  la  mujer  norteamerícana? 

K.  —  Me  parece  poco  diplomático  hacer 
aqui  d  elogio  de  mis  compatriotas. 

P.  —  ¿Qué  vir!-jd  femenina  admira  usted 
mis  en  sus  ct- 
R.  —  Todas  S3n  admirables. 

P.  —  ¿Qté  mujeres  han  honrado  y  honran 
hoy  la  cuhura  de  su  pais? 

/?.  —  Ha  habido  y  hay  en  mi  pais  muchas 
mujeres  de  gran  cultura  intelectual:  nom- 
brar a  todas  seria  imposible;  nombrar  sóio 
altanas,  seria  injusto. 

P.  —  ¿Si  no  fuera  usted  norteamericana. 
dónde  quisiera  haber  nacido? 

K.  —  No  hay  patriotismo  sin  exclusi- 
vtsroo. 

Mabel  A.  Stikson 


Opimonts  dt  la  distinguida  conffrencista 
Miss  Peck,  sotre  ¡a  encuesta: 

iQué  mujer  de  la  antigüedad  hubiera 
querido  ser  usted?  —  me  preguntó  una  dis- 
tinguida señora  argentina,  mientras  hojeá- 
bamcs  juntas  la  hermosa  revista  Plvs 
Vltka.  Esta  pregunta,  hecha  asi  a  quema- 
rropa,ala  que  tantas  distinguidas  damas  del 
gran  mundo  han  contestado  con  notible 
conocimiento  de  les  méritos  y  virtuaes  de 
las  mujeres  de  la  historia,  me  dejj  un  mo- 
mento perpleja:  pero  reponiéndome  luege, 
contesté  a  mi  amable  interlocutora:  «No  hu- 
biera querido  ser  ninguna  de  las  admirables 
mujeres  del  pasadc;  nuestra  época  es  tan 
interesante  que  no  quiero  pensar  que  podría 
no  haberla  silcanzado.  Quisiera  ser  una  mu- 
jer del  futuro,  pues  son  ellas  quienes  más 
harán  para  elevar  a  las  de  su  sexo,  inspi- 
rindcles  la  necesidad  de  perfeccionar  cada 
vei  más  su  educación,  de  formarse  el  más 
amplio  ocncepto  de  la  vida  femenina,  de- 
mostrando la  igualdad  intelectual  de  la  mu- 
jer con  el  hombre,  ganando  terreno  en  su 
respeto  y  en  su  alecto  y  ejerciendo  sobre  él 
una  más  poderosa  influencia  para  bien  de  la 
raza  humana. t 

Y  mi  amiga  argentina,  anadió:  —  Sí:  el 
ideal  de  la  mujer  del  préseme  debe  ser 
preparar  mujeres  fuertes,  sanas  de  espí- 
ritu, altruistas  y  sinceras,  para  formar  la 
raza  del  porvenir,  raza  de  mujeres  iguales 
al  hcmbre  en  el  hogar,  en  la  sociedad  y  en 
el  saber.  Compañeras  abnegadas,  amigas  úti- 
les, consejeras  seguras  y  leales.  La  igualdad 
ideal  que  fundirá  en  ui  o  estos  dos  seres  que 
hasta  ahora,  y  a  pesar  ael  ¿-  '.  s  po- 

deres antagónicos  s;empre  ' 

El  cía  que  la  mu,er  hay^  -  ..,..^  ,do  la 
igualdad,  reinará  la  paz  en  el  mundo,  por- 
que reinará  en  él  el  único  verdadero  amor, 
el  amor  basado  en  la  mutua  estimación. 

Annie  S.  Peck. 


ENCUESTA 
DIPLOMÁTICA 

Pregunta. — ¿Qué 
fué  lo  que  más  le 
impresionó  a  su 
llegada  a  Buenos 
Aires? 

Respuesta.  —  La 
regularidad  de  sus 
calles  y  su  excelen- 
te pavimentación; 
la  magnifica  sala 
del  teatro  CoI5n  y 
el  Hipódromo,  que 
considero  uno  délos 
mejores. 


ASÍ    ES   LA  VIDA 


Lo  vi  una  vez  y  su  recuerdo  no  se  borrará 
jamás  de  mi  memoria:  era  joven,  elegante, 
simpático:  tal  vez  buen  mozo:  no  lo  sé. 

Llevaba  la  cabeza  inclinada;  las  manos 
cruzadas  a  la  espalda  sostenían  el  bastón. 
Pasi  entre  mi  amiga  y  yo  y  al  pasar  hizo  un 
leve  saludo,  tocándose  el  ala  del  sombrero. 
Subió  la  escalinata  del  jardín  (en  aquel  ins- 
tante yo  me  despedía  a  la  puerta  del  hote- 
lito  de  mi  amiga),  subió  la  escalinata  y  se 
i¡  alejó  entre  los  rosales  florecidos,  con  los  bra- 
zos nuevamente  cruzados  a  la  espalda  y  la 
cabeza  inclinada  sobre  el  pecho. 

—  ¿Quién  es?  —  pregunté,  extrañada  de 
la  actitud  indiferente  y  al  mismo  tiempo  fa- 
miliar de  aquel  desconocido. 

—  Es  nuestro  huésped  desde  hace  varios 
años:  no  lo  has  visto  nunca  porque  jamás 
se  deja  ver  de  nadie:  mi  marido  fué  uno  de 
sus  pocos  amigos  a  su  llegada  a  Buenos  Ai- 
res, y  después  de  su  desgracia  el  único  que 
se  ocupó  de  él. . .  Una  nube  obscureció  los 
dulces  claros  ojos  de  mi  amiga  y  continuó: 
—  Es  una  triste  historia  que  tiene  toda  la 
punzante  angustia  del  misterio:  Roger  es 
loco. . . 

—  -  ¡Loco! 

—  Sí,  loco  de  una  locura  mansa  y  taci- 
turna que  mueve  a  profunda  compasiin:  No 
te  vayas  todavía:  te  contaré  lo  que  sé  de  este 
dolor. 

Roger  llegó  a  Buenos  Aires,  dicen  que  tras 
una  mujer:  borrascosa  aventura  de  amor  que 
su  familia  en  Europa  había  condenado  con 
gran  indignación. 

Hijo  de  un  personaje,  dueño  de  gran  for- 
tuna, abandonj  todo  por  aquella  mujer  y 
ella  murij  aquí,  según  parece  en  circuns- 
tancias trágicas:  el  dolor  lo  enloqueob:  tuvo 
un  ataque  de  locura  furiosa  y  fué  internado 
por  la  policía  en  el  Hospicio  de  las  Merce- 
des. Nadie  lo  conocía,  él  había  olvidado  su 
nombre,  y  durante  mucho  tiempo  permane- 
ció en  el  Hospicio,  pasada  ya  la  crisis  aguda, 
sin  que  se  supiera  quien  era  aquel  extran- 
jero, distinguido  sin  duda,  a  juzgar  por  sas 
modales,  pero  completamente  ignorante  de 
su  nombre  y  calidades, 

Cartas  de  Europa  obligaron  al  cónsul  de 
su  pais  a  indagar  el  paradero  de  Roger,  y 


no  sé  cómo,  averiguó  que  se  hallaba  en  el 
manicomio.  —  Está  bien,  le  dijeron  allí:  todo 
peligro  de  ataques  violentos  ha  desapareci- 
do; tiene  la  locura  tranquila,  puede  volver 
a  la  vida  normal  en  su  hogar,  sin  que  haya 
nada  más  que  hacer  aquí  por  él. 

Transmitida  esta  noticia  a  la  familia,  aque- 
lla decidió  que  se  le  buscara  un  sitio  hono- 
rable donde  vivir  y  que  se  le  pasaría  una 
pensión  para  su  sostenimiento  en  Buenos 
Aires. 

Mi  marido  que  lo  supo,  y  que,  como  te 
dije  antes,  fué  uno  de  les  pocos  amigos  que 
tuvo  Roger  a  su  llegada,  escribió  a  la  fami- 
lia anunciando  que  había  traído  a  casa  al 
enfermo  y  que  a  nuestro  lado  estaría  hasta 
que  se  le  llevara  a  su  patria.  La  respuesta 
de  la  familia  fué  que,  puesto  que  él  no  se 
acordaba  de  nada  no  había  objeto  de  vol- 
verlo al  hogar.  Que  estaba  bien  con  nosotros 
y  que  le  enviarían  lo  necesario  para  vivir  y 
no  sernos  gravoso. . .  y  ahí  lo  has  visto:  de 
esto  hace  ya  varios  años.  Allí,  sirve  tal  vez 
la  fortuna  de  Roger  para  aumentar  el  brillo 
del  blas  jn.  para  casar  mejor  a  las  hermanas... 
;Qué  sé  yol  Aqui,  él  juega  con  los  patos  y  los 
cisnes  del  lago:  cuida  los  rosales,  apalea  a 
veces  las  gallinas  porque  dice  que  se  ríen 
de  él. . .  Para  mí  es  un  hijo  más. . .  Pero  se 
me  oprime  el  corazón  cuando  lo  veo  dirigir- 
se al  piano.  Toca  con  insuperable  maestría, 
con  un  sentimiento  extraordinario.  Desde 
que  está  aquí,  no  ha  estudiado  nada  nuevo: 
recuerda  lo  que  antes  aprendió:  es  lo  único 
que  recuerda  al  parecer.  Se  sienta  al  piano 
y  toca,  toca  sin  descanso  horas  enteras:  no 
tratamos  de  distraerlo  porque  no  oye  ni  ve 
nada  cuando  lo  absorbe  la  armonía  de  la 
música,  de  esa  música  que  él  toca,  patética, 
desgarradora,  que  conmueve  como  una  im- 
precación o  como  un  lamento.  La  crisis  so 
aproxima:  Roger  llora,  llora  con  sollozos 
hondos,  profundos,  con  sillozos  en  los  que 
pasa  toda  la  horrible  tragedia  de  su  juventud 
perdida. 

¡Y  tal  vez,  entretanto,  su  madre  está  go- 
zando en  el  teatro  oyendo  La  Muerte  de 
Isolda! 

¡Así  es  la  vidal 

Pulí  NA  DE  Tal. 


SRA.    DAISY  a.   DE   SO- 
LER ,     ESPOSA    DEL 
EXCMO.    SR.    MINISTRO 
DE   ESPAÑA. 


P.  -  ¿Qué  cua- 
lidad o  qué  virtud 
le  parece  a  usted 
que  caracteriza  a 
la  mujer  argentina? 

/?.  —  La  mujer  argentina  reúne,  a  mi  jui- 
cio, todas  las  cualidades  y  virtudes:  pero  se 
distingue  sobre  todo  por  su  patriotismo,  ab- 
negación, amor  a  su  hogar  y  por  su  exqui- 
sito trato  social. 

P.  -  —  ¿A  qué  mujer,  de  las  que  usted  co- 
noce, se  asemeja  más  el  tipo  de  la  mujer 
argentina? 

R.  —  Por  su  elegancia  y  silueta,  se  ase- 
meja mucho  a  la  parisiense;  y  en  cuanto  a 
belleza,  constituye  un  tipo  especial,  en  el  que 
se  encuentran  unidos  todos  los  encantos  de 
la  mujer  del  norte  a  la  gracia  y  expresión 
de  las  meridionales. 

P.  —  ¿En  qué  rama  de  la  actividad  le 
parece  a  usted  que  la  mujer  argentina  coo- 
pera con  más  eficacia  al  progreso  de  la 
Nación? 

R.  —  En  la  cultura  general,  en  la  enseñan- 
za y  en  la  beneficencia,  como  lo  prueban  las 
múltiples  instituciones  sostenidas  por  damas 
argentinas  y  en  particular  la  «Sociedad  Na- 
cional de  Beneficencia's  que  es  un  modelo 
acabado  y  perfecto  de  las  de  su  clase. 

Daisy  G.   de  Soler. 


¿QUIERE  USTED  SABERLO? 

Indiscreta.  —  Cumpliendo  lo  prometido, 
ahí  va  la  más  amplia  explicación  que  he  con- 
seguido en  respuesta  a  la  pregunta  que  me 
hiciste  en  el  número  anterior:  Efchtiv  -  La- 
dostur. 

Marianela.  —  Conozco  el  caso:  no  es  una 
fábula,  es  una  realidad;  pero  seria  una  im- 
perdonable ligereza  de  mi  parte,  darle  a 
usted  el  nombre  de  ella  y  de  él.  Quizás  es 
cierto  que  él  le  debe  a  ella  su  carrera,  y,  por 
consiguiente,  su  porvenir;  en  cambio  ella, 
por  elevarlo,  perdió  lo  que  creía  su  felicidad. 
Ella  quería  con  el  corazón,  y  éste  no  sabe 
cansarse  de  querer:  él  amaba  con  los  ojos 
y  entonces  los  cariños  no  tienen  profundi- 
dad... Germinan  en  la  superficie...  Esta 
es  la  única  razón  de  lo  sucedido. 

Je  sais  tout.  —  A  pesar  del  nombre  que 
has  adoptado,  sufres  esta  vez  una  lamenta- 
ble equivocacijn:  sé  de  buena  fuente  lo  que 
pasi),  y  si  las  consecuencias  tomaron  gran- 
des proporciones,  el  motivo  fué  insignifican- 
te. En  uno  de  los  grandes  bailes  celebrados 
últimamente,  sucedió  que  yendo  una  joven 
y  elegante  dama  del  brazo  de  un  caballero 
cuyo  breve  apellido  suena  como  un  campa- 
nillazo,  se  le  aproximó  otro  caballero,  y  des- 
pués de  hablarla  al  oído,  ella  soltó  el  brazo 
de  su  pareja,  y  se  alej  j  precipitadamente  de 
su  lado,  sin  dar  razón  alguna  a  su  perplejo 
compañero.  Ellos  se  miraron  a  la  cara. . .  y 
se  injuriaron  de  palabra  y  de  hecho.  Las 
palabras  dichas  al  oído  de  la  interesante 
dama,  se  referían  únicamente  a  un  desper- 
fecto de  su  toilette. 

Gacela.  —  Desconfia  del  amor  alegre. 
Las  almas  enamoradas  son  melancólicas,  en- 
fermas de  hermoso  padecer. 

Aristocrática.  —  Si:  indudablemente  la 
presidencia  futura  será  democrática  en  ex- 
tremo. Siempre  han  de  lamentar  los  circuios 
distinguidos,  que  la  iniciada  por  el  doctor 
Quintana  fuera  por  desdicha  tan  breve:  las 
delegaciones  extranjeras  que  concurrieron 
a  la  scbmnidad  del  año  1910,  habrían  en- 
contrado que  el  mundo  oficial  porteño,  po- 
día rivalizar  honrosamente  con  el  fausto  y 
elegancia  de  las  cortes  europeas. 

María   Lebém. 


EiELLBZAii 

ARGENTINAl/i 


Cl^é. 


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OTOGRAFIA    DS    WITCOMB 


-P>L- 


\    l^T"Cí>V— 


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ÍÍi...:.^?. 


EL  INVENTARIO 

No  pasaría,  seguro,  de  una  blanca  cuartilla 
La  nómina  completa  de  nuestro  mobiliario: 
Ties  catres,  una  mesa,  dos  bancos  de  esterilla. 
Los  cajones,  el  prímus. . .  se  acabó  el  inventario 


Un  don  Quijote  de  Doré,  caballero... 
Pérez  Barradas  firma  unas  caricaturas... 
(Esto  va  como  anexo).   El  clavo  del  sombrero 
Y  una  vela  que  hace  las  sombras  claroscuras. 

Sobre  la  anciana  mesa  ser  biblioteca  intenta 
Una  caja  en  que  lucen  libros  de  compra  venta. 
Lo  que  si  que  selectos,  de  preciados  autores. 

Que  sabiendo  su  alta  y  sesuda  importancia. 
Presiden  las  veladas,  en  que.  con  arrogancia 
Magistral,  repartimos  más  mandobles  que  flores 


SOLO 

Estoy  tomando  mate:  entre  dientes  me  digo 
Cuatro  cosas  vulgares:  Precisamente,  hay  días 
En  que  uno  pagaría  por  tener  un  amigo 
Que  paciente  escuchara  nuestras  filosofías. 

Cansado  de  leer  a  meditar  me  obligo: 
;E1  amor,  las  mujeres,  los  versos!...   Tonterías. 
¡Pero  qué  deliciosas  horas  traen  consigo! 
¡Cerno  llenan  de  vida  tantas  vidas  vacías! 

Obscurece.   La  sombra  por  la  puerta  se  cuela: 
Recurro  a  la  eficacia  del  cabito  de  vela. 
Afuera  la  ciudad  se  lamenta.  .  .    Prosigo.  .  . 

Borroneo  papeles:  así  el  tiempo  transcurre. 
¡Cuánta  trivialidad  a  un  hombre  se  le  ocurre! 

un  amigo. 


N^'L-TlUvíX— 


P  T  \\N>:, 


EL  NUEVO  ENVASE  PORRÓN 
PARA  ACEITE   DE  OLIVA 

(patente    exclusiva    de    la   casa   JOSÉ    BAU) 

EL  ACEITE  ESTÁ  ENCERRADO  EXENTO 

DE  AIRE -CADA  PORRÓN  ESTÁ  LLENO 

POR  COMPLETO  DE  ACEITE. 

HIGIENE  Y  ECONOMÍA 


RefineriadeAceites 


DE  OLIVA 


Importadores  Exclusivos 
PARA  LA  República  ARGEhTiNA/ 


IffiíMMOiJOYC^BüenoiA 


tó\ 


i 


^ 


Significa  una  evolución  importantísima  en  beneficio  de  los  con- 
sumidores de  aceite  fino  de  oliva,  la  creación  de  este  nuevo  envase 
(Porrón)  que  resuelve  de  golpe  las  dificultades  y  deficiencias  que 
todos  encuentran  en  los  envases  más  o  menos  cuadrados. 

LA  ECONOMÍA  E  HIGIENE  DEL  ACEITE  ENVA- 
SADO EN  PORRONES,  en  vez  de  en  latas  comunes,  fácilmente 
se  demuestra: 

Las  latas  comunes,  por  el  hecho  de  no  terminar  en  cúspide,  no 
pueden  ser  llenadas,  haciendo  el  vacío  de  aire;  contienen,  por  lo  tanto, 
aceite  en  contacto  con  aire  encerrado. 

Las  latas  com-anes,  por  el  hecho  de  no  tener  cúspide,  no  pueden 
vaciarse  completamente,  siempre  queda  un  gran  desperdicio  de  aceite 
en  el  ángulo  correspondiente  al  orificio  practicado  para  abrir  la  lata. 

Las  latas  comunes,  por  el  hecho  de  no  tener  cúspide,  contaminan 
el  aceite  así  que  se  abren,  porque  la  superficie  es  plana  y  caen  sobre 
ella  materias  extrañas  (en  la  cocina  o  en  la  despensa) ,  y  cuando  se 
sirve  el  aceite,  se  contamina  más  o  menos  con  dichas  impurezas. 

Hasta  el  aceite  de  botellas  ofrece  la  desventaja  de  que  la  per- 
sona que  toca  el  tapón  con  las  manos  o  que  lo  deja  impropiamente  en 
cualquier  parte,  al  meterlo  para  tapar  la  botella,  contamina  la  parte 
interior  por  donde  tiene  que  pasar  después  el  líquido. 

CON  EL  TAPÓN  PATENTADO  DEL  PORRÓN 
BAU,  se  garantiza  la  pureza  del  aceite  hasta  la  última  gota  de  su 
contenido,  por  cuanto  no  se  puede  meter  la  tapa  dentro  del  gollete: 
lo   cubre   externamente    (tapa   por   afuera). 

NO  SE  ENCIERRA  AIRE  Y  ACEITE  DENTRO  de  los 
porrones,  porque  cada  envase  se  llena  íntegramente  y  se  cierra  después 
de  practicado  el  vacío.  La  enorme  ventaja  de  aislar  el  aceite  del  aire, 
es  el  fundamento  más  esencial  de  este  invento  de  la  casa  Bau. 

NO  QUEDA  UNA  SOLA  GOTA  DE  ACEITE  EN  LOS 
PORRONES  vacíos,  porque,  rematando  en  cúpula  cada  envase, 
se  desliza  hacia  ella  hasta  la  última  gota  de  aceite. 

NI  EL  hollín,  ni  EL  POLVO,  ningún  cuerpo  extraño, 
ninguna  impureza  puede  entrar  en  los  porrones  de  aceite  Bau,  porque 
resbalarían  por  la  cúspide  y  por  la  parte  de  afuera  de  la  tapa. 

NO  SE  CHORREA  ACEITE,  no  se  pierde  aceite  como  en 
las  latas  comunes,  porque,  gracias  a  la  disposición  de  la  cúspide  del 
porrón  y  de  .su  boca,  el  aceite  sale  sin  correrse  y  sin  derramar. 

PÍDANSE   PROSPECTOS   EXPLICATIVOS. 
NO  SE  HA  AUMENTADO  EL  PRECIO. 

El  costo  de  cada  porrón  vacío,  es  igual  al  costo  de  la  lata  común 
y,  por  lo  tanto,  la  casa  José  Bau  entrega  el  aceite  en  porrones  a  exclu- 
sivo beneficio  de  los  señores  consumidores,  sin  el  menor  aumento  de 
precio. 

DE  VENTA  EN  TODA  LA  REPÚBLICA.  PÍDASE 
POR  SU  NOMBRE:   "PORRÓN  BAU". 

Agencia  del  aceite  "Bau",  en   Buenos  Aires 

Freixas,  Urquijo  y  Cía.  -  B.  Mitre,    1411 


— i3>Ljv^'í3  >v^ijT^ra--x— 


iiiiiia 


I  La  hora  en 

I  las  principales 
I  capitales 
I  del  mundo. 


Cuando  es  mediodía 
en  Buenos  Aires. 
Los  cuadrantes  pun- 
teados indican  horas 
pomeridianas. 


AMERICA 


W.\SHINaTON 

(EE.  UU.  N.  A.) 


RIO     JANEIRO 

(Brasil) 


MONTEVIDEO 

(Uruguay) 


EUROPA 


PARÍS 

(Francia) 


MADRID 
(España) 


CONSTANTINOPLA 

(Turquía  Europea) 


ASIA 


ÁFRICA 


biiiiiBiiiiiaiiiiiBiiiii 


MEI.BOURNE 
(Australia) 

IIIIIBIIIIHIIIIIBIIIIIBIIIIIHUIIHIIIIDIIIIIIIII 


WELLIN^-iTCN 

(Nueva  Zelandia) 

iiiHiiiiiHiiiHiiiiiBiiiiaiiiiniiiiniiiii 


iiiiiiaii 


—  V^l 


ri  r^>^— 


CURIOSEANDO 


^}ipw^j'£^!Sg'(fmsi:£&i^is&^Símaié?^immí:&immsmsíBxwmmi 


PLVS  VLTRA 

PUBLICACIÓN    MENSUAL    ILUSTRADA 

SUPLEMENTO   DE  «CARAS  Y  CARETAS» 

Dirección  y  Administración:  Chacabuco,  151/155  -  Bs.  Aires 

PRECIOS    DE    SUBSCRIPCIÓN 


m/n 


^fassj 


EN  TODA  LA  REPÚBLICA 

Trimestre  (  3  ejemplares) $  3.- 

Semestre    (6          »          ) »  6.- 

Año            (12          ,         ) ,  11.—     „ 

Número  suelto »  1 , —      s 

EXTERIOR 

Año $  oro  5. — 

Número   suelto »      a     0.50 

Pueden  solicitarse  subscripciones  o  ejemplares  sueltos  a  to- 
dos los  agentes  de  Caras  y  Caretas,  o  directamente  a  la 
administración,    calle  Chacabuco,   151/155,    Buenos    Aires. 


UN  PUENTE  COLGANTE  HECHO  DE  RAMAS 

El  hombre  civilizado  que  visita  las  tierras  africanas  se  maravilla, 
apesar  de  su  orgullo  y  su  sabiduría.  Allí  no  hay  fundiciones  de  hierro 
y  acero,  ni  se  conoce  la  industria  de  la  piedra  tallada.  Sin  embargo, 
los  indígenas  saben  tender  puentes  sobre  los  rápidos  y  peligrosos 
ríos  de  aquella  región. 

Verdadero  prodigio  del  ingenio  humano  es  el  puente  colgante  que 
reproduce  nuestro  grabado.  Fué  construido  por  las  tribus  salvajes 
que  habitan  las  orillas  del  río  Siyom.  Los  rudos  ingenieros  han  tejido 
un  gigantesco  puente  de  madera,  de  380  pies  de  longitud,  y  la  obra 
resiste  años  y  años,  como  si  estuviera  hecha  de  acero.  Y  en  cuanto 
a  los  gastos  de  construcción,  cabe  sostener  rotundamente  que  han  sido 
más  módicos  que  sus  similares  de  América  y  Europa. 


Una  Creación  Parisienne  Sugestiva 

Ha  llamado  poderosamente  la  atención  y  se  ha  difundido  con  rapidez  asombrosa  la  moda  de  los 

COLLARES    PERFUMADOS    <•"=  ^-■"''/J»^^  ^r'^püÍÍ 'a!" "'""' 


4 


Estos  collares  están  ^^      ~^A! 

formados  con  Perlitas  de  París,  alternadas  ^^v_ 

ccn  diminut.-.s  rositas  de  flores  prensadas,  que  exhalan        fl^ 
un  perfume  misterioso,  muy  agradable  y   que  jamás  pierd».     ^ 
Los  hay  con    rositas  de  los  siguientes  colores:   Rosa,  Crema,     ^ 
Rojo,  Violeta,  Amarillo  y  Verde.  Precios  de  propiginda:         J^ 
Tamaño  grande,  para  señoras  y  señoritas,  $  4.  /cr^ 

%^—  Tamaño  chico,  para  niñas, 


El  flete  corre  por  nuestra  cuenta.   Dir'gir  los  pedidos  con  importe,  al  Gerente  de 

THE    DIAMOND    HOUSE  -  Tacuarí,  678  -  Bs.  Aires 


Jabór^ 


ié 


Tifíi^U' 


efe  j^dnxo — • 
—  universal 


Embellece 
y  perfuma 
el    cutis. 


¿Por  qué  no  lo  prueba  Vd.? 


PASTA  DIUrriPHICA 


— P^LJS^':© 


CÓMO  EL  AGUA  MODELA  LOS  PECES 


H.   HOUSSAY,    EN   £U    LABORATORIO 

Vieja  es  ya  la  doctrina  científica  que  sostiene 
que  la  infinita  variedad  de  formas  animales  es  el 
resultado  de  incesantes  cambios.  Esta  evolución 
se  realiza  con  tanta  lentitud  y  una  rareza  que  no 
podemos  advertirla  durante  nuestra  corta  vida. 

Muchos  sabios  se  imaginan  que  la  facultad  de 
cambiar  es  una  cualidad  propia  de  todo  ser  vi- 
viente, un  carácter  esencial,  y  que  la  evolución 
resulta  ser  el  ejercicio  de  esa  facultad,  la  realiza- 
ción de  ese  poder  interno.  Otros,  no  menos  sabios, 
opinan  que  los  seres  vivientes  no  son  capaces  de 
modificarse  si  nada  cambia  en  torno.  Consideran 
los  cambios  de  seres  vivientes  como  la  traducción, 
la  impresión  o  el  reflejo  de  los  cambios  producidos 
cerca  de  ellos. 

Federico  Houssay.  eximio  profesor  de  la  Sor- 
bona,  no  ha  perdido  el  tiempo  en  imaginar  hipó- 
tesis, y  sus  experimentos  acerca  de  la  forma  de 
los  peces,  arrojan  mucha  luz  sobre  tal  problema. 
Dice  Houssay,  al  dar  cuenta  de  sus  trabajos,  que 
los  submarinos,  sumergibles  y  torpedos  pueden 
considerarse  idénticos  a  los  peces,  pues  se  agitan 
en  el  mismo  medio  y  en  condiciones  semejantes. 
Los  globos  dirigibles  también  pueden  comparár- 
seles, aunque  se  desplazan  en  un  medio  diferente. 
Por  lo  pronto,  el  aire  es  800  veces  más  ligero  que 
el  agua:  mas  siendo  el  globo,  en  igualdad  de  vo- 
lumen, SCO  veces  más  ligero  que  un  pez,  las  rela- 
ciones continúan  las  mismas.  Por  el  contrario. 
existen  grandes  diferencias  si  se  admite  que  el 
aire  es  elástico  y  el  agua  no.  Pero  esta  verdad 
sólo  se  aplica  a  estos  dos  fluidos  cuando  se  les 
considera  inmóviles.  El  agua  no  se  puede  compri- 
mir ni  es  elástica  cuando  está  en  reposo,  mas  si 
lo  es  al  entrar  en  movimiento,  y  aun  más  en 
movimiento  de  torbellino.  Debemos,  por  lo  tanto, 
considerarla  elástica  y  vibrante. 

Luego  comienza  a  relatar  sus  experimentos, 
ocupándose  de  los  peces  que  no  son  ni  demasiado 
largos  ni  planos,  esto  es,  de  los  buenos  nadado- 
res: tiburones,  salmones,  sardinas,  arenques,  etc., 
admitiendo,  sin  embargo,  las  carpas  y  las  dora- 
das que  no  están  aplastadas  en  demasía. 

Todo  ser  viviente  es  plástico;  puede  sufrir  una 
deformación  parecida  a  la  del  barro  bajo  el  im- 
pulso de  los  dedos,  más  lenta  ciertamente,  pero 
completa  si   transcurre  el  tiempo  necesario. 


Muchos  niños  llegan 
a  adquirir  una  encor- 
vadura de  la  columna 
vertebral  porque  dejan 
ejercer  la  presión  de  su 
peso  de  una  manera  asi- 
métrica, es  decir,  car- 
gando el  cuerpo  sobre 
un  lado.  Tal  deforma- 
ción puede  corregirse 
mediante  el  empleo  de 
un  corsé  ortopédico.  Si 
solamente  en  algunos 
años,  presiones  ligeras 
alcanzan  a  modificar  un 
i  cuerpo,  ¿qué  no  se  po- 
drá esperar  de  fuerzas 
mucho  mayores  obran- 
do sin  descanso  durante  siglos  y 
siglos? 

Esa  fuerza  enorme  es  la  resisten- 
cia del  agua.  Ahora  bien,  para  que 
trabaje  como  un  verdadero  escultor 
sobre  el  pez  a  modelar,  se  necesitan 
dos  condiciones:  que  tenga  éste, 
más  o  menos,  la  misma  densidad  del 
agua,  y  un  rápido  poder  de  «despla- 
zamiento». Estas  condiciones  supri- 
men la  acción  de  toda  fuerza  verti- 
cal hacia  la  superficie  o  el  fondo. 
Los  peces  deformes,  demasiado  lar- 
gos o  demasiado  planos,  tienen  más  densidad 
que  el  agua   y    que   los    peces  bien   construidos. 


CONSTRUCCIÓN    MECÁNICA    DE    UNA    DORADA    (PIG.    3) 

De  aquí    que  la  resistencia  del  agua  modele  a 
los   habitantes    del    mar    en    infinitas   formas. 

Quien  desee  comprobar  los  experi- 
mentos de  Houssay,  puede  construirse 
el  siguiente  aparato; 

«  Para  obtener  un  ser,  un  cuerpo,  un  I 
móvil,  un  modelo  (emplearé  todas  estas 
palabras)  que  sea  plástico,  tomo  una  bol- 
sa de  caucho  ligero  (fig.  4),  de  unos  20 
centímetros  de  largo  y  4  de  ancho;  para 
que  sea  equidensa  del  agua,  la  relleno 
con  una  mezcla  de  aceite,  vaselina  y  \\ 
cerusa,  que  pese  tanto  como  el  agua 
a  igualdad  de  volumen;  para  que  sea 
rápido,  le  pongo  un  hilo  y  remolco  el 
aparato  desde  un  bote,  habiendo  antes 
cerrado  la  bolsa  por  medio  de  dos  ce- 
rillas bien  pegadas  •>.  Cuando  se  la  re- 
molca a  pequeñas  velocidades,  el  apa-  "' 
rato,  previamente  aplastado,  sigue  así. 
A  velocidad  suficiente  toma  la  forma  I 
de  la  figura  4;  la  parte  delantera  pla- 
na y  horizontal,  plana  y  vertical  la  otra 


TRUCHA    Y    SU    MODELO    ARTIFICIAL    (riO.    2)1 

mitad.  Conforme  crecen  las  velocidades  adopta 
las  formas  11  y  111,  teniendo  la  última  verda- 
dera apariencia  de  pez. 

Es  una  aplicación  del  hermoso  teorema  de  lord 
Kelvin  sobre  la  transformación  vibratoria  de  un 
torbellino  en  presencia  de  un  obstáculo.  Los  tor- 
bellinos de  agua  huyen  hacia  la  parte  que  pode- 
mos llamar  popa,  para  dejar  sitio  al  pez  artificial 
que  es  el  obstáculo.  La  bolsa,  oponiéndose  a  la 
fuga,  al  escape  del  torbellino,  toma  un  aspecto 
que  se  repite  según  cierto  ritmo  llamado  vi- 
bración. 

Baste  con  este  experimento  para  dar  idea  de 
los  trabajos  de  Houssay,  pues  todo  el  desarrollo 
de  su  teoría  no  cabe  en  los  estrechos  límites  de  una 
nota  periodística. 

Reproducimos  también  varios  de  los 
modelos  de  caucho  que  el  ilustre  sabio 
construyó  para  demostrar  cómo  el  agua 
modela  los  peces.  Houssay  llama  «mor- 
fología dinámica»  al  estudio  de  ese  tra- 
bajo escultórico. 

Houssay,  uno  de  esos  talentos  pre- 
claros, honra  de  la  Escuela  Normal  fran- 
cesa, como  Pasteur  y  otros,  ha  venido 
a  producir  honda  revolución  en  el  mun- 
do científico.  Sus  experimentos,  de  una 
claridad  decisiva,  abrieron  nuevos  ho- 
rizontes a  la  biología  moderna.  Pero,  si 
en  lo  que  se  refiere  a  las  investigaciones 
influyó  de  modo  notable,  no  es  menos 
importante  la  influencia  que  las  demos- 
traciones del  sabio  francés  habrán  de 
tener  en  la  industria.  Las  navegaciones 
aérea  y  submarina  podrán  aprovechar 
las  lecciones  que  estos  trabajos  propor- 
cionan, construyendo  naves  y  aviones 
modelados  con  arreglo  a  las  sabias  prácticas 
de  la    Naturaleza. 


TRES    FASES    DEL    PEZ    ARTIFICIAL    (FIG.    4) 


'-S  N^'j-^a^P2v^v— 


CA©A\^CjCAD© 

Establecida  en  el  año  1885.  -  Es  la  casa  más  acreditada  de  la 
República,  en  las  operaciones  siguientes:  Gambio  general  de 
moneda;  Compra  y  venta  de  Títulos  de  Renta,  nacionales  y 
extranjeros;  Cobranza  de  cupones;  Lotería  Nacional  y  toda 
comisión  bancaria  que  se  le  encargue.  Correspondencia  a 
Severo    Vaccaro    -    Avenida    de    Mayo,    646,    Buenos    Aires. 


"La    Cultura   Argentina" 

EDICIONES  DE  OBRAS  NACIONALES 

DIRIGIDAS     POR     EL     DR.     JOSÉ     INGENIEROS 


PRIMERA  SERIE 
Volúmenes  formato  mayor,  a  2  $  m/n. 


1. 

2. 

3. 

4. 

5. 

6. 

7. 

8. 

9. 
10. 
11. 
12. 
12. 
14. 
15. 
16. 
17. 
18. 
19. 
20. 
21. 
22. 
23. 
24. 
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■  Mariano  Moreno 

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Origen  de  la  Enseñanza  Pública  Superior. 

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•  Andrés  Lamas 

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Las  ciento  y  una. 

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Martín  Fierro,  Santos  Vega  y  Fausto. 

Poesías  completas. 

Poemas. 

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constituyen  el  símbolo 
legendario  de  la  excelsa 
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en  toda  su  fuerza;  de 
la  más  acabada  pureza 
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es  la  concentración  real 
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encarnación  cientifica  de 
la  leyenda.  Lleva  al 
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Viamonte,  871  -Buenos  Aires 

NOTA. —  El  precio  de  la  IPERBIOTINA  MALESCI, 
no  ha  lido  alterado  en  lo  más  mínimo  y  no  debe  por 
tanto  pagarse  ni  un  solo  centavo  más  de  lo  que  siempre  se 
ha  pagado. 


>v^^ — 


BELLEZAS 

de'  la 
NATURALEZA 


Ridicula  resulta  1  a 
mania  de  Tartarín  y  sus 
conciudadanos  que,  se- 
gún Alfonso  Daudet, 
realizaban  excursiones 
«alpinas»  a  una  monta- 
ñita  humilde  de  Taras- 
cón. Queriendo  huir  de 
ese  ridículo,  el  propio 
Tartarín  fué  a  los  ver- 
daderos Alpes  para  ha- 
cer reir  a  los  lectores 
del  gran  escritor  pro- 
venzal. 

Pero,  en  medio  de  lo 
grotescas  que  son  las 
excursiones  de  los  taras- 
conenses,  hay  que  admi- 
rar en  ellas  un  fondo  de 
justo  cariño  hacia  la 
patria  chica. 

Nos  quejamos  de  no 
ser  profetas  en  nuestro 
país,  sin  comprender 
que  nunca  tenemos  a 
la  patria  por  profetisa. 

Todas  estas  reflexio- 
nes acuden  a  los  puntos 
de  la  pluma,  en  cuanto 
se  tienen  ante  los  ojos 
fotografías  como  la  pre- 
sente. Ya  lo  han  dicho 
innumerables  escrito- 
res: no  se  necesita  ir  a 
buscar  los  Alpes  a  Eu- 
ropa, teniéndolos  en  la 
casa.  El  Iguazú,  las  se- 
rranías argentinas,  los 
paisajes  andinos,  para 
nosotros;  el  lago  Titica- 
ca para  los  peruanos  y 
bolivianos,  etc.,  debe- 
rían constituir  los  idea- 
les turistas  del  sudame- 
ricano. ¡Qué  mayores  y 
sorprendentes  bellezas 
puede  ofrecernos  el  sue- 
lo europeo! 

Estos  dos  mudos  tes- 
tigos de  misteriosas  re- 
voluciones geológicas  y 
humanas,  estos  dos  obe- 
liscos que  la  naturaleza 
elevó  para  afirmar  un 
magnífico  poderío,  vie- 
nen a  ser  las  columnas 


EFECTOS 

VOLCÁNICOS  EN  LA 

REGIÓN 

DE  TITICACA 


de  un  Hércules  ameri- 
cano. El  Non  Plus  Ul- 
tra que  el  desamor  a  las 
cosas  de  la  tierra  natal 
constituye  el  lema  del 
turismo  de  este  medio 
continente,  debe  con- 
vertirse en  el  Plus  Ul- 
tra, el  más  allá. 

El  Titicaca  se  llama 
modestamente  lago  o 
lagos,  siendo  un  ver- 
dadero mar  de  salobres 
aguas,  un  Mediterráneo 
de  8.300  kilómetros  cua- 
drados de  superficie, 
que  por  un  alarde  de 
las  terribles  y  fecundas 
fuerzas  volcánicas  está 
situado  a  3.835  metros 
sobre  el  nivel  del  mar, 
en  el  sitio  donde  hubo 
una  imponente  cordi- 
llera. Sus  costas  son 
maravillosas,  sus  islas  y 
penínsulas  prodigios  de 
paisaje.  Allí,  donde  las 
aguas  del  gran  lago 
siempre  tibias  desafían 
sin  congelarse  las  más 
altas  temperaturas,  vi- 
vió una  raza  poética  y 
fuerte  que  ha  dejado 
vestigios  de  una  civili- 
zación admirable.  Rui- 
nas de  templos,  palacios 
y  fortalezas  brindan  al 
curioso  y  al  sabio  oca- 
sión para  leer  la  histo- 
ria de  los  hombres  que 
lucharon  por  el  progre- 
so. Un  pueblo  descono- 
cido, pero  que,  a  juzgar 
por  los  vestigios,  era 
poderoso  e  ilustrado, 
disfrutó  y  sufrió  los  en- 
cantos de  aquella  natu- 
raleza pródiga.  De  la 
más  hermosa  de  las  is- 
las, la  de  Titicaca,  se 
cree  que  salieron  el  cé- 
lebre Manco  Capao  y  su 
esposa  Mamaoclla  para 
conquistar  el  Perú  don- 
de establecieron  el  po- 
deroso imperio  inca. 


LOS  PELIGROS  DE  LA  DESESPERACIÓN 


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Ningún  enfermo  del  estómago  e  intestinos,  por  crónica  y  rebelde  que  sea  su  d' 
desesperarse.  Muchos  han  consultado  notabilidades  médicas  sin  encontrar  alivio,  y  al  tomar 
STOMALIX  del  Dr.  Saiz  de  Carlos,  han  recobrado  la  salud.  Las  fermentaciones  anor- 
males del  estómago  producen  acedías  y  vómitos,  que  se  corrigen  inmediatamente  con  este 
medicamento.  Quita  las  náuseas,  ardores  epigástricos,  y  la  digestión  se  normaliza,  el  enfermo 
come  más,  digiere  mejor  y  se  nutre.  Es  de  resultados  positivos  en  las  diarreas  y  disentería. 
Venta  en  Farmacias  y  Droguerías.  Pidan  folleto  a  Carlos  S.  Prats,  San  Martín,  66,  Buenos  Aires. 


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UNA  TORTUGA  MONSTRUOSA 


Oporto  DOM  LUIZ  exterioriza 
una  modalidad  de  "savoir  faire",  de 
elegancia  y  buen  tono.  Encuadra 
dentro  del  ambiente  del  suntuoso 
hall  a  la  hora  del  té  o  del  lujoso 
comedor  al  servirse  las  comidas. 
Presentando  el  Oporto  DOiM  LUIZ 
a  sus  invitados,  usted  da  completo 
realce  a  sus  recepciones. 


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LOS    MIEMBROS    TRANSFORMADOS    EM    OKGANOS    FARA     MADAR. 


TORTUGA    DE    LAS    LLAMADAS    «CORREOSAS»,     PESCADA    EN    LOS    MARES    DE    LAS    ISLAS    SCILLY. 

El  Museo  Británico  de  Historia  Natural  se  ha  enriquecido  últimamente  con  un  hermoso 
ejemplar:  una  enorme  tortuga  de  las  llamadas  <'correosas<'  por  estar  su  caparazón  asentada  en 
una  especie  de  cuero  muy  resistente.  Este  quelcniano  es  muy  raro,  y  el  ejemplar  de  que  se 
trata  fué  encontrado  en  una  de  las  grandes  redes  de  acero  que  la  marina  británica  tiene  ten- 
didas en  los  mares  de  las  islas  Scilly,  para  pescar  submarinos  alemanes. 

La  familia  de  las  tortu- 
gas, —  escribe  a  este  res- 
pecto el  profesor  W.  P. 
Pycraft.  —  ocupa  un  pues- 
to único  entre  los  verte- 
brados, porque  se  caracte- 
rizan por  tener  el  esquele- 
to del  tronco  unido  a  una 
armadura  exterior,  com- 
puesta de  placas  óseas  que 
forman  una  concha:  pero 
en  la  tortuga  llamada  co- 
rreosa, el  esqueleto  es  casi 
independiente  de  la  con- 
cha, y  ésta,  en  vez  de  es- 
tar formada  por  placas 
óseas  simétricas  de  regu- 
lar tamaño,  está  compues- 
ta por  plaquitas  peque- 
ñas, que  descansan  direc- 
tamente sobre  el  cuero,  de 
donde  su  nombre  de  co- 
rreosa. Aun  los  naturalis- 
tas no  se  han  puesto  de 
acuerdo  respecto  a  la  na- 
turaleza de  la  concha  de 
esta  tortuga,  pues  mien- 
tras unos  creen  que  es  la 
concha  pFimitiva  de  los 
quelonianos,  otros  supo- 
nen que  se  trata  de  una 
degeneración. 

Los  miembros  de  estos 
animales  han  sufrido  tam- 
bién una  evolución,  para- 
lela probablemente  a  la  de 
la  concha.  Originalmente 
destinados  a  sostener  el  cuerpo  en  la  tierra,  se  han  convertidos  en  órganos  para  nadar.  Esta 
evolución  se  ha  producido  también  en  muchos  otros  vertebrados,  y  en  diferentes  períodos  de 
la  historia  del  mundo.  Entre  los  reptiles,  por  ejemplo,  pueden  citarse  los  casos  del  cetiosauro 
y  del  plesiosauro,  el  del  pingüino  entre  las  aves,  y  el  de  las  ballenas  entre  los  mamíferos. 

Aunque  esta  gigantesca  tortuga  se  encuentra  en  todos  los  mares  tropicales  y  subtropicales, 
es,  sin  embargo,  extrema- 
damente rara,  y  se  sabe 
muy  poco  acerca  de  sus 
costumbres  y  de  sus  ali- 
mentos. Un  tiempo  se  cre- 
yó que  se  alimentaba  de 
yerbas  marinas;  pero  pa- 
rece que  es  realmente 
carnívora.  El  examen  del 
ejemplar  del  Museo  Britá- 
nico de  Historia  Natural, 
hizo  ver  que  tenía  el  estó- 
mago vacío;  pero  en  la 
parte  inferior  del  intestino 
había  muchos  crustáceos 
pertenecientes  a  los  cono- 
cidos con  el  nombre  de 
canfípodos  >>,  que  viven 
en  la  superficie  del  mar. 
El  profesor  Pycarft,  que 
practicó  el  examen,  espe- 
raba encontrar  restos  de 
jibias;  pero  no  los  habia, 
de  lo  cual  deduce  que  ese 
crustáceo  no  constituye  el 
alimento  ordinario  de  la 
tortuga  correosa.  Este  ani- 
mal orginario  de  las  An- 
tillas Danesas,  tiene  la 
boca  y  el  gaznate  guarne- 
cidos de  grandes  espinas, 
tan  duras  como  las  púa:: 
del  puercoespín.  Para  tra- 
gar, no  hay  dificultad,  y 
el  alimento  pasa  fácilmen- 
te; pero  echarlo  fuera  es 
imposible. 


BL    PREPARADOR    DEL   MUSEO,    ABRIENDO    LA    BOCA    DE   LA   TORTUGA 
COH    UN    GARFIO. 


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Juan  Carlos  Gómez,  15 13 

En  ASUNCIÓN   (Paraguay), 
Guillermo  Peroni 
Ayolas  esq.  Benjamín  Constant 


>^'LrT^I3>^— 


^^TA  •Kdsake  Lima. 


^Prodigio  de  gracia  en  el  Nuevo  Mundo:  rosa 
olorosa  del  rosal  dominico^:  tal  llamaron  los  poetas 
a  aquella  virgen  mística,  nacida  en  la  ciudad  de 
los  Reyes  para  engalanar  el  Martirologio  romano 
y  perfumar,  con  su  devoción  y  sus  virtudes,  la 
vida  nueva  del  antiguo  imperio  de  los  Incas. . . 
Como  a  Santa  Teresa  de  Avila,  parece  acompañarla 
un  nimbo  de  beatitud  desde  la  cuna  hasta  el  se- 
pulcro. Mas  alucinada  aún  por  su  poderosa  fe,  las 
penitencias  impuestas  a  su  cuerpo  por  el  ascetis- 
mo transfiguráronla  en  una  santa,  en  esa  edad  en 
que  la  primavera  de  la  vida  abre  sus  amapolas 
en  el  corazón  de  todos  los  seres. 

Ya  en  el  primer  peldaño  de  su  existencia  llevó 
en  sus  mejillas  los  albores  rosados  de  una  anun- 
ciación. Isabel  pusiéronla  por  nombre  sus  padres. 
ante  la  pila  bautismal.  Pero  había  en  su  rostro  co- 
lores tan  vivos  como  los  de  una  rosa  de  Alejandría 
que  se  entreabre  a  la  luz  de  la  mañana.  Y  su  ma- 
dre, impresionada  por  la  belleza  de  su  pequeña 
niña,  la  denominó  Rosa.  Y  Rosa  la  llamó  misterio- 
samente, al  confirmarla  más  tarde,  Santo  Toribio 
de  Mogravejo,  arzobispo  de  Lima,  a  pesar  de 
habérsele  dicho  que  su  nombre  era  Isabel. 

¡Qué  hermoso  colorido,  cuánta  delicadeza,  cuán- 
ta paz  hay  en  esa  ascensión  contemplativa  de  las 
vidas  iluminadas  por  la  fe  y  beatificadas  por  el 
desprecio  del  mundo! ...  La  Edad  Media  tiene  esa 
gloria  incomparable,  que  resplandece  en  el  seno 
de  sus  catedrales  majestuosas,  cabe  las  esculturas 
de  los  mártires,  plenas  de  tristeza,  de  tormento  y 
de  santidad.  Los  ermitaños  y  los  monjes  sangran 
su  cuerpo  para  redimir  los  pecados  de  la  humani- 
dad doliente  y  extraviada.  El  fin  del  mundo  es 
una  lámpara  que  oscila  en  las  conciencias,  como 
el  parpadeo  de  un  ojo  sideral  que  juzga  y  que 
vigila.  Y  se  diría  que  el  cilicio  con  que  flagelan  su 
carne  lo»  ascetas,  arrojando  a  las  pasiones  del 
alma,  es  el  látigo  con  que  Jesucristo  echó  a  los 
mercaderes  del  templo. 

En  el  espíritu  de  Rosa  resurge  aquel  sentimiento 
que  fingía  eclipsarse  ante  la  aurora  colosal  del 
siglo  XVI.  La  humildad,  la  paciencia  y  la  contri- 
ción siguen  su  paso  como  tres  ángeles  que  la  cus- 
todian. La  oración  brota  de  sus  labios  como  una 
yedra  espiritual  que  se  enlaza  al   madero  de  la 


Santa  Cruz.  Muy  temprano,  el  renunciamiento  del 
mundo  empezó  a  gravitar  sobre  ella.  En  el  huerto 
de  su  casa  levantó  una  especie  de  ermita,  adonde 
retirábase  a  engolfarse  en  sus  éxtasis  o  a  tañer  la 
citara  y  la  vihuela,  entonando  canciones  de  ala- 
banza a  su  reino  celeste. 

Buscó  un  modelo  en  la  lista  de  las  mujeres  cris- 
tianas, y  Santa  Catalina  de  Sena  se  convirtió  en 
la  maestra  de  sus  actos.  Ferviente  adoradora  de 
su  imagen,  quiso  que  el  hábito  bicolor  de  las  Ter- 
ciarias dominicas  envolviese  también  su  forma 
humana;  y  le  fué  impuesto  el  día  de  San  Lorenzo 
mártir,  en   1606,  en  la  capilla  del  Rosario. 

Allí,  en  la  soledad  del  convento,  es  donde  su 
contemplación  se  corona  por  un  milagro  análogo 
al  de  Santa  Teresa.  Entregada,  una  tarde,  a  sus 
fervientes  rezos  ante  la  imagen  de  Nuestra  Señora, 
parecióle  notar  en  los  labios  de  la  Virgen  una 
suave  sonrisa  de  benevolencia  y  dulzura  para  ella. 
La  Reina  del  cielo  volvíase  a  su  niño  Jesús,  seña- 
lándole a  Rosa.  Y  la  austeridad  de  la  estancia, 
iluminada  de  improviso,  se  llenó  del  ritmo  de  una 
voz  angélica  que  decía:  —  ¡Mira,  atiende,  oh  Rosa, 
la  merced  crecida  que  mi  hijo  ha  sido  servido  de 
hacerte! . .  .  —  Y  la  voz  de  la  Virgen  cesó;  enton- 
ces habló  Jesús:  —  ¡Rosa  de  mi  corazón,  yo  te  quie- 
ro por  esposa!  .  .  . 

Ella  no  se  sintió  traspasada  por  las  flechas  del  amor 
celestial  como  la  monja  de  Avila,  pero  turbada,  tré- 
mula y  desfallecida,  repuso  según  la  tradición: 
Ecce  ancilla  Domini.  (He  aquí  la  esclava  del  Señor...) 

Y  luego,  Rosa  misma  aumentó  su  martirio, 
en  alas  de  aquella  aparición  milagrosa.  La 
práctica  de  la  caridad  sembró  su  huella  de 
bendiciones.  Y  el  alma  de  las  gentes  de  Lima 
creyó  que  algún  arcángel  descendía  a  redimir 
el  mundo  de  la  dominación  del  pecado  y 
del  enemigo  malo.  La  ciudad  mirábase  en 
aquella  religiosa  como  en  un  límpido  espejo.  La 
misma  comunidad  asombrábase  de  sus  virtudes. 
Su  renombre  de  santa  volaba  por  las  comarcas 
vecinas.  Y  los  habitantes  de  los  valles  del  Alto 
Perú  soñábanla  morena,  como  una  india  de  raza 
incaica  coronada  de  rosas;  como  una  de  las  sacer- 
dotisas del  Sol,  que  descendía  a  encender  en  Amé- 
rica el  fuego  del  culto  desterrado  por  la  Conquista. 


Mientras  que  allá,  en  el  retiro  de  su  celda,  Rosa 
rogaba  al  cielo,  en  su  humildad  profunda,  por  los 
herejes  y  pecadores,  por  los  desdichados  y  los  dé- 
biles, consumiendo  en  las  penitencias  y  las  vigi- 
lias su  existencia,  pero  dejando  escapar  por  sus 
labios  un  perfume  de  bondad  infinita,  como  el 
humo  de  un  incensario. 

La  tradición  afirma  que  desde  los  doce  años, 
cuando  el  oratorio  de  su  casa  paterna  cobijaba  su 
belleza,  los  doctos  confesores  que  la  dirigían  espi- 
ritualmente  juzgaban  que  había  llegado  a  lo  que 
los  teólogos  denominan  estado  de  «bienaventuranza 
incoadao;  es  decir,  al  último  grado  de  perfección 
terrena,  al  desposorio  místico  con  la  Santísima 
Trinidad. 

Consérvase  todavía,  en  la  ciudad  de  Lima,  la 
casa  donde  nació,  y  su  habitación  es  hoy  santua- 
rio de  su  imagen.  Allí  está  la  corona  de  tres  órdenes; 
de  púas;  corona  de  hierro  de  99  puntiagudas  es- 
pinas que  se  clavaban  en  sus  sienes,  en  horas  de 
martirio.  Allí  está  el  pozo  al  que  arrojara  la  llave 
del  candado  con  que  cerrábase  el  cilicio  aquel 
sobre  su  frente  de  nácar  y  también  se  guarda  el 
sillón  tosco  de  sus  éxtasis  y  se  enseña  el  clavo  del 
cual  suspendíase  de  los  cabellos.  .  . 

Su  existencia  duró  31  años,  3  meses  y  24  días. 
Murió  el  24  de  agosto  de  1617.  Clemente  X  hízola, 
más  tarde,  patrona  de  toda  la  América  española  y 
las  posesiones  del  rey  en  Asia,  en  el  año  1670.  Y  su 
canonización  se  realizó  en  Roma  al  año  siguiente. 

¿Cuántas  obras  se  han  escrito  por  los  religiosos 
sobre  Santa  Rosa  de  Lima?. . .  Una  larga  serie  bi- 
bliográfica seria  preciso  escribir  para  enumerarlas. 
Sus  restos  tienen  una  urna  de  cedro,  dorada,  por 
relicario,  en  el  templo  de  Santo  Domingo;  y  her- 
mosas doncellas  vestidas  de  blanco  la  conducen 
en  procesión,  cuando  es  su  día. 

¡Tanto  era  el  amor  que  Lima  sentía  por  Rosa 
que  para  las  fiestas  de  su  canonización,  en  aquella 
ciudad,  se  adornaron  con  piedras  preciosas  y  joyas 
los  arcos  y  los  altares  de  las  calles,  y  éstas  fueron 
pavimentadas  con  barras  de  plata,  glorificando 
así  el  pasaje  de  sus  restos  humanos,  que  en  reali- 
dad más  bien  fueron  la  sombra  de  un  ángel  sobre: 
el  mundol 

Claudio  R.  Páez. 


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«"^  Qá^^por¿cUAlro—-^ 


CALOSXAS  DB  ALTA  PUBSIÓH.  QUE  BM  ÓPBXAS  COUO  «MEFIS 
TÓrmLBS*.  «WAUCYUA»,  <KEPÚSCULO  DB  LOS  DIOSES»,  «SIC 
niIOO*,  «lOCOHDA»  T  «HIGNOH».  DESEUPEÍIAN  EL  IMPORTAN 
TfSHO  PATBI.  DB  PBODUCIR  LOS  EFECTOS  DE  INCENDIO,  D 
NUBBS,   DB  T8MPE3TAOBS.    DE   NIBVB,    ETC..    ETC. 


UNA  DE  LAS  CARPINTERÍAS  DE  LA  PLANTA  BAJA 
EL  «TRASTO»  QUE  SE  VE  EN  «PRIMER  TÉRMINO» 
DE  PAPEL  PINTADO  Y  LISTONES  DE  MADERA, 
ES  NADA  MENOS  QUE  LA  MONUMENTAL  ESCALERA 
DEL  PALACIO  DE  «LORELEY»,  EN  EL  TERCER 
ACTO   DE   DICHA    OPERA. 


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«SOLENOIDES»,   COMPLICADO    APARATO  QUE    POR   MEDIO  DE  I.A 

ELECTRICIDAD     PRODUCE    LOS    MARAVILLOSOS     EFECTOS    DEL 

DÍA    Y    LA    NOCHE,     EN    «ANDREA     CHENIER»,     «MADAME    BUT- 

TERFLY»,    «FALSTAFF»   Y   OTRAS   ÓPERAS. 


SALM»  DE  ENSAYOS  DEL  COKO  CP 
AMBOS  SEXOS,  COHSTKUÍDO  BH  rOR- 
HA  CE  HEMICICUO  Y  EM  OKAOE- 
KÍA,  DB  MODO  QUE  TODOS  LOS 
COBISTAS  PUEOAM  SBCUIE  LA  Dl- 
«eCCIÓK  DEL  MAESTEO.  ESTE  SA- 
LÓH  HA  SIDO  HECHO  SIOUIEHDO  EL 
MODELO  DE  LOS  QUE  EXISTEH  EN 
LA  eCALA»  DE  HILAN  Y  niBAL»  DE 
MADRID. 


EL  FOYER  DE  LA  ORQUESTA  EN  EL 
QUE  DESCANSAN  LOS  MÚSICOS  DU- 
RANTE LOS  ENTREACTOS.  EN  PRI- 
MER TÉRMINO,  LA  COLUMNA  BLANCA 
SOSTIENE  UNO  DE  LOS  «GATOS»  DE 
GRAN  PODER,  QUE  SIRVEN  PARA 
LEVANTAR  LA  PLATEA  AL  NIVEL 
DEL  ESCENARIO,  Y  DAR  BAILES  O 
BANQUETES    EN    EL   TEATRO. 


■  ■ 

■  ■ 


>>íV- 


^L  Colóti^tr^detdn 


GAN    DEL   MOVIMIENTO    DEL    AVE    WAONERIANA. 


CURIOSA     Y     ÚNICA    FOTOGRAFÍA     DEL     ESCENARIO    DEL    COLÓN,      TOMADA 

DESDE    EL     PUENTE    DE    MANIOBRAS  DEL    4.»    PISO    DE    LA    MAQUINARIA,    EN 

EL     MOMENTO     DE     CAMBIAR     LAS    DECORACIONES     EN     UN     ENTREACTO     DE 

*HL     BARBERO    DE    SEVILLA»,    DURANTE    UNA    MATINÉE, 


—  I=>L7^':S 


rASTS  DBL  CTBLAIt*  Y  KAQUINAXIA  DE  LEVANTAR 
U3S  TBLONES.  CEKCA  DE  CIHCUEMTA  HOMBRES  ATIEN- 
DBM  BSTB  SSKTICIO  DEL  TBATKO.  DE  CUYA  PRECI- 
SIÓN Y  KAPlDeZ  DEPBHDB  HUCHAS  VECES  EL  ÉXITO 
DE  UN    EfECTO    ESC&HICO. 

r-1 


iB^^^^m'o^ss'*siiaaimBi^f 


UN  SOLO  HOMBRE,  ATENDIENDO  A  ORDENES  TELE- 
FÓNICAS DEL  DIRECTOR  DE  ESCENA,  MANEJA  ESTE 
COMPLICADO  LABERINTO  DE  LLAVES  Y  PALANCAS, 
PRODUCIENDO  LOS  ADMIRABLES  EFECTOS  DEL  AMA- 
NECER   Y    ANOCHECER. 


ü 


EL  POPULAR  RAÚL  DEL  CASTILLO  Y  EL  NO  MENOS 
POrULAR  BENITO  KEYER,  CUYA  PRINCIPAL  MISIÓN 
CONSiSTS  EN  «NEGAR»  ENTRADAS  DE  PAVOR  A  LA 
HUBE  DB  «PORTUGUESES»  QUE  DIARIAMENTE  ACU- 
DEN    AL  COLÓN. 


ENTRETECHO   DEL   ESCENARIO,    EN  EL   QUE  VARIOS  cTKAMGYISTAS» 

SE   PASAN    LA    NOCHE    BAJANDO   Y   SUBIENDO    TELONES,    SIN   VER 

NI     OÍR     LAS     ÓPERAS. 


PEDRO    RODRÍGUEZ,     ENCARGADO    DEL   TELÉFONO    27, 

LIBERTAD,    QUE  SE  PASA    EL    DÍA    DICIENDO:    QUE    DA 

ROSA    NO     ESTÁ;    QUE    HA    SALIDO;     QUE   TODAVÍA    NO 

HA    VUELTO    O  QUE    ESTÁ    OCUPADO. 


CCRRBOOK    SUBTBRrAmSO.   AL    QUE    CONVERGEN   TO- 
DOS LOS  HILOS   «LáCTRICOS  DBL  TEATRO,  CUYA  HA- 
MAtltLOaA  INSTALACIÓN    KA  SIDO   DIKIQIOA    POR    EL 
IMOENIERO   JUAN   QUBYEDO. 


A    LA    DERECHA    DEL    ESCENARIO  Y  SOBRE    LA    CA::1LLA  DE  LOS 

BOMBEROS,    ESTA     COLOCADO    EL   GRAN     ÓRGANO     DE    IGLESIA, 

QUE  TAN  IMPORTANTÍSIMO  PAPEL    DESEMPEÑA  EN  «BEATRICE», 

«MANON»   DE   MASSENET   Y    «DON    PASCUAL». 


EL    PASILLO     QUE    SE    VE    EN     ESTA    FOTOGRAFÍA,    CO- 
RRESPONDE   ALA    PARTE    POSTERIOR    DS    LOS    TABLE- 
ROS  ELÉCTRICOS,    EN  LOS  QUE    NO    HABRÁ   MENOS  DE 
UN    MILLAR    DE    LLAVES. 


ÓLEO    DE    ANTONIO    ALICE 


CONFESIÓN 


Medalla  de  Plata  en  el  Salón  de 
Artistas  Franceses,  París.  1914. 
Gran  Medalla  de  Honor  en  la 
Exposición  de  San  Francisco 
de    California,  1915.      .      ;    ::]    n 


VtJBA 


— i=>l;>v<s 


>>=v— 


LA  COLECCIÓN 

DE 
AbANlCQ 


DELASENOM 

^^       >ÍAPP  DE 


LU/\B 


He  visitado  una  capilla  ardiente  de  mariposas  gigantescas.  Hay  alli 
tantas  mártires  de  la  luz,  que  fué  necesario  transformar  en  túmulos 
todos  los  muebles  que  adornan  el  umbroso  salón.  Extendidas  las  alas,  rígi- 
das sobre  sus  patitas,  como  cuando  se  posaban  en  los  tallos  y  en  las  flores, 
parecen  abanicos  dormidos  y  no  mariposas  muertas.  ¿Mariposas  muertas?. .. 
¿Abanicos  que  duermen  esperando  una  metamorfosis  nueva?  Fácil  equivo- 
cación para  la  fantasía  aquejada  de  neurastenia  literaria. 

La  señora  Adela  Napp  de  Lumb  ha  dedicado  los  mejores  días  de  su  exis- 
tencia a  cazar  raros  ejemplares  de  mariposas,  en  esos  bosques  donde  los 
chamarileros  y  anticuarios  acechan  el  paso  de  los  viandantes.  Puso  en  la 
obra  la  divina  terquedad  de  las  mujeres  y  el  tesón  incansable  de  un  ento- 
mólogo. Su  bolso  de  argentinas  mallas  le  sirvió  de  red  para  aprisionar  ma- 
riposas brillantes,  carísimas.  Y  ahora,  frente  a  la  colección  que  ella  ordenó 
en  el  saloncito  umbroso,  la  oiréis  relatar  sus  cacerías.  Sabe  de  ello  tanto 
como  Fabre  de  los  insectos:  la  zoología  del  abanico  no  tiene  secretos  para 
esta  dama,  ni  límites  su  amor  hacia  las  mundanas  mariposas 
que  revolotearon  en  los  jardines  reales. 

Dentro  de  una  silla  de  manos  convertida  en  vitrina 
entre  relojes  esmaltados,  muñequitos  de  biscuit,  ta- 
baqueras y  encajes,  duerme  como  un  ídolo  el  aba- 
nico rey  de  la  colección.  «Muy  siglo  xviii»,  de 
ebúrneo  varillaje  tallado,  rico  en  oro  y  plata, 
salpicado  de  lentejuelas,  ostenta  su  país  de 
cabritilla,  sobre  cuya  suave  superficie  un 
pintor  ha  reproducido  escenas  amatorias. 
rodeando  un  grupo    familiar    de  íntima 
gracia.  Da  miedo  poner  las  manos  en  él; 
parece  que  se  romperá  bajo  la  presión, 
dejando  entre  los  dedos  polvillo  de  oro 
y  escamitas  irisadas. 

Después  viene  por  orden  de  impor- 
tancia otros  abanicos  de  la  misma  épo- 
ca, que  pueden  alabarse  como  modelos 
de  arte  delicado,  fino.  Aquí  un  grupo 
de  mujeres,  ligeramente  vestidas,  huye 
de  una  catástrofe  invisible,  parecidas 
a  minúsculas  hermanas  de  las  pompo- 
sas hijas  de  Rubens.  Más  allá  parejas  de  pastoras  y  pastores  cortesanos,  ver- 
sallescos, entablan  mudos  diálogos  de  égloga.  Hay  una  soberbia  vitela  encua- 
drada entre  varillas  y  patrones  de  marfil,  oro  y  plata,  que  se  pintó  induda- 
blemente para  rendir  tributo  de  admiración  a  un  geógrafo,  en  la  persona  de 
su  esposa,  pues  el  artista  ha  puesto  compases,  telescopios,  mapas  y  una 
esfera.  Un  par  de  abanicos  mandarines  lucen  sus  filigranas  de  oro,  plata  y 
bronce  en  un  rinconcito  de  la  capilla  ardiente.  Y  luego  el  resto  de  las  mari- 
posas, para  completar  aquella  embriaguez  de  colores. 
Todo  lo  que  ha  leído  uno  en  los  libros,  todo  lo  que  ha  soñado  uno  al  mar- 
gen y  entre  las  interlíneas  de  los 
libros,  acude  a  la  imagina- 
ción, poblándola  de  fi- 
guras encantadoras. 
Y  aquellos  días  no 
,^^^^___  .  vistos  de  Greuze, 

!'  .'-«-''^C^^^^DK  1  A-'l^  de  los  tres  Lui- 

ses,   la   Pom- 
padour,   Ma- 
ría Antonie- 
ta,   los  vi- 
vimos   a 
nuestro 
modo,  ro- 
d  e  a  d  o  s 
por  los  ce- 
tros de  la 

«ECIOSO    EJEMPLAR   COK    VAKILLAJE    DE   HAKFIL   DOKAOO    V    PAÍS   DE   CABÍIT1U;.A  bclleza       y 


«í- 


ABANICO    LUIS   XVI,   CUYO    CLAVILLO    ES    UN    ANTEOJO, 


la  coquetería  femeniles  que  el  destino  puso  allí  bajo  el  patrocinio  de 
una  dama  artista.  Vestida  con  un  amplio  y  señoril  ropaje  de  terciopelo 
intensamente  morado,  que  añadía  una  nota  al  conjunto,  la  señora  Napp 
de  Lumb  nos  habló  de  sus  queridas  mariposas. 

Todo  sol  naciente  es  inmenso  abanico  que  se  despliega  poco  a  poco  por 
encima  de  mares  y  montañas.  De  las  tierras  donde  nace  el  Astro  Rey.  tra- 
jeron los  lusiadas  el  abanico,  cuyo  apogeo  occidental  se  inicia  durante  el 
amanecer  del  Rey  Sol.  Como  los  japoneses  en  su  bandera  figuran  a  Febo, 
las  damas  Luis  XIV,  Luis  XV,  Luis  XVI  manejaron  con  adorable  mano 
el  abanico,  diminuto  símbolo  y  banderita  de  una  gloria  espléndida. 
Antifaz,  escudo,  batuta,  espada,  aguijón... 

«Filos»,  «flirts»  o  amoríos  del  Louvre.  epigramas  volterianos,  minués  ver- 
sallescos, preciosidades  ridiculas,  rebaños  del  Trianón,  murmuraciones  pa- 
risienses, cenizas  que  hacéis  padecer  una  nostalgia  atávica,  ¿quién  supo  con- 
vertir tanto  brillo  en  lumbre,  en  hoguera,  en  incendio?  Pantalla,  soplador, 
duende  y  galeote  fuiste,  abanico,  porque  te  inventaron  junto  al 
fuego  y  te  pareces  a  las  colas  del  pavo  y  del  pavo  real. 
Todo  sol    que  muere  es  inmenso  abanico  que  se  cierra 
por  encima  de  mares  y  montañas.   Así   terminó  la 
gloriosa  suntuosidad  sobre    el  cadalso  de  María, 
plegándose  con  ruido  guillotinesco. 
También    España    disputó    a  Francia  el  cetro 
abaniqueril.  Los  Madriles  de  Carlos  IV  fueron 
una  plaza  de  toros  donde  los  abanicos  cen- 
telleaban vibrando.     Más  atrevidas  y  fe- 
lices   en    la  invención,    las  españolas  su- 
pieron   inspirar    nuevos    modelos.     Ha- 
bía abanicos  que,  después  de  cerrados 
como    los  demás,  vuelven  a  cerrarse  a 
manera  de  navaja  sevillana;  otros  al 
plegarse  imitan  un  farol;  y  todos  sa- 
bían trasmitir  a  los  galanteadores  ca- 
riños y  desdenes  por  medio  de  clave. 
Pero  no  les  valió  el  arte:  también  se 
cerraron .  .  . 

Sobre  el  escudo  de  la  Argentina  aso- 
ma un  sol  naciente.  Aprovechad,  ar- 
gentinos, las  lecciones  que  la  historia  ofrece.  Por  ambición,  odio  y  com- 
petencia ha  venido  el  derrumbamiento  moral  y  económico  de  un  continente. 
Asistimos  al  desbarate  de  una  sangrienta  feria  de  las  vanidades. 

El  abanico  no  es  ya  de  este  mundo,  o,  por  lo  menos,  del  gran  mundo.  Ya 
no  hace  apenas  el  papel  de  amigo  servicial,  y  se  le  sigue  nombrando  en  dimi- 
nutivo, más  bien  por  costumbre  que  por  afecto.  Ya  no  ofrece  su  vitela  a  los 
mozos  capaces  de  escribir  estrofas  y  máximas  ajenas;  ya  casi  no  oculta  ru- 
bores y  promesas,  ni  la  coquetería  crece  a  su  sombra.  Las  muchachas  han 
preferido  la  paleta  del  «tennis»  y 
el  bastón  del  «golf».  Se  baila 
mejor  bajo  la  caricia  de 
ventiladores  y  ex- 
tractores, y  un  auto 
corriendo  al  ga- 
lopar de  80  H. 
P.  vale  por 
cuarenta 
abanicos. 
El  aeropla- 
no, las  ca- 
noas auto- 
móviles, 
los  expre- 
sos aven- 
taron   el  ^ 

galán  te  abanico   característico    de    marfil,    tallado    PHIMOROSAMENTE 


'v^i^n^r^^x— 


UN    RINCÓN    DE   I.A    SAI. A    DONDE  GUARDA   SUS   ABANICOS   LA    SEÑORA    NAPP    DE    l.UMB 


AMOR  y  geografía. 


Utensilio  que  ahora  resulta  incómodo.  La  industria  abaniquera  ha  vuelto  sus 
ojos  hacia  los  desheredados  de  la  fortuna,  y  fabrica  abaniquejos  comunes  y 
baratos,  a  excepción  de  algunos  ejemplares  medianamente  buenos.  Todas  las 

soberanías  caídas  hacen  lo  mis- 
en cuanto  la  suerte 
les  es  contraria,  juran 
la  Constitución  y 
fingen  sentir  la 
democracia. 
El  papel  y 
la  litografía 
substituyen 
a  vitelas  y 
pintore.s. 
El  comer- 
c i  o  se 
a'p  r  o  V  e  - 
chó  de  tal 
decaden- 
c  i  a  para 
imprimir 
avisos,  adulando  a  los  compradores  con  un  poco  de  aire.  Puede  el  abanico 
quejarse,  y  con  razón,  de  este  injustificable  abandono.  Si  él  supiera  hablar, 
si  todos  los  abanicos  Napp  de  Lumb  refiriesen  las  historias  de  amor,  coque- 
tería y  desdén,  en  que  tomaron  activa  parte,  se  necesitaría  escribir  un  libro 
grande  y  encantador  como  el  de  uLas  mil  y  una  noches».  Todo 
el  ingenio  y  la  gracia  de  Scherezada  viven  entre  los  plie 
gues  de!  vaporoso  mueble.  Sin  ser  abanico,  nos  duele 
como  propia  su  desgracia  y  la  inconstancia  de 
las  lindas  ex  abaniqueantes.  Ningún  deporte  ni 
ninguna  teoría  feminista  alcanzarían  a  justi 
ficar  el  nuevo  desdén  que  inventaron  las 
señoras  y  señoritas.  ¿Estará  en  lo  cier- 
to el  tornadizo  rey  Francisco  cuando 
canta  con  música  de  Verdi  aquello 
de  «La  donna  é  mobile...? 

La  señora  Adela  Napp.de  Lumb 
ha  reparado  la  injusticia  femenina, 
reuniendo  con  mano  piadosa  una 
colección  de  abanicos  durmientes, 
encantadores  y  encantados.  Cen- 
tenares de  bellezas  podrían  real- 
zar su  gracioso  imperio  usando 
contra  el  hombre  el  poder  fasci- 
nador de  aquellas  joyas  de  tres 
reinados.  Muchísimas  viudas,  en 
estado  de  merecer,  podrían  se- 
car los  sepulcros  de  sus  raspee-  maonífico  ejem?i.ar,  estilo  pompadour 


el  abanico  preferido. 


tivos  finados,  si,  como  en  la  conocida  leyenda  china,  les  hubiera  sido  im- 
puesta esa  condición  para  volver  a  casarse. 

Quizás  el  destino  haya  hecho  una  sabía  obra  sacando  de  la  circulación 
tantas    armas;    quizás    el 
abanico     inválido,    de 
mido    o    muerto,    sea 
preferible    al    aba- 
nico      amena 
zante,      ágil, 
traidor.     La 
diosa     paga- 
na   que  de- 
c  i  d  e     el 
curso  de 
la  Moda, 
la    musa 
que  inspi- 
ra   tantos 
desatinos 
y    tantos 
aciertos, 
debe  saber  más  que  nosotros. 

Entre  las  mejores  colecciones  del  mundo  ocupa  ésta  un  buen  lugar.  A  su 
dueña  le  ha  costado  todo  ese  cúmulo  de  fatigas,  dinero  y  búsquedas  inheren- 
tes a  la  grata  ocupación  de  coleccionista.   La  condesa  escritora  de  Pardo 
Bazán,  refería  hace  pocos  meses  en  una  crónica  que  publicó 
La  Nación»,  cómo  al  visitar  las  tiendas  de  los  anticuarios, 
hallaba  raros  ejemplares  de  abanico.-  reservados  para 
a  señora  Ñapo  de  Lumb.  Fraile,  el  célebre  Fraile 
que  en   Madrid  tiene  casi  el  monopolio  de  ese 
comercio  y  manda  en  la  Bolsa  de  los  abani- 
cos, sabe  bu.scar  los  mejores  para  remitirlos 
a  Buenos    Aires,  donde    la    aristocrática 
aficionada  esoera  ansiosa. 
Apenas   hay  sitio    ya   en  el  umbroso 
salón,  capilla  ardiente    de    las  mari- 
posas gigantescas.  Pronto  invadirán 
todo   el  palacete  de  la  calle  Santa 
Fe.    Allí,    sobre    los  tibores  y  tú- 
nicas chinos,  sobre  los  bargueños, 
junto  a  las  porcelanas,  a  los  pies 
de     aquella    virgen    medioeval 
descansarán    para  siempre,   los 
despojos    de   varias    centurias, 
los  lindos  abanicos  muertos. 


E.  DEL  Saz. 


DE    rica    labor    y    ESPLENDIDA    PINTURA. 


.i;^i_x  s3   X  i.ri~>--x— 


mm 


WfllCL 


iMé^¿¿á^^:- 


Ctslifal  ridtnio  morr. 

El  hombre  se  considera 
a  si  mismo  como  el  ser  su- 
perior a  todos  los  demás. 
No  se  ha  atrevido  a  decla- 
rar que  es  más  que  el  mis- 
mo Dios;  pero,  en  su  sober- 
bia, tampoco  ha  querido 
confesar  que  se  cree  menos 
que  aquél,  y  ha  dejado  es- 
tablecido, como  verdad  in- 
contestable, que  el  Supre- 
mo Hacedor  formó  al  hom- 
bre a  su  imagen  y  semejan- 
za, de  modo  que,  al  final 
de  cuentas,  ambos  son  per- 
fectamente idénticos,  y.  de 
esta  comparación  igualita- 
ria, ¡cuan  grande  resulta  el 
hombre!,  o  viceversa,  ¡qué 
chico  resulta  Dios! 

En  realidad,  el  hombre 
es  el  ser  más  inteligente. 
salvo  las  excepciones  ine- 
ludibles de  toda  regla,  y  es, 
a  la  vez,  el  más  ricamente 
dotado  de  toda  clase  de 
cualidades  superiores  y 
también  de  toda  clase  de 
inferioridades.  Es  bondado- 
so hasta  llegar  a  las  más 
sublimes  abnegaciones  y. 
al  mismo  tiempo,  es  mal- 
vado hasta  cometer  las 
crueldades  más  atroces,  sin 
que  esta  afirmación  esté 
inflada  por  la  exageración, 
pues  miradas  friamente  y 
apreciadas  con  ecuánime 
criterio  las  cosas  de  la  vi- 
da, de  todos  los  seres  que 
caminan  sobre  la  tierra. 
que  nadan  en  las  profundi- 
dades de  los  rios  y  de  los 
mares,  que  vuelan  por  los 
aires,  que  saltan,  que  se 
arrastran,  que  trepan,  que 
gritan  o  que  ladran,  que 
aullan  o  que  rugen,  que 
braman  o  que  gruñen,  el 
más  feroz,  el  más  dañino. 
el  más  egoísta,  el  más  de- 
predador, el  más  despótico. 
el  más  artero  y  traidor,  el 
más  corruptor  y  corrom- 
pido, el  más  inmoral  e  hi- 
pócrita, el  más  usurpador 
y  prepotente,  es  el  ser  hu- 
mano, con  la  particulari- 
dad de  que  quien  más  por 
completo  reúne  y  asimila 
todaJs  estas  perversidades 
es  aquel  que  más  cerca  está 
de  las  cumbres  de  la  civi- 
lización . . . 

Y  pruebo  lo  que  dejo  di- 
cho con  el  ejemplo  que  pa- 
so a  citar:  —  Acabo  de  sa- 
ludar a  una  distinguidísi- 
ma dama,  ofreciéndole  el 
apoyo  de  mi  mano  al  des- 
cender de  su  carruaje.  To- 
do cuanto  la  viste  y  la 
adorna  acusa  una  suprema 
elegancia  y  revela  un  ex- 
quisito buen  gusto.  El  cal- 
zado que  oprime  sus  pies 
diminutos  ha  sido  hecho 
con  el  cuero  de  un  cabri- 
tillo,  arrancado  al  amor  de 
la  madre  que  lo  amaman- 
taba para  degollarlo  des- 
piadadamente: los  guantes 
a  la  mosquetera  que  ciñen 


DIBUJO   DE  ALOK90, 


fíir 

DANIEU_1 


sus  mórbidos  brazos  hasta 
los  codos,  fueron  fabricados 
con  la  piel  de  una  medrosa 
gamuza  cazada  en  las  cum- 
bres alpinas:  el  «manchón» 
que  trae  en  la  mano  iz- 
quierda lo  forman  los  ni- 
veos mantos  de  docenas  da 
armiños  apresados  en  las 
estepas  siberianas,  y  la  car- 
tera que  pende  de  su  dies- 
tra es  de  legítimo  cuero  de 
lagarto;  la  espléndida  es- 
tola que  cuelga  de  sus 
hombros  denuncia  el  aleve 
asesinato  de  varias  martas 
zibelinas  cuyas  colas  sirven 
de  fleco  a  la  valiosa  pren- 
da; la  seda  del  crujiente  vi- 
so fué  robada  a  millares  de 
industriosos  gusanos  que  la 
habían  hilado  para  formar 
sus  capullos;  el  paño  de  su 
traje  «tailleur»  fué  tejido 
con  la  lana  de  que  se  des- 
pojó a  inofensivas  ovejas; 
el  «corset»  que  delinea  la 
esbeltez  de  su  talle  está  ar- 
mado con  las  barbas  de 
una  ballena  arponeada  en 
los  mares  polares,  cuya 
captura  costó  la  vida  a  al- 
gunos valerosos  marinos; 
las  peinetas,  de  primorosos 
calados,  que  sujetan  su 
opulenta  cabellera,  son  de 
carey  arrancado  de  la  ca- 
parazón de  una  pacífica 
tortuga,  y  las  perlas  de 
irisados  reflejos  que  con- 
tornean su  cuello,  fueron 
hurtadas  a  las  ostras  que 
adornaban  con  ellas  sus 
anacaradas  alcobas;  el  vis- 
toso sombrero  ostenta  la 
cola  de  un  ave  del  paraíso 
y  las  alas  de  un  faisán  do- 
rado; el  almohadón  que  le 
sirve  de  respaldo  en  el  ca- 
rruaje está  acolchado  con 
el  edredón  de  que  fueron 
saqueados  los  mullidos  ni- 
dos que  las  aves  árticas 
habían  tejido  para  abrigo 
de  sus  polluelos;  el  «fox- 
terrier» que  la  sigue,  y  que 
ella  acaricia  como  a  un 
hijo,  fué  proclamado  cam- 
peón en  varios  concursos 
como  incansable  matador 
de  ratas.  . .  Pero,  exclama 
horrorizado  el  lector  ¿quién 
es  ese  monstruo  de  cruel- 
dad que,  para  realzar  su 
hermosura  y  hacer  ostenta- 
ción de  su  elegancia,  lleva 
sobre  sí  los  despojos  de  tan- 
tas víctimas  y  los  frutos  de 
tantos  asesinatos,  de  tan- 
tos robos,  de  tantos  críme- 
nes de  todo  género?... 
¡Alto  ahíl.  interrumpo  yo, 
trémulo  de  indignación.  — 
Yo  no  puedo  permitir  que 
se  trate  de  monstruo  ni  que 
se  acuse  de  cruel  a  mi  ilus- 
tre amiga,  la  Excelentísi- 
ma Señora  Condesa  de  Al- 
ma Tierna,  cuyas  nobles 
virtudes  caritativas  y  pia- 
dosas acaban  de  ser  muy 
merecidamente  premiadas 
nombrándola  Presidenta 
Honoraria  de  la  Sociedad 
Protectora  de  los  Animales! 


—  I3>I_7V,S 


13.^- 


EL-  F^TÜIAKCA 

DE-LALITC^ÜBA 

AMNTINA 


ADLOS 


\/lDO 


DAÑO 


La  primavera  está  próxima... 
Ya  se  presiente  su  llegada.  .  .  Y  al 
solo  anuncio,  la  misma  naturaleza 
de  las  cosas,  en  misteriosa  palin- 
genesia, parece  que  se  trasmuta  y 
vivifica,  y  que  hasta  adquiere  dis- 
tinto semblante  en  su  fisonomía 
ordinaria:  el  horizonte  tiene  clari- 
dades de  aurora.  ,  .  ¡Es  la  vida 
que  llega!...  ataviada,  hermosa, 
resplandeciente  de  alegría.  Pronto 
ostentarán  de  nuevo  los  paisajes 
toda  la  escala  cromática  del  iris, 
en  su  florida  decoración.  Los  ríos 
correrán  más  rápidamente  en  su 
cauce  y  la  sangre  acelerará  su  an- 
dar en  las  arterias.  Resucitará  del 
seno  de  la  sombra,  donde  latía  en 
silencio,  toda  esa  existencia  vege- 
tal que  emerge  y  se  difunde  pro- 
digiosamente sobre  la  tierra,  como 
al  sortilegio  de  un  encantador, 
realzando  en  sus  notas  de  colorido 
la  esencia  de  un  arte  increado.  Fres- 
cas y  olorosas  lucirán  las  hierbas: 
claros  y  serenos  los  días:  los  seres  trocarán  su 
marasmo  en  movimiento:  hormiguearán,  labo- 
riosos: el  sol  iluminará  esa  actividad  con  su  ful- 
gente disco  de  oro.  .  .  Y  el  mundo  será,  otra 
vez,  armonía,  luz,    belleza,,. 

¿Por  qué  no  elegir  el  arribo  de  tan  hermosos 
días  para  realizar  uno  de  esos  homenajes  justicie- 
ros, trascendentales,  que  tanto  dicen  de  la  cultura 
y  del  nivel  moral  de  un  pueblo?  ¿Por  qué  no 
aprovechar  la  temporada  propicia,  y  reparar  en 
ella  una  de  esas  ingratitudes,  de  esos  olvidos 
injustificables  que,  aunque  comunes  en  la  vida 
colectiva  de  las  naciones,  hablan  muy  poco  en 
favor  de  la  sociedad  contemporánea?...  Me  re- 
fiero a  la  coronación  de  Guido  y  Spano,  el  más 
ilustre  y  venerable  de  los  poetas  argentinos,,, 
iPorque,  al  fin  y  al  cabo,  no  todo  ha  de  ser 
saison  teatral  en  invierno  y  tourismo  de  balnea- 
rio en  verano! 

La  inercia  proviene  de  la  ignorancia.  Es  que 
la  gran  mayoría  no  sabe  lo  que  fué,  lo  que  hizo, 
lo  que  representa  para  los  argentinos  la  figura 
de  ese  anciano  valetudinario,  allí,  en  esa  morada 
« pobre,  estrecha  y  obscura  ■>,  que  le  sirve  de  vi- 
vienda. Y  los  que  lo  saben  están  muy  preocu- 
pados en  sí  mismos. 

Hágase  vida  retrospectiva:  revuélvanse  perió- 
dicos viejos,,.  Léanse  La  Nación  y  La  Prensa 
del  10  de  agosto  de  1894.  Los  dosdiarios  más  re- 
presentativos y  prestigiosos  del  país  preconizaban, 
entonces  (La  Nación  lo  había  hecho  ya  en  1892), 
la  coronación  del  anciano  poeta.  En  La  Prensa, 
decía  el  doctor  Joaquín  V.  González: 

«Llámese  un  plebiscito  en  toda  la  extensión  de  la 
República  y  pregúntese  quién  ha  de  subir  al  pe- 
destal aún  {desocupado,  y  de  todas  partes  se  escu- 
chará el  nombre  del  anciano  poeta  » . .  , 

¡Cuan  pronto  pasan  veinticuatro  años  de  olvi- 
dol. . .  Guido  y  Spano,  como  un  anciano  empera- 
dor de  barba  florida,  ha  presidido,  desde  aquella 


época,  nuestra  vida  intelectual  desde  su  lecho  de 
dolor. . .  ¡Y  su  pueblo  aún  no  le  ha  ofrendado  el 
laurel  ofrecido! 

Muchos  se  dicen  hoy:  ¿Qué  ha  hecho  Guido  y 
Spano?.  .  .  Para  esos  van  estas  ligeras  líneas;  ¡que 
pongan  atención! 

Ese  anciano  es  una  gloria  de  la  patria.  Guido  y 
Spano  representa  cincuenta  años  de  intensa  vida 
nacional.  Y  en  cualquier  pueblo  y  en  cualquier 
época  de  la  historia  hubiera  descollado,  con  sus 
virtudes  y  su  talento  superior,  en  primera  línea. 
Lo  mismo  en  el  Agora  de  Atenas  que  en  el  Foro 
de  Roma:  igual  en  los  hidalgos  tiempos  de  la  se- 
ñorial Castilla  que  en  los  días  luminosos  del  Re- 
nacimiento: por  su  imagen  y  su  espíritu  tanto 
pudo  haber  presidido  el  Areópago  de  Grecia,  co- 
mo un  festín  de  los  caballeros  de  la  Tabla  Re- 
donda, como  un  torneo  de  la  Europa  del  siglo  xiii... 
Durante  diez  lustros,  puede  decirse  que  fué  el  más 
alto  exponente  de  la  intelectualidad  y  del  carácter 
de  nuestro  pueblo.  Un  escritor  ecuatoriano  dijo 
de  él,  que  era  nel  más  sólidamente  instruido  de  todos 
los  literatos  argentinos».  Poeta;  periodista  y  pole- 
mista notable;  escritor  de  historia;  critico  erudito, 
conocedor  y  traductor  de  literaturas  clásicas,  an- 
tiguas y  modernas;  poliglota;  tribuno  elocuente  y 
apóstol  de  las  grandes  causas;  de  la  libertad  del 
pueblo  francés  en  las  barricadas  de  París,  durante 
las  sangrientas  jornadas  de  1848  y  1852;  de  las 
ideas  republicanas  en  el  imperio  de  Don  Pedro  II, 
del  Brasil;  de  la  causa  vencida,  sobre  los  escom- 
bros humeantes  de  Paysandú  y  en  la  heroica  Mon- 
tevideo; en  la  guerra  de  Méjico,  cuando  la  tragedia 
imperial  de  Maximiliano;  en  la  de  España  contra 
Chile  y  el  Perii;  en  la  guerra  franco-prusiana  del  70; 
en  los  albores  de  la  independencia  cubana;  y  del 
honor  nacional  siempre  guardián  celoso  y  austero; 
y  orador  prominente  en  las  asambleas  populares  y 
en  las  efervescencias  cívicas;  y  filántropo  abnegado 
en  los  días  de  calamidades  públicas,  ya  socorrien- 


do a  los  enfermos  de  la  peste  o  curando  a  los  heri- 
dos en  las  contiendas  fratricidas.  Ese  es  Guido  y 
Spano;  el  amigo  y  contemporáneo  de  esa  pléyade 
gigante  que  nos  legó  por  patrimonio  la  grandeza 
de  su  alma  republicana;  uno  de  ellos,  también; 
como  Vélez  Sársfield,  Mármol,  Derqui,  Urquiza, 
Mitre,  Sarmiento,  Alsina,  Avellaneda,  Roca  y 
tantos  otros.  Miembro  correspondiente  de  la  Real 
Academia  Española,  de  la  Academia  de  Bellas 
Letras  de  Chile,  de  la  Real  Academia  poética  ita- 
liana, de  la  Academia  Stesicorea  de  Catania  (Sici- 
lia), de  la  Sociedad  Literaria  Inglesa  de  Buenos 
Aires,  y  de  cientos  de  asociaciones  más.  Ese  es 
Guido  y  Spano,  nuestro  poeta,  con  sus  rasgos  fiso- 
nómicos  de  bardo  celta  y  de  patricio  romano.  El 
gran  Víctor  Hugo  decíale,  en  una  carta:  «Sois  un 
generoso  espíritu.  Queréis  la  verdad  por  la  luz,  la 
libertad  por  la  justicia,  la  paz  por  la  fraternidad.  El 
filósofo  iguala  en  vos  al  poeta.  Os  felicito.  Yo  digo 
como  vos:  /Adelante.'  Os  estrecho  la  mano.» 

Italia  coronó  a  Carducci,  España  a  Zorrilla, 
Francia  a  Mistral;  a  la  República  Argentina,  fál- 
tale coronar  al  más  venerable  de  sus  poetas.,. 
Pero,  ¿adonde  están  esas  damas  argentinas  que 
debieran  encabezar  el  cortejo  que  ha  de  mar- 
char a  ceñir  la  frente  del  glorioso  anciano  con  la 
clásica  guirnalda  de  laurel?,..  Es  la  mujer  la 
que  debe  tomar  tal  iniciativa.  Ella  debe  ser  el 
heraldo  y  la  portadora  del  augusto  mensaje.  Son 
manos  blancas,  manos  de  doncellas,  las  que  de- 
ben entretejer  y  conducir  la  corona  de  la  apoteo- 
sis hasta  el  olvidado  retiro  del  poeta.  ¿Acaso,  en 
la  más  alta  sociedad  porteña,  no  se  cotiza  ya  el 
valor  intelectual,  entre  las  dignas  representantes 
de  su  espiritual  abolengo?. .  ,  Yo  aún  no  he  per- 
dido esa  fe;  creo,  aguardo,  confío. . . 


Julián   de  Char:^as. 


DIBUJO    DE    ALONSO. 


— r=>L->v^^=  'vj_n'^ía>ís.— 


EN  EL  MUNDO  DEL  ARTE 


EL  VERNISSAGE 


DIBUJO   DE   SIRIO 


■IJL^^'i3 


l^y^— 


A  luz  del  alba  nos  sorprende.  Una 
cuesta  áspera,  muy  pronunciada,  for- 
ma la  carretera  polvorienta  que  vamos 
{^asando.  A  nuestra  derecha,  el  mar. 
el  Océano  Atlántico,  rumorea  su  eter- 
na canción;  a  la  izquierda  se  nos  pre- 
senta la  montaña,  cenicienta,  cubierta  por  una  ve- 
getación de  raquíticas  piteras  y  tabaibas.  A  cada 
instante  el  precipicio  se  hace  más  visible.  Una  ma- 
niobra en  falso  y  rodamos  a  su  fondo,  fatalmente. 
pues  sólo  una  pared  tosca  de  cincuenta  centíme- 
tros de  alto  impide  el  paso  al  desfiladero. 

Henos  aqui,  lector,  atravesando  la  cuesta  de 
Silva,  en  la  Gran  Canaria,  en  uno  de  los  lugares 
más  abruptos  y  terribles  del  planeta. 

Mientras  el  automóvil  profana  con  su  corneta 
estos  lugares  de  leyenda,  e  interrumpe  la  débil 
quejumbre  de  la  tórtola  que  huye  espantada,  nos- 
otros evocamos  las  pasadas  proezas  de  la  raza 
guanche.  Vamos  a  visitar  las  célebres  cuevas  de 
Silva,  en  donde  una  raza  desaparecida  de  gente 
brava  y  no  nacida  para  el  va- 
sallaje luchó,  sin  resultado,  du- 
rante ochenta  años  por  conser- 
var su  secular  libertad.  Aquí, 
puede  decirse  propiamente  con 
don  Agustín  Millares,  —  el  his- 
toriador de  las  Islas  Afortuna- 
das. —  tuvo  lugar  el  prólogo 
del  gran  drama  americano.  Si 
estas  rocas  calcinadas  y  volcá- 
nicas, que  amenazadoras  se  al- 
zan sobre  nuestras  cabezas,  pu- 
dieran revelarnos  la  serie  de 
luchas  que  en  sus  vericuetos, 
desfiladeros  y  pasos  de  cabras 
se  llevaron  a  cabo,  ¡qué  inte- 
resante  epopeya  podría  escri- 
birse sobre  el  fin  de  tan  brava 
raza  de  trogloditas!  Mas.  por 
desdicha,  hasta  nosotros,  res- 
pecto a  los  guanches,  sólo  lle- 
gan noticias  fragmentarias  — 
magnificadas  o  amenguadas  — 
a  sabor.  Sabemos  que  fueron 
muy  valientes;  que  se  educa- 
ron en  el  peligro,  y  que  con 
denuedo,  por  muchas  décadas, 
supieron  vencer  al  enemigo  que 
invadía  la  isla  frecuentemente 
valiéndose  de  la  ventaja  que 
le  ofrecía  el  mar. 

La  montaña  negra,  recor- 
tando el  horizonte,  se  nos 
aparece. 

—  Allí.  Por  allí  se  va  a  las 
cuevas  de  los  guanches.  -  nos 
dice  nuestro  guía. 

Llegamos.  Con  gran  dificul- 
tad, venciendo  muchos  peli- 
gros, hemos  conseguido  acer- 
carnos. El  paso  del  hombre 
moderno  ha  hecho  más  acce- 
sible la  entrada  a  estas  grutas. 
En  otro  tiempo  resultaba  im- 
posible llegar  a  ellas. 

Rastros  por  doquier.  Aquí 
vivió  una  tribu  de  guanches. 
Este  fué  un  cementerio.  Y 
cruzando  galerías  intermina- 
bles que  se  internan  montaña 
adentro,  penetramos  temero- 
sos, escudriñando  los  nichos, 
hoy  vacíos,  profanados  por  los 
sabios  y  por  los  comisionistas 
de  museos. 

Los  guanches  formaron  una 
raza  privilegiada.  Su  mayor 
culto  era  el  de  la  agilidad  y  la 
fuerza.  A  los  niños,  desde  la 
más  tierna  edad,  se  les  edu- 
caba con  todo  esmero  y  a  la 
manera  espartana,  A  medida 
que  iban  creciendo  debían  de  procurarse  la  comida, 
venciendo  dificultades.  Si  el  varón  tenia  suficiente 
agilidad  para  trepar  por  estos  desfiladeros  espan- 
tosos hasta  el  sitio  en  que  le  colocaban  su  ali- 
mento, comía.  De  lo  contrario,  el  precipicio,  las 
profundas  gargantas  que  se  hallaban  a  sus  pies, 
lo  recibía  en  su  seno.  No  era  digno  de  ser 
guanche, 

Y  de  esta  suerte,  en  torneos  de  fuerza,  dedica- 
dos a  la  lucha,  trepando  por  riscos  inaccesibles, 
arrojando  dardos,  varas  de  tea  endurecidas  al 
fuego  y  bien  dedicados  en  apacentar  sus  ganados, 
transcurrían  sus  días. 

Dice  Ríos  Rosas,  en  el  tomo  VIII  de  sus  obras 
completas,  refiriéndose  a  los  guanches;  «  El  guan- 
che tenía  la  cabeza  erguida  y  redonda,  el  cabello 
/legro  o  castaño,  laso  o  ligeramente  ondeado,  la 


UncL  laza  do 


g5    IOS  VjUAN01E5 


frente  alta,  el  rostro  oval  prolongado,  la  barbilla 
puntiaguda,  un  tanto  pronunciados  los  pómulos, 
boca  grande,  labios  delgados,  color  pálido  y  mo- 
reno, los  ojos  grandes,  algo  salientes,  negros  o 
pardos,  el  ángulo  facial  de  muy  cerca  de  los  noven- 
ta grados,  andar  lento,  cuerpo  esbelto,  nervudo, 
musculoso,  bien  conformado  y  tan  procer  esta- 
tura, que  no  bajaba  de  seis  pies  en  ningún  indi- 
viduo. 1) 


Sobre   una   meseta,    nuestro   guia,    después   de 
dejar  el  automóvil  en  lugar  seguro,  empieza  por 


CUEVAS    DE    LOS    GUANCHES,    EN     LA    CUEl^TA    LL  olLVA, 
A    OCHOCIENTOS    METROS    SOBRE     EL     NIVEL     DEL    MAR 


explicarnos  varios  detalles  sobre  la  historia  de  esta 
raza  singular. 

Aquí,  próximos  a!  precipicio,  evocamos  la  ga- 
llarda y  arrogante  figura  de  Guanháben. 

Cuéntase  de  este  guanche  que  por  su  destreza 
en  la  lucha  y  por  su  valentía,  no  había  quien  lo 
igualara.  Un  día.  sin  embargo,  al  celebrarse  un 
torneo  en  el  que  él  tomaba  parte,  se  presentó  un 
joven  de  recia  musculatura  pidiendo  al  Faican 
(gran  sacerdote  que  presidía  estos  actos)  permiso 
para  medirse  con  Guanháben.  El  joven  se  llamaba 
Caitafa.  Accedió  el  Faican.  Acto  continuo  los 
curiosos  lo  rodearon.  Trabáronse  los  hombres  en 
cruenta  lucha.  Ninguno  de  los  dos  resultó  vence- 
dor. Eran  dos  adversarios  terribles.  Hicieron  otras 
proezas  de  valor.  Se  acometieron  con  los  magados 
(maza  que  concluía  en  dos  grandes  bolas,  armadas 


muchas  veces  de  pedernales  afilados)  sin  lograr 
herirse.  Guanháben,  hombre  de  más  edad  que 
Caitafa,  comprendió  que  su  hora  se  acercaba,  que 
se  había  encontrado  con  un  rival  de  sus  mismas 
condiciones  el  que  llevábale,  como  ventaja,  la  ju- 
ventud; comprendiendo,  pues,  que  no  estaría  le- 
jano el  día  en  que  este  hombre  lo  venciera,  lleno 
de  altivez  se  le  cuadra  delante  y  le  dice;  —  Eres. 
Caitafa,  un  hombre  valiente;  pero  no  harás  nunca 
lo  que  yo  me  atreva  a  hacer.  —  Al  oir  esto  Cai- 
tafa, lleno  de  arrogancia  respondióle  que  sí.  En- 
tonces, el  gladiador  Guanháben,  corre  sin  detener- 
se, seguido  de  una  multitud  de  curiosos  y,  sobre 
la  meseta  de  esta  montaña  que  mira  al  mar. 
arrojóse  entonando  un  himno.  Su  rival  hizo 
otro   tanto. 

Y  como  ésta,  otras  proezas  aun  mayores  aco- 
metían los  guanches. 

Las    montañas    no    guardaban    secretos    para 

ellos  y  hasta  el  más  infeliz,  llegado   el  momento. 

trepaba  con   agilidad    por  entre   estos    riscos  de 

flancos    desgarradores    para 

colocar    un   madero   en    su 

cima. 

Un  hecho  heroico  entre  ellos 
no  hacía  a  su  autor,  como  en 
nuestros  tiempos,  objeto  de  la 
general  admiración.  La  gloria 
de  su  hazaña  era  efímera,  y 
cuando  por  ventura  se  la  men- 
cionaba, jamás  se  decía;  fu- 
lano es  un  valiente;  sino;  tal 
día,  fulano  fué  un  valiente. 

En  cuanto  a  las  mujeres  de- 
bemos   decir  en   justicia   que 
^-¿^  merecían    especial    considera - 

^^^■S  ción.  La  poligamia  no  existió 

^^^^1  entre  los   guanches  como   en 

^^^^1  otras   muchas   razas   primi- 

^^^fm  tivas. 

Las  jóvenes  doncellas  eran 
educadas  en  los  cenobios.  Vi- 
vían recluidas  hasta  que  se 
encontraban  en  edad  de  con- 
traer matrimonio. 

Al  llegar  este  tiempo  y  con 
el  objeto  de  que  dieran  al  Es- 
tado hijos  esforzados  y  valien- 
tes, se  las  tenía  por  algún 
tiempo  rodeadas  de  infinitos 
cuidados  y  bien  alimentadas. 


.  .  .Casi  todo  un  día  hemos 
pasado  entre  las  arruinadas 
viviendas  de  los  primitivos 
habitantes  de  la  Gran  Canaria. 
Por  todos  lados,  de  admira 
ción  en  admiración,  nuestro 
guía  nos  condujo. 

No  acostumbrados  a  esca- 
lar estas  alturas  en  donde  por 
momentos  hemos  sentido  la 
sensación  del  vértigo,  dejamos 
de  visitar  otros  sitios  más 
interesantes  y  mejor  conser- 
vados. 

Ya  en  camino  a  la  ciudad 
de  Las  Palmas,  por  la  noche, 
y  oyendo  el  continuo  batir  de 
las  olas  del  mar  agitado,  que 
venían  a  morir  sobre  la  playa, 
a  ochocientos  o  mil  metros 
más  abajo  del  lugar  en  que 
nos  hallamos,  avanzábamos 
temerosos  con  infinitas  pre- 
cauciones. 

Las  montañas  de  apagados 
cráteres  las  íbamos  dejando 
a    la  espalda. 

Nuestra  imaginación,  re- 
montando su  vuelo,  recordaba 
las  aventuras  de  estos  nobles  guanches  que  lu- 
charon inútilmente  por  su  libertad,  batiéndose 
contra  piratas  árabes  y  normandos,  contra  por- 
tugueses y  españoles. 

En  una  piedra  saliente  del  camino,  a  la  que  la 
obscuridad  de  la  noche  daba  contornos  de  forma 
humana,  hemos  creído  ver  la  figura  del  noble 
Tajaste,  cuando,  dirigiéndose  al  Guanarteme  don 
Fernando,  que  se  había  pasado  al  partido  de  los 
Reyes  Católicos,  le  dice,  señalándole  las  alturas 
de  las  montañas  coronadas  de  guerreros;  «  Qué- 
date con  nosotros,  Guanarteme;  recobra  tu  dig- 
nidad; aqui  hallarás  hombres  que  sabrán  morir 
por  su  patria;  Canaria  existe  aún .  .  .    mírala  ar- 


mada  sobre  esos  cerros. 


Germán   Bautista  Martín. 


MANECE.  Sobre  la  cal- 
ma superficie  del  rio, 
al  soplo  de  la  brisa  se 
deshace  en  nacarados 
i-,-inos  y  remolineantes 
^tas  la  leve  niebla 
que  ;-  :  -  ;  \::inde.  En  el  oriente 
arreboladas  franjas,  como  heraldos  de 
hi2.  anuncian  la  salida  del  sol.  Las 
lanchas  de  pescar  permanecen  ama- 
rradas en  el  Riachuelo  de  las  canoas: 
no  salen  a  jomada  de  trabajo,  que  es 
dU  de  holgar.  Dos  bergantines  y  una 
saetia  anclan  frente  al  poblado,  y  allá 
a  lo  lejos,  divisase  una  jangada  de 
valiosas  maderas  del  Paraguay,  y  la 
blanca  vela  de  una  tartana,  que  con 
bastimentos  baja  del  Paraná. 

Recórtase  sobre  la  barranca  el  per- 
fil del  Fuerte  y  avanzando  sobre  la 
llanura  extiéndese  el  caserío  del  Puer- 
to de  Buenos  Aires. 

Aun  bregan  la  sombra  y  la  nacien- 
te luz  en  las  calles  de  la  ciudad.  Em- 
piezan a  surgir  entre  el  verde  obscuro 
de  las  huertas,  los  techos  de  las  casas; 
de  roja  teja  las  del  señorío,  de  ama- 
rilla paja  las  del  arrabal.  En  los  ta- 
piales, exuberantes  las  enredaderas. 
desbordan  sobre  las  bardas,  festo- 
neando con  guirnaldas  de  flores  el 
obscuro  adobe  de  las  paredes.  Alguna 
copuda  higuera  traspone  el  muro  y 
avanza  sobre  la  calle,  tentando  con 
sus  frutos  la  gula  y  el  golpe  de  honda 
de  algún  muleque.  Tras  las  amplias 
rejas  voladas,  de  recios  barrotes  y 
tosca  forja,  lucen  rojos  claveles  re- 
ventones y  en  lo  alto  cuelgan  matiza- 
das flores  del  aire. 

Al  claror  del  riente  dia  estremécese 
la  hojarasca  de  los  árboles  con  varia- 
do ruido:  batir  de  alas,  pios  y  gorgeos. 
En  la  barranca,  donde  antaño  ani- 
daran a  millares,  vocingleros  loros 
lanzan  sus  gritos  desde  el  borde  de 
los  nidos,  que  por  azar  escaparon  al 
ojo  avizor  de  los  rapazuelos. 

En  el  linde  del  horizonte  surge  el 
rojo  disco  del  sol  y  apenas  sus  rayos 
doran  la  giraldilla  de  los  campana- 
rios, el  seco  estampido  de  un  caño- 
nazo, con  fuerte  cimbrón  retumba  en 
los  aires.  Es  la  salva  de  la  Real  For- 
taleza en  el  día  de  San  Martin,  pa- 
trono de  la  ciudad. 

En  el  ventanal  de  la  torre  de  San 
Francisco  asoma  el  campanero.  Al 
brusco  tirón  que  da  a  la  soga,  bate 
el  badajo  el  bronce  del  esquilón  lan- 
zando metálica  vibración.  Súbito, 
turbión  sonoro  alegra  al  caserío:  son 
las  campanas  de  capillas  y  conventos 
que  lanzan  al  espacio  la  loca  algara- 
bía del  repique. 

Al  estruendo  del  campaneo  saltan 
los  esclavos  de  las  zaleas  que  de  lecho 
les  sirven  y  de  las  arropadas  cujas  se 
levantan  los  amos,  que  en  tal  día 
todos  son  mañaneros.  Empieza  el 
cotidiano  trajín  casero,  que  es  ma- 
yor en  las  casas  del  paso  de  la  pro- 
cesión. Abrense  en  éstas,  cofres  y  an- 
tiguos arcenes  de  complicada  cerraja. 
cuyas  tapas  al  ser  levantadas,  dejan 
esparcir  el  olor  de  viejos  perfumes  y 
sahumerios.  Sácanse  con  tiento  des- 
coloridos tapices,  paños  de  brocado  y 
de  damasco:  con  ellos  se  paramenta- 
rán los  frentes  de  las  casas.  Entre- 
tanto las  mulatillas  cubren  el  venta- 
naje con  festones  y  colgaduras.  Los 
negros  esclavos  escombran  la  calza- 
da, que  riegan  luego  con  sendas  ca- 
necas de  agua.  La  gente  menuda  tré- 
pase en  los  tejados  y  tapias,  entol- 
dando la  calle  con  arcos  de  ramaje, 
con  profusión  de  flores  de  aroma  y 
y  de  retama  que  embalsaman  el  am- 
biente. Afanosa  el  ama  de  casa,  re- 
visa prolijamente  la  dominguera  ves- 
timenta y  satisfecha  de  su  examen 
va  colocando  sobre  los  taburetes,  bas- 
quinas, faldellinas.  jubones  y  tocas. 

Al  caer  la  tarde,  cuando  amengua 
la  recia  calor  del  dia.  el  repique  de 
campanas  anuncia  la  salida  de  la  pro- 
cesión. El  populacho  llena  las  calles, 
que  se  han  volcado  en  la  ciudad 
todos  los  labradores,  vaqueros  y  pe- 


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gujaleros  de  los  pagos  aledaños.  Tam- 
bién los  indios  amigos  se  han  allega- 
do, mirando  todo  con  azorados  ojos. 
El  murmullo  y  parlería  del  chusmerio 
cesa  al  empezar  el  desfile. 

Rompe  la  marcha  un  escuadrón  de 
soldados  de  «Lanzas  españolas»  del 
presidio  del  Fuerte.  Siguen,  batiendo 
cajas,  dos  atabaleros  y  cuatro  clari- 
neros lanzan  agudos  y  marciales  to- 
ques. Vestidos  de  roja  dalmática  vie- 
nen los  maceres  del  Cabildo;  con 
asombro  mira  el  pueblo  las  mazas  de 
plata  que  llevan  al  hombro,  de  diez 
y  ocho  libras  de  peso  y  que  en  ese 
día  estrenábanse. 

Destócanse  todos  con  gran  respeto; 
sobre  caballo  morcillo,  ricamente  en- 
jaezado, avanza  don  Pedro  Sánchez 
Garzón,  Alférez  Real,  tremolando  el 
Estandarte;  las  flocaduras  de  oro  y 
bordadas  armas  reales  que  sobre  él 
se  ostentan,  coruscan  a  los  rayos  del 
poniente  sol.  Llevando  las  borlas  van 
a  su  vera  los  alcaldes,  de  primero  y 
segundó  voto.  Tras  un  espacio  libre, 
pasan  los  clérigos  y  monaguillos  con 
la  cruz  parroquial  y  blandones,  y  de 
dos  en  dos,  vestidas  de  blanco,  muy 
cucas  con  su  escapularcito  al  cuello, 
las  niñas  de  las  hidalgas  familias. 
Atrás  caminan  los  niños  de  la  escue- 
la del  Cabildo,  con  candelitas  encen- 
didas; cuatro  de  ellos  llevan  en  pe- 
queñas andas  y  bajo  fanal,  un  niño 
Jesús  de  cera. 

Desfilan  los  oficios  con  sus  pendo- 
nes y  luego  los  negros  libres  de  la 
Cofradía  de  San  Benito;  bien  mues- 
tran sus  adoloridos  rostros  que  sus 
pies  no  están  habituados  a  los  grue- 
sos tamangos  que  calzan. 

Es  la  gente  hidalga  y  pudiente  de 
la  ciudad  la  que  sigue  con  humeantes 
hachas  de  cera,  luciendo  los  más  cru- 
ces y  veneras.  En  andas  cubiertas  de 
terciopelo  y  en  hombros  de  cuatro 
fornidos  mulatos,  llevan  la  imagen  de 
San  Roque,  patrono  contra  las  pes- 
tes, que  de  la  capilla  de  San  Juan, 
donde  se  venera,  ha  sido  sacada. 
Rezando  con  gangoso  tono  vienen  los 
frailes  de  los  conventos:  franciscanos, 
dominicos  y  mercedaríos. 

Rompe  los  aires  agudo  son  de  pí- 
fanos y  chirimías:  son  los  indios  gua- 
raníes, muy  músicos,  que  de  las  mi- 
siones han  mandado  los  padres  je- 
suítas. El  murmullo  de  la  multitud 
anuncia  el  paso  de  los  dignatarios  y 
autoridades.  Por  su  venera  de  oro 
señálase  al  Comisario  del  Santo  Ofi- 
cio, a  un  lado  marcha  el  Notario  de 
la  Bula  de  la  Cruzada.  Su  Señoría  el 
Gobernador  don  Jerónimo  Luis  de 
Cabrera,  el  vencedor  de  los  Calcha- 
quíes,  lleva  arrogante  el  Guión;  sobre 
su  hábito  de  Caballero  de  Santiago 
destácase  la  roja  espadilla  de  la  or- 
den. A  su  derecha  se  ve  al  Teniente 
Gobernador,  Almirante  Luis  de  Ares- 
ti,  y  a  su  izquierda  al  Alguacil  Mayor 
González  Pacheco. 

Arrodíllanse  los  espectadores;  pre- 
cedido de  sacerdotes  y  prelados,  en- 
tre gargozadas  de  incienso,  avanza  el 
palio,  cuyas  varas  sostienen  los  regi- 
dores. Bajo  de  él,  llevando  la  Sagrada 
Custodia,  va  su  llustrísima  Fray  Cris- 
tóbal de  la  Mancha  y  Velazco,  Obis- 
po de  Buenos  Aires. 

Cierran  la  procesión  los  alabarde- 
ros y  a  la  zaga  gran  golpe  de  gente: 
beatas,  negros,  mulatos,  zambos  e 
indios  conversos. 

Y  aquella  noche,  en  torno  a  la  pa- 
triarcal mesa  y  a  la  luz  vacilante  de 
los  velones,  coméntase  en  todas  las 
moradas  la  pompa  y  boato  de  la  pro- 
cesión. Luego,  rezado  con  fe  sincera 
el  cotidiano  rosario,  duérmense 
tranquilos,  no  acuitados  por  las  zo- 
zobras del  presente,  ni  las  angustias 
del  mañana. 

B.   J.  Mallol. 

GOUACHE    DE    ALVAREZ. 


— i3>i_;;v^.s 


En  una  de  las  cien  casas  que  for- 
man la  aldea  de  pescadores,  y  que 
se  parecen  todas  por  su  forma,  ta- 
maño, número  de  ventanas  y  altura 
de  las  chimeneas,  vivía  el  viejo 
Mattsson. 

Todas  las  habitaciones  de  la  al- 
dea estaban  provistas  de  los  mismos 
muebles:  en  el  antepecho  de  todas 
las  ventanas  florecían  las  mismas 
plantas:  todos  los  armarios  adorna- 
dos con  las  mismas  conchuelas  y 
corales:  en  todas  las  paredes  cua- 
dros semejantes.  Y.  como  las  cos- 
tumbres tradicionales  así  lo  esta- 
blecen, los  moradores  hacían  idén- 
tica vida. 

El  viejo  Mattsson  había  colgado 
sobre  la  cabecera  de  su  cama  un 
retrato  de  la  madre.  Pues  bien: 
una  noche  soñó  que  el  retrato,  des- 
cendiendo del  marco,  se  le  colocaba 
frente  a  frente  y  le  decía  con  auto- 
ritaria voz:  «Tú  debes  casarte. 
Mattsson». 

El  viejo  Mattsson  se  apresuró  a 
explicar  al  retrato  de  la  madre  que 
la  orden  era  imposible  de  cumplir: 
tenía  sesenta  y  dos  aiíos.  Pero  el 
retrato  de  la  madre  se  limitó  a  re- 
petir más  enérgicamente:  «Matts- 
son, tú  debes  casarte». 

El  viejo  Mattsson  tenía  profundo 
respeto  por  el  retrato  de  la  madre. 
Durante  muchos  años,  y  en  los  asun- 
tos difíciles,  fué  el  único  consejero 
del  pescador,  que  nunca  había  te- 
nido que  arrepentirse  de  haber  se- 
guido stis  consejos.  Pero  este  nuevo 
modo  de  hablar  le  desconcertaba. 
por  parecerle  contrario  a  las  opi- 
niones que  el  retrato  había  dado 
siempre.  Por  dormido  que  estuvie- 
se. Mattsson  se  acordaba  claramente 
de  lo  que  sucedió  la  primera  vez  Ci^í 

que  quiso  casarse.  En  el  momento 
de  vestirse  Mattsson  para  ir  a  la  iglesia,  el  clavo 
de  que  pendía  el  cuadro  se  salió,  cayendo  al  suelo 
el  retrato.  Era  una  advertencia  de  la  que  él  no 
hizo  caso:  mas  bien  pronto  hubo  de  arrepentirse. 
Su  breve  matrimonio  fué  muy  desdichado. 

La  segunda  vez  que  iba  a  ponerse  el  traje  de 
boda,  el  retrato  cayó  nuevamente.  Entonces  no 
quiso  desobedecer,  y.  plantando  a  la  novia  y  a 
todos  los  del  casorio,  huyó  para  engancharse  de 
marinero.  Hasta  después  de  dar  la  vuelta  al  mun- 
do, no  se  arriesgó  a  ir  a  la  aldea.  Y  ¡he  aquí  que  ese 
mismo  retrato  descendía  del  muro  y  le  ordenaba 
que  se  casara!  Apesar  de  su  profundo  respeto. 
Mattsson  se  permitió  pensar  que  el  retrato  de  la 
madre  se  burlaba.  Sin  embargo,  aquel  retrato, 
del  más  áspero  rostro  que  los  vientos  mordientes 
y  la  espuma  salada  de  las  olas  hayan  cincelado, 
permanecía  grave,  y  con  una  voz  ejercitada  y 
fortificada  por  largos  años  de  pregones  en  la  ciu- 
dad, repitió:  tTú  debes  casarte.  Mattsson». 

El  viejo  Mattsson  rogó  al  retrato  que  tuviese 
en  cuenta  la  clase  de  mundo  donde  habitaban. 
Las  cien  casas  de  la  aldea  tenían  los  mismos  te- 
chos puntiagudos  y  los  muros  de  adobes  blancos: 
todas  las  barcas  de  la  aldea  se  construyeron  y  se 
aparejaron  siempre  del  mismo  modo;  nadie  hizo 
jamás  en  la  aldea  nada  de  extraordinario.  Si  la 
madre  hubiese  vivido,  sería  la  primera  en  oponerse 
aun  matrimonio  tan  descabellado.  Ella  lo  había  di- 
cho: «¿Es  costumbre  que  se  case  un  septuagenario?» 

Entonces  el  retrato  de  la  madre  extendió  su 
diestra  adornada  de  sortijas,  y  severamente  inti- 
mó la  orden.  Un  prestigio  fabuloso  había  rodeado 
siempre  a  la  madre,  cuando  se  presentaba  con  su 
vestido  de  seda  negra  lleno  de  volantes.  Aquel 
gran  broche  de  oro.  aquella  gruesa  cadena  de  oro 
produjeron  constantemente  poderoso  influjo  sobre 
Mattsson.  Si  la  madre  se  le  hubiese  aparecido  en 
traje  de  pescadora,  con  la  pañoleta  en  la  cabeza. 
el  mandil  de  hule  cubierto  de  sangre  y  escamas, 
no  le  habría  inspirado  un  respeto  tan  profundo. 
Mattsson  prometió,  pues,  casarse,  y  el  retrato  vol- 
vió a  su  marco. 

A  la  mañana  siguiente  el  viejo  Mattsson  se  des- 
pertó lleno  de  angustia.  No  acariciaba  ni  por  aso- 
mo la  idea  de  resitirse  a  las  órdenes  del  retrato. 
que  seguramente  sabría  mejor  que  él  cual  era  su 
verdadero  interés;  pero  temblaba  presintiendo  los 
terribles  días  que  iban  a  sucederse. 

Inmediatamente  pidió  en  matrimonio  la  más  fea 
de  las  hijas  del  pescador  más  pobre,  una  mucha- 
cha que  tenía  la  cabeza  hundida  entre  los  hombros 
y  cuya  mandíbula  inferior  era  prominente.   Los 


padres  lo  aceptaron,  y  se  señaló  el  día  para  ir  a 
la  ciudad  y  publicar  las  amonestaciones. 

El  camino  de  la  aldea  a  la  ciudad  pasa  a  través 
de  las  marismas  donde  el  viento  se  divierte.  Es 
un  trayecto  de  una  milla.  Pretende  una  leyenda, 
que  los  habitantes  de  la  aldea  son  tan  ricos  que 
podrían  cubrirle  de  hermosas  moneditas  de  plata. 
¡Qué  extraño  encanto  da  esto  al  sendero!  Brillante 
como  el  vientre  de  un  pescado,  todo  lleno  de  blan- 
cas escamas,  serpentea  junto  a  los  carrizos  y  las 
lagunas  desde  donde  sale  el  croar  de  las  ranas. 
Las  margaritas  que  adornan  esta  tierra  abando- 
nada por  los  hombres,  se  mirarían  en  el  espejo  de 
las  bruñidas  monedas,  que  los  cardales  protegen 
con  sus  espinas  amenazadoras.  ¡Qué  resonancia 
toma  allí  la  voz  del  viento  cuando  juega  en  los 
tallos  de  las  cañas  y  en  los  alambres  del  teléfono! 
Tal  vez  el  viejo  Mattsson  hubiera  encontrado  una 
satisfacción  al  pisar  con  sus  pesadas  botas  de 
pescador  sobre  la  plata  sonora;  lo  cierto  es  que 
anduvo  el  camino  más  amenudo  de  lo  que  deseara. 

Sus  papeles  no  estaban  en  regla,  pues  la  novia 
que  abandonó  el  día  de  la  boda  retardaba  la  pu- 
blicación de  las  amonestaciones.  Era  necesario  que 
el  pastor  escribiese  a  las  autoridades  eclesiásticas 
para  obtenerle  el  permiso  de  contraer  un  nuevo 
matrimonio.   El  asunto  se  eternizaba. 

Mientras  tanto,  el  viejo  Mattsson  iba  a  la  ciu- 
dad cada  vez  que  se  abría  la  oficina  del  sacerdote. 
Y,  silencioso,  tranquilo,  esperaba  a  que  el  público 
se  hubiera  marchado.  Entonces,  solamente  enton- 
ces, se  levantaba,  preguntando  al  pastor  si  había 
llegado  carta. 

No;  todavía  no. 

Al  mirar  a  aquel  viejo  de  gruesa  camiseta,  pe- 
sadas botas  marinas,  semblante  rudo  e  inteligente 
y  largos  cabellos  cubiertos  con  un  sudeste,  que 
sentado  en  el  banco  esperaba  la  autorización  para 
casarse,  el  sacerdote  se  maravillaba  de  que  el 
amor  tuviese  sobre  un  anciano  un  poder  tan  gran- 
de y  tan  a  prueba  de  obstáculos. 

--  ¿Tiene   mucha  prisa  de  realizar  ese   matri- 
monio, Mattsson?     -le  dijo  un  día. 

—  Hum,  hum;  cuanto  más  pronto  se  haga, 
mejor  será. 

--  Pero,  ¿no  cree  que  sería  preferible  renunciar? 
Usted  no  es  muy  joven,   Mattsson. 

-  El  pastor  no  debería  asombrarse  -    contestó 
el  viejo  a  manera  de  defensa.  Luego  añadió: 

Sé  bien  que  soy  viejo;  pero  es  necesario  que 
me  case;  es  necesario. 

Y,  de  semana  en  semana,  fué  a  la  rectoría  du- 
rante seis  meses,  pues  hasta  los  seis  meses  no  llegó 
el  permiso. 


Durante  todo  ese  tiempo  el  viejo 
Mattsson  fué  constantemente  perse- 
guido. Por  todas  partes,  en  la  verde 
plaza  donde  se  secan  las  redes,  a  lo 
largo  de  los  muelles,  alrededor  de  las 
mesas  del  mercado,  hasta  en  alta  mar 
durante  la  persecución  de  los  ban- 
cos de  arenques,  se  oía  retumbar 
una  tempestad  de  asombro  y  risas, 
¡Ah.  ah,  se  casa  Mattsson;  el 
Mattsson  que  huyó  la  misma  ma- 
ñana de  su  boda! 

Ni  a  la  novia  ni  a  él,  se  le  re- 
gatearon las  burlas;  pero  lo  peor 
era  que  nadie  encontraba  la  cosa 
más  ridicula  que  el  mismo  Matts- 
son. El  retrato  de  la  madre  quería 
volverle  loco. 

A  la  mañana  del  domingo  en  que 
se  publicaron  las  amonestaciones,  el 
viejo  Mattsson  quiso  huir  de  la  cu- 
riosidad y  las  burlas  con  que  le  mo- 
lestaban y  se  alejó  solo  por  la  playa. 
Al  pie  del  faro  encontróse  a  su  novia 
que  lloraba,  Mattsson  la  interrogó. 
¿No  habría  querido  casarse  con 
otro?  Ella,  sin  responder,  arrancaba 
con  un  dedo  pedacitos  de  yeso  de  la 
muralla,  dejándolos  caer  en  el  mar. 
¿Es  que  por  acaso  no  ama  a 
alguien? 

-    No;  a  nadie. 

¡Qué  hermoso  es  estar  allí,  al  pie 
del  faro!  El  agua  límpida  chapotea 
por  todas  partes.  La  orilla  aplas- 
tada, las  casitas  uniformes  de  la 
aldea,  la  ciudad  en  lontananza,  es- 
tán bañadas  por  el  resplandor  del 
Sund  y  por  su  belleza  siempre  nue- 
va. De  vez  en  cuando  una  barca 
emerge  de  entre  las  brumas  que  flo- 
tan sobreel  oeste  del  horizonte,  lan- 
zándose gallardamente  por  la  es- 
trecha abertura,  con  la  proa  llena 
de  las  risas  del  agua.  De  repente  las 
velas  caen.  Los  pescadores  agitan  sus  gorros  y  en 
el  fondo  de  la  embarcaoión  brilla  la  presa  ganada 
Mientras  que  el  viejo  Mattsson  estaba  en  la 
playa,  una  barca  entró  en  el  puerto.  Un  mucha 
cho,  que  iba  sentado  al  timón,  se  descubrió  salu 
dando  a  la  niña.  El  viejo  vio  resplandecer  un  ful 
gor  en  los  ojos  de  su  novia, 

—  ¡Ah!  —  se  dijo  —  tú  estás  enamorada  del  mo 
zo  más  lindo  de  la  aldea.  No  ha  de  ser  tuyo  nunca 
¡Más  vale  casarse  conmigo  que  esperarle  a  él! 

¡No  había  modo  de  escapar  a  la  voluntad  del 
retrato  de  la  madre!  Si  la  muchacha  hubiera  ama- 
do a  cualquier  hombre,  con  probabilidades  de  éxi- 
to, Mattsson  se  habría  creído  autorizado  para  es- 
quivar el  casamiento.  Mas  en  él  aquel  caso  no 
tenía  ninguna  razón  plausible  para  devolverle  la 
libertad. 

Quince  días  después  se  celebró  el  matrimonio, 
y  poco  más  tarde  sobrevino  la  terrible  tempestad 
de  noviembre. 

Una  de  las  barquitas  de  la  aldea  perdió  el  más- 
til y  el  timón,  y  enteramente  desamparada  se  fué 
a  la  deriva  sobre  las  olas  del  Sund.  El  viejo 
Mattsson  y  los  otros  cinco  hombres  que  la  tripula- 
ban erraron  así  durante  dos  días  y  dos  noches. 
Cuando  se  les  salvó  estaban  casi  muertos  de  ham- 
bre y  de  sed,  helados,  y  sus  vestidos  habían  co- 
menzado a  ponerse  rígidos.  El  viejo  Mattsson  no 
recobró  jamás  la  salud.  A  los  dos  años  de  langui- 
decer murió. 

Muchas  personas  entonces  juzgaron  muy  cu- 
rioso que  hubiese  tenido  la  idea  de  casarse  preci- 
samente antes  del  naufragio,  porque  la  mujercita 
elegida  había  resultado  una  buena  enfermera.  Solo, 
¿qué  habría  sido  de  él?  Toda  la  aldea  de  pesca 
reconoció  que  en  toda  la  vida  hizo  Mattsson  nada 
más  prudente;  y  la  mujercita  adquirió  una  gran 
reputación  a  causa  del  extremado  cuidado  que  de- 
dicó al  enfermo, 

¡He  aquí  una,  -     exclamaban,        que  se  vol- 
verá a  casar  fácilmente! 

Durante  todos  los  días  de  su  enfermedad,  el 
viejo  Mattsson  contó  a  su  mujercita  la  historia 
del  retrato. 

Cuando  yo  esté  muerto,  será  tuyo,    -  decía. 

como  todo  lo  que  me  perteneció. 

Cállate;  no  hables  de  eso... 

-Será  tuyo  el  retrato  de  la  madre,  y  cuando 

los  pretendientes  vengan,   obsérvale.  Te  aseguro 

que  en  toda  la  aldea  no  hay  nadie  que  conozca 

mejor  los  asuntos  de  casamiento  que  ese  retrato. 

Selma  Lagerlof. 

DIBUJO    DE   FRIEDRICH. 


P2>X— 


L^/  HUALDE/  OEnTE/ 
X  LA/  hU/MlDE/COA/ 


r^  rCl^^nATIDEZ 
A\Of::)Cno_ 


Orillas  del  Maldonado, 
arroyuelo  miserable... 
¿Dónde  naces,  Maldonado? 
Mal  puedes  decir  que  naces 
arroyuelo. . . 

Te  mueres  en  todas  partes. 
Entre  una  lepra  de  casas, 
es  tu  fang:o  verdegueante 
común  cajón  de  inmundicias 
y  sepulcro  de  animales. 

Yo  bien  quisiera. cantar 
tus  álamos  y  tus  sauces 
y  decir:--  iOh.  Maldonado, 
rio  de  mi  Buenos  Aires! 

E  irme  por  tus  riberas 
las  mañanas  y  las  tardes, 
con  mi  ensueño  y  con   un 
de  versos  sentimentales. 

Y  cuando  estuviera  triste 
en  extranjeras  ciudades, 


Entonces  sí  que  me  irla, 
por  las  tierras  más  distantes, 
cantando  así:  -~  ¡Río,  río, 
río  de  mi  Buenos  Aires! 

DIBUJO    DE   AlVAKEZ. 


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NUE5TR.05 
CRJTIC05 


Tal  es  U  sinceridad  de  sus  opiniones  y  tan 
imparcial  es  su  criterio  sobre  obras  e  intérpre- 
tes, que  siendo  el  de  critico  oficio  de  «pocos 
amieos*,  ha  sabido  captarse  la  simpatía  general 
de  autores  y  actores,  logrando  que  éstos  acaten 
y  respeten  sus  juicios,  ya  sean  favorables  o 
adversos. 

Hay  en  Buenos  Aires  unos  cuantos  «tipos  po- 
pulares*: Palacios.  Peracca.  el  viejo  Conde,  etcé- 
tera, etc..  cuya  pesquisa,  en  un  momento  dado, 
seria  sin  duda,  cosa  sencillísima,  pues  no  hay  co- 
chero, chauffeur,  camarero,  mozo  de  hotel,  em- 
pleado de  tienda  o  portero  de  teatro,  que  no  les 
conozca  y  no  pueda  decimos  donde  están,  donde 
les  han  visto  o  donde  han  ido. 

Juan  Pablo  Echagüe  es  uno  de  ellos. 

Alto,  arrogante  y  pausado  en  el  andar;  con  la 
cabeza  cubierta  por  ancho  y  bien  planchado  cham- 
bergo, algo  echado  hacia  la  frente,  más  no  con  la 
compadre  inclinación  del  chambergo  criollo,  sino 
con  la  donosa  caída  de  un  chambergo  mosquetero; 
tiene  toda  la  gallarda  apostura  de  un  d'Artagnan. 
Diríase  al  verle  que  es  uno  de  aquellos  gentiles 
caballeros  que  se  hubiera  quedado  rezagado  por 
el  mundo . . . 

Cuando  fui  a  verle  a  su  gar9onniere,  Montevi- 
deo, 751,  «Jean  Paul»,  tal  es  su  pseudónimo  y  así 
!e  llaman  cariñosamente  sus  amigos,  escribía  sin 
duda  uno  de  sus  brillantes  artículos  para  «La  Na- 
ción». 

—  ¿Molesto? 

—  Al  contrario;  —  y  señalándome  una  silla  jun- 
to a  su  mesa  de  trabajo,  añadió:  —  Estaba  hacien- 
do unos  apuntes  sobre  el  estreno  de  esta  noche, 
cuyo  ensayo  general  acabo  de  ver. . .  Puede  usted 
empezar  cuando  quiera. 

—  Pues  manos  a  la  obra,  —  dije  yo  viendo  que 
tan  fácilmente  se  iniciaba  el  reportaje.  —  ¿Por  qué 
se  ha  dedicado  usted  al  periodismo? 

—  Mi  vocación  por  el  periodismo  y  por  las  le- 
tras es  una  vocación  hereditaria.  Escritor  fué  mi 
padre,  y  escritor  mi  tío  materno.  El  primero  re- 
dactó en  San  Juan  el  famoso  periódico  «El  Zonda», 
fundado  por  Sarmiento.  Solía  llevarme  a  la  im- 
prenta con  frecuencia,  y  puede  decirse  que  mi  in- 
teligencia se  despertó  entre  letras  de  molde. 

—  ¿Por  qué  ha  adoptado  usted  el  pseudónimo 
de  Jean  Paul? 

—  Tiene  su  historia  mi  pseudónimo.  Cursaba 
yo  el  primer  año  de  Colegio  Nacional,  en  San  Juan, 
y  figuraba  en  los  programas  una  clase  de  fran- 
cés. Averigüé  por  anticipado  como  se  pronuncia- 


ba mi  nombre  de  pila  en  ese  idioma,  y  cuando 
el  profesor,  al  pasar  lista,  me  preguntó  como  me 
llamaba,  me  puse  de  pie  y  le  contesté  enfática- 
mente, muy  ufano  de  mi  saber:  ¡Jean  Paul!  No 
sé  porqué  diablos  mis  compañeros  tomaron  la 
cosa  en  chunga,  y  una  larga  risotada  estalló  en 
el  aula.  Desde  entonces  mis  condiscípulos  no  me 
llamaron  sino  Jean  Paul.  Más  tarde,  lanzado  ya 
en  el  periodismo  metropolitano,  adopté  como 
pseudónimo  la  traducción  francesa  de  mi  propio 
nombre. 

—  ¿Hace  mucho  tiempo  que  es  usted  periodista? 

—  Puede  decirse  que  cuando  vine  de  San  Juan, 
niño  todavía,  me  fui  de  la  estación  a  la  imprenta. 
Entré  a  la  redacción  de  «El  Argentino»,  diario  ra- 
dical de  combate,  dirigido  por  el  doctor  Lisandro 
de  la  Torre.  Era  su  secretario  de  redacción,  Josa 
Luis  Cantilo,  cumplidísimo  caballero  y  excelente 
periodista,  por  quien  conservo  vivo  afecto.  Can- 
tilo  me  agregó  a  la  sección  teatros.  Allí  empecé  a 
hacer  gacetillas  y  allí  se  decidió  mi  vocación  de 
crítico  teatral.  «El  Argentino»  desapareció  algún 
tiempo  después,  y  yo,  solicitado  por  actividades 
de  otra  índole,  abandoné  el  periodismo.  Volví  a  él 
diez  años  más  tarde  y  no  he  vuelto  a  dejarlo.  De 
entonces  a  aquí  he  tenido  a  mi  cargo  la  crítica 
de  los  siguientes  diarios:  «El  País»,  «Diario  Nuevo», 
«El  Diario»  y  «La  Razón».  Actualmente,  y  desde 
hace  más  de  cuatro  años,  tengo  el  honor  de  des- 
empeñar la  dirección  de  la  sección  «Teatros»,  de 
«La  Nación»,  cuyas  tareas  comparto  con  el  colega 
Ojeda;  con  García  Velloso,  cuya  obra  de  drama- 
turgo me  ha  tocado  juzgar  muchas  veces.  .  .  y 
con  Arturo  Cancela,  espíritu  ágil,  mordiente  y 
agudo,  que.  lo  digo  con  placer,  se  ha  iniciado 
junto  a  mi  en  el  periodismo  y  está  destinado  a 
una  brillante  actuación  en  nuestras  letras. 

—  En  su  vida  periodística,  ¿cuál  es  el  hecho 
que  recuerda  con  mayor  satisfacción? 

—  Uno  que  se  relaciona  con  «Caras  y  Caretas». 
Cuando  apareció  esta  revista,  yo  no  había  publi- 
cado ningún  artículo  firmado.  Poco  tiempo  des- 
pués que  salió  a  luz  «Caras  y  Caretas»,  yo  escribí 
una  leyenda  Sanjuanina  titulada  «La  Quebrada 
de  las  Animas».  Yo  no  conocía  a  Fray  Mocho, 
que  era  el  director  del  semanario.  Fui  a  verlo, 
sin  embargo.  Fray  Mocho  me  recibió  bondadosa- 
mente, prometiendo  leer  mi  manuscrito.  Ocho  días 
después,  volví.  No  lo  había  leído  todavía  y  me  pi- 
dió que  yo  mismo  se  lo  leyera.  Así  lo  hice.  Mi  voz 
temblaba. ..-  «¡Vamos!  —  me  dijo  «El  Mocho», 
como  se  le  designaba  afectuosamente  —  no  se 
asuste  usted.  Su  cuento  es  bueno  y  lo  publicaré. 
y  no  sólo  publicaré  éste,  sino  todos  los  que  me  trai- 
ga». He  aquí  la  mayor  satisfacción  de  mi  vida  pe- 
riodística. Cuando  bajé  la  vieja  escalera  de  la  calle 
Maipú,  iba  en  pleno  éxtasis.  «La  Quebrada  de  las 
Animas»  se  publicó,  en  efecto,  y  ya  no  fué  sólo 
Fray  Mocho  quien  me  estimuló  a  seguir  escribien- 
do, sino  Manuel  Mayol,  que  tuvo  en  todo  momento 
palabras  de  aliento  para  mis  ensayos.  Mi  inicia- 
ción literaria  está,  pues,  vinculada  con  una  deuda 
de  gratitud  hacia  los  dos  directores  primitivos  de 
«Caras  y  Caretas». 

—  Además  de  periodista,  ¿es  usted  catedrático, 
verdad? 

—  Sí;  dicto  dos  cátedras  de  Historia  de  la  Edad 


Media.  Moderna  y  Contemporánea,  en  el  Colegio 
Nacional   Bernardino  Rivadavia. 

—  ¿Piensa  usted  editar  alguna  vez  sus  criticas? 

—  Sí.  Actualmente  se  está  imprimiendo  en  Eu- 
ropa un  libro  en  el  que  recopilo  la  mayor  parte 
de  mis  crónicas  teatrales  publicadas  en  «La  Na- 
ción» en  los  últimos  tiempos;  se  titulará  «Crónicas 
de  Media  Noche». 

—  Para  terminar,  amigo  Jean  Paul,  ¿cree  us- 
ted eficaz  la  crítica  teatral?  ¿Cree  usted  que  in- 
fluye algo  en  los  gustos  del  público?  ¿Cree  usted 
que  la  acatan  los  autores,  o  los  cómicos? 

—  Sobre  esta  cuestión  de  la  crítica  he  dicho  ya 
mi  opinión  en  mi  libro  «Prosa  de  Combate».  Creo 
que  la  critica  teatral  tiene  su  eficacia  cuando  se 
ejerce  con  sinceridad,  con  independencia  y  con 
altura.  Un  crítico  puede  llegar  a  tener  autoridad 
sobre  el  público  y  por  consiguiente  a  dirigirlo  en 
una  cierta  medida.  Pero  el  público  no  les  acuerda 
autoridad  sino  a  aquellos  críticos  que  le  inspiran 
confianza.  Y  no  le  inspiran  confianza  sino  los 
que  han  dado  pruebas  de  merecerla.  Pero  este 
asunto  de  la  crítica  y  de  su  autoridad  es  complejo 
y  no  debe  ser  tratado  a  la  ligera.  Desde  mi  punto 
de  vista  personal,  creo  que  la  nuestra  debe  ser 
indulgente  con  los  que  comienzan,  y  exigente  con 
los  que  tienen  un  nombre.  No  debe  ser  demasiado 
puntillosa  y  detallista  sino  guiar  por  ideas  ge- 
nerales, con  arreglo  a  un  criterio  estético  en  con- 
sonancia con  la  cultura  ambiente. 

Y  asi  terminó  nuestra  interesante  charla. 

Emilio  Dupuy  de  Lome. 


CARICATURA 
DE    ALONSO. 


^^L-TK^^X— 


Accediendo  a  una  amable  invitación  de  esta 
revista,  que  desea  recordar  el  quinto  aniversario 
de  la  muerte  de  Florentino  Ameghino,  escribo 
estas  líneas  sobre  algunos  aspectos  actuales  de  la 
obra  del  ilustre  sabio. 

No  abusaré  de  los  lectores  repitiendo  el  elogio  de 
Ameghino,  ni  la  narración  de  su  laboriosa  y  noble 
existencia,  tan  llena  de  dificultades  como  de  en- 
señanzas: para  los  hombres  de  su  temple,  los  obs- 
táculos son  un  verdadero  acicate,  y  nada  más  ins- 
tructivo que  considerar  la  manera  cómo  los  han 
vencido;  pero  sobre  todo  esto  se  han  escrito  ya  nu- 
merosas páginas,  algunas  de  alto  valor  literario. 

Creo,  pues,  que  los  lectores  realmente  interesa- 
dos en  las  investigaciones  de  nuestro  naturalista, 
tendrán  más  bien  deseo  de  conocer  el  estado  actual, 
según  publicaciones  hechas  con  posterioridad  a 
su  muerte,  de  algunos  problemas  relacionados  con 
la  geología  y  la  paleontología  de  la  Argentina  y  en 
especial  de  la  Patagonia.  Trataré  sólo  dos  de  los 
casos,  agregando  algunas  consideraciones,  nece- 
sariamente muy  sucintas,  dada  la  índole  de  este 
artículo. 

Se  sabe  que  uno  de  los  puntos  más  debatidos  de 
la  geología  argentina  es  el  de  la  edad  y  la  correla- 
ción de  las  formaciones  sedimentarias  de  la  Pata- 
gonia. La  base  para  su  determinación,  es  el  estudio 
de  los  restos  fósiles  que  contienen,  y  su  relación 
con  los  ya  conocidos  en  otros  continentes.  Sobre 
esto,  Florentino  Ameghino  ha  construido  un  edi- 
ficio maravilloso,  basándose  principalmente  en  los 
descubrimientos  importantísimos  de  su  hermano 
Carlos.  Sus  conclusiones  fueron  en  gran  parte  dis- 
cutidas, y  sobre  ellas  se  empeñaron  grandes  y  a 
veces  agrias  polémicas.  Veamos  uno  de  losejemplos. 

En  la  Patagonia  han  vivido  unos  grandes  ma- 
míferos ungulados,  llamados  Piroterios  {Pyrothe- 
rium  y  otros  géneros  afines),  en  una  época  que 
correspondería,  según  F.  Ameghino,  al  cretáceo 
superior.  Los  Piroterios  eran,  según  él,  Proboscí- 
deos  y  antepasados  de  los  Elefantes  actuales  y 
de  los  extinguidos  Mastodontes.  Los  Piroterios 
habrían  pasado  al  África  por  una  conexión  terres- 
tre,  la  Arquelenis  de    Ihering,   que    entonces   la 


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unía  con  Sud  América.  Estas  ideas  fueron  recha- 
zadas por  la  mayor  parte  de  los  geólogos  y  paleon- 
tólogos. Se  decía  que  los  Piroterios  no  eran  Pro- 
boscídeos,  ni  tenían  nada  que  ver  con  los  Elefan- 
tes ni  con  los  Mastodontes,  y  que  nada  probaba 
la  existencia  de  aquella  unión  continental.  Ade- 
más, algunos  autores,  como  el  renombrado  pa- 
leontólogo alemán  Max  Schlosser,  afirmaron  que 
aquellos  animales  eran  muchísimo  más  modernos 
de  lo  que  Ameghino  había  supuesto;  Schlosser  los 
colocaba  en  el  Terciario  medio  o  superior  (mio- 
ceno). Agreguemos  como  curiosidad  que  Hatcher 
llegó  a  sugerir  la  idea  de  que  eran  cuaternarios,  y 
parece  que  algunos  hasta  creyeron  que  eran  sim- 
plemente fantásticos. 

Pero  he  aquí  que  con  posterioridad  a  la  muerte 
de  F.  Ameghino,  una  expedición  venida  especial- 
mente de  los  Estados  Unidos,  bajo  la  dirección  dsl 
profesor  F.  B.  Loomis,  del  Colegio  de  Amherst, 
para  estudiar  las  faunas  extinguidas  de  la  época 
del  Piroterio,  halla  dos  cráneos  enteros  de  estos 
animales  (cosa  que  Ameghino  no  conoció,  pues 
entonces  existían  sólo  fragmentos),  y  de  su  pro- 
lijo estudio  deduce  que  eran  realmente  Proboscí- 
deos,  y  que  están  en  indudables  relaciones  de  des- 
cendencia con  los  antiguos  elefantes  del  Terciario 


de  África.  Ha  existido,  pues,  según  Loomis,  una 
conexión  continental  por  medio  de  la  cual  se  ha 
verificado  el  intercambio  de  las  faunas.  En  cuanto 
a  la  edad  de  las  capas  piroterienses,  Loomis  la 
considera  oligocena,  esto  es,  intermediaria  entre 
la  que  le  asignan  F.  Ameghino  y  Schlosser. 

Aceptando,  como  he  dicho,  las  relaciones  con  los 
Proboscídeos  de  África,  Loomis  cree  que  son  los 
de  Patagonia  los  que  descienden  de  los  africanos 
y  no  a  la  inversa.  Esto  resulta  lógicamente  de  la 
edad  que  Loomis  atribuye  a  las  capas  pirote- 
rienses, pues  si  éstas  son  más  modernas  que  las 
correspondientes  de  África,  es  claro  que  los  ani- 
males en  ellas  contenidos  deben  derivar  de  los  de 
allá.  Todas  estas  ideas,  aquí  muy  brevemente  ex- 
puestas, han  sido  desarrolladas  por  Loomis  en  una 
obra  especial  ( 1 ),  resultado  de  su  exploración  de 
seis  meses  en  el  Chubut  y  Santa  Cruz. 

Carlos  Ameghino  ha  dedicado  a  la  crítica  de  la 
obra  de  Loomis  un  artículo  luminoso  (2),  en  que 
acepta  en  parte  y  en  parte  rechaza  las  opiniones 
del  sabio  norteamericano.  Lamento  no  poder  de- 
tenerme mucho  en  el  análisis  de  tan  interesante 
publicación,  que  ha  llamado  la  atención  en  los 
centros  científicos  del  viejo  mundo;  la  importante 
revista  Nature,  de  Londres,  ha  hecho  comentarios 
sobre  ella  en  más  de  una  ocasión  (3). 

Carlos  Ameghino  acepta,  separándose  en  esto 
de  la  opinión  de  su  finado  hermano  (y  demostran- 
do así  su  imparcialidad  y  su  desapasionamiento) 
que  las  capas  con  Pyrotherium  sean  un  poco  más 
modernas  de  lo  que  aquél  suponía,  pero  no  tanto 
como  lo  pretende  Loomis;  las  ubica  en  el  Tercia- 
rio más  antiguo,  en  el  Eoceno  basal.  En  todo  lo 
demás,  mantiene  las  ideas  de  F.  Ameghino. 

Pero  el  punto  más  notable  en  esta  discusión,  y 
que  si  no  me  equivoco  marcará  una  época  en  la 
historia  de  nuestros  estudios  geológicos,  no  es 
precisamente  el  que  se  refiere  a  las  capas  pirote- 
rienses, sino  a  otras  que  están  más  abajo  y  que  se 
designan  con  el  nombre  de  «notostilopenses»  (de 
Noíostylops,  el  mamífero  fósil  más  típico  de  ellas). 
F.  Ameghino  ha  sostenido  siempre  que  estas  capas 
son  de  edad  decididamente  cretácea,  aunque  con- 


— i^uv^^s  'v'LnriQ^x— 


i.cic.i  una  fauna  de  mamíferos  pía- 
centales  (es  decir  no  marsupiales) 
ya  muy  diferenciada,  cosa  que  no 
se  conoce  en  ninguna  otra  parte 
del  mundo:  pof  esto  es  que  se 
acepta  en  paleontología  como  un 
axioma,  el  que  los  mamíferos  pía- 
centales  han  aparecido  sólo  en  el 
Terciario  inferior.  Loomis  no  ha 
hallado  casi  nada  de  los  fósiles 
notostilopenses:  pero  en  la  parte 
norte  del  Golfo  San  Jorge  encontró 
ciertos  estratos  que.  por  otras  razo- 
nas, afirma  son  de  edad  cretácea. 
Ahora  bien.  Carlos  Ameghino.  que 
ha  explorado  esa  misma  localidad. 
y  que  en  la  gran  obra  hecha  en 
colaboración  con  su  hermano  en 
1906.  había  señalado  la  presencia 
de  las  capas  con  Notostylops  en 
ese  mismo  punto,  afirma  a  su  vez 
que  los  terrenos  reconocidos  por 
Loomis  como  cretáceos  son  ni  más 
ni  menos  que  los  del  notostilopense! 
Y  para  probarlo,  invita  al  paleon- 
tólogo norteamericano  a  visitar  juntos,  y  en  com- 
pañía de  otros  geólogos,  la  misma  localidad,  donde 
se  compromete  de  antemano  a  encontrar  en  su 
presencia  los  fósiles  típicos  del  Nolostylops.  Así. 
pues.  Loomis.  que  no  cree  en  la  edad  cretácea  de 
estos  fósiles,  habría  venido  a  proporcionar  la 
prueba  en  contra  de  su  propia  teoría. 

Este  es  un  punto  de  extraordinario  interés  para 
nuestra  paleontologia:  puede  decirse  que  es  el  eje 
de  la  cuestión,  pues  resuelto  él,  la  solución  de  to- 
dos los  demás  está  dada,  o  al  menos  considerable- 
mente facilitada. 

Su  trascendencia  en  el  campo  general  geo-pa- 
leontológico  seria  inmensa.  Para  la  ciencia  euro- 
pea, pretender  que  pueda  haber  habido  mamífe- 
ros placentales  en  el  cretáceo,  es  lo  mismo  que 
pretender  la  existencia  del  hombre  en  el  Terciario: 
son  dos  cuestiones  que  consideran  definitivamente 
resueltas  por  la  negativa. 

A  la  solución  lisa  y  llana  de  tan 
importante  problema  tiende  el  de- 
safio (llamémosle  así)  que  Carlos 
Ameghino  lanza  a  Mr.  Loomis.  De 
ello  se  hace  eco  el  paleontólogo  del 
Museo  de  Paris.  M.  Thévenin,  en 
un  comentario  (4)  sobre  el  artículo 
de  (darlos  Ameghino.  en  que  hace 
notar  de  paso  que  no  se  puede  po- 
ner mayor  cortesía  en  la  manera 
con  que  éste  trata  a  su  contrincan- 
te, y  lamenta  que  la  deplorable  si- 
tuación creada  por  la  guerra  no 
permita  a  los  sabios  europeos  acep- 
tar la  invitación  que  Carlos  Ame- 
ghino hace  extensiva  a  ellos. 

En  cuanto  a  Loomis.  hasta  ahora 
no  ha  contestado  nada;  pero  sea 
que  respondiera  o  no.  sería  de  de- 
sear ardientemente,  por  razones 
científicas  y  patrióticas,  que  algu- 
nas de  nuestras  instituciones  reu- 
niera un  grupo  de  personas  com- 
petentes y  se  hiciera  con  ellas  una 
expedición  a  la  Patagonia,  nada 
más  que  para  aclarar  definitivamente  esta  cues- 
tión. 

Sería  de  desear  también  que  la  empresa  fuese 
costeada  con  fondos  particulares  (única  manera. 
por  otra  parte,  en  que  la  idea  sería  factible  en  las 
actuales  circunstancias).  Los  fondos  podrían  re- 
unirse por  subscripción  entre  algunas  personas 
pudientes  de  las  muchas  que  sin  duda  habrá  entre 
ios  admiradores  de  Ameghino,  que  son  todos  los 
argentinos.  La  expedición  de  Loomis  fué  costeada 
con  recursos  de  la  sociedad  de  ex  alumnos  del 
Colegio  de  Amherst.  ¿No  habrá,  entre  los  ciuda- 
danos argentinos,  quienes  se  tomen  en  sus  propias 
cosas  más  interés  que  aquellos  jóvenes  de  una 
ciudad  del  hemisferio  norte? 

Una  obra  que  contuviese  la  exposición  científica 
seriamente  presentada,  de  los  resultados  de  tal 
expedición,  seria,  en  el  estado  actual  de  nuestros 
conocimientos,  una  de  las  más  valiosas  que  hoy 
podríamos  ofrecer  al  mundo,  y  todos  los  que  a  ella 
hubiesen  contribuido  merecerían  bien  de  la  pa- 
tria y  de  la  ciencia. 

El  otro  ejemplo  a  que  me  referia  es 
también  muy  interesante.  Se  trata  de  uno 
de  los  capítulos  más  notables  de  la  histo- 
ria de  la  fauna  argentina,  el  de  los  monos 
fósiles.  Todo,  absolutamente  todo,  lo  que 
de  ellos  se  conoce,  es  lo  que  ha  hallado 
Carlos  Ameghino  y  descripto  D.  Floren- 
tino. 

Entre  los  diversos  géneros  que  éste  dio 


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BL  PVKOTHSRIUU.  1(BC3HSTI(UCC|6n  SEOÚN  EL  PROFESOR  W.  B.  SCOTT.  —  EL  ESTUDIO  RECIENTE  DEL 
PROFKSOR  P.  B.  LOOMIS  SOBRE  LAS  FAUNAS  EXTINGUIDAS  DE  PATAGONIA.  HA  DADO  MOTIVO  PARA  QUE 
CARLOS    AMB3HIN0    •DESAFÍE*   A    AQUÉL    PARA    COMPROBAR     SOBRE    EL  TERRENO,    LA   VERDADERA    EDAD  DE 

AQUELLA    FAUNA. 


a  conocer,  el  más  importante  es  el  que  llamó 
Homunculus.  por  considerarlo  como  un  mono  de 
aspecto  de  un  hombrecito. 

El  tal  Homunculus  había  intrigado  mucho  a  los 
paleontólogos.  Se  dudó,  no  sólo  de  sus  caracteres 
más  o  menos  humanos,  sino  hasta  de  su  existencia. 
La  expedición  enviada  por  la  Universidad  de  Prin- 
ceton,  en  los  últimos  años  del  siglo  pasado,  no 
pudo  hallar  ni  un  solo  fragmento  del  misterioso 
«hombrecito». 

Sus  restos  existían,  sin  embargo,  y  estaban  en 
la  colección  particular  de  los  hermanos  Ameghino. 

Un  profesor  de  la  Universidad  de  Zürich,  el 
doctor  H.  Bluntschli.  emprendió  entonces  (poco 
después  de  la  muerte  de  F.  Ameghino)  un  viaje 
a  Sudamérica.  uno  de  cuyos  fines  principales  era 
estudiar  las  famosas  piezas  originales  de  los  Pri- 
mates fósiles  de  Patagonia,  en  la  colección  citada. 
Bluntschli  es  un  zoólogo  y  anatomista  renombra- 


RBCOHSTRUCCIÓN    DEL    PYROTHERIUM,    SEGÚN    LA   OPINIÓN    DE    FLORENTINO   Y    CARLOS   AMKGHINO, 


do.  que  se  ha  especializado  en  el  estudio  de  los 
Primates. 

A  su  vuelta  a  Europa,  Bluntschli  dio  a  cono- 
cer, en  una  de  las  reuniones  anuales  de  la  Sociedad 
Anatómica  Alemana,  las  principales  conclusiones 
de  sus  investigaciones.   (5) 

Según  ellas,  Homunculus  es,  sin  duda  alguna, 
un  género  bien  caracterizado  de  monos,  «y  hasta 
ahora  el  único  documento  importante  para  la 
historia  de  los  Primates  de  Sudamérica.» 

Difiere  empero  de  la  opinión  de  F.  Ameghino,  en 
cuanto  a  la  posición  sistemática  que  el  género  debe 
ocupar.  Cree  que  por  sus  caracteres  está  próximo 
a  los  actuales  monos  platirrinos  de  la  América 
Meridional.  Los  detalles  sobre  que  se  funda  la 
divergencia  son  demasiado  especiales  para  entrar 
a  discutirlos  aquí;  pero  puede  asegurarse  que  ellos 
son.  en  gran  parte,  una  cuestión  de  apreciación  en 
cuanto  al  grado  de  las  semejanzas  y  diferencias, 
y  al  modo  cómo  debe  hacerse  la  reconstrucción 
del  cráneo  incompleto  del  Homunculus. 

Otras    consideraciones    interesantes    agrega 


(1)  F.  B.  Loomis,  The  Deseido  Formaíion  o¡  Patagonia.  1  vol.,  Amherst, 
Mas».,  U.  S.  A„  1914. 

(2;  C.  Ameghino,  Le  Pyrolherium.  Vélate  pyrolhérie?i,  et?.,  en  Physis  (re- 
vista de  la  Sociedad  Argentina  de  Ciencias  Naturales),  tomo  I,  p.  446. 

(3)  Véase   Physis.  tomo  II,  p.  72. 

(4)  Re'/ue  Critique  de  Paléozoologie.  abril  de  1916. 

(5)  Anatomischer  Ameiger.  supl.  lomo  44,  pág.  33-43. 


Bluntschli  respecto  de  F.  Ameghi- 
no y  del  carácter  de  su  obra  cien- 
tífica, cuya  transcendencia  recono- 
ce. Opina  que  los  ataques  de  que 
ella  ha  sido  objeto  en  el  extranjero 
son,  en  gran  parte,  injustificados, 
pues  no  se  ha  tenido  suficiente- 
mente en  cuenta  las  condiciones 
adversas,  la  falta  de  medios,  de  bi- 
bliotecas nutridas,  de  material  de 
comparación,  etc.,  con  que  tuvo 
que  luchar.  «Ciertamente  -  con- 
cluye —  la  investigación  severa  re- 
futará todavía  algunas  de  sus 
interpretaciones  científicas;  varias 
conclusiones  resultarán  distintas 
de  las  que  él  formuló;  pero  de 
una  cosa  estoy  cierto,  y  es  que  el 
porvenir  juzgará  con  más  justicia 
que  la  actualidad  a  este  hombre  ex- 
traordinarioi.  Palabras  bien  expre- 
sivas si  se  piensa  que  han  sido  pro- 
nunciadas en  uno  de  los  centros  de 
donde  partió  la  más  viva  oposición 
a  las  ideas  ameghinianas,  y  por  uno 
que,  en  una  buena  medida,  tampoco  las  comparte. 
Pero  volviendo  a  los  Primates  fósiles,  otra  con- 
clusión de  sumo  interés  a  que  llega  Bluntschli 
respecto  de  las  relaciones  entre  los  monos  del  vie- 
jo y  los  del  nuevo  mundo:  afirma  que  tanto 
Homunculus  como  los  Cébidos  actuales  de  Sud- 
américa tienen  estrechas  relaciones  con  los  Prosi- 
mios del  otro  continente,  relaciones  que  deben 
considerarse  como  de  descendencia  común. 

Admite  —  nótese  esto  —  que  el  estudio  de  los 
Primates  conduce  a  hacer  muy  verosímil  la  exis- 
tencia de  una  antigua  conexión  continental  entre 
Sudamérica  y  África,  e.i  contra  de  la  opinión  de 
Schlosser. 

Es,  como  se  comprende  fácilmente,  muy  suge- 
rente  el  hecho  de  que  dos  autores  diferentes,  que 
abordan,  sin  prejuicios  en  pro  ni  en  contra,  el  es- 
tudio del  problema  por  dos  lados  distintos,  como 
Loomis  y  Bluntschli.  lleguen  a  conclusiones  tan 
semejantes. 

Y  éstas  son  dos,  nada  más,  de 
las  múltiples  vías  que  deja  abier- 
tas Florentino  Ameghino.  Para  con- 
tinuarlas todas,  sería  necesario  el 
concurso  de  numerosos  colabora- 
dores; sería  necesario  proveer  a  la 
formación  de  un  grupo  de  paleon- 
tólogos argentinos  que,  recogiendo 
la  herencia  del  maestro,  continua- 
sen su  obra.  Tarea  grande  y  difí- 
cil, pero  necesaria,  y  que  exige  en 
los  obreros,  no  sólo  un  gran  amor 
a  la  ciencia  y  al  trabajo  serio,  sino 
también  una  buena  dosis  de  mo- 
destia y  de  abnegación:  porque  la 
obra  futura  no  ha  de  dar  brillo 
personal  a  ninguno  de  ellos. 

Florentino  Ameghino  representa, 
en  la  historia  de    la    investigación 
de  nuestro  suelo,  la   edad  heroica. 
Es    bueno   habituarse  a  la  idea  de 
que    ya  no    habrá  otro    como    él. 
Probablemente  pasará  mucho  tiem- 
po antes   de   que,   por  el  esfuerzo 
combinado  de  nuevos  investigadores,  se  consiga  lle- 
nar,  aunque  sea  en  parte,  el  vacío  que  ha  dejadc. 
Reconozcámoslo  con  franqueza  y  sin  avergon- 
zarnos demasiado  por  ello. 

Cuando  falleció  d'Orbigny,  —  el  gran  d'Orbig- 
ny,  a  quien  tanto  debe  también  la  investigación 
científica  del  suelo  americano,  — fué,  según  Zittel, 
imposible  encontrar,  a  pesar  de  los  esfuerzos  de 
la  Sociedad  Geológica  de  París,  quienes  fuesen 
capaces  de  continuar  dignamente,  ni  aun  reu- 
niéndose varios  especialistas,  su  grandiosa  Paléon- 
tolo^ie  fran(aise,  que  él  había  hecho  solo.  Y  esto 
sucedía  en  la  Francia  de  mediados  del  siglo  xix, 
en  medio  de  una  cultura  científica  de  las  más 
ricas  y  también  de  las  más  fecundas. 

No  hay  que  asombrarse,  pues,  de  que  dificulta- 
des mayores  se  presenten  hoy  en  la  Argentina. 
Pero  esta  es  una  razón  de  más  para  que  los  traba- 
jadores de  buena  fe  y  de  buena  voluntad  sume.i 
sus  fuerzas,  para  ver  si  entre  todos  pueden  mo- 
ver la  tizona  de  este  nuevo  Cid,  en  quien,  como  e.i 
el  de  la  leyenda,  la  vida  continúa  alentando. 

Sería  una  gran  cosa  que  los  lectores 
comprendieran  que  hay  en  estas  palabras 
algo  más  que  una  metáfora;  pero  algo 
mucho  más  grande  seria  que  también  lo 
sintieran. 


Martín   Doello-Juradi 


Museo  Nacional  de  Buenos  Aires,  agosto  de  1916. 


ÍKOi  ¡iíl>Al^    l>iL    LA    JÜÜOKA 
ZELMIRA      PAZ      DR      GAINZA 


EL  HIDALGO 


Uuc^    'lj^    jALVAúOí^    oA.NvJHiii    UAñBUDO 


— i=»i_;^^.s 


Iba  solo,  perdido  en  el  alcázar. 
Algo  de  la  inquietud  del  niño  absorto 
en  los  encantos  de  un  jardín  ajeno, 
hizo  tr.i  paso  desconfiado  y  corto. 

El  deleite  sereno 
de  la  contemplación  quedó  turbado 
en  medio  a  un  patio  enorme,  amurallado, 
donde  el  rumor  del  agua  de  la  fuente 

era  tan  acallado 
que  en  la  espaciosidad  de  monasterio 

del  ámbito  silente 
más  sensible  tornábase  el  misterio. 

Temí  un  momento  estremecerme,  cuando 
VI  que  en  distante  ángulo  mi  guia, 
negro  guardián,  me  estaba  contemplando, 
y.  comprendiendo  mi  pavor,  reía. 

Fuime  tras  él  por  una  galería 

junto  a  un  verjel  risueño; 
y.  alegrada  mi  alma,  dije  al  guia: 
—  Es  la  mansión  cual  tu  señor,  su  dueño: 
si  con  amplio  saludo  nos  hospeda. 
su  corazón  a  nuestro  arbitrio  queda 
como  un  sombraje  de  frescor  y  ensueño; 
mas  si  la  austeridad  cierra  su  ceño 
con  un  signo  profundo, 
el  símbolo  remeda 
del  arcano  del  mundo. 

—  Paréceme  que  si.  —  completó  el  guia. 
El  patio  del  silencio  dio  a  tu  mente 
un  bello  símil  que  Zafir  querría 
cuando  canta  al  Sultán.  Mas  ten  presente 
que  ni  su  torvedad  ni  su  alegría 
conoces  suficiente  todavía. 
Dejóte  ya  en  la  sala  en  que  las  horas 
se  desvanecen  en  el  vago  hechizo 
de  bellas  danzadoras. 

Tras  de  la  gran  zalema  que  me  hizo 
fuese  el  guia.  La  puerta 
frente  a  la  cual  quedé,  de  pronto  abierta 
tuve  a  mi  paso  y  penetré  en  la  sala. 

Era  toda  de  gala. 

Tan  soñado  portento 
ningún  prodigio  de  este  mundo  iguala. 

Ni  el  diluido  concento 
con  que  gemían  alejadas  guzlas. 
ni  el  plácido  ademán  con  que  a  su  asiento 
me  llamara  el  Sultán,  por  un  momento 
lograron  distraer  la  estupefacta 
contemplación  de  tanta  maravilla. 

¡Ah.  si  la  cuenta  exacta 
pudiera  dar  de  aquello,  sin  mancilla 
de  la  verdad,  mi  ansioso  pensamiento! 

Todos  miraban  hacia  allá,  distante 

vagamente,  esperando 
que  saliera  a  danzar  una  danzante 

o  acaso  adivinando 
en  la  alcatifa  puesta  sobre  el  muro 
el  cuadro  tinto  con  primor:  idilios 

de  adalides  tornados, 

tras  llorados  exilios, 
de  legendaria  guerra,  embelesados 
ante  sus  favoritas  en  edenes 

de  tan  subidos  bienes 
que  nunca  al  mundo  fueron  revelados. 

Junto  a  los  frisos  de  arabescos  rojos 
sobre  dorado  pie  los  pebeteros 

de  mármol  negro  humeaban 

gratos  a  las  huríes 
de  cuerpos  leves  y  hechiceros  ojos 

que  en  el  cielo  vagaban. 

De  ópalos  y  nácar  y  rubíes 
hallábase  en  diseños  incrustado 
el  prodigioso  estrado 
en  que  rodeaban  jefes  y  alfaquíes 
al  Sultán,  abstractivos 
bajo  el  blanco  turbante. 
como  si  meditaran  los  motivos 
de  los  edenes  del  tapiz  distante. 

A  mi,  que  a  su  llamado  me  postrara 
sobre  el  cojín  que  al  lado  me  guardara, 


dijome  entonces  el  Sultán:  —  Perdiste 
el  baile  de  Abla  la  maravillosa 
bajo  el  bordado  tul  de  Alejandría. 
Ella  es  ágil  gacela  más  hermosa 

que  el  esplendor  del  día. 
Pero  tampoco  a  la  Esmirniana  viste 
la  de  rasgada  túnica  que  muestra 

la  turgente  garganta 
divina,  si  en  el  baile  el  torso  engríe, 

divina  cuando  ríe, 

divina  cuando  canta. 
Mas  sones  vienen  de  tambor  velado, 

dulzainas  y  laúdes. 
—  ¿Es  ella?  —  le  interrumpo. 

—  No  lo  dudes: 
es  la  Indú, — me  responde, — que  ha  llegado. 

Como  entre  niebla  de  marina  aurora 
entre  el  incienso  errante  y  azulado 
avanza  la  mujer  que  danza  ahora. 
Ya  da  su  cuerpo  a  uno  y  otro  lado 
leve  contorno  y  su  mirar  de  fuego 
y  de  noche  profunda  y  de  dulzura, 
en  los  rostros  severos  de!  estrado 
pasea  con  recóndito  sosiego 
que  atrayendo  acaricia  y  da  pavura. 

En  la  muelle  cadera 
puestas  las  manos,  ánfora  viviente 
parece  al  avanzar  la  bayadera. 
Detiénese.  y  los  brazos  extendidos 
hacia  el  Sultán,  el  cuerpo  en  reverente 

genuflexión  doblega, 
y  luego  en  cruz,  con  un  temblor  estrega 

los  cromados  collares 
de  su  pecho,  los  áurioos  anillos 

que  adornan  sus  tobillos: 
ofrendas,  recogidas  en  aduares 
y  villas,  del  asombro  de  las  gentes 
que  no  hallaron  más  ínclitos  presentes 

en  ignotos  bazares. 

Y  ¿qué  son  esos  velos 

como  randas  de  bruma 

de  matinales  cielos 
que  ya  mece  en  sus  brazos  entre  el  humo? 
Son  dos  cisnes  más  albos  que  la  espuma, 
y  el  cuerpo  de  la  Indú  forma  un  esquife 
y  en  él  navega  con  misterio  sumo 

un  extraño  jerife. 

Ya  los  cisnes  no  son.  Y  ya  en  un  manto 
el  jerife  está  envuelto,  y  en  la  diestra 
el  lirio  sacro,  el  loto, 
devotamente  muestra. 

Y  ya  desde  el  oriente  más  remoto 
el  mar  de  prueba  cruza.  La  danzante 
se  ha  transformado  en  agua  y  nube  y  viento 
al  torbellino  de  un  girar  violento 
sobre  un  centro  de  fuego  centellante. 

Y  gira  y  gira  y  queda  serenado 

su  volteo  sin  fin  que  se  ha  trocado 

en  un  loto  gigante. 
¡Oh,  la  sagrada  ofrenda:  cómo  brilla 
tornasolada  y  recamada  de  oro! 
Pasmado  en  el  recinto  queda  el  coro 
ante  esa  enorme  flor  de  maravilla. 

Súbitamente  dan  un  estallido 
collares  y  aros;  simultáneamente 
los  sones  cesan  y  de  pie  en  la  alfombra 
entre  inciensos  y  velos  queda  extática 

la  Indú,  triunfal,  hierática, 
sumida  en  el  Gran  Ser  que  no  se  nombra. 

Al  huerto  han  sido  abiertas 
ventanales  y  puertas, 
y  al  frescor  de  los  verdes  naranjales 
la  bayadera  anima  sus  nasales 
combas  con  tal  fruición  y  abre  tan  lenta 
la  noche  ardiente  del  mirar,  que  alienta 
todo  bien,  se  creyera,  en  su  fatiga. 

Y  sonríe  al  Sultán  que,  incorporado 
ante  las  quietas  gentes  del  estrado, 

dice:  -     ¡Alá  te  bendiga! 

FASTEL    DE    ALONSO. 


—  E^LJ^v^^ 


>>^— 


I 


{Por  la  tarde,  en  la  biblioteca  del  club.  Al- 
berto, hundido  en  un;sofá  de  cuero,  paladea 
un  San  Martín  y  va  a  morder  una  papa  frita, 
redonda  y  dorada  como  una  moneda,  cuando 
aparece  Luis,  su  amigo.  Le  llama  y  le  invita  a 
sentarse  a  su  lado.  Luis  acepta.  Al  sentarse, 
tose  y  estornuda.) 

Alberto.  —  ¿Resfriado? 

Luis.  —  Naturalmente.  Agosto  es  el  mes  de  los 
catarros.  Por  todos  lados  narices  encarnadas,  vo- 
ces enronquecidas,  ojos  llorosos. 

Alberto.  —  Colazos  del  Colón.  Habrás  pescado 
ese  resfrío  en  el  túnel,  mientras  esperabas  el  coche, 
después  de  algún  Rigoletto  mediocre  o  de  alguna 
descolorida  Sonámbula. 

Luis.  —  ¡El  Colón!  ¡Quién  habla  de  eso  ahora! 

Alberto.  —  La  verdad.  Buenos  Aires,  como 
todas  las  grandes  ciudades  y  tal  vez  más  que  otras, 
es  olvidadizo  y  cambiante. 

Luis.  —  Claro  está.  Hemos  asistido  a  los  espec- 
táculos, buenos  o  malos,  poco  importa,  de  nuestro 
gran  teatro,  por  simple  convencionalismo  mun- 
dano. Concluido  el  ciclo  de  los  abonos  —  par,  im- 
par —  nada  nos  interesa  de  ellos,  nada  sobrevive. 

Alberto.  —  Bien  lo  sabe  la  empresa  y  así  nos 
trata:  óperas  viejas,  artistas  mediocres,  pésima 
orquesta. .  . 

Luis.  —  ¿Y  la  Barrientes?  ¿Y  Titta? 

Alberto.  —  Eso  es  para  despistar,  como  en  el 
cuento. 

Luis.  —  Bah.  Deja  esas  recriminaciones  para 
algún  wagneriano  enragé,  para  Ojeda  o  Jorge 
Cabral. 

Alberto.  --  Eliges  mal.  Jorgito,  en  su  diversi- 
dad, encarna  precisamente  lo  que  tiene  de  cambia- 
dizo  y  de  fugaz  nuestro  mundo  porteño. 

Luis.  —  Cierto.  Es  la  actualidad  andando.  Des- 
de la  llegada  de  Ortega  y  Gasset,  se  pasea  con 
Kant  debajo  del  brazo  y  habla  gravemente  de  la 
Critica  de  la  razón  pura  y  del  Paso  de  los  princi- 
pios metafísicas  de  la  naturaleza  a  la  física. 

Alberto.  —  No  hablemos  de  eso  por  favor. 
Prefiero  Marquina  y  su  verso  amplio  y  sonoro,  con 
pliegues  de  capa  española. 

Luis.  —  Veo  que  te  actualizas.  Pero  apúrate, 
que  ya  viene  Guitry  y  pronto  será  demasiado  tarde 
para  discurrir  de  la  Guerrero  y  de  Díaz  de  Mendoza. 

Alberto.  —  No  he  perdido  una  sola  noche  del 
Odeón. 

Luis.  —  Has  hecho  bien.  En  medio  de  nuestro 
cosmopolitismo  creciente,  necesitamos  oir  de  tiem- 
po en  tiempo  el  grito  de  la  sangre.  .  . 

Alberto.  —  O  su  canto. 


(3a6aS  CUU2  poéom^ 


Luis.  —  Necesitamos  sacudir  el  polvo  de  nues- 
tro materialismo,  volviéndonos  hacia  el  pasado 
romántico  y  maravilloso,  y  esas  piezas  del  poeta 
español  que  huelen  un  poco  a  rancio,  si  tú  quieres, 
pero  en  las  que  se  destacan,  como  en  primoroso 
tapiz,  las  figuras  representativas  de  la  raza,  esas 
piezas...   ¿cómo  diré?... 

Alberto.  —  ¿Infladas? 

Luis.  —  Sí.  Pero  infladas  como  las  velas  de  los 
barcos,  que  arrastran  y  que  son  bellas... 

Alberto.  —  Vas  a  concluir  miembro  correspon- 
diente de  la  Real  Academia,  como  Del  Solar  y 
Ernesto  Quesada. 

Luis,  —  Preferiría  concluir  vendiendo,  como  Pa- 
gés.  un  toro  en  50.000  pesos. 

Alberto.  —  ¡Adiós  romanticismo  y  capa  espa- 
ñola! ¿Fuiste  a  la  Rural? 

Luis.  —  Fui.  ¡Soberbio  espectáculo! 

Alberto.  —  ¿El  discurso  de  Calderón? 

Luis.  —  Bueno.  Pero  prefiero  sus  discursos  di- 
plomáticos. 

Alberto.  —  ¿Y  a  la  interpelación  sobre  la  es- 
cuela intermedia? 

Luis.  —  Fui  también.  Triste  espectáculo. 

Alberto.  —  ¿Por? 

Luis.  —  Por  lo  insidioso  y  amargo  de  un  debate 
que  oculta  bajo  el  oropel  de  una  gran  cuestión  na- 
cional la  negrura  de  rivalidades  personales. 

Alberto.  —  Es  la  política.  «La  democracia,  ha 
dicho  Jules  Delafosse,  es  igualadora  a  la  manera 
de  la  guadaña.  Corta  a  flor  de  tierra  toda  superio- 
ridad. Tiene  la  envidia  por  consejo  y  la  nivelación 
como  fin.» 

Luis.  —  Vas  a  concluir  miembro  correspondien- 
te de  la  Academia  francesa. 

Alberto.  —  ¿No  te  parece  una  crueldad  inútil 
interpelar  ministros  un  mes  y  días  antes  de  su 
desaparición?  ¿Llevarlos  a  la  arena  del  Congreso, 
a  defenderse. .  . 

Luis.  —  Morituri  te  salutant. 

Alberto. —  ...cuando    tienen,    en    esta   hora 


crepuscular,  tantos  motivos  para  estar  tris- 
tes y  desganados?  Moyano  se  ha  adelga- 
zado. Calderón  ha  perdido  mucho  de  su 
buen  humor  viejo-régimen.  Sáenz  Valiente, 
ante  la  idea  de  retirarse  del  Ministerio,  re- 
suelve retirarse  también  de  la  Marina.  Se 
teme  que  atente  contra  sus  días. 

Luis. — El  único  imperturbable  es  Mura- 
ture.  Cuando  lo  veo  tan  tranquilo  e  indiferente 
pienso  en  lo  que  decía  La  Bruyére:  «sólo  coloco 
por  encima  de  un  gran  político  al  que  descuida 
de  serlo  y  se  convence  cada  vez  más  de  que  el 
mundo  no  merece  que  se  ocupen  de  él.>) 

Alberto.  —  Y  ¿sabes  algo  de  los  posibles  suce- 
sores? Es  el  juego  del  día.  Todo  el  mundo  tiene  su 
datito  y  apuesta  por  él. 

Luis.  —  Juego,  en  apariencia.  En  realidad  es  la 
angustia  del  día.  Todo  el  mundo  tiene  su  ambi- 
cioncita  y  tiembla  por  ella. 

Alberto.  —  Ardua  tarea  la  del  futuro  gobier- 
no, frente  al  apetito  agresivo  de  los  que  aspiran  a 
entrar  en  el  presupuesto  y  cuya  divisa  es:  sal  de 
ahí  que  yo  me  ponga... 

Luis.  —  Y  frente  al  apetito  defensivo  de  los  que 
están  adentro  y  cuya  divisa  es:  f'y  suis,  f'y  reste. . . 

Alberto.  — Se  dicen  muchas  cosas,  se  pronun- 
cian muchos  nombres:  Marcelo  Alvear,  Fernando 
Saguier,   Julio   Moreno,   Enrique   Larreta. 

Luis.  —  Es  una  enumeración  tranquilizadora 
que  supone  muchas  cosas:  buena  ropa,  buena  li- 
teratura. .  .  Es  una  lista  color  de  rosa. 

Alberto.  —  Bien  venga  después  de  tanta  lista 
negra.  Se  hacen  siluetas  como  para  los  noviazgos: 
el  de  relaciones  exteriores  será  un  hombre  de  fortuna, 
de  gran  apellido,  que  haya  vivido  en  Europa,  etc. 

Luis.  —  Sólo  faltaría  añadir  que  se  llama  como 
una  batalla  y  que  tiene  la  edad  de  un  gran  prín- 
cipe europeo.  .  .  Lo  que  te  puedo  asegurar  es  que 
algunos  de  los  nombres  que  se  pronuncian  saldrán. 
Yo  tengo  un  buen  informante  y... 

Alberto.  —  ¿No  digas?  ¿Tú  también? 

Luis.  —  Sí.  Un  viejo  radical,  de  los  del  Parque. 
Precisamente  come  aquí  conmigo,  esta  noche. 
¿Quieres  acompañarnos?  Ahí  viene.  . . 

Alberto.  —  (Aceptando.)  ¿Se  ve  con  Irigoyen? 

{Ambos  se  ponen  de  pie  y  van  al  encuentro  del 
recién  llegado.) 

Luis.  —  {En  voz  bafa  y  con  aire  misterioso:)  No. 
Pero  tiene  una  hermana  casada  con  un  sobrino 
de  un  cuñado  de  un  amigo  íntimo  de  Hipólito. 

(Salen.) 


Sparklet. 


DIBUJO   DE   ALONSO. 


—  ir>LJV^^    X    •  ,   I   I-?  >X— 


Reconozco  que  es  mucha  pretensión  la  mia:  pe- 
ro quisiera  saber  en  qué  forma,  por  qué  causa,  en 
qué  punto  cuaja  la  idea  en  nosotros,  y  pasando 
de  lo  abstracto,  se  concreta  y  entra  en  el  campo 
de  las  realidades.  Supongamos  que  este  fenómeno 
tiene  gran  analogía  con  la  formación  de  los  mun- 
dos: la  condensación  de  la  nebulosa,  que  en  este 
caso  bien  puede  ser  la  condensación  de  la  idea. 
De  ser  asi.  ya  tenemos  un  centro,  un  núcleo,  un 
punto  de  partida.  Bueno.  Y  ahora,  ¿en  qué  lugar 
se  posa  el  núcleo?  ¿En  qué  momento  abandona  el 
campo  de  las  abstracciones  para  entrar  en  el  de 
las  realidades?  Estas  preguntas  me  las  hago  a  cada 
momento,  y  como  las  contestaciones  no  me  sa- 
tisfacen, voy  a  verme  en  la  necesidad  de  poner 
un  aviso  en  «La  Prensa»  a  ver  si  encuentro  un  ser 
caritativo  que  me  saque  de  dudas. 

¡Y  es  que  estas  investigaciones  metafísicas  son 
asunto  bastante  más  difícil  que  agarrar  un  trom- 
po con  la  uña! 

Todo  esto  viene  de  querer  conocer  los  orígenes 
del  deseo  que  ha  nacido  en  mí  de  publicar  un  libro. 
Un  deseo  fuerte,  enérgico,  rotundo,  obsesionante; 
especie  de  imperativo  categórico  que  no  me  aban- 
dona, que  pesa  como  una  ley  que  no  admite  chi- 
caneos.  ¿Será  un  extravío  de  la  imaginación 
o  una  necesidad  del  espíritu?  Porque,  recién  em- 
piezo a  darme  cuenta  que  la  publicación  de  un 
libro  ha  de  ser  una  cosa  medio  seria,  y  yo  ni 
tengo  nada  importante  que  decir,  ni  estoy  prepa- 
rado como  esos  mozos  que  están  preparados. 

Porque  un  libro...  es  un  libro,  amigo.  ¡No  es 
juguete!  Hace  falta  ser  corajudo  para  lanzarse 
ahora,  con  lo  caro  que  está  el  papel,  a  publicar  un 
tomo  de  doscientas  páginas,  que  hay  que  llenar 
con  algo  que  interese;  y  hoy  por  hoy,  sé  muy  bien, 
por  observaciones  personales,  que  no  se  lee  más 
que  los  telegramas  de  la  guerra,  la  sección  policía  y 
la  sección  tribunales,  para  ver  que  comerciante  se 
ha  ido  al  tacho  por  falta  de  plata. 

Y  es  una  lástima,  porque  mi  libro  sería  algo 
macanudo,  algo  que  seguramente  llamaría  mucho 
la  atención  en  las  vidrieras  bajo  el  sugerente  car- 
telito  «Libro  nuevo».  Yo  ya  lo  veo  paradito  no 
más.  presentándose  a  las  inquisidoras  miradas  de 
los  amantes  de  las  buenas  letras,  con  su  tapa  ele- 
gante, decorativa  y  sencilla.  En  ella  el  símbolo 
de  la  obra  en  dibujo  estilizado,  muy  moderno, 
muy  confuso,  muy  abigarrado,  a  tres  o  cuatro 
tintas  planas,  sobrias,  de  tonos  neutros;  arriba  mi 
nombre  con  letras  que  nadie  pueda  leer,  para 
conservar  el  misterio,  y  las  iniciales  en  rojo  es- 
carlata. En  la  parte  inferior  del  dibujo  el  titulo 
de  la  obra,  también  con  caracteres  ilegibles,  de- 
talle importantísimo,  porque,  ahora,  todo  lo  que 
es  confuso  tiene  signo  de  distinción.  Ya  lo  veo 
como  si  estuviera  hecho,  y  ¿quieren  ustedes  creer 
que  me  están  dando  ganas  de  entrar  en  la  librería 
y  comprarlo  como  si  fuera  verdad? 

Después  de  la  portada  una  página  en  blanco. 
En  la  siguiente  y  en  la  parte  superior,  otra  vez 


mi  nombre;  en  el  centro  repetido  el  titulo,  y  abajo: 
«Buenos  Aires  —  Imprenta  de  Fulano  de  Tal  (el 
que  sea),  y  el  año:  1916».  Hasta  ahora  me  parece 
que  no  hay  nada  que  observar.  ¿Verdad?  Adelante. 

Después,  a  la  vuelta  de  la  otra  página,  y  en 
tipo  muy  pequeño  «Es  propiedad.  Queda  hecho 
el  depósito  que  marca  la  ley».  Yo  no  sé  que  depó- 
sito es  ese  que  marca  la  ley.  pero  ha  de  ser  algo 
muy  importante,  porque  lo  tienen  todos  los  libros. 
¿No  será  una  garantía,  en  efectivo,  para  responder 
de  los  daños  y  perjuicios  que  pueda  ocasionar, 
como  obra  literaria,  al  desprevenido  lector?  En 
fin.  pronto  saldré  de  dudas,  porque  pienso  pre- 
guntarle a  un  amigo  que  es  procurador  y  ahora 
reparte  «La  Nación»,  por  la  mañana. 

En  la  página  subsiguiente  la  dedicatoria.  ¿Có- 
mo le  pondría?  ¿Dedicatoria.  Pórtico.  Introito? 
A  mí  me  gusta  más  la  palabra  «Pórtico»;  suena 
bien  y  es  más  clásica,  más  griega.  El  Luis  XV 
cayó;  se  abusó  mucho  del  estilo  en  los  edificios  y 
los  muebles,  y  cayó.  Ahora  todo  es  heleno,  hasta 
el  heno  de  Pravia,  que  anuncian  los  periódicos  es- 
pañoles. 

¿Y  el  título?  ¿Dónde  me  dejan  ustedes  el  títu- 
lo? Este  punto  es  importantísimo  y  tengo  pensado 
varios,  pero  como  todavía  no  sé  lo  que  voy  a  escri- 
bir, tampoco  sé  por  cual  decidirme.  Los  pongo  a 
continuación  para  que  no  se  me  olviden  y  por  si 
el  día  de  mañana  pudieran  aplicarse  al  tema  que 
fatalmente  tengo  que  desarrollar.  Uno  de  ellos 
puede  ser:  «El  superhombre»,  y  algunos  creerán 
que  está  escrito  por  Nietzsohe  en  colaboración  con 
Óyhanarte  y  lo  comprarán  a  ver  lo  que  dice. 
Otro:  «El  secreto  del  Yum-Yum»;  huele  a  misterio 
de  policía  oriental,  pero  es  más  propio  para  una 
cinta  cinematográfica  que  para  un  libro.  Y  por 
último,  a  pesar  de  que  sé  que  se  presta  para  la  fa- 
rra, el  que  más  me  gusta  a  mí  es  éste;  «Arte-facto». 
Lo  van  a  leer  como  una  sola  palabra,  ya  lo  sé, 
pero  no  me  importa.  Lo  importante  es  otra  cosa: 
lo  importante  es  que  si  al  fin  me  decido  y  des- 
arrollo un  tema  de  arte,  no  será  muy  difícil  que 
me  encuentre,  después  de  terminado  el  trabajo, 
con  que  alguien  haya  tenido  la  misma  idea  que  yo 
y  salga  por  ahí  otra  obra  hablando  también  de 
arte.  Sería  una  coincidencia  que  me  ocasionaría 
una  seria  contrariedad.  ¡Un  tema  tan  nuevo  y  de 
tanto  lucimiento!  Pero,  se  escribe  tanto  en  el 
mundo,  que  ¡vaya  usted  a  saber! 

Bueno;  ahora  supongamos  que  ya  está  el  título, 
que  si  no  es  «Arte-facto»,  será  otro,  y  sigamos  con 
la  presentación  del  libro.  El  texto  ha  de  estar 
compuesto  en  cuerpo  nueve  o  diez,  elzeviriano  y 
con  interlineas  para  que  se  lea  fácilmente,  con- 
dición que  le  hace  simpático  e  incita  a  la  lectura. 
A  más.  bastante  margen,  mucho  margen,  de  mo- 
do que  las  páginas  se  pasen  muy  rápidamente. 
Un  signo  de  suficiencia  y  con  el  que  pienso  des- 
lumhrar es  la  cantidad  de  vocablos  raros  que 
he  de  intercalar  en  el  texto  y  han  de  entrar 
quieran   que    no,    pues    con    ellos    ganaré    fama 


de  suficiencia.  Vean 
unas  muestras  que 
tengo  preparadas  y  a 
ver  quién  es  capaz  de 
sospechar,  después  de 
leerlas,  que  soy  un  ig- 
norante. Gnóstico,  eu- 
trapelia, pródromo, 
aledaño,  eubolia,  en- 
telequia.  introspec- 
ción, numulario  y 
conticinio.  Al  final  del 
libro,  el  colofón,  que 
es  el  broche  con  que 
pienso  cerrar  la  joya, 
precedido  del  índice  y 
la  fe  de  erratas.  Si 
por  casualidad  no  las 
hubiera,  las  haremos 
después,  por  que  un 
libro  que  carece  de  fe 
de  erratas  revela  poco 
esmero,  y  que  no  se 
ha  repasado.  Y  por 
último,  en  el  centro 
de  la  contratapa  un 
pequeño  dibujo  con 
una  antorcha,  o  la 
cabeza  de  Minerva  o 
las  dos  cosas  juntas. 
Yo  confío.  —  y  de 
ilusiones  vivimos  to- 
dos. —  que  va  a  ser 
un  éxito,  un  verda- 
dero éxito;  pero  a  una 
cosa  me  resisto  y  me 
resistiré  por  mucho 
que  me  'o  pidan.  No 
quiero  publicar  mi  re- 
trato; es  un  detalle  que  me  parece  de  mal  gusto. 

Y  no  es  porque  no  tenga  fotografía,  que  la  tengo 
y  muy  buena,  formato  salón.  En  ella  aparezco 
con  la  frente  apoyada  en  la  mano  derecha,  leyen- 
do un  libro,  con  un  efecto  de  luz  a  lo  Rembrandt. 
soberbio,  el  pelo  un  poco  revuelto,  y  la  corbata 
suelta,  artística,  parezco  un  genio  o  un  actor 
nacional. 

Como  puede  verse,  todo,  absolutamente  todo 
está  minuciosamente  cuidado  y  no  falta  ningún 
detalle  esencial  para  llevar  a  cabo  la  obra. 
Vamos,  que  se  cae  de  maduro.  Y  ahora,  díganme 
sin  andar  con  vueltas:  ¿no  es  una  verdadera 
lástima  que  se  malogren  mis  deseos  por  no 
tener  nada  que  decir?  ¿No  es  de  lamentar  que 
por  la  pequenez  de  tener  el  cerebro  completa- 
mente vacío,  renuncie  a  tan  nobles  aspiraciones? 

Y  por  último,  si  llego  a  convencerme  que  todo 
esto  no  es  más  que  una  manifestación  de  vani- 
dad para  darme  corte,  exigiendo  inútilmente  a 
mi  imaginación  lo  que  ella  no  puede  dar,  reco- 
pilo todo  lo  que  ignoro,  lo  mando  a  la  imprenta 
y  hago  un  libro  que  va  a  ser  un  exitazo;  lo 
garanto. 


'beüdD  de/ 

/Vitonio  CifkinitiqiK? 

clibujo?  de> 
SiPío 


M 


>>x— 


*  Niñas,  deben  ustedes  a  su  cuerpo 
reverencia  máxinna.  Aprendan  ustedes 
las  leyes  que  enseñan  a  conocerle,  y  a 
conservarle  su  belleza  y  salud.  Apren- 
dan ustedes  a  hacer  ejercicio,  desechar 
la  pereza. . .  acuéstense  temprano,  jue- 
'  guen  al  aire  libre,  madruguen  ustedes 
como  alondras,  y  canten  como  ruise- 
ñores.» 

(Carias  a  las  mujeres  de  España,  por 
G.  Martínez  Sierra.) 


Nunca  mejor  aplicado  este  párrafo  del  ad- 
mirable libro  que  he  hojeado  momentos  antes, 
al  hallarle  en  el  correo  de  la  mañana,  junto 
a  las  interesantes  fotografías  que  han  de  ins- 
pirar el  trabajo  del  dia. . .  Sepan  ustedes  que 
al  sentarme  ante  !a  mesa,  he  de  hacerlo  siem- 
pre con  aquella  ilusión  de  la  que  ambiciona 
llevar  a  cabo  su  tarea,  poniendo  en  ella  lo 
mejor  de  su  espíritu  y  de  su  alma,  con  la 
desmedida  pretensión  de  conquistar  el  inte- 
rés, y  hasta  la  afectuosa  simpatía  de  mis  lec- 
toras.. .  pero  bien  pocas  veces  me  ofrecen 
las  circunstancias  tema  más  atrayente  para 
mí,  más  cautivador  para  los  que  me  lean,  o 
los  que  sólo  hojeen  indolentemente  Plvs 
Vltra,  y  habrán  de  detenerse  a  contemplar 
rostros  que,  siendo  tan  juveniles,  inspiran 
mayor  interés  que  por  su  belleza,  por  la  in- 
tensa expresión  que  parecen  irradiar  esos 
ojos  tan  claros,  o  tan  obscuros... 

Pero  no  crean  ustedes  en  las  apariencias, 
y  que  hemos  de  hablar  esta  vez  de  poemas  o 
romances:  nos  llama  hoy  la  vida  imperiosa, 
radiante  de  luz,  henchida  de  savia  generosa: 
¡la  vida  al  aire  libre,  enfin,  y  los  deportes  que 
han  de  hacer  desechar  a  las  porteñas,  la  pe- 
reza y  el  hastío,  que  han  de  convertirlas,  tam- 
bién, en  alondras  y  ruiseñores! 

Merece  mención  especialísima,  entre  las 
fervientes  adeptas  a  los  deportes,  en  nuestra 
alta  sociedad,  la  señorita  Celia  Sommer:  su 
fina  y  aristocrática  silueta  se  desliza  sobre 


GRUPO  DE  SEÑORITAS  DE   NUESTRA   ARISTOCRACIA,   QUE    TOMÓ    PARTE    EN    UNO    DE    LOS    ÚLTIMOS    CONCURSOS    HÍPICOS    REALIZADOS  EN  LA  SOCIEDAD 


SEÑORITA    CELIA    SOMMER,    UNA    DE     LAS     MAS    ENTUSIASTAS     SPORT- 
V/OMAN    ARGENTINAS,    RECIBIENDO    UN    PREMIO    DE  MANOS  DEL  DOC- 
TOR   BENITO    VILLANUEVA. 

el  hielo  del  Palais.  con  giros  de  golondrina.  .  .  La  mirada  de  sus  negros  ojos,  parece  más 
profunda  aún.  bajo  el  oro  de  sus  cabellos,  que  oprime  la  sobria  toca  de  patinadora;  cuan- 
do creemos  verla  próxima  a  nosotros,  una  rápida  «glissade»  la  aleja  como  fugitiva  visión, 
que  evocara  todo  el  encanto  de  las  leyendas  escandinavas,  y  parecerianos  inverosímil, 
que  esas  manecitas  que  se  nos  antojan  tan  débiles,  y  que  imaginamos  han  de  entrelazarse 
sólo  para  abarcar  flores  de  ensueño,  sepan  dominar  con  maestría  de  impecable  amazona, 
el  brioso  «Bala  Fría»  elegido  siempre  por  ella  para  los  concursos  hípicos,  en  que  ha  des- 
collado por  su  actuación  excepcional:  baste  mencionar,  que  han  sido  sus  competidores 
en  uno  de  estos  concursos,  veintitrés  caballeros,  en  su  mayoría  militares,  y  que  ella  fué 
anotada  en  e!  cuarto  puesto;  no  es,  pues,  de  extrañar,  que  el  doctor  Benito  Villanueva,  a  la 
sazón  Vicepresidente  de  la  República,  qui'-.iera  entregarle  personalmente  el  primer  pre- 
mio, que  consistía  en  un  látigo  con  el  cabo  guarnecido  de  rubíes,  trofeo  que  acompaña, 
como  una  nota  de  coquetería  femenina,  las  medallas  y  copa?  de  plata  que  la  acreditan 
como  invencible  amazona.  . 

Al  ver,  luego,  la  silueta  gentil  que  viste  en  nuestra  página  tan  coqueto  traje  de  so¡ree, 
y  cuya  actitud  entre  indolente  y  soñadora  contemplo  largamente,  parecería  aventurado 
el  dato  que  la  acompaña,  consagrándola  como  la  mejor  jugadora  de  «Golf*  en  la  Argentina; 
sin  embargo,  a  todos  consta  que  no  hay  en  los  •links-»  jugadora  más  diestra,  ni  más  ágil, 
tan  enérgica  y  tan  flexible  a  la  vez. . .  Ha  conquistado  Raquel  Aldao  uno  de  los  primeros 
puestos,  entre  las  aficionadas  a  diversos  deportes;  como  amazona  ha  figurado  en  varios 
concursos,  ocupando  sitio  muy  distinguido  al  lado  de  Celia  Som.mer.  Amazona  tan  intré- 
pida como  sus  compañeras,  es  también  Alicia  Richard  Lavalle;  pero  tienen  para  ella  es- 
pecial atractivo  el  «yachting»  y  el  «remo*:  tal  vez  es  por  esa  causa,  que  su  mirada,  clara 
y  serena,  parece  haberse  impregnado  de  tanto  cielo... 

Negros  y  profundos,  irradiando  la  dicha  de  vivir,  son  los  ojos  de  Mana  Teresa  Guernco, 
la  eximia  patinadora,  que  al  lado  de  Carmen  Hunter,  ha  merecido  los  primeros  premios 
de  patinaje,  tanto  aquí  como  en  el  extranjero,  destacándose  siempre  por  la  flexible  ele- 
gancia de  sus  actitudes,  y  digámoslo  también:  por  el  irresistible  en- 
canto de  su  gracia  juvenil... 

Y  esa  gracia  sugestiva,  que  impera  en  el  grupo  en- 
cantador cuyos  rostros  iluminaron,  para  mí,  la  brurno- 
sa  mañana  de  agosto,  sería  para  el  ilustre  Martínez  Sie- 
rra, poderosísimo  argumento  para  la  eficacia  de  sus 
consejos  a  las  perezosas  madrileñas.  .  . 


SEÑORITA  ALICIA 
RICHARD  LAVALLE 
QUE  CULTIVA  CON 
GRAN  ACIERTO 
LOS  DEPORTES 
DEL  YACHTING  V 
EL    REMO. 


La  Dama  Duende. 


SEÑORITAS  CELIA 
SOMMER  V  MARÍA 
TERESA  GUERRI- 
CO,  DOS  EXIMIAS 
PATINADORAS. 


X  i.n^t^.-^K— 


La  iampara  que  esta  5ot>rc  ir.i  pscntuno  vier- 
te d«  D«K>  U  luz  sobre  el  papel  en  que  escribo. 
haciendo  mis  diáfana  su  blancura:  blancura 
qoe  Tor  manchando  con  mi  ptunu  que  car^o 
d«  tinta,  para  ir  formando  estos  garabatos  que 
a  dvrat  penas  tratan  de  dejar  traslucir  el  esta- 
do de  nd  «spintu. 

Todas  las  almas  son  páginas  en  blanco,  hasta 
que  las  vicisitudes  de  la  vida,  con  letras  de 
sancre.  escriben  en  ellas  lo  que  no  se  borra 
iamis! 

«Fulana  de  Tal»,  la  incúeníta  de  que  me  val- 
co  me  da  valor  para  exponerte  el  estado  de  mi 
alma...  la  ancustia  en  que  vivo  ha  embotado 
mis  sentidos...  ya  no  tenpo  presentimientos... 
•I  derrumbe  es  deñnitivo... 

Dice  Martínez  Sierra:  que  para  el  amor  can- 
sado se  ha  inventado  una  frivola  palabra  — 
tibñéo  —  que  no  es  dolorosa:  para  el  cariño  roto 
DO  ba  podido  encontrar  palabras  con  que  dis- 
frazar el  dolor,  y  se  llama:  dolor. . .  ni  más  ni 


«Fulana  de  Tal*,  amiga  mía...  deja  que  te 
llame  asi  aunque  no  te  conozco,  pues  nos  une 
en  la  vida  la  misma  causa:  sufrimos...  sólo 
que  tú  dices,  resignada:  «¡así  es  la  vida!*  Y  yo, 
en  un  (rito  de  protesta  que  me  sale  del  fondo 
del  alma:  {qué  injusta  es  la  vidal. . . 

Todo  es  silencio  en  derredor  mío. . .  sób  He- 
can  a  mi  ofdo  las  notas  sueltas  de  una  música 
alegre  que  suena  sobre  mi  cabeza  en  si  depar- 
tamento de  más  arriba,  y  aunque  me  distrae 
involuntariamente...  no  dbminuye  mi  triste- 
za, mi  espant3Sa  tristeza...  que  me  agobia, 
que  me  aplasta...  [como  si  llevara  un  mundo 
sobre  los  hombros!  Tú  dirás:  «[Así  es  la  vidal* 
Te  consume  a  tí  la  tristeza,  pero  hay  otros  que 
son  didiosos...  y  quién  sabe  si  no  es  una  ley 
de  compensación;  U  alegría  que  huye  de  tí 
porque  la  pena  la  vence  y  la  desabja  de  tu 
corazán,  busca  cabida  en  otro  llevándole  tu 
parte  de  felicidad...» 


En  nada  creo  ya.  sólo  el  dolor  es  la  única 
verdad.  El  estado  normal  de  las  almas  es  la 
tristeza...  la  alearla  y  el  bullicio  es  fiebre  del 
espíritu. 

iOué  injusta  es  la  vidal  iQué  triste  es  la  vidal 
por  la  que  se  va  sembrando  cariños. . .  dejando 
gotas  de  sangre  en  todos  los  corazones  queri- 
dos... dando  lo  mejor  de  nuestro  ser  ínti- 
mo... apurando  con  avidez  txlas  las  amar- 
guras, para  despejar  el  camino  que  han  de  se- 
guir aquellos  aeres  queridos...  dejando  en  la 
áspera  senda  pedazos  de  nuestra  carne... 
quebrando  las  espinas  para  que  no  se  hinquen 
en  carne  de  ellos. . . 

lOué  injusta  es  la  vida!  Esos  seres  por  quienes 
DOS  hemos  anulado  sacrificando  nuestras  más 
íntimas  expansiones,  se  vinculan  a  nuevos  cari- 
ños más  poderosos...  más  fuertes...  Ya  no  nos 
siguen,  han  pasado  delante  de  nosotros...  se 
van. . .  se  alejan. .  .el  corazón  sangrando  corre 
tras  ellos. . .  La  esperanza,  que  es  la  única  feli- 
cidad, les  pone  alas. . .  y  vuelan  siguiendo  las 
ilusiones  que  nunca  serán  realidad.  iQué  no 
vuelvan  jamás  la  espalda  a  la  vida  por  temor 
al  porvenir. . .  aunque  yo  no  vea  más  la  luz  de 
sos  oiosl . .  . 

¿No  es  desconsolador  y  desesperante  que 
cuantas  razones  tengo  no  sirvan  sino  para  ha- 
cerme comprender  mi  debilidad?...  i  Y  mi  im- 
potencia para  librarlos  de  amarguras  y  triunfar 
de  las  crueldades  de  la  vida! 

HFutana  de  Tal*,  quiero  que  me  enseñes  re- 
signación... que  resignación  es  conformidad, 
y  ésta  debe  traer  calma  al  espíritu!. . . 

Bbthlém. 


LA    SEÑORA    HERRERA  DE    TORO,    CON     SARMIENTO,   EN  SU  QUINTA    DE    SANTIAGO 
DE    CHILE. 

Siendo  presidente  don  Domingo  F.  Sarmiento,  fué  personalmente  a  ver  a 
doña  Dolores  Lavalle  de  Lavalle,  llevándole  un  álbum,  en  el  que  figuraban 
escritos  de  don  Bartolomé  Mitre,  Vicente  Fidel  López  y  otras  personalidades 
que  debían  atenciones  a  la  distinguida  matrona  chilena  doña  Emilia  Herrera 
de  Toro,  figurando  también  muchas  firmas  de  señoras.  Como  Sarmiento  le 
pidiera  a  la  señora  de  Lavalle  que  escribiera  algo,  Misia  Dolores  Lavalle 
contestó: 

—  ¿Qué  puedo  escribir  yo  al  lado  de  las  firmas  que  figuran  en  ese  álbum? 

—  Usted  tiene  mucho  corazón,  señora. . .  y  eso  basta  —  dijo  Sarmiento. 

Y  la  distinguida  matrona  argentina,  a  quien  llamamos  cariñosamente  «Misia 
Dolores»,  escribió  la  nota  que  transcribimos,  en  ese  álbum  que  fué  enviado  a 
la  señora  de  Toro,  como  un  homenaje  de  amistad  y  cariño  de  los  argentinos. 

<  Profeso  el  culto  de  los  recuerdos,  y  ellos  forman  una  parle  de  mi  hogar. 

Hoy  este  está  de  gala.  Viene  hasta  él  el  nombre  de  una  noble  chilena  que  fué, 
en  la  hora  de  la  desgracia,  la  amiga  y  protectora  de  ios  argentinos:  y  ese  nombre 
querido  lo  pronuncia  uno  de  los  más  ilustres  hijos  de  mí  patria. 

Yo  debo  a  Chile  toda  la  gratitud  que  inspiran  las  primeras  emociones  dulces 
que  se  experimentan  en  la  vida. 

Fué  allí  donde  encontró  asilo  el  cadáver  perseguido  de  mi  padre.  Fué  alli 
donde  su  familia  halló  generosa  hospitalidad  en  los  días  de  la  peregrinación,  y 
en  los  hijos  de  mi  hermana  tengo  lazos  que  me  unirán  siempre  a  Chile. 

Señora:  Vos  que  poseéis  todas  las  virtudes,  y  que  habéis  colmado  de  beneficios 
a  los  argentinos  que  la  desgracia  y  la  tiranía  arrojaron  de  su  patria,  permitid 
que  consagre  aquí  mi  gratitud,  haciendo  votos  porque  el  Altísimo  derrame  sus 
bendiciones  sobre  los  dias  de  vuestra  noble  vida  y  conceda  a  vuestro  espíritu  la 
paz  serena  de  los  elegidos  del  Señor. 

Dolores  Lavalle  de  Lavalle. 


En  mi  crónica  anterior,  lecto- 
ras mías,  os  hablaba  de  los  mil 
detallas  de  la  vida  que  constitu- 
yen la  llamada  frivolidad  feme- 
nina, y  os  decía  que  toda  mujer 
debe  pensar  en  ellos  y  cultivarlos 
si  quiere  mantener  el  fuego  sa- 
grado de  su  hogar. 

Hoy  me  he  sentado  a  escribir 
esta  segunda  charla  con  el  ánimo 
de  puntualizar  sucesivamente  es- 
tos detalles  de  nuestra  frivolidad, 
y  no  pensé  que  acudirían  tan  en 
tropel  a  mi  pluma  luchando  por 
ser  los  primeros  en  saltar  sobre 
el  papel,  ni  que  formarían  tal 
confusión  en  mi  cabeza,  pues 
difícil  me  ha  sido  coordinar  las 
ideas,  ordenarlas  y  darles  forma, 
al  menos,  comprensible. 

Empezaré  por  las  visitas. . . 

Las  visitas,  que  fueron  en  un 
tiempo  el  más  agradable  de  los 
placeres  de  la  vida  frivola  feme- 
nina, se  han  convertido  hoy  en 
el  más  atroz  de  los  suplicios,  gracias  a  la  mo- 
da ridicula  de  nuestros  días  de  recibo,  sobre 
todo  de  esos  «días  de  recibo  con  taxímetro», 
como  dice  una  simpática  dama  de  nuestro 
gran  mundo,  que  hoy,  después  de  haber  estado 
varios  años  en  Europa,  vive  entre  nosotros, 
conservando  en  sus  costumbres  el  sello  aristo- 
crático de  las  grandes  casas  europeas. 

¿Hay  nada  más  ridículo  que  ese  horario  esta- 
blecido para  recibir?... 

Lunes,  de  5  a  7. . . 

Ya  se  sabe. . .  dos  horas  de  supUcÍD,  de  apre- 
turas, de  jubileo  inaguantable  en  las  que,  ni  la 
dueña  de  casa  puede  tener  un  rato  de  expansión 
con  sus  amigas,  ni  las  visitas  pueden,  a  veces, 
sentarse  cómodamente  un  momento... 

Pero  en  cambio  la  calle  estará  llena  de  coches 
y  con  ello  el  comentario  tiene  ya  comidilla  para 
toda  la  semana. 

Que  en  casa  de  Fulana  hay  tres  cuadras  de 
coches. . .  Que  la  gente  no  cabía  en  la  sala. . . 
Que  estaban  todas  las  copetudas... 

Todo  esto,  naturalmente,  se  lo  van  a  contar 
«las  amigas*  a  la  que  más  «castellanamente* 
recibe  a  sus  relaciones  todas  las  tardes,  o  tiene 
un  día  en  la  semana  dedicado  a  recibir,  pero 
sin  hora  fija. 

¿Por  qué  esa  limitación  de  tiempo,  estable- 
cida hace  poco  en  nuestros  «días  de  recibo*? 
Por  pura  vanidad;  por  el  simple  placer  de  ver 
la  casa  llena  de  gente. 

Casi  siempre,  estos  días  de  recibo,  se  combi- 
nan a  base  de  teléfono,  recolectando  gente  para 
que  Menganita  o  Zutanita,  que  Justamente  tie- 


nen  el  mismo  día  de  recibo,  no 
vayan  a  dejarla  sin  «dientas» 
para   el   té. 

Y  muchas  veces,  ¡qué  té,  Dios 
mío! ...  En  algunas  casas  se  con- 
serva todavía  la  desagradable 
costumbre  de  llevar  a  la  sala  el 
té  en  bandeja,  servido  a  gusto 
de  los  criados...  Sencillamente 
por  la  eterna  hipocresía  huma- 
na.. .  Porque  la  dueña  de  casa 
no  tiene  mantelería  de  encaje,  o 
porque  su  juego  de  té  no  es  de 
plata,  mortifica  a  sus  visitas 
obligándolas  a  realizar  mil  equi- 
librios cada  vez  que  entra  al 
salón  una  nueva  señora.  Cuanto 
mejor  es  llevar  a  sus  amigas  al 
comedor,  por  modesto  que  sea, 
para  ofrecerles  alli  un  té  bien 
servido  y  a  gusto  de  todas,  con 
lo  cual  se  da  una  nota  de  sen- 
cillez que  ha  sido  y  será  siempre 
una  demostración  de  buen  gusto. 
Esa  sencillez,  y  esa  forma  de 
hacer  agradable  su  casa,  la  poseen  las  que  han 
tenido  el  aprendizaje  con  sus  padres  y  sus  her- 
manos, que  ha  de  servirles  después  en  el  hogar 
para  con  sus  maridos  y  sus  hijos...  Cuando 
desde  temprano  se  cultivan  en  una  jovencita 
esas  pequeñas  obligaciones,  que  se  convierten 
en  base  de  la  felicidad  de  las  mujeres  casadas, 
insensiblemente  se  acostumbran  a  adivinar  los 
deseos  de  aquellos  que  las  rodean.  Y  si  fuera 
más  general  que  las  mujeres  supieran  «servir 
té»,  no  se  verían  las  confiterías  llenas  de  ca- 
balleros y  jove.ncitos  conocidos. 

Y  ya  que  han  salido  a  colación  los  hombres, 
no  quiero  terminar  esta  charla  sin  hablaros  de 
otra  observación  que  he  hecho  en  las  visitas. 
¿Por  qué  razón  en   Buenos  Aires  están  ex- 
cluidos los  hombres  de  los  días  de   recibo? 

Pocas  son  las  señoras  que  en  esos  días  logran 
ver  en  sus  salones  al  sexo  feo,  y  no  ha  faltado, 
por  cierto,  el  comentarlo  que  condena  a  ciertas 
hospitalarias  damas  que,  siendo  viudas,  reci- 
ben la  visita  de  caballeros  en  su  casa!... 

En  Europa,  la  mujer  comparte  con  el  hom- 
bre sus  deberes  sociales;  en  su  casa,  hace  con 
él  los  honores  en  los  días  de  recibo;  con  él  vi- 
sita, y  con  él  pasea. 

¿Por  qué,  entonces,  nosotros,  que  vivimos 
imitando  la  vida  europea,  y  no  siempre  con 
acierto  en  nuestras  elecciones,  no  tomamos 
esas  costumbres,  hijas  de  la  experiencia,  que 
practicaron  nuestras  abuelas  y  que  hoy  sus 
nietas  tienen  tan  echadas  en  olvido? 

ROXANA. 


¿QUIERE  VD.  SABERLO? 
ClAsica.  —  Me  gustaría  conocer  tu  nombre, 
y  entonces  aceptaría,  para  publicar  en  estas  pá- 
ginas, la  carta  a  que  haces  mención  en  tu  in- 
teresante misiva.  Ya  ves  que  todas  han  dado 
sus  nombres,  junto  con  sus  opiniones,  en  la 
«encuesta»  recientemente  publicada.  La  Gue- 
rrero es  muy  inteligente,  creo  como  tú;  y  sacará 
el  partido  que  más  le  convenga  de  tus  obser- 
vaciones. 

Ignorante.  —  «Plvs  Vltra»  se  aceptó  para 
título  de  la  revista,  entre  la  cantidad  enorme 
que  enviaron  con  motivo  del  concurso  que  se 
abrió. 

*Plvs  Vltra»  tiene  su  origen  histórico:  figura 
en  la  condecoración  de  Isabel  la  Católica,  fun- 
dada por  Fernando  Vil  de  España;  se  institu- 
yó para  premiar  a  los  españoles  que  hubieran 
prestado  eminentes  servicios  en  los  dominios 
de  América.  En  el  anverso  de  la  cruz  de  oro 
que  forma  esta  condecoración,  y  que  pende  de 
una  corona,  olímpica,  están  las  columnas  de 
Hércules,  con  el  mote  «Plvs  Vltra»,  y  los  dos 
mundos  entrelazados  con  una  cinta  cubierta 
con  la  corona  imperial,  y  despidiendo  rayos  en 
todas  direcciones. 

Con  esta  explicación  creo  que  quedará  satis- 
fecha tu  curiosidad,  quedando  siempre  a  tus 
órdenes, 

María  Lebím. 


ESPOSA     DE     S.     E.     EL 
MINISTRO  DE  BÉLGICA. 


Pregunta.  —  ¿Qué  fué  lo  que  más  le  Impre- 
sionó a  su  llegada  a  Buenos  Aires? 

Respuesta.  —  Llegué  a  Buenos  Aires  el  \.°  de 
junio  de  1907.  No  existía  entonces  la  Plaza  del 
Congreso,  como  tampoco  el  teatro  Colón,  ni  la 
actual  tribuna  del  Hipódromo,  ni  otras  muchas 
cosas.  Sin  embargo,  me  causaron  una  gratísima 
impresión  la  suntuosidad  de  los  edificios,  el  as- 
pecto animado  de  la  Avenida  de  Mayo,  y  sobre 
todo,  la  suprema  elegancia  de  la  sociedad  por- 
teña  en  las  reuniones  hípicas,  lo  mismo  que  en 
el  teatro  de  la  Opera. 


F.  —  ¿Qué  cualidad  o  qué  virtud  le  parece 
a  usted  que  caracteriza  a   la   mujer  argentina? 

/?.  —  Son  muchas;  pero,  ya  que  debo  resu- 
mirlas en  una  sola,  diré:  un  gusto  exquisito  en 
todo. 


P.  —  ¿A  qué  mujer,  de  los  países  que  usted 
conoce,  se  asemeja  más  el  tipo  de  mujer  argen- 
tina? 

R.  —  Me  parece  que  el  verdadero  tipo  argen- 
tino está  todavía  en  formación.  Hay  mujeres 
aquí  que  hacen  pensar  en  la  Andalucía;  otras 
en  Roma,  otras  en  París... 


P.  —  ¿En  qué  ramo  de  la  actividad  le  parece 
a  usted  que  la  mujer  argentina  coopera  con 
más  eficacia  al  progreso  de  la  Nación? 

R.  —  Los  progre:iOs  materiales  de  un  país  se 
deben,  por  lo  general,  a  la  actividad  de  los 
hombres.  Creo,  sin  embargo,  que  la  mujer  ar- 
gentina, por  su  admirable  dignidad,  en  la  bue- 
na como  en  la  mala  fortuna,  sostiene  muy  alto 
el  nivel  moral  y  coopera,  por  lo  tanto,  muy 
eficaz,  aunque  indirectamente,  a  la  obra  eco- 
nómica y  social  dfl  hombre. 


Á*a-  y7//*///j/r¿/ 


ESPOSA     DE      S.    E.     HL 
MINISTRO   DE   BDLIVIA. 


Pregunta.  —  ¿Qué  fué  lo  que  más  le  impre- 
sionó a  usted  a  su  llegada  a  Buenos  Aires? 

Respuesta.  —  El  hermoso  edificio  del  Congre- 
so y  los  bellos  paseos  de  Palermo. 

F.  —  ¿Qué  cualidad  o  virtud  le  parece  a  us- 
ted  que  caracteriza  a  la   mujer  argentina? 

y?.  —  Su  distinción  y  amabilidad  en  el  trato 
social,  acompañadas  de  su  belleza. 


P.  —  ¿A  qué  mujer,  de  las  que  usted  conoce, 
se  asemeja  más  el  tipo  de  la  mujer  argentina? 

R.  —  El  tipo  de  la  mujer  argentina  es  espe- 
cial, parecido,  en  su  elegancia  y  gracia,  a  la 
parisiense. 

P.  —  ¿En  qué  rama  de  la  actividad  le  pa- 
rece a  usted  que  la  mujer  argentina  coopera 
con  más  eficacia  al  progreso  de  la  Nación? 

R.  —  En  el  ramo  de  instrucción,  de  educación 
moral  y  de  beneficencia;  trabaja  con  toda  ab- 
negación, y  su  entusiasmo  es  admirable  en  lo 
que  se  relaciona  con  obras  de  caridad. 


>>=v— 


Sobre  la  divina  arqui 
lectura  de  Nuestra  Seño 
ra  de  París,  cierto  dia 
nefasto,  un  aeroplano  ale 
man  dejó  caer  una  bomba 
Se  habló  entonces  de  gran 
des  destrozos.  Yo  he  que 
rido  ahora  confirmar  di 
rectamente,  por  mis  pro 
pios  ojos,  la  calidad  y  la 
importancia  de  los  per 
juicios  reales.  Pero  la  di 
vina  catedral,  más  fuerte 
que  las  bombas,  está  ah 
como  nunca,  indemne 
perfecta,  arrogante. 

No  sé  dónde  cayó  la  bomba  germana;  no  ha 
dejado  rastro  de  su  acción  homicida.  Las  dos 
torres  gemelas  de  la  catedral  se  alzan  como  siem- 
pre retadoras,  ante  los  hombres  y  el  tiempo,  como 
siempre  bellas  e  insuperables.  Los  santos  de  piedra 
que  decoran  el  pórtico  hacen  como  siempre  sus 
gestos  piadosos.  Ninguna  piedra  se  ha  movido. 
Nuestra  Señora  de  París  está  en  salvo.  Y  al  con- 
firmar este  hecho,  ¿podré  ocultar  a  mis  lectores 
que  he  sentido  una  alegría  filial,  una  emoción  de 
agradecimiento  y 
de  esperanza? 

He  penetrado  en 
la  catedral  con  una 
unción  y  un  respeto 
más  grandes  que 
otras  veces.  ¡El  pe- 
ligro!... La  reliquia 
gótica  ha  estado  en 
peligro;  lo  está  to- 
davía. Y  esta  idea 
del  peligro  inmi- 
nente hace  más  que- 
rida la  joya  me- 
dioeval. ¡Que  no  la 
ultrajen  las  bom- 
bas! ¡Que  pueda  una 
mano  milagrosa 
desviar  el  hierro  de 
la  guerra! . .  . 

Pero  al  entrar  en 
el  templo,  una  sen- 
sación extraña  se 
apodera  de  mí. 
¿Me  habré  hundido 
tal  vez  en  una  ca- 
tacumba?.  .  .  Todo 
está  obscuro  como 
un  subterráneo. 
Los  altares  carecen 
de  luz,  las  velas 
yacen  apagadas,  los 
cirios  no  existen. 
Por  los  ventanales 
de  los  muros,  a 
través  de  las  vi- 
drieras policromas, 
penetra  una  débil, 
una  vaga  claridad, 
y  esto  es  todo. 
No     es     mucho, 

ciertamente.  El  cielo  brumoso  de  París  hace  es- 
fuerzos por  arrojar  un  poco  de  luz  sobre  las  na- 
ves de  la  catedral;  un  poco  de  luz  tímida,  que  presta 
al    templo    una   penumbra  misteriosa   y  poética. 

Sólo  en  un  sitio  se  ven  luces,  cirios  y  lámparas. 
Frente  a  una  imagen  de  la  Virgen,  en  una  especie 
de  trípode,  los  fieles  acuden  a  encender  velas  vo- 
tivas. Las  vende  una  mujer.  Y  los  fieles,  silencio- 
sos, gravemente,  después  que  han  encendido  su 
vela  votiva,  rezan  un  momento  y  desaparecen. 

Yo  miro  esas  velas  encendidas,  y  al  mirarlas  se 
estremece  mi  corazón .  .  .  ¡Cada  una  de  esas  velas 
representa  un  muerto,  o  un  herido,  o  un  prisionero, 
o  un  soldado  que  espera  su  suerte  en  el  hoyo  fan- 
goso de  una  trinchera!  Allá  lejos,  en  el  norte, 
los  seres  queridos  se  comunican  con  la  muer- 
te; la  Señora  Muerte  ronda  entre  los  bata- 
llones, escogiendo  a  este  hoy,  mañana  al 
otro.  Y  mientras  los  soldados  están  allá 
lejos,  las  madres  y  las  hermanas,  los  pa- 
dres y  los  hijos  no  saben  qué  hacer  para 
ahuyentar  a  la  Señora  Desgracia.  No 
pueden,  con  sus  débiles  manos,  desviar 
la  bala,  ni  alejar  del  pecho  querido  la 
punta  de  la  bayoneta;  no  pueden  alejar  la 
enfermedad,  la  fiebre,  el  delirio,  del  pobre 
cuerpo  amado.  Entonces  recurren  a  lo 
milagroso.  Y  encendiendo  un  cirio,  en  la 
sagrada  penumbra  de  Nuestra  Señora,  se 
imaginan  que  alguien,  invisible  y  todopo- 
deroso, podrá  proteger  la  vida  del  soldado. . . 

Dos  hombres,  entretanto,  se  acercan  al 
pequeño  altar.  Visten  el  uniforme  de  la  in- 
fantería francesa.    Son  soldados,  induda- 


Crónica$íie^uiu. 


blemente...  Pero  hace  falta  retener  la  vista 
en  sus  uniformes,  para  cerciorarse  bien  de  su 
condición  marcial.  Ahora  son  soldados,  porque 
la  patria  lo  ha  querido;  pero  antes  de  la 
guerra  fueron  sacerdotes,  o  frailes.  Nada  tan  cho- 
cante como  ese  uniforme  militar,  en  unos  hombres 
de  aspecto  tan  dulce,  tan  grave,  en  unos  hombres 
de  catadura  tan  mística.  Se  han  dejado  crecer  las 
barbas,  y  esas  barbas  rubias  y  finas,  que  ellos  pen- 
saron que  habrían  de  proporcionarles  un  poco  de 


marcialidad,  les  conceden,  al  contrario.'  un  aire 
mucho  más  místico.  Los  dos  soldados  barbudos 
parecen  dos  efigies  de  santos  medioevales,  arran- 
cados del  pórtico  de  la  iglesia  de  Nuestra  Señora. 

La  iglesia  está  muda,  vacía,  silenciosa.  Yo  me 
complazco  en  recorrer  sus  naves  obscuras,  y  me 
imagino  que  un  sacudimiento  impensado  ha  hecho 
huir  el  culto  de  la  histórica  iglesia.  Se  me  ofrece  el 
imponderable  monumento  como  un  suceso  histó- 
rico, desprendido  de  toda  necesidad  cotidiana. 
Subo  a  los  corredores  de  la  cornisa.  .  .  Me  asomo 
a  la  balconada  de  las  torres... 

Desde  allí  arriba,  desde  el  repecho  que  contor- 
nea las  dos  torres  gemelas,  la  mirada  puede  abar- 
car el  panorama  entero  de  París.  El  Sena,  cruzado 
de  numerosos  puentes;  el  Louvre  gigantesco;  más 
allá  el  Arco  de  Triunfo;  después  los  bulevares;  y  a 
lo  lejos  las  colinas,  tan  caras  a  los  bohemios,  llenas 


aíuÉmai 


de  rumores  otrora,  y  hoy 
tristes,  en  un  silencio  es- 
pectante.  El  día  es  bru- 
moso y  frío.  El  cielo  cae 
sobre  la  ciudad  como  un 
plomo  oprimente.  En  el 
fondo  se  destaca  la  silueta 
férrea  de  la  torre  Eiffel. 
Hay  en  el  ambiente  algo 
como  una  espera;  quizás 
ahora  mismo,  de  entre 
as  brumas,  podrá  surgir 
un  zeppelin. . . 

Estando  aquí  arriba, 
en  lo  alto  de  las  torres  de 
Nuestra  Señora,  me  acuer- 
do de  iin  personaje;  ¡Quasimodol ...  El  monstruoso 
enano  de  Víctor  Hugo  renace  de  su  tumba  fan- 
tástica y  vuelve  a  vivir,  en  mi  imaginación,  una 
nueva  vida  fantástica.  A  cada  momento  me  fi- 
guro que  ha  de  levantarse  a  mi  lado,  melancólico 
y  grotesco,  rodeado  de  sus  amigos. 

¿No  recordáis?...  Los  amigos  de  Quasimodo 
eran  esas  innumerables  esculturas  que  pueblan  las 
torres,  las  cornisas,  los  aleros  y  los  arbotantes  de 
Nuestra  Señora.  Todas  esas  esculturas  las  contem- 
plo yo  ahora  en  mi 
rededor.  Son  imáge- 
nes de  santos,  de 
vírgenes  y  de  que- 
rubes. Forman  una 
población  de  piedra 
que  vive  en  el  aire, 
y  que  aquí  arriba 
mantiene  sus  colo- 
quios divinos  con 
arreglo  a  una  jerar- 
quía celestial.  Una 
virgen  de  mármol 
hace  señas  a  un  án- 
gel; un  santo  pla- 
tica con  un  ermita- 
ño. La  parte  alta  de 
Nuestra  Señora  tie- 
ne así  una  vida  in- 
tensa que  se  mani- 
fiesta, por  virtud 
del  arte,  bajo  el  pa- 
lio del  cielo  y  bien 
lejos  de  la  otra  vida 
habitual,  transito- 
ria, que  corre  por 
las  calles. 

Pero  entre  los 
santos,  las  vírgenes 
y  los  evangelistas, 
sobre  la  techumbre 
de  Nuestra  Señora 
bulle  una  multitud 
extraña,  una  pobla- 
ción quimérica  y  fe- 
bril, que  los  artífi- 
ces medioevales  de- 
jaron ahí  como  de 
capricho,  como  de 
contraste  o  burla. 
¿Qué  hacen  ahí 
esos  monstruos  de  piedra, 'representantes  de  las 
más  horribles  sugericiones?  La  imaginación  an- 
tigua les  ha  dado  el  horror  de  una  noche  de  fiebre. 
En  el  ángulo  de  una  cornisa  vemos  de  repente 
levantarse  un  animal  fabuloso;  tiene  aspecto  de 
lechuza  o  de  águila;  pero  no  es  águila  realmente. 
no  es  una  lechuza;  un  manto  monacal  le  da  apa- 
riencia de  vieja.  .  .  Más  lejos,  dominando  la  plaza. 
se  asoma  un  demonio,  con  su  testa  cornuda  y  su 
boca  crujiente.  .  .  Otra  quimera  de  piedra  está  en 
actitud  meditabunda;  se  le  ha  dado  el  apodo  de 
«El  Pensador».  .  . 

Y  esas  figuras  extrañas,  que  contemplan  la  ciu- 
dad desde  el  fondo  de  los  siglos;  esos  monstruos  de 
piedra  que  han  visto  sucederse  las  glorias  y  los 
crímenes  de  los  hombres;  esos  habitantes  de  las 
cumbres  de  Nuestra  Señora,  tienen  hoy,  en  este 
momento  esencial,  no  sé  qué  significación  profun- 
da y  palpable. .  .  ¡Ante  la  locura  de  los 
hombres  y  ante  el  terror  del  París  amena- 
zado, los  monstruos  de  piedra  de  Nuestra 
Señora  adquieren  vida  real  y  se  suman  a 
la  existencia  cotidiana!  ¡Mientras  los  hom- 
bres enloquecen,  el  demonio  de  piedra,  lla- 
mado «El  Pensador»,  piensa,  en  efecto, 
con  una  sabia  meditación  de  siete  siglos, 
que  la  humanidad  permanece  idéntica  a 
sí  misma,  y  que  el  hombre,  sea  con  ba- 
llestas y  lanzas,  o  sea  con  cañones  del  75 
ó  del  420,  siente  una  invencible  volun- 
tad de  destruirse!  ¿Para  qué?  ¿Por 
qué?...  ¡Oh.  enigma  tan  eterno  como 
irresoluble! 

París.   1916. 


^s^'L^^rT:^  .^^— 


^.^ 


FIN  DE  ESTACIÓN 


DISOLUCIÓN    DE    SOCIEDAD 
POR  CESACIÓN  DE  NEGOCIO 


) 


DIBUJO   DE   ALONSO 


—  I^LJ^^-S 


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(patente   exclusiva  de   la   casa  JOSÉ   BAU) 

EL  ACEITE  ESTÁ  ENCERRADO  EXENTO 

DE  AIRE.-CADA  PORRÓN  ESTÁ  LLENO 

POR  COMPLETO  DE  ACEITE. 

HIGIENE  Y  ECONOMÍA 

Significa  una  evolución  importantísima  en  beneficio  de  los  con- 
sumidores de  aceite  fino  de  oliva,  la  creación  de  este  nuevo  envase 
(Porrón)  que  resuelve  de  golpe  las  dificultades  y  deficiencias  que 
todos  encuentran  en  los  envases  más  o  menos  cuadrados. 

LA  ECONOMÍA  E  HIGIENE  DEL  ACEITE  ENVA- 
SADO EN  PORRONES,  en  vez  de  en  latas  comunes,  fácilmente 
se  demuestra: 

Las  latas  comunes,  por  el  hecho  de  no  terminar  en  cúspide,  no 
pueden  ser  llenadas,  haciendo  el  vacío  de  aire;  contienen,  por  lo  tanto, 
aceite  en  contacto  con  aire  encerrado. 

Las  latas  comunes,  por  el  hecho  de  no  tener  cúspide,  no  pueden 
vaciarse  completamente,  siempre  queda  un  gran  desperdicio  de  aceite 
en  el  ángulo  correspondiente  al  orificio  practicado  para  abrir  la  lata. 

Las  latas  comunes,  por  el  hecho  de  no  tener  cúspide,  contaminan 
el  aceite  así  que  se  abren,  porque  la  superficie  es  plana  y  caen  sobre 
ella  materias  extrañas  (en  la  cocina  o  en  la  despensa),  y  cuando  se 
sirve  el  aceite,  se  contamina  más  o  menos  con  dichas  impurezas. 

Hasta  el  aceite  de  botellas  ofrece  la  desventaja  de  que  !a  per- 
sona que  toca  el  tapón  con  las  manos  o  que  lo  deja  impropiamente  en 
cualquier  parte,  al  meterlo  para  tapar  la  botella,  contamina  la  parte 
interior  por  donde  tiene  que  pasar  después  el  líquido. 

CON  EL  TAPÓN  PATENTADO  DEL  PORRÓN 
BAU,  se  garantiza  la  pureza  del  aceite  hasta  la  última  gota  de  su 
contenido,  por  cuanto  no  se  puede  meter  la  tapa  dentro  del  gollete: 
lo  cubre  externamente   (tapa  por  afuera). 

NO  SE  ENCIERRA  AIRE  Y  ACEITE  DENTRO  de  los 
porrones,  porque  cada  envase  se  llena  íntegramente  y  se  cierra  después 
de  practicado  el  vacío.  La  enorme  ventaja  de  aislar  el  aceite  del  aire, 
es  el  fundamento  más  esencial  de  este  invento  de  la  casa  Bau. 

NO  QUEDA  UNA  SOLA  GOTA  DE  ACEITE  EN  LOS 
PORRONES  VACÍOS,  porque,  rematando  en  cúpula  cada  envase, 
se  desliza  hacia  ella  hasta  la  última  gota  de  aceite. 

NI  EL  hollín,  ni  EL  POLVO,  ningún  cuerpo  extraño, 
ninguna  impureza  puede  entrar  en  los  porrones  de  aceite  Bau,  porque 
resbalarían  por  la  cúspide  y  por  la  parte  de  afuera  de  la  tapa. 

NO  SE  CHORREA  ACEITE,  no  se  pierde  aceite  como  en 
las  latas  comunes,  porque,  gracias  a  la  disposición  de  la  cúspide  del 
porrón  y  de  su  boca,  el  aceite  sale  sin  correrse  y  sin  derramar. 

PÍDANSE  PROSPECTOS  EXPLICATIVOS. 
NO  SE  HA  AUMENTADO  EL  PRECIO. 

El  costo  de  cada  porrón  vacío,  es  igual  al  costo  de  la  lata  común 
y,  por  lo  tanto,  la  casa  José  Bau  entrega  el  aceite  en  porrones  a  exclu- 
sivo beneficio  de  los  señores  consumidores,  sin  el  menor  aumento  de 
precio. 

DE  VENTA  EN  TODA  LA  REPÚBLICA.  PÍDASE 
POR  SU  NOMBRE:   "PORRÓN   BAU". 

Agencia  del  aceite  "Bau",  en  Buenos  Aires 

Freixas,  Urquijo  y  Cía.  -  B.  Mitre,   1411 


-i:?l;v^:s 


EL  VOTO  FEMENINO  EN  FINLANDIA 


^  COUROft/y^ 


parís  fT 
EXTRACTO 


LOnORES 


1 


Locion 


Las  sufragistas  británicas  y  norteamericanas,  que  tanto  lucharon  por  la 
conquista  del  derecho  electoral,  deben  tenerles  envidia  a  las  mujeres  finesas. 
Sin  incendiar  castillos  señoriales,  romper  vidrieras,  detener  caballos  ma- 
tando jockeys,  apedrear  presidentes  del  consejo  y  otras  hazañas  del  bello 
sexo  sajón,  las  señoras  y  señoritas  del  Gran  Ducado  consiguieron  ese  ideal 
femenino.  Y  conste  que  tal  progreso,  si  progreso  es  el  acto  de  elegir  represen- 
tantes, fué  logrado  bajo  la  soberanía  de  un  poder  casi  despótico:  el  del  zar. 
La  libre  Inglaterra  y  los  libérrimos  Estados  Unidos  se  opusieron  siempre 
al  movimiento  femenista. 

En  el  Reino  Unido,  como  en  los  demás  países  ahora  beligerantes,  la  guerra 
ha  influido  mucho  en  favor  de  esa  cruzada.  Cuando  se  esperaba  que  las  muje- 
res no  sabrían  más  que  llorar,  ellas  demostraron  suficiencia  y  preparación 
para  labores  reciamente  varoniles.  Terminada  la  guerra  veremos  lo  que 
conquistaron  en  definitiva.  Los  resultados  de  esta  conquista  tal  vez  nos 
asombren. 

Desde  1905  las  finesas  acuden  a  los  colegios  electorales  del  Gran  Ducado, 
y,  como  si  se  tratara  de  una  sencilla  visita  a  un  magazine  de  moda,  depo- 
sitan su  voto  en  la  urna.  Así,  cumplidas  sus  28  primaveras,  cooperan  a  la 
elección  de  los  miembros  que  componen  el  Parlamento  Nacional  donde  hay 
representantes  de  los  cuatro  estamentos  o  estados:  la  nobleza,  el  clero,  los 
burgueses  y  los  labradores. 

Todavía  no  consiguieron,  sin  embargo,  que  entre  esos  200  diputados  haya 
«diputadas».  Electoras,  mas  no  elegibles,  las  finesas  tienen,  por  lo  menos, 
la  seguridad  de  que  influyen  directamente  en  los  destinos  de  su  país. 

No  sabemos  si  en  el  Gran  Ducado,  como  en  otras  partes,  habrá  tan  poco 
interés  entre  los  hombres  por  el  ejercicio  del  sufragio. 

Quizás  también  se  dé  el  caso  raro  de  que  voten  las  mujeres  en  donde  el 
sexo  feo  sepa,  quiera  y  merezca  votar. 


ñ 


PLVS       • 
.  VLTPA 


POLVOS 


PLVS  VLTRA 

PUBLICACIÓN    MENSUAL    ILUSTRADA 

SUPLEMENTO  DE  «CARAS  Y  CARETAS» 

Dirección  y  Administración:  Chacabuco,  151/155  -  Bs.  Aires 


PRECIOS    DE    SUBSCRIPCIÓN 

EN  TODA  LA  REPÚBLICA 

Trimetre  (  3  ejemplares) $  3. —  m/n . 

Semestre  (6  d        ) »  6. —    » 

Año  (12  »         ) 1)  11. — ■     II 

Número  suelto •      I . —    « 

EXTERIOR 

Año $     oro  5. — 

Número  suelto >       t     0.50 

Pueden  solicitarse  subscripciones  o  ejemplares  sueltos  a  to- 
dos los  agentes  de  Caras  y  Caretas,  o  directamente  a  la 
administración,    calle   Chacabuco,   151/155,   Buenos  Aires. 


>>=s.- 


I 


Es  el  tónico  insuperable  en 
que  se  concentran  las  más 
altas  cualidades  nutritivas.  Es 
un  alimento  líquido  de  pu- 
reza extraordmaria  que  no 
exige  esfuerzos  digestivos  Es 
la  robustez  de  la  madre  que 
cría;  la  salud  del  convale- 
ciente, la  fuerza  del  débil... 


Eso   es   PABST 


—  I=>I_7v^^S     ^  ■ 


MÉJICO 

■                ■ 

CERÁMICA 

ARTÍSTICA 

OLLA  OC  BAKBO  BMOKBDADC,  DK  ARMONIOSA  DBCOHACIÓH 
T  Tinoso  COIOMDO. 


OLLA    DE    BARRO   ENGREDADO,    DECORADA    EN     RELIEVE 
EN  ROJO,    BLANCO   Y    NEGRO   SOBRE   FONDO   AMARILLO. 


■LECAKTE  TASIJA   DE    RICA   ORNAMENTACIÓN. 


TINAJA   DE   *BARRO    DE   OLOR»,  DECORADA   A   LA    MANERA 
PRIMITIVA. 


•CÁNTARO    DE   OLOR»,  CARACTERÍSTICA  VASIJA  CON  DECO- 
RACIONES   AZTECAS. 


Estos  botellones,  estas  tinajas,  estos  trastos  de  barro  que  hay  en  casi  todas 
las  cocinas  mejicanas,  estos  «jarros  de  Guadalajara»  son  los  vasos  de  tierra 
cocida  mejor  decorados  del  mundo,  y  en  cuestión  de  buen  gusto,  de  calidad  de 
materia,  de  fantasía  y  de  carácter,  sólo  los  chinos  los  superan.  En  Tonalán 
hay  un  arte  nacional  sui  generis  que,  según  dice  un  colega  mejicano,  no  saben 
alli  estimar  ni  comprender. 

La  cerámica  tonalteca  —  es  necesario  no  confundir  estos  vasos  de  tierra 
cocida  hechos  en  «el  lugar  por  donde  sale  el  sol»  (eso  quiere  decir  Tonalán) 
con  los  adefesios  que  venden  en  Tlaquepaque,  ridiculas  imitaciones  de  la  ce- 
rámica europea  —  la  cerámica  tonalteca  es  realmente  una  admirable  maní 
festación  del  robusto  y  multiforme  sentimiento  artístico  de  la  vieja  raza 
azteca  que  puede  enseñar  a  pueblos  muy  civilizados  a  fabricar  vasijas  de 
barro  maravillosamente  decoradas. 

Por  la  abundancia  de  materiales  y  la  facilidad  de  su  extracción,  la  cerá- 
mica fué  la  primera  forma  del  arte  en  todos  los  pueblos  de  la  tierra.  Platón 
afirma  que  la  manufactura  de  vasos  de  tierra,  cocidos  al  sol  o  al  fuego,  fué 
la  primera  industria  humana.  En  efecto,  en  todos  los  pueblos  primitivos 
se  encuentra  invariablemente  el  arte  de  hacer  vasos,  como  una  de  las  pri- 
meras manifestaciones  de  la  inteligencia. 

En  los  países  donde  la  civilización  llegó  a  un  alto  grado  de  desarrollo,  los 
vasos  pintados  fueron  un  objeto  de  arte.  En  Grecia  constituían  el  premio  que 
se  adjudicaba  a  los  vencedores  en  las  carreras  de  carros  o  de  caballos;  el 
objeto  cambiado  entre  huéspedes  ilustres;  la  marca  de  alta  distinción  de  so- 
berano a  soberano.  En  la  vida  de  todos  los  pueblos,  la  cerámica  ocupó  siem- 
pre un  lugar  prominente;  pero  en  ninguna  parte  como  en  China  llegó,  y  se 
ha  conservado,  a  tan  alto  grado  de  perfección.  En  Méjico,  los  artefactos 
de  tierra  cocida  tuvieron  una  gran  importancia  entre  los  aztecas  y  tolteoes, 
como  puede  verse  por  los  ejemplares  que  se  conservan  en  el  Museo  Nacional 
de  aquel  país  y  en  las  colecciones  particulares. 

Hoy  se  cultiva  en  los  Estados  de  Puebla,  Oaxaca,  Guanajuato  y  Jalisco, 
el  arte  de  hacer  vasos  pintados,  y  tanto  desde  el  punto  de  vista  industrial, 
como  desde  el  punto  de  vista  artístico,  la  producción  es  muy  notable. 

Tonalán  es  el  pueblo  más  antiguo  del  valle  donde  hoy  se  asienta  Guadala- 
jara.  Próspero  y  rico  hasta  la  llegada  de  los  españoles,  hoy  sólo  conserva  su 
industria  de  tierras  cocidas.   Construido  en  la  parte  más  elevada  de  una  loma 
aislada  por  grandes  barrancas,  carece  casi  por  completo  de  agua,  hasta  para 
los    usos    domésticos. 
Cuenta  con  3.500  habi- 
tantes. Todos  hacen  y 
decoran  exclusivamente 
vasijas  de  barro.  En  el 
verano  cultivan  sus  tie- 
rras, que  son  propiedad 
comunal.    Los  tonalte- 
cas  son  sobrios,  trabaja- 
dores,  pacientes  y    su- 
mamente corteses. 


1 


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Establecida  en  el  año  1885.  -  Es  la  casa  más  acreditada  de  la 
República,  en  las  operaciones  siguientes:  Cambio  general  de 
moneda;  Compra  y  venta  de  Títulos  de  Renta,  nacionales  y 
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VI AMONTE,  871  -  Buenos  Aires 


"i::>>x- 


BUZ03    PESCANDO    03TRA^    Fhl< 


Desde  la  más  remota  antigüedad  se  conoce  el 
arte  de  obligar  a  las  madreperlas  a  que  produzcan 
perlas  artificiales.  Instigado  por  la  sed  de  rique- 
zas, el  hombre  acude  a  esos  Potosíes  perlíferos 
existente  sbajo  la  superficie  del  océano.  Son  innu- 
merables los  aventureros  que  desdeñan  el  oro  pre- 
firiendo la  pesca  de  las  ostras,  donde  se  cría  ese 
maravilloso  adorno  de  las  mujeres  y  de  las  coronas. 

Pero  es  tanta  el  ansia  de  lucro,  que  se  buscó 
y  encontró  el  modo  de  hacer  que  la  naturaleza 
se  falsificase  a  si  misma.  Los  japoneses  y  los  me- 
jicanos hicieron  grandes  adelantos  en  la  materia. 
Los  europeos  y  australianos  que  en  las  costas  de 
Australia  se  dedican  a  pescar  perlas,  son  en  la 
actualidad  quienes  mejores  resultados  logran.  Un 
método  científico,   que  tiene  sus  procedimientos 


PERLA    DE    GENERACIÓN    ARTIFICIAL. 


LA    INDUSTRIA 
DE  LAS  PERLAS 


secretos,    se    emplea    con    buen 
fruto. 

El  principio  en  que  se  apoyan 
estos  métodos  descansa  en  una 
verdad  comprobada,  la  cual  po- 
dríamos formular  de  la  siguiente 
manera,  parodiando  el  conocido 
cartel  fijado  en  el  redil  del  vene- 
rable ciervo  de  nuestro  Jardín 
Zoológico:  «Se  recomienda  irritar 
a  la  madreperla». 

En  efecto,  parece  que  la  perla 
es  una  enfermedad  de  la  madre- 
perla, una  especie  de  cálculo  mór- 
bido. Estos  cálculos  pueden  ser 
producidos  por  diversas  causas: 
lesiones  orgánicas,  excitaciones 
debidas  por  cuerpos  extraños, 
presencia  de  parásitos,  perfora- 
ciones de  la  envoltura  calcárea, 
etcétera. 

Aprovechando   esta   verdadera 
debilidad  de  la  ostra,  los  pesca- 
dores se  convierten  en  sembradores  de  perlas,  o 
mejor  dicho,   en  envenenadores  de  madreperlas. 
Algo  así  como  el  célebre  método  de  proveernos 
de  pál3  foiegras,  a  costa  del  hígado  del  pato. 

Respecto  a  la  manera  de  realizar  la  pesquería, 
S3  ha  abandonado,  casi  por  completo,  los  proce- 
dimientos antiguos.  Los  esclavos  de  Ceylán  y  los 
buzos  de  Corfú,  que  descs.ndían  a  varios  metros 
de  profundidad  agarrados  a  una  cuerda  provista 
de  un  pedrusco,  sin  otro  aparato  que  sus  fuertes 
pulmones,  han  sido  substituidos  por  los  buzos  de 
escafandra.  Esto  aminora  los  peligros,  que,  sin 
embargo,  son  aún  muchos. 

Así   pueden   recolectar   más   cómodamsnte   las 
ostras  perlíferas  para  luego  depositarlas  en  cria- 
deros especiales,  donde  se  somete  a  las  estériles  a 
ese  tratamiento  que  ha  de  pro- 
vocar la  formación   de  perlas. 

Las  ostras  que  se  pescan  y 
benefician  en  Australia  pertene- 
cen a  un  género  característico 
de  la  zona  comprendida  entre  el 
Mar  Rojo  y  las  costas  australia- 
nas: la  meleagrina  margaritífera, 
subdividida  en  las  especies  me- 
leagrina muricata  y  fucaia. 

Las  madreperlas  americanas  se 
dividen  en  dos  especies:  la  melea- 
grina Calijórnica,  que  se  pesca  en 
el  golfo  de  California,  y  la  melea- 


ABRIENDO    LAS    MADREPERLAS. 


grina  squamosula,  en  las  costas  del  Perú,  Costa 
Rica,  Panamá  y  en  las  Antillas. 

Aunque  la  industria  perlera  ss  haya  moderni- 
zado, en  cuanto  al  empleo  de  métodos  de  laboreo, 
los  pescadores  siguen  usando  para  sus  expedicio- 
nes el  clásico  buque  velero  de  poco  calado  y  tone- 
laje. En  la  época  propicia  estos  barcos  se  reúnen 
en  escuadrillas  a  lo  largo  de  la  costa  donde  abun- 
dan los  bancos  perlíferos.  Allí  se  recogen  las  ma- 
dreperlas y  se  prepara  la  cosecha  para  el  año  si- 
guiente. 

Una  verdadera  novela  es  la  vida  de  estos  tra- 
bajadores del  mar,  o  caballeros  de  industria  del 
océano.  Aunque  las  autoridades  vigilan  del  orden, 
la  codicia  interrumpe  a  menudo  la  paz,  y  sobre- 
vienen riñas  y  latrocinios. 


OBJETOr,    NACARIZADOS. 


¿SUFRE  Vd  DEL  ESTOMAGO? 


¿No  tiene  apetito?  ¿Digiere  con  dificultad?  ¿Tiene  gastritis,  gastralgia,  disentería,  úlcera 
del  estómago,  neurastenia  gástrica,  anemia  con  dispepsia,  una  enfermedad  de  los  intestinos? 
Después  de  las  comidas,  ¿tiene  eructos  agrios,  pirosis,  vahídos,  pesadez  de  cabeza,  sofoca- 
ción, opresión,  palpitaciones  al  corazón?  ¿Tiene  usted  DISPEPSIA  y  dolores  al  vientre,  a  la 
espalda,  vómitos,  diarrea?  ¿Se  altera  con  facilidad,  está  febril,  se  irrita  por  la  menor  causa, 
está  triste,  abatido,  tiene  por  las  noches  sueño  agitado?  ¿Ningún  remedio,  ningún  régi- 
men ha  podido  curarle?  Tome  el  famoso  STOMALIX  del  Dr.  Saiz  de  Carlos,  y  recobrará 
la  salud.  Treinta  años  de  fama  universal.  Venta  Farmacias  y  Droguerías,  en  frascos 
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—  T=»^:^w^^    -VL-TTí^^íS.— 


INSECTOS    GIGANTES 


D07VV  LUIZ 


1  a  3  o 
P©RT© 

Luis  DufauJ^] 

SUCCESSOR  ^^i 

BuíNOS  AiHES 


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Brindar  a  sus  relaciones  Oporto 
"Ancla"  DOM  LUIZ,    es    evi 

denciar  buen  gusto  y  distinción. 
Este  gran  vino  generoso  reúne 
todas  las  condiciones  de  un  ob- 
sequio delicado:  halaga  al  pala- 
dar, tonifica  y  deleita,  a  la  vez 
que  por  su  situación  privilegiada 
le  incumbe  ser  un  activo  factor 
de  culta  sociabilidad. 

Conviene  se  fije  bien  en  la  bo- 
tella adjunta,  y  pida  claramen- 
te Oporto  "Ancla"   DOM   LUIZ. 


LA    "TROIDES    ALEXANDRa",    MARIPOSA    GIOANTESCA    QUE    MIDE    30    CENTÍMETROS 
DE    PUNTA    A    PUNTA    DE    LAS   ALAS. 


Ni  los  lepidópteros  han  dejado  de  aprovechar  la  maravillosa  efica- 
cia de  la  pólvora.  Por  su  tamaño,  por  la  delicadeza  de  su  estructura, 
las  mariposas  deberían  encontrarse  fuera  del  radio  de  acción  de  la 
escopeta.  Pero  resulta  que  no  solamente  la  luz  que  alumbra  es  su  ene- 
migo; también  han  de  temer  el  resplandor  de  los  fogonazos.  Existen 
mariposas  que  por  sus  dimensiones  brindan  al  cazador  un  buen  blanco, 
el  más  delicadamente  coloreado  y  policromo  de  los  blancos. 

La  Troides  Alexandra  puede  atestiguar  la  verdad  de  la  anterior  afir- 
mación, ya  que  los  coleccionistas  la  persiguen  a  tiros  con  una  tena- 
cidad incansable.  Y  puede  decirse  que  esta  cacería  es  mucho  más 
difícil  que  las  cacerías  de  fieras. 

La  mariposa  Troides  Alexandra  ss  encuentra  en  la  región  septen- 
trional de  la  Nueva  Guinea.  El  primer  ejemplar  fué  obtenido  por  Mr.  A. 
L.  Meck  y  era  una  hembra.  Le  disparó  un  tiro  con  un  fusil  corriente  y 
lo  envió  por  correo,  para  su  identificación,  a  Fring  Park,  en  donde 
Mr.  Walter  Rothschild,  el  gran  coleccionista,  tiene  su  famoso  museo. 

Allí  se  reconoció  que  ss  trataba  de  una  especie  completamente  nue- 
va, y  se  manifestó  el  deseo  de  tener  un  ejemplar  macho,  que  Mr.  Meck 
consiguió  dos  o  tres  años  después.  Los  machos  de  esa  variedad 
son  extremadamente  raros  y  bastante  menos  gigantescos.  Sólo  se  les 
ve,  a  ciertas  horas  del  día,  en  los  árboles  cuyas  flores  están  muy  altas. 
Es  posible  esperar  muchos  meses  antes  de  ver  un  macho,  al  paso  que 
las  hembras  se  ven  con  cierta  frecuencia.  Mr.  Meok  asegura  que  es 
es  una  de  las  mariposas  más  grandes  que  existen,  sino  lamas  grande: 
las  ha  cazado  hasta  de  once  y  media  pulgadas  (unos  treinta  centíme- 
tros), de  punta  a  punta  de  las  alas.  Solamente  la  Troides  Goliathia  pue- 
de competir  en  tamaño  con  la  Troides  Alexandra. 


OTRO    EJEMPLAR    DE 


"TROIDES    alexandra",     NOTABLE    POR    SU    TAMAÑO    Y    RI- 
QUEZA    DE     COLORES. 


Año  i.  —  NúM.  6. 


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■^J^: 


EXCELENTÍSIMO   SEÑOR    DON 

HIPÓLITO    IRIGOYEN 

PRESIDENTE  DE    LA    REPÚBLICA 
ARGENTINA 


OIBI'JO    DE    HA  YOL. 


-i=>i_:n.^:s 


Felices  los  jóvenes.  Ignoran  la  esclavitud  de  las 
opiniones  consagradas  y  no  sufren  la  coyunda  de 
errores  que  otros  cometieron.  Pueden  mirar  hacia 
adelante  sin  angustias  de  remordimiento  y  espar- 
cir semillas  vírgenes  en  surcos  nuevos,  como  si  la 
historia  comenzara  en  el  preciso  momento  en  que 
ellos  forjan  sus  ensueños. 

El  porvenir  pertenece  a  los  que  no  tienen  com- 
plicidad con  el  pasado;  es  necesario  estar  libres  de 
prejuicios  crepusculares  para  estremecerse  al  con- 
tacto de  ideales  que  incesantemente  se  renuevan. 
Toda  futura  grandeza,  en  nuestra  América,  está 
en  manos  de  la  juventud  que  estudia,  preparán- 
dose a  vivir  intensamente  una  era  nueva  de  la 
civilización  humana.  Una  sola  generación  de  es- 
tudiosos bastaría  para  dar  a  estos  pueblos  perso- 
nalidad en  el  mundo,  creando  una  nueva  moral, 
plasmando  formas  originales  de  arte,  agregando 
verdades  firmes  al  acervo  de  las  ciencias,  inspi- 
rando la  vida  común  en  generosos  preceptos  de 
solidaridad  social. 

Pensar  en  el  porvenir,  con  insaciable  afán  de 
perfección,  es  la  manera  más  firme  de  preparar 
altos  destinos  a  las  razas  nacientes.  Está  en  for- 
mación otro  mundo  moral,  libre  de  las  tradiciones 
rencorosas  que  envenenan  el  arcaico  espíritu  de 
Europa;  procuremos  infundirle  ideales  nuestros  y 
virtudes  nuestras,  cuyo  conjunto  constituya  una 
etapa  distinta  de  las  pasadas  en  la  historia  de  la 
humanidad. 

Una  nueva  nación  debe  significar  algo  más  que 
un  nuevo  estado  político.  Importa  una  nueva 
cultura,  un  nuevo  criterio  para  medir  los  valores 


sociales,  una  nueva  orientación  del  ideal  colectivo 
hacia  conquistas  propicias  a  la  ventura  de  los 
hombres.  Todo  ritmo  de  civilización  puede  redu- 
cirse a  términos  de  una  fórmula  sencilla:  conquis- 
tar la  felicidad  de  todos,  evitando  los  comunes 
sufrimientos. 

Refugíense  en  el  ayer  los  hombres  y  las  nacio- 
nes exhaustas,  que  ya  no  tienen  mañana.  Los 
ideales  contemplativos  son  propios  de  la  senectud, 
para  la  que  «todo  tiempo  pasado  fué  mejor»;  los 
ideales  constructivos  son  propios  de  la  juventud, 
pues  ella  sabe  que  «todo  tiempo  a  venir  será  me- 
jor». Los  jóvenes  deben  explorar  rutas  descono- 
cidas, en  busca  de  inspiraciones  y  de  estímulos 
para  la  vida  humana:  hay  sistemas  de  sentimien- 
tos, de  pasiones,  de  ideas,  de  actos,  que  implican 
vehementes  anticipaciones.  Quien  tenga  avidez 
de  pensar  por  sí  mismo  no  se  detenga  a  rumiar 
lo  que  otros  pensaron,  ya  que  el  hombre  y  la 
sociedad  son  susceptibles  de  ilimitados  perfeccio- 
namientos. 

Los  que  sólo  piensan  en  el  presente  y  viven 
hartándose  con  satisfacciones  inmediatas,  son  fac- 
tores negativos  para  el  porvenir.  Son  fuerzas  efi- 
caces los  que  miran  alto  y  lejos,  aunque  no  puedan 
cosechar  en  vida  los  frutos  de  su  siembra.  Hay, 
para  los  soñadores,  una  justicia  segura,  la  de  sus 
hijos,  que  son  la  posteridad. 

Bienvenidos  los  jóvenes  quiméricos  que  cons- 
truyen el  mañana,  anhelándolo,  pensándolo,  ha- 
ciéndolo. En  ellos  pueden  adunarse  la  capacidad 
para  el  trabajo  y  el  entusiasmo  para  la  cultura, 
fuentes  naturales  de  toda  grandeza  colectiva.  Los 


pueblos  que  marcan  su  paso  por  la  historia  son 
los  que  ejercitan  más  intensamente  las  virtudes 
del  pensamiento  y  de  la  acción. 

El  hombre  que  trabaja  es  optimista  y  es  justo; 
cosecha  los  frutos  de  su  huerto  y  respeta  los  fru- 
tos del  esfuerzo  ajeno,  estimando  el  mérito  de  los 
otros  hombres  y  sintiendo  la  comunión  de  todos 
los  esfuerzos.  El  hombre  que  piensa  elabora  los 
destinos  comunes,  sirve  a  su  pueblo  entero,  pre- 
parando los  ideales  que  lo  encaminan  hacia  un 
norte  expansivo  y  fecundo. 

Estudiar  es  el  trabajo  de  la  juventud,  pues  da 
inteligencia  para  la  acción,  que  es  la  vida  misma. 
Descifrar  la  naturaleza,  en  las  cosas  que  la  cons- 
tituyen y  en  los  libros  que  la  interpretan,  es  mul- 
tiplicarse. El  ritmo  con  que  diariamente  aprende- 
mos más,  la  estoica  labor  del  que  sabe  escrutar 
la  verdad  y  construir  la  ciencia,  la  beatitud  serena 
del  que  se  juzga  fuerte  porque  sabe,  frente  a  los 
que  son  débiles  por  ignorancia,  elevan  el  enten- 
dimiento y  ennoblecen  el  corazón,  templan  el 
carácter  en  la  dignidad  y  preparan  hombres  cada 
vez  menos  imperfectos. 

Una  generación  estudiosa  puede  marcar  desti- 
nos nuevos  a  América;  su  civilización  palpita  en 
manos  de  los  jóvenes.  Nuestro  siglo  está  ya  can- 
sado de  viejos  y  de  enfermos,  harto  de  sombras 
que  se  agitan  en  la  maldad  y  en  la  sangre.  Todo 
lo  espera  de  una  juventud  viril.  Desea  hombres, 
capaces  de  amor  y  de  solidaridad. 


José  Ingenieros. 


AGUAFUERTE    DE    GUIDO. 


—V^LS^^^ 


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SEXTO      SALÓN       AN\yAL     DL     ARTE 


EL    JURADO.  DE 

TORCUATO     TASSO, 
LAGOS  Y   EDUARDO 


I  jl    A  balanza  de  precisión 

I        J      sería  justo  símbolo  de 
-I — -fWf        la    crítica,   si   supiera 

distinguir  el  diamante 

entre  las   imitaciones. 

el  medicamento  beneficioso  entre  los 
malsanos,  y  si  en  la  conciencia  de  los  críticos  pe- 
sasen los  escrúpulos  como  arrobas.  Aparte  de 
esas  deficiencias,  la  balanza  de  precisión  es  un 
gran  ejemplo.  Aunque  todo  lo  más  fiel  posible, 
siempre  se  inclina  hacia  la  salud,  cuando  dosifica 
drogas;  hacia  la  hermosura,  cuando  aquilata  pe- 
drería. Con  esto  hay  bastante,  pues  en  cuestiones 
artísticas,  como  ea  trabajos  de  químicos  y  joye- 
ros, la  báscula  resulta  una  máquina  excesiva. 
Añadamos  que  la  crítica  necesita  precaver  la  tem- 
peratura, aislarse  del  aire  y  defenderse  de  la 
humedad,  si  quiere  imitar  a  la  útil  y  concienzu- 
da balanza  de  precisión. 

La  hermosura  y  la  excelencia  no  son  cosas  del 
o.tro  mundo;  ss  las  halla,  acompañadas  de  fealda- 
des y  defectos  en  toda  obra.  También  las  hay 
sobre  las  paredes  y  suelos  de  las  salas  que  encie- 
rran la  sexta  tentativa  ds  conjunto  que  realizaron 
las  artes  plásticas  nacionales,  sin  formar  todavía 
el  ansiado  Salón  Nacional  de  Arte. 

El  esfuerzo  individual  puso  allí  224  cuadros,  es- 
culturas, planos  y  objetos  decorativos.  Algunas  de 
esas  obras  son  de  artistas  ya  consagrados,  y  fue- 
ron mezcladas  con  las  que  aspiran  a  premios. 
Quísose  asi  vigorizar  el  certamen;  pero,  buscando 
la  ley  de  las  compensaciones,  se  ha  caído  en  el 
abismo  de  las  comparaciones,  que  a  nadie  be- 
nefician. 
A  primera  vista  y  dejando  a  un  lado  optimismos 


IZQUIERDA  A  DERECHA:  MARTIN  S.  NOEL,  ARTURO  DRESCO,  PÍO  COLLIVADINO, 
ALEJANDRO  CHRISTOPHERSEN,  RICARDO  GUTIÉRREZ  (SECRETARIO),  ALBERTO 
LANÚS.  —  EN    círculo:    SEÑORES  JOSÉ   LEÓN  PAGANO  Y  CUPERTINO  DEL  CAMPO. 


<'DE    VISITA.»,    OLEO   DE    RAÚL    MAZZA, 
pUE      OBTUVO     EL     PRIMER     PREMIO. 


perjudiciales,  en  total,  aquella  ex- 
posición parece  de  aficionados  me- 
ritorios. Examinada  lentamente,  se 
van  descubriendo  rincones  y  sitios 
que  el  arte  hizo  suyos. 
¿A  qué  engañarnos?  Pocos  cuadros  de  compo- 
sición, ninguno  que  satisfaga  por  completo,  nin- 
guno que  se  destaque  resueltamente.  Los  artistas 
no  han  querido  vencer  obstáculos  ni  sus  obras  se 
inspiraron  en  grandes  ideales. 

La  galantería,  ese  supremo  gusto  de  rendir  home- 
naje a  la  dulce  femina,  no  es  muy  refinada;  no 
llegarán  a  la  docena  los  rostros  pintados  cariño- 
samente, ni  pasarán  de  dos  los  cuerpos  esculpidos 
con  ternura. 

Bien  es  verdad  que  la  carencia  de  ambiente, 
que  las  deformaciones  de  la  belleza  mujeril  son 
casi  universales.  Se  busca  la  originalidad  mediante 
el  menor  gasto  de  espíritu  y  con  el  mayor  derroche 
de  color.  Y  para  ello  se  sacrifica  todo,  se  retuerce 
todo,  mientras  los  críticos  pintan  pintores  y  es- 
culpen escultores. 

Como  la  independencia  artística  argentina  aun 
no  se  proclamó,  debemos  sufrir  pacientemente  las 
enfermedades  que  sufren  los  maestros  y  aprendi- 
ces del  mundo,  las  anemias  paisajistas,  las  histe- 
rias del  retrato,  la  neurastenia  de  la  composición, 
el  daltonismo,  la  discromatopsia.  .  . 

Se  observa  claramente  el  reflejo  de  formas  y 
maneras  conocidas,  dejándose  arrastrar  nuestros 
noveles  artistas  por  la  influencia  de  los  maestros 
que  con  sus  obras  marcaron  su  huella.  Y  si  acep- 
tamos complacidos  lo  que  con  ellas  nos  enseñaron, 
rechazaremos  como  un  mal  imperdonable  las  imita- 
ciones que  en  ningún  caso  dieron  provechoso  fruto. 


RETRATO   DE   LA    SEÑORA  C.   DE    WIL- 
MART,     POR     ANA     WEISS     DE     ROSSI. 


SALA    II     DE    PINTURA. 


<'ARMANDITO.>,      YESO 
DE  JOSÉ  FIORAVANTI. 


5f.)CIO  5ALON  /\N^?M  P  /XRTF, 


I 


_ií?fl>^ 


-iífiss^".^-^:^);ij 


<LA    HlflA    DE     PALERUOt, 
OLIO  DE  AUGUSTO  MARTEAU. 


•TENDRÉ    SOUVENIRl, 
ÓLEO    DE    LUIS   BONI. 


Por  eso  no  nos  cansaremos, de  repetir_'el_vulga- 
risimo  consejo  que  en  este  caso,  tiene  más  aplica- 
ción que  nunca:  Hay  que  trabajar,  trabajar  y 
traoajar;  pero  conscientemente,  sinceramente,  mi- 
rando tanto  hacia  afuera  como  hacia  adentro;  y 
con  tenacidad,  sin  apresuramientos,  sin  improvi- 
saciones, dándose  cabal  cuenta  del  largo  camino 
a  recorrer,  para  emprenderlo  con  paciente  resolu- 
ción," renunciando  a  los  éxitos  inmediatos  e  im- 
provisados, que  jamás  llegan  en  esta  forma. 
_-  La  mayoría  de  los  juicios  coinciden  en  reconocer 
un  progreso  sobre  las  obras  expuestas  en  los  cer- 
támenes anteriores.  No  estamos  conformes:  la  im- 
presión nuestra  es  bien  distinta,  y  si  alguna  in- 
fluencia puede  ejercer  nuestra  modesta  opinión, 
declaramos  lealmente  que  no  hemos  podido  des- 
cubrir el  adelanto,  hallando  en  cambio  un  estan- 
camiento, una  parálisis  que  deseamos  y  esperamos 
sea  transitoria. 

No  se  ha  encontrado  todavía  la  fórmula  para  im- 
provisar una  obra  artística.  Los  que  quieren  conse- 
guirlo obrando  por  explosión  se  equivocan  lamen- 


OTORMENTA».      YESO 
DE   E.    J.  SARNIGUET. 


('EL  MATE   DE  PLAT^ft,  OLEO 
DE     ALFREDO     BENÍTEZ 


•MADRE  E  HIJA!,   ÓLEO 
DE    JULIA    M.    COPUTO. 


«HOMENAJE  AL  CAUCHO»,    BOCETO    EN 
YESO,    POR     JORGE    BLANCO   VILLATA. 


•  MANOLA»,       ÓLEO      DE 
ÜREOORIO  LÓPEZ  NACUIL. 


SEXTO  SALÓN  ANVAL  B  ARTC 


•CABEZA  DE  ADOLESCENTE».  MAR- 
MOL    DE     NICOLÁS     LAMARINA. 


«NOSTALCiA»,     OLEO 
DE  EMILIO  CENTURIÓN. 


tablemente;  y  el  tiempo  que  se  pierde  en  tentativas 
estériles  podria  aprovecharse  laborando  con  en- 
tusiasmo para  no  malograr  el  fruto.  La  falta  de 
dibujo  es  una  de  las  características  de  este  cer- 
tamen: y  como  es  preciso  una  gran  dosis  de  Da- 
ciencia  y  una  gran  fe  para  vencer  las  rebeldías 
de  la  línea,  de  ahí  que  se  esquiven  sus  dificulta- 
tades.  tratando  de  engañarlas  con  originalidades  y 
atrevimientos  de  muy  mal  gusto.  Porque  es  inútil, 
ya  a  nadie  convence  el  conocido  sistema  que  sirve 
de  escudo  protector  y  que  se  emplea  con  harta 
frecuencia:  «yo  siento  así  el  arte»,  sin  tener  en 
cuenta  la  gran  distancia  que  existe  de  sentirlo  a 
realizarlo:  y  en  pocos  casos  como  éste,  puede  anli- 
carse  la  célebre  frase  de  un  conocido  escritor:  «¡Qué 
largo  es  el  camino  que  hay  del  cerebro  a  la  mano!» 
No  tenemos  la  pretensión  de  haber  dado  la  nota 
justa  con  estas  opiniones,  que  en  suma  no  son 
más  que  un  juicio  sincero  que  debe  sumarse  a 
los  otros  juicios  ya  conocidos,  y  que,  todos  juntos: 
(no  tenemos  el  menor  reparo  en  confesarlo)  au- 
mentan la  desorientación  y  la  anarquía  que  hoy 
es  la  nota  descollante  que  domina  en  el  campo 
del  arte..,  y  en  el  de  la  critica. 

J.   M.  Salazar. 


PíS^.SS 


«ÚLTIMOS  RAYOS»,  ÓLEO 
DE      RAÚL     C.      PRIETO. 


íilí 

m 


«MURCIANAS    CON    POLLOS*,     OLEO 
DE      JULIO     VILA     Y     PRADES. 


«LAS   SEÑORITAS.),     OLEO    DE    GASTÓN     JARRY. 


—  l=>tJVv^^ 


Aquí,  sobre  el  estero  y  sobre  el  rio. 
El  martín  pescador  vuela  y  fulgura. 
Cuando  doran  las  mieses  su  verdura 
En  los  llameantes  hornos  del  estío. 
Es  su  pecho  encarnado 
Un  rubí  que  a  los  aires  centellea. 

Y  su  lomo  se  azula  o  se  verdea 
Por  la  luz  estival  tornasolado. 

De  pronto  se  zambulle,  reaparece 

Y  veis,  en  su  delgado 

Y  negro  pico,  un  pez  que  resplandece 
Como  joya  robada 

Al  triple  tul,  flotante  y  azulada 
Con  que  cubre  sus  hombros  la  sagrada 
Náyade  del  cristal  de  la  cañada. 

Aquí,  bajo  los  rojos 
Lamparazos  del  sol  de  nuestro  cielo. 
La  pintada  perdiz,  de  vuelo  en  vuelo. 
Recorre  la  quietud  de  los  rastrojos. 
Aquí  su  ardiente  pulidez  ostenta. 
En  su  bastón  con  nudos  sostenida. 
La  espiga  codiciada,  suculenta 
y  en  su  pajizo  estuche  guarecida. 
Donde  madura  el  rubicundo  grano 
Del  morocho  maizal  americano. 

Ceres.  aquí,  se  baña  en  los  efluvios 
Del  indico  chañar.  El  aire  vuela 
Para  besarla  los  cabellos  rubios. 
Que  las  manos  amigas 
Del  ninfeo  escuadrón  ciñó  de  espigas 

Y  ciñó  de  amapolas.  Cada  noche, 
Cuando  la  luna  en  los  bañados  riela 

Y  sus  punzos  aguzan  las  ortigas, 
Se  ve  pasar  su  marfileño  coche 
Que  arrastran,  diligentes. 
Jaguares  y  serpientes. 
Siembran  sus  protectoras 

Y  maternales  manos. 

Por  cumbres  y  pendientes. 
Por  umbrías  y  llanos, 


Ceres,  la  que  enseñó  la  agricultura 
A  ios  hombres  primeros,  ama  el  nido 
Del  picaflor,  labrado  y  escondido 
En  el  verde  dosel  de  la  espesura. 
A  las  luces  inciertas 

Y  de  tintas  liriáceas 

Del  destello  lunar,  las  solanáceas 
Hace  surgir  en  las  campestres  huertas. 
Su  ropaje  celeste,  que  ha  entallado 
Con  cinturón  de  juveniles  rosas, 
Da  motivo  a  que  vaya  custodiado 
Su  coche  por  nocturnas  mariposas. 
Luciendo  así  sus  policromas  galas 
Tras  el  coche  con  bridas  de  azucenas. 
Susurran  el  cuarteto  de  sus  alas 
De  brujióos  encajes  las  hepialas 

Y  gnómicos  tisúes  las  zigenas. 
Cuando  el  terruño  cruza  la  bendita 
Deidad  de  los  maizales,  sus  vigores 
Siente  crecer  el  viraró,  palpita 

El  curupí  meciendo  sus  verdores, 

Y  a  la  luz  de  los  astros,  con  sigilo. 
Se  besan  el  estambre  y  el  pistilo 
En  la  copa  nectarea  de  mis  flores. 

Ceres  esculpe.       dándoles  el  brillo 
Que  ostentan  en  sus  frutos,  -     las  panojas,. 

Y  del  guindal  las  lanceoladas  hojas, 

Y  las  aovadas  hojas  del  membrillo. 
Ceres.  con  su  hechicero 

Influjo,  aromatiza  el  duraznero; 
Embellece  a  la  flor  de  la  barranca 
Con  el  joyal  redondo  y  amarillo 
De  su  gentil  circunferencia  blanca; 
Tiende,  sobre  el  timbó,  la  enredadera 
De  ñapingá;  colora  de  negrura 
El  tronco  de  los  melles;  empurpura 
El  cáliz  de  los  ceibos;  y  en  la  arnera, 
El  haz  de  la  apretada  gusanera 
En  lucientes  cucuyos  transfigura. 

No  os  dijo  aún  mi  musa  quintañona 
Que  en  el  ebúrneo  coche  reclinada 
Va  otra  ilustre  y  pulquérrima  matrona: 
Es  la  rival  de  Ceres,  la  sagrada 

Y  divina  Pomona. 

Su  origen  es  etrusco;  los  helenos 
Su  nombre  y  su  virtud  desconocían; 
Roma  besó  las  puntas  de  sus  senos 
Que  a  fresa  y  dátil  dicen  que  sabían. 
Pan  la  ofrece,  en  tributo 


De  adoración,  el  fresco  y  dulce  fruto 
De  los  guayabos;  el  gentil  racimo 
De  las  vides  salteñas;  el  opimo 
Licor  de  miel  de  las  naranjas  de  oro; 
La  drupa  del  palmar;  de  los  manzanos 
El  acídulo  néctar;  el  tesoro 
De  zumos  de  los  tiernos  macachíes 
Que  tintorean  nuestros  verdes  llanos, 
De  la  granada  el  globo  de  rubíes. 
De  los  burucuyús  los  rojos  granos. 
Las  suculentas  moras  del  zarcero, 
De  los  ñangapirés  las  esterillas. 
Los  granates  del  manto  del  guindero. 
El  pulido  coral  de  las  frutillas, 

Y  las  monteses  pomas 

En  donde  rezan  su  canción  de  aromas 
Del  membrillo  las  carnes  amarillas. 

De  las  diosas  benéficas  el  coche. 
Que  nacaran  las  luces  de  la  noche. 
Jovial  dirige,  con  sapiente  mano, 
El  rústico  Silvano. 
Mirad  y  notaréis,  en  el  pescante. 
El  bastón  de  ciprés  con  que  arrogante 
Doma  las  furias  del  jaguar  sañudo 

Y  al  carnicero  cimarrón  arredra 
El  viejo  semidiós,  casi  desnudo 

Y  coronado  de  silvestre  hiedra. 

¡Guardián  de  nuestras  reses  y  celoso 
Paladín  de  los  árboles  nativos. 
Cuida  de  las  ovejas  el  reposo 

Y  haz  que  encumbren   altivos 
Los  ubajáes  su  dosel  frondoso! 
¡Sean  nocturno  asilo  de  las  alas 
Aborrecidas  por  las  sierpes  rojas. 

De  nuestros  sauces  las  argénteas  hojas 

Y  el  obscuro  verdor  de  nuestros  talas! 
¡Que  el  yaribá  al  salvaje 
Churrinche  dé  refugio  en  su  follaje 

Y  que  el  pecho  amarillo 
Perfume  su  plumaje 

En  las  ramas  en  flor  del  espinillo! 
¡Oh,  mi  terruño  de  ondulantes  cuestas. 
El  de  planicies  de  enceradas  mieses. 
El  que  forja  con  oros  de  sus  puestas 
Las  policromas  manchas  de  sus  reses. 
Que  el  cielo  te  bendiga 
En  el  nido,  en  el  trébol  y  en  la  espiga! 
¡Que  por  todos  los  siglos,  donde  canta 
El  zorzal  los  repiques  del  verano 

Y  la  ceiba  sus  púrpuras  levanta. 
Triunfe  la  majestad  radiante  y  santa 
De  Ceres,  de  Pomona  y  de  Silvano! 

DIBUJO    DE    ALVAREZ. 


I  >  I  Kiuiinini  lili  rtiu  III I  iHimt 


II<  IIIMIIIIIlItlTIHItlIlIlllllllllhllllllll 


I 


DE    LA    GALERÍA    DE    DON    LORENZO    PELLERANO 


PRIMAVERA 


COUACHE    DE    EDGARD    MASCENCE. 


PLVS      • 
.  VLTPA 


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Jesús,  Principe  ds  Niños,  mueve,  al  pasar. 
los  rosales  del  cielo:  las  divinas  rosas  se  desho  - 
jan  blandamente  y  he  aquí,  que  los  jardines  de 
la  tierra  se  pueblan  de  criaturas. 

Hilaría  la  Virgen  el  albo  lino,  y  el  bueno  de 
José,  en  su  santo  taller  dí  carpintero,  llenaría 
el  suelo  de  aserrín  de  oro  y  de  virutas  blancas 
y  rizadas.  Cansariase  de  jugar  el  Niño  Celeste 
y.  sacudiéndose  la  corta  túnica  violeta,  ceñida 
con  un  cinturón  de  estrellas,  se  iría  a  jugar  en 
la  pradera  próxima,  bajo  el  benigno  cielo  de 
Judea.  con  otros  niños  vecinos,  que  verían. 
con  asombro,  como,  al  correr,  el  Niño  Dios 
dejaba  perfumado  el  aire  y  luminosa  la  hierba 
que  pisaba. 

Juegan  los  niños  casi  dssds  que  nacen.  A 
jugar  vienen  al  mundo.  No  tienen  otra  cosa  que 
hacer  sino  jugar. 

En  el  regazo  de  la  madre,  mientras  beben 
ávidos  la  vida,  tienden  al  aire  las  manos  inex- 
pertas, como  si  quisieran  atrapar  mariposas 
invisibles  ya  para  nuestros  pobres  ojos  enve- 
jecidos. Traen,  sin  duda,  el  recuerdo  de  blan- 
cas cacerías  por  azules  campiñas,  en  alada 
amistad  con  ángeles  y  serafines. 

O  sueltan  bruscamente  el  pecho  generoso  y 
se  quedan  pasmados,  con  los  ojos  fijos  en  los 
de  la  madre,  para  jugar  con  ellos  un  claro  es- 
condite de  miradas. 

Desnudos  en  las  cunas  doradas,  juegan  a 
agarrarse  los  pies,  y  como  nunca  aciertan  y 
hasta  parece  que  se  ponen  serios,  se  dssbordan 
sobre  las  carnes  de  nácar  los  besos  y  las  risas 
de  la  maternidad  feliz  y  las  alcobas  se  llenan  de 
innumerable  alegría,  como  si  por  ventanas  y 
balcones,  irrumpieran  las  ramas  de  cien  flore- 
cidos durazneros. 

Más  tarde,  hecha  esa  gran  conquista  del  pri- 
mer paso,  de  silla  en  silla,  apoyándose  en  las 
paredes,  juegan  a  desgarrar  la  blonda  de  un 
helécho,  a  hacer  pedazos  la  más  fina  porcelana. 
a  deshojar  el  más  lindo  y  luminoso  libro  de 
imágenes. 

Y  es  de  ver.  con  qué  asombro  en  los  ojos,  con 
qué  sonrisa  en  los  dientecitos  de  arroz,  comen- 
tan en  silencio,  la  indignación  fingida  de  las 
personas  mayores. 

Juegan  los  niños.  En  los  palacios  sonoros. 
los  hijos  de  reyes  y  de  millonarios,  jugarán  con 
piedras  preciosas  y  complicados  juguetes  de 
plata  y  marfil,  bajo  las  miradas  de  los  precep- 
tores, rígidos  de  casacas  bordadas  y  antipáti- 
cas de  consignias:  en  las  cabanas  grises,  paci- 
ficas de  humo  de  hogar,  con  montoncitos  de 
arena,  con  pedrezuelas.  con  palitos  secos,  con 
el  rabo  del  gato  mimoso,  con  las  orejas  del 
perro  fiel,  mientras  afuera  cae  la  nieve  o  la 
pampa  verde  se  maravilla  de  su  propia  gran- 
deza. 

Juegan  los  niños:  corren,  gritan,  cantan. 
trepan,  se  arrastran,  como  movidos  por  un 
furor  cósmico  ineludible. 

Los  pájaros  saltan  de  rama  en  rama:  las  estre- 
llas resbalan  por  el  cristal  de  la  noche;  un  hilo 
de  agua  se  deshace  en  gotas,  en  perlas...  El 
mundo  está  contento,  radiante,  porque  los  niños 
juegan  gozosamente  bajo  la  misma  música  calla- 
da que  hace  estremecer  a  las  esferas  inmortales. . . 

Un  día.  despacito,  llega  de  los  campos  la  Pri- 
mavera y  se  posesiona  de  la  ciudad. 

La  ciudad,  entumecida  de  frío,  se  entrega  a  la 
Primavera,  que  viene  con  un  ramo  de  flores  atado 
con  una  cinta  de  sol.  tan  larga,  que  ondula  de- 
trás de  ella,  como  una  estela  de  oro  impalpable. 

¡Afuera  los  sobretodos  pesados  y  ios  pequeños 
guantes  y  las  polainas  llenas  de  mil  botones  fas- 
tidiosos! Ahora  sí  que  los  niños  parecen  vestidos 
de  pétalos  de  rosas  de  mil  colores! 

¿Los  veis  descender  la  suave  pendiente  de  aquella 
vereda,  de  la  mano,  al  aire  las  pantorríllas  blancas 
por  el  invierno,  ruidosos,  comiéndose  la  goma  de 
los  sombreros?  Van  a  Palermo:  a  esta  pradera,  a 
aquella  encrucijada,  a  tal  camino,  a  cierto  grupo 
de  árboles. 

Van   a  la  plaza  próxima;  al  parque  Lezama, 


umbroso  y  señorial:  van  irresistiblemente  donde 
haya  un  césped  por  el  que  rodar,  un  estanque  don- 
de echar  migas  a  los  peces,  un  sendero  de  blanda 
arena  donde  se  pueda  abrir  un  abismo  con  una 
pala,  o  levantar  una  montaña  con  un  balde  gran- 
de como  un  dedal ,  , . 

Allí  van  los  niños.  Todos  los  niños  de  la  ciudad. 
¿Todos?  Un  niño  me  preguntó  una  vez,  un  niño 
pensativo,  si  a  esos  parques,  que  él  no  conoce, 
pero  de  los  que  oye  hablar.  Avellaneda,  Centena- 
rio, Chaoabuco,  si  a  esos  parques  lejanos  iban  a 
jugar  los  niños  pobres,  los  que  vendían  diarios, 
por  ejemplo.  . . 

Yo  no  supe  que  contestarle:  pero  es  indudable 
que  sí,  que  a  esos  parques  tienen  que  ir  los  niños 
grises  pobres,  los  niños  pálidos  enfermos,  los  ni- 
ños de  uniformes  obscuros  que  desfilan  en  serias 
columnas  por  las  calles.  Todos  los  niños  van  a 
todos  los  parques,  todos  regresan  a  sus  casas,  a 
desgarrar  un  helécho  más,  a  romper  otra  porcelana. 

Todos  regresan  a  sus  casas  con  un  rutilante  tor- 
bellino de  glóbulos  rojos  en  las  azules  venas,  con 
algunas  columnillas  más  de  sólido  fosfato  en  los 


huesos  en  crecimiento.  Todos  los  niños,  mi  niño 
pensativo,  todos  los  niños... 

¡Abrios,  calles  larguísimas,  en  plazas  llenas  de 
flores  y  de  sol!  ¡Multiplicaos  y  embelleceos,  jardi- 
nes de  Buenos  Aires!  Haced  blando  terciopelo  de 
vuestros  céspedes;  que  los  caminos,  rubios  de  are- 
na, se  pierdan  en  las  lejanías,  en  curvas  armonio- 
sas: que  manen  apaciblemente  las  fuentes,  para  que 
en  el  manso  fluir  hallen  los  pueriles  corazones  una 
clara  lección  de  serenidad  y  de  perseverancia;  que 
salten  esbeltos  los  surtidores  y  doblen  muy  alto  su 
cayado  argentino,  para  que,  al  seguir  los  ojos  ma- 
ravillados las  irisadas  guías,  descubran  un  anhelo, 
un  ideal,  en  el  salto  vigoroso  que  los  levanta  del 
polvo  de  la  tierra;  que  sobre  los  pedestales  fulgure 
el  patriótico  ejemplo,  en  el  bronce  de  los  grandes 
hombres,  o  dance  el  mármol,  hecho  gracia,  junto 
a  la  dulzura  elegiaca  de  los  cipreses  verdinegros.  .  . 

Que  todo  sea  Belleza.  Maravilla.  .  .  Mirad,  ¡oh, 
jardines!  que  la  urbe  de  hierro  y  granito  os  entre- 
ga lo  mejor  que  tiene:  sus  niños,  es  decir,  su  Es- 
peranza. 

ACUARELV    DE    MAVOL. 


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No  vayas  a  maliciar,  sufriente  y  caro  lector, 
que  el  asunto  de  esta  página  sea  narración  hechi- 
za, de  sucesos  inventados  para  entretener  tus  ocios 
en  esta  apretada  época  de  ahogos  y  vencimientos. 

Me  caiga  muerto  si  el  cuento  que  voy  a  ofer- 
tarte ahora  no  es  un  jirón  palpitante  de  nuestra 
vida  corriente.  Su  recuerdo,  por  lo  menos,  está  así 
caratulado  en  los  archivos  de  mi  ordenada  memo- 
ria. Si  lo  exhumo  placentero,  es  con  su  cuenta  y 
razón;  pues  aunque  sus  contornos  asumen  los  per- 
files de  lo  vulgar,  la  pulpa  de  su  íntima  sustancia 
encierra  un  lindo  rasgo  del  picarismo  criollo,  me- 
recedor de  un  buen  disco  en  la  fonografía  literaria. 

Y  hecha  esta  explicación,  arriba  el  trapo;  que 
el  escenario  nos  espera  ya. 


Hace  cuatro  largos  lustros,  Cosquín,  que  en- 
tonces era  un  aprendiz  de  pueblo,  jugaba  a  las 
escondidas,  entre  uno  de  los  tantos  recovecos  que 
forman  a  su  antojo  las  bravas  serranías  cordobesas. 

Lo  de  su  condición  oculta  era  un  designio  chin- 
gado, pues  mientras  el  caserío  se  acuchillaba  en 
las  sinuosidades  del  terreno,  que  si  no  era  quebra- 
do, andaba  por  declararse  en  quiebra,  un  río  com- 
padrón, que  sabía  caminar  con  corte,  pasaba  por 
el  pago,  como  arrastrándole  el  ala.  Pero,  ¡de  qué 
m.odol  A  los  gritos  y  haciendo  puras  gam- 
betas: cosa  que  todo  el  mundo  se  diese  cuenta  de 
que  allí  había  una  agrupación  urbana;  cuyo  ve- 
cindario se  aburría  por  lujo  todo  el  invierno,  míen- 
tras  en  el  verano  era  testigo  de  lo  poco  que  se 
divertían  los  forasteros. 


E/TILP/  cr^xIOLLCV 

EjX-  PEíL.ICi1:íO^ 


Total,  que  con  los  barquinazos  dados  en  los 
pedruscos  de  su  revuelto  lecho,  el  río  publicaba 
«urbi  et  orbi»  el  secreto  en  que  las  casas  deseaban 
pasar  desapercibidas. 

Aquella  humilde,  pero  agraciada  localidad,  re- 
creo de  los  sentidos,  la  formaban  a  escote,  una 
punta  de  lindas  poblaciones;  varios  palomares  con 
proporciones  de  templos;  una  iglesia  de  albañile- 
ría  barata,  que  parecía  todo  un  palomar;  un  puen- 
te ferroviario,  afectado  de  hidrofobia,  desde  que 
se  apartaba  veinte  metros  sobre  el  nivel  del  río. . . 
y  otras  varias  frioleras  de  un  orden  muy  subalter- 
no, que  integraban  coquetonas  el  conjunto  en- 
cantador. 

Y  todo  ello,  amparado  por  el  paternal  aunque 
adusto  «Pan  de  Azúcar»,  consecuente  en  su  actua- 
ción protectora,  y  con  la  parada  propia  de  quien 
hace   vigilante   centinela. 

Tal  conjunto  de  factores  constructivos,  dispues- 
tos sin  programa  ni  concierto,  parecía  «prima  facie'> 
juguete  de  Nurenberg,  hecho  para  entretención 
de  pichones  de  gigante.  Pero  la  ilusa  apariencia 
no  pasaba  de  ser  eso;  mendaz  alucinación:  porque 
existen  constancias  fidedignas  de  que  así  las  vi- 
viendas, como  todas  las  otras  obras  de  fábrica, 
habían  sido  hechas  en  el  país,  y  sobre  el  terreno 
mismo  de  su  habitual  ubicación. 

Lo  que  no  resultaba  fabricado  en  Cosquín,  era 
su  río  macaneador,  que  ya  venía  hecho  desde  mu- 
cho más  arriba,  aunque  mismo  naciera  entre  la 


doctoral  provincia;  dado  que  en  sus  continuas 
murmuraciones  se  le  notaba  acento  cordobés,  de 
una    tonada   chichona. 

Gracias  al  empeñoso  esfuerzo  de  algunos  buenos 
galenos,  que  enamorados  del  cosquinense  clima 
le  habían  acordado  patente  de  bálsamo  medici- 
nal, el  suertudo  pueblito  entró  a  dragonear  de 
estación  aeroterápica.  Y  como  todavía  los  tísi- 
cos no  le  arruinaban  la  factura,  buscando  los  be- 
neficios de  su  curativo  ambiente  cuando  recién 
estaban  por  morirse,  la  gente  sana  y  ociosa  de 
más  de  media  República,  le  venía  agarrando  para 
el  turismo  barato. 

La  alegre  caravana  sabía  caer  allí,  de  a  pocos 
y  día  a  día,  arrostrando  las  penurias  de  un  largo 
peregrinaje,  sin  miedo  a  la  sevicia  de  los  hoteles 
que  se  estilaban ...  y  donde  se  estrilaba  a  voces 
solas,  en  coro  general  de  pasajeros.  Tales  eran  el 
«confort»  y  el  fino  trato  que  por  lo  regular  se  les 
brindaba.  La  industria  de  la  hospitalidad  inhos- 
pitalaria llegaba  por  aquellas  latitudes  a  su  pe- 
ríodo álgido;  así  es  que  todos  los  institutos  de 
pensión  parecían  obedecer  la  consigna  de  sacar 
de  allí,  a  patadas,  a  cuantos  corajudos  parroquia- 
nos se  animaban  al  tremebundo  abordaje. 

Por  lo  demás,  los  contados  días  que  los  turis- 
tas hacían  acto  de  presencia  en  el  Cosquín  de  mi 
cuento,  podían  gozar  una  cosa  bárbara,  siempre 
que  en  sus  billeteros  hubiese  buenos  «canarios», 
y  a  condición  de  que  manufacturasen,  por  cuenta 
de  su  sola  iniciativa,  las  plácidas  diversiones  ca- 
paces de  distraerles.  El  país  ponía,  por  su  parte, 
sus  admirables  bellezas;  vale  decir,  «la  decoración». 


—  fc>lJv.-':S 


bien  aigna  de  los  honores  de  la  luijeia  postal:  en 
cuanto  a  «las  representaciones-,  se  me  hace  que 
ya  lo  he  dicho:  tenian  que  correr  con  ellas  los  visi- 
tantes, casi  siepipre  materia  dispuesta  para  ame- 
nizar su  efímera  estadía  en  aquel  delicioso  paraíso. 

Por  las  maravillas  que  atesora  aquel  país  de 
prodigio,  y  por  la  maravillosa  facilidad  con  que 
podia  uno  aburrirse  sin  salir  del  pueblo,  menu- 
deaban las  excursiones,  las  cabalgatas  y  hasta  los 
•pic-nics>.  Pero  eso  era  de  día  y  al  rayo  del  sol: 
por  la  noche,  como  no  se  prefiriese  probar  fortuna 
en  la  casa  de  juego,  discretamente  explotada  por 
el  digno  Comisario  de  Policía,  para  pasar  el  rato 
menos  mal,  no  había  más  defensa  que  leer  los  avi- 
sos de  los  periódicos,  o  hacer  solitarios  con  una 
baraja  ya  muy  jugadita,  mientras  los  jóvenes  de 
uno  y  otro  sexo  practicaban  ejercicios  doctrinales 
de  gimnasia  coreográfica,  a  los  desacordados  acor- 
des del  catarroso  piano  yacente  en  cada  hotel  res- 
pectivo. 

Las  distintas  reuniones  de  aquellos  modos  te- 
nidas, procuraban  inesperados  contactos,  entre 
gentes  que  nunca  se  habían  visto,  o  que  de  allí 
en  adelante  ya  no  se  podrían  ver.  Esto  no  quiere 
decir  que  escaseasen  las  aproximaciones  en  forma 
de  «temporadas»  bailables,  a  las  veces  comprome- 
tedoras. A  más  de  un  Lovelace  de  ocasión,  que 
cernía  allí  su  vuelo  en  los  aviesos  espacios  del 
amor,  les  he  visto  dar  después  el  arriesgado  «loo- 
ping the  loop»  conyugal.  No  me  preguntes,  lector, 
cómo  es  que  han  aterrizado. 

Gracias  a  semejante  tacto  de  codos,  ejercido  en 
tertulias  y  paseos,  la  animosa  muchachada  se  sen- 
tía lo  más  bien,  en  aquel  amable  medio;  sobre 
todo,  si  caían  familias  platudas,  dispuestas  a  ha- 
cerse ver.  colocando,  a  la  pasada,  el  «stock"  dis- 
ponible de  su  mercadería  feminista,  todavía  en 
estado   de  merecer. 

El  género  excursiones  era  el  más  socorrido  de 
todos.  Los  mocitos  sueltos. . .  de  cuerpo,  se  deja- 
ban invitar  (como  acordándolas  una  merced)  por 
las  gentes  paganas.  De  ese  modo  no  tenían  que 
pelar  ni  medio,  salvo  para  abonar  el  alquiler  del 
flete:  obligación  que  a  algunos  distraídos,  se  pre- 
cisaba recordarles. 

Te  podría  conversar,  mi  amigo  y  caro  lector,  de 
más  de  veinte  paseos,  efectuados  en  tan  privile- 
giadas condiciones;  pero  me  contraeré  a  hacerlo 
del  «clou«  de  la  temporada;  de  la  excursión  a  las 
•Cascadas  de  Olaín».  Te  garanto  que  aquellos  des- 
cabellados saltos  de  agua,  son  un  alarde  de  orfe- 
brería hidráulica,  ejecutado  por  una  delirante 
naturaleza,  cuyos  milagros  bien  valen  las  fatigas 
de  ir  a  verlos.  Si  un  día  vas  a  Cosquin,  no  vuelvas 
sin  admirarlos.  Én  fija  quedarás  grato  por  lo  sano 
del  consejo. 

Contando  con  el  embeleso  del  paisaje  que  estaba 
por  prestarnos  sus  bambalinas,  y  con  el  esplendor 
de  un  cielo  que  se  me  antojaba  egipcio,  la  auspi- 
ciosa fiesta  nos  ofertaba  todo  un  macuco  cartel. 
Pero  aún  había  más:  la  familia  invitante  era  la 
del  «Seis  de  Oros».  La  nombrábamos  así.  porque 
la  servía  de  tronco  un  respetable  casal  millonario, 
dueño  de  varias  estancias,  cuyos  mejores  produc- 
tos estaban  constituidos  por  media  docena  de  hijas 
mujeres.  Pero  ¡qué  niñas!  Además  de  ser  ricas  por 
su  casa,  eran  personalmente  seis  ricuras.  Te  ga- 
ranto que  resultaban  lindas  de  ve- 
ras... Como  entre  ellas  no  había 
gemelas,  claro  es  que  cada  una  te- 
nia distinta  edad:  pero,  eso  si;  to- 
das ellas  en  plena  primavera  de  la 
vida.  Aquellas  preciosuras,  forma- 
ban la  escala  cromática  de  la  so- 
berana belleza  porteña.  con  todas 
sus  delicadas  finuras,  y  sus  maci- 
zas cuanto  esbeltas  opulencias. 

Todas  las  relaciones  que  recién 
habían  adquirido  en  el  hotel,  es- 
taban oficialmente  invitadas  al  pa- 
seo; pero  todavía  faltaba  por  con- 
vidar la  buena  gente  de  «la  mesa 
brava».  Cumple  aquí  una  aclara- 
ción: con  tal  nombre  habíamos 
bautizado  a  la  más  grande  del  co- 
medor; verdadera  «table  d'hóte»,  en 
cuyo  derredor  eran  agrupados  los 
pasajeros  que  caían  de  a  uno,  vale 
decir,  sin  el  estorbo  de  la  familia. 
Gente  joven  y  bien,  pero  algo  bo- 
chincheros, los  muchachos  que  por 
aquel  entonces  la  componían,  ale- 
graban el  comedor  con  sus  ocurren- 
tes frases,  casi  siempre  editadas 
como  para  que  el  público  las  ce- 
lebrase, y  con  sus  bromas  de  buen 
gusto,  que  sólo  ultrapasaban  la 
paciencia  del  muy  poco  paciente 
patrón  de  la  casa. 

Vaya  un  ejemplo:  cuando  el 
«menú*  de  la  comida  nos  prometía 


♦civet  de  Uévre».  uno  de  los  comensales  de  «la 
brava»  fingía  gran  apuro  y  salía  apresuradamen- 
te a  registrar  el  establecimiento,  en  busca  del 
perrito  canelo  de  la  casa,  temeroso  de  que  le  hu- 
biesen sacrificado  en  la  cocina,  para  darnos... 
perro  por  liebre.   Y  así  por  el  estilo.  . . 

Cuando  se  estaba  haciendo  la  lista  de  convi- 
dados a  la  excursión,  las  seis  hermosuras  insinua- 
ron a  los  autores  de  sus  días,  la  conveniencia  de 
invitar  a  aquella  interesante  muchachada:  en  cuan- 
to a  ésta,  va  sin  decir  con  qué  ilusión  e  impacien- 
cia aguaytaba  una  cortés  invitación.  Pero,  entre 
unos  y  otros  jóvenes  se  levantaba  una  muralla  de 
la  China  (no  creas  que  te  converso  de  alguna  sir- 
vientita  del  hotel).  Mediaba  el  inconveniente  nada 
flojo,  de  que  aún  no  estaban  presentadas  unas  a 
otros. 

Como  «cuando  ellas  quieren»  se  tiene  la  media 
arroba,  a  una  de  las  seis  niñas  se  le  ocurrió  un 
recurso  capaz  de  solucionar  el  intrincado  conflic- 
to: Se  les  convidaría  a  los  muchachos  por  la  inter- 
pósita  persona  del  hotelero.  Nada  más  natural. 
¡Tantas  veces  había  desempeñado  el  hombre  roles 
semejantes!  Si.  pero  ¡pobres  niñas!,  ¡no  pudieron 
tener  una  ocurrencia  más  desdichada!  Porque  co- 
mo el  «donneur  de  la  soupe»  andaba  con  sangre 
en  el  ojo.  causa  del  ruido  que  metían  aquellos  ca- 
balleritos,  no  sólo  se  resistió  a  servir  de  puente 
en  la  emergencia,  sino  que  contrariamente  y  con 
el  rencor  más  pampa,  les  sacó  de  la  cabeza,  a  los 
papas  de  las  señoritas,  la  peligrosa  idea  de  entre- 
verarse con  aquel  chusmaje  de  compadritos.  En 
su  sesuda  opinión,  sería  un  atentado  imperdona- 
ble mixturar  muchachas  bien,  con  malentreteni- 
dos,  pechadores  y  mangiacañas.  como  aquellos 
tipos  de  «la  mesa  brava'>,  que  eran  unos  atorrantes 
disfrazados  bajo  la  linda  repita...  todavía  no 
pagada  al  sastre. .  .  Y  que  arriba  y  que  abajo. .  . 

De  tal  modo  les  puso  la  cabeza  a  aquellos  bue- 
nos señores,  que  se  tragaron  integra  la  calumnia, 
y  se  chuparon  una  batata  de  la  madona,  al  pen- 
sar en  el  riesgo  bárbaro  que  habían  podido  correr 
las  pobres  niñas. 

En  fin  de  cuentas  te  diré,  lector  de  mi  alma,  que 
la  pérfida  intriga  triunfó  en  toda  la  linea;  que  se 
celebró  el  paseo  sin  la  grata  compañía  de  la  ale- 
gre patota;  que  las  «Cascadas  de  01aín>>  estuvie- 
ron tan  hermosas  como  es  de  práctica  en  ellas; 
que  la  comida  fué  un  derroche  de  distinción  y 
abundancia. . .  Pero  justo  será  agregarte  también, 
que  la  jornada  fué  un  opio  para  las  aburridas  ne- 
nas, quienes  en  sus  inocentes  expansiones  extra- 
ñaban al  elemento  complementario  de  su  vida  de 
ilusión.  No  habiendo  concurrido,  ni  los  cachafa- 
ces de  «la  mesa  brava»,  ni  mozo  alguno,  fuera  de 
un  estudiante  para  fraile,  que  nunca  sabía  hablar, 
¿cómo  iban  a  divertirse  aquellas  almilas  vírgenes, 
lanzadas  al  mundo  para  que  las  bailasen  a  toda 
orquesta,  las  estrechasen  los  talles  con  todo  entu- 
siasmo, y  las  dijesen  cosas  lindas  a  todo  pasto? 
No  es   de  creer. 

Y  si  ellas  estuvieron  aburridas,  ¿qué  me  dices 
de  lo  fulos  que  andarían  los  mocitos,  indignados 
por  el  desaire  recibido,  siendo  que  eran  de  las 
pocas  personas  no  invitadas  a  participar  en  la 
farrita?  ¿Precisaré  decirte  que  acariciaban  el  plan 
de  una  ejemplar>enganza?'¡Claro^qué'no!  Y  como 


ellos  ignoraban  el  verdadero  origen  de  su  des- 
ahucio, hicieron  toda  su  preparación  de  artillería, 
contra  la  inocente  familia  del  «Seis  de  Oros».  Ni 
cortos  ni  perezosos,  se  apresuraron  a  darla  el  vuel- 
to, tomándose  una  represalia  feroz.  Verás  como 
fué  la  cosa. 

Como  tres  noches  después,  cuando  estábamos 
comiendo,  con  todo  el  comedor  «au  grand  com- 
plet»,  al  llegar  el  momento  ¿sicológico?  de  los  pos- 
tres, en  «la  mesa  brava»  hizo  estrepitosa  aparición 
una  soberbia  garrafa  de  helado,  recién  llegada  de 
Córdoba,  que  atrajo  las  miradas  todas  de  los  cir- 
cunstantes. ¡Imagínate!  ¡Un  monumental  cacha- 
rro, con  sustancia  como  para  cincuenta  cubiertos! 
Los  felices  poseedores  de  aquella  delicia,  esta- 
llaban de  júbilo...  Saludaron  al  rico  postre  con 
la  marcha  de  San  Lorenzo,  entonada  «sotto  voce»; 
hubo  discursos  apologéticos  a  la  invención  del 
frió  artificial...  y,  por  fin,  antes  de  servirse  los 
afiliados  a  «la  mesa  brava»,  pusieron  en  movimien- 
to a  todos  los  sirvientes  de  la  casa,  para  que  fue- 
sen llevando,  de  mesa  en  mesa,  magníficas  por- 
ciones del  apetitoso  manjar,  a  todas  las  familias; 
bien  entendido,  a  todas,  menos  ¡naturalmente!  a 
la  del  «Seis  de  Oros».  ¡Toma!  Para  que  se  destacase 
bien  el  desprecio...  ¡Excuso  decirte! 

Pero  como  en  aquel  enorme  recipiente  había 
gran  cantidad  de  contenido,  todavía  se  procedió 
a  una  nueva  emisión.  Y  ¡vuelta  los  sirvientes  a  cru- 
zar el  comedor  en  todas  direcciones...  exceptD 
hacia  la  mesa  del  «Seis  de  Oros». . .!  Y  como  no 
se  acababa  de  consumir  el  rico  postre,  se  habili- 
taron platos  para  enviar  abundantes  lotes  del  re- 
galo al  personal  de  cocina,  a  todos  los  sirvientes 
de  la  casa...  y  hasta  al  perro  canelo,  que  fué 
expresamente  llamado  al  comedor,  donde  se  dio 
un  atracón  jefe.  Casi,  casi,  el  empacho  que  agarró, 
pudo  muy  bien  hacerle  cantar  para  el  carnero.  .  . 
Bien,  pues:  los  muchachos  de  «la  mesa  brava» 
estaban  vengados:  habían  hecho  pasar  un  brutí- 
simo cuarto  de  hora  a  la  pobre  familia,  autora 
inconsciente  del  violento  desagrado.  Pero  ¡ay!  qué 
poco  les  duró  el  goce  de  aquel  placer  de  los  dio- 
ses. . .  El  seminarista,  que  era  un  alma  de  Dios  y 
estaba  en  posesión  de  la  clave  del  disgusto,  les 
informó  ampliamente  sobre  la  verdadera  proce- 
dencia del  entripado. 

Entonces,  en  sus  nobles  corazones  entró  a  fun- 
cionar un  remordimiento  sincero.  Ya  no  pensaron 
en  otra  cosa  que  en  desagraviar  a  la  familia  vic- 
tima del  malentendido...  y  en  trasladar  sus  ca- 
ñones a  otro  frente  de  batalla,  para  jorobar  com- 
petentemente al  hotelero. 

Por  desgracia,  tan  justiciero  programa  no  ob- 
tuvo el  merecido  cumplimiento.  Al  otro  día,  en  el 
tren  de  la  mañana,  la  familia  del  «Seis  de  Oros- 
se  había  apretado  el  gorro,  rumbo  a  una  de  sus 
estancias,  corrida  por  el  injusto  bochorno.   ¡Qué 
pena!  Por  ese  lado,  la  venganza  resultaba  suicida, 
al  haberse  ausentado  la  alegría  del  hotel;  la  ¿sena? 
de  buenas  mozas.  Bien;  pero,  ¿y  por  el  otro  lado? 
-  preguntarás.  . .   Lo  que  es  por  el  otro  lado,  t3 
juro  que  la  venganza  resultó  una  obra  maestra. 
¿Que  de  qué  modo?  Del  más  sencillo  del  mun- 
do: haciéndole  pagar  al  hotelero,  que  era  un  gran 
angurriento,  el  importe  de  los  vidrios  rotos.  Por- 
que cuando  ya  habían  regresado  a  sus  respecti- 
vos   lares    los    muchachos    de    mi 
cuento,   el   confitero    de   Córdoba, 
proveedor  del  helado,  se  lo  cobró, 
muy  si,  señor,  al  culpable  de  taa 
entretenido  batifondo.  Al  ñudo  éste 
quería  protestarla:  un  procurador 
amigo,  que  era  uria  luz  para  esto3 
asuntos,  le  aconsejó  que  se  dejara 
de  embromar   y   formase  con    I03 
pesos. 

Efectivamente;  como  el  pedido 
del  helado  se  había  hecho  por 
telégrafo,  no  quedaban  constancias 
escritas  para  responsabilizar  a  na- 
die: en  cambio,  el  hotelero  se  ha- 
bía pisado  feo,  al  firmar  el  recibo 
en  la  guía  de  la  frigorífica  enco- 
mienda, cuando  ésta  hubo  llegado 
al  hotel.  La  única  prueba,  pues, 
le  condenaba  con  costas,  por  me- 
terse a  comedido. 

El  hombre  se  tiraba  de  las  me- 
chas, al  contemplar  la  factura.  Y 
aún  tuvo  que  pagar  más:  el  flete 
que  le  cobraba  la  agencia. .  .  y  las 
tres  onzas  de  aceite  de  castor  que 
se  tomó  «el  canelo-',  para  no  pre- 
sentar la  renuncia  a  su  perra  vida. 
Pues  estuvo  por  morirse.  Pero  lo 
pensó  mejor  y  gracias  a  aquel  re- 
medio pudo  salir  de  cuidado. 


Severiano  Lorente. 

niBI'JOS    DE    AI.OSSO. 


i 


—  T=>LS'-^^ 


>>V— 


J^ — 


A  ORILLAS  DEL  PARANÁ 


DIBUJO      AL     CARBÓN- 
DE    NICANOR    VÁZQUEZ. 


—  n>L;v^js  "vi_rT^P3yx— 


-ta>==v— 


HO/\ENAJE~  A 
r~-  LA~FÍE§TA  ^^ 
V    DE~LAr§A2^v~^ 

Hay  un  célebre  cuadro  del  gran  pintor  prerra- 
faelista  Millais,  en  cuyo  argumento  pudiera  sim- 
bolizarse la  España  de  la  Conquista.  Llámase  El 
Caballero  Errante.  Das  figuras  centrales  llenan  el 
lienzo:  una  hermosa  doncella,  a  quien  manos  per- 
versas han  atado,  desnuda,  a  un  roble  secular,  y 
un  paladín  armado  de  punta  en  blanco,  que  atraído 
por  las  quejas  de  la  joven,  al  atravesar  el  paraje, 
se  apresura  a  cortar  tan  crueles  ligaduras  con  su 
tizona.  Ambos  personajes  resaltan  contra  el  fondo 
verdinegro  del  bosque,  iluminados  por  la  débil  luz 
de  la  mañana  que,  llegando  desde  el  confín,  realza 
la  belleza  de  la  prisionera  y  corre  en  suaves  refle- 
jos de  aurora  por  la  armadura  de  su  libertador. 

Tal  se  le  representa  a  mi  mente  la  España 
guerrera  y  conquistadora  del  siglo  XVI — la  de 
Fernando  el  Católico  y  de  Carlos  V.  .  .  — Armada 
de  todas  armas,  aventurada  al  azar  como  un  ca- 
ballero andante,  en  la  alborada  de  una  civiliza- 
ción hermosa,  por  entre  la  selva  del  fanatismo  y 
la  ignorancia  de  la  Edad  Media,  más  sombría  que 
el  bosque  de  la  pintura,  libertando  —  iluminada 
por  la  luz  del  lejano  descubrimiento  —  al  espíritu 
humano,  prisionero  y  atormentado  por  los  rígi- 
dos principios  de  la  escolástica  y  de  las  disciplinas 
místicas. 

¡Cuan  interesante  resulta,  en  realidad,  contem- 
plar a  aquella  España,  la  de  las  tres  mil  setecientas 
batallas  en  la  vega  granadina,  cruzando  la  soledad 
procelosa  del  Atlántico,  rumbo  a  las  Américas!.  ,  , 
Traía  la  espada  y  la  cruz  como  elementos  de  con- 
quista y  civilización;  venía  en  viejas  carabelas, 
que  casi  siempre  desarbolaban  las  borrascas,  y  en 
galeones  mal  calafateados,  cuyas  máscaras  de  proa 
parecían  simbolizar  las  pasiones  de  la  muchedum- 
bre aventurera  que  se  hacinaba  en  el  entrepuente 
y  las  crujías;  encauzaba  hacia  las  tierras  nuevas, 
doradas  por  el  espejismo,  todas  sus  energías  y 
aspiraciones,  todos  sus  intrépidos  soldados  de 
Flandes  y  las  guerras  de  Italia,  y  entre  el  tumulto 
venían  también  los  hidalgüelos  sin  fortuna,  los 
plebeyos  audaces,  los  que  tenían  cuentas  pendien- 
tes con  la  justicia,  gente  codiciosa  en  su  mayoría, 
ávida  de  mandobles  que  reportaran  fama  y  honra 
y  de  oro,  para  adquirir  solar  y  privilegios.  Fué 
aquello,  dice  Lummis,  el  más  grande  comienzo  de 
la  libertad  humana,  la  primera  vez  que  se  abría  la 
puerta  de  la  igualdad...  Y  no  hubo  nadie,  por 
pobre  o  ignorante  que  fuese,  que  no  pudiera  entonces 
crecer  hasta  alcanzar  la  plena  estatura  del  hombre 
que  dentro  de  él  había. 

Azuzaba  al  tropel  de  los  argonautas  —  como  la 
bocina  de  caza  a  los  lebreles  —  el  misterio  de  lo 
desconocido  y  los  relatos  fantásticos  en  boga,  que 
acentuaban  con  su  antinomia  los  contornos  trá- 
gicos de  la  agonía  feudal  en  que  se  debatía  la 
Europa  del  Medioevo.  Y  sobre  la  osadía  y  aluci- 
nación de  las  empresas,  fluctuaban  —  como  mur- 
ciélagos espantados  por  la  luz  celeste  del  Renaci- 
miento —  todas  las  vulgares  supersticiones  de  la 
época,  que  desde  la  recóndita  casucha  del  alqui- 
mista y  el  antro  de  la  gitana  bruja  habían  cundido, 
cristalizando  fábulas  prismáticas  en  las  concien- 
cias plenas  de  fe  y  de  esperanza . .  . 

Pero  lo  que  más  asombro  causa  es  observar  la 
transfiguración  repentina  de  aquellos  nobles  aven- 
tureros y  soldados  mercenarios,  al  arribar  e  inter- 
narse en  las  tierras  vírgenes  que  los  siglos  habían 


ISiON 


velado  tras  la  sombría  incógnita  oceánica.  De 
hombres  transformábanse  en  héroes,  actores  de 
hazañas  nunca  vistas.  Resplandecían  en  ellos  las 
más  altas  cualidades  de  la  estirpe.  Sus  individua- 
lidades, absorbidas  por  la  misión  épica,  pasaban 
a  sumarse  en  el  esfuerzo  común,  integrando  una 
entidad  preeminente;  la  España  de  una  epopeya 
grandiosa,  sin  parangón  en  la  historia  humana. 
Por  eso,  aunque  un  porquerizo  de  Trujillo  llegase 
a  ser  el  gran  conquistador  Francisco  Pizarro,  o 
el  arrogante  Hernán  Cortés  se  apoderase  de  todo 
un  imperio,  o  el  soldado-poeta  Gaspar  Pérez  de 
Villagrán  igualara  a  un  paladín  del  Romancero, 
o  el  sin  par  Alonso  de  Ojeda  hiciera  chispear  su 
arrojo  en  cientos  de  aventuras  y  combates,  una 
vez  terminado  su  cometido  eclipsábanse,  dejando 
paso  a  nuevos  héroes,  a  otras  figuras  bizarras, 
que  a  su  vez  desvanecíanse  luego,  no  sin  que  cada 
una  de  ellas  prestara  más  brillo  a  esa  colosal  y 
gloriosa  síntesis  que  se  llama;  la  conquista  y  ex- 
ploración del  Nuevo  Mundo  por  España. 

El  soplo  de  la  Creación,  que  aun  debía  circular 
por  las  regiones  de  mundo  tan  maravilloso,  pare- 
cía agigantar  a  aquellos  adalides  e  infundirles  el 
vigor  preciso  para  arrostrar  los  peligros  y  sobre- 
ponerse a  los  sufrimientos.  Todo  presentábaseles 
salvaje,  agreste,  hostil,  amenazador.  Las  selvas, 
tenebrosas,  eran  el  recinto  de  la  muerte;  fatales 
a  su  intrusión,  en  la  flora,  los  frutos,  la  fauna  y 
las  fiebres;  y  asilo  de  los  indios,  siempre  felinos 
e  indómitos.  Las  llanuras  y  los  ríos  tenían  las  mil 
asechanzas  de  la  naturaleza  violada  y  vengativa. 
Y  sin  embargo  esos  puñados  de  españoles,  erran- 
tes y  desamparados  en  la  inmensidad  de  estas 
Américas,  sembraron  y  abonaron  con  su  sangre 
y   sus  sacrificios,  en    la  soledad  de  los  páramos, 


W^".  v<'k,  .^  }■ 


la  simiente  de  las  grandes  y  prósperas  naciones 
que  hoy  son  orgullo  del  continente.  . .  ¿Hizo  más 
Alejandro  el  Grande  con  su  falange?  ¿Las  cam- 
pañas de  Julio  César,  con  sus  legiones,  fueron 
más  proficuas?. .  . 

Malas  versiones,  propagadas  durante  largo  tiem- 
po, acumularon  cargos  injustificados  contra  los 
españoles  de  la  conquista.  Historiadores  y  nove- 
listas, mal  documentados,  ofuscaron  con  sus  jui- 
cios erróneos  el  criterio  de  muchas  generaciones 
americanas  y  hasta  de  gentes  impresionables  de 
Europa,  alimentando  una  creencia  que,  felizmente, 
ya  se  va  extinguiendo.  Esos  escritores  no  supieron 
nunca  remontar  la  vida  histórica  de  los  pueblos 
hasta  el  tiempo  del  descubrimiento  de  América, 
compenetrándose  de  la  psicología  y  las  ideas  mo- 
rales que  predominaban  entonces  en  Europa.  Y  al 
censurar  a  los  conquistadores  y  presentarles  como 
fascinados  por  el  incentivo  de  las  leyendas  co- 
rrientes, no  consideraron  que  tanto  los  mitos  de 
iiEl  Dorado»,  «las  montañas  de  plata  del  lago  Pari- 
me»,  «el  oro  de  las  tribus  de  Meta»,  como  el  de  «la 
fuente  de  la  Eterna  Juventud»,  no  eran  sino  deriva- 
ciones de  la  fiebre  de  la  Crisopeya  y  de  la  quimera 
de  los  filtros  de  amor,  con  que  la  Edad  Media 
había  mantenido  su  encanto  espiritual  y  el  ingenuo 
romanticismo  de  la  caballería. 

Citemos,  nuevamente,  al  notable  erudito  nor- 
teamericano Lummis;  españoles,  dice,  fueron  los 
primeros  que  vieron  y  sondearon  el  mayor  de  los 
golfos:  españoles  los  que  descubrieron  los  dos  ríos 
más  caudalosos:  españoles  los  que  por  vez  primera 
vieron  al  Océano  Pacífico;  españoles  los  primeros 
que  supieron  que  había  dos  continentes  en  América: 
españoles  los  primeros  que  dieron  la  vuelta  al  mundo. 
Eran  españoles  los  que  se  abrieron  camino  hasta  las 
interiores  lejanas  reconditeces  de  nuestro  propio 
país  (Estados  Unidos)  y  de  las  tierras  que  más  al 
Sud  se  hallaban  y  los  que  fundaron  sus  ciudades 
miles  de  millas  tierra  adentro.  .  . 

Y  no  solamente  fueron  españoles  los  primeros 
conquistadores  del  Nuevo  Mundo  y  sus  primeros 
colonizadores,  sino  también  sus  primeros  civiliza- 
dores. Ellos  construyeron  las  primeras  ciudades, 
abrieron  las  primeras  iglesias,  escuelas  y  universi 
dades:  montaron  las  primeras  imprentas  y  publi- 
caron los  primeros  libros:  escribieron  los  primeros 
diccionarios,  historias  y  geografías:  y  trajeron  los 
primeros  misioneros. .  . 

Yo  he  bañado  mi  espíritu  en  las  fuentes  histo- 
riales de  esa  epopeya,  y  lo  sé. .  .  Por  eso,  cuando 
me  abstraigo  en  meditaciones  sobre  la  grandeza 
y  la  prosperidad  de  América,  paréceme  que  en  el 
fondo  de  su  luminosa  civilización  actual,  allá  en 
lo  más  profundo  de  la  infancia  de  estas  nacio- 
nes resplandecientes  de  progreso  y  porvenir,  se 
agitan  —  contra  un  crepúsculo  indefinid  o — vetus- 
tas siluetas  épicas,  en  confusos  tumultos  de  com- 
bates; y  aunque  las  medias  tintas  no  me  dejan 
apreciar  con  exactitud  la  fisonomía  de  las  cosas, 
oigo  el  chocar  de  las  armas  que  me  dicen  de  la 
lucha  española,  del  concepto  de  una  raza  superior 
y  extraordinaria,  en  su  esforzada  contienda  por 
el  porvenir  de  un  mundo...  Y  me  invade  la 
misma  melancolía  que  a  los  pescadores  de  las 
costas  de  Bretaña  cuando  escuchan  las  campanas 
de  la  ciudad  de  Ys,  y  la  imaginan  sumergida 
para  siempre  bajo  el  mar. 


'i"  JULIÁN  DE  CHARRAS. 

DIBUJOS   DL  •  ^VUON^O 


wv^vvvvv.^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^vwd^vvw^v-^^Vb^lVVVV^^vvvliVAVvw^v^ 


í 


í 


í 


CUADROS  URBANOS. 


lí•JVi^A^JVVv^J•^iflA^WAr^^dVV■.v•^Vi^Jvv^^Ar*■.vw^ñiWiAftrtAVVJV^^ 


EN  LA  CALLE  FLORIDA 


GOUACIIE    DE    ALONSO. 


-i3i_;s^^ 


>>=s.— 


Lo  digo  sin  el  menor  asomo  de  vanidad:  tengo 
dos  relojes.  ¿No  hay  quien  tiene  dos  lunares?  Pues 
yo  tengo  dos  relojes.  Uno  de  ellos  es  despertador; 
el  otro  no  es  despertador,  es  de  pared,  con  cam- 
pana, una  campana  de  sonido  agradable,  que  anun- 
cia las  horas  con  lentitud,  pausadamente,  con  so- 
lemnidad y  elegancia.  Y  con  todas  estas  bellas 
cualidades  pagué  por  él  veinte  pesos. 

El  otro,  el  despertador,  es  más  modesto,  pero 
mucho  más  simpático.  Estos  dos  relojes  han  na- 
cido para  prestarse  mutua  ayuda,  se  identifican, 
se  completan  y  en  algunos  casos,  mediante  ciertos 
cotejos  y  comprobaciones,  suelen  servir  hasta  para 
averiguar  la  hora.  Separados,  creo  que  no  servi- 
rían para  nada. 

El  despertador,  en  lugar  de  tenerlo  en  la  mesa 
de  noche  como  es  costumbre,  está  pendiente  de 
un  clavo,  en  la  pared,  a  la  derecha  de  mi  cama, 
y  de  este  modo,  con  sólo  abrir  los  ojos  puedo  decir 
la  hora  que  marca,  pues  saber  la  hora  justa  es 
empresa  un  poco  más  complicada  de  lo  que  parece. 

He  meditado  muy  seriamente  sobre  las  causas 
de  mis  preferencias  por  el  despertador,  y  las  ex- 
plicaciones que  me  he  dado  no  me  satisfacen  del 
todo.  En  pocas  palabras:  que  no  sé  porqué  me  es 
más  simpático  este  reloj  que  el  otro,  pues  tengo 
bien  en  cuenta  que  pesa  sobre  él  una  opinión  de 
estética  que  le  favorece  bien  poco.  El  reloj  desper- 
tador y  la  caja  registradora  son  los  dos  objetos 
modernos  más  antiartísticos  que  se  conocen.  No 
sé  a  cual  de  los  dos  se  le  podría  adjudicar  el  premio 
del  mal  gusto,  pero  tengo  por  seguro  que  si  los 
hubieran  inventado  los  helenos  se  desacreditan. 

Es  verdad  que  todo  objeto  que  esté  niquelado 
me  es  profundamente  antipático;  huele  a  bazar,  a 
pacotilla.  El  níquel  se  ha  inventado  para  comprar 
los  diarios  y  pagar  el  tranvía;  nada  más.  Todo 


lo  que  sea  sacarlo  de  estas  dos  funciones  es  des- 
naturalizar su  esencia. 

Hay  otro  metal  moderno  que  rivaliza  con  el 
níquel  en  mis  antipatías:  el  aluminio.  Trate  cual- 
quiera de  tomar  un  objeto  que  esté  fabricado  con 
esta  materia;  la  costumbre  nos  hará  suponer  un 
peso  calculado  al  volumen,  y  al  suspenderlo  no- 
taremos con  desagrado  que  no  pesa  nada;  parece 
una  estafa.  Dicen  que  no  se  oxida.  ¿Y  a  mi  qué? 
¡Que  se  oxide,  pero  que  pese! 

Y  volviendo  al  objeto  de  estas  líneas.  Decía  que 
el  coruscante  despertador  es  objeto  de  mis  prefe- 
rencias sin  que  pueda  determinar  las  causas,  aun- 
que bien  pudiera  influir  su  «espíritu»  independien- 
te, sus  procedimientos  anárquicos,  una  franca  re- 
beldía a  cumplir  la  misión  para  que  ha  sido  creado; 
es,  lo  que  pudiéramos  llamar,  un  despertador 
<'malgré  luí».  Ya  sabemos  que,  a  más  de  marcar 
las  horas,  puede  servir  el  reloj  como  símbolo  de  la 
regularidad,  del  método.  Pero  el  mío,  no.  El  mío 
funciona  como  le  da  la  gana,  sin  tener  en  cuenta 
los  fines  de  su  complicado  organismo.  La  marcha 
del  sol,  los  meridianos,  los  sextantes,  los  cuadran- 
tes y  los  observatorios  le  tienen  muy  sin  cuidado, 
y  así  a  las  tres  marca  las  dos,  a  las  cinco  las  cua- 
tro menos  diez;  y  si  se  le  ordena  que  despierte  a 
las  siete  lo  hace  a  las  ocho  y  media  o  no  lo  hace  a 
ninguna  hora.  A  veces,  y  como  en  un  alarde  de  for- 
malidad, marca  la  hora  justa,  pero  en  seguida  se 
arrepiente  y  vuelve  a  las  andadas. 

Estas  ecuaciones  de  mi  despertador  me  obli- 
gan a  continuos  ejercicios  mentales  y  me  adies- 
tran en  la  resolución  de  problemas  matemáticos. 
El  reloj  de  pared  (que  no  tengo  a  la  vista,  por  estar 
en  la  habitación  inmediata)  adelanta  siete  minu- 
tos cada  diez  días;  y  el  despertador  atrasa  siete 
minutos  por  día.  Así,  pues,  la  diferencia  en  diez 
días, — suponiendo  que  empiecen  a  andar  a  las 
doce,  —  será: 

Pared:  adelanta  7  minutos  ^^  12'7m. 

Despertador:  atrasa   1   hora  y    lOm.  --^  lO'SOm. 

Diferencia:  1  hora  y  17  minutos,  en  la  marcha 
de  ambos  relojes;  una  verdadera  enormidad  que 
yo,  decorosamente,  no  puedo  consentir. 

Esto  es  en  diez  días.  Al  trimestre,  naturalmente, 
la  diferencia  se  acentúa  de  tal  modo  que,  el  reloj 
que  adelanta  marcará,  pongo  por  caso,  horas  que 
corresponden  al  día  siguiente;  y  el  que  retrasa 
estará  haciéndose  el  chancho  rengo  en  alguna  hora 
de  la  semana  anterior.  Y  como  esto  es  un  verda- 
dero abuso  estoy  dispuesto  a  reprimirlo  con  mano 
de  fierro.  ¿Qué  pasaría  si  estos  dos  relojes  perte- 
necieran a  una  repartición  pública,  como  yo? 
Habría  necesidad  de  llevarles  una  contabilidad 
especial  para  liquidarles  sus  haberes  a  fin  de  mes, 
y  esto  no  es  posible  porque  el  Estado  no  está  para 
nuevos  gastos  y  entorpecería  el  regular  funciona- 
miento de  las  supuestas  reparticiones. 

Apesar  de  los  pesares,  con  estos  pequeños  pro- 
blemas consigo  varias  cosas  provechosas  al  mismo 
tiempo;  Ejercitar  el  cerebro  que  va  adquiriendo 
cierta  agilidad  en  los  cálculos  haciéndome  conce- 
bir la  esperanza  de  llegar  a  dominar  el  álgebra; 
convencerme  de  que  ni  aún  mecánicamente  puede 
existir  una  armonía  capaz  de  avergonzar  a  los 
hombres;  permanecer  más  tiempo  en  la  cama,  y 
llegar  tarde  a  la  oficina. 

Pero  aún  hay  más:  se  ha  exaltado  mi  amor  pro- 
pio de  tal  modo  por  la  concordia,  que  poco  he  de 
valer  si  no  consigo  que  mis  dos  relojes  marchen 
de  acuerdo.  Para  ello  llevo  prolijas  anotaciones  de 
fechas,  horas,  minutos,  retrasos  y  adelantos;  una 
especie  de  teneduría  de  libros  donde  apunto  lo 
que  un  reloj  debe  al  tiempo  y  lo  que  el  tiempo 
debe  al  otro  reloj.  Algo  así  como  esas  partidas 
que  yo  he  visto  en  los  libros  de  comercio  y  que 
dicen:  «Varios  a  Caja»,  «Caja  a  Varios».  Aplico 
este  conocido  sistema  a  mis  relojes  y  espero  que 
me  dé  buen  resultado,  apesar  de  que  no  sé  ni  una 
sola  palabra  de  teneduría  de  libros. 

Firme  en  mi  propósito  de  conocer  hasta  el  fon- 


do el  alma  mecánica  del  reloj  de 
mis  predilecciones,  cada  dos  días  y 
después  de  prolijos  reconocimientos, 
meto  mano  a  la  serie  de  palancas  y 
manijas  que  están  en  la  parte  pos- 
terior del  despertador,  —  algunas 
con  una  fleohita  indicadora,  segura- 
mente puesta  para  despistar  —  y 
las  hago  funcionar  por  palpito,  pues  no  me  fío 
de  las  inscripciones  aclaratorias  grabadas  en  idio- 
ma desconocido.  A  cierto  amigo  pedí  la  traduc- 
ción de  una  palabra  puesta  al  lado  de  una  de  esas 
palanquitas  que  sobresalen  de  una  ranura,  y  lue- 
go supe  era  el  nombre  del  fabricante;  si  el  reloj 
hubiera  hecho  caso  a  la  indicación  de  mi  amigo, 
a  estas  horas  está  en  Norte  América  persiguien- 
do  a   Pancho   Villa. 

Hasta  ahora,  todo  esto  tiene  para  mi  el  encanto 
del  misterio.  Todavía  no  he  dado  con  el  secreto 
que  ha  de  hacerme  dueño  definitivo  del  rebelde 
despertador;  pero  así  como  Champollión,  a  fuerza 
de  paciencia,  llegó  a  descifrar  los  jeroglíficos  de 
las  pirámides,  mi  nombre  ocupará  un  lugar  pre- 
ferente en  la  historia,  como  «El  único  hombre  que 
llegó  a  dominar  a  su  antojo  un  despertador  de 
cuatro  pesos». 


^^^^^^^j^  ^^  dikfoí  de 


^^i^a  t¿>x- 


UISTOQIA  DE  MAGDALENA  AHICA  DC  LA  QlCN  DLANTADA 


I 

Añora  es  la  Virgen  de  Agosto,  cuando  la  tierra 
está  madura.  Magdalena,  apresta  a  bailar  tu  cuer- 
po, porque  los  tiempos  están  también  maduros 
y  de  la  rama  del  porvenir  caerá,  en  el  centro  mis- 
mo del  círculo  de  tu  danza,  esta  dorada  fruta  llena 
de  aromas,  que  tú  llamas  un  novio. 

Un  novio  es  la  plena  claridad  de  los  cielos  hecha 
mirada  y  el  pleno  sentido  del  mundo,  hecho  mos- 
tacho. Un  novio  es  una  cosa  fuerte  como  el  vino 
y  dulce  como  la  torta  esponjosa  que  venden  en 
la  tahona.  Un  novio  llega,  mira,  dice  una  sola 
palabra  y  ya  toda  tu  pequeña  vida  queda  suspen- 
sa y  temblorosa  como  una  sutil  telaraña  en  el 
bosque,  que  se  sostiene  en  sólo  una  rama  y  no 
sabemos  si  estará  allí  dentro  de  un  instante. 
Un  novio  es  alguien  que  baila,  pero  no  mucho. 
Ha  venido  para  la  fiesta  y  nadie  del  pueblo  le 
había  visto  aún.  Vino  solo  en  una  tartana,  con 
una  maleta  de  cuero  y  níquel  que 
lleva  grabadas  sus  iniciales.  Es 
amigo  de  unos  jóvenes  que  tú 
conoces  demasiado  y  al  principio 
parecía  que  sólo  hubiese  venido 
para  bromear  con  ellos  y  hacer 
burla  de  todo.  Las  jóvenes  le  ha- 
béis visto  al  pasar  y  no  se  sabe 
cual  ha  narrado  la  maravillosa 
historia.  Se  llama  Pons  y  Serra, 
se  llama  Ignacio  de  Fuster,  se 
llama  Solé  y  Sola,  se  llama  sim- 
plemente Luis.  Las  letras  de  estos 
nombres  parecen  escritas  en  dia- 
mantes rosa  sobre  el  platino  de 
una  joya,  o  dibujadas  en  la  noche 
con  cohetes,  estrellas  y  clarísimas 
bengalas.  Le  falta  un  año  para 
terminar  la  carrera.  Cuando  falta 
un  año  para  terminar  la  carrera 
la  vida  se  ensancha,  ante  los  ojos, 
como  un  diorama  en  un  anfiteatro 
vasto.  Sobre  la  frente  del  joven  a 
quien  falta  un  año  para  salir  de 
facultad,  brilla  un  sol  de  oro  que 
le  tiñe  de  encarnado  hasta  el  blan- 
do de  las  orejas.  Su  sangre  circula 
triunfalmente,  pero  con  perfecta 
seguridad.  Puede  entrar,  mirar  a 
su  alrededor,  sentarse  y  subir,  ya 
a  punto  de  sentarse,  los  dos  plie- 
gues verticales  del  pantalón.  Lle- 
va sobre  los  zapatos  blancos  unos 
calcetines  morados  con  flores  ne- 
gras, y  mirarlos  es  cosa  turbadora 
como  un  pecado.  También  lleva 
en  el  ojal  una  flor,  que  acaso  le 
ha  sido  ofrendada  por  una  mujer. 
Saca  un  diario  del  bolsillo,  en- 
ciende un  cigarro  y  así  podría 
pasar  horas  y  horas  fumando  y 
leyendo.  Pero  he  aquí,  que,  sú- 
bitamente, le  empuja  su  destino. 
Se  levanta,  le  acompañan  sus  ami- 
gos y  avanza  hacia  tí,  doncella. 
Se  detiene,  podría  volver  a  sen- 
tarse, podría  desviar  su  camino. 
Pero  no,  avanza  hacia  tí,  avanza 
hasta  tí.  Y  ahora  los  amigos  te 
dicen  su  nombre  y  ahora  hay 
una  silla  vacía  a  tu  lado.  Y  acontece  que  él  se 
sienta  en  ella  y  tú  le  preguntas,  ya  turbada,  si  es 
esta  la  primera  vez  que  ha  estado  aquí. 

¡Brillad,  astros  del  cielo;  brillad  claras  luces  del 
entoldado;  agitaos,  abanicos,  como  aplausos  de 
multitud;  incensiad  más  intensamente  buqués  flo- 
ridos que  estáis  preparados  para  el  baile  de  ramos! 
El  galán  sigue  sentado  a  tu  vera  y  no  se  va  y 
charla  que  charla.  No  sabrías  decir  cómo  tu  aba- 
nico se  halla  en  sus  manos  y  él  se  hace  aire  y  tú 
sientes  como  de  él  a  tí  llega  tu  propio  perfume. 
Y  adivinas  que,  como  se  ha  hecho  dueño  de  tu 
abanico,  se  hará  señor  y  maestro  de  tu  vida. 
Cuando  él  ha  bailado  contigo  ya  no  se  te  acerca 
nadie  más.  Ahora  cierras  los  ojos  y  te  das  a  ima- 
ginar que  todos  los  hombres  y  todas  las  mujeres 
son  tus  enemigos  y  corres  un  gran  riesgo  y  él  es 
quien  te  ampara.  Tus  padres  acaban  de  morir  y 
tú  no  tienes  miedo  porque  él  está  contigo.  Un  no- 
vio es  la  esperanza  misma  que  habla  al  oído  y 
tiene  dos  brazos  fuera  de  ti.  Es  la  delicia  de  la 
sangre  y  el  mago  que  tiene  la  llave  de  todas  las 
primaveras  y  todos  los  veranos  que  están  por  venir. 
Los  novios  a  quienes  falta  un  año  para  terminar 


la  carrera,  pueden  casarse  de  aquí  a  dos  años. 
Mientras  tanto,  cada  día  dan  una  nueva  seguridad, 
como  una  almohada  más  para  el  reposo.  Y  se  es 
dichosa  y  se  es  orgullosa  y  se  es  distraída  y  enso- 
ñada y  se  piensa  en  la  bella  camisa  que  hay  que 
adornar  y  en  la  alegría  de  los  pisos  recién  puestos, 
en  los  que  los  armarios  de  luna  pueden  sobresaltar 
todavía,  en  la  obscuridad,  al  entrar  sin  luz  en 
una  habitación  que  no  se  conoce  aún  pero  que 
ya  ha  recibido  el  más  grande  secreto  de  la 
vida. 

Ahora  es  la  Virgen  de  Agosto,  cuando  toda  la 
tierra  está  madura.  La  Virgen  de  Agosto  es  como 
un  árbol  bello,  que  regala,  a  la  doncella  que  danza 
a  su  pie,  un  novio  magnífico  que  centra  el  círculo 
de  su  bailar. 


. .  .Pero  viene  la  lluvia,  ¡oh,  Magdalena  que  es- 
perabas el  don  de  un  prometido  del  árbol  de  la 


Virgen  de  Agosto!  Viene  la  lluvia,  rica  y  sonora; 
y  así  ha  caído,  podrido,  desde  la  rama,  el  fruto 
que  estaba  en  sazón.  Viene  la  lluvia  y  en  la  alcoba 
obscura  se  siente  cohibida  y  ociosa  tu  pobre  alma 
pequeñita,  herida  por  la  gran  injusticia  de  las 
cosas.  Una  lluvia,  en  medio  del  verano,  es  como 
un  momento  del  invierno  que  nos  pone  ceniza  en 
la  frente.  Recuerda  Magdalena,  que  el  verano  es 
breve  y  que  cada  hora  que  pasa  es  una  esperanza 
que  se  va.  Recuerda  que  la  ilusión  pende  de  un 
minuto  y  que  hay  azares  que,  como  perros  ham- 
brientos, pueden  devorar  los  minutos  de  la  ilusión 
y  llenarse,  de  su  sangre,  la  boca.  Recuerda  que  una 
fiesta  es  frágil  negocio  y  que  la  felicidad  nacía  de 
una  fiesta;  y  los  truenos  que  ahora  retumban  por 
las  montañas  quiebran  tu  ensueño,  como  se  quie- 
bra un  cristal. 

Hay  en  la  obscura  alcoba  de  una  casa  de  campo 
una  doncella  que  llora  porque  llueve...  Reíos, 
labriegos  brutales;  reíos,  criadas  malignas.  Reíos, 
viejos  calaverones  cínicos  que  ahora  en  el  Casino 
jugáis  vuestra  partida  de  billar.  Hay  una  doncella 
que  llora  porque  no  hay  fiesta  y  toda  su  esperan- 
za estaba  en  la  fiesta  y  en  su  resplandor.  Reíos, 


follajes  goteantes  y  pomposos.  Ríete,  tú,  tierra 
reanimada  por  la  humedad. 

Los  pobres  corazoncitos  tienen  sus  pequeñas 
tragedias  y  la  vida  es  pobre  porque  la  enflaquecen 
la  lluvia  y  la  muerte.  Los  novios,  a  quienes  les 
falta  un  año  para  acabar  la  carrera,  no  se  mues- 
tran cuando  llueve  y  sus  pulidos  zapatos  blancos 
no  pisarán  el  barro.  De  aquí  a  una  semana  es  la 
Virgen  de  las  Mercedes,  de  aquí  a  unas  semanas 
más,  Todos  los  Santos  y  el  Día  de  los  Muertos. 
Y  vendrá  la  muerte  para  tí,  doncella,  antes  de 
que  haya  venido,  para  tí,  la  vida;  porque  un  año, 
el  día  de  la  Virgen  de  Agosto,  la  lluvia  estorbó 
una  fiesta. 

Pasa  una  mujer  calzada  con  zuecos  y  que  lleva, 
bajo  la  lluvia,  la  cabeza  cubierta  con  la  falda. 
Pasa  un  muchaohuelo  silbando;  y  porque  pasa  por 
el  establo  levantan  las  bestias  .'un  gran  mugir. 

Ya  no  pasa  nadie  más. .  .  Es  el  día  de  la  Virgen 
de  Agosto  y  no  hay  fiesta,  y  en  las  cerradas  alco- 
bas la  vida  se  aparece  a  las  mu- 
chachas como  un  largo  camino 
sin  consuelo. 

III 

. .  .No  llovió  mucho  y  la  noche 
fué  opulenta  en  astros,  en  músi- 
cas ya  cercanas,  ya  lejanas,  y  en 
bailes.  Magdalena  salía  a  la  Ram- 
bla, con  la  mano  extendida  por 
ver  si  llovía  aún.  Un  llovizneo  la 
mojaba.  Pero  provenía  de  los  ár- 
boles; de  los  árboles  que  se  sacu- 
dían, con  rumor  jocundo,  bajo 
las  estrellas  fulgurantes. 

La  Virgen  de  Agosto  no  trajo 
esta  vez  un  prometido.  Trajo  tres 
cortejadores.  No  importa;  todavía 
sube  más  arriba  la  esperanza. 
Tres  cortejadores,  tres  cortejado- 
res para  escoger.  Uno  es  alegre 
como  un  cascabel.  Otro,  formal 
y  confortante  como  un  sincero 
apretón  de  manos.  El  otro,  es  de 
aspecto  triste  y  tiene  en  la  mirada 
todas  las  dulzuras.  Si  el  uno 
acompañaba  a  Magdalena  en  los 
bellos  valses,  el  otro  platicaba 
más  tarde  con  ella  y  el  tercero  la 
contempla  desde  lejos.  Así  la  fe- 
licidad de  Magdalena  se  vestía 
de  tres  ilusiones  como  de  tres 
túnicas.  La  túnica  que  engalana, 
la  túnica  que  abriga  y  aquella 
otra  escondida  que  acaricia  a 
flor  de  piel. 

Ahora  va  a  nacer  el  día  y  sobre 
las  sábanas  en  desorden  hay  una 
pálida  doncella  desvelada.  Don- 
cella, doncella,  tú  habías  soñado 
un  cortejo  y  te  ha  sido  dado 
Amor.  Tú  querías  agua  para  tu 
sed  y  te  han  servido  el  vino  tras- 
tornador.  Tres  cortejadores  no 
valen  lo  que  un  novio;  pero  son 
algo  más  embriagante  que  un  no- 
vio. Un  novio  es  vida,  y  tres  cor- 
tejadores son  demasiada  vida. 
Pedías  dulzura  y  he  aquí  las  vo- 
luptuosidades. Pedías  consuelo  y 
he  aquí  el  orgullo.  El  orgullo  es  una  corona  de 
fuego  que  cerca  la  frente  de  las  doncellas  derra- 
mando en  su  corazón  cada  minuto  una  gota  de 
un  veneno  verde  y  pastoso  como  una  esmeralda 
deshecha.  Se  tienen  diez  y  ocho  años,  se  tienen 
veinte  años  y  el  orgullo  hace  mover  la  cabeza 
como  una  reina  y  sentir,  bajo  la  espuma  de  las 
muselinas,  la  infernal  pujanza  del  seno  en  flor. 
Se  tienen  diez  y  ocho,  se  tienen  veinte  años,  y  es 
como  una  fiesta.  Ya  no  hay  que  llorar;  que  la  be- 
lleza se  trae  su  propia  fiesta  y  se  han  tenido,  en 
una  sola  noche,  tres  cortejadores.  Pero  hay  que 
enfebrarse,  que  la  vida  no  es  dulce,  sino  ardiente. 
He  aquí  los  amores  y  las  historias  de  amor.  He 
aquí  la  pasión  que  conmueve,  de  que  hablan  las 
canciones  y  las  leyendas.  He  aquí  tres  novelas  de 
amor  en  una  noche,  porque  la  lluvia  no  fué  larga 
y  los  árboles  goteaban  ijajo  las  estrellas;  porque 
se  tienen  veinte  años  y  se  ha  sentido,  al  valsar, 
el  placer  profundo  de  inclinar  sobre  un  hombro  la 
cabeza  y  de  cerrar  los  ojos. 

Eugenio   d'Ors. 

(XENIUS) 
UIÜL'JÜ    DE    FRIEDRICII. 


—  T^ÍJ^  •^S     'V.  "l—T^K?  y^- 


** 


- — j-p.~«vf'^ü-— — 


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LA  VIDA  EN  CAMPANA 


EL  DOMINGO  EN  LA  ESQUINA 


U:iíUJÜ    DL.    lU  f.KÜÜ 


■KPv^  — 


mom 


Caía  la  tarde,  una  d3  aqusUai  tardas  grises  y 
frías  del  pasado  invierno.  La  noche  implacable 
cubría  el  horizonte  con  los  pliegues  de  su  manto, 
envolviéndolo  todo  en  sombras,  desdibujando  e! 
contorno  de  las  casas,  desvaneciendo  la  silueta  de 
los  transeúntes. 

Cruzando  a  saltos  los  charcos  da  agua  verdosa 
y  haciendo  zig-zags  de  vereda  a  vereda,  recorría 
la  calle  el  farolero,  dando  luz  a  los  clásicos  faroles 
de  petróleo,  que  aún  quedan  en  el  infecto  y  panta- 
noso barrio  de  Nueva  Pompeya. 

Frente  a  uno  de  aquellos  faroles,  sostenido  por 
raro  equilibrio  con  dos  palos  a  la  esquina  de  una 
tapia  en  ruinas,  frente  a  uno  de  aquellos  faroles 
cuyo  mortecino  resplandor  dibujaba  en  el  suelo 
una  claridad  de  luz  amarillenta,  agazapado  en  la 
sombra,  con  el  ala  del  chambergo  sobre  la  frente, 
apercibí  un  hombre  que  pintaba. 

¡Pintar  allí  en  aquella  soledad,  a  esa  hora  y  ante 
aquel  panorama  de  sombras  interrumpido  sólo  de 
cuando  en  cuando  por  la  luz  de  un  farol  parpa- 
deante!. . .  ¡Qué  cosa  extraña!  ¿Quién  sería  aquel 
artista  de  tan  raro  gusto?  Me  acerqué  curioso  y 
me  encontré  con  Pío  Collivadino.  el  director  de 
nuestra  Academia  de  Bellas  Artes. 

Collivadino  tomaba  apuntes. 

—  Hace  varios  días,  vengo  a  este  rincón  a  es- 
tudiar el  ambiente,  la  luz  confusa  y  sombría  de 
estos  barrios  al  caer  la  tarde!  Todo  aquí  es  pinto- 
resco .  .  .  Vea  qué  característica  es  esa  tapia  con 
el  farol  completamente  colonial.  .  .  ¿No  cree  usted 
ver  surgir  de  pronto  entre  las  sombras  un  caba- 
llero embozado?.  .  .  Mire  aquella  casa  que  apenas 
se  dibuja.  .  .  ¿A  su  ventana  de  rejas,  no  le  parece 


ver  asomarse  una  hermosa  mujer  tocada  con  la 
clásica  peineta  de  antaño?  Este  barrio  es  muy 
poético.  . .  es  original. .  .  Esta  luz  crepuscular,  es 
mi  nota  de  color  preferida.  .  .  Cuando  fui  estu- 
diante en  Roma,  recuerdo  haber  pintado  con  en- 
tusiasmo una  impresión  nocturna  de  Villa  Médicis, 
la  residencia  de  los  pensionistas  de  arte. . .  Tengo 
otros  cuadros...  muchos,  con  notas  de  este  am- 
biente. .  .  Hasta  uno  pintado  también,  entre  dos 
luces,  en  el  Tandil,  en  aquel  valle  admirable  por 
su  serenidad,  en  cuyo  centro  está  enclavado  el 
caserío  de  los  canteristas.  Aquel  caserío  pardo,  que 
apenas  se  levanta  del  sueb.  . .  con  el  humo  carac- 


terístico de  sus  chimeneas,  que  se  alza  recto  hasta 
perderse  en  el  azul  del  cielo  como  si  quisiera  per- 
forarlo . . . 

Collivadino  cerró  su  pequeña  caja  de  pinturas 
y  echó  a  andar  junto  a  mí.  Afable  y  cariñoso,  siem- 
pre contento  y  siempre  sonriente,  coloradote  y 
amable,  tiene  nuestro  artista  algo  de  chico  mofle- 
tudo y  bonachón. 

Todavía  se  recuerdan  las  travesuras  de  aquel 
estudiante  que  traía  revuelta  la  colonia  artístico- 
crioUa  de  la  Ciudad  Eterna.  Fué  el  alegre  com- 
pañero que  ayudaba  a  disipar  las  nostalgias  con 
bromas   ingeniosas. 

Y  aún  continúa  siendo  el  camarada  de  carácter 
jovial,  el  que  acierta  a  inspirar  cariño  a  todos 
sus  hermanos  en  arte,  cosa  difícil  de  conseguir 
en  los   hombres  de  cualquier  gremio. 

Mientras  caminábamos  en  dirección  al  centro 
de  la  ciudad,  por  aquellas  calles  que  él  tanto 
conoce  y  quiere  y  donde  tanto  le  quieren  y  le 
conocen,  inicié  mis  acometidas  reporteriles.  Sin 
caer  en  la  pose,  sin  rebuscar  vocablos,  sencilla  y 
llanamente,  Collivadino  empezó  a  hablar. 

Mucho  y  bueno  dijo,  aunque  al  principio  tra- 
tara de  eludir  el  tema. 

A  las  pocas  palabras,  dando  rienda  suelta  a  su 
pensamiento,  me  hacía  confidente  de  sus  ideas 
sobre  el  arte  nacional.  Collivadino  tiene  una  cua- 
lidad artística  por  encima  de  todas:  es  un  sincero! 

¡Y  hace  tanta  falta  un  poco  de  sinceridad  en 
nuestro  ambiente  artístico!  Son  tan  pocos  nues- 
tros pintores  que  dan  lo  que  sienten,  lo  que  real- 
mente nace  de  su  inspiración .  . .  ¿Por  qué  tal  afán 
de  imitaciones?  ¿No  es  acaso  esta  tierra  rica  e.i 


—  OL^V/TS 


paisajes,  en  luz.  en  ti- 
pos, en  costumbres?. . . 
¿A  qué  buscar  en  An- 
clada. Zuloaga  a  Ro- 
mero de  Torres  la  fuen- 
te inspiradora?  Por  esc 
camino  no  llegará  ja- 
mis  el  artista  nacional 
que  perdure  en  el  lien- 
xo  el  alma  de  la  patria! 
Y  de  esto  se  lamenta 
tristemente  Ro  Colli- 
vadino,  porque  siem- 
pre ha  visto  con  más 
cariño  el  producto  de 
una  espontaneidad 
aunque  tenga  defectos, 
que  el  fruto  incons- 
ciente de  una  imita- 
ción que  por  buena  que 
sea.  será  siempre  falsa. 
hueca,  sin  alma,  por- 
que en  ella  no  puso  la 
suya  el  autor. 

Por  su  larga  labor 
artistica.  es  QjUivadi 
no  uno  de  los  represen 
tativos  de  nuestra  pin- 
tura, y  por  su  carino  a 
las  cosas  de  la  tierra, 
uno  de  los  que  má5  me- 
recen el  titulo  de  artis- 
ta nacional.  Por  todo 
esto  me  pareció  que  in- 
teresaría a  los  lectores 
de  Plvs  Vltra  cono- 
cer algo  de  su  vida,  y 
le  pedí  que  contestase 
a  unas  cuantas  pre 
guntas. 

Collivadino,  a  quien 
muchos  creen  italiano, 
es  argentino,  porteño 
nada  menos,  nació  en 
Buenos  Aires  el  20  de 
agosto  de  1869. 

Andando  Íbamos  por 
las  obscuras  calles 
del  barrio  suburbano 
y  G>llivadino.  evocan- 
do sus  recuerdos,  con- 
testó a  mi  pregunta 
sobre  el  origen  de  su 
afición  artistica. 

—  Se  despertó  en 
mi . . .  a  la  edad  de  tre- 
ce años.  Siendo  alum- 
no de  la  escuela  Nor- 
mal de  Profesores  y 
con  motivo  de  una  vi- 
sita médica  que  hicie- 
ra el  doctor  Roberts  a 
ese  establecimiento,  se 
me  declaró  enfermo  de 
una  afección  ocular 
que  hasta  entonces  no 
había  yo  advertido, 
circunstancia  que  me 
impidió  s^uir  los  estu- 
dios, consagrándome 
durante  año  y  medio  a 
la  curación  de  mi  vista. 
Apesar  de  ello,  no  pude 
obtener  el  certificado 
correspondiente  para 
reingresar  en  la  escuela. 

•  En  aquella  época 
mi  padre  tenía  una  em- 
presa de  carpintería,  y  de  cuando  en  cuando  yo  le 
acompañaba  a  visitar  las  obras  que  estaba  hacien- 
do. En  cierta  ocasión,  me  llamó  la  atención  un 
decorador  que  coloreaba  las  rosas  de  yeso  de  un 
cielo  raso,  y  al  volver  a  casa,  entusiasmado,  ex- 
presé a  mi  familia  el  efecto  que  me  había  causa- 
do, repitiendo  con  frecuencia:  ¡caramba,  cómo  me 
gustaría  saber  hacer  eso!  Tanto  insistí  que  mi 
padre  concluyó  por  pedirle  al  decorador  que  me 
enseñara  el  oficio.  En  efecto,  pocos  días  después, 
me  convertía  en  su  ayudante,  y  así,  modestamen- 
te, dio  comienzo  mi  vida  artística,  llena  de  entu- 
siasmos juveniles,  que,  créame,  se  ha  conservado 
a  través  de  los  años  y  apesar  de  las  vicisitudes  y 
escollos  que  se  interponen  en  el  camino  del  arte. 

—  ¿Qué  estudios  ha  seguido  usted? 

—  Hasta  los  veinte  años  de  edad  no  había  yo 
realizado  estudio  serio  ninguno,  y  como  aumen- 
taron mis  inclinaciones  artísticas  resolvió  mi  padre 
enviarme  a  Roma  para  que  me  perfeccionara  en 
las  artes  decorativas  que  había  iniciado  aquí  sin 
ninguna  dirección   inteligente.  Cuando  llegué  a 


COLLIVADINO, 

PINTANDO   UNA   ESCENA 

CALLEJERA, 

EN    NUEVA 

POMPEYA.              [ 

(EN      CÍRCULO 

1     HACIENDO 
FUERTE. 

UN      AGUA 

1 

Roma,  resultó  que  lejos  de  perfeccionar  estudios 
como  yo  había  proyectado,  tuve  que  comenzarlos, 
e  ingresé  al  primer  curso  elemental  de  la  Real 
Academia,  de  donde  salí  después  de  haber  cursado 
los  seis  años  de  estudios  regulares. 

<'  Durante  tres  años,  practiqué  después  la  téc- 
nica de  la  pintura  al  fresco,  con  la  esperanza  de 
volver  aquí  y  dedicarme  a  esta  especialidad.  Pero 
adquirí  en  la  práctica  un  resultado  tan  satisfac- 
torio, que  el  célebre  fresquista  italiano  César 
Maccari,  me  pidió  que  le  ayudara  en  la  ejecución 
de  los  frescos  del  Palacio  de  Justicia  de  Roma,  a 
lo  cual  accedí,  naturalmente,  teniendo  el  honor  de 
secundarlo  en  esta  obra  durante  más  de  un  año. 
De  sus  largos  viajes  por  Europa  y  de  sus  visi- 
tas a  los  Museos,  ¿cuál  es  su  recuerdo  más  grato? 

—  -  He  recorrido,  en  efecto,  casi  todas  las  ciuda- 
des del  viejo  mundo,  y  en  todas  ellas  he  recibido 

una  impresión  tan  di- 
versa del  arte  que  me 
seria  difícil  determinar 
cuál  es  la  preferida. 
He  visitado  igualmen- 
te todos  los  Museos 
principales  y  a  mi  jui- 
cio, todos  ellos  rivali- 
zan en  su  tesoro  artís- 
tico. 

—  ¿Tiene  usted  en- 
tre los  pintores  mo- 
dernos alguno  prefe- 
rido? 

—  Sí,  uno,  sobre  to- 
dos; Segantini,  porque 
siente  como  yo  y  ve 
como  yo  el  arte,  reali- 
zándolo con  admirable 
maestría.  . .  Segantini 
seria  el  gran  pintor  de 
nuestra  Pampa,  de 
nuestras  montañas,  de 
nuestro  cielo . . . 

—  Sería  interesante 
saber  cómo  busca  us- 
ted los  asuntos  para 
sus  cuadros,  y  qué  opi- 
nión tiene  usted  de  sus 
colegas. 

—  No  tengo  prefe- 
rencia determinada  en 
la  elección  de  asuntos; 
procuro  siempre  inspi- 
rarme en  la  naturaleza 
que  contemplo,  tratan- 
do de  fijar  en  el  lienzo 
las  emociones  que  esa 
misma  naturaleza  me 
produce.  En  cuanto  a 
la  opinión  que  tengo  de 
los  demás  pintores,  le 
diré  que  todos  ellos  me 
inspiran  el  mayor  res- 
peto, y  que  en  cuanto 
a  sus  manifestaciones 
de  arte  podrán  ser  todo 
lo  discutibles  que  se 
quiera,  pero  debe  reco- 
nocerse que  todos  sus 
esfuerzos  se  desarro- 
llan dentro  de  un  crite- 
rio eminentemente  ar- 
tístico. Prueba  de  ello 
es  el  resultado  obteni- 
do en  este  sexto  Salón, 
en  el  que  a  mi  juicio  se 
refleja  un  gran  progre- 
so, tanto  en  pintura 
como  en  escultura. 

—  ¿Se  ha  dedicado  usted  a  trabajos  decorativos 
fuera  del  que  hizo  en  el  Palacio  de  Justicia  de 
Roma? 

Sí;  ya  creo  haberle  dicho,  que  el  arte  decora- 
tivo ha  sido  siempre  mi  ideal.  En  Roma  he  deco- 
rado varias  iglesias  y  palacios;  en  Montevideo  de- 
coré la  Capilla  del  Santísimo  Sacramento,  y  en 
colaboración  con  el  malogrado  compañero  Carlos 
M.  Herrera  ejecuté  las  decoraciones  del  teatro 
Solís.  Además  tuve  el  honor  de  hacer  los  panneaux 
decorativos  del  hall  del  Pabellón  Argentino  de  la 
Exposición  de  San  Francisco  de  California.  . . 

Llegábamos  a  casa  del  pintor,  calle  Sáenz  Peña, 
1508,  y  en  ella  lo  dejé,  con  la  amenaza  de  una 
visita  fotográfica  con  que  ilustrar  este  deshilva- 
nado reportaje,  escrito  con  la  buena  intención, 
pretenciosa  quizá,  de  darte  a  conocer,  lector,  un 
poco  íntimamente,  a  este  pintor  que  tiene  el  sano 
empeño  de  trasladar  al  lienzo  la  misteriosa  poesía 
que  guardan  en  su  seno  las  cosas  de  esta  tierra. 

Emilio  Dupuy  de  Lome. 


>^.--'.-wj.-»ta>-g^  ,   I     ■ii|niiw«»j-.wiMiiim  .l.llKaiy^.°^«g'-■a^■^|B■B^»gaP^? 


■     1 


ARTE  NACIONAL 


INTERIOR  DE  LA  IGLESIA  SANTA  MARÍA  DE  LA  PAZ,  EN  ROMA 

ÓLto  (inconcluso)   df.    pío  collivadino 


PLV*      • 
.  VLTPA, 


— p:>IJ^^':S    "V'LnrKJyX— 


e^OCETOV 
■  EL 


-     DEL      -     AJ/\TVR/\L 
DI^VJ/XNTE  ■ 


Existe  en  nuestra  in- 
mensa metrópoli  una  fi- 
gura casi  desconocida 
de  todos:  el  dibujante. 

Como  en  las  grandes 
ciudades,  este  obscuro 
artista  se  halla  incorpo- 
rado definitivamente  a 
nuestra  escasa  vida  in- 
telectual, y  su  labor 
constante  y  casi  anóni- 
ma pasa  como  una  rá- 
faga, fijando  un  mo- 
mento nuestra  atención 
para  desaparecer  en  se- 
guida. 

Ave  nocturna,  sólo  se 
deja  ver  cuando  las 
sombras  de  la  noche 
han  invadido  la  ciudad. 
Su  vida  se  desliza  silen- 
ciosa y  tranquila,  obser- 
vando la  de  los  demás, 
luchando  valerosamen- 
te en  un  suelo  poco  sen- 
sible a  las  manifestacio- 
nes del  espíritu.  El  pan 
cotidiano  tiene  que  bus- 
carlo forzando  el  inge- 
nio, aguzando  la  obser- 
vación que  vemos  más 
tarde  reflejada  en  los 
diarios  y  revistas  que 
invaden  nuestra  metró- 
poli, y  que  no  logra  dis- 
traer la  atención  más 
que  un  momento. 

Rara  vez  veremos  a 
alguna  de  estas  aves  ex- 
trañas tomar  apuntes, 
fijar  en  el  papel  la  esce- 
na o  el  tipo  que  le  in- 
teresa. El  temor  a  la  exhibición  le  cohibe;  el  lla- 
mar la  atención  le  acobarda;  nuestro  medio, 
rico  en  ostentaciones  de  otro  orden,  no  admite 
todavía  esas  figuras  alegres  y  pintorescas  que 
contemplamos  en  las  ilustraciones  extranjeras  y 
que  parecen  patrimonio  de  las  ciudades  seculares. 
La  pátina  del  tiempo  no  ha  suavizado  aún 
nuestras  ásperas  costumbres  y  es  probable  que 
viéramos  una  nota  exótica  e  inarmónica  en  el 
artista  que  en  pleno  día  se  aventurase  a  tomar 
un  apunte  en  la  Avenida  de  Mayo. 

Por  eso,  su  figura  se  desliza  silenciosa,  sin  des- 
tacarse entre  el  bullicio.  Su  vida  interior  se  ali- 
menta calladamente,  contemplando  la  vida  urba- 
na que  le  envuelve,  sirviéndole  de  campo  donde 
espiga  los  tipos  y  escenas  que  luego  contemplamos 
un  momento  con  indiferencia.  Y  en  esas  viñetas, 
que  a  duras  penas  alcanzan  a  interrumpir  nuestros 
prosaicos  discursos,  no  alcanzamos  a  ver  más  que 
lo  que  tienen  de  superficial,  de  objetivo,  sin  llegar 


a  penetrar  el  proceso  intime  y  !a  partícula  de  alma 
puesta  en  ellas. 

La  vida  material  no  le  afecta  gran  cosa  y  se 
sorprende  cuando  le  acorrala  con  sus  imperiosas 
exigencias.  Entra  en  la  realidad  empujado  por  ella, 
momentáneamente,  pero  satisfechos  los  urgentes 
apremios  de  su  ley,  vuelve  de  nuevo  con  nuevos 
bríos  a  su  recogimiento  interior,  donde  sólo  impera 
el  caudal  inagotable  de  su  inagotable  fantasía. 

Si  queréis  conocerle  acudid  a  una  de  esas  expo- 
siciones de  cuadros  que  de  vez  en  vez  celebra 
algún  artista  temerario,  más  amigo  del  prestigio 
que  del  dinero.  Allí  le  veréis,  acompañado  de  dos 
o  tres  colegas,  contemplando  los  cuadros  expues- 
tos, y  dando  rienda  suelta  al  comentario,  mez- 
clando nombres,  citando  escuelas  y  tendencias, 
avalorando  estilos.  Pero  siempre  temeroso,  cohi- 
bido, como  acobardado  de  que  alguna  opinión  lan- 
zada con  cierta  independencia  pueda  ser  la  nota 
discordante   de  nuestro   medio,    chato  y  aplana- 


dor  de  puro  indiferente. 
Frecuenta  con  perse- 
verancia esos  estableci- 
mientos que  a  él  se  le 
aparecen  como  un  tor- 
pe remedo  de  los  caba- 
rets del  Barrio  Latino, 
que  sólo  conoce  por  las 
ecturas  de  las  novelas 
francesas;  y  saturado 
de  romanticismo  ino- 
fensivo, ejerce  su  cáte- 
dra entre  el  grupo  de 
hermanos  espirituales, 
que  reciben  con  pacien- 
te agrado  un  diluvio  de 
erudición  artística  y  re- 
volucionaria. Pasan  es- 
cuelas y  preceptos,  for- 
mas y  maneras.  Desfilan 
os  nombres  de  los  artis- 
tas célebres,  desde  Ro- 
binson  a  Poul-Bot,  des- 
de Dulac  a  Gulbranson. 
La  nota  exótica  adquie- 
re relieve.  Y  el  ambiente 
toma  entonces  un  tono 
cálido  y  simpático,  que 
irradia  de  aquel  grupo 
de  jóvenes  soñadores  e 
ingenuos,  últimos  pala- 
dines de  una  bohemia 
que  agoniza. 

Por  eso,   su  espíritu 
no   está    con    nosotros; 
vuela  a  otros  países  que 
quizá  su  fantasía  le  ha- 
ga suponer  mejores;  y 
este  divorcio  se  refleja 
a  cada  momento  en  la 
obra  ligera,  incompleta, 
un     tanto     descuidada 
por  falta  de  eco  y  que  raras  veces  halla  compen- 
sación  en   el   comentario   benévolo    que   provoca 
una  silueta  feliz  o  la  caricatura  certera. 

Y  durante  la  noche,  a  la  luz  de  la  lámpara,  a 
solas  en  su  cuarto  o  en  la  habitación  de  alguna 
revista,  recogido  en  si  mismo,  libremente,  va  fi- 
jando las  imágenes  sorprendidas  o  ilustrando  el 
articulo  que  le  fué  confiado,  poniendo  en  su  mo- 
desta obra  esa  extraña  combinación  de  arte 
y  de  oficio  que  habitualmente  contemplamos 
impasibles  y  a  veces  nos  deslumhra. 

No  le  culpemos,  ni  seamos  demasiado  severos 
con  nuestro  medio  que  lentamente  va  cumplien- 
do la  ley  de  la  evolución;  y  admitamos  las  impa- 
ciencias juveniles  del  artista,  que  son  su  fuerza, 
y  el  impulso  de  los  nobles  sentimientos  que  ha 
de  llevarle,  si  es  de  los  elegidos,  a  la  aspiración 
suprema  y  predilecta  de  su  vida. 


6leo  ve  mavol. 


Julio  H.  Urien. 


*Ea>=s.— 


San  Ignacio.  En  la  costa  la  colonia  nueva.  Auna 
legua  las  ruinas,  que  no  se  puede  pasar  sin  ver... 

Llegamos  al  templo,  la  obra  candida  y  magna 
de  una  arquitectura  sin  arquitectos,  —  obra  del 
indio  voluntario  y  sumiso  y  del  fraile  director,  for- 
zado a  saberlo  todo,  sin  vacilar  jamás  en  la  tarea 
dirigente,  para  mantener  en  alto  su  prestigio. 

El  frontis  del  templo,  por  su  grandeza  y  su  in- 
genuidad, se  diría  que  fué  obra  de  la  niñez  de  un 
cíclope.  Las  esculturas  que  ostenta  evocan  en  se- 
guida el  recuerdo  de  las  portadas  de  los  misales. 
Aquello  es  más  litográfico  que  arquitectónico;  par- 


tiendo de  esta  hipótesis  se  supone  en  seguida  que 
los  frailes,  sin  conocimientos  técnicos  de  construc- 
ción ni  de  ornamento  arquitectónico,  sin  elemen- 
tos con  que  sensibilizar  a  los  ojos  bisónos  del  obre- 
ro indio  el  aspecto  de  los  grandes  templos  de  Eu- 
ropa, pusieron  a  su  vista  las  páginas  coloreadas  y 
primorosas  de  los  libros  sacros,  especialmente  de 
los  grandes  misales,  para  que  copiase  en  las  pie- 
dras figuras  y  alegorías.  Y  el  indio  lo  hizo  fiel- 
mente, burilando  grandes  ángeles  lanzados  al  vue- 
lo, que  tienen  la  gracia  de  haber  sido  trabajados 
alia  arriba,' en  eHpropio  muro,  a  varios  metros  de 


altura,  entrando  en  la  talla  las  diversas  piedras 
irregulares  de  que  está  constituida  la  pared. 

Uno  de  los  ángeles  esculpidos  en  el  lienzo  en  la 
derecha  del  frontis,  lleva  en  la  mano  un  vaso  sa- 
grado —  y  allí  precisamente  ha  brotado  de  la  pie- 
dra un  delicado  helécho,  que  parece  arraigado  en 
el  cáliz  del  ángel.  La  copia  escultural  es  concien- 
zuda y  hasta  bella,  pero  carece  de  proporción  y 
gracia  en  los  relieves.  En  cambio,  unas  cabezas 
aladas  que  flanquean  los  dos  grandes  paneles  en 
que  está  grabado  el  escudo  de  la  orden,  son  pri- 
morosas, de  expresión  angélica. 


PUERTA     DE      LA      SACRISTÍA,      ESTILO 
JESUÍTICO   CON    INFLUENCIA    INdIoENA. 


— r>l_;v/rs 


Se  pasa  el  pórtico,  al  que  daban  antiguamente 
acceso  cinco  o  seis  gradas  que  están  sepultadas  por 
el  cascajo  y  la  vegetación  que  en  la  tierra  movida 
y  gorda  crece  s(  saltos.  El  templo  ha  sido  inmenso, 

-  a  ojo  calculamos  treinta  y  cinco  metros  de  an- 
cho por  setenta  de  fondo.  Están  en  pie  también, 
aunque  ruinosas  y  atacadas  por  la  lepra  de  las 
intempeiiss.  llenas  de  talofitas  verdes  y  de  barbas 
df  pau.  las  paredes  laterales  y  la  del  término,  a 
medio  derruir,  soliviantada  por  las  raices.  Pare- 
da  muy  grande  el  recinto  para  una  sola  nave  y 
buscamos  rastros  de  división  interior.  Pronto  di- 
mos con  un  gran  pozo,  medio  tapado  por  las 
plantas  parásitas:  seguimos  buscando  y  hallamos 
dos  filas  de  cavidades  iguales,  en  las  que  sin  duda 
hubo  columnas  de  lapacho  o  urunday  que  forma- 
ron las  naves  laterales.  En  el  interior  del  templo 
toda  una  selva  vejeta  y  triunfa  de  la  desolación. 
encantando  las  ruinas.  Y  son  selectos,  se  diria 
elegidos  a  propósito  los  vegetales  que  dominan 
allí:  naranjos  colosales,  plantas  de  yerba,  gracio- 
sos «ambais'  con  hojas  verticiladas  que  se  abren 
como  abanicos,  heléchos  delicados  como  encajes. 
filodendros  gigantes  que  en  Buenos  Aires  valdrían 
nobles  precios  y  que  aqui  brotan  prodigiosamente, 
ahi  entre  las  piedras,  allá  en  las  aristas  de  los  mu- 
ros o  sobre  la  copa  de  los  árboles,  echando  al  aire. 
en  el  extremo  de  cimbreantes  tallos  de  tres  metros, 
sus  magnificas  hojas  de  quitasol  y  dejando  col- 
gar el  gracioso  manojo  de  sus  raices  textiles. 
caraguataes  monstruosos  que  lanzan  del  centro 
obscuro  de  sus  hojas  hostiles,  como  una  carcajada 
de  color,  la  nota  fulgurante  de  su  gran  flor  radiada, 
de  tan  vivo  escarlata  que  no  hay  lacre,  ni  sangre, 
ni  flor  de  seibo,  ni  boca  de  mujer  que  den  idea 
siquiera  de  aquel  ardiente  color.  Otras  cien  bro- 
meliáceas  pululan,  bracean,  forcejean  por  abrirse 
paso  hacia  la  luz.  Y  abajo  la  chusma  de  yerbas 
rastreras  y  de  bravas  ortigas  intrinca  la  maleza. 
hasta  el  punto  de  que  hay  que  andar  a  tajos  por 
naves,  coros  y  galerías. 

Adosado  al  templo  está  el  vasto  colegio.  Más 
que  clases  parecen  celdas  las  seis  u  ocho  habita- 
ciones sucesivas  de  4  x  4  que  componen  aquel  ma- 
cizo de  las  construcciones.  Es  inconfundible  e! 
espacioso  refectorio  que  las  sigue,  seguido  a  su 
vez  de  la  despensa,  en  la  que  hay  dos  cavidades 
labradas  en  la  piedra,  que  tanto  han  podido  ser 
nichos  de  santos  como  alacenas  de  dulces  regala- 


PUERTA    PRINCIPAL    DEL    TEMPLO. 

dos  y  vinos  generosos.  Y  hay 
allí  también  una  abertura  de  me- 
dia vara  en  cuadro  que  ha  servi- 
do evidentemente  para  pasar  los 
platos   de    la   cecina  contigua. 

En  esta  despensa  hizo  el  señor 
Queirel  un  interesante  descubri- 
miento: observó  que  un  gran  naranjo  que  había 
crecido  en  el  interior  de  dicha  pieza,  se  empezaba 
a  secar  rápidamente,  y  buscando  la  causa  pensó 
que  tal  vez  el  árbol  había  llegado  con  sus  raíces 
a  alguna  cavidad  subterránea  y  le  había  faltado 
alimento.  Con  esta  idea  hizo  cavar  allí,  y  a  poco 
dieron  con  una  escalera  de  piedra,  por  donde  ba- 
jaron a  un  subterráneo  de  unos  tres  metros  cua- 
drados. No  tenía  salida.  Sin  duda  era  un  sótano; 
pero  explorándolo  se  halló  en  él  una  pequeña  urna 
de  barro,  debajo  de  la  cual  había  una  onza  de 
oro,  y  en  un  rincón  de  la  habitación  subterránea, 
apareció  a  los  ojos  asombrados  de  los  visitadores 
un  esqueleto  humano,  evocando  el  final  de  quién 
sabe  qué  obscura  tragedia. 

La  arquitectura  del  colegio  o  claustro  revela  un 
progreso  visible  sobre  la  del  templo,  a  la  vez  que 
una  data  de  construcción  más  moderna.  Eviden- 
temente, los  padres  jesuítas  levantaron  primero  lo 
más  urgente,  la  casa  del  culto,  dejando  para  más 


adelante  la  obra  complementaria,  que  ya  acusa 
una  idea  arquitectónica,  un  tanteo  apreciable  ha- 
cia un  estilo  determinado. 

La  portada  del  claustro  es  sobria  y  severa;  y  una 
puerta  interior  que  va  del  refectorio  a  la  despensa 
tiene  hermosos  detalles,  sin  que  acierte  a  expli- 
carse por  qué  se  esmeraron  en  esta  abertura  do- 
méstica, a  menos  que  primitivamente  conclu- 
yese la  fábrica  ahí  y  fuese  esa  una  puerta  exterior, 
quedando  más  tarde  adentro  a  causa  del  desarro- 
llo de  las  construcciones. 

Con  gran  trabajo,  por  causa  de  la  lluvia  y  por- 
que hay  que  rozar  a  machete  los  ásperos  maleza- 
Íes,  llenos  de  ortigas  gigantes  que  dejan  en  las 
manos  una  impresión  de  brasa,  sacamos  hasta  una 
docena  de  fotografías,  y  entre  ellas  ésta,  caracte- 
rística de  la  vegetación  que  allí  pulula:  sobre  el 
capitel  de  una  alta  columna  que  flanquea  la  por- 
tada del  claustro,  allá  arriba,  en  un  pie  cuadrado 
de  base,  un  árbol  bellísimo  de  ocho  metros  de  al- 
tura, arraiga  atrevidamente  sobre  la  piedra  misma 
y  se  lanza  al  espacio. 

La  hora  de  partir  se  acerca.  La  lluvia  arrecia. 
No  se  puede  seguir.  El  retorno  se  hace  a  todo  es- 
cape, resbalando  en  el  barro  los  caballos,  caladas 
las  ropas  una  vez  más  por  la  lluvia  subsidiaria  que 
cae  de  los  árboles  estremecidos  por  el  galope.  Sólo 
agregaré  que  ninguna  descripción,  ninguna  de  las 
que  hay  hechas  y  mucho  menos  esta  mía,  dan  una 
idea,  ni  siquiera  remota,  de  la  magnitud  de  las  rui- 
nas de  San  Ignacio,  que  han  de  ser  algún  día,  si 
no  se  las  deja  destruir  por  la  barbarie,  como  se 
ha  dejado  a  las  de  Candelaria,  Santa  Ana,  Santa 
María,  Yapeyú,  Corpus  y  tantas  otras,  objeto  de 
verdaderas  romerías,  de  estudio  y  de  meditación 
para  las  gentes  cultas.  Sólo  allí,  frente  a  frente  con 
aquel  pasado  que  aun  resiste  al  olvido  con  no  sé 
qué  obstinada  fortaleza,  se  alcanza  a  comprender 
cuánto  pueden  hablar  aquellos  hacinamientos  de 
piedra  al  pensador,  al  investigador,  al  arqueólogo, 
al  sociólogo,  al  historiador  filósofo.  Es  preciso  con- 
servar las  ruinas  de  San  Ignacio,  siquiera  esas, 
como  herencia  y  recuerdo  de  una  época  que  ha 
tallado  alguna  faceta  de  la  civilización  argentina. 
El  gobierno  que  tal  haga,  hará  una  noble  obra  de 
previsión  y  de  piedad  histórica. 


Manuel  Bernárdez. 

fotografías  de  jorge  cullen  averza. 


AP.BOL    QUE    SE     DESARROLLA 
TREPANDO     POR     UH     MURO. 


«CORAZÓN  DE  PIEDRA.),  ÁRBOL  LLAMADO 
ASl,  POR  HABER  CRECIDO  ALREDEDOR  DE 
LA   COLUMNA    (JUE    SE    VE    EN    EL   CENTRO. 


—  p^LA^-s  -vurrrayx- 


Artistas,  sacerdotes  de  lo  bello^Vuestra  misión  sobre  la  tie- 
rra es  santa:— Dios  es  del  arte  la  sublime  idea;— Que  su  reve- 
lación el  arte  sea.—  Del  Canto  al  arte,  de  Carlos  Encina. 

He  confiado  más  de  una  vez  a  mis  lectoras,  cuanto  me 
place  que  frecuenten  la  intimidad  de  mi  «Home*  donde  se 
charla  de  todo  un  poco,  haciendo  gala  de  absoluta  sinceridad, 
los  viejos  amigos  de  nuestro  círculo  porteño,  y  también  los 
que  supe  conquistar  en  el  extranjero,  y  que  el  destino  suele 
traer  a  Buenos  Aires,  tal  vez  con  el  único  objeto  de  propor- 
cionarme algunas  horas  encantadoras... 

Y  es  así,  como  un  atildado  diplomático,  a  quien  conocí 
chiquillo,  en  una  larga  temporada  que  pasamos  en  San 
Sebastián,  y  que  recuerda  sus  exigencias  de  niño,  obligán- 
dome a  charlar,  porque  asegura  que  mis  cuentos  de  ahora, 
son  tan  divertidos  como  aquellos  del  Pájaro  Azul,  o  de! 
Enano  Rojo,  que  me  hacía  repetir  hasta  el  cansancio,  me 
ha  preguntado  más  de  una  vez:  «¿Por  qué  razón,  ninguna 


PINTURA    SOBRE    MARFIL,     DE     LA 
SEÑORA  JULIA  CALVO  DE  ABELLA. 

de  las  damas  altamente  colocadas  en  la  sociedad  porteña, 
expone  cuadros,  miniaturas,  o  esmaltes,  que  sean  obra  de 
sus  manos?  No  he  de  hablarle  a  usted,  ahora,  del  derroche 
de  belleza  y  elegancia  de  que  hacen  gala  sus  compatriotas; 
no,  amiga  mía;  deseo  documentarms  sobre  temas  menos 
conocidos,  y  darle  a  usted  argumento  para  nuevos  cuentos 
de  hadas.  . .  He  conversado  con  muchas  porteñas  cultísimas  ^ 
he  oído  a  concertistas  de  primera  fila,  pero  parece  que  estas 
argentinas,  tan  capaces  de  realizar  cuanto  se  proponen, 
no  tuvieran  la  menor  inclinación  por  el  arte  del  divino 
Rafael . . . 

Se  conoce  que  es  usted  absolutamente  extraño  a  nuestro 
ambiente,  exclamé:  ignora  la  modalidad  más  común  en  la 
porteña  de  alta  alcurnia,  cuyas  inclinaciones  artísticas  la 
hayan  hecho  dedicar  al  estudio  largas  horas  de  su  vida.  . . 
Es  casi  siempre  tan  modesta,  desconfia  tanto 
de  su  propio  mérito,  que  guarda  celosa- 
mente para  el  hogar,  o  sus  vinculaciones 
más  íntimas,  lo  que  ella  cree  "ensayos^)  y  que 
suelen  ser.  sin  embargo,  acabadas  obras  de 
arte;  pero  el  exhibicionismo  la  horroriza. .  . 
Y  de  esta  conversación,  surgió  el  anhelo 
de  hacer  conocer  las  aptitudes  de  algunas  de 
nuestras  más  distinguidas  aficionadas,  entre 
las  que  contamos  personalidades  consagra- 
das ya  como  ar- 
tistas de  primera 
fila,  por  los  que 
han  podido  va- 
lorar sus  obras. 
Entre  aquéllas, 
ha  descollado 
siempre  la  seño- 
rita Hortensia 
Berdier,  dama 
de  espíritu  cultí- 


MINIATURA    PINTADA    SOBRE    MARFIL, 
POR    LA   SEÑORITA    DELIA  GUERRICO. 


CABEZA  ÜE  ESTUDIO,  ÓLEO  DE    lASE.JORlTA  HD:íTENSIA   BERDrER 


simo,  y  que  a  pesar  de  su  activa  y  prestigiosa  actuación 
mundana,  ha  dedicado  ai  arte  las  mejores  horas  de  una 
existencia  llena  de  halagos:  la  artística  cabeza  que  ha  con- 
sentido reproduzca  Plvs  Vltra,  afirma  el  mérito  de  su 
obra,  consagrada  ya  por  el  juicio  de  la  crítica;  pero  tie- 
nen además  sus  aristocráticas  manos,  el  maravilloso  don 
de  las  de  Madeleine  Lemaire.  y  nadie  sabrá  pintar  como 
ellas  las  luminosas  flores,  que  parecen  de  algún  jardín  de 
ensueño. . . 

El  arte  de  la  miniatura,  arte  femenino  por  excelencia, 
cuenta  en  todas  las  épocas  con  cultoras  admirables,  como 
la  célebre  veneciana  Rosalba  Carrera,  como  la  seductora 
Madame  Viegée  Lebrun,  a  quien  tanto  distinguió  María 
Antonieta,  influyendo  poderosamente  en  el  ánimo  de  la 
célebre  pintora,  para  que  se  dedicara  al  primoroso  arte  que 
fascinaba  a  la  desventurada  soberana.  La  mujer  argentina, 
ha  demostrado  siempre  gran  predilección  por  la  miniatura, 
y  si    la   señora   Luna   Alston  de  Gallegos,  dama    distingui- 


OLE0    SOBRE    MARFIL,  DE  LA 
SEÑORA    CALVO    DE    ABELLA. 


disima,  cuya  serena  y  delicada  belleza  sería  ideal  inspiradora 
para  el  arte  que  cultiva  con  tan  acabada  perfección,  consin- 
tiera en  exponer  sus  obras,  figuraría  su  nombre  dignamente 
entre  los  más  afamados  artistas  contemporáneos. 

Doña  Julia  Calvo  de  Abella.  es  otra  de  las  personalidades 
de  nuestra  aristocracia  que  atesora  cualidades  realmente 
excepcionales.  Viajera  infatigable,  pues  pocas  de  nuestras 
compatriotas  han  recorrido  como  ella  toda  Europa,  ni  han 
conocido  el  encanto  de  los  infinitos  horizontes  africanos.  .  . 
Fué  su  vocación  primera,  la  pintura  al  óleo:  luego,  en  una 
de  sus  largas  estadías  en  el  viejo  mundo,  se  dedicó  a  la 
miniatura,  y  a  los  esmaltes  artísticos,  con  tan  brillante 
éxito,  como  en  sus  estudios  musicales,  pues  es  también 
reputada  como  notable  pianista. 

Se   destaca   también,    como    distinguida   miniaturista.   la 
señorita  Delia  Guerrico.  figura  pres- 
tigiosa y  atrayente  de  nuestra  alta 
sociedad:  si  persevera  en  el  camino 
emprendido,    podremos  contar    con 
otra   verdadera  artista;  y   al  recor- 
dar su  gentil    silueta,    y    la    clara 
mirada  con  que  estudia  su  modelo, 
no  puedo  menos   de    evocar 
el  contraste    entre   las    mo- 
dernas cultoras  de  ese  arte 
delicadísimo,    y    la    ascética 
figura  del  monje  Giulio  Clo- 
vio,  el  ilustre  artífice  de  la 
época  del  Renacimiento,  que 
vestido  de  tosco  sayal,  ilu- 
minaba, con  el  divi- 
no arte  de  sus  diáfa- 
nas manos,  la  triste 
celda  de  su  claustro... 


MINIATURA  SOBRE  MARFIL,  OLEO  DE  LA 
SEÑORA    LUNA    ALSTON    DE   GALLEGOS. 


La   Dama  Dufnoe. 


— i3»L7«^i3  -vLrrr2>x— 


d(  OSÍttdlO 


Navarro 
Violí 


En  esta  vida  todos  preferimos. . . 

Y  cada  individuo  tiene  aptitud  para  rea- 
lizar aquello  que  prefiere.  El  violin  de  In- 
gres es  una  excepción. 

Junto  a  dichas  disposiciones  nace  el  ape- 
tito de  ponerlas  en  práctica.  (Pero  Grullo 
pensarla  como  yo),  y  en  poder  o  no  satisfa- 
cerlo estriba  gran  parte  de  nuestra  felicidad. 

Algunas  mamas  regañan  a  sus  hijas  por- 
que éstas  no  se  aficionan  a  las  tareas  domés- 
ticas: palabras  inútiles!,  nada  han  de  conse- 
guir de  ellas  en  ese  sentido. 

Ciertas  jóvenes  dejan  tantas  distraccio- 
nes fútiles  y  en  su  lugar  saborean  una  lectu- 
ra interesante. , .  No  se  equivocan  en  la  elec- 
ción. . . 

En  pos  de  nuestra  ocupación  favorita,  a 
pesar  del  placer  que  ésta  nos  proporciona, 
suelen  seguir  diversos  contratiempos.  Ejem- 
plo: el  político  que  demuestra  la  utilidad  de 
sus  principios  (|si  los  tiene!)  y  ve,  después, 
triunfar  a  sus  contrarios,  etc. 

No  he  acertado  los  desagrados  que  pue- 
dan suceder  al  estudio. 

Afortunadamente  no  se  opina  ahora  que: 

. . .  une  femme  en  sait  toujours  assez 
Quand  la  capacité  de  son  esprit  se  hau5s? 
A  connoftre  un  pourpoint  davec  un  haut  de 

Ichausse. 

Moliere  quiso  privarnos  de  este  gran  delei- 
te: la  instrucción.  Su  intención  fué  justa:  co- 
rregir un  defecto,  general  en  su  época:  la 
afectación  del  lenguaje,  la  pedantería;  sin 
embargo,  las  preciosas,  si  no  escribieron 
obras  maestras,  enriquecieron  el  idioma  con 
la  creación  de  palabras,  expresiones  y  giros. 


No  pasa,  pues,  inadvertida  la  interven- 
ción de  la  mujer  en  la  literatura  francesa. 

Harto  conocidos  son.  para  detenerme  en 
ellos,  los  nombres  de  Margarita  de  Valois, 
Mademoiselle  de  Scudéry,  Madame  de  Lafa- 
yette,  Catalina  de  Vivonne  y  las  elegantes 
que  frecuentaban  el  Hotel  de  Rambouillet; 
Madame  de  Sévigné.  Madame  de  Maintenon, 
Madame  Campan,  Madams  de  Staél,  Georges 
Sand,  etc. 

Un   proverbio   espaiíol   dice: 

« Niño  que  bebe  vin 

y 

Mujer  que  aprende  latín 
Tienen  mal  fin  *; 

pero  la  mayor  parte  de  las  mujeres  doctas 
han  poseído  la  lengua  de  Cicerón:  la  poetisa 
mejicana,  Sor  Juana  Inés  de  la  Cruz;  la  ilus- 
tre doctora  de  la  Iglesia,  Santa  Teresa  de 
Jesús;  la  noble  reina  Isabel  la  Católica,  y  sus 
hijas;  y  su  erudita  profesora  doña  Beatriz 
Galindo,  alias  «La  Latina»,  quien  fundó  un 
gran  hospital  en  Madrid:  éste,  y  el  barrio  en 
que  fué  construido  se  llaman:  «La  Latina.» 

Empleando  sus  últimos  años  en  el  ejerci- 
cio de  la  caridad,  ¡cuan  lejos  estaba  de  aca- 
bar mal! 

La  satisfacción  es  el  término  del  placer. 
Como  el  del  estudio  es  insaciable,  concluirá 
junto  con  nuestra  vida. 

Unos  leen  para  recrearse,  otros  para 
aprender:  éstos,  ansiosos  de  hallar  la  verdad: 
aquéllos,  en  busca  de  argumentos  defensores 
de  la  verdad  que  poseen  o  creen  poseer  de 
cualquier  modo,  ¡parecen  tan  cortas  las  ho- 
ras cuando  trata  uno  de  saberl 


Qm  Ib3^  ^  pnj^sai  d  rompleíü  m  ios  iiaimíi: 


¡Sí,  seiVor!  Bien  haya  el  Progreso  y  loor 
al  que  ideó  el  tranway  eléctrico . . .  Pero, 
|ay!  que  en  este  picaro  mundo  todo  tiene 
su  pro  y  su  contra. . .  Bien  es  verdad,  que 
los  que  tenemos  la  suerte  de  vivir  en  estos 
benditos  tiempos  de  la  electricidad,  de  U 
telegrafía  sin  hilos .. .  de  otra  porci  in  de 
coas. .  -  sin  hilos  (y  sin  ilación  tal  vez)  d: 
la  viabilidad  airea  y  mil  otras  cosas  estu- 
pendas, tenemos  que  sufrir  también  -ya 
veces  ¡en  qu¿  forma!  -  las  incomodidades 
inherentes  a  todo  lo  que  es  humano,  y  por 
ende,  pfrfttrtamtnle  imperfecto! 

Todas  estas  reflexiones,  caras  lectoras, 
vienen  ¿a  cuento  de  qué?  Pues  con  motivo 
de  las  que  me  sugiere  una  de  mis  últimas 
correrías  por  los  barrios  más  céntricos,  en 
horas  de  tiendas  —  por  supuesto.  -  Soy 
una  persona  —  y  conste  que  sé  que  hay 
muchísimas  en  mi  caso  —  que  necesita 
hacer  por  si  misma  sus  comisiones.  Pues 
bien,  después  de  haber  lenírtado  de  lo  lindo 
(vocablo  que  hallo  de  lo  mis  justo)  y  he- 
cho las  de  la  hormiguita,  después  de  ha- 
berme tropezado  con  cien  mil  extranjeros 
que  pululan  por  estas  calles,  -  y  ¿dónde 
estin  los  argentlnosV  pregunto  —  Buenos 
Aires  K  me  antoja  a  esas  horas,  un  enorme 
kaleidoioopio  cuyos  colores  se  suceden  sin 
interrupción. . .  Las  vidrieras  resplandecien- 
tes de  luz.  la  gente  que  circula,  que  se 
adelanta,  jadeante,  que  se  atropella,  que 
pata  ~  ique  trata  de  pasar  a  toda  costal 
—  magullándola  a  una . . .  ¿Pero  esto  es  Bue- 
nos AiresV  me  digo.  Uno  se  topa  aquí  con 
una  rubicunda  inglesa. . .  más  allá  una  ale- 
mana que  parece  más  que  mujer  un 
barril  lleno  de  cerveza,  el  cual  por  un  prodi- 
gio pudiera  caminar,  asi.  a  trancos...  Ahi 
es  de  ver.  rusas,  polacas,  con  su  mirada 
avien  y  su  cara  enigmática,  hablando  una 
¡erga  ininteligible ...  a  veces  leyendo  por  la 
calle  tu  «Novoe  Vremyra,  cuando  no  señan- 


/\diid  Tbi'osd  Aorouo 


do  con  su  Polonia  y  Varsovia.  Este  es  Bue- 
nos Aires  a  la  tarde,  a  la  hora  de  compras 
en  el  centro. . . 

...Ahora,  el  problema  es  encontrar  el 
tranway  que  me  ha  de  llevar  a  casa. . .  Me 
sitúo  en  un  paraje  conveniente  y  me  pongo 
a  esperar  con  calma. . .  ¡qué  si  quieres!  Pa- 
san dos,  pasan  diez  y  veinte  tranways;  to- 
dos los  números  habidos  y  por  haber. .  .  nú- 
meros incomprensibles  para  mi. . .  toda  vez 
que  no  es  mí  número/  Por  fin,  después  de 
tres  cuartos  de  hora  de  angustia,  me  parece 
distinguir  mi  tranuiay . . .  Los  ojos  se  me 
salen  de  las  órbitas,   ¡me   parece   mentira 


LaAindá  íiiRii'^  Por  Ijíim^  tal   do    Poríoíd 


tanta  belleza!  Miro  el  tablero  donde  está  el 
número  bendito,  el  que  yo  necesito.  Lo  miro 
lo  mismo  que  los  Reyes  Magos  contemplaron 
la  estrella  famosa  que  los  guió  a  Belén.. 
Pero,    lay!    viene   completo.    ¡Completo!    E 
motorman,  a  mi  gesto  de  querer  subir,  me 
indica  con  ademán  olímpico:  ¡está  completo 
Qué  desilusión.  Otro  cuarto  de  hora  de  es 
pera,  de  angustia...   Vuelven  a  pasar  y  í 
repasar,  hasta  que  al  fin  puedo  encaramar 
me  en  uno;  y  subo,  en  efecto. .  .  ¡Horror!  e 
único  sitio  disponible,  es  la  mitad  del  asíen 
to  en  que  viene  muellemente  sentado . . .  ¡un 
barrenderol^ni  más  ni  menos  (auténtico).— 

En  uno  de  mis  viajes  por  las  pequeñas  al- 
deas de  Turquía,  en  un  islote  perdido  dentro 
del  Mármara,  me  contaron  una  historia  sen- 
cilla y  triste:  Era  la  leyenda  del  traje  negro. 

Selika,  esposa  del  guerrero  Ackmid,  mu- 
jer prodigiosamente  bella,  poseía  un  poder 
extraño  y  dulcísimo  en  sus  pupilas  negras 
forradas  de  fuego,  en  su  voz  lánguida,  en  sus 
labios  purpúreos  y  en  su  gesto  altivo. 

Era  en  aquel  tiempo  la  inspiradora  de  su- 
blimes ideales,  de  pasiones  terribles  y  de  te- 
nebrosos crímenes.  Idolatrada  por  Ackmid, 
a  quien  también  ella  adoraba,  ni  por  un  ins- 
tante se  separaba  del  héroe.  Le  seguía  en 
sus  excursiones  guerreras  contra  tribus  ene- 
migas, en  sus  travesías  de  los  mares,  en  sus 
ascensiones  de  las  cumbres. 

Mas  a  pesar  de  unión  tan  perfecta,  una 
sombra  manchaba  la  blanquísima  frente  de 
Selika;  y  era  ella  proyectada  por  la  pasi6n 
del  temible  Macub,  quien,  furiosamente  ce- 
loso del  jefe  que  fuera  preferido  por  Selika, 
había  jurado  arrancar  a  su  amada  de  los 
brazos  de  Ackmid. 

Para  que  este  funesto  designio  pudiera 
llevarse  a  cabo,  era  necesario  que  muriese  el 
noble,  valiente  y  feliz  Ackmid.  Y  murió. 
Murió  ahorcado  por  sus  propios  enemigos, 
después  de  una  odiosa  traición. 

Selika,  ahogada  en  llanto,  con  el  alma  des- 
hecha, comprendió,  inspirada  acaso  por  el 


Bueno;  hago  de  tripas  corazón  y  me  siento- 
Al  mismo  tiempo  veo  que  el  tal  me  dirige 
una  mirada  priucipe^camentr  ~  mlra-áa.  que 
hubiese  envidiado  el  mismo  Duque  de  Aosta. 

Por  fin,  llega  el  momento  que  todo  lle- 
ga en  este  mundo  a  los  que  saben  esperar 
llega  el  momento  de  bajarme,  y  desciendo 
de!  tranway.  y  los  cortos  pasos  que  tengo 
que  dar,  hasta  mi  casa,  me  parece  hacerlos 
como  sonámbula.  . .  Es  que  vengo  totalmen- 
te mareada,  como  que  allí  en  esa  atmósfera 
los  perfumes  que  he  tenido  la  suerte  de  as- 
pirar, no  eran  ciertamente  de  la  fábrica  de 
Houtegant  ni  de  Coty. . . . 

...Llego,  y  al  verme  sana  y  salva,  pro- 
rrumpo en  una  delirante  y  homérica  carca- 
jada. ¡Sí,  señor!  Magnifiquemos  nuestras 
cosas;  encontremos  que  vivimos  en  el  mejor 
de  los  mundos  posibles,  que  es  una  gran 
cosa  el  Progreso;  pero  pongamos  ¡por  favor! 
las  cosas  en  su  verdadero  lugar. . .  y,  sobre 
todo,  seamos  más  equitativos...  Que  nos 
pongan  en  condiciones  de  poder  trasladar- 
nos de  un  punto  a  otro  de  la  ciudad,  sin  re- 
trasos, ni  contratiempos,  ni  fastidios.  ¡Más 
coches,  señores  de  la  Compañía  de  Tranways! 
y  todos  saldremos  ganando:  ellos,  su  dinero, 
y  nosotros  nuestro  tiempo  —  ¡y  a  veces 
nuestra  tranquilidad! 

Menos  mal,  todavía  con  el  actual  sistema 
se  nos  ahorra  aquel  espectáculo  dantesco  o 
abracadabrante,  de  aquellos  infelices  matun- 
gos que  apenas  podían  sobrellevar  la  carga 
muy  superior  a  sus  fuerzas,  y  entonces  era 
de  ver. . .  el  espectáculo  desagradable  y  an- 
tiestético, de  las  pobres  bestias  jadeantes, 
esqueléticas,  con  las  fauces  abiertas  y  respi- 
rando ansiosas. . .  ansiosas  de  que  termínase 
esa  lucha  sin  fin  a  que  los  hombres  despia- 
dados las  condenaban. . .  Gracias  a  Dios,  ese 
triste  espectáculo  ha  pasado  ya  al  dominio 
de  vCosas  de  otro  tiempo». 

jBien  haya  el  Progreso! 


espíritu  de  su  esposo,  que  Macub  se  apodera- 
ría de  ella.  Entonces  tuvo  fuerzas  para  huir. 
Huyó,  perseguida  por  los  esbirros  del  mons- 
truo, y  viéndose  a  punto  de  caer  en  manos 
de  aquellos  hombres,  la  divina  Selika  de  !os 
labios  purpúreos  y  pupila  de  fuego,  se  preci- 
pitó, loca  de  terror,  en  el   Mar  Negro. 

Tal  vez  el  dios  del  Mar  era  su  abuelo.  .  . 
La  meció  en  sus  ondas  tempestuosas  y  lue- 
go, suavemente,  la  depositó  sobre  las  rocas 
desnudas.  Selika  surgía  de  las  aguas,  envuel- 
ta en  negra  túnica;  negro  también  su  velo 
de  púrpura. . . 

Desde  entonces,  vagaba  de  noche  por  los 
campos,  consolando  a  los  tristes;  pero  Ma- 
cub, cuando  atravesaba  por  entre  las  tribus 
acampadas,  no  logró  ver  jamás  la  sombra 
negra  destacarse  en  el  fondo  obscuro  de  los 
bosques. 

Y  se  cuenta  en  las  pequeñas  aldeas  de 
Turquía,  en  aquel  islote  perdido  en  el  Már- 
mara, que  a  ejemplo  de  Selika,  la  inconso- 
lable enamorada,  todas  las  pobres  amantes, 
llenas  de  pesar  por  la  muerte  del  esposo,  ti- 
ñeron  de  negro  sus  vestiduras  para  mezclar 
con  las  tinieblas  nocturnas  las  congojas  de 
sus  almas  tristes  y  fieles. 

Y  poco  a  poco,  en  todas  partes  del  mundo, 
la  humanidad,  como  obedeciendo  a  un  fatal 
destino,  fué  imitando  a  la  divina  Selika  de 
ios  labios  purpúreos  y  de  los  ojos  de  fuego. 


-I=>1_ 


>>^— 


C)l5FrLIA. 

TOO 


Es  la  más  completa  de  nuestras  actrices  cómicas,  por  su  gracia  natural  y 
espontánea,  y  por  ser  sin  duda  la  que  más  se  identifica  con  los  personajes  que 
crea,  sintiéndolos  y  hablándolos  como  si  los  viviera.  Tan  buena  observadora 
como  humorista,  supo  copiar  sin  exageraciones  todos  los  gestos,  ademanes  y 
voces  de  esas  señoras  que  en  el  vasto  teatro  de  la  vida  criolla  hacen  papeles 
de  «características».  La  señora  Rico  es  en  el  proscenio  «Misia  Orfilia». 

«  Nací  en  Montevideo  »,  me  dijo  la  Rico,  mientras  le  cambiaba  el  agua  a  una 
jaula  de  canarios.  Quise  que  precisase  la  fecha,  pero  se  me  escapó  por  la  tangente, 
diciéndome  que  en  Semana  Santa  y  de  ahí  no  pude  sacarla.  Fué  su  padre  artista, 
cumpliéndose  una  vez  más  el  adagio:  «De  tal  palo  tal  astilla».  Cursó  en  la  República 
Oriental  los  estudios  elementales  y  fueron  sus  compañeras  de  colegio,  muchas  de 
las  empingorotadas  señoras  que  hoy  figuran  en  las  listas  sociales  de  Montevideo. 

A  los  14  años,  jen  la  primavera  de  la  vida!,  se  presentó  por  primera  vez  ante  el 
público,  en  una  compañía  española,  pero  su  iniciación  verdadera  en  la  carrera  ar- 
tística, la  hizo  bajo  la  dirección  de  Enrique  de  María,  en  el  Odeón  de  Montevideo, 
con  la  compañía  de  Jerónimo  Podestá,  en  la  que  actuaban  todos  sus  hijos... 
Blanca,  María,  Anita,  Arturo,  José...  Alfredo  Gobi,  Goyo  Aoosta  y  otros  que  ha 
olvidado,  siendo  su  primer  papel  el  de  la  característica  de  «Los  Boqueños». 

Colgaba  ya  la  jaula  del  dichoso  canario,  cuando  le  pregunté  cuál  era  su  obra 
favorita,   y   me  respondió  cantándome  en   un   falsete   desafinado 
aquello   de :     «  ¡Me   gustan    todas,    me  gustan   todas,    me   gustan 
todas  en  general! ...»   Dio  fin  al  cantito  con  un  «gallo»,  natural- 
mente, y  le  puso  una  lechuga  al  canario. 

«Las  de  Barranco»  es  la  obra  que  más  veces  ha  hecho  y  la  que 
más  aplausos  le  ha  valido.   Autores,  no  prefiere  a  ninguno.  ¡Son 


ORFILIA  RICO, 
QUE  CON  PABLO 
PODESTÁ  y  PARRA- 
VICINl  HA  HECHO 
UNA  BRILLANTE 
TEMPORADA  EN 
EL     «ARGENTINO». 


tan   quisquillosos!,   pero  como  su  género 
predilecto  son  las  comedias,  lógico  es  su- 
poner que  los  autores  de  este  género  go- 
zarán de  su  predilección. 
Tiene  la  Rico  cuatro  hijos:    Sarah,  Rodolfo,  Carlos  y 
Félix.     Dos  de  ellos,  Rodolfo  y  Félix,  se  dedican  al  tea- 
tro.   El  último  reúne  las  dos  aspiraciones  del    hombre: 
ser  «felíx»  y  ser  «rico». 

Dejó,  por  fin,  tranquilo  al  canario,  y  al  bajarse  de  la  silla  en  que  se  había 
subido  para  tirarle  besitos,  casi  se  cae,  justamente  cuando  yo  le  pregun- 
taba que  hubiese  querido  ser,   si  no  hubiese  sido  artista. 

—  ¡Acróbata!  —  me  contestó  indignada. 

Ha  recorrido  casi  toda  la  República.  Es  un  poco  supersticiosa;  no  le  teme 
al  público,  pues  le  quiere  y  no  se  puede  temer  a  quien  se  quiere.  Sus  noches 
más  felices  son  las  de  su  beneficio,  y  las  más  «desveladas»,  las  vísperas  de  pa- 
gar el  alquiler. 

—  ¿Ha  pasado  usted  algún  momento  de  angustia?  —  le  pregunté. 

—  Sí,  una  vez  y  justamente  en  escena,  no  hace  muchas  noches,  ¡ay  sí! 
Mi  vida  se  deslizaba  tranquila,  apacible;  yo  parecía  un  río  sereno.  . .  (Todo 
esto  me  lo  dice  con  gran  suavidad,  de  pronto  cambia  de  tono.)  Cuando  hace 
pocas  noches,  no  sé  por  qué  diantre,  me  quedé  sin  voz  en  escena.  Viera.  .  . 
por  más  que  estiraba  la  trompa  nada. . .  no  salía  ni  palabra. . .  «¡Ya  me  que- 
dé muda»,  me  dije!.  .  .  pucha  y  si  no  es  por  un  esfuerzo  de  voluntad,  casi 
me  salgo  de  la  escena.  Yo  creía  que  me  había  atorado,  ¿no?  Pero  parece  que 
no  fué  atoro.  ¡Mire  si  me  quedo  muda!  ¿no?  Me  habria  tenido  que  dedicar 
al  cinematógrafo...   ¡Qué  susto! 

Dicho  esto,  tomó  una  escoba  y  se  apoyó  en  ella, 
como   diciendo: 

—  ¡Caballeríto,  aquí  tenemos  muDho  que  hacer  por 
las  mañanas  y  usted  se  querrá  ir,  ¿verdad? 

Comprendí  la  indirecta  y  me  marché,  convencido  de 
que  hasta  muda  esta  mujer,  sería  la  primera  actriz 
cómica  del  teatro  nacional. 

El  doctor  Misterio. 


LA  POPULAR  Y 
GRACIOSÍSIMA  CA- 
R  ACTERÍSTICA 
CON  SU  PRIMER 
NIETO  «BABY  HA- 
RÁN*. 


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CURIOSIDADES   DEL   JAPÓN 


AKCO    NATURAL     DE     MATSUSHIMA. 


Los  japoneses  pueden  asegurar,  sin  exageraciones  retóricas,  que  viven  sobre 
un  volcán,  o  mejor  dicho,  sobre  varios  volcanes.  Todo  ese  colosal  dragón  que 
representa  en  el  mapa  el  archipiélago  japonés  es  una  cadena  de  cimas  volcá- 
nicas pertenecientes  a  montañas  sumergidas  en  el  mar.  Aquellos  millares  de 
islas  han  sido  modelados  por  titanes  que  los  cocieron  con  el  fuego  de  las  entra- 
ñas terrestres  y  los  apagaron  con  las  olas  del  océano. 

Un  trozo  de  plomo  derretido  que  se  sumerge  en  agua  adopta  raras  y  sor- 
prendentes formas.  Así  la  tierra  japonesa  ofrece  aspectos  fantásticos,  retor- 
cida, convulsionada,  semejante  a  una  pesadilla  de  la  materia.  Entre  esos 
espamos  del  suelo  hay  sitios  donde  la  naturaleza  ofrece  una  placidez,  una 
calma  majestuosas,  algo  así  como  el  pesado  reposo  que  sucede  a  los  grandes 
cataclismos. 

Cuando  no  se  conoce  el  paisaje  japonés  más  que  por  las  reproducciones 
del  arte  nipón,  resulta  increíble,  fantástico  para  nuestros  ojos  acostumbra- 
dos a  otros  aspectos  de  la  belleza  natural.  Pero,  según  comprueba  la  fotogra- 
fía, los  pintores  del  imperio  del  Sol  Naciente  no  hacen  más  que  reproducir 
con  toda  fidelidad  el  semblante  de  su  patria.  De  igual  manera  que  el  alma 
de  los  hombres  blancos  es  distinta  del  alma  de  la  raza  amarilla,  el£paisaje 
japonés  no  se  parece  al  nuestro. 

El  japonés  adora  su  país  con  artística  pasión.  Raro  es  el  habitante  de  aque- 
llas islas  que  no  haya  recorrido  el  imperio  en  piadosa  peregrinación,  sin  recu- 
rrir a  los  ferrocarriles  y  empleando  los  buques  solamente  cuando  necesitan 
pasar  de  una  isla  a  otra. 

El  turista  nipón  además  de  un  devoto  es  un  artista  que  siempre  traduce 
sus  impresiones  en  una  obra,  ya  sea  ésta  diminuta  figurita  de  marfil,  una 
poesía  o  un  kakimono,  como  se  llama  a  los  cuadros  en  japonés.  Días  en- 
teros consagra  a  contemplar  un  paisaje,  un  árbol,  una  flor;  la  paciencia 
más  exquisita  y  el  gusto  más  delicado  distinguen  a  los  hombres  de  aquella 
raza  laboriosa  y  fuerte. 

Y  el  entrañable  amor  del  japonés  hacia  su  tierra  es  también  extraño. 
No  se  trata  de  un  sue- 
lo muy  hospitalario;  los 
temblores  de  tierra  son 
frecuentes  y  producen  mi- 
llares de  víctimas. 

El  Asama  -  Yama,  una 
de  cuyas  violentas  explo- 
siones copia  uno  de  los 
fotograbados  que  ilustran 
estas  lineas,  y  el  Shirane- 
Yama  pueden  comparar- 
se a  los  más  terribles  vol- 
canes del  mundo. 

Y,  sin  embargo,  oíd  co- 
mo un  poeta  japonés,  el 
célebre  Akahito,  canta 
inspiradamente  en  loor 
del  volcán  Fuji:  «Desde 
el  tiempo  en  que  fueron 
separados  el  cielo  y  la  tie- 
rra, altanero,  venerable, 
divinamente  aislado,  el 
monte  Fuji  se  yergue  en 
el  país  de  Suruga.  Cuando 
sondea  con  la  mirada  la 
llanura  celeste,  la  misma 
luz  del  sol  se  oculta,  el 
resplandor  de  la  luna  se 
enmascara,  las  blancas 
nubes  se  detienen  en  su 
camino.  Sin  cesar  cae  so- 
bre él  la  nieve.  Yo  querría 
cantar  continuamente, 
continuamente  glorificar 
al  monte  Fuji  sobre  la 
llanura  de  Tago.  Salgo 
para  mirarle.  ¡Ah!  Toda 
blanca  como  nieve  recién 
caída  es  la  cima  del  Fuji.» 

El  otro  fotograbado 
que  acompaña  estas  lí- 
neas representa  una  de 
las  curiosidades  del  archi- 
piélago   de    Matsushima. 

Matsushima,  Ama -no 
Hashidate  y  Miyajima, 
son  los  tres  Sankci,  o  ma- 
ravillas del  Japón.  Los 
célebres  paisajes  de  Mat- 
sushima poseen  un  en- 
canto indescriptible.  Hay 
en  aquella  región  más  de 
mil  islotes  que  sorpren- 
den  y   maravillan. 

Este  arco  natural,  que 
parece  formar  parte  de 
las  ruinas  de  una  fortale- 
za, es  uno  de  los  muchos 
que  existen  en  los  islotes 
floridos  de  Matsushima, 
y  se  distingue  por  su 
grandiosidad    y    belleza. 

Describiendo  aquellos 
islotes  dice  Luis  Aubert: 
«Los  troncos  y  las  ramas 
se  retuercen  en  gestos  de 
forzada  expresión,  ges- 
tos de  actores  japoneses». 
¿No  tiene  este  arco  algo 
de  escenario? 


ERUPCIÓN    DEL   VOLCXN    JAPONÉS     ASAMA  -  YAMA,     QUE     AL- 
CANZÓ   UNA    ALTURA    DE    1.500   METROS. 


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El  sabio  astrónomo  del  Observatorio  Na 
cional  de  Puis,  M.  P.  Pubeaux,  ha  publica 
do  en  la  revista  Sciftia.  que  ve  la  luz  en 
Milán,  un  articulo  .sumamente  interesainte, 
del  que  ohrecnnos  aquí  una  síntesis. 

Sin  necesidad  de  hacer  un  grande  esfuerzo 
de  imaginaciin.  podemos  suponemos  en  la 
hipótesis  de  que  la  atmósfera  terrestre,  más 
espesa  y  nebulosa  que  de  ordinario,  nos  hu- 
biese privado  la  visión  de  los  cuerpos  celes- 
tes, dejando,  sin  embargo,  pasar  la  luz.  Las 
ciencias  físicas,  sin  mis  campo  de  estudio 
que  nuestro  globo,  se  habrían  visto  entonces 
privadas  de  algunos  capítulos  interesantes. 
La  Astronomía  no  hubiera  existido  más  que 
oomo  una  conjetura,  pero  la  geología  se  ha- 
bría podido  desarrollar,  y  acaso  hubiera  lle- 
gado a  la  convicción  de  que  la  Tierra  ha  pa- 
sado por  aspectos  muy  distintos  del  que 
actualmente  presenta  y  de  que  aún  está  lla- 
mada a  transformarse  en  lo  sucesivo. 

No  ha  mucho  que  la  primera  parte  de  esta 
fórmula  goza  de  un  crédito  sólido  y  universal . 
debido  a  los  perseverantes  estudies  de  los 
geilogos.  Hoy  día  todos  admiten,  sin  que  se.i 
pieciao  insistir  en  ello,  que  la  superficie  de  la 
Tierra  ha  estado  durante  mucho  tiempo  so- 
metida a  un  exceso  de  calor  que  no  toleraba 
las  formas  vivas;  que  elevadas  mesetas  han 
ocupado  durante  muchos  siglos  el  espacio 
de  los  mares,  que  las  regiones  vecinas  a  los 
polos  han  conocido  en  otro  tiempo  un  clima 
templado,  capaz  de  desarrollar  una  vegeta- 
ción exuberante. 

Los  geólogos  que  nos  reconstituyen  esos 
cuadras  sugestivos,  les  asignan  un  orden  de 
sucesión  relativa,  pero  no  les  dan  fechas  pre- 
dsas,  pues,  como  dice  Eduardo  Suess  en  su 
diaioo  libro  Im  face  dt  la  Terre.  en  vano  se 
boaca  una  medida  común  entre  las  duracio 
nea  geológicas  y  las  duraciones  históricas. 
No  hay  duda  de  que  nos  vemos  llevados  a 
considerar  grandes  espacios  de  tiempo  para 
d  depósito  de  los  sedimentos,  para  la  forma- 
ción de  los  repliegues  montañosos,  para  los 
cambios  de  la  fauna  y  flora,  si  queremos 
que  estos  fenómenos  se  hayan  desarrollado 
siempre  a  la  marcha  que  revelan  las  obser- 
vaciones corrientes.  Pero  esta  creencia  con- 
serva ya  pocos  adeptos,  y  hasta  éstos  admi- 
ten  que  puede  ser  útil  recurrir  a  la  Astrono  - 
mfa  para  asignar  límites  a  la  duración  posi- 
ble de  las  edades  geológicas. 

Los  cambios  de  que  se  trata  no  son  ob- 
servados ni  en  la  Tierra  ni  en  los  planetas 
análogos  a  la  Tierra,  sino  sobre  estrellas  más 
bien  comparables  al  Sol. 

Teniendo  presentes  las  consecuencias  bio- 
lógicas, tres  son  los  factores  esenciales  que 
deben  ponerse  en  linea:  la  composición  del 
aire,  la  circulación  del  agua  entre  la  atmós- 
fera y  el  Océano  y  el  mantenimiento  de  la 
temperatura  anual  entre  limites  no  muy 
alejados,  en  la  proximidad  de  una  media,  de 
unos  17". 

El  interior  del  globo  constituye  sin  duda 
un  depósito  de  calor  importante,  pero  este 
calor  no  llega  a  la  superficie,  como  vemos 
por  la  diversidad  de  los  climas  y  la  rapidez 
de  la  oscilación  diurna.  Ni  la  permeabilidad 
que  la  corteza  terrestre  ofrece  al  calor,  ni  las 
transformaciones  radioactivas  son  capaces 
de  destruir  la  acumulación  de  los  hielos  en 
los  polos  ni  de  evitar  su  aumento  periódico. 
La  presencia  en  el  suelo  del  más  rico  mineral 
de  radio  no  es  obstáculo  al  enfriamiento  noc- 
turno. Que  se  extinga  el  Sol,  y  esos  recursos 
internos  reales,  pero  ineficaces,  no  impedirán 
que  los  casquetes  polares  invadan  el  globo 
entero,  que  la  circulación  acuosa  quede  pa- 
ralizada, que  baje  la  temperatura  en  todas 
las  latitudes.  Estos  cambios  desastrosos  se 
producirían  en  pocos  aflos. 

Asi,  pues,  si  los  climas  terrestres  oscilan 
alrededor  de  medias  casi  fijas,  es  debido  a 
que  lo  que  nuestro  globo  recibe  hace  equili- 
brio a  lo  que  gasta.  Es,  pues,  preciso  que  el 
influjo  solar,  única  fuente  eficaz  de  esta  en- 
trada, se  conserve.  Esta  conclusión  puede 
considerarse  como  adquirida  por  unos  vein- 
te siglos  del  pasado.  Ni  el  nivel  de  los  mares, 
ni  la  extensión  de  los  glaciares,  ni  los  limites 
de  los  cultivos  delicados  han  experimentado 
durante  este  intervalo  cambio  alguno  gene- 
f*l  y  progresivo.  El  astrónomo  versado  en 
el  estudio  de  las  estrellas  variables  estimará 
que  debemos  felicitarnos  de  este  resultado. 
Comparado  a  muchos  de  sus  congéneres,  el 
Sol  es  una  fuente  muy  constante,  a  despe- 
cho de  las  manchas  que  aparecen  en  su  su- 
perficie y  que  pueden  multiplicarse  en  la 
relación  de  I  a  20  en  algunos  aAos.  Era  de 
temer  que  un  astro  tan  manifiestamente 
sujeto  a  una  fluctuación  rítmica  no  tuviese 
igualmente  una  variación  secular  bastante 
rápida.  Más  caliente,  más  voluminoso  que 
la  Tierra,  gasta  evidentemente  mucho  más, 
y  no  puede  contar  con  un  socorro  extraño 
para  reparar  sus  pérdidas.  Bien  es  verdad 
que  no  teniendo  costra  sólida  está  en  mejo- 
res condiciones  para  utilizar  su  calor  interno. 

De  cualquier  modo  que  sea,  el  Sol  ha  atra 
vetado,  sin   debilitarse   sensiblemente,   las 
edades  históricas.    Este   precedente   puede 
hacernos  concebir  con  cierta  seguridad  núes- 


COMO  MUEREN  LOS  PLANETAS 


ESTA  ESPLÉNDIDA  FOTOGRAFÍA  DEL  SOL,  FUé  TOMADA  CON  EL  TELESCOPIO  DE  SNOW,  EN  EL 
OBSERVATORIO  DEL  MONTE  WELSON,  EN  CALIFORNIA.  SE  VEN  EN  ELLA  NUBES  LUMINOSAS  DE 
VAPOR  DE  CALCIO  QUE  FLOTAN  SOBRE  LA  SUPERFICIE  SOLAR.  ESAS  NUBES  SON  LAS  MANCHAS 
MAS  BLANCAS.  NO  SON  VISIBLES  A  LA  SIMPLE  VISTA  Y  NO  APARECEN  EN  LAS  FOTOGRAFÍAS 
TOMADAS  AL  USO  CORRIENTE:  ES  NECESARIA  UNA  PREPARACIÓN  ESPECIAL  DE  LOS  INSTRU- 
MENTOS   PARA    OBTENER     FOTOORAFÍAS   COMO    ÉSTA. 


tro  porvenir  para  un  lapso  de  tiempo  casi 
igual.  En  idénticos  limites  las  fórmulas  de 
la  Mecánica  celeste  nos  hacen  prever  para  el 
sistema  planetario  una  configuración  casi 
estable.  Ningún  planeta  está  bajo  la  ame- 
naza de  precipitarse,  dentro  de  poco  tiempo, 
sobre  el  astro  central  o  de  perderse  en  las 
profundidades  del  espacio. 

Mucho  se  ha  investigado  en  todos  sentidos, 
y  siempre  con  poco  éxito,  cómo  puede  el  Sol 
mantener  largo  tiempo  su  incandescencia. 
La  contribución  que  recibe  de  otras  estrella; 
es  insignificante.  La  energía  cinética  repre- 
sentada por  los  movimientos  internos  no  va 
muy  lejos.  Las  acciones  químicas  no  s:)n  más 
que  un  expediente  provisional  y  de  corta  du- 
ración, si  el  combustible  no  es  renovado.  La 
caída  de  los  meteoros  debería,  para  ser  eficaz, 
ser  extremadamente  abundante,  y  los  come- 
tas que  pasan  cerca  del  Sol  no  manifiestan 
ni  la  presencia  de  un  medio  resistente  ni  el 
aumento  continuo  de  la  masa  central.  Las 
transformaciones  radioactivas  de  la  materia 
han  parecido  un  momento  poder  salvar  la  si- 
tuación, pero  ellas  no  abarcan  tampoco  más 
que  un  tiempo  limitado,  no  parecen  ser  rever- 
sibles, y  si  lo  fueran,  absorberían  la  energía 
en  vez  de  liberarla.  Le  queda  al  Sol  la  facul- 
tad de  contraerse,  pero  ya  lo  ha  hecho  en 
demasía  y  se  prevé  el  momento  en  que  este 
recurso  le  faltará. 

La  densidad  media  del  Sol,  superior  a  la 
del  agua,  pero  inferior  a  1/4  a  la  de  la  Tierra, 
parece  débil  por  comparación.  En  realidad, 
es  muy  grande  para  un  cuerpo  de  extensión 
semejante,  sobre  todo  si  se  tiene  en  cuenta 
que  se  halla  desigualmente  repartida.  Las 
capas  superficiales,  las  únicas  que  nos  envían 
su  luz  o  que  pueden  sufrir  el  análisis  espec- 
troscópíco,  son,  sin  duda  alguna,  muy  rari- 
ficadas. La  gravedad  parece  estar  allí  muy 
eficazmente  combatida  por  la  presión  de  ra- 
diación. Pero  a  medida  que  se  penetra  en  el 
interior  del  astro,  la  densidad  necesariamen- 
te debe  aumentar,  la  gravedad  vuelve  a  ad- 
quirir todos  sus  derechos,  y  la  presión  al- 
canza un  número  formidable  de  atmósferas. 

M.  R.  T.  A.  Innes.  en  un  reciente  estudio 
(South  Atrkan  Journal  of  Science)  dice  que 
hay  un  agente  además  de  la  temperatura, 
y  que  una  presión  excesiva  basta  a  ponerlo 
en  juego.  Podría  tratarse  de  una  liberación 
de  energía  atómica  transformando  los  ele- 
mentos pesados  en  elementos  ligeros,  hidró- 


geno, helio,  nebulio,  arconio;  éstos  últimos 
entrevistos  solamente  en  las  nebulosas.  Esta 
fuerza  de  acción  en  el  Sol  está  lejos  de 
haber  producido  en  él  todos  sus  efectos,  y 
podría  un  día  u  otro  procurarnos  alguna 
sorpresa  formidable. 

Los  resultados  más  adelantados  pueden 
observarse  en  las  estrellas  blancas,  donde  el 
espectroscopio  no  revela  ya  las  rayas  de  los 
elementos  pesados.  Las  estrellas  nuevas  no 
han  mostrado  una  metamorfosis  total  reali- 
zada en  un  tiempo  tan  corto  que  la  palabra 
explosión  no  parece  exagerada  para  pintarla. 
Y  el  paso  de  la  estrella  solar  a  la  nebulosa 
acaso  no  sea  más  que  un  preludio  ds  ella. 

La  tendencia  actual  del  Sol  no  sería,  pues, 
la  de  contraerse  y  extinguirse,  sino  la  de 
dilatarse  y  disolverse.  Algunos  fragmentos 
relativamente  pequeños,  destacados  con  vío" 
lencia,  podrían  ssr  salvados  de  una  destruc- 
ción total.  La  observación,  que  nos  indica 
el  carácter  probable  de  la  transformación 
futura,  no  nos  dice  cómo  se  obraría  su  re- 
percusión sobre  los  planetas  ni  si  debemos 
CDnsíderar  oomo  próxima  la  catástrofe.  La 
estadística  estelar  es  tranquilizadora  en  un 
sentido,  pues  no  se  han  presentado  muchas 
ocasiones  para  observar  extinciones  o  gran, 
des  recrudescencias.  Desde  otro  punto  de 
vista  es  inquietante,  porque  los  únicos  cuer- 
pos celestes  a  los  cuales  hay  fundamento  de 
atribuir  una  densidad  media  igual  o  superior 
a  la  del  Sol,  tienen  masas  mucho  menores. 

Los  planetas  no  deben  sólo  temer  una 
transformación  brusca  del  hogar  común  que 
les  alumbra  y  calienta.  Cada  uno  de  ellos 
puede  tener  también  en  su  estructura  inte- 
rior el  germen  de  una  crisis  mucho  más 
seria  que  las  fluctuaciones  de  que  la  super- 
ficie de  nuestro  globo  nos  da  el  espectáculo. 
La  Tierra  comparte  con  el  Sol  el  honor  o  el 
peligro  de  ser  un  caso  extremo.  En  el  cuadro 
de  las  densidades  medías  de  los  planetas 
vemos  que  sólo  Mercurio  nos  sobrepuja,  y 
sin  duda  es  un  lujo  que  le  permite  su  débil 
masa.  En  la  superficie  de  la  Tierra  la  densi- 
dad es  ya  más  del  doble  que  la  del  agua. 
A  diez  kilómetros  de  profundidad  la  tempe- 
ratura (300  grados  C.)  no  tiene  nada  de  in- 
concebible, pero  la  presión  (2.000  atmósferas 
por  lo  menos)  excede  a  nuestras  posibilida- 
des de  experiencia,  y  ninguno  de  los  materia- 
les corrientes  puede  soportar  ciertamente  es- 
fuerzos semejantes  sin  quebrarse.  No  pueda 


subsistir  vacío  alguno  notable.  El  agua  no 
debe  poder  circular  por  alli  bajo  ninguna 
forma.  Las  infiltraciones  de  la  lluvia  o  de 
los  ríos,  las  mismas  del  fondo  de  los  mares 
son  rechazadas  seguramente  mucho  antes 
de  alcanzar  esta  profundidad.  No  queremos 
con  ello  poner  en  duda  que  los  elementos 
del  agua  existan  en  las  lavas  volcánicas  en 
el  momento  en   que  se  desprenden. 

M.  Innes  ve  otra  causa:  un  cambio  tota 
de  estructura  molecular,  cambio  determina- 
do a  cierto  nivel  por  el  exceso  de  presión. 
Existiría  liberación  de  la  energía  intra-ató- 
mica,  cual  vemos  en  las  transformaciones 
radioactivas;  pero  todos  los  elementos  quí- 
micos, o  casi  todos,  estarían  en  ello  inte- 
resados. Aquí  debería  buscarse  el  origen  de 
las  erupciones  y  de  las  sacudidas  sísmicas. 
No  debe  extrañarnos  la  intensidad  de  estos 
esfuerzos  si  notamos,  con  Sir  Wíllíam  Ram- 
say,  que  el  radio  puede  emitir  dos  millones 
de  veces  más  de  energía  que  la  cordita,  uno 
de  los  más  potentes  explosivos  que  se 
conocen. 

Es  muy  probable  que  esta  capa  de  transi- 
ción no  sea,  en  realidad,  muy  espesa,  y  que 
a  un  nivel  más  bajo  las  estructuras  molecu- 
lares complicadas  no  son  ya  toleradas.  De 
ese  núcleo  inerte,  inaccesible  a  nuestras  ex- 
periencias, conocemos  indirectamente  algu- 
nas propiedades.  Las  operaciones  geodési- 
cas, combinadas  con  la  medición  de  la  gra- 
vedad, nos  muestran  que  a  unos  100  kiló- 
metros de  la  superficie  las  diferencias  de  den- 
sidad se  hallan  casi  borradas.  Las  sacudidas 
superficiales  se  transmiten  a  través  de  la 
región  central  con  prontitud  y  nitidez  mara- 
villosas. Todo  el  conjunto  del  globo  resiste 
a  las  acciones  deformantes  del  Sol  y  de  la 
Luna  tanto  como  pudiera  hacerlo  el  mejor 
acero. 

No  existiría  peligro  en  que  las  envoltu- 
ras se  hicieran  impermeables  al  calor,  sino 
más  bien  en  que  se  aventasen  en  polvo. 
Una  y  otra  perspectiva  no  evocaría  aparen- 
temente, en  lo  que  nos  concierne,  más  que 
ejemplos  raros  o  vencimientos  lejanos.  Prefe- 
riríamos llegar  a  una  conclusión  de  carácter 
más  práctico.  Esta  inestabilidad  de  que  de 
vez  en  cuando  sufrimos  los  efectos,  y  que 
parece  ligada  a  la  gran  densidad  media  de  la 
Tierra,  ¿está  en  camino  de  agravarse  aún? 
¿Es,  al  contrario,  un  porvenir  más  apacible 
el  que  nos  hacen  presagiar  el  estudio  histó- 
rico del  volcanismo  o  la  observación  compa- 
rada de  los  cuerpos  celestes? 

Podemos  demandar  una  indicación  muy 
preciosa  al  examen  de  la  superficie  de  la 
Luna.  La  historia  pasada  de  nuestro  saté- 
lite está  allí  escrita  en  términos  más  claros 
que  los  de  la  Tierra,  en  razón  de  la  ausencia 
de  los  sedimentos  y  de  las  capas  oceánicas. 
La  sequedad  extrema  de  la  atmósfera  hacen 
de  ella  un  verdadero  conservatorio  de  for- 
mas volcánicas  de  todas  las  edades.  En  mu- 
chos casos  las  fuerzas  interiores,  solicitando 
una  corteza  ya  resistente,  han  hecho  apare- 
cer en  ella  relieves  en  contradicción  maní- 
fiesta  con  el  equilibrio  de  los  fluidos,  con  las 
leyes  de  circulación  de  los  hielos  y  las  aguas. 

Grandes  formaciones  cuadrangul  ares 
obrando  en  el  sentido  vertical,  depresión  de 
estas  formaciones  en  toda  su  parte  central, 
paso  del  rombo  al  exágono  por  el  manteni- 
miento de  los  ángulos  agudos,  circos  regula- 
res con  huecos  concéntricos  limitados  en  su 
expansión  por  diques  ya  formados,  círculos 
más  profundos  con  picos  salientes  y  monta- 
ñas centrales,  conos  más  pequeños  en  todas 
partes,  con  preferencia  marcada  hacia  las 
crestas  y  las  roturas,  forman  una  serie  geo- 
métrica donde  el  orden  de  los  términos  no 
podría  ser  invertido.  La  diminución  cons- 
tante de  la  extensión  abarcada  sigue  el  orden 
cronológico  de  las  formaciones.  Siempre  el 
rombo  sucumbe  ante  el  exágono,  el  exágono 
ante  el  círculo,  la  cuenca  de  fondo  plano 
ante  el  círculo  profundo.  Los  pequeños  co- 
nos llegados  en  último  término  se  parecen 
enteramente  a  nuestros  volcanes  terrestres 
por  su  asociación  en  series  lineales,  por  sus 
formas  salientes  excavadas  sólo  en  la  cum- 
bre, por  su  amplitud  de  modificar  el  suelo 
a  su  alrededor  sin  tener  en  cuenta  el  relieve 
anterior.  Pero  toda  esa  actividad  parece  ha- 
berse extinguido  mucho  antes  de  ganar  la 
superficie  entera,  y  un  examen  asiduo  no  ha 
revelado  en  ella  de  manera  indubitable  nin- 
guna nueva  manifestación.  La  forma  actual 
del  volcanismo  terrestre  ha  sido  para  el  vol- 
canismo lunar  una  forma  final.  Marchamos 
por  un  camino  en  el  cual  hemos  sido  prece- 
didos por  nuestro  satélite. 

Parece,  pues,  probable  que  las  sacudidas 
de  la  Tierra  están  en  camino  de  extinguirse, 
o  p3r  lo  menos  se  detendrán  antes  de  haber 
comprometido  seriamente  la  envoltura  sóli- 
da que  nos  sostiene.  La  fuerza  generatriz  de 
los  océanos  y  de  las  montañas  está  adorme- 
cida y  no  despertará  más  que  bajo  una  señal 
salida  del  Sol.  Pero  esa  señal  vendrá  inevi- 
tablemente. Más  inestable  que  otro  planeta 
alguno,  el  astro  central  impondrá,  después 
de  haberla  experimentado  por  sí  mismo,  una 
transformación  a  todo  su  cortejo. 


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.ACOKCENTRATEO 


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Íl     miusaukee.víis 


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ratándose  de  un  producto  tan 


exquisito,    tan    puro,    tan   con- 
centrado como 

PABST 


no  es  posible  dudar  en  la  elec 
ción.   Pabst  es  un  extracto  ex 
elusivo,  que  puede  tener  simila- 
res pero  nunca  rivales 


V.  S.A. 


cié  om  cau-dad 


Buenos   Aires,  septiembre   de    1916. 


TALLERES  GRÁFICOS  DE  CaRAS  Y  CaRETAS 


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ESPCÍ' 


Ángel  al  acostarse;  diablito 
de  día  cuando  están  a  su  al- 
cance los  Bizcochos  Gánale. 

o 

El-  alimento  ideal  para  los  niños.  El  complemento  indis- 
pensable del  "Five  o'clock  tea". 


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UNA  ENORME  ARAÑA  CAZANDO  A  ÜN  PÁJARO 


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1 

«Aquila  non  capit  muscas»,  dice  el  proverbio 
latino,  significando  con  esto  que  los  seres  superio- 
res no  pierden  su  tiempo  en  cosas  de  poco  valor, 
despreciables.  La  «migala  avicularia»,  arañón  des- 
mesurado para  la  clase  de  los  arácnidos  y  de  cu- 
yas dimensiones  da  idea  la  fotografía  que  repro- 
ducimos, tampoco  caza  moscas.  Falta  así  a  la  ley 
que  la  naturaleza  previsora  impuso  a  las  arañas. 
La  migala  avicularia  cree  que  el  bufaoh  tiene  su- 
ficiente poder  para  librarnos  de  los  peligros  de  la 
asquerosa  mosca,  y  se  dedica  a  más  nobles  em- 
presas. 

El  nombre  migala  está  perfectamente  formado 
por  dos  palabras  griegas;  «mus»,  que  significa 
ratón,  y  «gale»,  sinónimo  de  comadreja.  ¿Quieren 
decir  ambos  que  la  migala  se  parece  al  mismo 
tiempo  a  esos  dos  animalitos,  o  expresa  que  ellos 
son  sus  presas  predilectas?  Tal  vez,  la  finura  y  el 
color  de  su  pelo  sean  el  origen  del  nombre. 

La  que  representa  en  nuestro  país  esa  especie 
de  arácnidos  gigantes  es  la  «araña  pollito»,  que  el 
lector  habrá  admirado  en  los  bosques  chaqueños 
o  en  las  vidrieras  de  los  comercios  donde  se  ven- 
den productos  paraguayos.  Esa  araña  pollito,  de 
la  que  se  refieren  espantosas  hazañas,  es  un  pigmeo 
al  lado  de  la  migala  avicularia,   que  vive  y  opera 


en  el  norte  de  África  y  en  toda  la  Guyana  francesa. 

Conocida  vulgarmente  por  el  nombre  de  araña- 
cangrejo,  la  migala  avicularia  es  bastante  tímida, 
aunque  la  leyenda  asegura  otra  cosa.  Toda  su 
crueldad  la  tiene  reservada  para  los  insectos  de 
gran  tamaño,  las  sabandijas  y  los  pajaritos.  Hu- 
ye del  hombre  como  del  cólera,  circunstancia  que 
los  misántropos  aprovecharán  en  contra  del  «vil 
seme  de  Adamo»,  como  nos  llamaba  Dante,  gran 
autoridad  en  la  materia.  Construye  sus  habitacio- 
nes en  los  parajes  más  escondidos  de  la  selva  y 
sale  de  cacería  por  la  noche. 

Es  una  araña  casi  negruzca,  cubierta  de  un  plu- 
món suave  y  sedoso;  su  tamaño  varía  entre  seis  y 
treinta  y  dos  centímetros,  a  que  alcanza  la  que 
reproduce  nuestro  fotograbado,  ejemplar  que  se 
conserva  en  París,  como  el  más  extraordinario 
visto  hasta  ahora.  Tiene  patas  robustas  y  esgrime 
un  doble  garfio  a  manera  de  pico,  con  el  que  ase- 
sina a  sus  presas,  sorbiéndoles  la  sangre.  No  es 
cazadora  de  red;  pone  alrededor  de  su  nido  unos 
hilos  tan  fuertes  que  sirven  de  trampa  para  cazar 
insectos,  pequeños  reptiles  y  pájaros. 

El  hogar  de  la  migala  es  un  cascarón  sedoso, 
blanco  y  semitransparente,  de  forma  oblonga;  lo 
construye  entre  la  corteza  de  los  árboles,  bajo  los 


montones  de  piedras  y  algunas  veces  en  los  rin- 
cones más  obscuros  y  apartados  de  las  casas.  Mien- 
tras es  de  día,  el  arañón  se  queda  en  su  «home», 
inmóvil,  mirando  fijamente  a  la  abertura  que  le 
sirve  de  puerta.  En  cuanto  el  sol  traspone,  la  mi- 
gala  sale  y  se  dedica  a  recorrer  velozmente  las  cer- 
canías de  su  casa,  trepando  a  los  árboles  para  sor- 
prender a  los  pájaros  en  el  nido.  A  veces  cae  so- 
bre sus  víctimas  deslizándose  por  unos  de  los  hilos 
que  fabrican. 

Respecto  al  peligro  que  su  venenosa  mordedura 
tiene  para  la  especie  humana,  hay  varias  opinio- 
nes. Unos  dicen  que  es  mortal;  otros  afirman  que 
sólo  produce  veinticuatro  horas  de  fiebre,  acom- 
pañada de  delirio  durante  los  grandes  calores. 
Esto  por  lo  que  se  refiere  a  las  mígalas  de  pequeño 
tamaño;  las  de  320  milímetros  algún  mayor  de- 
ben producir. 

Por  lo  menos  puede  asegurarse  que  el  vulgo  no 
anda  descaminado  al  mirar  con  saludable  horror 
a  la  migala  avicularia  y  perseguirla  despiadada- 
mente. 

Porque  se  trata  de  una  araña  que.  si  se  hubiera 
presentado  en  la  celda  de  Claudio  Frollo  le  habría 
hecho  cambiar  la  palabra  «anenké»  por  un  «sálvese 
quien  pueda». 


PERSEGUIDO  POR  ÜN  TEMOR  INDETERMINADO 

Al  que  no  goza  de  perfecta  salud,  le  persigue  el  espectro  de  la 
vejez  prematura  y  de  la  tristeza  abrumadora;  muchas  enfermeda- 
des, cuya  causa  se  ignora,  provienen  del  estómago  o  de  los  intesti- 
nos, se  descuidan  porque  no  hay  peligro  de  muerte ;  pero,  una  vez 
crónicas,  son  insufribles  y  engendran  la  desesperación.  Los  des- 
gastes físicos,  consecuencia  de  la  actividad  excesiva,  hacen  que  la 
mayor  parte  de  la  humanidad  esté  enferma  del  ESTOMAGO,  y  es 
necesario  prevenir  muchos  males  que  ocasionan  una  mala  digestión. 
"STOMALIX"  Saiz  de  Carlos,  conserva  la  integridad  de  su  orga- 
mismo.  Es  el  TÓNICO-DIGESTIVO  por  excelencia.  Su  eficacia 
y  su  sabor  agradable,  han  conquistado  la  fama  mundial  que  goza. 
"STOM.^LIX"  debe  ser  su  compañero  en  la  mesa. 
Venta  Farmacias.  Pidan  folleto  a  Carlos  S.  Prats,  San  Martín,  66, 
Buenos  Aires. 


^^^¿^¿^^^¿^S?^.^:^. 


—  l^Lrv:^ 


D07V\  LUIZ 


1830 


IAVTRACa 


Martín í>  .-.  C'^, 
Luis  DUFA# 

SUCCESSOR 

Buenos  AiHt 


Una  sugestión  a  la  cual  usted 
no  resiste,  es  la  que  le  produce 
la  olorosa  fragancia  del  Oporto 
DOM  LUIZ  y  su  encantadora 
espontaneidad,  de  fino  sabor, 
que  induce  a  probarlo  y  a  sabo- 
rearlo nuevamente. 

Conviene  se  fije  bien  en  la  botella  del  gra- 
bado adjunto  y  pida  claramente  Oporto 
DOM  LUIZ. 


LOS  RAYOS  X 


Escribir  algo  acerca  del  admirable  invento  de  Roentgen,  en  una  bre- 
ve nota  y  al  pie  de  un  fotograbado  característico,  resultaría  poco,  tan- 
to para  los  lectores  sabios  como  para  los  deseosos  de  saber.  Tráta- 
se de  una  materia  científica  que  incesantemente  evoluciona,  nece- 
sitando volúmenes  y  volúmenes  para  dar  cuenta  de  tales  progresos. 

Más  útil  será  referirse  a  un  tema  importante:  el  de  los  peligros  que 
acarrea  el  manejo  de  los  rayos  X.  A  propósito  de  esto,  referiremos  lo 
sucedido  al  sabio  doctor  Ménard,  encargado  hace  pocos  años  del  labo- 
ratorio radiológico  del  hospital  Cochin,  de  París. 

Este  joven  facultativo,  creador,  en  1909,  de  la  instalación  de  dicho 
laboratorio,  había  presentado  el  10  de  noviembre  de  191.3  una  nota 
ante  la  Academia  de  Ciencias.  En  este  escrito,  que  es  un  verdadero 
modelo  en  su  género,  se  proponía  «un  medio  seguro  para  evitar  las 
quemaduras  producidas  por  los  rayos  Roentgen'. 

Tomada  en  consideración  la  nota,  se  empezó  a  aplicar  el  remedio 
inventado  por  Ménard.  Un  triunfo  incontrastable  obtuvo  el  ilustre 
director.  Sobre  8.500  aplicaciones  de  los  rayos  X,  hechas  durante  1913, 
sólo  hubo  que  lamentar  un  accidente,  y  la  víctima  fué...  el  propio 
doctor  Ménard. 

Por  las  circunstancias  en  que  se  produjo  la  quemadura,  se  vio  clara- 
mente que  no  implicaba  un  fracaso  del  método  recomendado  por  el 
sabio.  Pero  este  accidente  viene  a  ser  una  ironía  del  destino,  una  con- 
firmación del  dicho  vulgar  de  «en  casa  del  herrero,  cuchillo  de  palo". 

La  quemadura  dañó  un  dedo  de  la  mano  derecha  y  fué  tan  grave 
que  se  hizo  necesario  amputarlo.  Al  poco  tiempo,  el  doctor  Ménard, 
completamente  restablecido,  volvió  a  emprender  sus  útiles  tareas, 
como  si  no  hubiese  sucedido  nada. 

Este  sacrificio  que  el  sabio  ha  hecho  en  aras  de  la  ciencia,  debe 
agregarse  a  la  larga  lista  de  los  ya  realizados  por  casi  todos  los 
que  colaboraron  en  el  perfeccionamiento  de  tan  importante  invento. 
Porque  las  observaciones  realizadas  por  medio  de  los  rayos  X  han 
ocasionado  numerosos  casos  de  ceguera.  Ver  a  través  de  los  cuerpos 
opacos   significa  muchas  veces  quedarse  sin  vista. 

Asi  lo  quiere  el  progreso,  que  como  guerra  incesante  contra  el 
dolor  y  la  ignorancia  humanas,  va  marcando  su  paso  con  huellas  san- 
grientas. 


— i=>i_;v^-s  "v^L-msvA.— 


PABST 


El  tónico  que  nunca  reconoció  rivales  para 
dar  fuerza  al  débil,  al  anciano,  al  conva- 
leciente y  a  la  madre  que  cría.  Contiene 
hipofosfitos  de  cal  y  pirofosfato  de  hierro. 

En  farmacias  y  almacenes. 


— i:>uv:s 


Jrfsrrodls  impone  los  dictados  de  la  moda  y  es  arbitro 
de  todas  las  elegancias.  Este  indiscutible  privilegio  le  ha 
sido  acordado  por  el  consenso  unánime  de  las  damas  que 

saben  apreciar  las 
ventajas  de  ca- 
lidad, riqueza  y 
precio  que  brinda 

Jfíarrods 


N."  5616. 
Elegante  VESTIDO 
de  tul  celeste,  rosa 
o  lila,  con  bies5s  de 
seda  o  cinta,  botón- 
citos  y  flores  rococó, 

$75. 

CAPELINA  de  crin 
negra,  bajo  de  ala 
en  color  negro,  rosa, 
celest;,  lila,  adorna- 
do con  cinta  de  fan- 
tasía. ..  $  30. 


N.»  5617. 
VESTIDO  de  li- 
nón blanco  con 
cintas  de  terciope- 
o  negro,  azul  o 
marrón,  con  frun- 
cidos y  vainillas, 
muy    nuevo,    a 

$65. 

SOMBRERO  de 
última  moda,  en 
paja  tagal,  ador- 
nado de   cocardas 

decinta$25. 


N.o  5618. 
VESTIDO  muy 
chic  e.T  Linetta  de 
hilo,  colores  rosa, 
celeste,  o  lila,  con 
cintas  de  s:da,  flo- 
res   y    vainillas    a 

$75. 

SOMBRERO  de 
paja  o  seda,  ador- 
nado de  cinta  de 
tersiopelo  $25. 


N."  5619. 
VESTlDOdeTwill 
foulard  seda,  fon- 
do azul  marino  con  lunares,  ra- 
yas, cuadres  u  otros  estampa- 
dos blancos,  cuerpo  de  gasa  azul 
marino  con  bordados  de  seda  y 
metal,   a $  120. 

.SOMBRERO  de  crépe  en  negro 
y  colores,  bandeau  de  flores  de 
gran  moda,  a $  35. 


FLORIDA,  877 


JfíarroSs 


PARAGUAY,  554 


AÑO    I. 


NúM.   7. 


EN  LAS  CARRERAS 


ÜN  BUEN  SPORT 


PASTEL    DE    ALOSSO. 


—T^ijy-.y''^  'VLnrP3>=s.— 


B  INCAANMÜZ 


■rv,         ..'■■■' 


'UNCA  retozona  pluma  de  festivo  ingenio  bordó,  en 
picaresca  novela,  más  movida  vida  y  mayor  máqui- 
na de  embustes  y  patrañas  que  la  de  Chamijo  o 
Bohórquez,  conocido  en  las  crónicas  como  el  falso 
Inca.  ¡Mal  año  para  Alfarache,  Gil  Blas,  Pablillos, 
el  de  Tormes  y  demás  taifa  de  simpáticos  picaros 
y  bellacos  que  creara  regocijante  fantasía!  Tamañi- 
tos los  dejó  la  realidad  de  Pedro  Chamijo. 

Nacido  en  Sevilla  y  en  el  barrio  de  Triana,  que  es  ser  dos  veces  andaluz, 
corrió  su  niñez  por  calles  y  plazuelas  y  en  la  escuela  de  las  Barbacanas  hizo 
aprendizaje  de  picardía.  En  la  edad  moceril  dióse  a  la  vida  holgona  y  libre 
de  la  hampa,  graduándose  de  maestro  del  embuste  en  las  Vistillas  de 
Toledo  y  de  doctor  de  trapacerías  en  las  Almadrabas  de  Zahara.  Trujéronle 
sus  bellaquerías  a  ser  avizorado  por  alcaldes  y  alguaciles,  por  lo  que  resolvió 
mudar  tierras  y  entre  el  matalotaje  de  un  galeón  pasó  a  las  Indias,  «refugio 
y  amparo  de  desesperados,  iglesia  de  los  alzados,  salvoconducto  de  los  ho- 
micidas, añagaza  de  mujeres  libres,  engaño  común  de  muchos  y  remedio 
de  pocos»,  según  Cervantes. 

Era  muy  mozo  al  arribar  a  tierras  del  Perú,  donde  luengos  años  hizo 
vida  andariega,  aprendiendo  lengua,  usos  y  tradiciones  de  los  indios,  bagaje 
que  tanto  aprovechó  luego  en  sus  patrañas.  No  olvidando  sus  mañas,  des- 
carado y  parlachín,  con  embustes  y  quimeras,  dio  cordelejo  a  incautos,  con 
el  cebo  de  tesoros  escondidos  y  tierras  de  riqueza  fabulosa,  dejando  a  muchos 
doloridos  y  pocos  contentos.  Y  no  se  crea  fueran  sus  víctimas  gente  tosca, 
villana  y  de  pocas  luces,  sino  copetuda,  entre  ellos  el  Virrey  y  el  Presi- 
dente de  la  Audiencia  de  la  Plata.  Parecióle  bien  cambiar  su  nombre  y 
trocóle  por  el  linajudo  de  don  Pedro  Bohórquez  Girón.  Al  cabo  sus  tru- 
hanerías lleváronle,  mal  de  su  grado,  a  ser  huésped  en  la  cárcel  de  Valdivia, 
de  donde,  astuto  y  travieso,  hizo  presto  evasión;  que  la  fortuna  para  más 
sonadas  cosas  le  guardaba. 

Fué  a  guarecerse  en  los  valles  del  Tucumán,  viviendo  entre  los  indígenas. 
Aquí,  con  lo  aprendido  en  sus  correrías  y  lo  inventado  en  sus  holganzas, 
vino  a  pergeñar  la  más  descabellada  y  peregrina  fábula,  que  de  magín 
andaluz  nunca  surgiera.  Y  ello  fué  declararss  hijo  del  Sol.  descendiente 
de  los  Incas  del  Perú.  Aunque  su  ruin  pinta,  raída  vestimenta  y  magra 
barjuleta  no  pregonaran  grandezas,  como  se  dice  que  «bajo  un  mal  sayal  hay 
ál»,  diéronle  oído,  que  el  hombre  era  de  suyo  tan  charlatán,  persuasivo  y 
novelero,  tales  pláticas  hacia  y  tal  acopio  de  datos  exponía,  que  vinieron  al 
cabo  a  creerle  y  escucharle  como  oráculo.  Cundió  en  breve  e.itre  las  tribus 
la  nueva  de  la  llegada  del   Inca  Huallpa,  que  tal  nombre  le  dieron. 

Enardeció  la  natural  fiereza  calchaquí  con  el  miraje  del  recobro  de  sus 
libertades,  sacudiendo  el  yugo  cristiano,  a  cuyo  fin  era  él  venido.  Tuvo 
buen  acogimiento  entre  los  caciques,  cuyo  natural  recelo  y  desconfianza  supo 
adormecer  y  que  lo  aclamaron  como  Inca. 

Buscó  luego  gran j  jarse  el  apoyo  de  los  españoles.  Con  la  añagaza  de  la 
propagación  de  la  fe,  visitó  a  los  padres  jesuítas  doctrineros  a  quienes  em- 


baucó, consiguiendo  su  apoyo  y  cartas  para  el  Gobernador  don  Alonso  de 
Mercado  y  Villacorta.  Avistóse  con  éste  y  atacando  su  lado  flaco,  que  era 
la  codicia,  lo  deslumhró  con  el  embeleco  de  minas  que  explotar  y  repletas 
huacas  que  saquear.  Mucho  holgó  Mercado  con  tales  nuevas,  que  ya  apa- 
ñadas pensó  tener  tantas  riquezas,  y  allanóse  a  reconocerlo  como  Inca. 

De  esta  guisa  viento  en  popa  marchaba  el  Inca  andaluz.  Tuvo  lugar  su 
reconocimiento  oficial  con  mucha  pompa  y  mogiganga  en  Poman  en  1657, 
donde  presentóse  Bohórquez  con  tal  gravedad  y  continente  que  dijérase 
ser  de  verdad  lo  que  fingía.  Iba  muy  orondo  con  tanto  perendengue  y 
zarandajas;  túnica  de  lana  vicuña  muy  bordada,  vincha  de  cuero  con  airón 
de  plumas,  collar  de  amuletos,  zarcillos,  pulseras  y  ajorcas  de  oro,  empuñan- 
do a  guisa  de  cetro  el  toqui  de  palta. 

Rodeábanlo  los  caciques,  los  curacas  y  los  machis.  Hízole  merced  Mercado 
de  los  cargos  de  Capitán  General,  Justicia  Mayor  y  Teniente  Gobernador 
ante  los  calchaquíes,  todo  horro  de  lanza  y  media  anata. 

En  buenas  manos  quedaba  el  pandero.  Como  llama  de  candil  cuya  torcida 
ss  atiza,  brilló  entonces  Bohórquez,  con  sus  humos  de  monarca,  aunque  de 
ojotas,  sin  cuidarse  de  sus  promesas  a  unos  y  a  otros,  presto  a  llamarse 
andana  cuando  el  caso  fuera  de  aprieto. 

A  poco  andar  empezó  a  bambolear  aquel  castillo  de  naipes,  levantado 
por  la  audacia  de  uno  y  la  credulidad  de  muchos.  Clamaban  los  indios  por 
guerra,  los  jesuítas  por  sus  misiones,  y  Mercado,  harto  del  jarabe  de  pico 
del  andaluz,  por  los  tesoros.  Por  otra  parte,  el  Virrey  Conde  de  Alta  de 
Liste  desaprobó  lo  obrado  por  Mercado,  ordenando  la  prisión  del  Inca.  Acu- 
ciado por  todos,  Bohórquez,  curtido  a  tales  lances,  con  mucha  enjundia 
hizo  a  mal  tiempo  buena  cara  y  trató  con  su  verba  y  garatusas  de  seguir 
medrando  y  ganar  tiempo.  Y  conste  que  tal  cosa  logró;  tal  sería  de  marrajo 
y  trapacero.  Mas  por  fin  vióse  entre  espada  y  pared,  que  las  burlas  se  troca- 
ban en  veras  y  la  pelleja  arriesgaba.  En  tal  aprieto,  amagado  con  el  castigo 
por  los  españoles,  alentó  la  sublevación  de  los  calchaquíes,  poniéndose  como 
Inca  a  su  frente. 

Humos  en  las  alturas  llevaron  de  valle  en  valle  la  señal  del  levantamiento; 
corrió  de  tribu  en  tribu  la  flecha  de  guerra,  levantáronse  empalizadas, 
reconstruyéronse  las  derruidas  pircas;  aprestáronse  las  aplastadoras  galgas. 
Afiláronse  las  hachas  de  piedra  y  las  lanzas  de  chonta,  empapándose  las 
flechas  en  sangre  de  guanaco.  Ardió  la  tierra  en  guerra,  que  fué  larga  y 
porfiada. 

La  comedia  tornábase  en  drama.  Bohórquez,  acorralado,  peleó  como 
bueno  y  fué  magnánimo  y  no  cruel,  perdonando  a  los  que  mandó  Mercado 
para  asesinarlo  y  salvando  la  vida  a  los  padres  doctrineros.  Mas,  al  cabo, 
derrotados  los  calchaquíes,  vino  al  suelo  la  máquina  de  tanto  embuste. 
Bandeó  el  ánimo  de  Bohórquez  y  acoquinado  pidió  indulto  al  Virrey,  quien 
ss  lo  acordó  obligándolo  a  dejar  el  teatro  de  sus  novelescas  hazañas  y  ofre- 
ciéndole una  fuerte  suma  de  dinero.  Exhortó  Bohórquez  a  los  indios  a  volver 
a  la  obediencia,  cumpliendo  lo  pactado,  pero  no  cumplieron  con  él.  Preso 
largo  tiempo,  achácesele,  con  razón  o  sin  ella,  de  volver  a  las  andadas 
hurdiendo  tretas.  Por  Real  cédula  de  la  Reina  Gobernadora  Doña  Mariana 
de  Austria,  se  ordenó  su  muerte,  siendo  ajusticiado  en  Lima  el  3  de  enero 
de  1667.  Diez  años  había  durado  la  farsa  que  finó  en  tragedia. 

Dice  de  Bohórquez  el  P.  Lozano:  «Fué  hombre  bullicioso,  embustero, 
hablador,  inconstante,  sagaz,  sin  temor  ni  vergüenza  y  de  eficaz  persua- 
siva»; y  otro  historiador  más  moderno  agrega:  «que  fué  simple  y  astuto, 
tímido  y  atrevido,  sagaz  y  torpe».  Tengo  para  mí  que  el  hombre  no  ha  sido 
bien  estudiado  y  que  hartas  sorpresas  reservaría  su  vida  al  que  la  investi- 
gase con  tesón.  Si  la  suerte  no  le  tornara  las  espaldas  al  final,  otro  gallo  le 
cantara  y  sabe  Dios  hasta  dónde  hubiera  arribado. 


nmrjos  nr  alonso. 


B.   J.   Mallol. 


—  í=>I-;^^^= 


>y^— 


Cuando  el  doctor 
Sáenz  Peña  asumió 
el  mando  supremo 
de  la  Nación,  resol- 
vió instalar  sus  ha- 
bitaciones particu- 
lares en  el  Palacio 
de  Gobierno,  y  fué 
necesario  llevar  a 
otros  edificios  algu- 
nos ministerios,  que 
hoy  el  Gobierno 
Radical  ha  vuelto  a 
trasladar  nuevamen- 
te a  la  Casa  Rosada, 
inspirado,  al  pare- 
cer, en  altos  ideales 
de  economía. 

Sean,  pues,  estas 
líneas  y  las  fotogra- 
fías que  las  ilustran, 
un  recuerdo  de  la 
época  de  esplendor 
y  grandeza  porque 
atravesó  la  Presi- 
dencia de  la  Repú- 
blica durante  el  go- 
bierno del  muy  ilus- 
tre ciudadano  ar- 
gentino que  se  llamó 
Roque  Sáenz  Peña. 

Las  prime  ras 
transformaciones 
hechas  en  la  parte 
de  la  Casa  de  Go- 
bierno, destinada  a 
dependencias  de  la 
Presidencia  y  Minis- 
terio del  Interior, 
tuvieron    lugar   con 


motivo  de  las  fies- 
tas del  Centenario 
de  1910,  siendo  aún 
Presidente  de  la  Re- 
pública el  doctor 
don  José  Figueroa 
Alcorta. 

Renováronse  las 
tapicerías  de  los  an- 
tiguos salones  insta- 
lados en  la  época  de 
Roca  y  Quintana, 
compráronse  algu- 
nos elementos  de- 
corativos y  ampliá- 
ronse las  dependen- 
cias de  la  Presiden- 
cia para  poder  reci- 
bir dignamente  a  los 
Embajadores  de  to- 
das partes  del  mun- 
do, que  vinieron  a 
rendir  homenaje  a 
la  joven  República 
que  cumplía  su  pri- 
mer siglo  de  vida  in- 
dependiente. 

Hasta  esa  fecha, 
y  desde  antes  del 
año  90,  no  consti- 
tuían los  salones 
de  la  Casa  Rosada, 
dentro  de  una  seve- 
ra sencillez,  sino  los 
despachos  del  Minis- 
terio del  Interior, 
conceptuados  por 
aquel  entonces  co- 
mo los  más  elegan- 
tes. Toda  la  suntuo- 


oranTvestíbulo. 


jardín  de  invierno. 


— OLjx.'^s  'vi-mis^x— 


instalado  sobre  artística  columna  de  mármol  de  San 
Luis,  un  busto  del  Libertador  José  de  San  Martín. 

Merece  mencionarse  por  su  valor  artístico  el  enorme 
jarrón  de  Sevres.  de  incalculable  mérito,  obsequiado 
en  1905  por  el  Presidente  de  la  República  Francesa 
a  la  República  Argentina. 

Anexo  por  la  izquierda  al  Salón  Blanco,  se  encuen- 
tra e!  salón  llamado  de  los  bustos,  donde  general- 
mente se  realizan  los  acuerdos.  Su  decoración  hace 
juego  con  la  del  salón  central,  destacándose,  a  su  al- 
rededor, los  bustos  de  mármol  blanco  de  todos  los 
Presidentes  que  se  han  sucedido  en  el  ejercicio  del 
mando  en  el  país.  Ocupa  el  centro  del  salón  la  amplia 
mesa  de  acuerdos,  con  las  confortables  butacas  co- 
rrespondientes a  cada  secretario  de  Estado,  y  el  sitial 
reservado  al  Jefe  del  Poder  Ejecutivo. 

En  este  salón  se  ha  celebrado  últimamente  el  pri- 
mer acuerdo  de  gabinete  del  Gobierno  de  don  Hipó- 
lito  Irigoyen. 

En  octubre  de  1910  subió  al  poder  el  doctor  Sáenz 
Peña,  y,  como  ya  hemos  dicho,  instaló  sus  habitacio- 
nes particulares  en  la  Casa  Rosada,  habilitando  al 
efecto  todo  el  ángulo  del  edificio  que  hace  esquina  a 
Rivadavia  y  Paseo  de  Julio. 

Con  tal  objeto  se  alhajaron  ricamente  nuevos  sa- 
lones, el  gran  comedor;  el  escritorio  privado  del  Pre- 
sidente; tres  elegantes  salitas  de  recibo,  y  el  jardín 


SALÓN     DE    LA    FIRMA. 

sidad  de  la  Casa  Rosada,  se  reduela  luego  al  llama- 
do Gran  Salón  Blanco,  con  el  agregado  de  su  ga- 
lería superior,  desde  la  que  los  espectadores  que 
no  actúan  entre  el  elemento  oficial,  pueden  presen- 
ciar las  recepciones  y  otras  ceremonias  de  solemni- 
dad protocolar. 

El  Gran  Salón  Blanco  tiene  a  ambos  lados  dos 
salones,  uno  destinado  a  los  acuerdos  de  Ministros 
y  el  otro  para  ofrecer  mayor  capacidad  a  la  con- 
currencia que  acude  en  los  días  de  grandes  recep- 
ciones. 

Rodea  el  Gran  Salón  Blanco,  como  queda  dicho, 
una  galería  alta.  Las  paredes  y  columnas  del  vasto 
recinto,    están    decoradas   en   blanco   con    molduras 
doradas.  Sobre  ese  fondo  claro   se   destaca  el  color 
rosa  de  la  tapicería.    En  un  extremo  del  salón  está 
colocada  la  gran  chimenea  que  remata  en  su  parte 
superior   un    gran    escudo    Nacional,   irradiando   en 
el  centro  un  sol  de  grandes  di- 
mensiones, desprendiéndose  en  su 
frente  un  busto  en  mármol  blan- 
co, de  la  República. 

En  el  extremo  opuesto  se  halla 


•E^LJV^-S 


-12  >X— 


trá 


de  invierno,  sin  contar  los  dormi- 
torios y  dependencias  privadas 
que  quedaron  desalojadas  después 
del  fallecimiento  del  doctor  Sáenz 
Peña.  Toda  esta  parte  de  salo- 
nes sigue  a  continuación  del  Gran 
Salón  Blanco. 

Preceden  al  suntuoso  comedor  tres  elegantes  sa- 
litas  de  recibo,  para  las  que  fueron  adquiridos 
ricos  moblajes  de  Aubusson,  Imperio  y  Luis  XIV. 

El  salón  comedor,  decorado  con  alarde  de  ver- 
dadero buen  gusto,  ha  sido  siempre  objeto  de  ge- 
nerales elogios.  Su  disposición  adolece  de  algunas 
deficiencias,  debidas  a  condiciones  de  ubicación, 
insalvables,  por  estar  muy  distante  de  las  depen- 
dencias de  cocinas  y  antecocinas. 

Llama  la  atención  en  el  comedor  la  hermosa 
chimenea  de  colosales  proporciones,  el  admirable 
tallado  de  roble  que  reviste  paredes  y  cielo  raso, 
y  la  magnífica  araña  central,  toda  ella  de  cristal 
baccarat. 

En  este  comedor  fueron  servidos,  desde  la  pre- 
sidencia del  doctor  Sáenz  Peña,  todos  los  banque- 
tes y  lunohs  de  protocolo,  y  en  él  ofreció  una  copa 
de  champagne  don  Hipólito  Irigoyen  a  las  Em- 
bajadas extranjeras  que  asistieron  a  la  ceremonia 
de  la  transmisión  del  mando. 

Este  regio  comedor  se  abre  sobre  la  amplia  ga- 
lería o  jardín  de  invierno  que  extiende  por  un 
lado  toda  su  armazón  de  cristales  sobre  los  jardines 
del  Paseo  Colón. 

En  las  grandes  fiestas  la  dirección  general  de 
paseos  públicos  transformó  siempre  este  jardín  de 
invierno  en  un  fantástico  invernáculo,  reuniendo 


EL   SALÓN    BLANCO     DE    RECEPCIONES. 


en  él.  con  artística  distribución, 
las   más  valiosas  colecciones   de 
plantas  y  flores. 
^^  La  sociedad  porteña  recordará 

^  ^^  siempre  el  magnífico  golpe  de 
vista  que  ofrecían  el  comedor  y  el 
invernáculo  de  la  Casa  Rosada,  la 
noche  del  gran  baile  dado  por  el  doctor  Sáenz 
Peña  al  iniciar  su  gobierno,  verdadera  fiesta  de 
corte  a  la  que  asistió  todo  lo  más  selecto  de  nues- 
tro mundo  social  e  intelectual,  y  en  la  que  la 
señora  doña  Rosa  González  de  Sáenz  Peña  dejó 
en  todos  los  invitados,  un  recuerdo  imperecedero 
de  encantadora  amabilidad  y  sencillez. 

A  la  derecha  del  jardín  de  invierno  siguen  algu- 
nas dependencias  sin  mayor  importancia  ya,  pues 
éstas  estaban  alhajadas  con  muebles  de  perte- 
nencia particular  del  Presidente  Sáenz  Peña. 

Sin  embargo  merece  señalarse  aún  el  despacho 
donde  actualmente  había  instalado  su  cuarto  de 
trabajo  el  doctor  don  Victorino  de  la  Plaza.  Este 
escritorio,  sobrio  en  su  decoración,  tiene  como 
único  ornamento  de  sus  paredes  tres  grandes  re- 
tratos al  óleo,  de  Rivadavia,  Urquiza  y  Sarmiento 
Dos  pequeños  saloncitos  más  y  una  galería  que 
da  a  los  patios  interiores  de  la  Casa  Rosada,  com- 
pletan las  dependencias  de  esta  sección  especial 
del  Palacio. 

Uno  de  dichos  saloncitos  elegantemente  amue- 
blado, lo  tenía  reservado  para  su  uso  particular 
el  doctor  Sáenz  Peña;  hoy  ha  quedado  habilitado 
para  el  personal  de  secretaría  de  la  Presidencia. 


VITRINA    DONDE    SE    GUARDAN     LAS    BANDAS 
DE    LOS    PRESIDENTES. 


FOTOGRAFÍAS    WITCOMB. 


Emilio  Dupuy  de  Lome. 


SALÓN    DE    LOS    BUSTOS. 


SALÓN    DE    ACUERDOS    DE    MINISTROS. 


'Si      X     1.    I^I^^V  — 


,^fcí3bfi^?«¿?  (Sis^^)sl!!íeííí^ 


Después  de  un  viaje  penosísimo,  en  el  que  he 
tenido  que  vencer  dificultades  enormes,  llego  por 
fin  a  las  ultimas  estribaciones  del  monte  Olimpo: 
el  camino  es  áspero  y  me  veo  obligado  a  descansar 
breves  momentos,  que  aprovecho  para  escribir  es- 
tas notas.  Desde  aquí  diviso  ya  la  imponente  si- 
lueta del  palacio  de  los  dioses.  El  tiempo  es  esplén- 
dido, el  panorama  que  desde  esta  altura  se  descu- 
bre, indescriptible.  Me  faltan  palabras,  me  faltan 
colores,  me  falta  imaginación  para  describir  tanta 
belleza.  Reanudo  la  marcha.  Un  esfuerzo  más  y 
alcanzo  al  fin  la  deseada  cumbre  del  monte,  tér- 
mino de  mi  fatigoso  viaje. 

El  Olimpo  está  misteriosamente  cerrado.  Nada 
se  ve.  nada  se  oye.  ¿Qué  habrá  detrás  de  sus  mu- 
ros impenetrables?  Llamo,  transcurren  algunos  mi- 
nutos, se  oye  el  correr  de  sólidos  cerrojos  y  la 
puerta  se  abre.  Entro. 

Las  doce  Horas,  encargadas,  como  es  sabido,  de 
guardar  la  entrada  del  Olimpo,  cubiertas  de  bri- 
llantes armaduras  y  empuñando  sendas  lanzas. 
avanzan  hasta  la  puerta  para  impedirme  el  paso. 
Una  de  ellas,  bastante  agraciada  por  cierto,  des- 
tacándose de  las  filas,  se  acerca  a  mí  y  me  interro- 
ga. Contesto  satisfactoriamente  al  interrogatorio. 
Cumplido  este  trámite.  la  Hora  me  indica  con  un 
gesto  que  puedo  pasar.  La  pregunto  que  Hora  es. 
Sonrie.  pero  no  me  contesta.  Yo  también  sonrío 
y  paso. 

Dentro  ya  del  Olimpo,  es  mi  primer  cuidado 
buscar  la  oficina  telegráfica.  Lo  más  importante 
para  un  corresponsal,  es  saber  por  donde  podía 
enviar  los  despachos  y  por  dónde  podía  recibir 
los  fondos. 

Veo  ain  cerca  un  edificio  del  que  salen  millares 
de  hilos,  y  no  dudando  de  que  en  él  está  lo  que 
busco,  entro  sin  vacilar.  Pero  no  es  el  telégrafo;  las 
que  están  allí  son  las  Parcas  y  los  que  supuse  hilos 
telegráficos,  no  son  otra  cosa  que  los  hilos  de  las 
vidas  de  todos  los  mortales. 

Las  Parcas,  que  están  atareadisimas  cortando 
hilos,  lo  que  me  hace  suponer  que  alguna  terrible 
ofensiva  se  está  desarrollando  en  Europa;  me  aco- 
gen afablemente  al  saber  quien  soy. 

Pregunto  por  el  telégrafo  y  me  dicen  que  no 
hay.  pero  que,  en  obsequio  mío,  transmitirán  por 
medio  de  sus  hilos,  todo  lo  que  me  convenga. 

Les  doy  las  gracias  y  les  regalo,  de  los  que  me 
han  sobrado  del  viaje,  un  par  de  chocolatines  a 
cada  una.  Las  pobres  me  lo  agradecen. 

Tranquilo  ya  respecto  al  importante  asunto  de 
los  despachos  y  de  los  fondos,  entro  resueltamente 
en  el  celestial  recinto. 

El  Olimpo  es  bellísimo.  Sólo  la  pluma  de  Home- 
ro o  de  Almafuerte  podrían  describirlo. 

Amplias  avenidas  sombreadas  por  frondosos 
árboles,  soberbios  macizos  de  flores,  sorprendentes 
cascadas,  extensísimos  rosedales  con  tantas  varie- 
dades de  rosas,  casi,  como  el  de  Palermo;  maravi- 
llosas estatuas  de  mármol  pentélico,  debidas  al 
cincel  de  Fidias.  Mirón  u  otros  artistas  no  menos 
notables  y  emergiendo  aquí  y  allá  y  distribuidos 
con  imponderable  acierto  y  excelente  sentido  ar- 
tístico, riquísimos  y  monumentales  edificios  del 
más  puro  estilo  griego.  Anoto  la  curiosa  observa- 
ción de  que  ninguna  de  las  fachadas  de  los  edifi- 
cios vistos  hasta  ahora  recuerdan,  ni  remotamente, 
la  de  la  Catedral. 

Hay  extraordinaria  animación.  Las  calles,  las 
plazas,  las  avenidas,  todo  se  encuentra  invadido 
por  una  multitud  enorme  que  se  aprieta,  se  estruja 
y  se  agita  en  constante  movimiento.  Se  hace  im- 
posible el  tránsito. 

Cansado  de  bregar  inútilmente  sin  lograr  abrir- 
me paso,  resuelvo  entrar  en  un  bar.  Encuentro,  por 
fortuna,  uno,  en  el  que  hay  una  mesa  desocupada 
y  me  siento.  Acude  solícito  un  escanciador  y  pido 
medio  litro  de  néctar  que  me  sirve  con  gran  pron- 
titud en  artístico  vaso  de  calcedonia.  El  tan  pon- 
derado néctar  de  los  dioses  no  es  gran  cosa,  es  una 
especie  de  vino  de  Mendoza  con  mucha  espuma. 
Me  cuesta  un  dracma  cincuenta.  Lo  encuentro  ca- 
ro. Me  dice  el  escanciador  que  antes  era  más  barato 
pero  que  con  motivo  de  la  guerra  se  ha  encarecido. 
Parece  que  alguno  de  los  ingredientes  que  entran 
en  su  elaboración  sólo  se  produce  en  Alemania. 

A  poco  de  estar  sentado,  se  oye  afinar  instru- 
mentos. Se  prepara  concierto.  Pregunto  si  hay 
•marimba»,  me  dicen  que  no,  que  lo  que  hay  es  un 
quinteto  de  sirenas  que  tocan  la  ocarina.  Me  feli- 
cito de  tener  ocasión  de  oir  a  tan  reputadas  artis- 
tas y  me  dispongo  a  escuchar.  Se  inicia  el  concier- 
to. Tocan  el  garrotín  de  «La  Corte  de  Faraón». 
Escucho   embelesado   aquella   brillante   página 


musical,    llevando   el    compás    con    la  cucharilla. 

En  esto,  un  señor  de  venerable  aspecto,  que  ha 
estado  buscando  inútilmente  una  mesa  desocupa- 
da, me  pide  permiso  para  sentarse  a  la  mía.  Se  lo 
doy  cortesmente  y  se  sienta. 

Es  un  hombre  de  edad  ya  madura,  rostro  simpá- 
tico, de  mirada  intensa,  penetrante;  en  su  cara  se  di- 
buja, casi  imperceptible,  una  sonrisita  entre  plácida 
y  burlona.  Su  aspecto  es  el  de  un  filósofo  griego. 

Para  entrar  en  conversación  con  tan  interesante 
sujeto,  le  ofrezco  galantemente  un  cigarrillo,  que 
me  rechaza  con  elegante  y  aristocrático  ademán. 

—  ¿Es  usted  extranjero?  —  me  pregunta. 
-Sí,  señor.  Americano. 
-Estanciero,  ¿quizás? 

—  -  No.  señor.  Periodista. 

]Ah!  También  yo,  —  me  dice,  -  fui  en  mis 
tiempos  algo  periodista,  hace  la  friolera  de  diez  y 
ocho  siglos.  Tal  vez  haya  usted  leído  algo  mío.  Soy 
Luciano. 

¡Luciano!  Me  levanto,  me  descubro  y  saludo  con 
profundo  respeto  al  gran  satírico  griego. 

Luciano  me  estrecha  la  mano,  diciendo; 

—  ¡Vaya,  vaya!  ¿conque  periodista?  Entonces 
no  hay  qué  preguntar  el  objeto  de  su  viaje.  Viene 
usted  a  hacer  información. 

—  Efectivamente.  A  eso  vengo. 

—  Pues  llega  usted  con  gran  oportunidad.  Pre- 
cisamente en  estos  momentos  están  los  dioses 
reunidos  en  asamblea.  Dentro  de  muy  poco  sabre- 
mos si  el  Olimpo  toma  o  no  parte  en  la  guerra. 

¿Conque  se  trata,  nada  menos,  que  de  tomar 
parte  en  la  guerra?  Eso  es  interesantísimo.  ¿Y  en 
favor  de  quién? 

Eso,  amigo  mío,  es  muy  difícil  predecirlo, 
porque  la  opinión  está  muy  dividida. 

—  Pero,  ¿y  los  dioses? 

—  Los  dioses  están  más  divididos  que  la  opinión. 
¿Es  posible? 

No  debe  extrañarle  a  usted,  porque  lo  mismo 
ocurrió  en  la  otra  guerra  en  que  tomamos  parte. 
-   ¿Qué  guerra? 

—  La  de  Troya.  En  aquella  memorable  guerra, 
mientras  unos  dioses  se  pusieron  de  parte  de  los 
griegos,  otros  combatieron  al  lado  de  los  troyanos. 
Lo  mismo  sucederá  probablemente  ahora,  si  Jú- 
piter no  logra  imponerse. 

Entonces  hay  guerra  para  rato. 

Cuando  se  recibió  aquí  la  noticia  de  que  el 
suelo  sagrado  de  nuestra  querida  Grecia  había  sido 
profanado  por  las  hordas  que  luchan  en  Europa, 
la  indignación  fué  general,  el  pensamiento  uno, 
salvar  a  Grecia,  pero  empezaron  los  conciliábulos, 
se  multiplicaron  las  intrigas  y  no  tardaron  en  di- 


bujarse dos  tendencias;  la  de  los  que  quieren  unir- 
se a  los  aliados  para  batir  a  los  teutones  y  la  de  los 
que  quieren  unirse  a  los  teutones  para  arrojar  a 
los  aliados  de  la  antigua  Tesalonica. 

¿Y  qué  bando  cree  usted  que  ganará  la  partida? 

¡Qué  sé  yo!  Las  fuerzas  están  muy  equilibra- 
das. Vea  usted  sino.  Venus  es  decidida  partidaria 
de  los  aliados;  sus  frecuentes  viajes  a  París,  en 
donde  pasa  largas  temporadas,  la  han  afrancesado 
mucho.  Es  natural.  Venus  es  vanidosa,  alegre,  en 
París  se  ve  admirada,  cortejada,  encuentra  allí 
fácil  campo  a  sus  aventuras  amorosas.  ¿Qué  quiere 
usted  que  sea?  Juno  es  todo  lo  contrario  de  Venus, 
prudente,  juiciosa,  de  costumbres  austeras,  de  una 
fidelidad  conyugal  irreprochsb'e.  poco  aficionada 
a  lucir  su  belleza,  nada  escasa  por  cierto,  una  diosa, 
en  fin.  muy  mujer  de  su  casa;  esa  es  germanófila. 
Neptuno  es  dudoso,  aunque  creo  que  no  han  de 
serle  muy  gratos  los  ingleses  por  haberle  arrebata- 
do el  dominio  de  los  mares.  Apolo  es  aliado  y  un 
entusiasta  del  esprit  francés.  Marte,  germanófilo 
rabioso.  Vulcano...  con  Vulcano  ha  pasado  una 
cosa  muy  curiosa,  ha  desaparecido  del  Olimpo. 
Su  fragua  está  cerrada. 

Es  inexplicable. 

No  tanto.  Vulcano  vivía  muy  disgustado  en 
el  Olimpo;  las  liviandades  de  su  mujer.  Venus,  le 
ponían  constantemente  en  evidencia. 

¿Y  no  se  sabe  dónde  está? 
--    Se  sospecha  que  está  en  los  Estados  Unidos, 
trabajando  en  una  fábrica  de  cañones. 

¿Y  Mercurio? 

Ese  está  con  todos,  con  todos  los  que  pueden 
proporcionarle  alguna  ganancia,  por  supuesto.  Di- 
ciéndose partidario  de  la  paz,  es  muy  capaz,  no  ya 
de  no  oponerse  a  la  guerra,  sino  de  provocarla  si 
ello  le  proporciona  algún  negocio.  Mercurio  es  el 
más  despreciable  de  todos  los  dioses. 

¿Y  Júpiter? 

La  actitud  de  Júpiter  es  un  misterio  para  to- 
dos. Desde  que  se  iniciaron  los  sucesos  de  Grecia 
permanece  impenetrable.  Temiendo,  sin  duda,  las 
influencias  de  los  dioses,  y  sobre  todo,  de  las  dio- 
sas, porque  Júpiter  siempre  ha  sido  débil  con  las 
mujeres,  se  ha  encerrado  en  su  palacio  y  no  se  deja 
ver  de  nadie,  ni  aun  Venus  ha  conseguido  llegar 
a  él,  a  pesar  de  haberlo  intentado  con  empeño; 
pero,  ¿qué  más?  hasta  se  dice  que  ha  hecho  tapiar 
la  puerta  que  comunica  con  las  habitaciones  de 
Juno,  su  mujer,  para  evitar  su  influencia. 

En  esto  un  clamor  inmenso,  ensordecedor,  in- 
terrumpe nuestra  conversación.  Verdaderas  ava- 
lanchas de  gente  atraviesan  la  calle  vociferando. 
¡La  guerra!  ¡La  guerra!  se  oye  por  todas  partes. 

Al  mismo  tiempo  el  espacio  se  ve  cruzado  en  to- 
das direcciones,  por  centenares  de  rayos.  Los  true- 
nos se  suceden  unos  a  otros  sin  interrupción. 

El  espectáculo  es  aterrador.  Luciano  se  pone 
densamente  pálido. 

-  Hacía  muchos  siglos,  —  dice,  que  no  había 
visto  tan  colérico  a  Júpiter.  Alguna  determinación 
muy  grave  ha  tomado.  Salgamos  a  ver. 

Salimos;  la  gente  sigue  corriendo  y  gritando; 
¡La  guerra!   ¡La  guerra! 
La  guerra,  sí,  pero  ¿contra  quién?  —  pregun- 
ta Luciano  a  los  que  pasan. 

-  Contra  todos,  le  contesta  uno,  sin  dejar  de 
correr.  —  Júpiter  ha  declarado  la  guerra  a  Europa. 

Luciano  sonríe  satisfecho. 

¡Por  los  dioses!  Júpiter  ha  cumplido  con  su 
deber. 

Felicito  a  Luciano,  a  quien  parece  que  la  gallar- 
da actitud  de  Júpiter  ha  colmado  de  alegría  y  corro 
a  telegrafiar  la  colosal  noticia,  pero  a  la  mitad  del 
camino  me  encuentro  a  la  Hora,  mi  Hora,  que  me 
detiene  por  un  brazo. 

¿A  dónde  va  usted? 

Después  hablaremos.  Ahora  tengo  mucha 
prisa.  Voy  a  telegrafiar. 

A  donde  va  usted  a  ir  ahora  mismo  es  a  la  calle. 

¿Cómo? 

¿No  es  usted  extranjero?  Pues,  hay  orden  de 
expulsar  a  todos  los  extranjeros  antes  de  la  puesta 
del  sol. 
-     Pero .  .  . 

No  hay  pero  que  valga. 
Cinco  minutos  después  me  encuentro  en  medio 
del  monte,  expulsado  del  Olimpo  y  con  diez  óbo- 
los en  el  bolsillo  por  todo  caudal. 

Desperté,  me  vestí  y  me  fui  a  mis  quehaceres. 

DIBUJO    DK    SIRIO. 


,.^^^^  .  ^^.^^ái^^. 


LE    LA   COLECCIÓN     DEL    »CLUB    ESPAÑOL» 


LAS    DOS    POTENCIAS 


FRAGMENTO    DE    UNA    ACUARELA    DE    VILLEGAS 


—  r>l_7s^'S    -V'LTTPSv^— 


GARCIA-MANSILLA 

GARCÍA- MANSILL A.  Con  este  ape- 
Ihdo  es  conocida,  en  Buenos  Aires,  una 
antigua  familia  de  noble  abolengo  híspano: 
los  Careta  de  Sobre-Casa,  naturales  del  lugar 
de  Carraneeja  y  montaña  de  Santander, 
donde  aun  existe  la  casa  solariega  y  palacio, 
«itnado  en  un  paraje  próximo  a  la  iglesia 
poToquiaL 

Don  Esteban  Carda  de  Sobre-Casa,  con- 
trajo matrimonio  con  dofta  María  Ana  Carcia 
de  Bustamante,  y  tuvieron  a  don  Pedro 
Andrés  Carcia  y  Carcia  de  Bustamante. 
que  nació  el  23  de  abril  de  17.58:  pasando 
al  Virreinato  del  Rio  de  la  Plata  a  los  16 
aftos  de  edad.  Contrajo  enlace  con  doña 
Clara  Ferreyra  de  Lima  y  Prez,  teniendo 
por  hijo  a  don  Manuel  José  María  Carcia 
y  Ferreyra,  bautizado  el  8  de  octubre  de 
1764:  se  doctoró  en  Leyes  en  la  Universidad 
de  Charcas;  tomó  parte  en  la  defensa  de 
Buenos  Aires  contra  los  ingleses,  y  ocupó 
varios  cargos  representativos.  Casó  con  do- 
fta Manuela  de  Aguírre  y  Alonso  de  Laja- 
rrota.  de  quienes  nació  don  Manuel  Rafael 
Carda  y  Aguirre,  el  24  de  octubre  de  1S26: 
el  cual  se  doctoró  en  Leyes,  dedicándose  a 
la  Magistratura:  falleció  en  Austria-Hungria 
d  alio  1667,  dejando  numerosos  escritos  po- 
líticos, jurídicos  e  históricos.  Estuvo  casado 
con  dofta  Eduarda  de  Mansilla  y  Crtiz  de 
Rozís,  hija  del  general  don  Ludo  V.  de 
Mansilla  y  de  dofta  Agustina  Ortiz  de  Rozas 
y  López  de  Osornio.  de  quienes  descienden 


Al  iniciar  hoy  la  pubticsción,  en  esta  página,  de  los  datos  eenealóficos  y  origen  de  los  apellidos 
(jue  ostentan  las  más  antiguas  y  elevadas  familias  de  la  sociedad  argentina,  es  oportuno 
consignar  que  estos  trabajos,  escritos  en  una  forma  concreta  por  razones  de  espacio,  están 
hechos,  principalmente,  con  el  deseo  de  contribuir  a  la  investigación  y  confirmación  de  la 
verdad  histórica. 

La  mayor  gloria  para  el  hombre,  es  legar  a  sus  hijos  el  recuerdo  de  una  vida  ejemplar:  esta 
herencia  vale  más  que  todos  los  tesoros,  porque,  siendo  aquél,  como  un  espejo  donde  han  de 
reflejarse  mañana  los  actos  de  nuestra  existencia,  hace  que  las  generaciones  se  preocupen  de 
seguir  manteniendo,  para  honor  de  la  raza  y  de  la  familia,  los  principios  gloriosos  de  la  estirpe. 

A  través  de  esta  página,  y  entre  l&s  entroques  de  distintos  apellidos,  irán  sucesivamente 
desfilando  (como  en  una  comitiva  de  siglos)  los  nombres  egregios  de  los  conquistadores,  de  los 
capitanes  y  virreyes,  de  los  heroicos  navegantes,  de  los  mitrados  fundadores,  de  los  alféreces 
reales  de  la  colonia,  de  los  gloriosos  proceres  de  la  independencia,  y  de  todos  aquellos  que,  con 
la  fuerza  de  su  talento  y  la  energía  de  su  voluntad,  llegaron  a  ser  los  precursores,  no  sólo  del 
progreso  actual  de  la  República,  sino  de  todo  el  continente  de  América. 


los  actuales   poseedores    de    este    apellido. 
Ostentan  por  armas:  quince  jaqueles,  ocho 
de  plata  y  siete  de  azur,  y  en  jefe  una  garza 
real  de  sable  con  la  cabeza  vuelta. 

SAAVEDRA.  Antiguo  linaje  oriundo  de 
Galicia,  de  donde  procede  la  Casa-Ducal  de 
Rivas  (Ramírez  de  Saavedra)  de  Sevilla. 

El  primero  que  vino  a  América  fué  Martín 
Suárez  de  Toledo,  hijo  del  Correo-Mayor  de 
Andalucía,  don  Hernando  Arias  de  Saave- 
dra. Formó  parte  de  la  expedición  del  Ade- 
lantado AlvarNiiftez  Cabeza  de  Vaca,  lle- 
gando a  Teniente  de  (gobernador,  en  cuyo 
carácter  dio  poder  a  don  Juan  de  Garay  para 
fundar  Santa  Fe  el  año  1573. 

Estuvo  casado  con  doña  María  de  Sana- 
bria.  hija  del  Adelantado  Juan  de  Sanabria 
(que  se  dice  era  primo  de  Hernán  Cor- 
tas) y  de  su  mujer  doña  Mencia  Calderón. 
Dicha  doña  María 
de  Sanabria  era  viu- 
da del  capitán  don 
Hernando  de  Trejo 
y  fué  madre  del 
Obispo  Trejo  y  Sa- 
nabria. fundador  ri- 
la Universidad  c 
Córdoba  del  Tucu 
man. 

Suárez  de  Toledo 
fué  padre  de  Her- 
nandarias  de  Saave- 
dra, Gobernador  del 
Rio  de  la  Plata, 
en  1591-1598-1602 
1615,  el  cual  casó 
con  doña  Jerónima 
de  Contreras,  hija 
legitima  de  don  Juan 
de  Caray,  fundador 
de  Santa  Fe  (1573) 
y  de  Buenos  Aires 
(1560),  ydesumuier 
doña  Isabel  de  Be- 
cerra y  Mendoza,  hi- 
ja del  capitán  Fran- 
cisco de  Becerra  y 
de  doña    Isabel   de 

&>ntreras,  los  cuales  '-'  ^ 

también  vinieron  en 

la  expedición  de  Cabeza  de  Vaca.  Doña 
Isabel  de  Contreras  casó  en  segundas  nup- 
cias con  don  Juan  de  Salazar,  Caballero  de 
la  Orden  de  Santiago,  fundador  de  la  Asun- 
ción del  Paraguay. 

Descendiente  directo  de  Kernandarías  fué 
don  Cornelio  de  Saavedra,  coronel  de  Patri- 
cios, Presidente  de  la  Primera  Junta  en  1610. 

Su  hijo  don  Mariano  fué  gobernador  de  la 
Provincia  de  Buenos  Aires.  Casó  con  doña 
Carmen  Zavaleta.  y  sus  descendientes  se 
unieron  a  las  familias  de  Oromi,  Lamas, 
Sáenz-Valiente,  Elía,  Pueyrredón,  López- 
Lambidet,  Sáenz-Pefta,  Outes,  del  Campillo, 
Escalada,  Zímmerman.  etc. 

Ostentan  por  armas:  sobre  plata  tres  fajas, 
cada  una  de  ellas  compuesta  de  este  modo: 
dos  filas  de  ercaques  o  jaqueles  de  oro  y 
gules,  faja  de  oro  y  otras  dos  filas  de  jaque- 
les como  los  primeros;  bordura  de  gules  y 
ocho  aspas  de  ero. 

PUEYRREDÓN.  Originarios  de  Un- 
guedoc  y  Perigord  con  feudo  en  Calisac.  Su 
nombre  antiguo  era  Fayalle  de  Pueyrredón. 
bajo  el  cual  fué  inscripta  la  familia  en  el  mo- 
mento de  aplicar  el  Edicto  Real  del  20  de 
noviembre  de  1696.  instituyendo  el  Armo- 
rial  General  de  Francia,  segiln  consta  en 
el  Registro  de  Toulouse-Montoulon,  folio 
369.  número  278. 

En  1724  les  fué  concedido  el  título  de 
Marqués  de  Fayalle  de  Pueyrredón. 

En  1753,  don  Juan  Martín  de  Pueyrredón, 
natural  de  Isor,  cerca  de  Pau,  hijo  de  don 
Pedro  de  Pueyrredón  y  de  dofta  María  de 
ia  Broucheríe.  pasó  a  España,  y  en  1763 
vino  al  Río  de  la  Plata,  donde  se  casó  el  22 


de  junio  de  1766  con  doña  Rita  Damasia 
Dogan,  hija  de  don  Juan  Javier  Dogan  y 
de  doña  Isabel  de  Soria. 

De  este  matrimonio,  entre  otros  hijos, 
nació  don  Juan  Martín,  de  tanta  figuración 
en  la  historia  de  su  patria,  cuyos  destinos 
presidiera  en  1816.  durante  el  período  de  su 
independencia. 

Su  descendencia  directa  se  extinguió  en  ¡a 
persona  de  su  hijo  don  Polidiano.  pintor  de 
bastante  personalidad  y  valía. 

Su  hermana  doña  Juana  Pueyrredón  de 
Sáenz-Valiente,  figura  como  una  de  las  damas 
patricias  de  más  relieve.  La  descendencia  de 
sus  hermanos  hállase  emparentada  con  las 
familias  de  Ituarte.  Man-Nab.  Barrero  Vivot. 
Moreno.  Aguirre.  Sáenz-Valiante.  Salterain, 
Bosch.  Castro,  (3osta.  Bernal.  etc. 

Escudo  sobre  plata  tres  leones  de  gules: 
por  soportes  dos  gigantes  coronados  de  pám- 
panos sosteniendo 
dos  banderas:  la  de 
la  derecha,  faja  de 
sable  y  plata  en 
campo  de  oro:  la  de 
la  izquierda,  león  de 
plata  sobre  azur. 
Corona  de  marqués. 
Por  cimera,  león  de 
plata  sosteniendo 
rama  de  sinople:  Di- 
visa t-Nom  ibi  sed 
ubique^). 

AGUIRRE.  En- 
tre  los  Palacios  y 
Cabos  de  Armería 
que  existían  en  Na- 
varra, se  cuenta 
el  de  Aguirre,  en 
Donamaria.  cerca 
de  Pamplona,  con 
asiento  y  llama- 
miento a  Cortes. 

Don  Francisco  Ca- 
simiro de  Aguirre  y 
Benpoechei,    señor 
del  Palacio  de  Agui- 
rre,  bautizado  en 
Donamaria  el  15  de 
marzo  de  1723;  con- 
trajo matrimonio  con    doña  María   Micaela 
de  Micheo  y  Usteriz,  y  tuvieron  por  hijo  a 
don  Agustín  Casimiro  de  Aguirre  y  de  Mi- 
cheo, nacido  el  8  de  septiembre  de  1 744;  pasó 
a  Buenos  Aires,  donde  fué  Teniente  Coro- 
nel,  Regidor  y  Alférez  Real  del  Cabildo  el 
año    1779,   en   que  juró  y  proclamó  al  rey 
don  Carlos  IV. 

Contrajo  matrimonio  con  doña  María 
Josefa  Alonso  de  Lajarrota,  hija  de  don 
Domingo  Alonso  de  Lajarrota  y  Ortiz  de 
Rozas.  Caballero  de  la  Orden  de  Alcántara, 
y  tuvieron  por  hijo  a  don  Manuel  José 
Hermenegildo  de  Aguirre;  casó  el  9  de  di- 
ciembre de  IBIB  con  doña  Victoria  de  Ituarte 
y  Pueyrredón.  y  luego  con  doña  Mercedes 
de  Anchorena.  Su  descendencia  se  vinculó  a 
las  familias  de  Anchorena,  Herrera,  Urquiza. 
Gómez.  Ocampo,  Madariaga,  Sáenz-Valiente, 
Dorado.  Anasagasti,  Benítez,  Nazar.  Hari- 
laos.  Carcía-Mansilla,  etc. 

El  escudo  de  esta  casa  de  Aguirre  es  cuar- 
telado, partido  por  una  pala  de  azur:  Pri- 
mero, en  rojo  las  cadenas  de  Navarra;  se- 
gundo, sobre  el  mismo  campo  un  castillo  de 
oro.  saliendo  de  sus  almenas  un  brazo  ar- 
mado con  espada;  tercero,  en  oro  una  loba 
con  su  cría  al  lado  de  un  árbol;  y  cuarto, 
ajedrezado  de  azur  y  plata.  Divisa  una 
cinta  roja  y  en  letras  de  plata  el  lema: 
«Piérdase  todo,  sálvese  el  honor». 

RIGLOS.  Apellido  de  origen  catalán.  En 
el  año  de  1502  un  caballero  de  este  linaje  se 
estableció  en  Tudela  de  Navarra,  en  cuya 
parroquia  de  San  Pedro,  en  la  primera  co- 
lumna junto  al  altar  y  capilla  mayor  del  lado 
de  la   Epístola,  estaba  la  sepultura  y  ente- 


rramiento de  la  familia  de  Riglos  con  su 
escudo. 

Don  Juan  de  Riglos,  casado  con  doña  Fer- 
mina de  Labastida,  tuvo  por  hijo  a  don  Mi- 
guel de  Riglos  y  Labastida,  que  pasó  a  Bue- 
nos Aires  con  el  empleo  de  General  de  los 
Reales  Ejércitos.  Casó  en  1710  con  doña 
Leocadia  de  Torres,  nieta  de  don  Pedro  Hur- 
tado de  Mendoza,  hijo  éste  del  Marqués  de 
Cañete.  En  segundas  nupcias  casó  con  doña 
Josefa  Rosa  de  Albarado. 

Doña  Ana  de  Riglos  de  Irigoyen.  figuró 
entre  las  damas  patricias  de  Buenos  Aires. 

Don  Miguel  Fermín  Mariano  de  Riglos, 
estuvo  casado  con  doña  Mercedes  Lasala, 
primer  presidenta  de  la  sociedad  de  benefi- 
cencia de  la  capital  al  fundarse  en  1823; 
también  fué  de  las  damas  que  contribuyeron 
con  su  óbolo  para  el  sostenimiento  de  la  pri- 
mera expedición  libertadora  en  junio  de  181©. 

La  descendencia  de  este  apellido  se  halla 
unida  a  las  familias  de  A.nchcrena.  Lezica, 
Oromí,  de  la  Quintana,  Alonso  de  Lajarrota, 
San  Martín  de  Avellaneda.  Lasala,  Aguirre, 
Alzaga,  Acosta.  Achaval.  Elía.  Irigoyen, 
Piran.  Pacheco.  Videla  Dorna,  etc. 

Escudo  cuartelado:  1.*^  y  4."  en  gules  una 
cruz  de  oro  lisa  puesta  sobre  tres  gradas  del 
mismo  metal,  acompañado  de  dos  róeles 
también  de  oro;  2."^  y  3."  cuatro  fajas  de 
azur  ondeadas  sobre  campo  de  oro. 

losÉ    M.a  Pérez- Valiente. 


■I=>LJ>^S 


Es  fusrzi,  para  llegar  hasta  las 
cataratas  famosas,  cruzar  prime- 
ro la  selva  de  Misiones;  y  a  fe  que 
la  ruta  ineludible  va  preparando 
el  espíritu  del  viajero  para  reci- 
bir la  sensación  profunda  que  le 
aguarda  en  ellas,  como  si  la  natu- 
raleza hubiera  juzgado  impruden- 
te sorprenderlo  de  golpe  con  tanto 
esplendor.  Una  vieja  calesa,  tira- 
da por  diez  muías,  ssrpea  durante 
tres  horas  y  media  por  entre  el 
bosque  fastuoso,  recorriendo  una 
«picada»  cuyas  alzas  y  bajas  per- 
miten el  milagro  de  una  constante 
renovación  del  panorama.  Es  un 
vehículo  de  corte  medioeval,  que 
va  poniendo  entre  los  rumores  de 
la  selva  el  eco  sordo  y  áspero  de 
sus  crujidos  y  el  grito  de  los  pos- 
tillones, a  menudo  expresados  en 
aglutinantes  apostrofes  del  voca- 
bulario guaraní.  El  paisaje  es  desconcertante.  Las  ramas  de  los 
árboles  se  entrelazan  en  lo  alto,  para  formar  bóvedas  de  verdu- 
ra que  en  aquella  basílica  de  la  naturaleza  fingen  naves  de 
una  espléndida  arquitectura,  impidiendo  casi  por  completo  la  vi 


^•*-    -.r^ 


mh.  :\ 


sión  del  firmamento. 
Tan  sólo  a  través  de 
alguncs  claros,  que 
parecen  azulados 
cristales  de  vidriera, 
se  ven  cruzarlas  nu- 
bes blancas  o  grisss. 
Filtrándose  a  duras 
penas,  gotas  de  sol 
se  mueven  en  el  sue- 
0.  como  diamantes 
enloquecidos.  Aspí- 
rase un  perfume 
hondo.  Las  «lianas»  lujuriosas  se 
trepan  a  los  troncos,  los  envuel- 
ven hasta  vestirlos,  se  entreve- 
ran en  las  copas,  se  retuercen 
sobre  las  hojas  y  caen  desde 
arriba  en  una  titilante  explosión 
de  cortinados.  Constelaciones  de 
orquídeas  se  abren  por  todas 
partes,  pegadas  a  los  troncos, 
a  cuyo  pie  los  heléchos  pro- 
fusos se  aprietan  los  unos  a  los 
otros,  como  si  la  tierra  resultara 
estrecha  para  dar  cabida  a  la  ex- 
plosión de  sus  propios  gérmenes: 
y  allá  se  alza  el  «ybirapitá».  rey 
del  bosque,  semejante  al  mirto, 
grave  y  coposo:  y  allá  el  cedro  de 
anchas  hojas;  y  el  «lapacho»  mag- 
nífico: y  la  «canela»,  árbol  recio 
con  el  cual  los  lugareños  fabrican 
sus  piraguas:  y  el  «timbó»,  cuya 
arquitectura  de  torre  gótica  le 
permite  elevarse  sobre  todos  los 
demás,  tendido  de  punta  hacia 
arriba  como  en  un  obstinado  em- 
peño de  pinchar  él  azul  del  firma- 
mento; y  la  «araucaria»,  que  suele 
tener  cinco  metros  de  circunferen- 
cia en  la  base;  y  el  «guabirá»  con 
su  especie  de  níspero  pendiendo  de  las  ramas:  y  el  «yabuticaba». 
ubérrimo  de  la  mejor  fruta  del  bosque,  una  como  nuez  que  apa- 
rece pegada  a  modo  de  verruga  en  el  tronco;  y  el  «pino»,  y  la 
«cancharana»  con  su  fruta  hermana  del  durazno  y  sus  hojas  espec- 


-I=>I_-VS^     X 


'>x— 


EL    PRIMER    ESCALÓN    DE    LAS   CATARATAS. 


SALTOS    BRASILEÑOS 


torales:  y  el«aiaticú»,  similar  de  la  grosella;  y  el  «arazá»  o  chirimoya  sal- 
vaje: y  e!  «cerezo»  con  sus  hojas  color  crema  y  su  fruta  provocante  que 
pone  la  nota  escarlata  entre  la  poHcromia  maravillosa  del  conjunto. .  . 
Y  en  medio  de  todo,  largos  pájaros  de  vuelo  lento  y  armonioso,  algunos 
divinamente  niveos,  otros  de  roja  testa  y  otros,  grandes  y  mustios,  de 
cuerpo  negro  y  pecho  blanco,  a  los  cuales  los  hijos  del  bosque  llaman 
candidamente  «viudas». . .  La  vieja  carroza  va  rodando.  Aléjanse  las 
aves  en  soslayantes  lineas  de  fuga:  se  adivina,  en  el  alma  de  la  selva. 
maraña  adentro,  los  «pumas*  obscuros  y  los  tigres  elásticos.  Como  dos 
luces  fatuas,  brillan  de  pronto  en  la  densidad  de  la  maleza  las  dos 
pupilas  centelleantes  del  terrible  gato  montes.  Se  dijera  que  el  silencio 
tiene  una  vibración  de  misterio  en  torno  de  nuestras  cabezas;  y  de 
pronto,  repentinamente,  la  caravana  se  detiene  para  escuchar:  un 
rumoreo  lejano  pero  estridente  —  mil  cañones  remotos  rugiendo  en 
andanada  —  un  ruido  extraño,  a  la  vez  sordo  y  tenante,  llega  a  nues- 
tros oídos:  es  que  estamos  cerca  de  las  cataratas.  Una  rara  sensación 
de  agua  invisible  se  percibe  en  la  cara.  Ha  cambiado  el  tono  de  la 
atmósfera,  porque  en  toda  ella,  como  un  desvanecimiento  de  velos 
incorpóreos,  flota  polvo  liquido.  Siéntese  entonces  una  casi  mortificante  sen- 
sación de  pequenez:  la  gran  naturaleza  va  a  mostrarse  a  la  criatura  miserable 
en  uno  de  stis  caprichos  más  imponentes;  y  tras  unos  minutos  más  de  selva, 
estamos,  por  fin,  frente  al  prodigio. 

Imaginad  un  valle  profundo  y  vasto  —  trescientas  hectáreas  —  tendido  en 
forma  de  hemiciclo  y  encajonado  entre  rocas  abruptas.  Sobre  esa  hondonada. 
en  cuyo  fondo  estalla  una  flora  inverosímil,  se  precipitan,  desde  sesenta  me- 
tros de  altura,  las  aguas  del  Iguazú.  La  enorme  masa  líquida  se  derrumba 
por  todas  partes.  Las  cascadas  se  suceden  las  unas  a  las  otras,  casi  sin  inte- 
rrupción; y  sumando  el  ancho  de  los  torrentes  se  llega  a  esta  cifra  fabulosa: 
3.200  metros.  Sobre  el  pavoroso  despeñamiento  juegan  las  luces.  Y  es  enton- 
ces la  maravilla. . .  Tienen  las  aguas,  al  avanzar  sobre  el  abismo  para  sepul- 
tarse en  su  entraña,  un  tono  de  ámbar  en  la  parte  alta;  y  a  medida  que  se 
precipitan  va  acentuándose  la  gama  blanca  hasta  rupir  en  espuma.  Debajo, 
al  chocar  en  la  gar- 
ganta obscura  que 
las  recibe,  se  en- 
crespan en  una  vo- 
rágine indescripti- 
ble: ni  el  Océano 
en  sus  horas  más 
férvidas  es  compa- 
rable a  aquella  fu- 
ria; la  detonación 
estruendosa  de  la 
calda  se  prolonga 
en  vibraciones  in- 
finitas, y  después 
de  revolverse  allá 
abajo  en  un  caos 
diabólico  de  espu- 
mas, lanzan  hacia 
arriba  torrentes  in- 
vertidos que  van 
sutilizándose  has- 
ta convertirse  en 
vaho,  en  humo,  en 
polvo,  en  una  va- 
porización intáctil 
y  plomiza  que  da, 
vista  de  lo  alto,  la 
impresión  de  un 
naufragio  de  nu- 
bes en  un  abismo. 
La  sombra  de  los 
árboles  de  arriba, 
proyectada  en  el 
fondo,  parece  es- 
tremecerse de  do- 
lor al  choque  de 
los  torrentes.  La 
nota  azul  se  insi- 


UN    EFECTO    MAFAVILIOSO    DE    LOS    CRANDE3    SAITOS. 


núa  a  intervalos  sobre  el  fasto  blanquecino  de  los  torrentes  y  el  sol  va 
poniendo  en  ellos,  alternativamente,  pinceladas  de  amaranto  y  ber- 
mellón. Hay  algunos  que  dan,  en  su  aparente  inmovilidad  de  espumas, 
la  idea  de  copos  de  algodón  detenidos  en  e!  aire:  otros  hacen  pensar  en 
una  estupenda  fuga  de  perlas,  nacarada  el  agua  con  todos  los  orientes; 
y  aquel,  enorme,  cuyo  lomo  está  suavizado  por  el  beso  de  una  luz  ver- 
dosa, parece  un  desvanecimiento  de  esmeraldas  en  un  fondo  de  mis- 
terio. .  .  Tendido  sobre  el  valle  y  apoyando  en  la  altura  los  dos  extre- 
mos de  su  curva,  el  arco  iris  aparece  todos  los  días  de  sol.  al  caer  de  la 
tarde;  y  entonces  el  vaho  de  las  aguas,  flotando  gravemente  en  el  seno 
de  la  hora  vesperal,  se  diría  una  nube  de  incienso  solemnizando  todavía 
más  la  majestad  terrible  del  conjunto. 

En  trance  de  turismo  arriesgado  es  posible  bajar  al  fondo  de  la  hon- 
donada.. Guías  diestros  y  nervudos,  ágiles  criollos  de  caras  brunas, 
amparan  al  viajero  en  esta  marcha  impresionante.  Se  va  descendiendo 
por  los  peñascos  empapados,  mojándose  a  veces  hasta  la  cintura,  lu- 
chando con  el  impulso  de  alguna  reminiscencia  torrencial  que  obstruye 
el  paso,  saltando  de  piedra  en  piedra,  salvando  abismos  obscuros  y 
sintiendo  la  vaporización  rabiosa  de  las  aguas  que  pega  en  la  cara  con  mayor 
fuerza  a  medida  que  se  avanza  perpendicularmente  hacia  el  pavor.  .  .  Senta- 
do, por  fin,  en  la  roca,  veo  el  cuadro  de  su  punto  de  vista  más  trágico.  Desde 
arribia,  habíamos  asistido  a  la  partida  de  los  torrentes;  ahora  vemos  la  llegada. 
Hace  frío.  Los  sesenta  metros  se  multiplican  contados  desde  aquí.  El  estrépito 
de  las  aguas  es  ahora  aterrador.  La  densidad  de  las  nubes  de  polvo  líquido 
obstruye  un  poco  la  visual  y  se  experimenta  una  doble  sensación  de  aturdi- 
miento y  pequenez.  ¡Ver  al  torrente  en  su  cueva!  La  enormidad  del  cuadro  es 
superior  a  mi  capacidad  receptiva;  aquello  es  demasiado.  No  es  posible  hablar. 
No  se  hacen  ya  preguntas  a  los  guias.  La  voz  humana  no  podría  hacerse  oir, 
además,  cuando  la  gran  naturaleza  tiene  la  palabra.  Empapado  y  mudo 
trepo  de  nuevo. . . 

¡Y  luego,  cuando  muere  el  día,  qué  sordinas  infinitas  pone  al  paisaje  la  luna! 
Suavízanse  todas  las  tonalidades  a  conjuros  de  la  pálida.  El  vaho  líquido  se 
tiñe  de  un  amarillo  leve  y  las  nubes  flotantes  allá  abajo  reciben  imperceptibles 

emanaciones  de 
rosa  viejo.  Refle- 
jada en  el  fon- 
do tumultuoso,  la 
luna  se  despedaza 
sobre  los  torrentes 
y  los  despide  hacia 
arriba  con  tonali- 
dades de  oro.  Pa- 
rece un  jirón  de 
ella  misma  aquella 
banderola  de  lum- 
bre que  se  alza 
como  un  penacho. 
Los  peñascos, 
engarzados  en  la 
noche  y  lustrados 
por  el  derrumbe 
que  los  esmalta, 
se  abrillantan  en 
la  sombra.  Sólo  en- 
tonces, al  amor 
de  la  noche,  mues- 
tran su  pedrería 
fastuosa,  burbu- 
jeando en  el  lujo 
inaudito  de  millo- 
nes y  millones 
de  facetas.  Mírase 
ahora  con  más  es- 
panto hacia  la  tra- 
gedia del  fondo. 
. .  .Y  tal  es  la 
maravilla  que  po- 
cos argentinos  co- 
nocen. 

Belisario 
Roldan. 


—  Í>L^^:=>     V   i^  1    í^v-v- 


-FIRMAS 

AJENAS-» 


IVMON 

DEL 
VALLL 
INCL/N 


NA  tarde,  en  tiempo  de  vendimias, 
se  presentó  en  el  cercado  de  nues- 
tra casa  una  moza  alta,  flaca,  rene- 
grida, con  el  pelo  fosco  y  los  ojos 
ardientes,  cavados  en  el  cerco  de  las 
ojeras.  Venía  clamorosa  y  anhelante. 
Dadme  amparo  contra  un  rey  de  moros  que 
me  tiene  presa.  Soy  cautiva  de  un  Iscariote. 

Sentóse  a  la  sombra  de  un  carro  desuncido  y 
comenzó  a  recogerse  la  greña.  Después  llegóse  al 
dernajo  donde  abrevaban  los  ganados  y  se  lavó 
una  herida  que  tenía  en  la  sien.  Serenin  de  Bretal, 
viejo  que  pisaba  la  uva  en  una  tinaja,  se  detuvo 
limpiándose  el  sudor  con  la  mano  roja  del  mosto. 

—  Cautivos  de  nos.  Si  has  menester  amparo 
clama  a  la  justicia. . .  ¿Qué  amparo  podemos  darte 
acá?  Cautivos  de  nos. 

Suplicó  la  mujer: 

—  Vedme  cercada  de  llamas.  ¿No  hay  una  boca 
cristiana  que  me  diga  las  palabras  benditas  que 
me  liberten  del  Enemigo? 

Interrogó  una  vieja: 

—  -  ¿Tú  no  eres  de  esta  tierra? 
Sollozó  la  renegada: 

--Soy  cuatro  leguas  arriba  de  Santiago.  Vine 
a  esta  tierra  por  me  poner  a  servir  y  cuando  estaba 
buscando  amo  caí  con  el  alma  en  el  cautiverio  de 
Satanás.  Fué  un  embrujo  que  me  hicieron  en  una 
manzana  reineta.  Vivo  en  pecado  con  un  mozo  que 
me  arrastra  por  las  trenzas.  Cautiva  me  tiene,  que 
yo  nunca  le  quise,  y  sólo  deseo  verle  muerto.  Cau- 
tiva me  tiene  con  sabiduría  de  Satanás. 

Las  mujeres  y  los  viejos  se  santiguaron  con  un 
murmullo  piadoso;  pero  los  mozos  relincharon  co- 
mo chivos  barbudos,  saltando  en  las  tinajas,  sobre 
los  carros  de  la  vendimia,  rojos,  desnudos  y  fuertes. 
Gritó  Pedro  el  Arnelo,  de  lugar  de  Condes: 

-  Jujuruju.    No  te  dejes  apalpar  y  hacer  las 
cosquillas,  y  verás  cómo  se  te  vuela  el  Enemigo. 

Resonaron  las  risas  alegres  y  bárbaras. 

Las  mozas,  un  poco  encendidas,  bajaban  la  fren- 


te y  mordían  el  nudo  de  sus  pañuelos.  Los'mozos. 
en  lo  alto  de  los  carros,  renovaban  los  brincos  y  \oi 
aturujos,  pisando  la  uva.  Pero  de  pronto  cesó  lá 
fiesta.  Mi  abuela  acababa  de  asomar  en  el  patín, 
arrastrando  su  pierna  gotosa  y  apoyada  en  el  bra- 
zo de  Micaela  la  Galana.  Era  doña  Dolores  Saco, 
mi  abuela  materna,  una  señora  caritativa  y  orgu- 
llosa,  alta,  seca  y  muy  a  la  antigua.  La  moza  re- 
negrida se  volvió  hacia  el  patín  con  los  brazos 
en  alto. 

—  Concédame  un  amparo,  noble  señora. 

A  mi  abuela  le  temblaba  la  barbeta.  Con  un 
dejo  autoritario  interrogó: 

—  ¿Qué  amparo  pides,  moza? 

—  Contra  un  rey  de  moros.  Vengo  escapada  de 
la  cueva  del  monte,  donde  me  tenía  presa. 

Micaela  la  Galana  murmuró  al  oído  de  mi 
abuela: 

—  Parece  privada,  misia  Dolores. 

Y  mi  abuela  levantó  su  lente  de  concha  y  tornó 
a  interrogar,  mirando  a  la  moza. 

—  ¿A  quién  llamas  tú  rey  de  moros? 

—  Rey  de  moros  talmente,  mi  señora.  Habla 
sin  voces. 

Gimió  la  renegrida: 

--Me  tiene  cautiva  con  sabiduría  de  Satanás. 

Intervino  el  viejo  Serenin  de  Bretal. 

—  La  señora  quiere  saber  cómo  se  llama  el  mo- 
zo que  te  tiene  en  su  dominio,  y  de  dónde  es  nativo. 

La  renegrida  levantaba  los  brazos,  temblorosa 
y  ronca. 

-  Milón  de  la  Arnoya.  ¿Nunca  tenéis  oído  de 
él?  Milón  de  la  Arnoya. 

Milón  de  la  Arnoya  era  un  jayán  perseguido  por 
la  justicia,  que  vivía  enfoscado  en  el  monte,  ro- 
bando por  siembras  y  majadas.  En  casa  de  mi 
abuela,  cuando  los  criados  ss  juntaban  al  anoche- 
cido para  desgranar  mazorcas,  siempre  salía  el 
cuento  de  Milón  de  la  Arnoya.  Unas  veces  había 
sido  visto,  otras  por  caminos,  otras  como  el  raposo, 
rondando  alrededor  de  la  aldea.  Y  Serenin  de  Bre- 


tal, que  tenía  un  rebaño  de  ovejas,  solía  contar 
cómo  robaba  los  corderos  en  las  Gándaras  de  Bar- 
banza.  El  nombre  de  aquel  bigardo  perseguido  por 
la  justicia  había  puesto  una  sombra  en  todos  los 
rostros.  Solamente  mi  abuela  tuvo  una  sonrisa 
desdeñosa. 

—  Ese  malvado,  si  viene  por  ti,  no  habrá  de  lle- 
varte. Quedas  recibida  en  mi  casa.  moza. 

Se  levantó  un  murmullo  en  loa  de  mi  abuela.  La 
renegrida  dio  las  gracias  humildemente  y  fué  a 
sentarse  al  arrimo  del  patín,  con  la  cabeza  cubier- 
ta. A  lo  lejos  resonaban  las  voces  de  la  vendimia. 
Una  larga  hilera  de  carros  venía  por  la  calzada. 
Mozas  descalzas  y  encendidas  caminaban  delante, 
animando  la  yunta  de  los  bueyes  dorados. 

Otras  venían  en  las  tinajas,  las  bocas  llenas  de 
cantos  y  de  risas,  teñidas  del  zumo  de  las  uvas. 
Los  carros  entraron  lentamente  en  el  cercado.  De- 
trás del  último  apareció  un  mendigo  todo  en  ha- 
rapos. Era  velludo  y  fuerte.  La  renegrida,  que 
tenía  la  cabeza  cubierta,  se  levantó  como  si  lo 
hubiese  adivinado.  Temblaba  lívida  y  sombría. 

--  Perverso,  ciencia  de  brujos  te  encaminó  a 
esta  puerta.  No  rías,  boca  de  Satanás. 

El  hombre  no  se  movió  del  umbral.  Furtivo,  ten- 
dió la  vista  en  torno,  y  volviéndola  a  la  tierra, 
suspiró: 

—  Una  sed  de  agua,  para  un  pobre  que  va  de 
camino. 

La  renegrida  gritó: 

—  Ese  que  vos  habla  es  Milón  de  la  Arnoya.  Ahí 
le  tenéis.  ¡De  sed  perezcas  como  un  can  rabioso, 
Milón  de  la  Arnoya! 

Se  habían  acallado  todas  las  voces.  Las  mujeres 
miraban  al  mendigo  llenas  de  curioso  sobresalto  y 
los  hombres  con  recelo.  Algunos  empuñaban  las 
picas  de  acuciar  las  yuntas.  En  lo  alto  del  patín, 
mi  abuela,  abandonando  el  brazo  en  que  se  apo- 
yaba, habíase  erguido,  seca,  enérgica,  con  la  barbe- 
ta siempre  temblona.  Se  oyó  su  voz  autoritaria: 

—  Socorred  a  ese  hombre,  y  que  se  vaya. 
Milón  de  la  Arnoya  apenas  levantó  la  frente 

obstinada: 

—  Misia  Dolores,  esa  mujer  es  mi  perdición. 
Ningún  mal  puede  contar  de  mí.  Habla  la  verdad 
de  toda  cosa,  Gaitana. 

La  renegrida  se  retorció  los  brazos: 

—  Arrenegado  seas,  tentador...  Arrenegado 
seas . . . 

Los  ojos  hundidos  y  apagados  de  mi  abuela,  se 
avivaron  con  una  llama  de  cólera: 

—  Mozos,  echad  a  ese  malvado  de  mi  puerta. 

Remigio  de  Bealo  y  Pedro  el  Arnelo  se  dirigie- 
ron a  la  cancela  del  cercado;  pero  el  otro  les  con- 
tuvo, hablando  torvo  y  plañidero: 

—  Aguardad,  que  ya  me  voy...  Más  herman- 
dad se  ve  entre  los  lobos  que  entre  los  hombres. 

Se  alejó.  La  renegrida,  derribada  en  tierra,  se 
retorcía  con  la  boca  espumante,  y  las  vendimiado- 
gas  la  rodeaban  sujetándola  para  que  no  se  des- 
rarrase  las  ropas.  Serenin  de  Bretal  trajo  agua  del 
pozo,  Micaela  la  Galana  bajó  con  un  rosario,  y  en 
aquel  momento  oyéronse  grandes  voces  que  daba 
en  la  calzada  Milón  de  la  Arnoya.  Eran  unas  voces 
como  alaridos  de  alimaña  montes,  y  la  renegrida 
al  oírlas  se  levantó  en  medio  del  corro  de  las  mu- 
jeres, antes  de  que  la  hubiesen  tocado  con  el  rosa- 
rio bendito.  Espurnante,  ululante,  mostrando  en- 
tre jirones  la  carne  convulsa,  rompió  por  entre  los 
carros  de  la  vendimia  y  desapareció.  Acudieron 
todos  a  la  cancela  y  la  vieron  juntarse  con  Milón 
de  la  Arnoya.  Después  contaron  que  el  foragido, 
prendiéndola  de  las  trenzas,  se  la  llevó  arrastrando 
a  su  cueva  del  monte;  y  algunos  dijeron  que  se 
habían  sentido  en  el  aire  las  alas  de  Satanás.  Yo 
solamente  vi,  cuando  anocheció  y  salió  la  luna, 
un  buho  sobre  un  ciprés. 


DUP/JQ/ 


I   M     X     -^      \     I        I    l-»^X  — 


I'OTOGRMIA    I)L    Gil,. 


I 


■^12  >X— 


Jili  iibi^  dp  m 


WANANA 


DORADA 


o 


Ir^r-á^cLz^iTAb    que    florecen    subiendo  d   1a  monÍAacj, 
r*?      ■íP'J^i'*''   "''^-^    vecinas  íransfunde    su  alma.  az.ul 
L,ld.ridad    de    Ias   nieves    que   a-l  fresco    mundo   bAüa.' 
jí^i2.a,iiclo    de    los    vcxUes    el    cielo     como    un  tul. 

De    la.s    po&lrerAS    sombraos    la.    tierra,    ae  redime 

gi^03    cristalinos    aires    crispa,    el   frío    viril 
ue    trae    con    el    beso    de    la.    nieve     óublime. 
1    maíind.1    ladrido    del    perro     del    redil. 
^      Ms.rece     que     a.1    contacto    de    la    nevada    cumbre. 
cJus    cenizas     arulcs    fuera     dejando    el   sol. 
^1  verter     como   un    noble    niefa.1    licuado   en   lumbre, 
Oobre     ca-mpcu   y  moníes    su    entraña,    de   crisol. 
-     ^n    vivido     lin5ote     ía.    tierra,     ¿e    condenóa.; 
Con    lento    flujo    de     orü     ciil<áta.¿e    La.    mies; 

Y  sobre     una     chorada,    quietud     de    agucx     suspensa. 
L,lora.n     oro    los    sauces,  y    hay     m¿^    oro      deópués. 

Ic-emoío    .son    de    cántico     leva.iita.    el    horizonte: 
E,5fuer2a.se    en    el    alma    la.    buena.    volunta.d: 

Y  en     olorosa    ráfaga    sale     el    viento    del    m.or.t'í, 
Cucxl    de    un    sólido     pecho    \o-    5enero5ida,d . 

II 

EL  ENCANTO  DE  LA  NOCHE. 


¿r|c7r'      el       ,^/exirt2,iri<3a:riC3        c3>v.-iTLt>i.e.,n2:e,, 
I^A_ó  pcjK^lí:::^     .  c::iel         í^cPriie-MÍ-e-. 
c -"^x^^^     li-<^3iri.ciLc;v.c^'      lx.u.ellcs>^c/'    í55^z,iAl.e-c-.-^ 

^Sr"  ccPrL    1¿3^      LaxrLc^^    cz^-vjz^ 

lE^l    í^ii¿,el    de.    Ic3:^   jc^^irciiii^o/? 

II^dlc9^tc9^    12.1    c^^c/^fircp     h.c3>>-<i-ií3v.    el  E^^^rte...- 
(2_---''^u.     e,t-^p>e-jic-.^incr5     cAe-    l<:5^.ig3tiii,&^, 
""°V^  <2-M-    TJ.Í1-    cjK^fc'ií^^KiciP     c::ie,     1ia-m.c^^ 


'  jc^^isLirtm-e-c^n 


crome:?      -laix     Ii^tt-cp      £c3^.irTcd.-i-<:^. 
CO-'w.£Í^.l^±c^^-      t2l£S>v,rLCur"i3^..     rTS^pcz'c.-'KVj 

"Sií^    el    t..^iliZJri.cic:?  ^iria.:^.^c2,    3^     -3*1-^3- M.t^'^t:::? 
CZr^CPMic::?    -un   ¡grzai^íL   fo-ue-y  e^rt     c:ie-c.---t;c»-ixc.--n:=p 
X^irc?faiii_ci<5\:.iíi.e-M.±e.      ir-=<zc.x'n,e.]Lc3>^. 
.   ^\/&^g>c5>«  c.ox\g)C>j<s>-^   cd,ec/=ic/'±e.- 

^Sr       XLap-íTe^    -per'    ü  .  .        pc^r^      2ic^^cd.<s>v-  .   .    . 
"^^cxxz^Ví.c^     <5\.o^í    g:^^  lí3^  v^icl<2>^  . . .  Tíritt/'te.. . 


LEOPOLDO    LUGONEc/^ 


DIEjUcIO:/^  de 


> 


/ 


/ 


7-  / 


1 


A  vida  es  varia  y  complicada,  pero  su  i 
principal  es  el  amor,  y  no  hay  amor  sin  a 
tura,  ni  aventura  sin  amor.  Porque  en  el 
dadero  amor  y  aun  en  el  solo  ímpetu  pasi( 
se  desea  lo  misterioso,  lo  fantástico,  hasi 
trágico,  a  veces. 

Esta  contemplación  del  legendario  coi 
de  Manara,  me  produce  una  imagen  de  e> 
ños  atractivos;  esa  imagen  que  nos  hací 
reprobos  y  gozarnos  en  ello;  que  acerca  a  la  m 
cuando  debía  alejarla;  que  nos  infunde  un  vago  eí 
plicable  donjuanismo,  complicando  los  sentimier 
No  hay  ciudades  como  Sevilla  o  Toledo,  para 
de  imaginar  galantes  acontecimientos  y  pavor 
historias  de  burladas.  La  realidad  y  la  fantasía, 
enlazadas  y  por  el  mismo  camino. 

En  Sevilla,  vivió  aquel  don  Miguel  de  Manara,  c 
si  el  contagio  del  gran  paisaje  sensual,  le  hubiera  d 
energías  sobrehumanas. 

Un  día.  la  fatalidad  hizo  que  el  burlador  plan 
ocho  rosales  en  recuerdo  de  las  mujeres  abandona 
los  ocho  rosales  murieron,  pero  han  ido  siendo  si 
tuídos,  y  hoy.  cada  uno  de  los  rosales  de  Mai 
lleva  en  el  corazón  como  el  recuerdo  de  dos  cor 
nes  y  dos  cuerpos  que  se  encontraron. . . 

Tuvo  el  galán  una  alegre  quinta,  donde  oficiábi 
los  ritos  de  Eros,  y  donde  cada  rincón  y  cada  pen 
bra  estaban  ahitos  de  mujer,  mientras  el  aire  de 
cámaras  guardaba,  entre  esencias  fragantes,  el  di' 
fantasma. 

Tuvo  después  un  hospital,  donde  se  recogió  o 
buen  cristiano  a  orar  por  las  pasadas  culpas.  Er 
paredes  colgó  su  retrato  Valdés  Leal,  y  aún  rezan 


por  el  convertido  innumerables  personas,  tantas, 
sin  duda  le  sacaron  ya  del  purgatorio. 

En  el  desmayo  de  la  doncella;  en  la  cita  acc; 
cuando  no  pedida;  en  el  voluntario  olvido  de  de 
que  la  mujer  hace,  no  encuentra  la  humanidad  < 
alguna,  y  todo  lo  achaca  al  burlador. 

No  sé  por  qué  se  arrepintió.  Quizás  su  alma  ni 
decisiva  ante  los  misterios  que  sobrecogen. 

Con  el  reo  de  la  carne  azotado  por  el  ínquisído 
espíritu.  Tal  fué  don  Miguel  de  Mafíara. 


II 


A  la  orilla  del  mar.  aparece  Don  Juan,  fugi 
cuando  unos  brazos  femeninos  le  detienen  en  la  hi 
Esta  vez  son  brazos  plebeyos,  pero  lozanos  y  ha: 
dores  como  todas  las  cosas  que  carecen  de  afeite; 
cumple  el  momento  nupcial  bajo  esa  música 
nante,  de  las  olas  vagas  desrizándose  en  la  arer 
batiendo  el   acantilado  arcaico. 

Entre  las  tablas  de  la  casa  de  pescadores  — 
huelen  a  pescado  fresco  —  se  olvida  Don  Juai 
las  sirenas  cortesanas,  y  se  entrega  a  la  humilde  r 
de  mar  como  si  por  vez  primera  conociese  muje 

A  los  echo  días,  no  sé  que  barco  misterioso  s 
llevado  a  Don  Juan,  y  es  de  ver  la  seducida  que  I 
grita,  maldice  y  con  los  nervios  exasperados  se  q 
al  cielo  y  al  abismo  de  aquella  gran  felonía. 

Me  parecen  exageradas  esas  lamentaciones 
guardan  las  mujeres  para  sus  galanes.  En  amo: 
fuerza  no  es  nada,  y,  ¿ya  que  no  son  débiles 
otras  cosas,  por  qué  son  débiles  para  eso?  Entr< 
melas  costumbres  tradicionales  figura  esta  de  ado 
la  mujer  una  eterna  postura  de  victima  y  quejars 
engaños  bien  sabidos  y  ocasiones  y  promesas 
compartidas. 

En  cuanto  a  la  desigualdad  de  clase,  no 
existe.  El  espíritu  aventurero,  errabundo, 
antojadizo  y  vehemente  de  Don   Juan,  lo 


huye  hastiado  de  la  duquesa  Octavia  o  Ana 
itoja,   que  de  la   hermosa   pescadora  de  Ná- 

ias  lloran;  la  gran  señora  en  los  camarines  de 
icios  reales,  y  la  más  humilde,  frente  al  mar 
-an  tumba  de  los  secretos  y  de  las  aventuras. 
'ió  a  Don  Juan  Tenorio,  aquel  fraile  que  fir- 
''irso  de  Molina. 


III 

le  nadie  ha  seguido  a  Don   Juan,  es  a  los  in- 
Con  absoluta    reciprocidad,    intervienen   los 
j  en  la  vida,  y  los  que  aún  viven,  en  la  muer- 
ciertas  son  sus  apariciones  como  los  cemen- 
n  que  los  enterramos. . . 

so,  la  cena  con  el  espectro  de  un  viejo  rival 
irió  en  duelo,  se  reduce  a  servir  más  fuertes 
y   a  beber    un    alcohol  que  divague   y  trans- 

5  necesario  que  las  estatuas  se  muevan  y  ha- 
ues  ya  existe  la  vida  en  esas  estatuas,  que 
•man  en  movimiento  la  inmovilidad  por  vir- 
la  actitud,  de  la  expresión  y  del  gesto...  El 
que  hace  filtrar  la  sombra  del  comendador 
muros  más  recios,  es  hermano  de  aquel  demo- 
fija  los  ojos  de  la  Esfinge,  y  de  aquel  otro  que 
1  la  divina  Victoria  de  Samotracia. 
os  que  vuelven  de  allá,  alimentando  con  for- 
!vas  todas  nuestras  horas  de  quimera  y  nues- 
gatos  a  lo  absurdo. 

:n  no  acudiría  con  presteza  a  semejante  con- 
)uién  retrocedería  ante  la  fortuna  única  de  sos- 
jloquio  con  los  fantasmagóricos  convidados  de 


r  si  es  cierto  que  sufren  o  que  gozan;  y  qué 
Lincie  su  clarividencia  de  espíritus,  qué  ca- 
itos reserva  I,i  Fatalidad,  y  cuántos  abismos 
spcner,  y  cuántas  envidiosas  sierpes  por   re- 

ahí,  como  una  vieja  ciudad,  decorada  por  diez 
iones,  es  el  marco  mejor  para  esta  extraña 
erte,  en  que  el  hombre  y  las  sombras  se  cen- 
en un  igual  dolor. . . 

as  calles,  retorcidas  como  reptiles  aletargados, 
obscuridad  de  las  noches  castellanas  apenas 
a  por  el  parpadeo  de  distantes  faroles.  Entre 
is  antiguas,  de  noble  aspecto  y  los  conventos 
:  de  fortaleza.  Bajo  los  campanarios  dogmáticos 
imbrosos.  Junto  al  sereno  que  lanza  con  voz 
a  ¡media  nochel 

odo  este  conjunto  de  la  vieja  ciudad,  presti- 
fantástica;  con  la  ondulante  capa,  el  sombrero 
',  la  mano  segura  y  el  corazón  seguro,  cruzó 
che,  como  quien  no  siente  miedo, 
•  el  estudiante  endiablado 
Don  Félix  de  Montemar...  » 


IV 


nada  nos  preocupa  un  convento,  y  pasamos 
os  a  las  herméticas  rejas,  sin  que  el  más  nimio 

0  de  curiosidad  nos  haga  levantar  la  cabeza, 
tuve,  sin  embargo,  un  amigo  que  deteníase 
e  ante  las  tapias,  y  allí  formaba  planes  de 
niento,  y  todo  se  le  volvían  escalas,  raptos, 
as,  satanismos  y  las  demás  proezas  de  Tenorio, 
quiere  decir  esto,  que  fuese  un  iluso,  ni  uno 
s  anacrónicos  seres,  que  aún  se  precian  de 
chambergo   y   mostacho   borgañón,   y   peroran 

de  Dios  y  del  Rey,  celebrando  a  cada 

I  paso  no  sé  que  extravagantes  recons- 

trucciones tradicionales.  Únicamente, 

1  su  espíritu  apasionado  y  amigo  de  lo 


maravillcso  le  hacia  desear  todas  las  múltiples  sen- 
saciones que  ofrecen  esas  grandes  casas  enrejadas 
donde  las  vírgenes  se  encierran. 

En  la  melancolía  de  una  noche  autumnal,  en  ese 
pálido  noviembre  de  colores  intermedios  y  tristes,  no 
hay  nada  tan  temeroso  como  el  ruido  de  las  espuelas 
en  el  claustro,  ni  nada  tan  triunfante  como  aquella 
capa  abandonada,  silenciosamente,  en  el  dintel  in- 
violado de  una  celda. 

Mientras  la  anciana  abadesa  sueña  con  reglas 
disciplinarias  y  reúne  en  común  preocupación  la  des- 
pensa y  los  piadosos  ritos,  la  joven  monja,  novicia  o 
profesa,  se  debate  en  luchas  imposibles,  frente  a 
una  maldición,  frente  a  un  fantasma  que  se  burla, 
que  se  ríe,  que  la  toma  en  brazos,  y  que,  como  ella, 
lleva  una  cruz  sangrante  sobre  el  pecho. 

Y  acaso,  hay  un  poeta  español  de  luenga  perilla  y 
corazón  ingenuo,  contemplando  la  escena. 


Den  Juan  viaja  por  el  mundo.  Se  pasea  en  Italia, 
en  América,  en  España.  Oculta  su  nombre,  en  la 
tradicional  aristocracia  de  un  título  nobiliario.  Esta 
emigración  de  don  Juan  va  dejando  dramáticas  pa- 
siones con  mujeres  de  otra  sangre,  y  de  paisajes 
muy  distintos. 

Don  Juan,  en  les  trópicos,  tiene  una  palpitación  de 
tragedia,  infinita.  La  lujuria  de  tierra,  plantas  y  cielo, 
se  confunde  con  la  lujuria  humana  y  se  desborda 
en  un  caos  infinito  de  sensaciones.  ¡Oh,  mediterráneo 
de  América!  Con  tus  islas  de  fábula,  fabulosamente 
bellas;  islas  antillanas  de  flores  gigantes,  de  tem- 
pestídes  inmensas,  de  remansos  azules,  y  de  tanta  y 
tanta  maravilla. 

La  cansada  hidalguía  y  la  eterna  llama  del  héroe 
ccn  herencia  de  siglos,  resplandecen  en  un  postrer 
incendio,  y  la  criolla  arde  en  él,  buceando  con  sus 
ojos  de  abismo  todo  el  espíritu  secular  que  tanto 
agobia,  pero  que  tanto  exalta. 

A  su  regreso  a  la  vieja  y  querida  patria,  trae  Don 


Juan  el  corazón  trocado;  vagamente  misántropo  y 
escéptíco;  y  al  descubrir  los  campanarios  de  la  ciu- 
dad natal,  ve  como  se  desploma  el  pasado  románti- 
co, y  él  mismo  se  halla  distanciado  de  lo  que  fué 
antaño. 

Pero  —  último  recuerdo  —  conserva  siempre  la 
airosa  capa  que  encubrió  tantos  cuerpos  heroicos, 
y  el  sombrero  de  anchas  alas,  que  hacia  campear 
una  sombra  sobre  el  entrecejo  de  los  conquistadores. 
Este  don  Juan  ha  sentido  también  las  últimas  voces 
de  toda  aquella  gloriosa  comitiva  que  ocupó  con  su 
desfilar  siglos  y  siglos.  La  papal  tiara,  prepondera  en 
sus  convicciones,  tanto  como  los  bélicos  trofeos  o  las 
faldas. 

Y  anda  su  historia,  escrita  en  moderno  estilo,  por 
un  hombre  singular,  gran  domeñador  de  virtudes  y 
de  pecados,  con  barbas  luengas  e  inquisitivos  ojos, 
y  el  espíritu  teológico  y  universal,  encerrado  en  el 
esmalte  de  un  paisaje  compostelano. 

Y  la  ruina  del  marqués  de  Bradomin  se  hace  cau- 
dal cuantioso  en  manos  del  poeta  galaico,  que  ha 
mirado,  retrospectivamente,  a  la  luz  de  un  cre- 
púsculo español. 


VI 


He  visto  alejarse,  lentamente,  el  alegre  bajel  de 
doradas  velas,  que  navega  hacía  Citerea. 

Todos  los  hombres  hemos  emprendido  un  día  de 
adolescencia  ese  viaje  maravilloso,  y  ninguno  ha 
vuelto  de  él. 

Sí  alguno  tornó,  fué  para  embarcar  de  nuevo, 
siempre  con  una  inextinguible  sed  de  amar;  siempre 
con  el  deseo  de  la  isla  encantada,  cubierta  de  pro- 
fusos y  milenarios  bosques,  en  donde  se  celebra  al 
amor.  . . 

Pero  no  todos  llegaron,  sino  hubo  quien  murió  en 
el  mar,  y  también  quien  anduvo  errante  y  desespe- 
rado hasta  llegar  al  puerto,  y  quien  pasó  trabajos  y 
realidades  crueles. . . 

Con  todo,  la  gloria  del  sexo  de  .Afrodita  es  tal,  que 
nadie  vacila  en  emprender  el  'viaje,  por  peligrosa  y 
larga  que  la  navegación  sea... 

¡Oh  templo  de  Citeres!  Tus  mármoles  resumen 
todo  el  placer  y  todo  el  dolor  humano,  y  entre  las 
sacerdotisas  que  danzan  en  el  santuario,  están  — 
con  el  fasto  de  las  prim.eras  —  aquellas  novias  y 
esposas  de  Don  Juan. 

Cerca,  la  sombra  de  éste  vaga,  incansable,  por 
entre  los  mirtos  y  los  bosquecillcs  de  rosales  sil- 
vestres. 

Es  que  siempre,  habrá  ura  distancia  entre  mujer 
y  hombre.  Una  misma  linea,  sobre  el  horizonte  ten- 
drá distinto  significado  para  las  que  se  aman,  y  las 
mismas  palabras  serán  entendidas  diversamente  y  su 
acíbar  o  su  miel  caerán  en  lo  inexplicable. 

Tenía  Don  Juan,  diez  años,  y  ya  en  su  galopada 
sobre  el  bastón  paterno,  atrepellaba  los  cersos  donde 
las  niñas  giraban  entonando  canciones  melancólicas, 
y  se  complacía  en  los  lloros  infantiles,  y  se  vana- 
gloriaba de  su  fuerza. 

Pero,  algún  día,  las  burlas  de  una  carcajada  han 
herido  las  canas. 

Del  héroe,  y  todos  los  odios  de  largo  tiempo  han 
subido  al  asalto  sobre  los  recuerdos  de   un  hombre. 
La    isla    de  Citeres    no    será    nunca    de    color    de 
rosa .  .  . 


—v:>LS'^^ 


ENRJOJE  bEDÜSON 

O  DEL  INSTINTO 


APUNTEe/^  DE  FILQ/OFIA 


Es  el  primero  de  los  Bcrgson 
que  logra  honores  enciclopédicos. 
El  «Larousse  pour  tous»  le  dedica 
varias  Uneas;  el  «Seguí»,  algunas 
mis  con  retrato,  y  el  «Espasa». 
noventa  renglones,  sin  efigie. 
mientras  concede  un  regular  fo- 
tograbado y  buenos  elogios  al 
ministro  andaluz,  de  cuyo  nom- 
bre no  quiere  acordarse  Unamu- 
no.  Por  lo  menos,  la  sabiduría 
barcelonesa  es  hasta  ahora  quien 
mayor  homenaje  diccionaril  rin- 
dió al  ilustre  filósofo  parisiense. 
También  merece  consignarse  que 
ha  sido  el  doctor  Carlos  Malaga- 
rriga.  el  casi  bonaerense  juriscon- 
sulto, el  primero  que  vertió  al 
castellano  dos  obras  bergsonianas: 
•La  evolución  creadora»  y  «La 
risa». 

Bergson  resulta  un  apellido 
simbólico,  si  se  compara  su  sig- 
nificado con  la  filosofía  del  hom- 
bre que  tan  bien  lo  lleva.  «Hijo 
de  Montaña».  «Montáñez»,  Mon- 
tesino. Montañés,  o  algo  seme- 
jante, quiere  decir,  y  la  obra 
bergsoniana  resulta  bastante 
montañesa  o  montesina.  Este  fi- 
lósofo de  apellido  sajón  no  acepta 
las  teorias  metafísicas  que  inven- 
taron los  hijos  de  la  llanura. 

Caminar  por  el  llano  es  cosa 
fácil,  mientras  los  malhechores. 
los  ños.  el  alambre  de  púa  y  otros 
inconvenientes  no  se  opongan. 
En  el  llano  dormita,  horizontal 
y  cómodamente  acostada,  la  línea 
recta:  la  línea  recta,  que  es  lógi- 
ca, inflexible.  Los  llaneros  aman 
la  lógica  y  la  creen  omnipotente. 
Prueba  irrefutable  de  este  amor 
encontramos  en  la  boga  que  al- 
canzaron las  novelas  policiales. 
donde  el  detective  descubre  ase- 
sinos y  ladrones  guiado  por  la 
obaervación  y  la  deducción.  La 
ridiculez  de  estos  héroes  fantásti- 
cos es  un  reflejo  del  jactancioso 
poderío  de  la  filosofía  tradicional. 
que  no  ha  descubierto  ningún 
misterio  y  verdades  importantes. 

Enrique  Bergson.  creyendo  en  la  bancarrota  de 
la  metafísica  al  uso,  quiere  darnos  un  método  más 
seguro,  con  el  que  se  trate  de  explicar  la  Natura- 
leza. Antes  del  genial  pensador  se  habían  reali- 
zado tentativas  en  tal  sentido.  Intuicionismo  se 
titula  ese  método. 

Aunque  la  moda  le  llame  el  filósofo  de  las  da- 
mas. Bergson  es  turbio,  claro  y  trastornador  como 
el  champaña.  Dar  idea  de  su  pensamiento  re- 
sulta trabajo  ímprobo.  Elijamos  solamente  los  pá- 
rrafos capitales  de  la  prosa  bergsoniana. 

Afirma  el  genial  filósofo  que:  «nuestro  pensa- 
miento, en  su  faz  puramente  lógica,  no  es  capaz 
de  representarse  la  verdadera  naturaleza  de  la 
vida,  ni  el  hondo  significado  del  movimiento  evo- 
lutivo». ¿Por  qué?  Porque:  «creado  por  la  vida,  en 
circunstancias  determinadas  y  para  obrar  sobre 
cosas  determinadas  también,  ¿cómo  podría  abar- 
car la  vida  toda,  de  la  que  no  es  más  que  una  ema- 
nación o  un  aspecto?»  «Tanto  valdría  sostener  que 
la  parte  es  igual  al  todo,  que  el  efecto  puede  reab- 
sorber su  propia  causa  o  que  el  guijarro  de  la  playa 
dibuja  la  forma  de  la  ola.» 

La  inteligencia,  facultad  de  comprender  y  con- 
cebir tas  cosas,  como  la  definimos  por  costumbre, 
es,  según  Bergson:  la  facultad  de  fabricar  y  emplear 
instrumentos  inorganizados;  mientras  que  el  ins- 
tinto, «estimulo  interior  que  determina  a  los  ani- 
males a  una  acción  dirigida  a  la  conservación  o  a 
la  reproducción»  (Academia),  es:  una  facultad  de 
utilizar  y  aun  construir  instrumentos  organizados. 

«No  hay  inteligencia  donde  no  se  noten  huellas 
de  instinto.  Sobre  todo,  no  hay  instinto  que  no  esté 
rodeado  de  una  franja  de  inteligencia.  Esta  franja 
es  la  que  ocasionó  tantos  errores;  porque  el  ins- 
tinto es  siem.pre  más  o  menos  inteligente,  se  ha 
supuesto  que  inteligencia  e  instinto  son  cosas  del 
mismo  orden...  En  realidad,  no  se  acompañan 
sino  porque  se  completan,  y  no  se  completan  sino 
porque  son  distintos,  siendo  lo  que  hay  de  instin- 
tivo en  el   instinto  de  sentido  opuesto  a  lo   que 


hay   de   inteligente  en   la   inteli- 
gencia.» 

Dice  Bergson  que  el  hombre,  en 
vez  de  titularse  orgullosamente 
homo  sapiens,  debería  decirse  homo 
faber,  pues  la  originalidad  de  la 
inteligencia  parece  ser  la  de  fabricar  objetos  artifi- 
ciales (en  particular  útiles  para  hacer  otros  útiles) 
y  variar  indefinidamente  su  fabricación. 

El  animal  no  inteligente  tiene  también  útiles 
o  máquinas,  pero  «formando  el  instrumento  parte 
del  cuerpo  que  lo  utiliza;  y  correspondiendo  a  este 
instrumento,  hay  un  instinto  que  sabe  servirse  de  él». 
El  instinto  halla  a  su  alcance  el  instrumento  apro- 
piado que  se  fabrica  y  se  recompone  por  sí  solo,  que 
presenta,  como  todas  las  obras  de  la  naturaleza, 
una  complejidad  de  detalles  infinita  y  una  sencillez 
de  funcionamiento  maravillosa  y  que  hace  en  se- 
guida, cuando  se  quiere,  sin  dificultad  y  con  una 
perfección  frecuentemente  admirable,  lo  que  está 
llamado  a  hacer;  en  cambio,  conserva  una  estruc- 
tura casi  invariable,  ya  que  su  modificación  exige 
la  de  toda  la  especie.  El  instinto  es,  por  tanto,  es- 
pecializado, por  no  ser  otra  cosa  que  la  utilización 
de  un  instrumento  determinado  para  un  obfeto  de- 
terminado. Por  el  contrario,  el  instrumento  fabri- 
cado inteligentemente  es  un  instrumento  imper- 
fecto; se  obtiene  mediante  un  esfuerzo;  casi  siem- 
pre es  de  manejo  penoso.  Pero  como  está  hecho  de 
materia  inorganizada,  puede  tomar  cualquier  for- 
ma, servir  para  cualquier  uso,  librar  al  ser  viviente 
de  cualquiera  dificultad  nueva  que  surja,  y  con- 
ferirle un  número  ilimitado  de  poderes.  Es  inferior 
al  instrumento  natural,  en  cuanto  a  la  satisfacción 
de  necesidades  inmediatas,  pero  le  aventaja  desde 
que  la  necesidad  sea  menos  urgente.» 

Añade  luego  que  este  órgano  artificial  prolonga 
el  organismo,  creando  una  necesidad  nueva  por 
cada  necesidad  que  satisface.  De  este  modo,  «en 
lugar  de  cerrar,  como  el  instinto  hace,  el  círculo 
de  acción  en  que  el  animal  va  a  moverse  automá- 


DEL    c/B.; 


ticamente,  abre  un  campo  inde- 
finido a  esta  actividad  hacia  la 
cual  la  empuja  más  y  más  lejos, 
y  así  la  hace  más  y  más  libre». 

¿Hasta  qué  punto  es  incons- 
ciente el  instinto?  Respondiendo 
a  esta  pregunta,  dice  Bergson 
que  el  instinto  «es  en  unos  casos 
más  o  menos  consciente  y  en  otros 
inconsciente.  La  planta  tiene  ins- 
tintos; pero  es  dudoso  que  vayan 
acompañados  de  sentimientos. 
Aun  en  el  animal,  apenas  hay 
instinto  complejo  que  no  sea  in- 
consciente, por  lo  menos  en  parte 
de  sus  actos.» 

Al  llegar  a  este  punto  hace  una 
diferencia:  «la  de  una  conciencia 
nula  y  la  de  una  conciencia  anu- 
lada; ambas  son  iguales  a  cero. 
mas  el  primer  cero  expresa  que 
no  hay  nada  y  el  segundo  que 
hay  dos  cantidades  iguales  y  de 
sentido  contrario,  que  se  com- 
pensan y  neutralizan».  Ejemplo 
de  lo  primero  es  la  inconsciencia 
nula  de  la  piedra  que  cae;  de  lo 
segundo,  el  automatismo  del  so- 
námbulo que  representa  lo  que 
sueña,  y  cuya  «inconsciencia  po- 
drá ser  absoluta,  pero  provendrá 
de  que  la  representación  se  halla 
entorpecida  por  la  ejecución  del 
acto.» 

La  inteligencia,  en  sentir  del 
filósofo,  «está  preferentemente 
orientada  hacia  la  conciencia  y  el 
instinto  hacia  la  inconsciencia. 
Porque  cuando  el  instrumento 
que  hay  que  manejar  lo  ha  orga- 
nizado la  naturaleza,  el  punto  de 
aplicación  lo  proporciona  también 
la  naturaleza,  y  el  resultado  a 
obtener  es  el  que  quiere  la  na- 
turaleza.» 

Para  sustentar  esa  afirmación 
por  medio  de  un  ejemplo,  narra 
la  historia  del  sitaris,  el  diminuto 
escarabajo  que  «deposita  sus  hue- 
vos a  la  entrada  de  galerías  sub- 
terráneas cavadas  por  una  especie 
de  abeja,  el  antóforo.  La  larva  del 
sitaris,  después  de  mucho  esperar, 
acecha  al  antóforo  macho  al  salir  de  la  ga- 
lería, se  prende  de  él,  y  no  le  suelta  hasta 
el  vuelo  nupcial  en  que  aprovecha  la  oca- 
sión para  pasar  del  macho  a  la  hembra  y 
esperar  tranquilamente  que  ésta  desove. 
Salta  entonces  sobre  el  huevo  que  le  servirá 
de  sostén  sobre  la  miel,  lo  devora  en  pocos  días, 
e  instalado  en  la  cascara,  experimenta  su  primera 
metamorfosis;  ya  entonces,  organizada  para  flo- 
tar sobre  la  miel,  consume  esta  provisión  de  ali- 
mento hasta  transformarse  en  ninfa  y  luego  en 
insecto  acabado.  Es  decir,  que  pasan  las  cosas 
como  si  la  larva  del  sitaris,  desde  su  primera  eclo- 
sión, supiera  que  el  antóforo  macho  saldrá  de  la 
galería,  que  el  vuelo  nupcial  le  brindará  la  oca- 
sión de  transportarse  a  la  hembra,  que  ésta  la 
conducirá  a  un  depósito  con  miel  bastante  para 
alimentarla  cuando  se  haya  transformado  y  que 
mientras  llega  esta  transformación,  devorará  poco 
a  poco  el  huevo  del  antóforo  a  fin  de  nutrirse, 
sostenerse  en  la  superficie  de  la  miel  y  suprimir  al 
rival  que  podía  haber  salido  del  huevo.  Además, 
todo  pasa  como  si  el  sitaris  supiera  que  su  larva 
ha  de  saber  todas  estas  cosas.» 

También  la  inteligencia  conoce  muchas  cosas  sin 
haberlas  aprendido;  el  niño  comprende  tales  cosas 
inmediatamente,  mientras  el  animal  no  las  com- 
prenderá nunca.  Ejerce  un  instinto  el  recién  naci- 
do que  busca  el  pecho  de  la  madre,  porque  conoce 
un  objeto;  pero  el  día  en  que  delante  del  niño  se 
aplique  un  adjetivo  a  un  sustantivo,  aprenderá  a 
establecer  una  relación.  El  instinto,  pues,  se  ejerce 
sobre  cosas  e  implica  el  conocimiento  de  una  ma- 
teria; la  inteligencia  sobre  relaciones,  implicando 
el  conocimiento  de  una  forma.  «Hay  cosas  que 
únicamente  la  inteligencia  es  capaz  de  buscar,  pe- 
ro que  por  sí  sola  no  hallará  nunca.  Estas  cosas  el 
instinto  las  hallaría,  pero  jamás  las  buscará.» 

Y,  sin  embargo,  Bergson  afirma  que  el  instinto 
nos  llevaría  al  interior  mismo  de  la  vida,  si  S3 
convirtiera  en  intuición  o  instinto  consciente. 


— í->i^'v  -t¿5  N^  i_a  [^  >K- 


-ÜiLyírrirjOLn 


I^^áatícxr  iina  Kifliiífca 


Sería  mucho  exigir  de  mi  endeble  retentiva,  pedirme  que  después  de  tanto  tiempo 
recordase,  con  todos  sus  cabellos  y  señales,  los  motivos  específicos  de  aquella  formidable 
g;alopiada.  con  la  que  bandeamos  de  punta  a  cabo  la  apretada  densidad  de  los  famosos 
«Montes  Grandes»,  Los  mismos  que  por  aquel  entonces  estaban  ubicados  en  la  juris- 
dicción del  Partido  de  Monsalvo;  tan  «ilustre  desconocido»,  cada  que  se  le  menta  por 
su  nombre  bautismal,   o  digamos  de  cristianamiento  geográfico-político  (I). 

La  memoria  nació  fémina;  y  las  señoras  no  quieren  saber  nada  con  los  hombres  que 

(1)  En  efecto;  todo  el  mundo  conoce  por  de  Maipú  al  que,  oficialmente,  se  denomina  "Partido  de  Monsalvo", 


—x=>Lj:*^S>   X  i^'i-i^yív— 


se  van  metiendo  en  años.  Asi  es  que  esa  casqui- 
vana, aunque  todavía  sabe  coquetear  conmigo  de 
vez  en  vez,  cuando  quiero  recordarme  de  algo 
que  me  interesa  muy  en-de-veras.  me  vuelve  las 
espaldas,  atracándome  un  bolsazo,  de  aquellos 
•de  no  te  muevas*.  De  ahí  que,  ni  aun  intensi- 
ficando la  atención  retrospectiva,  me  sea  factible 
atar  los  extremos  de  la  piola  que  asocia  las  re- 
membranzas, por  importantes  que  sean.  Con  razón, 
pues,  se  me  van  las  referencias  banales,  que  no  se 
me  importan  nada,  ni  a  nadie  importarán  más. 

Lo  que  mi  imaginación  evoca  con  claridad  me- 
ridiana, es  que  habiendo  salido  de  Maipú,  rumbo 
a  un  ranchito  ubicado. , ,  no  sé  en  qué  pago  me- 
dianero, aunque  bastante  remoto,  estábamos  en- 
golfados entre  lo  más  tupido  de  una  selva,  que  si 
no  virgen  del  todo,  excedía  en  castidad  a  esa  clase 
de  mujeres  a  las  que  Marcel  Prevost  ha  llamado 
♦demivierges» . . . 

Que  nuestro  paseo  presentaba  contornos  de  ac- 
tuación pesquisante,  lo  estaba  diciendo  a  gritos  la 
circunstancia  de  que  a  mi  derecha  mano  cabal- 
gaba, en  un  tobiano  de  su  propia  silla,  el  Comisa- 
rio de  Policía;  soberano  local  de  la  repartición  en 
cuya  expresiva  heráldica  levanta  la  cresta  un  gallo, 
símbolo  y  buen  modelo  de  vigilancia.  Y  que  se 
trataba  de  una  comisión  cuyo  caracú  exigía  com- 
petencias de  galeno,  lo  acredita  el  hecho  de  que 
a  la  izquierda  del  policial  funcionario,  jineteaba... 
como  Dios  le  iba  ayudando,  el  fiel  cronista  que 
atrepella  con  la  narración  presente,  y  que  en 
aquella  fecha  hacia  cosas  de  «dotor»  municipal. 

Pero  que  los  niños  no  pidan  más . . .  datos;  pre- 
feriría mejor  obsequiarles  uno  en  fija  para  las  ca- 
rreras próximas,  antes  que  muñirles  de  referencias 
precisas  sobre  el  motivo  central  que  dragoneaba 
de  generatriz,  en  aquel  morrudo  viaje  de  veinti- 
siete leguas...  y  una  yapa.  ¡Cosa  tremenda,  mi 
amigo!  Después  de  tan  reverendo  recorrido,  capaz 
de  desvencijar  hasta  al  comandante  Astorga,  im- 
permeable al  cansancio,  no  le  pedía  yo  a  nadie 
que  «se  dejase  de  fregar»;  antes  bien,  contraria- 
mente, mis  baqueteadas  y  molidas  carnes  solici- 
taban a  gritos  el  régimen  de  las  friegas  emolientes: 
único  recurso  terapéutico  que,  malgrado  su  origen 
ancestral,  soliviaba...  hasta  por  ahí  no  más,  el 
furor  de  mis  empecinados  padeceres. 

¡Ah!  ya  se  me  iba  pasando  el  agregar,  para  la 
integración  del  personal  necesario  al  relato  de  mi 
cuento,  que  atrás  nuestro,  y  caballeros  en  dos 
mancarrones  patrias,  caminaban  una  yunta  de 
milicos.  Se  los  presento  al  lector,  desde  que  uno 
de  ellos  entrará  a  participar  en  la  actividad  del 
diálogo,  lo  que  le  llegue  su  turno;  el  otro  se  ha  de 
quedar  en  silencio,  en  calidad  de  «Embozado», 
como  sabían  llamar  a  los  cómicos  que  no  hablan, 
los  autores  de  comedias  correspondientes  al  tea- 
tro antiguo;  vale  decir,  los  anteriores  a  la  presi- 
dencia de  don  Bartolo. 

Para  no  aburrirnos  como  en  un  velorio  en  aque- 
lla cansadora  expedición,  solamente  disponíamos 
de  tres  factores  de  íntimo  solaz;  el  pitar  colorado, 
una  caramañola  de  anís,  que  no  era  grano  de 
ídem...  y  la  lata  verbal,  en  forma  de  socorros 
mutuos;  pues  lo  que  a  uno  se  le  endurecía  el  gaz- 
nate y  buscaba  en  el  chifle  el  alivio  a  la  gran  seca, 
entraba  el  otro  a  consumir  su  turno,  después  de 
un  previo  componerse  el  pecho. 

Pero  hasta  para  gozar  la  inocente  entretención 
de  la  charla,  teníamos  que  conversar  en  octava 
alta,  causa  de  que  los  loros  barranqueros  estaban 
celebrando  acalorada  sesión,  entre  la  fronda  del 
monte,  parloteando  todos  a  un  tiempo,  sin  el  me- 
nor respeto  por  el  orden  acostumbrado  en  las 
grandes  tenidas  parlamentarias. 

Entretanto,  nosotros  hablábamos  de  caballos, 
y  estaba  yo  en  el  ejercicio  de  la  palabra,  cuando 
le  dije  a  mi  interlocutor: 

-  Aunque  todavía  no  soy  veterano  viejo  en  el 
país,  recién  me  voy  dando  cuenta  de  la  enorme 
trascendencia  que  aquí  ejerce  el  caballo,  en  buen 
hora  importado  por  mis  compatriotas  y  precur- 
sores los  españoles,  que  asi  enriquecieron  esta 
hermosa  tierra,  a  la  que  obsequiaron  tan  rápido 
medio  de  locomoción  barata. 

—  -  Si,  pues  —  asintió  mi  amable  compañero. 

—  En  todas  las  manifestaciones  de  la  vida  vul- 
gar, se  advierte  la  importancia  de  ese  bruto  no- 
bilísimo... mucho  más  noble  que  bruto,  sin  el 
cual  sería  imposible  la  existencia  regular,  ¿Cómo 
se  concebiría  el  servicio  policial,  en  esta  inacaba- 
ble llanura,  si  el  personal  de  seguridad  no  contase 
con  ese  nervio  de  movilización . .  .  aunque  me  dicen 
que  los  cuatreros  y  demás  componentes  del  male- 
vaje,  disponen  de  mejores  fletes  que  los  represen- 
tantes de  la  autoridad? . . , 

—  Eso  era  antes;  no  digo  menos;  pero  ahora  es 
diferente. 

—  Más  vale  así,,.  Pero,  viniendo  a  mi  tesis: 
la  vida  toda  de  los  pagos  rurales,  está  saturada 
de  la  influencia  hípica;  hasta  el  lenguaje  corriente 


se  halla  poblado  de  voces  que  se  derivan  del  man- 
carrón, sus  servicios  y  costumbres.  He  notado  que 
hay  paisanos  incapaces  de  saber  cual  es  la  mano 
izquierda  (que  no  necesitan  conservar)  aunque 
casi  todos  saben  donde  tienen  la  mano  derecha. 
Pero,  ¿quién  de  ellos  desconocerá  cuál  es  el  «láo» 
de  montar,  que  no  ha  de  confundir,  seguramente, 
con  el  «láo»  del  lazo? . . . 

—  Así  es;  ni  con  el  «láo»  de  los  palos;  por  más 
que  no  lo  haya  en  los  andariveles  de  campaña. 

—  Y  entrando  en  otras  analogías:  he  observado 
que  cuando  alguien  quiere  dar  a  entender  que  un 
fulano  se  equivoca,  dice  que  se  ha  «pisáo  feo». 
como  pudiera  hacerlo  efectivamente  un  bagual 
distraído...  Otra  de  las  figuras  retóricas  (sal- 
vando los  respetos  que  a  nuestra  especie  debemos) 
más  felices  de  cuantas  aquí  he  oído,  ha  sido  la 
de  decir  que  dos  personas  «se  están  relinchando», 
cuando  sostienen  vivo  diálogo,  en  el  que  se  nota 
conformidad  de  pareceres  o  evocación  de  gratas 
memorias, .  . 

—  ¿Y  si  no?  ¿Cómo  quiere  que  lo  digan  mejor? 

—  Yo  no  quiero  cosa  alguna,  señor  mío:  consig- 
no un  detalle  pintoresco  del  lenguaje  rural,  tan 


plagado  de  salpicaduras  intencionadas  y  de  iró- 
nicas comparaciones.  En  cierto  orden  de  afinida- 
des, recuerdo  un  símil  afortunado  que  le  oí  las 
otras  noches  al  viejito  don  Mártires.  Estaban  ju- 
gando al  «tutis  del  medio»  en  lo  del  vasco  Dorron- 
soro.  Al  anciano,  que  era  mano  en  aquella  vuelta, 
le  tocaba  jugar;  pero  como  tenía  que  poner  en  or- 
den las  trece  cartas,  y  dada  la  torpeza  propia  de 
su  edad,  se  demoraba  un  poco  en  la  operación, 
alguien  le  dijo:  —  Pero  ¿qué  hace,  que  no  juega? 
-  -  a  lo  que  el  viejito  retrucó:  —  No  se  apure,  ami- 
go; ya  jugaré:  ¿no  ve  que  estoy  ensillando? 

—  Es  cierto...  así  sabemos  decir.  Y  ¡quél  ¿le 
parece  mal? 

—  ¡Qué  me  va  a  parecer  mal,  si  gocé  como  un 
chanchito,  al  escuchar  la  salida!  Pero,  oiga,  amigo, 
y  na  me  ataje.  Como  ustedes  están  hechos  a  ese 
modo  de  hablar,  relleno  de  sentidos  figurados  y 
de  frases  de  doble  intención,  no  saborean  a  paladar 
pleno,  como  nosotros  los  extranjeros,  ese  elemento 
festivo  en  el  que  vuelta  a  vuelta  palpita  su  len- 
guaje, constelado  de  comparaciones  de  hípica  pro- 
cedencia. Una  frase  a  la  que  ustedes  no  le  sacan 
todo  el  jugo,  porque  están  hechos  a  oiría,  pero  que 
tiene  la  gracia  por  arrobas,  es  la  de  decir  que  uno 
«ha  parado  la  oreja»,  siempre  que  da  repentinas 
muestras  de  súbita  e  intensa  atención... 

—  Y. ,  .  ¡natural!  así  es  como  hacen  los  pingos, 
lo  que  escuchan  algún  ruido  alarmante.  .  . 

—  ¡No!  si  ya  me  doy  cuenta  de  la  exactitud  del 
parangón. . .  ¿Y  qué  me  dice  de  otra  ocurrencia, 
que  es  como  para  partirse  de  risa? 

—  ¿Cuála? 

■  "  La  de  decir  que  uno  se  ha  «boliáo»,  cuando 
se  trabuca  y  se  hace  un  lío. . . 

—  ¡Claro!  ¿No  ve  que  es  igualito  a  cuando  un 
bagual  cae  en  el  suelo,  causa  de  que  la  boleadora 
se  le  enreda  en  las  patas? 

Sí;  si  ya  estoy  en  el  secreto ...  Y  otra  cosa, 
que  me  ha  llamado  poderosamente  la  atención:  la 
enorme  diversidad  de  pelos  que  se  reconoce  en 
este  país  a  las  caballerías.  .  .  Mientras  en  mi  tierra 
distinguimos  en  la  piel  de  los  toros  de  lidia,  infi- 
nidad de  tipos  diferentes,  que  aquí  no  se  sospe- 
chan siquiera,  en  cambio,  ustedes  aprecian  en  la 


especie  equina  una  cantidad  asombrosa  de  mati- 
ces, combinaciones  y  manchas  de  color,  que  mul- 
tiplican confusamente  la  nomenclatura  caballar, 
de  un  modo  sorprendente  para  el  extranjero. 

-— ¡Ah!  lo  que  es  eso...  no  digo  los  europeos: 
hasta  muchos  criollos  puebleros,  ignoran  la  bar- 
baridad de  variedades  qus  un  paisano  baquianazo 
define  en  fija,  lo  que  mira  una  tropilla  de  yeguari- 
zos, 

-  Aunque  no  pretendo  dominar  ese  difícil  co- 
nocimiento, he  podido  ya  persuadirme  de  que  es 
numerosísimo  y  complicado  el  catálogo  de  pelos 
que  aquí  se  discierne,  sin  la  menor  vacilación  y 
a  las  primeras  de  cambio.  Lo  que  no  me  cabe  en 
la  cabeza  es  que  se  llame  moro  a  un  caballo  con 
mucho  pelo  blanco,  cuando  la  gente  de  morería 
(acuérdese  de  Ótelo)  no  parece  casco  veraniego 
de  vigilante...  Y  mientras  tanto,  la  vez  pasada 
oí  decir  que  el  Valuador  del  Partido  está  moro  de 
canas. . , 

—  ¡Y  cómo  no!  Pero,  ¿es  que  no  le  conoce? 

—  Sí;  sí,  señor;  pero  no  veo  la  analogía... 

—  No  le  haga  juicio  a  esos  detalles. 

—  Como  usted  disponga.  Y  ahora  que  me  acuer- 
do. ¿Cuántos  matices  de  pelo  conocen  ustedes? 

~- Eso  es  según...  Hay  provincias,  como  la 
mía. .  . 

---¿Usted  es  entrerriano,  no? 

—  -  Sí,  pues.  En  mi  tierra,  por  ejemplo,  se  cono- 
ce el  caballo  de  pelo  «yaguané»,  que  aquí  no 
«mángian»  lo  que  es.  Yo  no  sé  fijamente  cuántas 
clases  de  colores  hay...  Seria  menester  juntar 
mucho  tiempo  y  prolijidad  para  contar  los  que 
yo  distingo. 

—  Los  otros  días  pensaba  yo,  al  ir  conociendo 
tantas  clases  de  matices,  que  se  pueden  emplear 
todas  las  letras  del  abecedario,  como  iniciales  de 
otros  tantos  nombres  de  pelos  de  caballos. 

—  ¿Cómo  dice,  mi  dotor? 

—  Que  cada  letra  del  alfabeto  puede  encabezar 
el  nombre  de  un  tipo  de  piel  de  caballo. . .  o  yegua. 

—  ¡Cómo  no!  y  algunas  letras  sirven  para  em- 
pezar los  nombres  de  dos  o  tres. 

Deseando  amenizar  el  viaje  y  enriquecer,  a  la 
pasada,  mi  vocabulario  nacional,  entonces  en  for- 
mación, insinué  tímidamente: 

—  ¿Y  por  qué  no  intenta  ahora,  hacer  una  re- 
lación metódica? 

—  Como  guste...  Empiece  a  contar.  Con  la 
letra  A  podemos  anotar  «alazán»,  «azulejo». . . 

—  No  se  moleste  tanto,  mi  Comisario;  a  mi 
propósito  basta  que  nombre  usted  uno  con  cada 
letra, 

-— Ta  bueno;  pues  empiece  a  anotar.  Con  la 
A  ya  hemos  dicho  que  «alazán».  Con  la  B.  . ,  bien; 
digamos  «bayo».  Con  la  C.  .  .  «coloraos.  Con  la 
D...  (breves  momentos  de  pausa,  consagrada  a 
una  labor  interna,  de  carácter  mnemotécnico).  Con 
la  D .  .  .  ¡pero  qué  mulita  que  soy! .  . .  ¡Aja!  Ya  está: 
«doradillo».  Con  la  E...  (aqui  otra  pausa,  más 
larga  que  la  anterior,  y  todavía  más  penosa).  Con 
la  E...  ¿sabe  que  no  me  recuerdo?...  Pero  ha 
de  haber.,,  ¡No  hay  que  hacerle!...  ¿Cómo  no 
va  a  haber?. . .  Lo  que  sucede  es  que  aurita, . . 
no  me  recuerdo  de  ninguno.  Con  la  E. .  . 

Y  empacado  en  la  difícil  inicia!,  se  encajaba 
hasta  la  berija,  como  en  un  barrial  de  dudas,  an- 
siedades y  confusiones,  cuando  el  más  viejo  de  los 
dos  vigilantes,  paisano  de  su  jefe  y  por  éste  im- 
portado de  Gualeguaychú,  se  permitió  intervenir 
en  el  asunto,  queriendo  darnos  una  manito,  en 
procura  de  la  rumbeada  cuanto  chucara  solución. 

¿Me  permite  una  palabra,  mi  Comisario? 

¿Qué  querés  vos,  zanagoria? 

Pues,  con  su  permiso,  voy  a  decirle  un  pa- 
recer, .  . 

—  -  Decí  no  más  -  exclamó  el  Comisario,  entre 
deseoso  de  hallar  lo  que  tan  al  ñudo  buscaba  y 
un  tanto  cabreado  (¡altro  que  un  tanto!  casi,  casi 
un  amarreco)  al  sufrir  la  humillación  de  que  un 
paisano  ignorante  le  sacara  de  la  encajadura. 

—  -  Pues  con  la  E.  . .,  mi  Comisario.  .  .;  pero  si 
parece  mentira  que  no  se  le  haiga  ocurrido... 
Con  la  E. .  .  ¡si  está  más  claro  que  mate  de  po- 
brerío! . . .   Con  la  E .  .  .   «escuro». 

La  indignación  que  se  esbozó  en  el  semblante 
del  defraudado  jefe,  no  es  para  descrita,  porque 
entraba  en  la  categoría  de  lo  inefable.  Miró  a  su 
cretino  subordinado  y...  ¡cosa  bárbara!  aunque 
no  separó  las  piernas  del  tobiano  en  que  cabal- 
gaba, le  vi  montar  un  picazo.  . .  Gracias  a  las  cir- 
cunstancias en  que  se  produjo  la  ocurrencia,  no 
sucedió  nada  digno  de  la  crónica;  pero  puede  ma- 
liciarse que,  de  haber  pasado  la  cosa  en  la  Comisa- 
ria, el  enojado  jefe  habría  puesto  al  chambón  vi- 
gilante... ¿cómo  es  que  se  dice?...  ¡Ah!  ya;  le 
hubiera  puesto...   con  la  O...   «overo». 


3  -  VIH  -  16. 


Severiano  Lorente. 

DIBUJOS    DE    ALVAREZ, 


>^^x— 


PAISAJES  ARGENTINOS 


UNA  LAGUNA  EN  DOLORES 


DIBUJO     AL     CARBÓN 
ÜE  NICANOR  VÁZtíLEZ. 


—  T=>LS'^^ 


^J//^JS>¿7. 


i 


>>¿v— 


ARTE 

NACIONAL 

■ 

■           ■§ 

LA 

SANTERA 

ÓLEO    DE 

JORGE     BERMÚDEZ 

—I=>LJ'^^ 


EL  •  CUW050  •  LECTOR^ 

Toda  la  plaza  es  pública,  menos  el  rincón  apacible  que  el  discípulo  de  Diógenes 
se  apropió  colocando  un  libro  a  manera  de  biombo.  Los  que  no  tienen  donde  caerse 
muertos,  saben  adueñarse  de  las  cosas  más  indóciles  al  dominio  particular;  trans- 
forman en  dormitorio  los  solares  abandonados,  y  las  ruinas  en  salones.  Por  eso. 
el  banco  que  un  rey  despreciaría,  aunque  brinde  sitio  para  cuatro  monarcas,  es 
ahora  del  desconocido. 

Si  una  barrica  equivale  a  una  casa,  el  banco  bien  puede  substituir  al  chalet. 
Además,  al  libro,  a  cualquier  libro  ¿no  se  le  compara  siempre  con  la  luz,  ya  sea  de 
linterna,  foco  o  bujía? 

Admirable  resulta  la  soledad  robinsoniana  que  saborea  en  medio  de  la  urbe 
bulliciosa.  Y  como  toda  admiración  encierra  algo  de  envidia,  envidiemos  al  cu- 
rioso e  incógnito  lector,  es  decir,  analicémosle. 

Indudablemente  la  riqueza  no  perturba  su  espíritu,  ni  la  suma  miseria  le  obliga 
a  mendigar.  Tal  vez  sea  un  mendigo  de  amor,  de  trabajo,  de  gloria  o  de  ociosidad. 
Enamorado,  cesante,  escritorzuelo,  haragán:  entre  estas  cuatro  palabras  se  encierra 
el  secreto  de  su  situación.  Quizás  tiene  mucho  de  estos  cuatro  vocablos,  y  busque 
la  gloria  para  no  sufrir  un  trabajo  rudo  y  ofrecérsela  a  una  hermosa  vecina. 

¿Vivirá  por  siempre  sin  salir  del  anónimo,  o  lo  veremos  algún  día  cosechando 
aplausos  sobre  la  escena  o  en  las  columnas  de  un  periódico?  ¿Adoptará  el  seudó- 
nimo común  de  «atorrante»  que  tantos  ingenios  y  locuras  encubre?  Nada  de  esto 
se  sabe,  ni  tiene  importancia. 

En  tanto  que  la  gente  trabaja  afanosa  o  huelga  aburrida,  este  hombre  lee  bajo 
la  sombra  de  un  árbol  porque  encontró  dentro  de  la  ciudad  las  soledades  deseadas 
por  Fray  Luis  de  León, 

Así  fué  verdaderamente  su  maestro,  el  filósofo  de  la  linterna  y  el  tonel,  aunque 
otra  cosa  diga  la  Historia.  Feo.  amador,  vago,  idealista  y,  por  lo  tanto,  bohemio. 
Diógenes  se  reía  de  los  compatriotas  que  vivieron  amarrados  al  trabajo,  a  la  riqueza, 
a  la  esclavitud. 

Cuando  éste,  a  quien  llamamos  curioso  lector  porque  lee  y  es  digno  de  ser  leído, 
cierre  el  volumen  a  la  caída  de  la  tarde  y  vaya  en  busca  de  alimento,  ¿qué  problema 
le  esperará?,  pues  el  mundo  siempre  nos  propone  un  enigma  en  el  instante  de  con- 
cluir cualquier  grata  ocupación.  ¿Responderá  con  embustes,  con  palabras  de  amor? 

¿Será  tan  cínico,  en  el  sentido  vulgar  de  la  palabra  como   en   el  filosófico? 

¿Quién  aguarda  la  llegada  del  lector  del  banco?  ¿Hay  en  estas  lecturas  solitarias 
lágrimas  y  angustias  de  madre  o  esposa? 

A  pesar  de  todas  estas  sospechas  y  de  algunas  más,  que  tú.  curioso  lector  puedes 
tener  ante  la  figura  del  desconocido,  seguiremos  admirándole  envidiosamente. 
Porque  hay  en  él  un  reflejo  de  libertad,  de  esa  libertad  tan  deseada.  Impulsados 
por  ese  anhelo,  a  veces  sentimos  envidia  por  cosas  poco  envidiables  a  primera  vista: 
la  ingenua  fe  del  carbonero,  la  salud  del  pastor,  el  bien  comido  pucherete  del  aldea- 
no, el  dormir  profundo  de  la  gente  laboriosa.  Y  mientras,  ellos,  los  sencillos,  en- 
vidian a  su  vez  coches,  trajes,  palacios... 

Hombre  de  las  soledades  que  no  buscas  la  multitud  como  el  héroe  de  Edgardo 
Poe,  ¿merece  tu  secreto  el  trabajo  de  olvidar  nuestros  problemas  para  dedicarnos 
a  inquirir  el  por  qué  tú  te  dedicas  a  la  lectura  mientras  los  demás  trabajan  afano- 
samente o  huelgan  aburridos? 


—  P^l— "^-i3 


"t^>X— 


L  estallar   la  guerra,    las 
gentes  de  las  Gallas  se 

dividieron  en  dos  clases:  los  combatientes  y  los 

trabajadores;  los  que  oponen  la   firmeza  de  sus 

pechos  al  enemigo  y  los  que,  tras  ds  ese  amoaro 

luchan  también    en  firmeza   de  voluntad  para   que  a  la  pared  ds 

acero  no  falten  los  puntales  de  oro  que  han  de  sostenerla. 

En  tales  condiciones,  la  vida  de  los  no  combatientes  ds  ¡'arriert' 
ha  de  cifrarse  en  dos  lemas:  labor  y  economía;  labor  y  economía  a 
ultranza.  .  .  Y  como  es  de  buena  economía  no  hacer  de  noche  y  con 
luz  artificial,  que  cuesta  dinero,  lo  que  puede  hacerse  de  día  y  con 
luz  natural,  que  es  gratuita,  el  gobierno  de  la  República  nos  acón 
seja  que  madruguemos  una  hora  más  y  que  velemos  una  hora  me 
nos.  y  apoya  este  consejo  con  un  decreto  que  tiene  fuerza  de  ley,  y 
en  virtud  del  cual  la  hora  oficial,  la  hora  pública.  —  que  es  tanto 
como  decir  la  hora  privada,  —  queda  adelantada  ds  sssenta  minu 
tos  en  tanto  duren  los  días  largos. 

Y  parece  que  así,  con  este   infantil  ardid   que  consiste  en  hacei 
que  todos   vivamos  en  el   mismo  consciente  engaño,   hemos 
de  ahorrar  para   la  Defensa  Nacional,  en  lo  que  qusda  ds  |\n, 


¿fe^— « 


verano,  la  respetable  suma  de  cien  mi- 
llones. .  .    A  ese   precio  cabe   mentir,  y 
honorablemente  podemos  aceptar    esta    pe- 
queña farsa  que  dirige  el  viejo  Cronos  trans- 
formado en  histrión. 

La  noche  del  14  al  15  de  junio,  sonaron  a 
la  par  la  última  campanada  de  las  once  y  la 
penúltima  de  las  doce,  entre  el  asombro  y  el 
desconcierto  de  las  antiguas  rodajas,  de  los 
cansados  resortes  y  de  las  viejas  campanas. 


EL  famosísimo  RELOJ  DE  LA  CA- 
TEDRAL DE  ESTRASBURGO,  CONS- 
TRUIDO EN  1352.  HA  INTERRUM- 
PIDO TAMBIÉN  SU  TRADICIÓN  DE 
SIGLOS,  AL  INSTAURARSE  EN  ALE- 
MANIA LA  LEY  DE  LA  NUEVA  HORA: 
Y  LAS  VIEJAS  FIGURAS  PAGANAS  Y 
CRISTIANAS  QUE  DESFILAN  BAJO  SU 
RETABLO.  AL  SONAR  LAS  HORAS, 
HABRÁN  VISTO  CON  ASOMBRO  TRAS- 
CORDADA SU  EXISTENCIA.  Y  POR 
TAL  SIGNO  JUZGARÁN  PRÓXIMO  EL 
APOCALIPSIS. 


La  obediencia  a  lo   preceptuado  fué  unánime:   único   rebelde,  por  hallarse  muy 
alto  sobre  las  nonadas  del  hormiguero  humano,   nuestro    padre,   el  Sol,  continúa 
levantándose  a  su  hora,  con  sesenta  minutos  de  retraso  sobre  la  nuestra;  y  aún  brilla 
en  lo  alto  del  cielo,  irónico  y  espléndido,  cuando,   de  par  ¡a  loi,  debiera  declinar;  y 
en  crepúsculos  de  maravilla  pone  un  limbo  de  oro  y  de  gloria  en  torno  a  la  hieráti- 
ca  silueta  del  Arco  de  Triunfo,  cuando  ya  los  relojes  pneumáticos  de  los  Campos 
Elíseos  marcan  las  nueve  y  media  de  la  noche,  hora  oficial  de  la  sombra  y  de  la  queda. 
Y  como  del  amoroso  maridaje  del  Sol  y  de  la  Villa-Luz,  nacieron  dos  hijos  predi- 
lectos, «Midineta»  y  «Pierrot»,  estos  modernos  semidioses  de  nuestro  altar  pagano 
siguen  al  Astro-Rey  en  su  magnífica  rebeldía.   «Pierrot»  —  todos  le  conocéis,  — es 
el   pájaro  audaz  y  afortunado,  el  gorrioncillo  travieso  que,  si  cruzáis  los  jardines 
de  las  Tullerías,  tenderá  el  vuelo  hacia  vosotros,  y  posándose  sobre  vuestros  hom- 
bros, sobre  vuestro  sombrero,  o  sobre  vues- 
tras manos,  os  pedirá,  con  el  áspero  piar  de 
su  argot  canalla,  una  miga  de  pan...  «Midine- 
ta»—  todos  la  habéis  amado  —  es  la   abeja 
rde    Francia:    la   obrera   que.    pulida   y   bella 
como   una   marquesa    versallesca,   se   afana, 
incansable,  en  torno  a  su  panal,  y  bendice  la 
vida  siempre  que  Dios  le  depare,  al  término 
de  cada  una  de  sus  jornadas,  un  rayo  de  so- 


ITALIA    ADOPTO   LA  REFORMA  DE  LA 
HORA,    COMO    TODOS    O    CASI    TODOS 

LOS   países    beligerantes,    y    el 

HISTÓRICO  RELOJ  DE  LA  PLAZA  DE 
SAN  MARCOS,  EN  VENECIA,  HABRÁ 
PASADO  SOBRE  UNA  HORA  IMAGI- 
NARIA, INSCRITA  EN  LA  ESFERA  Y 
CONTADA  EN  LA  SUMA  DEL  TIEMPO, 
PERO  INEXISTENTE  PARA  NUESTRA 
VIDA,  COMO  PARA  NUESTRO  RE- 
CUERDO... 


—  I3>I_"V^^ 


y  tí  aroma  de  una  flor. . .  Por  lo  tanto,  «Midineta»  y  «Pierrot»  no 
consienten  en  dar  por  acabado  el  día  ni  por  comenzada  la  noche 
cuando  aun  hay  sol  en  los  cielos,  y  cuando  aún,  cegadas  por  esa 
luz.  no  osan  abrir  sus  párpados  de  terciopelo  ni  mostrar  sus  pupilas 
de  diamante  las  estrellas. . .  y  hasta  que  en  verdad  no  es  entrada  la 
noche  hay  siempre,  bajo  las  frondas  de  los  «squares»,  gorjeos,  de 
pájaros  y  risas  de  mujeres. 


Dije  que  sólo  nuestro  padre,  el 
Sol.  y  sus  hijos,  «Midineta*  y  «Pie- 
rrot». se  avienen  mal  con  la  reforma 
horaria,  y  diciendo  esto  pequé  de 
inexactitud:  hay  en  Paris  dos  relojes 
con  los  cuales  ni  reza  ni  puede  rezar 
semejante  fantasía  cronométrica. 

Uno  de  estos  relojes  insumisos. 
campea,  desde  hace  cinco  siglos,  so- 
bre la  fachada  del  Palacio  de  Justi- 
cia. Contó  y  señaló  este  veterano  las 
horas  de  Bouvines.  de  la  San  Bar- 
tolomé y  del  Terror;  las  horas  de 
Valmy.  de  Austerlitz  y  de  Waterloo; 
las  del  Mame,  del  Yser  y  de  Ver- 
dún ...  Y  decidme,  a  tal  abolengo, 
¿qué  manos  sacrilegas  podrían  osar? 

El  otro  reloj  fuera  de  ley  es  el  reloj 
de  bolsillo  que  posee  un  señor,  el  se- 
ñor X,  hombre  de  original  vulgari- 
dad a  quien,  si  por  Paris  habéis  pa- 
sado, forzosamente  debéis  conocer. 
Este  personaje  puede  ser  de  cualquier 
país;  pero  es,  ante  todo  y  sobre  todo. 
un  neutro  de  oposición,  un  neutro  que. 
a  vivir  en  Berlín,  seria  partidario 
vergonzante  de  los  aliados,  pero  que 
viviendo  en  Paris  no  puede  ser  sino 
admirador,  sous  cape,  de  los  imperios 
centrales...  Es.  sencillamente,  un 
cuitado  cuyo  afán  consiste  en  pensar 


y  sentir  de  manera  contraria  a  las  gentes  ^  ^^'c^^ri::^^;.:^: 

que  le  rodean ...    Y  siendo  asi,  ¿como  ticuatro  horas  está  acoplada  a 

podría  él  someterse  a  un   capricho   del        Ai        ""   cuadrante  solar,   por    el 

("^V;^.-„^'i  T   1 A   4.„..J í^A^^  ^^,.  ^W  CUAL   se   rige.  Y    QUE,  POR  TANTO, 

Gobierno?.  . .  Llegara  tarde  a  todas  par-        ^,         „„  ^^  perh.tIría  acomodarse  a 

tes;  abrirá  su  despacho  cuando  sus  clien-  los  caprichos  cronométricos  de 

tes,  hartos  de  esperar,  se  hayan  marcha-  i-*  i-ev. 

do;  perderá  el  último  tren,  pero  en  cambio 

si  le  preguntáis  la  hora  que  es,  habrá  de  responderos  con  olímpica  satisfacción: 

—  Son  las  seis,  amigo  mío. .  .  Las  seis  de  mi  reloj .  .  .  Las  seis  para  mi .  .  . 
Para  esla  gente,  no  sé  ni  me  importa  la  hora  que  puede  ser.  .  . 

Como  veis,  podrá  este  cataclismo  de  la  gran  guerra  trocar  la  faz  del  mundo, 
y  aún  alterar  aquello  que  hasta  ahora  juzgábamos  inmutable:  la  marcha  del 
tiempo;  mas  sobre  todas  las  ruinas  de  lo  transitorio  y  de  lo  eterno,  queda- 
rá una  paradoja,  en  tanto  que  sobre  la  Tierra  aliente  un  hombre... 


PsrÍE,   iunio,  de   1916. 


Antonio  G.  de  Linares. 


ruA  EL  CUAOUAIITE  SOLAII  DB  LA 
SOItiOHA,  LA  MUEVA  LEY  HO  EXISTE. 
TA  QUE  ÚNICO  KEBELOE,  POK  HA- 
UJUUE  MUY  ALTO  50BKE  LAS  HO- 
■AOAS  HUHAMAS,  HUESTEO  rACRE, 
EL  SOU  SIGUE  LEVAMTAHDOSE  A 
SU  HOEA.  COK  UK  «BTItASO  DE  SE- 
SEKTA  HIHVTOS  SOBRE  LA  HUESTE  A. 


UNO  DE  ESTOS  RBLO  ES  INSUMISOS 
CAMPEA,  DESDE  HACE  CINCO  SIGLOS, 
SOBRE  LA  FACHADA  DEL  PALACIO 
DE  JUSTICIA.  CONTÓ  Y  SEÑALÓ 
LAS  HORAS  DE  BOUVINES,  DE  LA 
SAN  BARTOLOMé  Y  DEL  TERROR: 
LAS  HORAS  DE  VALMY,  DE  AUS- 
TERLITZ Y  DE  waterloo;   las  del 

MARNB,  DEL  YSER  Y    DE  VERDUN... 

A  TAL   ABOLENGO,    ¿QUÉ  MANOS  SA- 

CRfLEOAS    PODRÍAN  OSAR? 


rio>x— 


*  Estamos  a  !a  expectativa.  - .  »  ¿Quién  no  ha  oído  repetir  hasta  el  cansancio  esta 
frase  de  rigurosa  actualidad  política?  ¿Habrá  que  confesarlo?  la  preocupación  de 
nuestro  mundo  femenino  ha  sido  intensa...  ¿A 
quién  habría  de  incumbir,  la  representación  oficial  de 
las  exquisitas  cualidades  y  del  proverbial  encanto 
de  la  mujer  argentina?  Una  misión  tan  fácil  para 
gunas,  suele  estar  erizada  de  peligrosos  escollos 
para  otras...  No  ha  habido  círculo  en  que  no  se 
comentara,  a  propósito  del  tema  de  actualidad,  la  se- 
rena distinción,  con  que  presidía  las  solemnidades 
oficiales,  la  que  nos  hemos  habituado  a  llamar  cari- 
ñosamente María  Rosa  Murature,  la  sencillez  y  ab- 
negado don  de  sí  misma,  de  que  hacía  gala  la  seño- 
ra de  Calderón;  se  citaba  el  chispeante  ingenio  y  la 
proverbial  generosidad  de  Teresa  Urquiza  de  Sáenz 
Valiente,  la  cultura  y  bondad  de  la  hermosa  señora 
de  Saavedra  Lamas... 

¿Quienes  serían  las  elegidas,  para  reemplazar  esas 
figuras  femeninas,  que  supieron  realzar  con  singular 
prestigio  la  actuación  de  las  personalidades  políti- 
cas del   último  régimen? 

Largo  camino  hemos  recorrido,  desde  aquellos 
benditos  tiempos,  en  los  que  rancias  prácticas  obli- 
gaban a  la  argentina  cuyo  esposo  llegara  a  ocupar 
los  más  altos  puestos  del  país,  a  permanecer  recluida 
en  la  intimidad  del  hogar,  donde  más  de  una  vez, 
sin  embargo,  pesaba  su  opinión  y  eran  requeridos 
sus  consejos,  para  transcendentales  resoluciones... 
Hoy  vivimos  felizmente  a  plena  luz,  conscientes  de 
todos  nuestros  deberes,  pero  convencidas  también  del 
derecho  de  colaborar  abiertamente  en  la  obra  co- 
mún; y  es  del  caso  recordar  aquí  una  autorizada  opi- 
nión femenina,  la  de  la  señora  Hwaitz,  que  dice: 
'■Las  mujeres  tienen  sólo  un  derecho,  que  se  han  to- 
mado sin  pedirle,  y  que  nadie  les  ha  de  discutir:  el 
de  amenguar  todos  los  dolores  y  aliviar  todas  las 
miserias...!)  Lo  que  comprendieron  y  practicaron 
siempre,  las  esposas  de  nuestros  más  eminentes  man- 
datarios, que  si  ampliaron  su  acción,  siguiendo  el 
ejemplo  de  la  ilustre  matrona  doña  Carmen  Nóbrega 

de  Avellaneda,  dotando  al  país  de  obras  benéfico  sociales  de  cuya  organización  podemos 
enorgullecemos,  supieron  también  dar  realce,  y  prestigio  incomparable  a  la  actuación  polí- 
tica de  sus  esposos,  las  señoras  de  Pellegrini,  de  Uriburu,  de  Quintana  y  de  Sáenz  Peña. . . 

Al  constituirse  el  nuevo  régimen,  la  sociedad  entera  se  vuelve  hacia  las  que  han  sido 
designadas  como  las  figuras  femeninas  oficiales  de  la  Nación:  entre  ellas  se  destacan  con 
reconocido  prestigio,  la  señora  Rosa  Harilaos  de  Becú,  a  quien  bastaría  su  juvenil  y  delica- 
da belleza,  para  conquistar  todos  los  homenajes,  pero  que  sabrá  llenar  los  deberes  que  le 
impone  su  elevada  situación,  por  el  tacto  exquisito  que  la  distingue,  y  que  hizo  decir  no 
ha  mucho,  a  una  de  nuestras  más  respetables  y  exigentes  matronas:  *tiene  mucho  mundo, 
a  pesar  de  su  extremada  juventud. . .»  Y  mucho  mundo  tiene  la  que  ha  sabido  ofrecer  in- 


SEÑORA    DELIA    GOULAN    BUTTNER    DE    ALVAREZ    DE 
TOLEDO,    ESPOSA    DEL    MINISTRO    DE    MARINA. 

mediatamente  a  todos  los  transplantados  que  lle- 
gan en  misión  oficial  a  Buenos  Aires  y  que  se  ven 
en  un  principio  algo  desorientados,  el  ambiente  de 
sociabilidad,  distinción  y  cordialidad,  que  les 
corresponde. 

Doña  Julieta  Meyansa  de  Pueyrredón,  figura 
interesante  de  nuestra  aristocracia,  mantiene  bien 
alto  las  tradiciones  de  cultura  y  distinción  del 
hogar  paterno,  y  ha  sabido  añadir,  gracias  al 
encanto  de  su  fina  personalidad,  nuevos  presti- 
gios, al  noble  apellido  de  su  esposo:  su  acción 
caritativa,  es  amplia  y  generosa,  dedicando  sus 
mejores  actividades  a  sociedades  tan  importantes 
como  el  Patronato  de  la  Infancia  y  la  Misericor- 
dia; pertenece  también  a  la  Biblioteca  del  Consejo 
Nacional  de  Mujeres. 

Doña  Etelvina  González  Chaves  de  Torello  es 
otra  personalidad  femenina,  que  no  hallará  sino 
respeto  y  simpatías  a  su  paso:  como  la  señora  de 
Pueyrredón,  nos  recuerda  que  felizmente  abundan 
en  nuestros  círculos  mundanos.  las  que  no  cometen 
ve\  horrible  crimen  de  matar  el  tiempo . . .  t  Conoce 
a  fondo  los  tristes  problemas  que  plantea  a  la  clase 
dirigente  la  desventura  ajena;  en  las  Conferencias 
de  San  Vicente  de  Paul,  como  en  la  obra  de  la  Con- 
servación de  la  Fe,  se  ha  destacado  siempre  por  sus 
relevantes  condiciones,  y  en  medio  de  tan  absorbente  labor,  su  espíritu  selecto  dedica  lar- 
gas horas'a  las  tareas  intelectuales  que  le  corresponden,  como  miembro  activo  de  la  Bi- 
blioteca del  Consejo  Nacional  de  Mujeres.  La  inteligente  e  interesantísima  señora  Delia 
Gowland  Büttner  de  Alvarez  de  Toledo,  tan  vinculada  en  nuestra  alta  sociedad,  doña  Rosa 
Cerne  de  Gómez,  las  señoras  de  Salaberry  y  de  Salinas,  completan  el  interesante  grupo 
de  damas  argentinas  cuya  actuación  oficial  (no  me  atrevo  a  decir  «política'»  puesto  que  no 
hemos  llegado  aún  hasta  ejercer  públicamente  nuestra  influencia),  ha  de  ser  seguida  con 
vivo  interés,  por  las  que  ambicionamos  atesorar  todos  los  prestigios,  que  han  de  hacer 
respetar  como  hermoso  ejemplo  a  la  mujer  argentina. 

FOTOGRAFÍAS    DE   VAN-RIEL.  La  DaMA  DuENDE, 


SEÑORA    JULIETA    MEYANSA    DE    PUEYRREDÓN 
ESPOSA    DEL    MINISTRO    DE    AGRICULTURA, 


X::>LS^r^=>    ^VLJT^T^ >^V- 


Una  incó^ita  amiga  que  bajo  el  nombre 
d«  BetMem  se  ha  dirigido  a  Fulana  de  Tal. 
solicita  de  su  experiencia  los  consejos  que 
han  de  infundirle  resignación;  y  Fulana  de 
Tal.  incapu  de  llevar  consuelo  a  esa  alma 
atribulada.  96I0  puede  decirle:  ¿Qué  te  hemos 
de  hacer,  amiga,  dolorosa  amiga  mía  desco- 
nocida? si  ese  dolor  de  que  tú  te  quejas  lo 
sentimos  todas  las  mujeres,  todas  las  madres 
que  sabemos  de  la  lucha  por  la  vida,  que 
vamos  •  despejando  el  camino  que  han  de 

•  seguir  aqudlos  seres  queridos. . .  dejando 

•  en  la  áspera  senda  pedazos  de  nuestra  car- 
«  ne. . .  quebrando  las  espinas  para  que  no 

•  se  hinquen  en  carne  de  ellos. . .  •  ¡Asi  es  la 
vida!  Todos  corremos  tras  una  ilusión,  en 
pos  de  una  esperanza.  Paul  Hervieu  llama 
a  esta  ley  de  la  vida:  «La  marche  aux  flam- 


•Dejarás  a  tu  padre  y  a  tu  madre  para  se- 
guir a  tu  marido»,  dicen  las  Sagradas  Escri- 
turas. Cuando  no  es  para  seguir  a  su  marido. 
los  hi)os  nos  hacen  a  un  lado  para  seguir  el 
curso  de  la  vida  con  sus  atractivos  y  sus 
exigencias. 

Y  estos  hijos  que  hoy  parecen  insensibles 
al  dolor  que  su  indiferencia  más  o  menos 
afectuosa  nos  produce,  porque  ni  lo  ven.  ni 
ahora  lo  comprenderían  sí  lo  vieran,  sufri- 
rán a  su  vez  la  inconsciente  afectuosa  indi- 
ferencia de  los  hijos  de  su  alma,  de  los  pe- 
dazos de  su  carne.  Porque  »i45f  €S  la  vida*. 
triste  amiga  Bethlem. 

Pero  si  estas  necesarias  injusticias  que  U 
vida  comporta  son  para  las  madres,  fuente 
de  amargura  y  de  melancolía,  ¡cuan  grande 
es  la  compensación,  si  a  costa  de  nuestros  sa- 
crificios logramos  ver  felices  a  los  seres  que- 
ridos! Si  una  sonrisa,  una  palabra  de  cariño 
nos  conmueve  y  nos  llena  de  contento,  jcuán- 
to  más  aún  ha  de  pagar  todos  nuestros  do- 
lores presentes  y  futuros  la  certeza  de  haber 
contribuido  con  ellos  a  la  felicidad,  al  bien- 
estar, a  la  realización  del  más  pequeño  deseo 
de  un  hijo! 

¡y  pensar  que  hay  padres  crueles,  que  hay 

madres  indiferenies.  aue  hav  hiios  aue    su- 
fren! 


Pienso  en  aquella  preciosa  muchacha  de 
largas  trenzas  rubias,  linda  como  una  rosa 
en  capullo,  que  vi  un  día  en  el  manicomio; 
era  fresca,  coqueta,  encantadora. 

-  ¿Por  qué  está  aquiV  -  pregunté  a  uno 
de  los  practicantes  que  me  acompañaba  en 
mi  visita. 

Su  padre  la  ha  puesto  en  curación:  no 
puede  asistirla  en  su  casa;  es  una  loca  im- 
pulsiva —  me  contestó. 

Y  su  madre,  ¿cómo  no  ha  protestado? 

No  tiene  madre;  el  señor  B.  se  ha  vuel- 
to a  casar;  la  niña  hacía  imposible  la  vida 
del  hogar;  odia  a  su  madrastra. 

iAh,  por  esol . . .  ¿Podría  yo  hablar  con 
ella? 

■ —  Si.  señora.  Blanquita.  esta  señora  desea 
conocerla. 

Se  acercó  a  mí  la  niña  con  aire  risueño, 
enseñando  una  doble  hilera  de  dientes  pre- 
ciosos en  la  boquíta  más  roja  y  más  fresca 
que  jamás  he  visto;  me  tendió  su  mano 
blanca  y  bien  cuidada.  Iba  sencillamente 
vestida,  pero  con  notable  elegancia. 

Después  de  breves  palabras  de  saludo,  me 
dijo: 

—  Aunque  parece  increíble,  señora,  yo  no 
estoy  loca  ni  lo  he  estado  nunca.  Tengo  el 
carácter  un  poco  vivo  y  no  he  querido  de- 
jarme dominar  por  mi  madrastra;  esa  es  toda 
mi  locura;  por  eso  estoy  en  esta  casa.  .  . 
¡Señora,  por  Dios,  tenga  compasión  de  mí! 
Soy  una  criatura  sana  y  buena,  y  una  mala 
mujer  me  tiene  encerrada! ...  A  mi  me  gusta 
ir  al  teatro,  ir  a  Palermo,  bailar,  ¡gozar  de 
la  vida!  Soy  rica,  mi  madre  me  dejó  una  gran 
fortuna;  pero  todo  es  poco  para  mí  madras- 
tra; mi  padre  era  pobre  cuando  se  casó  con 
mamá;  después  perdió  en  malos  negocios  la 
herencia  que  mí  madre  le  dejó.  El  dinero 
que  hay  en  casa  es  mío,  mío.  . .  Y  para  dis- 
frutarlo ellos  mejor,  ¡me  han  encerrado  aquí! 
¡Tengo  diez  y  siete  años!  ¡Por  Dios,  señora, 
tenga  compasión  de  mí! . . . 

Y  estalló  en  un  llanto  desesperado.  Pri- 
mero sonriente,  después  llorando  con  pro- 
fundo desconsuelo,  se  veía  siempre  la  niña 
mimada,  la  niña  frivola;  pero  nada  en  ella 
denotaba  ausencia  de  la  razón. 

Con  el  propósito  firme  de  obtenerlo,  le 
prometí  hacer  cuanto  de  mi  dependiera  para 
salvarla;  p>ero  era  por  demás  difícil  la  tarea 
a  que  mí  promesa  me  obligaba. 

Nada  pude  obtener;  el  padre,  hombre 
adusto  y  dominante,  no  quiso  oir  una  pala- 
bra de  los  razonamientos  preparados  por  mí 
para  ablandar  su  corazón. 

—  ¿Quién  le  ha  dado  a  usted,  señora,  de- 
recho para  meterse  en  mis  asuntos  privados? 

■  -  La  caridad  cristiana,  señor  B,  —  fué 
mi  respuesta. 

—  Pues  empléela  usted  en  cosas  de  mejor 
resultado.  Mi  hija  está  loca;  los  mejores  mé- 
dicos de  Buenos  Aires  la  han  visto  en  ataques 
horribles;  ha  querido  matar  a  mí  esposa;  me 
ha  llamado  a  mí  ladrón.  .  .  una  vergüenza 
y  un  escándalo.  Hago  por  ella  lo  único  que 
puedo  hacer.  He  dado  orden  en  el  manico- 
mio para  que  la  lleve  su  enfermera  a  pasear 
en  coche  cuando  pasa  unos  días  tranquila. 


Tiene  los  vestidos  que  desea;  los  libros  que 
pide.  No  tiene,  pues,  de  que  quejarse;  y  la 
intervención  de  usted,  a  más  de  enojosa,  es 
inútil. 

Y  levantándose  de  su  asiento,  me  indicó 
que  habia  terminado  mi  visita. 

Salí  de  allí  completamente  descorazonada. 
Sin  embargo,  seguí  ocupándome  de  la  po- 
brecita  Blanca. 

Supe  que  para  internarla  en  el  manicomio 
se  había  hecho  un  largo  y  traidor  trabajo 
de  irritación,  hostigando  durante  días  y  días 
la  paciencia  de  aquella  criatura. 

Mimada  hasta  los  quince  años,  compla- 
cida en  sus  menores  caprichos,  Blanca  se 
había  criado  en  una  atmósfera  de  cariño  y 
de  condescendencia  que  ces5  bruscamente 
con  la  muerte  de  su  madre. 

Poco  más  de  un  año  permaneció  viudo  su 
padre;  y  la  segunda  mujer,  joven  y  ambi- 
ciosa, entró  en  su  nueva  casa  como  en  país 
conquistado,  Blanca  no  se  sometió  a  la  auto- 
ridad que  sobre  ella  quería  ejercer  su  madras- 
tra, quien  hasta  pretendió  ponerla  en  un 
colegio  para  librarse  de  ella.  Iniciadas  así  las 
hostilidades,  día  llegó  en  que  la  niña,  capri- 
chosa  y  mimada,  se  rebelara  abiertamente 
e  increpara  a  su  madrastra  y  a  su  padre  que 
no  veía  los  indignos  manejos  de  la  intrusa, 
cegada  su  conciencia  por  el  nuevo  amor. 
Aquella  mujer  (Dios  la  haya  perdonado, 
murió  hace  algún  tiempo),  decidida  a  gozar 
sola  y  a  gusto  de  la  fortuna  tan  codiciada, 
exacerbó  hasta  el  delirio  la  rebelión  de  la 
hijastra,  y  en  este  punto  requirió  la  presen- 
cia de  los  especialistas.  Asi  la  ira  y  el  odio 
hicieron  las  veces  de  la  locura,  y  así  perdió 
su  libertad  y  mató  su  juventud  la  pobrecíta 
Blanca. 

No  hay  justicia  para  semejantes  delitos. 
Blanca  estaba  condenada  a  la  muerte  mo- 
ral, la  más  horrible  de  todas  las  muertes. 

No  tuve  valor  de  volver  a  ver  a  Blanca; 
no  quise  darle  el  supremo  dolor  de  la  absolu- 
ta desesperanza.  Le  escribí  una  cariñosa 
carta,  dicíéndole  que  negocios  urgentes  me 
obligaban  a  ausentarme  de  Buenos  Aires; 
que  a  mi  regreso  la  vería  y  la  tendría  al  co- 
rriente de  mis  gestiones  en  su  favor. 

¡Pobrecíta!  ¿Creyó  en  mi  promesa?  ¿Es- 
peró aquella  salvación  que  yo  le  habia  pro- 
metido?. . . 

Sumergida  en  aquel  espantoso  caos  de  ra- 
zones extraviadas,  ¿cuánto  tiempo  resistió 
su  cerebro  de  niña  el  ambiente  desconcertan- 
te del  manicomio  y  la  batalla  angustiosa  de 
sus  sentimientos? 

Doce  años  después,  la  casualidad  quiso 
que  volviese  yo  a  hacer  una  visita  al  mani- 
comio. 

El  recuerdo  de  la  infeliz  niña,  tan  fresca, 
tan  linda,  por  cuya  suerte  me  había  intere- 
sado un  momento,  se  despertó  nuevamente 
en  mí.  Pregunté  por  ella,  y  solicité  verla. .  . 
No  la  reconocí.  Habían  pasado  doce  años. 
¡Doce  años!  Blanca  debía  tener  entonces 
veintinueve! ...  La  sinventura  era  una  vieja 
encorvada,  macilenta,  con  los  ojos  sin  luz, 
la  boca  ajada  y  violácea,  ¡sin  un  solo  diente! 


Aquellos  ojos  vivaces  y  brillantes,  aquella 
boca  de  flor,  aquellos  dientes  menudos  y 
blancos,  ¿dónde  estaban? 

Me  miró  con  una  mirada  que  venía  de 
muy  lejos,  con  una  mirada  que  no  veía.  . . 
no  me  reconoció. 

¡Dios  ha  tenido  piedad  de  ella,  más  piedad 
que  su  padre,  más  piedad  que  los  que  la 
vimos  sufrir  y  no  pudimos  o  no  supimos  li- 
bertarla!. . . 

Bethlem  amiga,  triste  amiga  desconocida. 
Ese  fué  un  dolor  sin  compensaci6n  ninguna. . . 
Nosotros  sufrimos,  pero  vemos  contentos. fe- 
lices a  nuestros  hijos.  ¿Qué  mayor  felicidad 


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nipdiío-Ir^jp^ii 


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En  este  momento  psicológico  de  nuestra 
historia  en  que  tal  vez  se  acerca  el  recono- 
cimiento a  la  acción  de  la  mujer,  por  una  de 
esas  coincidencias  del  tiempo,  de  la  votación 
de  los  hombres  y,  sobre  todo,  de  la  educa- 
ción de  los  pueblos  para  llenar  la  misión  del 
civismo  que  proclamó  en  la  República  la 
libertad  como  principio,  causa  y  fin  de  todo 
lo  andado  en  la  centuria  que  recién  cele- 
bramos, un  hombre  nuevo  en  las  esferas  del 
mando  ha  ascendido  al  puesto  de  primer 
mandatario  de  la  Nación,  el  mismo  que  se 
revelaba  como  un  gran  patriota  cuando  lle- 
naba su  misión  de  catedrático  eximio  de 
Moral  e  I  ristrucción  Cívica  durante  años  en  la 
escuela  que  ha  formado  el  núcleo  inicial  y 
fuerte  del   normalismo   argentino  femenino. 

Serán  sus  enseñanzas,  sus  luces,  su  ejem- 
plo los  que  han  vibrado  en  el  alma  de  la  es- 
cuela argentina,  dirigida  por  esa  fuerza  ci- 
mentada a  su  sombra,  para  que  tanto  haya 
prosperado  y  dado  sin  dirección  y  sin  estí- 
mulo superiores,  guiadas  tan  solo  la>  maes- 
tras, por  la  consignas  del  deber  que  de  tan- 
tos santos  labios  aprendieron.  Puede  que 
sea  cierto  entre  la  duda  y  la  verdad  este 
juicio  verosímil. 

Las  cruzadas  de  esa  escuela  tal  vez  cum- 
plieron la  consigna  de  Profesor  -  Presidente: 

•Obrar  siempre  con  la  razón  serena  y  de- 
testar la  mentira  en  cualquier  forma».  Era 
su  evangelio  que  inculcó  en  muchas  de  sus 
disci  pulas. 

Con  esa  fe  inquebrantable  del  que  sabe, 
enseñaba  su  materia  orientando  el  conoci- 
miento práctico  y  austero  que  imponen  las 
normas  de  nuestro  derecho  político,  se  es- 
tudiaba en  fuentes  sanas,  en  los  libros  de 
Derecho  de  Estrada,  conferencias  de  Mon- 
tes de  Oca  y  otros,  y  luego  con  el  bagaje  ad- 
quirido exponía  la  alumna  que  se  hallaba 
mejor  preparada,  sometido  el  punto  de  es- 


tudio a  juicio  general  con  las  ampliaciones 
que  otras  alumnas  podían  aportar  a  la  con- 
troversia de  la  crítica,  después  de  azuzado 
el  criterio  particular  de  cada  una,  cuando 
llegaba  el  momento  álgido  en  que  cada  una 
juzgaba  o  prejuzgaba,  seffún  su  reflexión  y 
alcances;  entpezaba  a  encarrilar  las  ideas, 
dar  los  conocin^ientos,  acentuar  los  proce- 
dimientos y  sentarlos  con  la  comparación  y 
comprobación,  aquel  profesor  de  gallarda 
apostura,  de  trato  afable  y  cultísimo,  que 
dominaba  e  imponía  por  la  persuasión  y  la 
amenidad  de  las  formas  de  expresión  y  de 
maneras,  que  jamás  infringió  ningún  casti- 
go, que  llevaba  sus  alumnas  al  terreno  de 
los  hechos  sin  violencia,  sin  afectación,  con 
frase  galana,  persuasiva  y  atrayente,  que 
enseñaba  a  estudiar,  a  saber,  a  pensar  y  ve- 
nerar las  acciones  heroicas  de  nuestros  an- 
tepasados y  legistas,  despertando  gusto  por 
la  ciencia  del  derecho  en  el  espíritu  de  la 
mujer.  Por  esa  ens5ñanza,  por  el  estudio  en 
esa  forma  no  ha  habido  maestra  de  aquella 
escuela  egresada  que  ignorara  en  qué 
consiste  la  ciudadanía  y  la  nacionalidad, 
la  constitución  de  los  tres  poderes  del 
estado,  sus  atribuciones  propias  y  co- 
munes, las  condiciones  requeridas  para  la 
eligibilidad  de  los  diputados -senadores,  la 
forma  de  la  elección  cuando  es  y  debe  ser 
directa  o  indirecta,  los  derechos  civiles  y 
políticos,  el  estudio  y  comentario  de  los 
principales  artículos  de  la  Constitución,  el 
Poder  Judicial  como  contralor  de  las  leyes, 
la  idoneidad  como  base  de  todo  ascenso  y 
honores  y  abreviando  adquiriera  un  conoci- 
miento pleno  de  las  condiciones  que  deben 
reunir  los  ciudadanos  que  se  eligen  para  Pre- 
sidente y  Vice  de  la  República,  efectuando 
en  forma  práctica  el  procedimiento  que  se 
sigue  en  la  elección,  bien  sabio  y  bien  pres- 
crípto  por  nuestra  carta  fundamental,  si  el 


vicio  y  el  fraude  no  hubiera  requerido  su 
reglamentación  por  ley.  jOhl  no  ignorába- 
mos que  para  consagrar  el  voto  del  pueblo, 
se  abren  los  registros  electorales  de  todas  las 
provincias  y  de  la  Capital  dos  meses  antes 
de  terminar  el  Presidente  y  Vice  cesantes  su 
mandato,  por  el  Congreso  en  sus  dos  cáma- 
ras constituidas  en  Asamblea  por  una  cir- 
cunstancia constitucional  que  se  confiere 
un  solo  día  y  termina  en  ese  mismo  día,  no 
existiendo  después  de  este  Presidente  de 
Asamblea.  ¿No  habrá  sido  tal  vez  por  este 
precepto  constitucional  que  el  doctor  Irígo- 
yen,  sabio  profesor  de  la  materia,  demorara 
la  contestación  de  la  comunicación  de  su 
designación  para  el  cargo  de  Presidente 
electo  de  la  Nación,  al  Presidente  del  Sena- 
do, ya  que  el  Presidente  de  la  Asamblea 
dejó  de  existir  el  mismo  diaqueel  Congreso 
en  cumplirr.iento  de  la  disposición  de  la  ley 
de  las  leyes  lo  ungió  en  tal  cargo?  ¡Quién 
sabe!  Serán  estas  sutilezas  que  descubre  una 
ex  discípula  que  hace  veintisiete  años  que 
no  volvió  a  ver  jamás  a  su  antiguo  ex  pro- 
fesor, hoy  Presidente,  a  quien  siguiendo  sus 
modalidades  no  ha  saludado  aún,  porque  te- 
me y  detesta  el  adulo,  pero  ama  la  verdad  y 
la  levanta,  cuando  cree  que  primero  está  la 
Patria  que  se  salva  por  la  confianza  que  ins- 
pira un  gran  hombre,  que  si  gobierna  como 
enseñó,  se  revelará  un  gran  apóstol  de  la 
Constitución  y  del  pueblo,  y  ese,  63  mi  ex 
Profesor  -  Presidente! 


I   l^v^- 


ACTDICtr 


Es  indudable  que  Lola 
Membrives,  tiple  hasta  ha- 
ce poco  tiempo  del  género 
chico  español,  es  la  más 
querida  de  las  actrices  de 
ese  género  que  han  pisado 
nuestros  escenarios. 

Como  actriz,  es,  además, 
la  que  más  condiciones 
reúne  para  ocupar  un  pri- 
mer puesto,  por  ser  de  las 
pocas,  quizá  de  las  únicas, 
que  se  enteran  de  lo  que 
interpretan  y  no  salen  a 
escena  repitiendo  como  lo- 
ros su  papel,  sin  darse 
cuenta  de  lo  que  dicen  ni 
de  lo  que  hacen. 

Desde  que  la  empresa 
Rey,  Lozada  y  Cía.  llevó  a 
la  Opera  la  compañía  de 
género  chico  que  dirige  el 
popular  actor  Rogelio  Juá- 
rez, y  fué  transformándola 
poco  a  poco  en  compañía 
de  verso,  Lola  Membrives 
ha  puesto  de  relieve  sus 
condiciones  de  excelente 
actriz  de  comedia,  y  el  pú- 
blico va  hoy  «a  verla»  como 
«va  a  ver  a  Parra»,  como 
«va  a  ver  a  Caseaux»  y  «va 
a  ver  a  La  Rico». 

Lola  Membrives  tiene  ya 
su  público,  y  su  público  es 
hoy  casi  todo  el  Buenos 
Aires  que  va  al  teatro. 

Siempre  se  ha  dudado  de 
que  Lola  Membrives  fuese 
argentina,  llegándose  a  de- 
cir que  era  una  simple  pi- 
cardía de  actriz  para  explo- 
tar el  sentimiento  patrióti- 
co del  público. 

Nada  más  injusto.  Lola 
Membrives  es  argentina, 
porteña,  nació  en  Buenos 
Aires  en  la  calle  Defensa, 
en  mil  ochocientos. . .  pero 
no  seamos  indiscretos.  Ca- 
sada con  el  barítono  Juan 
Reforzó,  tiene  dos  hijos: 
Lolita  y  Juanito. 

A  los  ocho  años  ya  se 
despertaron  en  ella  irresis- 
tibles aficiones  al  teatro,  y 
en  lugar  de  jugar  como 
otras  niñas  de  su  edad,  con 
muñecas  y  cocinitas,  Loli- 
ta hacía  teatros  de  cartón 
y  actores  de  papel,  reali- 
zando ante  sus  amigas  re- 
presentaciones de  obras', 
producto  también  de  su  in- 
genio, en  las  que  demostra- 
ba mucho  más  sentido  de 
actriz  que  el  que  demues- 
tran hoy  en  el  género  chico 
la  generalidad  de  las  tiples 
cómicas.  A  los  14  años  se 
presentó  en  el  teatro  de  la 
Comedia  y  el  público  em- 
pezó a  descubrir  en  aquella 
niña  que  hacía  papelitos 
sin  importancia,  un  tempe- 
ramento artístico  que  hoy 
está  en  pleno  florecimiento. 
Sus  primeros  sueldos  no 
pasaron  de  ciento  cincuen- 
ta pesos,  hoy.  . .  sin  duda 
cualquiera  de  los  Ministros 
cam.biaría  su  sueldo  por  el 
de  ella. 

El  primer  empresario  de 
Lola  Membrives  fué  el  cé- 
lebre Valentín  Garrido, 
aquel  empresario  que  con 


^ioy^Jhmh-^ynK). 


DOLORES    MEMBRIVES     DE    REFORZÓ. 


.MEMBRIVES    ENSAYANDO    TONADILLAS    EN    EL    ESCENARIO    DE    LA    ÓPERA. 


don  Paco  Pastor  compartió 
lagloriadepresentaren  Bue- 
nos Aires  muchos  artistas 
que  luego  han  sido  «eminen- 
cias» y  glorias  del   teatro. 

Hablando  con  Lola 
Membrives  sobre  su  vida 
artística,  nada  puede  sa- 
berse, nada  guarda,  nada 
conserva,  y  sólo  tiene  el  re- 
cuerdo de  haber  trabajado 
en  el  Apolo,  de  Madrid;  en 
El  Dorado,  de  Barcelona; 
en  el  Principal  y  Ruzafa, 
de  Valencia;  Comedia,  del 
Rosario;  Politeama  y  Ci- 
bils,  de  Montevideo,  y  en 
casi  todos  los  teatros  de 
Buenos  Aires. 

Su  mayor  triunfo  artís- 
tico ha  sido,  hasta  hoy,  la 
interpretación  de  «La  Pa- 
sión», admirable  comedia 
de  Martínez  Sierra,  que  le 
valió  en  Buenos  Aires  un 
franco  éxito,  marcando, 
puede  decirse,  la  nueva  ru- 
ta artística  de  esta  genial 
actriz. 

—  No  volveré  al  género 
chico,  —  dice  Lola  Mem- 
brives, —  al  menos  ese  es 
mi  deseo.  Algunos  opinan 
que  el  género  chico  está  en 
la  agonía,  yo  creo  que  ha 
muerto  definitivamente. 
Ya  lo  ve  usted,  las  obras 
que  ahora  se  escriben  y  que 
el  público  aplaude  en  su 
mayor  parte  son  revistas,  y 
francamente,  para  salir  a 
escena  en  una  de  esas  obras 
haciendo  «El  vino  blanco» 
y  cantar  un  número,  o  «Cas- 
tañuela II»  y  cantar  otro 
numerito,  créame  usted 
que  prefiero  cantar  tona- 
dillas   y    hacer    comedias. 

En  los  últimos  tiempos, 
la  labor  teatral  de  Lola 
Membrives  ha  sido  enor- 
me, tanto  en  la  Comedia 
como  en  la  Opera,  inter- 
pretando tipos  de  todas 
clases  en  una  fantástica 
sucesión  de  obras,  verdade- 
ro vértigo  de  estrenar  que 
atacó  a  sus  empresarios. 
Hubo  noches  en  que  tocó 
todos  los  géneros;  saínete, 
revista,  comedia  y  drama, 
y  para  final,  como  si  lo  he- 
cho no  bastase  a  demostrar 
su  gran  temperamento  ar- 
tístico, cantaba  tonadillas 
creando  «la  tonadilla  crio- 
lla», que  hoy  han  salido  co- 
piándole todas  las  profe- 
sionales del  género. 

El  Doctor  Misterio. 


—T=H-:\yr^    -\,^l.J~rT:ij'!^— 


CUADRO  DE  COSTUMBRES 


•LA  NINA  PRODIGIO 


PIBt'IO    Or    SIRIO. 


— I3>i_;v^í3  v/j_n^i:^>x— 


EL  NUEVO  ENVASE  PORRÓN 
PARA  ACEITE  DE  OLIVA 

(patente    exclusiva   de   la   casa    JOSÉ   BAU) 

EL  ACEITE  ESTÁ  ENCERRADO  EXENTO 

DE  AIRE-CADA  PORRÓN  ESTÁ  LLENO 

POR  COMPLETO  DE  ACEITE. 

HIGIENE  Y  economía 


REFINERIADErtCült:) 

PUROS  .«tífej^.>_ DE  OLIVA 


Importadores  Exclusivos 
;  \  PARA  LA  República  Argentina/ 


L.S: 


mimmmmdJ 


Significa  una  evolución  importantísima  en  beneficio  de  los  con- 
sumidores de  aceite  fino  de  oliva,  la  creación  de  este  nuevo  envase 
(Porrón)  que  resuelve  de  golpe  las  dificultades  y  deficiencias  que 
todos  encuentran  en  los  envases  más  o  menos  cuadrados. 

LA  economía  E  higiene  DEL  ACEITE  ENVA- 
SADO EN  PORRONES,  en  vez  de  en  latas  comunes,  fácilmente 
se  demuestra: 

Las  latas  comunes,  por  el  hecho  de  no  terminar  en  cúspide,  no 
pueden  ser  llenadas,  haciendo  el  vacío  de  aire;  contienen,  por  lo  tanto, 
aceite  en  contacto  con  aire  encerrado. 

Las  latas  comunes,  por  el  hecho  de  no  tener  cúspide,  no  pueden 
vaciarse  completamente,  siempre  queda  un  gran  desperdicio  de  aceite 
en  el  ángulo  correspondiente  al  orificio  practicado  para  abrir  la  lata. 

Las  latas  comunes,  por  el  hecho  de  no  tener  cúspide,  contaminan 
ci  aceite  así  que  se  abren,  porque  la  superficie  es  plana  y  caen  sobre 
ella  materias  extrañas  (en  la  cocina  o  en  la  despensa),  y  cuando  se 
sirve  el  aceite,  se  contamina  más  o  menos  con  dichas  impurezas. 

Hasta  el  aceite  de  botellas  ofrece  la  desventaja  de  que  la  per- 
sona que  toca  el  tapón  con  las  manos  o  que  lo  deja  impropiamente  en 
cualquier  parte,  al  meterlo  para  tapar  la  botella,  contamina  la  parte 
interior  por  donde  tiene  que  pasar  después  el  líquido. 

CON  EL  TAPÓN  PATENTADO  DEL  PORRÓN 
BAU,  se  garantiza  la  pureza  del  aceite  hasta  la  última  gota  de  su 
contenido,  por  cuanto  no  se  puede  meter  la  tapa  dentro  del  gollete: 
lo  cubre  externamente   (tapa  por  afuera). 

NO  SE  ENCIERRA  AIRE  Y  ACEITE  DENTRO  de  los 
porrones,  porque  cada  envase  se  llena  íntegramente  y  se  cierra  después 
de  practicado  el  vacío.  La  enorme  ventaja  de  aislar  el  aceite  del  aire, 
es  el  fundamento  más  esencial  de  este  invento  de  la  casa  Bau. 

NO  QUEDA  UNA  SOLA  GOTA  DE  ACEITE  EN  LOS 
PORRONES  VACÍOS,  porque,  rematando  en  cúpula  cada  envase, 
se  desliza  hacia  ella  hasta  la  última  gota  de  aceite. 

NI  EL  HOLLÍN,  NI  EL  POLVO,  ningún  cuerpo  extraño, 
ninguna  impureza  puede  entrar  en  los  porrones  de  aceite  Bau,  porque 
resbalarían  por  la  cúspide  y  por  la  parle  de  afuera  de  la  tapa. 

NO  SE  CHORREA  ACEITE,  no  se  pierde  aceite  como  en 
las  latas  comunes,  porque,  gracias  a  la  disposición  de  la  cúspide  del 
porrón  y  de  su  boca,  el  aceite  sale  sin  correrse  y  sin  derramar. 

PÍDANSE  PROSPECTOS  EXPLICATIVOS. 
NO  SE  HA  AUMENTADO  EL  PRECIO. 

El  costo  de  cada  porrón  vacío,  es  igual  al  costo  de  la  lata  común 
y,  por  lo  tanto,  la  casa  José  Bau  entrega  el  aceite  en  porrones  a  exclu- 
sivo beneficio  de  los  señores  consumidores,  sin  el  menor  aumento  de 
precio. 

DE  VENTA  EN  TODA  LA  REPÚBLICA.  PÍDASE 
POR  SU  NOMBRE:   "PORRÓN  BAU". 

Agencia  del  aceite  "Bau",  en  Buenos  Aires 

Freixas,  Urquijo  y  Cía.  -  B.  Mitre,  1411 


—  P>UV^^     'V 


LA    BANDA    DE    MÚSICA 


Tranquilos  y  felices  vivían  los  vecinos  de  Cuentoleofú,  en- 
trafados  a  las  laboraa  propias  de  su  sexo  y  distrayendo  sus 
ocios  nocturnos  con  ju^das  de  lotería  de  cartones,  cuando 
apaivcM  en  los  diarios  de  la  metrópoli  el  siguiente  telegrama: 


en  los  rotativos  de  la  Capital  Federal,  estallaron  de  indig- 
nación; ellos  no  podian  tolerar  que  hubiera  un  pueblo  en  la 
misma  linea  ferrocarrilera,  y  menos  vecino,  que  metiera  más 
ruido  que  ellos;  asi,  que  para  protestar  del  caso,  se  consti- 
tuyó espontáneamente  una  comisión  con  el  lector  y  oyentes 
del  telegrama,  que   se  dirigió  a  la  intendencia. 

Don  Samuel  Gándara,  que  era  quien  manejaba  la  comuna 
cuentoleofucense,  los  vio  llegar  sin  inmutarse;  sabia  que  las 
arcas  municipales  estaban  vacias,  y  que  los  dos  vigilantes 


—  lApoyadol  — •  y  se  apoyaron  sobre  los  muebles. 

—  Es  el  caso,  don  Samuel,  que  en  Sonsolanquen  tienen 
banda  de  música...  Y  ese  progreso  no  lo  hemos  alcan- 
zado nosotros.  La  comuna  ya  debía  haber  dispuesto  de 
unos  pesos  para  que  en  Cuentoleofú  disfrutásemos  de  los 
aires  musicales. 

—  ¡Cómo  no,  amigo;  cómo  no!  Pero  es  el  caso  que  las  arcas 
municipales  están  sin  medio.  Ustedes  saben  que  he  gastado 
mucha  plata  en  saneamiento  y  en  enfardar  las  calles. . . 


«Sonsolanquen,  agosto  15.  — Todo  un  éxito  resultó  el  debut 
de  la  banda  de  música  costeada  por  subscripción  popular.  El 
repertorio  que  hizo  oir  en  la  plaza  del  pueblo,  tanto  clásico 
como  moderno,  fué  muy  aplaudido  por  la  concurrencia,  asi 
como  el  discurso  que,  con  motivo  de  su  inauguración,  pro- 
nunció el  intendente,  don  Tolomeo  Tijeretas. » 
Al  leer  tales  noticias,  los  cuentoleofucenses,  y  publicadas 


que  cuidaban  de  la  tranquilidad¡¡pública,  le  respondían  como 
un  solo  hombre. 

—  ¿Qué  les  trae  por  aquí,  amigos?. . .  —  dijo  don  Samuel, 
tirándose  de  la  pera  y  afianzando  su  tirador,  dejando  a  la 
vista  un  pistolón  de  calibre  inquietante. 

Hubo  un  silencio  que  puso  de  relieve  el  respeto  que  todos 
le  tenían;  pero,  a  poco,  se  adelantó  como  un  héroe  el  pelu- 
quero, diciendo; 

—  ¿No  ha  leído  los 
diarios,  don  Samuel? 

—  No,  amigo;  yo  no 
me  pierdo  el  tiempo  en 
pavadas. 

—  Pues  en  los  de  hoy, 
hay  una  noticia  que  le 
interesa  ...  —  y  más 
fuerte,  con  la  dignidad 
del  hombre  ofendido  en 
lo  más  íntimo,  dijo:  — 
¡que  nos  interesa  a  to- 
dos! 

Los  acompañantes 
asintieron  con  la  cabeza 
y  cambiaron  de  postura 
para  no  cansarse. 

Don  Samuel,  sin  dar 
importancia  al  asunto, 
contestó  displicente, 
mente; 

—  Si,  se  tratará  de  los 
concretos  de  siempre. 
Que  si  me  como  el  pasto, 
que  si  en  unión  del  co- 
misario hago  de  antro- 
pófago con  los  vigilan- 
tes.. .  y  de  bueyes  per- 
didos y  encontrados  en 
mi  chacra. 

Y  el  peluquero,  en 
tono  del  que  ha  perdido 
un  miembro,  bien  suyo 
o  de  la  familia,  gritó 
congestionado: 

—  La  noticia  de  hoy 
nos  afeita  a  todos  por 
igual. 

—  ¿Nos  afeita?. . . 

—  Nos  afezta,  señor 
Samuel,  nos  afezta. . . 

Y  los  acompañantes, 
para  demostrar  que  ha- 
bían ido  allí  para  algo, 
rectificaron  con  el  soco- 
rrido monosílabode  ¡si,  si! 

—  ¿Y  qué  es  ello?. . . 
A  ver ...  Que  hable  uno 
sólo,  para  que  nos  en- 
tendamos. 

—  Yo  hablaré,  si  mis 
colegas  de  comisión  no 
se  oponen. 

Y  los  colegas,  com- 
prendiendo instintiva- 
mente que  la  lata  iba  a 
ser  larga,  contestaron; 


—  ¿Y  qué  podríamos  hacer  entonces? 

Don  Samuel,  después  de  mirar  a  todas  partes  como  bus- 
cando una  idea,  pronunció  estas  palabras  alentadoras; 

—  |Yo  estoy  pronto  a  ayudarles  en  todol . . . 

—  ¡Viva  el  Intendente!  —  gritó  frenético  el  peluquero,  y 
el  viva  hizo  eco  en  los  acompañantes. 

•  -  Lo  pertinente  en  este  caso,  —  continuó  don  Samuel, 
envanecido  por  el  viva,  —  es  nombrar  una  comisión  pro 
banda,  compuesta  de  damas  y  caballeros. . .  para  hacernos 
de  fondos,  organizaremos  rifas,  carreras  y  subscripciones,  y 
dado  el  patriotismo  de  los  cuentoleofucenses,  estoy  seguro 
de  que  en  breve  tendremos  plata  para  comprar,  no  digo  yo 
instrumentos,  hasta  músicos  sí  llega  el  caso. 

—  ¡Muy  bien!  ¡Muy  bien! 

—  Por  lo  pronto,  creo  oportuno  que  se  entrevisten  ustedes 
con  esos  mozos  que  salen  a  meter  ruido  de  noche,  a  pretexto 
de  serenatas,  y  que  a  don  Gaetano,  que  es  el  único  que  toca 
el  acordeón  por  música,  le  propongan  el  puesto  de  maestro... 

~-Sí;  así  se  hará. . . 

—  Yo  aseguro  austedes.  y  soy  hombre  de  palabra,  que  den- 
tro de  poco  los  de  Sonsolanquen  nos  van  a  oir!. . .  Nuestra 
banda  tendrá  más  instrumentos  que  la  suya,  y  nuestros 
músicos  más  aguante. 

—  ¡Viva  nuestro  Intendente! — gritó  el  peluquero;  — 
los  acompañantes  corearon  el  viva,  y  despidiéndose  de  don 
Samuel,  se  pusieron  a  recorrer  el  pueblo  para  constituir 
definitivamente  la  comisión  pro  banda. 

El  sol  brillaba  en  toda  su  plenitud.  En  la  plaza  se  había 
dado  cita  cuanto  Cuentoleofú  tiene  de  más  saliente.  Las 
niñas  lucían  sus  trajes  domingueros,  los  hombres  habían 
sacado  para  el  caso  la  indumentaria  de  los  días  festivos. 
Algunos  jaquets  no  se  avergonzaban  de  verse  en  exhibición. 
El  I  ntendente  se  destacaba  en  el  centro,  con  un  rollo  amena- 
zador en  la  mano;  don  Gaetano  y  los  suyos,  subidos  sobre 
un  improvisado  patíbulo,  mostraban  los  flamantes  instru- 
mentos que  brillaban  al  sol  de  tal  modo,  que  obligaban  a 
cerrar  los  ojos. 

Un  aplauso  estruendoso,  que  ya  lo  quisieran  muchos  de- 
butantes, se  hizo  oir.  Las  damas  y  señoritas  sabían  las 
sonrisas  que  habían  tenido  que  derrochar  para  hacerse  de 
aquellos  instrumentos,  y  los  caballeros  los  pesos  que  tales 
sonrisas  les  habían  costado,  pero  todos  rebosaban  de  orgullo. 
Cuentoleofú  tenía  banda  jy  con  dos  instrumentos  más  que 
la  de  Sonsolanquen! 

Don  Samuel  habló,  no  sin  que  se  atravesaran  varías  pa- 
labras de  las  que  el  secretario  había  incubado  en  el  discurso; 
pero  nadie  le  oía,  todos  estaban  impacientes  por  escuchar 
los  aires  musicales;  pero  como  todo  tiene  fin  en  este  mundo, 
el  discurso  del  Intendente  también. 

Don  Gaetano  apenas  terminó,  se  embocó  el  clarinete,  y 
dando  la  patadita  clásica,  hizo  romper  a  la  banda  en  una 
algarabía  de  sonidos,  que  los  wagnerianos  decían  que  era 
de  Lohengrin,  y  los  rosinianos  del  Barbero. 

Al  terminar,  una  salva  de  aplausos  atrueno  el  espacio;  el 
público  no  pudo  contener  su  admiración  y  subió  al  tablada 
para  abrazar  a  don  Gaetano  y  a  los  músicos. 

Y  la  banda  siguió  durante  dos  horas  resoplando  en  aquellos 
instrumentos  y  aturdiendo  los  oídos  cuentoleofucenses  con 
un  entusiasmo  loco.  Los  músicos  hacían  dar  a  sus  instrumen- 
tos el  máximo,  con  la  esperanza  de  que  a  Sonsolanquen  lle- 
garan los  ruidos  producidos  por  la  banda. 

DIBUJO    DE    CENTURIÓN. 


RECORTES 


jíl^ 


—  Mira  que  barco  más  hermoso;  tiene  tres  años  de  botado  al  agua. 

—  Pues  cuando  tenga  quince  no  podrá  entrar  en  la  dársena. 


¿Le  lustro  la  pelada,  señor? 


—  Señora,  que  feo  es  ese  orangután 

—  Fíjese  y  no  insulte.  ¿No  ve  usted   que   eze  es   mi  marido  que  está  limpiando  la 
jaula? 


CREMA 
•     •  ••••  •    ••  •••••• 


LA  MEJOR  CREMA  DEL  MUNDO 


Elaborada  con  substancias  exclusivamento  higié- 
nicas y  de  primera  calidad,  con  absoluta  elimina- 
ción de  toda  clase  de  óxidos  y  albayalde,  como 
lo  comprueban  ios  certificados  en  mí  poder,  y 
que  están  a  disposición  del  público. 

Doctores  F.  A.  Justo  y  G.  A.  Schaefer,  Profe- 
sores de  Higiene  y  de  Química  en  la  Universidad 
Nacional  de  Buenos  Aires.  —  Doctor  H.  Riganti, 
del  Instituto  Bactereológico  del  Departamento  Na- 
cional  de    Higiene.  —  Doctor    Emilio    A.    Flores, 
Químico  y   Profesor  de  la  Universidad  de  Buenos  Aires.  —  Doctor  Higinio  Rossí,  Quí- 
mico del  Ministerio  de  Agricultura.  —  Doctor  José  Crippa,  Doctor  en  Química. —  Doctor 
J.  í^uppoli,  Médico  Cirujano.  —  Doctor  Jerónimo  Gandolfo^  Médico  Cirujano. 

Además,  para  mayor  seguridad  pagaremos  francos  500.000.  ;'••••**•  K'*  *  'H* 
a  quien  compruebe  que  en  la  fabricación  de  la  CREMA  *  '•-•••  X  ••  í  ••♦/ 
entran  materias  declaradas  o  reconocidas  como  nocivas  al  cutis  y  a  la  salud. 

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Depósito  General:  ^^iiiC^«iU«'   ^O't  -  D^,   /\irC6.   u.  T.,  2260  (Libertad) 


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Dirección  y  Administración:  Chacabuco,  151/155  -  Bs.  Aires 


PRECIOS    DE    SUBSCRIPCIÓN 

EN  TODA  LA  REPÚBLICA 

Trimestre (  3  ejemplares) $  3. — ■  m/n. 

Semestre  (6  »        ) »  6. —    » 

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Número  suelto »  1. —    » 

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"La    Continental"    -    Curt   Berger  y  Cía 

BUENOS  AIRES,  Reconquista,  379   (frente  al  correo) 


—V>L.?>yr& 


La  inmensa  sila  se  enciientra  llena  de  una  muchedumbre 
raidosa.  A  la  cruda  lux  de  los  focos  eléctricos,  se  ve  el  habi- 
tual cuadro  de  las  reuniones  de  boxa:  un  hormiguero  de  cá- 
belas, un  tumulto  de  conversaciones.  En  las  primeras  gn- 
das.  alrededor  del  riitf,  la  viva  blancura  de  las  almidonadas 
péchelas  y  los  destalos  de  las  alhajas  hacen  parecer  más 
apartadas  y  sombrías  las  masas  humanas  que  se  amontonan 
en  las  {alarias,  en  los  pasillos,  llegando  casi  a  la  bóveda 
donde  se  cierne  una  bruma  ligera. 

El  tablado  cuadrangutar  que  se  levanta  en  el  centro  de 
la  sala,  rodeado  por  sus  barreras  de  cuerda,  parece  minús- 
culo en  medio  de  la  multitud.  Esta  se  impacienta:  pero 
cuando  aparecen  los  dos  primeros  combatientes  de  la  reu- 
nión, cuando  surgen  sus  torsos  desnudos  donde  se  dibu>a 
la  musculatura,  un  repentino  silencio  reemplaza  a  la  al- 
garabia. 

La  batalla  se  prolonga,  se  termina  acrecentando  la  emo- 
ción de  la  muchedumbre.  Después  de  un  largo  entreacto 
comienza  un  segundo  duelo.  Los  minutos  se  deslizan  len- 
tamente, medidos  por  los  golpes  sordas  que  hacen  resonar 
las  carnes,  y  por  los  rumores  apasionados  y  por  los  aplausos. 

Durante  ese  tiempo,  en  un  rincón  del  ves- 
tuario un  joven  se  enerva  esperando.  Llámase 
Pablo  Moser  y  debe  disputar  el  tercer  en- 
cuentro a  un  boxeador  negro.  Sam  O'Keary, 
que  no  ha  sido  vencido  desde  su  llegada  a 
Francia  y  cuyo  prestigio  es  enorme. 

Pablo  Moser  es  todavía  un  desconocido  para 
el  público.  Hijo  de  padres  ricos,  desocupado. 
boxeó  primero  por  gusto:  algunos  triunfos 
conseguidos  le  embriagaron  después,  y  pro- 
vocó a  profesionales  de  segundo  orden,  los 
venció  y.  en  fin.  la  víspera  habla  aceptado 
reemplazar  ante  el  temible  Sam  O'Keary  a  un 
campeón  repentinamente  enfermo. 

Ahora  siente  su  temeridad.  Los  anteriores 
adversarios  le  parecen  despreciables  junto  a 
la  brutal  pujanza  que  ha  de  afrontar.  O'  Keary , 
apesar  de  su  apellido  irlandés,  es  un  negro 
de  pura  raza,  de  largos  y  musculosos  brazos, 
de  rostro  ftato  y  bestial.  Pab<c  piensa  en  las 
victorias  aplastadoras  que  Sam  alcanzó  sobre 
atletas  famosos.  ¿Qué  podía  hacer  el  joven 
frente  a  tal  adversarioV  Le  costaba  trabaja 
resistirse  al  desfallecimiento,  acordarse  de  su 
propia  fuerza.  El  bien  sabía  que  iba  a  ser 
vencido. 

¿Qué  necesidad  tuvo  de  lanzarse  en  tan 
loca  aventura?  Ayer  aún  confiaba:  pero  la 
noche  febril  ha  hecho  desvanecer  toda  espe- 
ranza- En  aquel  instante  está  seguro  de  la 
derrota,  y  la  anticipada  certeza  le  paraliza. 
Tiene  la  lengua  seca  y  las  sienes  le  laten 
fuertemente.  Cree  ver  el  golpe  que  le  abatirá, 
—  ese  duro  «crochet»  en  la  mandíbula  que  ya 
ha  adormecido  tantas  campeones  y  que  va  a 
castigar  su  presuntuoso  atrevimiento. 

El  joven  se  levanta  y  da  algunos  pasos 
para  engaitar  su  enervamiento.  Bajo  el  pei- 
nador de  muletón  viste  traje  de  lucha. 

La  puerta  de  la  habitación  donde  se  arre- 
gla Sam  está  todavía  cerrada.  ¡Qué  tardo  es 
en  prepararse,  Dios  mío! 

Varias  personas  atraviesan  el  vestuario.  Al- 
gunas camaradas  rodean  a  Pablo,  dándole 
consejos  que  no  oye,  mientras  delante  de  la 
puerta  de  Sam  unos  entrenadores  negros  en- 
selvan sus  blancos  dientes,  dirigiendo  crueles  ssnrisas  a 
Moser. 

Transcurre  aún  otro  cuarto  de  hora.  Esta  espera  acaba 
de  desmoralizar  al  joven.  En  vano  uno  de  sus  amigos  traía 
de  reconfortarle: 

—  ¡Vamos.  Pablo:  no  te  emociones  de  ese  modo!  Tú  vales 
mucho  más  que  ese  moreno. . .  Vas  a  hacerle  caer,  Pablito: 
te  digo  que  le  vas  a  hacer  caer . . . 

—  ¡Pardiezl  —  dice,  detrás  de  Pablo,  una  voz  burlona 
con  el  dinero  que  tiene  su  padre  no  es  difícil. . . 

La  frase  se  interrumpe.  Pablo  vuelve  el  rostro  brusca- 
mente hacia  el  que  acaba  de  hablar.  Es  un  hombrecito  es- 
cuálido y  encanizado.  sin  sombrero,  uno  de  los  empleados 
de  la  sala:  sonríe  con  aire  burlón. 

—  ¿Qué  es  lo  que  dicesV  —  gruñe  Moser. 

—  Nada,  nada  —  contesta  el  hombrecito, 
apartándose  rápidamente.     -  Es  una  broma. 

Pablo,  furioso,  levanta  la  mano  sobre  el 
burlón:  pero  sus  amigos  le  sujetan . . . 

Vamos,  es  necesario  no  tomar  en  serio  se- 
mejantes calumnias.  No  porque  tu  padre 
tenga  rentas  se  van  a  sospechar  de  ti  cosas 
desleales.  Se  conoce  demasiado  a  Pablo. 

El  joven  boxeador  se  calma  y  se  encoge 
de  hombros.  Mas  la  frase  del  hombrecillü 
burlón  le  persigue,  le  acosa. . .  «Con  el  di- 
nero que  tiene  su  padre  no  es  difícil . . .  • 
¡Qué  infamia. . .!  Luego,  si  por  acaso  Pablo 
triunfa,  he  aquí  que  en  la  sala  se  dirá:  •  El 
dinero  del  padre. . .  • 

Y,  a  propósito,  ¿dónde  está  el  señor  Mo- 
ser? ¿Por  qué  permanece  en  la  sala  en  vez 
de  venir  a  animar  a  su  hijo?  Esta  aus-rrriri 
inquieta  a  Pablo.  Pero  de  repente  div.  ■. 
silueta  que  él  busca.  Elegante,  sonri'-  v; 
con  su  impecable  galera  de  felpa  y  un  rubi 
en  la  corbata,  se  aproxima  el  padre  del 
boxeador. 

El  segundo  encuentro  ha  terminada.  El 
rumor  de  la  muchedumbre  llega  por  boca- 
nadas. El  seflor  Moser  estrecha  las  manos 
de  su  hijo. 

—  Vanws,  chiquilin:  trata  de  sostener  el 
honor  del  apellido . . . 


Mas  su  buen  humor  parece  ficticio  cuando  exclama: 

-  Es  necesario  que  admire  a  tu  adversario  antes  de  que 
tú  le  deshagas . . . 

Vuelve  las  espaldas  y  se  encamina  al  gabinete  de  Sam; 
empuja  la  puerta  y  desaparece.  Pablo  le  sigue  con  la  mira- 
da, atontado.  ¿Qué  va  a  hacer  su  padre  en  aquel  gabinete? 
¿Qué  va  a  hacer.  Dios  mío? 

El  joven  repite  la  frasecilla  pérfida  que  oyó  hace  poco. 
Y.  bruscamente,  comprende. . .  Pardiez.  el  señor  Moser  co- 
noce demasiado  a  O'Keary.  la  reputación  de  venalidad  del 
negro,  para  no  haber  pensado  en  ello. . .  El  señor  Moser  es 
archimillonario  y  desea  apasionadamente  la  victoria  de  su 
hijo. 


Pablo  siente  que  se  le  enrojecen  las  mejillas  como  si 
hubiera  recibido  una  bofetada.  Después  le  invade  un  pensa- 
miento ruin,  mezcla  de  gozo  y  de  melancolía;  y,  encogién- 
dose nuevamente  de  hombros,  murmura: 

—  jBah,  después  de  todo,  eso  es  mejor!... 

Pasaron  cinco  minutos.  El  señor  Moser  se  eternizaba  de- 
trás de  aquella  puerta  cerrada.  Al  fin  reapareció,  siempre 
sonriendo,  impenetrable.  Detrás  de  él  surgió  la  elevada  fi- 
gura del  atleta  negro. 

El  aspecto  de  Sam  es  terrible;  y  cuando  los  dos  boxeado- 
res, tras  los  preparativos  de  la  lucha,  el  atar  de  los  guantes 
y  las  advertencias  del  arbitro,  se  encontraron  frente  afrente 
sobre  el  tablado,  Pablo  examinó  aquellos  músculos  que  se 
arrollaban   bajo   la   piel    negra,   aquellos   labios  aplastados, 


aquella  enorme  mandíbula  de  bruto,  aquellos  hombros  ma- 
cizos. El  torso  armonioso  del  blanco  parecía  frágil  junto 
aquel  mastodonte.  Moser  pensaba  en  la  aprensión  que  ten- 
dría si  no  supiera  lo  que  sabe.  Porque  las  últimas  palabras 
de  su  padre  confirmaron  aún  más  su  certidumbre:  « |Animo. 
Pablo;  estoy  seguro  de  tu  victoria. . .  Pardiez! » 

El  joven  recobra  con  esto  su  calma  de  hermoso  comba- 
tiente. Sabe  que  el  negro  va  a  salvar  las  apariencias,  simu- 
lando una  lucha  encarnizada..  .  Se  acuerda  de  luchas  aná- 
logas de  las  que  él  aprendió  hacía  mucho  tiempo  los  se- 
cretos convenios. 

El  gong  resuena.  Los  dos  boxeadores  se  dan  las  manos; 
después  sus  puños  se  cierran,  se  balancean.  Sin  una  finta, 
bruscamente,  el  negro  acomete  y  hace  tambalear  a  Pablo. 
Pero  el  joven  esquiva  un  segundo  ataque,  salta  y  toca  du- 
ramente el  ñato  rostro.  O'Keary  afecta  una  sonrisa,  cuan- 
do un  nuevo  golpe,  recibido  en  una  oreja,  cambia  la  sonrisa 
en  una  mueca. 

Pablo,  a  su  vez,  recibe  un  golpe;  pero  no  se  turba.  Jamás 
ha  estado  con  tanta  sangre  fría.  Recibe  en  sus  guantes  un 
doble  «crochet»  de  Sam;  va  con  un  directo  al  mentón,  des- 
plegando atrevidamente  la  fuerza  de  sus  fle- 
xibles hombros.  No  arriesga  con  esto  nada, 
pues  el  otro  «debe»  ser  batido.  Siéntese  elás- 
tico, preciso,  y  mientras  golpea  a  su  an- 
tagonista,   se   pregunta: 

-  -  ¿Cuánto  le  habrá  podido  dar  él? 

«'El",  es  el  señor  Moser,  que  desde  el  públi- 
co sigue  ansiosamente  el  combate.  Pablo  no 
le  ve,  no  ve  nada  de  lo  que  hay  en  la  sala; 
solamente  ve  al  atleta  negro  cuyos  largos 
brazos  simiescos  guadañan  el  aire.  Los  golpes 
se  precipitan,  redoblan;  Sam  se  enerva  ases- 
lando  puñadas  sin  conmover  al  joven,  que 
para  con  calma,  responde  de  cerca  y  busca  el 
punto  débil  mientras  se  sorprende  de  tal  en- 
carnizamiento. 

-  Hace  bien  su  papel,  —  piensa  Pablo;  — . 
quiere  dejar  a  salvo  su  reputación. 

El  drama  de  la  boxa  se  prolonga  en  medio 
de  la  muchedumbre  que  jadea. 

Los  «rounds»  se  suceden,  interminables,  cor- 
tados por  descansos  muy  breves.  En  fin,  al 
decimosexto,  Sam  se  descubre,  el  otro  salta  y 
con  todo  el  peso  de  su  cuerpo  da  el  golpe. 

O'Keary.  tocado  en  la  boca  del  estómago, 
titubea,  después  se  desploma  con  los  brazos  en 
cruz.  El  juez  cuenta  el  décimo-segundo.  Pablo 
ha  ganado. 

Con  limpio  salto  franquea  las  cuerdas  mien- 
tras la  muchedumbre  le  aclama.  Pero  la  son- 
risa de  sus  labios  tumefactos  es  triste  y  cuando 
su  padre  le  felicita,  encoge  los  hombros  con 
aire  molesto.  ¡Ah,  nada  de  felicitaciones;  no 
vale  la  pena! 

El  orgullo  de  la  victoria  no  turba  al  señor 
Moser  hasta  el  punto  de  que  no  advierta  esa 
expresión  que  le  asombra.  Arrastra  a  su  hijo 
a  un  rincón  del  vestuario,  le  interroga  y,  a  me- 
dida que  el  boxeador  habla,  el  rostro  del  señor 
Moser  se  torna  más  serio. 

—  Pablo: —  dice  al  fin  cuando  su  hijo,  bal- 
buceando,  termina  de  hablar,  —  te  juro  que 
te  engañas. . .  Solamente  por  pura  curiosidad 
fui  a  ver  a  O'Keary. . .  Te  doy  mi  palabra  de 
que  todo  lo  que  piensas  no  es  cierto. 
Su  voz  vibra:  trata  de  persuadir  al    hijo; 
va  a  invocar  el  testimonio  de  los  entrenadores   del  mismo 
Sam.  Pero  se  detiene  ante  un  gesto  de  protesta. 
— Te  creo,  — exclama  Pablo,  desconcertado,  «convencido». 
Porque  no  dudó  ni  un  segundo  de  la  palabra  de  su  padre. 
Por  un  misterioso  fenómeno,  la  certidumbre  le  invade,  ab- 
soluta, sin  que  tenga  necesidad  de  otra  prueba. . .  ¿Tan  poco 
creía  en  la  fábula  novelesca  que  había  imaginado? 

La  imaginó  sin  persuadirse  completamente,  puesto  que 
una  palabra  fué  suficiente  para  disipar  la  ilusión.  Y,  sin  em- 
bargo, esta  ilusión,  haciéndole  perder  el  miedo,  le  había 
concedido  fuerzas  para  ensanchar  su  corazón  y  obtener  la 
victoria.  ¿Qué  estúpida  hipocresía  hay  en  el  fondo  de  to- 
da   sugestión,    hasta  en    el    fondo   de    la    sugestión    más 


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Curan  sin  cansar  el  estomago; 

Grippe  -  Influenza  -  Reuma 

Dolores  de  c<:ibeza.  Todas  las  INeuralqia.s 


-Por  eso  Sam  hacía  tan  bie.n  su  pape!, 

-  pensó  semisonriendo,  en  tanto  que  la 
verdad  se  le  hacia  cada  vez  más  palpable 
y  evidente. 

Sí;  O'Keary  ha  luchado  lealmente,  con 
rabia.  La  evidencia  deslumhra  a  Pablo,  al 
mismo  tiempo  que  un  nuevo  orgullo...  Ha 
triunfado  en  una  batalla  sincera.  El  gusto 
de  la  sangre  que  corre  de  sus  encías  le 
parece  el  brutal  y  embriagador  perfume  de 
la  victoria. . .  Se  siente  fuerte,  alegre;  que- 
rría abrazar  a  alguien. 

En  el  grupo  que  le  rodea,  un  hombre 
se  desliza  para  aproximarse  al  campeón.  Es 
el  mismo  que,  por  burla,  sin  reflexionar, 
ha  dicho  la  frase  pérfida  de  antes,  la  fra- 
secilla llena  de  consecuencias:  «¡Pardiez,  con 
el  dinero  que  tiene  su  padre,  no  es  difícil!» 
Ni  siquiera  se  acuerda  el  hombrecillo;  está 
entusiasmado  por  la  victoria  de  Moser;  se 
estremece  todavía,  después  de  haber  pata- 
leado de  gozo. . . 

Y  de  pronto  se  queda  atolondrado  al  ver 
que  el  boxeador,  que  acaba  de  reconocerle, 
le  tiende  la  mano  murmurando  estas  pa- 
labras que  nadie  comprende,  ni  aún  el  mis- 
mo hombrecillo: 

—  ¡Gracias,  viejo! 

Luis  Champeaux. 


>>^ — 


He  ahí  las  tres  palabras  que  nos 
protegen  contra  los  estragos  de 
los  años.  He  ahí  el  lema  inva- 
riable del  gran  reedificador  del 
organismo  humano  de  la  céle- 
bre e  insustituible 

ÍPERBIOTINA 

MALESCI 


Preparación  patentada  del  Establecimiento  Químico 
Dr.   Malesci  -  Firenre    (Italia) 

Inscripta  en  la  Farmacopea  del  Reino  de  Italia 

VENTA  EN   LAS    DROGUERÍAS  Y  FARMACIAS 

M.  C.  de  MONACO 

Único  Concesionario-Importador  en  la  R.  Argentina 
VIAMONTE,  871   -   Buenos   Aires 


Buenos  Aires,  octubre  de  1916. 


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3E  NAVIDAD 

V    MUÑECA 

>ESEADA 


I3i_>^'.s  "v  'i_rpK?  >^— 


Como  refresco:  ideal.  Como  agente 
curativo:  los  médicos  lo  recomiendan. 
Como  bebida  sana  y  altamente  diges- 
tiva: los  niños  lo  toman  en  cualquier  can- 
tidad. Los  niños  DEBEN  tomarlo. 

El  jugo  de  Uva  "Armour"  se  obtiene  de  una  clase  especial  de  uva, 
científicamente  cultivada  para  este  solo  objeto,  y  su  fabricación  abso- 
lutamente escrupulosa  sin  alcohol  de  ninguna  clase  y  sin  que  el  pre- 
cioso fruto  pierda  sus  altas  condiciones  curativas  y  saludables  es  la 
razón  de  su  éxito  sin  precedentes  en  el  mundo.  La  razón  de  su  fama. 

INSISTA  SIEMPRE  EN  QUE  LE  VENDAN  -ARMOUR" 


—  I=>I_>^-S    "VXI_T"C>  >^».— 


UNA  CACERÍA  DE  COCODRILOS  EN  EL  PARA 


En  algunas  provincias  del  antiguo  Egipto  ha- 
bían hecho  del  cocodrilo  un  animal  sagrado  al  que 
se  veneraba  como  a  un  dios.  El  centro  de  este  culto 
estaba  en  la  ciudad  de  Arsinoe,  que  por  esta  razón 
tomó  el  sobrenombre  griego  de  Krocodilopolis. 
Pero  en  otros  distritos  los  indígenas  perseguían  de 
muerte  al  terrible  reptil. 

Se  ha  querido  explicar  esta  diversidad  de  opi- 
niones, diciendo  que  existían  dos  especies  de  coco- 
drilos distintas:  una  la  de  los  malos,  la  de  los  bue- 
nos otra.  Sin  embargo,  hay  cinco  variedades  en  el 
Nilo. 

Lo  único  que  se  ha  podido  observar  es  que  con 
las  primeras  oleadas  de  la  creciente  del  río,  vie- 
nen envueltos  muchos  cocodrilos,  llamados  «shak» 
en  la  antigüedad.  Esta  aparición  era,  pues,  de 
buen  agüero;  parecía  que  los  cocodrilos  arrastra- 
ban al  Nilo,  trayendo  el  desbordamiento  anual 
que  fecundaba  y  fecunda  las  tierras  del  Delta. 

Sea  lo  que  fuere,  resulta  que  el  cocodrilo,  como 
en  numerosas  aldeas  de  la  India  cuyos  habitantes 
le  tienen  por  el  dios  familiar,  «deota»,  obtuvo  un 
respeto  que  en  verdad  no  mereció  nunca.  En  vida 
se  les  adornaba  con  joyas,  y  muertos  eran  embal- 
samados cuidadosamente,  mientras  innumerables 
egipcios  de  las  clases  trabajadoras  y  los  esclavos 
sólo   tenían   por  adorno   las  señales  del   látigo  y 


únicamente  se  les  momificaba  metiéndoles  en  un 
baño  de  betún. 

Aquellos  tiempos  han  pasado,  el  feísimo  reptil 
es  ahora  un  ídolo  caído.  Los  negros  de  África  lo 
cazan  para  comérselo  y  para  perfumarse,  pues  el 
cocodrilo,  según  ellos,  tiene  una  carne  deliciosa, 
y  posee  glándulas  que  segregan  una  especie  de 
almizcle.  También  tiene  ciertas  virtudes  medici- 
nales, sirviendo  para  fabricar  adornos  los  dientes 
y  la  piel  en  la  construcción  de  sandalias. 

Los  hombres  blancos  le  rinden  aún  culto  cuan- 
do se  les  presenta  bajo  la  forma  de  valija,  cartera 
o  cigarrera.  A  pesar  de  eso,  el  cocodrilo  es  entre 
nosotros  el  símbolo  de  la  hipocresía  asesina.  Una 
tradición  antiquísima  dice  que  llora  antes  de  en- 
gullirse a  un  hombre,  como  si  se  viera  obligado 
a  cumplir  un  doloroso  deber.  «Lágrimas  de  coco- 
drilo» llamamos  a  las  lamentaciones  de  los  tartu- 
fos que  fingen  pena,  para  ocultar  su  alegría  y 
justificarse  ante  ellos  mismos.  Mas  el  cocodrilo 
tiene  una  altura  moral  superior  a  la  de  los  fariseos. 
La  naturaleza  le  ha  dado  dientes  formidables  que 
no  sirven  de  cascanueces,  precisamente.  Y  le  gusta 
la  carne  humana,  la  carne  de  cañón,  que  vale  tan 
poco,  que  es  tan  abundante  y  fácil  de  conseguir. .. 

Valiente  y  ágil  dentro  del  agua,  cobarde  y  pe- 
sado en  tierra,  el  cocodrilo  cumple  una  misteriosa 


misión,  cuyo  motivo  aún  no  pudo  el  hombre  des- 
cubrir. Espanta  a  todos  los  animales  de  buen  ta- 
maño; solamente  el  hombre  se  encarniza  con  él: 
jurando  su  destrucción.  Tiene  dos  únicos  amigos, 
uno  en  África,  otro  en  América.  Allá,  el  «curso 
ríos»,  un  pájaro  de  pequeño  tamaño,  le  presta  in- 
apreciables servicios.  Tendido  en  la  arena,  bajo 
la  cálida  caricia  del  sol,  el  reptil  abre  su  bocaza 
enorme  para  que  el  cursorios  le  limpie  cuidadosa- 
mente la  dentadura  con  el  pico,  librándole  de 
molestos  insectos,  crustáceos  y  gusanos.  Un  ave 
zancuda  de  candido  plumaje  hace  al  cocodrilo 
americano  este  trabajo  de  dentista. 

El  tiburón  de  agua  dulce,  llamado  entre  nosotros 
yacaré,  abunda  en  los  ríos  del  Brasil,  constitu- 
yendo una  peligrosa  plaga.  En  el  Estado  de  Para, 
donde  se  les  persigue  sistemáticamente,  se  ha  lle- 
gado a  reunir  más  de  un  millar  de  piezas  cobradas 
en  una  sola  cacería.  Los  cazadores  van  rodeán- 
dolos y  a  medida  que  el  cerco  se  estrecha,  los  coco- 
drilos pierden  su  audacia  y  su  valor,  hasta  el  punto 
de  dejarse  degollar  sin  defensa. 

Mr.  Rooseveit,  en  aquella  célebre  excursión  en 
que  afirmaba  haber  descubierto  el  río  Duvida 
(conocido  ya  por  los  geógrafos  brasileños  bajo  el 
nombre  de  río  Castanho),  hizo  con  su  terrible 
rifle  de  cowboy  muchas  víctimas  cocodrilianas. 


LOS  PELIGROS  DE  LA  DESESPERACIÓN 


Ningún  enfermo  del  estómago  e  intestinos,  por  crónica  y  rebelde  que  sea  su  dolencia,  debo 
desesperarse.  Muchos  han  consultado  notabilidades  médicas  sin  encontrar  alivio,  y  al  tomar 
STOMALIX  del  Dr.  Saiz  de  Carlos,  han  recobrado  la  salud.  Las  fermentaciones  anor- 
males del  estómago  producen  acedías  y  vómitos,  que  se  corrigen  inmediatamente  con  este 
medicamento.  Quita  las  náuseas,  ardores  epigástricos,  y  la  digestión  se  normaliza,  el  enferrno 
come  más,  digiere  mejor  y  se  nutre.  Es  de  resultados  positivos  en  las  diarreas  y  disentería. 
Venta  en  Farmacias  y  Droguerías.  Pidan  folleto  a  Carlos  S.  Prats,  San  Martín,  66,  Buenos  Aires. 


— t>LJV'':s  -y^i-rrvs  y=^- 


I 


DOM  LUIZ 


T  1830  1 

Martins  t  CJ^    ^ 

Luis  Dufaur;!» 

SuccessoR  ■•ífK 

Buenos  Aip,.ES 


Note  usted  bien  esto: 

Después  de  medio  siglo  de  perseverante 
y  digna  actuación,  Oporto  DOM  LUIZ 

ha  conquistado  la  plataforma  del  éxito 
y  recibido  la  consagración  de  la  alta 
sociedad,  de  los  médicos  y  de  las  ma- 
dres, que  gracias  al  agradable  tonifi- 
cante han  restablecido  la  salud  de  sus 
hijos  adolescentes. 

Fíjese  bien  en  la  botella  que  indica  el  grabado 

adjunto   y   pida   claramente   a    su   proveedor: 

Oporto  DOM  LUIZ. 


LA  GARGANTA  DE  LA  "SPOKANE  RIVER" 
EN  EL  ESTADO  DE  WASHINGTON 


UN    PUENTE    COLGANTE    QUE   PARECE    HECHO    CON    TELA    DE    ARAÑA. 

A  primera  vista  ss  creería  que  los  constructores  de  este  frágil  y 
atrevido  puente  obedecieron  a  los  mandatos  del  sentimiento  artístico, 
no  queriendo  romper  con  el  esqueleto  rígido  y  feo  de  un  arco  metá- 
lico, la  armonía  del  paisaje.  La  verdad  es  más  prosaica.  Lejos  de  las 
ciudades  y  de  las  grandes  vías  de  tráfico,  en  aquellas  solitarias  tierras 
americanas,  donde  un  puente  costoso  nunca  podrá  reportar  los  bene- 
ficios pecuniarios  que  deben  exigirse  a  toda  obra,  el  hombre  inge- 
nioso ha  de  substituir  al  ingeniero. 

Los  agricultores,  mineros  y  otros  pionners  de  la  civilización  que  vi- 
ven a  orillas  del  Spokane  river,  en  el  Estado  de  Washington,  que 
necesitan  atravesar  ese  río,  han  sabido  vencer  el  obstáculo,  a  fuerza 
ds  atrevimiento. 

Es  una  obra  que  merece  siquiera  un  capítulo  firmado  por  el  genio 
que  en  nuestros  tiempos  mejor  supo  cantar  las  glorias  de  las  empresas 
imposibles.  El  autor  de  «Los  trabajadores  del  mar»  hubiera  descrito 
maravillosamente  el  esfuerzo  de  paciencia  e  ingenio  que  supone  esta 
labor. 

¿Quién  fué  el  Gilliat  de  tan  magna  obra?  Justo  sería  que  la  prensa 
norteamericana  hubiese  realizado  una  información  sobre  ese  motivo. 
Tal  vez  nunca  se  conozca  el  nombre  o  los  nombres  de  los  esforzados 
varones  que  burlaron  el  propósito  del  río,  pasando  por  encima  de  él. 

Antes  de  que  la  estrecha  y  delgada  plancha  fuese  tendida  sobre 
dos  alambres  de  cobre  en  su  largo  de  treinta  y  tres  metros,  el  Spokane 
river  había  servido  de  tumba  a  muchos  hombres.  El  río,  tranquilo 
a  veces,  furioso  otras,  llenaba  aquellas  gargantas  aislando  a  los  habi- 
tantes de  una  y  otra  orilla,  que  necesitaban  buscar,  aguas  abajo  y 
aguas  arriba,  vados  distantes. 

Estas  clases  de  puentes  son  muy  comunes  en  África,  en  los  sitios 
donde  el  progreso  no  hizo  su  aparición.  Pero  debieran  ser  raros  en 
el  civilizado  y  rico  país  norteamericano. 

Pasar  este  puente  no  resulta  obra  que  pueda  acometer  cualquiera. 
El  peso  de  una  sola  persona  le  hace  cimbrarse  de  un  modo  bastante 
inquietante,  y  el  viento  le  balancea  como  un  barco.  Añádase  que  la 
corriente  mirada  desde  la  débil  planchada  es  capaz  de  producir  vér- 
tigos a  la  cabeza  mejor  dispuesta  a  resistirlos.  Los  habitantes  del 
país,  por  prudencia,  no  se  aventuran  más  que  de  dos  en  dos.  Necesí- 
tase una  larga  práctica  para  poder  utilizar  los  servicios  del  puente, 

Constituyendo,  pues,  un  ejercicio  que  además  de  los  riesgos  ya 
apuntados  ofrece  el  peligro  de  una  rotura  posible,  no  es  de  extrañar 
que  los  hombres  ávidos  de  emociones  aprecien  debidamente  la  im- 
portancia de  la  pasarela  tendida  sobre  el  Spokane  river.  Los  turistas 
io  conocen  y  acuden  allí  para  hacer  la  imprudente  travesía. 

Por  este  motivo  los  habitantes  de  aquellos  contornos  miran  con 
orgullo  su  puente  que  no  cambiarían,  artísticamente  hablando,  por 
el  célebre  puente  de  Brooklyn. 


— i=>i_;v^.s 


—  t^L-^N^-'S^     X    1_  1"C?.¿S.— 


Jffarrods 

ha  seleccionado  con  crite- 
rio artístico  y  práctico  una 
Valiosa  serie  de  juguetes 
y  artículos  para  regalos, 
que  ofrece  a  precios  esti- 
mados los  más  módicos, 
dada  su  riqueza  y  bondad 
insuperables 


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blanco  y  negro,  calidad  superior,  3  bolones,  el 
par $  2.20 

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en  blanco  y  negro  solamente,  corle  elegante.  2  bct- 
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Guante*  de  «eda,  puntas  reforzadas,  surtido  en 
colores  blanco  y  negro,  calidad  muy  fina,  2  boto- 
ne», el   par    $  2.90 

Guante*  de  *eda,  puola*  reforzadas,  en  colores  dr 
moda,  blanco  y  itegro,  muy  buena  calidad.  16  bo- 
lones,  el    par    $  4. SO 

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30.     .  28.  -   y    $  24.— 

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do., ü    $  6.90 

Sombrillas  de  seda,  forma  jafionesa,  con  voladi- 
lo».    a    $    19.50 

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Íjev-'S    75.         y     $   30. 

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28.-    y    $  19.50 

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Eatuche  de  3  piezas.  Imperial  Acacia,  perfume- 
ría Sauzé.  compuesto  de:  I  caja  de  polvos,  1  lo- 
ción.   I    extracto,  a    $  25. — 

Estuche  de  3  piezas,  perfumería  S-jazé.  en  Ins 
(>erfumes  clavel,  rosa,  jazmín.  hel:otropo,  lilas, 
muguet,  violeta,  mimosa,  cyclamen.  compuesto  de: 
1  caja  polvos,  I   loción,   1  extracto,  a.  .  .    $  26.50 

Estuche  de  4  piezas,  fjerfumería  Sauzé.  jazmín  o 
lilas,  compuesto  de:  1  caja  polvos.  1  loción,  1  ex- 
tracto.  1   jabón,  a   $  29.50 


Estuche  de  3  piezas,  perfume  Antea,  perfumería 
Sauzé,    a     $  29.50 

Estuche  de  4  piezas,  perfume  Antea,  perfumería 
Sauzé,    a    $  32.50 

Estuche  cartera  de  cuero,  con  4  piezas,  perfume 
Caoudray,  compuesto  de:  I  caja  polvos,  1  ex- 
tracto,   1    espejito,    1    cisne,   a    $   12.50 

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toilette,  juegos  de  frascos  y  necesaires 
para  uñas,  en  carey,   marfil   o   nácar. 

Juegos  para  té,  de  puro  hilo,  fundo  blanco  con 
guarda  de  color,  celeste,  rosa  y  oro,  de  1 ,50  por 
1.50.  con    12  servilletas,  a    $   16. — 

Juegos  para  té,  blancos,  cullole  de  hüo,  borda- 
Ho.»  y  vainillados,  de  1.50  por  1.50,  con  12  servi- 
lletas,  a    $  26.25 

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dibujos  de  fantasía,  de  1.60  por  1.60.  con  6  ser- 
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Almohadones  en  tul  bordado,  con  volados  linos. 
en  color  fisel,  articulo  de  gran  novedad,  a  $  50.    - 

y $  40.— 

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bordadas,  variadísimo  surtido  en  diseños  muy  nue- 
vos, articulo  muy  mdicado  para  regalos,  a  pe- 
sos  32.50  y    $  30. — 

Bomboneras  y  canastas,  forradas  en  seda,  con 
encajes  y   rosas   rococó,   a  $  Í0.—    hasta  $   14. 

Cajas  de  madera  citronier.  con  chapa  y  cierre  de 
piala,  de  $  50. —  hasta    $  35. — 

Cajas  de  ruero,  con  miniaturas  de  porcelana  y  fi- 
guras antiguas,  de  $  25. —  hasta $  8. — 

Gran  surtido  en  bomboneras,  floreros  y  cache- 
pot.  en  cristal  artístico  de  Nancy,  de  $  120. — 
hasta    $    16. — 


JUGUETES 

Cracker»  "Tom  Smith*',  con  sorpresas  muy  nove- 
dosas y  de  gran  entretenimiento  para  las  clásicas 
reuniones  familiares  de  Navidad,  Año  Nuevo  y 
Reyes.  La  caja  de  12  crackers,  desde  $  6.50  hasta 
pesos    $   1 . 

Medias  "Santa  Clauss**,  con  una  gran  variedad 
de  juguetes  para  niñas  y  niños.  Cada  media,  des- 
de $  29.—  hasta   $  0.55 

Precioso  y  variado  surtido  en  animales  de  paño 
o  felpa,  de  perfecta  imitación,  c|u.,  según  tamaño, 
desde  $   57.       hasta $  3. — 

Muñecas  "Bebé  Jumeau",  las  mejores  que  se  fa- 
brican, con  cabeza  de  biscuit,  pelo  natural,  con 
vestidos  eleg.mtes,  c¡u.,  según  tamaño,  desde  pe- 
sos   180.       hasta    $  42. 

Muñecas  vestidas  en  otras  clases,  surtido  de  gus- 
tos y  tamaños,  desde  $  47. —  hasta $   1.95 

Muñecos  irrompibles,  de  pasta  o  género,  imitan- 
do clowns.  tonys.  etc.,  desde  $  21.50  hasta  $  2.10 

De  gran  actualidad,  muñecos  imitando  soldados 
de  los  ejércitos  aliados,  a $  6. 

Panoplias  Militares  con  los  uniformes  de  los  ejér- 
citos: Argentino,  Inglés,  Francés,  Ruso,  Belga, 
Serbio  e  Italiano,  en  sus  diferentes  armas,  desde 
pesos  49. —  hasta $  10. — 

Fusiles  de  aire  comprimido,  con  carga  a  munición 
«  flecha,  a  $  II.—,  8.90  y $  6.50 

Otras   clases,   a $  4. — 

Carretillas  de  latón,  muy  bien  pintadas  y  con  úti- 
les para  jugar  en  la  arena,  a  $  13. — ,  9.50  y  pe- 
sos       6. 

Automóviles,  inmenso  surtido  de  fabricación  in- 
glesa y  francesa,  en  madera  pintada  a  fuego,  con 
manejo  a  brazos  o  a  pedal,  variedad  de  tamaños 
y  modelos,  desde  $   195. —  hasta $  40. — 


I 


f 

É 


El  departamento  de  JUGUETERIA  en  HARRODS,  tiene  por  el  momento  carácter  transitorio. 
Esto  significa  que  el  surtido  de  JUGUETES  que  exhibimos  es  absolutamente  nuevo  y  que 
el  stock  debe  agotarse  por  completo  al  finalizar  la  época  de  venta. 

Sus  precios  han  sido  marcados  sumamente  bajos. 


FLORIDA,  877 


J^arrods 


I 
I 


Agencia  en  MAR  DEL  PLATA,  San  Martín,  2465    -     Unión  Tclef.,  292  (Mar  del  Plata)    | 


PARAGUAY,  554   I 


Año  i. 


NÚM.  8. 


j^iH    L^j-\    l: 


.o  1  Aín  wi  A 


—  r^LS'^^^-     \    L.I    I-3.-X- 


^^r  «  1  d  ^"^"^^  os  situacionistas  daban 
B        UJr  gran    fiesta;    carne    con 

H        Tp  cuero,  taba  y  beberaje  a 

H         II  discreción,  visto  la  pro- 

H         jj  ximidad  de  las  eleccio- 

.^rfs::;^;;;^;;;^— -^  nes.  En  cambio  los  opo- 
I  ^'^         sitores  carecían     de  tal 

11  derecho,  y  con  pretexto 

I  de   evitar  jugadas  pro- 

hibidas por  la  ley,  las  autoridades  obstaculiza- 
ban todo  propósito  de  reunión. 

En  un  boliche,  a  orillas  del  pueblo,  juntáronse 
desde  las  once  a.  m.  los  apurados  en  retobar  el 
buche.  Los  principales  dijeron  algunas  palabras 
hostiles  contra  la  canalla  opositora;  cantó  un  pa- 
yador versos  laudativos  para  el  -«cabeza  del  par- 
tido»; jugóse  a  la  taba  para  mal  de  muchos,  y  se 
bebió,  a  perder  aliento,  en  los  gruesos  vasos  tur- 
bios, salpicados  de  burbujas  cuya  efervescencia 
detuviérase  en  el  enfriamiento  del  vidrio. 

Oín  la  luz  diurna  fuese  la  alegría  ingenua. 
Ya  habían  cruzado,  como  tajeantes  relámpagos 
de  bravuconería,  algunos  conatos  de  riña  entre 
la  gente  mala,  pero  todo  hasta  entonces  fué  sólo 
pasajera  alarma. 

¿Cómo  podía  seguir  así  la  calma?  Estaba  Ata- 
nasio  Sosa,  cargado  de  dos  muertes  y  muchos 
hechos  de  sangre;  Camilo  Cano,  mal  pegador  te- 
mido por  la  crueldad,  visible  en  sus  pupilas  sin 
mirada;  Encarnación  Romero,  estrepitoso  de  pro- 
vocaciones, y  sobre  todo  Reginaldo  Britos,  el  bra- 
vo negro  Britos.  siempre  dispuesto  a  pelear,  inútil 
de  bebida  pero  involteable,  resistente  a  las  puña- 
ladas como  una  bolsa  al  calador. 

¿El  negro  Britos?...  Ni  preguntarse  que  sor- 
tilegio podía  mantenerlo  en  pie,  malgrado  el  cen- 
tenar de  mortales  cicatrices  que  hacían  de  su  pe- 
llejo un  entrevero  de  surcos  claros  e  irregulares. 
Contra  él  se  ensayaban  los  novicios  contando  con 
la  inseguridad  de  sus  arremetidas  pesadas  de 
ebriedad  tambaleante,  que  le  convertían  en  blan- 
co seguro. 

¡Pobre  negro  Britos!  Ya  estaba  ebrio  y  no  sal- 
varía de  alguna  funesta  reyerta. 

Hablábale  yo  para  distraerlo,  de  caballos,  arreos, 
trenzados,  o  pagos  lejanos,  y  él  me  escuchaba  con 
visible  esfuerzo  en  sus  cejas,  caídas  hacia  el  rincón 
exterior  de  sus  ojos,  como  dolorosos  subrayados 
de  su  frente  ceñida  por  el  lauro  de  un  gran  tajo. 

De  cuando  en  vez  comentaba  con  jocosa  irrup- 
ción mis  decires,  mientras  parecía  abstraerse  en 
previsiones  de  un  hecho  venidero. 

A  nuestra  espalda,  remolineó  la  gente  y  alzá- 
ronse las  voces.  Atanasio  Sosa,  hinchadas  las  na- 
rices de  una  repentina  furia  inexplicada,  parecía 
contestar  a  una  agresión  que  en  realidad  no  existía. 

—  ¡Me  van  a  asustar  negros  grandotes  porque 
se  disen  duros  donde  encuentran  blanduras! 

Columbré  la  alusión.  Parado  muy  cerca,  en  la 


rueda  abierta  en  torno  al  malevo,  vi  a  mi  peón  Se- 
gundo Sombra,  mirando  con  ojos  que  fingían  sor- 
presa. El  era.  sin  duda  alguna,  el  desafiado  y  me 
apresuré,  olvidado  de  Britos,  a  intervenir  impi- 
diendo un  cercano  desenlace. 

—  A  palos  se  soban  las  guascas  duras ...  —  de- 
cía Sosa. 

Don  Segundo  era  hombre  tranquilo;  haciéndose 
el  desentendido  asentía  fingiendo  admiración: 

—  ¡A  la  pucha! .  . .  Yo  siempre  dije  que  usté 
era  hombre  malo...  pero  seré  curioso...  ¿Usté 
maniará  la  gente  primero? 

Los  que  se  atrevieron  a  reír  lo  hicieron  a  pasto. 
Sosa,  en  el  fondo  temeroso  ante  don  Segundo, 
agregaba: 

—  ¡No!. . .  si  yo  sé  por  quién  lo  digo. 
¿Cómo  fué?  No  sé  decirlo;  pero  Sosa  y  Britos 

se  encontraban  de  pie,  cara  a  cara  mirándose  a 
voltearse. 

Sosa  sacó  un  revólver.  Britos  resbaló  un  pequeño 
cuchillo  de  su  vaina;  el  vacío  se  hizo  a  su  alrede- 
dor por  miedo  a  las  balas,  y  ¡oh  triste  idea  de 
borracho!    Britos    tomó    del    respaldo    una    silla, 


apuntando  las  cuatro  patas  hacia  su  enemigo,  pre- 
tendiendo escudarse  con  la  esterilla,  mientras  avan- 
zaba buscando  un  cuerpo  a  cuerpo. 

Y  se  consumó,  en  unos  minutos  de  asombrada 
inmovilidad  general,  la  inmunda  cobardía. 

Sosa  le  enterraba  sus  plomos  en  el  vientre. 
Britos  avanzaba  en  zig-zag,  parado  en  seco  a  cada 
choque  de  los  proyectiles,  pero  sin  caer,  chapalean- 
do en  su  sangre  chorreante,  hasta  la  extinción  de 
su  vigor,  quedando  atravesado  sobre  su  silla,  caída 
de  pie  por  milagro,  como  una  res  carneada. 

Hubo  alboroto;  vinieron  las  autoridades,  y  un  mé- 
dico que  revisó  al  caído,  tras  prolijo  examen,  dijo: 

—  ¡Este  se  muere! 

Britos  abrió  Jos  ojos,  sonrió  y  la  pronunciación 
entorpecida  de  alcohol  y  agonía  respondió  con 
lento  enojo. 

—  ¡Diez  a  uno  a  que  no! 

Pero  no  hubo  más,  dada  la  gravedad  de  cada 
boquete  que  le  perforaba  el  cuerpo  dijéronle  mo- 
ribundo y  se  moriría. 

Entonces  las  autoridades  se  miraron  con  un 
mismo  pensamiento:  «si  este  desaparecía  sin  re- 
medio, habría  que  salvar  al  otro  haciendo  recaer 
en  el  proceso  todas  las  culpas  sobre  Britos.» 

Así  fué;  pero,  ¡oh  inverosímil  brujería!  Britos 
no  quería  morir  y  no  murió,  de  modo  que  al  en- 
contrarse a  plomo  sobre  sus  piernas  todavía  dé- 
biles, fué  a  pagar  con  dos  años  de  cárcel  los  bala- 
zos que  Sosa  le  pegara. 

Nunca  olvidé  esta  infamia,  a  la  cual  había  asis- 
tido para  mayor  crecimiento  del  odio  que  profesé 
siempre  por  los  caudillejos  rufianescos,  de  nuestros 
logreros  métodos  políticos. 

Pasaron  los  dos  años  sin  paliar  mi  enojo  ni  mi 
piedad  por  Britos,  cuando  una  tarde,  saliendo  del 
pueblo  en  dirección  a  la  estancia,  mientras  cruza- 
ba frente  al  boliche  de  «Las  palomas»  vi  a  un 
ebrio,  facón  en  mano,  haciendo  chispear  las  bal- 
dosas a  grandes  rayones. 

—  No  hay  bala  que  le  dentre  al  negro  Britos, 
ni  cuchillo  que  le  alcance  al  alma. 

Nadie  respondía  del  interior  a  los  desafíos.  Bri- 
tos, recién  librado  de  la  cárcel,  seguía  rayando  las 
baldosas,  convidando  a  todos  para  la  pelea. 

¡  Dios  te  ayude,  hermano! 


DIBUJOS     DE    FORTUSY. 


RiCAEDO 


^^i_nri:?>^w  — 


NA?  MAN^/^IÓN  5  GOLONFAU 

EN 


niLE 


555 


LA  SEÑORA  MARÍA 
LUISA  MAC-CLURE 
DE  EDWARD,  Y  SU 
HIJA  MARÍA  LUI- 
SA. DUEÑA  DEL 
ARTÍSTICO  PALA- 
CIO CUYAS  DE- 
PENDENCIAS RE- 
PRODUCIMOS. FO- 
TCGRAFÍA  HECHA 
EN  PARÍS,  HACE 
ALGUNOS    AÑOS. 


Muchos  son  los  aris- 
tócratas de  hoy  que 
sienten  un  placer  exhi- 
bicionistaen  amontonar 
en  sus  palacios  de  mo- 
dernísima arquitectura 
muebles  y  objetos  de 
arte  antiguos,  verdade- 
ras joyas  de  otras  épo- 
cas. Hay  en  esa  fiebre 
de  adquisición  de  cosas 
viejas,  un  deseo  de  de- 
mostrar riqueza  al  visi- 
tante deslumhrándole 
con  un  salón  que  vale 
una  fortuna  o  un  come- 
dor de  museo.  Será  ne- 
cesario suponer  también 


LA   PUERTA  PRINCIPAL   Y  EL    PARQUE   INTERIOR.    HACIA 
LA  IZQUIERDA    LA    CAPILLA    DE    LA    MANSIÓN    SEÑORIAL. 


—  I3>LrV>3 


pintorescas  y  fértiles  de  Chile,  se  ha  levantado 
una  gran  casa,  un  palacio  de  hace  dos  siglos,  una 
de  aquellas  casonas  severas  con  mucho  de  conven- 
to y  de  cabildo,  sin  que  un  solo  detalle.  como 
no  sea  la  blancura  inmaculada  de  las  paredes  vír- 
genes. -  nos  pruebe  que  aquel  palacio  señorial  y 
austero  haya  sido  alzado  sobre  las  serranías  de 
Quillote  hace  medio  año. 

Las  puertas  amplias  y  cuadradas,  claveteadas 
de  bronces  y  labradas  por  las  manos  maravillosas 
de  un  hombre  habilísimo  que  puso  en  su  obra  la 
misma  alma  y  el  mismo  gusto  que  el  mejor  ar- 
tífice de  hace  dos  siglos;  las  ventanas  grandes  y 
chatas,  con  sus  rejas  de  hierro  forjado  burdamen- 
te, retorciéndose  hasta  formar  extraños  arabescos 
y  figuras  de  escudos  y  de  armas:  los  tejados  de 
teja  sobre  las  paredes  albas;  los  corredores  inter- 
minables, claustrales:  las  palmeras  rindiendo  guar- 
dia junto  a  la  casa,  y  hasta  la  capilla  cargada  de 
lujos,  todo,  hace  revivir  en  el  visitante  una  época 
muerta  pero  no  olvidada. 

Esto  en  cuanto  a!  edificio.  Su  interior  es  mara- 
villoso. Salones  y  salas,  comedores  y  dormitorios, 
evocan,  sin  que  un  solo  detalle  ponga  su  nota  dis- 
cordante, estilos  desaparecidos,  épocas  de  castas 
y  de  alcurnias,  vidas  de  virreyes  y  de  oidores, 
lujos  y  comodidades  de  duques  y  marqueses.  Los 
grandes  sitúales  de  madera  tallada  y  cueros  labra- 
dos a  fuego;  las  cajuelas  valiosas  y  los  grandes 
arcones  con  sus  cierres  de  hierro  tosco;  los  arma- 
rios antiguos  adquiridos  en  Castilla  y  en  Flandes. 
con  las  armas  de  sus  nobles  que  debieron  vender- 
les al  venir  a  menos:  los  Gobelinos  que  un  día  lu- 
ciéionse  con  orgullo  en  el  comedor  de  algún  duque 
en  España  o  algún  Virrey  en  América,  allá  por  la 
época  de  la  conquista;  armaduras  de  caballeros 
andantes;  lámparas  y  faroles  adquiridos  en  el  Perú; 


uno  DB   US   COMBXXBS  DE  LA  CASA,    AMUB3LAO}   REjIAMBNTB: 

AL    rOHOO    UNA    GKAM     ESTUPA     SEMICIRCULAII,    D3S      ALACENAS 

DI  HADIItA    LABIADA,     UH     BKOCATO    ANTIGUO    Y    D3S     CUADR33 

DEL  SIGLO    XVII. 


que  un  gusto  artístico,  un  amor  grande  hacia  lo 
antiguo  y  lo  bello,  ayuda  a  tal  adquisición.  Pero  es 
preciso  convenir  que  muy  a  menudo,  —  las  más 
de  las  veces  generalmente,  —  resultan,  chocantes 
para  la  vista  aquellas  salas  forradas  de  raso,  con 
sus  puertecitas  blancas  y  de  pequeños  vidrios 
cuadrados  y  biselados,  repletas  de  muebles  de  la 
época  de  Felipe  II.  El  efecto  molesta:  se  admira 
la  riqueza  y  el  valor  de  todo  aquello,  pero  se 
protesta  contra  la  cultura  escasa  de  aquel  ^pñor 
o  aquella  persona  que  ha  amontonado  en  esce- 
nario tan  moderno  de  una  alegría  insinuante, 
muebles  y  objetos  que  llevan  en  si  el  sello  de  la 
gravedad  austera  de  la  época  a  que  pertenecieron. 
No  siempre  es  posible  encontrar  una  casa  para 
tal  objeto.  Pero  cuando  se  tiene  fortuna  suficiente 
para  comprar  antiguas  sillas  tapizadas  de  brocato 
en  vez  de  modernos  sillones  de  estilo  alemán,  bien 
se  puede'hacer  esa  casa.  Y  tal  es  lo  que  ha  realiza- 
do una  de  las  más  respetables  damas  chilenas, 
doña  María  Luisa  Mac-Clure  de  Edwards,  convir- 
tiendo su  mansión  de  campo  en  un  verdadero 
museo.  Bajo  su  dirección  personal,  en  los  campos 
de  San  Isidro,  en  Quillota,  una  de  las  regiones  mis 


LA    ESPLENDIDA   CAPILLA   DEL   FONDO   DE   SAN    ISIDRO. 

candelabros  de  plata,  obra  deliciosa  de  algún  artí- 
fice de  hace  varios  siglos;  muebles  de  estilo  Luis 
XV  español,  abanicos  pintados  y  de  marfil;  porce- 
lanas de  Saxe  y,  en  fin,  mil  cosas  más  producen 
en  el  que  allí  penetra  el  recogimiento  de  quien  ha 
retrocedido  a  una  época  gloriosa,  y  la  contempla 
con  recogimiento  y  respeto. 

Difícil  es  ofrecer  una  impresión  exacta  de  aque- 
lla casa.  Y  por  eso  confío  en  que  las  fotografías 
que  aquí  van  ayudarán  más  que  lo  dicho  a  supo- 
ner cómo  es  la  mansión  señorial  de  una  gran  dama 
de  hoy,  para  quien  el  culto  al  pasado  es  casi  una 
devoción,  y  que  ha  sabido  conservar  en  sus  virtu- 
des morales,  como  en  los  estilos  de  su  mansión,  la 
pureza  de  otras  épocas. 

Carlos  F.  Borcosque  S. 


UNO  DE  LOS 
SALONES  MÁS  RICOS  EN  OBJETOS 
ANTIGUOS.  SOBRE  LA  DEií  E^HA  GRANDE! 
VENTANAS  DB  REJAS  FO:<jADAS  Q'JE  SE 
ABREN  HACIA  UNO  DE  LOS  CORREDDREL 
ADORNOS  DE  MADERA  LABRADA  DEL  SI- 
GLO XVII.  ARCONES  Y  CAJUELAS  ESPAÑO- 
LAS. CANDELABROS  DE  PLATA,  DE  PIE  Y 
DE  PARED.  SITÚALES  DE  ROBLE  TALLAD  D. 
ESPEJOS  ESPAÑOLES  CON  FlDU/ÍAj  AL  OLE:! 
CONVIERTEN  ESE  SALÓN  EN  UN  VERDADE- 
RO  SANTUARIO   DE   ANTI jj EDAD 5>. 


^^L^'lUíy^— 


Don  Nicasio  Pajares,  el  dueño 
del  establecimiento  decampo  La 
María  Laura,  era  hombre  de  ma- 
las pulgas,  al  decir  de  las  gentes 
del  departamento  de  San  Javier. 
Hablase  hecho  famoso  en  cua- 
renta leguas  a  la  redonda  como 
vrototipo  del  patrón  abusivo  y 
tiránico  para  con  los  peones. 
Y  no  solamente  éstos  le  temían 
el  mal  genio,  sino  hasta  aquellas 
personas  que  por  una  u  otra  ra- 
zón veíanse  obligadas  a  mante- 
rer,  ordinariamente,  alguna  re- 
lación  con    él .  .  . 

jEn  verdad  que  era  todo  un 
original  personaje  el  tal  don  Ni- 
casio Pajares!...  Su  repulsivo 
rspecto  físico,  las  modalidades 
[Toserás,  la  carencia  absoluta  de 
buen  sentido,  sus  irreflexiones, 
su  indumentaria  extravagante, 
que  no  cambiaba  nunca,  y  has- 
la  los  hábitos  sedentarios  con 
que  vivía,  hacían  de  su  persona 
la  figura  más  antipática  y  ridi- 
cula que  pueda  forjarse  la  ima- 
ginación del  lector.  De  una  al- 
tura más  que  regular,  combado 
de  piernas,  obeso,  aunque  ágil 
en  el  andar,  con  cincuenta  in- 
viernos que  habían  curtido  su 
alma,  decorado  el  rostro  por  los 
besos  de  las  viruelas,  azafrana- 
do el  cabello,  escondidos  los  ojos 
por  un  ceño  torvo  que  le  encres- 
paba las  cejas,  y  bajo  la  nariz 
roma  una  boca  contraída  por 
cierto  rictus  despreciativo,  que 
quince  o  veinte  cerdas  rojas  por 
bigote  hacían  siniestramente 
cruel .  .  .  Cuello  de  toro  y  manos 
de  orangután . . .  ¡Tal  era  la  vera 
efigie  del  solitario  y  temible  due- 
ño de  aquella  estancia! ...  ¿Y  su 
vestir?.  .  .  En  igualdad  de  condi- 
ciones con  el  físico:  botas  cha- 
roladas, pantalones  color  lien- 
zo, saco  montagnac  o  camisa 
almidonada,  según  la  estación, 
y  al  cuello  —  eso  siempre  --  una 
amplia  corbata  de  lazo,  amari- 
lla como  un  canario  hambur- 
gués y  con  mucho  vuelo  en  las 
flotantes  puntas,  que  a  cualquier 
ráfaga  andábanle  batiendo  en  les 
hombros  como  dos  alas  de  ma- 
liposa:  el  látigo  en  la  diestra,  y 
algunas  veces  el  sombrerazo  de 
paja  manila  en  la  cabeza.  . .  Y 
una  vanidad  por  todos  los  poros, 
que  ya,  ya.  .  . 

. .  .Y  era  de  verle  por  las  ma- 
ñanas, a  la  salida  del  sol,  con 
qué  actitud  enfática  y  soberbia 
ocupaba  su  sillón  colonial  de  bra- 
zos, bajo  el  corredor  de  la  casa 
solariega,  para  observar  desde 
allí,  con  aire  de  inquisidor,  el  de- 
sarrollo de  las  diarias  faenas  de 
la  peonada.  Un  indiecito.  que 
conjuntamente  con  una  vieja 
salteña  constituían  su  única  servidumbre  domés- 
tica, cebábale  mate.  Y  los  matutinos  ejercicios 
musculares  del  patrón,  traducidos  en  mojicones  y 
puntapiés,  eran  soportados  con  resignada  pasivi- 
dad por  el  «pampita-.,  acostumbrado  al  mal  trato, 
y  que  continuaba  acarreando,  sin  una  queja  de 
dolor  aunque  empacado,  el  brebaje  favorito. 

Quié.i  sabe  qué  prejuicio  ancestral  sobre  el  con- 
cepto de  la  vida  y  la  sociedad  humana  pesaba  en 
el  cerebro  del  dueño  de  La  María  Laura;  el  caso 
es  que  él  considerábase  nacido  para  mandar  arbi- 
trariamente y  creía  que  los  demás  debían  obede- 
cerle sin  réplica.  Tal  era  la  base  de  su  filosofía 
feudal,  y  de  acuerdo  con  ella  estaba  el  cartabón 
con  que  medía  las  cosas  más  insignificantes.  ,  . 
En  presencia  suya,  los  peones,  sin  necesidad  de 
desviar  la  atención  de  sus  tareas,  ya  conocían  oor 
ciertos  signos  familiares  al  oído,  cuando  la  tor- 
menta, es  decir  el  enojo,  del  patrón,  estaba  a  punto 
de  desencadenarse  contra  alguno  de  ellos.  Primero 
era  una  tos  bronca,  con  la  que  don  Nicasio  empe- 
zaba a  componerse  el  pecho;  luego  unos  gruñidos 
sordos,  como  de  jabalí,  que  evidenciaban  descon- 
tento en  alguna  cosa;  el  azotar  del  latiguillo  con- 
tra las  cañas  de  las  botas.  . .  Y  de  repente  el  es- 
tallido violento;  los  rayos,  los  truenos,  el  diluvio... 

Don  Nicasio  levantábase,  si  estaba  en  el  sillón, 
y  se  iba  en  derechura  hacia  el  infeliz  que  había 
oca.sionado  su  ira.  .  .    Increpábalo,  furibundo;  mc- 


CTIAJ)RO/ 
DE  VID-A. 


tíale  los  puños  crispados  por  la  cara;  llamábale 
animaL  zopenco,  inseri'íble,  zaparrastroso,  y  mu- 
chas cosas  peores.  Para  ello  tenía  un  vocabulario 
especial.  Y  hasta  llegaba  a  sacudir  de  un  brazo  al 
interpelado  o  le  daba  un  empellón...  Y  gracias 
que  no  pasara  de  ahí.  .  .  Porque  audaz,  ¡vaya  si 
lo  era!...  Que  dijera  si  no  el  gringo  Victorio,  a 
quien  había  bajado  el  hombro  de  un  garrotazo  en 
cierta  ocasión .  .  .  ¡Guay  del  que  le  respondiera  o 
intentase  contradecirle!...  Entonces  don  Nicasio 
no  era  más  don  Nicasio.  ni  nada.  .  .  Perdía  toda 
su  dignidad;  era  una  bestia.  Pateaba;  vociferaba; 
daba  tres  pasos  para  aquí;  tres  para  allá. . .  Con- 
vertíase en  un  epiléptico.  .  .  Al  lado  suyo,  el  Ve- 
subio en  erupción  resultaba  un  poroto;  Orlando 
Furioso  parecía  un  mimo  vulgar.  .  .  Allá  iban,  vo- 
lando por  el  aire,  cuantas  prendas  de  recado,  ti- 
jeras de  esquilar,  marcas,  arreos  y  demás  útiles  de 
trabajo  se  encontraban  al  alcance  de  sus  manos.  .  . 
¡Aquí  no  manda  nadie  más  que  yo!,  tronaba  don 
Nicasio.  .  .  Y  seguían  los  improperios,  y  las  ame- 
nazas. . .  Y  la  despedida  inmediata  del  pobre  peón, 
con  la  agravante  de  azuzarle  los  perros  si  no  se 
mandaba  mudar  acto  continuo. 

Por  lo  regular,  aquella  nerviosidad  duraba  todo 
el  día.  Mas,  tales  ocasiones  eran  menos  frecuentes 
cada  vez,  porque  los  peones,  aceptando  dicha  opre- 
sión con  la  humildad  de  los  necesitados  y  desva- 
lidos, agachaban  la  cabeza  y  dejaban  que  arrecia- 


ra el  temporal ...  El  trabajo  es- 
caseaba en  todas  partes,  y  aun- 
que tratados  con  tanta  impiedad 
y  rigor,  en  La  María  Laura  se 
les  pagaba  con  toda  puntuali- 
dad; eso  sí . . . 

¿Tenía  familia  don  Nicasio?... 
Nadie  podía  afirmar  algo  al  res- 
pecto. De  temperamento  taci 
turno  y  nada  comunicativo,  ja- 
más había  hablado  con  ninguno 
sobre  cuestiones  íntimas.  Los 
únicos  que  le  visitaban  y  a  veces 
comían  con  él  o  jugaban  una  par- 
tida de  ajedrez,  eran  el  comisario 
de  Cañada  de  López,  pueblo  cer- 
cano, y  un  inglés  comisionista 
que  se  ocupaba  en  gestionar  la 
compra  y  venta  de  haciendas. 
Según  la  criada  vieja  que  le 
arreglaba  el  interior  de  la  casa, 
don  Nicasio  era  viudo...  Esto 
decía  ella  porque  había  encon- 
trado una  vez  un  biberón  en  el 
dormitorio  de  aquél...  Y  con 
sagacidad  chismográfica  dedu- 
cía asi;  el  biberón  supone  la  exis- 
tencia de  un  niño;  el  niño,  de 
una  madre;  la  madre,  de  un  es- 
poso... Luego  el  esposo  debía 
ser  don  Nicasio.  .  .  Lo  de  viudo 
agregábalo  por  su  cuenta. .  .  Res- 
pecto a  lo  demás,  misterio  abso- 
luto. . . 

Algunas  vtcts,  después  del 
laborar  cotidiano,  cuando  la  peo- 
nada tenía  su  parte  de  descanso 
y  refrigerio  en  la  velada  de  la 
cocina,  el  mulato  Arévalo,  viejo 
de  la  casa,  había  dicho  senten- 
ciosamente, aunque  en  voz  baja: 
-  ¡A  cada  chancho  le  llega  su 
San  Martin! .  .  .  Tuanía  ha'e  to- 
parse el  patrón  con  quien  no  le 
tolere.  .  .  Déjenlo  pastoriar,  que 
engorde.  .  . 

Lo  cierto  era  que  hasta  enton- 
ces, fuese  por  h  o  por  b.  don 
Nicasio  no  había  encontrado 
quien  se  le  fuera  a  las  barbas, 
ni  siquiera  quien  le  alzara  el 
gallo ...  Y  es  claro,  el  hombre 
vivía  envalentonado. 

En  ese  orden,  o  desorden,  de 
J  vida,    continuó    transcurriendo 

I  el  tiempo.   Los  peones  siempre 

J^^M  bajo  el  pesado  yugo  del  mal  tra- 

^j^B  to  de  don  Nicasio;  éste  siempre 

^^H  con  su  carácter  agrio  y  sus  ra- 

^^^  chas  de  cólera  o  neurastenia... 

A  la  entrada  de  un  verano  em- 
pezaron a  hacerse  los  preparati- 
vos de  la  esquila.  La  María  Lau- 
ra era.  uno  de  los  buenos  estable- 
cimientos de  la  provincia  de 
Santa  Fe.  en  ganado  lanar.  El 
capataz,  una  semana  antes  de 
empezar  el  trabajo,  comenzó  a 
buscar  peones  para  aquella  fae- 
na, puesto  que  no  eran  suficien- 
tes los  de  la  estancia.  Todos  los 
conchavados,  menos  uno.  eran 
paisanos  de  los  alrededores,  que  ya  habían  tra- 
jado  allí  en  diversas  ocasiones  y  sabían  con  quién 
tenían  que  habérselas.  Solamente  aquel  uno  era 
cara  desconocida:  hombrecillo  pequeño,  de  bom- 
bachas blancas  y  gorra  de  vasco,  que  había  soli- 
citado ocupación,  y  al  que  el  capataz  no  quería 
tomar  por  parecerle  inútil  para  un  trabajo  que 
requería  gente  experta  y  de  resistencia.  Sin  em- 
bargo, movido  a  lástima  ante  la  insistente  peti- 
ción resolvió  conchavarle,  no  sin  advertirle: 

—  IVIire,  amiguito:  como  usted  llegue  a  hacer  algo, 
en  el  trabajo,  que  al  patrón  le  parezca  mal. . .  no 
respondo  de  su  cuero.  .  . 

Y  se  sonrió  significativamente.  Y  tenía  porque 
sonreírse,  pues  ya  se  figuraba  al  endeble  y  alelado 
mocito,  zarandeado  o  triturado  entre  las  manazas 
de  su  enfurecido  patrón .  .  . 

Cuando,  por  la  noche,  el  recién  llegado  entró  a 
tomar  su  ración  de  cena  en  la  cocina,  los  peones 
del  corrillo  se  guiñaron  el  ojo  picarescamente,  como 
diciéndose:  ¿A  qué  habrá  venido  éste? . .  .  A  los 
pocos  días  ya  le  habían  puesto  por  sobrenombre 
M esquito. .  .  Y  realmente  que.  con  su  microscópica 
estatura  y  aspecto  raquítico,  no  le  quedaba  des- 
apropiado el  epíteto  aquel. 

A  pesar  de  ello  cumplía  bien  lo  que  se  le  man- 
daba; ciertamente  que  no  eran  cosas  de  gran  im- 
portancia ni  mayor  práctica,  pues  con  su  aire  de 
tonto  predisponía  a  no  ocuparle  sino  en  trabajos 


■I~»I     V 


XI     rK>.  X  — 


(¿ciles. . .  Don  Nicasio.  que  desde  el  sitio  habitual 
habia  contennrlado  aquella  mañana  a  los  nuevos 
peones,  preguntó  al  rarataz  ¿quUn  era  ese  títere? 

-Es  un  peón-  rraíf'íj.  repuso  aqué! .. . 

í'i»  iHjAi?,  muy  :.  agregó  para  congra- 

darie. 

—  Hum. . .  Imm. . .  refunfuñó  e!  estanciero:  que 
se  porte  bien,  porque  sino. . . 

Él  primer  dia  de  la  esquila  todo  anduvo  a  las 
mil  maravillas.  La  peonada  trabajó  mucho,  pero 
en  cambio  don  Nicasio  nada  tuvo  que  objetar:  por 
el  contrario,  parecía  que  el  hombre  se  habia  sua- 
vizado un  poco. . .  ¡si  se  estaría  por  efectuar  un 
milagro! . . .   ¡como  siguiera  asi! .  . . 

Pero  de  Dios  estaba  que  aquella  tranquilidad 
seria  efímera;  como  la  del  mar,  era  prenuncio  de 
borrasca. . .  Amaneció  el  segundo  dia,  y  junto  con 
él  don  Nicasio,  con  un  humor  de  todos  los  demo 
nios,  culpa  de  que  la  vieja  sirvienta  se  había  dor 
mido,  y  al  despertarle  ya  estaba  el  sol  alto.  Cuan 
do  apareció  en  el  corredor,  con  su  sombrero  pa 
jixo  y  la  voladora  corbata  amarilla  en  el  pescuezo 
hacia  un  par  de  horas  que  los  peones  estaban  en 
tregados  a  la  ocupación  de  esquilar  las  ovejas 
Un  ¿buen  dia.'.  seco,  gutural,  imperioso,  con  que 
respondió  al  saludo  de  la  peonada,  auguró  ma' 
tiempo. 

Felizmente,  la  mañana  pasó  sin  otra  novedad 
que  varios  gritos  de  don  Nicasio.  -  atendidos  de 
inmediato,  —  sobre  alguna  nimiedad  del  trabajo. . . 
(Ya  vendria  lo  gordo!. . .  Todos  lo  sabían:  todos, 
menos  el  impasible  Mosquito,  que.  con  su  cara 
estúpida,  estaba  atendiendo  la  puerta  del  corral. 

Llegó  la  tarde.  . ,  Como  uno  de  los  esquiladores 
se  hubiera  herido  una  mano,  hubo  necesidad  de 
reemplazarle,  y  el  capataz,  a  falta  de  otro  peón 
disponible,  puso  a  Mosquito  en  lugar  de  aquél,  no 
sin  recomendarle  que  trabajara  con  cuidado.  Mos- 
quito sabia  esquilar,  pero  no  tenia  mucha  práctica. 
Don  Nicasio,  en  cuanto  notó  el  cambio,  clavó  allí 
la  vista  como  el  tigre  que  descubre  su  presa . . . 
Y  no  era  inútil  su  precaución.  A  las  pocas  tijeradas 
la  mejor  de  las  ovejas  finas  san- 
graba de  dos  cortes  en  el  cuero... 
En  vano  el  inexperto  peón  ati- 
nó al  tarro  de  L  i  sol  para  curar 
al  animal,  que  balaba  como  un 
maldito:  ya  era  tarde...  Don 
Nicasio  estaba  encima  de  é!. 
echaba  chispas  por  los  ojos,  e 
inclinado  sobre  el  inerme  Mos- 
quito. —  que  parecía  hipnotiza- 
do por  la  mirada  de  ferocidad 
del  patrón.  —  gritábale,  con  es- 
pumarajos de  rabia: 

¡Ande  has  aprendido  a  es- 
quilar, hijo'e  mala  madre!  ¡sa- 
bandija! ¡Yo  te  vi'á  ensiñar  a 
lastimar  la  hacienia  fina'. . . 

Aquello  no  era  un  hombre:  era 
una  mesa  revuelta  de  insultos, 
gestos,  furia,  movimientos  y  pa- 
tadas contra  el  suelo:  un  hura- 
cán corporizado  en  forma  huma- 
na. La  figura  atlética  de  don 
Nicasio  estaba  pendiente  sobre 
el  insignificante  hombrecillo, 
que  bajo  la  mole  parecia  empe- 
queñecerse más.  Los  presentes 
quedaron  inmóviles,  contem- 
plando la  escena...  ¡No  cabía 
duda' ...  El  infeliz  novicio  iba 
a  desaparecer  de  una  dentella- 
da del  monstruo.. .  Cuando  don 
Nicasio,  después  de  haber  accio- 
nado convulsivamente,  muchas 
veces,  con  pies  y  manos,  alzó  sus 
formidables  puños  sobre  la  cabe- 
za del  peoncillo,  todos  cerraron 
los  ojos  para  no  ver. . .  En  la 
retina  les  quedó  una  visión  con- 
fusa de  hombre,  corbata  amari- 
lla y  tragedia . . . 

Mosquito,  anonadado,  sin  res- 
pirar casi,  no  había  tenido  ni 
tiempo  de  darse  cuenta  exacta 
de  su  situación.  Había  visto  a 
aquella  tempestad  estallar  enci- 
ma de  él  en  menos  de  un  segun- 
do. Le  habían  zamarreado  con 
una  potencia  mayúscula.  Enci- 
ma de  su  cara  veía  otra,  de  fie- 
ra humana,  de  dragón  apoca- 
líptico: ojos  dilatados,  vidrio- 
sos, que  despedían  fuego,  boca 
que  vomitaba  amenazas  e  inju- 
rias, facciones  descompuestas, 
un  vaho  de  horno  que  le  que- 
maba, un  corbatón  de  tela  ama- 
rilla que  se  le  sacudía  por  el  ros- 
tro, unas  palabrotas  como  true- 
nos, que  le  aturdían ...  ¿Qué  había 


hecho  él?  Habia  cortado  una  oveja. . .  Pero,  ¿aca- 
so no  sucedía  muchas  veces,  en  los  esquüos.  el  cortar 
a  un  animal?...  Y.  ¿qué  era  aquello  que  tenia  ante 
si?.  ,  ,  ¿Un  genio  irritado,  una  venganza  divina, 
que  se  desplomaba  sobre  su  frente  por  tal  pecado? 
Creyó  que  iba  a  desmayarse:  gotas  de  un  sudor 
frió  brotaron  de  sus  sienes... 

En  ese  mismo  instante,  al  tiempo  que  dos  puños 
como  macetas  de  carpintero  elevábanse  para  des- 
cargarse en  su  cabeza,  aquel  trapo  amarillo  que 
se  le  refregaba  por  los  ojos,  le  impidió  ver. ..  En- 
tonces, ante  el  terror  de  ser  aplastado  de  un  pu- 
ñetazo invisible,  la  desesperación  hizole  recobrar 
el  movimiento.  .  .  Manoteó,  febrilmente,  aquello. . . 
Agarró  una  tira  de  género,  y  se  echó  hacia  atrás, 
sin  soltarla.  Estaba  nervioso,  aterrorizado.  .  .  Fué 
su  salvación:  los  puños  no  cayeron  sobre  su  frente... 
Tiró  más,  tiró  con  todas  sus  fuerzas:  como  el  náu- 
frago que  se  aferra  a  una  tabla,  parecíale  en  el 
vértigo  de  su  espanto  que  soltar  aquella  cinta  era 
caer  en  un  abismo  sin  fondo.  .  .  Respiró  algo,  al 
fin. ,  .  Sentía  que  forcejeaban  con  él:  que  tiraban 
de  la  otra  extremidad...  Era,  seguramente,  el 
monstruo,.,  Y  luchaba...  y  se  revolvía...  y 
caía  por  último,  pesadamente,  al  suelo...  Mos- 
quito, que  continuaba  tirando,  inconscientemente, 
vióse  de  improviso,  aferrado  por  cincuenta  brazos, 
que  le  arrastraron  y  le  colocaron  contra  una  pared. 

¿Qué  había  sucedido?.  .  .  Cuando  don  Nicasio. 
en  el  ímpetu  supremo  de  su  cólera,  irguióse  por 
arriba  de  su  victima  para  ultimar  la  escena,  des- 
plomándole sus  puños  encima,  sintióse  agarrado 
violentamente  por  la  corbata:  el  lazo  se  corrió, 
apretando  el  cuello:  quiso  zafarse,  echándose  hacia 
atrás,  pero  el  nudo  se  ajustó  más  aún ...  La  idea 
de  que  aquel  minúsculo  hombrecillo  era  un  asesi- 
no feroz  cruzó  por  su  cerebro:  y  ya  no  se  le  apartó 
más,,.  Mientras  forcejeaba,  intentando  inútil- 
mente desasirse,  pues  la  presión  era  cada  vez  más 
fuerte,  pudo  echar  una  ojeada  al  rostro  de  su  ad- 
versario,.. ¡Cuánta  malignidad  felina  habia  en 
el  semblante  de  aquel  individuo! .  .  .   ¡Qué  expre- 


sión cínica!...  ¡Y  cuánta  fuerza  tenía!  ¡Cómo  ti- 
raba!... Don  Nicasio  se  arañaba  el  cuello,  sin 
conseguir  aflojar  el  nudo  fatal;  la  cara  se  le  puso 
roja;  tenia  la  lengua  reseca  y  la  boca  excesivamen- 
te abierta:  apenas  respiraba...  Los  ojos  salíanle 
de  las  órbitas.  .  .  balbuceaba  palabras  roncas,  in- 
inteligibles. .  .  Ya  no  podía  más.  ¡Cómo  se  son- 
reían los  demás  peones!  ¡Aquello  era  un  complot 
rara  asesinarle!  ¡Habíanle entregado  aun  criminal 
terrible! .  .  .  Las  sienes  empezaron  a  zumbarle;  dio 
algunos  pasos  vacilantes,  como  un  ebrio  a  quie;i 
arrojan  de  un  empujón.  .  .  un  traspiés. . .  otro.  .  . 
Y  se  desplomó,  como  una  masa  inerte,  sobre  el 
terreno .  .  . 

Tanto  los  peones  como  el  capataz  estaban  sin 
saber  qué  hacer.  También  ellos  no  salían  de  su 
sorpresa;  habían  vuelto  la  cara  o  cerrado  los  ojos 
para  no  ver  la  aniquilación  de  Mosquito,  y  de  im- 
proviso se  encontraban  con  don  Nicasio  vencido 
y  al  diminuto  peón  ahogándole,  estrangulándole, 
con  toda  ironía,  con  una  expresión  salvaje  en  el 
semblante,.,  y  tirando,  todavía,  su  víctima  en 
el  suelo,  del  lazo  fatal... 

Si  don  Nicasio  hubiera  sido  un  buen  patrón. 
Mosquito  habría  muerto  linchado  por  sus  peones. 
Pero  afortunadamente  para  él,  ninguno  de  éstos 
tenía  la  menor  pizca  de  afecto  o  de  conmiseració.i 
hacia  el  dueño  de  La  María  Laura.  Por  eso,  cuan- 
do al  verle  caer  corrieron  en  su  ayuda,  se  limita- 
ron a  arrancar  de  las  manos  herméticamente  cerra- 
das, de  Mosquito,  la  corbata  amarilla,  y  le  arras- 
traron hasta  un  ángulo  de  la  casa. 

Desde  allí  éste  oyó  decir:  ¡Lo  lia  querido  ahorcar! 
¡Quién  iba  a  creer,  con  esa  cara'e  mosca  muerta  y 
tan  airavesao  de  alma!...  En  torno  de  él  varios 
de  los  circunstantes  comentaban  el  suceso,  obser- 
vándole como  a  una  cosa  rara.  .  .  Más  allá,  alcan- 
zó a  ver  a  don  Nicasio,  que  levantado  por  el  capa- 
taz, aún  con  la  cara  congestionada  y  no  repuesto 
del  todo,  arreglábase  la  siniestra  corbata  amarilla, 
sacudíase  la  camisa,  sucia  de  tierra,  y  se  dirigía 
luego  hacia  el  interior  de  la  casa,  sombrío,  como 
un  can  que  ha  sido  castigado 
por  su  dueño. . . 

Aquella  misma  noche,  Mosqui- 
to, despedido  de  la  estancia,  iba 
por  el  camino,  a  dos  leguas  de 
ella,  pensando  en  la  horrible  es- 
cena del  día,  sin  acertar  a  com- 
prender, todavía,  cómo  se  había 
salvado  de  su  terrible  antagonis- 
ta, A  veces  parecíale  que  todo 
era  un  sueño.  .  .  En  tanto,  don 
Nicasio,  metido  en  cama,  volaba 
con  una  fiebre  de  cuarenta  gra- 
dos, que  a  fuerza  de  tisanas  y 
de  recetas  del  médico  del  pueblo 
vecino  fué  calmándose,  no  sin 
que  el  desequilibrio  nervioso  lo 
durase  varias  semanas. 

Después  de  un  mes,  en  que 
gracias  a  los  cuidados  de  la  bue- 
na de  Mercedes,  su  vieja  criada, 
las  consecuencias  del  atentado 
criminal  no  tuvieron  peor  resul- 
tado, la  salud  maltrecha  de  don 
Nicasio  quedó  restablecida. 
Cuando  los  peones  supieron  que 
ya  estaba  mejor,  dijéronse  ;';/ 
vetto:  «volvemos  a  las  andadas...» 
Pero  no...  ¡Oh.  inexorutables 
designios  de  la  Providencia!... 
el  patrón  de  La  María  Laura 
habíase  transfigurado...  Ello 
fué  bien  visible  al  ponerse,  de 
nuevo,  en  contacto  con  sus  ser- 
vidores. .  .  No  perdió  la  costum- 
bre de  sentarse  en  su  sillón  an- 
tiguo, bajo  el  corredor,  eso  no; 
pero  en  cambio  saludábales,  por 
la  mañana,  con  un  gesto  ama- 
ble; si  era  menester  corregir  al- 
guna cosa  hacía  las  indicaciones 
pertinentes,  sin  exaltaciones,  ni 
amenazas,  ni  gritos:  hasta  el  in- 
diecito,  portador  del  mate,  cesó 
de  recibir  sus  desagradables  pro- 
pinas, de  tan  ingrato  recuerdo... 
A  la  semana  siguiente  aumentó 
el  salario  a  todos  los  que  traba- 
jaban en  su  estancia . . . 

¡Únicamente,  como  quien  sien  - 
te  la  necesidad  de  vengar  un  agra- 
vio imperdonable,  el  flotante  cor- 
batón, amarillo  como  canario 
hamburgués,  desapareció  de  su 
indumentaria!...  En  su  reem- 
plazo veíase  un  pequeño  moño 
gris,  nada  estrafalario  ni  gro- 
tesco. 

Julián   de  Charra,'?. 

Diitrjos   iJi:   rLi.Ái.z. 


■y^.y^.'v'í-"-"  ~~"'.-';'"  •¿"••?j 


ESCUELA    ITALIANA 


LOS  AMIGOS  DE  LA  COCINERA 

ÓLEO    DE    QUADRONE 


DE  LA  COLECCIÓN  DE  DON  LORENZO  PELLERANO. 


PIVS 
.   VUBA 


—  OL^^^íB 


>>2v— 


JRllZ    0£    ROZAS. 


ORTIZ  DE  ROZAS.  Originario  del  lu- 
far  de  Rozas,  valle, de  Soba.  Arzobispado 
de    Burgos. 

El  primero  de  este  apellido  que  vino  a 
América  iaé  don  Domingo  Oriiz  de  Rozas 
y  Carda  de  Víllasuso,  (Caballero  de  la  Or. 
den  de  Santiago.  Presidente.  Gobernador  y 
Capiíin  General  de  Chile,  primer  Conde  de 
Poblaciones.  Estuvo  casado  con  dofta  Ana 
Ruiz  de  Brivíesca. 

Su  nieto  el  Teniente  General  don  José  de 
Solano  Ortiz  de  Rozas,  marqués  de  la  Sola- 
na. Caballero  de  Santiago  y  de  la  Orden  de 
Car:.'  'il  fué  asesinado  en  Cádiz  durante 
ie  1506.  siendo  Gobernador  de 
c  .En  esa  época  era  su  Edecán 

e!  deifuís  General  don  José  de  San  Martin, 
Libertador   de   América. 

Hermano  del  ya  nombrado  Gobernador 
de  Chile,  fué  don  Bartolomé  Ortiz  de  Rozas 
y  Carcia  de  Villasuso,  bautizado  en  Rozas  el 
4  de  septiembre  de  1639.  Regidor  y  Diputado 
General  en  1714  y  1725.  Comisario  General 
de  los  Cuerpos  de  Infantería  española  y  del 
de  Caballería  de  Guardias  de  Corps,  Caballe- 
ro de  la  Orden  de  Santiago:  casó  en  1713  con 
dona  María  Antonia  Rodillo  de  Brizuela. 

Don  Domingo  Ortiz  de  Rozas  y  Rodillo 
de  Brizuela.  Cadete  del  Real  Cuerpo  de  Guar- 
dias Españolas  de  Infantería.  Capitán  de 
Granaderos  de  Buenos  Aires. 

Tuvo  de  su  mujer  doña  Catalina  de  la 
Cuadra  Ferr^ndez  y  Ponce  de  León,  a  don 
León   Ortiz  de  Rozas,    nacido  en   Buenos 


^PjWL.yMtii^ 


MARCO    íitL   fi,:i'. 


Airís  el  1 1  de  abril  de  1760.  sirvió  de  Co- 
mandante en  Jefe  de  las  Haciendas  del  Rey: 
estuvo  casado  con  doña  Agustina  López 
de  Osorno.  y  entre  otros  hijos,  tuvieron  a 
don  Juan  Manuel  Ortiz  de  Rozas  y  López  de 
Osorno  que  nació  en  Buenos  Aires  el  30  de 
marzo  de  1793  y  falleció  el  U  de  marzo  de 
877.  Fué  Gobernador  y  Capitán  General 
de  dicha  provincia  en  1331  y  Jefe  Supremo 
de  la  Confederación  Argentina:  contrajo 
matrimonio  el  16  de  marzo  de  1¿I3  con 
doña  María  de  la  Encarnación  de  Ezcurra 
y  Arguibel.  nacida  en  1795  y  muerta  el  20 
de  oc»ubre  de  1333.  Estos  tuvieron  a  doña 
Manuela  y  a  don  Juan  Bautista,  la  primera 
casada  con  don  Máximo  Manuel  Terrero  y 
Muñoz  de  Rábago  y  el  segundo  con  doña 
Mercedes  de  Fuentes  y  Arguibel.  de  quienes 
existe  descendencia. 

Este  apellido  se  vinculó  a  las  familias  de 
Ezcurra.  Carcia  Mansilla.  Terrero.  Rodrí- 
guez Larreta.  Bond.  Baidez,  Salas,  etc. 

Una  hermana  del  primer  Conde  de  Pobla- 
ciones llamada  doña  Antonia  Ortiz  de  Rozas 
fué  casada  con  don  Matías  Alonso  de  Laja- 
rrota.  y  tuvieron  por  hijo  a  don  Domingo 
José  Alonso  de  Lajarrota  y  Ortiz  de  Rozas, 
Caballero  de  la  Orden  de  Alcántara,  el  cual 
pasó  a  Buenos  Aires,  y  el  12demayode  1756 
casó  con  doña  Maria  Josefa  de  la  Quintana 
y  Riglos,  de  quien  descienden  las  familias  de 
Aguirre,  Anchorena. 
Nazar.Sáenz  Valiente, 
Ocampo,  Urquiza,  Ma- 
daríaga,  Harílaos,  etc. 

Escudo:  Partido,  a 
la  derecha  en  campo 
azur  un  león  de  oro  su- 
perado de  un  lucero  de 
lo  mismo:  bordura  de 
plata  con  ocho  rosas 
de  gules,  a  la  sinies- 
tra, en  gules  tres  bo- 
lones de  plata,  corta- 
do de  azur  y  cuatro  li- 
ses  de  oro,  y  bordura 
de  plata  con  ocho  as- 
pas de  gules. 

MARCÓ  DEL 
PONT.  En  la  villa 
de  Calella.  principado 
de  Cataluña,  tiene 
asiento  la  casa  solar 
denominada  de  Marcó 
del  Pont,  tan  antigua 
como  la  villa  misma, 
habiendo  desempeña- 
do sus  hijos  los  em- 
pleos más  honoríficos, 
como  son  los  de  Al- 
caldes, Síndicos.  Re- 
gidores y  demás  car- 
gos de  confianza  en  el  Gobierno. 

Un  descendiente  de  este  apellido,  llamado 
don  Buenaventura  Marcó  del  Pont  y  Bori. 
se  estableció  en  Vigo.  en  cuya  Colegiata  casó 
el  9  de  diciembre  de  1760  con  doña  Juana 
Ángel  y  Méndez:  de  este  matrimonio  nacie- 
ron, entre  otros  hijos,  don  Fraticisco  Casi- 
miro, Gobernador  y  Capitán  General  del 
Reino  de  Chile:  fué  Caballero  de  la  Orden  de 
Santiago,  cuyo  hábito  tomó  el  año  de  1800. 

Don  Juan  José,  perteneciente  a  la  Real 
de  Carlos  III. 

Don  Manuel  Maria,  Capitán  de  Volunta- 
rios de  Gerona,  y  Caballero  de  Calatrava,  y 
don  Buenaventura  Miguel  Marcó  del  Pont 
y  Ángel,  que  vino  a  Buenos  Aires,  casando 
en  1787  con  doña  Francisca  Javiera  Díai  de 
Vivar.  Algunos  hijos  de  este  matrimonio  se 
establecieron  en  el  Perú,  Francia  y  España, 
donde  existe  descendencia.   Otro  de  ellos, 
don   Antoníno   Marcó  del   Pont,    nacido  en 
",■: — -.  Aires  el  i  O  de  mayo  de  lülO.  contrajo 
n  doña  Feliciana  Reyna.  de  quienes 
•  :en  los  representanies  de  esté  ape. 
iiidü.  ligado  en  la  actualidad  a  las  familias 
de  Rodriguez-Larreta.  Cabral-Hunter.  Ro- 
Tiias.  de  la  Torre.  Urí- 
Campo,  etc. 

iz J>:  en  campo  de  gules 

cinco  marcos  de  oro.  y  en  la 
parte  inferior  una  Puente  de 

i;a  y  dos  ondas  de  azur. 

■■7'.CA.    Este  apellido  es 

/  de  la  casa    Infan- 

.  .lar  de  Lezica.siiua- 

tia  en  ¡i  anteiglesia  de  Corte- 

zubi,  en  el  Señorío  de  Vizcaya. 

Don  Juan  de  Lezica  y  Ca- 

ceaga    contrajo   matrimonia 


CONDE    DE    LUCAR 


con  doña  Maria  de  Torrezuri  y  de  Astoreca. 
de  quienes  nació  don  Juan  de  Lezica  y  To. 
rrezuri,  bautizado  en  la  iglesia  de  Cortezubi 
del  Consejo  de  Aranquiz.  el  2o de  julio  de  1709. 
En  173-1.  el  rey  don  Fernando  VI,  expidió 
Real  Cédula  comisionándole  para  pasar  al 
puerto  del  Callao,  en  el  Reino  del  Perú,  con 
el  fin  de  estudiar  las  fortilicaciones  en  ese 
puerto  del  Pacifico.  Terminada  su  misión, 
se  trasladó  a  La  Paz,  donde  contrajo  matri- 
monio con  doña  Elena  de  Alquiza  y  Peña- 
randa, en  febrero  de  1736. 

En  17-13  vino  a  Buenos  Aires  para  regre- 
sar a  España,  pero  después  de  una  grave 
enfermedad  se  radicó  aquí. 

En  17,50  entró  a  formar  parte  del  Cabildo 
con  el  cargo  de  Regidor:  fué  Alcalde  de  pri- 
mer voto,  y  Alférez  Real  de  Buenos  Aires, 
en  cuyo  carácter  proclamó  al  Rey  Carlos  II 

A  instancias  suyas  se  elevó  la  población 
de  Lujan  a  la  categoría  de  Villa.  Fué  funda- 
dor del  templo  de  Nuestra  Señora  de  Lujan 
y  Patrono  del  de  Santo  Domingo  de  Buenos 
Aires,  donde  reposan  sus  restos. 

En  su  matrimonio  con  doña  Elena  de  Al- 
quiza  y  Peñaranda,  tuvo  nueve  hijos,  entre 
ellos  don  Juan  José,  que  casó  con  doña  Pe- 
trona  de  Vera  y  Pintado. 

Su  descendencia  se  vinculó  a  las  familias 
de  Alvear,  Christophersen,  Zapíola,  Tom- 
kinson.  Pirovano,  D'Amico  y  otras. 

Ostentan  por  armas: 
1.0  blasón  cuartelado 
en  sotuer;  en  jefe  tres 
corazones  de  gules  file- 
teados de  oro  en  si- 
nople.  2.'^  en  punta  un 
castillo  de  oro  en  cam- 
po de  sinople.  3."  y  4." 
en  los  flancos,  en  cam- 
po de  plata  un  lobo 
sable  pasando  debajo 
del  histórico  árbol  de 
Guernica.  Bordura  de 
gules  y  las  cadenas  de 
oro  de  Navarra.  Por 
timbre  un  yelmo  mi- 
rando al  frente. 

CASA  DE  LOS 
CONDESDE  LÚ- 
CAR.    SEÑORES 
DE  TAPIA  DE 
SANTA   CADE  A. 
SU    APELLIDO. 
DEL-MARMOL 
TAPIA.    Los  ascen- 
dientes de  este  linaje 
tenían  su  casa  solarie- 
ga en  la  villa  de  Luce- 
na    de   Córdoba,    que 
fundó  Luis  del  Mármol 
Carvajal,  historiador  de  «Rebelión   y  Casi  i- 
go  de  los  Moriscos  del  Reino  de  Granada». 
Descendiente  directo  de  éste,  fué  don  Ga. 
bríel  Luis  del  Mármol  y  Hurtado  de  Mendo. 
za,  nacido  en  Málaga,  en  febrero  de  1723,  y 
casado  el  23  de  noviembre  de  1751  con  doña 
Paula  de  Tapia,  hija  de  don  Alonso  de  Ta. 
pía  y  Mudarra  de  Santa  Gadea.- Conde  de 
Lúcar  y  Señor  de  Tapia  de  Santa  Gadea.  y 
de  doña  Teresa  de  Vela  y  de  la  Cueva. 

Hijo  de  don  Gabriel  Luis  y  de  doña  Paula 
de  Tapia,  fué  don  Miguel  del  Mármol,  po- 
seedor de  los  títulos  y  mayorazgos  de  esta 
casa,  que  nació  en  Málaga  en  1754,  pasando 
al  Río  de  la  Plata  el  año  1771.  Casó  en  Bue- 
nos Aires  con  doña  María  Micaela  de  Ibarro- 
la  y  Gribeo.  teniendo  por  hijo  primogénito 
a  don  Miguel  del  Mármol  Ibarrola.  que  na- 
ció en  Córdoba  del  Tucumán.  el  21  de  enero 
de  1773.  Fué  Regidor  del  Cabildo  de  Buenos 
Aires,  y  Presidente  del  Banco  Nacional. 
Casó  el  27  de  abril  de  1311  con  doña  Petro- 
na  de  R(?yna  y  Pizarro,  teniendo  por  hijo  a 
don  Máximo  del  Mármol,  que  nació  en  1813. 
Este  casó  con  doña  Luisa  Demaría  y  Esca- 
lada, cuya  descendencia  está  en  la  actuali- 
dad vinculada  a  los  Del  Már- 
'  '-il^fll  ^^^'  ^^''''^"za.  Labougle,  y 
"^'^r^S  Maschwitz,  los  que  conser- 
.  /-  /.y*^  van  sus  derechos  a  los  títulos 
V.^^      Je  esta  casa. 

Blasón:  seis  cuervos  de  sa- 
ble en  plata  y  bordura  de  gu- 
les con  ocho  escudos  de  plata 
y  azur.  Corona  de  conde  y  la 
Cruz  de  Santiago. 

CARRANZA.  La  familia 
de  este  ap'ellido  procede  de  la 
ciudad  de  Toro,  donde  nació 


el  23  de  enero  de  1756  don  Ángel  Martin  de 
Carranza,  Caballero  hijo-dalgo.  Como  capitán 
del  Regimiento  ('Saboya».  en  la  armada  del 
Virrey  Ceballos,  embarcó  en  Cádiz,  el  12  de 
noviembre  de  1776,  para  el  Rio  de  la  Plata, 
donde  hizo  la  campaña  de  Río  Grande. 

Enviado  al  Alto  Perú,  cuando  la  subleva- 
ción de  Tupac-Amaru.  asistió  al  sitio  de  La 
Paz.  donde  fué  gravemente  herido.  Vuelto 
a  Santiago  del  Estsro,  desempeñó  los  cargos 
de  Alférez  Real,  y  Sindico  Procurador  General. 

Estuvo  casado  con  doña  María  Cristina  de 
Santa  Ana.  y  entre  otros  hijos  tuvieron  a 
don  Ángel  Fernando,  que  nació  en  Santiago 
del  Estero,  en  1805.  Fué  Capitán  de  Patri- 
cios y  Diputado  al  Congreso  Nacional:  con- 
trajo matrimonio  con  doña  Petrona  de  Ba- 
rríonuevo:  viudo  en  1335,  casó  en  segundas 
nupcias  con  doña  Carlota  de  Achával,  her- 
mana del  Obispo  de  Cuyo,  Fray  V/enceslao 
de  Achával.  De  su  primer  matrimonio  nació 
don  Adolfo  E.  Carranza,  declarado  benemé- 
rito de  la  Patria  por  el  Senado  Nacional. 
Casó  con  doña  María  Eugenia  del  Mármol  y 
Demaría.  Uno  desús  hijos  fué  don  Adolfo  P. 
Carranza,  fundador  y  director  del  Museo 
Histórico  Nacional,  que  falleció  en   1914, 

A  esta  familia  perteneció  el  primer  Ob¡sp,o 
del  Rio  de  la  Plata,  Fray  Pedro  de  Carranca. 

En  la  actualidad,  llevan  este  apellido  las 
familias  de  Labougle,  Maschwitz,  etc. 

Escudo  cuartelado:  1.^  y  4.'',  lobo  de  sa- 
ble en  campo  de  plata:  2.»  y  3.",  torre  de 
plata  en  campo  de  sinople. 


—  1  'i_\'i=5     \   i_  1   I^^X- 


Yo  sentía  una  curiosidad  feme- 
nina por  conocer  el  palacio  de  Zu- 
loaga.  Me  lo  figuraba  repleto  de 
tesoros  artísticos,  coleccionados  há- 
bilmente por  ese  genial  catador  de 
bellas  y  raras  antigüedades.  Pero 
mi  deseo  ha  fracasado.  En  su  casa 
de  Zumaya  apenas  si  guarda  unos 
pocos  objetos  de  valor.  En  cambio 
el  edificio,  el  lugar,  el  paisaje,  el 
pintoresco  estudio  de  trabajo,  reser- 
van al  visitante  deliciosas  sor- 
presas. 

Ignacio  Zuloaga   me   recibe  con 
talante  abierto  y  afectuoso.   Lleva 
una  boina  de  vasco  sobre  la  frente 
y  una  camisa  blanda  deja  al  des 
cubierto  su  cuello  de  toro.  En  esta 
guisa  vive,  feliz  por  la  libertad,  en 
tusiasmado  por  sus  trabajos  de  ar 
quitecto  y  albañil.  Dirige  personal 
mente  las  obras  de  su  casa,  y  dis 
cute  con  su  arquitecto  la  longitud 
de  los  muros  o  e!  vuelo  del  tejado 
Planta  por   si   mismo    los   árboles 
ayuda  a  los  obreros. . . 

En  la  desembocadura  del  rio  Uro 
la,  próximo  al  pueblo  de  Zumaya 
hay  un  arenal  solitario  donde  azotan 
los  vientos  marinos  y  rompe  furiosa 
la  resaca.  En  ese  arenal  ha  plantado 
su  casa  el  pintor    La  casa  de  Zuloa- 


/ 


« 


qiiOGio 


gaes  simplemente  un  caserío  vasco,  encantador  de  sencillez. 

Conozco  bien  cuántas  personas  cultivadas  existen  en 
Buenos  Aires  que  estiman  amorosamente  los  artísticos 
interiores,  los  muebles  de  estilo,  los  cachivaques  antiguos 
y  estéticos.  En  este  sentido,  la  casa  de  Zuloaga  es  un  rin- 
cón insuperable.  Todo  allí  se  convierte  en  agrado  y  cu- 
riosidad; todo  está  presidido  por  un  buen  gusto  magistral. 

El  zaguán  de  la  casa,  por  ejemplo,  abierto  en  un  gran 
arco  rebajado,  brinda  al  huésped  un  refugio  amable  cuan- 
do los  vientos  del  Cantábrico  soplan  con  demasiada  vio- 
lencia; desde  allí  se  columbra  el  pueblito  de  Zumaya,  el 
manso  río,  las  colinas  verdes,  el  paisaje  de  égloga.  Pero 
en  el  lado  opuesto,  hacia  la  parte  del  mar,  una  terraza 
amplia  y  selecta  invita  al  reposo  estival  y  a  las  dulces 
contemplaciones,  oyendo  el  canto  inextinto  de  las  olas 
sobre  la  playa.  Y  el  patio  central,  en  forma  de  vestíbulo 
cubierto,  reproduce  de  alguna  manera  ese  aire  señorial 
de  las  viejas  mansiones  rurales,  con  su  escalera  de  an- 
cho tramo  y  entallada  baranda. 

A  la  hora  del  almuerzo,  yo  no  sabía  en  qué  punto 
situar  mi  atención.  La  comida  era  selecta  y  grata,  los 
vinos  deliciosos,  y  la  señora  del  pintor  me  ofrendaba  las 
mejores  amabilidades  de  su  alma  francesa.  Un  primo  de 
Zuloaga,  que  es  sacerdote,  decoraba  perfectamente  la 
mesa  con  su  austero  hábito.  Otros  dos  parientes  del  pin- 
tor, altos,  secos,  rostros  de  antiguo  hidalgo  español,  pres- 
taban nueva  fuerza  decorativa  al  almuerzo.  Pero  más 
allá  del  almuerzo,  por  encima  de  los  sabrosos  manjares, 
había  aún  numerosos  sujetos  de  curiosidad:  muebles  ra 
ros,  lozas  de  Talavera,  hornacinas  renacentistas,  jarros 
segovianos,  y  una  chimenea  admirable. 

El  taller  se  alza  junto  a  una  vieja  ermita  abandona- 
da, y  tiene  un  aspecto  imponente,  como  de  novela  de  fo- 


FACHADA    PRINCIPA!.    DE    LA   CASA    nFl.    PINTOR. 


— i=>i_;v^^   X 


UNA   GITANA   (ÓLEO) 

lletín  romántico.  Las  paredes  muestran  sus  desnudos  y  tos- 
cos sillarejos.  y  el  techo  muy  alto  está  sostenido  por  gruesas 
y  formidables  vigas  de  roble.  Una  chimenea  ojival,  abierta 
en  el  gran  muro,  está  pidiendo  un  concurso  de  salvajes  y 
barbudos  cazadores  romancescos.  Sobre  un  arcón  vetusto 
reposa  una  fragata  de  combate.  Sillas  de  cuero  antiguo  se  di- 
seminan en  la  estancia.  Y  en  el  fondo  de  un  bargueño  hay 
una  terracotta  de  Tanagra,  divina  de  expresión  graciosa.  Y 
junto  a  la  figulina,  un  pedazo  de  herradura  para  desviar 
la  jetta. . . 

Porque  este  pintor  refinado  que  conoce  todas  las  intelec- 
tualidades de  París,  es  en  el  fondo  un  hombre  sometido  a 
las  supersticiones.  Este  vasco  hercúleo  que  hace  gala  da  no 
tener  nervios,  ha  vivido  muchos  años  en  Andalucía  acompa- 
ñado de  gitanos  y  toreros.  Además,  Zuloaga  ha  sido  tore- 
ro.. .  Alguna  vez,  cuando  un  amigo  le  brinda  la  ocasión  de 
visitar  un  tentadero  de  reses  bravas,  Ignacio  Zuloaga  no  pue- 
de resistir  la  tentación  y  hace  con  la  capa  magistrales  ^Mí^tros. 

También  es  un  poco  pelotari;  y  al  efecto  ha  construido,  pe- 
gante al  taller,  un  fron- 
tón de  pelota  en  donde 
juega  épicos  partidos 
con  los  aldeanos. 

—  Le  ganarán  a  us- 
ted, seguramente. . . 

—  No  siempre.  Ju- 
gamos una  merienda 
colectiva,  y  con  fre- 
cuencia tienen  que  pa- 
garla ellos . . . 

Pues  bien,  este  hom  - 
bre  de  apariencia  ru- 
da, de  camisa  blanda, 
boina  de  vasco  y  cuer- 
po musculoso;  este 
hombre  que  quiere  ser 
sencillo,  primitivo  y 
bárbaro,  cuando  pre- 
senta sus  cuadros  en 
el  caballete  asume  una 
imprevista  actitud  ge- 
nial. Nada  tan  opues- 
to como  el  autor  y  la 
obra.  El  hombre  se  nos 
presenta  simplemente, 
y  el  cuadro  es  todo 
complicación.  Ved  ese 
retrato  de  mujer:  la 
elegancia  más  selecta 
está  representada  en 
esos  ojos  grandes  e  in- 
teligentes, en  la  postu- 
ra señorial  y  eximia. 
Ved  ese  desnudo  de 


LA    DEL   GUANTE    AMARILLO   (ÓLEO) 


INTIXIOX   DIL  ESTUDIO. 


mujer:  jamás  la  carne 
pudo  ser  pintada  con 
mayor  emoción  y  sin- 
ceridadyconmásgran- 
de  respeto  por  la  eter- 
na materia  femenina, 
fuente  de  amor  y  ma- 
ternidad. Y  en  fin,  ahí 
nos  presenta  un  paisa- 
je, en  el  pueblo  de 
Almézar,  sobre  la  tie- 
rra cálida  de  Aragón. 
Es  un  paisaje  severo, 
sobrio  de  color,  opu- 
lento en  su  dibujo,  in- 
superable de  expresión 
histórica.  En  ese  pai- 
saje tiene  puesto  su  ca- 
riño Ignacio  Zuloaga. 

—  Quiero  demos- 
trar que  yo  soy  tam- 
bién un  paisajista. . , 

Todos  estos  cua- 
dros, hasta  el  número 
de  treinta,  serán  re- 
mitidos a  Nueva  York, 
para  la  exposición  per- 
sonal que  el  gobierno 
yanqui  dedica  al  señor 
Zuloaga.  Hablamos  un 
poco  de  la  Argentina. 

JoséM.»Salaverría. 

San  Sebastiin,  1916. 


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Los  míos.  Mis  ojos  que  ocn  su 
perpetua  curiosidad  de  viajeros  se 
han  tornado  hacia  la  mujer  argen- 
tina, antes  de  fijarse  en  la  llanura 
inm'ensa.  el  gran  rio.  o  el  cielo  aus- 
tral sereno  y  bellamente  constelado. 
Contemplando  una  mujer,  hace- 
mos siempre  una  interrogación  ante 
su  psiquis  y  una  afirmación  ante  su 
cuerpo.  La  psiquis  rara  vez  nos  res- 
ponde: el  cuerpo  si:  ora  nos  sugiere 
admiraciones,  ora  desencantos,  pero  siempre  se 
arraiga  en  la  eterna  obsesión  del  hombre:  la  mujer 
que  completa  su  vida.  Gigantes  o  pigmeos,  la  mu- 
jer nos  lleva  al  término  medio,  estableciendo  la 
precisa  ponderación  entre  las  contrarias  solicita- 
ciones del  corazón  y  de  la  idea. 

Yo  cruzaba  una  calle  de  Buenos 

#  Aires,  que  tiene  un  nombre  de  pri- 

mavera e  impregnado  el  aroma  de 
todas  sus  mujeres:  entonces,  iban 
y  venian.  se  esparcía  un  ambiente 
de  feminidad,  y  las  vidrieras  refle- 
jaban rápida  e  indecisamente  admi- 
rables siluetas,  por  un  momento 
entrevistas  y  nunca  más  olvidadas. 

Era  la  hora  crepuscular,  y  entre  el 

<^y    **.^,<'-5*    ^*^°  '^^  '^  gente  veía  a  la  mujer 
>'-«y        I       que  se  aproximaba...    más  allá. 
f         i       otra  en  escorzo. . .  para  otra,  vol- 
vía la  cabeza,  porque  iba  ya  pasa- 
da, y  se  alejaba  cimbrando  el  talle 
esbelto  como  una  rama  en  el  viento. 
La  impresión  que  yo  he  experi- 
mentado, ha  sido,  a  un  tiempo  ex- 
traña y  optimista.  Algo,  como  si  tras  un  largo 
viaje,  arríbase  a  una  isla  donde  bajo  maravilloso 
cielo  seleccionasen  todos  los  países  su  belleza. 

¿Y  mi  condición  de  espectador,  no  se  ve  desvia- 
da en  su  análisis  por  sentimientos  de  superior 
eficacia? 

Puesto  en  observación,  y  apartando  un  poco  el 
motivo  sentimental,  me  acude  con  viveza  el 
recuerdo  de  la  española  y  de  la  italiana,  si 
bien,  diversificado  y  con  una  genuina  sensa- 
ción de  nacionalidad  distinta.  No  encuentro 
aquella  criolla,  aquella  hija  de  América,  que 
las  lecturas  y  el  fantasista  ensueño 
de  la  adolescencia,  forjaban  con  un 
carácter  de  hermoso  exotismo  semisal- 
vaje.  Yo  pensaba  encontrar  la  mujer 
indolente,  de  mirada  pasional  y  capri- 
chosa, de  una  prematura  madurez,  que 
en  las  novelas  y  las  estampas  tenía  el 
prestigio  temible  de  las  pasiones  enco- 
nadas, la  huraña  independencia,  la 
hamaca,  el  esclavo  negro,  la  humareda 
azulada  y  serpentina  del  tabaco... 
Veo  que  no  hay  nada  de  eso.  En  la  más 
europea  de  las  ciudades  de  Europa, 
estaría  una  mujer  porfeña  como  en  su 
casa,  con  el  mismo  aire  de  dominio,  la 
misma  elegante  seguridad,  el  mismo 
refinamiento  ultramoderno. 

&>n  todo,  a!  hablar  antes  de  unos  persiten'.es  re- 
cuerdos, lo  hacia  sugestionado  por  la  luminosa  vi- 
sión de  las  imágenes  latinas.  He  visto  muchos 
ojos  de  española,  ojos  de  fiebre  que  invitan  al 
ritmo  y  a  la  audacia,  y  muchas  bocas  italianas. 
rojas  como  una  herida,  finas  y  herméticas,  copia- 
das, acaso,  de  Monna  Lisa.. 

Pero  la  porteña,  agrega  a  ese  heredado  tesoro 
un  inconfundible  aspecto  de  espiritualidad  y  buen 
gtisto.  Difícilmente  habrá  otras  mujeres  como  éstas, 
pues  a  semejanza  de  las  antiguas  civilizaciones, 
realzan  la  belleza  nativa  con  el  bien  vestir. 

Ahora,  ¿qué  psicología  es  la  suya?  La  maravilla 
del  cuerpo,  ¿qué  alma  esconde?  El  templo,  ¿qué 
santuario  oculta?  Si  yo  pudiera  contestar  a  estas 
interrogaciones,  detendría  aquí  la  pluma,  pues  las 
rían  ya.  para  mi,  de  esa  sugestión 
que  se  funda  en  el  misterio.  Muy 
'  que  ignoramos  se  hace  imperioso 
en  virtud  de  nuestra  debilidad 
ante  las  cosas  desconocidas. 
Con  prontitud,  juzgamos  de 
una  hermosa  cabeza,  de  una 
sonrisa  armoniosa,  de  un  cuer- 
po con  perfecciones  de  esta- 
tua, o  de  una  voz  que  suena 
con  la  emoción  de  una  muy 
grata  música. .  .  pero,  ¿quién 
se  atreve  a  juzgar  del  pensa- 
miento, de  la  ironía,  de  la  vo- 
luptuosidad o  de  la  fascina- 
'-i'ín  que  en  esas  externas  per- 
■''■':c¡ones  se  encierran?  Pe- 
-0  es  acercarse  a  una 
í,  y  procurar  la  com- 
:,r»;risión  momentánea  de 
un    espíritu    femenino,    es 


rr.\BICI'l  H  lEGnSiA 


Ayorinu^i^. 


'■*=«=*=*<= 


Un  espectácu 
ese  afán  con  que 
cesan  temen  te  de 
cando-  unasho 
ridad  de  las  au 
y  juvenil  alegría, 
elevación  de  los 

En  cualquier 
Aires,  ante  un 
derna  construc 
nes  amplias,  ve 
pos  de  muchach 
sonrisa,  clara  y 
con  los  pies  pe 
das  revoloteando. 


que 

al  co 


^ 


aproximarse  al  riesgo  de  nuestra  hoguera  interior, 
avivada  por  la  obsesión,  y  donde  no  se  perece, 
pero  se  sufre . . . 

Hubo  un  momento  en  que  las  columnas  de  aque- 
llos templos  de  la  Hélade  se  animaron  y  perdieron 
la  rigidez  de  las  piedras  labradas  para  convertir- 
se en  figuras  femeninas  ornadas  de  serenidad. 
Las  cariátides  estaban  ante  el  templo  y  eran  so- 
porte del  templo.  Esta  adoración  clásica  a  la  be- 
lleza femenina,  a  la  divina  Afrodita,  a  la  eterna 
Palas  Atenea,  a  la  blanca  Artemisa,  se  perdió 
en  muchas  ocasiones  para  renacer  luego  triun- 
fante. 

Hoy  que  la  mujer  se  abre  a  la  vida  del  espíritu, 
y  alcanza  plenitudes  intelectuales  y  artísticas, 
vedadas  para  ella  en  las  pasadas  épocas,  surge 
aquella  apoteosis  de  los  helenos  inmortales,  como 
si  por  encanto  o  conjuro  se  animasen  los  mitos 
teogónicos,  y  Crecía  volviera  con  sus  filósofos, 
trágicos,  héroes,  oradores  y  poetas.  . . 

En  verdad,  que  cuando  he  visto  desfilar  las  lin- 
das criollas,  Afroditas  americanas,  reinas  de  los 
dias  que  seguirán  a  estos  días,  he  pensado  en  lo 
inútil  de  tender  el  corazón  hacia  un  pasado  en  que 
las  fábulas  resplandecían  de  perfecciones  y  de  amor. 

La  evocación,  la  divina  evoca- 

ción, se  ha  hecho  ^S.  ^      carne... 

"^-^     , 

lo  interesante  es 

la  mujer  trata  in- 
aprender,  tro- 
ras  —  en  la  seve- 
las,  su  bulliciosa 
por  la  pensante 
estudios, 
calle  de  Buenos 
edificio    de    mo- 
ción y  proporcio- 
réis  salir  los  grú- 
as, satisfecha  la 
armoniosa  la  voz 
queñitosy  lasfal- 
Un  problema  que  siempre  me 
interesó  sobremanera,  es  el  de  la  lectura;  como  de- 
be leerse  un  libro.  No  es  nada  fácil  la  lectura  com- 
prensiva   de   un    libro, 
pues  rara  vez  se  esta- 
blece la  precisa  relación 
entre  el  lector  y  las  pá- 
ginas leídas.  Una  oíjra 
de    cierta    importancia 
es  un   enigma  para  la 
mayoría  de  lectores  que 
casi  nunca  adéntrase  en 
la  ideología  o  la  sensi- 
bilidad del  escritor. 
Hay  que  exceptuar  a  la 
lectora,  pues  ésta  es  de 
muy  superior  sensibili- 
dad   y    penetra    mejor 
que  el  hombre  lo  recón- 
dito del  alma  que  pueda 
ocultarse  en  un  buen  libro. 
En  cambio,  presenta  la  lectora  otras  particula- 
ridades que  no  existen  en  el  hombre.  La  soltera, 
por  ejemplo,  lee  de  distinto  modo  que  la  casada. 
En  la  división  que  una  mujer  establece  en  los  libros 

calificándolos  

de  buenos  o 
de  malos,  la 
casada  se  to- 
ma determi- 
nados privi- 
legios y  habla 
con  indolen- 
cia, de  haber 
leído  a  tal 
autor  o  a  tal 
otro  que  no 
eran  precisa- 
mente mode- 
lo de  virtudes 
La  mucha- 
cha, la  seño- 
rita de  la  casa,  vedla  a  hurtadillas,  rebuscando  en 
la  biblioteca  de  papá  un  libro  menos  aburrido  que 
esas  novelitas  innúmeras  y  empalagosas  editadas 
especialmente  para  las  jóvenes  solteras.  Cuando 
ya  lo  ha  encontrado: 

Jack,  por  Alfonso  Daudet:  Prévost.  .  .  Mon- 
sieur  ei  maáami'  Moloch. .  .  ¡Será  lindo! ...  A  ver 
otra. . . 

En  esto  se  oye  un  ruido.  Es  papá  que  entra  en 
la  biblioteca.   El  ^.^^^^-^       libro  y  la  mano 

derecha     pa        ^-í^Kf       ^*"  '-°"  rapi- 
dez  a    la  es     r'^^'i^K        palda... 

cías,  hijita? 
randoeste  ma 
rriles,  no  más. 


\J 


—  Papá,  mi 
pa  de  ferroca 


El  papá,  convencido,  empieza  a 
revolver  sus  papeles,  y  a  la  primera 
ocasión,  la  niña,  ágil  y  apercibida, 
desaparece,  llevando  como  trofeo 
la  tentadora  novela,  muchas  veces 
inofensiva  y  otras  veces  incom- 
prensible. 

Por  fortuna,  cada  día  la  mujer  va 
adquiriendo  las  prerrogativas  de  su 
responsabilidad  y  va  formándose  el 
axioma  de  que  es  más  peligroso  adivinar  que  saber. 

En  esos  grupos  de  alegres  muchachitas  que  salen 
de  la  escuela  como  de  un  templo  forjador  de  espí- 
ritus, se  vislumbra  la  gloriosa  apoteosis  de  la  mujer. 

La  música,  el  arte  sublime  de  los  más  apasiona- 
dos sentimientos,  tiene  su  mayor 
número  de  adeptos  en  la  sensibili- 
dad femenina.  Pocas  mujeres  habrá 
que  no  amen  la  música,  pues  no 
amarla  sería  casi  la  negación  de  sí 
mismas.  La  mujer  es  ritmo,  es  armo- 
nía, es  una  vibración  sonora  de  la 
naturaleza,  reproducida  por  sínte- 
sis suprema,  en  perfectísimas  for- 
mas plásticas. 

Son  innumerables  los  conserva- 
torios de  Buenos  Aires,  a  los  que 
asisten  las  porteñas  con  un  sacro 
entusiasmo,  que  arrancaría  frases 
laudatorias  a  la  misma  avinagrada 
adustez  de  Wágner  o  Beethoven. 
La  mayoría  de  las  alumnas  estudia 
piano  o  violín,  y  en  ambos  instru- 
mentos interpreta,  generalmente  con  tendencias 
románticas,  las  más  diversas  escuelas  musicales. 

He  aquí  una  balada  para  ellas: 

EL  CLAVE 

¡Oh.   la  romántica  voz  del   clave 
bajo  una  luna  de  plata! . . . 
canta  la  vieja  sonata 
con  las  notas  y  trinos  de  un  ave. . . 

El  menuello  de  rara  elegancia 
que  entre  cuentos  de  guerra  y  amor 
se  bailaba  en  loor  de  Francia. 

El  aire  antiguo  y  seductor 
de  ingenua  y  bella  melodía 
que  insinuante  aparecía 
en  el  laúd  del  trovador. .  . 


¡Oh.  la  romántica  voz  del  clave 
bajo  una  luna  de  plata!... 
Se  hizo  ilusión  la  sonata 
y  el  corazón  se  hizo  ave. .  . 


En  el  cosmopolitismo  y  la  vida  agitada  que 
nos  invade,  se  esparce  la  atención  entre  las 
tiendas,  los  teatros,    biógrafos,   paseos  y   ter- 
tulias,  donde    la   mujer  pone  su  sello  incon- 
fundible. 
De  intento,  no  hablaré  del  amor.  Sólo  podría 
hablar  de  él  vagas  generalidades  tan  aplicables  a 
una  criolla  como  a  las  mujeres  de  otros  países. 
Haciendo  cosa  distinta  sería  indiscreto,  y  mis  lec- 
toras —  quedamos  en  que  ellas  llegan  a  lo  recón- 
dito del  alma  muchas  veces  —  no  me   perdonarían 
mi  fracaso,  si  me  equivoco:  mi  exactitud,  en  caso 
de  acertar.   El  amor  es  complejo,  difícil,  contra- 
dictorio. . .  Si  yo  escribiera  del  amor,  dos  amigas, 
cuchicheando,   tendrían   probablemente  una  son- 
risa irónica  para  mi  pobre  petulancia  de  escritor. 
y  callando  ignoran,  al  menos,  lo  que  pienso. .  . 

Como  los  antiguos  tenían  a  Thule.  la  isla  lejana, 
por  límite  de  las  tierras  y  de  los  mares,  yo  tengo- 
este  silencio  como  límite  y  como  interrogación 
para  la  curiosidad  natural  que  no  siempre  se  en- 
gaña. 

En  el  horóscopo  aparece  la  misteriosa  relación 
de  los  astros  con  la  vida,  la  coordinación  de  las 
fuerzas  desconocidas,  que  debe- 
mos mirar  en  posiciones  diferen- 
tes y  más  debemos  deducir  que 
preguntar.  Los  astros  son  mudos. 
Las  mujeres  también. 

Por  eso.  dejando  dormir  la  in- 
saciable curiosidad,  me  he  situa- 
do simplemente,  como  un  espec- 
tador ante  su  predilecto  espec- 
táculo. Se  asiste  a  él,  alegre  de 
ánimo,  fuera  de  toda  exégesis,  dis- 
puesto a  la  amable  comprensión 
de  las  cosas  y  procurando  cui- 
dadosamente no  caer  en  el 
eterno  peligro  de  autusuges- 
tionarse y  convertir  en  ma- 
ravillas lo  que  nada  tiene 
de  extraordinario. 


# 


I>X— 


de 
Aaxdcl 

Pldído 


Varias  veces  ha  intentado   Buenos  Aires 
conquista  de  una  salida  al  mar,  no  al  ma 
del  comercio,  porque  ese  era  ya  suyo,  sino 
al  que  tiene  playas   donde  se  practica  el 
«doloe  far  niente».  Sin  un  puerto,  siquiera 
sea   para    el    descanso,    no   hay   ciudad 
poderosa.  ¿De  qué  le  valía  a  la  metró- 
poli constituir  el  foco  más  intenso  de 
la  vida  sudamericana,   encontrándose 
desprovista  de  un  paraje  marino  que 
en  los  días  veraniegos  le  sirviera  co- 
mo sangría  descongestionadora?  Río 
de  Janeiro,  Montevideo  y  otras  capi- 
tales poseen,  por  derecho  propio,  por 
privilegios  de  la  naturaleza,  playas  ad- 
mirables.   Buenos  Aires,  igual  que  Pa- 
rís, Madrid  y  otras  urbes,  más  o  menos 
alejadas  de!  litoral  marino,   necesitaba 
conquistar  un  Biarritz,  un  San  Sebas- 
tián. Y  triunfó  en  la  empresa.  Mar  del 
Plata  es  la  rival  de  esos  balnearios  euro- 
peos,  y  entiéndase   que  la  palabra   rival 
tiene,  en  este  caso,  un  doble  significado. 

Porque   todo  lo  que  sea  concurrir  a 
la  playa  criolla,  supone  restar  fuerzas 


a  las  playas  europeas,  hasta  hace  poco  de  ri- 
gurosa moda    para  las  familias  argentinas. 
Labor  de   patriotismo  es,  por  lo  tanto,  la 
realizada  en  el  balneario  marplatense. 
Y  si  examinamos  la  palabra  rival  en  su 
segundo  significado,  también  puede  ase- 
gurarse,   sin    sombra    de    orgullo,   que 
Mar  del  Plata  resiste   ventajosamente 
la  comparación  con  las  playas  célebres 
donde  el  mundo  elegante  se  da  cita. 
La  capital  veraniega  de  la  Argenti- 
na, la  que  nos  ha  proporcionado  una 
independencia  en   cuestiones   de  ba- 
ños marítimos,  el  Biarritz  sudameri- 
cano,   ha   sido  descrito    prolijamente 
por  toda  la  prensa. 
Por  referencias  gráficas,  por  las  des- 
cripciones de  los  cronistas  sociales,  el 
público  «ha  vivido»  la  vida  de  la  Ram- 
bla y  paseado  en  la  sombra  del  arcaico 
Torreón,   sueño  de  oro  de  casi  toda  la  so- 
ciedad porteña.  El  aspecto  aún  poco  co- 
nocido es  este  que  presenta  los  chalets 
suntuosos  edificados  en  Mar  del  Plata 
por  distinguidas  familias  argentinas. 


I 


ADOLFO    BLAQUIER 


MARTA    N.    DE    BLAQUIER. 


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r.oOACHS   DE-AtOMCO. 


.  p>I_"^  '43     X   .L_n  "13  .-^ — 


El  primero  de  los  chalets 
marplatenses  lo  edificó  el  se- 
ñor Pablo  Zamboni,  en  terre- 
nos de  la  loma,  el  año  1889, 
vendiéndolo  a  poco  al  señor 
Christophersen.  Por  entonces 
se  juzgaba  una  temeridad  esa 
empresa,  creyéndose  que  el 
propietario  perdería  el  dinero 
que  le  costó  el  edificio;  mas  a 
los  pocos  años  la  gente  se  con- 
venció de  que  Zamboni  fué  un 
vidente. 

En  aquella  época  era  difícil 
prever  lo  que  sucederia  años 
más  tarde.  El  turismo  europeo 
estaba  entonces  en  plena  boga; 
la  gente  adinerada  iba  en  pere- 
grinación a  Europa,  porque 
París  era  la  tierra  prometida 
de  los  porteños.  Afortunada- 
mente, bien  pronto  se  inició, 
una  reacción  favorable  y  la 
aristocracia  metropolitana 
hizo  empresa  suya  la  conquista 
de  que  antes  hemos  hablado. 
El  milagro  se  realizó  como  se 
realizan  aquí  las  cosas,  rápida- 
mente, como  en  un  vértigo. 

La  construcción  de  chalets 
aumentó  cada  día  más;  los 
conquistadores  hicieron  su 
campamento,  y  ahora  es  aque- 
llo una  colección  de  edificios 
que   nada    debe    envidiar    a 


las  mejores  de   otras    playas. 

Reciben  el  nombre  de  cha- 
lets por  costumbre,  siendo  al- 
gunos verdaderos  palacios  y 
suntuosos  palacetes  otros.  Los 
de  las  señoras  María  Unzué  de 
Alvear,  Rosa  Altgelt  de  Torn- 
quist  y  don  Pedro  Luro.  son  un 
derroche  de  lujo  y  buen  gusto, 
no  desmereciendo  los  de  las 
señoras  Isabel  N.  de  Bonnino, 
María  N.  de  Blaquier  y  los  se- 
ñores Jacinto  Peralta  Ramos, 
Rufino  Rodríguez  de  la  Torre, 
José  Luis  Cantilo,  Adolfo  Bla- 
quier, Bernabé  Carabassa,  etc. 

Los  mejores  arquitectos  bo- 
naerenses han  hecho  allí  gala 
de  su  maestría,  realizando  una 
especie  de  concurso  artístico. 
Es  admirable  el  aspecto  que 
ofrecen  aquellas  construccio- 
nes, cuyos  jardines  avaloran 
la  belleza  arquitectónica  con  la 
gracia  policroma  de  las  flores. 

El  dinero  obra  milagros,  co- 
mo éste  que  se  realizó  en  Mar 
del  Plata;  mas  hay  otra  cosa 
capaz  de  hacer  prodigios  ma- 
yores si  se  reúne  con  la  rique- 
za: el  amor  a  la  tierra  natal, 
sentimiento  que,  en  bien  ds  la 
patria,  auna  los  esfuerzos  de 
todos  para  enriquecerla  cadi 
vez  más. 


r->L^>^  'i-    XI.  I  I  -> .  X  — 


NUE^TROI 

AMIGOS 

LOS  ANIMALE.S 

EN  DEFENSA 
DEL  GATQ 


N  esas    explosiones  de    tre- 
mendo   enfurecimiento    de 
la  canalla  humana,  que  me 
ofenden,  me  detengo  larga- 
mente a  admirar  el  espec- 
táculo que  ofrecen  otros  seres  que  no  conociendo 
el  odio  se  pliegan  a  la  gran  fuerza  de  la  vida... 
que  es  el  amor. 

Y  hoy,  animado  de  una  piedad  que  si  no  es  amor 
es  justicia  acaso,  hoy  trataré  de  reivindicar  a  un 
caído.  Este  caido  no  es  otro  que  el  gato,  el  cual 
es  a  menudo  mal  juzgado  por  otros  animales  y  a 
veces  mal  juzgado  también  por  los  hombres. 

Entró  en  mi  casa  sin  hacerse  anunciar.  Saltan- 
do tal  vez  el  pequeño  cercado,  o  pasando  a  través 
de  la  puerta  cancel,  por  un  pasadizo  que  llega  a 
la  cantina  y  alcanza  las  escaleras  internas.  Y  helo 
aquí  viniendo  a  refregar  contra  mis  piernas  su 
inteligente  cabecita.  Me  mira  como  si  fuéramos 
ya  viejos  amigos,  aunque  sea  la  primera  vez  que 
yo  lo  veo  y  dijérase  que  me  ha  adivinado  y  cono- 
cido por  completo.  Lo  acaricio  y  le  pregunto: 
«¿Cómo  te  llamas?»  No  me  lo  dice,  quizás  porque 
sea  un  secreto  para  él  mismo;  pero  con  una  pala- 
bra sola  me  revela  su  acariciadora  índole,  ávida 
de  caricias. 

Esta  única  palabra  es  tan  larga  y  sumisa,  que 
me  parece  una  súplica  humilde  o  un  llanto  repri- 
mido. Esa  palabra  me  dice:  «No  te  pareces  a  mu- 
chos que  encuentro  al  recorrer  mi  camino;  desco- 
noces el  puntapié  y  la  pedrada;  tus  pies  serán 
benignos  conmigo  que  soy  un  mísero;  para  ti  que 
eres  bueno  y  grande  (se  refiere  al  tamaño),  mis 
caricias  serán  de  terciopelo.  ¿Quieres  que  nos  ame- 
mos un  poco?  ¡Miau!» 

Es  realmente  un  gato.  El  nuevo  huésped  de  mi 
casa  ha  venido  a  demostrarme  la  falsedad  de  an- 
tiguas  máximas  humanas  antihumanas.    «No  es 


cierto.  —  me  asegura.  no  es  cierto  que  nosotros 
los  gatos  seamos  engañadores,  mentirosos,  egoís- 
tas, falsos  y  traidores.  Yo,  como  lo  ves.  he  venido 
ingenuamente  a  ti,  y  mis  semejantes,  si  no  se  me 
parecen  en  un  todo,  valen  más  que  su  reputación. 
Somos  prudentes  (lo  cual  no  es  un  mal);  algunas 
veces  nos  tienta  el  pecado;  pero  sólo  un  pilluelo 
que  no  conozca  el  pecado  podría  arrojar  la  pri- 
mera piedra.  .  .  A  menudo  parecemos  ladrones  de 
profesión,  pero  nuestro  único  defecto  es  por  lo 
común  un  apetito  abundante,  ese  apetito  que  no 
entiende  de  razones.  ¡Oh!  si  el  hombre  no  abusara 
de  nosotros,  como  hace  siempre,  arrojándonos  pie- 
dras, tirándonos  desde  un  segundo  piso  para  di- 
vertirse, estrellando  contra  las  paredes  a  nuestros 
hijuelos,  o  echándolos  vivos  en  los  sumideros!  ¡Oh! 
Si  la  embustera  cacerola  dijese  la  verdad  respecto 
a  los  cuerpos  de  nuestra  familia  que  ha  cocido, 
nosotros  os  pareceríamos  amigos  corteses  y  útiles. 
Dejadnos  vivir  en  paz  y  llegaremos  a  ser  mejores.» 
Todo  esto  me  dice  la  única  palabra  humilde  y 
sumisa.  Levanto  al  gatito,  que  aun  no  tiene  nom- 
bre, sobre  mis  rodillas,  aliso  largamente  su  pelo 
parduzco  salpicado  de  manchas  blancas  como  la 
nieve,  e  interrogo  aquellos  sus  ojos  teñidos  de  un 
hermoso  verdemar.  El  gato  me  deja  hacer.  No 
murmura  ya  su  lenta  palabra  de  llanto,  sólo  dice 
a  media  voz  un  largo  rosario.  Y  mientras  mani- 
fiesta su  agradecimiento,  toma  mayor  confianza 
en  mi,  todo  me  busca,  todo  me  adivina;  alarga 
las  patitas  como  para  acariciarme  y  me  deja  ver 
con  movimientos  graciosos  las  uñas  que  las  tiene 
fuertes  y  agudas  y  las  esconde  para  que  yo  en- 
tienda bien  que  sus  armas  no  están  destinadas  a 
hacerme  daño.  Después  me  pide  permiso  para  su- 
birse y  arrimar  su  lindo  hociquito  a  mi  cara;  rá- 
pidamente comprende  mi  consentimiento,  y  de 
un  pequeño  salto  que  apenas  siento,  se  me  tre- 
pa al  hombro  a  acariciarme  y  a  acariciarse,  a 
tocar  mi  cuello,  a  tocarme  la  garganta,  a  querer 
ocultar  su  cabecita  buena  entre  mis  cabellos  para 
llegar...   ¿quién  sabe  a  dónde?,  hasta  mi  amor. 

Y  nada  pide.  Aquella  palabra  confusa  (que  sabe 
decirlo  todo  si  quiere)  parece  haberla  olvidado. 
Pero  su  sumisión  y  sus  gracias  continúan,  todavía 
el  rosario  no  ha  concluido. 

Me  decido  a  abandonar  la  obra  cotidiana  de 
grafómano  para  hacerle  un  poco  de  fiesta  al  gato 
gentil  y  me  pongo  de  pie,  dirigiéndome  a  la  cocina. 
El,  estando  aferrado  a  mi  hombro,  me  acompaña. 
Cuando  le  doy  la  miga  mojada  en  la  leche  fresca. 


la  huele  largamente,  después  la  rechaza;  con  un 
golpecito  de  cabeza  la  agradece,  se  excusa.  Y  me 
adulo  hasta  pensar  que  más  que  a  la  comida  el 
nuevo  amigo  mío  me  ama  a  mi.  Ciertamente, 
cuando  ha  llegado  la  hora  de  volver  a  mi  trabajo, 
el  gatito  baja  sobre  el  enladrillado,  huele  nueva- 
mente la  miga  que  ha  quedado  y  se  la  come  con 
una  lentitud  llena  de  graciosa  indiferencia.  .  .  Pero 
he  aquí  que  entra  mi  hija,  y  el  gatito  deja  su  co- 
midita  para  volver  a  hacer  con  ella  los  mismos 
mohines  que  había  hecho  conmigo. 

No  era  entonces  de  mí  de  quien  aquél  anónimo 
se  había  enamorado,  sino  de  toda  la  humanidad. 
Hoy  ha  sido  un  gato  gentil  el  que  me  ha  dado 
una  lección;  anteayer  fué  el  perro;  mañana  será 
el  gorrión  o  el  canario.  Hasta  la  araña,  colgando 
el  otro  día  una  tela  delante  de  una  puerta  de  mi 
casa  para  que  yo  tropezase  con  la  cabeza  y  arrui- 
nase su  primer  trabajo  de  la  mañana,  me  ha  hecho 
pensar,  siendo  así  que  aun  la  araña  tiene  alguna 
cosa  que  decirme. 

Un  día  me  lo  dirá.  Y  yo  quizás,  ya  sé  lo  que 
puedan  decirme  aquellas  criaturas  grandes  y  pe- 
queñas. 

Sin  sombra  de  duda  me  dirán  que  solamente  el 
rey  de  los  animales  desde  siglos  va  gastando  el 
buen  humor  de  todos  sus  subditos;  que  ciertamen- 
te es  el  hombre  de  las  fieras  la  más  feroz,  y  que 
las  otras  criaturas  cuando  no  se  sienten  aguijo- 
neadas por  el  hambre,  están  solamente  domina- 
das por  el  miedo  que  les  inspira  el  hombre-rey. 
Y  entonces,  en  legítima  defensa,  ofenden. 

Si  el  hombre  se  humilla  un  poco,  si  el  soberano 
ama  un  poco  a  sus  subditos,  todo  cambia  en  de- 
rredor suyo;  vuelve  el  paraíso  a  la  tierra,  donde 
los  canoros  pajarillos  dicen  el  epitalamio  a  las 
humanas  nupcias. 

Pero  el  hombre  tiene  otras  cosas  en  que  pensar 
para  preocuparse  de  perdonar  al  ternero,  al  gato, 
al  corderito  conde- 
nados al  matadero. 
Tiene  que  defen- 
derse a  si  mismo  de 
cualquiera  otra  fie- 
ra humana.  En  la 
hora  de  la  primer 
comida,  otro  gato 
se  ha  asomado  esta 
mañana  a  un  cuar- 
to donde  se  aloja 
unanidadadeotros 
semejantes  suyo. 


—  i=>i  ^    -^    VI   -ni::?/»».- 


Ese  gato  es  un  atorrante.  A  veces  pasa  una  se- 
mana sin  dejarse  ver  por  mi:  después  llega  y  se 
presenta  más  flaco  que  el  hambre.  Es  completa- 
mente negro,  y  nadie  me  quita  de  la  cabeza  que 
ha  sido  el  hijo  predilecto  de  la  gata  negra,  la  que 
hoy  lo  recibe  sin  entusiasmo;  pero  tampoco  lo 
rediaza.  Aquel  atorrante  es  muy  joven  y  puede 
poveer  a  sus  necesidades.  A  menudo  en  el  jardín 
se  pone  en  acecho  de  las  lagartijas,  y  sabe  buscarle 
la  vuelta  a  un  ratón  campestre.  No  ha  venido, 
pues,  a  tomar  su  parte  de  comida;  quizás  está 
aquí  solamente  para  trabar  relación  con  sus  her- 
manos interinos;  permanece  durante  corto  tiempo 
en  compañía  de  ellos  y  nada  dice:  yo  le  presento 
la  comida,  pero  él  la  rechaza  sin  siquiera  olfa- 
tearla. Y  se  va.  mi  atorrante,  flaco  como  antes, 
hambriento  más  que  nunca,  pensando  que  a  él. 
gato  joven  y  fuerte,  no  le  es  lícito  tocar  la  comida 
preparada  para  otra  gentecita  más  necesitada  que 
él.  Cuando  la  madre  haya  dado  toda  su  ternura 
a  sus  hijuelos,  que  han  aprendido  de  ella  las  proe- 
zas de  la  campaña,  los  humildes  deberes  de  la  casa. 
el  aseo  de  la  persona,  las  gracias  que  embellecen  la 
vida,  las  astucias  que  la  confortan  y  la  alegran, 
pensará  que  aprenderán  mejor  lo  que  la  natura, 
madre  de  todos,  tiene  aun  que  enseñarles. 

Que  si  el  hombre  no  se  declara  enemigo,  la  buena 
gata  se  hará  también  ella  educadora  de  numerosa 
prole,  hasta  que  no  se  encuentre  un  ser  malo  que 
le  arroje  una  piedra  o  le  pegue  un  garrotazo. 

Pero  sus  hijos  varones  tendrán  una  suerte  más 
desgraciada;  concluirán  ellos  en  la  cacerola  de  un 
mentiroso  fondista  de  la  ciudad  y  serán  presen- 
tados con  apariencias  de  liebres,  cocidos  de  igual 
manera.  ¡Pobre  humanidad  decrépita  todavía  y 
siempre  pequeña! 


No  ha  despuntado  aun  el  día  y  el  rey  del  galline- 
ro lanza  al  aire  su  alegre  diana.  Es  el  suyo  un  grito 
diverso  al  de  cualquier  otro  gallo.  Ronco  en  un  prin  ■ 
cipio,  después  estridente  y  agudo  que  llega  lejos. 
Queda  unos  minutos  en  silencio,  esperando  una 
respuesta  que  él  solamente  entiende,  que  quizás 
no  le  ha  sido  dada;  repite  el  grito  por  tres  veces. 

Una  gallina  clueca  y  todos  sus  pollitos  han  des- 
pertado; tres  gallinitas  rubias  se  han  echado  para 
poner  el  huevo  de  la  vigilia;  la  blanca  se  reserva 
para  ponerlo  mañana  que  es  Navidad;  las  dos  ne- 
gras giran  por  el  patio  buscando  un  lugar  seguro 
para  su  prole,  esperada  inútilmen- 
te. ¿Y  por  qué  inútilmente?  Por- 
que s»is  huevos  de  todos  los  días 
se  los  quita  siempre  una  mano 
ladrona. 

¿De  quién?  Del  ogro. 

Otro  inquilino  del  gallinero  ya 
está  lejos;  va  por  los  surcos  del 
huertecillo,  quiebra  con  el  pico 
puntiagudo  las  capitas  de  hielo 
y  muchas  veces  descubre  debajo 
de  ellas  un  sabroso  bocado.  Aquél 
audaz  es  un  gallito:  le  sonríen  to- 
das las  promesas  del  amor  y  ya 
le  son  notorios  los  enojos  inútiles 
de  su  viejo  rival.  Es  bello  como 
un  sol,  al  decir  de  las  gallinas,  y 
él  lo  sabe.  Hoy  el  gallo  viejo  y  la 
vieja  clueca  parecen  confabularse 
en  silencio;  después,  escarbando, 
¡laman  a  su  lado  a  los  inquilinos 
del  gallinero.  He  aquí,  han  llegado 
todos;  también  el  gallito.  Enton- 
ces dice  el  gallo  gravemente: 

«¿Habéis  oído  ayer  las  campa- 
nas? Hoy  sonarán  todavía  más 
largamente.  El  año  pasado  en 
este  día  había  nevado.  Hoy  so- 
lamente es  hielo,  sin  nieve;  pero 
es  la  misma  cosa;  cuando  las  cam- 
panas suenan  asi  es  de  mal  agüe- 
ro. A  mi  no  me  harán  daño,  es- 
toy casi  seguro,  y  ni  tampoco  a 
tí,  vieja  mía,  que  haces  de  madre 
a  pequefíuelos  que  no  te  pertene- 
cen; pero  por  ustedes  {y  diciendo 
esto  mira  a  sus  amigas  primero 
con  un  ojo,  después  con  el  otro) 
tengo  miedo...  ¿Habéis  puesto 
el  huevo?»  Las  gallinas  dicen  que 
lo  han  puesto:  y  el  gallo  calla  el 
resto  de  su  pensamiento  que  es 
angustioso,  templado  por  escasa 
esperanza.  Mirando  fijamente  con 
un  ojo  a  su  joven  rival,  siente  pie- 
dad por  él. 

«Tú,  si  quieres  hacerme  caso, 
trata  de  esconderte.  Salta  el  cer- 
co, escápate  y  no  vuelvas  jamást. 

Pero   a  las  gallinitas,   aquella 


piedad  se  les  antoja  que  son  celos,  y  así  también 
al  gallito  bello  como  un  sol. 


Al  primer  toque  de  las  campanas,  la  gata  negra 
no  se  ha  movido  siquiera  del  calorcito  de  la  estu- 
fa, pero  sus  nacidos  del  año  anterior  están  des- 
piertos desde  hace  una  hora;  ya  se  han  ido  en  bus- 
ca de  comida  y  de  amor  por  los  tejados.  Ahora  al 
sonido  violento  de  todas  las  campanas  han  descen- 
dido al  jardín,  tratando  todavía  de  hallar  un  poco 
de  comida  y  de  amor.  También  la  gata  negra  se 
ha  despertado  de  nuevo.  Se  dirige  primero  al 
patio  para  sus  necesidades  íntimas  y  he  aquí  que 
ve  a  sus  tres  hijos  y  maullando  llora  a  un  querido 
ausente  que  fué  el  marido  en  una  grata  hora,  que 
fué  el  padre  arrancado  a  las  filiales  caricias  en  una 
mala  empresa...  del  ogro. 

«¿Oís  las  campanas?  —  dice  la  gata  madre  en 
tono  de  amonestación.  —  ¿Las  oís?  Siempre  que 
han  sonado  asi,  una  gran  desgracia  me  ha  herido; 
mis  hijos  varones  murieron  todos;  una  vez  tuvo 
la  misma  suerte  también  una  gentil  mujerzuela; 
el  año  pasado  fué  mi  colorado,  tan  astuto  como  el 
hombre,  con  sus  lindos  higo  titos  puntiagudos,  igua- 
les a  los  que  tiene  el  hombre;  asi  él,  mi  colorado, 
fué  maltratado  y  muerto. 


—  «¿Y  por  quién?  ¿Y  qué  le  han  hecho?» 

La  gata  no  vio  quién  hizo  el  mal;  pero  ella  ha 
reconocido  la  piel  colgada  de  un  clavo  y,  a  pesar 
del  condimento,  ha  reconocido  también  en  la  ca- 
cerola a  su  perdido  amor. 

—  Háganme  caso;  si  queréis  conservar  la  piel, 
evitad  la  cocina  del  fondista  de  al  lado;  yo  temo 
que  todo  el  mal  que  nos  pueda  sobrevenir  se  pre- 
para allí  dentro. 

Mimo,  un  gatito  blanco  con  manchas  anaran- 
jadas, deja  de  alisarse  el  lomo,  levanta  la  gra- 
ciosa cabeza  y  dice: 

—  ¿Dudarías  de  los  hombres,  mamá?  A  mí  me 
gustan  mucho.» 

Y  efectivamente  es  asi.  Mimo  se  abandona  en 
los  brazos  de  todos  al  solo  llamado;  busca  las  ca- 
ricias de  las  gentes,  se  tiende  a  los  pies  de  todos  y 
muestra  la  barriguita  blanca  como  la  nieve. 

—  Porque  tú  eres  más  gordo  que  tus  herma- 
nos, porque  eres  el  preferido  del  hombre,  por  eso 
tú  me  causas  más  pena  que  los  otros.  Tened  cui- 
dado; estas  campanas  que  tocan  a  fiesta,  han  sido 
siempre  el  anuncio  de  muerte  para  mi  familia. 
Si  os  gusta  la  vida,  que  es  tan  bella,  bajad  en 
seguida  a  la  cantina  o  subid  sobre  los  tejados; 
volved  aquí  ya  entrada  la  noche. 

Aquella  madre  negra  sabe  dar  muchos  consejos, 
encontrando  energía  para  darlos  en  su  propia  ex- 
periencia; hasta  señalarles  a  sus  hijuelos  los  peli- 
gros de  la  caricia  humana. 

Mimo  se  rebela.  La  humanidad  es  su  pasión; 
restregarse  contra  las  piernas  de  un  hombre  ama- 
do, dejarse  tomar  la  cola  por  una  gentil  mano  de 
mujer,  desaprisionarse  con  gracia  y  darse  vuelta 
en  seguida  para  hallar  pronta  la  caricia  debajo  del 
hocico,  sobre  la  cabeza,  sobre  el  lomo,  es  para  él 
su  mayor  felicidad. 

— ¿Qué  sería  del  gato  sin  el  hombre? — dice  Mimo. 

La  madre  negra  no  sabe  qué  responder.  Y  ver- 
daderamente es  cierto:  el  hombre  alguna  vez  es 
bueno:  pero  el  ogro  no. 


En  el  patio  anda  otra  gente  minúscula;  no  toda 
es  miedosa.  Por  ejemplo,  el  perrito  se  siente  se- 
guro de  sí  mismo  y  no  desconfía  de  nada,  ni  de 
nadie.  Con  el  ojo  entreabierto,  el  oído  atento,  sabe 
que  dentro  de  algunos  instantes  el  hombre  se  acor- 
dará de  él  para  llevarle  la  comida.  Las  ratas,  en- 
contrándose seguras  en  las  galerías  cavadas  por 
sus  habilidosas  uñas,  asoman  el 
hociquito  bigotudo,  adivinando 
lo  que  se  prepara  para  su  ene- 
migo el  gato.  También  las  palo- 
mas mueven  sus  alas  tan  segu- 
ras que  desafiarían  la  piedra 
del  pilluelo,  aunque  en  el  patio 
hubiera  tantos  pilluelos  como 
piedras  hay  en  él. 

Y  los  gorriones  han  bajado  de 
los  tejados,  donde  esconden  su 
amor,  para  platicar  al  sol  confiados 
en  sus  plumas,  de  tal  manera  que 
casi  podría  decirse  que  no  creen 
en  la  existencia  del  mal. 

¿Quién  les  enseñará  a  descon- 
fiar de  los  agujeros  que  han  cons- 
truido debajo  de  las  tejas,  donde 
la  uña  del  gato  jamás  llega? 
Mas  el  ogro  no  está  lejos. 
Ha  salido  apenas  el  sol,  y  el  ogro 
ha  hecho  ya  sus  víctimas.  En  la 
cocina  de  la  casa  el  gallito,  cuyas 
plumas  han  sido  arrojadas  al  mu- 
ladar, entreabre  con  dificultad  sus 
párpados  redondos  como  lentejas 
para  contemplar  la  desgracia  in- 
finita que  le  ha  tocado.  Sólo  unas 
pocas  plumas  color  de  oro,  que  lo 
hacían  bello  como  el  sol,  quedan 
para  dar  testimonio  de  su  pasado 
esplendor. 

En  la  temida  cocina  de  la  fon- 
da de  al  lado  sucede  algo  peor: 
los  gorriones,  cazados  a  traición, 
en  el  plácido  sueño,  colgados  de 
un  clavo  del  techo  formando  un 
racimo  enorme,  ya  no  sueñan  más. 
Y  los  gatos  no  miran  con  ojos  de 
deseo  a  esa  presa  sabrosa,  porque 
dos  de  ellos  han  sido  degollados; 
sus  pequeñas  pieles,  todavía  en- 
vueltas, dentro  de  poco  serán  ex- 
tendidas al  sol  de  diciembre. 

¡Ay!  Mimo  se  halla  entre  las 
victimas  del  ogro.  ¿Y  quién  es  el 
ogro?  Ni  tú  ni  yo.  Nosotros  ama- 
mos los  animales,  que  en  el  amor 
y  en  el  sufrimiento  tanto  se  nos 
asemejan. 


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■  p>u->^; 


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CIUDAD 


^ 


■Ícli-'M 


En  la  quinta  de  enfrente  hay  unos  pinos 
abandonados,  que  a  luz  del  sol 
nada  dicen  al  alma . . .    Pobres  pinos, 
a  cuyos  troncos  ávidos  no  viene 
el  beso  de  humedad  de  las  acequias. 

No  para  ellos  la  tierra  removida 

ni  la  hábil  tijera  podadora, 

que  todo  es  poco  para  las  lechugas 

y  los  crespos  repollos. . .   Es  inútil 

que  los  rugosos  troncos  lagrimeen 

resinas  de  oro  por  la  Primavera 

ni  que  el  viento,  al  pasar  entre  sus  ramas, 

les  arranque  quejidos  musicales. . . 

A  sus  pies  se  amontonan  los  cascotes 
y  sus  ramajes  crecen  libremente. 

Pero  cuando  la  noche  y  las  estrellas 

descienden  a  sus  copas  olvidadas, 

se  hace  en  ellos  milagro  de  harmonia, 

adquieren  una  gracia  geométrica 

y  uno  sueña  en  los  clásicos  jardines: 

Pincios  y  Bobolies  y  Aranjueces. 

Cuando  a  altas  horas  de  la  madrugada 
torno  a  mi  casa  con  el  ceño  áspero, 
gusto  de  contemplar  mis  cuatro  pinos. 
Toda  ira  interior  se  desvanece 
y  ya  en  la  cama  es  infantil  mi  sueño. 


PRpEDIFUmOf^ 


Los  cementerios  de  Buenos  Aires 
están  repletos  de  huesos. 

Cada  Pueblito  cercano 
también  tiene  un  cementerio. 

El  mundo  es  como  un  tejido 
de  cementerios  y  de  pueblos. 

La  Tierra  negra  se  viste 
blanca  camisa  de  huesos. 


De  una  y  media  a  las  dos.  Empiezan 
los  Cafés  a  quedarse  sin  gente. 

Los  mozos,  negros  y  amarillos. 

o  bajan  las  persianas  con  un  ruido  que  ensordece 

o  levantan  columnas  de  sillas 

sobre  las  mesas,  apresuradamente. 

Flanqueadas  de  sus  papas, 

puros  polvos  y  coloretes, 

pasan  las  violinistas,  casi  tísicas, 

amortajadas  en  sus  oropeles. 

Los  exiguos  estuches  bajo  el  brazo, 

anticipos  de  féretro  parecen. 

Es  hora  de  morir.  Las  hojas, 

nunca,  como  a  esta  hora,  se  desprenden . . . 

Desde  el  alto  balcón  de  una  rama 

se  ha  suicidado  una  pareja  verde. 

Hora  en  que  se  fuga  el  último  amigo 
y  el  tranvía  no  viene; 
y  en  que  toda  huesos  y  sábana  blanca 
muy  formal,  a  mi  lado,  camina  la  Muerte. 


—  pi^L^'i^     X    I       1    k-^.-X  — 


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Joí  de  Anr,aj 


ARTE    NACIONAL 


ACUARELA    DE    J.    SOTO    ACEBAL 


PELANDO  LA  PAVA 


PIVS 
.  VUBA 


— 1=>1 


-      X    LTTESXV- 


1 


El  comacio  de  iidídiiidr 


VÍCTOR    NONTAGNE 


Q^ 


Los  grandes  ríos  americanos  tienen  su  belleza 
propia,  característica,  señalando  una  marcada  di- 
ferencia con  la  generalidad  de  los  ríos  europeos. 
Las  arterias  de  nuestro  continente  esconden  sus 
manantiales  en  apartadas  comarcas,  más  allá  de 
las  selvas,  de  los  desiertos  y  países  ignotos,  en  las 
reconditeces  que  pueblan  las  razas  aborígenes.  Así 
el  extenso  y  caudaloso  Paraná,  a  cuyo  álveo  aflu- 
yen mil  distintas  corrientes  de  aguas  con  las  que 
se  nutre  y  renueva  constantemente,  alimenta  y 
vigoriza  su  cuerpo  de  gigante  en  un  infinito  nú- 
mero de  fuentes,  arroyos  y  ríos  que  manan  sus 
aguas  en  muy  distanciados  parajes,  abarcando  la 
amplitud  continental  que  separan  por  un  lado  las 
sierras  orientales  del  Brasil  y  por  el  otro  las  altas 
cumbres  de  la  cordillera  andina. 

El  viajero  consciente,  que  pasea  la  mirada  a  lo 


largo  de  las  costas,  por  sobre  las  barrancas  y  los. 
montes  que  bordean  este  inmenso  río,  a  poco  de 
admirar  la  grandiosidad  del  panorama  que  se  des- 
corre ante  sus  ojos,  presiente  el  impulso  poderoso 
que  viene  de  lejos  y  de  lo  hondo  de  la  tierra  la- 
brando sin  cesar  la  ruda  corteza  del  planeta.  Son 
las  aguas  obreras  infatigables,  artistas  creadoras 
y  demoledoras,  que  sin  detener  jamás  su  acción, 
modelan  incesante  y  caprichosamente  el  paisaje 
de  las  tierras  que  atraviesan. 

Igual  que  ellas,  la  humanidad  vive  y  se  agita 
impelida  por  un  ideal  de  belleza  y  amor,  con  el 
que  guía  al  mismo  tiempo  el  estupendo  y  compli- 
cado dinamismo  que  es  su  propia  existencia. 

Y  es  contemplando  el  grandioso  cuadro  que  pre- 
sentan las  costas  fluviales,  desde  el  Plata  hasta 
las  nacientes  del  Paraguay  y  Paraná,  que  se  apre- 


x^Ln^í^>x— 


:;^^sg33^ 


I 


c ia  con  entu- 
siasmo la  lenta 
y  sabia  labor 
del  hombre  en 
su  múltiple  y 
variada  mani- 
festación. Allí, 
sobre  aquella 
loma  extendi- 
da, donde  hace 
apenas  un  cuar- 
to de  siglo  fin- 
caba un  ran- 
cho solitario, 
hoy  se  levanta 
orgullosa  algu- 
na villa  o  ciu- 
dad bullendo  la 
vida  a  su  alre- 
dedor, en  las 
campiñas  dora- 
das  por  las 
mieses  y  sobre 
el  río  poblado 
de  embarcacio- 
nes que  van  y 
vienen  condu- 
ciendo la  pro- 
ducción de  los 
campos  y  de  la 
industria.  Des- 
de el  formida- 
ble y  luciente 
transatlántico 
que  viene  de  las 
Indias  o  del  Ca- 
nadá, hasta  la 
jangadaqueba- 

ja  las  aguas  ar''astrada  por  la  corriente,  los  botes  pescadores,  la  ágil  chalana. 
la  canoa  a  nafta  de  los  isleños,  el  ferry-boat  y  la  primitiva  balsa  para 
vadear,  todo  pasa  de  continuo  siguiendo  la  interminable  ruta  de  las  costas 
que  embellece  la  majestad  del  río  y  la  bóveda  azul  del  cielo. 

Pero  a  medida  que  nos  internamos,  subiendo  el  rumoroso  caudal  de  las 
«canchas»  paranaenses.  vamos  alejándonos  del  tráfico  universal,  del  bulli- 
cio portuario  y  naviero,  apartándonos  asimismo,  aunque  paulatinamente, 
de  los  grandes  núcleos  de  población  que  el  progreso  ha  escalonado  sobre 
las  riberas  de  Santa  Fe,  Entre  Ríos  y  Corrientes.  Más  allá  del  hermoso  lu- 
gar en  que  se  besan  las  aguas  del  Alto  Paraná  y  del  Paraguay,  traspo- 
niendo Las  Tres  Bocas  y  continuando 
la  visual  recreativa  sobre  el  nuevo  pa- 
norama que  se  abre  en  el  ambiente 
subtropical  de  las  costas  chaqueñas  y 
paraguayas,  la  naturaleza  y  las  cosas 
manifiéstanse  en  un  orden  muy  distin- 
to y  bajo  un  sosiego  y  tranquilidad 
que  encantan  los  sentidos. 

El  rio  Paraguay  posee  característi- 
cas propias.  Remárcase  su  individuali- 
dad en  la  paralela  de  sus  costas,  las  que 
por  largos  trayectos  conservan  una  igual 
distancia  y  dejan  amplio  espacio  para 
el  pasaje  de  la  corriente.  Es  éste  un 
río  de  líquido  turbio  y  de  bajas  riberas 
amuralladas  por  la  selva  umbrosa.  Re- 
corre su  camino  con  andar  lento  y 
suave,  recostándose  y  explayándose 
amoroso  bajo  la  fronda  lujuriante  que 
lo  ciñe.  Con  sus  aguas  templadas  baña 
las  tierras  rojas  que  atraviesa,  alimen- 
ta la  maravillosa  vegetación  boscosa  de 
los  naranjos  y  da  vida  en  su  seno 
pletórico  a  la  extraordinaria  fauna  que  singulariza  el  acorazado  yacaré. 

El  paisaje  ribereño,  de  ambas  márgenes  argentina  y  paraguaya,  presenta 
un  gran  atractivo  porque  une  a  la  nota  alegre  y  riente  de  todo  lo  que  tiene 
animación  y  color,  el  tono  continuado,  triste  y  severo  de  la  selva  impenetra- 
ble que  por  un  lado  se  extiende  hasta  perderse  de  vista.  Bruscamente,  al 
monte  sucede  una  que  otra  villa  o  caserío,  con  los  ranchos  diseminados 
en   pintoresco   desorden,  algunos  de  ellos  hundidos  en  los  pajonales  bajos  y 

anegadizos,  extraviados  en  el  intrinca- 
do matorral  que  defienden  las  espada- 
ñas y  la  paja  brava. 

Próximo  a  las  poblaciones,  en  los  sen- 
deros que  corren  serpenteando  las  ba- 
rrancas, se  ven  pasar  caravanas  de 
mujeres  y  chicos  que  van  montados  en 
burritos.  Son  gentes  campesinas  que  lle- 
van a  los  mercados  de  los  pueblos  el 
producto  de  sus  chacras  y  quintas.  A 
menudo  acontece  ver  a  mujeres,  hom- 
bres y  chicos  del  pueblo  bañándose  tu- 
multuosamente bajo  la  sombra  de  ár- 
boles centenarios.  Y  cuando  el  navio 
1  pasa  recostándose  en  las  playas,  cerca 
fde  los  bañistas,  grupos  de  chiquillos 
desnudos  se  echan  a  correr  sobre  la  are- 


na locos  de  ale- 
gría, saltando  y 
brincando  con 
los  brazos  en 
alto.  Gritan  ju- 
bilosos: 

-  ¡Naranjas! 
¡Naranjas!  ¡Una 
naranjitaaa! 

Y  es  que  sus 
ojos  avizores 
descubren  la 
franja  roja  que 
denota  al  codi- 
ciado fruto  es- 
tibado en  lacu- 
bierta  y  altas 
toldillas  del  va- 
por. Pasajeros 
y  tripulantes, 
solícitos  a  la  de- 
manda, tiran  al 
aire  unas  cuan- 
tas frutas  que 
van  a  rodar  so- 
bre la  arena  o 
se  precipitan  en 
las  ondas  que 
lamen  la  playa. 
Los  pedigüeños 
al  verlas. irrum- 
pen alboroza- 
dos, y  sin  re- 
parar en  ries- 
gos ni  peligros 
se  arrojan  al 
agua,  en  donde 
bregan,  luchan 
animadísimos  y  contentos  por  arrebatarse  la  sabrosa  y  apetecida  presa. 

Escenas  como  éstas  se  reproducen  constantemente  a  lo  largo  de  la  costa 
paraguaya. 

También  es  un  espectáculo  pintoresco  el  que  se  observa  casi  todos  los 
días  de  estada  en  puertos  naranjeros.  Centenares  de  cargadoras,  entre  las 
que  se  cuentan  viejas  octogenarias  y  pequeñas  de  ocho  o  diez  años,  acarrean 
sin  cesar  el  rojo  y  exquisito  fruto  del  naranjo  que  los  carreteros  han  vol- 
cado, momentos  antes,  en  la  ribera  o  muelle.  Y  mientras  las  mujeres  van 
y  vi3nen  atareadas,  llevando  sobre  sus  cabezas  el  almud  de  naranjas,  las 
tropas  de  carretas,  arrastradas  por  bueyes  criollos  de  origen  cebú  (extrema- 
damente cuerudos  y  «guampudos")  ba- 
jan por  los  caminos  que  conducen  al 
puerto  en  hileras  interminables.  Tro- 
pas y  más  tropas  llegan  a  cada  ins- 
tante. El  conjunto  forma  una  dilata- 
da caravana,  rumorosa  como  un  trueno 
sordo  y  lejano.  Por  las  calles  de  arena 
vecinas  al  puerto  y  en  las  playas  de 
trabajo,  el  polvo  se  levanta  envolvien- 
do y  ocultando  en  una  niebla  espesa, 
bruñida,  el  movimiento  de  carros,  la 
agitación  de  bestias,  hombres,  mujeres 
y  chicos  que  faenan  sudorosos  hasta  la 
caída  de  la  tarde. 

Con  los  últimos  resplandores  del  sol 
que  se  ahoga  en  desmayos  de  luz  vio- 
lácea y  cárdena,  desaparecen  poco  a 
poco  el  color  y  los  múltiples  detalles 
animados  que  presenta  durante  el  día 
la  siempre  variada  y  bella  perspectiva 
de  las  costas  paraguayas. 


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sT- 


Durante  los  nueve  meses  que  abarca  el  parto  prodigioso  de  la  floresta 
de  naranjos,  vese  año  tras  año  a  la  trajinante  carreta  naranjera  circular  con 
asiduidad  por  los  laberínticos  senderos  del  interland  paraguayo.  Cinco  mil 
frutas  hacen  la  estiba  de  oro  de  su  precioso  cargamento.  Y  se  cuentan  por 
millares  los  vehículos  de  esta  naturaleza  que  van  y  vienen  de  los  montes 
a  los  puertos  o  estaciones  ferrocarrile- 
ras, en  donde  se  embarca  y  expide  el 

producto  para  las  ciudades  del  estua-  /'k 

rio.  Además    de    la  consumación    que  ^ 

hace  el  pueblo,  la  zafra  paraguaya  y 
corren  tina  producen  doscientos  cincuen- 
ta millones  de  naranjas,  motivando  un 
gran  tráfico  de  trenes  especiales,  vapo- 
res, balandras  y  bastimentos  de  todas 
clases. 

A  pesar  de  esta  enorme  sangría,  la 
selva  cálida  y  nivea  de  los  azahares,  la 
insondable  floresta  que  parece  embria- 
gar a  las  estrellas  con  la  expresión  sutil 
y  penetrante  de  su  perfume,  alfombra 
el  húmedo  suelo  con  las  naranjas  y  flo- 
res que  el  viento  suelta  al  correr  ju- 
guetón y  caprichoso  entre  el  ramaje 
umbrío,  pletórico  de  savia. 


'i-'^^ 


—  l->LJ^'i=y     ^  1_^  I   l-J^X — 


KIINOS  AIRES 
ANTICUO 

NOCUE51JENA 


Los  chicos  de  la  ciudad  colonial  recortían  las 
calles  como  bandadas  de  gorriones,  buscando  sus 
pupilas  inquietas  donde  posar  su  alegría,  excita- 
dos sin  duda  por  la  presencia  de  la  bíblica  leyenda 
infantil.  Los  escaparates  de  las  jugueterías,  eran 
los  encargados  de  retener  aquella  ola  rumorosa. 
que  se  absorbía  en  la  contemplación  del  establo 
sacro  ds  Beléi. 

Las  montañas  azules  de  Galilea,  admirable- 
mente evocadas  en  cartón,  por  donde  descendían 
majestuosamente  los  tres  magos  de  oriente  en  sus 
dromedarios,  recubiertos  de  oro.  púrpura  y  plata. 
seguidos  de  brillante  cortejo  que  venían  para 
adorar  al  rey  de  los  reyes  que  acaba  de  nacer  y 
que  duplicaba  armoniosamente  el  espejo  de  los 
lagos  simulados:  juntamente  con  las  palomas  de 
judea.  los  olivos  inclinados  y  las  vaquitas  inmacu- 
ladas. 

Todo  ello  exaltaba  las  imaginaciones  tiernas  de 
los  niños,  dando  realidad  a  las  palabras  de  la 
abuela,  cuando  les  adormecen  sus  cuerpecitos  tra- 
viesos, a  compás  de  la  ingenua  narración  cristiana. 

El  aniversario  del  advenimiento  de  Jesús  se 
celebraba  radiosamente  en  los  comienzos  de  nues- 
tra emancipación  política;  no  había  casa  en  donde 
no  se  festejara  ese  acontecimiento  religioso:  los 
clásicos  pavos  se  tenían  en  preparación  largo 
tiempo,  una  vez  sacrificados  se  les  rellenaba  para 
ofrecerlos  opíparamente  a  los  invitados  a  la  cena 
de  Navidad.  Todo  concurrente  aportaba  algo  a 
aquellas  mesas  familiares  de  medianoche:  como 
vinos,  licores,  frutas,  confituras,  habanos,  etc. 

La  misa  de!  Gallo  era  el  toque  de  atención  para 
esas  amables  reuniones.  Parientes  y  amigos  se 
encontraban  citados  en  las  naves  de  los  templos; 
terminado  el  oficio  divino  partían  en  caravanas 
interminables,  llevando  el  bullicio  a  todos  los  ám- 
bitos de  la  ciudad,  ya  que  era  Nochebuena  y,  por  lo 
tanto,  noche  de  no  dormir. 


Esta  fiesta  de  Navidad  que  llega  año  por  año 
a  los  hogares  trayéndoles  siempre  su  frescor  de 
juventud,  puso  su  nota  triste  en  el  recio  caserón 
de  Marcial  Alvarez  de  Córdoba,  dueño  y  señor  de 
inmensas  tierras. 

Poseía  todo  lo  necesario  para  formar  una  fa- 
milia respetable,  ya  que  sólo  se  había  encontrado 
en  el  mundo  desde  temprana  edad,  pero  prefirió 
mariposear  en  torno  de  todas  las  bellezas  de  su 
tiempo,  sintiéndose  feliz  con  ser  protagonista  de 
conflictos  amorosos,  cuyo  desenvolvimiento  no 
afectaba  en  nada  su  libertad  individual. 

El  casamiento  inesperado  de  su  íntimo  amigo 
Francisco  Ortiz.  le  vino  a  privar  de  su  mejor  com- 
pañero, al  que  solamente  veía  por  las  tardes,  y  eso 
no  todos  los  días. 

La  víspera  de  Navidad.  Francisco  presentóse 
en  casa  de  Marcial  cargado  de  juguetes,  a  invitarle 
a  cenar  en  familia,  invitación  que  Marcial  desechó, 
pretextando  encontrarse  indispuesto.  Francisco  in- 
sistió, relatando  pormenores  del  árbol  que  esa 
noche  reuniría  en  gran  cantidad  a  los  amiguitos 
de  su  hijo;  hablaba  con  tanto  entusiasmo  de  la 
Navidad,  de  la  importancia  de  los  juguetes  que  se 
rifarían,  del  cariño  de  su  mujer  y  de  la  alegría  de 
su  hijito  con  la  fiesta  en  perspectiva  de  animarle, 
que  en  vez  le  desanimaba  a  presenciar  esa  comu- 
nión de  afectos  íntimos. 

Su  temperamento  mundano  no  se  avenía  a  esa 
clase  de  expansiones. 

Rehusó  terminantemente  acceder  al  deseo  de 
Francisco. 

Habíase  quedado  Marcial  algo  preocupado  con 
la  felicidad  actual  de  su  ex  compañero  de  andan 
zas;  después  de  comer  dio  un  corto  paseo  en  derre 
dor  de  la  mesa  y  fuese  a  sentar  con  toda  negligen 
da  en  un  amplio  sillón  curial,  contemplando  indi 
ferente  las  espirales  de  humo  que  arrojaba  a  bo 
cañadas  de  su  excelente  habano. 

Los  ecos  lejanos  de  una  serenata  y  un  seguido 
rasgueo  de  bordonas  le  incorporaron  de  la  somno- 
lencia en  que  yacía;  dirigióse  a  una  ventana  que 
estaba  abierta  desde  donde  se  abarcaba  un  inmen- 
so panorama.  Era  una  noche  límpida  y  serena,  una 
de  esas  noches  claras  de  estío  en  que  la  naturaleza 
en  flor  desprende  sus  mejores  perfumes  y  multi- 
plica sus  jazmines  bajo  el  cielo  estrellado...  Vibra- 
ban los  rabeles,  explotaba  la  pólvora,  tronaban 
.•»  panderetas  y   las  campar  is   tocaban   a   glo- 


ria: Cristo  redentor,  el  hijo  del  hombre,  el  rey  de 
los  reyes,  ha  venido  al  mundo  y  la  cristiandad 
le  celebra  entusiasmada  entre  fiestas,  cánticos  y 
salmos. 

Frente  a  la  ventana  de  Marcial,  una  familia  de 
artesanos,  se  ha  reunido  en  torno  de  un  blanco 
mantel.  El  padre  y  la  madre  beben  el  vino  alegre 
con  los  hijos.  El  anciano  abuelo  ríe  sin  saber  por 
qué,  mientras  humedece  unos  bol'os  en  un  gran 
vaso  de  leche;  los  nietecillos  más  pequeños  se  pe- 
lean continuamente  al  repartirse  los  turrones  y 
el  mazapán.  Aquella  escena  sencilla  provocó  en 
Marcial  una  sensación  de  aislamiento,  que  no  tardó 
en  nublar  sus  ojos  y  anudar  su  garganta,  compren- 
diendo íntimamente  que  la  fortuna  no  detiene  los 
años,  que  si  al  principio  los  hace  correr  más  verti- 
ginosamente, es  para  volverlos  después  más  lentos 


y  pesados.  Comparaba  su  felicidad  con  la  del  viejo 
abuelo...  cruzando  por  su  imaginación  de  solte- 
rón empedernido,  el  recuerdo  de  Elisa,  la  mujer 
que  le  había  amado  por  sobre  todas  las  mujeres 
que  había  conocido  su  corazón  veleidoso,  que  se- 
diento aún  más  de  aventuras  le  llevó  a  Europa, 
apartándole  sin  piedad  de  aquella  pasión  que  le 
ofreciera  la  vida .  .  .  Ella,  cruelmente  decepcionada, 
aceptó  un  matrimonio  de  conveniencia  y  sin  amor. 
Las  armonías  de  esa  noche  bulliciosa  llegaban 
en  tropel  hasta  su  ventana  solitaria,  trayéndole 
desprendido  de  todo  otro  recuerdo  aquel  gran  ca- 
riño que  como  un  amargo  reproche  a  su  desdén, 
le  envolvía  en  esa  hora  de  tristes  añoranzas,  en 
un  vago  y  suave  calorcito  de  hogar! .  .  . 


I>iniJO    Dli    ALONSO. 


Juan  Cruz  Ocampo. 


V/LTII^^X— 


^yacM/md. 


El  desfile  de  autos  y  de  fiacres,  se  sucede 
sin  descanso...  La  temperatura  realmente 
abrumadora  de  las  últimas  noches  obliga  a 
todos  los  habitantes  de  Cosmópolis  a  esa 
incesante  peregrinación,  pero  como  esta 
Dama  Duende,  tan  andariega  en  otras  es- 
taciones, tiene  muy  poca  fe  al  alivio  que 
pueda  ofrecernos  el  ir  y  venir  en  derredor 
de  los  lagos,  invadidos  por  una  concurrencia 
casi  compacta,  y  huye  con  terror  de  las  fati- 
gantes excursiones  por  el  Parque  Japonés, 
ha  tomado  la  sabia  resolución  de  quedarse 
muy  tranquila  en  casa,  abiertos  de  par  en 
par  los  balcones  de  su  saloncillo.  disfrutando 
así  de  la  deliciosa  vecindad  de  los  jardines 
que  rodean  su  «home»  y  que  le  prestan  per- 
fumado cortinaje  de  rosas  y  jazmines,  para 
la  pequeña  terraza  que  limita  sus  dominios. 

En  el  saloncillo  circular,  se  charla  de  todo 
un  poco,  gracias  a  la  presencia  de  mis  viejos 
amigos,  que  se  despiden  de  nuestros  bridges 
semanales,  seducidos  por  el  miraje  de  Mar 
del  Plata,  u  obligados  a  realizar  la  ineludi- 
ble visita  a  la  estancia.  La  alegría  de  nuestro 
reducido  círculo,  mi  rubia  Mary,  nos  ha  ser- 
vido el  café,  con  desusada  gravedad:  no  es 
ya  el  canario  prisionero  que  recorría  a  sal- 
titos  mi  saloncillo.  mientras  preparaba  nues- 
tra partida  habitual. .  .  el  año  que  termina, 
es  para  ella  la  iniciación  de  su  existencia  de 
mujer,  y  el  luminoso  círculo  de  mi  lámpara 
de  trabajo,  presta  reflejos  más  dorados  aún, 
a  su  encantadora  cabecita.  que  al  lado  del 
enérgico  perfil  del  que  ha  sabido  conquis- 
tarla, se  inclina  con  toda  la  coquetería  de 
que  es  capaz,  una  novia  de  veinte  años. .  . 

—  ¿Ha  hecho  usted  su  balance  del  añoV  — 
me  pregunta  con  fina  ironía  mi  excelente 
amigo  Juan  Manuel.  -  ¿Qué  provecho  ha 
sacado  usted  amiga,  de  tanto  sermoncillc, 
o  de  tanta  cátedra,  como  se  estila  decir 
ahora? 

—  Búrlense  ustedes  cuanto  quieran,  pero 
déjenme  la  ilusión  de  creer  que  he  podido 
hacer  algo  bueno,  censurando  las  modalida- 
des de  nuestra  sociedad,  y  como  mis  críticas 
han  sido  maliciosas,  pero  sin  entrañar  jamás 
un  sentimiento  de  amargura  ni  de  crueldad, 
creo  no  haber  herido  a  nadie  con  mis  apre- 
ciaciones, y  que  por  consiguiente  han  de 
acompañarme  más  simpatías  que  rencores, 
al  emprender  el  año  más  de  vida,  que  parece 
concederme  aún  la  voluntad  divina.  Un  año 
más  de  vida. .  .  ¿qué  acontecimientos  podría 
ofrecer  a  nuestra  insaciable  curiosidad,  el 
nuevo  film  cuyas  escenas  han  de  elevar 
nuestro  coraz3n,  u  oprimirlo  con  indecible 
angustia? 

Lorenzo  protesta  malhumorado  ante  la 
perspectiva  de  abordar  temas  abstractos,  y 
le  apoyan  Jaime  y  Mary,  parejita  que  juz- 
garán ustedes  excepcionalmente  disciplina- 
da, porque  suelen  intervenir  en  nuestra  char- 
la, a  pesar  de  la  relativa  independencia  que 
se  les  concede. 

-  La  vida  es  un  film,  madrina,  pero  real- 
mente maravilloso!  asegura  ella,  que  no 
alcanza  a  ver  más  que  las  brillantes  facetas 
de  la  existencia:  y  usted  a  quien  tanto 
preocupan  ciertos  misterios  de  nuestro  des- 
tino, no  sé  cómo  no  ha  comentado  la  fan- 
tástica leyenda,  vivida  por  la  que  es  hoy  una 
de  las  figuras  femeninas  más  altamente  c:)- 
locadas  en  nuestros  círculos  mundanos  y 
oficiales. . . 

Mary  nos  ha  recordado  oportunamente  el 
tema  que  podía  sernos  más  grato  en  estos 
momentos,  por  más  que  la  despedida  pudie- 
ra traernos  algún  eco  de  la  romanza  "Partir, 
c'est  mourir  un  peu...»»  pero  en  este  caso, 
se  trata  de  vivir,  y  de  vivir  una  vida  intensa, 
disfrutando  de  todos  los  halagos  de  una  situa- 
ción privilegiada...  La  que  supo  provocar 
las  delirantes  ovaciones  de  los  públicos  más 
exigentes  del  viejo  mundo,  la  que  ha  sabido 
conquistar  después,  y  llevar  con  tan  serena 
dignidad  uno  de  los  apellidos  más  ilustres 
de  nuestro  país,  asume  hoy  nuestra  repre- 
sentación, en  el  luminoso  centro  que  atrae 
y  fascina  como  ninguno  otro  en  el  mundo 
entero,  y  que  ha  de  recibirla  con  la  descon- 
solada nostalgia  de  su  arte  maravilloso,  pero 
también  con  la  respetuosa  consideración  que 
se  debe  a  la  gran  dama  que  encarna  el  espí- 
ritu selectísimo  y  las  exquisitas  cualidades 
de  la  porteña  de  alta  alcurnia;  al  hacerla 
tan  suya  nuestra  sociedad,  supo  ella  identi- 


SENORA    REGINA    PACINI     DE    ALVEAR,    ESPOSA    DEL   NUEVO   MINISTRO    ARGENTINO    EN    PARÍS. 


ficarse  en  absoluto  con  las  señoriles  tradi- 
ciones de  su  casa  y  de  su  rango.  Esperemos 
que  no  ha  de  ser  muy  larga  su  ausencia,  pero 
si  hemos  de  prestar  crédito  al  comentario, 
he  de  repetir  con  él,  que  hay  encantadoras 
que  no  ordenan,  pero  que  insinúan.  .  .  y  que 
si  poseen  el  don  de  transformar  una  Inten- 
dencia en  Ministerio,  fácil  les  será  llegar  — 
una  vez  cumplido  el  plazo  obligado  -  a  la 
más  alta  situación  oficial  del  país... 

Lo  curioso  es,  dice  uno  de  mis  viejos  ede- 
canes, que  vivamos  protestando  contra  el 
positivismo  de  la  época,  pero  si  nos  detu- 
viéramos a  analizar  muchos  de  los  aconteci- 
mientos sociales  del  año  transcurrido,  ha- 
bríamos de  convenir  en  que  nos  queda  aún. 
a  Dios  gracias,  buena  dosis  de  sentimenta- 
lismo: no\üazgos  sensacionales,  llenos  de  in- 
cidentes novelescos,  severas  oposiciones,  que 
como  es  de  práctica  precipitan  el  temido 
desenlace;  bodas  principescas,  bodas  ¡respi- 
radas, rompimientos  comentados  hasta  el 
infinito,  y  luego  muy  quedo,  el  susurro  de 
tal  o  cual  divorcio. . . 

Hemos  vivido  ¡qué  duda  cabe!  intensa 
vida  sentimental;  y  apesar  de  sus  ineludi- 
bles contratiempos,  mucho  puede  esperarse 
aún,  de  los  que  encaran  la  existencia,  guia- 
dos únicamente  por  el  ideal  de  un  afecto 
verdadero. . .  y  ese  es  mi  mejor  augurio  para 
ustedes,  lectoras  y  amigas  mías,  y  también 
el  último  consejo  del  año.  . .  que  sean  norma 
de  nuestra  existencia,  los  afectos  leales,  pro- 
fundos, y  sobre  todo,  desinteresados!... 

La  Dama  Dufnde. 

COLOQUIO    DE    LA    PRIORA    Y 
LA  OBSERVANTE 

Doña  Isabel  de  Vargas  se  llamaba  la  Prio- 
ra y  doña  Catalina  de  Salazar  s2  llamaba 
la  Observante.  En  religión.  Sor  María,  del 
Divino  Amor  la  una,  y  Sor  María  del  Amor 
Hermoso  la  otra.  Entrambas  a  dos  elegidas 
de  la  celeste  gracia,  dechados  de  virtud  y 
edificación  de  todos. 

Era  la  hora  en  que  terminada  la  refacción 
postrera,  tenían  aquellas  buenas  descalzas, 
según  la  regla  de  la  Orden,  el  tiempo  de  su 
recreo  vespertino.  En  la  huerta,  las  novicias, 
como   blancas  palomas,   reuníanse  bajo  los 


cipreses  y  la  inspección  de  su  directora. 
Las  profesas  paseaban  emparejadas  bajo  el 
largo  emparrado  que  bordea  la  tapia,  y  la 
Priora  y  la  Observante  dejaban  transcurrir 
su  rato  de  reposo  en  la  celda  rectoral,  que 
estaba  en  el  segundo  piso  del  convento,  y 
desde  cuyas  ventanas  percibíasa,  de  un  lado, 
la  huerta  conventual  y  la  llanura  del  campo, 
y  del  otro,  las  calles  de  la  villa.  Era  una 
tarde  amena,  escondíase  un  sol  propicio  a 
las  jácaras  y  no  a  las  elegías,  y  finábase  un 
día  veraniego,  caliente,  dorado  y  alegre 
como  el  vino  castellano  de  Rueda. 

—  Dígame  Vuestra  Reverencia,  madre — ■ 
comenzó  diciendo  la  Oossrvante:  -  ¿debe.é 
confesar  como  pecado  el  haberme  despojado 
del  cilicio  estos  días?  Fray  Diego  es  tan  es- 
crupuloso. 

-  -  Hermana  contestó  la  Priora  :  —  esta 
es  falta  menor  si  seguís  cuidando  de  la  mor- 
tificación del  espíritu. 

O.   —  ¡Ay!  el  enemigo  me  ac3oha. 

P.-  -  Será  tal  vez  el  picaro  demonio  de  las 
burlas. 

O.  -  -  No.  madre.  Es  el  peor  de  los  demo- 
nios.  El  del  recuerdo. 

A  esto  la  Priora  santiguóse  y  dijo:  —  El 
candido  Cordero  de  Dios  nos  acompañe. 

O.  —  Madre:  vos  fuisteis  gran  letrada  ea 
el  siglo.  Y  recuerdo  que  la  santa  madre  y  el 
santo  padre  Fray  Juan  de  la  Cruz  teníanos 
en  gran  estima  y  os  ponderaban  con  extremo. 

P.  Vanidades  de  la  tierra,  mi  hija.  Esj 
no  añoraremos  más.  y  Dios  sea  servido. 

Y  las  manos  abaciales  movían  las  gruesis 
cuentas  del  rosario,  que  sonaban  unas  con 
otras  como  tablillas  de  lazarino. 

O.  —  ¡Ay.  madre,  feliz  vos!  Diréos  que  he 
tenido  antinoche  un  conato  de  disipación. 
Dióme  el  intento  de  escribir  unas  glosas. 

P.  -¿Glosas  de  qué  y  a  quién?  Místicas 
y  divinas,  por  de  contado. 

O. — ^  No  lo  fueran  y  cortara  mis  manos 
Reverencia.  Pero,  ¡ay!  que  mientras  las  es- 
cribía vinieron  fantasmas  del  siglo  a  visi- 
tarme. 

P.  —  Hermana:  tornad  a  vuestro  cuerpo 
el  cilicio.  Diez  años  ha  que  vivo  en  e^ta  san- 
ta casa,  y  diez  años  ha  que  escribí  mis  úl- 
timos versos. 

O.  -  ¿Son  esos  que  en  papel  amarillento 
ya  y  con  tinta  que  pierde  el  color  vi  el  otro 
di  a? 


yeme/um4~ 


P.  (Con  cierto  sobresalto).  —  ¿Dónde?  mi 
hermana. 

O.  Entre  las  hojas  del  Libro  de  María 
Egipciaca,  que  me  hicisteis  merced  de  pres- 
tarme. 

P.    -jAhl 

O,  -  Placiéronme,  y  los  recuerdo.  Titú- 
lanse,  veréis:  B¡  blanco  rosal  que  se  deshoja. 

P.  (Entre  una  sonrisa  y  un  suspiro).  -  Es 
verdad.  Un  soneto. 

O.  -Os  mostrar*  que  me  b  sé  hasta  el 
fin.  Escuchad  si  es  asi.  (Detiénese  un  punto, 
toma  memoria,  y  con  suave  y  reposada  voz, 
comienza  a  recitar:) 

Mi  corazón  es  un  rosal  florido. 
Un  frondoso  rosal  de  blancas  flores: 
Vos  lo  sabéis  muy  bien,  que  habéis  cogido 
De  sus  últimas  rosas  las  mejores. 

Si  una  bárbara  mano  le  menea. 
Su  flor  responde  al  enemigo  gesto. 
Cuando  alguien  con  guijarros  me  apedrea. 
Con  pedrea  de  rosas  le  contesto. 

Pero,  ¡ay!  pobre  rosal  de  triste  suerte. 
Entre  la  vida  y  vos.  sois  más  que  el  fuerte 
Vendaval  de  las  furias  repentinas. 

Y  como  vais,  crueles,  deshojando 
Sus  flores  poco  a  poco,  van  quedando 
Solamente  en  sus  ramas  las  espinas. 

Y  terminando  la  Observante  su  declama- 
ción, quedaron  las  dos  en  silencio  y  con  los 
ojos  humillados. 

P-  -  ¡Ay.  hermana!  Soy  ahora  yo  quien 
doblará  sus  cilicios.  Es  cierto  que  el  demo- 
nio del  recuerdo  ha  hecho  presa  de  vos. 

O.  —  Pero,  madre,  puesto  que  de  diez 
años  a  esta  parte  no  habéis  vuelto  a  es- 
cribir. . . 

La  Priora,  como  enojada  con  tales  discur- 
sos,  cogió  al  azar  un  Eucologio  de  sobre  e| 
bufetillo  contiguo,  y  comenzó  a  leer  o  a  fin- 
gir como  que  leía.  La  Observante,  para  imi. 
tarla,  cogió  del  mismo  lugar  un  Libro  de 
horas.  Y  quiso  tal  vez  el  picaro  demonio  de 
las  burlas  que  lo  abriese  por  di.ni;  habia  un 
blanco  papel,  en  cuya  cabecera,  con  tinta 
que  se  veia  fresca  y  reciente,  estaba  escrito: 
Soneto. 

Advirtiólo  la  despierta  Sor  Maria  del  Di- 
vino Amor,  y  dijo  al  punto: 

—  Veis  que  como  Ids  años  han  hecho  bo- 
rrosa la  lectura  del  que  sjbéis,  tome  partido 
de  trasladarle  a  ese  nuevo  papel. 

La  Observante  no  quiso  ser  indiscreta  para 
inquirir  si  ciertamente  trataba  de  copiar 
aquellos  antiguos  y  dolientes  versos  de  me- 
lancolía, o  de  escribir  otros  nuevos,  fruto  de 
última  inspiración.  Paro  aunque  lo  hubiese 
querido  hubiera  sido  inútil,  porque  en  esto 
sonó  el  grave  tintineD  de  una  campana  que 
anunciaba  que  el  tiempo  del  recreo  había 
dado  fin,  y  por  entre  los  senderos  del  huerto, 
bordeados  de  boj  y  de  romero,  tornaban  a 
la  casa  las  novicias  como  un  blanco  rebaño, 
y  las  madres  graves  pasaban  del  emparrado 
al  claustro  bajo  ya  silenciosas,  porque  la 
parleta  habia  concluido. 

La  Observante  no  tuvo  más  remedio  que 
abandonar  el  Libro  de  horas,  porque  la  Pre- 
lada había  salido  de  la  celda,  y  avanzando 
por  la  galería,  que  ya  la  luna  acariciaba, 
marchaba  con  reposado  y  triste  andar  a  la 
capilla,  para  presidir  a  las  buenas  religiosas 
en  la  oración  nocturna. 

Pedro  de  Répjde. 


^'i-^T^pa^-x— 


E)c  Lffltne^ 

de  la-BeoTAclc 


LA  direcciin  de  esta  «pági- 
na femenina»  ha  recibido 
una  carta  de  la  distingui- 
da literata  argentina  do- 
fla  Emma  de  la  Barra 
de  Llanos  que.  al  regresar  a  la  pa- 
tria trayendo  la  visión  de  los  horro- 
res de  la  guerra  actual,  se  oeiípa  de 
la  mujer  en  una  forma  que  nos 
enitobléce.  La  sección  femenina  hon- 
ra sus  columius  con  tan  inteligen- 
te colaboración:  y  al  agradecerla 
hace  constar  que  no  le  correspon- 
den los  elogios  tributados  a  la  in- 
cógnita colaboradora  que  firma  sus 
crónicas  con  el  clisico  pseudónimo 
de  La  Dama  Duende. 

Sefiora  Be>in  de  Tezanos  de  Oliver. 

Señera: 

Hace  dos  meses,  durante  la  travesía  desde 
Europa  a  Buenos  Aires,  encontri  abordo  del 
•Reina  Victoria  Eugenia»  algunos  números 
de  Pivs  Vltra.  y  en  ellos  leí  las  opiniones 
emitidas  por  un  grupo  de  seí^oras  de  esta 
sociedad,  contestando  a  la  encuesta  abierta 
por  usted  sobre  el  tipo  femenino  predilecto. 
Y  hoy.  que  me  hace  usted,  sefiora.  el  honor 
de  pedirme  unas  líneas  para  la  sección  que 
dirige  con  tanto  talento,  encubierta  tras  la 
gracia  de  la  Dama  Duende,  no  necesito  es- 
iorzarme  para  hacer  recuentes  de  votos  y 
constatar  que  las  preferencias  estaban  con 
Juana  de  Arco;  tan  compacta  era  la  mayoría. 

Esta  marcada  predilección  por  la  heroína 
que  trocó  el  cayado  por  la  espada,  impone  el 
recuerdo  de  los  millones  de  mujeres  que  rea- 
lizan hoy  en  Europa  una  misión  no  menos 
heroica,  y  me  sefiala,  al  escribir  para  compla  ■ 


cerla,  el  tema  que  plantea  la  intervención 
femenina  en  las  tareas  que  estuvieron  reser- 
vadas al  hombre. 

Tema  es  éste  que  en  las  naciones  compro- 
metidas en  el  conflicto  que  vemos  desarro- 
llarse y  crecer  con  estupor,  ha  tomado  una 
importancia  que  no  obscurece  ni  siquiera  la 
magnitud  de  la  guerra,  ya  que  emana  de  la 
guerra  misma. 

¿No  eres  usted,  señora,  que  bien  podemos 
pensar  que,  bajo  la  imposición  de  las  terri- 
bles circunstancias  actuales,  alcanzaremos  a 
vsr  las  dos  cómo  las  sociedades  toman  des- 
envolvimientos extraños  y  forjan  sus  idea- 
les con  elementos  morales  distintosV 

Naturalmente,  lógicamente,  la  mujer  de- 
berá sufrir  e  intervenir  en  estas  transcenden- 
tes transformaciones.  Y  ya  la  estamos  vien- 
do. —  ¡vengo  de  verla  tan  de  cerca!  —  fuera 
de  sus  viejísimos  hábitos,  tomar  puesto  en 
las  agitaciones  y  esfuerzos  de  la  existencia 
que  mueven  actividades  más  allá  de  los  mu- 
ros del  hogar. 

A  principios  del  año  transmitía  el  telégra- 
fo a  todas  partes  la  noticia  de  que  Mr.  Lloyd 
Ceorge  había  nombrado  a  una  señorita  in- 
glesa directora  de  su  ministerio.  Días  des- 
pués aparecía  en  las  revistas  europeas  el 
retrato  de  la  linda  muchacha  de  26  años,  de 
grandes  ojos  y  cabellos  rizados. 

Más  tarde  un  colega  del  gran  ministro  lo 
imitaba.  Desde  antes,  mujeres  por  milla- 
res iban  substituyendo  en  todas  las  posicio- 
nes y  responsabilidades  a  los  ciudadanos 
llamados  bajo  las  armas,  y  que  hasta  enton- 
ces les  habían  pertenecido  a  ellos  exclusiva- 
mente. Ahora  van  siendo  aceptadas  ya  con 
carácter  permanente.  El  rol  de  la  mujer 
como  entidad  militante  en  las  actividades 
era  muy  discutido,  pero  he  aquí  que  estalla 
la  guerra,  y  en  todos  los  países  que  ella 
abarca  demanda  el  esfuerzo  máximo  de  las 
energías  nacionales.  La  movilización  cada 
vez  más  completa,  hasta  comprender  las  úl- 
timas reservas,  abre  blancos  innumerables 
en  las  filas  del  trabajo  y  es  la  mujer  quien 
los  llena,  respondiendo  a  las  urgencias  con 
una  dedicación  que  toca  los  límites  del  sacri- 


ficio, y  que  pisó  hace  rato  los  de  la  abnegación. 

Sobreviene  luego  la  siega,  superior  a  todo 
cálculo,  que  la  pelea  hace  en  los  ejércitos  y 
se  evidencia  de  golpe  una  realidad  con  pro- 
yecciones precisas  en  el  porvenir  de  la  paz: 
muchos  cientos  de  miles  serán  los  hogares 
en  que  la  mujer  deba  convertirse  en  jefe  de 
familia,  porque  el  padre,  el  esposo,  el  her- 
mano o  el  hijo  habrán  desaparecido. 

Empieza  así  a  mirarse  bajo  una  luz  favo- 
rable y  simpática  el  problema  femenino,  y 
es  justamente  hoy.  cuando  la  mujer  ha  ca- 
llado la  voz  de  sus  reivindicaciones,  olvidan- 
do toda  teorización  para  darse  en  cuerpo  y 
alma  a  sus  nuevos  deberes,  que  surgen  espon  - 
táñeos  desde  las  esferas  oficiales  y  entre  la 
aprobación  general,  distintas  iniciativas  y 
declaraciones  tendientes  a  afirmar  definiti- 
vamente su  situación,  que  se  ha  venido  es- 
tableciendo naturalmente  al  conjuro  de  cir- 
cunstancias dolorosamente  oportunas. 

Sólo  una  catástrofe  tan  honda,  como  para 
modificar  por  su  propia  gravitación  las  orien  - 
taciones  más  que  seculares  del  pensamiento 
y  la  moral  predominantes,  podía  en  verdad 
crear  una  atmósfera  propicia  al  reconoci- 
miento de  una  nueva  posición  para  ella. 

La  evolución  determinada  por  los  aconte- 
cimientos que  nos  llenan  de  horror,  han  afir- 
mado, pues,  rápidamente  sus  capacidades 
para  substituir  al  hombre  en  las  actividades 
de  la  vida.  La  fuerza  de  los  hechos  ha  san- 
cionado las  teorías  que  se  habían  venido 
manteniendo   como  una  simple  aspiración. 

Hoy  la  mujer  no  es  la  rival  del  hombre;  el 
tipo  desacorde  que  solía  hacer  sonreír.  Es  su 
compañera  en  la  más  noble  concepción:  es 
aquella  a  quien  puede  él  confiar  el  destino 
de  sus  hijos  antes  de  partir  para  el  horrible 
campo  de  la  muerte. 

He  ahí  porque  mi  corazón,  de  mujer  tam. 
bien.  la  sigue  enternecido  en  su  admirable 
rol  de  reemplazante.  He  ahí  porque  me  pa- 
rece en  la  paz  y  en  la  guerra  la  figura  más 
alta  y  más  edificante.  Usted,  mi  distingui- 
da señora,  debe  sentirlo  como  yo.  y  es  por 
eso  que  la  saludo  con  toda  simpatía. 

Emma  de  la  Barra  de  Llanos. 


EL   ORIGEN    DE    LOS   CRISANTEMOS 

El  crísanteino,  cuyo  nombre  significa  flor 
de  oro.  es  originario  de  la  India,  aunque  sea 
en  el  Japón  donde  su  cultivo  haya  sido  per- 
feccionado hasta  multiplicar  a  miles  sus  va- 
riedades. 

Hace  siglos  que  un  comerciante  de  Marse  - 
lia,  llamado  Pedro  Luis  Blancard,  introdujo 
de  China  las  primeras  plantas,  pero  el  cri- 
santemo recién  empezó  a  ser  adorno  de  los 
jardines  en  el  año  de  1830,  y  el  ponerse  de 
moda  se  debió  a  un  soldado  veterano  de  las 
guerras  napoleónicas  establecido  en  Tou- 
louse. 

El  viejo  soldado,  paseando  por  el  jardín 
público  de  la  ciudad,  recogió  las  semillas  que 
dejaba  caer  una  planta:  las  llevó  a  su  casa, 
las  plantó,  y  a  la  estación  siguiente  su  jardín 
llamó  la  atención  de  sus  vecinos  por  la  belle  - 
za  de  tas  flores. 

Los  jardineros  empezaron  a  preocuparse 
de  la  nueva  planta  y  a  extender  su  cultivo 
hasta  ponerla  de  moda. 

Hace  algunos  años  que  un  jardinero  fran- 
cés, Roberto  Fortune,  logró  comprobar  que. 
por  un  secreto  que  no  querían  revelar  los 
japoneses,  obtenían  todos  los  años  varieda- 
des nuevas  de  crisantemos,  y  probando  logró 
saber  que  el  secreto  no  consistía  sino  en  plan- 
tar semillas  de  cada  planta,  las  que  a  cada 
generación  dan  lugar  a  una  nueva  variedad. 

Hoy  el  cultivo  de  miles  de  variedades  de 
crisantemos  es  fácil  a  los  jardineros  del  mun- 
do, ya  que  no  hay  país  donde  no  haya  sido 
explotada  la  flor  de  oro. 

ORIGINALIDAD 

Del  culto  a  nosotros  mismos  deriva  la 
primera  cualidad  que  distingue  la  Elegan- 
cia: el  ser  cada  uno  original. 

Comienza  por  fijarte  en  el  origen  de  la  pa- 
labra Elegancia.  Viene  del  verbo  latino  eli- 
[frf,  que  significa  eaoger. 

Los  hombres  vulgares,  sin  lastre  de  valor 
propio,  confunden  la  Elegancia  con  la  imi- 
tación servil.  ¿No  oís  como  el  vulgo,  al  hablar 
de  distinción,  alude  casi  exclusivamente  a  la 
Moda,  es  decir,  a  la  copíaV 

La  moda,  la  copia,  es  el  escamoteo  del  yo, 
el  respeto  a  lo  de  los  demás,  el  desprecio  de 
mí  mismo.  El  modisto  A.  teniendo  en  cuenta 
las  lineas  de  la  condesa  B.  crea  un  traje  para 
esta  temporada.  Sale  en  las  Revistas.  Y  yo, 
que  me  considero  una  tonta  y  una  nulidad. 
acomodo  a  mis  lineas  aquel  traje  hecho  para 
la  condesíta.  Es  un  homenaje  ridículo  que 
rindo  al  modisto  y  a  la  condesa  y  un  despre- 
cio -  --■  ' ,  que  pide  iu  traje. 

'  Jebe  ser  original.  Cada  mu- 

jer La  Elegancia  n'i  es  la  Moda, 


£iL  JURADO  ELEGIDD  TOR  LA  BIBLIOTECA  DEL  CONSEJO  NACIONAL  DE  MUJERES  TARA  EL  CON- 
CURSO LITERARIO  ANUAU  EX  CLUSJV  AMENTÉ  FEMENINO.  DE  IZQUIERDA  A  DERECHA:  SEÑORITAS 
ADELA  GRAMAIO  Y  EMILIA  ARNING  FRÍAS;  SEÑORAS  SILVIA  VICTORICA  DE  GARCÍA,  CAROLINA  L. 
DE  ARGERICH.  SEÑORITA  MARÍA  DE  GUERRICO,  CARMEN  NAVARRO  VIOLA  Y  SEÑORA  STELLA  MORRA 
DE    CARCANO.     en    círculo:    señoras  MERCEDES  M.   DE  DE  BRUYN    E  HILDA  VIEYRA  DE  DÍAZ  VALDÉS. 


SONETO    QUE    MERECIÓ    EL    PREMIO     "CARMEN    5.    DE    PANDOL- 
FINl",    OFRECIDO    POR   LA    DONANTE    AL    MEJOR    SONETO  DEDI- 
CADO A  LA    MEMORIA  DE  LA  ILUSTRE  MATRONA  CHILENA  DOÑA 
EMILIA  HERRERA  DE  TORO. 

Lema:  FRATERNIDAD 
A     LA    r.EÑORA    DONA     EMILIA    HERRERA     DE    TORO 

SONETO 

Hermano  ds  mi  patria  en  ideales. 
Hay  otro  pueblo  ds  brillants   historia. 
Que  tiene  por  testigos  de  su  gloria. 
Los  Andes  con  sus  picos  colosales. 

Nacida  en  esa  tierra  generosa 
Y  arrullada  por  bellas  tradiciones. 
Fué  creciendo  al  calor  de  bendiciones. 
Una  mujer  que  a  la  virtud  endiosa. 

Su  techo  hospitalario  fuá  el  abriga 
De  ilustres  argentinos  desterrados 
Que  hallaron  a  su   lado  un  suelo   amigo. 

Y  en  nombre  de  esos  nobles  expatriados 
Hoy  canto  su  bondad  y  la  bendigo 
Rendida  ante  sus  restos  venerados. 

Marta  Salotti. 


sino  una  categoría  independiente  y  eterna. 
La  Elegancia  ha  de  hacerme  original,  tenien- 
do en  cuenta  la  manera  de  ser  de  mi  cuerpo 
y  de  mi  persona.  En  los  gestos,  en  el  traje, 
en  la  pose,  es  necesario  ser  original.  Y  no 
sólo  respecto  al  ser  de  cada  uno.  sino  aun 
respecto  «al  ser  de  cada  uno  en  cada  circuns- 
tancia de  lugar,  tiempo  y  ambiente». 

Horacio  nota  esta  cualidad  de  una  manera 
gráfica,  en  su  Arte  Poética:  La  faz  de  la  Ele- 
gancia no  es  igual  en  todos,  pero  tampoco 
es  diversa.  Se  parecen  y  se  distinguen  como 
hermanas.  Esto  es:  La  Elegancia  es  una: 
pero  la  originalidad  la  concreta  en  distintas 
fisonomías,  que  se  parecen  y  se  distinguen 
a  la  vez. 

Esa  originalidad  es  hermana  de  la  natura- 
lidad. La  Elegancia  no  es  copia  afectada, 
sino  fresca  y  viva  emanación.  No  es  vidriosa 
pintura,  sino  lozana  realidad.  Quien  se  ex- 
prese con  naturalidad  y  lozanía,  tiene  mu- 
cho ganado  en  el  terreno  de  la   Elegancia, 

Dije  naturalidad,  y  no  quisiera  se  inter- 
pretase esta  palabra  en  un  sentido  bajo. 
Hay  groserías  muy  naturales.  Sancho  Panza 
es  un  buen  hombre  grosero,  con  sus  atisbos 
de  malicia.  Quiero  decir  que  no  se  copie, 
que  no  se  imite  servilmente:  no  que  demos 
rienda  suelta  a  los  bajos  fondos,  por  natura- 
les que  ellos  sean.  Para  expresarnos  mejor, 
diríamos  que  seamos  "libres,  arbitrarios». 
Por  tanto,  ni  copistas  de  lo  de  los  demás,  ni 
abandonados  a  los  movimientos  internos. 

De  lo  dicho  se  deduce  que  son  para  nos- 
otros verdaderas  ridiculeces  esos  Códigos  de 
nimiedades  que  algunos  autores  quisieran 
imponernos. 

No.  La  Elegancia  es  substancia,  no  es  de- 
talle, y  menos  detalle  copiado. 

Visitando  hace  poco  un  Colegio  inglés, 
tuve  ocasión  de  despedirme  de  dos  docenas 
de  señoritas  con  las  cuales  había  alternado 
unos  días.  Y  pude  observar  que  ninguna  de 
ellas  me  despedía  de  igual  manera,  y  que  en 
todos  estos  distintos  modos  de  decir  adiós, 
brillaba  el  más  puro  y  delicado  buen  gusto. 

Nada.  pues,  de  codificar  la  cortesía  en 
estrechos  artículos.  Nada  de  elevar  a  princi- 
pio una  serie  de  bagatelas,  muchas  de  ellas 
de  pésimo  gusto,  que  quieren  complicar  in- 
moderadamente la  vida,  convirtiéndonos  en 
autómatas.  Ni  en  la  cantidad  ni  en  la  calidad 
de  consejos  hemos  de  ir  por  ese  camino,  que 
revela  en  quien  lo  sigue  inopia  intelectual  y 
alma  vacia. 

La  etiqueta  palaciega,  hecha  para  un  cen- 
tenar de  individuos,  puede  darse  a  la  manía 
de  detallar.  La  Elegancia  no  es  la  etiqueta, 
y  aun  a  veces  viven  de  espaldas  estas  dos 
señoras. 

SllZANNE    n'ORIEY. 


•  l^LJ^^i:^     X- .L^'  r  t^  >-X— 


nVE?TE? 


a 


VLIATi 


flVlRM 
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Plvs  Vltra,  que  se  ha  impuesto  la  gra- 
ta misión  de  presentar  en  sus  páginas  a  cuan- 
to hombre  de  ciencia,  artista,  crítico,  actor, 
escritor,  músico  y  pintor  argentino,  que  por 
sus  méritos  descuella  y  es  vivo  exponente  de 
la  cultura  nacional,  rinde  hoy  homenaje  a 
don  Julián  Aguirre,  uno  de  los  miisicos  ar- 
gentinos más  vastamente  vinculados  a  nues- 
tro gran  mundo  y  cuyo  sólido  prestigio  de 
inspirado  compositor  le  ha  colocado  en  el 
primer  plano  de  los  maestros  nacionales  y 
en  la  primera  fila  de  los  pianistas. 

En  el  lujoso  hall  de  la  Escuela  Argentina  de 
Música,  espera  el  repórter. 

Cae  la  tarde,  las  clases  tocan  a  su  fin.  De  una 
de  ellas  llega  a  su  oído  el  gorjeo  cristalino  de  una 
garganta  juvenil  que.  haciendo  escalas,  ensaya  re- 
correr todas  las  modulaciones  polícromas  de  la 
gama;  de  otra  sala  llegan  a  su  oído  los  arpegios 
y  las  notas  rítmicas  y  monótonas  de  un  ejercicio 
de  piano;  de  otra  el  suave  y  armonioso  ir  y  ve- 
nir del  arco,  sobre  las  cuerdas  de  un  violín;  de  to- 
das ellas,  en  fin,  el  eco  confuso  de  un  arlequi- 
nesco conjunto  de  contrapuntos,  solfeos  y  armo- 
nías que  recuerdan,  por  su  variedad  de  sonidos, 
los  clásicos  contrapuntos  verlandeses. 

Terminan  las  clases  y  hace  irrupción  en  el  am- 
plio vestíbulo  un  verdadero  torbellino  de  mucha- 
chas, que  hablan,  cuchichean,  hacen  escalas  como 
si  aun  tuviesen  un  resto  de  cuerda  en  la  garganta, 
comentan,  ríen  y  cantan,  en  alegre  y  fresca  alga- 


rabía. La  bandada  pasa  junto  al  repórter  y  se 
aleja.  De  la  escalera  sube  el  eco  de  mil  voces  y 
risas,  diríase  un  trinar  de  pájaros  que  saludan  al 
sol  que  se  pone. 

Don  Julián  Aguirre,  director  y  fundador  de  la 
Escuela,  ha  terminado  ya  sus  tareas  y  amable- 
mente atiende  al  repórter. 

Enterado  del  objeto  de  la  visita,  el  maestro 
Aguirre  nos  acompaña  en  una  interesante  recorrida 
por  las  diversas  dependencias  del  establecimiento 
y  sufre  paciente  el  suplicio  fotográfico  en  com- 
pañía de  un  grupo  de  simpáticas  alumnas. 

Después,  el  repórter  inicia  la  conversación  tra- 
tando de  obtener  datos  biográficos  de  este  infa- 
tigable maestro  que  desde  hace  un  cuarto  de 
siglo  consagra  su  vida  a  la  enseñanza  del  divino 
arte  de  Euterpe. 

Nacido  en  Buenos  Aires  el  28  de  enero  de  1869, 
despertóse  en  él,  desde  muy  niño,  una  marcada 
inclinación  por  la  música,  por  cierto  muy  origi- 


nalmente, pues  detestaba  las  bandas  militares, 
obligando  a  la  sirvienta  a  que  lo  alejase  del  sitio 
en  que  tocaban,  siendo  una  de  sus  principales  ma- 
nías de  chico  la  afinación  de  los  ruidos  de  campa- 
nas y  cornetas. 

El  maestro  Aguirre  cursó  sus  estudios  en  el  con- 
servatorio de  Madrid  y  fueron  sus  maestros  Karl 
Beck,  famoso  pianista  alemán,  y  Aranguren.  Can- 
tó y  Arrieta  de  composición.  En  1890  inició  en 
Buenos  Aires  sus  clases  de  música  contando  entre 
sus  alumnas  a  las  niñas  más  distinguidas  de  la 
sociedad  porteña:  De  Bary,  Atucha,  Elía,  Torn- 
quist,  Elortondo,  Anchorena,  Ramos  Mejía.  Gar- 
cía Estrada,  Moreno,  Ibarguren,  Yáñez,  Gonnet, 
De  la  Serna,  Magdalena  de  Ezcurra,  Lucrecia  del 
Arca,   Arning   de   Ayerza,    Brinkmann,   etc..   etc. 

Como  compositor,  el  maestro  Aguirre  ha  des- 
arrollado una  labor  amplísima.  Suyas  son  varias 
sonatas  para  violín,  violoncelo,  romanzas  para 
canto,  coros,  canciones  escolares  e  infinidad  de 
composiciones  de  toda  índole,  destacándose,  entre 
ellas  las  de  carácter  nacional,  tristes,  canciones  y 
danzas,  género  este  al  que  ha  dedicado  especial 
estudio,  haciendo  viajes  por  el  interior  de  la  repú- 
blica, e  inspirándose  en  las  diversas  regiones  para 
que  su  música  refleje  el  sentimiento  y  la  emoción 
propia  de  los  aires  genuinamente  criollos. 

Hablando  sobre  la  música  argentina,  cree  el 
maestro  Aguirre  que  la  influencia  española  es  vi- 
sible en  muchas  de  sus  canciones  y  danzas;  pero 
que  tierra  adentro  hay  un  venero  inagotable  de 
melodías  indígenas,  que  constituirán  el  tesoro  de  la 
música  nacional  por  sus  modalidades  curiosas, 
sus  cadencias  originales  y  la  melancolía  de  que  es- 
tán impregnadas. 

El  maestro  Aguirre  tiene,  como  todo  músico, 
sus  «clásicos»  preferidos:  Wágner,  Beethoven,  Bach 
Schumann  y  Chopin,  y  una  particularidad  origi- 
nal cuando  compone  música. 

—  Mientras  compongo.  —  dice,  —  me  parece 
muy  interesante  lo  que  estoy  haciendo,  y  una  vez 
terminado  no  le  atribuyo  ninguna  importancia. 

El  maestro  Aguirre  dedica  actualmente  todas 
sus  actividades  a  escribir  y  atender  su  Escuela 
Argentina  de  Música  que,  recientemente  fundada, 
ha  llegado  ya  a  tener  un  respetable  plantel  de 
alumnas,  cuyos  méritos  se  han  puesto  de  relieve 
en  diversos  conciertos. 

Emilio  Dupuy  de  Lome. 


Pocas  casas  moder- 
nas tienen  expresión»  de 
rostro  humano.  Parecen 
dioses  indos  con  cente- 
nares de  bocas,  cabezas 
y  ojos,  estatuas  mutila- 
das de  dioses  indos  que 
sin  pies,  sin  brazos,  sin 
alas  quieren  elevarse. 
El  último  avatar  de 
Si  va.  del  dios  que  des- 
truye, es  el  rascacielos 
y  fué  imaginado  por  un 
pintorcillo  modernista 
que  trasladó  al  cemento 
armado  incomprensi 
bles  mescolanzas  de  na- 
rices, pupilas,  cejas  y 
labios  a  medio  hacer. 
Intentad  con  una  anti 
gua  cámara  fotográfica. 
con  una  de  esas  cáma- 
ras de  «¡no  se  mueva!», 
el  retrato  de  un  loco,  y 
tendréis  otra  imagen 
comparativa. 

Las  casas  que  miran 
tranquilamente,  que  no 
son  gigantonas  ataca- 
das de  neurastenia,  o 
pertenecen  al  pasado,  o 
han  sido  construidas 
por  modestos  rentistas. 

Pero,  como  las  com- 
parac'.ones  deben  ser 
justas  además  de  odio- 
sas, se  hice  preciso  rec- 
tificir  l)s  conceptos. 
Verdaderamente,  nin- 
guna ítchida  reprodu- 
ce con  fiel  exactitud  el 
humano  rostro:  lo  cari- 
caturizan. 

Máscaras,  caretas, 
antifaces,  por  lo  tanto, 
tienen  aún  algunos  edi 
ficios.  Máscaras  trági- 
cas, máscaras  cómicas; 
caretas  complacidas, 
caretas  ríentes:  antifa- 
ces sombríos,  antifaces 
de  mamá  acompañante 
y  aburrida,  de  marido 
celoso,  de  m  ichachita 
enamorad  1.  Y  pocos 
acieitan  a  distinguir  si 
rie  sus  angustias  la 
máscara  trágica,  si  llora 
sus  alegrías  la  máscara 
cómica:  pocos  saben 
cuando  tras  la  careta 
grote'ca  caen  los  lagri- 
monfs. 

P<ro,  ¿a  qué  tantas 
conrpariciones  y  sími- 
les extravagantes,  si 
sólo  se  ha  de  comentar 
una  fachada  de  casona 
provinciana  reproduci- 
da en  una  revista  bo- 
naerense? Es  que  de 
casi  todas  las  extrava- 
gancias y  divagaciones 
pesimistas  tiene  la  cul- 
pa la  propiedad. . .  aje- 
na. Es  que  la  sencilla 
fachada  ha  despertado 
recuerdos  lejanos  y  de- 
seos no  satisfechos. 

Quien  ha  visto  más 
allá  de  este  mar  muchas 
casas  como  ésta,  siente 
ahora  la  nostalgia  y 
maldice  la  penuria.  En 
todas  las  casas,   vian- 


oo  o  oo 


CAe/A 

'  PRCVINCIANA 


dante,  hay  algo  de  lo 
que  tú  careces,  de  lo 
que  tú  necesitas.  Por 
muy  arruinados  que  es- 
tén los  muros,  por  muy 
afligidos  que  anden  los 
dueños,  siempre  habrá 
allí  un  rincón  alegre, 
agradable,  donde  el 
buen  genio  del  hogar 
calma  las  penas. 

Tiene  esta  casona 
una  fachada  que,  sin 
saber  por  qué,  delata  la 
existencia  de  un  huerto 
florido;  tiene  una  puer- 
ta sencilla,  una  puerta 
pintada  de  obscuro  co- 
lor, que  parece  porton- 
cillo  de  sacristía,  por- 
toncillo  católico  acos- 
tumbrado a  abrirse  al 
alba  cuando  suenan  los 
tañidos  de  la  primera 
misa;  tiene  una  venta- 
na provista  de  firmes 
rejas  con  aspecto  de  es- 
cudo nobiliario. 

¡Reja  alta,  enemiga 
de  los  escalos  amorosos, 
guardadora  de  Romeos 
y  Julietas,  hostil  a  los 
ladrones,  cuántos  idi- 
lios habrás  protegido! 
En  la  noche,  por  enci- 
ma de  la  puerta  bien 
cerrada,  fuiste  como  las 
rejas  que  hay  más  allá 
de  este  mar. 

Una  reja  es  una  cárcel 
con  el  carcelero  dentro 
y  con  el  preso  en  la  calle. 

Merced  a  tus  buenos 
y  recatados  oficios,  reja 
por  la  que  se  filtró  la 
pasión,  hubo  siempre 
en  la  casa  risas  infanti- 
les y  padres  dichosos. 
Y  aunque  por  la  puerta 
sencilla  el  ir  y  venir  de 
las  cosas  trajo  médicos, 
curas,  amigos  y  enemi- 
gos, pesares  y  ataúdes, 
tú,  reja  símbolo  del 
amor,  hiciste  habitable 
esta   casa. 

Hace  muchísimos 
años,  uno  de  nuestros 
abuelos  en  Cristo  cons- 
truyó esta  casona  don- 
de una  familia  se  ha 
multiplicado,  difun- 
diéndose. Ahora  se  edi- 
fican cómodamente 
casas  incómodas,  col- 
menas que  sólo  el  deseo 
del  dorado  metal  hace 
habitables,  prisiones 
sin  rejas,  sin  portonci- 
llos,  sin  jardines.  Algu- 
nos ricos  y  algunos  mo- 
destos rentistas  conti- 
núan la  tradición  edi- 
ficando casas  como 
ésta,  que  nosotros  con- 
templamos llenos  de 
ansia  y  nostalgia,  re- 
pitiendo los  versos  de 
López  de  Vega; 

Yo  en  el  rincón  de  mi  sucinta 
casa, — mi  «Heráclito  y  Demó- 
crito»  examino,  —  y  lloro  y  rfo 
mi  fortuna  escasa.  —  Borro  y 
enmiendo  y  poco  determino; — 
que  como  sólo  de  ocuparme 
trato,  —  no  trato  de  llegar, 
amo  el  camino. 


o>     o 


— k>x-;n^s 


—  r:>I_;v'^S    'VL-T^Rv^— 


La  colonización  españo- 
la nos  trajo  capitanes  y 
nrttnn:  Siglos  aquellos.  — 
XVI  y  XVII, — de  conquista 
y  de  reliffión,  gloriosos  en 
Flandes  y  en  Pavia,  en  Le- 
pante y  en  San  Quintín,  y 
hechos  piedad  suprema  en 
la  virtud  de  Teresa  y  San 
Juan  de  la  Cruz, — tenían 
que  reproducir  en  América 
aquella  edad  dichosa  y  fe- 
liz de  España  en  que. — lo 
asegura  Menéndez  y  Pela- 
yo, — el  entusiasmo  religio- 
so y  la  inspiración  divina 
de  los  cantares  se  armó  con 
la  exquisita  pureza  de  la 
forma  traída  por  los  vien- 
tos de  Grecia. 

Mientras  Pizarro  somete 
a  los  emperadores  del  Cuz- 
co y  Cajamarca  y  crea  el 
despotismo  de  los  enco- 
menderos. Alonso  de  Urbi- 
na  asienta  en  Potosí  los  sí- 
llares  del  primer  templo  ca- 
tólico. Era  de  este  jaez,  co- 
mo la  espada  y  la  cruz  se 
unían  en  estrecha  comu- 
nión para  asegurar,  en  los 
reinos  nuevos  el  poder  de 
Castilla.  Soldados  y  após- 
toles, generales  y  mitrados, 
aventureros  y  cenobitas, 
eclosionan  como  nueva  si- 
miente por  toda  la  meseta, 
desde  Lima  hasta  Charcas. 
La  advocación  de  Asís  des- 
parrama prosélitos  por  sel- 
vas y  montes.  San  Fran- 
cisca Salario  deja  el  rastro 
de  su  coturno  en  las  arenas 
de  la  altipampa  y  su  san- 
gre en  los  espinos  de  la  sel- 
va tropical.  Las  órdenes  y 
las  compañías  religiosas,  se 
disputan  la  gloría  en  la 
fastuosidad  de  los  templos. 
Franciscanos,  renuevan  el 
arte  bizantino  en  la  basíli- 
ca de  Copacabana.  Jesuí- 
tas, picados  de  supremacía 
arquitectural,  gastan  un  si- 
glo en  levantar  el  santua- 
rio de   Pomata. 

El  apresuramiento  de  al- 
zar la  cruz  sobre  el  domi- 
nio de  las  armas,  no  dio 
tregua  para  reparar  en  la 
pureza  de  los  estilos.  Frai- 
les sapientes,  dieron  las  lí- 
neas capitales  para  la  es- 
tructura de  los  templos. 
Pero  donde  entraba  la  pie- 
■  dra  de  cantería,  labrada  a 

conciencia,  no  era  la  vida  del  geómetra  proyectador,  la  que  alcanzaba  a 
ver  la  clave  del  crucero.  Prosecutores  inconscientes,  pusieron,  casi  siem- 
pre, su  nota  grosera  sobre  la  divina  idealidad  que  preconizó  la  arquitectura 
religiosa.  Tal,  la  Matriz  de  Potosí,  donde  el  arquitecto  Sanauja  puso  la  nota 
vigorosa  del  orden  compuesto,  mano  profana  malogró  después  la  armonía 
del  conjunto  con  la  abominable  belleza  del  altar  gótico,  las  torres  tímidas 
y  la  aridez  del  frontón. 

El  choque  de  estilos  produjo,  a  veces,  la  nota  original  y  pintoresca. 

Y  por  cierto  que  no  es  extraño  en  las  ciudades  bolivianas  el  templo  de  regios 


DEL  ALMA  COLONIAL 


portales  en  donde  el  hele- 
nismo básico,  combina  con 
el  rococó  moruno  y  el  mo- 
nolito regional. 

San  Francisco  de  La  Paz, 
es  uno  de  los  más  sober- 
bios templos  de  Solivia. 
Se  comenzó  a  erigir  a  prin- 
cipios del  siglo  xvii,  du- 
rante el  virreinato  del 
príncipe  de  Esquilache,  un 
Francisco  de  Borja.  poeta 
galanteador  y  místico  de 
breviario,  a  la  vez.  No  obe- 
dece este  templo  a  ningún 
orden  fijo,  y.  sin  embargo, 
es  una  maravilla  su  facha- 
da. Campea  el  griego  en  su 
conjunto  exterior  y  en  las 
columnas  de  sus  naves. 

Pero  lo  esencial  era  el 
fausto  de  la  obra,  a  trueque 
de  la  pureza  lineal.  Pepas 
lucientes  daba  el  Chuquia- 
pu  para  fundir  ofrendas 
y  turíbulos;  argento,  en 
azuloso  rosicler,  volcaba  la 
montaña  para  enchapar  el 
cedro  de  los  altares.  Y  eran 
las  sierras  vecinas  genero- 
sas con  sus  pedernales  para 
dar  bloques  a  la  herramien- 
ta del  escultor.  Y  mil  bra- 
zos de  «mitayos»  amasaron 
la  cal  que  eternizaría  los  si- 
llares de  la  casa  de  Dios .  .  . 

Y  así.  bajo  el  peso  de  su 
ejecutoria,  va  pasando  los 
siglos  la  iglesia  máxima  de 
La  Paz. 

Treinta  años  hace  que  el 
pincel  lapidario  trabaja  en 
La  Paz  la  gran  catedral  del 
más  noble  corintio,  nota  de 
renovación  que  anticipa  la 
agonía  del  templo  viejo. 

Y  asi  va  todo  en  esta 
pintoresca  capital.  La  edi- 
ficación moderna  arrasa 
con  el  arcaísmo  encanta- 
dor que  perpetuó  la  casa 
colonial.  El  barrio  ador- 
nado, que  vivifica  con  rosa- 
les la  melancolía  del  extra- 
muro,  abatió  las  murallas 
del  caserón  para  delinear 
canteros  ingleses.  El  «re- 
naissance»,  el  suizo,  el«cha- 
teau»  normando,  enseño- 
reados de  las  fincas  en  las 
avenidas  excéntricas, 
anuncian  el  triunfo  del  eu- 
ropeísmo  arrollador.  Pero 
las  viejas  casas  de  la  ciu- 
dad aún  conservan  sus  pa- 
tios tradicionales,  rumoro- 
floridos  siempre. 

a  añoranza  del  tiempo 
viejo  perpetuado  en  la  virilidad  de  la  sangre,  la  poesía  de  las  cosas  y  el  mis- 
terio de  la  religión! .  .  .  Aquella  iglesia  me  habla  de  los  señorones  de  vara  y 
golilla,  que  digerían  su  chocolate  matinal  en  el  silencio  de  la  nave.  Pero  esta 
calle  me  informa  de  un  drama  pasional  que  tiñeron  de  sangre  cuatro  infan- 
zones...   Y  aqueste  balcón  toledano  me  habla  de  una  suave  romanza  que 


-  FACHADA     DE    SAN    FRANCISCO. 


sos  y  sombreados,  y  sus   balcones  de  vitrales 
¡Ah!...  ¡Dejadme  vagar  por  las  calles,  sumido  en 


confió  a  la  luna  un  galante  trovador. 


W.    Jaime    Molins. 


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PROCEDIMIENTO    QUE    EMPLEAN    PARA    ALARGAR    EL  CUELLO,    COMO   SIGNO   DE  BELLEZA. 

Si  entre  los  médicos  o  curanderos  indígenas  de  Malaca  hay  algún 
apóstol  de  la  higiene  —  ¿dónde  no  existen  higienistas  dedicados  a 
predicar  en  el  desierto?  —  no  hay  duda  que  tiene  donde  perder  la 
cabeza  haciendo  campañas  contra  una  moda  perniciosa. 

Porque  —  véase  el  fotograbado  —  el  bello  sexo  de  aquella  penín- 
sula asiática  sabe  donde  le  aprietan  los  collares  en  cuestiones  de 
elegancia.  En  materia  de  llamar  la  atención  y  ponerse  linda,  el  buen 
gusto  femenil  es  muy  elástico.  Lo  que  a  las  mujeres  les  resultaba 
gracioso  hace  diez  años,  ahora  les  parece  ridículo.  Y  de  la  misma 
manera  que  el  tiempo,  las  latitudes  hacen  variar  de  opinión  a  casi 
toda  la  bella  mitad  del  género  humano. 

Esta  costumbre  de  las  mujeres  malayas  se  pierde  en  la  noche  de 
los  tiempos,  de  donde  nunca  debió  salir.  En  cuanto  las  niñas  llegan 
a  los  cinco  años,  los  papas  dan  comienzo  al  suplicio,  sin  que  por  esto 
se  crean  padres  desnaturalizados.  La  cosa  es  fácil:  se  encarga  a  un 
herrero  un  collar  metálico  de  las  dimensiones  convenientes:  unos 
centímetros  más  estrecho  y  largo  que  el  cuello. 

Aquí  se  toca  la  primera  ventaja  de  tal  método:  toda  niña  que 
resista  a  la  estrangulación,  vivirá  más  que  la  señora  de  Matusalén. 


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uso  para  el  lenguaje  del  amor.  Flechar 
y  enamorar  son  sinónimos,  y  hasta  en 
las  sesiones  de  tiro  al  blanco  las  muje- 
res y  los  hombres  se  flechan,  bajo  la 
custodia  de  Cupido  el  flechero  y  ciego 
niño. 

Los  anglosajones,  sin  embargo,  tan 
amantes  de  la  tradición,  han  intentado 
siempre  conservar  el  cariño  al  arco,  con- 
virtiendo  el  mortífero  ejercicio  en  un 
sport. 

Y  ahora,  mientras  el  mundo  se  de- 
dica a  practicar  o  mirar  el  espantoso 
sport  de  la  guerra,  en  Estados  Unidos 
se  multiplican  los  clubs  de  arqueras  y 
de  arqueros  y  casi  no  hay  ciudad  que 
no  tenga  un  campo 
destinado  a  ese  ejer- 
cicio. 

Verdaderamente 
este  ejercicio  cons- 
tituye un  sport  que 
poco  debe  envidiar 
a  los  mejores.  La 
fuerza  y  la  destreza 
se  armonizan  en  él 
y  el  cuerpo  humano 
adquiere  gallardía  y 
flexibilidad. 

Tal  vez  parezca 
pueril  esta  ocupa- 
ción que  los  nuevos 
arqueros  norteame- 
ricanos comparten 
con  las  tribus  salva- 
jes que  aún  emplean 


EXAMINANDO   LOS    BLANCOS    DESPUÉS    DEL    TIRO. 


T.    PEKHAN,    GANADORA     DE    VA- 
RIOS     PREMIOS, 


^■■Hiff 

hi 

^^^B^*^n 

i 

MRS.    R.    P.    ELMER,    CAMPEÓN    FEMENINO. 


MRS.  J.M.MANSER,  TIRADORA  distinguí  DA. 


la  flecha  como  arma  mortífera,  pero  es 
indudable  que  a  los  otros  sports  tam- 
bién se  les  pueden  poner  las  mismas 
tachas.  Cada  uno  de  ellos  presenta  de- 
fectos que  sus  cultores  no  tienen  en 
cuenta  para   nada. 

Las  fotografías  que  reproducimos  dan 
idea  de  lo  pintoresco  que  resulta  un 
campo  de  tiro.  Este  es  de  Haverford, 
Pensilvania.  donde  se  celebró  hace  poco 
un  torneo,  en  el  que  tomaron  parte  nu- 
merosos clubs  de  arqueros,  ganando  los 
campeonatos  nacionales  la  señora  R.  P. 
Elmer  y  su  esposo. 

Entre  los  numerosos  tiradores  que  lo- 
graron distinguirse  haciendo  magníficos 
blancos,  están  la  señora  E.  E.  Yrout,  pre- 
sidenta de  uno  de  los  más  célebres  clubs 
de  arqueras;  la  señora  T.  T.  Pekhan,  que 
ganó  diversos  pre- 
mios; la  señora  J.  M. 
Manser,  flechera  exi- 
mia; y  J.  Fuxton  Ha- 
ve,  el  temible  foot- 
baller.  que  se  ha 
convertido  en  un  ar- 
quero de  sorpren- 
dente destreza. 

Indudablemente 
este  ejercicio,  que 
tiene  la  ventaja  de 
ser  baratísimo,  pues 
las  flechas  sirven  in- 
finidad de  veces,  re- 
sulta un  buen  entre- 
namiento para  el  tiro 
al  blanco  de  fusil: 
ejercita  la  vista  y  da 
vigor   a   los  brazos. 


CONTANDO    LOS    PUNT0.1. 


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BALL  Y  AHORA  GRAN  TIRADOR  DE  ARCO. 


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ni  se  aja  es  la  que  tiene  por  base  a  la  salud  perfecta. 
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I 


N 


D 


I 


C 


E 


CORRESPONDIENTE        AL 

19     16 


PRIMER        TOMO 


SECCIÓN  ARTÍSTICA 

ALICE  (Antonio). 

Confesión  vólao).  Reproducción  en  tricromía.     5 

ALONSO  (Juan). 

E!  vendedor  de  flores  {acuarela) 1 

Tutecotzimi  (gouache).  Doble  página,  en  tri- 
cromía       1 

Rubén  Darío.  Retrato  al  pastel,  en  tricromía     2 
I-íecuerdcsde!  pasaao.  hl  bufón  del  restaura- 
dor. Ilustraciones 2 

A  'lucuman  (gouache).  Ilustración  a  doble 

página,  en  bicromía. 2 

Monseñor  Aquilas  Locatelli.  Ilustración.  ...     2 

Portada  a!  pastel.  Tricromía 3 

bn  la  prisión,  ilustraciones 3 

Del  tiempo  \iejo.  A  la  salida  del  Tedeum. 

Gouacne  en  tricromía 3 

Los  Centenarios.  Ilustración 4 

Como  se  estrenó  mi  primer  obra.  Ilustracio- 
nes.      4 

Las  tardes  en  Palermo.  Una  tertulia  al  aire 
liare  (gouache).  Eicromia  a  doble  página     4 

Portada  al  gouache  (tricromía) 5 

hntre  broma  y  broma.  Ilustración 5 

hl  patriarca  de  la  literatura  argentina:  Car- 
los Guido  Spano.   Ilustración 5 

Nuestros  críticos:  Juan  Hablo  Echagüe  (ca- 
ricatura)       5 

La  bayadera  errarits  (verses).  Ilustración  en 

tricro.-nia 5 

Cosas  que  pasan.  Ilustración 5 

Fin  de  estación  (gouache).  Reproducción  en 

tricromía 5 

Estilos  criollos.  El  peligro  de  firmar.  Ilus- 
traciones      6 

homenaje  a  la  Fiesta  de  la  Raza.  La  visión 

heroica.   Ilustraciones. 6 

Cuadros  urbanos  (gouache).   Reproducción 

a  doble  página 6 

En  las  carreras.  Un  buen  spoit.  Dibujo  al 

pastel 7 

Narraciones    coloniales.    El    inca    andaluz. 

Ilustraciones 7 

El  regalo  de  Navidad.  La  muñeca  deseada. 

Portada  al  gouache,  en  tricromía 7 

Notas  de  verano.  Escenas  de  Mar  del  Plata 

(gouache).  Bicromía  a  doble  página....     8 
Buenos  Aires  antiguo.  Nochebuena.  Ilustra- 
ción       8 

ÁLVAREZ  (Eduardo). 

Colores.  I  lustraciones I 

E!  león  y  la  lágrims.  Ilustración 2 

Dos  vidas,  ilustración. 2 

Paipsjes  argentinos.   Al   abrigo   del  ombú. 

Dibujo  al  carbón 3 

Desde  el  tren.  La  vaca  muerta.  Barrio  ca- 
racterístico (versos).  Ilustraciores. 3 

Reflejos  de  nuestras  glorias.  Los  granaderos 
a  caballo.  Los  gauchos  de  Güemes.  Ilustra- 
ciones a  doble  página,  en  bicromía 3 

Narraciones  coloniales.  Una  procesión  en 
1645.  Ilustración  a  doble  página,  en  bi- 
cromía      5 

Las  humildes  gentes  y  las  humildes  cosas 

(versos).  I  lustraciones 5 

Portada  al  gouache.  Tricromía 6 

Los  dioses  lares.  Ilustración 6 

Heráldica  Argentina.  Apellidos  ilustres.  E?- 

cudos  en  tricromía     7 

El  libro  de  los  paisajes.  Mañana  dorada.  El 

encanto  de  la  noche  (versos).  Ilustración     7 
Escenas  criollas.  Dándonos  una  manito.  Ilus- 
traciones      7 

Ciudad.  Finos,  Horas  y  Día  de  difuntos  (ver- 
sos), ilustraciones 8 

BERMÚDE2  (Jorge). 

La  santera  (óleo).  Reproducción  en  tricromía    7 

BUFFO  (Guido). 

Ezuauacat!.  Ilustración 4 

CENTURIÓN  (Emilio). 

Madame  D'Yle.    Ilustraciones 3 

La  banda  de  música.  Ilustración 3 

COLLIVADINO  (Pió). 

Ir.terior  de  la  iglesia  de  Santa  María  de  la 
Paz,  en  Roma  (óleo).  Reproducción  en  tri- 
cromía.      6 

CONTRERAS  (José). 

Gente  alada.  Ilustraciones 4 

FOHN  (Juan). 

La  hormiga  en  el  manzano.  Ilustración...      1 

FORTUNY  (Francisco). 

CuíntoscrioUos.  Politiquerías.  Ilustraciones.     8 


NÚM. 

FRIEDRICH  (José). 

Al  margen  del  gran  libro.  Ilustración 3 

El  retrato  de  la  madre.  Ilustración 5 

Histeria  de  Magdalena,  amiga  de  la  Bien 

Plantada.  Ilustraciones 6 

Nuestros  amigos   los  animales.  En  defensa 

del  gato.   Ilustraciones 8 

GUIDO  (Alfredo). 

Juvenilia.  Ilustración 6 

HUERCO  (Juan  Carlos). 

En  Mar  del  Plata.  La  hora  del  baño  (dibujo)     1 

Psicología  callejera.  Lo  que  piensan  todos. 
¡Si  se  rompiera  la  cuerda!  (dibujo) 3 

La  vida  en  campaña:  El  domingo  en  la  esqui- 
na (dibujo) 6 

MÁLAGA  GRENET  (J.) 

Al  lector.  Ilustración  en  bicromía 1 

¿Ouo  vadis?:  Ursus  y  Petronio  en  la  calle 

Florida  (dibujo) i 

La  familia  del  sol.  Ilustración l 

Recetas  útiles:  Modo  de  plarchar  los  panta- 
lones (dioujo) 2 

Florencio  Parra\  iciiini   (caricatura) 2 

¡Aquél!  Ilustración  en  bicromía 2 

Recuerdos  de  una  tarde  de  verano.  Ilustra- 
ción       2 

Costumbres  de  antaño:  Al  toque  de  oracio- 
nes. Reproducción  en  bicromía 3 

Página  para  pasar  el  rato:  La  curación  del 

dengue  (dibujo) 3 

Aquello  sabe  (acuarela).  Ilustración  en  bi- 
cromía      3 

Lo  que  vale  una  firma  (historieta) 4 

Retratos  españoles:  J.  Benavente.  Ilustra- 
ciones.      4 

MASCENCE  (Egard). 

Primavera  (gouache).  Reproducción  en  tri- 
cromía      6 

MAYOL  (Manuel). 

El  jurado  estudiando  el  fallo  (óleo).  Portada 

en  tricromía 1 

Remedios  Escalada  de  San   Martín  (óleo). 

Portada  en  tricromía 2 

Portada  en  tricromía  (óleo) 4 

Figuras  americanas:  Almaíuerte.  Ilustración  4 
Retrato  del  Excmo.  señor  Don  Hipólito  Iri- 

goyen  (dibujo) 6 

Juegan  los  niños.  Ilustración  a  la  acuarela.  6 
Bocetos  del  natural:  El  dibujante  (óleo).  Ilus- 
tración en  f^icromia 6 

Portada  en  tricromía  (óleo) 7 

Alamos  biarcos  (versos).  Dibujo  a  pluma. .  8 

MORROW. 

Conferencia  científica  (dibujo) I 

PELÁEZ  (Juan). 

Cuadros  de  la  vida  rural:  La  corbata.  Ilustra- 
ciones.      8 

OUADRONE. 

Los  amigos  de  la  cocinera  (óleo).  Reproduc- 
ción en  tricromía -. .  . .     8 

RIBAS  (Federico). 

París  femenino.  Ilustraciones 1 

París  femerino.  Ilustraciones. 2 

La  mujer  en  París.  Ilustraciones 3 

ROJAS  (Pedro). 

Adaptación  al  medio  (historieta) 2 

SÁNCHEZ  BARBUDO. 

El  hidalgo  (óleo).  Reproducción  en  tricromía     5 

SIRIO  (Alejandro). 

La  canción  de  la  máquina  de  escribir.  Ilus- 
traciones   1 

Crónica  social.  Ilustración 2 

El  origen  de  Plvs  Vltra  (versos).  Ilustra- 
ciones   2 

Las  vidas  opacas:  El  cura  va  de  paseo.  Ilus- 
traciones  ■ 3 

El  don  de  la  palabra.  Ilustraciones....*...  4 
Vida  bohemia  (versos).  Ilustraciones  en  bi- 
cromía   4 

En  el  mundo  del  arte:  El  vernissage  (dibujo)  5 

Yo  quiero  publicar  un  libro.  Ilustraciones.  5 

Tengo  dos  relojes.  Ilustraciones 6 

Bien  haya  el  progreso,  ilustración 6 

Leyenda  turca.  Ilustración 6 

Los  dioses  del  Olimpo  y  la  guerra  europea. 

Ilustración- 7 

Cuadros  de  costumbres:   La  niña   prodigio 

(dibujo) 7 

jardín  umbrío.  Ilustraciones 7 


NÚM. 

El  cortejo  de  Manara.  Ilustraciones  en  bicro- 
mía   7 

Heráldica  argentina:  Apellidos  Ilustres.  Es- 
cudos en  tricromía 8 

Los  ojos  asombrados.  Ilustraciones...'.!]!!     8 

SOROLLA  Y  BASTIDA  (Joaquín). 

Mujer  árabe  (acuarela).  Reproducción  en 
tricromía 3 

Entre  dos  luces  (óleo).  Reproducción  en  tri- 
cromía      4 

SOTO  ACEBAL  (Jorge). 
Pelando  la  pava  (acuarela).  Reproducción 
en  tricromía 8 

VÁZQUEZ  (Nicanor). 

Paisajes  argentinos:  Un  bosque  en  el  Neu- 

quén  (dibujo  al  carbón) 4 

Un  rebaño  (dibujo  al  carbón) 5 

A  orillas  del  Paraná  (dibujo  al  carbón)...     6 
Paisajes  argentinos:  Una  laguna  en  Dolores 

(dibujo  al  carbón) 7 

VILLEGAS  (José). 

Las  dos  potencias  (acuarela).  Reproducción 
en  tricromía 7 

ZAVATTARO  (Mario). 

Del  tiempo  viejo:  Costilla  a  costilla.  Ilustra- 
ción  _  _      ] 

La  raza  vencida:  Milache.  Ilustraciones...      1 
Estilos  criollos:  Diabetes  improvisada.  Ilus- 
traciones      2 

ZULA. 

Caricatura  de  Zonza  Briano I 

ZULOAGA  (Ignacio). 

Una  gitana.   Reproducción  en  tricromía..     4 
Retratos  españoles:  La  del  guante  amarillo. 
Una  gitana.  Autorretrato.  (Reproduccio- 
nes en  negro) 8 


NOTAS  DE  REDACCIÓN 

Remates  en  silencio:  El  rematador  eléctrico 

holandés  (con  fotografía) 1 

Plvs  Vltra:  Al  lector  (con  ilustración')!!!      1 
La  muchachada  artista  (con  fotografías)...      1 
Al  caer  de  la  tarde  (con  ilustración  fotográ- 
fica en  bicromía) 1 

El  Teleóptico  (con  fotografías) l 

Cuiioseando:  Antofagia.  Los  bigotes  del  kai- 
ser. Huelga  de  olas.  Barbaridades  (con  di- 
bujos)      1 

La  carbonera  que  llegó  a  embajadora  (con 

reproducción  fotográfica) 1 

Los  templos  del  Titicaca:  Un  santuario  céle- 
bre (con  fotografías) 2 

Cataclismos  que  engendran  mundos  (con  fo- 
tografías)      2 

Rubén  Darío  (con  retrato  al  pastel,  de  Alon- 
so)      2 

Tertulias  de  antaño  (con  fotografías) 2 

Los  cambaros  del  cocotero  (con  fotografías)  2 
El  derroche  de  la  guerra  (con  ilustración). .  2 
El  ajedrez  en  el  teatro  (con  fotografía). ...  2 
Maravillas  del  mundo  científico:  Las  joyas 

de  Anfitrite  (con  fotografías) 3 

De  Solivia:  Riquezas  del  altiplano  (con  foto- 
grafías)      3 

La  gran  pirámide  de  Keops  (con  fotografías)  3 
Pacientemente  (con  ilustración  fotográfica 

en  bicromía) 3 

Las  avispas  y  sus  nidos  (con  fotografías)..     3 
Una  manera  de  impresionar  cintas  cinemato- 
gráficas (con  fotografía) 3 

El  gigantesco  ídolo  de  Madras  (con  fotogra- 
fía)....      3 

El  fetichismo  a  través  de  las  edades  (con'fo- 

tograff  as) 4 

Darwin  se  conoce  a  sí  mismo  (con  fotografía)  4 
Curioseando:  Un   puente  gigante  hecho  de 

ramas  (con  fotografía) 4 

Como  el  agua  modela  los  peces  (con  fotogra- 
fía).. . 4 

Bellezas  de  la  Naturaleza:  Efectos  volcáni- 
cos en  la  región  del  Titicaca  (con  fotografía)     5 
Una  tortuga  monstruosa  (con  fotografía)..     5 

El  Colón  por  dentro  (con  fotografías) 5 

El  voto  femenino  en  Finlandia  (con  fotogra- 
fía)      5 

Méjico:  Orámica  artística  (con  fotografías)  5 
La  industria  de  las  perlas  (con  fotografías)    6 

Insectos  gigantes  (con  fotografías) 6 

Un  templo  sobre  una  piedra  movediza  (con 

fotografía) 6 

Curiosidades  del  Japón  (con  fotografías)..  6 
Cómo  mueren  los  planetas  (con  fotografía).  6 
Una  enorme  araña  cazando  a  un  pájaro  (con 

fotografía) 7 

Los  ravos  X  (con  fotografía) 7 

El  curioso  lector  (con  un  óleo  y  dibujos  en 
tricromía) 7 


núu. 

La  banda  do  música  (dibujo  de  Centurión)    7 

Una  cacería  de  cocodrilos  en  el  Para  (con  fo- 
tografía)      g 

La  garganta  de  la  -Spokane  River»,  en  cí  Éi- 
tado  de  Washington  (con  fototrafia).  . .     8 

Los  chalets  de  Mar  de!  Plata  (con  fotoera- 
fias) g 

Casa  provinciana  (con  ilustración  fotoeráfi- 
ca  en  bicromía) g 

Un  grupo  de  elegantes  de  Pahane  (con  foto- 
grafía)      5 

El  sport  en  los  Estados  Unidos  (con  foto- 
grafías)      8 


fotografías  artísticas 


Al  caer  de  la  tarde  (fot.  P.  V.)  En  color..     1 
Aspectos  nuevos  de  cosas  conocidas  (fot.  P. 

V.)  En  color 2 

Los  sauces  llorones  (fot.  P.  V.)  En  nejro. .     2 

Fielmente  (fot.  P.  V.)  En  color 3 

Cuadros  Urbanos:  Bajo  cero  (fot.  P.  V.)  En 

color 4 

Aspectos  de  Buenos  Aires:  Rincón  descono- 
cido (fot.   P.  V.)  en    negro 6 

La  Plaza  del  Congreso:  Tarde  brumosa  (fot. 

P.  V.)  Tres  reproducciones  en  negro 7 

En  la  estancia:  IJn  buen  árbol  de  Navidad 

(fot.  P.  V.)  En  color 8 

Casa  provinciana  (fot.  P.  V.)  En  color 8 


RETRATOS 


Agüero  Fernández  de  Agüero,  María  Ignacia     2 

Aguirre,  Julián 8 

Aldao,  Raquel 5 

Almafuerte 4 

Anchorena  de  Ibái^ez,  Rosa 2 

Barcons,  Zula I 

Beiáustegui  de  Arana,  Pascuala 2 

Benavente,  Jacinto 4 

Bergson,  Enrique 7 

Bosch  Alvear,  María  Teresa 4 

Botet  de  Senillosa,  Pastora 2 

Caballero  Guerrico.  Carmen 4 

Cantilo  Achaval,  Josefina 4 

Capdevila,  Ernestina 6 

Casaux,  Roberto I 

Castro,  Magdalena 4 

Cazón  de  Almeida.  Juana 2 

Cerne.  Rosa 7 

CoIIivadino,  Pío 6 

Da  Ro5a,  Faustino 5 

Darwin , 4 

Díaz  de  Mendoza.  Fernando 4 

Díaz  de  Mendoza  y  Guerrero,  Fernando...  4 

Ducasse,  Francisco 4 

Echagüe.  Juan  Pablo 5 

F^cudero  de  Masculino.  María  Jesusa 2 

Estrada,    María  Teresa 4 

Estrada.  Clara 4 

Fernández  de  Ouiroga,  Dolores 2 

Fernández- Moreno 3 

Frías  de  Andrade.  Bernabela 2 

G.  de  Solé'-,  Daisy 4 

García  Velloso.  Enriq  ue 3 

García-Mansilla.   ministro  de  la  Argentina 

en  Italia.... 4 

Garmendia,  General 2 

González  Chaves,  Etelvina 7 

Gowland-Buttner,  Delia 7 

Guerrero,  María 4 

Guerrico,  María  Teresa 5 

Güiraldes  Goñi,  Luisa 4 

Hamüton,  Lady I 

Holmberp,  Susana 4 

Houssay.  M 4 

Lamadrid.  General 3 

Laphitz,  P.  Francisco 2 

Maschwitz.  María 4 

Merlo  de  Llavallol.  Gertrudis 2 

Membrives,  Dolores 7 

Meyanza,  Julieta 7 

Mocchi.  Walter 5 

P.  de  Venoz.  Alfonsina 5 

Pacini  de  Alvear,  Regina 8 

Pagano.  Angelina 4 

Paz  de  Gainza.  Zelmira 3 

Pérez  Galdós,  Benito 2 

Pico  Estrada,  Elisa 4 

Rico.  Orfilia 6 

Rocha.  Doctor  Dardo 1 

Rodó.  José  Enrique 2 

Rodríguez  Larreta.  María  Luisa 7 

Rozas  de  Mansilla.  Agustina 2 

Saint  Saéns,  Camilo 3 

Schlieper,  Rosa 4 

Stimson,  Mabel  A 4 

Sommer.  Celia 5 

T.  de  Villazón.  Enriqueta 5 

Vassallo,  Monseñor 4 

Villegas  HamiHon.  María  Elena 4 

Virrey  del  Pino,   Señora  del 2 

Visillac  de  Moreno,  Antolina 2 

Zuloaga,  Ignacio 8 


SECCIÓN  LITERARIA 


ACUILAR  (A.) 

El  doo  d*  la  palabra  (con  dibujos  do  SJrio)    4 
Loa  dioaas  del  OHmpo  y  U  (uarra  «uropea. 
Cirílica  fantástica  (ilustración  de  Sirio).     7 

ALLENDE  DE  BUFFO  (Lbowok). 
Exnaiiacatl.  Episodio  histArico  mejicano  (di- 
bujo de  Cuido  Buffo). , 4 

AMBROCUI  (Amnio). 
Las  Tidas  opacas:  El  cura  va  de  pases  (ilus- 
tradta  de  Sirio) ..     3 

ANTEQUERA  (SoFAMOa). 
La  cancite  de  li  máquina  de  escribir  (ilus- 
tración de  Sirio) 1 

BALLESTEROS  (Hontiel). 
Soncloa.  El  inveetario.  Solo.  El  domingo. 
Cuadro  (ilnstradonas  de  Sirio) 4 

BARRA  DE  LLANOS  (Emha  de  la). 
Carta  a  la  aeSora  Teunoe  de  Oliver  (con  fo- 
t  acrafla). 8 

BERNÁRDEZ  (Mahubl). 
Misio.nea:  Las  ruinas  del  convento  de  San  la- 
nado (con  fotocraüas  de  J.  Callen  Ayerra)    6 

BETHLEM. 

Cué  injusta  es  la  vids  .     S 


BONAFOUX  (Luis). 

Carlitoa  Chaplin  el  rey  de  la  risa  (con  retra- 


tos).. 


BORCOSOUE  S.  (Ca«los  F.) 

Una  mansión  colonial  en  Chile  (con  foto- 
(raflas) 

BUNCE  DE  CALVEZ  (DEtriKA) 
Aimoos-Nous.  Versas. 

CAMPOLICAN. 

Fif  uras  literarias:  José  Enrique  Rodó 


NÚW. 

ur.  ni.\iri::i:.\,;o  Je  .in'.stis:  Pagano- Ducasse 

(con  fotografías) 4 

Nuestras  actrices:  Orfilia  Ricoícon  retratos).     6 
Nuestras  actrices:  Lola  Membrlves  (con  re- 
tratos)      7 

DOELLO  JURADO  (Martín). 
Algunos  aspectos  de  la  obra  de  Florencio 
Ameghino  (can  fotografías) 5 


D'ORLEY  (SuzAHHB) 

El  origen  de  los  crisantemos.  Originalidad. 


D'ORS  (EuoBHio). 

Kístorii  de  Magdalena,  amiga  de  la  Bien 
Plantada  (dibujo  de  Friedrich) 


DUPUY  DE  LOME  (Emilio). 

El  doctnr  D-iírdo  Rocha  y  su  colección  de 
p:-"  ■       "       -:í:uas  (con  fotografías). ., .     1 

La.  mas  del  general  Garmendía 
(.  í) 2 

El  v^'  .ci3  00  Li  fnmilia  de  Paz  (con  fotogra- 
fías)      3 

Los  cor.des  de  Balazote  (con  retratos).     ...     4 

Nuestros  críticos:  luán  Pablo  Echagüe  (con 
fotografí.T  y  caricatura  de  Alonso) 5 

Nuestros  pintores:  Pío  Collivadino  (con  foto- 
gr.if fas  y  retrato) 6 

L^  cisa  de  Robierno  (con  fotografías) 7 

Nuestros  músicos:  Julián  de  Aguirre  (con  fo- 
tografías)      B 


FARIÑA  (Salvador) 
Gente  alada  (con  dibujos  de  Contreras).. . . 
Nuestros  amigos  los  animales.  En  defensa  del 
gato  (con  ilustraciones  de  Friedrich). . . . 


FERNÁNDEZ-MORENO 

Desde  el  tren.  La  vaca  muerta.  Barrio  carac- 
terístico. Versos  (con  ilustraciones  de  Al- 
vares)  

Las  humildes  gentes  y  las  humildes  cosas. 
Balada  de  las  pobres  profesoras  de  piano 
y  solfeo.  Orillas  del  Maldonado.  El  Buen 
Inspector  de  tranvías.  Versos  (con  ilustra- 
ciones de  Alvarez) 

Juegan  los  riñosícon  ilustración  en  tricro- 
mía de  Mayol) 

Alamos  blancos.  Vereos  (con  dibujo  a  pluma 
de  Mayol) 

Ciudad.  Tres  poesías  (con  ilustraciones  de 
Alvarez) "... 


CANAMAOUE  (AirroHto). 

Yo  quiero  publicar  un  libro  (ilustraciones  de 

Sirio). 

Tango  doa  relojes  (ilustraciones  de  Sirio).. 

CHAMPEAUX  (Luis). 

Un  combate  (con  ilustrador,  k 

CHARRAS  (JouAh). 

Homenaje  a  la  fiesta  de  la  raza.  La  visión 
-eróica  (ilustradones  de  Alonso) 

Da  la  vida  rural.  La  corbata  (ilustradones  de 
Peláai) 

La  vida  azarosa  de  Orvantes  (con  dibufo  y 
retratoai  

R»^ .•.  -   "!tra»  glorias.  Los  granaderos 

■  gauchos  de  Cüemes  (con 
::  -romia,  de  Alvarez) 

^igum  arr.er!ca:ias:  Almafuerte  (dibujo  de 
Mayol  y  foHerafia) 

El  patriarca  de  La  literatura  argentina:  Car- 
los Cu'do  Spano  (dibujo  de  Alonso) 


D* ANDREA  (MoHSBfioi  Miguel). 

Monaefior  Aquilea  Locatelli,  decano  del  Cuer- 
po diplomático  extranjero  (iluatradón  da 
Aloaao) 2 

DARDO  UÜPEZ  (Alsiho) 
Del  tiempo  viejo.  De  costilla  a  cottilla  (con 
ilustración  de  Zavattaro) 1 

DARlO  (RuaÍN) 

Tutecotzimi.  Poema  (con  ilustraciones  en 
►'■'-romia  de  Alonao) 1 

DEL  SAZ  (E-íuardo) 

Las  flore'  ] 

Unfobel:  .os  Aires  (con 

reprod- 2 

Reloiesd'  .rafias) 4 

La  cotecc  s  de  la  señora  Napp 

de  Lurriú  . .  y.,  i:...iomía  y  fotograbados)    5 
Er.riqueBergson.odellnstinto(conretrato).    7 

DlAZ  ROMERO  (EuCEino). 

La  mujer  argentina.  Soneto  (con  fotografía)     1 

DOCTOR  MISTERIO  (el) 

Nuestras  visitas:  Roberto  Caaauz.  (con  foto- 
grafías)       1 

Noestroa   actores;    Florendo    Parravichíni.         i 
(con  caricatura  de  Málaga  Grenet  y  foto- 
Crafiaa)  2    i 

Ntiestroa  autores:   Enrique  Garda  Velloso         I 
(con  fotografías) 3  | 


I    FERRER  (Juan  de  la  cruz). 

5  El  origen  de  Plvs  Vltra.  Versos  (ilustración 

6  de  Sirio) 

Aquello  sabe.  Versos  (ilustración  en  tricro- 
mía de  Málaga  Grenet) 


FICUEROA  (Francisco  P.) 
La   Marimba.    Poema   (con   ilustración   de 
Alonso) 


FULANA  DE  TAL 


8    1    Así  es  la  vida  (con  reoroducción  fotográfica). 

Así  es  la  vida  (con  ilustración) 

2    I    Así  es  la  vida  (con  fotografía) 


GALCERAN  (F.) 

El  agua  en  el  Zoológico  (con  fotografías) . . 

GARClA  VELLOSO  (Enrique) 
Cómo  se  estrenó  mi  primera  obra  (con  ilus- 
tración en  tricromía  y  dibujos  de  Alonso) 


CARMENDIA  (José  Ionacio) 
El  Bufón  del  restaurador  (con  ilustración  de 
Alonso)  2 

CHIRALDO  (Alberto). 
La  rara  vencida:  Milache  (ilustraciones  de 
Zavattaro) I 

CUERRICO  (María  de) 

Apuntes  de  viajes  (con  dibujo) 1 

GIL  (Martín) 

La  familia  del   Sol  (con  ilustración  de  Má- 
laga Grenet) 1 

GIMÉNEZ  PASTOR  (Arturo) 

Los  centenarios  (con  ilustración  de  Alonso).     4 

GONZÁLEZ  (Joaquín  V.) 

AI  margen  del  gran  libro  (con  ilustración  de 
Friedrich) 3 

GÜIRALDES  (Ricardo) 
Cuentos  criollos.  Politiquerías  (con  ilustra- 
ciones de  Fortuny). .  .8 

INGENIEROS  (José) 

Juvenilia  (con  ilustración  de  Alfredo  Cuido).    6 


ISRAEL  DE  PÓRTELA  (Luisa) 

La  leyenda  turca  (con  ilustración  de  Sirio)    6 


LA  DAMA  DUENDE 

Crónica  social 1 

Crónica  social  (con  dibujo  de  Sirio) 2 

(irónica  social  (con  fotografías) 3 

(irónica  social  (con  retratos) 4 

Crónica  social  (con  fotografías) 5 

Crónica  social  (con  fotográfias)   6 

Página  femenina  (con  retratos) 7 

Crónica  social  (con  fotografías) 8 

LAGERLOF  (Selma) 
El  retrato  de  la  madre  (con  ilustración  de 
Friedrich) 5 

LAVALLE  DE  LAVALLE  (Dolores) 
Las  travesías  de  antaño.  Apuntes  y  recuerdos 

(con  dibujo) 1 

Una  nota  de  la  señora  Herrera  de  Toro  (con 

fotografía) 5 

LAZCANO  TEGUl  (Vizconde  de) 
Gente  nueva.   El  poeta  Fernández-Moreno 

(con  un  retrato) 3 

Madame  de  L'Yle  (con  ilustraciones  de  Cen- 
turión)       3 

LEGUINA  (Enrique  de) 

El  cortejo  de  Manara  (con  ilustraciones  en 
bicromía  de  Sirio) 7 

Los  ojos  asombrados  (con  dibujos  al  natu- 
ral de  Sirio) 8 

LINARES  (Antonio  G.  de) 
París  femenino  (con  ilustraciones  de  Ribas)..     1 
París  femenino  (con  ilustraciones  de  Ribas)     2 
La  mujer  en  París  (con  ilustraciones  de  Ri- 
bas)      3 

Desde  París.  La  danza  de  las  horas  (con  fo- 
tografías)      7 

LORENTE  (Severiano) 

Estilos  criollos.  Diabetes  improvisada  (con 

ilustraciones  de  Zavattaro) 2 

Estilos  criollos.    El  peligro   de  firmar  (con 

ilustraciones  de  Alonso) 6 

Estilos  criollos.  Dándonos  una  manilo  (con 

ilustraciones  de  Alvarez) 7 


LÜGONES  (Leopoldo) 
I.  Mañana  dorada.  II.  El  encanto  de  la  no- 
che. Versos  (con  ilustraciones  de  Alvarez)    7 

MALLOL  (B.  J.) 

Narraciones  coloniales.  Una  procesión  en 
1645  (con  ilustración  en  bicromía  de  Al- 
varez)      5 

Narraciones  coloniales.  El  Inca  andaluz  (con 
ilustraciones  de  Alonso) 7 

MARAGALL  (Juan) 

Recuerdos  de  una  tarde  de  verano  (con  ilus- 
tración de  Málaga  Grenet) 2 

MARTfN  (Juan  Bautista) 

Una   raza  de  Trogloditas  (con  fotograffa).  ..     5 


MARTÍNEZ  (Elía) 

El  profesor  presidente  doctor  Hipólito  Irigo- 
yen  (con  ilustración  de  Sirio) 7 


MASTROGIANNI  (Miguel) 

El  maestro  Saint  Saéns  (con  fotografías)..     3 

MOLINS  (Jaime  W.) 

Del  alma  colonial   (con  fotografía) 8 


MONTAGNE  (Víctor) 

Las  costas  pintorescas.  El  comercio  de  naran- 
jas (con  reproducciones  fotográficas  y 
tricromía) 


MONTAGNE  (Edmundo) 
La  mujer  argentina.  Soneto  (con  fotografía)     1 
La  bayadera  errante.  Versos  (con  ilustra- 
ción en  tricromía  de  Alonso) 5 


MORENO  (M.'  Teresa) 
Bien  haya  el  progreso. . .  o  el  completo  en 
los  tranways  (con  ilustración  de  Sirio). . .     6 

M0RTi"m0R  (Ricardo) 

En  la  Prisión  (con  dibujos  de  Alonso) 3 

MUÑOZ  (Daniel) 

Entre  broma  y  broma  (con  ilustraciones  de 
Alonso) 5 

NAVARRO  VIOLA  (Carmen) 
Algo  sobre  las  preferencias  al  estudio  (con 
ilustración  de  Friedrich) 6 


NÚM. 

ÑERVO  (Amado) 

Dos  vidas  (con  Ilustración  de  Alvarez) 2 

Los  mundos  (con  dibujos  de  Contreras) 3 

NOEL  (Martín  S.) 

Arquitectura  colonial  (con  fotografías) 1 

Los  maestros  franceses  del  siglo  xviii,  en  ía 
colección  de  don  Antonio  Santamarina 
(con  reproducciones  fotográficas) 4 

OCAMPO  (Juan  Cruz) 
Buenos  Aires  antiguo.  Nochebuena  (con  ilus- 
tración de  Alonso) 8 


ONELLI  (Clemente) 

Un  pobre  gato  (con  dibujo  y  fotografía). 


2  'I 


PEREZ-VALIENTE  (José  M.«) 
Heráldica  Argentina.  Apellidos  ilustres:  Gar- 
cía-Mansilla.  Aguirre.  Pueyrredón.  Saave- 
dra.  Riglos  (con  escudos  en  tricromía  de 

Alvarez) ...     7 

Heráldica  Argentina.  Apellidos  ilustres:  Or- 
tiz  de  Rozas.  Lezica.  Marcó  del  Pont. 
Conde  de  Lucar.  Carranza  (con  escudos  en 
tricromía  de  Sirio) 8 

PAEZ  (Claudio  R.) 

Los  héroes  de  la  Epopeya.  La  Madrid  (con 
un  retrato) 3 

Santa  Rosa  de  Lima,  patrona  de  América 
(con  ilustración) 5 

PARCEWSKY   MOLINA  (MarIa) 

Instant.  Soneto  (con  dibujo) 1 

PINERO  STEGMANN  (Leonor) 

Nelson 3 

RÉPIDE  (Pedro  de) 

Coloquio  de  la  priora  y  la  observante  (con 
ilustración) 8 

RODÓ  (José  Enrique) 

El  León  y  la  lágrima  (con  ilustración  de  Al- 
varez)       2 

ROJAS  (Ricardo) 

A  Tucumán.  Soneto  (con  ilustración  en  bi- 
cromía de  Alonso) 2 

ROLDAN  (Belisario) 

La  mujer  argentina.  Soneto  (con  fotografía)     I 

Las  cataratas  del  Iguazú.  (con  fotografías)..     7 

ROXANA 

Frivolidades  (con  dibujo) 2 

Días  de  recibo 5 

ROXLO  (Carlos) 

Los  dioses  lares.  Poema  (con  ilustración  de 
Alvarez) 6 

SALAVERRfA  (Josi  M.») 

Figuras  españolas.  Benito  Pérez  Galdós  (con 
retrato) 6 

Retratos  españoles.  Jacinto  Benavente  (con 
dibujos  de  Málaga  Grenet  y  retrato).. ..     4 

Crónicas  de  un  viajero.  Nuestra  Señora  de 
París  (con  fotografías) 5 

Retratos  españoles.  Ignacio  Zuloaga  (con  re- 
producciones fotográficas) 8. 

SALAZAR  (J.   M.) 

Sexto  Salón  anual  de  arte  (con  reproduccio- 
nes fotográficas) 2 

SALOTTI  (Marta) 

Soneto  a  la  señora  Herrera  de  Toro  (con  fo- 
tografías)      8'. 

SlMBOLl  (Rafael) 

Plvs  Vltra  en  Italia.  La  Legación  Argen- 
tina ante  la  Santa  Sede  (con  fotografías)     4. 

SPARKET 

Cosas  que  pasan  ^on  ilustración  de  Alonso)     5 

TEZANOS  DE  OLIVER  (Belén  de) 
Nuestros  propósitos L" 

UNAMUNO  (Miguel  de) 
La  hormiga  en  el  manzano   (con  dibujo  de 
Fohn) 1 

URIEN  (Julio  H.) 

Bocetos  al  natural.  El  dibujante  (con  ilustra- 
ción al  óleo  de  Mayol) 6- 

VALLE-INCLÁN  (Ramón  del) 

Jardín  Umbrío  (con  ilustraciones  da  Sirio). .     7 


WILDE  (Doctor  E.) 

(alores  (con  ilustración  de  Alvarez) I 


n 


I 


BINDINGSECT.  MAY1&196B 


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