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Full text of "Plus ultra"

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Iv       DAMA        nP       TA        A/IAMTITTA 


ÓLEO   DE   A.   CHRISTOPHERSEH. 


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LAGO 


D  E 


N    A    H    U   E    L 


H    U    A    P    1 


GRUFO  DE  EMBARCACIONES  EN  EL  PUERTO  ANCHORENA. 


MUEBLES    Y    DECORACIONES 


EXPOSICIÓN  DE 

MUEBLES  ANTIGUOS 

NUESTRA  COLECCIÓN  HA   SIDO 

SUMAMENTE  AUMENTADA  POR 

LA     LLEGADA     DE     EUROPA 

•       DE    VARIOS    MUEBLES    RAROS 

\    CURIOSOS 


658,     SUI  PACHA 


FOTOGRAFÍA  DE  UN    ESPEJO,    RICAMENTE 

TALLADO,    ESTILO    «GEORGIAN».     UN     PAR 

DE   ESTOS   ESPEJOS,    ESTÁN    EN    VISTA  EN 

NUESTRAS    GALERÍAS. 


— i=>i_7s.'.^  "vi^nPR^-x— 


--H 


¡Cómo  Nuevo! 

Los  muebles  opacos,  manchados  y 
que  recogen  el  polvo,  pueden  volver  a 
tener  su  belleza  primitiva  si  se  les  aplica 
la  Cera  Preparada  de  Johnson.  ¿Ha 
notado  Ud.  un  color  azuloso  en  sus 
muebles  de  caoba?    Una  aplicación  de  la 

CERApREPARADADlJOiiSOI 

lo  hará  desaparecer  y  al  mismo  tiempo  dará  un 
lustre  seco,  brillante  y  de  gran  hermosura.  Prote- 
gerá al  barniz,  haciendo  mayor  su  duración  y 
aumentando  su  hermosura;  cubrirá  las  manchas 
y  rayas.    Limpia  y  dá  lustre  en  una  operación. 

La  Cera  Preparada  de  Johnson  no  contiene  aceite,  jamás 
se  pone  suave  o  pegajosa  con  el  calor  y  por  lo  tanto 
no  recoge  el  polvo  ni  retiene  las  machas  de  los  dedos. 

Puede  Ud.  usarla  en  su  piano,  fonógrafo  muebles, 
pisos,   obra   de   madera,   linóleo  y  objetos  de  cuero. 

Magnífico  Para  Los  Automóviles 

porque  conserva  el  acabado  y  lo  protege  contra  las  in- 
clemencias del  tiempo— evita  que  se  parta  el  barniz,  corta 
el  agua  y  el  polvo,  haciendo  que  los  lavados  duren  más. 

Exija  Ud.  lo»  producto»  Johnson.   Si  su  vendedor  no 
lo»  tuviere,  él  puede  obtenerlos  de  los  distribuidores: 

JANKEE  SPECIALTIES  AGENCY 


Rivadavia,   1255 

S.  C.  JOHNSON  &  SON 

Fabricante» 

Racine,  Wisconsin,  El.  U.  A. 


Buenos  Aires 


ENRIQUE      STEIN 


Era  el  decano  de  los  dibujantes  nacionales  y  extranjeros  que  en 
la  Argentina  cultivan  la  caricatura.  Y  lo  fué  conno  todos  sabemos, 
por  inesperado  azar  de  la  esquiva  fortuna. 

Quería  Stein  explotar  a  las  apacibles  y  dulces  abejas,  y  tuvo 
que  vivir  del  zumbido  irónico  e  insistente  de  «El  Mosquito».  Así, 
aquel  hombre  cuyo  sueño  dorado  estribó  siempre  en  la  industria 
honrada,  fué  quien,  hacia  la  mitad  del  siglo  XIX,  echó  los  cimientos 
de  la  moderna  sátira  gráfica. 

Enrique  Stein  tenía  alma  enérgica  de  caballero  y  trabajador. 
Además  de  las  anécdotas  populares  de  su  vida,  debe  ser  citada  la 
siguiente,  fiel  testimonio  de  su  hidalgo  espíritu: 

Una  vez,  Eduardo  Sojo,  rival  de  Stein  en  arte  y  en  política, 
andaba  perseguido  por  enemigos  peligrosos;  y,  con  esa  clara  intui- 
ción que  a  veces  da  el    miedo,  fué  a  verle    demandando   auxilio. 

«Escóndase  aquí  en  mi  casa,  donde  nadie  pensará  en  buscarlo», 
le  dijo  Stein.  Y  en  el  domicilio  del  dibujante  rival  se  refugió  Sojo 
hasta  que  pagara  la  tormenta. 

Enrique  Stein,  colaborador  del  admirable  Eduardo  Wilde,  con- 
virtióse en  propietario  de  «El  Mosquito»,  la  revista  temida  donde 
ambos  hicieron  afortunadas  campañas    políticas. 

En  1887,  el  decano  volvió  a  emprender  sus  tareas  industrialer, 
abriendo  un  establecimiento  de  útiles  de  pintura  y  dibujo,  mien- 
tras proseguía  sus  trabajos  caricaturescos.  Poco  a  poco,  ya  anciano, 
hizo  abandono  del  lápiz,  y,  en    1912,  se  despedía  de  la  caricatura. 

Pero  no  para  siempre.  Todos  han  visto  los  dibujos  que  desde 
1914  adornaron  las  vidrieras  de  la  casa  Stein,  en  plena  Avenida 
de  Mayo.  Fueron  caricaturas  en  las  que  el  patriota  francés,  a  quien 
la  «revanche»  sorprendía  ya  inútil  para  empuñar  las  armas,  luchaba 
a  su  manera  por  el  país  querido  y  lejano. 

Así,  por  obra  y  gracia  del  patriotismo  de  un  anciano,  volvió  a 
florecer  el  arte  anticuado  de  aquellos  tiempos  de  «El  Mosquito» 
y  de  «La  Presidencia». 

Y  le  jour  de  gloire,  cuando  la  gente  esperaba  una  nueva  prueba 
del  entusiasmo  de  Stein,  quedó  desilusionada.  El  caricaturista 
caballero  y  patriota  se  moría. 


ANO    IV 
NÚM.    33 


ENERO 
1919. 


TEODORO 


ROOSEVELT 


DIBUJO  AL  CARBÓN  DE  ALONSO. 


EX  PREEIDENTE    DE    LOS    ESTADOS    UNIDOS,    NOTABLE    ESTADISTA,  Y  GRAN    DEFENSOR 
DE     LAS     IDEAS     DEMOCRÁTICAS,     FALLECIDO     EL     6      DEL     ACTUAL     EN     OYSTERBAY. 


Homenaje    de  PLVS  VLTRA. 


— i=>i_:7v^-^  -Vv  -j_n"P2>í>w — 


CCR=DOC-\ 


lELES  a  un  propósito  preconcebido, 
estaTios  en  la  noble  y  antigua  ciudad 
de  Córdoba,  fundada  por  el  muy 
ilustre  señor  Don  Gerónimo  Luis  de 
Cabrera.  Gobernador  y  Capitán  Ge- 
neral del  Tucumán.  el  6  de  julio  de  1573. 

Hemos  venido  a  visitar  la  casa  del  virrey  Sobre- 
monte,  su  primer  Gobernador  Intendente;  hemos 
venido  a  conocer  esta  ruina,  que  no  han  sabido 
respetar  los  hombres  y  que  han  respetado  los  años. 
La  memoria  de  tan  célebre  personaje,  fundador 
de  la  Concepción  del  Rio  IV,  de  las  Villas  de 
Tulumba,  Chañar,  Río  Seco  y  Chilino,  y  de  las 
poblaciones  de  San  Carlos,  en  Mendoza,  y  la  Ca- 
rolina, en  San  Luis,  ha  sido  rehabilitada  con  do- 
cumentos fidedignos  por  el  cronista  Don  Ignacio 
Garzón,  en  su  obra  sobre  Córdoba,  publicada  el 
año  de  1898.  En  ella  se  comprueba,  que  cuando 
fué  conquistada  Buenos  Aires  por  las  tropas  de 
Berresford,    Sobremonte   no  entró    en    Córdoba 


como  prófugo,  sino  como  virrey,  habiendo  ido  a 
rehacer  su  ejército,  evitando  el  entrar  en  la  capi- 
tulación para  quedar  libre  en  el  supremo  man- 
do de  gobierno  y  sostener  los  dominios  del  vi- 
rreynato. 

Para  llevar  a  cabo  la  visita  al  viejo  edificio, 
hemos  salido  por  las  calles  de  la  ciudad.  Estas 
calles  son  iguales  a  las  de  cualquier  otro  pueblo 
de  la  República;  solamente,  recortándose  sobre 
el  cielo  azul,  distantes  y  próximas,  por  el  norte, 
por  el  oeste,  por  todas  partes  donde  dirigimos  la 
vista,  encontramos  siempre  una  torre  de  iglesia, 
de  convento,  uno  de  esos  campanarios  humildes 
que  sintetizan  el  viejo  espíritu  de  las  viejas  ciu- 
dades. A  su  alrededor  están  las  edificaciones  mo- 
dernas,—  artificiosas  de  cemento  — donde  vive  la 
nueva  generación  de  doctores,  de  comerciantes, 
de  hacendados,  de  familias  burguesas,  tan  desli- 
gadas ya  de  la  tradición  legendaria  y  heroica. 

Mientras  seguimos  nuestra  marcha,  pensamos 


que  estas  calles  han  perdido  el  carácter  que  tu- 
vieron en  otro  tiempo,  cuando  Córdoba  era  go- 
bernada por  los  capitulares  del  siglo  xviii,  prin- 
cipalmente durante  la  gobernación  de  Sobremonte, 
época  en  que  llegó  a  su  mejor  grado  de  urbani- 
zación, equidad  y  empleo  de  justicia.  La  pobla- 
ción mejoraba  en  todos  sus  órdenes  y  a  él  se  debe 
la  fundación  de  escuelas  gratuitas,  la  nivelación 
de  las  calles,  el  alumbrado  público,  y  la  construc- 
ción de  paseos  y  mercados,  abasteciendo  al  ve- 
cindario de  aguas  corrientes  y  dictando  además 
sabias  medidas,  relacionadas  con  el  ornamento  y 
aseo  de  la  ciudad.  Apesar  de  todo,  Córdoba  ha 
seguido  acrecentando  su  prestigio. — prestigio  reli- 
gioso y  universitario; — las  casas  coloniales  han  ido 
cayendo  poco  a  poco,  siendo  substituidas  por  estas 
otras  de  estilo  francés,  bajo  cuyos  muros  duer- 
men tres  siglos  de  vida  local  y  de  menudas  his- 
torias vecinales. . .  Y  pensamos:  Indudablemen- 
te, Córdoba  es  una  ciudad  que  evoluciona. . . 


—  I=>JL^V^.S 


>JK.- 


En  nuestro  caminar  lento 
y  de  observación,  llegamos  a 
una  plaza  cuadrangular  som- 
breada de  árboles  corpulen- 
tos. Por  nuestro  lado  pasan 
gentes  que  marchan  en  todas 
direcciones:  caras  morochas, 
caras  negras,  caras  blancas. 
Son  gentes  que  van  a  sus 
quehaceres;  nosotros  las  ob- 
servamos filosóficamente,  en 
tanto  que  seguimos  por  una 
calle  larga,  llena  de  tiendas  y 
comercios.  Después,  al  vol- 
ver una  esquina,  hiere  nues- 
tra sensibilidad  la  nota  blan- 
ca de  una  pared  pobre  y  des- 
nuda, a  cuyo  extremo  sobre- 
sale una  especie  de  torreón, 
rematado  por  ancho  alero  de 
madera.  Este  torreón  tiene 
dos  balcones  unidos  en  el 
vértice  de  la  esquina,  y  de- 
bajo dos  puertas  coronadas 
con  cenefas  de  yeso  gris,  que 
separa  un  basamento  de  la- 
drillo con  franjas  y  colum- 
nas. A  los  costados  de  las 
puertas  hay  grandes  letreros 
donde  se  lee:  «Bar  y  Confite- 
ría». Esta  es  la  casa  del  vi- 
rrey. En  su  derrengada  y  ve- 
nerable mole,  reposa  el  espí- 
ritu de  la  tradición.  Ninguna 
de  las  otras  puertas  que  he- 
mos visto  en  los  edificios  mo- 
dernos, se  parece  a  estas 
puertas  desvencijadas,  con 
sus  herrajes  y  pesados  goz- 
nes mugrientos,  que  crujen 
a  veces  con  un  sonido  lasti- 
moso; ninguna  ventana  ni 
tragaluz  es  semejante  tam- 
poco a  los  obscuros  ventanu- 
cos de  este  destartalado  ca- 
serón, con  rejas  de  artísticos 
hierros  retorcidos.  Los  años 
han  dado  a  las  paredes  una 
palidez  leprosa  y  cadavérica. 
Todo  está  rodeado  de  silen- 
cio, de  serenidad,  de  quietud 
sosegada  y  majestuosa.  . . 

Nuestra  vista   contempla 
con  estupor  los  altos  balco- 
nes soñolientos,  el  alero  po- 
drido,   los    sombríos   y 
tuertos   tragaluces,    las 


del  Gobernador  y  su  séqui- 
to. Bajo  tales  disposiciones 
fué  alhajada  la  casa  con 
todo  el  aparato  que  requería 
tan  ilustre  huésped,  y  poste- 
riormente, al  establecerse  allí 
con  su  familia,  fueron  enri- 
quecidos los  salones  con  nue- 
vos muebles  y  platería  de 
mérito,  traídos  de  Oruro,  de 
Charcas  y  de  la  Villa  Impe- 
rial de  Potosí.  Todo  esto  ha 
desaparecido  hace  ya  más  de 
un  siglo,  al  retirarse  Sobre- 
monte  de  la  gobernación, 
después  de  trece  años,  o  sea 
a  fines  de   1797. 

El  alma  de  la  casa  quedó 
ausente.  Ninguno  de  sus  mo- 
radores actuales,  responde  a 
su  espíritu  y  a  su  leyenda. 

En  los  días  de  la  goberna- 
ción, la  casa  del  marqués 
presentaba  un  aspecto  de 
lujo  suntuoso  y  rico.  Las 
puertas  de  cuarterones  eran 
guarnecidas  con  herrajes  y 
pestillos  de  hierro;  al  abrirse 
producían  un  ruido  seco  y 
metálico,  repercutiendo  en 
las  anchas  cámaras  familia- 
res, donde  un  reloj  de  pén- 
dulo anunciaba  el  curso  de 
las  horas,  con  su  tintineo 
acompasado  y  monocorde. 
En  los  pasillos  y  antesalas, 
los  esclavos  negros,  inmóvi- 
les ante  los  pesados  cortina- 
jes, lucían  sus  casacas  rojas 
galoneadas  de  oro.  Todo  era 
señorial  sin  afectación.  La 
sala  de  recibo,  correspon- 
diente al  balcón  angular,  ha 
liábase  revestida  con  tapi 
ees  procedentes  de  España 
y  cubierto  el  pavimento  con 
gruesas  alfombras  incásicas, 
trabajadas  por  los  indios 
de  Tilquiza,  Chijra,  Ocloyas 
y  otros  fundos  hereditarios 
del  valle  de  Jujuy.  Los  ob- 
jetos decorativos  eran,  en  su 
mayoría,  trofeos  de  las  cam- 
pañas militares:  agujas  de 
sílex,  yelmos  con  airones  de 
plumas,  caparazones  de 
fvK  >     tortuga  en  forma  de  ro- 

m 


CANCELA  DE  HIERRO  FORiado 


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tejas  verdirrojas,  la  cancela  negra 
y  los  puntales  descarnados  y  húme- 
dos, sin  fuerzas  ya  para  sostener  el 
peso  de  la  mole  vetusta.  Los  gran- 
des letreros,  dejan  en  nuestro  es- 
píritu una  impresión  extraña.  ¿Cómo 
—  pensamos  —  la  casa  donde  vivió 
el  más  célebre  de  !os  gobernadores 
de  Córdoba,  ha  podido  caer  en  tan 
vulgar  destino?  La  curiosidad  nos 
hace  trasponer  el  dintel,  y  ya  den- 
tro, lo  primero  que  vemos  es  una 
verja  con  labores  afiligranadas,  que 
'  ega  hasta  el  medio  punto  del  arco; 
y  después,  al  penetrar  en  el  patio, 
toda  una  síntesis  de  ruidos,  de  alegría 
de  sol,  de  colores  policromados,  que 
se  diluyen  por  el  reflejo  de  la  luz,  al 
dar  sobre  una  tela  de  randas  incási- 
cas. Atravesamos  la  cripta  conven- 
tual, blanca  y  desnuda,  con  anchas 
puertas  laterales;  luego  subimos  por 
la  escalera  angosta,  desembocando  en 
un  sencillo  repartidor  desmantelado. 
Las  habitaciones  son  espaciosas,  so- 
lemnes, como  hechas  para  recibir  el 
tumulto  representativo  de  cabildan- 
tes, militares  y  alto  clero  de  la  ciudad. 
Recorda'mos,  que  al  ser  favorecido 
el  Marqués  de  Sobremonte  con  el 
título  de  Gobernador,  el  15  de  agosto 
de  1783,  se  dispuso  por  orden  del  Ca- 
bildo, que  esta  casa,  ocupada  por 
los  jesuítas  expulsados  en  1767,  fuese 
dispuesta    para    recibir    la    persona 


~-i=>LS\^'^  ^.L_-rr2-'^— 


déla,  placas  pecto- 
rales, collares  de 
huesos  calcinados,  y 
escudos  de  piel  de 
saurio.  rebrillando 
sobre  los  huinches 
con  cenefas  de  ópalo 
y  negro.  Sobre  có- 
modas y  pedestal^. 
lindas  telas  de  labo- 
res aztecas  y  calcha- 
quies,  cordones  de 
alpaca,  ponchos  con 
grecas  ondulantes  y 
tejidos  mexicanos. 
hechos  con  plumas 
de  papagayo,  de 
garza  y  de  avestruz. 

En  el  centro  de 
las  cámaras,  gran- 
des braseros  de  pla- 
ta maciza,  perfuma- 
ban el  ambiente  con 
aromas  de  canela  y 
de  nardo. 

Los  estrados  eran 
de  maderas  obscu- 
ras, pesados  y  ele- 
gantes, con  asiento 
de  cuero  o  damasco, 
según  el  carácter  y 
destino  de  cada  sala: 
había  sillas  volantes 
de  conversación. 
para  sentarse  a  la 
jineta:  sillones  espa- 
ñoles de  caoba  con 
preciosos  guadama- 
ciles  de  oro.  y  mesi- 
tas  enanas  para 
guardar  las  labores. 

En  los  aparadores 
y  alhacenas,  junto  a 
las  vajillas  de  plata 
con  los  blasones  es- 
culpidos, hacían 
contraste  los  agua- 
maniles y  garrafas. 
los  huacos  peruanos, 
los  yuros  de  decora- 
ción antropomorfa. 
y  los  grandes  cande- 
labros, portadores 
de  velas  amarillas. 
que  se  utilizaban  en 
noches  de  sarao  y 
fiestas  solemnes. 

En  todos  estos 
aposentos  había  re- 
tratos de  épocas  an- 
teriores: un  inquisi- 
dor y  una  dama  ca- 
nonesadeSan  Juan, 
con  su  leyenda  en 
latín.  Frente  a  ellos, 
un  galán  petimetre 


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GALERIA     lUL    Pat,o 


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del  siglo  xviu.  so- 
brino del  marqués, 
luciendo  casaca  re- 
camada y  fina  gor- 
guera  de  encajes,  pe- 
luca de  tres  bucles, 
y  entre  las  áureas 
joyas,  ópalos  y  ama- 
tistas, la  roja  insig- 
nia de  los  profesos 
de  Montesa,  En  otro 
lugar,  una  dama  de 
guardainfante,  lucía 
su  airosa  cabeza  con 
monterilla  de  plu- 
mas de  faisán.  Otros 
retratos,  con  valo- 
nas y  ferreruelos,  re- 
presentaban perso- 
najes ilustres  de  la 
colonia,  célebres  en 
la  gobernación  del 
Tucumán.  Algunos 
de  estos  retratos  pa- 
saron después  a  la 
península,  conser- 
vándose otros  en  ca- 
sas particulares  del 
país,  donde  consta 
su  procedencia. 


Por  disposición  de 
las  autoridades  cor- 
dobesas, la  casa  del 
virrey  Sobremonte 
se  destinará  en  bre- 
ve para  museo  colo- 
nial de  la  provincia, 
restaurándola  en  de- 
bida forma  y  con- 
servándola para  las 
generaciones  futu- 
ras. Tal  medida  me- 
rece, sin  duda,  ser 
considerada  en  su 
verdadero  sentido, 
pues  no  sólo  implica, 
respeto  a  lo  tradi- 
cional, sino  que  con 
ella  se  reivindica  de 
una  vez  la  memoria 
de  este  virrey,  equi- 
vocadamente juzga- 
do por  los  historia- 
dores partidistas  de 
la  Revolución  y  a 
quien  es  justo  recono- 
cer como  a  uno  de  los, 
más  ilustres  gober- 
nadores de  Córdoba. 

Antonio 
Pérez-Valiente. 

FOTOGRAFÍAS  DE  GONZÁLEZ 
GARAÑO    Y    A.     FRANCISCO,, 


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EN    LA    QUIETUD    DEL    TALLER 


OLEO     DE    A.    CHRISTOPHERSEN. 


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AliM^NDRgO 

OMTOllfodN 


S  hubiera  necesidad  de  sintetizar  la  obra  de  este  artista  en 
do*  solas  palabras,  diríamos  que  su  labor,  sobre  toda  otra 
cualidad,  es  equilibrada  y  reflexiva. 

En  arquitectura.  Alejandro  Christophersen.  cjya  plurali- 
dad de  medios  es  merecedora  del  más  amplio  de  los  elogios. 
si^ue    preferentemente    la   orientación    francesa    moderna. 
basada  en  ios  modelos  del  estilo  Luis  XVI.  creados  en  el 
último  lerdo  de  siglo  xviii  por  el  célebre  arquitecto  Gabriel. 
Así  nos  lo  ha  demostrado  al  menos,  no  s61o  en  artículos  y 
coniercncías.  donde  además   ha  puesto    las  bases  para  el 
resurgimiento    del   noble    estilo 
colonia!,    «no    también    con  el         _ 
ejemplo  de  algtmas  de  sus  más 
importantes  construcciones,  en 
tre  ellas  el  palacio  Anchorena.  de 
la  plaza  San  Martín,  uno  de  los 
más  benos  edificios   de  Buenos 
Aires,  y  la  nueva  Bolsa  de  Co- 
mercio, que  demuestran  todo  el 
talento  y  capacidad  de  ejecución 
que  ha  desarrollado  hasta   hoy 
en  su  carrera. 

Pero  no  es  esto  de  lo  que  aho 
ra  debemos  ocupamos.  La  otra 
cualidad  de  tu  temperamento, 
esto  es.  los  méritos  que  reúne 
como  intérprete  del  color  y 
luz.  >on  los  que  quisiéramos  po- 
ner de  relieve:  porque  Christo- 
phersen. es  ante  todo  un  pintor 
sincero,  que  copia  la  naturaleza 
tal  como  él  la  siente,  sin  emplear 
recetarios  académicos  ni  recur- 
sos de  convencionalismo  pictóri- 
co. Su  firme  concepto  de  la  com- 
posición, su  dominio  del  colorido 
y  la  idea  peculiar  que  desarrolla 
en  el  dibujo  interno,  dando  vida 
y  movimiento  a  las  figuras,  son 
particularidades  propias  que  lo 
caracterizan  y  d^finrn 


Si  analizáramos  su  extensa  labor  - -difundida  en  Europa 
y  América- con  todo  el  detenimiento  y  extensión  que  requie- 
re una  critica  bien  razonada,  tal  vez  trataríamos  de  descu- 
brirle cierta  semejanza  de  orientación  con  los  levantinos 
españoles,  cuya  técnica,  de  una  vibrante  fuerza  sensorial, 
culmina  en  el  pincel  avasallador  e  incomparable  de  Sorolla. 
Como  este  maestro  de  la  técnica  y  del  color,  Christopher- 
sen es  a  su  vez  un  enamorado  de  la  vida,  que  define  su  ver- 
dadera personalidad  con  dos  elementos  determinantes:  la 
intuición  y  la  perseverancia.  Nacido  en  un  bello  rincón  de 
Andalucía,  aunque  de  origen  noruego,  pasa  en  Cádiz,  su 
ciudad  natal,  los  primeros  años 

,_         de  la  juventud;  de  aquí  que  su 

retináoste  tan  acostumbrada  a 
la  transparente  luminosidad  de 
aquel  cielo,  de  aquel  sol  y  de 
aquella  naturaleza  exuberante 
y  cálida,  tantas  veces  evocada 
por  él,  a  través  de  la  distancia. 
en  cuadros  de  composición  típica. 
Apenas  salido  de  la  infancia, 
marcha  a  Noruega  para  cursar 
los  años  del  bachillerato,  dedi- 
cándose, terminado  éste,  a  via- 
jar por  losdemás  países  europeos. 
Enamorado  de  la  pintura,  rea- 
liza durante  este  viaje  algunos 
ensayos  como  escenógrafo,  que 
lo  inician  en  el  conocimiento  de 
la  línea.  Después,  siendo  discí- 
pulo de  la  Real  Academia  de 
Bélgica,  consigue  con  el  diploma 
de  arquitecto  la  medalla  de  oro. 
Luego  marcha  a  París,  donde 
vuelve  años  más  tarde  para  per- 
feccionar sus  conocimientos  ar- 
tísticos y  arquitectónicos,  asis- 
tiendo durante  tres  cursos  a  la 
escuela  de  arte  dirigida  por  Fleury 
y  Lefévre.  Bajo  la  paternidad  de 
estos  maestros,  concurre  a  varias 
exposiciones  en  la  capital  fran- 


<  PETENERAS»,  EX  PUES- 
TO   EN     EL    SALÓN     DE 
PARÍS    DE    1909. 


^T^y^— 


ALEJANDRO  CHRISTOPHERSEN,   PINTANDO 
EN  EL  JARDÍN  DE  SU   CASA. 


Si 


cesa,  consiguiendo  algunos  triunfos 
que  ]o  dan  a  conocer  como  pintor 
de  fino   temperamento. 

A  los  22  años  de  edad  viene  a 
Buenos  Aires,  donde  se  radica  defini- 
tivamente. Aquí  forma  su  hogar  y 
su  familia;  aquí  llega  a  imponerse 
en  poco  tiempo  por  sus  méritos  per- 
sonales, y  uniéndose  al  movimiento 
artístico  del  país,  hace  gala  de  su  en- 
tusiasmo concurriendo  a  cuantas 
exposiciones  y  concursos  se  organi- 
zan, nasta  lograr  la  reputación  de 
que  hoy  goza,  al  cabo  de  veinte  y 
ocho  años  de  labor  persistente  y  con- 
tmuada. 

Desde  el  principio  de  su  carrera, 
Christophersen  ha  cultivado  con 
acierto  todos  los  géneros  que  se  cono- 
cen, pero  sin  abandonar  nunca  la 
idea  de  su  orientación  fundamental, 
sintetizada  en  el  sentido  de  que  el 
arte  de  la  pintura  debe  expresar  fiel- 
mente la  modalidad  y  el  carácter  de 
la  época  en  que  vive  el  artista.  Así  lo 
demuestra  en  cada  uno  de  sus  paisa- 
jes, en  cada  uno  de  sus  estudios  y 
retratos,  dándonos  la  sensación  de 
realidad  que  persigue  con  sus  con- 
trastes de  color,  suavizados  a  veces 
por  la  inflexión  de  lo  delicado  y  gra- 
cioso. Las  masas  y  las  líneas,  si  están 
c  ertamenle  colocadas  al  azar  como 
corresponde  a  su  tendencia  realista, 
idéntica  a  la  que  siguen  los  pintores 
de  la  escuela  mediterránea,  no  por 
eso  dejan  de  tener  la  armonía  lumi- 
nosa de  los  más  avanzados  maestros 
del  impresionismo;  este  efecto  des- 
lumbrador de  su  paleta  hizo  que 
cierto  crítico,  al  formular  un  juicio 
amplio  sobre  la  obra  de  Christopher- 
sen, dijera  que  los  cuadros  de  este 
pintor  puedefl  considerarse  como  un 
espectáculo  esplendente. 

VÍCTOR  Andrés. 


— "C3i_;v^.s 


JSlíT 


PiUjo 


'^'  eidiia  <fe¿^  impulcriva  y  loile, 

llena  de  juveiiud^  de  efiyidn  y  de  eiconto, 

que  la  iíkle  qirielud  de  mi  reiiro 

kv  revolucioiíado . . . 

h  coner,  feiiililal)a  la  eccpecnira . . . 
W  florece"  ooi  envidia  le  eícocoil  . . . 
¡vi  que,  ei  la^r  locfguecíllo.í', locS*  áibolcj'  iigiuelo.? 
le  lendíon  lof  romocf  dtajeoLÓble  el  ^a^o  ! . . . 

Ocf  veiü¿b^a  crer  flor  enbie  lóu^  üoreep 
y  paiariÜD  ¿xle^e  enbe  lo^p  pójotpoe/' 
7  aé'uaA^jva.ñénle  "y  relozoia^ 
jioId  al  omoyo  claco . . . 


y  ane  le  pTie«flo  a  ecfcuckai!^  pota  evococte 


ei  liw  lelctí"  cMüidooC,  el  canlai!  de  W  ■pójaco^'. 

Idco  K  fina  cfeda  de  IocP  rOccacr" 

'  )ai!a  cfenhi  la  j-eda  de  lu.  trazo. . . 

icio  de  cHi  períime  en  lacT  capoLocf 

demezte-  "poT  la  rocPa  de  W  lobiOeP. . . 

y^onle  la  cj'eca  y  olorocfa  yeiba^ 

le  le  recordado  : 
cmle  la  G^eca  yeiia  amoilonaria 
donde,  con  ciier'po  láa^indo, 
voliipliLOcranieiile  le  dejacfle 
caer  lióviafa  ccmLo  en.  léelo  liando . . . 

En  Icl  oplocflada  yeria  ecrlá  lu  cuerpo 
con  leiiadora  marca  j^eiolado . . . 
ín  iii¿x  loc/"  cTÍio. . .  e  evoco 
yo  C02L  celo  de  Eóanio ... 
¡y  liemblo,  de  -píSufjdiL  y  de  docreo,, 
la  lenladcra  marca  cojilejuplando  I 


— F^U^^^-^-S    ^^LJTI^T^^^^ 


A  exposición  nacional  de  arte  decorativo  re- 
cientemente celebrada,  ha  sido  una  verda- 
dera revelación  en  lo  que  se  refiere  al  arte 
incásico  aplicado  a  la  decoración  de  tapices, 
muebles  y  alfombras,  con  los  trabajos  origi- 
nales de  los  señores  Guido  y  Gerbino  y  los 
tejidos  del  señor  Clemente  Onelli.  trabajos  que  por  su  belle- 
za y  orientación,  merecen  toda  clase  de  elogios.  Sus  autores 
son  acaso  los  únicos  que  han  puesto  una  nota  original  en 
el  mencionado  concurso,  demostrando  lo  mucho  que  se 
puede  hacer  dentro  de  la  tradición  y  del  arte  genuinamente 
americano. 

Llevado  de  una  justificada  curiosidad  por  todo  lo  que  se 
refiere  al  conocimiento  y  difusión  de  las  industrias  suntuarias 
del  nuevo  mundo,  especialmente  las  aztecas  e  incásicas,  he 
llegado  al  convencimiento  de  que  estas  artes,  producto  de 
una  civilización  extinguida,  pueden  competir  y  aún  com- 
pararse con  los  modelos  de  fabricación  egipcia,  árabe,  persa. 
y  demás  estilos  ornamentales  conocidos,  tanto  en  la  armo- 
nía de  los  colores  como  en  la  rareza  y  extraña  combinación 
de  los  dibujos. 


Ya  en  la  época  del  descubrimiento,  una  de  las  cosas  que 
llamaron  más  extraordinariamente  la  atención  de  los  con- 
quistadores, fué  el  uso  que  los  indios  hacían  de  telas  y  man- 
tas primorosamente  tejidas,  constituyendo  su  elaboración 
una  industria  perfectamente  organizada  y  extendida  por 
todos  los  lugares  del  continente. 

El  Inca  Garcilaso  de  la  Vega,  dice  que  una  de  las  atribu- 
ciones de  la  familia  real  del  Perú,  era  el  proveerse  de  sufi- 
ciente cantidad  de  lanas  en  vellón  o  tejidas  para  abastecer 
a  los  subditos.  La  lana  se  obtenía  de  los  guanacos,  llamas, 
alpacas  y  vicuñas  salvajes,  haciéndose  la  esquila  en  todas 
las  regiones  del  dominio  incásico,  dirigida  por  miembros  de 
la  dinastía,  o  por  los  curacas,  sus  prefectos.  También  infor- 
ma de  como  los  incas  no  supieron  la  invención  de  los  col- 
chones siendo  la  ropa  de  las  camas  toda  de  mantas  y  cober- 
tores hechos  con  lana  de  vicuña,  tan  suave  y  regalada,  que 
se  enviaron  algunas  <'para  el  lecho  del  rey  don  Felipe  II»; 
los  mexicanos,  en  cambio,  según  refiere  el  historiador  Solís, 
tenían  camas  entoldadas  con  colgaduras  en  forma  de  pabe- 


llones, estando  los  reposorios  formados  con  blandas  esteri- 
llas de  palma.  En  cuanto  al  lujo  y  alhajamiento  de  las  cáma- 
ras reales  de  México  y  el  Cuzco,  algunos  historiadores  afir- 
man que  de  los  artesones  de  madera,  sujetos  en  su  misma 
tablazón,  por  desconocerse  el  uso  de  los  clavos,  pendían 
grandes  colgaduras  tejidas  primorosamente,  con  finos  y 
proporcionados  tejidos  en  color,  y  el  pavimento  revestido 
de  alfombras.  Sobre  la  portada  principal  del  palacio  de 
México,  el  paramento  de  honor,  hallábase  cubierto  por  mag- 
nífico repostero  bordado,  en  cuyo  centro  se  veían  las  ar- 
mas de  los  Moctezuma.  Los  demás  aposentos  guardaban 
asimismo  gran  cantidad  de  tapices  dibujados  con  interposi- 
ción de  plumas,  en  que  admiraban  los  aciertos  entre  lo 
prolijo  y  lo  precioso;  había  también  todo  género  de  telas 
procedentes  de  los  distintos  estados  del  imperio,  que  hila- 
ban y  tejían  las  mujeres,  "enemigas  de  la  ociosidad  y 
aplicadas  al  ingenio  de  las  manos». 

El  jesuíta  Andrés  Pérez  de  Rivas,  hace  memoria  de  la 
vestidura  que  ostentaba  el  Emperador  en  su  primer  encuen- 
tro con  Hernán  Cortés,  de  donde  se  infiere  que  el  manto  era 
doblado  de  dos  telas,  la  una  transparente  dejando  ver  el 
recamado  y  flores  hermosas  de  la  interna,  pendiente  con 
mucho  aire  de  los  hombros,  enlazadas  las  puntas  al  costado 
derecho  y  rematando  en  una  rica  joya  por  lazada. 

Es  sabido  que  tanto  los  aztecas  como  los  incas  usaban  para 
decorar  los  tejidos  figuras  humanas  y  de  animales,  estiliza- 
das con  un  sentido  geométrico  y  adornadas  de  losanges,  aje- 
drezados y  randas  serpentiformes,  encuadrándolo  todo  den- 
tro de  artística  greca,  algo  parecida  al  meandro  helénico. 

Las  telas  y  alfombras  que  se  hicieron  en  la  época  colo- 
nial eran  una  derivación  de  estos  modelos,  con  la  sola  ex- 
cepción de  carecer  de  figuras  humanas;  de  ese  modo,  fuese 
siguiendo  la  forma  empleada  por  los  árabes  granadinos,  según 
he  podido  comprobar  con  numerosos  ejemplos,  formándose 
entonces  una  nueva  modalidad,  que  podría  clasificarse  de 
hispano-incásica. 

En  la  elaboración  de  tejidos  americanos  se  emplearon 
siempre  los  más  variados  colores,  como  se  comprueba  con 
¡os  pocos  fragmentos  y  modelos  que  han  llegado  hasta  nues- 
tros días,  sacados  en  su  mayor  parte  de  las  tumbas  preco- 
lombianas,  y  cuidadosamente  conservados  ahora  en  colec- 
ciones y  museos.  Los  colores  fundamentales  empleados  en 


—  T=>1S^-^^    ^^1 


3 


la  tintorería  incásica,  fueron  el  grana,  que  se  obtenía  de  un 
insecto  propio  de  los  nopales  mexicanos,  el  azul  del  añil, 
llamado  también  índigo,  el  anaranjado,  mezcla  de  un  pro- 
ducto vegetal  con  la  ceniza  del  jume,  el  amarillo,  sacado 
directamente  de  la  planta  de  fique  y  del  azafrán  de  la  Puna. 
el  grisáceo,  extraído  de  determinadas  especies  arbóreas,  el 
negro,  producto  del  guayacán  y  del  cebil,  y  el  color  verde, 
extraído  de  la  jarilla.  planta  perenne  en  toda  la  región  xeró- 
fita  de  Sud  América. 

La  típica  y  bella  industria  de  las  alfombras  y  tejidos  incá- 
sicos, resucitada  por  los  señores  Padilla,  en  Tucumán;  Cár- 
cano.  en  Córdoba;  y  Clemente  Onelli,  en  Buenos  Aires, 
empieza  a  merecer  la  atención  del  público  selecto  y  de  buen 
gusto,  que  demuestra,  al  adquirirlos,  cómo  pueden  armoni- 
zarse estos  elementos,  de  un  refinamiento  exótico,  con  los 
muebles  de  línea  virreinal,  muy  de  moda  en  los  momentos 
actuales. 

Tan  simpática  orientación  del  público,  que  descubre  así 


su  predilección  por  las  bellas  cosas'"de'origen  continental, 
favorece  sin  duda  el  desarrollo  de  la  vieja  industria  de  teji- 
dos, susceptible  siempre  de  adquirir  nuevos  valores,  con  la 
creación  de  modelos  originales,  que.  aunque  sin  salirse  de 
los  primitivos  con  sus  grecas  y  randas  características,  po- 
drían ser.  por  ejemplo,  más  a  la  manera  del  moderno  impre- 
sionismo; dibujos  policromados  sobre  grandes  masas  de  co- 
lor, con  paisajes  convencionales  o  quiméricos.  Alfombras  y 
tapices,  únicos  de  originalidad,  que  al  ser  hechos  con  la  per- 
fección acostumbrada,  posiblemente  podrían  llegar  a  com- 
petir en  mérito,  a  los  elaborados  en  los  telares  de  Klandes. 
del  Artois,  de  Florencia,  de  Madrid,  y  de  tantas  otras  fábri- 
cas europeas,  cuyos  modelos  se  ven  difundidos  y  copiados 
por  todas  partes.  Es  una  aspiración  muy  fácil  de  ver  reali- 
zada y  a  la  que  debieran  contribuir  con  entusiasmo  todos 
los  artistas  del  país,  por  tratarse  del  elemento  más  propicio 
quizás,  para  la  formación  del  futuro  y  verdadero  arte  ar- 
gentino. 

José  M.=^  Pérez- Valiente. 


EL    DESPACHO    DE    D.  CLEMENTE    ONELLI,  EN  SUS  TELARES 
DE    RUSPI     AYUISCA. 


ARTE      FRANCÉS 


LES      DEUX      AMIS 

ÓLEO     DE     RIBOT,      PROPIEDAD      DEL     DOCTOR 
FRANCISCO    LLOBET. 


Pl>»       " 
.  VLTPA 


■Í->_L-\     r—       \     i  .    i    i^'_  X- 


iílotivQ6s¿  e/íí 


Suave  gracia  de  égloga  tienen  estos  peque- 
ños motivos  que  suavizan  nuestra  alma  y  se 
fijan  largamente  en  la  retina  con  su  fresco  y 
sedante  encanto. 

Si  nos  fuera  dable  el  color  preciso,  la  riqueza 
de  tonos,  el  definir  de  los  claroscuros,  posible- 
mente alguna  alma  lejana  vibrase  armónica 
con  nuestro  místico  entusiasmo  por  estos  temas 
simples  y  sencillos. 

Humildad  de  cuadros  ciudadanos  trasladados 
al  prolijo  escenario  del  parque  público;  enigma 
de  paseante  solitario  que  enhebra  un  poema,  re- 
fresca un  obsesor  pesimismo,  o  sonríe  a  algún 
ensueño,  inicial  de  amor  que  grava  el  estilete 
nervioso  guiado  por  una  mano  femenina,  entre- 
lazando dos  cifras  serpentinas  sobre  la  propicia 
carne  blanda  de  una  anciana  pita... 

LA  DAMA  Al  salvar  un  puentecito  blanco, 
p^j ._  .  _p  en  rústico  banco  empotrado  en 
yUt  Lt-t,  yf,3  altura  coronada  de  follaje 
verde  claro,  lee  una  mujer.  Tiene  una  graciosa 
postura  efectista;  su  cuerpo  joven  y  flexible  se 
dibuja  preciso  bajo  las  finas  y  claras  telas  del 
vestido.  La  dama  vuelve  lentamente  las  hojas 
del  libro  con  una  gravedad  de  comprensiva.  ¡A 
sus  pies,  un  niño  rubio  juega  con  las  piedrecillas 
■del  sendero;  el  niño  viste  de  rolo  y  va  y  viene 
con  una  movilidad  de  mariposa  frente  al  hiera- 
tismo  de  la  dama  impasible  que  quién  sabe  por 
cuales  regiones  de  ensueño  tiene  su  alma! . . . 

LOS    SEÑORES     Por  el  camino  central,  a  la 
húmeda   sombra    de   los 


CIUDADANOS 


eucaliptos  añosos,  desfilan. 


lentos  y  nobles,  ¡os  autos. 

Cruza  algún  jinete  trajeado  a  usanza  ingles?. 
Por  las  aceras  los  pequeños  grupos  pintorescos: 


la  mamá  anciana,  aburrida  con  las  chicas  inte- 
resantes; el  burgués  pacífico,  resoplante,  con  sus 
chicos  que  llevan  la  palita,  el  balde,  el  muñe- 
co... al  lado  la  señora  aun  fresca...  las  se- 
ñoritas solas.  La  que  lleva  la  falda  asaz  breve... 
La  que  os  mira.  La  indiferente.  La  que  con  ei 
imán  de  su  feminidad  arrastra  admiradores... 
Los  dragones  acaramelados.  .  . 

DON  I  UAN  L-uego  hay  como  un  estreme- 
-^  cimiento    en     los    corazones, 

un  palpitar  de  almitas  de  mujer.  Se  dijera  lo 
que  acontece  en  los  bosques  entrerrianos  cuando 
chirria  aquella  rara  lechucita  de  enorme  cabeza 
y  garras  poderosas  que  llaman  oaburé...  ¡Por 
allí,  por  allí,  con  su  garbo,  con  su  pisada  firme, 
con  su  mirar  conquistador,  con  su  aire  audaz, 
con  su  tono  elegante  y  su  sombrero  un  poquitin 
echado  sobre  una  oreja,  viene  don   Juan!... 

Este  nuestro  don  Juan  criollo,  que  tiene  con- 
quistas a  los  cuatro  vientos,  que  domina  corazones 
con  su  hombría,  con  su  apostura,  con  sus  cartas 
llenas  de  faltas  de  ortografía. .  . 

Este  nuestro  don  Juan,  que  debe  tener  en  sus 
venas  sangre  de  Moreira  o  de  algún  orgulloso 
hidalguillo  de  gotera.  .  . 

El  extiende  la  vista  por  el  mar  revuelto  de  la 
muchedumbre  como  un  capitán  desde  el  puente 
de  mando  de  su  barco,   ¡y  pasa! . . . 

¡Pasa  don  Juan! . . . 

«EL  Tío  VIVO»  '^°"  sus  caballitos  de  ma- 
dera que  se  columpian  en 
movimientos  iguales,  con  sus  carrozas  llenas  de 
colorinches,  adornadas  de  cabezas  fantásticas  de 
dragones  y  de  espejos  centelleantes,  gira  el  ca- 
rrousell  al  compás  de  sus  cornetas  chillonas,  de 


sus  timbres  metálicos,  de  sus  platillos,  de  su: 
bombo. 

Giran  las  calesitas,  mientas  el  muñeco  rígido, 
que  dirige  la  banda  mecánica,  agita  en  el  aire  los: 
torpes  compases  de  su  batuta  filarmónica. 

Gira  el  «tío  vivo»  al  son  de  musiquillas  bullicio- 
sas y  alegres,  en  que  tintinea  e!  cascabel  de  Poli- 
chinela y  estalla  el  escándalo  de  la  risa  traviesa 
de  las  operetas. 

Gira  el  carrousell  y  la  chiquillería  lanza  gri- 
tos de  júbilo,  caballeros  en  los  bucéfalos  de: 
palo,  y  ríe  sonoramente  en  el  vaivén  de  las  prin- 
cipescas carrozas  historiadas  de  colorinches.  En 
las  carrozas  cuajadas  de  pedrerías,  de  dorados,, 
de  caprichosos  dibujos,  como  debió  ser  la  del 
príncipe  del  cuento,  que  fué  a  buscar  a  la  Ceni- 
cienta, con  el  zapatito  de  cristal  que  había  per- 
dido en  el  baile 

Esta  música  superficial  y  despreocupada,  como. 
el  alma  loca  de  un  buen  artista  bohemio,  puede- 
no  llegar  al  espíritu,  pero  emociona  con  saudades, 
amables  y  nos  trasforma  en  pequeños  seres  cré- 
dulos e  inocentes. . . 

Ese  remolino  de  color  y  contento,  esas  cabeci- 
tas  doradas,  morenas,  rojas,  mareadas  por  un 
suave  vals  agradable  nos  evocan  retrospectivas; 
épocas,  cuando  allá  en  nuestro  pueblo  nos  agol- 
pábamos los  «botijas')  alrededor  de  las  calesitas 
singulares  a  las  que  uno  de  los  compañeros — máa 
grande  y  tal  vez  más  pobre  —  -  matizaba  con  los: 
chillidos  de  un  viejo  órgano  de  manubrio. .  . 

Y  mientras  se  va  la  imaginación  en  raudo  vuelo, 
sigue  «el  tío  vivo»  -—  que  tan  bien  pintara  Ramí- 
rez Ángel—  sonando  una  cancionilla  popular,  que- 
nos  hace  inconscientemente,  acompañarla  silban- 
do tira. .  .  ra.  .  .  ra. . .  rí,  tira. .  .  ra. .  .  ra.  . .  rí. .  ^ 


DIBUJO    DE   ALVAREZ, 


.Ndomel  y. 


^'1 


aiie/Leio/ 


~t=>LJ>-^& 


'^- 


Salen  del  Jardín  Zoológico  y  se 
sientan  silenciosas  en  un  banco. 
La  Avenida  está  desierta  y  el  sol 
de  julio  desciende  ya  por  el  lado 
del  «Departamento  de  Policía",  do- 
rando los  troncos  de  los  eucaliptus 
y  arrancando  chispazos  de  los 
alambres    telefónicos. 

Las  tres  son  jóvenes,  pero  de 
'edades  y  aspectos  muy  distintos. 
Dos  de  ellas  parecen  hermanas.  La 
una  en  plena  adolescencia  dolorosa 
y  motivo  indudable  de  aquel  paseo 
al  aire  libre  —  distracciones,  ejer- 
cicio moderado,  hierro  y  quina 
como  dijo  el  médico --no  ofrece 
interés  ninguno.  La  otra,  gruesa, 
rubicunda,  inflada  de  esa  adipo- 
sidad prematura  que  empequeñece 
los  ojos  y  caricaturiza  los  movi- 
mientos femeninos  más  gentiles 
y  más  espontáneos,  <'no  resulta* 
tampoco.  La  grasa  está  reñida  con 
la  gracia,  como  se  sabe,  y  en  el 
caso,  para  peor,  <'el  gusto,  en  su 
primer  período  de  evolución  recién, 
agrava  la  circunstancia  desdicha- 
da. "La  Gorda"  cree  todavía,  que 
elegancia  es  lujo  y  que  la  mujer 
para  hacer  resaltar  sus  encantos, 
debe  echarse  encima  todo  lo  que  le 
permitan  sus  recursos.  La  indumen- 
taria de  <'La  Gorda>  evoca  el  recuer- 
do del  pintoresco  «palo  de  Dios» 
de  los  Tehuelches. 

Su  amiga,  en  cambio,  es  exqui- 
sita. Constituye  uno  de  esos  fre- 
cuentes casos  en  que  la  naturaleza 
aliada  a  la  maravillosa  facultad  de 
adaptación  que  tienen  las  mujeres, 
se  burla  despiadadamente  de  las 
patrañas  del  origen. 

¡Qué  distinción,  qué  pies,  qué 
manos;  qué  gentiles  maneras!  — 
como  hubiera  dicho  un  poeta  del 
romanticismo!  -  -Sin  ser  una  be- 
lleza extraordinaria,  es  indudable- 
mente bella.  No  es  ni  alta,  ni  baja,  ni  gruesa, 
ni  delgada.  Está  en  el  fiel  de  la  proporción 
más  absoluta.  Tiene  unos  ojos  únicos,  unos 
ojos  de  ágata  con  chiribitas  de  venturina, 
unos  ojos  extraños,  que  no  parpadean  jamás 
y  que  miran  medio  de  soslayo,  como  han  de 
mirar,  sin  duda,  los  ojos  de  las  panteras 
cuando  están  enamoradas.  Su  belleza,  pasa 
por  esa  hora  solemne  en  la  vida  de  las  rosas, 
en  que  parece  que  bastaría  el  soplo  de  los 
labios  de  una  mujer  dormida,  para  deshojar- 
las por  completo.  Hasta  podría  decirse,  que 
ya  una  levísima  sombra  se  insinúa  en  la  ter- 
sura de  sus  sienes  cuando  entorna  dema- 
siado los  párpados  en  e!  ambiente  de  la  tarde 
invernal:  pero  ese  es  un  detalle  que  no  tiene 
importancia  para  el  caso.  También  a  las  ro- 
sas comienza  a  rizárseles  el  borde  de  los  pé- 
talos, en  ese  mismo  minuto  maravilloso  de 
la  culminación  de  la  belleza. . . 

No  hay  en  su  figura  un  detalle  que  cho- 
que. Todas  sus  líneas  son  armoniosas  y  sua- 
ves como  los  movimientos  de  una  gata  de 
Persia.  Pero,  no  es  un  ser  blando  ni  muelle, 
sin  embargo.  Se  adivina  la  energía,  se  adivi- 
na la  fuerza  en  potencia  y  lista  para  la  lucha, 
bajo  la  traidora  apacibilidad  del  conjunto. 
Se  ve  claramente,  que  hay  una  voluntad 
ejercitada  dentro  de  aquel  cuerpo  flexible  y 
ágil,  una  voluntad  agresiva,  que  el  elegante 
traje  de  «gabardina-'  azul  que  lo  ciñe,  no 
puede  ocultar,  como  no  oculta  tampoco  la 
afelpada  piel  de  los  tigres  su  indomable 
fiereza. 

Se  llama  Magdalena,  pero  no  ha  pecado 
nunca,  ni  pecará  ya,  probablemebte.  Quien 
no  erró  en  la  edad  de  las  pasiones,  ni  en  las 
luchas  del  áspero  repecho,  es  difícil  que  lo 
haga  ya  en  las  horas  de  la  reflexión  y  en  la 
pendiente  suave  del  descenso... 

Magdalena  cruza  las  piernas,  sus  piernas 
de  «ducal  finura»  —  como  ha  dicho  Lugones 
—  enseña  las  medias  transparentes  hasta 
donde  la  discreción  actual  lo  permite  y  lle- 
vando hasta  los  labios  la  amorosa  caricia  de 
un  «manguito  cerrado»  de  piel  de  zorro  ne- 
gro que  hace  juego  con  los  puños  y  con  el 
cuello  de  su  vestido;  sonríe  levemente. 

Magdalena  recuerda  la  respuesta  que  dio 
aquella  mañana  a  la  broma  de  un  viejo  cole- 
ga a  quien  apodan  «La  Momia»  y  se  siente 
capaz,  aplomada  y  satisfecha.  Qué  bueno  es 
•poder»  -  piensa  -  y  con  qué  legítimo  or- 
gullo se  movería  desde  la  cumbre  que  pare- 
ció otrora  inaccesible,  los  tremendos  despe- 
ñaderos del  camino.  . . 

V.Para  qué  necesito  yo  a  los  hombres?-)- 
fué  la  lespue-ta.  Y  Magdalena  tiene  razón. 

¿Para  qué  necesita  ella  a  los  hombres, 
cuando  ha  aprendido  a  bastarse  a  sí  misma? 

Magdalena  no  les  odia  por  cierto,  pero  no 
cree,  no  puede  creer  en  los  hombres.  ¿Por 
ventura  no  ha  visto,  no  está  viendo  todos 
los  días  ejemplos  aplastadores  de  su  fatal 
decadencia?  ¿No  está  ahí  el  caso  típico  de 
esa  colega  suya,  de  esa  «desgraciada»  de 
Raquel  Antúnez,  que  a  los  treinta  años  dio 
en  casarse  con  un  conscripto   y  que  a  los 


treinta  y  cinco  sigue  trabajando  a  más  y 
mejor  para  mantenerle  las  mañas,  mientras 
el  conscripto  convertido  en  un  amo  no  hace 
más  que  divertirse  a  descontar  sus  días  con 
la  salvaje  despreocupación  de  un  indio?  ¿No 
está  ahí,  también,  ese  otro  caso  de  la  de  Var- 
gas, que  aunque  no  se  casó  con  un  conscripto 
sino  con  un  mozo  «serio  y  trabajador»,  se 
encuentra  al  cabo  en  situación  parecida, 
porque  el  matrimonio  ha  operado  un  cam- 
bio tan  fundamental  en  el  carácter  de  su 
flamante  marido,  que  éste  ni  trabaja  ya,  ni 
es  serio,  ni  tiene  otra  preocupación  que  pa- 
sarse la  vida  en  el  Hipódromo? 

¡Oh,  Magdalena  los  conoce  bien  a  los  horr',- 
bres!  Son  ignorantes,  haraganes,  pretencio- 
sos, absurdos.  Para  ganar  cien  pesos  mal 
ganados,  «hacen  más  ruido»  que  sí  ganasen 
miles  y  se  creen  aun  unos  esforzados  y  unos 
mártires.  Ellas,  en  cambio,  silenciosas  y  prác- 
ticas y  abnegadas  como  las  hormigas,  reali- 
zan una  gran  labor  de  utilidad,  no  sólo  para 
ellas  mismas,  sino  también  para  los  suyos  y 
para  sus  semejantes.  ¡Si  sabrá  Magdalena  de 
derrumbes  apuntalados  y  de  hogares  levan- 
tados de  la  miseria,  por  dos  jóvenes  brazos 
de  mujer!  ¡Si  sabrá  de  actividades  y  de  he- 
roísmos femeninos  en  contraste  de  inercias 
y  de  cobardías  masculinas! 

A  Magdalena  le  sobra  todo,  Magdalena 
gana  tanto  como  un  senador  o  como  un  mi- 
nistro, y  sus  capacidades  y  su  acción  la  han 
colocado  en  un  nivel  tan  alto  de  intelectua- 
lidad y  de  independencia,  que  la  mayoría 
de  los  hombres  tienen  por  fuerza  que  resul- 
tarle  pequeñitos. 

Magdalena  es,  además,  unamuchachahon- 
rada  —  como  dice  muy  bien  su  mamá  —  ha- 
ciendo sonar  la  uña  del  pulgar  derecho  en 
su  incisivo  único,  nadie  puede  decir  ni  «esto» 
de  ella.  Pero  por  lo  mismo  que  Magdalena 
es  honesta,  altiva  y  capaz,  su  problema  no 
tiene  solución  posible.  Los  hombres  que  po- 
drían seducirla  con  los  prestigios  de  una  po- 
sición superior,  6  están  ya  casados,  por  razón 
de  su  edad,  o  le  tienen  miedo.  La  alta  sa- 
piencia femenina  es  una  cosa  que  arredraaún 
a  los  espíritus  masculinos  de  cierta  alcurnia, 
por  más  emancipados  que  se 
crean  del  pupilaje  del  prejuicio. 
Magdalena  les  resulta  muy 
gentil,  sin  duda  muy  merito- 
ria, pero  a  la  vez  muy  inquie- 
tante. 

¿Con  sus  iguales?  El  negocio 
no  conviene  a  Magdalena... 
¿Un  profesor?  ¿Un  empleado? 
¡Bah!  Sería  perder  la  indepen- 
dencia, para  no  ganar  nada  en 
el  cambio;  sería  condenarse 
tontamente  a  sabiendas,  a  un 
papel  injustamente  secunda- 
rio, y  Magdalena  es  demasiado 
inteligente  y  altiva,  para  ad- 
mitir que  entre  dos  de  igual 
capacidad  y  de  igual  «rendi- 
miento», pueda  haber  uno  que 
se  crea  con  derecho  a  rezongar 
y  asumir  actitudes  de  tirano..'. 


Pero,  a  pesar  de  todo,  Magdalena  no  está 
contenta;  Magdalena  siente  un  vacío. 

Antes,  cuando  repechaba  la  cuesta,  con 
el  sol  de  cara,  cuando  sus  triunfos  y  el  dia- 
rio ardor  de  la  lucha  la  embriagaban  o  la 
enardecían,  todo  iba  bien;  pero,  ¿ahora? 
Ahora  por  más  que  quiera  engañarse,  Mag- 
dalena siente  que  no  es  feliz,  que  no  es  tan 
feliz  al  menos  como  lo  esperaba,  y  lo  que  es 
peor,  siente  que  se  aburre. . . 

El  Colón  ya  no  la  seduce,  como  a  «La 
Gorda»,  ni  los  grandes  almacenes  de  nove- 
dades, ni  las  joyerías,  ni  los  balnearios  de 
allende  y  aquende  el  Plata,  que  ha  recorrido 
en  los  últimos  años  con  la  conciencia  de 
quien  cumple  un  programa  ancestral,  de 
quien  realiza  el  sueño  dorado  de  diez  gene- 
raciones   impotentes. . . 

Por  eso,  Magdalena  comienza  a  experi- 
mentar la  vaga  necesidad  de  un  objetivo 
nuevo,  que  ya  no  puede  ser,  ni  el  ascenso,  ni 
la  holgura  pecuniaria,  ni  el  elogio  de  los  co- 
legas, ni  ia  derrota  de  sus  rivales. . .  Es  mu- 
cho más  grande  y  más  noble  y  más  hondo  y 
más  definitivo  lo  que  necesita  Magdalena 
ahora,  lo  que  comienzan  a  buscar  ansiosa- 
mente sus  extraños  ojos  de  ágata  con  chiri- 
bitas de  venturina.  . . 

...  La  pequeña  y  astrosa  caravana  se  alle- 
ga lentamente.  El  mayor,  un  muchachuelo 
canijo  y  antipático,  viene  trazando  una  larga 
raya  con  carbón  en  el  muro  del  Zoológico. 
La  chica  descalza  y  desmelenada  arrastra 
una  rama  de  eucaliptus  y  el  más  pequeño 
de  los  tres,  un  niño  de  cuatro  años,  dolorido 
y  lloroso,  cierra  la  marcha  enfundado  en  un 
negro  delantal  de  luto  y  renqueando  de  un 
modo  lamentable.  Más  que  por  su  triste  as- 
pecto de  desamparo  y  de  miseria,  el  peque- 
ñuelo  atrae  la  atención  por  su  belleza.  Se 
diría  un  Niño-Dios,  arrancado  de  un  reta- 
blo por  manos  sacrilegas,  o  un  pequeño  San 
Juan  extraviado  en  el  bosque. 

En  el  grupo   de  las   muchachas   hay    un 
estremecimiento  de  curiosidad  y   simpatía. 
—  ¡Miren  el  personaje!  — ■  exclama    «La 
Gorda».  ¡Qué    monada! 

Magdalena  se  levanta  resuel- 
tamente. Venga  m'hijito  — 
dice  —  .Venga  esa  preciosura. 
Pero  el  pequeñuelo,  que  se 
ha  detenido,  no  se  acerca.  La 
mira  torvo  y  huraño  a  través 
de  sus  lágrimas.  Tiene  las  ma- 
nos y  los  piececitos  desnudos, 
plagados  de  sabañones,  y  tirita 
de  frío. 

—  Venga  m'hijito  —  repite 
Magdalena,  yendo  hacia  él  — 
venga  mi  vida.  ¡Díganme  si  no 
es  un  encanto  esta  ricura! 

El  muchacho  grande  se  atra- 
viesa, para  recitar  su  lección 
cínica: 

— «¡Una  limosnita  para  mi 
mamá,  que  está  enferma!» 

Pero  Magdalena  le  aparta: 

—  ¡Salí  de  aquí,  a  vos  no  te 


llamo!. . .  ¡Venga  mi  alma! . . . 
El  pequeño  da  un  paso  para  ale* 
jarse,  pero  Magdalena  le  atrapa  con 
sus  enguantadas  manos  y  lo  atrae 
hacia  el  banco. 

-  Te  vas  a  poner  a  la  miseria  • — 
le  previene  *La  Gorda»  —  fíjate 
cómo  está. . . 

—  ¡Qué  me  importa!  ¡Díganme 
si  no  es  una  ricura  este  angelito  de 
Dios!...  Te  juro  que  me  lo  comería... 

El  chicuelo  solloza. 

—  ¿Pero  porqué  llora  m'hijito? 
¿Qué  tiene? 

J—  Ha  de  tener  frío.  ¡Mira  como 
tiene  las  manos!  ¡Alma  de  Dios! 
—  -  ¿Tiene  frío,  precioso? 
El  niño  guarda  silencio.  De  sus 
ojazos  límpidos  como  su  alma  Ino- 
cente, como  su  vida  en  blanco,  se 
desprenden  grandes  lagrimones  que 
ruedan  por  las  mejillas  y  van  a 
resumirse  en  el  delantal  todo 
mugriento. 

El  muchacho  rubio  interviene: 

—  Se  le  murió  la  madre  -  dice. 
Mi  mamá  le  tiene  en  casa. . . 

Ma^alena  se  vuelve  brusca- 
mente hacia  su  amiga: 

-  ¡Se  le  murió  la  madre!  ¿Has 
visto.  «Gorda»?  ¡Se  le  muñó  la  ma- 
dre al  pobrecitol 

*La  Gorda*,  interroga  a  los  chi- 
cos autoritaria  y  concisa: 

-  ¿Y  qué  anda  haciendo  con 
ustedes  este  niño? 

-  ~  Y  qué  va  andar  haciendo  — 
responde  el  muchachuelo  rubio  ~ 
pide  limosna,  aprende  a  pedir  li- 
mosna. . . 

-  Tu  mamá,  ¿qué  hace? 
Y. . .  Mi  mamá  está  enferma. 

ni  <-^  tV  padre? 

\  ^  Yo  no  sé. 

¿No  tienes  padre? 

Sí... 

¿Y  esa  chica? 

—  Y —  es  mi  hermana. 

-  ¿Ustedes  no  van  a  la  escuela? 

—  No. 

—  «No,  señorita»;  se  dice...  ¿Y  por  qué 
no  van? 

—  ¿Pa  qué? 

—  Cómo  «pa  qué».  Para  aprender,  para 
instruirse,  «para  hacerse  ciudadanos  útiles  a 
ustedes  mismos  y  a  sus  semejantes». . . 

La  chicuela  interviene  a  su  vez; 

—  -  En  el  cuartel  —  dice  —  nos  dieron  pan; 
pan  y  puchero. . . 

«La  Gorda»,  embozada  hasta  las  cejas,  en 
su  descomunal  «zorro  de  Alaska»,  se  vuelve 
entonces  hacia  Magdatena: 

—  ¿Has  visto  cómo  anda  la  educación  en 
el  país? 

¡Cómo  anda  todo!  Y  los  bellos  ojos  de 
Magdalena,  sus  bellos  ojos  de  ágata  con  chi- 
ribitas de  venturina.  se  posan  amorosamen- 
te en  el  niño  lloroso  y  enlutado,  en  aquel  po- 
bre niño  sin  madre,  que  tiene  estremecimien- 
tos de  pájaro  aterido. 

-  «¡Ahí  tienen  hijos  —  piensa  Magdalena 
—  los  que  no  debieran  tjenerles  y  no  les  tie- 
nen los  que  podrían  criarles  como  Dios  man- 
da!» Por  todas  partes  la  despreocupación  y 
el  egoísmo!  ¡Se  ha  legislado  para  reglarrien- 
tar  todas  las  fabricaciones  posibles,  menos 
esta  sacra  y  solemne  «fabricación»  de  los  se- 
res humanos!  Las  sociedades  actuales  no  tie- 
nen ni  fuerzas  ni  arte  para  sustituir  a  todas 
las  madres  que  se  mueren,  ni  tan  siquiera 
para  recoger  de  la  calle  a  sus  pobres  peque- 
ñuelos! ...» 

Y  Magdalena  acaricia  aí  chiquillo  mater- 
nal y  amorosamente,  inclinando  sobre  él  su 
rubia  cabeza  tocada  de  felpa:  «¡Qué  lindo  es 
--murmura.  ^ — y  cuánto  más  lindo  podría 
ser  aún,  bien  cuidado!  ¿Has  visto  "Gorda»? 

«La  Gorda»  sonríe. 

—  Estás  chocha  con  el  muchacho  ese,  Mag- 
dalena; nunca  te  he  visto  así. . . 

Magdalena  experimenta  un  leve  estreme- 
cimiento y  se  apresura  a  depositar  al  niño  en 
el  suelo.  Tiene  los  párpados  bajos  y  las  meji- 
llas arreboladas  como  si  la  hubiesen  sorpren- 
dido haciendo  alguna  picardía. . . 

Después,  hurga  febrilmente  en  su  cartera 
y  extrayendo  un  billete  lo  pone  en  la  ateri- 
da y  sucia  manecita  del  pequeñuelo: 

—  Tome,  precioso,  tomey  cómprese  todos 
los  caramelos  que  quiera... 

...  Te  has  quedado  melancólica  —  dice 
«La  Gorda». 

—  ¿Yo?,  no.  ¡Ah,  sí!;  ¿qué  quieres?,  me  dan 
mucha  lástima  estos  chicos. . . 

...  Y  debe  ser  verdad  lo  que  dice  Mag- 
dalena; porque  sus  bellos  ojos  de  ágata  con 
chiribitas  de  venturina,  están  empañados  y 
siguen  con  visible  interés  la  marcha  lenta  de 
la  pequeña  caravana,  que  se  aleja  con  el  sol 
de  cara,  y,  en  la  cual,  la  rubia  cabecita  del 
niño  sin  madre,  se  destaca  sobre  el  triste 
delantal  de  luto,  como  rodeada  por  un  nim- 
bo de  oro. . . 


DIBUJOS  DE  PELÁF.Z. 


Benito  Lynch. 


—t=>is\y^^ 


La  cámara  oscura  sufre,  a  veces,  rabiosos  ataques 
de  misantropía.  Allá  en  el  fondo  de  su  lóbrego  cere- 
bro odia  al  hombre  y,  en  cuanto  puede,  lo  expulsa 
del  paisaje,  lo  arroja  de  la  iglesia,  lo  despide,  lo 
desahucia.  La  cámara  oscura  lleva  y  no  lleva  razón, 
como  ocurre  en  todas  las  cuestiones. 

Indudablemente,  la  figura  humana  es  un  elemento 
perturbador  de  esa  armonía  que  debe  reinar  en  co- 
mités, jardines,  palacios,  congresos  y  otros  lugares 
dignos.  Y  si  la  figura  humana  se  multiplica  hasta  la 
muchedumbre  y  de  ésta  se  sustrae  el  elemento  feme- 


nino, cualquier  variedad  armónica  se  convierte  en 
ridicula  monotonía. 

Sólo  la  mujer  sería  digna  de  vestir  el  uniforme, 
porque  sólo  ella  sabe  variarlo  de  forma  sin  perder  la 
unidad,  a  costa  de  los  bolsillos  que  paguen.  Cada 
mujer  es  como  un  rey  que  para  halagar  a  cien  reyes 
se  colocara  un  uniforme  hecho  de  cien  uniformes. 
Per  troppo  variar  la  mujer  es  mucho  más  bella. 

El  hombre  no;  le  gusta  someterse  incondicional- 
mente  a  la  disciplina  de  la  moda,  de  una  moda  cada 
vez  más  fea  y  menos  digna  de  añadir  una  nota  a  las 
risueñas  notas  de  color.  Todas  las  mujeres,  salvo 
antiquísimas  u  horribles  excepciones  femeniles,  hacen 
bien,  forman  concierto  entre  las  rosas  rosas,  amari- 
llas, purpúreas,  blancas  y  moradas  del  Rosedal.  Pero 


as  figuras  varoniles  bien  o  mal  vestidas  se  sale 
marco. 

Para  pasear  por  el  Rosedal  sería  necesario  ve 
de  casacón  y  chupa  Luis  XVI,  traje  más  acord 
los  colores  de  la  naturaleza.  Es  claro,  que  a  un  fil 
de  esa  época  le  parecería  indigno  tal  traje  y  qu 
giría  otro  vestuario  pretérito:  el  de  Luis  XV. 
pensador  a  lo  Luis  XV  añoraría  un  número  m 
y  así  sucesivamente  hasta  llegar  de  pensador  en 
sador  y  de  filósofo  en  filósofo  a  las  indumen 
de  los  trovadores,  a  las  clámides,  togas,  pie 
ramajes  de  otros  siglos. 

En  resumen:  por  muy  enamorado  y  bien  v(' 
que  se  halle  un  hombre  del  siglo  veinte,  dése 
sobre  el  policromo  fondo  del  Rosedal.   Esta  vi 


Jll^y^  — 


■ji  más  evidente  e  inútil  que  los  sacos  entallados, 
eso,   la  cámara  oscura   que   dio   a   luz  estas 
fotográficas  del  Rosedal  expulsó  de  ellas  a  la 
dumbre.  permitiendo  tan  sólo  la  presencia  de 
ujer  y  de  un  hombre,  como  en  el  Paraíso  Te- 
pareja  distanciada,  lejana,  de  espaldas, 
tienes,  lector,  el  Rosedal  libre  de  la  grey  em- 
ulada de   todos  los  domingos  y   días  festivos. 
no  man-  garden,  el  jardín  de  ningún  hombre, 
is  más  desierto  que  un  doliente  del  espíritu  y 
ado  haya  soñado  en  sus  ataques  misantrópicos. 


jardín  especialista:  esto  es  el  Rosedal  de  Pa- 

Hasta  el  momento  en  que  se  estableciera  junto 
que,  no  había  en  la  Argentina  especialidad 
era  alguna.  Las  flores  de  la  misma  fami- 
amente  se  reunían  en  la  mata,  en  el  árbol 
1  ramo. 

especialización  obedece  a  un  anhelo 
jor  medicina.   Por  eso  hay  bosques 
¡aliptus,  consultorios  otorrinolarin- 
cos  y  otros  lugares  donde  la  bu- 
lad busca  cura  o  alivio, 
qué  plan    terapéutico    obedece 
ecialidad  conocida  con  el  nom- 
!  Rosedal? 

bosquecillos  de  pinos  obran 

los   pulmones,  los  de    euca- 

alejan  las  fiebres.   No  es  de 

que  las  rosas  amontonadas  en 

din  saneen  el   aire   hasta  el 

de    matar    el   paludismo   y 

estados  febricientes. 

el  contrario,  la  cercanía  de 
sas  infinitas  es  propicia  para 

os  ese  paludismo  conocido  con 

vulgar  nombre  de  amor. 
e  el  cantar: 

Porque  esos  males 
si  no  los  cura  el  cura 
son  incurables. 


El  Rosedal  no  se  distingue,  precisamente,  por  la 
afluencia  de  sacerdotes.  ¿Qué  especie  de  curación, 
pues,  proporciona  a  la  humanidad?  ¿El  encendido 
amor  de  las  rosas  es  un  similia  similibus  curántur? 

Quizás  la  Providencia  inspiró  a  un  Intendente  la 
iniciativa  de  establecer  el  sanatorio  rosáceo  donde  se 
perfume,  se  idilice,  depure,  etc.,  el  amor. 

Si  en  eso  consiste  la  especialidad  curativa  de  un 
jardín  tan  hermoso  y  poético,  el  amor  quiera  que  el 
influjo  sea  rápido,  hondo  y  eminentemente  contagioso. 

FOTOGRAFÍAS  DEL  SEÑOR  RaÚL    P.     OSORIO. 

BENITO  J.  CARRASCO. 


—r=>Ls^^yrs  "v^Lnrra.-=>w— 


Una  quietud  sobrenatural,  religiosa, 
de  eternidad,  de  njuerte.  flotaba  en 
el  aire  bochornoso.  El  corazón  de  !a 
tropa  pemanecia  angustiado.  Hacia 
un  dia  que  ni  siquiera  un  pájaro  veían 
posarse  en  los  árboles.  Raleaba  la  ve- 
getación, y  la  sed  se  unía  al  hambre. 

A  la  espalda  los  grandes  montes,  la 
maraña  de  la  selva  pocas  veces  holla 
da  por  el  pie  del  soldado;  las  picadas 
abiertas  con  tanto  sacrificio  como  pe- 
ligro: los  pozos  de  ajua  aiiarga  que 
habían  hecho  enflaquecer  a  las  muías. 
morir  a  los  perros  y  descomponer  a  los 
hombres.  Y  no  había  otra  agua  que 
beber.  Cada  nuevo  pozo  que  se  abría 
era  un  purgante  nuevo.  Aquella  loca 
expedición  iba  a  la  muerte.  Treinta 
los  hombres  que  la  componían,  exce 
sivo  número  nunca  aconsejado  por  la 
práctica.  Treinta  hombres  que  alimen- 
tar; treinta  bocas  sedienta»  para  be- 
ber, cuatdo  diez,  quince  hombres  de 
tropa  bastan  y  sobran  para  repeler 
una  a^^resión  o  castigar  una  horda  de 
indiosmal  arma  josy  peor  disciplinados. 

El  comandante,  fuerte  e  imponente 
voluntad,  sabía  todo  eso:  pero  no 
creyó  nunca  que  la  expedición  durase 
tanto.  Calculó  tres  días  de  marcha,  al 
cabo  de  los  cuales  habría  batido  a 
los  indios  mandados  por  los  correntines 
desertores:  los  habría  hecho  huir  hacia 
el  corazón  del  Chaco,  y  habría  regre- 
sado con  la  hacienda  robada  a  los  ve- 
cinos del  fortín,  y  con  seis  meses  de 
tranquilidad  por  delante.  Y,  después 
de  todo,  con  una  lección  bien  dada  a 
los  bandoleros  qué  se  sirven  del  indio 
para  cometer  sus  fechorías. 

Desde  que  salieron  del  fortín,  a 
veinte  leguas  del  Tostado,  hacia  ya 
cinco  días,  no  había  el  comandante 
abandonado  el  puesto  de  vanguardia.  Dos  veces 
cambió  de  muía,  y  no  se  atrevía  a  mirar  al  mataco 
que  marchaba  a  su  lado  sirviéndole  de  guía,  por 
temor  a  confirmar  lo  que  sospechaba,  y  la  tropa 
dejara  entender  con  frases  sueltas. 

Aquella  tierra  tétrica,  aquel  campo  espectral 
del  que  hasta  los  pájaros  huían,  no  podía  ser  gua- 
rida de  indios  ni  de  maíevos.  Nunca  el  indio  se 
aparta  de  las  corrientes  de  agua,  de  las  lagunas  o 
de  las  aguadas.  Y  allí  no  había  ni  arroyos,  ni  la- 
gunas, ni  aguadas. 

¡Oh!  ¡Si  hubiesen  sorprendido  al  guia  en  las  no- 
ches, mientras  la  tropa  dormía,  acechar  desde  el 
hoyo  en  que  descansaba!  Sus  ojos  fulguraban  de 
perversa  alegría  por  entre  las  negras  crenchas  que 
le  tapaban  la  frente. 

Por  tres  veces,  el  más  castigado  de  la  tropa,  el 
soldado  Medina,  se  había  acercado  al  jefe  con  un 
caraguatá,  cortado  a  costa  de  su  vida,  porque  al 
pie  de  la  milagrosa  copa  de  agua  clara,  puesta  por 
la  naturaleza  como  un  regalo  para  el  caminante 
en  mitad  del  Chaco,  está  acechando  la  muerte  en 
los  colmillos  de  la  víbora.  Y  el  comandante  había 
bebido  ávidamente. 

¡Bravo,  sufrido,  hecho  a  todo,  el  soldado  criollo, 
aquel  bravo  soldado  patrio  corrido  de  los  cuerpos 
de  linea  por  la  conscripción  y  refugiado  en  los 
batallones  provinciales  como  última  etapa  de  la 
vida  de  la  antigua  milicia  nacional! 

El  comandante  era  también  de  aquellos  hom- 
bres, y  por  eso  merecía  la  confianza  y  el  respeto 
del  «enganchado».  Como  él.  su  escuela  fueron  los 
cuerpos  patrios:  había  participado  de  la  guerra 
del  Paraguay  y  formado  en  Santa  Fe  su  batallón 
de  veteranos  a  la  antigua.  Y  como  al  soldado  viejo 
lo  echaron  del  ejército  los  conscriptos,  las  nuevas 
orientaciones  políticas  lo  echaban  a  él  de  las  ca- 
pitales ha^ia  el  Chaco,  a  justificar  la  existencia  de 
su  tropa  alzada  frente  al  ejército  de  línea. 

Medina,  la  última  vez  que  ofreció  a  su  jefe  la 
milagrosa  copa  de  caraguatá,  tímidamente  se  atre- 
vió a  decirle: 

-  Comandante,  este  es  el  campo  del  infierno. 
Un  día  más  y  estaremos  en  el  campo  de  la  muerte, 
de  donde  nadie  ha  regresado. 

El  comandante  lo  miró  fijamente,  y  Medina  sos- 
tuvo la  mirada  y  agregó: 

—  Yo  anduve  hace  ocho  aiíos  cerca  de  acá, 
huyendo  de  mi  provincia,  de  Santiago,  y  me  salvó 
un  milagro. 

—  ¡Mataco! -'  llamó  el  comandante,  detenien- 
do su  muía  y  deteniendo  al  indio.  —  ¿Sabes  bien 
por  dónde  nos  llevas? 

—  Llevando  bien,  mi  coronel. 

—  ¿Dónde  está  el  indio? 

- —  Siempre  andando.       Y  bajó  la  vista. 

Siguieron. 

A  las  dos  leguas  se  sentó  la  muía  del  teniente. 


La  naturaleza  era  verdaderamente  de  muerte. 
Un  quebrachal  se  alzaba  como  una  bandera  sos- 
tenida por  una  mano  oculta  en  aquel  mar  de 
quietud. 

De  la  tropa  se  levantó  un  rumor  de  rabia.  De 
todas  partes  no  debía  de  acechar  la  muerte.  Un 
camino  hacia  la  vida  debía  de  haber.  El  quebra- 
chal. como  centinela,  indicaba  la  salvación  y  el 
peligro;  pero,  ¿quién  podría  comprender  su  mudo 
lenguaje? 

Subió  un  soldado  al  más  alto  palo  del  pequeño 
monte,  como  un  gato.  Y  quedó  en  observación, 
constituyendo  el  árbol  en  «mangrullo». 

A  sus  pies  se  tendió  la  soldadesca.  El  hambre, 
que  en  los  primeros  días  les  daba  sueño,  ahora  les 
desvelaba,  y  un  cansancio  y  una  laxitud  rabiosa 
les  echaba  en  tierra. 

El  comandante  quiso  recorrer  a  pie  el  terreno 
elegido  para  el  campamento,  pero  se  sintió  sin 
fuerzas,  y  se  tendió  a  la  sombra  de  un  espinillo. 
No  se  oía  volar  ni  un  insecto.  Su  frente  hervía: 
su  amor  propio  habíale  hecho  despreciar  el  ali- 
mento para  que  sus  soldados  sufrieran  menos 
hambre.  Se  abismó  en  reflexiones  acaloradas.  Vio 
su  fortín  asaltado  por  los  malevos;  vio  luego  ar- 
marse los  pocos  soldados  de  la  guardia  y  perse- 
guirlos. Ahora  eran  los  indios  los  que  huían;  un 
santón  conjuraba  por  el  castigo  de  los  blancos 
que  los  echaban  al  monte  espeso,  o  a  los  campos 
áridos,  sin  agua  y  sin  plantas,  donde  los  animales 
mueren  de  miedo.  Y  era  un  mundo  de  espectros, 
el  inmenso  ejército  indio  echado  de  las  fértiles  lla- 
nuras del  país,  corriendo  a  través  de  las  pampas, 
sedientos,  hambrientos,  delirantes,  rabiosos.  Los 
antiguos  reyes  del  continente,  vagaban  perdidos 
en  la  inmensidad  de  los  campos  de  la  muerte. 

¡Los  campos  de  la  muerte!  Había  oído  hablar 
de  ellos.  .  .  Campos  de  infierno,  campos  de  muer- 
te. .  .  Y  eran  los  soldados,  ellos,  la  vanguardia  de 
la  civilización,  los  que  condenaban  a  los  indios  a 
habitarlos. 

En  aquellas  soledades  hostiles,  en  que  todo  fal- 
ta, no  era  extraño  que  el  indio  comiese  carne  de 
perro.  Encontraba  justificado  hasta  la  antropo- 
fagia. Entre  los  indios  iba  su  tropa,  rotosa,  fiera, 
horrible.  Iba  él  también,  y,  a  su  lado,  riéndose  de 
ellos  por  haberse  vengado,  su  guía,  el  mataco  im- 
perturbable, sumiso  y  esquivo. 

Abrió  los  ojos,  sobresaltado,  y  vio  parado  a  su 
vera,  al  guía  que  le  miraba  sonriendo. 

Se  incorporó  avergonzado  y  rabioso. 

Le  anunciaron  entonces  que  el  teniente  estaba 
enfermo,  seguramente  de  hambre.  Vio  cerca  del 
grupo  la  muía  cansada,  hecha  un  esqueleto,  y 
ordenó  la  matasen. 

El  cuchillo  de  Medina  se  hundió  en  la  garganta 
de  la  bestia,  y,  una  hora  después,  chisporroteaba 
la  leña  con  la  grasa  derretida. 


Como  fieras  comieron  todos.  Un 
viejo  milico  se  apartó  llevando  bajo 
la  chaquetilla  un  bulto  extraño:  la 
vejiga  de  la  muía  para  saciar  su  sed. 

La  disciplina,  vencida  por  la  mise- 
ria, no  servía  para  nada.  Un  soldado 
se  negó  a  subir  al  «mangrullo».  El  in- 
dio sonreía,  con  sus  ojos  como  dos 
carbones  encendidos. 

Llegó  el  anochecer  y  se  tendieron  a 
dormir  sin  montar  guardia.  Intima- 
mente ansiaban  la  presencia  de  la  in- 
diada para  que  concluyera  con  sus 
sufrimientos. 

Amanecieron  otros.  La  luz  del  nue- 
vo día  les  devolvía  la  vida. 

El  jefe  se  incorporó  anhelante.  Ha- 
bía que  continuar  la  marcha  o  morir. 

El  soldado  que  calmó  su  sed  con 
la  vejiga  de  la  muía,  se  sentía  enfer- 
mo. El  indio  miraba  a  todos  con  recelo. 

Lleno  de  una  energía  delirante  or- 
■  >  nó  el  jefe  que  un  soldado  subiera 
al  «mangrullo»,  y.  cuando  estuvo  en  lo 
alto,  oteó  el  horizonte  como  quien 
busca  la  costa  en  que  ha  de  hacer  pie, 
inútilmente. 

Medina,  tendido,  con  el  oído  en  tie- 
rra, escuchaba  silencioso. 

-  -  Coronel,  —  gritó  de  pronto,  — 
viene  gente. 

Y  el  hombre  del  «mangrullo»  gritó: 

—  ¡Indios! 
Rápido  abrazaron  las  armas.  El  guía 

miró  hacia  el  monte.  No  podían  ser 
indios  los  que  se  acercaban.  ¡Y  no  lo 
eran! 

El  indio  no  anda  en  tropilla  por  la 
selva. 

Hubo  un  momento  en  que  las  pisa- 
das de  las  caballerías  no  se  oyeron 
más.  Se  alejaban  sin  duda.  La  tropa, 
con  las  armas  montadas,  desfalleció.  El  coman- 
dante, rabioso,  disparó  su  carabina.  El  eco  retum- 
bó por  los  montes  con  estruendos  acrecentados 
por  la  soledad.  Un  segundo  después  se  oyó  un 
silbido  distante.  Otra  carabina  disparada  al  aire. 
Y.  más  tarde,  gritos,  voces  de  mando.  Después 
se  vieron  los  chambergos  de  la  tropa  de  línea. 

Era  una  expedición  que  había  salido  de  Formo- 
sa,  al  mando  del  más  bravo  de  los  coroneles,  en 
persecución  de  otros  indios  salteadores.  Habían 
cortado  el  Chaco,  y  bordeando  el  campo  de  la 
muerte,  perseguían  un  rastro. 

Viejo  en  las  lides  de  las  campañas  chaqueñas,  el 
coronel  de  línea,  adivinó  la  traición  de  que  era 
victima  la  expedición  de  soldados  santafesinos 
del  Tostado,  y  venía  en  su  ayuda,  con  muías  car- 
gadas con  provisiones  y  con  agua. 

Por  todo  saludo,  el  viejo  coronel  dijo  al  jefe 
de  la  milicia: 

-  Comandante  de  los  Ríos,  fusile  a  su  guía. 

Y  cuatro  soldados  avanzaron  para  cumplir  la 
orden. 

Inmutable,  se  adelantó  el  indio,  prisionero. 

El  comandante  lo  vio  tal  cual  le  entreviera  en 
su  ensueño,  marchando  a  su  lado,  saboreando  su 
venganza.  La  muerte  cercana  no  le  infundía  pavor. 
Era  su  raza  que  por  él  protestaba  de  la  injusticia 
de  los  blancos.  Era  el  alma  aborigen  que  acusaba 
a  los  hombres  por  su  persecución  eterna  hacia  el 
desierto;  por  la  ilevantable  condena  a  muerte  que 
los  echaba  hacia  los  campos  del  infierno,  en  que 
falta  el  agua,  y  de  donde  hasta  las  fieras  huyen. 

Humano,  noble,  el  comandante  miliciano  vio 
la  atrocidad  de  la  condena,  y  mandó  a  las  filas 
a  los  tiradores. 

Huya  de  acá,—  díjole  al  indio. — Y  el  mataco, 
impasible,  como  si  el  regalo  de  la  vida  no  fuera 
para  él  nada,  se  internó  en  el  monte,  mirando 
de  soslayo  los  restos  de  la  muía,  que  habrían  de 
sostenerle  en  su  larga  travesía... 

Cuando,  después  de  dos  días  de  marcha  cor- 
tando selva,  se  separaron  las  expediciones,  pre- 
guntó el  jefe  de  línea  al  miliciano: 

-  Comandante,  ¿por  qué  no  mató  a  su  guía? 

Y  el  comandante  respondió: 

-  ¿Para  qué?  A  los  campos  de  la  muerte  con- 
denamos nosotros  a  su  raza,  por  la  codicia  de  sus 
tierras.  A  ellas  nos  llevó  para  que  supiéramos  lo 
que  en  el  desierto  se  sufre.  ¡Pobres  indios!  Su  ven- 
ganza es  más  humana  que  nuestra  crueldad. 

Los  fortines  del  Tostado  no  fueron  atacados 
más  por  el  indio,  pero  meses  después,  retiraban 
al  jefe  miliciano  de  aquella  zona. 

¡Era  demasiado  débil  para  conquistar  el  de- 
sierto! 


i 


DIBUJO  DE  RETRONÉ. 


F.  Defilippis  Novoa. 


AVXCIEL. 


VELLOCINO 
'DO 


Eran  amigos  inseparables.  los  tres,  y  los 
Tves.  literatos.  Es  cierto  que  la  «Critica». 
desde  su  actual  solio  en  la  crónica  bibliográ- 
fica de  los  diarios,  llama  genio  o  «formida- 
ble» a  cualquier  extrangulador  del  idioma; 
pero  no  sería  justo  negar  «inspiración  poéti- 
ca'>  a  Apolo  Heredia;  raras  condiciones  de 
psicólogo  a  Julio  Bourget,  y  brillantez  y 
transparencia,  ala  prosa  de  Hortensio  Larra. 
Pílades  y  Orestes  habian  sido  aumentados 
con  otro  ejemplar  armónico,  porque  la  amis- 
tad que  unía  a  los  tres  «artistas  del  pensa- 
miento y  de  la  forma»,  como  ellos  intima- 
mente se  llamaban,  nunca  había  tenido  que- 
brantos, hasta  esa  fecha,  y  eso  que.  en  más 
de  una  ocasión,  alguna  cabecita  adorable, 
colocada  sobre  un  cuerpo  delicioso,  había 
aparecido  en  el  mismo  centro  del  triángulo 
fraternal,  a  manera  de  tentación  diabólica, 
destinada  a  probar  que  ni  ia  misma  Geome- 
tría es  capaz  de  resistir  la  intervención  del 
«eterno  femenino".  No  hubo  conmoción,  sin 
embargo,  y  los  tres  puntos  permanecieron 
fijos,  como  atalayas,  porque  aquellos  mucha- 
chos eran  soñadores,  pero  soñadores  discre- 
tos y  precavidos;  idealistas,  pero  idealistas 
experimentales. 

—  Pero,  ¿cómo?  —  dirá  cualquier  didác- 
tico, de  esos  que  no  admiten  un  segundo,  ni 
menos  un  tercer  sentido  a  los  vocablos^ 
eso  es  una  contradicción,  un  verdadero  ab- 
surdo. 

Pues  me  afirmo  en  la  calificación:  «soña- 
dores discretos",  e  «idealistas  experimentales» 
y  para  hacerme  entender,  agregaré  en  forma 
de  parábola: 

El  ave  de  blancura  inmaculada,  que  cruza 
el  cielo  bajo  la  caricia  radiante  del  astro, 
¿no  es  un  sueño  de  la  aurora,  no  es  un  sím- 
bolo del  ideal,  remontándose  a  lo  infinitoV 
Bien:  el  ave  de  inmaculada  albura,  vuela  a 
esa  hora,  y  a  cualquier  hora,  en  dirección  al 
sitio  en  que  puede  hallar  algún  alimento. 
De  donde  se  deduce,  que  se  puede  volar  y 
tener  apetito,  al  mismo  tiempo. 

Por  eso.  los  tres  amigos.  —  jóvenes  culti- 
vadores de  la  Belleza,  con  cierta  notoriedad 
en  los  círculos  literarios  ríoplatenses,  y  mo- 
tejados de  "Soñadores".  — -  hacía  rato  que  es- 
taban convencidos  de  que  la  gloria  sólo  po- 
see principios  nutritivos  espirituales  y  que 
una  cosa  es  la  prosaica  viscera  en  donde  se 
reúnen  los  jugos  gástricos,  en  cumplimiento 
de  una  misión  ineludible,  y  otra,  «las  ansias'), 
que,  según  el  engañado  Becquer.  indican  que 
se  lleva  algo  divino  en  la  mente.  Además. 
como  porteños  de  pura  cepa,  aspiraban,  no 
sólo  a  la  gloria,  s'no  también  a  la  «buena 
vida»,  al  lujo,  a  la  ostentación,  a  convertirse, 
de  acuerdo  con  ¡a  teoría  económica,  en  cir- 
culadores  de  iegítimos  billetes  de  banco,  per- 
manentemente, sin  solución  de  continuidad. 

Una  noche,  «n  «El  Derbyo.  —  restaurant 
de  moda,  —  estando  de  sobremesa,  la  cues- 
tión de  -\o  porvenir",  se  planteó  seriamente. 
El  psicólogo  —  como  era  natural  —  inició  la 
conversación,  haciendo  algunas  observacio- 
nes sutiles: 

—  La  literatura,  caros  amigos,  —  dijo  — 
no  puede  constituir  un  «fin",  en  estos  tiem- 
pos. En  otros.  —  ya  pasados,  desgraciada- 
mente, -  -  fué  un  «medio*;  los  escritores,  pro- 
sistas c  poetas,  haciendo  solamente  prosa  y 
verso  o  componiendo  discursos,  que  después 
improvisaban  con  arte,  llegaban  a  diputa- 
dos, a  senadores,  a  ministros  y  a  presidentes 
de  República.  Hoy,  para  llegar  a  esas  posi- 
ciones, huelga  el  cultivo  de  las  células  cere- 
brales. Basta  ser  caudillo  hábil  y  oportunis- 
ta, porque  el  oportunismo  es  una  habilidad. 
La  explotación,  pues,  de  nuestras  sobresa- 
lientes cualidades,  es,  y  será  infecunda,  por- 
que, a  fuerza  de  años  de  labor,  conquistare- 
mos, tal  vez,  un  nombre,  pero  no  una  posi- 
ción desahogada  para  hacer  frente  a  la  vida, 
para  lograr  el  éxito  material  absoluto.  Por  lo' 
tanto,  amigos,  debemos  tomar  otra  ruta, 
aunque  claudiquemos.  Hay  que  conquistar 
el  vellocino  de  oro.  Yo.  por  mi  parte,  desde 
csíe  momento,  m.e  transformo  en  argonauta. 

—  Yo,  —  dijo  el  poeta,  algo  conmovido, 
— declare,  que  el  ideal  puro  no'  me  satisfa- 
ce; que  mi  musa  inspiradora  se  está  volvien- 
do un  tanto  positivista.  Me  hallo  dispuesto 
a  trazar  un  paréntesis,  entre  cuyos  dos  arcos 
depositaré  mi  lira  resonante.  Volveré  por 
ella  cuando  pueda  hacerla  un  estuche  cu- 
bierto de  preciosa  pedrería.  No  dejaré,  sin 
embargo,  de  protestar  contra  la  realidad 
inexorable,  aunque  me  someta  al  destino. 
Si  hoy  las  monedas  suenan  mejor  que  un 


cuerda  órfica  acepto  el  son  de  los  discos 
áureos.  No  quiero  ser  una  nota  discordante 
en  el  concierto  del    siglo. 

—  Y  yo,  —  exclamó  el  prosista.  —  aban- 
dono mi  arte  eximio,  que  no  da  más  rendi- 
mientos que  la  psicología  y  la  versicultura. 
En  estas  épocas,  todos  son  escritores  y  hasta 
hay  quien,  a  la  inversa  del  personaje  de 
Moliere,  hace  mala  prosa  sin  saberlo,  porque 
como  bien  dice  Julio  Sandeau,  se  ha  hecho 
uno  de  los  oficios  más  fáciles,  de  una  de  las 
artes  más  difíciles. 

—  Apoyado.  —  dijo  el  psicólogo  —  pero, 
¿cuál  es  el  programa  de  ustedes? 

■ —  Creo,  — ■  expuso  el  poeta,  —  que  lo 
mejor  es  que  nos  dediquemos  a  la  ganadería. 

—  Pero  es  el  caso  que  somos  unos  igno- 
rantes en  eso  de  la  selección  de  las  razas. 

—  No  importa,  todo  se  aprende  y  más 
pronto  los  que.  como  nosotros,  tienen  ilus- 
tración y  talento. . . 

—  Bien,  ■ —  exclamaron  los  amigos,  casi  a 
un  tiempo:  —  ¡Al  campo,  al  campo! . . . 

—  Pero  antes  ,—  repuso  Bourget.  —  tene- 
mos que  hacer  un  juramento.  Dentro  de 
cinco  años,  ricos  o  pobres,  debemos  contraer 
el  compromiso  de  encontrarnos  los  tres  en 
este  mismo  lugar.  Si  alguno  fracasara  en  su 
empresa,  los  que  triunfemos  quedaremos 
obligados  a  repartir  nuestra  fortuna  con  el 
amigo    en    desgracia. 

—  Aprobado,  —  gritaron  los  otros  dos. 
— -  Juremos,  entonces. 

—  Juremos. 

Y  tendieron  los  brazos,  en  actitud  solem- 
ne, como  en  la  memorable  «bendición  de 
los  puñales"  de  «Hugonotes". 

El  plazo  iba  a  finalizar  y  ninguno  de  los 
amigos  había  dado  «señales  de  vida»  durante 
los  cinco  años  de  ausencia.  Cada  uno  salió 
«por  su  lado",  a  «correr  mundo»,  como  en  los 
cuentos  infantiles,  aunque  todos,  con  el  pen- 
samiento fijo  de  dedicarse  a  los  trabajos  ru- 
rales. ¡Oh,  noble  destino  del  arte! 

¿Qué  había  sido  del  psicólogo,  del  gran 
analizador  de  temperamentos?  ¿Había,  por 
fin.  resuelto  su  problema  personal,  con  el 
mismo  acierto  y  prontitud  que  empleó,  siem- 
pre, en  la  exploración  del  intrincado  labe- 
rinto de  las  almas  abstrusas  y  complejas? 

¿Qué.  del  poeta  sentimental,  cuyo  con- 
cepto de  la  vida  moderna,  le  impelió  a  adap- 
tar su  fantasía  al  medio  ambiente,  en  un 
acondicionamiento  de  cosa  dúctil,  como  si 


se  tratase  de  una  pasta,  aunque  divina? 
¿Había  reali-zado  sus  honestas  y  heroicas  in- 
tenciones? Los  consonantes,  como  bajo  la 
acción  de  una  alquimia  prodigiosa,  ¿habían 
adquirido    sonoridades    metálicas? 

¿Qué,  del  prosista  elegante  y  pulido,  cons- 
tructor de  brillantes  oraciones  de  original  ar- 
quitectura, colaborador  asiduo  en  todas  las 
"Revistas*  bonaerenses,  que  soñara  vender 
sus  lucubraciones,  a  los  más  altos  precios, 
como  si  fueran  títulos  bursátiles? 

Eran  las  8  de  noche,  cuando  los  «mozos» 
de  «El  Derby»  vieron  entrar  al  psicólogo. 
Rodearon  al  antiguo  cliente  de  la  casa,  salu- 
dándole y  haciéndole  reverencias,  por  más 
que  él  nunca  fuera  pródigo  en  el  reparto  de 
las  propinas. 

—  Señor  Bourget,  —  le  decían  —  ¡qué  bien 
está!  ¡Si  parece  más  joven!  ¡Y  cómo  ha  en- 
gordado!. . . 

Efectivamente:  a  pesar  de  su  aire  de  hom- 
bre de  campo,  el  viajero  tenía  cierta  elegan 
cía,  y  su  rostro  lleno  y  algo  mofletudo,  de- 
mostraba una  nueva  y  fuerte  vitalidad.  La 
línea  abdominal  se  pronunciaba  francamente 
bajo  el  chaleco,  y  su  aspecto  de  satisfac- 
ción y  contento,  fluía  de  toda  su  persona, 
como  una  radiación  de  la  psiquis.  Era  indu- 
dable que  el  primer  argonauta  llegado,  había 
conquistado  su  vellocino,  venciendo  los  pe- 
ligros de  Scila  y  Caribdis  y  hasta,  acaso,  el 
de     las  Sirenas. 

No  había  concluido  Bourget  de  responder 
a  las  salutaciones  de  los  «mozos»,  cuando  dos 
nuevos  personajes,  tomados  del  brazo,  apa- 
recieron en  el  salón.  Eran  el  poeta  y  el  pro- 
sista. Un  abrazo  estrecho  unió  a  los  tres  ami- 
gos. Emocionados  se  contemplaban,  como  si 
la  ausencia,  no  hubiese  aflojado  sus  vínculos 
de  afecto  verdaderamente  fraternal.  Pero 
¡caso  coincidente!  Heredia  y  Larra,  también 
había  aumentado  en  tejido  adiposo,  no  pa 
reciendo,  sino,  que  los  tres  hubieran  encon 
trado  grandes  depósitos  de  substancias  nu 
tritivas,  en  armonía  con  sus  poderosas  cuall 
dades  de  asimilación.  Parecían  más  jóvenes 
descubriendo  en  sus  sonrisas  y  en  sus  des 
plantes,  ese  equilibrio  de  las  gentes  que  han 
encadenado  el  porvenir,  sometiéndolo  al 
capricho  de  su  voluntad. 

Se  interrogaron  mutuamente,  con  ansie- 
dad, mientras  los  «mozos»  les  servían  su- 
culentas viandas  y  vinos  generosos: 


—  ¿Triunfaste? 

—  Triunfé. 

—  íY  tú? 

—  Yo.  también. 

Exclamando  los  tres,  casi  al  mismo  tiempo: 

—  Todos  hemos  tenido  suerte.  ¡Oh,  la 
ganadería! 

Y  Larra,  agregó  sentenciosamente: 

—  ¡Oh  la  selección  de  las  razas! 

Y  Heredia,  no  menos  convencido: 

—  ¡La  industria  madre  es  un  Pactólo  vi- 
viente. 

—  B^en  —  continuó  Bourget.  —  Ahora 
que  somos  ricos,  debemos  de  consolidar  — 
aún  más.  si  es  posible  —  nuestros  lazos  amis- 
tosos. Esta  noche  les  presentaré  a  mi  esposa, 
una  dulce  criatura,  con  quien  me  uní  a  los 
dos  meses  cabales  de  irme  al  campo. 

—  Y  yo  a  la  mía  —  dijo  el  poeta.  —  Yo  me 
casé  a  los  tres  meses. 

Y  Larra  agregó,  sonriendo: 

—  Yo,  también,  tengo  que  presentarles  a 
mi  querida  compañera.  A'  mes  de  despedir- 
me de  ustedes,  fué  bendecida  nuestra  socie- 
dad conyugal. 

—  ¡Delicioso!  —  siguió  Bourget.—  Hemos 
logrado  el  mismo  éxito  en  nuestros  propósi- 
tos, como  si  nuestros  destinos  fueran  idén- 
ticos . . . 

Y  agregó  con  cierta  vanidad: 

- —  Mi  mujer  es  una  joven  estanciera  muy 
acaudalada. . . 

—  La  mía  —  respondió  el  poeta  —  una 
viuda,  dueña  de  treinta  mil  hectáreas  de 
campo,  sin  desperdicios  y  diez  mil  cabezas  de 
ganado  de  alta  mestización. 

—  Y  la  mía  —  dijo  el  prosista  con  afectada 
sencillez  ^ — posee  veinte  mil  hectáreas,  no 
pudiéndose  contar  las  innúmeras  haciendas, 
que  pastan  en  los  esmeraldinos  valles. . . 

AI  servirse  el  «champagne»,  el  entusiasmo 
aumentó  hasta  lo  indecible  y  los  «mozos», 
celebraban,  igualmente  encantados,  aquella 
victoria  de  la  inteligencia  aplicada  a  las  in- 
dustrias nativas,  seguros  de  alguna  copar- 
ticipación, aunque  mínima,  en  la  fortuna 
galopante  de  los  clientes  felices. 

Y  la  reunión  de  los  tres  argonautas,  ter- 
minó con  un  brindis  sintético,  pero  elo- 
cuente. . . 

—  Brindemos,  señores  —  dijo  Bourget — ■ 
por  nuestras  amantísimas  esposas  y  por  el 
estado  pastoril  de  las  naciones. .  . 


ESCUELA  HOLANDESA  DEL  SIGLO  XVU 


BODEGÓN 


OLEO    DE  AUTOR    DESCONOCÍ  DO,  l'ROPIEDA  D 
DEL      SEÑOR      ALEJO      GONZÁLEZ      GARAÑO. 


—  T=>LS\^^ 


!>X— 


Sin  excepción, 'todas  las  mujeres  saben  sonreír. 
Muchas  lo  hacen  muy  bien.  Otras  lo  hacen  mal 
y  sin  gracia;  pero  lo  hacen.  Y  esto  pasa  así, 
porque  esta  virtud  del  término  medio  —  tal  la 
sonrisa.  —  de  la  esperanza  a  medias,  de  la  con- 
cesión a  medias,  del  perdón  a  medias,  es  eminen- 
temente femenina. 

Los  hombres,  en  cambio,  ríen  con  toda  la  boca 
si  hallan  motivos  para  estar  alegres,  y  dicen 
terribles  groserías  cuando  están  enojados.  Tal  es 
su  pasta. 

Y  esto  proviene  de  que  siendo  gente  de  ataque 
y  no  de  defensa,  se  dejan  ir  a  fondo.  Prometen 
demasiado,  y  conceden  también  demasiado.  Lo 
que  hace  que  ambos  sexos  anden  tropezando  desde 
e!  caso  Eva-Paraíso,  y  hasta  su  triste  vejez.  Por- 
que entonces  uno  llora  todo  lo  que  rió  al  princi- 
pio, y  el  otro  ríe  con  el  cigarro  en  la  boca  cuanto 
en  el  comienzo  le  fué  preciso  lloriquear. 

El  hombre  —  el  varón,  digamos  —  no  sabe  son- 
reír. La  sonrisa  es  en  él  una  cuestión  intelectual, 
un  signo  externo  de  su  cultura.  Cuantos  más  fre- 
cuentes han  sido  sus  escapatorias  a  través  de  los 
juicios  y  de  los  prejuicios,  mayor  finura  adquiere 
su  sonrisa. 

Sonrisa  fina:  He  aquí  una  cualidad  de  sonrisa 
exclusivamente  masculina.  La  sonrisa  de  la  mujer 
puede  ser  amable,  graciosa,  seductora,  insinuante, 
cualquier  cosa.  Cualquiera  que  sea  su  carácter, 
ella  es  siempre  una  virtud  del  sexo  mismo,  que 
no  tiene  sino  una  finalidad  y  una  manifestación: 
tornar  más  seductor  el  rostro  que  la  ha  bosque- 
jado. 


1 

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JlOTáClO 


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DIBUJO   DE   ÁI.VAREZ. 


En  el  hombre,  no.  En  él  la  sonrisa  es  una  cosa  de 
adentro,  cuya  finura  creciente,  hasta  diluirse  en  una 
imperceptible  luz  de  la  pupila,  va  marcando  la  pro- 
fundidad mental  del  sujeto. 

¿Ha  supuesto  nadie  una  fina  sonrisa  en  un  que- 
randi  o  en  un  campesino  de  la  Galitzia? 

Tampoco  en  la  mujer,  porque  dichosamente  para 
ella  —  y  para  nosotros  —  la  hermosa  criatura  de  17 
años  que  sonríe,  no  ha  menester  de  otra  cosa  para 
valer  en  este  bajo  mundo,  ella,  lo  que  la  Suprema 
Intelectualidad  de  cualquier  cantidad  de  hombres. 

Y  si  el  hombre  no  sabe  sonreír,  es  sencillamente 
porque  su  naturaleza  no  está  hecha  para  ello.  Cuando 
lo  aprende,  es  porque  su  cerebro  ha  sonreído  ya  de 
una  porción  de  cosas.  De  aquí  que  sonrisa  e  ironía 
sean  flor  y  fruto  del  mismo  árbol,  y  por  idéntico 
motivo  la  sonrisa  de  un  hombre  de  cabeza  nevada 
que  todo  lo  perdona  porque  todo  lo  comprende, 
tiene  una  finura  que  merece  gran  cariño  y  respeto. 

Dios  nos  libre,  sin  embargo,  de  ser  nosotros  el  mo- 
tivo de  su  sonrisa. 

Pero  hay  a  todo  lo  apuntado  una  excepción,  una 
sola,  en  la  cual  todo  hombre  —  aun  el  campesino  de 
la  Gaützia — sabe  sonreír.  Este  fenómeno  se  verifica 
cuando  el  hombre  y  la  mujer,  ambos  jóvenes,  están 
uno  al  lado  del  otro  mirándose  a  una  distancia  que 
en  el  99  de  los  casos  no  debe  exceder  de  20  centí- 
metros: y  el  mundo  exterior  se  ha  retirado  a  dis- 
tancias planetarias,  y  no  queda  del  vasto  mundo 
pululante  sino  dos  seres  que  desde  hace  un  minuto 
se  están  mirando  mudos  y  sonriendo. 

Pero  esta  clase  de  sonrisas  nada  tienen  que  ver  con 
nuestro  asunto. 


l"k^.-X- 


Aqu«I  hombrecito  debia  te- 
ner  como  ochenta  años,  pero 
a  pesar  de  la  barba  hirsuta 
color  de  hojarasca  otoñal,  que 
le  envolvía  como  una  hiedra. 
mirándole  en  los  ojos,  azules 
y  vivos  como  charquitos  al 
sol.  parecía  tener  diex.  Le  sor- 
prendí cierta  mañana  dorada. 
recogiendo  miel  en  el  hueco  de 
un  olmo  secular.  Primero  in- 
tentó evitarme,  pero  luego 
tranquilizado  sin  duda,  con  la 
espontaneidad  de  una  ardilla, 
estuvo  de  un  salto  a  mi  lado. 
Nos  hicimos  amigos.  El  acos- 
tumbraba regalarme  con  deli- 
cados panales  de  miel,  que 
guardaban  intacto  el  sabor 
virgen  de  las  flores  silvestres. 
Yo  le  hablaba  de  rústicas  le- 
yendas latinas  y  del  dios  Pan, 
que  nos  legó  la  flauta.  El  hom- 
brecito era  reservado  pero  afa- 
ble. Además,  un  espíritu  sin- 
gularmente emotivo,  sobre 
todo  cuando  escuchaba  mis 
vagas  narraciones  mitológicas. 
por  las  que  tenia  manifiesta 
predilección.  Estremecíase, 
entonces  de  pies  a  cabeza, 
como  un  arbusto  cargado  de 
rocío  bajo  un  rayo  de  sol.  Sus 
ojitos  azules  chispeaban  ale- 
gremente, o  se  nublaban  me- 
lancólicos, siguiendo  las  vici- 
situdes del  relato.  Era  sensible 
y  húmedo  como  una  fuente. 

Una  tarde,  contagiados  tal 
vez  por  la  excelencia  del  cre- 
púsculo que  se  deshojaba  co- 
mo margarita  de  seda  Dor  el 
amor  de  las  estrellas,  olvida- 
mos la  hora  y  las  primeras  som- 
bras nos  envolvieron,  acrecen- 
tando nuestra  fiebre  de  miste- 
rio y  de  ideal.  Habíamos  ha- 
blado mucho,  junto  al  olmo 
venerable  que  parecía  regir  si- 
lenciosamente la  selva,  ese  ol- 
mo que  guardaba  en  su  tronco 
rugoso,  como  un  corazón  per- 
fumado, la  dulzura  de  un  panal . 

De  pronto  me  sobrecogió  la 
fugitiva  idea  de  hallarme  en 
presencia  de  un  enigma.  ¿Quién 
era  mi  interlocutor?  Al  obser- 
varle interrogante,  tuve  como 
una  revelación. 

Sentado  en  las  raices  del  viejo  árbol,  sonreía 
con  malicia,  mientras  las  últimas  gotitas  de  luz 
se  prendían  como  abejas  en  su  barba  desteñida. 
Era  un  espíritu  del  bosque,  en  otro  marco  no 
hubiera  tenido  más  importancia  que  la  de  un  ena- 
no reclame;  pero  ahí  junto  al  tronco  paternal,  en 
la  apoteosis  crepuscular,  tomaba  el  relieve  de  un 
dios  silvestre;  sí.  era  sin  duda  un  genio  de  la  selva, 
uno  de  esos  buenos  geniecülos  joviales  que  asus- 
tan las  muchachas  en  el  claro  de  luna. 

—  ¿Quién  eres,  padrecito?  —  le  pregunté,  mien- 
tras una  inefable  curiosidad  ancestral  se  asomaba 
a  mis  ojos  intensamente  abiertos. 

—  Ya  lo  has  adivinado,  —  me  contestó  son- 
riendo; —  soy  para  los  hombres  una  apariencia, 
tan  sólo  una  apariencia,  como  todas  las  cosas  vi- 
vientes que  les  rodean  --  árboles,  fuentes  y  ani- 
males; —  pero  tú  eres  distinto,  por  eso  te  conozco 
V  te  quiero.  Contra  tu  voluntad  te  has  alejado  de 
la  naturaleza,  por  obra  de  lo  que  ustedes  llaman 
civilización.  No  obstante  algo  indefinible  para  ti, 
que  no  es  otra  cosa  más  que  una  rítmica  concor- 
dancia de  tu  ser  franco  y  sincero  con  el  esplendor 
del  mundo,  quiere  acercarte  a  ella,  por  eso  eres 
mi  amigo.  Verdad  es  que  no  soy,  y  tú  lo  has  pre- 
sentido, el  viejecito  de  luengas  barbas  que  tú 
acostumbras  a  ver  todos  los  días.  Viejo  soy.  en 
efecto,  pero  fundamentalmente  joven.  Mi  tiempo 
tiene  una  medida  distinta  del  vuestro,  aunque  es 
el  mismo  sin  embargo;  todos  los  tiempos  son  igua- 
les. Me  llamo  Khobol,  el  último  gnomo,  y  mi  his- 
toria, por  raro  que  te  parezca,  es  una  historia  de 
amor,  ni  más  ni  menos.  De  ese  amor  que  por  ser 
de  divina  esencia  es  el  arma  única  con  que  los 
hombres  pueden  vencer  a  los  dioses.  Era  hace 
mucho  tiempo,  cuando  en  la  selva  virgen  no  se 
había  oído  aún  el  primer  golpe  del  hacha  sacri- 
lega y  todos  los  reinos  eran  uno  en  el  jardín  del 
universo.  Los  gnomos  benevolentes  y  sabios  re- 
gíamos por  entonces  la  tierra  materna,  tan  gene- 
rosa y  hospitalaria,  que  no  había  lugar  desnudo 
ni  desierto,  todo  era  abundancia,  confianza  y  re- 
gocijo. Los  árboles  hablaban,  como  en  aquel  suave 


cuento  infantil,  que  habrás  oído  sin'duda  siendo 
niño,  y  la  armonía  más  perfecta  reinaba  entre  las 
especies.  Nada  era  oculto  ni  misterioso,  porque 
no  existia  el  remordimiento,  origen  de  todo  miedo. 
Nada  era  impuro,  vil  o  perverso,  porque  en  la 
claridad  meridiana  de  aquellos  días  felices  no  había 
lugar  suficientemente  sombrío  donde  guarecer  a 
la  perversidad  o  a  la  impureza.  Las  fábulas  anti- 
guas que  tú  sueles  referirme,  perpetúan  vagamen- 
te el  recuerdo  de  aquella  edad  bucólica  en  la  me- 
moria de  los  hombres.  La  civilización  ha  des- 
virtuado entretanto  la  saludable  leyenda,  y  los 
gnomos  como  las  hadas  han  abandonado  la  tierra 
para  vivir  tan  sólo  en  los  candorosos  cuentos  in- 
fantiles. Pero  volvamos  a  mi  historia.  Debes  saber 
que  cuando  el  hombre  por  mandato  de  Dios  apa- 
reció desnudo  sobre  el  jardín  del  mundo,  todos  los 
seres  le  fueron  cariñosos.  Dábale  el  árbol  sin  es- 
fuerzo su  sazonado  fruto,  la  humilde  hierba  ser- 
víale de  aromática  almohada  y  el  pájaro  cantaba 
su  más  tierna  canción,  en  el  crepúsculo,  para  en- 
dulzar su  innata  melancolía.  Sin  embargo  el  hom- 
bre se  encontraba  solo  en  el  mundo,  y  era  huraño, 
retraído,  indiferente  al  afecto  que  le  rodeaba. 
A  veces,  un  resplandor  de  odio  o  de  dominio  bri- 
llaba en  su  pupila,  y  una  inquietud  incomprensi- 
ble sacudía  sus  miembros.  ¡Ah!  yo  los  he  visto 
aquellos  primeros  hombres,  altos  y  ágiles,  de  ojos 
profundos  como  la  noche,  en  la  que  tiritaban  sus 
pobres  almas  intranquilas.  Fui  uno  de  sus  prime- 
ros amigos,  y  como  puedes  verlo  tú  mismo,  he  sido 
por  mi  parte  fiel  a  aquella  amistad.  Pero  si  bien 
en  esos  primeros  tiempos  de  la  humanidad  el  hom- 
bre no  respondió  como  debía  al  cariño  universal, 
que  hubiera  hecho  de  él  el  hijo  predilecto  de  la 
naturaleza,  por  ser  el  último  y  el  más  débil,  una 
discreta  sabiduría  le  aconsejaba  la  concordia  y  el 
hombre  no  era  odioso  en  su  primitivo  aislamiento. 
La  guerra  sobrevino  mucho  más  tarde  y  no  fué 
el  hombre  causa  sino  pretexto,  por  más  que  su 
vanidad  se  atribuya  el  secreto  designio  de  domi- 
nación, con  que  las  potencias  ocultas  le  mistifi- 
caron.   Lo  cierto  es  que  un  día,  muy  contra   su 


propio  provecho,  se  declaró 
nuestro  enemigo  implacable. 
Entonces,  todos  le  abandona- 
mos y  quedó  solo  ante  el  si- 
lencio hostil  de  la  naturaleza. 
Asi  comienza  el  reinado  de  la 
apariencia  y  de  las  formas  ve- 
ladas. El  ritmo  y  la  armonía 
suprema  del  universo  dejan  de 
hacerse  perceptibles  para  él. 
Enmudecen  a  su  paso  los  ár- 
boles de  la  selva  materna  y  de 
las  humildes  yerbas  del  cam- 
po brotan  espinas  para  sus 
pies  fatigados.  Era  el  perjuro, 
el  que  había  roto  el  divino 
pacto.  Pero  como  las  zarzas 
intrincadas  y  contradictorias 
del  ciénago  inhabitable,  revol- 
viéndose en  su  propia  tortura 
punzante,  la  humanidad  se 
multiplica  de  manera  asom- 
brosa, hasta  convertirse  en  el 
peligro  de  la  secreta  armonía 
de  la  tierra.  De  nada  sirvió  en- 
tonces nuestra  guerra  silencio- 
sa, algún  dios  desconocido  ha- 
bía hecho  alianza  con  el  re- 
cién llegado.  El  mundo  poco 
a  poco  fué  cambiando  de  as- 
pecto; escondiendo  sus  tesoros, 
disimulando  sus  bellezas,  enal- 
teciendo la  sombra  que  da  pá- 
bulo al  misterio.  Nosotros,  los 
gnomos,  nos  retiramos  enton- 
ces a  la  más  recóndita  selva, 
una  sagrada  selva  latina,  don- 
de todavía  las  cosas  veíanse 
como  son,  bajo  el  sol  tutelar. 
Era  la  última  selva  viviente; 
la  selva  del  pájaro  azul.  Allí 
nos  sorprendió  la  curiosidad 
del  hombre  ultrajado  en  su  ais- 
lamiento, y  el  hacha,  el  fuego 
y  la  sangre  dijeron  su  himno 
de  violencia.  Khalí,  nuestro 
padrevenerable, eterno  detoda 
eternidad,  convocó  al  pueblo 
de  los  gnomos  y  habló  de  esta 
manera:  «Hijos  míos,  nuestro 
reino  ha  terminado  sobre  la 
tierra.  Violadas  han  sido  las 
fuentes,  mutilados  los  árboles, 
envilecidas  las  piedras! ...  El 
hombre,  ciego,  desconoció  la 
santa  ley.  Podríamos  aniqui- 
larle, vencerle,  esclavizarle; 
pero  tal  no  es  la  naturaleza 
de  nuestro  espíritu  benigno. 
Nos  retiraremos  al  maravilloso  reino  subterráneo, 
que  nos  ha  otorgado  la  misericordia  del  Señor, 
entre  las  dos  inmutables  latitudes  del  Amor  y  del 
Sueño.  El  reino  del  perpetuo  Devenir».  Así  habló 
Khalí,  nuestro  padre  venerable,  y  aquella  noche 
lejana,  por  el  tronco  rugoso  de  este  mismo  olmo 
secular  en  que  descanso,  el  innúmero  pueblo  de 
los  gnomos  abandonó  para  siempre  la  tierra  de 
los  hombres. .  . 

Las  últimas  palabras  del  semi-dios  prolongáron- 
se en  una  tristeza  infinita. 

—  Pero  tú,  Khobol,  —  dije  por  romper  el  en- 
canto, —  ¿has  vuelto  entonces? 

—  No,  yo  me  quedé:  era  muy  joven,  muy  hu- 
mano, me  aconteció  una  historia  de  amor.  Siempre 
ha  sido  el  amor  el  pecado  de  los  dioses.  Escucha: 
Entre  las  hijas  de  los  hombres  que  estas  colinas 
boscosas  frecuentaron,  había  una,  como  no  la  ha 
habido  nunca  jamás.  « C'etait  une  source  qui 
marchait.  .  .  »,  como  cuenta  un  poeta  de  los  tuyos. 
Era  el  encanto  de  la  selva,  y  por  ella  pájaros  y 
plantas  violaban  su  secreto  con  espontánea  can- 
didez. Tal  es  el  triunfo  eterno  de  la  juventud  y 
de  la  gracia.  Yo,  Khobol,  tuve  la  debilidad  de  que 
Apolo  adolecía  y  la  amé,  como  puede  hacerlo  un 
gnomo,  en  el  ardor  de  su  adolescencia,  cuando  la 
mañana  floreciente  del  mundo.  Por  ella  violenté 
las  leyes  de  mi  padre  Khalí  y  fui  desterrado  del 
reino  del  perpetuo  Devenir.  Aquel  poema  primi- 
tivo no  puede  traducirse  con  tus  palabras  huma- 
nas, amigo  mío. 

La  noche  salpicaba  sus  estrellas  sobre  el  lím- 
pido cristal  de  la  fuente  vecina,  y  un  resplandor 
de  paganía  transformaba  en  un  Apolo  adolescente 
al  último  gnomo,  enamorado  de  la  hija  del  hombre. 

—  ¿Y  dónde  está  tu  amiga,  Khobol?  —  le  pre- 
gunté; —  quisiera  conocerla,  quisiera  ser  su  her- 
mano. Debe  ser  dulce  como  la  miel  de  tus  panales. 

—  Pobre  hijo  mío, --  respondió  Khobol;  —  mi 
amiga  ha  muerto,  como  dicen  ustedes,  va  para 
cinco  siglos,  con  los  últimos  días  del  Renacimiento 
y  se  llamaba  Madonna  Lissa. 

DIBUJO   DE   SIRIO. 


íyX- 


EN        PALERMO 

GOUACHE    DE    CENTURIÓN. 


^'l_'I^k¿.^>..— 


Una  KAora  de  Santiago  lenia  d^idida  a 
la  homanidad  en  dos  categorías:  la  de  los 
propMtañas  de  las  casas  que  habitaban  y  la 
de  los  anendatarios  a  los  cuales  aplicaba 
despreciativamenie  el  calincativo  de  arren- 
éoius.  Me  cuento  entre   los  últimos. 

Principalmente  soy  un  arrendón  impeni- 
tente y  sin  expectativas  de  enmienda  en  materia  de  casa 
de  veraneo.  Se  ha  hecho  una  propaganda  tan  continuada  y 
Iwen  dingida  sobre  la  necesidad  de  abandonar  su  ciudad, 
sos  comodidades  y  su  dom. cilio  ordinario,  durante  los  meses 
<ie  añero  y  febrero,  que  toda  persona  que  se  respete,  se  apre- 
sura a  hacer  maletas  y  despachar  a  su  familia  a  un  sitio 
cualquiera  apartado  de  poblado,  con  polvo,  mala  alimenta- 
ción y  asaltos  nocturnos.  Por  una  ironía  de  la  suerte  apenas 
se  ausentan  de  la  ciudad  los  veraneantes  refresca  en  ella  el 
clima  y  se  hace  más  ardiente  e.-i  los  campos,  se  abarata  la 
trvta  en  las  capitales  y  escasea  sobremanera  en  los  amenos 
sitias  donde  uno  va  a  buscar  el  paraíso  terrenal  de  donde 
fueron  expulsados  nuestros  primeros  padres,  sin  que  geógrafo 
alguno  haya  podido  marcar  el  sitio  de  ese  gran  huerto  en 
que  había  un  solo  árbol   prohibida  o  reservado. 

Yo  no  he  podido  averiguar  el  paradero,  durante  el  verano, 
de  los  propietarios  de  casas  de  veraneo.  Sólo  sé  que  se 
ausentan  con  facilidad,  poniendo  un  canon  severo  de  arren- 
damiento al  audadano  que  desea  substituirlos  por  breve 
temporada.  Si  las  casas  de  la  ciudad  dejan  algo  que  desear 
en  diversos  capítulos,  se  comprenderá  fácilmente  todo  lo 
que  falta  en  estas  mansiones  de  recreo  estival.  Nadie  igno- 
rará ciertas  excursiones  nocturnas  en  que  el  veraneante 
marcha  con  vela  encendida  en  una  mano  y  la  otra  a  manera 
de  pantalla  para  que  el  viento  no  extinga  la  oscilante  llama. 
tropezando  con  los  variados  objetos  que  pavimentan  el 
patio  o  el  corral  o  el  huerto,  entrando  en  vergonzosas 
^ntfmporizaciooes  con  los  perros  guardianes,  cayendo  sobre 
el  marrano  gordo  que  dormita  o  estampando  el  exacto  mo- 
delo de  la  planta  sobre  diversas  materias  plásticas  y  malea- 
bles que  se  ofrecen  impensadamente  en  su  camino. 

Acabo  de  soportar  la  pesada  viaorucis  de  un  arriendo  de 
varano.  Bajo  el  nombre  caprichoso  de  chalets  se  alzan  en 
los  alrededores  de  Santiago  y  otras  ciudades  del  país  muchas 
casas  de  apariencia  engaflosa  y  coqueta.  Aquí  una  torrecilla, 
allá  una  ve.eta  que  hace  el  encanto  de  los  niños,  acá  un  bal- 
cón saliente,  ninguna  puerta  es  de  líneas  rectas  ni  asume  la 
vulgar  forma  de  un  paralelogramo.  El  arquitecto  travieso  las 
ha  hecho  ojivales  del  lado  sur.  otomanas  del  lado  poniente, 
circulares  por  el  norte  y  tan  estrechas  por  el  oriente  que  ha 
sido  apenas  consultada  la  moda  femenina   del    día,  para 
dejar  entrar  a  la  dueña  de  casa  sin  ponerse  en  la  posible 
vuelta  de  la  crinolina.  Distraídos  arquitectos  y  propietarios 
en  estos  juegos  inocentes  de  la  arquitectura  se  olvidan  com- 
pletamente de  diversos  problemas  que   antes  interesaban 
a  los  constructores.  Por  ejemplo,  el  sol  y  la  lluvia  penetran 
por  todas  partes;  las  pequeñas  escaleras  para  subir  a 
los  pisos  superiores  han  sido  hechas  para  monos  o  papa- 
gallos;  desde  el  piso  bajo  las  visitas  pueden  seguir  todo 
el  cuno  de  las  diligencias  que  una  persona  ejecuta  en 
tos  altos  antes  de  acostarse.  Si  es  una  señora  puede 
oírse  hasta  el  ruido  de  cada  broche  del  corset  cuando 
lo  va  desprendiendo  uno  por  uno  con  aire  perezoso. 
No  puede   disimularse    función   alguna  de  cualquier 
carácter  que  sea. 

Cai  con  uno  de  estos  encantadores  chalets  que  en 
veinticinco  años  más.  cuando  los  árboles  que  los  cir- 
cundan hayan  crecido,  tendrán  un  relativo  agrado:  pero 
para  entonces  el  coqueto  palacete  habrá  caído  bajo  el 
golpe  incesante  de  los  elementos,  pues  sus  tenues  y 
delicados  tabiques,  comparados  con  las  murallas  de 
la  Moneda,  son  como  los  pesos  de  hoy  día  con  los  de 
51  peniques,  de  otras  edades.  Lo  único  sólido  que 
había  en  mi  negocio  era  el  canon  excesivamente  alto. 
fijado  por  el  propietario,  en  atenaón  a  que  su  casa 
estaba  lujosamente  amoblada  según  aseguraba  con 
ingenuidad  el  agente  comisionista  que  intervenía,  con 
la  sonrisa  en  los  labios,  en  este  trágico  incidente  de 
mi  vida.  Este  canon  era  tan  crecido  como  eran  peque- 
lios  y  casi  invisibles  los  árboles  del  parque,  como  se 
llamaba  el  piso  de  tierra  en  el  cual  comenzaban  a  ver- 
dear algunas  varillitas  de  siete  centímetros  de  alto,  a 
cuyo  lado  una  estaca  de  dos  metros  ostentaba  una 
etiqueta  de  madera  con  un  nombre  pomposo  y  hasta 
burlesco,  como:  por  ejemplo  Wellingtonia  gigantea. 
Yo  había  llevado  una  media  docena  de  hamacas  y  como 
no  las  hubiera  colgada  entre  las  barras  de  los  catres, 
lo  que  habría  parecido  redundante,  ninguna  otra  ma- 
nera habría  tenido  de  gozar  en  ellas  el  descanso  que 
me  prometía. 

La  casa  tenía  muebles,  era  verdad.  ¿Conocen  ustedes 
áerta  clase  de  mobiliario  que,  cuando  va  saliendo  de 
la  fábrica,  parece  ya  viejo,  que  antes  de  usarla  pro- 
duce la  impresión  de  haber  sido  usado  siempre,  desde 


el  principio  del  mundo,  por  muchas  capas  y  sucesiones  de 
familias,  muebles  incoloros;  pero  no  inodoros  y  en  todo  caso 
insípidos?  Esos  eran  los  que  me  esperaban.  Las  sillas  no 
permitían  en  sus  faldas  estrechas  otras  posaderas  que  las 
de  los  menores  de  quince  años;  los  sillones  tenían  resortes 
tan  duros  y  porfiados  bajo  el  crin  de  los  tapices  que  expul- 
saban al  visitante  apenas  se  soltara  éste  de  los  brazos 
donde  había  que  buscar  apoyo.  Los  cajones  no  cerraban;  no 
por  defecto  de  uso  sino  porque  el  carpiniero  los  había  hecho 
expresamente  más  grandes  que  los  huecos  en  que  estaban  a 
medias  embutidos.  El  mueble  donde  se  colocaban  los  som- 
breros, apenas  había  recibido  dos  y  sus  correspondientes 
bastones,  se  inclinaba  y  caía  de  golpe  al  suelo.  Todo  era 
allí  inhospitalario.  Pero  lo  cruel,  lo  que  significaba  un  ensa- 
ñamiento con  el  huésped  y  sus  alojados,  eran  los  catres,  que 
esperaban  solamente  la  hora  suprema  de  meterse  en  la  cama 
para  plegarse  sobre  el  cuerpoy  aprisionarlo  bruscamente.  El 
alumbrado  de  acetileno  tenía  olor  a  ajos;  las  ventanas  no 
juntaban  y  tampoco  era  posible  abrirlas,  permanecían  como 
los  ministerios  de    administración,    entornadas. 

Pero  lo  que  comenzó  a  exasperarme  hasta  el  delirio,  fué 
la  inspección  a  los  retratos  de  familia  que  el  propietario 
había  querido  dejar  a  mi  contemplación,  creyendo  que  o 
no  tenía  yo  familia  alguna  y  me  iba  a  sorprender  déla  suya, 
o  suponiendo  osadamente  que  a  pesar  del  canon  podía  yo 
mirar  con  simpatía  a  los  abuelos,  padres,  tíos,  hermanos  y 
cuñadas  de  mi  victimario.^  Al  principio  tomé  con  resigna- 
ción el  espectáculo  de  la  familia  ajena,  impuesta  a  mis 
afectos.  Observé  el  grupo  del  matrimonio  de  los  dueños  de 
la  casa  y  de  sus  hijos  de  ambos  sexos.  El  era  flaco  y  na- 
rigón, ella  era  regordeta  y  casi  sin  nariz  perceptible.  La  fila 
de  jóvenes  habían  salido  todos  delgados  y  de  largas  y 
afiladas  narices  y  en  ella  se  intercalaban  graciosamente  las 
niñas  bajas,  redondas  y  sin  apéndice  nasal.  Uno  sí  y  otro 
no  en  materia  de  narices;  uno  sí  y  otro  no  en  materia  de 
carnes.  Era  delicioso  y  cómico  a  la  vez.  En  seguida  me  fui 
a  estudiar  de  dónde  venía  la  gran  nariz  del  padre  y  la 
falta  de  la  misma  en  la  madre.  Fuíme  a  los  abuelos  de  am- 
bos y  noté  que  la  característica  era  anterior  a  ellos,  pues 
ios  abuelos  del  caballero  ya  la  ostentaban  grandiosa  y  los 
de  la  señora,  miserable  y  casi  anulada.  Todo  ésto  era  ame- 
no, les  aseguro  a  ustedes,  pero  toda  amenidad  desaparecía 
cuando  se  llegaba  frente  al  retrato  de  medio  cuerpo  de  un 
tío  vestido  de  militar  y  cargado  de  medallas  de  tiro  al 
blanco  y  posiblemente  de  alguna  acción  de  guerra.  Nunca 
he  visto  un   tío   más  repulsivo.    Era   un  animal,   es   decir, 


debía  ser  un  animal.  Frente  baja,  de  la  cual 
salía  el  pelo  un  centímetro  más  arriba  de  las 
cejas.  Nariz  aplastada — -  porque  debía  ser  tío 
de  la  señora  —  en  la  misma  forma  que  se  la 
aplastan  pasajeramente  los  chicos  cuando  la 
oprimen  contra  un  cristal  de  la  ventana,  pá- 
lida y  algo  vellosa  en  la  vasta  plataforma  que 
ofrecía  horizontal  a  la  mirada  del  espectador.  Desde  el  primer 
instante  sentí  por  él  profundo  desprecio.  Me  lo  figuraba 
atrabiliario.  Llegué  a  asegurarle  a  mis  visitantes  que  lo  cono- 
cía  de  vista  y  era  borracho,  aun  seguí  en  la  calumnia  hasta 
asegurar  que  había  estafado  a  un  canónigo,  cuando  con 
conservadores  hablaba,  o  a  doña  Belén  de  Sárraga  cuando 
era  radical  el  interlocutor.  Yo  quería  comunicarle  a  todos 
mi  odio  y  formar  una  cruzada  de  resistencia  contra  este 
hombre  que  no  sabía  si  estaba  muerto  o  vivo.  No  podía  ha- 
cer nada  en  el  escritorio  sin  que  su  mirada  imbécil  me  per- 
siguiera y  sin  que  su  plataforma  nasal,  pálida  y  cabelluda, 
se  grabara  en  mis  retinas. 

Una  tarde  llegó  a  verme  un  señor  con  el  cual  deseaba 
estar  en  buenas  relaciones.  Era  regularmente  antipático; 
pero  yo  lo  cultivaba  con  esmero.  Con  tanto  esmero  como  mi 
propietario  cultivaba  sus  enanos  del  futuro  parque,  en  la 
esperanza  de  que  llegaran  a  ser  gigantes  y  me  sirvieran  de 
sombra  para  alguna  siesta  al  calor  del  presupuesto  fiscal. 
Yo  me  encuentro  dotado  de  un  regular  espíritu  de  contra- 
dicción, única  cualidad  femenina  que  me  reconozco,  y  así 
entre  radicales  paso  siempre  por  clerical  y  entre  conserva- 
dores aparezco  como  un  demagogo.  Pero,  delante  de  un 
farsante,  todas  mis  contradicciones  se  desvanecen  y  le  llevo 
la  corriente.  En  una  palabra,  cuando  un  individuo  me 
miente  grandezas,  yo  me  atribuyo  otras  tantas  y  hasta  en- 
carezco la  puja.  Cuando  mi  visitante  hubo  traspasado  el 
umbral  de  mi  chalet,  dio  una  mirada  circular  y  exclamó  con 
tono  de  buen  conocedor:  cNo  está  del  todo  mal  la  casita». 
Y  luego,  poniéndomela  rnano  en  el  hombro,  me  dijo:  ('Cuan- 
do tengas  un  momento  libre,  te  invitaré  a  ver  mi  casa.de 
Viña;  verás  todo  lo  que  puede  discurrir  la  ciencia  moderna 
del  confort  y  del  buen  gusto».  Debí,  pues,  asegurarle  en  el 
acto,  que  no  sólo  era  de  mi  propiedad  ese  chalet  sino  los 
dos  que  asomaban  al  frente  sus  torrecillas  sobre  los  eucalip- 
tus  y  además  una  casa  en  Zapallar.  Una  vez  en  la  mentira, 
me  calumnié  con  un  fundo  en  la  frontera  y  ciertos  derechos 
de  una  boratera. 

Aceptada  la  propiedad  de  la  casa,  debí  reconocer  que  to- 
dos esos  malditos  retratos  eran  de  personas  de  mi  familia 
y  como  el  amigo  era  curioso,  le  conté  una  historia  sobre  cada 
cual.  Recibí  sin  enrojecerme,  felicitaciones  por  una  tía  gor- 
dita  y  de  aspecto  soberanamente  cursi.  Después  de  lo  cual 
pasamos  al  comedor,  y  como  es  de  regla  en  casa  de  arren- 
datarios, yo  le  di  mal  de  comer  y  él  se  deshizo  en  elogios  a 
la  cocinera. 

¿Debo  decir  que  durante  toda  la  comida  pensaba  con 
terror  en  el  momento  del  café  y  de  los  cigarros  que- 
deberíamos  pasarlo  de  la  mejor  manera  posible  en  mi 
escritorio  bajo  la  estúpida  mirada  de  mi  tío?  Nada 
me  avergonzaba  más  que  estar  obligado  a  declararme 
pariente  de  ese  abominable  individuo  sobre  cuya  con- 
ducta desarreglada  tenía  ya  arraigadas  aunque  injustas 
convicciones.  Pero  llegó  la  hora  fatal.  Fui  tan  pobre^ 
de  recursos  que  no  se  me  ocurrió  fingir  una  historia 
cualquiera  que  me  librara  de  un  oprobioso  parentesco, 
como,  por  ejemplo,  un  salvamento  a  un  sobrino  que- 
se  ahogaba  en  el  balneario  del  Recreo.  Mi  amigo  entró 
al  escritorio  y  antes  de  sentarse  fué  recorriendo  una. 
por  una  las  fotografías  apoyadas  sobre  los  estantes. 
Se  detuvo  ante  el  retrato  de  medio  cuerpo  y  se  quedó 
meditabundo.  Yo  sentía  ira  y  vergüenza.  Me  retorcía, 
de  despecho  ante  la  idea  de  aceptar  como  miembro 
de  mi  familia  a  ese  individuo  cargado  de  medallas  de 
tiro  al  blanco.  Pensaba  declararlo  tío,  pero  extraviado. 
Con  esta  palabra  vaga  dejaría  ancho  campo  a  las 
conjeturas,  dando  libertad  al  curioso  de  suponer  que 
el  extravío  era  de  nacimiento  o  de  conducta.  Pero  no 
hubo  tiempo  para  mayores  preparativos  mentales. 
¿Quién  es  este  señor  -  -  preguntó  con  visible  interés.  — 
«Un  tío  paterno»..  .  - — había  alcanzado  a  decir;  cuando 
mi  amigo  avanzó  rápidamente  hacia  mí,  y  abriendo 
los  brazos  me  gritó  con  efusión:  «¡Somos  parientes! 
¡También  es  tío  mío!  Don  Gregorio  Campusano,  el  más: 
insigne  ganador  de  todos  los  concursos  de  tiro  al  blanco, 
es  nuestro  tío  común». . .  «sí,  común». . .  ■ —  respondía 
yo  a  medias  palabras. 

Toda  esa  noche  mi  amigo  pasó  mirando  al  retrato 
y  mirándome  a  mí  y  asegurando  que  los  tres  nos 
parecíamos  muchísimo. 

De  resultas  de  esta  trágica  escena  caí  con  una  fiebre 
maligna  y  tuve  que  guardar  cama  algún  tiempo.  Hasta 
hoy'  mi  amigo  me  grita  en  todas  partes:  «¡Adiós,, 
pariente!» 

Santiago  de  Chile. 


—  T=>J.Sy^^ 


>y^— 


ARTE      FOTOGRÁFICO 


UN  LUGAR  PINTORESCO  DE  CÓRDOBA 

FOTOGRAFÍA  DE  GONZÁLEZ  CARAÑO. 


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ÜE   LA  COLECCIÓN  DE  DON   JOSÉ  M-  MÉNDEZ. 


EN     LA     HOSTERÍA 


OLEO     CE    M0?Í1LL0. 


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p  y\   G  I  N  .A,  ^ 


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E    M    E    N    I     N     /K  ^ 


Ha  terminado  el  año.  sin  que  languide- 
ciera, ni  siquiera  por  algunos  días,  la  bri- 
llante actividad  de  nuestros  círculos  mun- 
danos; imposible  me  sería  el  concretar,  en 
tan  breve  espacio,  el  balance  completo  de 
los  acontecimientos  sociales  anotados  en  el 
último  mes  del  año.  Bailes  suntuosísimos. 
bodas  principescas,  en  cuya  oportunidad  se 
han  abierto  los  salones  de  aristocráticas  re- 
sidencias... Si  logro  reconcentrar  un  mo- 
mento mis  recuerdos,  para  tratar  de  hacerlas 
disfrutar  a  ustedes  conmigo  de  tan  gratas 
impresiones,  me  parece  oír  vibrar  todavía  los 
acordes  de  armoniosa  orquesta...  Aturdi- 
da aún,  al  hallarme  en  pleno  sarao,  se  me 
ocurre  que  toda  aquella  preciosa  legión  de 
flores  vivas,  que  va,  viene,  se  desliza,  ceñido 
e!  talle  por  el  fuerte  brazo  que  la  impulsa  o 
la  sostiene,  con  ansias  de  dominio,  me  habrá 
visto  cruzar  en  medio  de  tan  radiante  cua- 
dro, como  un  extraño  ejemplar  de  murcié- 
lago mundano,  lleno  de  curiosidad. . . 

Retirada  casi  por  completo  de  los  gran- 
des acontecimientos  de  la  vida  mundana, 
sólo  llegan  hasta  mí  sus  vibraciones,  merced 
al  comentario  de  los  que  actúan  en  ella  con 
entusiasmo  juvenil,  por  los  deberes  que  Íes 
impone  el  rango,  por. . .  ¿lo  sabemos  acaso? 
¡Son  tantos,  y  tan  complejos,  los  resortes  del 
poderoso  engranaje!  Pero  esta  vez  se  tra- 
taba de  un  acontecimiento  que  me  intere- 
saba especialmente,  y  heme  aquí,  en  la  sun- 
tuosa fiesta  ofrecida  por  doña  Elena  de  Iri- 
goyen  de  Velar,  para  presentar  a  la  aristo- 
cracia porteña  a  su  hija  María  Elena,  La 
Nena,  como  llaman  todos  a  la  criatura  gen- 
til, mimada  en  aquel  hogar  patricio,  como  el 
último  retoño  del  viejo  tronco,  y  también 
porque  recuerdan  que  fué  «ella»  la  predilec- 
ta, y  el  último  resplandor  q^e  iluminara  la 
existencia  de  su  ilustre  abuelo.  . .  La  encan- 
tadora promesa  de  entonces  se  ha  cumplido; 
digna  heredera  de  los  prestigios  de  su  raza, 
la  señorita  de  Velar  Irigoyen.  se  inicia  en  la 
vida  mundana,  revelando  una  personalidad 
propia,  a  pesar  de  vivir  esa  breve  etapa  de 
nuestra  primera  juventud,  en  la  que  todo 
son  ensueños,  anhelos,  alegrías.  . .  La  sólida 
instrucción  recibida  junto  con  sus  hermanas 
mayores,  durante  los  largos  años  de  resi- 
dencia en  el  extranjero,  —  Londres,  París, 
Berlín.  Florencia. .  .  ■ — el  ambiente  señorial 
de  un  hogar  «a  la  antigua^  en  el  que  pueden 
evocarse  las  más  nobles  tradiciones,  han 
sabido  armonizar  en  la  encantadora  joven- 
cita,  todo  el  saber  de  la  mujer  moderna,  con 
la  gracia  innata  de  la  criolla  de  abolengo,  de 
esa  Nena,  que  por  rara  coincidencia,  fuera 
bautizada  en  la  vieja  pila  de  la  Iglesia  de 
San  Nicolás  de  Bary.  pila  en  la  que  reci- 
biera también  el  agua  del  bautismo  el  célebre 
estadista  don  Bernardo  de  Irigoyen. . .  Hoy, 
preside  la  fiesta  ofrecida  en  honor  de  su 
nieta,  en  el  salón  de  estilo  Luis  XIV.  su 
magnífico  retrato,  firmado  por  Max;  y 
surgen,  inevitables  para  mi.  los  recuerdos 
de  otros  tiempos. . .  aquellas  suntuosas  fies- 
tas en  los  salones  de  la  mansión  de  la  calle 
Florida,  donde  admirara  yo.  por  vez  pri- 
mera, la  expresión  de  esa  Madonna  de  la  es- 


cuela del  Guercino;  ante  ella,  cruzaron  tam- 
bién, en  la  patriarcal  residencia,  esas  flores 
vivas,  que  van,  vienen,  se  deslizan,  siguiendo 
los    armoniosos    acordes    de     la    orquesta. 

Irradiaba  entonces  la  belleza  y  la  gracia  de 
Carmencita  y  de  Elena  de  Irigoyen;  hoy 
son  otras,  esas  flores  vivas,  y  visten  sus  si- 
luetas el  blanco  atavío  tradicional  para  las 
que  inician  su  actuación  mundana,  o  el  se- 
vero traje  negro  de  la  joven  señora,  anima- 
do por  los  trazos  de  oro  de  su  traine  de  en- 
cajes, y  por  el  oro  pálido  de  un  gran  abanico. 

La  visión  de  hoy,  es  feérica,  realmente; 
he  vuelto  al  salón  de  honor,  acompañada  por 
uno  de  mis  viejos  amigos,  mundano  enragé 
que  no  consiente  en  verme  semioculta  en  el 
artístico  «'Coin»  del  hall,  y  nos  unimos  al 
brillante  círculo  que  ocupa  su  estrado.  Los 
muebles  del  estrado,  que  reproducen  los 
legendarios  cuentos  de  Perrault,  son  de  au- 
téntico Aubusson.  y  procedentes  del  castillo 
de  Metternich .  . .  Caperucita  Roja,  la  hu- 
milde campesina:  Cenicienta,  la  reina  de 
aquel  baile  de  ensueño...  ¿contemplaron 
alguna  vez  los  ojos  de  la  atónita  figurilla,  un 
espectáculo  más  deslumbrador  que  el  de 
esta  noche?  «Las  hadasviven  siempre.  ¿Quién 
pudiera  dudarlo?  —  dice.  —  Si  lograra  ha- 
cerme oír,  tal  vez  me  concediera  el  vivir 
por  unas  horas,  tan  intensamente  como  en- 
tonces, alguna  de  esas  hadas,  que  llegan 
hasta  mí.  deslumbradoras  de  belleza  y 
pedrería. .  .  » 

La  ingenua  criatura,  prisionera  entre  los 
hilos  del  maravilloso  tapiz,  creía  vivir  aun 
su  ensueño...  Cruzaban  cerca deella.  arrogan- 
tes o  graciosas,  llenas  de  sugestivo  encanto, 
las  más  destacadas  figuras  de  nuestros  círcu- 
los mundanos;  vestidas  de  vivos  colores, 
flexibles  sedas  color  solferino,  o  de  raso  y 
encajes  de  oro,  ostentando  gemas  prodigio- 
sas, cadenas  de  pedrería,  arrastrando  la 
traine  de  lana  color  turquesa. . .  ¿cómo  ex- 
trañar, pues,  que  la  ingenua  Cenicienta  afir- 
mara que  las  hadas  viven  todavía?. . .  Pocas 
veces  suele  congregarse  en  determinadas  fies- 
tas un  núcleo  tan  brillante  como  el  que  ro- 
deaba a  la  distinguida  matrona  que  hacía 
los  honores  de  su  mansión,  con  esa  afabili- 
dad exquisita,  que  tanto  distinguía  a  su 
digna  madre,  doña  Carmen  Olazcoaga  de 
Irigoyen...  Consecuente  con  las  tradicio- 
nes de  su  abolengo,  la  señora  de  Velar  man- 
tiene la  consigna  de  unión  y  de  solidaridad 
entre  los  representantes  de  la  acrisolada  so- 
ciedad porteña . . .  //  faut  serrer  les  rangs. . . 
Pocas,  entre  nuestras  grandes  damas,  po- 
drán ostentar  con  tan  justo  orgullo  las  con- 
decoraciones, distinciones  y  medallas  que 
pertenecieron  a  su  ilustre  padre;  tales  joyas 
constituirían  inapreciable  tesoro,  para  algu- 
no de  nuestros  reputados  coleccionistas, 
como  también  la  suntuosa  vajilla  de  oro,  el 
servicio  completo  de  porcelana  de  la  China, 
ejemplar  único  en  nuestro  país,  los  cande- 
labros de  oro  antiguo,  los  mil  objetos,  testi- 
gos mudos  de  la  vida  noble  y  fastuosa  de 
varias  generaciones,  pero  que  parecen  ha- 
blarnos de  las  grandezas  pasadas,  y  parecen 
también  respondernos  del  porvenir... 


Pero  volvamos  una  mirada  al  amplio  jar- 
dín, antes  de  abandonar  una  de  las  fiestas 
más  réussies  de  la  temporada;  florecidos  sus 
macizos,  como  en  plena,  sonriente  primavera, 
iluminados  sus  senderos,  con  arte  exquisito, 
nadie  hubiera  creído  que  había  sonado,  lar- 
go rato  ha,  la  misteriosa  medianoche;  y  las 
parejas  que  vivían  su  ensueño  en  tan  mara- 
villoso paisaje,  creían  que  empezara  recién 
un  romántico  atardecer... 

Teatro  también,  de  feérica  fiesta,  fueron 
más  tarde,  los  maravillosos  jardines  de  la 
residencia  de  los  señores  de  Alvear.  en  San 
Fernando;  clareaba  el  día.  cuando  regresaba, 
camino  de  la  ciudad,  aun  dormida,  la  inter- 
minable caravana  de  autos,  llevando  su  car- 
ga de  alegría,  de  ilusiones. . .  vibrante  aun 
la  preciosa  legión  de  flores  vivas,  más  de 
una  encantadora  figurita  arrebatada  de  la 
fiesta,  por  la  loca  velocidad  del  auto  que  se 
aleja,  entorna  sus  ojazos,  y  cree  hallarse 
todavía  en  medio  de  la  brillante  farándula, 
y  sueña  que  va.  viene,  se  desliza,  creyendo 
que  oprime  aún  su  talle,  el  fuerte  brazo 
que  la  impulsa  o  la  sostiene. 

Casi  simultáneamente,  hemos  asistido  lue- 
go a  dos  interesantísimas  ceremonias  nup- 
ciales; una.  celebrada  con  toda  la  solemni- 
dad del  rito  católico.  Misa  de  esponsales, 
en  el  Templo  radiante  de  luces. . .  la  otra, 
en  el  cuadro  suntuosísimo  y  severo,  de  una 
de  las  residencias  más  artísticamente  alha- 
jadas de  nuestro  faubourg  aristocrático.  Fue- 
ron ambas  desposadas,  dos  figuras  sobre- 
salientes en  nuestros  más  altos  círculos: 
Adela  Gramajo,  —  Nenina,  como  la  llaman 
los  suyos,  y  todos  los  que  han  aprendido  a 
quererla  —  y  Lucía  De  Bruyn.  descendiente, 
por  la  línea  materna,  del  fundador  de  la 
primitiva  aldea,  transformada  hoy  en  pro- 
digiosa Cosmópolis. . . 

He  de  mencionar,  en  primer  lugar,  la  nota 
de  exquisita  elegancia,  dada  por  tan  gráci- 
les figuras,  al  imponer  nuevamente  el  atavío 
que  fuera  tradicional  para  toda  desposada. 
antes  que  el  capricho  de  la  moda  acortara 
exageradamente  la  falda  del  albo  traje,  des- 
figurando una  silueta  ideal,  con  rasgos  abso- 
lutamente impropios,  a  la  solemnidad  del 
acto...  Armoniosa,  serenamente,  cruzaron 
las  gentiles  desposadas,  arrastrando  las  albas 
vestiduras,  los  encajes  maravillosos,  que 
guarnecían  el  velo  que  nimbaba  sus  intere- 
santes rasgos;  rara  vez  pudo  revelarse  tan 
honda  emoción,  en  un  séquito  de  honor, 
como  en  el  que  acompañara  al  Templo,  a  la 
señorita  de  Gramajo,  en  cuya  clara,  serena 
mirada,  irradiaba  todo  el  fulgor  de  su  espí 
ritu  exquisito,  de  sus  dotes  de  excepción. 
Encerró  su  canastilla  de  bodas  toda  la  mag 
nificencia  de  feéricas  leyendas:  diadema 
digna  de  ceñir  la  frente  de  alguna  soberana, 
y  al  lado  de  la  clásica  sarta  de  perlas,  la  ful 
gurante  riuiére  de  solitarios;  toda  una  for 
tuna,  en  un  trazo  de  pluma,  que  lleva  la  fir 
ma  de  una  de  nuestras  matronas,  dueña  de 
fabuloso  caudal;  títulos  de  propiedades... 
lo  dicho:  una  canastilla  de  bodas,  que  en- 
cerraba dones  dignos  de  feérica  leyenda. . . 
Acompañemos  ahora  a  la  gentil  figura  que 


acaba  de  recibir  la  sagrada  sanción  ante  el 
severo  altar  erigido  en  el  salón  de  honor  de 
la  residencia  de  su  familia;  la  mansión  de 
los  señores  De  Bruyn.  en  la  Avenida  Alvear. 
es  relativamente  moderna,  y  sin  embargo, 
el  espíritu  más  curioso,  entre  todas  ustedes, 
amigas  y  lectoras  mías,  con  las  que  deseo 
revivir  tan  gratas  horas,  ha  de  hallar  en  la 
suntuosa  residencia,  ese  sello  especialísimo, 
que  sólo  imprime  en  el  cuadro  familiar  la 
sucesión  de  varias  generaciones, , ,  sello  sin- 
gular, sobre  todo  en  un  país  nuevo  como  el 
nuestro;  ha  sido  menester  el  exquisito  senti- 
miento artístico  de  una  gran  dama  porteña. 
como  la  señora  Mercedes  M.  de  Bruyn,  para 
realizar  el  milagro. . . 

Luciendo  regio  traje  negro,  signé  Worth, 
recibía  a  sus  invitados,  en  el  severo  hall, 
cuyo  decorado  armoniza,  junto  a  su  roja  ta- 
picería, la  sombría  ensambladura  primo- 
rosamente tallada;  flores,  flores  en  profusión, 
poetizaban  el  suntuoso  cuadro,  y  esta  vez 
también  dominaba  en  cada  salón  la  nota 
uniforme  de  un  solo  color,  según  los  dictados 
del  artífice  de  moda;  rojos  claveles,  rojas 
rosas  de  Francia,  en  el  vasto  hall;  rosas 
blancas  y  azucenas,  en  el  salón  de  honor;  el 
azul  de  las  hortensias,  en  las  salas  laterales. .. 

La  exposición  de  los  valiosos  obsequios 
recibidos,  ocupaba  varias  salitas  del  piso 
alto,  y  entre  aquella  profusión  de  joyas,  pla- 
tería, lámparas,  potiches  y  relicarios  anti- 
guos, imperaba  una  verdadera  colección  de 
costosos  abanicos,  representando  todas  las 
épocas,  desde  el  clásico  y  suave  ondular  de 
plumas  blancas,  en  transparente  montura 
de  carey,  los  de  marfil  primorosamente  ca- 
lados, los  chinescos,  los  de  pintado  perga- 
mino, los  Isabelinos.  los  de  fulgurante  reca- 
mado de  plata,  hasta  los  que  ilustraran  ma- 
gos como  Boucher  y  Watteau. . . 

Desde  los  amplios  y  altos  balcones,  veo 
como  se  ilumina  el  jardín,  al  aparecer  en  la 
terraza  la  gentil  figura  de  la  joven  despo- 
sada. . .  y  esa  luz,  que  irradia  como  por  en- 
canto de  los  floridos  macizos,  se  me  antoja 
el  símbolo  de  la  que  ha  de  iluminar  el  nuevo 
camino  que  se  inicia. 

Y  no  es  ese  el  único  ensueño  de  la  serena 
tarde  de  diciembre:  se  yergue  en  la  elegante 
escalinata,  que  conduce  al  jardín,  flexible 
y  fina  silueta,  vestida  de  pálido  color  lila. 
el  color  adecuado  para  un  luto  que  termina; 
la  pálida  silueta  escucha  hondamente  emo- 
cionada las  protestas  del  simpatiquísimo  re- 
presentante de  dos  viejos  y  prestigiosos 
apellidos  criollos;  ella  le  escucha,  honda- 
mente interesada,  y  su  mano  martiriza 
distraídamente  los  pétalos  del  ramo  de 
crisantemos  color  lila,  prendidos  en  su 
talle;  dos  gemas  transparentes,  del  mismo 
color,  única  joya  que  completa  su  atavío, 
acarician  su  esbelto  cuello,  cuando  ella  in- 
clina lentamente  su  rostro  pálido,  de  finos  y 
aristocráticos  rasgos;  su  nombre  simboliza 
infinita  y  divina  merced,  y  lleva  también 
dos  apellidos  que  significan  tradición,  ran- 
go, fortuna  — 

La  Dama  Duende. 


SEÑORA  ADELA  GRAMAJO  DE  PATRÓN  COSTA. 


SEÑOR    PATRÓN    COSTA. 


SEÑORA  LUCÍA  DE  BRUYN  DE  PALACIOS  COSTA.  SEÑOR    NICANOR    PALACIOS    COSTA. 


— t^L^^ 


n.'I_'T~k:^--x- 


ALTRUI 


VTIO 


Roptrcute  hov  hondamente  en  los  cora- 
xoms  de  las  mujeres  de  lodos  los  'imbitos 
del  mondo,  el  altruismo  y  la  caridad,  y  ha- 
ciendo causa  común,  unen  sus  bracos  y  su 
voluntad  en  un  esfuerzo  supremo  y  sobre 
las  ruinas  del  mundo,  regadas  por  la  sangre 
y  las  ligrimas  de  tanta  desgracia,  derraman 
la  liu  de  la  esperanza,  de  la  superesptrama. 
como  dice  el  Rey  Profeta  en  uno  de  sus 
salinos,  que  es  esperar  mis  allá  de  la  espe- 
ranza; y  alivian  dolores,  enjugan  ligrimas. 
curan  heridas  de  los  cuerpos  y  las  almas; 
cumpliendo  la  sagrada  doctrina  de  Aqutl 
que  nos  ensefló  a  querer  a  nuestro  prójimo 
como  a  nosotros  mismos. 

La  mujer  argentina,  siguiendo  los  impul- 
sos de  sus  sentimientos  generosos,  y  cuya 
•Odón  caritativa  tantos  beneficios  derrama 
aqui  entre  los  abandonados  de  la  suerte,  ha 
cumplido  su  obra,  haciendo  llegar  hasta 
aquellos  desdichados  de  allende  los  mares 
el  óbolo  para  que  el  huérfano  cubra  sus  car- 
néalas y  el  inválido  pueda  recuperar,  aun- 
que artificialmente,  el  brazo  que  le  arrebató 
la  metralla,  y  que  ha  de  servirle  para  seguir 
en  la  vida,  valiéndose  de  sus  fuerzas  como 
hombre  útil. 

Son  muchas  las  instituciones  creadas  con 
estos  fines  caritativos:  pero  se  destaca  entre 
ellas  la  «Unión  de  Damas  Argentinas»,  cuya 
comisión  directiva  está  formada  por  selecto 
grupo  de  señoras  que  cuentan  con  una  hon- 
rosa foja  de  servicios  en  la  campaKa  contra 
la  miseria  y  el  dolor. 

En  casa  de  dofla  Julia  Elena  Acevedo  de 
Martínez  de  Hoz.  respondiendo  al  llamado 
que  esta  distinguida  dama  les  hiciera,  el  día 
24  de  noviembre  próximo  pasado  se  reunie- 
ron las  sefioras:  Susana  Rodríguez  de  Quin- 
tana, Lucrecia  Guerrico  de  Ramos  Mejía. 
Elvira  de  la  Riestra  de  Láinez.  Angélica 
García  de  Garda  Mansilla.  María  Julia  Mar- 
tínez de  Hoz  de  Salamanca.  Adelia  Harílaos 
de  Olmos.  María  Luisa  Quintana  de  Rodri- 
gues Larreta.  Otilia  Alcona  de  Rodríguez. 
Zelmira  Paz  de  Gainza.  Carmen  Madero  de 
Agrelo.  María  Elena  Peralta  Alvear  de  Lái- 
nez. Victoria  Ocampo  de  Estrada.  Mercedes 
Lezica  de  Christophersen.  María  Teresa 
Quintana  de  Pearson.  Condesa  de  Sena.  Ma- 
na Magdalena  Bengolea  de  Sánchez  Elia. 
María  L.  de  Souberán.  Cecilia  B.  de  Lignié- 
res.  Mercedes  Christophersen  de  Cádiz.  Leo- 
nor Basavilbaso  de  Pinero.  Susana  Casares 
de  Llovet.  Marta  Casares  de  Bioy.  señorita 
Adelia  Acevedo  y  la  que  subscriba.  La  señora 
de  Martínez  de  Hoz  explicó  a  las  señoras  el 
móvil  de  la  reunión,  diciéndoles  con  su  es- 
tilo franco  y  sencillo: 

Que  estaba  segura  que  la  pena  que  ella 
sentía  era  sentimiento  unánime  de  todas  las 
presentes,  causado  por  las  noticias  de  devas- 


tación y  miseria  que  el  telégrafo  nos  había 
hecho  conocer  a  diario  durante  cuatro  lar- 
gos años  de  una  guerra  cruel  e  injusta,  que 
la  habían  conmovido  en  extremo  y  que  aho- 
ra, en  estos  días  de  gloria  y  de  victoria,  que 
llegan  siempre  para  las  causas  justas,  y  no 
demasiado  tarde,  creía  llegado  el  momento 
de  dar  un  desahogo  a  su  corazón  tratando 
de  remediar  en  algo  la  desgracia  y  la  miseria 
de  esos  infelices  que  han  sido  despojados  de 
hogar,  de  padres,  de  hermanos,  de  hijos,  de 
honor, ,  . 

Pidió  a  todas  las  señoras  que  la  ayuda- 
ran en  esta  obra,  que  seria  el  portavoz  de 
la  mujer  argentina  ante  la  desgracia  humana 
o  sea  el  símbolo  del  amor,  de  la  justicia  y 


de  la  paz,  y  propuso  hacer  firmar  un  álbum 
como  demostración  de  simpatía  por  la  con- 
clusión de  esta  guerra. 

Pero  el  álbum  solo  no  era  suficiente,  había 
también  que  recolectar  fondos  para  ayudar 
a  vestir  a  los  despojados,  para  rehacer  las 
viviendas  incendiadas  y  destruidas,  para  en- 
dulzar la  existencia  de  los  ciegos  e  inválidos, 
para  dar  de  comer  a  los  hambrientos. 

Como  para  poder  mitigar  todas  estas  pe- 
nas sería  imprescindible  una  suma  crecida. 
se  propuso  que  cada  persona  que  firmara  en 
el  álbum  contribuyera  con  $  2.  como  mí- 
nimum, y  de  este  modo  se  haría  la  caridad 
colectiva  sin  gravamen  y  hasta  la  persona 
de  posición  más  humilde, en  esta  forma  podría 


FEMENINO 

darse  el  placer  de  hacer  llegar  a  los  nece- 
sitados su  pequeña  contribución  con  el 
grito  de  su  corazón  frLe  jour  de  gloire  est 
arrive»! 

La  comisión  quedó  formada  por  las  seño- 
ras cuyos  nombres  van  a  continuación,  ha- 
biendo dado  principio  a  los  trabajos  que 
piensan  tener  terminados  para  el  mes  de 
marzo,  fecha  en  que  enviarán  los  fondos  que 
hayan  recolectado  al  general  Malleterre, 

Presidenta:  Julia  Helena  A.  de  Martínez 
de  Hoz:  vicepresidenta:  Elvira  de  la  R.  de 
Láinez:  secretaria:  Angélica  G.  de  García 
Mansilla:  tesorera:  Susana  R,  de  Quintana: 
vocales:  Teodolina  de  Lezica  de  Alvear,  Car- 
men Marcó  de  Pont  de  Rodríguez  Larreta. 
Sara  U.  de  Madero,  Lucrecia  G,  de  Ramos 
Mejía,  Angelina  A.  de  Mitre,  Julia  E.  M,  de 
H.  de  Salamanca,  Emilia  B,  de  Gané,  Felisa 
O.  B,  de  Alvear,  Sara  C.  de  Drago  Mitre, 
Adelia  H.  de  Olmos.  Zelmira  P,  de  Gainza, 
Carmen  M.  de  Agrelo,  María  E.  Q.  de  Uri- 
buru,  Elena  Z.  de  Cullen,  Esther  Ll,  de  Roca, 
Elena  S.  de  Elizalde,  Lia  .S.  de  Gálvez,  Ma- 
ría E.  T.  A.  de  Láinez,  Victoria  O,  de  Es- 
trada, Mercedes  B.  de  Casares,  Celia  M.  de 
Várela.  Elena  H.  de  Casares,  Silvia  E.  C,  de 
Miguenz,  Mercedes  P.  de  Rodríguez,  Estela 
M.  de  Cárcano,  Mercedes  L.  de  Christopher- 
sen, Fanny  C.  de  Woodgate,  Dolores  G,  de 
Güiraldes,  Condesa  de  Sena,  María  M,  B,  de 
Sánchez  Elia,  Otilia  A.  de  Rodríguez,  María 
P.  de  Souberán,  Mercedes  U.  de  Arteyeta. 
Elisa  C.  de  González  Moreno.  Adelina  del 
C.  de  Güiraldes,  María  Rosa  L.  A.  de  Piro- 
vano,  Leonor  B.  de  Pinero,  Susana  C,  de 
Llovet,  Emma  del  C.  de  Víale,  Josefina  G.  de 
Sánchez  Elia,  Mercedes  C,  de  Cádiz,  Isabel 
C.  de  Nevares,  María  Luisa  Q.  de  Rodríguez 
Larreta,  Enriqueta  S.  de  Anchorena,  Ceci- 
lia B.  de  Lignié -es,  Man'a  Teresa  Q.  de  Pear- 
son, Josefa  A,  de  Errázuriz,  Elisa  A.  de 
Bosch,  Marta  C.  de  Bioy.  María  Erna  G. 
de  Vedoya,  María  Carlota  P,  A.  de  Gowland, 
Ernestina  G.  M.  de  Mantilla,  Celina  P.  de 
Pinero  Sorondo,  Sara  P.  de  Abreg  Cobo, 
María  Teresa  P.  de  Alzaga,  María  M.  de 
Torquinst,  María  G,  de  Lanús,  María  Te- 
resa M.  de  Lavalle,  Irene  Martínez  de  Hoz 
de  Campos,  Señoritas:  Adelia  Acevedo,  Ma- 
ría Baudrix,  María  Elena  Casares,  Lola  Güi- 
raldes, Jovita  García  Mansilla,  María  Esther 
Sansinena. 

La  caridad,  la  forma  más  bella  del  sentir 
humano,  ejercida  por  las  damas  argentinas, 
ha  de  llegar  pronto,  como  llegarán  también 
los  pensamientos  que  les  dedican,  hechos  luz, 
a  iluminar  a  aquellos  corazones  amargados 
por  la  desgracia,  y  empezará  a  resurgir  en 
ellos  la  fe  y  la  esperanza  en  el  porvenir. 

Fanny  Coverton   de  Woodgate. 


jEn  qué  forma  la  mujer  pudiente  puede  me- 
jorar la  situación  en  que  se  halla  la  obrera  en 
nuestro  país.' 

Dar  para  conseguir.  Así  como  la  tierra  es 
abonada  para  que  mejore  sus  frutos,  así  es 
necesario  dar  primero,  para  obtener  buenos 
resultados. 

Creo  que  la  mejor  manera  como  la  mujer 
pudiente  puede  contribuir  a  mejorar  la  situa- 
ción de  la  obrera,  es  donando  casas  en  los 
distintos  barrios  de  la  ciudad,  donde  las 
obreras  puedan  concurrir  siempre  que  de- 
seen y  encuentren  allí  un  ambiente  de  pro- 
tección y  cariño.  Allí  se  les  enseñará  en  for- 
ma amena,  y  adecuada  a  las  oyentes,  todo 
aquello  que  puede  serles  necesario  para  la 
vida,  inculcándoles,  ante  todo,  los  privilegios, 
la  satisfacción  y  la  nobleza  del  trabajo. 

Eugenia  Domecq  García. 


Acercándose  a  la  obrera  en  sus  talleres  o 
fábricas:  dándoles  conferencias  comentadas, 
en  las  que  ellas  puedan  exponer  sus  ideas  y 
enunciar  sus  necesidades.  Inculcarles  mejo- 
ras en  el  sentido  práctico  de  la  vida,  con 
temas  de:  higiene  personal  y  doméstica:  pri- 
meros auxilios  (rudimentarios):  economía 
doméstica,  previsión  y  ahorro:  aconsejándo- 
les la  ayuda  mutua,  la  cooperación  para  sí 
y  los  suyos.  Todo  esto  en  forma  amistosa 
y  sencilla,  despertando  en  ellas  simpatías  y 
no  odios.  Coronando  los  temas,  siempre,  con 
moral  cristiana,  que  es  fuente  de  honestidad 
y  unión. 

Esta  la  idea,  la  forma:  comités  seccionales 
de  distinguidas  damas  pudientes  que  deben 
gastar  en  aprender  para  enseñar  y  en  ayudar 


las  asociaciones  de  ca- 
rácter mutualista  y  no 
hiriendo  al  dar  lo  que 
les  sobra,  sin  orden  ni 
discreción. 

Sarah  Seniulosa   de 
Carranza. 


Me  complazco  en 
contestar  a  esta  pre- 
gunta que  se  me  hace. 

En  muchas  formas 
la  caridad  argentina 
ayuda  a  la  indigencia 
y  protege  a  la  obrera: 
pero  esa  aspiración  de 
mejorarla,  no  es  com- 
pleta.  A  menudo  casos 
desesperados  acuden  a 
la  puerta  de  esas  so- 
ciedades y  tropiezan 
con  dificultades  inac 
cesibles:  la  tarjeta  de 
recomendación  (con 
preferencia  de  la  cono- 
cida): la  falta  de  va- 
cantes. Considero,  y 
Dios  mío...  no  quisie- 
ra lastimar  la  benefi- 
cencia con  mi  opinión, 
que  la  verdadera  cari- 
dad se  impone  por  si 
sola  al  golpear  una 
puerta;  que  no  debiera 
necesitar  recomendaciones  y  que  las  socie- 
dades  están  aún  muy  divididas  entre  sí. 

Creo  (y  esta  es  mera  suposición  mía)  que 
sí  las  sociedades:  «&>nservación  de  la  Fe», 
•Cantinas  Maternales),  «Gota  de  Leche»,  «Se- 
mana del  Nene»,  «Asociación  Escolar  Mutua- 


E  NC  U 


lista»,  «Patronato  déla 
Infancia»,  «Liga  contra 
la  Tuberculosis»,  asilos 
maternales  diurnos, 
asistencia  gratuita  y 
demás,  se  coaiigaran 
para  establecer  en  ca- 
da barrio  o  parroquia 
un  local  amplio  e  higié- 
nico como  las  necesi- 
dades actuales  lo  exi- 
gen y  tuvieran  cada 
una  sus  respectivas  sa- 
las en  conformidad  con 
sus  ejercicios,  agregan- 
do a  ellas  una  sección 
que  todavía  no  existe. 
a  saber:  pupilaje  para 
niños  transitoriamente 
sin  protección,  por 
enfermedad  o  muerte 
de  sus  padres,  peligro 
a  contagios,  abandono 
o  desalojos.  Cieo,  re- 
pito, que  mejoraría 
muy  eficazmente  y  de 
un  modo  organizado  y 
constante,  a  la  madre 
obrera,  recibiendo  el 
niño,  en  esa  forma.  la 
protección  y  el  ampa- 
ro de  la  higiene,  de  la 
educación  y  del  cuida- 
do; y  a  su  vez  permi- 
tiéndole a  la  madre  el 
libre  empleo  de  sus 
horas  de  trabajo,  sin  preocupaciones  ni  dis- 
turbios. 

«La  Caja  DotaU,  la  cEscoIar  Mutualista». 
«Conservación  de  la  Fe»,  tal  vez  las  «Filomenas» 
y  «Divino  Rostro»,  pudieran  seguir  la  criatura 
hasta  la  obrerita,  dándole  la  base  de  educa- 


TA 


ción  e  instrucción  que  necesita.  La  mucha- 
chita  no  debiera  abandonar  la  escuela  sin 
una  preparación  moral,  sólida  y  adecuada  a 
sus  necesidades  y  medio  ambiente.  Plantear- 
le la  vida  bien  de  frente,  con  sus  peligros  y 
sus  consecuencias.  Las  cosas  como  son... 
no  como  quisiéramos  que  fueran. 

Educar  es  me'orar.  Y  es  educarla,  forta- 
lecer en  ella  el  respeto  a  sí  misma;  crearle 
una  conciencia  que  no  tiene;  fomentarle  el 
respeto  a  su  culto,  cualquiera  que  fuera;  a 
sus  padres,  cualesquiera  que  sean. 

La  madre  ha  de  iniciar  el  corazón  del  niño; 
la  escuela  ha  de  formarle  la  inteligencia;  las 
universidades  han  de  marcar  su  criterio  y 
sus  capacidades ...  y  esperemos  que  en  nues- 
tra patria,  libre  y  hospitalaria  para  todos, 
se  vulgaricen  con  los  conceptos  de  la  justicia 
¡os  cerebros  pensantes,  conscientes  y  serenos, 
que  puedan  afrontar  las  situaciones  difíciles, 
sin  injurias,  balazos  o  atropello?.  La  patria 
necesita  hombres  hechos  al  ambiente  de 
nuestro  suelo  cosmopolita;  la  mujer  necesita 
conciencia  de  ella  misma  y  de  sus  responsa- 
bilidades; el  niño  protección. 

Mejorar,  educar  a  la  obrera  soltera  es  for- 
mar a  la  futura  madre;  formar  a  la  madre 
es  crear  el  hogar  y  el  hogar  en  la  buena 
acepción  de  la  palabra  hace  al  hombre  de 
bien. 

¿Podría  la  mujer  pudiente,  desparramada 
en  tantas  obras  distintas,  solidarizarse  con 
ese  fin? 

¿Habría  suficiente  capacidad  y  pondera- 
ción en  nuestras  damas  para  ello?  ¿Serían 
o  no  serían  hostiles  a  lo  que  no  fuera  su 
propio  pensar,  su  propia  preponderancia? 
La  educación,  la  cultura,  supongo,  lo  pueden 
todo. 

¡Lanzo  la  idea;  si  alguien  la  considera 
oportuna,  que  la  recoja! 

Mahuinca. 


CuacWtw 

b  i 


En  el  fondo  de  un  cajón 
he  hallado,  cubierto  por  una 
leve  capa  de  polvo,  mi  olvi- 
dado cuadernito  de  apuntes. 
Su  aparición  ha  puesto  en 
mi  espíritu  una  vaga  triste- 
za. Ha  sido  algo  así  como 
el  encuentro  imprevisto  con 
un  viejo  amigo  a  quien  creí- 
mos no  volver  a  hallar  nun- 
ca y  en  quien  depositamos 
la  sinceridad  de  las  confi- 
dencias diarias.  No  en  vano 
hemos  escrito  en  ese  cuader- 
no nombres  que  tuvieron  un 
hondo  significado,  señas  que 
consideramos  necesarias,  im- 
presiones que  no  quisimos 
dejar  morir  en  el  abismo  de 
la  renovación  inconsciente 
donde  van  a  perderse,  como 
las  cosas  en  la  lejanía  del 
paisaje,  tantos  nombres, 
tantos  acontecimientos,  tan- 
tas sombras  aladas. 

El  cuaderno  ha  surgido 
de  un  montón  de  papeles... 
He  leído,  después,  algunas 
hojas. .  .  Y  he  pensado  que 
el  olvido  es  una  ley  inexo- 
rable. Muchos  de  los  nom- 
bres allí  escritos,  ya  no  me 
dicen  nada.  Cuales,  corres- 
ponden a  muertos:  cuales  a 
idos;  cuales — he  ahí  lo  peor 
—  a  seres  a  quienes  hemos 
arrojado  de  nuestro  afecto. 
Nada,  en  resolución,  tan 
inactual,  tan  lejano,  tan  ex- 
traño a  mí  mismo,  como  el 
espíritu  de  ese  breve  cuader- 
no en  que  he  ido  poniendo 
el  nombre  propio,  la  fecha 
precisa,  la  impresión  volan- 
dera .  . . 

Algunos  nombres  —  he  ahí 
donde  finca  el  desencanto  más  grande  —  han 
aparecido  a  mis  ojos  con  un  significado  completa- 
mente distinto  al  que  tenían  allá  cuando  fueron 
escritos.  Tal  nombre,  puesto  allí  para  no  olvidar 
nunca  la  figura  moral  de  un  amigo,  evócame  ahora 
una  traición  desolante.  Tal  nombre,  el  de  una  mu- 
jer que  pudo  inquietarme  con  su  gracia  y  su  porte, 
no  habla  ya  nada  a  mi  espíritu  desencantado.  La 
misma  suerte  ha  corrido  el  nombre  de  aquella 
figura  que  yo  evoco  ahora  al  ver  unos  cabalísticos 
signos  encubridores  de  algo.  Todo,  todo,  en  este 
cuaderno,  es  el  signo  de  una  simpatía  apagada, 
de  un  interés  muerto,  de  un  encanto  marchito. 
El  cuaderno,  abierto  sobre  mi  mesa,  ha  llevado 
a  mi  espíritu  la  convicción  de  que  todo  está  en 
nosotros  y  de  que  nuestra-  verdadera  historia  no 
tiene  más  capítulos  que  los  que  se  grabaron  en 
la  memoria.  Bien  podemos  decir  que  fué  en  vano 
lo  que  no  está  en  nosotros.  Lo  que  pasó  sin  mo- 
dificar nuestra  naturaleza,  que  fué  sino  raya  en 
el  agua.  Lo  no  recordado  fué,  sin  duda,  lo  indigno 
de  ser  vivido.   Lo  que  no  se  salva  en  nosotros. 


depurándose  por  obra  del  tiempo,  no  se  salvará 
en  las  hojas  de  un  triste  cuaderno  donde  se  di- 
sipan,  poco  a  poco,   hasta  los  signos  escritos. 

Y  ha  sido  que,  repasando  las  hojas  del  pequeño 
cuaderno,  he  llegado  a  decirme:  ¿De  qué  modo 
han  influido  en  mí  estos  hombres,  estos  aconte- 
cimientos? De  esta  persona,  apenas  si  conservo 
un  vago  recuerdo.  De  este  acontecimiento,  bien 
puedo  decir  que  mi  vida  no  ha  cobrado  el  más 
tenue  soplo.  ¿Qué  es  todo  esto  sino  una  sospecha 
de  posibilidad,  una  sombra  de  sombra,  una  ilu- 
sión de  verdad?. . . 

Después,  hojeando,  hojeando,  he  llegado  al  nom- 
bre de  una  mujer  seductora.  ¡Con  qué  indiferencia 
he  leído  ese  nombre!  Y  eso  que  hubo  un  tiempo 
en  que  se  arrodillaba  mi  alma  cuando  osaban  aca- 
riciarlo mis  labios.  Por  ella.  .  .  Nada  más  cierto 
que  por  ella,  mi  egoísmo  de  hoy  no  abandonaría 
el  ancho  sillón  en  que  divago  ahora  alrededor  de 
su  nombre. 

Luego.  . .  Ello  ha  sido  que  me  he  sonreído  des- 
pués ante  el  testimonio  de  un  momento  de  ira. 


Un  nombre  propio  ha  aparecido,  en  la  nitidez  de 
una  hoja,  borrado,  herido  podría  decirse,  por  un 
rasgo  enérgico.  Aquel  nombre  es  el  nombre  de 
un  amigo  que  me  hizo  traición.  ¿Cómo  no  expul- 
sarlo de  aquel  breve  santuario  con  la  punta  de 
la  pluma,  que  es  la  más  fuerte  espada?  Asi,  de 
ese  modo,  fué  expulsado  el  que  se  deshonró  en  la 
perfidia.  Y,  sin  embargo,  yo  he  sancionado  todo 
aquello  sonriendo  indulgentemente. 

Al  cabo  de  la  tarde,  yo  he  puesto  en  orden  los 
dispersos  papeles:  he  anudado,  con  la  jovialidad 
de  una  cinta,  una  veintena  de  cartas:  he  guardado 
todo  aquello  en  el  ancho  cajón,  y  lo  he  cerrado 
después,  sin  dar  hospitalidad  en  su  seno  a  aquel 
descolorido  cuadernito  de  apuntes.  El  cuaderno, 
roto  con  mano  enérgica,  ha  ido  a  parar  al  cesto. 
No  de  otro  modo  debe  terminar  lo  que  no  tiene 
razón  de  ser  en  este  enorme  drama. 


Manuel  Aznar. 


CARBÓN    DE   ALONSO. 


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La  Belleza    juvenil    puede  conservarse 

casi    indefinidamente.  Consejos    prácticos    de    la    especialista 

Charlotte    Rouvier 


terva'o  de  algunos  días  a  fin  de  obtener  un  re- 
sultado per^la^ente. 

NO  PONGA  VD.  CARA  DE  VIEJO 

T  AS  cana';  añaden  años  a  nuestra  persona.  Las 
desventajas  de  teñirse  el  pelo  son  tantas,  que 
no  es  necesario  mencionarlas.  Pocas  personas  sa- 
ben que  una  sencilla  receta  al  estilo  de  nuestros 
abuelos,  que  puede  haberse  en  casa,  devuelve  pron- 
tamente el  color  primitivo  a  las  canas,  sin  produ- 
cir ningún  daño  al  cabello.  No  hay  más  que  com- 
prar en  la  botica  dos  onzas  de  tammalite  concen- 
trada y  mezclarlas  con  tres  onzas  de  bay  rhum 
o  espíritu  de  laurel.  Con  una  esponjita  se  aplica 
la  loción  al  cabello  durante  algunas  noches  y  se 
conseguirá  perfectamente  el  objeto  deseado.  Está 
fórmula  tan  sencilla  ha  dado  el  mejor  resultado 
a  cuantos  la  conocían  y  usaban  en  las  pasadas 
generaciones.  Mezcle  usted  mismo  la  loción  en 
su  casa,  consiguiendo  un  frasco  completo  de  tam- 
malite concentrada,  con  el  sello  intacto,  lo  cual 
será  suficiente  para  asegurar  éxito. 

EXTERMINACIÓN  DE  LOS  BARRILLOS    RECUPERAR  LA  BELLEZA  PERDIDA 


T  a  grasitud  y  brillantez  del  cutis,  la  dilatación 
^  de  sus  poros  y  los  puntos  negros  que  tanto 
afean,  son  defectos  que  no  deben  menguar  con 
su  existencia,  los  encantos  de  un  rostro  femenino 
y  mucho  menos  siendo  posible  librarse  de  estas 
molestias  instantáneamente,  por  medio  de  un 
nuevo  y  científico  procedimiento,  tan  sencillo 
como  eficaz.  Obtenga  algunas  tabletas  de  stymol 
en  cualquier  buena  farmacia,  tratando  de  con- 
servarlas bien  tapadas  y  aisladas  de  la  humedad. 
Eche  una  tableta  en  un  vaso  con  agua  caliente 
y  tan  pronto  como  la  efervescencia  que  produce 
haya  cesado,  bañe  usted  su  rostro  con  el  agua  es- 
timolizada.  secándose  luego  con  una  toalla  limpia 
y  blanca.  El  efecto  es  asombroso  y  quedará  us- 
ted encantada  al  notar  que  los  puntos  negros  ha- 
brán salido  fíícílmente  y  sin  dolor,  la  grasitud  ha- 
brá desapa-ecido  y  los  poros  dilatados  se  habrán 
contraído,  dejando  la  ca^a  alisada,  limpia  y  fres- 
ca.   Es  necesario   repetir   el   tratamiento   con   in- 


Ql  en  general  \r.~  mujeres  se  decidieran  a  sus- 
^  pender  el  uso  de  cosméticos,  cremas,  etc.,  adop- 
tando en  cambio  un  procedimiento  más  sencillo 
y  práctico  como  consecuencia  lógica  de  un  breve 
razonamiento,  podrían  recuperar  y  conservar  in- 
definidamente el  atrayente  aspecto  de  un  cutis 
joven  y  hermoso.  Los  malos  cutis  tienen  su  orí- 
gen  generalmente  en  la  dificultad  con  que  tro- 
pieza la  piel  para  separarse  gradualmente  de  su 
cubierta  exterior  como  debiera  ocurrir  por  ley 
natural,  lo  cual  trae  por  resultado  que  el  velo 
externo  de  piel  medio  muerta  continúa  adherido, 
hasta  que  tal  desarreglo  determina  las  manchas 
y  arrugas  que  tanto  afean  el  rostro  de  una  mujer. 

Lo  natural  en  este  caso,  es  eliminar  esa  epi- 
dermis de  aspecto  desagradable,  lo  cual  puede 
hacerse  con  rapidez  y  sin  peligro  alguno  aplicán- 
dose una  pequeña  cantidad  de  buena  cera  merco- 
lizada,  sustancia  cuyo  uso  es  muy  simple  y  nada 
tiene  de  desagradable.   En  esta  forma  se  extirpa 


muy  pronto  la  epidermis  sin  vida,  dejando  así 
a!  descubierto  la  piel  nueva  y  tersa  que  se  encuen- 
tra   inmediatamente   debajo. 

Si  usted  quiere  ensayar  este  procedimiento  tan 
sencillo  y  económico,  basta  adquirir  en  su  farma- 
cia un  poco  de  cera  mercolizada  y  aplicársela  en  el 
rostro  durante  algunas  noches,  como  si  se  tratara 
de  cold  cream.  Tenga  la  seguridad  que  con  un  cutis 
bello  y  suave  el  corazón  se  siente  más  joven. 

El  producto  genuino  se  expende  al  público  en 
un  envoltorio  de  cartón  blanco,  cuya  cubierta 
exterior  tiene  la  inscripción  en  inglés  «puré  mer- 
colized   wax»   impresa  en   azul. 

PARA  HERMOSEAR  Y  HACER  CRECER 
EL  CABELLO 

T  OS  jabones  y  los  shampoo  artificia-es  causan 
la  ruina  de  muchas  cabezas  de  preciosa  ca- 
bellera. Pocas  personas  saben  que  una  cuchara- 
dita  de  las  de  café  llena  de  buen  stallax  disuelto 
en  una  taza  de  agua  caliente  ejerce  una  natural 
afinadad  sobre  el  pelo  y  constituye  el  lavado  de 
cabeza  más  delicioso  que  pueda  imaginarse.  De- 
ja el  cabello  brillante,  suave  y  ondulado,  limpia 
completamente  la  piel  del  cráneo  y  estimula  en 
gran  manera  el  crecimiento  del  pelo.  Se  vende 
en  las  boticas  solamente  en  paquetes  sellados,  a 
un  precio  que  no  es  elevado,  porque  cada  envase 
contiene  cantidad  suficiente  para  hacer  de  vein- 
ticinco a  treinta  shampoo,  lo  que,  al  fin  y  al  cabo 
resulta  económico. 

EFICAZ  REMEDIO  CONTRA  EL  VELLO 

\  /ÍUCHAS  damas  saben  cómo  combatir  tempo- 
■'■*■'■  raímente  ese  crecimiento  del  vello  que  las 
afea,  pero  pocas  conocen  un  remedio  permanente. 
Para  este  propósito,  debe  usarse  porlac  puro  pul- 
verizado. Compre  usted  una  onza,  poco  más  o 
menos,  en  su  botica,  y  aplíquelo  directamente 
a  la  parte  de  pelo  que  le  moleste.  El  objeto  de 
este  tratamiento  no  es  solamente  la  repentina 
desaparición  del  vello  o  pelo  superfluo.  sino  que 
mata  sus  raíces  por  completo  en  un  espacio  de 
tiempo  relativamente  corto. 


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el  cuerpo  ccmo  para  cualquier  de- 

fecto  del  niitmo.     -     Se  aplican   en 

las  fajas  placas  pneumáticas,  legítimas,  para  los   casos 

de  riñon  móvil,  dilatación  del  estómago,  etc.,  con  receta 

médica.     -     Medias   y  vendas    elásticas,    bragueros,  etc. 


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Por  intenso  que  sea  el  ca- 
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temperatura,  toda  persona 
que  use  AERTEX  Celular, 
como  ropa  interior,  se  sen- 
tirá cimoda  y  confortable, 
disfrutando  su  cuerpo  de 
una  temperatura  media.  El 
secreto  es  este:  Usar 
AERTEX  Celular,  equivale 
a  vestir  un  tejido  formado 
de  una  infinidad  de  cel- 
dillas de  aire,  el  mejor  aisla- 
dor del  calor  y  del  frío. 
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Capital  Federal,  y  por  todos  los  mejo- 
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Obra  naturalmente,   sin  causar   nunca  cólicos  ni  malestar,    de  tomar  agrada- 
ble, seguro  para  niños  y  enfermos.  Emplearla  por  la  mañana  es  dar  buen  co- 
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EXCURSIÓN    Y    MISA    CANTADA    EN    EL    CRISTO    DE    LOS    ANDES 


Recuerdo  imborrable  habrá 
dejado  en  todos  los  excursio- 
nistas la  ascensión  a  La  Cum- 
bre, realizada  por  un  grupo 
numeroso  de  personas  de 
las  que  veranean  en  Puente 
del  Inca. 

La  jornada  se  hizo  en  dos 
etapas:  en  tren  expreso  hasta 
Las  Cuevas,  y  en  muía  desde 
este  punto  hasta  el  lugar 
donde  se  alza  el  monumento 
del  Cristo  Redentor. 

El  viaje  de  Puente  del  Inca 
a  Las  Cuevas  es  delicioso.  El 
tren  asciende  entre  uno  y  otro 
punto  cuatrocientos  treinta 
metros,  por  un  hermotisimo 
valle  que  forman  dos  elevadas 
cadenas  de  montañas,  y  por  el 
cual  corre,  encajonado  entre 
altas  barrancas,  el  torrentoso 
Rio  Las  Cuevas. 

A  la  llegada  a  la  estación  de 
este  nombre  los  turistas  su- 
bieron en  las  muías  que  se  les 
tenía  preparadas.  Varias  seño- 
ritas de  conocidas  familias  de 
Buenos  Aires  y  Mendoza  for- 
maban parte  de  la  excursión  y 
dábanle  extraordinario  realce. 

La  ascensión  se  hizo  sin 
contratiempo  y  los  excursio- 
nistas, a  medida  que  subían  la 
empinada  cuesta,  veían  reno- 
varse el  soberbio  paisaje.  Lle- 
gados a  La  Cumbre,  se  exta- 
siaio.i  en  la  contemplación  del  grandioso  espec- 
táculo que  desde  allí  ofrece  la  cordillera,  princi- 
palmente del  lado  chileno,  en  que  se  presenta 
abrupta  y  muy  accidentada. 

Se  había  llevado  a  lomo  de  muía  un  harmo- 
nium.  El  maestro  Aguada  y  el  violinista  BoUarino 
ejecutaron  el  Himno  Nacional,  que  cantaron  todos 
los  concurrentes,  y  el  Himno  Chileno,  que  fué  ento- 
nado por  la  señorita  Ana  María  Anasagasti. 


Luego  se  ofició  una  misa,  que  el  celebrante. 
Padre  Juan  Terraooiano,  dedicó  a  los  caídos 
de  la  guerra.  Fué  un  espectáculo  imponente, 
al  que  dieron  mayor  solemnidad  los  armonio- 
sos acordes  del  órgano. 

Terminada  la  misa,  iniciaron  el  descenso, 
igualmente  sin  contratiempo,  y  llegados  a  Las 
Cuevas  tomaron  asiento  alrededor  de  una 
mesa  en  la  que  se  sirvió  un  magnífico  almuerzo 


ofrecido  por  el  señor  Balbi,  gerente  del  Hotel 
de  Puente  del  Inca. 

Poco  después,  se  emprendió  viaje  de  regreso. 
La  mayor  parte  lo  hizo  en  tren;  pero  no  falta- 
ron caballeros  y  señoritas  que  lo  hicieran  en 
muía,  sin  arredrarse  por  las  tres  leguas  de 
distancia  que  era  preciso  recorrer  al  galope, 
para  llegar  al  Hotel  antes  de  la  noche. 

Antonio  J.  Arata. 


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NUESTRA  COLECCIÓN  HA  SIDO 
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LA    NAVIDAD     EN    UN     HOSPITAL    DE    DESEMBARCO 


CÓMO    TRATAN    A    LOS    HERIDOS    EN    LOS    HOSPITALES    DE    NUEVA    YORK. 


¡La     Belleza    es     un     culto! 

Y   es   la    mujer   la  única   que   tiene 
obligación  de  cuidarla  y  mejorarla, 

por  Charlotte  Rouvler 


COMO  ME  LIBRE  DE  LOS    BARRILLOS 

T  oi  barrillos  y  puntos  negros  en  el  rostro  fueron  para  mi, 
durante  algunos  años,  motivo  de  tan  tristes  días,  que 
muchas  veces  me  vi  imposibilitada  de  presentarme  en  so- 
ciedad por  la  persistencia  con  que  tan  repugnante  molestia 
atacaba  mi  rostro.  Pero  luego  encontré  el  stymol  y  fué 
tan  rápido  y  lisonjero  el  resultada  obtenido,  que  la  feli- 
c*dad  de  este  acontecimiento  hizome  olvidar  muy  pronto 
Im  sufrimientos  pasados.  Trátase  de  un  procedimiento  tan 
sencillo  como  agradable;  tan  sólo  son  necesarias  algunas 
tabletas  de  stymol  que  obtendrá  en  la  farmacia  y  conser- 
vará bien  tapadas  en  un  lugar  seco.  Eche  una  tableta  en 
un  vaso  con  agua  callen  te_  y  cuando  haya  cesado  la  efer- 
vescencia que  se  produce,  lave  abundantemente  su  rostro 
con  el  liquido,  secándose  por  último,  con  una  toalla  blanda. 
El  resultado  le  sorprenderá:  todos  les  barrillos  habrán  que- 
dado en  la  toalla  y  habrá  desaparecido  la  grasitud  para 
ofrecerse  a  su  vista  una  cara  aterciopelada,  fresca  y  encan- 
tadora.  A  fin  de  que  el  resultado  sea  definitivo,  repita  la 
cperadó'i  algunos  dias  después. 


UN  MARAVILLOSO  SHAMPOO 

T  Te  tenido  una  verdadera  sorpresa  sabiendo  que  esta  se- 
ñorita,  con  el  cabello  tan  bellamente  aterciopelado,  no 
se  lo  lava  nunca  con  Jabón  o  con  polvos  de  shampoo  arti- 
ficial. Se  hace  ella  misma  su  propio  shampoo  disolviendo 
una  cucharadita  de  las  de  café  llena  de  granulados  stallax 
en  una  taza  de  agua  caliente».  *Yo  le  encargo  el  stallax  a 
mi  boticario  -  —  dice  esta  señorita  —  y  él  lo  recibe  en  paque- 
tes que  vienen  sellados,  y  solamente  se  venden  así,  conte- 
niendo cada  paquete  cantidad  suficiente  como  para  ha- 
cerme de  veinticinco  a  treinta  lavados  de  cabeza.  Es  de 
tan  rico  olor  el  stallax,  que  muchas  veces  lo  comería  como 
si  fuera  una  golosina».  (-Ciertamente,  y  aun  con  esta  extraña 
idea,  el  pelo  de  esta  señorita  se  conserva  tan  hermoso,  que 
desde  este  momento  voy  a  probar  en  mí  misma  el  efecto 
del  plan.» 

UN   PROCEDIMIENTO   SIN    IGUAL  PARA 
CONSERVAR  LA  BELLEZA 

/~^omo  que  he  sido  siempre  muy  interesada  en  todos  los 
estudios  científicos  relacionados  con  la  conservación  de 
la  belleza  natural  del  cutis,  me  ha  impresionado  vivamente 
la  popularidad  siempre  creciente  del  nuevo  y  sencillo  pro- 
cedimiento de  «absorción». 

Miles  de  mujeres  emplean  privadamente  este  procedi- 
miento en  sus  hogares.  Se  basan  sobre  razonada  teoría  que 
me  parece  de  buen  criterio,  es  decir,  que  el  cutis  viejo  y 
descolorido  debe  ser  extirpado,  máxime  cuando  la  acción 
de  los  años,  el  uso  de  jabones  cáusticos,  cosméticos,  etc., 
ha  determinado  manchas  y  arrugas  en  aquél.  Dicha  epi- 
dermis de  mal  aspecto,  sólo  sirve  para  ocultar  la  hermosa, 
vigorosa  y  fresca  piel  nueva  que  hay  debajo  y  que  espera 
ser  relevada  para  exhibir  su  hermosura  y  lozanía. 

Con  este  objeto,  las  mujeres  aplican  únicamente  un  poco 
de  cera  mercolizada,  tal  como  puede  obtenerse  en  cual- 
quier farmacia  importante,  extendiéndola  a  modo  de  cold 
cream  sobre  el  cutis.  Tal  procedimiento  observado  por  es- 
pacio de  algunas  noches,  determina  la  absorción  completa 


de  la  epidermis  muerta  y  vieja.  Cera  mercolizada  de  buena 
calidad  no  es  una  substancia  desagradable  y  los  resultados 
inmediatos  de  este  sencillo  e  ingenioso  sistema  son  real- 
mente sorprendentes. 

Tengo  entendido  que  el  producto  genuino  se  vende  so- 
lamente en  un  envoltorio  de  cartón  blanco,  cuya  cubierta 
exterior  tiene  la  inscripción  en  inglés  «puré  mercolized  wax», 
impresa  en  azul. 

EXTIRPACIÓN  COMPLETA  DEL  VELLO 

/'^omo  quitarse  de  un  modo  permanente,  no  sólo  tempo- 
raímente,  el  vello  que  desfigura  la  belleza,  es  cosa  que 
muchas  damas  desean  conocer.  Es  una  lástima  que  no  esté 
extendido  más  generalmente  el  conocimiento  de  que  basta 
para  el  caso  el  uso  de  porlac  puro  pulverizado,  de  venta 
en  todas  las  farmacias.  Debe  aplicarse  directamente  al  pelo 
que  se  quiera  hacer  desaparecer.  Este  tratamiento  se  re- 
comienda porque  no  sólo  borra  instantáneamente  el  vello 
sin  dejar  la  menor  señal,  sino  también  porque  mata  por 
completo  las  raices. 

NO  PONGA  VD.   CARA    DE  VIEJO 

T  as  canas  añaden  años  a  nuestra  persona.  Las  desventajas  de 
'"'  teñirse  el  pelo  son  tantas,  que  no  es  necesario  mencio- 
narlas. Pocas  personas  saben  que  una  sencilla  receta  al  es- 
tilo de  nuestros  abuelos,  que  puede  hacerse  en  casa,  devuelve 
prontamente  el  color  primitivo  a  las  canas  sin  producir 
ningún  daño  al  cabello.  No  hay  más  que  comprar  en  la 
botica  dos  onzas  de  tammalite  concentrada  y  mezclarlas 
con  tres  onzas  de  bay  rhum  o  espíritu  de  laurel.  Con  una 
esponjita  se  aplica  la  loción  al  cabello  durante  algunas 
noches  y  se  conseguirá  perfectamente  el  objeto  deseado. 
Esta  fórmula  tan  sencilla  ha  dado  el  mejor  resultado  a 
cuantos  la  conocían  y  usaban  en  las  pasadas  generacio- 
nes. Mezcle  usted  mismo  la  loción  en  su  casa,  consigu'endo 
un  frasco  completo  de  tammalite  concentrada,  con  el  sello 
intacto,  lo  cual  será  suficiente  para   asegurar  éxilo. 


ANO  IV. 
NÚM.  34. 


SyUL^XL^IytT'i^ 


FEBRERO 
DE     1919. 


^yl^oAt^--- 


SALIENDO      DEL      BAÑO 


PASTEL    DE    ALONSO. 


-i:>LJ>w^'^ 


-^2»».— 


de    los   estilos    ideados    por    la  vieja    civilización    aborigen. 

Una  prueba  manifiesta  de  la  sabiduría  con  que  han  sa- 
bido armonizar  y  componer  los  dispersos  motivos  existentes, 
adaptándolos  a  su  elevada  tendencia  renovadora,  son  los 
artísticos  proyectos  de  decoración  mural,  inspirados  siem- 
pre en  modelos  ornamentales  autóctonos;  principalmente  el 
entonado  en  negro,  con  dibujos  draconianos  y  de  ritmo 
ondulante,  destácase  sobre  los  cinco  restantes  por  la  expre- 
siva fuerza  del  color  y  las  líneas,  esencialmente  estilizadas 
con  un  profundo  hieratismo  geométrico.  Otro,  inspirado  en  las 
bellas  labores  características  de  los  tejidos  del  Norte,  repre- 
senta el  pájaro  de  fuego,  símbolo  de  una  rara  leyenda  de  su- 
perstición y  fatalismo. 

En  cuanto  al  número  y  variedad  de  urnas,  yuros,  huacos, 
nipos  y  demás  especies  de  alfarería  americana,  basados  casi 
totalmente  en  el  estilo  calchaquí,  puede  decirse  que  resultan 
de  una  perfección  admirable,  abarcando  por  su  forma  y 
decoración  los  tres  principales  períodos  que  se  desarrollan 
en  las  provincias  del  noroeste  argentino. 

Al  primero  de  estos  períodos  corresponden  los  vasos  de 
ornamentación  draconiana,  en  parte  pintados  y  grabados  con 
severas  y  simétricas  formas  lineales,  que  se  destinaban  gene- 
ralmente a  ritos  y  usos  funerarios. 

El  segundo  periodo  es  el  que  se  refiere  al  estilo  pre-incaico, 
acaso  el  más  típico  y  original  de  todos,  con  sus  dibujos  simé- 
tricos alternados  con  espacios  de  líneas  paralelas  y  verticales, 
en  negro  y  blanco,  que  resaltan  armoniosamente  sobre  el 
fondo  ocre  de  la  piedra. 

El  tercero  es  incaico  por  definición  y  se  transforma  en  el 
estilo  zoomorfo.  observándose  en  los  modelos  de  esta  época. 


La  hermosa  colección  de  cerámica  y  muebles  de  estilo 
calchaqui.  presentada  por  Guido  y  Cervino  en  la  expo- 
sición de  artes  decorativas  celebrada  en  fecha  reciente, 
no  sólo  ha  motivado  el  legitimo  y  justo  elogio  de  la 
critica,  que  ha  sabido  justipreciar  en  su  verdadera  signi- 
ficación el  meritorio  esfuerzo  de  los  dos  jóvenes  artistas 
rosarinos,  sino  que  además  ha  servido  como  ejemplo, 
acaso  el  más  eficaz  que  pudiera  elegirse,  para  difundir  y 
hacer  que  se  conozca  la  belleza  ornamental  y  símbo- 
lógica  del  autóctono  arte  precolombiano. 

Basta  fijar  un  poco  la  atención  en  el  hermoso  con- 
junto de  las  obras,  para  llegar  al  convencimiento  de  que 
sus  autores  han  logrado  penetrar  hondamente  en  la  ló- 
gica de  la  composición  decorativa,  en  el  ritmo  exacto 
de  las  formas  y  en  el  extraño  misterio  de  los  símbolos 
y  divinidades  antropo-zoomorfas  de  la  mitología  cal- 
chaqui.  cuyo  origen  desconocido  fúndese  en  la  nebulosa 
complejidad  de  primitivas  y  remotas  edades. 

Tanto  en  los  modelos  de  alfarería  americana,  como  en 
los  distintos  muebles  presentados,  adviértese  que  Guido 
y  Cervino  se  han  unido  en  un  común  propósito  de  reno- 
vación decorativa,  más  digno  de  tenerse  en  considera- 
ción, no  tanto  por  el  mérito  de  la  obra  como  por  haber 
sido  ellos  los  primeros  en  emprender  esta  plausible  inicia- 
tiva, que  tiende  ante  todo  al  resurgimiento  y  desarrollo 


~I=>LS\^& 


!>5s.- 


que  las  figuras  estilizadas  se 
repiten  y  confunden  con  ex- 
traños símbolos  de  otras  civi- 
'izaciones,  cuyas  visibles  in- 
fluencias desvirtúan  en  cierto 
modo  la  arcaica  originalidad  y 
forma  de  la  ornamentación 
primitiva. 

Al  emprender  tan  intere- 
sante obra  de  reconstrucción, 
basada  como  se  ha  visto  lue- 


•'^^w'^-w^ 


go  en  un  principio  de  patriotismo  y  de  sana  orientación  esté- 
tica, el  pintor  Alfredo  Guido  y  el  escultor  José  Cervino,  dotatos 
de  una  privilegiada  ductilidad  artística,  tuvieron  necesariamente 
que  ahondar  en  el  conocimiento  científico  de  la  arqueología  pre- 
colombiana.  debidamente  clasificada  y  estudiada  ya  por  hom- 
bres tan  eminentes  como  Ameghino,  Oyarzún,  Lafone  Quevedo, 
Ambrosetti,  y  algunos  más,  que  nos  sugieren  en  sabias  descrip- 
ciones la  importancia  de  aquellos  pueblos  antiguos  y  olvidados. 
La  ornamentación  geométrica,  base  y  eje  de  los  grandes  esti- 
los, es  también  la  base  del  arte  calchaquí,  como  es  fácil  de  com- 


bre  de  interpretar  por 
medio  de  símbolos  todo 
aquello  que  les  sorpren- 
de o  sugestiona,  que 
ampliando  la  forma 
fundamental  del  estilo 
con  nuevas  composicio- 
nes y  dibujos  donde  se 
emplean  las  líneas  esca- 
lonadas o  simétricas,  al- 
ternándolas con  figuras 
monstruosas  de  serpien- 
tes, dragones,  ídolos  y 
animales  sagrados,  lo- 
gran constituir  un  arte 
único,  pleno  de  concien- 
cia emotiva,  sujeto  a 
reglas  y  lleno  todo  él  de 
un  insuperable  lirismo 
geométrico. 

El  proceso  de  evolu- 
ción se  detuvo  y  empe- 
zó a  declinar  con  la  lie- 


I 


probar  con  los  numerosos  objetos  exis- 
tentes, reliquias  y  fragmentos  de  un  in- 
calculable valor  arqueológico,  encontra- 
dos en  los  departamentos  de  Guachipá, 
Tafí  Viejo,  Cayafate  y  Santa  María  de 
Catamarca,  lugares  donde  habitaba  esta 
famosa  tribu  perteneciente  a  la  gran  raza 
de  los  Diaguitas. 

Como  sucede  a  todos  los  pueblos  de  la 
antigüedad,  el  calchaquí  inicia  también  la 
formación  de  su  arte  característico  inter- 
pretando la  naturaleza,  germen  de  toda 
creación  maravillosa,  compendio  de  la 
humana  existencia  y  punto  intermedio 
entre  el  infinito  y  el  hombre. 

Las  creencias  religiosas,  fundadas  en  el 
misterioso  y  temible  poder  de  los  elemen- 
tos naturales,  llegan  a  ser  fuente  inago- 
table de  inspiración  para  el  artista,  el  cual, 
sin  otra  enseñanza  que  la  del  pensamiento 
y  el  instinto,  va  interpretando  en  forma 
originalmente  subjetiva  los  propios  senti- 
mientos, derivados  según  la  índole  de  sus 
temores,  impulsos  y  necesidades.  Por 
ejemplo,  la  falta  de  agua  en  los  valles  y 
altiplanicies  sedientas  de  las  montañas, 
originan  la  implantación  de  cultos  para 
atraer  la  lluvia  benéfica  que  les  asegure  el 
bienestar  y  la  abundancia;  y  de  tal  modo 
llega  a  desarrollarse  entre  ellos  la  costum- 


PORTALIBROS    Y    COFRE,    DECORADOS    CON    FIGURAS   SIMBÓLICAS. 


— r^LJv-^s 


gad»  de  los  conquistadores 
hispanos,  que  al  obligarlos 
primero  a  una  guerra  defen- 
siva y  al  someterlos  después, 
por  razón  de  ley.  a  su  autori- 
dad y  poderío,  acabaron  por 
desterrar  los  usos  del  pueblo 
sojuzgado,  empezando  a  per- 
der el  estilo  sus  formas  típi- 
cas y  originales  hasta  olvi- 
darse por  completo. 

Pero  como  el  arte  es  el 
testimonio  más  inconfundi- 
ble que  señala  la  existencia 
de  una  civilización  extingui- 
da, todo  cuanto  se  haga  hoy 
por  resucitar  el  arte  calcha- 
qui  tendrá  indudablemente 
su  compensación  en  el  éxito. 
por  tratarse  de  una  obra 
bella  y  genuinamente  ame- 
ricana. 

Los  ocho  pequeños  mue- 
bles presentados  en  la  expo- 
sición, por  cuyo  conjunto 
han  merecido  sus  autores  la 
medalla  de  oro,  nos  demues- 
tran que  ha  sido  francamen- 
te resuelto  el  loable  propósi- 
to de  hacer  extensiva  la  apli- 
cación del  estilo  calchaqui,  a 
todos  los  objetos  de  uso  in- 
dispensable en  la  casa  mo- 
derna; asi  lo  vemos  contem- 
plando uno  de  los  cofres,  pre- 
ciosamente decorado  con  di- 
bujos y  ornamentación  ca- 
racterística, cuyos  medallo- 
nes de  bronce  copian  amule- 
tos para  el  amor  y  símbolos 
invocatorios  de  la  lluvia. 

Otro  muy  artístico  tam- 
bién, aunque  menos  elegan- 
te de  línea,  es  el  que  aparece 
sostenido  por  columnas  de- 
rivadas de  la  estilización  ar- 
quitectónica de  un  yuro  cal- 


chaqui  -  antropomor- 
fo. Igualmente  intere- 
santes son  los  portali- 
bros y  bandejas,  con 
decoración  draconia- 
na y  serpentiforme, 
destacándose  entre 
todos  los  modelos  un 
cofre  coronado  por  la 
Trinidad  india  de  la 
Tanga-Tanga,  mode- 
lada en  bronce  y  lle- 
vando en  la  parte  del 
frente  un  relieve  ova- 
lado con  la  represen- 
tación simbólica  del 
temido  dios  Catequil. 
Estos  muebles,  verda- 
deras creaciones  origi- 
nales, basados  en  los 
motivos  autóctonos 
americanos,  afirman 
la  creencia  de  que  e¡ 
bello  arte  calchaqu:  es 
fuente  inagotable  de 


ARCA  DEL  MISMO  ESTILO  CON  DECORACIÓN  SER- 
PENTIFORME Y  APLICACIONES  DE  BRONCE  REPU- 
JADO. EL  MEDALLÓN  CENTRAL,  COLOCADO  EN  LA 
CERRADURA,  REPRODUCE  UN  AMULETO  PARA  EL 
BUEN  AMOR,  Y  LOS  DOS  LATERALES,  CON  ADOR- 
NOS DE  SIERPES  ENROSCADAS,  SON  SÍMBOLOS 
INVOCATORIOS    DE    LA    LLUVIA. 


bellezas  ornamentales,  y  que 
al  ser  aplicadas  con  habili- 
dad a  las  artes  industriales  y 
decorativas  podría  crearse 
un  estilo  básico  inconfundi- 
ble y  netamente  nacional, 
sin  mezcla  extranjera  y  lla- 
mado a  tener  grandes  pro- 
yecciones en  la  arquitectura 
y  en  el  vasto  campo  de  la  de- 
coración. Solamente  obser- 
vándolo en  este  último  as- 
pecto, es  suficiente  para  cer- 
ciorarse de  que  los  anónimos 
artistas  que  lo  crearon  y 
lo  hicieron  evolucionar  te- 
nían una  intuición  notable 
del  ritmo  musical  de  las  lí- 
neas, del  equilibrio  y  lógica 
de  la  composición,  de  la  al- 
ternancia, del  dibujo,  de  la 
repetición  y  de  tantos  otros 
problemas  ornamentales. 

La  famosa  simbología  de 
los  calchaquíes,  cuya  repre- 
sentación más  importante  es 
el  dios  Catequil,  símbolo  del 
sol  y  del  fuego,  puede  consi- 
derarse como  el  principal  y  el 
más  indispensable  elemento 
decorativo  del  arte  que  nos 
ocupa,  pues  diferenciándose 
de  la  ornamentación  moder- 
na que  es  sólo  sensorial,  la 
calchaqui  es  sensorio-intelec- 
tual y  a  la  vez  nos  en- 
canta a  los  ojos  con  sus  lí- 
neas, colores  y  formas,  nos 
habla  al  espíritu  con  sus  sím- 
bolos y  oraciones. 

En  síntesis,  no  es  aventu- 
rado afirmar,  en  vista  del 
éxito  alcanzado,  que  los  ar- 


tistas  Guido  y  Cervi- 
no han  conseguido 
despertare!  interés  de 
todos  con  su  feliz  ini- 
ciativa, tendiente  a 
hacer  resurgir  de  nue- 
vo el  autóctono  arte 
precolombiano,  que 
por  su  lógica  singular 
y  característica  está 
llamado  a  servir  de 
base  a  los  artistas  ar- 
gentinos, para  la  for- 
mación de  un  estilo 
propio  y  eminente- 
mente nacional,  pues- 
to que  en  él  está  sin- 
téticamente represen- 
tada la  sobria  y  deso- 
lada vida  de  los  cam- 
pos americanos  y  el 
ritmo  musical  de  las 
canciones  incásicas. 

Antonio 
Pérez-Valiente. 


3^ 


EIE 


PORTALIBROS  Y  PUENTE  DE  MADERA  TALLADA,  CON  APLICA- 
CIÓN    EN      BRONCE     REPRESENTANDO    EL     DIOS     CATEQUIL. 


!'fe 


a  iar -^  ▼  "«T' ■▼"S7  "▼'^ 


^ 


EL      EMBARCADERO 

BOCETO    AL   ÓLEO    DE    FRANK    BRANGWYN. 


PROPIEDAD    DEL   SEÑOR    MARTIN    S.    NOEL. 


PLVS      • 
.  VLTPA 


— iOi_>.',^    N^l_^T^j:¿.-x— 


El  Balneario  Municipal  ha  per- 
mitido a  los  habitantes  de  Buenos 
Aires  hacer  un  descubrimiento 
extraordinario.  Buenos  Aires  tie- 
ne rio.  ese  viejo  Río  de  la  Plata 
que  sólo  conocen  los  que  viajan 
a!  extranjero  porque  lo  atraviesan 
en  vapor.  Nosotros  ya  no  lo  cono- 
ciamos.  Recordábamos  su  exis- 
tencia a  través  de  los  cantares 
patrióticos  y  a  través  de  lo  que 
nos  contaban  los  porteños  de 
otro  tiempo,  que  evocaban,  en 
medio  de  la  metrópoli  actual, 
con  su  puerto  atestado  y  sus 
dársenas  enormes,  la  visión  pre- 
térita del  Estuario,  con  su  olaje 
blando,  su  playa  inacabable,  ho- 
llada por  los  areneros,  sus  pasos 
conocidos  por  donde  entraba  el 
bienvenido  inmigrante,  hato  al 
hombro,  a  horcajadas  sobre  el 
cargador  descalzo,  dispuesto  a 
trabar  con  los  ojos  dilatados  el 
nuevo  horizonte  del  nuevo  país, 
promeja  de  la  fortuna  soñada. 
Pero,  a  medida  se  conquistaba 
esa  fortuna  y  crecía  con  ella, 
tumultuosa  y  grandiosa,  la  capi- 
tal de  todos,  el  río  se  fué  reti- 
rando, como  si  huyera,  conforme 
a  su  ley.  hacia  el  mar  distante, 
hasta  desaparecer  detrás  de  una 
hilera  de  toscos  edificios  y  de 
rudos  galpones  en  que  vibra  la 
forja  heroica  del  trabajo  común. 
No  lo  vimos  más  desde  enton- 
ces. Advertíamos  únicamente,  en 
los  paseos  dominicales  o  en  las 
huelgas  del  colegio,  mientras  se- 
guíamos a  la  locomotora  del 
manisero,  los  cajones  de  a»ua  turbia  en  que  dor- 
mitan los  grandes  barcos,  tendida  verticalme.ite  la 
cadena  del  áncora,  como  si  hubieran  echado  raíces 
de  hierro.  Nunca  estaba  presente  el  río,  en  su  am- 
plitud ma°;n!fica.  para  que  nos  dé,  con  el  lomo 
levantado  en  la  distancia,  la  sensación,  un  poco 
triste,  del  infinito  y  nos  exacerbe  con  el  deseo  de 
lo  ignoto,  con  el  afán  de  la  aventura,  que  emba-ga 
como  un  aroma  depresivo  y  hace  recordar,  cuai- 
do  se  retorna  a  casa,  canciones  olvidadas  hacía 
mucho . . . 

Síntesis  de  los  emporios  atlánticos  de  este 
lado  del  continente,  constructor  de  la  grandeza 
argentina  y  generador  de  la  potencia  centraliza- 
dora  y  cernidora  de  Buenos  Aires,  el  río  había 
desaparecido  convirtiéndonos  en  gente  medite- 
rránea, sustraída  al  sortilegio  de  su  inmensidad 
por  el  muro  implacable  de  la  ribera,  poblada  de 
colosales  arañas  de  acero  que  extienden  sus  ante- 
nas ingeniosas,  para  dejar  caer  al  fondo  de  ]a.i 


bodega-3  la  riqueza  íntegra,  el  sudor  total  de  la 
república.  El  río  no  estaba.  ¿Por  qué  instaron  su 
pérdida  rápida  los  cuidadores  de  la  ciudad?  Afa- 
nosos de  multiplicar  esa  riqueza,  ávidos  de  que  la 
actividad  del  puerto  resuma  las  actividades  todas 
de  la  población,  sin  conocimiento  de  lo  dulce  que 
es  agregar  a!  espectáculo  de  la  fatiga  colectiva  el 
paisaje  movible  del  río  abierto,  que  en  las  horas 
de  asueto  y  en  los  días  de  reposo  permita  a  la 
muchedumbre  aprender  de  su  extensidad  leccio- 
nes de  ánimo  y  de  su  paz  crepuscular  ejemplos  de 
sosiego,  alejáronlo  tanto,  escondiéronlo  tanto  de 
nuestra  vista,  se  fueron  tanto  margen  afuera  con 
la  máquina  y  con  el  monstruo  de  portland,  que 
no  nos  quedaban  de  su  esplendor  sino  los  vahos 
de  bruma  en  las  tardes  calientes  y  ruidos  bárba- 
ros en  la  jornada  perpetua. 

Jamás  se  vengaba  el  río.  La  ofensa  del  tráfago 
interminable  no  perturbaba  su  serenidad  augusta. 
Acogedor  y  cordial,  reflejaba  invariablemente  el 


cielo  dorado,  las  auroras  encendidas,  los  graves 
ocasos,  para  anegar  en  esa  luz  vibrante  y  profunda, 
iluminándole  la  esperanza,  a!  de  buena  voluntad 
que  viene  a  vivir  con  nosotros.  Ahora  se  abrió  la 
brecha  en  medio  de  la  aglomeración  portuaria,  a 
fin  de  que  volvamos  al  río  y  lo  contemplemos  en 
su  antigua  majestad.  Complicados  jardines,  ca- 
minos prolijos  y  retiros  placenteros  nos  acercan 
de  nuevo  para  que  oigamos  en  las  noches  la  voz 
familiar  del  Plata.  Lo  hemos  recobrado  inespera- 
damente y  lo  celebramos  con  fiestas  populares  en 
las  cuales,  a!  recrearnos  y  a!  inundar  el  alma  con 
la  luna  extendida  hasta  muy  lejos,  pensamos  en 
el  milagro  nuestro,  el  milagro  argentino,  ese  bu- 
que de  obscuras  bordas  que  sigue  viniendo,  como 
vino  aquella  vez  remota  la  carabela  inmortal,  en 
busca  de  la  tierra  desconocida. 


Alberto  Gerchunoff. 


DIBUJO    DE   FORTUNV. 


—  V^LS>^S, 


'>X  — 


Los  que  después  de  admirar  en 
las  tablas  los  talentos  proteicos  de 
Ermete  Novelli,  le  conocimos  en 
la  intimidad  de  su  vida  y  su  per- 
sona, podremos  borrar  difícil- 
mente de  nuestros  recuerdos  tea- 
trales esta  eminentísima  figura  de 
la  .escena  italiana,  que  acaba  de 
desaparecer. 

Mucho  se  ha  escrito  sobre  las 
interpretaciones  de  Novelli,  pero 
falta  aún  mucho  por  escribir. 
Cuando  apareció  en  el  Plata  pro- 
dujo fanatismcs,  hizo  olvidar  a  las 
mismas  eminencias  que  le  habían 
aitecedido.  Traía  dentro  de  la  es- 
cuela realista,  que  apenas  se  inicia- 
ba, y  de  la  cual  la  Duse  nos  había 
hecho  vislumbrar  las  nuevas  ver- 
dades en  la  «Dama  de  las  Came- 
lias» principalmente,  un  bagaje 
enteramente  personal,  propio,  li- 
bre ds  academicismcs  y  de  reti- 
cencias didácticas.  Cuando  lle- 
gaba a  la  más  alta  eficacia  dra- 
mática en  «Papá  Lebonard»,  como 
cuando  nos  hacía  estallar  de  risa 
en  «Mia  moglie  non  ha  chic»,  su 
labor  era  tan  sincera  y  espon- 
tánea como  la  naturaleza  misma. 

Yo    me  atrevo  a  decir   que  él 
culminó    la    influencia    del    arte 
teatral    italiano    entre    nosotros. 
Durante  treinta  años  se   habían 
sucedido    dueños    y    señores    de 
la    escena    argentina,     los    con- 
juntos dramáticos  italianos  reem- 
plazando a  las  compa- 
ñías españolas  que  du- 
rante la   colonia  y  las 
primeras  décadas  de  la 
Independencia    mono- 
polizaron   los    especta- 
dores. Y  fueron    intér- 
pretes de   «la   talla  de 
Salvini»,  ambos   Rossi. 
la  Ristori,  la  Pezzana, 
la  Tessero,  la  Duse,  la 
Boetti     Valvassura. 
Maggi,  Ando.  Pasta,  y 
otros    tantos    astros, 
quienes     componían 
aquel  estado  mayor  de 
la    declamación  itálica, 
que    nos  hizo    conocer 
con  sus  fases  múltiples 
todas  las  escuelas  y  to- 
dos los  géneros   en    los 
más  admirables  reper- 
torios de  dos  siglos. 

El  teatro  italiaro  educó  aquí  el  gusto  público 
y  estimuló  la  afición.  Era  ésta  su  misión  en  Euro- 
pa desde  el  siglo  xviii.  Francia  aprendió  en  su 
escuela  y  con  sus  artistas,  España  recogió  en  él 
saludables  enseñanzas,  hasta  tener  incorporada 
a  su  escena  una  comedianta  como  la  Civili. 

¿Seríamos  nosotros  temerarios  en  afirmar  que 
los  primeros  ensayos  del  actual  teatro  nacional  se 
alimentaron  en  aquella  fuente  poderosa  de  genio 
que  anualmente  nos  enviaba  la  madre  Italia  con 
generosa  y  solícita  fraternidad?  Es  el  caso  que  en- 
tre los  iniciadores  de  nuestro  teatro,  los  mejores 
actores  eran  italianos  o  hijos  de  éstos.  Battaglia, 
que  sobresalía,  fué  admirador  de  Novelli,  discípulo 
de  sus  enseñanzas,  recitaba  a  maravilla  sus  mo- 
nólogos, reprodujo  algunas  de  sus  interpretacio- 
nes. Y  Battaglia  fué  el  primer  verdadero  jalón 
de  un  teatro  nacional  con  vistas  a!  arte  verdadero. 

He  ahí,  pues,  definida  para  nosotros,  una  valio- 
sa faz,  un  ilustre  aspecto  de  la  tarea  de  Novelli 
en  la  Argentina.  Queríamos  decir  esta  verdad  como 
el  mejor  elogio  criollo  que  sirva  de  epitafio  al  exi- 
mio maestro  cuya  pérdida  llora  el  arte  universal. 
Era  nuestro  amigo,  admirador  de  la  potencia  del 
país,  entusiasta  de  nuestros  progresos.  Un  día  un 
ilustrado  diplomático  argentino  le  oía  en  su  cama- 
rín de  Roma  hablar  de  la  Argentina  y  el  Brasil 
con  aquella  sorpresa,  que  se  pintaba  en  su  cálida 
expresión  y  en  sus  grandes  ojos  expresivos  y  elo- 
cuentes. El  diplomático  le  dijo,  agradecido,  por 
toda  respuesta: 

-Amigo  Novelli,  sería  usted  el  mejor  agente 
de  inmigración  que  podían  pagar  nuestros  go- 
biernos. 

Rara  vez  se  obtiene  en  una  personalidad  de 
teatro  este  singular  desdoblamiento:  que  sea  gran- 
de como  intérprete  y  que  esté  lejos  del  nivel  vul- 
gar como  individuo.  El  arte  teatral  está  hecho  de 
intuiciones  en  gran  parte  —  por  lo  que  a  los  cómi- 
cos se  refiere  —  de  intuiciones,  de  vocación  impul- 
siva y  absorbente.  Y  siendo  una  carrera  más  prác- 


I 


ACERaCA-DE-NOVELLI 

POÍL-A,LFR»EDO~DUH  AU- 


tica  que  teórica,  a  menudo  los  artistas  llegan  al 
renombre  sin  haberse  cultivado  individualmente. 
Sería  ocioso  que  yo  adujera  ejemplos  para  pro- 
bar que  tal  actor,  tal  cantante  extraordinarios,  que 
a  veces  nos  deslumhran  por  sus  poderosas  facul- 
tades, que  son  un  prodigio  de  delicadeza,  de  gracia 
y  de  finura,  fuera  del  palco  escénico  disputarían 
al  más  caracterizado  mozo  de  cordel  su  torpeza, 
su  grosería  y  su  analfabetismo. 

Novelli  constituía  a  estos  respectos  una  honro- 
sísima excepción.  Era  el  erudito  comentarista  del 
teatro  que  representaba.  Aquellos  autores  que  me- 
recen ser  penetrados  en  sus  intenciones  más  re- 
cónditas, los  que  han  aportado  alguna  evolución 
a  la  escena,  o  marcaron  una  huella  apreciable  — 
citemos  para  abarcarlo  todo  el  nombre  de  Goldoni 
—  él  los  había  explorado,  con  ojo  de  crítico  ex- 
perto, y  con  lente  de  psicólogo.  Sabía  más  de  ellos 
que  cualquier  enciclopedia.  Esta  preparación  sin- 
gular le  permitió  abordar  a  su  vez  la  literatura  tea- 
tral y  cuando  lo  hizo  no  se  contentó  con  el  trabajo 
de  costumbres,  o  con  la  mera  observación  social, 
quiso  penetrar  en  la  historia  y  lo  realizó  con 
mano  segura  en  una  pieza  de  la  España  caballe- 
resca que  le  era  perfectamente  conocida  como  el 
idioma  de  Lope. 


Sus  grandes  triunfos  de  Buenos  Aires  estuvie- 
ron marcados  por  una  página  excepcional  en  su 
carrera  y  suficiente  para  consagrarle  sin  rival  en 
el  arte.  Se  midió  con  Coqueli.i  en  un  formidable 
duelo  artístico.  Si  no  le  excedía  en  la  nota  cómica 
interpretando  a  Moliere  o  a  Labíche  o  Hennequin, 
tampoco  le  cedía  terreno.  Pero  un  día  se  anunció 
que  los  dos  representarían  «Un  drama  nuevo» 
de  Tamayo  y  la  opinión  se  dividió  en  dos  apasio- 
nados campos  para  apreciar  a  los  grandes  come- 
diantes que  entraban  así  en  el  género  dramático. 
Nosotros,  con  nuestra  misma  preponderancia  de 
raza,  preferimos  al  Yorick  italiano  que  se  reveló 


un  coloso.  Los  rivales  se  conocie- 
ron y  se  trataron  aquí  en  tierra 
de  Buenos  Aires  y  se  rindieron 
mutuo  pleito  homenaje. 

Años  después,  Novelli  visitaba 
a  París  en  visita  de  reposo.  Fué 
invitado  á  tomar  parte  en  una 
fiesta  de  Le  Fígaro  y  recitó  en 
ella  un  monólogo.  Al  díasiguieijte, 
Sarcey,  que  no  le  conocía,  habló 
de  su  talento  con  entusiasmo  y 
declaró  que  aquel  artista  era.  sin 
duda,  un  «mimo»  extraordinario. 
¿Cómo  se  llamaba?  El  no  había 
oído  nunca  resonar  su  nombre. 
Coquelin  escribió  inmediatamente 
al  crítico  haciéndole  saber  que  Le 
Fígaro  había  hospedado  al  actor 
más  genial  de  Italia  a  quien  él 
consideraba  sin  competidor  en  la 
escenacontemporánea.  ¡Magnífico 
gesto  fraternal  del  insigne  colega, 
que  tocó  las  fibras  exquisitas  de 
Novelli.  Poco  después  presentán- 
dose en  la  escena  parisién.  Novelli 
obtenía  inmarcesibles  lauros! 

Ermete    Novelli,    no    sabemos 
por  qué,  amaba  últimamente  so- 
bre   todo    repertorio,    las    obras 
truculentas.      Este  penchanl    de 
los  postreros  años,  le   indujo    a 
abordar  la   tragedia.    Y    lo   hizo 
en  la  América  del  Sud.  Debutó  en 
el    género    con 
el    «Nerón»    de 
Cossa,  en  Mon- 
tevideo. Su  en- 
sayo no  fué  sa- 
tisfactorio. No 
es  que  careciera 
de  la  compren- 
sión  del  papel, 
ni    le    faltasen 
fuerzas  paralle- 
gar   a   la   nota 
cálida  de  la  vio- 
lencia. Es  que 
la   transición 
era   demasiado 
fuerte  y   tomó 
de    nuevas    al 
público    habi- 
tuado   princi- 
palmente acon- 
siderarle  el  rey 
del    vaudeitíüe. 
Los  convencio- 
nalismos   trá- 
gicos no  conve- 
nían, evidentemente,  a  su  voz  ni  a  su  gesto  que 
sabía,  sin  embargo,  llegar  otras  veces  a  la  verdad 
dramática  expresándola  con  realidad  sincera. 

La  noche  de  su  «Nerón»,  los  rugidos  del  Empera- 
dor que  huye  cobardemente  de  sus  perseguidores, 
arrancaron  más  que  pavor  risas  en  las  alturas  del 
teatro.  Novelli  detuvo  la  representación  y  vagó 
por  sus  labios  una  imprecación  que  no  llegó  a  for- 
mularse. Poco  después  lo  visitamos  en  el  escenario 
y  lo  encontramos  terriblemente  impresionado  por 
aquella  irrespetuosa  explosión  de  los  espectadores. 

—  ¿Qué  me  dice  usted  de  esos  ignorantes?  —  nos 
preguntó. 

Nos  atrevimos  a  explicarle  en  qué  consistía  el 
fenómeno,  apaciguando  un  tanto  su  ira,  pero  sin 
lograr  que  se  apease  del  propósito.  Días  después 
se  presentaba  en  «Otello».  Pero  tampoco  Shakes- 
peare que  le  daba  una  bella  ocasión  de  triunfar  en 
«La  bisbetica  domata».  le  propoicionó  una  victoria 
con  la  desgracia  conyugal  del  moro  de  Venecia. 

Es  tarea  difícil  convencer  al  talento  de  sus  erro- 
res. Al  partir  para  Italia,  la  última  vez  que  nos 
visitó,  quiso  rendirnos  una  prueba  de  su  afecto. 

¿Por  qué  no  me  escribe  una  obra,  nos  preguntó, 
y  nos  la  manda  a  Italia?  La  representaré  el  pró- 
ximo invierno. 

—  ¿De  qué  género,  Novelli? 

— ¡Si  pudiera  hacerle  algo  semejante  a«Alleluja»! 

—  No,  amigo  mío;  un  drama  fuerte,  vigoroso, 
vibrante;  quiero  que  sea  un  drama...  Aquí  hay 
ambiente. 

Por  mucho  que  nos  halagase  el  benevolente  pe- 
dido del  actor  no  osamos  arriesgarnos. 

Su  desaparición  aun  temprana,  pues  que  trabajó 
hasta  hace  pocos  meses  con  el  mismo  amor  a  su 
arte  que  en  el  vigor  de  la  juventud,  nos  llena  de 
dolorosa  melancolía.  Se  va  con  él  una  fuerza  efi- 
ciente del  arte  universal,  un  maestro,  un  genio 
extraordinario  que  Italia  aun  no  había  logrado 
reemplazar. 


—  f=>l-^''-S     "^    L1    Í^.^X  — 


e 


A  Mar  del  Plata  tta  el  que  figura. 


...  y  el  que  quiere  figurar. 


En   Nccochea,   es   oirá  cosa:   gente  tranquila  y   Je  paz. 


Si  el  viento  no  viene,  hay  que  ir  hacia  el  viento. 


El    veraneo   con    "camouflage"    tiene  sus   adeptos,   y    con  algún 
ingenio  puede  disfrutarse  en  ciertas  azoteas. 


Casa  con  dos  pueril 


puertas. 


A  la  playa  de  Quilmes 
ida  y  vuelta,  0.75. 


Aire  /resco  y  agua  "limpia"  en  el  Balneario  Municipal. 


,  .  pero,   ¡ojo  con 
la  ropa! 


Una  victima  de  la  página 
y   del  calor. 


PÁGINAS        HUMORÍSTICAS 


>>^— 


CONCURRENTES  A  MAR  DEL  PLATA 


«PARA      DEJAR      CONSTANCIA» 


GOUACHE    DE    HUERGO. 


-i^i.:r^- 


X^i^T  {-2^-5s.- 


Yo  dije  que  sí:  que  conocía  a  maravilla  los 
trabajos  pastoriles  de  esos  «écuyers»  de  la  alta 
escuela  gaucha.  Y  lo  sostuve  con  toda  la  ham- 
brienta inmodestia  de!  hombre  que  busca  em- 
pleo. Yo  quería  matar  mi  apetito,  un  terrible 
apetito  de  venganza. 

Tanto  hice  que.  por  fin.  pasó  a  mis  manos 
la  fotografía  con  la  orden  de  comentarla,  de 
glosarla.  Al  pie  de  un  fotograbado  mi  pluma 
iba  a  gustar  el  placer  de  los  dioses. 

Pero  me  arrepentí  a  tiempo,  porque  soy 
oportunamente  generoso. 

Para  esclarecer  estas  líneas,  debo  contar  los 
agravios  que  estuvieron  a  punto  de  sumergirme 
en  los  abismos  de  la  calumnia  y  de  la  injuria. 

Yo  soy  patriota  andaluz.  El  andaluz  patrio- 
ta, que  no  tiene  siquiera  el  consuelo  remoto 
de  una  autonomía,  es  la  antitesis  viviente  del 
Judío  Errante.  «¡Descansa,  descansa,  descan- 
sa!», le  grita  la  universal  opinión,  y  el  andaluz 
haraganea,  en  tanto  que  los  viñedos,  los  tri- 
gales y  los  olivares  se  cultivan  merced  a  la  ge- 
neración espontánea,  y  todos  los  frutos  de  An- 
dalucía, fruta  del  mundo,  amontónanse  sobre 
los  «docks»  del  puerto  de  Jauja.  Un  cotidiano 
milagro  del  pan  y  de  los  peces  en  unas  per- 
petuas bodas  de  Cana,  eso  resulta  el  país  donde 
se  atan  con  longaniza  los  «perros  chicos»  y  las 
«perras  grandes». 

Hijo  de  padres  castellanos,  yo  soy  criollo 
andaluz.  Por  eso,  mi  amor  a  la  patria  chica 
que  casi  estuvo  a  punto  de  no  verme  nacer. 
tiene  grandes  exageraciones.  En  el  libro  del 
viajero  más  observador  y  fiel,  advierte  mi  pa- 
trioterismo  mentiras,  insultos  y  calumnias.  En 
las  alabanzas  del  turista  mejor  intencionado 
sorprendo  frases  irritantes.  Sólo  reconozco  a 
mis  paisanos,  y  a  los  españoles  que  merecerían 


ser  andaluces,  el  derecho  de  exagerar  y  mentir 
acerca  de  nuestros  usos  y  abusos. 

¿Cómo  quieres,  lector  argentino,  que  mi  cora- 
zón no  clame  venganza,  cuando  muchos  de  tus 
compatriotas  escriben  y  hablan,  al  divino  botón, 
de  cosas  de  la  Tierra  de  María  Santísima? 

Yo  recuerdo  descripciones  de  corridas  en  las 
que  la  fiesta  española  además  de  bárbara  resul- 
taba disparatada.  Y  no  hablemos  de  los  bailes, 
las  serenatas,  las  borracheras  y  otros  excesos  des- 
criptivos. 

Así,  perdona,  que  al  ver  la  fotografía  que  a  la 
vista  tienes,  yo  sintiera  el  deseo  de  pintar  una 
escenita  gaucha.  Sin  trabajo  alguno,  asistido  por 
mi  valerosa  ignorancia,  me  habría  cobrado  con 
creces  el  más  burdo  de  los  relatos  taurinos  hecho 
en  el  país.  Pero  me  arrepentí  a  tiempo,  porque 
soy  oportunamente  generoso. 

Hay  cinco  horas  escasas  de  diferencia  entre  el 
sol  de  los  labriegos  y  artesanos  andaluces  y  el  sol 
de  los  peones  y  obreros  argentinos,  ambos  impe- 
riosos y  madrugadores  capataces.  Lo  que  nadie 
puede  calcular  es  la  diferencia  que  media  entre 
las  lunas  de  los  ociosos  de  la  Bélica  y  del  Plata. 

Cuando  en  las  dehesas  de  la  llanura  sevillana 
sestean  ya  los  bravos  toros  de  lidia,  bajo  la  vigi- 
lancia de  los  vaqueros,  los  jinetes  de  la  pampa 
inician  sus  labores.  Duro  es  el  trabajo  en  las  dos 
partes,  regateada  la  recompensa,  árida  la  vida, 
limitado  el  horizonte  espiritual,  ilimitado  el  hori- 
zonte terreno. 

Allí  se  pastorean  toros  aptos  para  un  combate; 
acá,  mansas  reses  de  matadero  y  de  frigorífico 
que  durante  cuatro  espantosos  años  fortalecieron 
marciales  estómagos.  De  ese  modo,  por  ley  fatal, 
la  ardiente  sangre  y  la  nutriva  carne  sirve  para 
alimentar  inútiles  luchas. 


No  sé  si  la  civilización  ha  llevado  a  las  gana- 
derías andaluzas  nuevos  métodos  de  crianza  y 
trabajo.  Todo  es  posible,  porque  la  economía 
política  sabe  meterse  donde  menos  la  llaman. 
Quizás,  anden  a  estas  horas  ensayando  proce- 
dimientos ahorradores  de  espacio  y  de  plata. 
Si  tal  cosa  sucede,  el  vaquero  andaluz,  el  gau- 
cho de  las  dehesas  vive  sus  últimos  instantes. 

El  alambre  de  púa,  los  administradores  in- 
gleses y  otros  aparatos  limitan  la  libre  acción 
de  los  vaqueros  argentinos.  Todos  los  poetas  y 
prosistas  estamos  de  acuerdo  en  que  el  gaucho 
desaparece.  Ya  no  hay  haciendas  misturadas 
que  apartar,  ya,  por  medio  de  trampas  y  ta- 
blones, las  reses  caen  rápidamente  en  manos 
del  matarife. 

Pronto  llegará  el  día  en  que  un  muchacho 
sea  capaz  de  pastorear  miles  de  cornúpetos, 
sentado  a  la  sombra  de  un  ombú  («sub  tégmi- 
ne  ombi»)  y  tocando  al  bandoleón  el  tango  de 
moda. 


Y  vendrán  otros  hombres,  otros  jinetes,  y 
una  nueva  leyenda,  forjada  con  verdades  y 
mentiras,  adornará  a  los  nuevos  héroes  del 
trabajo.  Y  alguna  vez,  las  viejas  lanzas  de  los 
gauchos  de  Quemes,  y  las  antiguas  garrochas 
de  los  vaqueros  de  Bailen,  volverán  a  hincarse 
en  el  pecho  de  los  valientes  y  en  las  espaldas 
cobardes. 

Propios  y  extraños,  indígenas  y  viajeros,  en 
libros  y  en  conversaciones,  dedicaranse  enton- 
ces como  ahora,  a  juzgar  ligeramente  pueblos 
entrevistos  y  usos  complicados. 

De  ese  modo,  por  ley  fatal  del  prejuicio  y  la 
ignorancia,  todo  ha  de  alimentar  inútiles  luchas. 

Raúl  P.  Osorio. 


La  IJpdada^ 

La  rueda  de  peones,  bruñida  en  perfiles  bastos 
por  la  claridad  del  fogón,  establece  como  una 
corona  viva  a!  viejo.  Caduco  y  rugoso,  su  cara 
remeda  un  nido  fosco,  disforme,  enzarzado  por  la 
breña  de  barbas  y  cabellos  ásperos,  en  el  fondo 
del  cual  lucen  sus  ojos  como  dos  huevos  de  pájaro. 

Es  pajón.  Rústico  mentor  que  satura  perpetua- 
mente las  imaginaciones  de  hazañas  fabulosas. 
Fundamentando,  a  través  de  lo  remoto,  su  ca- 
rácter desuso,  en  el  rol  de  los  ascendientes. 

— He  andao  de  ocasiones  mal  en  esta  vida...  Puf... 

—  ¿De  ropa?  —  chancea  a  la  sordina  uno. 

—  Ni  por  tarjas  cuento  las  hechas  a  la  justicia. 
¿Se  eren  qu'el  caldo  es  grasa  y  la  taza  cucharón? 
Me  les  acostumbraba  de  mozo  golpear  la  boca  a 
la  partida,  y  campo  ajuera  sólo  las  estrellas  en- 
dilgaban mis  paraderos.  ¡Era  un  vicio!  Conozco 
toíta  la  pampa  como  la  palma  e  la  mano,  dende 
la  cabeza  e  los  montes  grandes  hasta  el  pie  mes- 
mo  e  la  cordillera. 

—  Si  no'es  mentira  ai  ser  cierto. 

—  Di'ande  reales.  .  . 

Disimuladamente,  desentume  entonces  una  pier- 
na chueca,  atributo  infalible  de  sus  ascendientes. 
Y  repasa  como  para  sí  sus  memorias.  Sin  parar 
en  los  comentarios  chuscos  y  cantos  de  la  rueda, 
seguro  del  aprecio  fiel  escondido  bajo  las  aparen- 
tes contradicciones. 

—  Aura,  ansina  e  la  verdá,  tamos  medios  bi- 
chocos. Bollaos  como  chingólos.  Dende  que  me 
quebró  la  rodada...  Cuando  uno  llega  a  viejo, 
se  l'enjaretan  las  disgracias  como  gusanera  en 
cuero  d'epidemia  estaqueao  a  l'intemperie. . . 


—  No  arrugue. 

—  Óigale. . . 

—  ¡Pero  tuavía  puede  que  algún  día  resucite 
el  broto  de  abajo  de  las  raices,  y  sepa  todo  lo 
viviente  que  abarca  la  mirada'el  sol,  quien  es 
Pajón  viejo  aquí  y  ande  quiera! 

—  ¡Ah,  tigre! 

—  ¡Cola  larga! 

—  Una  vez  pelié.  .  . 

Y  va  a  abordar  la  rememoración  crónica  de  la 
hazaña,  cuando  entra  Inocencia,  la  hija  mayor 
del  antiguo  capataz  de  la  estancia,  viudo  de  mu- 
chos años.  Infundiendo,  desde  su  donosura  pesa- 
rosa, en  la  sospecha  instintiva  que  se  apunta  en 
todos,  un  silencio  confuso.  El  hijo  joven  del  pa- 
trón, que  fuera  tal  como  para  fluir  sus  dogmas 
universitarios,  asiduo  a  las  sobrecenas  del  fogón, 
falta,  ahora.  Se  ha  ido  otra  vez  a  la  ciudad. 

Sobre  los  16  años  de  la  muchacha,  se  transpa- 
renta  perceptibles,  por  influjo  espiritual,  los  se- 
cretos fatales...  Hay  en  sus  ojos  un  reflejo  de 
vacío,  en  su  aspecto  una  desbaratación  de  ilu- 
siones... La  ven  sin  mirarla,  cristianamente,  !a 
sienten  dañados.  Y  ella,  sin  saber,  sin  pensarlo, 
en  la  atmósfera  suspensa,  solicita  inadvertida- 
mente con  su  voz  apagada  y  embalsamante; 

—  Cuente  un  cuento.  Pajón. 

Y  Pajón  alza  la  cara  fosca,  completada  de  som- 
bra, escrutándola  como  desde  el  fondo  de  la  na- 
turaleza. Los  huevos  de  los  ojos,  dentro  el  nido 
de  barbas  ásperas,  asumen  una  extraordinaria, 
mutua,  equivalencia  providencial  de  sentimientos. 
Y  narra  el  cuento  positivo  de  la  rodada. 

—  No  me  quisiera  acordar,  m'hija. .  .  Jué  en 
tiempo  que  los  campos  florecen,  y  a  la  oración 
cuando  el  cielo  se  nos  mestura  con  l'alma.  Yo  iba 
en   el   zaino   fino,   cortando   campo   y   cantando, 


casi  a  media  rienda  deslum- 
brao  rentendimiento,  olvldao 
de  yo,  como  pa  dir  del  tirón 
hasta  la  fin  del  mundo. . .  Y 
enderrepente  se  m'hizo  ovillo, 
se  me  perdió  d'entre  las  pier- 
nas. ¡Mi  madre,  rodada  fiera! 
Me  tapó  entero.  Y  con  el  gol- 
pe, al  hilo  mesmo,  sentí  Gru- 
jirme l'esqueleto;  ¡ese  crujido 
mortal  que  se  juye  de  la  vida 
a!  rayar  contra  los  alientos  de 
la  sipultura!  Me  había  que- 
brao,  este  caracú. . .  La  noche 
enterita  la  pasé  al  raso,  gri- 
tando a  ratos,  ma  ver  si  me 
oiba  algún  viviente  que  me 
socorriese.  Y  pu'allá,  qué  sé 
yo,  vean  lo  que  son  los  mis- 
terios, ¿no?  Pu'allá...  sentía 
mis  propios  gritos  como  si  se 
astillasen,  o  que  otro  me  res- 
pondiera igualito,  de  muy  lejo, 
de  nuien  sabe  onde.  . .  ¿Quién 
m'iba  responder?  Naide... 
Naide. . . 

Los  ojos  de  la  muchacha 
se  agrandan,  experimentan 
infinita  la  sensación  del  desam- 
paro; suponen  dos  sentidos  de 
asombro  prontos  a  desplomar- 
se expiatorios  en  la  propia 
conciencia.  Los  peones,  car- 
gados de  escuchar  relación  tan 
sabida,  o  por  deuda  piadosa, 
van  puerteando  uno  a  uno  con 
e!  sueño  en  los  párpados  y  el 
desentono  en  el  ánimo,  hacia 
el  galpón,  difuso  en  la  noche. 
—  Ansina  son  las  rodadas, 
traicioneras  y  desgraciadoras. 
Parao  cualesquiera  sale,  sí, 
,,  cualesquiera:  corriendo  y  a  las 

risadas  adelante,  si  la  discon- 
fianza o  la  sospecha  le  secretea 
a  tiempo.  Pero  cuando  se  va 
cantando,  con  el  cielo  entero 
en  el  corazón,  por  campo  com- 
parao  a  la  mano  propia  de 
liso  y  siguro,  y  se  da  güelta 
como  la  suerte  e  taba  el  montao  de  toda  nuestra 
fe  ciega...  Ah,  entonce  no  hay  parador.  Si  pa- 
rece qu'es  la  mesma  tierra  que  nos  faltara  abajo 
de  golpe,  que  la  vida  se  nos  desparramara  d'entre 
las  manos  hecha  hilachas  de  humo. .  .  A  los  vie- 
jos nos  quiebra  los  güesos  una  rodada  ansina, 
¡a  los  inocentes,  pior,  les  quiebra  I'alma! 

Finaliza  sus  palabras  con  un  acento  rudo  de 
quebranto,  de  lástima,  de  perdón.  Nadie  extraño 
queda  ya  en  la  cocina.  Y  la  muchacha,  en  la  so- 
ledad auspiciosa,  como  en  el  chai  de  la  madre 
muerta  que  parece  patentizarse  en  la  noche  mag- 
nánima, rompe  en  sollozos  sobre  los  ecos  del  re- 
lato, implorando  a  la  obscuridad. 

—  ¡Mama!  ¡Mama! 

Pajón,  ante  la  queja  íntima,  aquel  otro  crujido 
mortal,  infeliz,  ridículo,  la  ampara  en  su  abrazo 
bendito. 

—  Güeno,  criatura...  ¡Llore  aural  Criatura, 
criatura. . . 

El  capataz  entra  en  ese  momento,  imprevista- 
mente, sorprendiéndose  de  la  escena.  Y  Pajón,  de 
golpe,  brusco,  vuelve  ante  él  al  predominio  de  los 
ascendientes,  contestando  a  su  ansiedad,  refren- 
dada la  manifestación  en  la  falla  fatal  de  su  pierna. 

—  Ha  rodao.  ¡Le  han  quebrao  l'alma! 

—  ¡Rodao!  ¿Cuándo,  cómo?  ¡M'hijita! 
Silencio.  . .  Llanto. . .  Opresión  de  corazones. . . 

La  noche  parece  realmente  que  empuja  su  obscu- 
ridad besando  las  frentes  abatidas.  Y  el  nido  de 
la  cara  del  mentor,  con  los  huevos  de  los  ojos 
lacerados  de  pena  bruta  y  humana,  se  doblega, 
trémulo  sobre  el  fuego  que  muere,  en  un  estrago 
de  sentimientos,  de  justicia,  de  ignorancia... 


Albino  Dardo  López. 


DIBUJO   DE  2AVATTARC. 


— •I='Ij:v.':S    X<'T^T"I2>x— 


LA       POMPA 

Ser  una  cola  de  oro  y  pedrería 

Y  un  brutal  grito  azul...  y  en  su  apogeo, 
Sentir  arder  en  él,  como  el  deseo. 
Todos  los  ojos  con  que  admira  el  día. 

Glorificar  ante  el  amor  sumiso. 
La  belleza  total,  perfecta  y  sola. 
Presentir  que  en  su  grito  y  en  su  cola 
Desgaja  un  árbol  de  oro  el  Paraíso. 

LA       RUEDA 

Crujiente  crispadura  de  oro  vivo 
Dilata  en  su  lujuria  esplendorosa 
Un  viso  de  sutil  flámula  rosa 
Sobre  el  deslumbramiento  convulsivo. 

En  penacho  de  estrellas,  su  hondo  anhelo 
Abre  al  amor  irresistible  estuche. 

Y  en  la  turgencia  del  ansioso  buche, 
Profundo  fuego  azul  inflama  el  cielo. 

EL       ORGULLO 

Y  todo  él  no  es  más  que  oro,  oro,  esmeralda, 

Y  oro  otra  vez,  y  vividos  cianuros. 
Que,  ya  apaga  en  relámpagos  oscuros. 
Ya  en  espasmos  flamígeros  escalda. 

Fuego  de  oro,  no  más.  De  cuando  en  cuando, 
Parece  que  lo  atiza  con  las  alas. 

Y  que  en  la  cruel  soberbia  de  sus  galas. 
Dos  cuchillos  de  cobre  está  afilando. 


Jfllli 

jiíiíiiiír" 


LA       AURORA 

Anticipando  al  sol,  la  ardiente  rueda 
Alza  en  el  prado,  porque  más  resalte, 
En  un  prodigio  de  ilusorio  esmalte, 
La  ilusión  prodigiosa  de  su  seda. 

Maravillada  así,  su  audaz  derroche 
Aturde  al  día,  y  pone,  en  lento  giro, 
Pestañas  de  oro  al  lóbrego  zafiro 
De  los  ojos  tardíos  de  la  noche. 

LA        TARDE 

El  cielo  funde  ya  su  piedra  fina 
En  el  horno  del  sol,  que  tras  del  monte, 
Va  esmaltando  el  metal  del  horizonte 
Con  los  más  bellos  cromos  de  su  mina. 

Mordido  de  color  en  cada  poro. 
Friega  de  oro  el  metal  su  pulimento, 

Y  exorbita  hasta  el  cénit  un  violento 
Pavo  real  verde  delirado  en  oro. 

LA       NOCHE 

Desmaya  el  campo  en  la  blandura  inerme 
De  la  noche  feliz.  Sobre  el  paisaje 
Serenamente  azul,  en  su  plumaje 
De  torvo  pavo  real  la  sombra  duerme. 

Y  hacia  las  blandas  playas  de!  olvido. 
Vuelca  la  Vía  Láctea  su  tesoro. 
Como  la  gigantesca  cola  de  oro 

De  algún  profundo  pavo  real  dormido. 


—J=>LS^^^ 


' :  «ir 


En  los  días  invernales,  Mar  del  Plata  es  una 
ciudad  sin  atractivos.  El  vendaval  azota  con  vio- 
lencia sus  largas  y  solitarias  calles;  gimen  los 
vientos  al  dar  en  el  paredón  de  la  Rambla,  chocan 
fuertemente  sobre  el  frente  de  los  modernos  edi- 
ficios, y  su  eco  se  une  al  bramido  ronco  de  las 
tempestades  marinas.  Nadie  dijera  entonces  que 
esta  desolada  ciudad  es  durante  una  época  del 
año  el  centro  de  los  placeres  y  del  lujo.  Pero  llega 
diciembre,  y  el  milagro  de  la  transformación  se 
realiza.  Cada  tren  que  sale  de  Buenos  Aires  con- 
duce una  avalancha  de  gente  desocupada  y  anda- 
riega. Abrense  los  lindos  chalets  de  la  Loma,  los 
hoteles  cosmopolitas,  los  clubs,  los  centros  spor- 
tivos, los  casinos  donde  se  juega  y  se  derrocha. .  . 

Iniciada  la  estación  de  verano,  nadie  piensa  ya 
en  otra  cosa  que  no  sea  divertirse:  y  desde  ese 
momento  las  horas  resultan  demasiado  breves 
para  asistir  al  tennis,  al  golf,  a  las  fiestas  de  todas 
clases...  Se  sale  a  pasear  por  la  Rambla,  y  la 
fotografía  y  el  flirt  parecen  consecuencias  obliga- 
das de  la  salida.  La  casualidad  hace  que  se  im- 
ponga un  deporte  cualquiera  o  un  atavío  sin  im- 


portancia, y  veréis  a  todo  el  mundo  imitarlo  o 
adoptarlo  sin  discusión,  porque  la  moda  no  es  ele- 
gante discutirla,  se  acepta  o  no  se  acepta. 

Desde  diciembre  hasta  fines  de  marzo,  puede 
considerarse  a  Mar  del  Plata  como  la  ciudad  de 
la  sonrisa.  Todo  en  ella  es  optimista  y  alegre.  Mu- 
jeres elegantes,  con  siluetas  y  ademanes  de  figu- 
rín neoyorquino,  lucen  modelos  costosos  firmados 
por  Worth  o  por  Doeuillet.  Hasta  el  escenario  de 
la  playa  misma,  con  su  núblico  heterogéneo  de  ba- 
ñistas y  curiosos  entretenidos  resulta  un  pretexto 
más  para  lucir  las  ricas  toilettes,  para  exhibirse, 
para  dar  expansión  a  los  lujosos  refinamientos  del 
gran  mundo.  Así,  entre  frivolas  diversiones  y  fri- 
volidades transcendentes,  van  pasando  semanas  y 
semanas,  hasta  que  los  ligeros  fríos  otoñales  mar- 
can el  término  obligado  del  veraneo  fácil  y  agra- 
dable. Es  entonces  cuando  se  dispone  el  retorno 
definitivo,  complicado  siempre  con  el  mismo  tu- 
multo amenazador  de  pintorescos  equipajes,  en 
cuyo  fondo,  archivo  de  pasajeras  dichas,  van  galas 
y  vestidos  que  ridiculizará  la  moda  futura. 

Y  entretanto  la  playa  va  quedando  sola. . . 


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ESPERANDO    LA    SALIDA    DE    LOS    BAÑISTAS 


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ARTE      ARGENTINO 


CRUZANDO     LA     LOMA 


ÓLEO   DE    FERNANDO    FADER. 


PIVS     • 
.  VIXP4 


— i:=>l_^ -^>    x^LT^rzí^x- 


PATIO  DE  UNA  CASA  COLONIAL  EN  CUBA 


í^otograíia  de  González  Garaño. 


ly^- 


APOLDIZAI^ 


POR 


EDUARDO 
ACEVEDO 


AL    POETA    IVA:I    TABOR... 

No  se  usa  tanto  de  la  lira  como  en  otro  tiempo. 
No  me  refiero  al  instrumento  simbólico  del  poeta. 
Aludo  a  las  combinaciones  métricas  así  llamadas. 
Pero,  si  no  se  riman  con  frecuencia  las  liras  de 
cinco,  o  de  seis  versos,  en  cambio  se  abusa  siem- 
pre de  la  lira,  propiamente  dicha;  siendo  de  ex- 
trañar que  un  vocablo  nuevo,  como  el  de  «liro- 
manía»  no  haya  sido  introducido  en  el  léxico  para 
calificar  el  exceso,  ya  que  se  hizo  uso  de  la  voz 
lirismo  para  otro  extremo  criticable. 

Muy  raro  es  el  que  no  se  crea  nacido  para  el 
cultivo  de  lo  bello  en  verso.  Todos  quieren  ma- 
nejar el  plectro,  herir  la  cítara  o  la  lira,  y  a  fe 
que  muchos  «hieren»  ésta  o  aquélla  de  verdad. 
La  ficción  poética  del  plectro  se  transforma  para 
ellos  en  una  batuta  tangible  y  cierta,  cuando  no 
en  un  batintín  chinesco,  sin  fijarse  que  la  rima 
y  el  ritmo  entran  en  pelea  «no  obedeciendo  en  el 
turbado  canto  —  la  cuerda  al  plectro  ni  la  voz 
al  canto»,  como  dijo  un  maestro  en  estrofas. 

Es  una  especie  de  mal  romántico  de  juventud. 
Cada  cerebro  que  empieza  a  chispear  anhela  el 
desahogo  en  forma  métrica  por  instinto  sexual,  a 
manera  del  pájaro  que  azuza  en  su  gargantilla  el 
don  de  atraer  a  su  compañera  en  la  época  del  celo. 

Algunos  alados  sin  plumaje  pintoresco,  por  el 
contrario,  bien  opaco  y  deslucido,  lanzan  arpegios 
o  trinos  tan  deliciosos,  que  en  breves  instantes  les 
improvisan  auditorios  selectos,  y  aun  cortes  de  alto 
coturno  como  en  los  juegos  florales,  con  la  dife- 
rencia de  que  para  esos  cantores  la  «rosa  natural» 
es  la  más  seductora  de  las  reinas  que  le  rodean 
en  lo  oculto  del  boscaje.  Son  líricos  de  privilegio. 

Otros  a  su  vez,  enseñan  galas  deslumbrantes, 
remos  de  reflejo  tornasol,  cuellos  arqueados  y  pe- 


nachos de  señorío.  Sin  embargo,  cuando  cantan 
ahuyentan  a  la  grey  que  se  ha  acercado  curiosa 
para  admirar  sus  lujos  de  oropel.  Les  está  vedado 
engolfarse  en  dulces  y  amables  armonías. 

Sin  ser  ellos:  considérense  reunidos  en  un  trazo 
de  la  selva  mixtos,  benteveos,  gorriones  y  coto- 
rras en  bizarra  confusión  y  en  ejercicio  sus  órga- 
nos vocales,  y  se  tendrá  un  remedo  fiel  de  la 
poetambre  que  «en  invierno  se  emboza  con  la  lira». 

La  «liromanía»  tiene  diversas  fases  risueñas,  pero 
también  una  grave;  y  es  la  de  que  algunos  se  creen 
indignos  de  la  gracia  femenina  si  no  producen  un 
adonice  siquiera  que  llegue  a  cautivar  a  la  dama 
desdeñosa.  Cuando  todo  pende  de  un  dáctilo  y 
de  un  espondeo,  ocurre  así  que  la  facultad  no 
alcanza  y  la  creída  inspiración  se  ofusca.  ¿Qué 
hacer  en  trance  tan  amargo  para  correr  el  verso? 
Correr  el  verso  es  tarea  difícil  para  el  que  no  está 
al  habla  con  la  musa.  ¡Lástima  grande!  Una  cesta 
de  plata  llena  de  magníficas  orquídeas  de  las  aro- 
madas podría  suplir.  Pero  eso  no  sería  más  que 
un  símbolo  del  adónico  entrelazado  con  sáficos. 
Hay  que  atacar  el  verso  con  valentía.  Y  el  joven 
aspirante  a  poeta  estudia,  se  afana,  se  abisma  en 
hondas  pesquisas,  buscando  una  fluidez  codicia- 
ble y  una  corrección  exigible,  sin  que  el  estro  le 
ampare  ni  el  oído  responda.  No  obstante,  se  en- 
capricha; otros  lo  consiguen  sin  esfuerzo;  son  ala- 
bados, sonreídos,  preferidos;  la  musa  ha  de  so- 
plar, pues  que  se  trata  de  un  voto  ferviente  con 
relieves  de  bello  y  de  sublime.  Y  al  fin,  en  pos  de 
noches  en  vela  y  de  vuelos  mentales,  de  enmiendas 
y  remiendos  y  sudores  del  alma,  el  vate  «apoloiza» 
y  desprende  de  su  espíritu  una  larga  inspiración, 
semejante  a  una  de  esas  guias  de  flores  de  papel 
o  hilo  que  un  jugador  de  manos  extrae  del  fondo 
de  un  sombrero  de  felpa  con  asombro  del  público 
de  feria. 

¡Tan  arduo  suele  ser  fundir  tonos  exquisitos, 
propios  de  los  grandes  rimadores! 

En  la  poesía  lírica  se  ven  muchos  de  esos  casos. 
Los  versos  para  el  canto  de  ideas  o  de  afectos, 
conservan  siempre  estrecho  parentesco  con  los 
demás  del  género,  antes  de  que  el  sello  original, 
personalísimo  del  autor,  que  en  el  empeño  de  dár- 
selo a  su  poesía,  rebusca,  urde  y  violenta  el  estro 
si  lo  tiene  hasta  ensañarse  con  el  buen  gusto  y 
la  estética  delicada.  Rehuyendo  la  imitación,  suele 
caerse  en  la  extravagancia  o  en  lo  insípido. 

Poetizar,  es  hacer  fluir  armonías  del  espíritu  con 
encantadora  naturalidad. 

Hay  ingenios  preclaros  en  el  arte  mayor;  como 
hay  inspiradas  en  el  numen  de  Safo. 

Los  que  abordan  el  alto  poema  son  contados; 
y  en  corta  proporción  quienes  hacen  cabalgar  un 
verso  sobre  otro  con  deleitable  maestría.  Pero,  en 
cambio,  los  más  glosan  en  demasía  las  mismas 
emociones.  Cuando  una  de  esas  emociones  es  nue- 
va, ignota,  rara,  algo  como  un  fluido  impondera- 
ble que  sirve  al  espíritu  de  puente  entre  la  belleza 
plástica  y  la  belleza  ideal,  cabe  decir  que  la  nota 
supera  a  la  más  extensa  del  canto  si  hubiese  gama 
en  la  poética. 

El  cerebro  ha  dado  entonces  como  expresión 
artística  de  la  belleza,  algo  de  obscuro  para  mu- 
chos, y  de  lumínico  para  pocos;  especie  de  lirios 
cárdenos  que  espiran  perfumes  desconocidos  al 
comiin  de  las  gentes.  Lo  que  quería  fuesen  sus 
estrofas  Mallarmé,  el  codicioso  insaciable  del  se- 
creto, el  ávido  de  soñados  ecos  no  perceptibles 
para  el  mundo.  También  Verlaine.  Aunque  el  hada 
verde  fuese  el  médium  escogido  para  la  cita  con 
la  musa,  preciso  es  reconocer  que  este  artificio 
para  excitar  la  célula  a  abismarse  fuera  de  fron- 
teras, les  era  propicio,  como  lo  es  el  lenticular  al 
explorador  de  los  cielos.  Lo  mismo  a  Darío.  Poco 
importaba  para  estos  singulares  entes  de  la  poéti- 
ca el  sacrificio  pleno  de  la  salud,  con  tal  de  des- 
cubrir un  signo  leve  de!  «quid  divinum», 

Y  por  ese  camino  tantos  van,  y  han  de  seguir! . . . 

Los  puramente  líricos,  los  que  endechan,  los 
que  se  ordenan  en  plañideros  no  se  despojan  de 
lo  humano,  al  punto  de  cabalgar  en  la  fantasía 
hasta  lo  «incognoscible  y  maravilloso».  Sus  vuelos 
son  más  cortos.  El  nunca  más  de  Poe  les  señala 
el  límite. 

El  hada  verde  indicó  a  Poe  como  mejor  mé- 
dium al  cuervo  lúgubre.  Saber  el  porqué,  la  razón, 
la  causa  del  infinito,  era  mucho.  Se  llega  al  ex- 
tremo verosímil  de  lo  «contingente  y  relativo». 
Nunca  más! . . . 


No  extrañe  usted  estas  cosas. 

Se  me  ocurren  en  presencia  de  la  multitud  de 
versos  que  por  todas  partes  aparecen  y  se  repar- 
ten a  modo  de  boletines  de  un  «espíritu  joven  y 
creador»,  ajeno  al  viejo  espíritu,  para  explicarme 
más  claro;  y  no  a  los  muy  contados  poetas  que 
aquí  y  acullá  salpican  de  vez  en  cuando  con  clari- 
dades vivas  el  cielo  de  la  literatura  como  gérme- 


nes de  estrellas  que  se  esfuerzan  por  escapar  a  la 
nebulosa  y  esplender  con  luz  propia.  Con  lo  que 
digo,  que  no  es  fácil  hacerse  sol,  aunque  sea  sol 
de  fantasía. 

Para  ajustarse  a  la  métrica  y  a  la  trova,  a  la 
poesía  ligera,  hay  muchos  bien  dispuestos.  Para 
alcanzar  el  ideal  helénico,  que  nunca  hemos  lle- 
gado a  comprender  en  toda  su  plenitud,  según  el 
filósofo  alemán  que  no  respetaba  fronteras;  y  com- 
plementar aquel  ideal  incomparable,  son  rarísi- 
mos, y  como  tales,  intérpretes  de  jeroglíficos  di- 
vinos. Citar  alguno,  aunque  exista,  sería  exponer- 
se a  un  error,  aunque  error  sincero.  El  cuervo 
saldría  gritando:  nunca  más! 

Y  aunque  así  no  fuera:  en  los  magníficos  arre- 
batos del  aeda  de  genio  el  pensamiento  escolla, 
porque  no  halla  el  vocablo.  Pues  si  el  léxico  no 
da  el  medio  —  se  dijo  más  de  uno  —  echemos 
mano  al  símbolo.  Alrededor  del  símbolo,  haremos 
el  bordado  de  lo  ignoto  y  de  lo  inexpresable  como 
clave  extrahumana  del  misterio.  Pero,  el  cuervo 
bisbisa  con  aire  sardónico;  no,  nunca  más!  La  be- 
lleza ideal,  en  forma  y  alma,  la  suspiró  en  vano 
el  hada  verde.  Apesar  de  ello,  se  obstina. 

La  poesía  ligera  moderna  puede  hacer  de  las 
plantas  un  Diego  de  noche,  un  ombligo  de  Venus, 
como  la  antigua  hacía  un  laurel  de  Dafne,  y  ané- 
monas de  las  lágrimas  de  la  diosa  del  amor;  en 
esto  nada  de  nuevo;  ni  en  lo  épico,  ni  en  lo  idi- 
líaco,  ni  en  lo  pindárico,  ni  en  lo  trágico.  Se  ad- 
miran a  Goethe  en  el  poema,  a  Shakespeare  en  el 
drama,  a  Hugo  en  lo  lírico;  y  bien  admirados. 
Se  estudia  con  ellos  el  corazón  humano  en  sus 
más  hondos  ideales  y  pasiones. 

Fuera  de  duda,  que  el  dolor  es  fuente  fecunda 
de  la  poesía.  El  dolor  moral,  cuando  existe  afini- 
dad entre  él  y  un  sentimiento  venerable  o  una 
idea  excelsa,  vibra  en  el  verso  como  flecha  de  sol; 
se  adivina  en  la  escultura  correcta;  se  destaca  en 
la  cara  de  un  cristo  pincelado  por  artista  de  genio. 

Pero  es  necesario  sentirlo  de  verdad.  Para  el 
que  lo  simula  o  inventa,  Erato  se  muestra  fría  y 
muda.  Habrá  verso,  pero  no  poesía,  pues  que  no 
existe  emoción  real,  o  sea  un  estado  del  alma  que 
no  puede  ser  suplido  por  la  imaginación.  Erato 
era  para  el  clásico  helénico  la  sencillez  genuina; 
y  el  dolor  cuando  inspiraba,  debía  diluirse  en  la 
sencillez  de  la  estrofa,  al  punto  de  que  en  su  re- 
citación o  canto  repercutiera  en  el  oyente  como 
si  él  mismo  lo  sintiese. 

En  el  fondo,  pues,  la  poesía  no  ha  cambiado; 
lo  que  ha  cambiado  es  la  forma.  Como  se  ha  dicho, 
ya  de  escuelas  literarias,  ya  de  laúdes  nuevos, 
todo  es  cuestión  de  «moda».  Y  las  «modas»  pasan, 
sin  que  por  eso  se  transformen  o  modifiquen  sus- 
tanoialmente  los  organismos  que  las  adoptan. 

Respecto  a  usted,  me  permito  aconsejarle  que 
no  tome  muy  en  serio  ciertos  asuntos  del  arte. 
Haga  usted  versos;  pero  así...  como  en  broma! 
No  es  que  sean  malos  sus  versos.  No. .  .  Nada  de 
eso! . . .  Apoloice  usted  por  distracción  de  espí- 
ritu, pues  esto  muchas  veces  evita  que  él  se  enca- 
mine por  entusiasmos  excesivos  al  boquerón  del 
sur  en  vez  de  orientarse  hacia  el  sol  azul  de  la 
Lyra.  ¡Travesuras  del  propio  ingenio!  Sino,  re- 
cuerde usted  lo  que  en  una  hora  de  buen  humor 
y  de  alegría  sana,  escribió  el  infortunado  bardo 
Acuña,  que  sabía  de  lógica  superior  y  de  alta 
poesía; 

Yo,  a  lo  menos  por  mi,  protesto  y  juro  —  que  si 
al  irme  trepando  en  la  escalera  —  que  a  la  gloria 
encamina  —  la  gloria  me  dijera  —  sube  que  aquí 
te  espera  —  lo  que  tanto  te  halaga  y  te  fascina  —  ya 
la  vez  una  chica  me  gritara  —  baje  usted  que  lo 
aguardo  aquí  en  la  esquina,  —  lo  juro,  lo  protesto  y 
lo  repito  —  si  sucediera  semejante  historia  —  a 
riesgo  de  pasar  por  un  bendito  —  primero  iba  a  la 
esquina  que  a  la  gloria  —  porque  será  muy  tonto  — 
cambiar  una  corona  por  un  beso.  —  Mas  como  yo 
de  sabio  no  presumo.  —  me  atengo  a  lo  que  soy.  de 
carne  y  hueso  —  y  prefiero  los  besos  y  no  el  humo  — 
que  al  fin,  al  fin,  ¡a  gloria  no  es  más  que  eso. 


Buenos  Aires,  XII,  1918. 


DIBUJO   DE   SIRIO. 


— i=>i_;v:s 


LAS    TOILETTES    DE     PICHULA     EN     MAR     DEL     PLATA 


D*  muñana, 
d  kimono. 


El  paseo  en 
la  Rambla. 


Al  recogerse  para  el  descanso. 


Para  la  comida 
en  el  Bristol. 


Dibujos  de  Larco. 


— i=>i_;:v<s 


OLEDADES  floridas  de 
Valldemosa  donde  Da- 
río fué  a  sus  soledades 
y  volvió  de  sus  soleda- 
des; casa  hospitalaria 
de  Sureda,  ¡reavivad  los 
recuerdos  del  maestro! 
En  esa  cama  antigua  de  los  hués- 
pedes ilustres,  entre  cuatro  columnas 
salomónicas  y  bajo  un  dosel  de  bro- 
cada tela,  reposó  el  corpachón  de 
Darío.  Allí,  en  el  trasnochar  yacente, 
a  la  luz  de  una  vela,  leía  el  maestro 
la  vida  de  un  maestro  que  él  eligió 
para  recibir  lecciones  de  paz  conso- 
ladora. Y  mientras  gustaba  la  vida 
de  San  Bruno  relatada  en  francés, 
quizás  la  mano  izquierda  de  Darío 
acariciando  la  próxima  columna  halló 
que  el  torneado  trozo  tenía  movi- 
miento sobre  sus  ejes.  Y  maquinal- 
mente,  hacíale  girar  a  compás  del 
vivir  cartujo  del  bendito  varón.  Y, 
entonces,  el  pensamiento,  apartán- 
dose del  libro  casi  santo,  fijóse  en 
la  rotación  de  aquella  espiral  que 
fingía  horadar  el  dosel  para  elevarse 
a  las  alturas. 

Yo  veo  a  Darío,  el  pensador,  cavi- 
lando sobre  esa  ilusión  óptica,  para 
hallar  en  la  columna  salomónica  que 
gira,  un  símbolo  de  las  existencias 
consagradas  al  ensueño,  que,  como 
espirales  sin  fin,  parecen  elevarse  a 
las  alturas  sin  cambiar  de  sitio,  cla- 
vadas a  estéril  superficie. 

Ya  la  «Vie  de  Saint  Bruñe»  yace 
abierta,  texto  abajo,  junto  al  corpa- 
chón de  Darío.  La  fantasía  genial  gira 
y  gira  más  rápida  que  la  columnita,  y 
retrocediendo  y  adelantándose,  bus- 
ca el  origen  del  fuste  salomónico,  la 
intención  del  inventor,  y  la  basílica 
donde  el  poeta  vio  un  bosque  de  co- 
lumnas espirales  tendientes  hacia  el 
cielo  como  plegarias.  Eran  ellas  per- 
feccionamientos artísticos  de  retor- 
cidas ramas  de  vid,  de  los  troncos  de 
olivo  que  pintara  Pilar,  de  lianas  en- 
roscadas sobre  lianas.  Y  fueron  en  la 
mente  del  poeta  la  premeditación  de 
un  canto  a  las  columnas  salomónicas 


ENTRADA    DE    SANTA    MARÍA. 


ESCALERA   PRINCIPAL    DE   SANTA 
MARÍA. 


que  en  las  naves,  claustros  y  aulas 
españolas  y  coloniales  viven  junto  al 
saber  y  la  tozudez  de  la  estirpe  re- 
presentando convencionalmente  la 
sabiduría  del  gran  monarca  israelita. 

Y  ese  imaginar  recordó  a  Darío 
cierto  órgano  de  feria  visto  en  Mont- 
martre  en  días  alegres,  un  órgano 
churrigueresco  lleno  de  notas  gango- 
sas, asmáticas,  cristalinas  y  metáli- 
cas, y  de  muñecos  que  giraban  dan- 
zando entre  columnitas  salomónicas 
tornadizas,  pintadas  de  blanco  es- 
malte y  de  purpurina  dorada. 

¡Oh,  claros  días  de  París!  ¡Oh,  mil 
y  una  noches  del  boulevard!  Allí  la 
imaginación  gira  «fuera  del  tiempo  y 
fuera  del  espacio»,  en  las  verdaderas 
alturas  del  genio  sin  abandonar  la 
mesa  donde  brilla  el  ópalo  embria- 
gador! 

Y  la  mirada  de  Darío  va  hacia  el 
montón  de  *Le  Matin».  hacia  los  dia- 
rios repletos  de  noticiat,  retratos  mar- 
ciales y  crónicas  vaporosas  que  trajo 
el  último  vapor. 

Aquella  vida  y  otras  vidas  de  ciu- 
dades enormes  le  produjeron  ese  has- 
tio y  ese  ansia  que  él  vino  a  curarse 
en  Valldemosa,  buscando  la  isla  de 
Lulio  y  Chopin,  una  de  las  tierras 
donde  fué  posible  una  cartuja.  La 
mazmorra  de  Cervantes,  la  celda  de 
San  Bruno;  he  aquí  lo  que  necesita  el 
inquieto  espíritu  del  poeta,  que  en  el 
mundo  se  retuerce  para  dar  frutos 
copiosos  y  gratos,  pero  menudos, 
como  los  olivos  de  Pilar. 

Darío  se  incorpora  con  la  majestad 
de  un  príncipe  enfermo;  sus  anchas 
manos  de  forjador  oprimen  aquella 
frente  forjada.  Es  la  vanidad  de  lo 
que  hizo  y  la  angustia  de  lo  que  no 
ha  de  hacer  nunca,  aun  sobrándole 
mente  para  hacerlo,  es  la  imagen  de 
las  enamoradas  y  de  las  amadas,  el 
recuerdo  de  los  elogios  y  de  los  in- 
sultos. Ya  las  sábanas  tienen  puntas 


—J=>LS'^y:& 


de    agujas    invisibles;    ya   el    soñar    despierto   causa   fatiga;   ya 
viene  el  día  y  se  va  la  conciencia... 

Todo  esto  no  es  otra  pobre  cosa  que  un  imaginar  de  los  imagi- 
nares de  Rubén  Dario,  una  atrevidísima  fantasía,  tal  vez  una 
irreverencia. 

Mas,  siempre  me  torturó  la  curiosidad  insaciable  de  saber 
cómo  podía  laborar  aquel  cerebro,  cuando  no  se  viese  estorbado 
por  la  rebelde  palabra  escrita  y  por  la  lenta  pluma. 

Y  ahora,  en  la  hora  del  aniversario,  frente  a  las  fotografías 
que  el  lector  y  admirador  de  Darío  ve  aquí,  quise  hacer  una  obra 
que  abandono  lleno  de  vergüenza.  También  el  cariño  tiene  sus 
ridiculeces.  Nos  enamoramos  de  los  poetas  igual  que  novias, 
como  novias  fuertes  y  candidas,  y  queremos  conocer  enteramente 
el  alma  inmortal  de  esos  hombres  grandes  y  engrandecidos. 

Por  eso,  nada  más  que  por  eso,  deseé  darme  cuenta  del  mundo 
de  concepciones  y  fantasías  que  las  salas,  los  parajes  y  los  mue- 
bles de  esta  casa  hospitalaria  de  los  Surada  inspiraron  a  Dario. 
Secreto  que  nadie  aclarará,   secreto  atormentado  y  alegrado 
por  las  visiones  de  un  cerebro  poderoso  en  mística  comunicación 
con  algo  Todopoderoso,  trasnochares  que  han  oído  el  murmullo 
de  oraciones  casi  rimadas  y  fragantes  de  unción  y  originalidad. 
El  genio  es  un  fracaso,  porque  sus  frutos  de  arte  o  de  cien- 
cia consisten  en   residuos  de  una 
cosecha  perdida.  Aunque  el  símil 
resulte  grosero,  me  atrevo  a  com- 
pararlas mentes  geniales  con  alam- 
biques rotos  que  dejan  evaporarse 
el  perfume   destilado,   guardando 
sólo  aromáticas  borras.  Por  gran- 
des que  me  parezcan  las  concep- 
ciones de  Dario,  siento  lástimapor 
el  inaudito   caudal  de  ideas  des- 
perdiciado en  monólogos  íntimos, 
hechos  con    esencia    de   palabras 
vertiginosas  y  lúcidas. 

Un  día  de  hace  ya  muchos  años, 
llegó  Rubén  Darío  a  las  soledades 
floridas  de  Valldemosa,  huyendo  y 
buscando  nuevas  soledades.  Estuvo 
allí  algunas  semanas,  sin  discutir, 
como  de  costumbre,  ligeramente 
irónico,  como  siempre;  vistió  el 
hábito  de  cartujo,  releyó  la  vida 
del  santo,  planeando  muchísimo  y 
escribiendo  poco.  La  belleza  del 
paisaje,  la  dulzura  del  clima  y  la 
grata  hospitalidad  de  sus  huéspe- 
des artistas  le  hicieron  gran  bien. 
La  contemplación  de  un  paraíso 
pintoresco  y  tranquilo  obraba 
sanamente  sobre  aquel  ánima  en 
pena.  El  ejemplo  de  los  cartujos, 
artífices  de  la  paz  interior,  de  la 
cerámicay  otras  labores  celestiales 
y  mundanas  era  tentador... 

Cuando  parecía  que  el  maestro 
lograba  hallar  el  reposo  y  la  disci- 
plina necesarios  para  hacer  la  obra 
enorme,  maestra,  que  de  él  siem- 
pre estuvimos  aguardando,  Ru- 
bén Darío  huyó  de  repente. 

Estaba  escrito  que,  tras  largo 
peregrinaje  por  las  soledades  del 
mundo,  debía  morir  en  la  soledad 
de  León  de  Nicaragua. 

Eduardo   del  Saz. 


i:^y^— 


ONVIENE  que  ustedes,  los  jóvenes, 
vean  como  en  este  siglo  de  frivo- 
lidad y  escepticismo,  subsisten 
todavía  pueblos  que  son  asilos 
de  la  santidad,  depósitos  de  la  fe 
y  orgullo  de  la  religión  que  los 
hace  dichosos,  j  Vaya  usted  a  San 
Onfalio  de  la  Sierral 

Fui.  Se  agrupan  sus  casas  en 
torno  a  la  iglesia  como  los  po- 
lluelos  junto  a  la  madre.  La  igle- 
sia es  todo:  recia  y  fuerte,  en 
tiempos  sirvió  de  fortaleza;  desde  su  torre  se  atala- 
yaba al  enemigo  y  sus  campanas  llamaban  a  la 
defensa  común:  en  las  losas  funerarias  de  su  atrio 
está  escrita  !a  historia  del  pueblo;  su  pila  de  bau- 
tismo es  la  cuna  espiritual  de  todos  y  tales  ex 
votos  hablan  de  los  grandes  dolores  o  fortunas 
que  pasaron  por  San  Ünfalio. 

Llegué  en  noviembre;  se  rezaba  la  novena  de 
las  ánimas.  El  pueblo  se  arrodillaba  acongojado 
ante  un  lienzo  en  el  cual  hombres  desnudos, 
con  la  mirada  implorante  dirigida  a  lo  alto,  se 
retorcían  entre  llamas.  A  la  oscilante  luz  de  las 
hachas  daba  la  impresión  fantasmal  y  medrosa 
que  sugiere  el  «Entierro  del  conde  Orgaz»  cuan- 
do lo  muestran  en  Toledo  al  trémulo  resplan- 
dor de  los  blandones.  El  predicador  hablaba  de 
muerte  y  expiación:  el  pueblo  escuchaba  con- 
trito. Luego  desfilaba  en  silencio  por  las  calles 
tortuosas.  La  gente  al  entrar  en  casa  decía:  ¡Ave 
María!,  al  despedirse  no  faltaba  el  piadoso  «si 
Dios  quiero,  el  vigilante  nocturno  añadiendo 
pavor  a  la  sombra  gritaba:  «¡Mientras  dormís,  la 
muerte  vela!»  En  el  arco  de  entrada  de  todas  las 
casas  campeaba  la  imagen  del  Sagrado  Corazón 
de  Jesús.  Y  no  era  jansenismo,  porque  el  pueblo 
trabajaba  con  honesta  alegría;  era  religión,  sen- 
cillamente. 

Me  contaron  la  historia  del  pueblo  y  me 
expliqué  que  fuera  como  era.  Lo  había 
fundado,  sin  querer,  un  antiquísimo  ere- 
mita llamado  Onfalio.  El  santo  varón, 
huyendo  de  la  pompa  del  mundo  que  en 
tan  grave  aprieto  suele  poner  la  salvación 
del  alma,  se  refugió  en  aquellos,  entonces 


solitarios  riscos;  fué  inútil,  la  fama  de  sus  virtu- 
des atrajo  a  la  gente  que  le  pedía  consejo.  Frente 
a  la  cueva  que  servía  más  de  «in  pace»  que  de  ha- 
bitación a  Onfalio,  se  fundó  una  hospedería... 
Y  así  se  creó  el  pueblo. 

La  religiosidad,  pues,  reflexionaba  yo,  es  en  San 
Onfalio  de  la  Sierra,  algo  tan  natural  e  indestruc- 
tible como  lo  que  por  herencia  nos  viene,  disuelto 
en  la  sangre .  . . 

—  No  lo  crea  usted;  la  historia  es  otra  y  aun  a 
trueque  de  desilusionarle  quiero  contársela.  Ói- 
game: 

«  El  rey  don  Sancho  xxvn.  conocido  por  Brazo 
de  Hierro  por  lo  duro  e  infatigable  que  era  en 
zurrar  a  la  morisma,  venía,  después  de  bien  co- 
mido y  bebido,  por  estos  andurriales  con  objeto 
de  favorecer  la  digestión  con  el  ejercicio  de  la  ce- 
trería. Montaba  un  espléndido  caballo  y  en  el 
puño,  cubierto  por  gruesa  lioa.  llevaba,  encapiro- 
tado, como  es  uso,  un  magnífico  halcón.  Era  casi 
la  sonochada. 

De  repente  apareció  una  paloma.  Lanzó  el  rey 
contra  ella  el  ave  de  presa  y  la  paloma  desapa- 
reció como  por  encanto.  Mustiamente,  como  aver- 
gonzado volvió  el  halcón  a'  puño  real.  Apareció 
de  nuevo  la  paloma,  tornó  a  hacerse  invisible  y 
así  una  vez  más  y  otra.  . . 

El  rey,  furioso,  espoleó  su  caballo;  iba  al  ga- 
lope, saltaba  las  zanjas,  rasgaba  los  jarales;  sus 
cascos  arrancaban  chispas  en  la  roca...  La  pa- 
loma, fugaz  relámpago  blanquecino,  aparecía  y 
desaparecía  en  el  cielo  ya  densamente  negro. 

Los  sapos  hicieron  sonar  en  la  noche  apacible 
sus  flautas  de  cristal;  en  la  arboleda  se  durmió 
el  viento  blandamente  y  las  nubes  blancas,  ilu- 
minadas por  la  luna,  pasaban  sobre  el  cielo 
límpido  como  navios  de  nácar.  .  .  Y  el  rey  espo- 
leaba a  su  caballo   y  en   su  puño  el   halcón,    ya 


sin  caperuza,  extendidas  las  fuertes  alas,  y  quería 
horadar  con  su  mirada  la  negrura  de  la  noche  en 
la  que,  ¡quién  sabe  por  qué  misterio!,  se  ocultaba 
la  palom.a. 

De  pronto  el  caballo  paró  en  seco.  El  rey  tam- 
bién quedó  inmóvil.  Pareció  que  bruto  y  jinete 
estaban  envueltos  en  una  tupida  tela  negra:  tal 
era  la  obscuridad.  Se  apeó  el  monarca  y  a  tientas 
reconoció  el  lugar:  estaba  en  una  cueva;  no  encon- 
traba la  salida.  .  .  Sintió  entonces  gran  miedo 
y  como  el  temor  es  fuente  de  arrepentimiento, 
prometió,  si  salía  con  bien  de  la  aventura, 
edificar  en  aquel  sitio  una  capilla  para  la  santa 
virgen,  concediéndole,  entre  otros  honores,  el  de- 
recho de  asilo. 

A  la  mañana  siguiente  un  alegre  son  de  clari- 
nes despertó  al  rey;  lo  buscaban  las  gentes  de  su 
corte,  pero  antes  de  partir  dejó  en  la  cueva  una 
pequeña  imagen  de  la  Virgen  y  rodeó  el  lugar  con 
unas  cadenas  que  limitaban  el  espacio  dentro  del 
cual  los  delincuentes,  por  terribles  que  fueran, 
eran  inviolables  para  la  justicia  de  los  hombres. 

Por  aquellos  días  un  bandolero  llamado  Onfa- 
lio cometió  un  terrible  crimen:  se  amparó  en  la 
cueva;  cuando,  ya  libre,  la  abandonaba,  encontró 
a  otro  bandido  que  venía  buscando  favor.  Se  unie- 
ron; hicieron  una  choza.  Llegaban  nuevos  crimi- 
nales y  cuando  salían  hambrientos  y  rendidos  de 
la  cueva,  en  la  choza,  a  precios  carísimos,  les  pro- 
porcionaban lo  necesario,  mas  si  alguno  llevaba 
grandes  riquezas  pagaba  con  la  vida.  Una  moza 
les  atendió  en  el  cuidado  de  la  casa:  pronto  la 
alegre  risa  de  unos  niños  embelleció  el  lugar;  se 
hicieron  otras  casas,  se  cultivó  la  tierra... 

Esta  es  la  historia:  aquí  tiene  usted  el  origen 
de  este  pueblo  santo,  fundado  por  ladrones  y  ase- 
sinos, al  amparo  de  una  Virgen  que  nunca  apare- 
ció. ¿Es  triste? 

—  ¡Tan  triste  que  parece  verdad! 

—  El  pueblo  no  es  ni  mejor  ni  peor 
que  cualquiera,  pues  en  las  colectividades 
hay  de  todo,  tan  necio  sería  suponer 
que  por  haberlo  fundado  un  santo  era 
de  santos  como  que  fuera  de  bandidos 
por  ser  nieto  de  criminales.  Las  obras,  no 
la  ascendencia,  son  lo  importante... 


b 


SOBRE       LA       LOMA 

ÓLEO    DE    PELAE2, 


— I^LTv^-S 


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Pocos  días  hace,  amigas  y  lectoras  mías, 
comentaba  con  ustedes,  en  esta  misma  pági- 
na, les  últimos  acontecimientos  sociales  de 
gran  resonancia;  charlamos  entonces,  de  va- 
porosas galas  femeninas,  de  suntuosas  resi- 
dencias, llenas  de  vida  y  animación:  vibra- 
ban aún  en  nuestro  oído  los  solemnes,  ma- 
jestuosos compases  de  las  marchas  nupciales, 
y  también  los  arrebatadores  acordes  de  val- 
ses y  fox-trott . 

Cuan  distinto  es  el  cuadro  que  anhelaría 
reílejar  hoy  fielmente  para  ustedes,  hacién- 
dolas participar  conmigo  de  esta  sensación 
de  serenidad  infinita,  que  renueva  el  espíri- 
tu, fatigado  del  vértigo  de  la  vida  diaria,  de 
esa  vida  intensamente  agitada  que  nos  en- 
vuelve y  arrastra  en  esa  populosa  cosmópolis, 
que  me  he  decidido  ¡al  fin!  a  abandonar  por 
unos  días. 

¿Las  sorprenderá  a  ustedes,  seguramente, 
que  esta  incorregible  Duende  se  haya  anima- 
do a  emprender  el  vuelo  come  las  inquietas 
golondrinas,  habituadas  a  emigrar  de  la  gran 
ciudad  en  busca  de  nuevos  horizontes,  ávidas 
de  aire  puro,  y  completa  libertad?...  Pues 
sí,  amigas  mías,  me  he  dejado  tentar  por  mis 
sobrinos,  y  héteme  aquí,  en  medio  de  la  paz 
de  los  campos. . .  No  conocía  —  debía  aver- 
gonzarme el  confesarlo  — •  la  estancia  de  la 
que  es  dueña  y  señora  hace  cosa  de  año  y  me- 
dio, mi  rubia  Mary,  la  que  llenaba  de  bullicio 
y  alegría  mi  pequeño  hoíKe;  hoy  no  es  sólo 
ella,  la  que  me  ha  atraído  hasta  aquí;  hace 
algunos  meses  llegó  a  esta  estancia,  en  plena 
provincia  de  Buenos  Aires,  el  minúsculo  per- 
sonaje de  negros  ojazos  y  dorado  plumonci- 
11o,  que  tendría  el  don  de  hacerme  cruzar 
penosamente  valles  y  montañas,  con  tal  de 
poder  contemplar  su  naricita  remangada,  y 
escuchar  sus  primeros  gorjeos:  así  es  la  vi- 
da... Envejecemos,  creemos  volvernos 
egoístas,  y,  sin  embargo,  hemos  de  depender 
siempre  de  ajena  voluntad:  y  en  estos  casos, 
la  más  infinitamente  pequeña,  es  la  que  nos 
dicta  las  más  imperiosas  leyes. 

Pero  no  era  necesario  cruzar  penosamente 
—  como  los  caballeros  andantes,  o  las  prin- 
cesas heroicas  —  por  valles  y  montañas,  para 
llegar  a  este  establecimiento,  propiedad  de 
Jaime,  y  de  cuya  importancia  y  admirable 
organización  puede  darm.e  cuenta  recién  aho- 
ra. Treinta  leguas  en  auto,  son,  naturalmen- 
te, un  juguete,  para  este  nuevo  sobrino  que 
me  ha  adoptado  y  conquistado  al  mismo 
tiempo  por  completo,  se  lo  aseguro  a  uste- 
des; él  mismo  quiso  evitarme  las  molestias 
del  tren,  y  desde  la  puerta  de  mi  hotelito, 
donde  quedó  sentado  Pushy,  enroscado  so- 
bre su  cola  y  muy  indignado,  al  parecer,  con 
la  persistente  manía  de  vagabundeo  de  su 
ama,  —  hasta  la  tupida  avenida  de  eucalip- 
tus  que  da  acceso  a  La  Mary  no  tardamos 
ni  siquiera  cuatro  horas;  cruzamos  leguas  y 
leguas  a  una  velocidad  de  noventa  kilóme- 
tros por  hora,  y  aunque  no  dejaba  de  ma- 


rearme un  tanto  el  vértigo  que  me  arras- 
traba, mi  amor  propio  no  me  permitía  con- 
venir en  que  los  años  no  pasan  impunemen- 
te.. .  Por  nada  de  este  mundo  hubiera  con- 
fesado a  Jaime  mi  repentino  malestar:  y  el 
auto  hendía  el  espacio,  dejando  atrás  la  tu- 
pida fronda  de  las  estancias  del  camino,  sus 
puestos  —  dos  o  tres  piezas  de  material,  el 
pozo  legendario,  una  sarta  de  chiquillos  des- 
greñados y  tostados  por  el  sol,  colgados, 
conio  vivos  racimos,  del  cerco  que  limita  sus 
domiinios.  La  lamentable  indolencia  c.-iolla  se 
revela  en  esos  puestos,  tan  próximos  aun  de 
la  prodigiosa  ciudad...  El  auto  sigue  su  ver- 
tiginosa carrera,  turbando  la  plácida  tran- 
quilidad de  los  venteveos,  posados  en 
los  palos  del  alambrado,  levantando  las  ban- 
dadas de  teros  que  chillan  desaforadamente 
anunciando  el  paso  de  ese  enorme  monstruo 
gris  que  cruza  creDÍtando  la  llanura  sin  fin . . . 
Sólo  una  cabana  llena  de  moderna  coquete- 
ría, con  sus  techos  rojos,  sus  balcones  flori- 
dos, cautiva  mi  atención:  es  de  un  inglés, 
me  inform.a  Jaime:  y  es  un  verdadero  modelo 
de  confort  y  de  elegancia;  pero  atardece  ya, 
y  Jaime  apresura  aún  la  marcha,  temeroso 
de  que  pueda  alcanzarnos  la  noche  lejos  aun 
de  la  estancia. 

¡Y  aquí  me  tienen  ustedes,  definitivamen- 
te instalada!  He  improvisado  mi  mesa  de 
trabajo,  en  pleno  parque,  en  un  parque  que 
no  tiene  nada  que  envidiar,  a  los  más  pinto- 
rescos puntos  de  nuestros  aristocráticos  pa- 
seos. Rodean  la  amplia  y  vieja  casa  baja  de 
estilo  colonial,  con  sus  corredores,  tapizados 
de  florida  enredadera,  bosquecillos  de  casua- 
rinas,  y  quentias  gigantescas;  el  incesante 
parloteo  matinal  de  las  cabecilas  negras, 
tijeretas  y  urracas  llena  de  vida  el  parque 
solitario:  el  acompasado  quejido  de  las  palo- 
mas torcaces,  parece  improvisado  acompaña- 
miento, para  tanta  algarabía. . .  Es  una  hora 
de  tan  exquisito  encanto,  que  me  parece  un 
imposible,  el  haber  resistido  hasta  hace  tan 
breves  horas  el  vivir  en  medio  de  esa  vorá- 
gine de  ruidos  propios  a  la  gran  ciudad;  |es 
tan  grande  la  serenidad  de  este  ambiente, 
que  no  turba  ni  el  vocear  de  los  vendedores 
de  diarios,  ni  ¡a  persistente  vibración  de 
campanas  y  sirenas!  ¡Puedo  contemplar  a  lo 
lejos,  las  avenidas  de  acacias  y  deeucaliptus; 
se  internan  bajo  la  tu- 
pid.i  fronda  de  los  sau- 
ces avestruces  y  llamas 
que  obedecen  a  la  voz; 
sólo  limitan  el  horizonte, 
las  cortinas  de  álamos, 
que  separan  el  parque 
de  los  potreros  en  que 
se  selecciona  la  hacien- 
da por  categorías;  ¡si  su- 
pieran ustedes,  amigas 
mías,  lo  mucho  que  he 
aprendido  en  tan  corto 
plazol    Sospecho  que  si 


al  majestuoso  Don  Patricio,  el  mayordo- 
mo, jefe  supremo  de  los  distintos  mayor- 
domos y  capataces  de  todas  las  secciones 
en  que  está  dividida  La  Mary  se  le  conce- 
diera anotar  algún  dato  sobre  mi  estada,  en 
el  prolijo  registro  de  informes  que  lleva,  re- 
ferente al  personal  y  a  los  menudos  inciden- 
tes de  la  vida  diaria  de  la  estancia,  habría 
de  consignar  en  el  expediente  a  mi  respecto: 
«visita  curiosa,  indiscreta,  investigadora, 
que  nos  molesta  a  todas  horas...»  Curiosa 
he  sido  siempre,  y  esa  modalidad  es  aguza- 
da ahora  por  el  interés  de  cuadros  absolu- 
tamente nuevos  para  mí;  cuando  Jaime 
anda  en  alguna  de  sus  jiras  acostumbradas 
—  remates  o  selección  de  hacienda,  ferias  en 
los  alrededores  —  no  me  queda  otra  víctima 
a  mi  alcance,  que  el  majestuoso  Don  Pa- 
tricio. 

¡Y  hay  tanto  que  ver  en  el  establecimiento! 
Ya  no  se  trata  de  duendear  por  teatros  o  sa- 
lones, ni  de  describir  toiletteí,  joyas  y  pena- 
chos. . .  Acaparan  hoy  toda  mi  curiosidad,  el 
gallinero  modelo,  la  conejera,  en  que  los  re- 
cién nacidos  —  de  raza  angora,  por  su- 
puesto —  parecen  copos  de  cisne  sobre  seda 
sonrosada...  los  vastos,  interminables  gal- 
pones que  encierran  majestuosos  ejemplares 
vacunos  que  representan  un  capital  de  cien- 
tos de  miles  de  pesos;  la  fábrica,  en  que  un 
poderoso  motor  muele  el  grano  que  ha  de 
alimentar  a  tan  importantes  personajes;  el 
tambo  modelo,  que  parece  reproducir  una 
caja  de  juguete,  alberga  como  un  centenar 
de  vaquitas  de  pedi^ree:  hay  que  pensar  que 
se  necesitan  ochocientos  litros  diarios  de  le- 
che para  el  consumo  de  los  majestuosos 
ejemplares  que  albergan  los  galpones. 

He  llegado,  también,  en  mi  fiebre  de  ex- 
cursionista, hasta  el  horno  de  ladrillos,  y  me 
he  documentado  prolijamente  sobre  esa  cu- 
riosa elaboración  que  era  para  mí  profundo 
misterio. . .  Luego,  he  iniciado  también  nue- 
vas amistades;  sólo  en  el  casco  de  la  estancia, 
se  alberga  una  peonada  —  criolla  en  su  ma- 
yoría • —  como  de  cincuenta  hombres,  y  he 
podido  convencerme,  después  de  conversar 
con  ellos,  que  no  hay  temor  que  traspase  los 
lindes  de  esta  cabana  modelo,  ningún  fer- 
mento de  violentas  imposiciones;  muchos  es- 
tancieros podrían  evitar  la  sombría  amena- 
za si  adoptaran  para  sus 
establecimientos  un  re- 
glamento tan  equitativo 
como  el  que  impone  a 
su  personal  esta  admi- 
nistración modelo,  ha- 
ciéndole disfrutar  a  la 
vez  de  un  conferí  desco- 
nocido, según  se  asegura, 
en  muchas  de  las  estan- 
cias del  contorno. 

¿Y  de  qué  se  ocupa  la 
rubia  y  encantadora 
'castellana»  —  me    ore- 


guntarán  ustedes?  Tiene  tiempo  para  lodo... 
Aquella  mundana  infatigable,  aquella  om- 
tura  gentil,  alegre  y  bulliciosa,  dirige  tam- 
bién con  firme  manecita  la  administración 
interna,  en  la  que  no  interviene,  por  cierto, 
Jaime;  no  acapara  tampoco  todas  sus  horas 
la  deliciosa  criatura  —  es  una  nena  - —  que 
llena  la  vida  de  ambos:  Mary  ha  aprendido  a 
no  limitar  su  acción  a  la  sagrada  tarea  del 
hogar,  porque  la  mujer  dichosa  como  ella, 
debe  recordar  otros  deberes,  y  velar  por  el 
bien  ajeno ...  He  sido  consultada  por  ella  — 
cesa  que  me  ha  encantado  —  sobre  el  progra- 
ma, cuyas  bases  ha  estipulado  ya,  para  una 
escuelita  rural;  la  horroriza,  sobre  todo,  la 
falta  de  higiene  de  los  chiquillos  que  pululan 
en  los  alrededores;  agua  a  raudales,  será  lo 
que  exija  a  sus  primeros  protegidos;  agua  a 
raudales,  que  es  salud  del  cuerpo,  y  también 
del  alma...  Luego,  ha  de  inculcarles  los 
conocimientos  sencillos,  imprescindibles,  pa- 
ra que  esas  criaturas  desarrollen  una  acción 
honesta  y  útil  en  el  medio  que  las  correspon- 
de; ¿no  creen  ustedes,  lectoras  mías,  que 
Mary  ha  comprendido  su  deber?  Y  será,  no  lo 
dudo,  la  eficaz  colaboradora  de  la  obra  de  su 
marido...  Ellos  saben  ser  generosos  y  pre- 
visores; y  así  les  juzgarán  ustedes,  por  un 
solo  detalle,  tan  nimio  al  parecer. 

Días  pasados,  Modesto,  el  capataz  de  cam- 
po, hizo  notar  a  Jaime,  un  hecho  singular. 
Una  mulita  retozona,  pero  muy  arisca  con 
todos  los  peones,  se  había  encariñado,  si  así 
puede  decirse,  con  un  viejo  caballo  ciego, 
que  vagaba  a  su  antojo,  por  uno  de  los  po- 
treros a  su  cargo;  había  observado  que  cuan- 
do el  pobre  matungo  tenía  sed,  relinchaba 
bajito,  llamando  a  su  lazarillo;  ella  todo  lo 
abandonaba  para  venir  a  su  lado,  y  el  po- 
bre inválido  apoyaba  entonces  el  sediento 
hocico,  sobre  el  anca  de  su  generosa  amiga, 
que  lo  guiaba  pacientemente  hasta  el  bebe- 
dero; lo  mismo  se  ingeniaba  para  llevarle 
hasta  donde  pudiera  encontrar  la  más  tierna 
alfalfa,  sin  permitir  que  ninguno  de  sus  vi- 
gorosos compañeros  pudiera  disputar  al  po- 
bre ciego  el  lugar  privilegiado. . .  Tal  ejem- 
plo de  abnegación,  que  pudiera  abochornar 
a  muchos  seres  conscientes,  ha  tenido  su  in- 
mediata recompensa.  La  generosa  mulita  ha 
sido  jubilada  por  la  dirección;  su  única  ta- 
rea, será  de  hoy  en  adelante,  el  cuidado  del 
pobre  ciego,  del  que  no  puede  percibir  la  luz 
radiante  que  matiza  con  trazos  de  oro  la  lla- 
nura infinita,  ni  el  divino  fulgor  de  la  prime- 
ra estrella  de  la  tarde,  la  que  lleva  el  nombre 
de  la  más  seductora  de  las  diosas,  y  la  que  el 
ingenuo  hablar  de  los  paisanos  llama  «la  bo- 
yera» porque  el  declinar  de  su  brillo  señala 
la  hora  de  llevar  la  hacienda  al  pastoreo,  y 
porque  a  la  oración  augura  su  divino  fulgor 
la  hora  del  reposo  de  todas  las  faenas . . . 

La  Dama  Duende 


— i=>l;v/':s  v/T_mK?^^— 


Oasdt  moy  tanspraao  se  batUn  en  los 
■IradKloras  át  la  plaia  Su>  Sulpido.  Al  da- 
ñar al  Aa.  loa  «adma.  antiaabriando  sus 
veaianaL  haUaa  visto  pasar  por  las  calles 
^■iertas.  bataDoaea  de  Knaa  que  marchaban 
stñ  raido  y  eoa  las  náyoras  precauciones. 
Las  pantalniw»  rojoa  iormakaa  una  pan  ola 
de  pArpwa  que  al  acero  de  las  bayonetas 
vrrrm^^  eon  una  espuma  brillante.  Camt- 
mbaa  an  el  nis  absoluto  silencio.  Los  ofi- 
cialsa.  sapada  an  mir^.'.  tVan  ruando  las 
paiadB.  oon  él  oii  a  mirada  es- 

cmtadora.  como  s  -a  embosca- 

da dstris  de  cada  rp.?:<.;on  oe  adoquines. 
Deatunfiíhin  de  todo,  y  oon  raxta.  porque 
la  fuarra  dvil  no  ofcaoe  trefua  ni  cuartel. 

A  lo  laioa  tronaba  sordamente  el  caftón 
y  m  oiaB  incesantes  daKiigsi  de  fusileria. 
Una  Wkcha  y  espesa  columna  de  humo  ira* 
aaba  caprichoaos  arabescos  en  el  azul  de  un 
bello  dalo  da  mayo.  Paris  ardía...  Una 
twba  estúpida  y  desentrañada  incendiaba 
lea  monaaentas  acumulados  durante  diei 
si(loa:  y  en  aquel  momento  La  Comuna  aca- 
baba de  prendar  fueco  al  palacio  mismo  de 
La  Comuna 

Las  campanas  no  hadan  oír  su  toque  fu- 
nerario, porque  las  iglesias  habían  sido  ce- 
rradas: y  esos  bronces  que  sonaban  para 
todas  las  fiestas  no  podian  ahora  asociarse 
a  la  afDoia  de  la  pan  dudad.  En  todas  par- 
tas reinaba  un  Hfubre  silencio,  interrumpido 
a6lo  por  el  eco  de  las  descargas.  Los  rayos 
del  «ai  abritedoae  paso  a  través  de  aquella 
naba  de  hooio,  iluminaban  escenas  de  cruel 
camioaria,  horribles  escenas  que  sólo  la  his- 
toria poade  eacribír  sin  temblar,  en  las  pá- 
ginas de  <sr  libre  qmt  no  mturt  nunca! 


En  una  de  las  barricadas  se  veía  a  un 
Bmehaciio  como  de  quince  años,  uno  de  esos 
pffliislni  que  el  gran  poeta  ha  inmortalizado 
en  CaTrt>cbe.  Delgado,  bajo,  con  el  rostro 
pálido  lleno  de  pecav  las  mejillas  hundidas. 
la  frente  ancha,  grandes  ojos  azules,  vivos 
y  alagius  y  una  cabellera  enmarañada  del 
color  del  trigo  maduro.  Vestía  decentemente 
y  hasta  luda  sobre  su  chaleco  de  terciopelo 
Astado  una  gruesa  cadena  de  plata.  Empuña- 
ba con  entasiasmo  un  fusil  viejo,  pero  no 
ttnia  ni  un  solo  tiro  en  la  cartuchera  que 
llevaba  a  la  cintura.  Cerca  de  él,  cinco  o 
■ola  hombres  mal  vestidos  y  de  aspecto  pa- 
tibulario hadan  fuego  sobre  los  soldados  que 
avanzaban  a  lo  largo  de  las  paredes  por  la 
calle  Canettes. 

En  el  momento  en  que  aquellos  soldados 
•saltaban  la  barricada,  una  mujer  del  bajo 
pueblo  se  dirigía  a  ella  llevando  en  la  mano 
un  )arro  de  lata  lleno  de  petróleo,  en  el  cual 
mocaba  una  escobilla.  Les  insurrectos  huye- 
ron ante  el  ataque,  pero  uno  de  ellos  cayó 
j  fué  hecho  prisionero.  La  mujer  fué  tam- 


bién rodeada,  defen- 
diéndose ton.-!.- 
te  oon  su  es 
empapada  en  ; 
loo.  con  la  cual  ro- 
ciaba a  los  soldados. 

—  ¡Ah! — exclamó 
cuando  la  sujetaron 
—  si  ahora  tuviera 
un  fósforo,  ¡cómo 
ardería  toda  esta 
canalla! 

El  oficial  que 
mandaba  el  destaca, 
mentó,  un  capitán. 
Joven,  de  rostro  va- 
ronil y  mirada  inte- 
ligente, señalando  a 
uno  de  los  costados 
de  la  iglesia,  gritó 
con  voz  dura: 

—  |A  la  pared!' 
Los  dos  prisione 

ros  fueron  llevados 
allí:  él.  abatido  y 
temblando:  ella,  al- 
tanera   y    con    una 

sonrisa  de  desafio  en  

los   labios.    Se    oyó    ^^f^"^^ 
una  descarga  y  los    EMlru^  P  de 
dos  infelices  cayeron       MBZC^JPÜA 
fulminados. 

Entonces,  el  sar- 
gento que  mandaba  el  pelotón,  se  volvió 
hacia  el  capitán  y  llamó  su  atención  sobre 
el  pilluelo  que  a  pocos  pasos  de  allí,  de  pie, 
con  los  brazos  cruzados  sobre  el  pecho  y  sin 
pestañear,  había  presenciado  la  escena,  y 
preguntó  qué  se  hacía  con  él. 

El  capitán  titubeó.  (Uno  más!...  ¿Por 
qué  no  lo  habían  despachado  junto  con  los 
otros?. . .  Y  su  mirada  indecisa  y  triste  iba 
de  los  cadáveres  que  yacían  al  pie  del  muro 
sobre  un  charco  de  sangre,  a  aquel  adoles- 
cente de  aspecto  travieso,  ¡Todavía  uno! , . . 
¿Cuándo  acabaría  esta  ingrata  tarea?.,. 
Por  último  llamó  al  muchacho  y  comenzó  a 
interrogarlo  nerviosamente: 

—  ,iTu   nombre? 

-  julio  Ballard, 

-  ¿Qué  edad  tienes? 

—  -  Catorce  años  y  medio. 

—  ¿Tú  estabas  con  esos  hombres? 

—  Sí,  señor, 

—  ¿Por  qué? 
Porque. . , 
¿Tienes  padre? 

—  Los  prusianos  lo  mataron  en  Cham- 
pigny;  yo  soy  el  menor, , ,  a  mi  hermano 
mayor  también  lo  mataron  los  prusianos, 
en  Buzenval . , , 

—  ¿Dónde  has  robado  esa  cadena? 

—  ¡Robado!  —  exclamó  el  pilluelo  hacien- 
do un  gesto  de  indignación,  —  ¿por  quién 
me  toma  usted?  La  he  comprado , , ,  es  mía . . . 


yo  trabajo, . ,  o  me- 
jor, trabajaba  con 
un  encuadernador, 
ganaba  dos  francos 
y  medio  por  día  y 
sostengo,  es  decir, 
sostenía  a  mi  pobre 
vieja, , .  Yo  no  he 
muerto  a  nadie.  Oía 
decir  que  ustedes 
querían  echar  abajo 
la  República. , ,  Yo 
no  sé  lo  que  es:  pero, 
¿por  qué  no  dejan 
tranquilo  al  pueblo? 
¿Por  qué  me  han 
asesinado  a  mi  pa- 
dre y  a  mi  herma- 
no?. . . 

El  capitán  se  sen- 
tía conmovido.  El 
muchacho  continuó 
con  vehemencia: 

—  Usted  me  va  a 
hacer  fusilar  como  a 
los  otros,  ¿no  es  cier- 
to? ¡Bien  hecho!  Yo 
no  debía  haberme 
metido  en  estas  cosas 
que  no  entiendo, , , 
Recogí  ese  fusil  y  esa 
cartuchera  vacía 
ni  sé  en  dónde, , , 
Este  es  el  resultado  de  querer  ser  hombre 
cuando  todavía  no  se  tiene  un  pelo  en  la 
cara.  En  fin,  ¡qué  le  hemos  de  hacer!,., 
Pero...  usted,  mi  capitán,  me  parece  que 
es  muy  bueno  y  si  yo  me  atreviera  a  pe- 
dirle. . . 

—  ¿Qué?  Habla, 

—  Pues  bien:  mi  madre  vive  en  la  calle 
Princesse,  número  17.  .  .  Aquí  está  mi  reloj 
y  mi  dinero...  Mándele  todo  esto  a  mi 
madre,  capitán;  mándeselo,  ¡por  favor!  Es 
pobre,  no  tiene  a  nadie  más  que  yo  en  el 
mundo. . ,  ¡Ah!  Cómo  hubiera  deseado  abra- 
zarla antes  de. . . 

Esta  vez  el  muchacho  no  pudo  contener 
un  sollozo  y  una  lágrima  asomó  a  sus  ojos. 

—  ¡Anda  a  abrazar  a  tu  madre,  tunante! 
—  exclamó  el  oficial,  cediendo  a  un  impulso 
de  su  corazón. 

En  el  primer  momento  el  muchacho  no 
comprendió  o  creyó  que  se  burlaban  de  él, 
y  continuó  inmóvil,  estrujando  su  gorra 
entre  los  dedos  y  mirando  con  desconfianza 
al  capitán,  Pero  luego,  empezó  a  darse  cuen- 
ta de  que  aquello  era  en  serio  y  haciendo  un 
esfuerzo  para  hablar,  preguntó: 

—  ¿De  veras?. . ,  ¿No  es  una  broma?, , , 
¿Usted  me  permite  que  vaya  a  abrazar  a  mi 
vieja  y  que  le  lleve  el  reloj  y  el  dinero?, , . 
¡Ah!  ¡Qué  felicidad!. .  .  Bueno,  voy  y  vuelvo. 
Mi  palabra  de  honor  que  estaré  de  vuelta 
antes  de  media  hora...    Pero  quiero  saber 


su  nombre,  capitán,  para  decírselo  a  mi 
madre  y  para  presentarme  a  usted  cuando 
vuelva  para  que  me  fusilen,,.  Dígame  su 
nombre,  capitán,  se  lo  pido... 

—  El  capitán  Frémont,  —  contestó  el  ofi- 
cial sonriendo. 

El  muchacho  le  tomó  una  mano,  se  la 
besó  y  echó  a  correr. 


El  capitán  Frémont  debía  esperar  allí 
órdenes  de  su  jefe.  Mientras  tanto,  hizo 
acampar  a  sus  hombres,  les  distribuyó  aguar, 
diente  y  les  mandó  descansar.  Luego,  fué  a 
sentarse  en  un  banco  allí  cerca  y  encendió 
un  cigarrillo, 

A  la  media  hora  precisa,  Julio  Ballard, 
con  los  ojos  enrojecidos,  pero  caminando 
tranquilamente,  con  las  manos  en  los  bolsi. 
líos,  llegó  por  la  calle  Canettes  y  se  presentó 
al  capitán. 

¿Qué  quieres  tú  aquí?  —  le  preguntó 
éste,  entre  admirado  y  enojado. 

—  ¡Cómo!  ¿Qué  es  lo  que  quiero?.  . .  ¿Ya 
no  me  recuerda  usted?. . .  Julio  Ballard. . . 
Le  di  mi  palabra  de  honor  de  volver  des- 
pués de  abrazar  a  mi  madre,  y  aquí  estoy 
para. . . 

Y  con  el  dedo  señalaba  a  la  pared  de  pie. 
dra  a  cuyo  pie  yacían  los  cadáveres  de  sus 
dos  compañeros. 

—  ¿Y  qué  dice  tu  madre?  —  le  preguntó 
el  capitán  lleno  de  admiración  ante  tanto 
valor  y  buena  fe. 

—  ¡No  dice  nada . . .   llora! . .  . 

No  pudiendo  ya  contenerse,  el  capitán  se 
levantó,  lo  tomó  de  un  brazo  y  sacudiéndolo 
con  fingida  cólera,  exclamó: 

—  ¡Quieres  mandarte  mudar  de  aquí  in- 
mediatamente, grandísimo  bribón! 


Hace  unos  días,  en  el  casamiento  del  ca- 
pitán marqués  de  Frémont  con  lady  Eleo- 
nora Brompton,  se  notaba  entre  la  distin- 
guida concurrencia  que  llenaba  las  naves  de 
la  iglesia  de  la  Magdalena,  un  hombre  joven, 
vestido  como  un  obrero  endomingado.  Cuan- 
do terminó  la  ceremonia  y  todos  se  dirigie- 
ron  a  la  sacristía,  él  se  mezcló  al  cortejo  y 
saludó  a  los  recién  casados: 

—  Mi  coronel,  hoy  no  me  dirá  usted  que 
me  mande  mudar.  Permítame  que  le  ofrezca 
mi  regalo  de  bodas.  Su  generosidad  ha  hecho 
de  mí  un  buen  hombre;  mi  madre  le  está 
muy  agradecida. 

El  capitán  trataba  en  vano  de  recordar 
aquella  fisonomía.  La  joven  marquesa  abrió 
el  estuche  y  encontró  en  él  un  precioso  libro 
de  oraciones,  manuscrito  sobre  pergamino, 
admirablemente  encuadernado  en  piel  de 
víbora  y  con  esta  inscripción,  en  letras  de 
oro,  en  la  tapa: 

s  Julio  Ballard  a  su  salvador,  iSji.  » 


OBNlONErf 


:m£.mi,na^ 


Ofreoeroos  a  nuestras  lectoras  un  articulo 
de  la  prcBdenU  del  «Consejo  Nacional  de 
Majará»,  de  Francia.  Esta  importante  fede- 
ración atti  formada  por  ricHTO  dos  socie- 
dadei,  que  se  ocupan  de  la  suerte  de  las 
mv\ent  y  lo*  niltos,  permitiéndoles  conocerse 
y  aytidane  mutiumente:  que  dirigidas  por 
d  taknto  y  el  prestigio  de  su  presidenU,  no 
tuvieron  otro  afán,  desde  el  principio  de  las 
hoetilidades,  que  aliviar  ¡as  miserias  inme- 
<S«tM  ranndaí  por  la  lucha  sangrienta  sin 
piíeedontea.  No  necesitaron  un  llamamiento 
ccpedal,  todas  se  agruparon  espontáneamen- 
te para  ajnidar  a  los  que  tan  heroicamente 
deieodicroa  d  glorioao  suelo  franoéi. 

NADA   DE   PAZ   APRESURADA 

Se  dice  que  de  varios  puntos  se  inician 
movimientos  pacifistas  y  que  las  mujeres  los 
organizan  y  toman  una  parte  ac'-- --  •'<• 
Ecto  es  muy  posible.  Las  muje- 
qoe  riesnpre  han  causado  la  ac 
mondo  por  su  amor  a  la  patria  y  el  cuito 
sagrado  dd  deber,  ¿qué  quieren?  Una  paz 


apresurada,  de  consiguiente  una  paz  ale- 
mana. Esto  no  es  admisible. 

En  nombre  de  los  que  han  caído,  en  nom- 
bre de  los  que  luchan,  o  permanecen  testigos 
mutilados  del  gigantesco  esfuerzo  por  la  li- 
bertad futura  de  la  humanidad,  todas  las 
mujeres  francesas,  acallando  sus  angustias  y 
sus  desgarramientos,  deben  repetir  todos  los 
días:  «Hasta  el  f'.nal>. 

En  1864,  Lincoln,  en  el  momento  más 
sombrío,  más  doloroso  de  la  guerra  contra 
la  esclavitud,  recibió  una  delegación  fran- 
cesa, que  le  ofreció  su  intervención  para  una 
paz  sin  victoria.  Sin  vacilar,  el  presidente 
respondió:  •  Nosotros  hemos  sufrido  esta 
guerra,  la  hemos  aceptado,  combatimos  hacia 
un  fin  y  por  una  causa  que  es  vital  en  el 
mundo  entere,  y  ante  Dios  esta  guerra  no 
terminará  hasta  que  este  fin  no  haya  sido 
alcanzado. » 

Francesas:  Unidas  a  todos  los  franceses, 
repitamos  estas  nobles  palabras.  Es  la  huma- 
nidad que  marcha  la  que  parece  hablar  des- 
pués de  un  medio  siglo  por  boca  del  presi- 
dente Lincoln,  este  grande  y  venerado  pa- 
triota. 

Que  la  retaguardia  sea  digna  del  frente, 
A  nuestra  manera,  seamos  como  soldados 
siempre  en  su  puesto,  Guardianas  del  hogar, 
dedicadas  a  la  vida  sencilla,  seamos  por  to- 
das partes  y  siempre  las  sembradoras  de 
valor,  a  fin  de  que  más  tarde  nuestros  hijos 
conserven  de  nosotras  en  estos  días  inolvi- 
dables un  recuerdo  luminoso  de  fuerza  y  de 
ternura. 

•  Cuando  yo  tengo  un  pensamiento  de 
represión,  —  decía  una  noble  mujer,  —  me 
parece  que  fusilo  por  la  espalda  a  nuestros 
soldados  »  —  palabras  fuertes  para  retener  y 
meditar.  Avancemos  así  hacia  la  hora  defi- 
nitiva y  sagrada  de  la  victoria  y  de  la  paz, 
la  paz  magnifica  comprada  al  precio  de  tan- 
tas vidas  dignas  del  sacrificio  sublime  ofre- 


cido conscientemente  a  la  patria  y  a  la  huma- 
nidad. 

1  Yo  quiero  volver  al  frente,  —  me  decía 
un  joven  paisano,  convaleciente  de  una  re- 
ciente herida;  —  lo  quiero  para  que  los  ni- 
ños no  tengan  que  ir  después  de  nosotros.  » 

Mujeres  francesas:  ¡Qué  glorioso  fin!  ¡Ah! 
ciertamente  el  camino  es  largo  y  duro,  y 
algunos  peregrinos  fatigados,  vacilantes  se 
detienen  aquí  y  allá  y  querrían  hacer  alto, 
¡Ah!  ¡Qué  se  guarden  bien  de  ello!  Que  su 
debilidad  estimule  nuestra  fuerza  y  que 
nuestra  actitud  inquebrantable  en  la  justi- 
cia de  nuestra  causa  común  nos  haga  cola- 
boradoras de  la  mejor  paz,  !a  que  nos  traerá, 
no  lo  dudemos,  la  paz  verdadera.  ¡Ah,  cómo 
aspiramos  a  ella! 

Hay  un  proverbio  que  dice:  «Lo  que  la 
mujer  quiere,  Dios  lo  quiere».  Cuando  nues- 
tro deseo  haya  llegado  a  ser  una  esperanza 
viviente,  entonces  se  nos  verá  querrr. 

En  el  silencio  de  su  corazón  oprimido  por 
la  angustia,  en  el  trabajo  de  la  compasión, 
en  las  rudas  labores  impuestas  a  su  debili- 
dad por  la  patria  en  peligro,  la  mujer  ha 
guardado  silencio  noblemente,  pues  era  ne- 
cesario que  a  su  manera  y  al  lado  del  hom- 
bre ella  trabajara  para  la  victoria:  pero 
cuando  el  alba  nueva  se  levante  fuerte  con  la 
experiencia  y  con  las  grandes  lecciones  del 
dolor,  madre  y  compañera  del  hombre  a  la 
vez,  las  que  han  guardado  silencio  hablarán, 
sus  voces  subirán  entre  todas  !as  naciones 
para  llamar  a  la  humanidad  a  una  paz  uni- 
versal. Su  llamado  será  cído  al  fin,  y  la  pa- 
labra de  un  viejo  profeta  se  realizará:  «  No 
tendrás  más  hijos  para  verlos  perecer  por  el 
hacha  y  por  la  espada», 

Julia  Sieofried, 

Presidenta  del  «Consejo  Nacional  ds  Mujeres», 
de  Francia, 


LOS  DERECHOS 
DE    LA  MUJER 

Presidido  por  una  distingi'ida  intelectual, 
un  grupo  de  mujeres  argentinas  ha  empren- 
dido la  campaña  por  los  derechos  de  la  mujer. 

Deseamos  que  el  mejor  de  los  éxitos  co- 
rone este  esfuerzo  de  buena  voluntad,  si- 
guiendo el  ejemplo  de  las  mujeres  europeas 
y  norteamericanas. 

LO    QUE    QUEREMOS 

Que  el  Poder  Legislativo  derogue  toda  ley 
que  no  se  ajuste  a  la  equidad,  y  haga  des- 
aparecer de  los  Códigos  todo  articulo  que 
establezca  una  diferencia  de  lec^islación  entre 
ambos  sexos  y  en  contra  de  la  mujer,  para 
que  ésta  deje  de  ser  la  incapaz  que  es  hoy 
ante  la  tey,  y  recobre  todos  los  derechos  que 
corresponden  a  un  ser  humano  consciente  y 
responsable; 

Que  se  dé  cabida  a  la  mujer  en  los  puestos 
directivos  de  los  Consejos  Nacional  y  Sec- 
cionales de  Educación; 

Que  igualmente  tenga  un  sitio  en  los  Tri- 
bunales, especialmente  para  causas  de  me- 
nores abandonados  y  delincuentes,  y  para 
mujeres; 

Que  se  dicten  leyes  que  protejan  la  ma- 
ternidad y  permitan  la  investigación  de  la 
PATERNIDAD,  de  modo  que  todo  hijo,  legíti- 
mo o  no,  viva  una  vida  plena  y  goce  de  igual 
protección  de  sus  progenitores,  e  igual  res- 
peto social; 

Que  a  igualdad  de  trabajo  sea  concedido 
igual  salario,  sin  distinción  de  sexos. 

Queremos  todos  los  derechos  políti- 
cos, debiendo  ser  tanto  electoras  como  ele- 
gidas. 

Elvira  Rawson  de  Dellepiane. 


lE  RR  A5J>^TRIANA5 


La  ciudad  de  Pola  que  sirvió  de  base  naval  a  Austria, 
fué  asediada  durante  siglos  por  los  bárbaros,  y  sus 
defensas  se  vieron  teñidas  de  sangre.  Al  conquistarla, 
recibió,  en  unión  de  las  comarcas  vecinas,  diversos 
nombres,  cambiando  los  nuevos  habitantes  la  denomi. 
nación  de  las  tierras  y  de  los  ríos.  Únicamente  sus 
bellezas  naturales  no  cambiaron  jamás.  Elevados  mon- 
tes la  rodean,  famosos  ya  en  los  anales  romanos;  aun 
existe  un  punto  denominado  Sassn  di  Dante,  donde 
cierta  vez  el  gran  poeta  italiano  se  detuvo,  en  un 
convento  de  benedictinos;  a  la  magnificencia  del  paisaje 
úñense  los  recuerdos  de  las  grandes  glorias  itálicas. 

Ya  los  poetas  griegos  celebraron  sus  rios  y  sus  ma- 
jestuosas moles  alpinas.  Seiscientos  años  antes  de  Cristo 
algunas  tribus  galo-célticas  se  establecieron  en  aquellas 
tierras,  hasta  que  Roma  llevó  allí  su  dominación. 
En  el  Isonzo,  Teodoríco  venció  a  Odoacre.  Larga  lista 
de  nombres  de  reyes  y  guerreros  figura  en  los  anales  de 
la  región  que  tantas  veces  cambió  de  dueño. 

El  tratado  de  Campoforte  la  puso  bajo  el  poder  de 
Austria;  luego  vinieron  los  de  Presburgo,  Fontainebleu, 
Schonbrum,  París  y  Viena.  Istria  sufrió  distintas  do- 
mínaciones  y,  por  último,  fué  considerada  austríaca 
definitivamente.    ¿Cuál  será  su  suerte  en  el  futuro? 

Pola,  en  la  punta  extrema  de  la  península  istriana, 
fué  en  una  época  la  sucursal  de  Ravenna;  desde  la  isla 
de  Cisso  era  conducida  a  ella  la  púrpura  de  la  célebre 
tintorería.  De  su  puerto  salían  las  más  preciadas  mer- 
cancías. La  naturaleza  la  prodigó  toda  suerte  de  dones; 
los  olivos  la  enriquecían;  la  vid  producía  el  vino  delicia 
de  los  emperadores  romanos. 

El  arte  contribuyó  a  hermosearla.  Entre  sus  monu- 
mentos se  destacan  la  Arena  que  tanto  recuerda  al 
Coliseo  y  el  templo  de  Augusto,  joya  arquitectónica  de 
inapreciable  valor.  El  Arco  de  los  Sergios  es  también 
una  reliquia  artística  salvada  de  la  sistemática  destruc- 
ción de  los  bárbaros. 

Pola  dio  más  de  un  dux  a  Venecia;  le  prestó  ayuda 
con  las  armas,  y  resistió  a  la  ínliltracíón  extranjera. 
Algunos  de  los  que  ambicionaban  su  conquista  trope- 
zaron con  la  muralla  de  hierro  que  formaban  los  nobles 
istrianos,  quienes  herían  a  sus  feroces  enemigos  con  el 
mismo  cuchillo  que  les  sirviera  para  sacrificar  las 
reses  de  sus  festines. 

Hace  poco  el  nombre  de  Pola  figuró  en  la  crónica  de 
la  guerra.  Fresco  está  el  recuerdo  de  lo  ocurrido  allí, 
en  la  mente  de  todos.  No  necesitaba,  por  cierto,  de  esta 
actualidad  para  que  sus  magníficos  monumentos  figu- 
rasen en  una  publicación  como  Plvs  Vi.tra,  esencial- 
mente artística.  —  Corresponsal. 


— ir>I.JV<S    "V'l_rT^K2>X— 


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el  motor.  El  ruido,  uso  excesivo  de  combustible, 
falta  de  fuerza;  todo  puede  eliminarse  con  una 
plicación  del 

Desprendedor  De  Carbom 


Esta  aplicación  es  muy  sencilla.  No  hay  necesidad 
de  pulir  ni  quemar.  Simplemente  hay  que  poner 
una  onza  del  Desprendedor  en  cada  cilindro  por  la 
abertura  de  la  bujía  de  chispa,  donde  se  dejará  de 
30  á  45  minutos.  No  importa  la  acumulación  de 
carbón  que  haya,  el  Desprendedor  Johnson  penetra 
y  reblandece  el  carbón— entonces  el  calor  del  motor 

lo  quema  y  pulveriza, 
haciéndolo  salir  por  el 
tubo  de  escape  cuando 
el  coche  está  en  movi- 
miento. 

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de  que  manera  se  aplique,  no 
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parte  del  motor.  No  dañará 
la  lubricación  ni  el  aceite  en 
la  caja  de  arranque.  Dismi- 
nuya Ud.  la  acumulación  del 
carbón  agregando  cuatro  on- 
zas del  Desprendedor Johnson 
a  cada  10  galones  de  gasolina. 

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Ahora  es  necesario  dar  de  baja  definitivamente  a  las  teorías  y 
argumentaciones  de  los  innumerables  adversarios  del  feminismo. 
Prácticamente,  andando,  como  el  filósofo  griego  demostraba  el  movi- 
miento, es  decir,  andando,  las  mujeres  supieron  demostrar  que  todas 
aquellas  medidas  craneanas  y  todos  aquellos  distingos  fisiológicos 
eran  pura  invención. 

Brillante  y  deci.sivo  resultó  el  triunfo  e  inútil  sería  insistir  en 
pregonarle;  mas  aun  existen  representantes  del  sexo  feo  empeñados 
en  discutirle.  Así,  cuanto  se  hable  de  la  colaboración  femenina  durante 
la  guerra  y  de  )a  que  la  mujer  prestará  en  lo  futuro,  es  poco  para 
convencer  a  los  recalcitrantes. 

Las  mujeres  norteamericanas  consiguieron  fundar  instituciones  im- 
provisadas, de  urgencia,  que  a  los  hombres  les  habrían  costado  largos 
años  de  tentativas  y  fracasos. 

Una  de  las  más  admirables,  es  el  Ejercito  Nacional  de  Mujeres, 
donde  se  enrolaron  millares  y  millares  de  damas,  señoritas  y  obreras. 
Gracias  a  verdaderos  prodigios  de  organización,  hubo  en  seguida 
dinero,  material  y  todo  lo  que  el  ejército  necesitaba.  Nadie  recuerda 
una  explosión  parecida  de  entusiasmo  público  y  de  pericia. 

Pronto  el  ejército  inició  sus  servicios  auxiliares  que  tanta  impor- 
tancia han  tenido  en  la  participación  bélica  de  la  gran  república. 

Además  de  eso,  el  entusiasmo  feminista  sirvió  para  formar  una 
atmósfera  de  energía  que  retemplaba  el  entusiasmo  varonil.  Fué  un 
ejemplo  que  se  tradujo  en  el  mayor  incremento  de  la  presentación 
de  voluntarios. 

Las  heroínas  del  Ejército  Nacional  de  Mujeres  son  su  presidenta 
Mrs.  Irving  Pratt,  y  la  vice  Mrs.  Pierson  Hamilton,  que  trabajaron 
sin  descanso  para  conseguir  tan  hermoso  resultado. 


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Si  se  baña  usted    en   el   mar,    habrá   notado,   seguramente,    la   necesidad  de 
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En  especial,  cuando  se  trata  de  personas  que  no  son  muy  robustas,  esta  ne- 
cesidad  se   hace   sentir   con    tanta    fuerza    que,    en    ocasiones,    hasta   llega  a 
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1?^    J    m    A-r^-i 


OOUACHE    DE    ALONSO. 


Ar/^'rooT^T  r^ 


—v=>ijy^^ 


>^¿v— 


PARQUE     NACIONAL     DE     SEQUOIA,     EN     EL     ESTADO     DE     CALIFORNIA 


LA    FOTOGRAFÍA    MUESTRA    UN    GRUPO    DE     LOS    GIGANTESCOS  ÁRBOLES    SEQUOIA    (SEQUOIA    WASHINGTONTIANA).     ESTE    PARQUE    CONTIENE    MÁS    DE  1.030.000  DE    ESOS    ADMIRABLES 
ARBOLES,    12.000    DE    LOS    CUALES    TIENEN  UN   DIÁMETRO    MAYOR  DE    10  PIES.    EL    MÁS    GIGANTESCO    DE    ELLOS,    LLAMADO    GENERAL    SHERMAN,    TIENE    36  PIES   Y  MEDIO    DE    DIÁME- 
TRO   Y    280    DE    ELEVACIÓN. 


Sonrisas    de    satisfacción 

de    una    dama   que    se    precia   de 
bella  y  no  anticipa  su  decadencia» 

por   Charlotte  Rouvier 


UNA  CABELLERA  NATURALMENTE 
ONDULADA 

T^L  buen  stallax  no  solamente  produce  el  mejor  shampoo 
posible,  sino  que  además  tiene  la  propiedad  peculiar  de 
formar  una  natural  y  pronunciada  ondulación  en  el  cabello, 
efecto  que  seguramente  desean  casi  todas  las  damas.  Una 
cucharadita  de  las  de  café  llena  de  granulados  stallax  disuelto 
en  una  taza  de  agua  caliente,  deja  amplio  margen  para  ha- 
cer un  magnífico  lavado  de  cabeza  y  da  al  pelo  una  brillan- 
tez y  suavidad  que  ninguna  otra  cosa  conocida  puede  pro- 
porcionar. Es  totalmente  inofensivo  y  puede  comprarse  en 
casi  todas  las  droguerías.  Como  hasta  ahora  ha  sido  poco 
usado  para  este  propósito,  el  stallax  sólo  se  vende  en  paque- 
tes con  sello  original,  conteniendo  cada  paquete  cantidad 
suficiente  para  veinticinco  o  treinta  shampoo. 

NO  TENGA  BARRILLOS 

P'-  nuevo  tratamiento  para  hacer  desaparecer  instantá- 
neamente del  rostro  los  molestos  barrillos,  puntos  ne- 
gros, grasitud  y  dilatación  de  los  poros,  es  tan  sencillo  y 
agradable  que  me  ha  sorprendido  ver  todavía  algunas  da- 
mas ostentando  tales  fealdades  en  la  cara,  en  las  cuales  es 
visible  la  depresión  moral  que  tales  contrariedades  causan. 


El  procedimiento  a  seguir  es  muy  sencillo.  Obtenga  algunas 
tabletas  de  stymol,  cuidando  estén  siempre  bien  tapadas  y 
en  lugar  seco.  Eche  una  en  un  vaso  con  agua  caliente  y 
bañe  su  rostro  con  ese  líquido  en  seguida  de  cesar  la  efer- 
vescencia que  el  stymol  produce,  secándose  luego  con  una 
toalla  limpia  y  blanda.  Observará  inmediatamente  una 
mejoría  notable  más  asombrosa  cuando  usted  vea  que  los 
barrillos  han  quedado  en  la  toalla,  !a  grasttud  eliminada 
y  los  poros  contraídos  hasta  su  estado  normal.  Sentirá  en- 
tonces la  sensación  de  un  cutis  fresco,  aterciopelado  y  blan- 
do, que  la  hará  francamente  feliz.  Para  asegurar  la  perma- 
nencia de  tan  lisonjero  resultado,  es  preciso  repetir  el  pro- 
cedimiento  algunos   días   después. 

SUPRESIÓN  DEL  BOZO  EN  LA  MUJER 

P^RA  las  damas  que  ven  su  belleza  desfigurada  por  este 
molesto  crecimiento  de  vello,  constituirá  una  gran  no- 
ticia saber  cómo  se  extirpa  de  un  modo  permanente  ese 
vello.  Para  este  propósito  debe  usarse  el  porlac  puro  pul- 
verizado, de  cuya  substancia  casi  todos  los  boticarios  pue- 
den venderle  a  usted  una  onza.  El  tratamiento  se  recomien- 
da no  sólo  para  la  desaparición  instantánea  del  vello  que 
os  desfigure,  sino  para  matar  por  completo  las  raíces,  sin 
que  por  esto  sufra  la  belleza  de  vuestra  piel. 

EL  BUEN  SENTIDO  Y  EL  CUTIS 

T  Tasta  en  las  investigaciones  de  la  ciencia,  en  lo  que  a  la 
^  ^  belleza  del  cutís  se  refiere,  va  imponiéndose  la  doctrina 
del  buen  sentido.  En  lugar  de  obstruir  el  natural  funciona- 
miento de  los  poros  con  el  uso  de  cosméticos,  la  mujer  de 
talento  adopta  en  la  actualidad  el  <'método  de  absorción», 
que  consiste  sencillamente  en  eliminar  por  medio  de  ab- 
sorción el  cutis  exterior  marchito  y  gastado,  que  por  cual- 
quier razón  la  naturaleza  no  ha  desprendido  en  la  forma 
usual,  en  una  piel  sana  y  joven.  Bajo  el  cutis  exterior,  ru- 
goso y  manchado,  toda  mujer  tiene  una  piel  hermosísima. 

Para  extirpar  este  velo  de  aspecto  desagradable,  las  mu- 
jeres inteligentes  usan  simplemente  un  poco  de  buena  cera 


mercolizada,  extendiéndola  sobre  la  piel  como  si  se  tratara 
de  cold  cream.  El  resultado  es  inmediato,  pues,  en  poco 
tiempo,  la  cera  absorbe  la  epidermis  externa  de  poca  vida, 
cayendo  aquélla  en  forma  de  copos  microscópicos  y  des- 
cubriendo el  cutis  bellísimo  y  joven  que  se  encuentra  de- 
bajo. 

Si  desean  hacer  la  prueba,  adquieran  en  la  farmacia  un 
poco  de  buena  cera  mercolizada.  aplicándola  por  las  noches 
a  manera  de  cold  cream  sobre  el  cutis.  Nada  tiene  de  des- 
agradable y  el  resultado  que  con  tal  procedimiento  se  obtie- 
ne es  maravilloso,  pues  devuelve  la  felicidad  a  cualquier 
mujer,  que  puede  sentir  entonces  las  delicias  de  un  cutis 
lozano  y  fresco. 

Tengo  entendido  que  el  producto  genuino  se  expende 
al  público  en  un  envoltorio  de  cartón  blanco,  cuya  cu- 
bierta exterior  tiene  tiene  la  inscripción  en  inglés  «puré 
mercolized  wax»  impresa  en  azul. 

CANAS  A  UN  LADO 

T  A.s  canas  son  a  menudo  una  seria  contrariedad  que  se 
presenta  tanto  a  hombres  como  a  mujeres  cuando  aun 
se  encuentran  en  la  plenitud  de  su  vida.  Las  tinturas  para 
el  cabello  no  deben  usarse  siempre  porque  sus  inconve- 
nientes son  obvios  y  además  causan  perjuicio  al  pelo  en 
muchos  casos.  Pocas  personas  saben  que  una  fórmula  muy 
sencilla,  fácilmente  hecha  en  casa,  devuelve  a  las  canas 
el  color  primitivo  del  cabello,  de  la  manera  más  inofensiva. 
Basta  con  que  compre  usted  dos  onzas  de  tammalite  con- 
centrada en  casa  de  un  boticario,  y  las  mezcle  con  tres  onzas 
de  <'bay  rhum»  o  espíritu  de  laurel.  Aplique  usted  esta  sen- 
cilla e  inofensiva  loción  a  su  cabello  durante  unas  cuantas 
noches,  por  medio  de  una  esponjita,  y  las  canas  desapare- 
cerán paulatinamente.  La  loción  no  es  grasienta  ni  pegajosa, 
y  ha  sido  probada  con  éxito  una  y  otra  vez  durante  varias 
generaciones  por  las  personas  que  han  tenido  la  dicha  de 
poseer  la  fórmula.  Mezcle  usted  mismo  la  loción  en  su  casa, 
consiguiendo  un  frasco  completo  de  tamma'ite  concentrada, 
con  el  sello  intacto,  lo  cual  será  suficiente  para  asegurar 
éxito. 


— p?l^:v^^    x-'L-Tl^yx — 


¿Elstán  Los 

Muebles 

DeUd. 

opacos,  con  man- 
chas de  los  dedos  y 
recogen  todo  el  polvo? 
¿Tiene  su  fonógrafo, 
piano  u  otro  mueble  de 
caoba,  un  color  azuloso?  Puede  Ud.  sin  dificultad 
devolver  su  belleza  primitiva  usando  la 


Hüilil 


Limpia  y  pule  en  una  operación — protege  y  conserva 
el  barniz— cubre  manchas  y  rayas  superficiales — 
evita  que  el  barniz  se  parta. 

La  Cera  Preparada  de  Johnson  es  un  PULIMENTO  A 
PRUEBA  DE  POLVO.  No  contiene  aceite  y  produce  una 
superficie  como  cristal,  que  no  recoge  ni  retiene  el  polvo. 
Jamás  se  pondrá  suave  o  pegajosa  en  tiempo  caluroso.  Ade- 
más de  pulir  muebles,  también  sirve  para  la  conservación  de 


Pisos  Automóviles 

Pianos  Obra  de  madera 


Linóleo 

Objetos  de  cuero 


Si  tu  vendedor  no  tiene  lo*  producto»  Johnton, 
él  puede  obtenerlo»  de  lo»  dittribuidoret: 

YANKEE    SPECIALTIES    AGENCY 

RIVADAVIA    1255  BUENOS   AIRES 

S.  C.  JOHNSON  &  SON,  Fabricante,  Raclne,  Wisconsín,  E.  U.  A. 


JOSÉ         BOUCHET 


Son  pocos;  vienen  entre  los  hombres  que  buscan  el  bienestar  o 
la  fortuna  por  medios  industriales  y  agrícolas.  Mientras  sus  com- 
pañeros de  inmigración  calculan,  ellos  sueñan  con  ideales  de  arte. 
Una  voluntad  enérgica  les  dice  que  en  cualquier  sitio  halla  el  hombre 
el  modo  de  satisfacer  su  vocación. 

Son  pocos,  pero  necesarios.  Una  inmigración  en  la  que  sólo  figuren 
hombres  prácticos  y  negociantes,  es  una  inmigración  incompleta. 
La  riqueza  de  un  país  debe  ser  embellecida  por  el  arte,  porque  el 
arte  es  un  lujo  de  lujos.  Este  el  papel  que  juegan  esos  inmigrantes 
que  entre  los  ansiosos  de  fortuna  sueñan  con  el  ideal.  Son  pocos, 
pero  firmes  y  entusiastas.  Trabajarán  en  el  menester  que  la  suerte 
les  ofrezca,  dedicando  siempre  sus  ocios  al  aprendizaje  o  al  refina- 
miento del  arte  elegido. 

El  día  7  de  marzo  falleció  uno  de  esos  campeones  idealistas,  el 
pintor  José  Bouchet.  Vino  muy  joven  a  nuestra  ciudad,  desde  España, 
su  país  natal,  para  llegar  a  ser  uno  de  los  más  beneméritos  artistas 
argentinos. 

Incansablemente,  Bouchet  realizó  sus  primeros  ensayos  en  el  arte 
pictórico  con  gran  aprovechamiento.  Este  tesón  obtuvo  su  recompen- 
sa, pues  el  artista  halló  personas  que  le  ayudaron.  Era  lo  único  que  el 
joven  pintor  necesitaba  para  dar  obras  de  mérito. 

Al  poco  tiempo  sus  patrocinadores  le  consiguieron  una  beca  para 
proseguir  sus  estudios  en  Europa.  Trasladóse  a  Florencia,  donde 
estuvo  varios  años  practicando  con  notable  resultado.  Terminado  el 
período  de  práctica,  Bouchet  volvió  a  la  metrópoli,  ocupando  la 
cátedra  de  dibujo  del  Colegio  Nacional  de  Buenos  Aires,  puesto  que 
ha  desempeñado  hasta  su  muerte. 

La  obra  de  Bouchet  tiene  enorme  importancia  en  la  escuela  pic- 
tórica argentina.  Dedicado  a  la  pintura  de  historia,  rama  a  la  cual 
consagró  lo  mejor  de  sus  actividades,  produjo  cuadros  notables  por 
la  fidelidad  con  que  interpretó  los  episodios  elegidos  y  la  brillante 
técnica  de  que  dio  pruebas.  El  «San  Martín  en  Plumerillos»,  lienzo 
que  se  conserva  en  el  Museo  Nacional,  «El  fusilamiento  de  Liniers», 
y  «La  fundación  de  Buenos  Aires»,  son  sus  mejores  producciones. 

Además  de  esas  labores,  hizo  numerosos  retratos,  entre  los  que 
se  distinguen  los  de  Juan  María  Gutiérrez  y  Carlos   Berg. 

Desde  hace  tiempo,  Bouchet  había  abandonado  los  pinceles  para 
dedicarse  por  entero  a  la  enseñanza,  en  cuyas  tareas  propagó  el  ins- 
tinto de  arte  y  el  buen  gusto  en  dos  generaciones  de  jóvenes  argentinos. 
*  En  la  vida  era  José  Bouchet  tan  excelente  hombre  como  artista. 
Por  eso,  fué  amigo  querido  y  respetado  de  todos. 

Con  él  desaparece  una  de  las  más  relevantes  figuras  de  la  pintura 
nacional,  dejando  un  hueco  difícil  de  llenar. 


AMO  !V. 
MAÍ\70 1919 


flIVEKS/Wo 


[1\^\  N/LTKA  t;  EhviA- vn-  mvevo  •  jalvdo,  gxpKtjioN 

[lEMPf^E  DECAMTToAGKAPíCIDoY-  No.\/\MA-  FÓKMVLA-  DE- 
.  "Vi^^BAniPAP  •  PEMoDÍjTICA.  ♦  .  •  NvMCA  PoDKAH-  ComPA- 
KAk^E  A  LOj-  DE  WEi^^eVlEJ-  ÍO¡-  DOCE-  TKABAJOj.  QVE  ■  TV 
KEVI^TA-  KEALI7.o.£ri-  ¡V-TEKCEf\A  CAMPANA;  PEÍkP-  EMTP^E 
AsMDAJ-  DoCEflAj-  DE-  LAPOP-^E^-  W/^V-^Nv^M/^-  foMBI^A  DE 
PAK.ECIPO.  K.ELE''e,'  LECTOfí^^LA  MlTOLOCiiA- V- VElvA(- COtMo, 
EnCIEKTO-Mopo,  PlVÍ  N/LTKA  T  VVO  •  GVE' APsKEMCTEf^ 
CoriTK/\-EL-LEo'N- DE  NEMEA-Y-LA-mDkA-pE  Lei^NAY- NPPAlk 
pAKA-TI-MAH7:/\n/^^-En-(lT|o(.MEJoí^  qVAMADoj-  QVE 
EL-JAMIN-DE'LAJ  Me^PeKiDE^.  ♦  ♦  ♦  MtíkCED-A- EJA- LVCWAiCoN- 
^E^^/AJ-  FACpVllLEj-  DEPELLOj-cx^DKoJ-  nACloHALEi-Y-  EXTKAN" 
JE^Pl ,  PENETf\A(TE-Eh-  MAn(|ONEj-  ^EhoKi  ALEj,  ADMlf\AHDo-  coiECClo- 
MEJ-/\Wr'ÍTlCANJ-Y-oTKA[-CofAJ' DiqriAJ- DE-^DMIP^/^CIOM. 
PoKa^^E  ()lV(  Vl"K/^  EÍ-Vn"M Aj-AUÁ'- de- la  información 
UTEKAM  A- Y  qfk  AFIC/S|  ALqo •  aVE  -TN^  LECTOR  ^  MECEf irABA(. 
•  ♦•El  IVAHo•QVE■AHOpv,A•CoMlEM7:A•HA■DE•ff^•vn•MAYO|^•  g|- 
FVEKZo•P^EMlADo,  CoMo-Lo(  -  AflTE fMO^EÍ,  PoR  TV- qPAOA'  AYVDA. 


VLTFxA 


•J=>LS^''i~'     \    L^  I"f:3.-X- 


JKJlhO '  JATU 


eXTtIUOIt    DEL   EDIFICIO. 

La  obra  de  cuidad  ejercida  con  amplitud  de  mi- 
rai.  qoe  i6k>  tiene  en  cuenta  nobles  propósitos 
pafa  denrrollar  su  acción,  es  uno  de  los  rasgos 
canetarteioos  de  la  Sociedad  de  Beneficencia. 
que  no  ocatima  esfuerzo  para  dar  relieve,  cada 
«es  mayor,  a  las  obras  que  sufraga. 

Mudias  «eoes  se  ha  hablado  de  la  educación  que 
ae  proporciona  en  los  establecimientos  de  caridad; 
paro  de  muy  pocos  se  podrá  decir  tanto,  como  de  la 
«Bnoradhima  instrucción  que  se  da 
a  tas  wiladOT  del  establecimiento 
que  en  Mar  del  Plata  sostiene  la 
asociación  dtada  y  que  se  denomi- 
na Asilo  Saiomino  £.  Unzué. 

Esta  edifícadón  fui  hecha  por 
los  hijos  del  ilustre  filántropo  cuyo 
nombro  hemos  enunciado  y  que  al 
morir  encargó  a  sus  descendientes 
levantaran  un  asilo. 

Las  sefioras  María  Unzuó  de  Al- 
Tcar.  Concepción  Unzué  de  Casa- 
res. Anfeta  Unzuó  de  Alzaga  y  el 
se&or  Satvmino  Unzuó,  cumplien- 
do con  los  deseos  de  su  seflor  pa- 
dre, hicieron  construir  este  modelo 
deaailo.enei  cual  se  hallan  actual- 
mente internadas  más  de  trescien- 
tas niSas.  a  las  que  no  sólo  se  les 
proporciona  una  educación  esmera- 
da, sino  también  se  les  instruye 
acabadamente  en  ciertos  ramos  de 
la  industria,  para  que  en  el  día  de 
mafiana  puedan  ganarse  la  vida  y 


EL   SOLARIUM. 

ser  elementos  útiles  de  su  hogar.  El  estableci- 
miento fué  entregado  a  la  Sociedad  de  Benefi- 
cencia de  la  Capital,  y  desde  su  fundación  lo  ha 
regenteado  con  gran  acierto,  obteniendo  los  re- 
sultados halagüeños  que  son  conocidos. 

La   inteligencia   de  las  señoras  presidentas  que 
han  regido  los  destinos  de  esta  sociedad  desde  que 
se  fundó  el  asilo,  secundada  por  la  acción  de  las 
señoras    que  lo  visitan    periódicamente,    lo    han 
colocado    en    un    pie   de  orden  y 
dulce  disciplina  digno  de  los  ma- 
yores encomios. 

Las  religiosas  misioneras  Fran- 
ciscanas de  María,  administran 
el  asilo  y  ellas  mismas  tienen  a  su 
cargo  la  educación  e  instrucción  de 
las  asiladas. 

Allí  se  cursa  hasta  el  sexto 
grado  y  en  este  año  fueron  nume- 
rosas las  niñas  que  pasaron  a  la 
Escuela  Normal. 

Las  clases  de  labor,  de  encajes, 
corte  y  confección,  bordados  y 
vainillados,  son  practicadas  por 
la  mayoría  de  las  niñas,  existien- 
do también  clases  de  repujados 
en  plata,  cobre,  estaño,  etc. 

Digna  de  llamar  la  atención  es 
la  clase  o  sección  de  tapicería  en 
donde  un  grupo  de  asiladas  con- 
fecciona alfombras  de  Esmirna  o 
de  Persia,  en  forma  primorosa. 
Coleccionados    los    trabajos    al 


REPUJADO. 


CLASE    DE    ENCAJES. 

fin  de  cada  curso,  se  hace  con  ellos  una  exposi- 
ción sumamente  interesante  por  lo  completa.  Ca- 
da labor  tiene  su  precio  y  la  alumna  autora  de  los 
trabados  que  se  venden,  percibe  un  tanto  por 
ciento  de  su  valor,  el  cual  se  le  deposita  en  la  ■ 
Caja  Dotal  de  Obreras,  a  fin  de  que,  al  salir  del 
asilo,  se  encuentren  con  un  pequeño  fondo  formado 
con  el  producto  de  su  obra., 

En  la  exposición  de  este  año  se  han  visto  traba- 
jos primorosos  que  han  causado  muy  grata  impre- 
sión. Los  grabados  representan  las  clases  de  labor 
donde  practican  las  niñas,  y  una  parte  de  la 
exposición  de  broderie  y  encajes.  Otros  reproducen 
uno  de  los  telares  y  una  alumna  trabajando  en 
repujado 

£1  edificio  en  que  está  instalada  esta  nunca  bien 
ponderada  obra  de  caridad,  es  de  hermosa  cons- 
trucción y  ocupa  un  enorme  terreno.  La  severidad 
de  sus  líneas  impone.  La  distribución  interna  está 
hei^ha  de  acuerdo  con  las  exigencias  modernas,  y 
todo  en  ella  revela  la  acertada  dirección  y  lo  que 
es  más  aún,  el  lujo  de  detalles,  demostrándose 
así  que  para  poner  en  práctica  el  bien  en  favor  del 
prójimo,  las  damas  y  el  caballero  que  encargaron 
la  obra  no  han  tenido  en  cuenta  otra  cosa  que  dar 
al  necesitado  la  comodidad    a  que  tiene  derecho 


.^  •'  -iimw^f^^W 


i. 


CASILLA    DE    BAÑO    EN    LA    PLAYA. 


SSi 


-T=^i_;v^-S    X  J-  ;  ;- 


todas  las  exigencias  de  la  higiene    moderna. 

Las  salas  de  los  enfermos  son  muy  amplias 
y  ventiladas,  y  los  pabellones  se  componen 
de  dos  salas  cada  uno  y  un  pequeño  cuarto 
para  casos  de  gravedad. 

Están  completamente  separados  los  niños  de 
las  niñas,  y  bajo  la  maternal  dirección  de  las 
religiosas  del  Huerto. 

Este  establecimiento  es  una  dependencia 
del  Hospital  de  Niños  de  esta  capital,  y  la 
Sociedad  de  Beneficencia  al  tener  en  cuenta 
los  resultados  que  en  Norte  América  y  en 
Europa  estaba  dando  la  cura  por  los  rayos  del 
sol,  no  vaciló  en  poner  en  práctica  este  trata- 
miento, con  el  que  se  ha  conseguido  tan  ex- 
celentes resultados. 

En  Sud  América  es  el  primer  establecimien- 
to de  esta  índole.  Fué  inaugurado  el  año  pasa- 
do cuando  aun  era  presidenta  de  la  Sociedad 
de  Beneficencia  la  señora  María  Unzué  de  Al- 
vear,  una  de  las  prestigiosas  damas  que  ha  regi- 
do con  acierto  singular  los  destinos  de  la 
Sociedad  que  fundara  Rivadavia.  Su  sucesora, 
la  actual  presidenta  señora  Inés  Dorrego  de 
Unzué.  continuará  la  obra  con  inteligencia 
y  cariño  nunca  desmentidos,  para  bien  de 
todos. 

El  beneficio  que  reporta  a  todos  los  centros 
sociales  la  educación  de  los  niños  y  asilados 
en  estos  establecimientos  es  incalculable,  má- 
xime si  se  tiene  presente  que  no  sólo  abarca 
la  educación  en  sí,  sino  la  preservación  de  los 
estragos  que  puede  dar  la  contaminación  de  las 
enfermedades  a  los  pequeños  asilados. 

La  Sociedad  de  Beneficencia  tiene  ideales 
bien  conocidos,  y  no  hay  más  que  recurrir  a 
la  obra  que  sostiene  para  darse  cuenta  de  la 
magnitud  de  su  acción  y  del  resultado  tan 
eficiente. 

Ese  modo  de  ejercer  la  caridad  conserva  el 
prestigio  de  esa  asociación,  la  primera  por  su 
magnitud. 

Las  simpatías  que  siempre  ha  despertado  la 
acción  de  las  damas  que  la  componen,  se  tra- 
duce de  continuo  por  las  donaciones  que  se 
hacen  en  favor  de  las  obras. 

Últimamente  se  han  hecho  importantes  do- 
nativos y  entre  ellos  figura  uno  de  la  señora 
María  Unzué  de  Alvear,  en  memoria  de  su 
extinto  esposo  señor  Ángel  de  Alvear.  Así  con- 
tribuirá a  extender  la  obra,  con  los  pro- 
yectos que  en  breve  habrán  de  convertirse  en 
realidades. 

La  instalación  de  los  hospitales  es  digna 
del  mayor  encom.io  y  al  dedicar  estas  páginas 
a  la  obra  filantrópica  que  en  Mar  del  Plata  se 
sostiene,  nos  complacemos  en  hacer  destacar 
una  vez  más  las  excelencias  de  su  organiza- 
ción, cuyos  prest'gios  se  han  afirmado  tan 
sólidamente. 

Figuran  como  socías  las  damas  más  encum- 
bradas del  Buenos  Aires  distinguido;  otro 
título  que  debemos  añadir  para  que  resalte 
que  esta  obra  es  dirigida  por  señoras  cuyo 
abolengo  es  la  mejor  garantía  de  la  finali- 
dad altruista  que  persiguen. 

L.  M.   DE   E.  Z. 


EL    PREBISTERIO    Y    EL    PULPITO. 

como  todo  ser  humano.  Las  aulas,  los  comedores,  el  salón 
<te  »cto«,  k»  dormitorios,  los  baños,  en  fin,  las  dependen- 
cútt  todas  están  distribuidas  en  forma  amplia,  causando  al 
visitants  grata  impresión  de  confort  aquel  ambiente  de 
npoto  y  bienestar. 

En  el  centro  del  edificio  se  halla  un  gran  patio  y  una 
huerta  para  recreo  de  las  niftas  al  mismo  tiempo  que  pro- 
porciona aire  y  luz  a  las  dependencias  internas  de  la  casa. 

La  construccidn  está  hecha,  calle  por  medio  con  el  mar. 
de  manera  que  las  asiladas  toman  diariamente  su  baño  allí, 
aun  cuando  la  insulación  de  baños  del  asilo  está  igualmente 
hecha  para  afua  de  mar.  Otro  de  los  grabados  reproduce 
a  las  niftas  en  la  playa  momentos  antes  del  baño. 

La  Capilla  del  establecimiento  es  una  verdadera  obra  de 
arte.  Responde  al  más  puro  estilo  Bizantino  y  es  una  mara- 
villa la  reproducción  de  todas  sus  partes,  para  no  apartarse 
de  la  Hnea  purísima  de  aquel  estilo. 

Díei  grandes  columnas  de  mármol  violáceo  sostienen  la 
ctipula  centra!,  cuya  decoración  es  notable.  Lámparas  de 
bronce  penden  de  la  cúpula,  y  alrededor  de  ella,  con  gran- 
de*  letras  esmaltadas,  se  leen  parábolas  de  las  sagradas 
eacrittns. 

Los  piso*  y  los  zócalos  son  de  mármol  de  colores.  Las  pi- 
las de  agua  bendita  son  de  mármol  y  esmalte,  primorosas 
muestras  de  arte  exquisito.  El  pulpito,  que  afecta  una  forma 
rectangular,  es  de  mármol  tallado,  y  los  altes  relieves  que 
ostenta  son  hermosísimos. 

El  altar  mayor  es  también  de  mármol  y  en  el  centro  se 
destaca  a  maravilla  una  imagen  de  la  Virgen  trabajada  en 
purísimo  Carrara.  Debajo  de  la  mesa  del  altar  un  bronce 
reproduce  la  Cena  y  las  figuras  han  sido  cinceladas  artís- 
ticamente. 


Los  bancos  son  de  roble  tallado  y 
responden  al  mismo  estilo  Bizantino. 

A  estos  detalles,  aparentemente 
sencillos,  que  por  si  solos  exigirían  un 
estudio  más  completo,  se  debe  agregar 
ahora  lo  que  en  sí  significa  la  obra. 
Las  religiosas  que  regentean  este  lujo- 
so establecimiento,  cumplen  su  huma- 
nitaria misión  prodigando  a  las  asila- 
das todas  las  atenciones  que  requie- 
ren y  muchas  encuentran  en  e 
desvelos  maternales. 

Otra  de  las  obras  que  sostiene  la 
Sociedad  de  Beneficencia  en  Mar  del 
Plata  es  el  Solarium,  construido 
poca  distancia  del  Asilo  Unzué  y  que 
es  también  una  maravilla  de  edificación 
y  confort. 

El  objeto  del  Solarium  es  hacer  la 
cura  de  la  tuberculosis  por  medio  de 
los  rayos  solares  y  con  aire  de  mar. 
La  galería  en   donde  se  coloca   a  los 
enfermos  está  orientada  enferma  tal, 
que  durante    todo    el   día    penetra  el 
sol  en  ella.    Las  ventanas  tienen  un  si.stema  de 
visagras    que    permiten    ser    abiertas    de    modo 
que   en    ningún    momento    los  enfermos    tengan 
corrientes  de  aire  que  puedan  perjudicar  su  salud. 

Los  consultorios  están  instalados  en  forma  pri- 
morosa,  y   para    ello  se  han    tenido    en    cuenta 


—  T=>IJ>v^.S 


.y!V 


Más  fuerte  que  aquella  muerte  partida- 
ria de  Rozas,  era  el  romanticismo  porte- 
ño, el  romanticismo  de  Amalia,  de  Mármol 
y  demás  compañeros  de  amores  e  infor- 
tunios. La  prosa  de  la  vida  era  pesada  en 
los  años  tranquilos  de  don  Juan  Manuel; 
aliviar  el  terror  o  poetizar  la  valentía, 
resultaba  una  empresa  difícil.  Nunca  en 
el  mundo  romántico  hubo  tiempos  más 
heroicos.  La  juventud  porteña  que  aun 
esté  en  disposición  de  cultivar  el  género, 

puede  pedir  para  los  unitarios  románticos  y  los  rozistas  werthe- 
rianos,  el  sitio  de  honor  en   los  dominios  de  Jorge  Sand. 

Hay  un  tema  literario  que,  con  leves  variantes,  inspiró  ya  mu- 
chísimas narraciones  primorosas  y  mil  cuentos  mediocres:  el  tema 
«bajo  el  Terror».  Bajo  el  Terror  o  durante  el  Terror  sucedieron  y 
sucederán  aún  muchos  casos  y  cosas  de  notable  contraste.  Las 
marquesas,  los  abates,  las  favoritas  y  los  sabios  continuaban  en 
las  mazmorras  de  la  Revolución  y  bajo  la  amenaza  de  la  guillotina 
su  acostumbrada,  discreta  y  galante  vida.  Así,  bajo  la  falsa  alar- 
ma de  una  apariencia  de  Terror  Argentino,  los  porteños  román- 
ticos endulzaron  su  existencia  imitando  a  los  héroes  de  novelas. 
Ese  triunfo  literario-mundano  habla  en  favor  de  aquellas  gene- 
raciones valientes. 

Los  que  nunca  hicieron  versos  a  unos  lindos  ojos  o  no  doblaron 


K,anANTicD>\o 

PORTEÑO'^ 
EDUARDO-DEL  JAZ-. 


la  rodilla  romántica  ante  una  muchacha 
bonita,    no   comprenden    la   importancia 
oue  tiene  esta  reivindicación    de    gloria. 
^  Para  ellos,  el  romanticismo  es  cosa  ridicu- 

la que  murió  hace  años,  sobre    todo   en 
nuestra  ciudad  «oosmopolitalizada». 

Pero  hay  muchos  y  excelentes  señores 
que  opinan  lo  contrario;  hay  innumerables 
porteños  portadores  de  perillas  espronce- 
dianas  y  zorrillescas  que  recitan  versos  de 
los  dos  grandes  Josés.  Hasta  en  la  insti- 
tución que  conocemos  por  el  nombre  de  patota,  existe  un  fondo 
de  bohemia  bárbara  y  encantadora,  algo  así  como  aquella  reunión 
de  artistas  que  perseguía  a  los  esposos  y  porteros  Pipelet. 

Buenos  Aires  posee,  además,  un  comercio  y  una  industria  bas- 
tante románticos  y  una  política  interesante  como  un  folletín. 

¿Y  las  porteñas?  Aquí  sí  que  se  puede  divagar  sin  temor  alguno. 
La  mujer  porteña  es  romántica,  hermosamente  romántica.  No  se 
contenta  con  la  mezquina  prosa  del  vivir  cotidiano.  Desde  la  modes- 
ta obrerita  a  la  más  rica  dama,  hay  en  todos  los  corazones  feme- 
niles un  fondo  de  romanticismo  que  endulza  los  amores. 

Gracias  a  eso,  hay  todavía  amor  en  Buenos  Aires,  junto  a  los 
cariños  de  conveniencia.  Gracias  a  ellas,  la  próxima  resurrección 
del  romanticismo,  que  está  por  verificarse,  no  nos  agarrará  des- 
prevenidos leyendo  libros  realistas  y  modernistas. 


—  t-'L-\    ^^      \     L_    Ik-^.-X  — 


-^-Ué^/l/^iT/^     ^/7^/h^/f^. 


I 


La 


j^jf!^^       E"  Palermo.  allí  donde  el  tráfa- 
^^•Sy^W  ?°  ^^  '3  ciudad  se   apaga   com- 
N,   .IL^   pletamente,  se  vive  a  cubierto 
de  indiscreciones,  y  puede  uno 
entregarse  al  trabajo  por  en- 
tero, el  artista  Zonza  Briano 
ha  ido  a  establecer  su  solita- 
rio refugio,  su  torre  de  mar- 
fil.    su    atelier,    lejos    del 
mundanal  ruido  para  evi- 
tarse visitas  inoportunas. 
Pero    aún   así.  no  falta 
quien  se  atreva  a  turbar 
la  paz  del  recinto  don- 
de   labora    el    asceta 
escultor, 
curíosidad  no  repara  en  sa- 
crificios... y  nosotros,  curiosos  en 
grado  superlativo  como  buenos  re- 
pórteres, decidimos   interrumpir 
aquel  reposo. 

La  leyenda  nos  ha  forjado  un 
Zonza   Briano  silencioso,   hosco, 
torturado   por  el    deseo   de   ser 
original . . .     Pero  la  leyenda  la 
han  modelado  sus  amigos,  y  por 
lo  tanto  teníamos  la  certeza  de 
que  distaría  mucho  de  la  verdad. 
Algo  recelosos  tocamos  el  tim- 
bre de  su  casa.    ¿Qué  sorpresa 
nos  esperaba?. . .    ¿Mandaría  el 
escultor   que    nos    volviéramos 
con  las  baterías  de  Daguerre  sin 
entrar  en  funciones?...  El  ladrido 
bronco  de  un  can  empezó  a  in- 
quietarnos un  tanto. 

Pasados  unos  segundos  de  re- 
celosa espera,  se  nos  presentó,  cu- 


«RBALIZACIÓNI,    TETRALOGÍA   DE   LAS    MADRES. 


bierto  por  una  túnica  lleaa  de  bordados,  una 
especie  de  ermitaño,  cuya  fisonomía  y  porte 
semejaba    bastante  al   dulce    poeta   Musset. 
Era    Zonza    Briano.     Se    acercó   cariñosa- 
mente.   E!  can  dejó  de  ladrar...   la  tran- 
quilidad renació  en  nosotros. 
— ¿Qué  les  trae  por  mi  casa?  Pasen,  pasen. 
Ante  tanta  amabilidad,  la  leyenda  em- 
pezó a  desvanecerse. 
—  Venimos    a   reportearlo.  . .    y  si  lo 
permite,  a  imprimir   unas   placas  de 
sus  obras. 

—  El  caso  es  que  voy  a  hacer  una 
exposición    pronto,   y    si    publican 
fotografías  de  mis  esculturas,  aque- 
lla va  a  carecer  de  novedad. 
— ¡Bah!  Una  exposición  de  usted, 
siempre  es  novedosa  para   Bue- 
nos Aires. . . 

—  Sí,  siempre  doy  que  hablar 
respecto  a  mi  arte;  pero  ]qué 
hablen!...  ¡Mientras  ellos  ha- 
blan,  yo  trabajo!. . . 

—  ¿Mucho? 

—  Cerca  de  ochenta  obras.  ¡Pa- 
sen, pasen,  y  se  convencerán!... 
En  el  vestíbulo  destacaba  un 
inmenso  bloque  blanco...  Es 
«El  Despertar  de  la  Cariátide», 
obra  magna  donde  el  maestro 
ha  revelado  toda  la  pujanza 
de  su  arte. 

—  ¡Bien,  Zonza,  esto  es  bueno! 
lí  /  I  — Es  una  obra  sincera...  ¡Ya 
^-i^           verá,  ya  verá  lo  que  sé  hacer! 

\t\a\  —  Le  advierto  que  nosotros  no 

hemos  dudado  nunca  de  su  ta- 
lento de  escultor. 


—  t3L;>>^^   ^>^i_m:2>x- 


pass 


I 


—  ¡Escultor!...  ¡Phs!  ¡Bajo  ese  disfraz  se  ocultan  tantos  yeseros!...  A 
mi  no  me  basta  ya  la  forma.  Eso  lo  han  realizado  los  griegos  como 
nadie...  Yo  quiero  algo  más.  Deseo  interpretar  la  vida  interior  de  mis 
modelos.  .  .  Mi  supremo  ideal  en  arte  es  ser  el  escultor  de  las  pasiones.  Eso 
sí  que  es  hacer  algo...  Para  lograrlo  hay  que  estar  dotado  de  sensibi- 
lidad y  tener  un  alto  conocimiento  de  anatomía  artística!...  Pase, 
por  aquí  y  podrá  apreciar  si  en  mi  obra  hay  más  que  líneas. 

Penetramos  en  su  estudio.  El  violento  blanco  de  las  esculturas  no  mo- 
lesta la  vista,  porque  la  luz  se  deslíe  en  el  salón  atenuada  por  unas  corti- 
nas. De  un  pebetero  escapaban  volutas  de  aromático  incienso  que  sugerían 
ideas  místicas.  A  esta  sugestión  contribuía  las  esculturas  que  más  destaca- 
ban en  aquel  estudio;  un  San  Francisco  de  Asís,  cuyo  rostro  era  la  cris- 
talización de  la  bondad;  una  Santa  Teresa  de  Jesús,  la  encarnación  del 
misticismo  más  puro  (obra  que  pertenece  actualmente  a  doña  Julia  Elena 
Acevedo  de  Martínez  de  Hoz),  y  una  estatua  que  representa  la  Maternidad. 
El  artista  ha  dejado  en  esta  escultura  huella  perdurable.  Aquel  rostro  de 
la  madre  adolorida  por  la  pérdida  del  hijo,  que  extiende  sus  manos  como 
dos  lirios,  convence;  su  dolor  llega  a  conmovernos.  Zonza  en  esta  obra 
es,  con  justicia,  el  escultor  de  las  pasiones.  Allí  hay  más  que  líneas,  hay 
la  tragedia  del  amor  maternal. 

Ante  aquellas  estatuas  cuyas  expresiones  son  de  bondad  y  amor,  creí- 
mos hallarnos  en  un  templo,  y  más  nos  aferramos  en  esta  creencia  al 
escuchar  las  voces  graves  y  melodiosas  de  un  órgano  aue  llegaban  hasta 
nosotros  de  una  habitación  lindera. 

—  ¡Zonza!    Debemos  serle  sinceros.    Será  por  este 
olor  a  incienso  que  sirve  de  sedante,    por  la  luz 
maestramente    repartida,    por    esas    armonías 
de  órgano  que  ss  oyen,    impregnándonos 
de  misticismo,   que  sus  esculturas  pa- 
recen dotadas   de  vida.    No  hay  en 
ellas   esa    rigidez   hosca  con   que 
suelen   modelar    sus    obras    los 
escultores  que  desean  sorpren- 
der más  que  convencer;  ve- 
mos en  ellas  serenidad,  cal- 
ma; no  cansan,  no  fatigan 
al  que  las  ve.  tienen  el 
sublime    reposo  de  las 
obras  sentidas. 

—  Veo  que  me  ha 
comprendido;  sí,  eso 
ha  sido  mi  propósi- 
to al  modelarlas. .. 
darles  vida. . .  ar- 
tística, que  deja- 
sen de  ser  mate- 
ria para  transfor- 
marse   en    obra 


— Efectivamente,  esa 
cara  de  santo  es  tan 
pura,  que  parece 
musitar  alguna  de  sus 
místicas  oraciones... 
¡Hermano  sol!  ¡Herma- 
na agua!'. . . 

— ¡Yhermano  lobo!... 
sobretodo  cuando  trato 
con  mis  colegas. 

Nuestra  vista  vaga- 
ba por  el  estudio  dete- 
niéndose en  aquellas 
blancas  esculturas  a  las 
que  se  diría  no  habían 
tocado  manos.  Una  nos 
interesó  poderosamen- 
te; representaba  «El 
Pudor». 

En  esa  obra  el  artista 
ha  traducido  todo  lo 
casto  y  puro  de  ese  sen- 
timiento. 


•contempla- 
ción», de  i  a 
tetralogía 

DE     LAS 

MADRES. 


irreal.  Para  mí  la  dificultad  de 
la  forma  dejó  de  ser.  Eso  está 
al  alcance  de  cualquier  volun- 
tad.    Lo   que  me  inquieta,    lo 
que  deseo  lograr,   en    ese   mo- 
mento   que   artísticamente  lla- 
mamos   inspiración,  es  la  vida 
interior;    el    gesto    que  refleja  una 
pasión,  un  sentimiento...  Mire  esta 
figura  de  la  Tetralogía  de  la  Mater- 
nidad, ¿no  ve  en  ella  dolor?.  .  . 

Y  Zonza,  con  la  unción  de  un 
creyente,  iba  buscando  la  luz  para 
hacer  que  aquella  figura  se  animase. 
Las  palabras  fluían  de  sus  labios 
con  un  sello   de  sinceridad. 

Después  se  dirigió  a  su  San  Fran- 
cisco, y  con  aire  de  triunfo  exclamó: 
¿Qué  le  parece?  ¿He  interpretado  o 
no  la  figura  del  Gran  Místico? 

—  Indudablemente.  Manos  san- 
tas se  diría  que  le  han  modelado. 

—  He  querido  representarle  con 
esta  figura  larga  y  magra,  como  si 
Quisiera  desprenderse  de  la  tierra  y 
llegar  al  cielo. 


Aquella    figurita    de 
mujer  que  parece  sur- 
gir del    blanco    már- 
mol y   que  se  reco- 
ge toda  temblorosa 
de   pudor,    encanta 
por  la  pureza  de  sus 
líneas;  pero  más  aún, 
por  la  noble  inter- 
pretación de  la  idea 
—  Esto    es   bueno, 
dijimos  a  Zonza. 
— Es  un  trabajo  que 
hice  con  gusto. 
Por  todos  lados,  ha- 
bía bustos  cubiertos, 
sobre    caballetes; 
Zonza,    iba    descu- 
briéndolos  a    nuestra 
vista. 

A  cada  uno  le  hacía  un 
historial.  —  Vea  esta  ca- 
beza.   Y  encendiendo   un 
fósforo  y  haciendo   que  su 
luz  se  reflejase  en  ella,  con- 
tinuaba: —  La  luz  en  todo  es 
escultura.  Ella  nos  da  el  relieve 
de  los  objetos.  . . 
— ¡Pero,  cuánto  ha  trabajado!... 
—  ¡Y  lo  que  tengo  que  trabajar  aúnl 
En  arte  nunca  se  acaba  de  aprender. . . 
Un  llanto   de  niño    que  se  escuchó,   bastó 
para  que  Zonza  nos  abandonara. 
A  poco  volvió  sonriente  con  un  nenito  en  los  bra- 
zos:   era    su    hijo.    Bastaba   ver   la    ternura    con    que 
acariciaban    sus  manos   aquella   cabecita.    para    comprender 
todo  su  amor  de  padre. 

Enjugadas  las  lágrimas  y  calmado  el  pequeño,  continuó:  —  Ahora 
tengo  que  trabajar  más,  por  mí  y  por  éste. 

—  Quiero — y  me  sobra  voluntad  para  ello  —  tener  personalidad  propia 
en  escultura,  y  como  Sarmiento  creo  que  las  cosas  hay  que  hacerlas,  aunque 
S3  hagan  mal.  El  tiempo  dirá,  cuando  nuestros  intereses  no  choquen  con 
'os  de  los  demás,  si  en  arte  he  realizado  algo  perdurable.  ¡Yo  me  tengo  fe! 

—  Dicen  que  la  fe  transporta  las  montañas. . . 

—  ¡Las  montañas  no  sé;  pero  que  yo  he  de  ser  algo  en  mi  arte,  no  me  cabe 
la  menor  duda! 

Disculpe  que  diga  en  voz  alta  lo  que  otros  callan  por  cobardía,  ¡pero  lo 
piensan! . . . 

El  fotógrafo  nos  hizo  señas  de  que  había  terminado,  y  en  vista  de  ello, 
nos  despedimos  de  Zonza. 

—  No  se  marchen;  vamos  a  tomar  té. . . 

—  Otra  vez  será,  cuando  tengamos  tiempo  para  charlar  largo  y  tendido. 

—  ¡Cómo  yo  le  tome  por  mí  cuenta  no  le  suelto!  Quiero  que  sea  usted  un 
convencido  de  que  el  arte  escultórico  debe  renovarse,  que  los  griegos  son  de 
ayer  y  nosotros  somos  de  hoy. 

—  ¡Exactísimo!  Y  estrechándole  la  diestra,  salimos  de  su  casa  seguros  de 
que  la  leyenda  del  ogro  de  Zonza,  era. . .  leyenda. 

Sus  obras,  su  gentileza  para  tratarnos,  su  erudición  en  materias  de  arte  y, 
sobre  todo,  su  bondad,  dan  derecho  a  este  artista,  a  que  le  estimemos  en  todo 
"o  que  vale. 

Julio  Castellanos. 


PROPIEDAD    DEL    SEÑOR    JOSÉ    BLANCO    CASARIEGO. 


ALDEANITAS       EXTREMEÑAS 


ÓLEO    DE    EUGENIO    HERMOSO. 


E  L    D  I  N  OVA  URO 


Después  de  traspasar  el  Guayra,  y  en  un  trecho 
de  diez  leguas,  el  río  Paraná  es  inaccesible  a  la 
navegaoió.i.  Constituye  allí,  entre  altísimas  ba- 
rrancas negras,  una  canal  de  200  metros  de  an- 
cho y  profundidad  insondable.  El  agua  corre  a 
tal  velocidad  que  los  vapores,  a  toda  máquina, 
marcan  el  paso  horas  y  horas  en  el  mismo  sitio. 
El  plaio  del  agua  está  constantemente  desnive- 
lado por  el  borbollón  de  los  remolinos,  que  en  su 
choque  forman  conos  de  absorción  tan  hondos  a 
veces  que  pueden  aspirar  de  punta  a  una  lancha 
a  vapor.  La  región,  aunque  lúgubre  por  el  dominio 
absoluto  del  negro  del  bosque  y  del  basalto,  puede 
hacer  las  delicias  de  un  botánico,  en  razón  de  la 
humedad  ambiente  reforzada  por  lluvias  copio- 
sísimas, que  excitan  en  la  flora  guayreña  una 
lujuria  fantástica. 

En  esa  región  fui  huésped  una  tarde  y  una 
noche  de  un  hombre  extraordinario  que  había  ido 
a  vivir  al  Guayra,  solo  como  un  hongo,  porque 
estaba  cansado  del  comercio  de  los  hombres  y 
de  la  civilización,  que  todo  se  lo  daba  hecho,  por 
lo  que  se  aburría.  Pero  como  quería  ser  litil  a 
los  que  vivían  sentados  allá  abajo,  aprendiendo 
en  los  libros,  instaló  una  pequeña  estación  me- 
teorológica, que  el  gobierno  argentino  tomó  bajo 
su  protección. 

Nada  hubo  que  observar  durante  un  tiem.po  a 
los  registros  que  se  recibían  de  vez  en  cuando; 
hasta  que  un  día  comenzaron  a  llegar  observa- 
ciones de  tal  magnitud,  con  tales  decímetros  de 


lluvia  y  tales  índices  de  humedad,  que  nuestra 
Central  creyó  necesario  controlar  aquellas  enor- 
midades. Yo  partía  entonces  para  una  inspección 
en  el  Brasil,  arriba  del  Iguazú;  y  extendiendo  un 
poco  la  mano,  podía  alcanzar  hasta  allá. 

Fué  lo  que  hi.:;e.  Pero  el  hombre  no  tenía  nada 
de  divertido.  Era  un  individuo  alto,  de  pelo  y  bar- 
ba muy  negros,  muy  pálido  a  pesar  del  so!,  y  con 
grandes  ojos  que  se  clavaban  inmóviles  en  los  de 
uno,  sin  desviarse  un  milímetro.  Con  las  manos 
metidas  en  los  bolsillos,  me  veía  llegar  sin  dar  un 
paso  hacia  mí.  Por  fin  me  tendió  la  mano, 
pero  cuando  yo  lo  había  ya  hecho  con  una  soste- 
nida sonrisa. 

En  el  resto  de  la  tarde,  que  pasamos  sentados 
bajo  el  alero  de  su  rancho-chalet,  hablamos  de 
generalidades,  O  mejor  dicho  hablé  yo,  porque 
el  hombre  se  mostraba  muy  parco  de  palabras. 
Y  aunque  yo  ponía  particular  empeño  en  sostener 
la  charla,  algo  había  en  la  reserva  de  mi  hombre, 
que  los  hábitos  civilizados  de  cambiar  ideas  se 
me  escapaban  por  inútiles. 

Cayó  la  noche,  sumamente  pesada.  Al  concluir 
de  cenar  volvimos  de  nuevo  al  corredor,  pero  nos 
corrió  presto  el  viento  huracanado  salpicado  de 
gotas  ralas,  que  barría  hasta  las  sillas.  Cesó  a  los 
diez  minutos,  y  después  de  un  momento  el  agua 
comenzó  a  caer,  la  lluvia  desplomada  y  maciza 
de  que  no  tiene  idea  quien  no  la  haya  sentido 
tronar  horas  y  horas  sobre  el  monte,  sin  la  más 
ligera  tregua  ni  el  menor  soplo  de  aire  en  las  hojas. 


—  Creo  que  tendremos  para  rato  —  dije  a  mi 
hombre. 

-  Quién  sabe  —  respondió.  —  A  esta  altura  del 
mes  no  es  probable. 

Aproveché  entonces  la  ruptura  del  hielo  para 
recordar  la  misión  particular  que  me  había  lle- 
vado allá. 

—  Hac3  varios  meses  —  comencé  —  los  regis- 
tros de  s'J  pluviómetro  que  llegaron  a  Buenos 
Aires.  .  . 

Y  mientras  exponía  el  caso,  puse  de  relieve  la 
sorpresa  de  la  Central  por  el  inesperado  volumen 
de  aquellas  observaciones. 

—  ¿No  hubo  error?  —  concluí  — .  ¿Los  índices 
eran  tales  como  usted  los  envió? 

—  Sí  —  respondió,  mirándome  de  pleno  con 
sus  ojos  inmóviles. 

Me  callé  entonces,  y  durante  un  tiempo  que 
no  pude  medir,  pero  que  pudo  ser  muy  largo,  no 
cambiamos  una  palabra.  Yo  fumaba;  él  levantaba 
de  rato  en  rato  los  ojos  a  la  pared  —  afuera,  a  la 
lluvia,  como  si  esperara  oír  algo  tras  aquel  sordo 
tronar  que  inundaba  la  selva.  Y  para  mí,  ganado 
por  el  vaho  de  excesiva  humedad  que  llegaba  de 
afuera,  persistía  el  enigma  de  aquella  mirada  y 
aquella  nariz  abierta  al  olor  de  los  árboles  mo- 
jados. 

De  pronto  su  voz  se  levantó. 

—  ¿Usted  ha  visto  un  dinosauro? 

En  la  época  actual,  en  compañía  de  un  hombre 
culto  que  se  ha  vuelto  loco,  y  que  tiene  un  res- 


— I^L-^v:©  x.a_nri:3--x- 


plandor  prehistórico  en  los  ojos,  la  pregunta  aque 
lia  era  dura.  Lo  miré  fijamente:  ¿I  hacia  lo  mis- 
mo conmigo. 

-  ¿Qué?  —  dije  al  fin. 

—  Un  dinosauró...  un  nothosauro  carnívoro. 

-  jamis.  ¿Usted  lo  ha  visto? 

No  se  le  movía  un  pirpado  mientras  me  mi- 
raba. 

—  ¿Aqul> 

—  Aqui.  Ya  ha  muerto...  Anduvimos  juntos 
tres  mcsfs. 

¡Anduvimos  junios!  Me  explicaba  ahora  bien  la 
lu:  ultra  histórica  de  sus  ojos,  y  las  observa- 
ciones meteorológicas  de  un  hombre  que  había 
hecho  vida  de  selva  en  pleno  periodo  secundario. 

—  Y  las  lluvias  y  la  humedad  que  usted  anotó 
y  envió  a  Buenos  Aires  —  le  dije  —  datan  de  ese 
tiempo? 

—  Si  —  afirmó  tianquilo.  Alzó  las  orejas  y  los 
ojos  al  tronar  de  la  selva  inundada,  y  agregó  len  • 
lamente: 

—  Era  un  nothosauro . . .  Pero  yo  no  fui  hasta 
su  horizonte:  ¿I  bajó  hasta  aqui.  Hace  seis  meses. 
Ahora. . .  ahora  tengo  más  dudas  que  usted  sobre 
todo  esto.  Pero  cuando  lo  hallé  sobre  el  peñón 
en  el  Paraná,  al  crepúsculo,  no  tuve  duda  alguna 
de  que  yo  desde  ese  instante  quedaba  fuera  de 
la  ley.  Era  un  dínosauro,  tal  cual:  alzaba  el  pes- 
cuezo a  todos  lados,  y  abría  la  boca  como  si  qui- 
siera gritar  y  no  pudiera.  Yo.  por  mi  parte. 
tranquilo.  Durante  meses  y  meses  había  deseado 
ardientemente  olvidar  todo  lo  que  era  y  sabía 
yo.  y  lo  que  eran  y  sabían  los  hombres...  Re- 
gresión total  a  una  vida  real  y  precisa,  como  un 
árbol  que  siempre  está  donde  debe,  porque  tiene 
razón  de  ser.  Desde  miles  de  años  la  especie  hu- 
mana va  al  desastre.  Ha  vuelto  al  mono,  guar- 
dando la  inteligencia  del  hombre.  No  hay  en  la 

ración  un  solo  hombre  que  tenga  un  valor 

—  j;  se  le  aparta.  Y  ni  uno  solo  podría  gritar 
a  la  Naturaleza:  yo  soy. 

Día  tras  día  iba  rastreando  en  mí  la  profunda 
fruición  de  la  reconquista,  de  la  regresión  que  me 
hacia  dueño  absoluto  del  lugar  que  ocupaban  mis 
pies.  Comenzaba  a  sentirme,  nebuloso  aún,  el 
representante  verdadero  de  una  especie.  La  vida 
que  me  animaba  era  mía  exclusivamente.  Y  tre- 
pando así  como  en  un  árbol  por  encima  de  millo- 
nes de  años,  sintiéndome  cada  vez  más  dueño 
del  rincón  del  bo<;que  que  dominaban  mis  ojos 
a  cuatro  lados,  llegué  a  ver  brotar  en  mi  cerebro 
vado,  la  lucecilla  débil,  fija,  obstinada  e  inmortal 
del  hombre  terciario. 

¿Por  qué  asustarme,  pues?  Sí  el  removido 
fondo  de  la  biología  lanzaba  a  plena  época  actual 
tal  espectro,  permitiéndole  vivir  a  expensas  del 
Querer  humano,  él,  como  yo,  estaba  fuera  de  las 
leyes  normales  de  la  vida. 

Nada  que  temer.  Me  acerqué  al  monstruo  y 
sentí '  una  agria  pestilencia  de  vegetación  des- 
compuesta. Como  continuaba  haciendo  bailar 
el  cuello  allá  arriba,  le  tiré  una  piedra.  De  un 
salto  se  lanzó  al  agua,  y  la  ola  que  inundó  la 
playa  me  arrastró  con  el  reflujo.  Me  había  visto, 
y  se  balanceaba  sobre  2O0  brazas  de  agua.  Pero  en- 
tonces gritaba.  ¿El  grito?. . .  No  sé. . .  Muy  des- 
afinado. Agudo  y  profundo.  . .  Cosa  de  agonía.  Y 
abría  desmesuradamente  la  boca  para  gritar.  No 
me  miraba  ni  me  miró  jamás.  Es  decir,  una  vez 
lo  hizo...  Pero  esto  fue  al  final. 

Salió  por  fin  a  tierra,  ya  oscuro,  y  caminamos 
juntos. 


Este  fué  el  principio.  Durante  tres  meses  fué 
mi  compañero  nocturno,  pues  a  la  primera  fres- 
cura del  día  me  abandonaba.  Se  iba,  entraba  en 
el  monte  como  si  no  viera,  rompiéndolo,  o  se 
hundía  en  el  Paraná  con  hondos  remolinos  hasta 
el  medio  del  río. 

Al  bajar  aquí  habrá  visto  una  picada  maestra: 
se  conserva  limpia,  aunque  hace  tiempo  que  no 
se  trabaja  yerba.  El  dinosauro  y  yo  la  recorríamos 
paso  a  paso.  Jamás  lo  hallé  de  día.  La  formidable 
vida  creada  por  el  Querer  del  hombre  y  el  Con- 
sentimiento de  las  edades  muertas,  no  me  era 
accesible  sino  de  noche.  Sin  un  signo  exterior  de 
reconocimiento,  caminábamos  horas  y  horas  uno 
al  lado  de  otro,  como  sombríos  hermanos  que  se 
buscan  sin  comprenderse. 

De  su  desmesurada  vida  anterior,  enterrada 
bajo  millones  de  años,  no  le  quedaba  más  que 
la  ciega  orientación  a  las  profundidades  más  hú- 
medas de  la  selva,  a  las  charcas  pestilentes  donde 
las  negras  columnas  de  los  heléchos  crujían  y  per- 
dían el  vello  al  paso  de  la  bestia. 

Por  mi  parte,  mi  vida  de  día  proseguía  su  mar- 
cha normal  aquí  mismo,  aunque  con  la  mirada 
perdida  a  cada  momento.  Vivía  maquinalmente. 


adherido  al  horizonte  contemporáneo  como  un  so- 
námbulo, y  sólo  despertaba  al  primer  olor  salvaje 
que  la  frescura  del  crepúsculo  me  enviaba  ras- 
treando desde  la  selva. 

No  sé  qué  tiempo  duró  esto.  Sólo  sé  que  una 
noche  grité,  y  no  conocí  el  grito  que  salía  de  mi 
garganta.  Y  que  no  tenia  ropa,  y  si  pelo  en  todo 
el  cuerpo.  En  una  palabra,  había  regresado  al 
período  terciario  por  obra  y  gracia  de  mi  propio 
deseo. 

Dentro  de  aquella  forma  negra  y  cargada  de 
espaldas  que  trotaba  a  la  sombra  del  dinosauro. 
iba  mi  alma  actual,  pero  dormida,  sofocada  den- 
tro del  espeso  cráneo  primitivo.  Vivíamos  unidos 
por  el  mismo  destierro  ultra  milenario.  Su  hori- 
zonte era  mi  horizonte:  su  ruta  era  la  mía.  En  las 
noches  de  luna  solíamos  ir  hasta  la  barranca  del 
rio,  y  allí  quedábamos  largo  tiempo  inmóviles. 
él  con  la  cabeza  caída  al  olor  del  agua  allá  abajo, 
yo  acurrucado  en  la  horqueta  de  un  árbol. 

La  soledad  y  el  silencio  eran  completos.  Pero 
en  la  niebla  con  olor  a  pescado  que  subía  del  Pa- 
raná, la  bestia  husmeaba  la  inmensidad  líquida 
de  su  horizonte  secundario,  y  abriendo  la  boca 
al  cielo,  lanzaba  un  breve  grito.  De  tiempo  en 
tiempo  tornaba  a  alzar  el  cuello  y  lanzaba  su 
lamento.  Y  yo.  acurrucado  allá  arriba,  con  los 
ojos  entrecerrados  de  sueño  e  informe  nostalgia, 
respondía  con   un   aullido. 

F'ero  cuando  nuestra  fraternidad  era  más  honda 
era  en  las  noches  de  lluvia  —  ésta  de  ahora  que 
está  sintiendo  es  una  simple  garúa  comparada 
con  las  de  abril  y  mayo.  Desde  una  hora  antes 
oíamos  el  tronar  profundo  de  la  lluvia  sobre  el 
monte  lejano.  Desembocábamos  entonces  en  una 
picada:  —  no  había  aire,  no  había  ruido,  no  ha- 
bía nada,  sino  un  cielo  fulgurante  que  cegaba  — 
y  el  dinosauro  aplastaba  el  cuello  en  el  suelo  y 
ponía  la  lengua  sobre  la  tierra  estremecida.  Y 
cuando  la  lluvia  llegaba  y  se  desplomaba,  nos 
levantábamos  y  caminábamos  sin  parar,  respi- 
rando profundamente  el  diluvio  que  roncaba  so- 
bre el  monte  y  crepitaba  sobre  el  lomo  del  dino- 
sauro. 

A  fines  de  abril  el  sordo  temblor  de  la  tierra 
que  llegaba  desde  el  Guayra  nos  anunció  que  el 
río  crecía.  Y  aquí,  cuando  el  Paraná  llega  cargado 
de  grandes  lluvias,  sube  catorce  metros  en  una 
noche. 

Y  el  agua  subía  y  subía.  Desde  la  costa  oíamos 
claro  el  retumbo  del  Guayra,  y  en  las  restingas 
veíamos  pasar  al  lado  sobre  el  agua  vertiginosa, 
todo  lo  que  pasa  ahogado  o  podrido  con  una  inun- 
dación   de   otoño. 

Las  noches,  negras.  El  dinosauro,  excitado, 
bebía  a  cada  instante  un  sorbo  y  sus  ojos  remon- 
taban la  tiniebla  del  río,  hacia  las  inmensas  llu- 
vias que  llegaban  aún  calientes.  Y  paso  a  paso 
remontábamos  a  nuestra  vez  el  Paraná,  tocan- 
do  la  inundación. 

Así  un  mes  más.  Cuanto  quedaba  en  mí  del 
hombre  que  le  está  hablando  ahora,  crujió,  se 
aplastó,  desapareció.  Hasta  que  una  noche. . . 

El  hombre  se  detuvo. 

—  ¿Qué  pasó?  —  le  dije. 

—  Nada. . .    Lo  maté. 

—  ¿Al .  . .     dinosauro? 

—  Sí,  a  él.  ¿No  comprende?  El  era  un  dino- 
sauro... un  nothosauro  carnívoro.  Y  yo  era  un 
hombre  terciario...  una  bestezuela  de  carne  y 
ojos  demasiado  vivos...  Y  él  tenía  un  olor  pes- 
tilente de  fiera.  ¿Comprende  ahora? 


—  Si:  continúe. 

—  Mientras  quedó  en  mí  un  rastro  del  hombre 
actual,  el  monstruo  surgido  de  las  entrañas  muer- 
tas de  la  Tierra  por  el  deseo  de  ese  mismo  hom- 
bre, se  contuvo.  Después.  .  .  . 

Allá  en  el  norte,  el  Guayra  retumbaba  siempre 
por  las  aguas  hinchadas,  y  el  río  subía  y  subía 
con  una  corriente  de  infierno.  Y  el  dinosauro, 
aplastado  en  la  orilla,  bebía  a  cortos  sorbos  de- 
vorado  de  sed. 

Una  noche,  mientras  el  monstruo  entraba  y 
salía  sin  cesar  del  agua,  y  el  remanso  parecía  un 
mar.  me  hallé  a  mí  mismo  asomado  tras  un  pe- 
ñasco, espiando  con  el  pelo  erizado  a  la  bestia 
enloquecida  de  hambre.  Esto  lo  vi  claro  en  ese 
momento.  Y  vi  que  a  la  par  explotaba  en  mí  la 
carga  de  terror  almacenada  millones  de  años,  y 
que  en  esos  tres  meses  de  fraternidad  hipnótica 
no  había  podido  descifrar. 

Retrocedí,  espiándolo  siempre,  di  vuelta  al 
peñasco,  y  emprendí  la  carrera  hacia  un  cantil 
de  basalto  que  se  levantaba  a  plomo  sobre  veinte 
brazas  de  agua.  La  fiera  me  vio  seguramente  co- 
rriendo al  fulgor  de  un  relámpago,  porque  oí  su 
alarido  agudo,  tal  como  nunca  se  lo  había  oído, 
y  sentí  la  persecución.  Pero  yo  llegaba  ya  y  tre- 
paba por  una  ancha  rajadura  de  la  mole. 

Cuando  estuve  en  la  cúspide  me  afirmé  en 
cuatro  pies,  asomé  la  cabeza  y  vi  al  monstruo  que 
trotaba  buscándome,  brillante  y  rayado  de  re- 
flejos porque  llovía  a  torrentes.  Y  cuando  me  vio 
allá  arriba  comenzó  a  correr  alrededor  del  cantil 
en  procura  de  un  plano  menos  perpendicular  —  que 
no  lo  había.  Al  llegar  a  la  orilla  se  lanzaba  al  agua, 
escudriñaba  el  basalto,  cobraba  tierra  y  tornaba 
a  hundirse.  Y  cuando  un  relámpago  más  soste- 
nido lo  destacaba  sobre  el  río  cribado  de  lluvia, 
nadando  casi  erguido  para  no  perderme  de  vista, 
yo  respondía  a  su  alarido  asesino  rugiéndole  mi 
terror  y  mi  odio,  abalanzándome  sobre  los  puños. 

La  lluvia  me  cegaba,  a  punto  que  estuve  a  un 
paso  de  perder  pie  en  una  grieta  que  no  habia 
sentido.  A  un  nuevo  relámpago  eché  una  ojeada 
atrás  y  vi  que  la  grieta  circundaba  completa- 
mente el  bloque  de  basalto  herido. 

De  allí  surgió  mi  plan  de  defensa.  En  guardia 
siempre,  siguiendo  al  dinosauro  en  su  girar,  tuve 
tiempo  de  descender  diez  metros  y  desprender 
una  gran  esquirla  de  la  rajadura  central,  con  la 
que  volví  a  la  cumbre.  Y  hundiéndola  como  una 
cuña  en  la  grieta,  hice  palanca  y  sentí  contra  mi 
pecho  la  desgarradura  del  peñasco  a  punto  de 
precipitarse. 

No  tuve  entonces  más  que  esperar  el  momen- 
to. . .  En  la  playa,  bajo  el  cielo  abierto  en  fisuras 
fulgurantes,  el  dinosauro  trotaba  y  hacía  bailar 
el  cuello  buscándome.  Y  al  verme  de  nuevo  co- 
rría a  lanzarse  al  agua. 

En  un  instante  cargué  sobre  la  palanca  mi  peso 
y  el  odio  de  diez  millones  de  vida  aterrorizada,  y 
el  inmenso  peñasco  cayó  —  cayó  sobre  la  cabeza 
del  monstruo,  y  ambos  se  hundieron  en  veinte 
brazas  de  agua. 

Lo  que  salió  después  fué  el  dinosauro;  pero 
la  mitad  de  la  cabeza  estaba  aplastada,  y  abría 
la  boca  para  gritar  como  la  primera  vez  que  lo 
vi  —  pero  ahora  gritaba. .  .  Algo  horrible.  Nadaba 
al  azar  porque  estaba  ciego,  sacudiendo  a  todos 
lados  el  cuello,  sobre  el  río  blanco  de  lluvia.  Dos 
o  tres  veces  desapareció,  para  resurgir  alzando 
desesperado  su  cabeza  ciega.  Y  se  hundió  al 
fin  para  siempre,  y  la  lluvia  alisó  en  seguida  el 
agua. 

Pero  allá  arriba  yo  roncaba  aún  en  cuatro  pa- 
tas. Poco  a  poco  me  convencí  de  que  no  tenía 
ya  nada  que  temer,  y  descendí  cabeza  abajo  por 
la  rajadura  central. 

El  hombre  se  detuvo  otra  vez. 

—  ¿Y  después?  --  dije. 

—  ¿Después?  Nada  más.  Un  día  me  hallé  de 
nuevo  en  esta  casa,  como  ahora.  El  agua  ha  pa- 
rado —  concluyó.  —  En  esta  época  no  se  sostiene. 

Cuando  al  día  siguiente  subí  en  la  canoa  que 
la  habilidad  de  dos  peones  de  obraje  había  llevado 
hasta  allá  conmigo,  comenzó  a  llover  de  nuevo. 
Sobre  la  costa,  a  quinientos  metros  agua  arriba, 
una  mole  aguda  se  elevaba  desde  el  río. 

—  ¿El  cantil...  es  ése?  —  pregunté  a  mi 
hombre. 

El  volvió  la  cabeza  y  miró  largo  rato  el  peñón 
que  iba  blanqueando  tras  la  lluvia. 

—  Sí  —  repuso   sin    moverse. 

Y  mientras  la  canoa  descendía  por  la  costa  - 
sintiéndome  bajo  el  capote  saturado  de  humedad 
de  selva  y  de  diluvio,  comprendí  a  la  vista  de  aquel 
hombre  que  no  apartaba  los  ojos  de  su  cantil,  no 
que  estuviera  loco,  sino  que  un  día  u  otro  iba  a 
vivir  realmente  lo  que  había  soñado. 


DIBUJOS   DE   ALONSO. 


Horacio  Quiroga. 


— T=>L7v^-S 


¿Era  el  profesor  Píndaro  Adoni::.  un  <'des- 
equilibrado*  o  un  amante  excéntrico  de  la 
Belleza,  obsesionado  por  los  esti'.dios  mito- 
lógicos? 

El  caso  resultaba  insólito,  porque  en  la 
ciudad  de  Orbahuera,  no  hubo,  nunca,  un 
sabio — y  eso  que  se  conocían  m-is  de  siete — 
con  suficiente  osadía,  para  afirmar  que  en 
este  siglo  de  las  faldas  cortas  y  de  los  boti- 
nes norteamericanos,  con  dibujos  de  pes- 
puntes, había  mujeres  más  hermosas  y  de 
líneas  más  puras  que  "Las  Tres  Gracias»,  in- 
mortalizadas por  Apeles  y  Rubens.  Y  no  lo 
afirmaba,  solamente,  sino  que,  en  su  afán 
demostrativo,  llegó  hasta  iniciar  una  inves- 
tigación minuciosa,  tal  como  correspondía, 
tratándose  de  un  asunto  relacionado  con  los 
ideales  estéticos  de  la  humanidad. 

Empezó  por  trazar  un  plan  sintético^que 
hizo  público  ■ —  estableciendo  las  cualidades 
plásticas  del  modelo,  de  conformidad  con  las 
opiniones  de  los  esclarecidos  mitólogos  Ger- 
hard.  Müller,  Wálker  y  Decharme,  todos  con- 
testes en  que  la  talla  de  los  griegos  era  ele- 
vada, como  lo  prueba  su  historia  filogénica 
y  ontogénica,  confirmándose,  así.  la  aserción 
de  Nietzsche,  de  que  no  puede  ser  bella  una 
mujer  de  baja  estatura.  Esas  cualidades  se 
referían,  también,  al  busto  y  largura  de  las 
extremidades,  así  como  a  otros  detalles  de 
suprema  elegancia:  óvalo  del  rostro  y  exten- 
sión del  cuello;  tamaño  y  expresión  de  los 
ojos  y  de  la  boca;  color  de  la  piel  y  distribu- 
ción correcta  de  los  tejidos  musculares.  Para 
mayoi  claridad,  hacía  mención  de  las  obser* 
vaciones  de  Paul  de  Saint  Víctor,  sobre  Diana 
y  la  Venus  de  Milo.  Las  tres  nuevas  Gracias 
que  encarnasen  el  «tipo»,  se  harían  acreedo- 
ras a  un  subido  premio  en  "talentos»  o  cdrac- 
mas»,  equivalente  a  $  30.000  moneda  argen- 
tina y  a  ser  reproducidas  en  mármol  de  Pa- 
ros, o  del  Pentélico,  de  rigurosa  autenticidad. 
Al  conocerse  tan  orij^inal  proyecto,  la 
prensa  se  abstuvo  de  todo  comentario,  limi- 
tándose, los  grandes  ^rotativos»,  a  dar  la  no- 
ticia, discretamente,  con  el  objeto,  tal  vez, 
de  que  sus  lectoras  quedaran  enteradas  de  él. 
ya  que  ellas  iban  a  ser  materia  viva  del  con- 
curso. Solo  La  Irania,  revista  semanal,  re- 
dactada por  el  joven  «Orba  Anaíhole-).  crítico 
sutil  de  arte,  hizo  algunas  consideraciones,  en 
forma  reticente,  pero  no  por  eso  menos  ática. 
Decía  el  célebre  «ironista»: 

«Grave  problema  va  a  ser  este  para  el  sa- 
bio profesor,  porque  en  los  tiempos  mitoló- 
gicos, la  plástica  era  más  accesible  que  aho- 
ra, tanto  a  los  ojos  de  los  dioses,  como  a  los 
de  los  simples  mortales.  Deidades  y  ninfas, 
triscaban  alegremente  al  aire  libre,  en  las 
sagradas  florestas  o  en  ios  valles  del  Alfeo, 
sin  ocultar  sus  magníficos  torsos,  y  ya  sabe- 
mos que  hasta  la  misma  Diana,  no  pudo  im- 
pedir la  curiosidad  de  Acteón.  ni  Leda  la  de 
Júpiter,  a  pesar  de  sus  inverosímiles  recatos». 
*Es  verdad  que  en  estos  instantes  <'ulira 
modernistas»,  las  femeninas  beldades,  se  rin- 
den, sin  escrúpulos  al  imperio  de  la  moda  :'pa- 
risién»,  inclinada  —  como  es  notorio  —  a  la 
reducción  de  telas;  pero,  no  imaginamos  có- 
mo un  investigador  sincero,  por  más  sabio 
que  sea,  podrá  comprobar  la  existencia  de 
ciertas  perfecciones,  en  toda  su  olenitud, 
cuando  no  dispone,  ni  del  anillo  de  Gíges 
para  hacerse  invisible,  ni  de  la  maravillosa 
virtud  de  las  transformaciones  jupiterianas'>. 
«■Luego,  hay  mil  detalles  de  efectos  y  lí- 
neas—  si  se  han  de  aplicar  estrictamente 
los  arquetipos  griegos  —  porque  e¡  "corset,. 

—  prisión  de  encantos  —  ha  deformado  ta- 
lles  y  bustos  —  al  decir  de  los  higienistas 

—  y  será  muy  difícil  hallar  aquellas  cur- 
vas selectas,  que  las  Tres  Gracias  ostenta- 
ron como  un  compendio  de  la  belleza  pa- 
gana. Después,  debe  de  pensarse,  que  ellas 
no  triunfaron  sólo  por  su  estupenda  her- 
mosura—  «sin  su  presencia,  dice  Píndaro, 
nada  había  encantador  y  dulce  —  sino, 
también,  por  el  ritmo  de  sus  movimien- 
tos; por  la  expresión  arrobadora  de  sus 
ojos;  por  sus  diminutos  y  promisores  labios; 
por  sus  picarescas,  al  par  que  insinuantes 
sonrisas  y  por  la  serenidad  olímpica  de  sus 
espíritus,  símbolos  de  la  clásica  armonías 

*No  nos  proponemos  negar  al  profesor  Ado- 
nis, erudición  y  genio  y  sobre  todo,  experien- 
cia en  achaques  femeninos,  ya  que  como  sol- 
tero recalcitrante  y  aficionado  a  la  anatomía, 
ha  de  haber  tenido  muchas  oportunidades  de 
consolidar  sus  vastos  conocimientos;  pero 
creemos  que  se  trata  de  una  investigación  pe 
ligrosa  y  dada  a  escollar  en  preferencias  que 
pueden  derivar  de  simpatías  provocadas  por 
«I  continuo  trato  con  tantas  hermosas  muje- 
res —  hermosas,  pero  quizá  no  gráciles  —  lo 
que  vendría  a  anular  la  imparcialidad  severa 
de  único  arbitro  en  este  certamen  casi  divino». 

«Prepárense,  no  obstante,  nuestras  lindas 
lectoras,  a  sufrir  el  análisis  artístico,  si  es 
que  desean  colaborar  en  la  obra  del  más  pe- 
regrino de  los  mitólogos  contemporáneos^. 

Cuando  e!  ilustre  profesor  terminó  la  lec- 
tura del  insidioso  artículo,  no  pudo  contener 
la  indignación,  y  contestólo  en  un  escrito 
que  revelaba  dominio  del  tema,  así  como  des- 
dén por  la  crítica,  calificada  por  él  de  azote 
del  arte  y  de  la  ciencia. 

•Nos  hacemos  cargo  —  agregaba  ~  juz- 
gando ciertas  opiniones,  cuan  fácil  es  es- 
cribir sobre  lo  que  no  se  entiende,  cuando  so- 


bra audacia  y  se  pretende  manejar  la  sátira 
de  Scarron,  como  se  maneja  cualquier  ins- 
trumento ordinario.  Quien  haya  leído  algo 
de  Mitología,  sabe,  que  las  Tres  Gracias  usa- 
ban el  traje  helénico  de  la  época,  tal  como  se 
describe  en  los  frisos  del  Phartenon  y  como 
se  admira  en  las  estatuas  de  Minerva.  Pau- 
sanias  expresa  en  el  «Libro  Elida»  de  su  «Iti- 
nerario» (Elados  Periogesis)  "que  no  pudo 
averiguar  —  por  más  esfuerzos  que  hizo  — 
quien  fué  el  artista  que  rompiendo  con  la 
tradición,  representó  por  primera  vez,  a  las 
hijas  de  Helios  y  Erimona,  completamente 
desnudas,  siendo  así  que  en  las  obras  más 
notables  del  arte  helénico,  aparecen,  siem- 
pre, vestidas,  como,  por  ejemplo,  en  las  que 
pintó  Apeles  para  el  Odeón  de  Siracusa  to- 
mando, acaso,  de  modelos  a  Lais  y  Friné;  en 
el  cuadro  que  Átalo  encargó  a  Bupalos;  en  el 
de  Pitágoras  de  Paros  y  en  el  Pythium,  en  la 
estatua  del  templo  de  Elis». 

"De  modo,  que  no  será  difícil,  descubrir,  o 
adivinar,  a  través  del  traje,  la  elegancia  de 
las  actitudes,  la  pureza  de  líneas  y  la  delica- 
deza encantadora  con  que  soñó  el  paganismo 
a  Aglae,  la  brillante;  a  Eufrosina,  la  alegría 
del  corazón  y  a  Thaüa,  la  que  hacía  florecer 
las  plantas,  al  prirrierrcfce  alado  de  las  cari- 
cias primaverales». 

*E1  humorismo  burdo  y  grosero,  nada  tie- 
ne que  hacer  en  esta  cuestión  de  belleza,  in- 
comprensible para  los  que  aun  no  han  logra- 
do pulir  su  humano  bloque.  Puede  lanzar, 
pues,  su  risotada  de  Bacante  en  la  Vendimia, 
cuantas  veces  quiera,  en  la  seguridad  de  que 
no  me  apartará  de  mis  propósitos  idealistas 
en  pro  de  la  alta  cultura  de  Orbahuera». 

Sensación  produjo  la  noticia  del  concurso 
de  belleza,  en  el  «sexo  débil»  de  la  gran  me- 
trópoli. En  los  teatros,  calles  y  bailes,  las 
niñas  no  ocultaban  su  impresión  y  rivaliza- 
ban en  acicalamientos.  Las  madres,  especial- 
mente, parecían  fuera  de  sí  y  apenas  divi- 
saban al  profesor  Adonis,  decían  a  sus  hijas. 

—  Ahí  viene  el  doctor;  caminen  con  elegan- 
cia y  miren  abriendo  bien  los  ojos.  Ya  saben 
que  las  Gracias  hablaban  con  las  pupilas. 

Y  si  estaban  paradas.  la  advertencia  ma- 
ternal se  repetía: 

—  Pronto;  adopten  una  actitud  poética 
así,  como  de  ensueño.  Sobre  todo,  cambien 
a  cada  instante  de  posición,  para  que  se  no- 
ten bien  sus  perfecciones. 

Y  el  mitólogo  pasaba,  dirigiendo  a  los  gru- 
pos su  vista  penetrante,  tratando  de  descu- 
brir poemas  de  armonía,  bajo  aquellas  ;'toi- 
lettes»  ligeras,  de  flexibles  gasas,  que  el  vien- 
to ceñía  a  los  mórbidos  cuerpos.  Tras  él  iban 
ansiedades  y  desvelos  y  además,  corrientes 
de  secretas  simpatías,  porque  el  sabio  pro- 
fesor se  había  convertido  en  un  ente  adora- 
ble, a  pesar  de  que  no  era  un  Adonis,  por  más 
que  así  se  llamara.  Pero,  se  le  perdonaba 
todo:  sus  ojillos  vidriosos  de  felino  experto; 
su  nariz  algo  rema,  y  su  boca  grande  de  sáti- 
ro alegre.  Sabían  que  había   pasado  de  la 


edad  juvenil,  aunque  se  conservaba  animoso 
y  frescachón  con  aire  de  adalid  nunca  ven- 
cido, mas  eso  no  obstaba  a  que  se  le  consi- 
derara un  buen  partido  matrimonia!,  sobre 
todo,  teniendo  en  cuenta  su  bien  saneada 
situación  pecuniaria.  En  esto  sí  que  no  había 
mito  ninguno  y  el  áureo  metal  acuñado,  no 
lo  tenía  en  fantásticos  Paetolas,  sino  en  el 
Banco  Nacional  de  Orbahuera. 

La  primera  semana  de  investigación  había 
sido  estéril. 

—  Caramba,—  decía  el  doctor  a  su  discí- 
pulo predilecto  —  no  se  puede  negar  que  hay 
aquí  muchas  mujeres  lindas;  pero  la  que  no 
tiene  un  defecto  tiene  otro.  Fíjese  usted  en 
las  señoritas  de  Orense.  No  son  feas,  ¿verdad? 
Pues  bien,  la  mayor  de  las  tres,  es  corta  de 
talle;  la  segunda  tiene  el  busto  demasiado 
turgente  y  la  tercera  es  dura  como  si  se  le 
hubiera  anquilosado  la  espina  dorsal.  Luego, 
las  tres  se  ríen  apretando  las  comisuras  de 
los  labios,  en  un  mohín  de  mal  gusto  y  cami- 
nan o  se  paran  adoptando  posiciones  stan- 
gueras»,  como  «maniquíes»  de  escaparate.  Las 
tres  hermanas  Frydolin.  tienen  cuerpos  es- 
culturales, pero  son  muy  feas;  de  una  feal- 
dad ascendente  y  bien  podría  aplicárseles  el 

-  mote  de  las  heroínas  de  Palacios  Valdés. 

—  ¿Cómo  era?  —  interrogó  el  discípulo.  - 

—  «Las  tres  circunstancias  agravantes». 
Y  maestro  y  discípulo,  se  reían. 

—  Bien — continuó  el  doctor. — Así  son  to- 
das. Parecen  bellas  y  divinas,  porque  no  las 
examinamos  con  severidad.  Nos  sorprenden 
por  ('impresionismo»  en  conjunto,  pero  nin- 
guna resiste  el  análisis. 

Ya  el  profesor  estaba  un  poco  descorazo- 
nado, porque  después  de  más  de  dos  meses 
de  búsqueda  no  había  encontrado  <.sus  ti- 
pos», cuando  su  discípulo  predilecto,  pene- 
tró estrepitosamente  en  el  despacho,  dicien- 
do a  gritos: 

—  Maestro,  ya  sé  donde  hay  una  gracia . . . 

—  ¡Una  sola!  —  exclamó  el  doctor. 

—  Y  gracias  que  hay  una. 

—  ¿Dónde  está?  Guíame  en  seguida. 

—  No,  ahora  no.  E.'^ta  noche  la  verá  usted. 

—  ¿Y  la  has  estudiado  bien? 

—  Me  parece  que  sí. 

—  Vamos  a  ver:  ¿es  alta? 

—  De  arrogante  estatura. 

—  ¿Es  bella? 

—  Un  portento. 

—  ¿Blanca? 

—  Un  alabastro. 

—  ¿Bien  repartida? 

—  Una  armonía  de  líneas,  engendradoras 
de  deseos,  que  dijo  el  romántico  Becquer. 

—  ¿Es  alegre,  tiene  movimientos  elegan- 
tes, exquisitas  suavidades,  caderas  de  Venus 
Afrodita;  majestad  de  Juno;  recato  de  Diana? 

—  El  patrón  clásico  completo. 

—  Pero,  ¿dónde  está  esa  joya? 

—  Nn  le  digo  más. 

—  Bribón,  me  desesperas. 


—  Es  mi  secreto,  maestro  amigo. 

—  ¿A  qué  hora? 

—  Dentro  de  cuatro;  a  las  10. 

—  Es  mucho  para  mi  ansiedad;  pero  me 
someto  a  tu  despotismo  y  te  agradezco  que 
me  hayas  librado  de  un  fracaso  y  de  la  burla 
de  ese  criticastro  que  pretende  ser  émulo  de 
Anatole  France. 

La  luz  difusa  del  salón  hacía  resaltar  la  fi- 
gura estatua-ia  de  la  señorita  Hebé  Praxíte- 
les,  cuando  penetró  en  él  nuestro  sabio  mitó- 
logo, acompañado  de  su  discípulo  predilecto. 
Con  la  niña  estaba  la  madre  y  un  joven  alto  y 
delgado,  de  pálido  rostro  y  cabello  largo,  a  la 
moda  de  los  artistas  y  de  los  que  quieren  pa- 
recerlo.  El  doctor  fué  presentado  ceremonio- 
sámente.  La  niña  sonrió,  abriendo  cuanto 
pudo  —  que  fué  muy  poco  —  el  estuchecito 
rosado  de  su  diminuta  boca,  enseñando  una 
pequeña  parte  de  las  sartas  nacarinas  de  su 
dentadura  auténtica.  La  mamá  se  mostró 
amabilísima,  pero  el  joven  permaneció  grave 
y  reconcentrado,  como  un  mastín  en  tren  de 
asalto.  La  señora  notó  el  gesto  y  ss  apresuró 
a  hacer  la  presentación: 

—  Doctor  —  dijo  —  el  señor  es  el  joven 
Orba  Anathole,  redactor  de  La  Ironía. 

—  Tanto  gusto,  dijo  el  doctor,  algo  des- 
concertado. Pero,  repuesto  en  seguida,  exa- 
minó   el   cuadro. 

Ella  era  bellísima,  sencillamente  admira- 
ble. ¿Cómo  no  la  había  visto  antes?  ¡Qué  per- 
fecciones! ]Un  modelo  superior  a  todo  elogie! 
Las  musas,  las  gracias  y  ías  nereidas,  desfila- 
ron ve-íiginosamente  por  su  imaginación,  en 
derrota.  Quedaban  opacas,  como  en  un  eclip- 
se, ante  aquella  majestad  deslumbradora. 

—  Pero— se  dijo— ¿qué  papel  juega  aquí. 
ese  petulante  de  criticastro? 

No  quiso  resolver,  hasta  averiguarlo  y  co- 
mo quien  no  tiene  interés,  luego  de  alabar 
■a  la  joven,  preguntó: 

—  ¿Es  cierto,  señorita,  que  usted  contrae- 
rá nupcias  en  breve? 

Ella,  riéndose  como  reirían  las  mismas 
Gracias,  contestó. 

—  ¿Yo?. . .  Es  una  noticia  nueva  para  mí. 
Por  ahora  no  he  pensado  en  ello. 

Y  volvió  a  reír.  —  Las  sartas  se  exigirían 
triunfalmente,  como  una  tentación  ?.l  robo. 
La  mamá  intervino: 

—  No.  doctor,  es  muy  joven.  Festejantes 
no  le  faltan;  pero  somos  muy  exigentes. .  . 

La  niña  agregó,  como  para  exponer  su 
psiquis: 

—  Mi  corazón  es  alegre,  pero  amo  las  cosas 
serias,  acaso  por  contraste. 

El  doctor  replicó,  rompiendo  per  primera 
vez  la  línea: 

—  ¿Corazón  alegre  y  amor  a  las  cosas  se- 
rias! ¡Ay  Hebé!  Usted  es  la  misma  Eufrosina. 
la  gracia  que  derramaba  bálsamo  perfumado 
en  los  espíritus.  Es  usted  un  encanto. 

Después,  se  explayó,  fuera  ya  de  quicio: 

—  Voy  a  buscar  las  otras  dos  que  faltan 
y  si  no  las  encuentro,  todo  el  premio  será 
para  usted,  señorita. 

Pidió  permiso  para  volver  a  visitarlas  — 
que  le  fué  concedido  inmediatamente  —  y  ya 
de  pie,  al  despedirse,  rendido  como  un  galán 
arñartelado,  dijo  a  la  joven,  mientras  le  es- 
trechaba la  mano,  suave  y  ebúrnea: 

• —  Usted  vale  por  las  Tres  Gracias  y  mi 
mayor  gloria,  consistiría  en  tener  su  estatua 
en  mi  gabinete  de  estudio,  para  inspirarme 
en  su  hermosura. 

Orba  Anathole,  aflojó  entonces,  su  renda- 
je de  oro  y  lanzó  un  flechazo  irónico.  No 
podía  más. 

—  Es  un  orgullo  para  mí  —  dijo  —  que  tan 
gran  sabio  mitólogo,  haya  confirmado  mi  opi- 
nión sobre  la  belleza  de  la  señorita  Hebé.  Yo 
la  he  calificado  de  Venus  de  Orbahuera. 

—  Barrili  dice  que  Venus  era  una  despe- 
chugada. 

—  Bien,  pero  era  la  Reina  del  Olimpo. 

—  Y  la  esposa  de  Vulcano,  hábil  herrero 
constructor  de  trampas  invisibles  de  alam.- 
bre  tejido. 

—  Venus  o  Gracia,  en  el  fondo  estamos  de 
acuerdo.  El  tiempo,  hará  la  clasificación  de- 
finitiva. 

Tres  meses  habían  transcurrido,  de  estos 
extraordinarios  sucesos,  cuando  La  Ironía 
publicó  el  siguiente  artículo  que  fué  la  comi- 
dilla de  la  alia  aristocracia  y  del  mundo  cien- 
tífico de  Orbahuera: 

«Nuestros  lectores  no  habrán  olvidado 
aquel  curioso  certamen  de  belleza,  iniciado 
por  el  sabio  mitólogo  doctor  Píndaro  Adonis. 
El  buscó  las  nuevas  Gracias  en  nuestra  po- 
pulosa urbe  y  sólo  pudo  encontrar  una,  a  pe- 
sar de  sus  insistentes  investigaciones». 

«Menos  habrán  olvidado  que  el  doctor  Ado- 
nis, enamorado  de  su  hallazgo,  se  casó  antes 
del  mes,  con  la  joven  favorecida,  evitándose. 
así,  por  coincidencia,  el  desembolso  de  los 
miles  de  «talentos»  y  «dracmas»  prornetidos, 
o  sean  $  30.000,  en  moneda  vulgar». 

«Pues  bien,  nuestro  sabio  mitólogo,  se  ha 
presentado  ayer  a  los  tribunales  iniciando 
juicio  de  divorcio,  por  disparidad  de  carac- 
teres, lo  que  da  lugar  a  suponer,  lógicamente, 
que  la  Gracia,  le  ha  resultado  una  desgracia». 

«Lo  sentimos  por  la  Mitología». 


Santiago   Mí>ciel. 


DIBUJO   DE   CENTURIÓN. 


^^'^^^ 


INDEPENDENCIA      Y      PASEO      COLÓN 


ÓLEO   DE   PÍO   COLLIVADJNO. 


PLVS      • 
.  VLTPA 


JVI~¿J^— 


'  U  recuerdo  perdurará  como  una  de 
las  figuras  más  altas  del  teatro  ar- 
gentino, a  quien  Martín  Coronado 
consagró  la  enérgica  belleza  de  su 
mente. 

El  ilustre  poeta  y  dramaturgo  co- 
menzó su  carrera  teatral  estrenando  en  1877  la 
comedia  La  rosa  blanca.  Hace  poco,  escribía  las 
siguientes  palabras  en  las  que  se  puede  apreciar 
la  difícil  labor  preparatoria  que  él  y  sus  compa- 
ñeros  realizaron  en   bien  del    teatro  nacional: 

«  El  estreno  se  efectuó  el  16  de  junio.  Ni  las 
condiciones  del  teatro,  caro  y  lujoso,  ni  el  modesto 
y  poco  llamativo  título  de  una  obra  de  autor 
desconocido,  podían  prometer  a  la  empresa  un 
público  numeroso.  Pero  si  no  fué  numeroso,  fué 
tal  vez,  para  orgullo  mío,  uno  de  los  más  selectos, 
porque  estaba  presente  la  mayoría  de  los  intelec- 
tuales argentinos  de  la -época,  y  ocu- 
paban los  palcos,  florecidos  de  ju- 
ventud y  hermosura,  muchas  fami- 
lias distinguidas  que  habían  querido 
asociarse  a  la  fiesta  como  un  estímu- 
lo al  joven  compatriota  que  hacía  sus 
primeras  armas  en  la  escena. 

«  No  sólo  por  sus  versos  triunfó  la 
obra:  triunfó  por  hondamente  senti- 
da y  noblemente  romántica.  La  sen- 
cillez de  su  argumento  y  el  lirismo  de 


sus  escenas,  más  poéticas  que  vigorosas,  no  fueron 
un  obstáculo  para  que  desde  el  primer  momento 
se  ganara  todas  las  simpatías.  Y  con  ser  toda 
ella  una  filigrana,  como  la  clasificaban  los  artis- 
tas, y  con  tener  en  su  contra  la  influencia  domi- 
nante del  teatro  de  Echegaray,  que  la  misma  com- 
pañía de  Hernán  Cortés  estaba  haciendo  conocer 
en  Buenos  Aires,  el  público  la  recibió  complacido 
y  la  aplaudió  sin  restricciones. 

<i  Pero  aquel  fué  un  triunfo  efímero.  Faltaba  a 
La  rosa  blanca,  para  tener  una  vida  duradera,  lo 
que  las  obras  de  teatro  necesitan,  acaso  más  que 
ninguna  otra,  como  después  la  experiencia  me  lo 
ha  demostrado.  Le  faltaba  el  sello  argentino:  ser 
cosa  nuestra,  hija  de  nuestra  tierra,  con  ambiente 
y  personajes  nuestros,  en  lo  cual  consiste  el  gran 
secreto  de  dominar  a  un  público  y  de  llegar  hasta 
el  fondo  de  su  alma.  » 

Don  Martin  Coronado  deja  escri- 
tas muchas  y  excelentes  obras.  La 
que  mayor  éxito  alcanzó.  La  piedra 
del  escándalo,  ha  sido  representada 
más  de  quinientas  veces,  sin  que  esa 
enorme  cifra  importe  una  fortuna. 
Entusiasta  cultivador  del  arte 
por  el  arte,  buscando  en  la  sublime 
dramática  un  deleite,  el  gran  poeta 
fué  un  amateur  magistral  y  un  hi- 
dalgo argentino  respetado  y  querido. 


EL       VOTO 

I 

Bajo  el  azul  de  un  cielo  transparente 
brillaba  la  mañana, 
húmeda   de  rocío 

y  chispeante  de  luz,  sonriendo  ufana 
a  la  inquietud  del  río, 
y  quebrando  en  la  trémula  corriente 
tos  rayos  de  su  sol,  un  sol  de  estío. 

Flotaban  sobre  el  tímido  oleaje 
en  las  aguas  del  Tigre  los  vapores 
como  jirones  de  rasgado  encaje, 
y  en  alas  de  la  brisa  pasajera 
columpio  de  las  flores, 
huían,  mojando  al  paso  en  la  ribera 
el  lánguido  follaje 
de  los  sedientos  sauces  cimbradores. 

Cual  lejano  rumor  de  catarata 
dispersado  en  el  viento, 
la  ronca  voz  del  Plata 
como  un  redoble  en  el  confín  se  oía: 
esa  voz  del  abismo  soñoliento 
que  despierta  a  las  olas  cada  día. 

Efluvios  de  perfume,  desprendidos 
de  toda  la  amplitud  del  horizonte, 
pasaban  en  ú  aire,  confundidos 
con  la  música  eterna  de  los  nidos 
ocultos  en  el  monte. 

La    vida,    desbordante 
de  juventud  y  brillo  y  primavera, 
circulaba  en  redor,  engalanada 
como   una   novia  errante. 
En  la  atmósfera  pura, 
¡cuánta  luz  inflamada! 
En  la  verde  ribera, 
por  el  viejo  sauzal  amurallada, 
¡cuánto  alegre  rumor,   cuánta    jrescura! 

Surgiendo   del   paisaje  sonriente, 
blandos  susurros,  mágicos  sonidos, 
poblaban  de  caricias  el  ambiente, 
como  el  eco  de  arrullos  escondidos 
a  la  sombra  del  monte,  en  los  ribazos, 
donde  besaba  el  junco  a  la  corriente 
desmayada  en  sus  brazos. 

II 

El  Cisne  iba  a  partir:  su  casco  entero 
con  el  ronco  estertor  se  estremecía 
del   vapor   prisionero, 
que  inquieto  y  jadeante, 
en  la  cárcel  estrecha  comprimía 
su  aliento  de  gigante. 

Súbito  en  silbo  ardiente 
arrojó  al  aire  un  grito, 
el  grito  de  su  cólera  impaciente, 
y  salvando  la  válvula,  que  abría 
paso  a  la  libertad  y  al  infinito, 
con  un  salto  de  fiera 
se  lanzó  sobre  el  émbolo  indolente, 
y  lo  arrastró  rugiente 
en  el  vértigo  audaz  de  su  carrera. 

El  Cisne,  con  nerviosa  sacudida, 
se  desprendió  del  viejo  fondeadero, 
balanceando  su   mole  conmovida: 
batió  las  rojas  palas, 
y  ceñido  de  espumas  bullidoras, 
hendió  las  ondas  y  partió  ligero, 
semejante  a  esas  aves  pescadoras 
que  vuelan  empapándose  las  alas. 

II! 

Cubría  la  toldílla 
inquieta    muchedumbre  de   viajeros, 
que  miraban,  en  grupos  placenteros, 
cómo  huían  los  sauces  con  la  orilla, 
dejando  a  trechos  asomar,  esquivo, 
tras  el  verdor  risueño  de  sus  hojas, 
como  un  breve  relámpago  jurtivo, 
un  ramo  encantador  de  jlores  rojas 
sobre  la  oscura  copa  de  un  seibo. 

Todos,  con  sed  de  luz  en  la  mirada, 
contemplaban  los  juncos,  que  abatían 
al  paso  de  la  ola  desbordada 
sus  tallos  tembladores: 
las  aguas  tumultuosas,  que  subían 
con  empuje  de  asalto  a  la  ribera, 
y   luego  descendían 
en  cascadas  henchidas  de  rumores: 

Las  deshechas  espumas  que   azotaban 
los  jlancos  de  la  nave, 
y  girando  en  la  estela  se  alejaban 
cautivas  del  hirviente  remolino: 
el  vuelo  tardo  y  grave 
de  alguna  blanca  garza  soñolienta: 
el  humo  negro,  en  fin,  que  en  torbellino 
corría  sobre  el  agua  y  sobre  el  monte, 
y  remedaba  nubes  de  tormenta 
en  el  vago  confín  del  horizonte 


CERRO    DE    LOS    TRES    HERMANOS.    AL    OESTE 
DEL    LAGO    NAH'JEL    HUAPÍ. 


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WÍ^Wxi,.^., .««>*„-,,„„- 


N  la  región  andina  situada  al  sur  del  te- 
rritorio de  Río  Negro,  entre  los  límites 
naturales  que  forma  el  lago  Traful.  el 
río  Manso  y  la  imponente  cordillera  ne- 
vada, encuéntrase  el  ya  célebre  parque 
natural  de  Nahuel  Huapí  donde  la 
naturaleza  ofrece  al  viajero,  acaso  como  en  ningún  otro 
paraje  de  la  República,  el  extraordinario  atractivo  de 
ío  maravilloso.  Frente  a  frente  del  volcán  Ttronador, 
cuya  presencia  se  hace  notar  por  la  estruendosa  caída 
de  los  aluviones  de  nieve,  el  delicioso  lago  central  nos 
produce  una  rara  sensación  de  belleza  con  sus  precio- 
sas ensenadas,  sus  riberas  sombreadas  de  cipreses,  sus 
remansos  obscuros,  sus  promontorios  y  sus  cuatro 
islas  cubiertas  en  parte  de  vegetación  y  en  parte  coro- 
nadas de  agudas  rocas  de  granito,  que  adquieren  a 
veces  la  forma  fantástica  de  fortalezas  derruidas. 

Desde  la  altiplanicie  del  oeste,  situándose  sobre  el 
alto  bloque  porfídico  manchado  de  traquitas  de  ama- 
ranto y  ópalo,  se  descubre  con  facilidad  el  lecho  de 
un   ventisquero   desaparecido,   lleno   de  hendiduras   y 


bellas  estrías  pulimentadas.  A  su  derecha  tiém 
paisaje  morenisco  de  la  pradera,  rodeada  en  st 
contigua  al  lago  por  ancho  círculo  de  coihues  y  ci 
cuyas  copas  puntiagudas  se  proyectan  inmóv 
las  aguas  mansas  y  azules.  Y  más  allá  de  los  pi 
torios,  más  allá  de  las  selvas  cruzadas  por  arr 
ríos  turbulentos,  más  allá  de  los  valles  en  flor  y 
mesetas  glaciales,  cierra  el  confín  la  cordillera 
lada,  llena  de  manchas  boscosas,  insondables  a 
y  cimas  blanqueadas  por  los  hielos  y  las  nieves  e 
Ya  en  el  siglo  épico  de  la  conquista,  mucho 
cubridores  pretendieron  llegar  obstinadamente 
cumbres,  alucinados  por  la  visión  incompara 
los  gigantescos  promontorios  dorados.  Mil  rumor 
conocidos,  llenos  casi  siempre  de  promesas  hal 
ras.  colocaban  allí  la  fabulosa  y  encantada  ciu( 
los  Césares.  Pero  a  pesar  de  todo,  hasta  el  año  c 
nadie  había  podido  penetrar  el  misterio.  Sólo  el 
Marcardí,  valiéndose  de  unos  indios  Tehuelches. 
ñeros  en  Chile,  consiguió  que  a  cambio  de  la  libe 
indicaran  el  paso  de  las  selvas,  logrando  llegar  h. 


UNA    VISTA    PANORÁMICA    DEL    PARQUE    NACIONAL    DE    NAHUEL    HUAPl.    I 


MANSO    EN    LOS    VENTISQUEROS    DEL    TRONADOR,    VISTO    A    TRAVÉS    DEL    PASO    DE    LAS    NUBES. 


s  Nahuel  Huapi.  en  cuya  margen  boreal  fundó 
equeña  ermita  misionera.  Durante  siete  años 
utivos.  los  religiosos  fueron  amparados  y  res- 
is  por  los  indígenas;  pero  al  fin  éstos  terminaron 
altar  la  misión,  asesinando  y  quemando  a  sus 
isos  moradores. 

leyendas  del  sangriento  episodio,  evitaron 
iormente  toda  tentativa  de  viaje,  siendo  el 
>  Guillermo  Cox,  que  en  1861  lanzóse  persona'- 
a  buscar  una  ruta  interoceánica,  el  primer  ex- 
or  afortunado  de  Nahuel  Huapi.  Otro  viajero 
iporáneo.  el  Dr.  Moreno,  ex  director  del  Mu- 
La  Plata,  también  llevó  a  cabo  dos  interesan- 
accidentadas  jiras,  que  facilitaron  grandemente 
idio  y  conocimiento  de  aquellas  pintorescas  re- 
comparables  en  cualquier  sentido  con  las  más 
!S  y  frecuentadas  de  Suiza.  Así.  advertimos  que 
10  de  sus  ventisqueros  famosos,  es  superior  ^n 
osidad  al  transparente  y  maravilloso  mar  de 
dominado  por  el  volcán  Fitz-Roy.  Las  monta- 
recen  aquí  un  aspecto  más  abrupto,  más  fuerte. 


más  indómito.  Igual  puede  decirse  de 
sus  bosques  imoenetrables.  donde  crece 
el  laurel,  donde  los  coihues  alcanzan  una 
altura  de  treinta  y  cinco  metros  y  donde 
la  maraña  selvática  se  entreteje  hasta 
formar  obscuras  galerías  vegetales.  Tam- 
bién el  lago  San  Martín,  el  Traful  y  todos  los  ( 
llecen  el  paraíso  glacial  de  los  Andes,  resultan  i 
yentes  y  grandiosos  con  sus  moles  porfídicas,  sus  rocas  y 
sus  montañas  moradas,  nacaradas  y  negras,  que  mues- 
tran en  la  corteza  cóncava,  iluminada  por  el  sol,  man- 
chas de  liqúenes  verdosos  y  fragmentos  petrificados. 

En  medio  de  esta  prodigiosa  naturaleza,  entre  los 
cerros  y  los  valles,  es  donde  está  enclavado  el  hermoso 
parque  nacional  de  Nahuel  Huapi,  cuyo  perímetro  má- 
ximo alcanza  una  extensión  de  cien  leguas  cuadradas, 
y  donde  el  monte  Tronador,  verdadero  gigante  geoló- 
gico, hace  sentir  continuamente  el  ronco  sonido  de 
sus  enormes  sacudidas  de  cíclope. 


fí*:..) 


EL   BO-QUE    DE    CIPRESES    Y    COHIOUES,    Y    AL    FONDO    EL    CERRO    TRONADOR. 


—  p:>L->w^^    'VLmi2>^— 


D«iiii»iWlil>i<i.  charlando,  la  playa  de 
Bstafofo.  Rafratibaiiias  de  hacer  una  vi- 
sta al  Hoapido  <it  Alienadas  y.  natural- 
mente, la  cofraenacMn  recordaba  los  epi- 
sodios de  viii4n  dainosa  y  trifíca  que  nos 
Oanara  los  oles  dorante  «1  dta. 

Eramos  tras:  Lery  y  ^<raulio.  estudiantes 
de  madirlna  «a  vísperas  de  doctorarse,  y 
yo.  AquaOos.  intoroos  de)  Hospicio,  habitua- 
dos al  espectáculo  cotidiano  durante  aftos. 
hablaban  de  todo  con  la  mayor  naturalidad. 
Citaban  locorai  terribles  y  e>traAas.  cuya 
ampie  naiiacKii  bastaba  para  dar  caloMos 
de  honor.  conMarindolas  a  titulo  de  bellos 
casos  patoWc*oos.  dicncs  de  estudio,  de  l's 
q«e  trataban  sin  la  menor  em-^-ión 

Ea  cuanto  a  mi.  lo  -ue  -  -abi 

más  vivamente  no  eran  las  -ntas 

del  ilmsi|uiMbi  iii  mental,  las  icoias.  los^tos. 
ka  diáWes  qae  váfn  la  aaeuridad  de  las 
lamiíai  da  faeiia.  aran,  por  el  oontraríc. 
los  paqusüos  desvies  de  la  rarón.  las  alu- 
cmaaones  manas  y  tranquilas,  que  obs- 
tinan el  aipiíttu  en  dirección  errada,  hada 
un  aélo  ponto,  y  dejan  en  todo  lo  demás  la 
iatacridad  intelértiiiil 

Machas  vocea,  al  pasar,  un  loco  se  me 
aeeraaba  y  me  seeroteaba.  con  voz  natural 
y  sacara.  Dena  de  convicción  —  la  convic 
ción  que  orifina  los  grandes  heroísmos  — 
alfana  biaarra  extrava(ancia.  concluyendo 
per  quslaijs  de  que  lo  hubieran  secuestrado 
an  aqwaUa  eompisAia  de  locos.  Y  para  ser 
amable  tenia  el  cuidado  de  mostrarme  a 
aqaeOas  que  en  su  opinión  •estaban  rtal- 
mnml*  Vaoof.  En  estas  circunstancias  en  que 
mi  interlocntor  seAalaba  como  verdaderos 
shenadni.  pasaban  sonriendo  con  mali- 
ciosa mirada  de  inteUcenda  como  indicán- 
doos qc«  el  Anioo  looa  era  él.  E  instinti- 
vamsate  se  llegaba  a  dudar  de  la  propia 
nudo,  cavilando  en  el  simple  desvio,  en  el 
drairilamlento  sutil  que  basta  para  de- 
tenerla en  so  recto  camino. 

ftnsábamos  en  todo  eso.  La  tarde  era 
mafniflca.  El  sol.  oculta  ya  hada  rato,  man- 
tenía aún  en  el  cielo  un  desmayo  dr  lur  tenue 
e  indedss.  un  crepúsculo  pálido  y  suave. 
El  mar  susurraba  orlando  de  blanco  encaje 
las  ondas  pequeflas  y  bajas. . .  A  la  puerta 
de  los  Jardines,  algunos  grupos  de  ñiflas  par. 
loteaban.  Veíase  a  la  distancia,  el  blanco 
caaeilu  de  Nicteroy.  En  la  curva  armoniosa 
y  ancha  de  la  bahía,  las  grandes  embarca- 
ciones gallardas  ondeaban  en  el  aire  calmo 
los  avontareros  gallardetes,  aflorando  tal 
vez  otras  tardes  distantes,  de  otros  lejanos 
cieptsculos.  La  entrada  de  la  barra,  abierta 
allá  a  lo  lejos  como  una  puerta  despalan- 
cada, era  tma  evocadón  doliente  de  la  tris- 
teza de  las  partidas...  Todo,  en  (in,  en 
aquella  hora  de  infinita  mansedumbre,  asu- 
mía im  tono  dulce  y  tierno,  una  blandura 
anímica  de  oonvalecenda . . . 

A  poco  la  charla  empezó  a  aflojar.  Se 
sucedían  largos  momentos  en  que  nos  callá- 
bamos todos,  sintiendo  que  la  sugestión  de 
aquella  tristeza  ambiente  amortiguaba  en 
nosotros  la  vivaddad  de  las  réplicas. 

Hablábamos  lentamente,  en  voz  más  baja. 
Y  la  memoria,  conformándose  a  la  ternura 
triste  de  la  hora,  evocaba  tan  solamente  el 
roeoerdo  de  ciertas  locuras  de  una  tristeza 
mfinitamente  tisma. 

Había,  entre  otros,  en  el  Hospicio  un  mu- 
chacho qtie  todos  conodmos  en  perfecta 
salud.  Era  un  tipo  expar.sivo  y  jovial,  alegre 
áempre.  siempre  dispuesto  a  la  broma  y  al 
Ingenio.  De  improviso,  sin  embargo,  comenzó 
a  haoarae  retraído  y  triste,  a  tornarse  tan 
áspero  e  insociable,  que  fué  rasi  sin  sorpresa 
que  leímos  su  nombre  en  una  garetilla  de 
diario,  como  el  autor  de  una  tentativa  de 
assaínato. 

En  la  substanciadón  del  proceso  pudo 
determinarse  la  causa  del  crimen.  Era  el 
delirio  de  las  peraecudones. 

Una  aludnadón  persistente  le  hada  es- 
cuchar que  alguien  lo  injuriaba.  A  veces, 
en  un  transeúnte  que  pasara  hablando. 
creia  reconocer  la  misma  voz.  y  le  asaltaban 
irapetia  de  matar  al  individuo.  Al  fin,  un 
boen  dia.  no  pudo  contenerse  más:  se  arrojó 
sobre  un  pobre  hombre  que  conversaba  y 
trató  de  altogarlo  entre  sus  dedos  convulsos- 

Sólo  a  costa  de  grandes  esfuerzos  se  lo- 
gró ashrar  a  la  victima,  mientras  la  multi- 
tud bestial  rugia  grites  de  ¡Málenlol  contra 
el  agresor  que.  de  la  prisión  pasó  rápida- 
mente al  Hoíptrio  Allá.  la  locura,  siguiendo 
su  cor»'-  jmenzó  a  evoludonar 

hada  el  grandezas. 

Coandv  .,   ..;..c.s  ese  día,  tenía  en  la 

cabeza  tm  sombrero  de  papel,  atravesado 
a  la  manera  napoleónica  y,  con  los  brazos 
cruzados,  con  los  labios  fri:nddos  en  una 
actitud  olímpica  de  despredo,  nos  miraba 
con  el  más  atildado  desdén,  sin  siquiera 
dignarse  dirigimos  la  palabra. 

Salimos  con  un  pesar  extremo,  compa- 
deddos.  ¡En  pleno  vigor  de  juventud  y  de 
talento,  era  realmente  muy  triste  ver  aquella 
zozobra  de  un  futuro  que  pudo  ser  tan  bello 
y  tan  grande! 

Como  yo  acabara  de  expresarme  asi. 
Braulio    comentó. 


xor 


]v4'Mi;diir05^/\ipuqiibm^ 


—  Es  verdad.  Hay.  como  esie.  muchos 
otros  cmsos  igualmente  tristes.  Aun  cuando 
voy  perdiendo  la  excesiva  sensibilidad  que 
tú  muestras,  no  he  podido  sustraerme  a  un 
pesar  intimo  a)  recordar  un  caso,  el  que  más 
me  impresionó  desde  que  trabajo  en  e! 
Hospicio,..  No  creas  —  continuó  después 
de  una  pausa  -  que  se  trate  de  alguna 
cosa  extravagante  y  aparatosa.  Por  el  con- 
trario: es  todo  lo  que  puede  haber  de  más 
tranquilo,  de  menos  violento . . .  Calcula 
por  ti  mismo . . .  Tratábase  de  una  joven 
de  diez  y  nueve  aftcs.  inteligente  y  hermosa, 
tan  hermosa  que  no  \z  describo  para  que  no 
presumas  que  romantizo  el  episodio.  Pues 
bien:  esa  joven  se  ca<;ó.  transcurrió  un  año 
de  vida  deliciosa,  y.  de  súbito,  con  ocasión 
de  su  primer  alumbramiento,  tras  de  una 
fiebre  puerperal,  enloqueció. 

La  yoz  de  Pranlio  se  hizo  más  grave.  Ha- 
bíamos llegado  al  extremo  de  la  playa.  Vol- 
vimos. Era  noche  ya.  En  el  azul,  que  la 
claridad  de  la  luna  menguante  decoloraba 
tristemente,  algunas  estrellas  iban  surgiendo. 
Subimos  de  nuevo  f>or  el  lado  del  paredón. 
La  marea  creció  de  pronto;  las  ondas  eran 
más  fuertes,  cítreliábanse  contra  las  pie- 
dras con  un  rumor  más  alto  y  más  plañi- 
dero . . . 

—  Enloqueció  —  prosiguió  el  narrador  — 


pasó  dos  mc^es  en  medio  de  un  delirio  vio- 
lentísimo y.  de  repente,  al  cabo  de  ese 
tiempo,  tranquilizóse  en  la  calma  más  pro- 
funda. Se  pasaba  los  días  sentada  en  un  rin- 
cón de  la  celda  que  le  habian  destinado. 
Todo  su  cuerpo,  absolutamente  inerte,  pa- 
recía atiesado  por  la  catalepsia.  Su  mirada 
—  unos  grandes  ojos  negros,  muy  brillan- 
tes—  se  fijaba  obstinadamente  en  el  es- 
pacio, con  la  expresión  indefinible  de  quien, 
muy  abstraído,  mira  "in  ver...  A  penas 
en  aquella  estatua  los  labios  se  movían  con 
una  contracción  regular  y  monótona,  bal- 
buciendo cualquier  cosa  que  no  se  podíi 
oir.  A  las  preguntas  que  se  le  hacían  no 
respondía;  sus  labios  tan  sólo  parecían  re- 
petir infatigablemente  la  misma  palabra. 
Una  vez  más  sufrió  una  crisis.  Yo  estaba 
de  servicio;  fui  a  verla.  Los  gritos,  las  con- 
vulsiones, las  quejas  fueron  cesando  poco  a 
poco  para  pasar  a  una  faz  de  llanto.  Luego, 
como  me  viera  solícito  a  su  lado,  tuvo  una 
expansión  inesperada  y  comenzó  a  dirigirme 
la  palabra  con  una  volubilidad  estrema  y 
febril.  Me  previno,  luego,  que  era  la  última 
vez  que  hablaba  a  alguien  y  me  explicó, 
entonces,  el  misterioso  balbuceo  que  la  ata- 
reaba. Me  dijo,  cierta  vez,  en  medio  de  un 
delirio,  advirtiendo  los  saltos  desesperados 
del  corazón  y  sintiéndolo  palpitar  febrilmen- 


te, como  un  pájaro  preso  en  la  mano  que 
se  esfuerza  por  huir,  tuvo  pena  del  pobreci- 
llo.  Recordó  que  el  cautivo  músculo  latía 
así  ininterrumpidamente  desde  las  primera 
manifestaciones  de  la  existencia  hasta  el  pos- 
trer momento  de  la  agonía,  sin  una  pausa, 
sin  un  descanso.  Era  el  forzado  eterno,  el 
galeote  de  la  vida,  trabajando  siempre, 
siempre  batiendo...  Le  inspiró  lástima  el 
infeliz.  ¡Figurábasele  cansado,  jadeante, 
queriendo  detenerse  al  fin,  al  fin  descansar 
y  alcanzado  inexorablemente  por  la  onda 
de  sangre,  subiendo  siemore,  siempre:  tra- 
bajo interminable  de  Sísifol  Y  entonces, 
no  deseando  agitarse  más  en  grandes  mo- 
vimientos, porque  ello  hacía  sufrir  al  po- 
brecillo,  hizo  intimo  voto  de  verlo  tranqui- 
lizado y  detenido.  A  partir  de  entonces, 
comenzó  a  vigilar  el  constante  tic-tac.  Era 
ésta,  pues,  la  palabra  que  sus  labios  repe- 
tían incesantemente.  Intentaba  decirla  más 
lentamente  cada  vez.  para  que  los  latidos 
cardíacos  se  fueran  conformando  con  esa 
lentitud  provocada  por  el  ritmo.  Traté  de 
disuadirla.  Le  dije  que  el  corazón  era  uno 
de  esos  músculos  que  escapan  al  poder 
de  la  voluntad,  acumulé  argumentos  para 
demostrárselo.  .  .  Todo  fué  inútil.  Ella  cesó 
de  conversar,  sonriendo  con  una  sonrisa  de 
duda  y  obstinación  y  recomenzó  el  tic-tac. 
Le  examiné  el  pulso;  su  latido  era  seguro 
y  normal.  No  era  posible  que  lo  alterase 
tan  fácilmente.  A  partir  de  allí,  metida  en 
un  ángulo  de  la  celda,  la  pobre  loca  prosi- 
guió su  ocupación.  Transcurrieron  algunos 
días  sin  que  volviera  a  hablarla.  Al  cabo 
de  un  mes.  en  cierta  ocasión  en  que  yo 
la  mirara  fijamente,  ella  me  extendió  su 
pulso.  Se  lo  tomé  de  nuevo  y  no  pijde  re- 
primir un  gesto  de  asombro  mientras  la  po- 
bre niña  sonreía  triunfalmente.  En  efec- 
to, la  pulsación  había  disminuido  de  una 
manera  sensible.  Era  más  débil  y  más  lenta. 
Pretendí,  una  vez  más,  disuadirla  y  de  nue- 
vo fué  inútil  todo  mi  esfuerzo.  Permaneció 
repitiendo  mecánicamente  el  eterno  tic-tac, 
mucho  más  suave  ya. 

—  No  sé  -  agregó,  después  de  una  breve 
pausa  —  puede  parecer  pueril  esta  confesión, 
pero  nunca  sabría  decirlo,  viendo  a  cada  día 
tantas  otras  locas,  igualmente  hermosas, 
porque  delante  de  ésta  se  me  henchía  el 
corazón  de  una  angustia  verdaderamente 
dolorosa.  Por  fin.  el  tic-tac,  concluyó  por  per- 
seguirme. Llegué  a  creer  que  enloquecería 
también.  Aquel  ruido  monótono  me  llenaba 
los  oídos:  a  toda  hora  de  oir  a  la  loca  repe- 
tirlo, percibía  yo  incesantemente  el  tic-tac 
oscilar  dentro  de  mí;  y  mis  labios  se  movían 
a  veces,  inconscientes,  modulando  las  dos 
sílabas,  siempre  las  mismas. . .  Era  ya  una 
obsesión  extraña  que  me  hacía  evitar  la  ve- 
cindad de  la  enferma.  Ni  de  lejos  la  miraba. 
Sus  grandes  ojos  negros,  tranquilos  y  afables 
como  un  lago  desierto  a  la  hora  muerta  del 
crepúsculo,  parecían  sorberme  la  razón,  con- 
vidarme a  la  locura,  decirme  que  olvidara 
las  preocupaciones  mezquinas  de  la  vida  por 
un  sueño  cualquiera,  aun  cuando  fuera  el  es- 
téril deseo  de  hacer  parar  el  corazón...  Y 
es  por  eso  por  lo  que  trataba  de  no  pasar  por 
cerca  de  ella. 

Pero,  una  vez  en  que  no  pude  hurtarme 
a  las  exigencias  del  servicio  —  hacía  ya  tres 
meses  que  ella  estaba  recluida  —  la  loca 
sonrióme  de  nuevo,  extendiendo  el  brazo 
descarnado,  sin  que  me  fuese  posible  rehusar. 
¡Qué  asombrosa  pertinacia!  Me  costó  encon- 
trar el  pulso.  Era  un  latido  flácido.  filiforme, 
sin  vigor,  ampliamente  espaciado,  casi  per- 
diéndose... La  demente  no  interrumpía  el 
tic-tac,  cada  vez  mas  retardado,  como  e!  de 
un  reloj  que  estuviera  por  pararse. . . 

Ni  pude  hablarla  siquiera;  las  palabras 
morían  en  mi  garganta.  A  penas  la  miré 
con  tristeza  y  ella  bajó  la  vista...  Pasé 
adelante  sin  oir  nada  más  que  el  implaca- 
ble tictac  que  me  cantaba  en  los  oídos... 
Cuando  a  la  mañana  siguente,  la  enfermera 
de  servicio  vino  a  trasmitirme  las  novedades 
de  la  noche,  me  contó  que  en  la  víspera, 
antes  de  acostarse  la  enferma,  me  envió  el 
siguiente  mensaje.  «'¡Dígale  adiós!  de  mi 
parte...  El  terminó  por  pararse».  La  en- 
fermera me  había  trasmitido  lo  que  le  oyera 
decir  sin  prestarle  la  menor  importancia. 
No  había  comprendido.  Corrí  a  la  celda: 
hallé  muerta  a  la  pobre  loca.  Tenía  el  rostro 
resplandeciente  en  una  sonrisa  afable  de 
victoria...  El  eterno  tic-tac  se  detuvo,  a! 
fin,  en  sus  labios  amortecidos...  ¡Auscúl- 
tele el  corazón:  el  músculo  grillete,  el  galeote 
de  la  vida,  descansaba  finalmente!  Sus  gran- 
des ojos  negros  estaban  desmesuradamente 
abiertos,  fijos  er.  el  espacio.  . .  [Pobre  loca! 

Cuando  Braulio  terminó,  habíamos  llegado 
de  regreso  frente  al  Hospicio.  El  mar  batía 
las  rocas  con  rabia,  plañidero  y  triste... 
Arrimado  a  los  barrotes  de  una  de  las  ven- 
tanas, que  sacudía  furiosamente,  un  loco 
cortó  el  rumor  de  las  olas  con  un  rugido 
gutural.  De  diversos  puntos,  fúnebres  y 
tristes,  otros  locos  le  respondían . . . 

TRADUCCIÓN    DE    B.    DE   CARAY. 
DIBUJO    DE    ALVAREZ. 


PROPIEDAD    DE    DON    JOSÉ    BLANCO    CASARIEGO. 


SANCHO        PANZA 


OLEO    DE    MORENO   CARBONERO. 


PLVS      • 
.  VLTPA 


—  r=>LS^^iS>  x/LjTr:?  >x  — 


■X. 


^A-^V"ID/\-DE-  UJM-PEQUENO-PUEBLO 


PANORAMA.    '^.  "•"•«  °  »•  °*?"-  " 
mismo  donde  se  bifur- 

cui  •  todo*  los  rumbos  los  vientos  del 
tur,  se  enonentra  el  pequeño  pueblo.  Las 
vial  farreas  rectan  la  imensidad  de  los  cam- 
pas 7  da  tarde  en  tarde  pasan  los  trenes 
llenando  el  espado  con  la  resonante  can- 
ción de  sus  alelados  hierros.  Cuando  la 
voluntariosa  cabeza  del  convoy  aparece 
como  quieta  y  estupefacta  en  la  lejanía. 
d  grave  maquinista  mira  por  el  ojo  de 
buey,  y  entonces  se  inclinan,  dando  la 
bienvenida,  las  astas  de  los  semáforos.  El 
trvn  avanza,  y  en  la  ventanilla  asoma  la 
cabea  del  extranjero. 

Ba)o  la  carga  del  sol  ha  sido  solitario  y 
ardiente  el  largo  trayecto,  y  he  aquí  que  se 
abren  a  la  vista  frescos  oasis  de  verdura  y 
tiembla  en  el  aire  el  ruido  cordial  de  las 
acciones  humanas.  Se  ven,  lejanas,  las  es- 
tancias rodeadas  de  eucaliptus.  y  más  cer- 
ca chacras  y  quintas  con  sus  molinos  de 
viento  de  metálicas  y  zumbadoras  aspas. 

El  pueblo  está  dividido  en  dos  partes  que 
corta  la  via.  Pocas  casas  al  poniente  frente 
a  lo»  galpones  ferroviarios:  muchas  y  casi 
todas  bajitas  y  de  estilo  uniforme  al  levante. 
rodeando  a  la  iglesia  cuya  torre  esbelta  y 
a^da  se  destaca  en  el  añil  del  cielo.  Junto 
a  la  iglesia,  que  alzaron  a  un  costado  de  la 
plaza  no  hace  mucho  los  hombres  más  gra- 
ves del  pueblo,  se  ve  la  Intendencia.  Es  un 
caserón  de  complicada  arquitectura  y  larga 
historia  municipal:  costó  mucho  dinero  y 
su  fachada  de  corte  italiano,  mudejar  y 
gótico  a  la  vez,  fusta  al  vecindario  y  con- 
sulta las  ideas  estéticas  de  los  varones  más 
conspicuos  y  exigentes.  Una  bandera  azul 
y  blanca  seflala  el  edificio  escolar:  más  allá 
se  ve  la  copa  de  un  enorme  ceibo  que  huma- 
niza con  su  sombra  el  triste  y  sucio  patio  de 
la  comisaria.  Alrededor  del  pueblo  industrio- 
sas emigrantes  trabajan  en  las  granjas  y 
recuentan  los  ganados:  en  los  planteles  de 
legumbres  el  jornalero  remueve  la  tierra,  y 
dode  la  ventana  de  alguna  casa  una  voz 
de  mujer  llama  al  ñifla  travieso  que  corre 
por  el  jardín  persiguiendo  mariposas. 

En  todas  direcciones  sesgan  el  césped  an- 
chos caminos:  pasan,  lentamente,  carretas 
de  bueyes,  y  al  trote  de  criolla  cabalgadura, 
jinetes  de  tez  bronceada  y  aludo  chambergo. 
Lejos,  en  el  vértice  de  dos  senderos  que  for- 
man ángulo,  se  divisa  una  pulpería. 

LAS    AGUAS     Cerca  del  pueblo  pa- 

Y  LOS  TOROS      "  ""  "'°^?-  5*" 
arroyo  es  silencioso 

y  humilde  y  tiene  una  historia  tan  bella 
que  parece  humana.  Hace  unas  curvas  sua- 
ves y  elegantes  en  la  verde  campifía  y  es 
muy  sabido  que  en  sus  recodos  más  profun- 
dos nunca  se  ahogó  nadie:  canta  además 
siempre  donde  sus  aguas  mis  se  dilatan  de- 
jando ver  el  cauce  lleno  de  pulidas  piedras 
y  obscuros  légamos.  Junto  al  puente  de  un 
camino  que  penetra  en  el  campo,  unas  mu- 
|eres  lavan  ropa.  Son  las  lavanderas  que  en 
todas  las  parties  de  la  tierra  buscan  las  ori- 
llas de  los  ríos  buenos  y  mansos,  y  mientras 
limpian  la  ropa  de  los  pobres  y  los  ricos, 
charlan  y  cantan  alegremente.  Las  bizarras 
cantatas  de  las  lavanderas  se  pierden  en  el 
rumor  de  crótalos  de  las  aguas  que  pasan 
reidoras  y  ligeras,  en  las  maftanas  de  sol. 
El  arroyo,  a  veces,  da  sus  caudales  a  la 


tierra  yerma;  los  hombre,  abren  sañudos 
rumbos  en  sus  flancos,  y  como  si  se  desangra- 
se, las  aguas,  se  le  van.  señalando  plateadas 
vetas  en  los  campos  sedientos. 

En  estos  campos  tan  vastos  y  luminosos 
pace  ahora  la  grey  vacuna:  y  precisamente, 
mientras  las  lavanderas  dicen  una  cantata 
que  suena  igual  en  las  orillas  de  todos  los 
mansos  rios  de  la  tierra,  se  miran,  ceñudos, 
dos  toros  en  cuyas  ardientes  pupilas  tiem- 
bla la  imagen  de  una  misma  vaquita. 

Estos  dos  toros  parecen  hijos  de  una  de 
las  siete  vacas  gordas  del  apólogo  egipcio; 
pero  la  remota  consanguinidad  calla  ante  la 
despierta  violencia  del  instinto.  He  aquí  que, 
juntas  las  cabezas,  luchan  los  toros,  force- 
jeando a  puro  empuje  de  frentes.  Está  como 
estupefacta  la  vaquita  gentil  y  es  menester 
que  el  gaucho  aparcero,  picana  en  mano, 
descomponga  la  animada  y  rotunda  escul- 
tura de  los  toros  que  luchan. 

Cerca  de  las  aguas  reidoras,  los  toros  en 
pelea  improvisaron  por  un  instante  un  mag- 
nífico símbolo  de  la  tierra  feraz  y  milagrosa. 


LOS    PERROS 
VAGABUNDOS. 


Está  el  tiempo  nu- 
boso y  abundan  los 
perros  por  las  calles. 
Unos  cirrus  errantes  y  grises  cruzan  el  espa- 
cio como  caravanas  de  informes  dromeda- 
rios, y  las  almas  los  siguen  sufriendo  una 
inefable  inquietud.  Todo  propicia  el  an- 
helo vagabundo  y  la  nostalgia  de  cosas  re- 
motas. Algún  misterioso  piano  estridula, 
inauditamente,  un  andante  de  Grieg. 

Los  perros,  traídos,  sin  duda,  por  los  fres- 
cos vientos  de  otoño,  aparecen  en  las  calles 
del  pueblo.  Son  unos  canes  de  recia  pelambre- 
ra, enérgica  pupila,  descuidados  y  libres:  se 
les  ve  en  todas  partes,  husmeando  las  puer- 
tas, mirando  a  lo  alto,  con  el  aire  de  anar- 
quistas que  buscasen  lugar  adecuado  para 
pronunciar  una  bíblica  arenga. 

Detrás  de  la  Intendencia,  rodeando  las 
carnes  fétidas  de  un  caballo  muerto,  se  ofre- 
cieron un  festín  los  perros  vagabundos.  Du- 
rante toda  la  tarde,  silenciosos  y  juiciosa- 
mente, dieron  feroces  mordiscos  al  caballo 
muerto.  Los  chicos,  al  fin,  como  en  la  vieja 
Constantinopla.  organizaron  una  pedrea  dis- 
persando a  los  canes.  Algún  mastín  fué  vis- 
to luego  con  una  estrepitosa  lata  atada  a  la 
cola,  correr  enloquecido. 

Llegada  la  noche,  los  perros  dejaron  toda. 
via  un  testimonio  más  firme  de  su  paso  por 
el  pequeño  pueblo.  En  el  teatro  local,  una 
casi  barraca  donde  las  gentes  se  sientan 
con  el  sombrero  puesto  y  fuman  distraída- 
mente, hace  función  una  «troupe»  de  ope- 
retas. La  gracia  picaresca  de  una  galante 
historia  con  personajes  de  Hungría  intere- 
sa escasamente;  pero  los  líricos  arrebatos 
del  tenor  y  la  tiple,  la  palabra  del  barí- 
tono, que  es  travieso  como  un  canóni- 
go, y  aún  las  discordes 
voces  del  coro  distraen 
al  público.  Ivlas,  el  es- 
pectáculo no  convence,  y 
he  aquí  que  sólo  por  una 
grotesca  providencia  ter- 
mina a  gusto  de  todos. 
En  el  patio  de  plateas, 
sin  que  se  sepa  cómo, 
entraron  numerosos  pe- 
rros: y  cuando  la  tiple 
exalta  en  un  grito  la  dul- 


"T" 


DELIO 


ce  queja  de  un  melanc61ico  amor,  los  ca- 
nes vagabundos  aullan  al  unísono  de  pron- 
to, llenando  el  espacio  con  la  espantable 
salmodia  de  sus  agorerías.  Y  forzosa- 
mente,   la    función    termina. 

HOMBRE      El  hombre  de  campo  en- 

un    ^^mr^.      ^^^  ^^^^^  ^^  ^¡^^^  ^^_ 

cho  que  hacer.  Heredó  de  sus  mayores 
hábitos  patriarcales  y  se  pasa  la  vida 
discurriendo  por  la  florida  tierra,  identi- 
ficado con  su  alma  profunda  y  armoniosa, 
Pero  los  tiempos  de  ahora  no  son  como  los 
pasados  y  de  cuando  en  cuando  es  necesario 
colocar  los  arreos  al  caballo  zaino  y  dirigir- 
se luego,  pisando  conocidos  rastros,  en  di- 
rección a  las  casas. 

El  hombre  de  campo  aposenta  en  la  fon- 
da de  unos  vascos  cuyo  carácter  adusto  tanto 
condice  con  su  espíritu  grave.  Dejó  la  cabal- 
gadura en  el  patio  de  la  hospedería  y  se  le 
ve  por  los  negocios  realizando  necesarias 
compras.  Hace  tratos  cabales  con  pocas  y 
breves  palabras,  y  acentúa  sus  intenciones 
con  actitudes  mesuradas  y  firmes.  . .  Llega- 
da la  hora  de  yantar,  si  aún  ha  de  seguir  en 
el  pueblo,  busca  en  el  comedor  un  sitio  apar- 
tado y  se  sirve  de  lo  que  hay,  sobriamente; 
y  mientras  los  viajantes,  titiriteros,  y  em- 
pleados charlan  de  las  cosas  del  día,  él  calla, 
porque  de  hablar  sus  palabras  sonarían  en 
el  corazón  de  todos  de  una  manera  extraña 
y  distinta. 

Este  hombre  de  campo  vino  muchas  veces 
al  pueblo  regresando  pronto  a  sus  pagos. 
Pero  ahora  ha  llegado  enfermo  y  está  en  el 
comedor  de  la  vieja  fonda  de  vascos,  más 
silencioso  que  nunca.  Un  mal  sin  cura  le  roe 
el  corazón  y  poco  a  poco  va  para  muerto 
cuando  todo  parece  -renacer  a  una  nueva 
vida.  Lívida,  casi  verdosa  la  faz,  escucha  el 
discurso  adventicio  con  el  aire  resignado  de 
quien  espera,  en  vano,  algo  mejor. 

El  nieto  del  viejo  Vizcacha  mientras  ha- 
blan en  absurda  jerigonza  los  extranjeros 
que  almuerzan  en  la  fonda  de  vascos,  sus- 
pira profundamente,  y  su  cabeza,  pálida  y 
triste,  se  inclina  como  si  fuera  a  rodar  sobre 
la  extensión  de  su  vasto  pecho. 

ALMAS  La  facultad  de  soñar  es 
VIAIRPA*^  en  el  pequeño  pueblo  pa- 
VlAJtKA:^.  trimonio  de  las  mujeres. 
El  alma  femenina  medita  al  margen  del 
ensueño  y  va  diseñando  poco  a  poco  la 
arquitectura  de  un  mundo  ideal.  Cuando 
las  muchachas  casaderas  están  al  lado  del 
novio,  posiblemente  no  piensan  en  nada; 
pero  no  todas  las  muchachas  tienen  no- 
vio, y  aún  las  mismas  prometidas  se  dis- 
traen frecuentemente,  mirando  al  horizonte. 
Por  el  océano  del  cielo,  cuando  el  ocaso 
solar,  Dasan  ligeras  nubes  como  fantásticas 
naves  matizadas  de  fue- 
go: en  la  noche  el  dis- 
tante y  claro  firmamento 
es  rayado  por  el  diaman- 
te de  alguna  estrella  fu- 
gitiva. El  alma  de  las 
muchachas  surge  enton- 
ces del  profundo  pozo 
del  vivir  monótono  y  se- 
dentario y  sigue  a  las 
ilusorias  naves  del  cielo; 
corre    tras    la    blanca    es* 


T 


trella  fugitiva.  Esta  necesidad  de  sentir  la 
emoción  del  ensueño  explica  perfectamente 
el  hecho  de  que  las  muchachas  no  se  can- 
sen de  pasear  todas  las  tardes  por  el  an- 
dén de  la  estación,  y  de  dar  vueltas  alre- 
dedor de  la  plaza  las  noches  en  que  la 
banda  de  música  hace  concierto.  Cuando 
llegan  los  trenes,  las  muchachas  del  pe- 
queño pueblo,  viendo  las  caras  extrañas 
que  asoman  en  las  ventanillas,  piensan 
que  el  mundo  es  muy  grande:  que  hay 
otras  tierras  y  otros  cielos,  y  ciudades  enor- 
mes donde  cumplen  un  destino  desconocido 
las  gentes  que  llenan  el  convoy  que  pasa. 
Al  iniciar  de  nuevo  la  marcha  el  tren  de  la 
tarde,  en  los  grandes  ojos  de  las  muchachas 
tiembla  la  tristeza. 

Por  la  noche,  con  propicia  luna  llena  en- 
cima de  la  torre  de  la  iglesia,  los  bravos  ita- 
lianos de  la  banda  ejecutan,  preferentemen- 
te, «Cavallería  Rusticana».  Las  frases  de 
aquella  música,  celestial  y  bárbara,  suenan 
en  el  espacio  figurando  la  voz  de  una  qui- 
mera que  arrebatara  las  almas;  y  entonces, 
las  muchachas  del  pequeño  pueblo  acarician 
la  ilusión  de  que  alguien  vendrá  a  buscarlas 
para  un  largo  y  lírico  viaje. 

LA  ÚNICA  Sólo  el  trabajo  acrece  la 
P  11  P  P  7  A  grandeza  de  este  pueblo 
r  U  íircz,/\.  plantado  en  mitad  de  los 
campos.  Día  a  día  el  impulso  del  trabajo 
aumenta  el  comercio  y  las  incipientes  in- 
dustrias. Llegan  continuamente  gentes  de 
todas  las  partes,  y  el  perímetro  urbano  se 
va  ensanchando  con  las  nuevas  construc- 
ciones que  se  levantan  al  final  de  las  calles. 

Hay  entre  los  hombres  el  culto  de  la  ac- 
ción. Se  labran  las  tierras,  se  fomenta  la  ga- 
nadería, multiplícanse  las  granjas  y  ya  se 
cuenta  con  alguna  fábrica.  En  más  de  treinta 
leguas  a  la  redonda  no  existe  otro  pueblo  que 
en  tan  poco  tiempo  haya  progresado  tanto. 

Las  jornadas  del  trabajo  tienen  un  carác- 
ter vario  y  circunstancial.  Regularmente 
todo  es  salud  y  buena  ventura;  pero  a  veces 
un  trágico  viento  estremece  las  cabezas  de 
la  gleba.  No  hace  mucho  llegaron  a  la  esta- 
ción numerosos  braceros  que  no  hubieron 
faena  por  otros  lugares.  Mochila  al  hombro, 
rotosos  y  barbudos  aparecieron  ante  el  pue- 
blo como  un  violento  testimonio  de  la  deses- 
peración y  el  hambre.  Cundió  el  pánico  entre 
los  más  felices  y  fué  menester  que  alguien 
realizase  un  esforzado  gesto  de  humana  soli- 
daridad para  mitigar  el  dolor  de  aquella 
espantable  caravana. 

Es  siempre  por  la  época  de  las  ubérrimas 
cosechas  que  llegan  al  pueblo  estos  dramá- 
ticos parias. 

Cuenta  ya  el  pequeño  pueblo  con  un  diario 
que  es  allí,  según  se  dijo  alguna  vez  en  grave 
artículo  de  fondo,  la  manifestación  más  alta 
y  espiritual  del  trabajo.  El  dueño  y  direc- 
tor es  un  portugués  presuntuoso  a  quien 
nadie  estima  mucho.  Resultaría  interesante 
saber  cómo  pudo  ingeniarse  para  llegar  a  ser. 
sin  proponérselo,  envidiado  por  todos.  En 
otros  periódicos  de  aparición  irregular  se  le 
insulta  y  vilipendia;  cada  ataque  cuesta  un 
disgusto  a  la  señora  del  director.  Pero  el  por- 
tugués, alentado  por  el  odio,  sigue  trabajan- 
do y  como  es  ingenioso,  progresa.  El  diario 
acaba  de  recibir  una  máquina  linotipo  y  es 
sin  duda  alguna,  en  el  pequeño  pueblo,  la 
expresión  más  inteligente  del  trabajo. 


/VORiALEs/^ 


DIBU;0    DE    MAVOL. 


AM«fvD  O 

NEtoy^o 


^«t 


A'  MI-  HERJ^l  ANA'  LA-  M  ONJA 


&M*PL\yvVLTRA 


U,  \\ 


■alvdtc  tu,  acrnxana ,  con  tu   sencillez. 


lile 


j^alvcmc  yo.  con 
nti  compleucidci. 

Duninta  os  la  i"i?ucla.clij"tmta  la  vez 
y  aun  j'icndo  la  muma.  otra  la  vculad. 

Jigüe  traj"  laj-  nube^  buícando  el  fulgor 
de  tu  datropomoria  oi\est<¿  deidad, 
micntrdj"  yo  me  asomo  todo  a  mi  interior, 
Ka mbr lento  de  eniema-yyde  eternidad. 

Hay  <ilgc>  en  nojotror  igual:  el  TAinor, 
y  ese.  Ka  de  loerarno,?  al  fin  la  Vnidad 

Jaiva  seds  vvlcs  tii ,  con  tu  candor, 
jaluo  yo,  con  toda  mi  complejidad. 


lEN  venido  el  poeta  de  la  sencillez,  de  la  serenidad,  de  la  rima 
transparente  y  alada:  bien  venido  el  poeta  de  la  tristeza,  el 
dulce  poeta  de  la  delectación  amorosa,  llena  de  ensueños  celes- 
tes y  sobrenaturales;  bien  venido  el  poeta  místico,  el  poeta 
melodioso  que  sueña  con  la  realización  de  una  esperanza  única, 
de  un  afán  hacia  lo  absoluto,  y  que  sabe  transmitirnos  la  emo- 
ción de  su  filosofía  panteísta  por  medio  de  la  palabra  musical, 
del  ritmo  elegante,  de  la  forma  sutil  y  aristocrática.  Amado 
Ñervo  es  todo  esto,  y  es  más  aún  que  esto.  Para  nosotros  es 
el  viejo  amigo  que  llega;  es  el  amigo  de  corazón  a  quien  se  recibe  con  los 
brazos  abiertos,  y  a  quien  se  saluda  con  la  íntima  complacencia  del  que 
sabe  corresponder  a  las  más  caras  demostraciones  de  confraternidad. 

La  sencillez,  ese  don  precioso  de  los  buenos  y  de  los  elegidos,  es  una 
cualidad  predominante  en  el  carácter  y  en  la  obra  del  poeta.  Se  la  encuentra 
en  toda  su  labor,  en  su  prosa  concisa  y  sintética,  en  su  vida  y  en  sus  ideas, 
en  sus  palabras  y  en  sus  versos  emotivos  y  mágicos.  A  trevés  de  ellos  se  adi- 
vina un  vago  misticismo  espiritual,  triste  como  algo  perdido  para  siempre, 
suave  como  una  oración  musitada  entre  labios. 

La  delicadeza  sentimental  de  Ñervo  se  advierte  en  sus  composiciones 
amorosas.  La  psicología  del  escritor  pierde  su  frecuente  complejidad  cuando 
los  estímulos  de  la  pasión  desnudan  el  alma,  caracterizándose  por  su  ternura, 
reveladora  de  un  corazón  repleto  de  bondad  y  sincero  hasta  el  sufri- 
miento. Ni  la  exaltada  voluptuosidad  ni  la  absurda  divagación  idealista, 
mellan  su  inquebrantable  normalidad  de  hombre  que  refrena  ajenos  extra- 
víos con  el  ejemplo. 

Amado  Ñervo  es  de  aquellos  poetas  que  sienten  la  atracción  irresistible 
del  misterio,  pero  con  serenidad  de  hombres  maduros,  llenos  de  la  contem- 
plación de  la  vida,  que  evitan  los  extravíos  febriles  a  lo  Edgard  Poe  y  las 
alucinaciones  enfermizas. 

Quien  haya  leído  a  Emerson,  príncipe  del  ocultismo,  reconocerá  la  irre- 
sistible simpatía  que  inspira  este  gran  pensador.  El  poeta  transforma  la 
sensualidad  de  la  visión  externa  en  otra  sensualidad  superior,  la  de  poner 
lo  que  recogieron  sus  sentidos  ante  el  santuario  cerrado  de  su  entendimiento. 
El  esplritualismo  sencillo  y  cordial  de  Emerson,  parece  realizado  por  Ñervo 
en  algunas  de  sus  poesías,  en  apariencia  humildes,  inofensivas  de  puro  senti- 
miento y  en  realidad  profundas,  como  si  velaran  las  hondas  inquietudes  de 
este  hermano  de  Emerson. 

El  deseo  inmoderado  de  establecer  aproximaciones  entre  las  figuras  lite- 
rarias de  alguna  magnitud,  lleva  a  muchos  por  erróneos  caminos,  dando 
a  la  crítica  un  falso  sentido  de  comparación.  Englobar  la  labor  literaria  de 
Amado  Ñervo  entre  la  de  aquellos  continuadores  del  simbolismo  francés,  y 
colocarla  después  de  Rubén  Darío,  como  siguiendo  las  mismas  sendas  espi- 
rituales del  autor  de  «Prosas  Profanas»,  no  significa  en  verdad  mucha  agu- 
deza crítica.  Las  comparaciones  son  siempre  odiosas,  y  más  aún,  cuando  la 
orientación  es  tan  distinta  que  en  una  sola  lectura  de  Ñervo  puede  obser- 
varse la  distancia  ideológica  que  los  separa  del  galicismo  imperante  entre 
los  líricos  de  la  última  generación  hispano-americana. 

Hoy,  ostentando  la  investidura  de  plenipotenciario,  trayendo  la  represen- 
tación diplomática  de  su  país  cerca  del  gobierno  argentino,  el  noble  escritor 
mexicano  llega  a  Buenos  Aires,  la  ciudad  cosmopolita  y  atrayente,  no  como  el 
extranjero  a  quien  hay  que  brindar  atenciones  protocolares,  en  mérito  a  la 
misión  que  desempeña,  sino  más  bien  como  el  antiguo  conocido  de  todos, 
el  amigo  predilecto  de  todos,  que  conmovió  nuestra  sensibilidad  más  de  una 
vez  con  el  maravilloso  encanto  de  su  poesía.  El  nuevo  representante  de  Mé- 
xico puede  decir  que  Buenos  Aires  no  es  una  ciudad  extraña,  ni  que  el  país 
es  un  país  ajeno  y  desconocido.  Todo  en  él  le  será  familiar,  aun  sin  haberlo 
visitado  anteriormente,  porque  su  espíritu  está  identificado  ya.  desde  hace 
mucho  tiempo,  con  esta  tierra  donde  se  le  profesa  la  más  sincera  simpatía 
y  donde  el  acontecimiento  de  su  llegada  ha  suscitado  tantas  y  tan  elocuentes 
demostraciones  de  afecto  y  consideración. 

Antonio  Pérez-Valiente. 


—  Í^i-.X^M=    "VLmO.^- 


LA  WERMANITA 

(  DE    LA    REALIDAD) 


Querido  amigo: 

En  el  momento  en  que  escribo  esta  confesión, 
estoy  ebrio,  completamente  ebrio . . . 

No  vayas  a  creer  por  ello  que  esta  narración  es 
la  obra  de  un  cerebro  enloquecido  por  el  alcohol: 
ni  pienses  tampoco  que  vas  a  leer  incoherencias. 
ni  divagaciones  sin  sentido:  nada  de  eso.  Te  diré. 
por  lo  pronto,  para  explicarte  semejante  cordura 
en  un  beodo,  dos  palabras:  mi  embriaguez  es  ab- 
solutamente premeditada,  y  estoy  firmemente 
convencido,  que,  cuando  uno  se  propone,  en  estos 
caaos,  discurrir  razonadamente,  no  se  pierde  el 
tino,  y  en  cambio  se  aguzan  los  recuerdos.  (Ya  te 
explicaré  este  fenómeno  en  otra  oportunidad). 

Tú  sabes  que  tengo  la  debilidad  de  escribir 
cuando  estoy  triste,  cuando  tengo  una  pena:  es  un 
consuelo. . .  Sabes  también  que  se  me  murió  una 
hermanita,  ¿te  acuerdas?...  Mercedes:  aquella 
chica  que  declamaba: 

•  República  Arf¡entina  patria  amada». ..  etc. 

Pero  si.  ahora  recuerdo:  tú  la  escuchaste  en  un 
dia  patrio,  y  estabas  inquieto,  pues  temías  se  cor- 
tase; sin  embargo  se  desempeñó  muy  bien,  y  con 
mucha  gracia  se  inclinó  cuando  decía: 

•      .  Vengo  patria  gloriosa,   solamente 

a  doblar  la  rodilla  reverente 

y  a  deshojar  las  mías  a  tus  pies.  > 

Y  deshojó  un  ramo  de  flores  que  le  había  pre- 
parado la  mamá.  Bueno:  como  me  estoy  acordan- 
do de  elln.  quiero  escribir.  ¿Por  qué  me  he  embria- 
gado para  ello?  Eso  te  lo  diré,  y  comprenderás 
mejor,  al  fina!. 

Olvidaba  hacerte  una  advertencia:  si  crees  en- 
contrar un  cuento  entretenido,  no  lo  leas,  y  si  no 
tienes  ánimo  de  entristecerte,  tampoco. 

II 

Mercedes  tenia  ocho  años.  Era  linda,  ¿no  es 
cierto'i'  Todos  los  que  quieren  creen  ingenuamente 
que  la  persona  querida  es  muy  hermosa  siempre; 
pero  ésta  lo  era  en  verdad.  ¡Estoy  seguro!  Tenía, 
dije,  ocho  años,  y  unos  ojos  grandotes,  que  cuan- 
do estaba  en  agonía,  dilataron  tanto  las  pupilas 
que  parecía  iban  a  estallar. . .  másese  correspon- 
de al  final  de  la  narración . . .  pierdo  un  tanto  la 
cabeza. . .  Eran  unos  ojos  expresivos  como  si  re- 
flejaran un  alma  de  veinte  años.  Cuando  yo  la 
hacia  llorar  (lo  hice  muchas  veces)  adquirían  una 
expresión  de  reproche,  tan  triste,  que  de  inmedia- 
to me  llenaba  de  arrepentimiento.  Se  me  ocurre  que 
habiendo  descrito   sus  ojos,  la  he  descrito  toda. 

Una  tarde,  regresó  enferma  del  colegio;  le  dolía 
el  vientre  y  tenía  fiebre:  llamaron  al  médico  (dicen 
que  es  de  gente  vulgar  culpar  a  los  médicos),  pero 
—  te  lo  diré  en  confianza  —  parece  que  equivocó 
el  tratamiento  y  la  nena  empeoró. 

Hubo  consulta;  es  imponente  una  consulta; 
aquellos  señores  graves,  de  ademanes  mesurados, 
van  a  decidir  la  alegría  del  hogar.  El  nuevo  médico 
le  palpó  el  lado  derecho  del  vientre,  durante  mu- 
cho rato;  golpeaba  con  el  índice  y  el  dedo  medio 
de  su  mano  derecha  sobre  los  mismos  dedos  de  la 
izquierda,  que  había  colocado  sobre  la  piel;  «per- 
cutía», en  su  lenguaje;  y  se  escuchaban  ruidos  va- 
gos e  indescifrables  para  mí;  de  vez  en  cuando. 
hundía  los  dedos  en  la  carne,  y  la  enfermita  res- 
pondía con  un  grito  crispante. 

—  Es  un  caso  clavado  de  apendicitis.  —  dijo. 

Y  ordenó  que  se  invirtiera  el  tratamiento. 

—  Hielo,  mucho  hielo. 

Pero  ya  era  tarde.  La  enfermita  estaba  agotada; 
no  se  podía  operar. 

Ahora  comienza  lo  más  triste  para  mi;  desde 
aquel  dia  no  se  escuchó  otra  cosa  que  un  quejido 
continuo;  era  como  el  débil  quejido  de  una  ovejita 
herida:  pero  ¡cómo  resonaba  en  mis  oídos!  ¡se  me 
clavaba  en  el  tímpano!  Y  ella  nos  miraba  llena  de 
angustia,  solicitando  protección,  ¡cómo  si  pudié- 
ramos dársela!  Esas  miradas  cohibían,  pues  por 
momentos  imploraban  y  a  veces  exigían . . . 

—  ¡¡Mamá  qué  voy  a  hacer  con  este  dolor!! 
La  madre  callaba  sin  saber  qué  responder  a  la 

súplica   desesperada.    Rezaba    pidiendo    ingenua- 
mente un  milagro;  y  en  su  oración  preguntaba  re- 
pitiendo las  propias  palabras  de  la  nena: 
— ¿Qué  va  a  hacer  la  nena.  Dios  mío,  con  ese  dolor? 

Y  Dios  enmudeció;  por  eso  no  creo  en  él. 
Después  se  agregó  el  tormento  de  la  sed.  Aquel 

cuerpecíto  enflaquecido,  de  cara  desencajada  y  de 
ojos  que  hacia  brillar  la  fiebre,  tenía  un  volcán 
en  el  vientre. 

—  ¡Agua...  pronto...  agua!... 

Entretanto,  sin  un  instante  de  tregua,  tenaz- 
mente, la  acosaban  agudas  punzadas,  cual  si  una 
api  ja  perforara  sus  intestinos;  y  ese  sin  tregua 


repetía:    ¡Mamá!    ¿que   haré   con    este    dolor?... 

Una  tarde  los  médicos  declararon  que  no  ve.i- 
drían  ya. 

Cuando  entré  en  el  cuarto  de  la  enfermita.  ma- 
má, sentada  junto  al  lecho,  volvió  hacia  mí  su 
rostro;  en  sus  facciones  marchitas  por  las  vigilias 
y  la  pena,  se  marcaba  netamente  la  curva  de  unas 
profundas  ojeras  violáceas. 

—  ¿Sabes?  —  me  dijo  con  voz  apagada.  —  Ya 
no  vendrán  más  los  médicos. . .  —  y  tornó  a  sus 
atenciones  maternales. 

En  la  blancura  de  las  sábanas,  se  destacaba 
igual  a  una  flor  tronchada,  la  cabecita  doliente, 
con  el  rubio  cabello  desordenado. 

Tú  que  entiendes  de  medicina,  conocerás  sin 
duda  los  detalles  que  te  envía  este  profano. 

Creo  que  aquello  era  lo  que  llaman  estado  co- 
matoso. 

Respiraba  lenta  y  profundamente.  Tenía  las 
mejillas  teñidas  de  color  rosado  y  los  músculos 
faciales  flácidos,  dábanle  una  expresión  de  intenso 
abatimiento;  la  boquita  aparecía  un  tanto  desvia- 
da. ¿Sabes  por  qué  me  llamó  la  atención  este  de- 
talle? Porque  recordaba  por  contraste  la  gracia 
con  que  aquellos  labios  sabían  decir  la  canción 
escolar: 

«Tuve  una  muñeca,   vestida  de  azul». 


Siguiendo  mi  relación: 

Los  ojos  en  aquel  momento  me  produjeron 
horror.  Vidriosos,  más  grandes  que  nunca;  me  in- 
cliné para  adivinar  la  expresió.i . .  .  Me  parecieron 
como  aterrados;  creo  haberte  dicho  que  tenían  la 
pupila  bárbaramente  dilatada,  con  un  diámetro 
longitudinal,  mayor  que  el  transverso.  No  conozco 
qué  clase  de  lelaciones  fisiológicas  pueden  existir 
entre  los  ojos  y  ese  estado  que  los  técnicos  llaman 
comatoso;  no  conozco,  pero  a  mí  me  pareció  que 
estaban  así,  porque  veían  la  mu3rte  y  el  espanto 
les  esculpió  su  sello.  Murió  al  amanecer.  Cuan- 
do el  día  nacía,  ella  expiraba. 

Yo  fui  a  verla,  cuando  ya  estaba  vestida;  me 
acordé  de  aquel  trajecito  nuevo  que  era  su  orgullo, 
el  mismo  que  vestía,  cuando  dijo  aquellos  versos, 
en  el  día  patrio;  la  madre,  aturdida  por  la  desgra- 
cia, en  la  inconsciencia  momentánea  de  los  gran- 
des dolores,  se  lo  arreglaba  con  riingular  esmero, 
cuidadosamente,  amorosamente,  como  si  la  pre- 
parara para  aquella  fiesta... 

¿Me  entiendes  por  qué  me  he  embriagado? 

Porque  dicen  que  los  hombres  no  deben  llorar: 
eso  queda  para  las  mujeres;  y  yo,  así  ebrio,  he 
llorado  mientras  escribía  y  he  derretido  unas  lá- 
grimas que  tenía  cristalizadas  en  el  alma,  desde 
su  muerte. —  Tu  amigo. 

Esta  carta  estaba  manchada  de  vino. 


•  La  saqué  a  paseo  y  se  me  enfermó 
jPobre  muñequtta,  que  se  me  muriól» 


DIB.    DE    HOHMANN. 


Por  la  copia; 
Julio  César  Dabove. 


PROPIEDAD    DEL    SEÑOR    MIGUEL    A.    FINOCHIETTO. 


ESLAVA 

ÓLEO    DE    LÓPEZ    NAGUIL. 


PLVS 
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—T=>is^^s>  >v'Lrr'P3--í^— 


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TEXTO  Y 
DlbX^JO 


DE^ 


QmLED-no 


7^^ 


^^-aU^yicr 


El  hombre  que  detestaba  a  sus  semejantes 
vivia  en  las  montanas  completamente  solo. 
Era  feliz.  Mychos  aflos  atrás,  habia  salido  de 
la  nudad.  huyendo  desesperado  d«  la  estupi- 
dei  inaudita  de  los  hombres.  Ansioso  de  so- 
ledad absoluta,  caminó  infatigablemente  du- 
rante muchos  días  y  muchas  noches,  y  atra- 
vesó ríos,  y  subió  cerros  y  montalUs  hasta 
dar  con  aquel  lugar  oculto  y  lejano  adonde 
DO  llegaba  nunca  el  eco  abominable  de  la  ci- 
viHzaciófl.  Su  espíritu  atormentado  encontró 
en  la  contemplación  de  !a  naturaleza  el  más 
puro  de  los  (oces.  Y  su  vida  se  deslizó  desde 
entonces  con  la  augusta  serenidad  del  vuelo 
de  las  águilas... 

Pero  un  dia,  el  hombre  que  detestaba  a 
«ussemejanies.  sintió  deseos  de  visiur  la  ciu- 
dad, de  ver  a  los  hombres.  Tal  vez  —  pei«ó 
—  se  hayan  modificado:  tal  vez  pueda  vivir 
oon  ellof.  Y  entonces  bajó  de  las  montanas. 
y  caminó  muchos  dias  y  muchas  noches,  y 
llegó  a  la  llanura  y  entró  en  la  ciudad,  y  vio 
que  los  hambres  eran  un  detestables  como 
siempre  y  sos  costumbres  las  mismas. 

Desilusionado,  habii  emprendido  ya  el  via- 
je de  regres'  — — '  -I  anciano  se  acercó 
a  él  y  lo  de-  ;iano  le  dijo:  Hom- 

bre, ¿por  qu»  :as  con  nosotros?  Me 

apena  que  vivas  un  icjos  de  las  i;entes.  Yo  he 
ccnocicio  a  tus  padres  y  te  he  conocido  a  ti 
cuando  attn  «ras  joven  y  vivias  en  el  pue- 


blo. Los  hombres  te  quieren.  Ellos  son  bue- 
nos. Quédate.  Aquí  podrás  hacer  una  vida 
tranquila.  Encontrarás  reposo  para  tu  cuer- 
po y  recrea  para  tu  espíritu.  Nuestros  tei- 
tros  te  proporcionarán  espectáculos  hermo 
sos.  Nuestras  mujeres  te  brindarán  sus  en 
cantos  incomparables.  La  ciudad,  con  todos 
sus  atractivos  y  actividades,  te  transforma- 
rá por  completo,  haciendo  de  ti  un  hombre 
amante  de  la  vida. . .  Si.  en  verdad  te  digo 
que  me  da  pena  que  vivas  tan  solo.  Hombre, 
¿por  qué  no  te  quedas  con  nosotros? 

Y  el  hombre  dijo: 

No  me  quedo  con  vosotros  porque  os  de- 
testo. Vuestras  costumbres  me  repugnan. 
Vuestra  vanidad  es  insoportable...  Déja- 
me. Dices  que  vivo  muy  solo  en  los  montes: 
es  verdad,  pero  más  solo  me  encuentro  entre 
vosotros.  Me  dices  que  amaré  la  vida,  igno- 
rando que  por  amarla  inmensamente  y  por 
quererla  pura  y  bella  me  he  retirado  a  un 
lugar  agreste  y  oculto.  Me  ofreces  ropas  y 
no  las  necesito,  pues  estos  andrajos  me  bas- 
tan. Tengo  alimento  en  abundancia  y  nadie 
me  disputa  su  posesión.  En  ninguna  parte 
puedo  estar  más  tranquilo  que  en  mis  mon- 
uftas.  En  ninguna  parte  hallaré  deleites  mas 
grandes  para  mi  espíritu.  De  las  mujeres,  no 
me  hables:  todas  son  iguales:  frivolas,  vani- 
dosas, incapaces  de  pensar.  La  escasa  men- 
talidad que  poseen  les  impide  ocuparse  de 


otra  cosa  que  de  adornar  su  cuerpo.  Son  peli- 
grosas. Ellas  se  interponen  siempre  en  nues- 
tro camino  y  nos  ilusionan  y  nos  pierden. . . 
En  cuanto  a  los  espectáculos,  joh  anciano  in- 
genuo! ¿Cómo  os  atrevéis  a  hablar  de  espec- 
táculos, vosotros  que  no  habéis  mirado  nun- 
ca las  estrellas?  ¡Espectáculo!  El  único  que 
me  podríais  ofrecer  sería  el  de  la  muchedum- 
bre en  su  lucha  sórdida  y  desesperada  por  el 
dinero.  Déjame,  anciano,  déjame.  Agradezco 
tu  buena  voluntad;  pero  déjame  solo.  Nada 
necesitan  los  hombres  de  mi.  Nada  necesito 
yo  de  ellos. . . 

Y  después  que  así  hubo  hablado,  el  hom. 
bre  siguió  su  camino  ante  la  mirada  de  asom- 
bro del  viejo,  que  lo  vio  alejarse  poco  a  poco 
hasta  perderse  de  vista  en  la  bruma  de  la 
tarde.   Y  continuó  caminando. 

Pasaron  muchos  días  y  muchas  noches,  y 
por  fin  llegó.  Vio  de  nuevo  su  choza,  que  pa- 
recía esperarlo,  y  vio  los  picachos  helados  de 
los  montes.  Vio  las  piedras  y  las  plantas,  y 
las  águilas  que  pasaban  volando  sobre  su 
cabeza.  Vio  las  nubes  que  se  desgarraban 
lentamente  en  las  cumbres  altísimas,  y  oirá 
vez  fué  feliz  porque  estaba  solo,  completa- 
mente solo,  y  entonces  miró  a!  cielo  y  una 
alegría  inmensa  le  llenó  el  corazón . . . 

Pasaron  muchos  años.  La  cabeza  del  mi- 
sántropo se  había  cubierto  de  canas.  Sus  es- 


paldas estaban  encorvadas,  su  rostro  surca- 
do de  arrugas.  Y  durante  todo  ese  tiempo  no 
vio  nunca  la  figura  de  un  hombre  ni  recibió 
noticia  alguna  de  la  vida  de  la  ciudad. 

Fero  una  tarde  el  hombre  que  detestaba  a 
sus  semejantes  sintió  deseos  de  ver  a  los 
hombres  por  última  vez.  Y  entonces  volvió 
a  bajar  las  montañas  y  como  sus  piernas  ha- 
bían perdido  la  fortaleza  primitiva,  el  viaje 
resultó  muy  largo  y  muy  penoso,  y  después 
de  mucho  tiempo  llegó  al  llano  y  vio  con  sor- 
presa que  la  ciudad  no  existía  ya.  Creyó  que 
habia  perdido  el  rumbo,  pero  unos  extraños 
montículos  de  tierra,  como  pequeños  cerros, 
le  llamaron  la  atención. 

Dirigióse  a  ellos  y  pudo  ver  que  eran  es- 
combros casi  cubiertos  de  tierra  y  sobre  les 
cuales  crecía  el  musgo,  y  comprendió  asom- 
brado que  un  cataclismo  enorme  había  se- 
pultado la  ciudad. . . 

La  magnitud  del  descubrimiento  lo  dejó 
anonadado.  Su  rostro  se  puso  pálido.  Miró 
hacia  todos  lados  como  buscando  algo... 
¡Escombros,  ruinas;  ya  no  había  hom.- 
bres!  Y  entonces  se  sintió  solo,  completa- 
mente solo. . .  como  en  las  montañas,  y  un 
frió  inmenso  le  llenó  el  corazón . . . 

El  sol  se  ocultaba  lentamente  tras  la  faja 
violeta  de  los  montes.  Y  esa  tarde,  el  hom- 
bre que  detestaba  a  sus  semejantes,  murió 
■de  miedo. . . 


I 


Laura  Dambré  pintaba.  A  los  veintiséis 
años  era  aquella  su  única  pasión,  hija  de  un 
sentimiento  innato,  profundo  y  reavivado 
con  tanto  más  vigor  cuanto  que  los  incon- 
venientes de  la  vida  diaria  le  oponían  serios 
obstáculos. 

Pobre  como  era,  ¿a  qué  perseverar? 

Así  opinaba  a  menudo  don  Perfecto,  des- 
pachante de  aduana  e  interesado  en  un  gran 
comercio,  el  cual  la  pretendía.  Entonces  so- 
lamente dudaba  !a  madre  de  Laura,  doña 
Concepción,  a  quien  de  sus  nueve  hijos  le 
quedaban  a  su  lado  la  pintora  y  Jacinto. 
aprendiz  grabador. 

No  siendo  en  el  par  de  horas  largas  que 
duraba  la  irreprochable  visita  mensui^l  de 
don  Perfecto,  muy  otro  era  el  sentir  perma- 
nente de  doña  Concepción,  sobre  todo  desde 
que  Laura  consiguiera  atender  la  clase  de 
dibujo  de  una  escuela  nocturna. 

Pagar  la  pieza,  comer  todos  los  días  y 
vestir  modestamente,  se  hacían  ahora  posi- 
bles. ¿Por  qué  molestar  entonces  a  la  sola 
hija  que  consolaba  sus  años,  agobiadores  ya? 

La  pieza  tenía  una  ventana  que  daba  a 
un  barracón.  El  caballete  no  se  movía  del 
'indo  golpe  de  luz  que  entraba  por  ella,  ni 
Laura  de  junto  al  caballete.  Corrientes  de 
aire  en  invierno,  excesivo  calor  en  verano, 
no  la  perturbaban  mayormente.  Sus  inquie- 
tudes eran  otras:  el  encarecimiento  del  color, 
cada  pomo  del  cual  casi  le  llevaba  los  aho- 
rros de  un  mes;  la  carencia  del  dinero  para 
alquilar  local  donde  exponer  sus  obras  que 
ahí  permanecían  arrinconadas  unas  sobre 
otras;  el  terror  de  ser  rechazada  otra  vez 
del  Salón  . . . 

Protección  no  esperaba  de  nadie.  De  sus 
hermanos  y  hermanas  distantes,  sólo  Rafael 
se  hallaría  en  condiciones;  pero  su  mujer,  ta- 
caña, estaba  alerta  y  lo  impedía. 

¡La  mujer  de  Rafaell  Laura  no  la  pasaba 
ni  con  colador,  según  decía.  Se  le  plantifi- 
caba frente  al  caballete  y  permanecía  horas 
enteras  tiesa,  muda  y  seca  como  una  estaca. 

—  ¡Ah,  sí?  —  respondía  tan  sólo  a  las  es- 
peranzas que  le  expresaba  la  madre  y  que 
ella  sabía  eran  las  de  la  hija. 

Aquel  «¡ah,  sí?»  equivalía  a  «¡qué  rara  chi- 
fladura! ¡vean  las  pretensiones!-» 

En  cuanto  a  las  condiscípulas  de  la  Aca- 
demia, si  alguna  adinerada  pudo  exponer, 
dar  motivo  a  la  critica  y  llegar  al  Salón,  esa 
no  estaba  muy  convencida  de  que  fuera 
humano  hacer  que  lograra  otro  tanto  una 
compañera  como  Laura,  que  pintaba  cosas 
vulgares. 

Esta  última  opinión  era  la  de  todas.  Pero 
ninguna  dejaba  de  ir  a  ver  cómo  iban  esas 
«cosas  vulgares». 

E  iban  bien:  no  pasaba  semana  sin  que 
un  nuevo  cuadro  fuese  concluido.  Y  sin  en- 
jugar los  pinceles,   Laura  comenzaba  otro. 

A  condiscípulas  y  condiscípulos,  más  que 
las  bellas  realidades  que  surgían  de  aquellas 
telas  les  fastidiaba  la  infatigable  creación  en 
que  se  engolfaba  su  autora,  ¿Cuántos  cau- 
dros  eran?  A  veces  hacían  el  recuento.  El 
chinito  que  monta  en  petizo  blanco;  el  ver- 


dulero que  ve  tumbado  el  carro  de  su  mer- 
cadería; el  viejo  negro  con  su  largo  tambor 
listado  de  azul;  la  muchacha  en  pleno  sol 
junto  a  su  tacho  suspendiendo  el  lavado  para 
ver  cómo  el  gato  atisba  a  los  gorriones  sobre 
la  tapia...  Y  la  enumeración  no  concluía, 
porque  alguien  apuntaba  el  consabido 

—  ¡Sí.  pero  con  esos  temas!... 

Esos  temas  eran  los  del  patio  de  la  casa 
de  Laura,  los  del  barrio  popular  en  que  vi- 
vía, los  del  barracón  hacia  donde  se  que- 
daba mirando,  en  la  hora  cruenta  del  des- 
aliento, cuando  paleta  y  pincel  se  abatían 
y  dos  lágrimas  ardientes  como  su  fe,  amar- 
gas como  su  infortunio  rodaban  lentísimas 
de  sus  inteligentes  ojos  claros. 

Los  desánimos,  tan  negros  y  hondos  como 
breves,  eran  los  solos  descansos  de  Laura. 
Salía  de  ellos  más  trabajadora,  como  si  los 
huyera. 

A  veces  pasaba  por  su  mente  la  esperanza 
un  tanto  repugnante  de  que  don  Perfecto  le 
alquilaría  un  salón.  Ignoraba  que  lo  había 
pensado  y  casi  decidido  el  año  anterior,  cuan- 
do ella  se  le  ocurrió  tener  de  modelo  durante 
diez  días  seguidos  a  Daniel. 

Daniel,  ese  pelafustán,  al  pensar  de  don 
Perfecto.  Daniel,  el  poeta,  al  sentir  de  Laura 
y  doña  Concepción. 

Daniel  Liraico,  el  disparatador  profuso, 
opinarán  los  que  sigan  mi  relato  y  recuerden 
su  firma  al  pie  de  versos  llenos  de  parques 
de  raso,  princesas  de  niebla,  cisnes  de  sus- 
piro y  lunas  como  de  vaho  de  alcanfor. 

Y  sin  embargo  ese  <'loco»  era  un  amigo 
consecuente  de  la  pintora.  Cierto  es  que  a  la 
Comisión  de  Bellas  Artes  le  bastó  ver  su 
retrato  para  rechazar  a  Laura  del  Salón;  no 
menos  cierto  que  el  haberlo  hecho  le  cosió 
a  la  misma  el  que  don  Perfecto  no  la  favo- 
reciese. . .  De  ambas  cosas  abrigaba  la  sos- 
pecha. Pero  no  dejaba  de  confiar  en  el  sin- 
cero entusiasmo  que  Daniel  tenía  por  sus 
cuadros,  presintiendo  que  habría  de  serle 
beneficioso. 

Y  es  que  ya  lo  había  sido.  Las  primeras 
noticias  que  de  sus  obras  recibió  el  público 
fueron  dadas  por  Daniel  en  las  revistas  don- 
de escribía,  y  el  buen  muchacho  multipli- 
caba ahora  sus  diligencias  para  que  las  nue- 
vas pinturas  no  fueran  rechazadas  del  Salón. 
Había  visto  en  persona,  uno  por  uno,  a  los 
miembros  de  la  Comisión,  quienes  recono- 
cieron en  él  al  joven  Liraico  retratado  antes, 
el  del  pintoresco  vestir  anacrónico;  cham- 
bergo mosquetero,  melena  romana,  capa  es- 
pañola. . . 

El  caso  es  que  el  estrafalario  mozo  argu- 
mentaba persuasivamente  al  mostrar  el  par 
de  cuadros  pequeños  que  llevaba  escondidos 
bajo  la  capa.  Y  no  era  motivo  de  poca  sor- 
presa para  los  caballeros  de  la  Comisión  el 
comprobar  cómo  aquel  joven  que  vivía  tan 
fuera  de  lo  circundante  podía  aducir  razo- 
nes hábiles  en  defensa  de  obras  como  las  de 
Laura  Dambré,  a  las  que  fuera  torpe  negar 
su  mucha  realidad. 

—  ¡Milagros  del  amorl  —  pensaban,  cre- 
yendo acertar. 

Y  se  sentían  por  fin  bien  dispuestos  hacia 
el   quijotesco   paladín   de  aquella  Dulcinea 


pmtora,  por  cuya  persona 
comenzaba  a  picarles  la 
curiosidad. 

11 

Desde  que  el  Salón  abrió 
y  supe  que  Laura  Dambré 
había  sido  admitida,  sus- 
tenté el  propósito  de  visi- 
tarlo. Las  noticias  de  Da- 
niel Liraico  primeramente, 
mi  aprecio  directo  de  sus 
obras  luego,  me  inspiraron 
verdadero  interés  por  la 
artista  y  su  trabajo. 

^  ¿A  que  todavía  no 
fué?  —  di  jome  el  poeta  por 
todo  saludo  entrando  un 
mes  más  tarde  a  la  redac- 
ción de  mi  diario. 

— ¡Caramba:  en  verdad, 
y  lo  siento! 

Y  a  mi  aflicción  replicó, 
echando  atrás  gallarda- 
mente su  capa  y  sacando 
su  cartera: 

—  Es  que  no  leyó  los 
juicios.  ¡Qué  periodistas 
estos!  Entérese.  De  La 
Nación,  de  La  Prensa,  de 
La  Razón. . . 

Y  me  ^largaba  los  re- 
cortes que  yo  recorría  bus- 
cando el  nombre  de  la 
Dambré. 

Los  diarios,  las  revistas 
coincidían  en  reconocer 
que  «La  Viejecita»  de 
Laura  Dambré  era  entre 
otras  pocas  una  obra  que 
halagaba  las  buenas  mi- 
ras del  arte  argentino. 
Nada  de  artificiosos  acce- 
sorios en  ella,  nada  de 
fondos  combinados.  Distante  se  hallaba 
í'La  Viejecita')  de  todo  cuanto  fuera  asunto 
falso,  urdido  en  el  estudio  al  recuerdo  de 
productos  de  extrañas  escuelas,  que  era  lo 
que  predominaba  en  el  Salón. 

—  ¡Bravo!  —  exclamé,  indicando  asiento 
en  una  mesa  a  Liriaco  para  que  se  despacha- 
ra a  su  gusto  en  la  aclamación  de  su  dama. 

El  hombre  escribió  un  brillante  artículo 
que  publiqué.  Con  eso  me  desquitaba  en 
algo  del  disgusto  que  sentía  al  no  poder  con- 
currir al  Salón. 

Florida  abajo.  Florida  arriba.  Liriaco  pa- 
seaba radiante  su  mosqueteril  figura  una 
tarde  tras  otra. 

Pero  ¿cuántos  días  duró  su  andar  como 
en  el  aire  y  la  luz? 

Muy  pocos:  porque  de  pronto  su  gozosa 
curiosidad  se  trocó  en  furioso  paso  de  carga 
con  el  que  entró  a  verme. 

—  ¡Qué  vergüenza  para  el  arte,  amigo 
mío!  —  exclamó  con  una  indignación  que  no 
le  conocía. 

Y  comenzó  a  referir  a  gritos,  mostrándo- 
me un  breve  impreso,  cómo  el  jurado  se 
había  expedido  sin  mencionar  siquiera  a 
Laura  Dambré. 

—  Vea:  primer  premio.  . . 

Y  con  su  cara  de  ángel  descompuesta  y  su 
índice  nervioso  me  invitaba  a  leer. 

Yo  tuve  que  llevarlo  a  otra  sala.  Los  re- 
dactores se  hallaban  en  plena  labor.  No  era 
bien  que  compartieran  por  el  momento 
aquella  desgracia. 

En  otro  nuevo  artículo  Liriaco  puso  por 
los  suelos  a  los  miembros  del  jurado  rom- 
piendo briosamente  un  centenar  de  lanzas. 
Di  a  publicidad  sus  rayos  y  centellas,  pero 
esta  vez  no  me  resarcí  con  eso.  Mi  disgusto 
se  trocó  en  remordimiento.  Parecíame  que 
el  no  haber  hecho  algo  yo  mismo  en  favor 
de  la  Dambré  fuera  la  causa  de  que  no  le 
premiaran  su  obra. 

Pero  ¿había  visto  yo  «La  Viejecita»  acaso? 
¿Sería  verdaderamente  una  obra  notable 
como  se  pretendía? 

Esa  tarde  me  desprendí  como  pude  de 
mis  obligaciones,  y  quise  ver,  quise  saber. 
Nunca  olvidaré  el  fastidio,  la  grima  que 
me  produjo  mi  paseo  por  las  secciones  del 
Salón.  ¡Cuánta  pintura  zurdamente  recor- 
dadora  de  cosas  hechas,  de  extravagancias 
ajenas!  ¡Cuánta  sensualidad!  ¡el  color  por  el 
color  mismo!  ¿Desaparecería  para  siempre 
del  arte  pictórico  el  alma  humana? 

El  público  asistente  era  numeroso.  Sin  lle- 
gar ai  tono  furibundo  de  Liriaco,  los  perió- 
dicos creyeron  justo  protestar  y  recordar 
«La  Viejecita'»,  indebidamente  olvidada.  Ese 
tole-tole  había  motivado  un  nuevo  interés 
por  el  Salón. 

Ya  desesperaba  de  no  dar  con  mi  cuadro 
cuando  un  grupo  de  contempladores  me  lo 
indicó.  Me  acerqué  y  vi,  y  quedé  maravi- 
llado. En  la  tela  sin  marco,  fuera  de  la  tela 
mejor  dicho,  tal  era  su  relieve,  veía  a  la  ma- 
dre de  Laura,  a  doña  Concepción,  sentada, 
como  diciendo:  «píntame,  hija  mía;  aquí 
estoy  tal  como  soy».  Los  claros  ojos  algo 
más  grandes,  menos  inteligentes  pero  más 
sentimentales  que  los  de  su  hija,  esparcían 


la  plácida  luz  de  su  mirada,  la  misma  luz 
interior  que  parecía  iluminar  el  rugoso  rostro 
donde  todo  era  energía  y  bondad. 

El  asunto  de  la  viejecita  era  pues  la  misma 
madre  de  Laura. 

—  ¡Está  hablando!  —  dijo  alguien  tras  de 
mí. 

Volvíme.  Deseaba  no  conocer  a  quien  así 
exclamaba,  pues  sentía  mis  ojos  excesiva- 
mente humedecidos  por  la  emoción.  Pero 
recordé:  era  una  escritora  que  me  presenta- 
ran  en  casa  de  la  Dambré. 

—-  Sí,  señorita.  Esto  es  un  portento  de  sen- 
cillez y  de  intensa  verdad. 

—  ¿Sabe  qué  dice  hoy  La  Palestra?  — 
agregó.  —  Que  solamente  el  gran  retratista 
inglés  que  ha  querido  exhibir  una  obra  aquí 
mismo  como  para  enseñarnos  a  pintar,  ese 
famoso  pincel  de  un  vigor  extraordinario... 

—  Sí,  —  le  interrumpí.  —  el  que  se  co- 
tiza a  20.000  pesos  por  retrato. . . 

—  Ese  mismo. . .  Que  solamente  él  aven- 
taja a  Laura  este  año. 

—  Lo  creo. 

E  iba  a  volverme  hacia  «La  Viejecita», 
hacia  el  cuadro  del  día.  cuando  un  suceso 
increíble,  un  acontecimiento  de  todo  punto 
inesperado  para  mí,  túvome  un  rato  sin  mo- 
verme, en  muda  consideración. 

La  misma  doña  Concepción  auténtica 
acababa  de  franquear  la  entrada  del  Sa- 
lón. La  viejecita  en  persona,  sola,  con  su 
traje  de  ir  a  hacer  las  compras,  como  es- 
taba en  la  tela,  después  de  dar  dos  pasos 
inciertos,  levantaba  su  cabeza  entrecana 
para  mirar  con  bobo  estupor  los  muros 
llenos  de  cuadros  ricamente  enmarcados  y 
las  gentes  que  los  contemplaban.  Dedujo  su 
retrato  detrás  de  nuestro  grupo.  Reaccionó 
en  seguida,  porque  lo  que  traía  era  enojo 
y  habría  de  expresarlo. 

Comenzó  a  murmurar. 

Yo  me  acerqué  a  ella,  temeroso,  conmo- 
vido, adivinando  un  dram.a  en  su  alma  ma- 
terna de  ancianita  ejemplar. 

—  ¡Doña  Concepción!  Qué  placer  el  ver- 
la... —  iba  a  continuar  diciéndole. 

—  ¡Ah.  señor!  —  exclamó  en  voz  alta, 
rompiendo  el  silencio  habitual  del  Salón.  — 
iNo  lo  han  de  tener  más  esos  señores!  ¡No 
lo  verán  más!  ¡Vengo  a  retirarlo!  —  procla- 
maba refiriéndose  a  los  miembros  del  jura- 
do y  al  cuadro. 

Sentí  el  gritito  de  sorpresa  de  la  escritora 
viniendo  hacia  doña  Concepción.  También 
comprendía  aquello.  Las  gentes  se  volvían 
a  la  anciana  y  reconocían  a  la  viejecita  del 
ret-ato;  sólo  que  en  vez  de  plácida  estaba 
r  r  tada,  movía  terca  la  cabeza,  levantaba 
desconsoladamente  los  brazos  sarmentosos. 

—  ¡No  señor,  no  señor;  me  lo  han  de  de- 
volver hoy  mismo!  ¿No  es  mío  acaso?  ¡Hoy 
mismo,  esos  señores!  —  repetía  con  un  re- 
tintín de  censura  gracioso  aún  para  mí  que 
estaba  colmado  de  profundo  pesar. 

Atiné  a  recordar  que  el  secretario  de  ta 
Comisión  era  amigo  mío;  pensé  que  lleván- 
dola hasta  él  al  través  de  las  salas  deslum- 
brantes de  lujo  artístico  se  calmaría,  im- 
presionada en  su  sencillez. 

Le  ofrecí  el  brazo.  La  anciana  temblaba 
mucho. 

—  Vamos  a  ver  a  esos  señores,  doña  Con- 
cepción. 

Pero  ella  no  amainaba  así  como  así.  Era 
evidente  que  ese  loco  de  Daniel  Liriaco  le 
había  comunicado  su  batallosa  indignación. 

La  escritora  se  quedó  explicando  aquel 
acto  ingenuo  y  magnífico.  En  medio  del 
público  cada  vez  más  numeroso,  su  explica- 
ción se  multiplicó  en  comentarios  esparcidos 
luego  en  los  circuios  de  arte  y  repetidos  por 
algunos  diarios. 

Y  aquella  admirable  anciana,  si  bien  no 
consiguió  retirar  su  retrato  cuando  quería, 
hizo  más:  ganó  la  batalla  trabada  entre  su 
hija  y  la  fama,  que  era  lo  esencial. 

Hoy,  al  mes  apenas  de  cerrado  el  Salón, 
Laura  Dambré  tiene  su  estudio  amplio,  ro- 
deado de  ventanales  y  cortinas.  Lo  guarda 
a  la  entrada,  como  ángel  custodio.  «La  Vie- 
jecita». desde  un  suntuoso  marco,  y  la  otra, 
ia  viva,  andando  por  toda  la  casa. 

Ha  operado  esa  transformación  el  resul- 
tado de  ocho  retratos  de  encargo,  los  más 
hechos  por  recomendación  del  gran  pintor  a 
que  aludía  La  Palestra. 

Este  invierno  exhibirá  Laura  todas  sus 
obras,  y  entonces  hablaremos. 

Edmundo  Montagne. 
dibujo  de  m.  petrone 


—T^LS^^^rs  "V'-j-rri^^^— 


ALTA. 


A   OMLLA5    DEtL    K\0 

Amas. 


N  el  puente  de  madera  tendido 
sobre  el  río  Arias,  asaltóme  un 
recuerdo  que  es  como  un  puen- 
tecillo  que  une  las  dos  orillas  de 
dos  vagos  existires  míos.  «Hace 
mucho  —  pensé  —  yo  vi  estas 
márgenes  y  este  puente.  Acá  me 
sucedió  algo.  Puente  de  madera,  provisional  y 
durable,  ¿eres  un  recuerdo-fantasma  que  en 
esta  vida  difusa  de  ahora  me  traes  la  remi- 
niscencia de  otra  vida  anterior?  » 

Junto  a  la  fe  o  a  la  esperanza  de  una  trans- 
migración, alienta  esta  memoria  tenue  del  pa- 
sado. Es  como  la  sombra  que  en  el  mármol  de 
un  altar  arroja  el  humo  de  incienso;  sombra 
de  un  perfume  que  aromatiza  nuestra  pavura. 
¿Será  la  muerte  tan  sólo  una  amnesia,  cu- 
rable en  el  infinito?  ¿Recobraremos  la  memoria 
allá,  donde  el  espíritu  quede  libre  de  los  ner- 
vios y  del  corazón? 

No  sé;  mas  esa  reminiscencia  grata  y  dolo- 
rosa  viene  a  parecerse  al  esfuerzo  que  hacemos 
para  rememorar  un  nombre  olvidado. 

El  vicio  humano  del  olvido,  espectro  de  ese 
gran  olvido  misterioso,  no  borrará  la  sensa- 
ción que  experimenté  junto  al  rústico  ^. 
puente  cuando  quise  recordar  cosas  ffiS 
que  yo  no  he  visto  con  estos  ojos,  sino  ^ri 
con  aquellos  que  ya  se  comió  la  tierra.     |£@ 


■^1:2  >x- 


PAGINAJ"  PÍMENINA.J' 


«E!  mundo  fué  hecho  para  los 
hombres,  y  no  para  las  mu- 
i  eres . , .  ¡ 

«Phrases  et  Phüosophies» 
Óscar  Wilde. 

El  transcurrir  de  los  años,  nivelador  de 
tantas  injusticias  seculares,  la  sublime  abne- 
gación de  la  mujer  moderna,  que  exaltó  sus 
deberes  hasta  el  sacrificio,  ha  borrado  para 
siempre,  la  amarga,  irónica  sentencia... 

El  problema  mundial  —  los  derechos  de 
ia  mujer  —  hallará  en  breve  la  solución  re- 
clamada, no  sólo  por  nosotras  mismas,  ami- 
gas mías,  sino  por  muchos  hombres  ilustres, 
que  afirman  hoy  que  «de  las  mujeres  es  el 
porvenir. . .» 

El  lema  nos  apasiona,  ¿a  qué  negarlo?  Pa- 
saron ya  los  tiempos  aquellos  en  que  el  ini- 
ciarlo, solamente,  y  en  reducido  grupo,  pro- 
vocaba protestas,  sarcasmos  o  irónicas  son- 
risas: la  idea  se  hace  carne  en  nosotras  mis- 
mas, en  las  que  fuimos  hasta  ayer  tan  indo- 
lentes, tan  apáticas. . .  la  chispa  intermiten- 
te se  fija  y  se  transforma  poco  a  poco  en  luz 
perenne  que  ilumina  mil  repliegues  de  la 
mente  femenina.  Por  mi  parte,  he  llegado  a 
comprender  que  el  voto  no  significa  un  dere- 
cho, que  constituye  un  deber,  y  por  consi- 
guiente, todo  ser  humano,  sin  excepción, 
debe  prepararse  para  saberlo  cumplir... 

Por  eso  deseo  convencer  a  ustedes,  amigas 
mías,  que  debemos  abrir  los  ojos  y  el  espíritu 
de  par  en  par.  y  ya  que  a  todos  conviene,  ha- 
cernos feministas  de  buena  ley.  dejando  da 
lado  prejuicios  y  convencionalismos  anticua- 
dos; pero  no  basta  muchas  veces,  por  desdi- 
cha, la  mejor  y  más  sana  intención. . .  y  co- 
mo no  me  hallo  capaz  de  exponer  a  ustedes 
una  síntesis  clara,  de  cómo  debe  interpretar- 
se la  palabra  que  ha  sido  durante  largos 
años  fantasm.a  ridículo  en  nuestro  ambiente, 
recurro  a  uno  de  los  maestros  en  la  materia: 
(1)  duendeo  pues,  y  no  por  vez  primera,  en 
huerto  ajeno.  .  . 

«  El  feminismo  quiere  sencillamente  que 
las  mujeres  alcancen  la  plenitud  de  su  vida, 
es  decir,  que  tengan  los  mismos  derechos  y 
los  mismos  deberes  que  los  hombres,  que  go- 
biernen el  mundo  a  medias  con  ellos,  ya  que 
a  medias  le  pueblan,  y  que,  en  perfecta  cola- 
boración procuren  su  felicidad  propia  y  mu- 
tua, y  el  perfeccionamiento  de  la  especie  hu- 
mana. Pretende  que  lleven  ellas  y  ellos  una 
vida  serena,  fundada  en  la  mutua  tolerancia 
que  cabe  entre  iguales,  no  en  la  rencorosa  y 
degradante  sumisión  del  que  es  menos, 
opuesta  a  la  egoísta  tiranía  del  que  cree 
ser  más.  * 

Para  alcanzar  este  ideaJ,  necesita  la  mujer 
una  educación  superior,  ¡qué  duda  cabe!,  y 
también,  qLe  pueda  opinar  ante  su  marido, 
con  sinceridad  y  firmeza  de  igual,  como  la 

(!)  G.  Martínez  Sierra. 


verdadera  compañera  y  colaboradora  de  to- 
da una  vida;  tiempo  es  ya  que  la  mujer  inter- 
venga en  los  destinos  de  su  país;  que  su  opi- 
nión tenga  autoridad  para  colaborar  en  la 
formación  de  sus  leyes...  Reconozco,  en 
justicia,  que  abundan  mujeres  torpes,  inep- 
tas, sin  tino  ni  discreción,  incapaces  de  tener 
una  idea  propia,  y  como  si  esto  no  bastara, 
petulantes,  vanidosas,  egoístas...  pero,  ¿se 
carece  acaso  de  análogos  ejemplares  entre 
los  que  se  han  reservado  el  exclusivo  privi- 
legio de  regir  la  sociedad?  Sin  embargo,  hay 
entre  ellos  espíritus  generosos  que  creen  que 
la  intervención  de  la  mujer,  poniendo  más 
equidad  en  la  ley,  hará  ganar  mayor  con- 
ciencia en  la  vida  total. 

Muchos  de  los  muchos,  sin  embargo,  han 
de  hacer  suya  una  vieja  máxima  alemana, 
que  afirmaba  que  la  biblioteca  más  adecuada 
para  toda  mujer  era  su  armario,  y  que  a  las 
niñas  debía  encerrárselas  entre  los  cuatro 
evangelios,  o  entre  las  cuatro  paredes  de  su 
habitación...  Siempre  ha  de  haber  cabe- 
citas  huecas,  ignorantes  en  absoluto,  de 
toda  responsabilidad,  porque  entregarán  la 
educación  de  sus  hijos  en  manos  mercena- 
rias, fráuleins  o  nursies,  a  las  que  no  se 
puede  exigir  que  forjen  con  amor  y  previ- 
sión de  madre,  esas  almitas  que  adolecen 
de  pequeños  defectos,  que  pueden  conver- 
tirse luego  en  dolorosas  inclinaciones... 
esas  mismas  cabecitas  huecas,  por  más  que 
frecuenten  el  templo,  no  conocen  siquiera 
el  consuelo  ni  la  enseñanza  de  la  plegaría, 
puesto  que  desgranan  displicentemente  las 
cjentas  del  primoroso  rosario;  tal  vez  lle- 
guen a  fijar  su  atención  mientras  dicen  «Pa- 
dre nuestro...»,  pero  siguen  luego  murmu- 
rando maquinalmente  la  divina  invocación, 
mientras  analizan  prolijamente  el  sombrero 
o  el  abrigo  de  la  devota  arrodillada  a  su  lado; 
esas  mismas  personitas  no  han  franqueado 
jamás  el  dintel  de  la  cocina  de  su  casa,  y  pa- 
gan sin  pestañear  las  exorbitantes  cuentas 
del  maitre  d'hótel  o  del  chef,  porque  no  tienen 
ni  siquiera  una  idea  aproximada  del  costo  de 
las  provisiones;  con  sólo  lo  que  se  derrocha 
en  su  casa,  podrían  vivir  dos  familias  holga- 
damente. . . 

Y  esas  atolondradas  votarán  también,  a 
tontas  y  a  locas,  por  snobismo,  y  muchas  ve- 
ces por  no  perder  la  oportunidad  de  ejercer 
su  espíritu  de  contradicción;  no  han  de  favo- 
recer al  candidato  de  su  marido... 

Pero  ellas  son,  felizmente,  la  excepción  en 
nuestro  ambiente;  en  todos  los  planos  socia- 
les, desde  los  hogares  de  tradición  y  abo- 
lengo, hasta  los  más  modestos,  se  abre  ca- 
mino en  el  espíritu  femenino  ese  anhelo  de 
progreso  moral,  que  nos  enseña  a  no  ence- 
rrarnos en  estéril  egoísmo;  y  ese  anhelo  fer- 
viente, perseverante,  nos  llena  de  luz  el  al- 
ma. .  .  La  responsabilidad  de  nuestro  propio 
destino  ha  de  hacernos  más  ecuánimes,  más 
serenas.  Toda  mujer  bien  intencionada,  des- 


de la  más  preparada  hasta  la  más  ignorante, 
puede  cooperar  con  los  medios  a  su  alcance, 
en  cualquiera  iniciativa  que  tienda  al  mejo- 
ramiento general:  en  cualquiera  obra  que 
prometa  una  humanidad  más  dichosa,  más 
sana,  más  virtuosa... 

Y  para  ello,  ha  de  guiarla  ese  feminismo 
que  ha  sido  durante  largos  años  ridículo  fan- 
tasma paia  el  ambiente  porteño:  cabe  recor- 
dar aquí  la  desalentadora  sentencia  de  un 
eminente  compatriota,  que  dice  así:  «Aplau- 
do el  feminismo,  en  cuanto  tiende  a  elevar  el 
espíritu  de  la  mujer,  dotándolo  de  alas;  lo 
repudio,  en  cuanto  propende  a  darle  ga- 
rras. '>  ( 1 ) 

Cuántas  veces  se  sacrifica  una  idea  en 
aras  de  una  bonita  figura  literaria...  Y  es 
que  en  nuestro  ambiente  se  teme  aún  y  se 
satiriza  cruelmente,  a  la  feminista  militante, 
que  pretenda  ocupar  una  banca  en  el  Con- 
greso, mientras  la  opinión  asegure  que  la  re- 
claman imperiosamente  los  deberes  del  ho- 
gar: pero  señores,  si  este  problema  no  es 
cuestión  de  sexo,  sino  de  circunstancias! 
Bien  sabemos  las  mujeres  que  ni  correspon- 
de la  actuación  militante  a  las  que  están  vi- 
viendo esa  primera  etapa  de  la  vida,  dedi- 
cados todos  sus  afectos  y  cualidades  a  for- 
mar la  familia,  manteniendo  ese  fuego  sa- 
grado que  ilumina  y  caldea  el  hogar  modelo; 
en  medio  de  la  opulencia  o  en  modestísima 
situación,  la  mujer  argentina  vivirá  antes 
que  nada  para  los  suyos,  pero. . .  ¿y  la  que 
carezca  de  esos  afectos  íntimos?  ¿La  que 
perdió  el  compañero  de  su  vida,  la  que  for- 
mó ya  sus  hijos,  orientando  su  porvenir,  y 
conserva  víbranies  todas  sus  energías,  la  que 
habiendo  ampliado  sus  conocimientos  puede 
emplearlos  en  provecho  ajeno?  Esa.  como 
tantas  otras,  a  las  que  obligó  su  destino  a 
vivir  aisladas,  deben  preocuparse  en  favore- 
cer a  las  desheredadas  de  la  suerte',  interce- 
diendo para  que  su  trabajo,  ya  sea  intelec- 
tual o  manual,  se  vea  remunerado  a  la  par 
del  del  hombre;  dictando  leyes  que  protejan 
la  maternidad;  interviniendo  como  miembro 
directivo,  en  los  Consejos  de  Educación, 
siendo  en  ellos  garantía  de  moralidad  y  res- 
peto. .  .  Hemos  de  tener  presente  que  para 
bochorno  nuestro,  no  existe  tampoco  en  la 
Argentina  el  Jurado  Femenino,  ese  tribunal 
especial  para  juzgar  a  menores  delincuentes. 

Es  necesario  comprender  que  no  puede  ser 
el  único  objeto  de  nuestra  existencia,  la  i'ida 
sentimental. . .  si  hemos  de  tratar  de  iñinr 
nuestra  vida  —  y  séame  perdonada  la  frase 
predilecta  de  ciertas  egoístas  —  lo  mejor 
posible,  debemos  procurar  llevar  a  cabo  la 
mayor  suma  de  bien  posible,  y  sobre  todo, 
ser  útiles  a  la  humanidad;  '( la  mujer  que  a 
los  cuarenta  años  no  ha  substituido  con  una 
actividad  desinteresada,  y  en  cierto  modo 
social,  las  actividades  personales  de  esposa 

(1)  Dharma:    Dr.   J.  C. 


y  de  madre,  que  le  llevaron  la  juventud,  será 
un  ser  desdichado,  que  se  atormenta  a  sí 
misma  y  desespera  a  los  demás...  *  (1) 

Las  alas  de  que  la  dotó  el  feminismo,  al 
elevar  su  espíritu,  han  de  sostenerla  enton- 
ces; porque  las  garras,  que  tanto  repudia  el 
distinguido  compatriota  que  firmó  nuestra 
sentencia,  crecen  sólo  en  medio  de  la  ocio- 
sidad, las  afila  el  tedio,  la  vanidad,  el 
egoísmo. 

El  abnegado,  perseverante  ejercicio  de  la 
beneficencia,  ha  acaparado,  durante  largos 
años,  todas  nuestras  actividades,  porque  la 
mujer  argentina  es  eminentemente  carita- 
tiva; pero  justamente  las  más  activas,  las 
más  ampliamente  generosas,  aquellas  que, 
como  la  heroína  de  Caldos,  «han  bajado  a  los 
infiernos»,  palpando  la  verdadera  miseria  y 
todo  el  horror  de  la  injusticia  social,  ven  cla- 
ramente hoy.  que  no  basta  el  socorro  opor- 
tuno, por  más  que  éste  se  multiplique;  com- 
prenden que  es  menester  votar  leyes  que  am- 
paren a  la  mujer  y  al  niño,  para  que  no  sean 
explotados  por  la  rapacidad  implacable  de 
los  egoístas;  a  las  mujeres  corresponde  ahora 
—  y  no  lo  he  inventado  yo,  amigas  mías  — 
tener  «  el  patriotismo  y  el  valor  de  intentar 
lo  que  los  hombres  no  han  sabido  hacer. . .» 
y  por  eso  deberán  influir  con  ánimo  ecuáni- 
me y  sereno  para  mejorar  su  propio  destino: 
«somos  la  mayoría  dentro  de  ia  humanidad»... 
Bien  lo  saben  los  hombres,  y  muchos  han  de 
temer  ciertas  represalias.  En  caso  de  votar 
nosotras,  no  se  volvería  ni  a  mentar  siquiera 
aquella  tan  famosa  «Ley  del  Embudo». . . 

Pero,  tal  vez  se  les  ocurre  a  ustedes  obser- 
varme; «Esas  son  sus  teorías.  Duende  amiga, 
y  sí  no  faltan  en  nuestra  sociedad  elementos 
liberales,  predomina  siempre  entre  nosotras, 
las  mismas  interesadas,  la  opinión  conserva- 
dora, con  todos  sus  prejuicios. .  .*> 

También  lo  creía  yo,  lectoras  mías,  y  sin 
embargo,  he  comprobado,  gratamente  sor- 
prendida, que  vibra  latente,  en  los  más  dis- 
tantes círculos  de  nuestra  sociedad,  el  anhelo 
de  que  sea  solucionado  cuanto  antes,  en  la 
Argentina,  el  problema  mundial:  el  sufragio 
de  la  mujer.  .  . 

En  toda  agrupación  femenina,  aun  en  las 
que  han  sido  clasificadas  hasta  hoy  como 
fieles  mantenedoras  de  ideas  conservadoras, 
y  donde  se  escucha  también  la  autorizada 
opinión  de  las  matronas  que  supieron  ser 
dignas  colaboradoras  de  la  obra  de  los  hom- 
bres de  estado  más  eminentes  del  país;  entre 
las  figuras  más  respetables  y  representativas 
de  la  sociedad  porteña,  han  de  recoger  uste- 
des la  misma  unánime  opinión: 

Debemos  ser  electoras;  esperamos  ser  ele- 
gidas. . . 


La  Dama  Duende. 


( 1 )  G.  Martínez  Sierra. 


—  T=>LS^^^B'    X    1_T"I^  >X— 


HonimiBoi  nuastras  pigiios  con  un  frag- 
ranté d>  la  priiBoraia  novela  Vncida  pu- 
Mkaiht  racianMinente  an  Lima.  Su  autora, 
la  aiBoríta  An(élica  Patina,  que  se  es- 
cada  tras  al  aaudónimo  Manantía,  hija 
dal  lauraado  poeta  peruano,  don  Ricardo 
Moa.  ha  doñostra^o  ser  una  escritora  ga- 
iam  y  profunda  al  mismo  tiempo.  El  fondo 
de  la  iwveia  a  que  nos  referimos,  entrafta 
una  attadón,  por  la  que  tenemos  mucho 
que  hidiar  aun  las  mujerat  sudamericanas, 
«anotando  mjuKica.  que  el  tiempo  se  en- 
caifari  de  naoer  desaparecer,  a  medida  que 
vayamos  ganando  terreno  en  las  actividades 
de  la  ludia  por  la  existencia.  La  mujer  agre- 
ga iniritfls  y  «Dcantas  a  su  persona,  valién- 
dose de  su  talento  y  su  saber,  para  bastarse 
a  ai  miamt:  lin  qtie  asta  situación  pueda  in- 
fluir para  haoer  desmerecer  el  idealismo  espi- 
ritual que  repraaema  e)  problema  del  amcr. 
La  mular  d^  ser,  como  dijo  el  poeta,  unti- 
mdiptt  y  lut  com  p*Hsamitmto. 


Para  Flommcia 

Lima,  tu  Jr  nv.itmi-ft   ílr  Jyjí J. 

•Fara  Florencia»,  asi  me  decía  nuestra  po- 
btadta  Nelly  cuando  yo.  temercsa  de  que  se 
fatigase,  le  preguntaba: 

—  iQaé  tanto  escribes,  nifta? 

—  Es  para  Florencia,  —  me  contestaba 
con  su  pUda  sonrisa  de  los  últimos  tiempos. 
—  Pna  Florencia  o  para  el  fuego;  pero  si 
alguien  Uega  a  leerlas,  sólo  debe  ser  ella. 

CumpUoido  su  dMSO.  le  envío  hoy.  por 
seguro  conducto.  los  papeles  que  te  desti- 
naba. He  agregado  a  ellos  el  que  te  escribía 
cuando  un  golpe  de  tos.  seguido  de  una  in- 
contenible hemorragia  ( ;cuánta  sangre.  Dios 
mió.  en  ese  i..leliz  cuerpo!),  la  dejó  sin  vida 
entre  mis  brazcs.  Solas  estábamos  las  dos  en 
la  tiistexa  da  un  pobre  lugarejo  de  la  sierra, 
y  de  tal  modo  me  habían  apegado  a  ella  el 
aislaroiento  y  la  pena,  que  creí  que  era  una 
hija  la  que  se  me  moría. 

h4o  tengo  inimos  para  trasladar  tantas 
anargiuas  a  esta  caru.  Si  algún  día  regresas. 
goómo  me  consolará  hablar  contigo,  que  tan- 
to la  quisiste,  de  ella,  que  tanto  te  quiso! 
Eosefia  a  tus  hijos  a  recordarla  en  sus  ora- 
donas  inocentes  y  tú  no  olvides  a  tu  vieja 
amiga. 

Crimanesa  Cateto  dt  Paredes. 


29  ée  junio.  —  Cuando  te  conté.  Florencia 
mía.  la  traidón  de  Javier,  mi  acerbo  desen- 
canto y  la  carta  brevísima  en  que,  sin  un 
reproche,  le  devohfía  su  libertad,  exigiéndo- 
le, en  cambio,  sólo  olvido  y  paz,  te  asegu- 
raba que  esa  larguísima  epístola  era,  a  la 
vez,  resumen  y-  punto  final  de  mi  triste 
novela  amorosa,  y  que  no  volvería  a  ocu- 
parme de  ella.  Sin  embargo,  como  sólo 
contigo  puedo  hablar  con  entero  abandona 
y  tengo  tanu,  unta  necesidad  de  expan- 
sión, quebranto  hoy  ese  propósito,  pero 
sólo  a  media:,  para  satisfacer  en  algo  a  mi 
orgullo,  a  ese  orgullo  que  tanto  me  enrostran 
ahon  y  que  me  hizo  prometerte  y  prome- 
tarme  silendo.  presdndencia,  cuando,  por 
mucho  que  me  avergüence  el  confesarlo,  no 
pude  callar  ni  prescindir.  El  medio  que  he 
hallado  para  transigir  con  las  dos  fuerzas 
opuestas  que  en  mi  batallan,  el  amor  y  el 
orgullo,  es  pueril,  muy  pueril,  y,  quizás  por 
eso.  consolador. 


^^ENCID/V 


Te  escribo,  pero  no  te  envío  las  cartas 
aún:  quizás  no  te  las  mande  nunca:  quizás 
algún  día  las  leeremos  juntas  y  lloraremos 
sobre  ellas. . .  o  nos  reiremos,  según  la  mueca 
que  la  vida  haya  dejado  en  nuestros  labios 
cansados,  sea  de  tristeza  o  de  burla.  ¡Quién 
sabe!  He  sufrido  un  trastorno  tan  grande  en 
mi  vida,  en  mis  creencias,  en  mis  sentimien- 
tos, en  todo  mi  ser.  que  ya  nada  me  parece 
imposible  ni  inaudito.  Vendrían  a  contarme 
el  hecho  más  ilógico  y  absurdo,  y  lo  creería; 
me  referirían  el  hecho  más  sencillo  y  natural 
y  lo  pondría  en  duda.  Nada  es  como  era,  co- 
mo yo  pensaba;  todo  está  alterado  e  inver- 
tido: la  existencia  es  un  perpetuo  engaño  y 
un  error  continuo;  no  hay  otra  manera  de 
pasarlo  regularmente  quj  la  indiferencia  ab- 
soluta; y  aun  asi,  ¡chi  lo  sa!  Esta  frase  italia- 
na me  martillea  continuamente  el  cerebro  y 
su  ambigüedad  misteriosa  es  el  fiel  reflejo 
de  mi  espíritu.  Las  cosas  vulgares  y  las  ele- 
vadas, las  materiales  y  las  abstractas,  me 
inspiran  el  mismo  comentario;  ¡chi  lo  sa! 
Por  ahora  sólo  sé  que  me  alivia  y  me  com- 
place escribir  estas  líneas  incoherentes  y 
confusas.  ¿Llegarán  a  verlas  tus  ojos?  ¡Chi 
lo  sa!. .. 

Entretanto,  el  mucho  divagar  me  ha  dado 
sueRo.  ¿Lo  ves?  Duermo,  como,  hablo,  me 
visto,  me  peino,  exactamente  como  antes, 
como  si  nada  me  hubiese  sucedido.  ¿Es  que 
no  estaba  enamorada  de  Javier,  ciega,  loca- 
mente, concentrando  en  él  mis  ilusiones,  mis 
anhelos,  mi  orgullo,  mi  alma  entera?  ¡C'-'i  lo 
sa! . . .  ;Ay!  ¡Yo  si  lo  sé! 


Junio  30.  —  Es  admirable  la  multiplici- 
dad, la  riqueza  y  la  percepción  exquisita  de 
nuestras  facultades  para  no  perder  uno  solo 
de  los  leves  matices,  algunas  de  las  infinitas 
gradaciones  del  sufrimiento.  Cuando  hemos 
recibido  uno  de  esos  duros  golpes  que  atur- 
den y  anonadan,  creemos,  en  nuestra  sed  de 
es[>eranza  y  consuelo,  que  esa  misma  rudeza 
nos   insensibilizará   para   valorizaciones   de 


^4./X^sí  c>  JNJ    p  o 


AL   DOCTOS  OSCAK    UOHTES 

Ante  la  reja  que  drcunda  el  jardín,  el  pro- 
faaor  presenta,  a  sus  alumnos,  las  pensio- 
nistar 

•  Ea>  que  dlle  parduzca  túnica  con  rom- 
bos de  oro  y  hace  oír  el  roce  de  la  cola,  es 
Tais,  víbora  de  cascabd.  crolalus  terrifi- 
tus. . .  como  la  cortesana  de  Alejandría  y 
tantas  otras. .. 

<  Esta  pequefia.  con  malla  roja,  sangrien- 
ta, y  anillos  negros,  que  lleva  fúnebre  tiara 
sobre  los  diminutos  ojos  y  se  desliza  bajo 
los  arbustos,  es  Lady  Macbeth;  pertenece  al 
féoaro  elaps  y  es  larga  su  parentela  entre 
las  mujeres  ambidosas  y  las  víboras  de 
oorall . . . 

•  Aqudla.  de  pupilas  elípticas,  fasdnado- 
ras.  cuyo  traje  obscuro  arrastra  corazones  de 
baraja  y  alarga  d  cudlo  para  observarnos, 
es  Manon. 

Lafutüs  alUnuUus  para  la  dencia  es  la 
yarari  dd  indígena. 

I  Pérfida,  ostenta  en  la  cabeza  una  cruz, 
un  ancla  o  una  espuda. . .  ¡Guay  del  in- 
cauto! ¡Cuántos  Des  Crieux  que  la  esperan- 
za enceguedera.  sólo  hallaron  tras  ella  cruel 
ntartiriot 

•  Desconfiad  de  Manon,  mata  o . . .  inmu- 


niza »  —  agregó  el  anciano,  y  alejóse 
del  serpentario  hacia  el  Instituto 
cuya  divisa  es:  Ciencia:  humanilati 
et  patria. 

—  lj¡quesis.  ■ .  • —  murmuró  uno 
de  los  oyentes,  evocando  a  la  de- 
vanadora de  los  destino.s,  a  la  parca 
que  desgarrara  su  alma  juvenil,  a 
la  deidad  que  viera,  en  sueños, 
triste  y  pensativa  como  la  del  pin- 
cel de  Buonarotti. . . 

¡Ah,  cuan  lejos  está  Manon  de 
la  insidiosa  maraña  de  la  selva  tro- 
pical! 

Nunca  más  acechará  entre  lianas 
la  presa  codiciada  ni  oirá  la  música 
extraña  de  los  hombres  ni  el  mis- 
terioso susurro  de  los  ubapoíjs.  tim- 
bóes y  urundays. 

Nunca  más  bajo  ios  laureles  ve- 
rá gesticular  al  indio  que  la  teme 
y  venera,  ni  aspirará  el  perfume  de 
indensos  y  azahares . . . 


En    la   celda   som- 
bría,   insulso    manjar 


menor  cuantía.  ¡Ni  siquiera  eso!  Abierta  y 
sangrando  la  honda  herida  de  la  puñalada 
trapera,  no  nos  pasa  inadvertido  el  escozor 
de  los  arañazos.  ¡Y  cuántos  de  estos  raspu- 
ños  envenenados  recibe  tu  pobre  Nelly! 

Compasiones  humillantes,  curiosidades  in- 
disoretas.  consideraciones  sobre  la  vanidad 
juvenil  que  cree  no  necesitar  las  lecciones  de 
la  experiencia,  aspavientos  sobre  el  tupido 
velo  con  que  el  amor  y  la  inocencia  ocultan 
lo  que  los  ojos  indiferentes  ven  con  claridad 
meridiana,  nada  se  me  escatima;  cada  ami- 
ga, cada  persona  que  se  me  acerca  vierte  su 
gotita  de  almibarada  ponzoña  en  este  cáliz 
siempre  colmado. 

Quizás  soy  injusta  y  exagerada  al  medir  a 
todas  con  la  misma  vara;  quizás  en  algunas 
la  intención  es  buena  y  sincero  el  deseo  de 
curar  la  llaga,  pero  carece  de  finura  en  el 
tacto  y  sólo  logra  enconarla,  y  obligada  a 
fingir  o  a  lastimar  por  el  celo  inoportuno  de 
las  más  o  la  malévola  impertinencia  de  las 
otras,  me  voy  volviendo  falsa  y  agria. 

Sin  embargo,  hoy  he  tenido  un  momento 
de  alivio  y  de  franqueza.  Vino  a  verme  Elvira 
Carees,  que  desde  antes  de  llegar  a  Lima, 
sabía  ya  la  historia  con  todos  los  detalles 
ciertos  y  falsos  que  corren  en  boca  de  la  gen- 
te. Estaba  yo  sola  cuando  ella  entró;  yo.  te 
lo  confieso,  mi  primera  impresión  fué  de  dis- 
gusto al  pensar  que  debía  representar  una 
nueva  escena  de  la  ingrata  comedia:  pero 
mis  ojos  secos  y  hostiles  vieron  brillar  en  los 
suyos  tan  sinceras  lágrimas,  que,  sorprendi- 
da y  emocionada  por  tan  rica  y  generosa 
sensibilidad,  dejé  a  mi  orgullosa  reserva  des- 
hacerse en  llanto  refrigerador.  Después  ha- 
blamos, hablamos  mucho.  Nuestra  conver- 
sación me  causó  nueva  sorpresa.  Elvira  no 
condena  inapelablemente  a  Javier. 


Julio  4.  —  He  pasado  varios  días  sin  to- 
mar la  pluma  para  hacerte  mis  tristes  con- 
fidencias, porque  me  he  sentido  tan  cansada. 


Florencia  mía,  que  aun  de  ese  pequeño  'rs- 
fuerzo  me  he  encontrado  incapaz.  No  sabe 
Elvira  el  daño  que  inocentemente  me  hace. 
Ya  estaba  yo  aprendiendo  a  vivir  en  un  de- 
sierto moral,  sin  oasis,  pero  sin  tempestades, 
y  ella,  con  el  candido  optimismo  de  quien 
desconoce  el  dolor,  se  empeña  en  mostrar- 
me espejismos  engañosos  de  felicidad.  No 
comprende  que  no  puedo  tener  fe.  que  aun- 
que quisiera  tenerla,  no  lo  lograría,  porque 
la  fe  no  deoende  de  la  voluntad. 

Hoy  me  llevó  a  su  casa  y  entre  Pepe  y 
ella  se  propusieron  convencerme,  buscando 
atenuantes  a  la  conducta  de  Javier,  obli- 
gándome a  leer  unas  cartas  en  que  le  entona 
a  su  amigo  el  mt'a  culpa,  y  sacando  a  relucir, 
como  último  argumento,  el  regreso  de  mi 
rival  a  su  tierra. 

—  ¡Velas  y  buen  viento!  —  fué  mi  res- 
puesta. Acabaron  por  enojarse  ccnmigo.  por 
motejarme  de  rencorosa,  de  seca,  de  fría  y 
no  sé  cuántas  lindezas  más.  Yo  les  dejaba 
hablar  sin  ganas  de  defenderme,  importán- 
dome poco  que  atribuyeran  a  orgullo  lo  que 
es  sólo  enervamiento  e  impotencia  para  ex- 
presar lo  que  pasa  en  mí.  No  son  mi  amor 
burlado  y  mi  dignidad  ofendida  lo  que  me 
imponen  esta  conducta,  no:  el  amor  perdona 
siempre  y  la  dignidad  no  se  degrada  pe  ello... 
No  e,<:  tampoco  que  mi  cariño  haya  desapa- 
recido, como  los  fantasmas  nocturnos  cuan- 
do raya  la  aurora,  ante  la  cruda  luz  del  des- 
engaño; eso  está  bueno  para  heroínas  de  no- 
vela; en  la  realidad  se  necesitan  muchos  años 
para  poder  borrar  un  amor  verdadero,  si  es 
que  se  llega  a  borrarlo...  Es  que  ya  no 
puedo  creer  ni  esperar  en  Javier,  no  puedo; 
¿qué  quieres  que  haga?  Con  la  mejor  volun- 
tad, con  el  mayor  esfuerzo  humano,  me  seria 
imposible.  Es  algo  más  fuerte  que  yo  y  más 
fuerte  que  este  amor  no  extinguido,  tormen- 
to de  mi  vida;  más  fuerte  que  el  amor,  la  des- 
confianza. Yo,  con  la  falsía  de  Javier,  he 
llegado  a  ver  claro  lo  que  siempre  percibí 
vagamente,  a  través  de  mi  afán  de  ideali- 
zarlo: su  moral  inconsciente,  su  vanidoso 
egoísmo,  su  falta  de  energía  para  resistir  a  la 
tentación  o  a  la  conveniencia.  Es  de  esos 
hombres  que  de  la  infancia  sólo  pierden  la 
ingenuidad  y  sencillez,  pero  que,  por  la  in- 
quietud del  espíritu  y  la  debilidad  del  ca- 
rácter, son  niños  eternos,  propensos  a  caer 
en  falta  con  frecuencia,  necesitados  de  per- 
dón continuamente. 

Dicen  los  que  pretenden  conocernos  que 
los  seres  así  son  los  predilectos  de  las  muje- 
res, porque  les  dan  ocasión  de  verter  sobre 
ellos  todos  los  tesoros  de  abnegación,  bene- 
volencia y  consuelo  de  sus  almas  eminente- 
mente maternales  y  de  satisfacer  su  necesi- 
dad de  sacrificio,  pues  está  visto  que  para 
los  hombres  es  una  verdad  inconcusa  y  muy 
cómoda  eso  de  que  las  mujeres  necesitamos 
sacrificarnos. 

¡Ya  se  encargan  ellos  de  complacernos! 


Julio  fi.  —  Por  sangrienta  buna  de  la 
suerte,  ahora  que  sólo  anhelo  tranquilidad, 
quietud,  vivo  en  constante  agitación.  En 
primer  lugar  mis  lecciones,  mucho  más  nu- 
merosas de  lo  que  yo  quisiera,  siendo  tan 
modestas  mis  necesidades,  cuando  no  estoy 
en  ánimos  de  paseos  ni  adornes;  mas  por  lo 
mismo  que  no  lo  deseo  me  llueven  discípu- 
las.  Las  mamas  dicen  que  aprovechan  mu- 
cho conmigo.  ¡Así  pudiera  yo  aprovechar  las 
duras  lecciones  de  la  vida! 


E  M  M  yV      D  y\.  V^ 


es  la  rata  blanca  o  el  cobayo,  irri- 
tante olor  el  del  antiséptico,  infame 
ultraje  la  presión  del  lazo  que  la 
inmoviliza  y  deja  impotenta  en  la 
diestra  del  operador... 

¡Ah,  si  lograra  asir  la  mano  au- 
daz que  debajo  de  los  garfios  pon- 
zoñosos coloca  un  vidrio  de  reloj! 

El  cautiverio  acrecienta  su  ira  y 
Manon  aguarda. . . 


"  Hoy  le  extraeré  el  veneno »  — 
dice  el  iefe  del  laboratorio,  mien- 
tras sujeta  con  dedos  tenaces  la  ca- 
beza triangular  del  ofidio. 

Necesita  pinzas  y  al  indicar  con 
inconsciente  ademán  dónde  se  ha- 
llan, extiende  la  izquierda...  y 
brusco  como  resorte  distendido, 
muerde  el  reptil  la  carne  apete- 
cida... 

Presto  arranca  el  médico  la  ma- 
no a  la  boca  viperina,  mas  ya  la 
rebelde    inoculó    tóxi- 
co fatal . . . 

Al  estupor  del  pri- 
mer   momento,    sigue 


la  voz  de  alarma  de  colegas  y  discípu- 
los.. . 

Entra  el  maestro  y  palidece,  la  victima 
sonríe  y  muestra  el  pulgar  con  los  orificios 
que  Manon  dejara. .  .  <'0  mata  o  inmuniza, 
¿verdad?» 

El  profesor  no  responde  y  sin  vacilar  pre- 
para la  inyección  de  suero  antibatrópico. . . 

El  edema  cunde,  el  dolor  se  intensifica  y 
las  horas  de  angustia  de  aquella  noche, 
¡cuántos  las  recuerdan! 

¿Arrebatará  la  ciencia  esa  existencia  útil 
y  abnegada  a  la  insensible  parca  del  destino? 


Manon  vive  tranquila,  nadie  se  arriesga  a 
molestarla,  pero  el  médico  vuelve  y  los  ex- 
perimentos continúan. 

El  veneno  es  arma  de  dos  filos,  da  la  muer- 
te o  devuelve  la  vida.  Nada  detiene  a  la 
ciencia  en  sus  investigaciones  y  quizá  en  día 
no  lejano  consiga  preparar  antitóxicos  nara 
muchos  males,  vicios,  pasiones  mórbidas, 
ambiciones  locas... 

La  humanidad  será  más  sana,  equilibrada 
y  perfecta;  pero. . .  ¿será  igualmente  intere- 
sante? ¿No  extrañará  a  Manon,  Tais  y 
Macbeth? 


—  V^^TS^^^ 


)i?t:a. 


POTO 
V/^N     R.IE-L 


L  A     S 


DIBUJO    DE    LARCO. 


/A       I       L 


N    O    C    H    t  S 


Y 


U    N   A 


N    O    C    H    e 


Túete»  la  e«e«na^§iaWzci<U,(lelaeiiceiuli(kfciii<ajía^ 
Tú  i>eiae>Mtf  U/ ilanoae/ euaiuJo  W  ;iie%3r /e  nof  van. 
Y\«*  iáeuio  ha  lesewUí^iumvíIIoíaí  de  poe^ía^ 
WAor  lieméíicot  9»e  ¿Jai^  las  viejaf  locie»  Jel  ¿l¿ii. 

Soneel  Kullido  lecko  pet«a.eiiqae  oonfundeue  eojine* 
S«leorl»ocaJo»^i|  se  e»pc«gd,íbi£\eOT  vik^l  almcJiaiiáii^ 
Oíaido  Id  ái^  leKa  dormido ')1i&volá¿o  de  lar  iRieslnE» 
Haió,  Isf  fUiíiai  ds  AUk^eléiáiule^Ia  JaIamadeUopaeúm... 


POR.        ANOMTIEL      B/\LLe/T&RO. 

fb-p  «obre  elTi^m^eti  las  7ioe!ies^m<^icas  fa7i<asTiu3¿opidí' 
LdJ  comúwag  con  tiacWeí  lacjid  un  exdi'ico  iardÍTi . . . 
fra  lampam  de  AlddlTUD^ pon/a  a  /odas  ¡as  iaTiilásíaj... 
el  cdlallo  cual  CiavileTío^  ij  el  piimo  loeo  del  festín ! ... 


Tú  íe  srredaiat^DoiaájaaÁa.  taKríedanáXÍe  fiero  jcMeí.. 
taáiilffiknovifcaaniówcalavoz  flexille  ii  niníisal : 


SmQeii  •palaciof  a  un.  conjupo  ¡olí  siibtío  ingenuo  ij  ofieu^l! 
Pecina  vopíoí  ijlejendaí  el  buen  Wlepo  eliarUlí^dTi, ., 
Pfeíaidu  ppineeJas  misfefiosas  eufraudoalíálaTno  nupcial 
A  al^n  TOuiCTo  TRiseraole  ¡fie  eome  leijes  del  CopaTi. 


CTi.zaiieí<aavo»ecwofreTiJas.^l)el¡of  ¿uen?ei?os  coieseujos.,. 

ni "  r"7  '  I  "d — JTt i'^a "/ 7  7"/^:       Yíol>pe  uiifoTido  de  palmepas^lieelias  de  Wee  aluz 3e  sol^ 

Uk  abrteado  Ifej  de¿  lientpo!,  .Uí  namie  lafeifona  fiel    Pata  el  eorfejo  de  uta  reina  yie  ¿uardan  den  Tieéws  dejaui» 
teAh.Batarjc>e*c«allnA,5«fe»WaK5t«iiDl™loi(§nal..    Lllfi?CTioej¿oro,Ml<aiiUzaji|ifieml)liazulelqui4sol.     ~ 

La»  pemiadas  islas  taiuj  que  amJla  un  Iravo  inar  leja.!»^ 
Lo  TOodiéwjo  délas  épu4s  de  puer^s  de  élano  ij  marfií . 
Lof  hianeof  haiwiaTide  akoas/po^que  euidaimalbjeiqi»? anciano. 
I  -a.  (juiíifaeseiife  amor  ^ue  es  eane  ij  es  alma  Kinca  ij  su^il . 


Dm^  deffilat  caiiáioraj,mií»icaj^é^iwi»,l)ailañiMi .. 
Ata^eí  poe4^iaoe  n»  eJo^o  al  sabio  ^poe  en  j»  eaivziMi. .. 
Fbf^loí  dener¿3r-6ieóoiíOto-Nait  eaiavanas  pereérótas : 
Ho«lre*,ea«eJIoi-»ileii¿osoí^<»«o  loa  ftü^ica.  vásión.. 


Las  finas  tías  Jof4jidoy^impalpallGí-eual  U  mirada 
De  Id  luna -papa  envolver  una  divina  desnudez . 
Las  pedpepúí  léueseenfes  i|  ¡as  joijas^SeliaWzada, 
Gmijueel&iiirdeloí  Geijenfes  deslumlTaemnaénaesplendide?! 

Damaseo^fl  Caipo  ij  faWosa  Baédad^k anfiéua  ij  sin T¿ual... 
lIíoco  jleuo  de  piquezas^donde  discurre  el  mepeader. 
Ol^refmaJo  eneanfo  deAsia^fpíunfdTidD  entíilo  sensual 
Con  suavidaaoí  de  eapieia  ij  leve  aioma  de  muiep] 

Te  da  el  mofivo  k  -pesúje  da  la  músiea  el  amoi?^ 
A  SI  enean/as  la  serpienife-  de  nuesfros  sueñbí  que  se  van . . . 
MienÍTOS  k  mueWe  ronda  Aenes  cjue  disítaep  a-^  séñsv 
Y  van  podando  ks  caducas  ij  lap¿as  noeliej  del  Sal/au  I 

ijuey/ro  eausaneia  nues/io  ¿-dioses  k  serpienlb  venenosa^ 
Ytók  aduerraeí^&lalirazada^eon^  fecundo  iina¿inap.^ 
nos  das  TU  vino  ij  noí  deslojas  en  sus  pulies  UTia  poía^ 
Lk-nas  de  azul  es4  poema  de  nuesíta  vida  ■¿in  vul^ap  ! 


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Los 


también 


niños 

tienen  sus  afecciones  nerviosas;  también  con  frecuencia  sufren 
desgastes  extraordinarios,  que  es  necesario  reponer  rápidamente, 
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de  6  meses  hasta  i  \  año.  Los 
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lor o  por  baja  que  .sea  la 
temperatura,  toda  ])cr.s(i- 
na  que  use  AERTEX  t"c- 
lular,  como  ru|)a  interior, 
se  sentirá  cómíxia  y  con- 
fortable, disfrutando  su 
cuerpo  de  una  tempera- 
tura media.  I'"l  secreto  es 
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lular, equivale  a  vestir  un 
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infinidad  de  celdillas  de 
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L     A 


FUENTE 


D    E 


En  la  cima  del  Horeb,  mon- 
taña que  pertenece  al  macizo 
del  Sinai,  enseñan  los  «cicero- 
ni'>  indígenas  una  enorme  roca 
asegurando  que  es  la  misma 
que  Moisés  convirtió  en  fuente 
mediante  un  golpe  de  su  va- 
rita mágica. 

La  situación  de  la  peña  no 
está  muy  conforme  con  el  re- 
lato bíblico.  Para  creer  que 
aquello  es  la  fuente  milagrosa 
se  necesita  reñir  con  el  texto 
sagrado  o  enmendarle.  La 
fuente  debía  hallarse  dos  jor- 
nadas de  camino  antes  del 
Horeb:  pero  preciso  resulta 
confesar  que  en  todos  los  alre- 
dedores no  hay  una  roca  tan 
digna  de  un  sol  tan  hermoso. 

La  piedra  que  cristianos, 
hebreos  y  árabes  se  hallan  con- 
textes  en  señalar  como  la  au- 
téntica fuente  del  ingenioso 
conductor  de  los  israelitas, 
tiene  una  majestad  inanimada 
y  una  belleza  que  ninguna  otra 
puede  igualar.  De  arriba  a 
abajo  la  engalana  una  veta  de 
pórfido  gris  y  verdoso  donde 
hay  diez  aberturas  que  corres- 
pondían a  otros  tantos  chorros 
de  agua  cristalina  y  pura. 

Ahora  la  fuente  ha  vuelto  a 
convertirse  en  piedra  seca:  ya 
no  canta  la  linfa  su  canción  de 
prodigio  y  bienestar. 

Hace  miles  de  años,  el  pue- 
blo hebreo  iba  en  busca  de  la 
tierra  prometida.  Su  jefe  había 
sabido  liberarlo  de  la  esclavi- 


MOISÉS 


tud  y  cotidianamente  lograba 
reanimar  la  fe  en  e!  destino. 
El  desierto  y  la  montaña  ári- 
da eran  terribles  obstáculos 
para  aquellas  tribus  habitua- 
das a  la  vida  de  la  ciudad 
egipcia.  Cualquier  incidente  de 
aquella  emigración  imprevista 
se  convertían  en  una  amenaza 
mortal.  Sólo  la  fe,  una  fe  ar- 
diente en  el  pastor,  era  capaz 
de  salvar  tantos  peligros.  Y 
llegó  el  más  angustioso;  la  fal- 
ta de  agua  que  iba  a  terminar 
con  el  pueblo  elegido.  Moisés, 
el  genio  que  supo  comprar  en 
el  maná  en  los  almacenes  ce- 
lestes, la  ley  en  los  archivos 
del  Sinai,  tocó  con  su  vara  de 
pastor  una  roca  enjuta,  y.  al 
punto,  el  agua  corrió  a  rauda- 
les salvando  de  la  muerte  a  los 
emigrantes. 

¿Fué  aquí,  fué  antes?  Qué 
importa.  Cristianos,  islamitas, 
hebreos  están  conformes  en 
asegurar  que  esta  roca  es  la 
piedra  milagrosa. 

La  piedra  del  Horeb  es  un 
altar  común  de  religiones  ene- 
migas, un  ara  sobre  la  cual  se 
dan  la  mano  y  rezan  hombres 
de  razas  distintas. 

Por  tal  virtud,  merece  que 
continúe  usufructuando  el  tí- 
tulo de  fuente  de  Moisés,  por 
más  que  de  fuente  tenga  muy 
poco  y  de  Moisés  menos.  La 
verdad  histórica  no  vale  nada 
junto  a  otras  cosas  dignas  de 
respeto. 


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LA     CAPILLA     DE    SANTA     CATALINA,     EN    EL    SINAÍ 


Una  reliquia  de  la  piedad  ardiente  de 
los  primeros  cristianos  que  en  las  tierras 
bíblicas  adoraron  a  Jesús,  es  esta  capilla 
de  Santa  Catalina.  Fué  edificada  por  los 
solitarios  durante  la  cuarta  centuria  de 
nuestra  era.  en  la  cima  de  una  altura  que 
bautizaron  con  el  nombre  de  Djebel 
Katerim. 

El  Djebel  Katerim  tiene  2.650  metros 
de  altura,  siendo  uno  de  los  montes 
mis  importantes  del  Sinai. 

No  presenta  el  pequeño  edificio  nin- 
gún atractivo  arquitectónico;  en  cual- 
quier pueblecito  provinciano  hay  capi- 
llas más  artísticas. 

Sin  embargo,  esta  casita  de  Jesús  edi- 
ficada entre  abruptas  rocas  con  peñascos 
sin  pulimento,  da  una  impresión  inol- 
vidable de  belleza. 

«  La  capilla  de  Santa  Catalina  —  dica 
un  célebre  misionero  católico  —  es  tal 
vez  la  mis  pura  morada  del  Salvador. 
Cuando  se  examina  su  historia,  vemos 
que  aquella  choza  ha  sido  edificada  por 
manos  que  dejaban  de  unirse  en  oraciór. 
para  amontonar  las  piedras.  Y  recorda- 
mos que  las  catedrales  fueron  hechas  por 
obreros  impíos,  grandes  en  el  arte  y  pe- 
queños en  la  fe.  Antes  de  cobijar  la  pie- 
dad de  los  fieles,  cuando  se  batían  los 
muros,  los  espíritus  satánicos  se  conju- 
raban en  contra  de  la  Iglesia.  Los  mons- 
truos con  que  están  adornadas  las  re- 
pisas de  las  torres,  son  caricaturas  de 
cardenales,  obispos  y  sacerdotes  admi- 
rables: en  cualquier  sitio  de  los  muros 
existen  letreros  irreverentes  y  signos 
masónicos.  Decir  que  de  este  modo  se 
prueba  el  poder  de  la  fe  que  hasta  apro- 
vecha el  trabajo  de  sus  enemigos,  re- 
sulta un  consuelo  discutible.  Yo  hubiera 
preferido  que  las  basílicas  fuesen  fruto 
de  los  afanes  de  arquitectos,  capataces, 
albañiles  y  canteros  cristiinos.  devotos, 
como  los  solitarios  edificadores  de  la 
capillita.  • 


MAI^LE 


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ANO   IV. 


BUENOS  AIRES    ABRIL   DE    1919. 


NUM.  36. 


/A.J^N\^ZL    >\AYOL 


Consolidada  su  obra,  el  fundador  y  director  de  Plvs 
Vltra  ha  marchado  a  la  madre  patria  en  busca  de  reposo. 

Manuel  Mayol  es  uno  de  los  prohombres  del  periodis- 
mo gráfico  argentino.  Este  título,  que  le  reconocen 
unánimemente  propios  y  extraños,  lo  conquistó  en  buena 
y  laboriosa  lid.  Amablemente  enérgico,  cortés  y  tenaz, 
Mayol  ordena  sin  arrebatos  como  quien  pide  un  favor, 
nobleza  que  obliga  a  la  obediencia.  Nunca  tuvo  esos 
momentos  de  iracundia  que  calman  los  nervios  excita- 
dos de  los  organizadores.  Por  eso,  su  larga  labor  coti- 
diana, necesitaba  descanso. 

Conocidos  y  elogiados  son  sus  dibujos  y  lienzos.  Lo 
que  pocos  conocen  es  la  parte  que  su  ágil  espíritu,  su 
buen  gusto  y  su  rápida  iniciativa  puso  en  los   trabajos 


ajenos.  Más  bien  que  director  era  un  amigo  capaz  de 
aconsejar,  un  maestro  ducho  en  sugerir  bellas  inspi- 
raciones. 

En  cuestiones  literarias  nunca  regateó  elogios  a  sus 
colaboradores,  pues  no  sabe  ni  quiere  fingirse  descon- 
tentadizo, ya  que  conoce  por  propia  experiencia  las  lu- 
chas con  la  pluma.  "Antonio  Cañamaqué»,  ese  humorista 
seudónimo  de  graciosa  observación,  puede  atestiguarlo. 

Manuel  Mayol,  después  de  conseguir  su  segunda  vic- 
toria periodística,  regresó  a  su  patria,  donde  le  aguardan 
los  alegres  y  saludables  ocios  que  le  deseamos. 

La  dirección  de  Plvs  Vltra  y  la  artística  de  Caras 
Y  Caretas  quedan  a  cargo  de  nuestro  querido  compa- 
ñero Juan  Alonso. 


ptvr~ 

\TrRA 


VA 


m 


v.l.^ 


■  Obras -Artí5tica5  ^^Teaplo^^^  Pilar^ 


A  pequeña  iglesia  de  la  Recoleta,  con  su 
fachada  sencilla,  su  esbelta  torre  y  su 
bello  campanario  barroco,  habia  desper- 
tado siempre  nuestra  curiosidad.  Estaba 
menos  remozada  que  las  otras  iglesias. 
Tenía  más  carácter.  Un  día,  al  pasar 
frente  a  ella,  nos  dijeron  que  su  historia 
era  una  historia  i.nteresante,  llena  de  evocaciones  y  re- 
cuerdos, y  que  en  su  interior  se  conservaban  algunas 
obras  de  extraordinario  mérito  artístiso,  del  tiempo  de 
la  fundación. 

Antes  de  visitarla,  quisimos  conocer  los  antecedentes 
históricos  que  pudieran  existir,  tanto  de  la  iglesia  como 
del  lugar  en  que  está  situada.  En  el  Archivo  General, 
se  encuentran  varios  legajos,  donde  consta  que  el  terreno 
es  el  mismo  que  figura  con  la  letra  G.  en  el  plano  de  la 
fundación  de  Buenos  Aires,  y  que  le  fué  adjudicado  al 
Alcalde  Ordinario.  Rodrigo  Ortiz  de  Zarate,  Teniente  de 
Gobernador  en  1583.  A  principios  del  siglo  xvii,  figura 
como  propietario  el  General  don  Francés  de  Beaumont  y 


Navarra,  en  cuya  escritura  de  venta  —  4  de 
agosto  de  1604  —  se  especifica  que  los  terrenos 
estaban  contiguos  a  la  chacra  del  fundador 
Juan  de  Garay. 

En  1660.  era  su  poseedor  Juan  de  Herrera  y 
Hurtado,  de  quien  los  heredó  su  hija  doña  Gre- 
goria.  desposada  con  el  Capitán  de  Caballos 
Corazas,  don  Fernando  de  Valdes  e  Inolán,  ¡os 
cuales,  en  22  de  septiembre 
de  1716,  hicieron  donación 
de  ellos  para  fundarla  igle- 
sia y  convento  de  la  Reco- 
leta. Antes,  o  sea,  el  28  de 
junio  del  mismo  año.  don 
Felipe  V  de  Borbón  había 
concedido  la  licencia  corres- 
pondiente por  Real  Cédula 
firmada  en  el  Pardo. 

El  zaragozano  don  Juan 
de  Narbona,  «mercader  tra- 


MAGNIFICA    ESCULTURA    DE    SAN    PE- 
DRO   ALCÁNTARA,    OBRA     DE    ALONSO 
CANO,  QUE  SE  CONSERVA   EN  EL  TEM- 
PLO    DEL    PILAR. 


FRONTAL  DE  PLATA,  ESTILO  BARROCO, 
QUE  ESTUVO  EN  EL  ALTAR  MAYOR 
HASTA     PRINCIPIOj     DEL    SIOLO     XIX. 


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ítI  t? 


LA  GRAN  CÓMODA  DE  LA  SACRISTÍA,  DES- 
TINADA PARA  GUARDAR  LOS  ORNAMENTOS 
SACERDOTALES.  EN  LOS  ENTREPAf50S  SE 
VEN  PEQUEÑAS  PINTURAS  SOBRE  CRISTAL, 
DE    ALGÚN    MÉRITO    ARTÍSTICO. 

tante»  y  vecino  de  Buenos  Aires, 
donó  a  su  vez  veinte  mil  pesos 
para  la  construcción  de  la  iglesia, 
que  fué  inaugurada  con  toda  solem- 
nidad el  12  de  octubre  de  1732, 
habiendo  sido  hecha  bajo  la  direc- 
ción de  los  padres  jesuítas  Bianqui 
y  Primoli,  constructor  este  último 
de  otros  templos  y  casas  religiosas. 
El  exterior  de  la  iglesia,  ha  su- 
frido pocas  transformaciones  desde 
su  inauguración,  presentando  to- 
davía la  forma  característica  del 
tiempo  en  que  fué  construido  el 
edificio.  A  la  izquierda  del  pórtico, 
hay  una  puerta  que  da  entrada  al 
viejo  claustro  del  convento,  con  te- 
cho de  bóvedas  aristadas  y  peque- 
ños ventanales  abiertos  en  el  muro 
blanco  del  jardín. 

Elevándose  sobre  la  fachada  sen- 
cilla, el  torreón  se  agudiza  hacia 
el  cielo  azul,  destacando  su  cúpula 
de  azulejos,  que  se  recorta  en  for- 
ma de  campana.  Pequeños  traga- 
luces se  abren  vigilantes  en  la  pa- 
red blanca  y  desnuda. 

Junto  al  muro  donde  se  levanta 
el  campanario  barroco,  hay  una  es- 
calerilla angular  que  conduce  al 
coro  de  la  iglesia,  que,  aunque  vie- 
jo y  desmantelado,  conserva  aún 
el  primitivo  órgano  de  la  fundación, 
considerado  en  su  tiempo  como  el 
mejor  de  cuantos  había  en  Buenos 
Aires.  Rodea  gran  parte  del  recinto 
■a  sillería  de  cedro,  bastante  bien 
trabajada,  con  relieves  y  delgadas 
columnas. 

Desde  el  balconete  del  coro,  se- 
vero y  espacioso,  descúbrese  todo 
el  interior  de  la  iglesia,  construida 
en  forma  de  cruz  con  capillas  dis- 


-ra^^^^Si.  ■ 


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RELICARIOS     Y     URNA,     CON      TÉRMINOS     DE     BRONCE 

LABRADO,    DONDE    SE    VENERA    UNO     DE    LOS    CUATRO 

NIÑOS    DESNUDOS,    ESCUELA    DE    ROLDAN. 


PENDIENTES  DEL  MURO,  HAY  DOS  CUADROS 
CON  MARCO  DE  ESTILO  CARLOS  III,  Y  EN  LA 
HORNACINA    CENTRAL     UNA    URNA     DE    MA- 
DERA    CUIDADOSAMENTE     TALLADA. 

puestas  a  ambos  costados  de  la 
nave.  El  altar  mayor  ocupa  todo  el 
muro  del  fondo,  con  su  retablo  de 
grandes  dimensiones,  dividido  en 
varios  cuerpos  de  columnas  y  hor- 
nacinas estilo  churrigueresco.  En 
la  parte  superior  se  descubren  dos 
estimables  trabajos  escultóricos,  re- 
presentando imágenes  de  la  Orden 
franciscana,  hechos  por  un  monje 
recoleto.  Este  altar  supónese  que 
fué  traido  de  España,  junto  con  las 
demás  obras  de  arte,  que  pasamos 
a  enumerar. 

San  Pedro  de  Alcántara.  — 
Obra  de  Alonso  Cano,  racionero  de 
la  Catedral  de  Granada.  Esta  ima- 
gen, de  gran  mérito  artístico,  es  ta- 
llada en  madera  sin  estofar  y  mide 
un  metro  sesenta  y  cuatro  centíme- 
tros de  alto.  Su  principal  caracte- 
rística es  que  debió  ser  hecha,  según 
tradición  generalizada,  inspirándo- 
se en  las  palabras  de  Santa  Teresa 
de  Jesús,  que  dijo  refiriéndose  a 
San  Pedro  de  Alcántara,  «que  era 
tan  seco  que  parecía  hecho  de  raí- 
ces de  árboles».  En  efecto,  para  que 
la  obra  tuviera  más  carácter  de 
santidad  y  una  expresión  más  hon- 
da del  misticismo  que  atormentó 
la  vida  del  santo,  Alonso  Cano  bus- 
có un  tronco  de  árbol,  y  aprove- 
chando las  fibras  sarmentosas  de  la 
madera,  estilizó  la  línea  hasta  con- 
seguir la  trágica  expresión  del  sem- 
blante y  la  rigidez  hierática  de  la 
figura.  Es  su  principal  mérito.  No 
tiene  color  de  carne,  y  habiendo 
sido  barnizada  hace  unos  cuantos 
años,  da  la  sensación  de  una  escul- 
tura negra. 

Crucifijo  de  talla.  —  En  uno 
de    los  ángulos  del   presbiterio,  se 


—  T=>LSS^^ 


admira  otra  noble  escultura  de  miríto.  de  autor 
dsKonocido.  Es  un  Cristo  de  tamaño  natural. 
davado  en  la  Cruz,  que  alg^uien  ha  atribuido 
al  mismo  Alonso  Cano.  Es  muy  bella  de  propor- 
ción, pudiéndose'observar  en  los  detalles  anató- 
micos y  en  la  violenta  contracción  de  los  mús- 
culos, todos  los  signos  del  sufrimiento  y  la 
tortura.  Puede  clasificarse  como  del  siglo  xvii. 
Capilla  de  las  Reliquias.  —  Hállase  a  la 
entrada  del  templo.  De  sus  muros  penden 
varias  urnas  conteniendo  imágenes  de  cera  y 
adornos  de  plata  sobredorada,  donde  se  vene- 
ran gran  número  de  reliquias.  El  altar,  propia- 
mente dicho,  está  formado  por  pequeñas  piezas 
de  carey  superpuestas  entre  adornos  de  bronce. 
Además  del  San  Pedro  Alcántara,  ya  descripto, 
k)  mejor  que  figura  en  esta  capilla  son  los  cua- 
tro niños  desnudos,  magnificas  esculturas  de! 
siglo  XVIII,  dignas  de  ligurar  en  un   museo. 


ÁNSULO    DEL   CORO    ANTICUO,    DONDE    LOS    MONJES 
RECOLETOS     HACÍAN    SUS    PlXtICAS    Y    ORACIONES. 


Sobre  todo  las  que  se  ven  a  los  costados  del  altar. 
están  graciosamente  modeladas  y  se  destacan  por 
ta  proporción  y  seguridad  de  las  líneas. 

La  mesa  de  la  sacristía.  —  Ocupa  el  centro 
del  recinto,  y  se  halla  colocada  sobre  una  plata- 
forma o  basamento  de  madera,  cuya  superficie  se 
ve  adornada  con  pequeños  dibujos  cuadrangulares. 
Pertenece  al  estilo  llamado  virreinal,  derivación 
genuinamente  americana  del  estilo  creado  en  Es- 
paña por  el  célebre  escultor  Churriguera,  y  que  tan 
bellos  ejemplares  dejó  en  el  suelo  de  estas  regio- 
nes. Por  su  línea  ampulosa,  y  más  aún,  por  la 
perfección  con  que  están  combinados  los  dibujos 
del  precioso  mueble,  siempre  despertó  la  curiosi- 
dad y  el  interés  de  aficionados  y  coleccionistas  de 


obras  de  arte,  habiéndose  rechazado  ya  varias 
propuestas,  entre  ellas  una  de  veinticinco  mi 
pesos,  cantidad  por   la  que  se  trataba  de  ad 
quirirla,  para  ser  trasladada  como  modelo  de 
este  estilo  a  uno  de  los  museos  de  Francia. 

En  la  misma  sacristía  existen  otros  muebles 
curiosos,  como,  por  ejemplo,  los  cuatro  espejos 
blancos  y  dorados  y  la  antigua  cómoda  de 
madera  tallada  que  sirve  para  guardar  las  ves- 
tiduras y  ornamentos  sacerdotales. 

Frontal  de  plata.  —  Mide  más  de  tres  me- 
tros de  ancho  por  un  metro  de  altura,  y  está 
compuesto  de  varias  láminas  repujadas.  Su 
estilo  es  el  denominado  plateresco,  con  adornos 
y  lambrequines.  teniendo  seis  escudetes  cirou- 


LA    artística    mesa     DE    ESTILO    VIRREINAl.. 

lares  y  ovalados  con  símbolos  e  iniciales  de  la 
Compañía  de  Jesús,  por  lo  que  se  supone  per- 
teneció en  su  origen  a  alguna  casa  jesuíta  o  al 
menos  que  el  trabajo  fué  dirigido  por  los  padres 
de  esta  Compañía.  En  general  es  de  un  agradable 
conjunto  y  denota  su  procedencia  peruana,  perte- 
neciendo por  su  antigüedad  a  los  años  de  1650. 

El  frontal,  que  se  supone  fuera  destinado  para 
cubrir  el  tablero  del  retablo  mayor,  en  fiestas 
de  solemnidad,  fué  hallado  junto  con  dos  atriles 
y  otros  tantos  candelabros  de  plata  labrada,  en 
el  subsuelo  de  una  de  las  galerías  interiores  del 
convento,  donde  es  creencia  que  fué  enterrado 
para  evitar  su  desaparición  en  la  época  de  Riva- 
davia,  cuando  la  comunidad  fué  despojada  de 
sus  bienes. 

Tanto  los  objetos  de  arte  que  acabamos  de 
enumerar,  como  las  reliquias  y  otras  cosas  de 
mérito,  cuyo  paradero  se  ignora,  fueron  traídos 
de  España  por  el  Padre  Fray  Francisco  de  Alto- 
laguirre.  visitador  de  la  Orden  en  1783,  habiendo 
sido  donados  por  el  rey  Carlos  III  para  que  fe 
venerasen  y  conservasen  en  el  convento  de  la 
Recoleta,  cuya  iglesia,  a  pesar  de  las  vicisitudes 
y  transformaciones  que  ha  sufrido  desde  su  fun- 
dación, es  hoy  una  de  las  parroquias  más  impor- 
tantes y  frecuentadas  de  Buenos  Aires,  hallándose 
unida  a  la  basílica  de  San  Juan  de  Letrán  de  Ro- 
ma, por  gracia  del  Sumo  Pontífice,  y  gozando, 
en  consecuencia,  de  los  mismos  privilegios  que 
la  Santa  Sede  tiene  concedidos  a  la  mencionada 
basílica. 

Antonio  Pérez-Valiente. 


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«BRETONES» 

ÓLEO    DE    LUCIEN     SIMÓN. 


PROPIEDAD  DEL   DOCTOR 
FRANCISCO     LLOBET. 


PLVS      • 
,  VLTPA 


— I3>U>^-':S 


Muchas  veces  acude  a  mi  me- 
moria el  recuerdo  de  Tomás,  co- 
mo del  único  ejemplo  de  virtud 
cristiana  que  conocí.  ¿No  es  me- 
nester, para  que  la  virtud  cris- 
tiana sea.  que  vayan  unidas  la 
mansedumbre,  la  honradez  y  la 
laboríosidad>  Pues  este  era  el 
caso  de  Tomás. 

Recuerdo  muy  bien  a  Tomás. 
como  es  propio  de  un  ejemplar 
único.  Seria  capaz,  con  cierto  es- 
fuerzo, de  reconstruir  lo  más  co- 
rriente de  su  corto  vocabulario 
y  de  sus  locuciones  y  modismos: 
y  si  tuviese  educación  vocal  y 
mímica,  podría  imitar  sus  errores 
de  prosodia,  el  timbre  y  las  in- 
flexiones de  su  voz.  sus  gestos  y 
actitudes.  [)el  mismo  modo,  si 
fuese  pintor,  podría  hacer  su  re- 
trato de  viejo  pelinegro,  descui- 
dado y  seco.  Era  rojo  de  piel  y 
fuerte  de  cuerpo,  de  manos  gran- 
des y  (piiesas,  reluciente  y  roja 
la  p¿m^  tostado,  opaco  y  vello- 
so el  dorso,  cnizado  por  abulta- 
das y  nudosas  venas.  Una  vez, 
de  madrugada,  lo  sorprendí  sa- 
liendo de  una  capilla  del  barrio, 
despidiéndose  de  Dios  desde  la 
puerta.  Se  estaba  santiguando, 
inclinado.  Al  volverse  conserva- 
ba todavía  la  expresión  de  la  mi- 
rada. No  brillaba  en  ella  la  luz 
inquietante  ni  el  fuego  devasta- 
dor del  misticismo.  Era  la  expre- 
sión del  resignado  prisionero  que 
plegara  a  Dios  desde  el  fondo 
de  una  cárcel. 

No  podría  referir  la  historia  de 
Tomás,  puesto  que  él  no  la  tu- 
vo. Puesto  que  no  podía  tenerla. 
El  la  hubiera  tenido,  creo,  en 
aquellos  tiempos  en  que  los  reyes 
administraban  justicia  en  nom- 
bre de  Dios  al  pie  de  un  árbol. 
Entonces  Tomás  hubiera  sido  un 
carbonero  o  leñador  del  bosque, 
a  quien  una  vez  se  le  hubiese 
aparecido  la  Virgen  para  decirle: 
•Tomás,  mi  Hijo  está  contento 
de  ti».  Entonces  Tomás  hubiera 
tenido  historia,  puesto  que  todos 
los  santos  la  tuvieron.  Pero  cuan- 
do vivió  Tomás  eran  ya  pasados 
luengos  siglos  que  los  reyes  no 
administraban  justicia  al  pie  de 
las  encinas,  y  que  la  Santa  Vir- 
gen no  se  aparecía  a  los  hombres 
buenos  de  las  cabanas  del  bos- 
que. Y  él  no  hubiera  podido  te- 
ner sino  una  de  esas  historias  de 
aquellos  tiempos  ingenuos  y  le- 
janos que  eran  como  el  alba  de 
los  tiempos. 

Trabajadores  y  honrados  como 
él,  otros  habréis  visto.  Pero  no 
a^  humildes  y  mansos.  ¿Cómo 
no  ha  de  ser  humilde  y  manso  el 
anciano  y  desvalido  limosnero? 
Pero  Tomás,  con  su  cuerpo  en- 
juto, sus  ojos  tristes  y  sus  po- 
derosos miembros,  hubiera  podi- 
do hacer,  no  tan  sólo  el  buen 
carbonero  del  bosque,  sino  tam- 
bién la  fiera  humana  de  sus  es- 
pesuras y  tinieblas. 

Ningún  trabajo  era  bastante 
pesado  ni  demasiado  humilde  pa- 
ra Tomás.  El  vivía  en  un  arra- 
bal, y  su  principal  ocupación  era 
el  cultivo  y  cuidado  de  los  jardi- 
nes y  huertas  de  la  vecindad. 
Pero  podíais  mandar  a  Tomás  lo 
que  quisieseis,  puesto  que  no  de- 
jaría de  ser  trabajo  honrado.  Así, 
pues,  tanto  podíais  verle  de  rodi- 
llas en  el  suelo,  lavando  un  piso 
de  madera  con  un  cepillo  de  ma- 
no, como  en  evidencia  en  lo  alto 
de  una  escalera  abierta  sobre  la 
acera,  limpiando  las  persianas  de 
un  balcón.  Y  si  erais  pobres,  era 
tan  humilde  y  manso  con  voso- 
tros como  si  hubieseis  sido  ricos; 
y  aun  no  sé  si  tendría  por  voso- 
tros cierta  preferencia.  Saliendo 
a  la  puerta  de  mi  casa,  puedo 
ver  desde  allí,  alzándose  sobre 
los  fondos  de  otra  donde  he  vi- 


EL  «BUEN' TOMAS 

tOR. 

ENRIQUE  n.'SÁJAJ 


OT 


vido.  las  ramas  superiores  de  una 
acacia.  Es  un  hermoso  árbol  que 
da  sombra,  digno  de  acoger  a  un 
fatigado  caminante.  Quien  plantó 
ese  árbol  fué  Tomás.  Llegó  una 
noche  a  mi  casa,  trayendo  a  hom- 
bros un  gran  saco  de  tierra  y  una 
estaca.  Cerca  de  un  kilómetro 
había  tenido  que  cargar  su  car- 
ga. A  la  luz  de  un  farol  cavó  un 
agujero  y  plantó  la  estaca.  Nadie 
se  lo  había  mandado,  ni  ya  se 
le  solía  dar  ocupación  en  casa. 
Pero  aquel  era  un  presente  de 
Tomás. 

Tomás  trabajaba  desde  tem- 
prano en  la  mañana  hasta  tarde 
de  la  noche.  Así.  pues,  hubiera 
podido  venir  a  ser  un  día  lo  que 
él  hubiera  llamado  rico.  Pero, 
¿cuánto  valía  un  día  de  su  tra- 
bajo, o  la  limpieza  de  un  piso,  o 
aquello  que  él  hubiese  hecho?  ¡Lo 
que  usted  quiera!,  os  decía,  ver- 
gonzoso de  llevaros  algo,  pues  ha- 
bía comido  en  vuestra  casa:  y  se 
encogía  de  hombros  consultiva- 
mente. Y  si  para  componeros  el 
jardín  tenía  que  llevaros  dos  o 
tres  sacos  de  la  buena  tierra  ne- 
gra de  su  huerta,  lo  cual  no  ha- 
cía él  porque  se  lo  mandaseis, 
sino  por  dictado  de  probidad 
profesional,  ya  podíais  preguntar- 
le por  el  valor  de  aquella  tie- 
rra que  él  había  cargado  a  hom- 
bros y  amasado  con  sus  brazos. 
Teníais  que  ponerle  por  ella  al- 
guna cosa  en  la  mano,  y  él  lo 
aceptaba  a  título  de  merced  de- 
bida a  vuestra  bondad.  Sin 
embargo,  era  padre  de  muchos 
hijos.  Pero  él  se  conformaba  con 
el  estricto  pan  de  cada  día  y 
con  tener  que  ganarlo  al  día  si- 
guiente, y  así  hasta  el  fin  de  los 
suyos.  Con  lo  cual  ya  vei.s  que 
mal  hubiera  podido  venir  a  lo 
que  él  hubiera  llamado  rico. 

Tomás  vivía  en  un  terreno  bal- 
dío cuyo  propietario  no  se  inte- 
resaba por  la  propiedad.  El  lo 
había  cercado  y  convertido  en 
una  huerta,  y  había  levantado  en 
él  una  habitación  de  ladrillos  y 
tablas.  Esto  le  ayudaba  mucho 
a  vivir.  Más  tarde  el  propieta- 
rio le  impuso  un  alquiler,  y 
luego  le  quitó  la  mitad  del  te- 
rreno para  edificarlo.  Ya  no  le 
faltaba  mucho  tiempo  para  ser 
despojado  del  resto,  cuando 
Tomás  murió.  Murió,  pues,  a 
tiempo.  Porque  una  vez  arro- 
jado de  allí,' lo  que  ganase  no 
le  alcanzara  para  vivir. 

Yo  no  sé  qué  pensaréis  de  To- 
más, excepto  que  fuese  un  hom- 
bre bueno.  ¡Cuánto  mejor  no  se- 
ría el  mundo  si  todos  fuesen  como 
él!  Pero  a  medida  que  lo  fuesen 
siendo,  contad  que  los  irían  de- 
vorando. Pues  las  costumbres  y 
leyes  del  mundo  no  están  hechas 
para  que  en  él  vivan  los  hom- 
bres como  Tomás.  En  todo  caso, 
os  sé  decir  que  si  vais  a  la  calle 
donde  vivió  Tomás,  no  encon- 
traréis traza  alguna  ni  memoria 
de  él.  Levantado  sobre  el  terre- 
no de  la  que  fué  su  huerta,  ve- 
réis un  gracioso  hotelito  que  os 
hará  sonreír  lastimosamente.  En- 
frente veréis  un  edificio  de  mis- 
teriosa apariencia.  ¿Qué  casa  es 
esa?,  preguntaréis.  Y  es  respon- 
derán: Es  un  asilo  de  pobres 
vergonzantes. 

Hace  poco  tropecé  con  un  hijo 
de  Tomás.  El  me  reconoció  más 
pronto  que  yo  a  él,  y  si  no  se 
hubiese  detenido,  no  hubiera 
acabado  de  reconocerle,  j Estás 
muy  viejo!,  exclamé,  y  él  me 
respondió  que  era  la  vida.  Le 
pregunté  por  sus  hermanos,  y 
supe  por  él  que  ganándose  el 
pan  penosamente,  purgaba  cada 
cual  por  su  lado  la  virtud  del 
padre. 


DIBUJO   DE   SIRIO. 


-l^L 


^^i_^'rr-2.'X- 


TÍPIC/^/' 

be 

OU/^TfMALA 


/Xlnrcro    indio 
e¿3ndo  3I 
mercado. 


Lí 


OPsEMTE 


—  r:>LJV^-.S    X^'L_-rF2--íV— 


OVE^CA 


Es  b  nochf. 

El  nunto  df  U  obscuridad  complcrj 
dicf  U  mufrre  df  ofrodú^fí  fl  broche 
quf  cierrj  nufx'oy  hfdia<;  rt  veleta, 
que  smiU  el  porvenir. 

Ki"  la  noche. 

-\íojándo  iii.f  áUi"  fn  lof  píeUgoj' 
df  íombm^  haciendo  ^al¿  y  derroche 
de  íilencíO/ exploran  mil  murcítla^o^ 
lar  mistniaf  del  tnorír. 
•    •   » 

r>¿n  U5*  doce; 

ana  bro^^ían  horrible  que  ej^panfi/ 
vis•íCJa^aíana.5qtlC  e*r  quien  conocf 
U  pócitni  que  el  animo  leva.nf¿ 
V¿^  iuíío  en  ^lin  convierte. 
>    »    » 

"¿Quien  conjuT^*^ 
-Ttej*  almiJ'  oj*  ofrez.co,-mi  5Enbr^ 
5Í  lográis  infiltrar  U  red  impura, 
en  doncflU  qae  tiene  sjinto  xmov 
y  solo  a  la  craz.  v^eneca,. 

E'l  ecTtanrp^ 

df  ¿'atan  m  íntermítíable  hilera 
tiene  munecoi*  que  en  un  solo  imüxitt 
con  sdoj^sídeyovio  el  angel-ftera 
hamana  forma  revisten . 

»       í       * 

\t20  de  elloj' 

tuc  cycogídorhermo/gapuej^fQ.j'onnenfe, 
ejemplar  excelente  de  bombrej- bello^ 
V  fl  Alaligtio  díjo;lVrte^deteüfe 

íolo  ante  U  xmsxnx  cxutl  # 

»    •    » 

fTentacíon! 

•I)iQr  me  á>^udfí\o  va^tietr  por  mí  meofc 
peniamíentcirciae  xm.  hrrír  el  coraz>oní^ 
reTriba  aconejada  la  doticella- 
pr&rínííendo  en  5u  lecJio  frerzte  a  fretiíe 
o^os  de  íue^  V  cetitelta-» 

Pa-dre  nue^fro 

que  e.ff^ÍJ'  en  \ar  clúcicsMiti^hióp... 
Quitad  el  conjuro/Tní  atnor  ^rvaertro 
c*7/Dicir  de  lo/  Cíelar  ^lottíícado.,. 

*,>r^  fríurr&5'  ía  devocíont 


^^1 


Majestuosas,  enmantadas  de  armiño  y  oro,  las  nubes 
desfilan  ante  el  viejo  campanario  que  parece  crecer  hasta 
sentir  en  su  cabeza  el  roce  de  las  alas  flotantes. 

Es  una  procesión  etérea.  La  nubosa  comitiva  pasa  so- 
lemnemente adoptando  formas  del  ensueño:  cimas  neva- 
das, monstruos  complicados,  testas  encanecidas... 

Y  el  vetusto  campanario  se  diría  que  marcha  al  encuen- 
tro de  la  procesión  que    lentamente  se  metamorfosea. 

La  antigua  campana  está  muda,  no  repica,  no  dobla, 
no  reza,  ni  hace  rodar  por  el  valle  vecino  aquel  lento  eco 
que  asemejaba  el  murmurio  de  un  coro  seráfico. 

Y  desfila  majestuosa  aquella  procesión  que,  al  ponerse 
el  sol,  entrará  en  la  gloria  polícroma  del  occidente. 


CARBÓN   DE   ALONSO. 


t^6|^íip^%#fl6 


Abajo,  otra  procesión  ataviada  de  luto  desfila  hacia  la 
iglesia  del  vetusto  campanario.  Se  divide  en  hileras  de 
hormigas  atareadas  y  graves. 

Ha  muerto  el  dulce  Jesús;  muere  simbólicamente  todos 
los  años  para  resucitar  al  tercer  día;  muere  y  resucita  siete 
veces  cada  día  en  nuestros  corazones,  porque  nuestra  alma 
brumosa  es  única  y  multiforme  como  la  nube. 

No  está  muerto  el  buen  Jesús  ni  aún  en  los  corazones 
que  le  niegan,  porque  la  bondad,  el  espíritu  de  sacrificio 
y  el  ansia  de  justicia  son  como  tres  metamorfosis  de  una 
nube  que  se  viste  de  armiño  y  oro  en  todos  los  cielos. 

¡Vieja  campana  de  paz  y  fraternidad,  lánzate  pronto 
a  vuelo,  en  la  alegría  del  definitivo  Sábado  de  Gloria! 


—  i:5i_-v,':s 


^^ 


aííá¿/ 


V*i 


No  hay  vidas  más  nobles  y 
dignas  de  perpetua  alabanza,  que 
las  consagradas  al  bien  de  nues- 
tros semejantes.  Esa  abnegación, 
ese  esp'rtu  de  sacrificio  son  las 
bases  fundamentales  del  cristia 
nismo,  que  en  eso  se  diferencia 
profundamente  de  las  viejas  reli- 
giones paganas,  basadas  en  el 
egoísmo.  Esas  vidas  son  como  las 
flores  del  alma  de  la  humanidad: 
son  como  un  vinculo  celeste  que 
une.  allí,  en  las  alturas,  a  los 
buenos,  cualesquiera  que  en  la 
tierra  hayan  sido  sus  creencias  y 
doctrinas. 

Porque  viven  así,  se  ha  dicho 
de  los  verdaderos  sabios,  que  son 
santos.  Pasteur  puede  citarse 
como  el  tipo:  pero  tras  de  esa 
gran  figura  hay  otras  no  menos 
merecedoras.  Por  suerte,  si  son 
siempre  escasas,  nunca  faltan  del 
todo.  Seria  triste  la  historia  del 
pueblo  que  no  las  tuviera. 

En  nuestro  país,  podrian  citarse  muchos  nom- 
bres: entre  ellos,  el  del  doctor  José  Penna,  recien- 
temente fallecido,  figura  con  singular  brillo.  De 
ordinario,  hay  en  las  manifestaciones  públicas  del 
sentimiento  de  las  sociedades  cierta  dosis,  más  o 
menos  grande,  de  convencionalismo,  que  mueve 
a  tenerlas  aun  no  tan  sinceras  como  parecen; 
pero  el  dolor  general  causado  por  la  muerte  del 
doctor  Penna  fué  hondamente  sincero.  Se  ha 
dicho  que  fué  como  un  duelo  público  y  se  ha  dicho 
la  verdad.  Al  saberle  muerto,  se  pudo  compren- 
der y  avalorar  el  sitio  que  ocupaba  en  esta  enor- 
me colectividad  humana,  tan  heterogénea  y 
abigarrada. 

El  doctor  Penna  estudió  medicina  en  fuerza  de 
una  vocación  irresistible.  No  fué  de  esos  médicos 
que  se  enamoran  de  su  profesión  después  de  ha- 
berla puesto  bien  a  prueba:  la  amó  desde  niño, 
con  aquella  intuición  superior  que  suelen  tener 
algunos  hombres  para  escoger  derechamente  el 
camino  verdadero  de  su  destino.  Y  se  sentía  des- 
tinado a  ser  médico  porque  amaba  a  sus  seme- 
jantes, y  la  medicina  le  ofrecía  el  medio  de  darles 
pruebas  de  su  amor.  Tenía,  además,  el  espíritu 
de  rebeldía  que  inclina  a  los  espíritus  fuertes  a 
luchar  hasta  lo  último  contra  lo  que  saben  que 
es  inevitable.  Quiso  medirse  frente  a  frente  con 
la  muerte.  Habría  ésta  de  vencer  al  cabo:  pero 
sus  arterias  y  malicias  encontrarian  un  Perseo 
infatigable. 

Los  griegos,  siempre  nuestros  maestros,  crearon 
la  diosa  Hygia,  la  diosa  de  la  salud,  suprema 
felicidad  humana,  encargada  de  cerrar  eterna- 
mente el  camino  a  la  muerte.  Fué  la  diosa  del 
doctor  Penna.  Comprendió  el  hombre  de  ciencia 


EL  DOCTOR  PENNA 


que  más  que  curar  enfermos  vale  evitar  que  los 
haya,  y  dedicó  las  mejores  horas  de  su  vida  a  la 
higienización  de  su  pueblo,  que  amaba  tanto. 
La  lucha  fué  ruda  y  larga,  porque  el  prejuicio  y 
el  hábito  son  enemigos  formidables.  Del  pasado, 
habíamos  heredado  muy  poco,  casi  nada,  en  esa 
materia.  Nuestros  respetables  abuelos  confiaban 
más  que  todo  en  la  ayuda  de  Dios,  olvidando  el 
mandato  encerrado  en  el  refrán  que  dice;  «¡Ayú- 
date y  Dios  te  ayudará!»  Era  necesario,  pues,  em- 
pezar por  conquistar  las  voluntades  de  las  gran- 
des masas,  para  que  quisieran  comprender  los 
beneficios  de  la  Higiene,  de  la  diosa  Hygia  de  los 
griegos.  El  conglomerado  era  duro:  gruesos  copos 
exóticos  cubrían  el  núcleo  propio,  quizá  más  dócil. 
Hubo  que  emplear  todos  los  recursos,  desde  la 
persuasión  paciente  hasta  la  imposición  sin  ré- 
plica. Y  el  doctor  Penna  fué  infatigable  en  esa 
campaña,  como  lo  fué  siempre  que  creyó  que  es- 
taba en  el  buen  camino.  Su  obra  inmensa  en  la 
Asistencia  Pública  y  en  el  Departamento  Nacio- 
nal de  Higiene  es  el  mejor  testigo,  un  testigo  úni- 
co, que  no  necesita  hablar  para  ser  creído. 

Hay  entre  las  gentes  profanas  cierta  malévola 
inclinación  a  pensar  que  los  médicos  que  se  dedi- 
can a  higienistas  lo  hacen  porque  se  han  dado  cuen- 
ta de  que  fracasarían  inevitablemente  si  se  dedi- 
casen a  más  elevadas  tareas.  Es  un  prejuicio  bas- 
tante tonto:  porque  el  médico  higienista  debe 
saber  y  estudiar  tanto  o  más  que  cualquier  otro. 
Nos  inclinamos  a  decir  que  más;  porque  el  enemi- 
go toma  todos  los  días,  si  no  precisamente  formas 
nuevas,  caminos  nuevos  para  llevar  sus  ataques. 
Los  microbios  son  muy  inteligentes:  no  tardan 
mucho  en  notar  que  las  defensas  son  buenas,  y 


se  retiran,  solapadamente,  para 
buscar  con  infinita  paciencia  el 
punto  que  ha  quedado  vulnerable 
en  la  coraza  de  la  victima  de  sus 
ataques.  Cuando  se  les  cree  ven- 
cidos definitivamente,  aparecen 
por  donde  menos  se  les  esperaba, 
y  empiezan  su  obra  de  destruc- 
ción y  muerte.  El  médico  higie- 
nista, como  el  general  en  jefe 
de  un  ejército,  tiene  que  cuidar 
todos  los  puntos  por  donde  hay 
la  posibilidad  de  que  el  enemigo 
ataque,  y  para  encontrar  puntos, 
tiene  que  trabajar  y  estudiar 
mucho. 

El  doctor  Penna  fué,  así.  un 
gran  médico  higienista;  pero  tam- 
bién lo  fué  en  todo  sentido.  Tenía 
la  audacia  que  se  requiere  para 
que  la  experiencia  dé  todos  sus 
frutos,  y  la  prudencia  indispensa- 
ble para  que  éstos  lleguen  al 
estado  de  sazón  apetecido.  Fuerte 
en  su  ciencia,  nunca  creyó  lle- 
gado el  momento  de  creerla  suficiente;  y  siempre 
continuó  estudiando,  hasta  el  día  mismo  de  su 
muerte,  ocurrida  cuando  se  preparaba  a  asistir 
a  uno  de  sus  enfermos.  ¿Y  cómo  iba  a  creer  que 
sabía  ya  bastante  un  hombre  que  era  un  sabio 
de  verdad?  La  característica  esencial  del  sabio  es 
creer  que  mientras  más  sabe,  sabe  menos,  porque 
cada  conocimiento  adquirido  abre  horizontes  infi- 
nitos de  nuevos  conocimientos.  Si  los  sabios  cre- 
yesen que  puede  llegar  un  día  en  que  ya  no  nece- 
sitarán aprender  más,  la  humanidad  entera  se 
encontraría  ahora  en  el  mismo  nivel  de  civilización 
que  los  negros  del  África  o  los  indios  del  Chaco. 
Y  fué  también  el  doctor  Penna  un  hombre,  en 
todas  las  nobles  significaciones  del  término.  Ser 
un  hombre,  no  es  cosa  tan  fácil  como  la  generali- 
dad de  los  hombres  se  imaginan.  Ya  hablamos  de 
su  espíritu  de  abnegación,  de  su  amor  a  la  ciencia, 
de  su  sabiduría:  quisiéramos  hablar  también  de 
su  carácter  con  la  misma  extensión;  pero  el  espa- 
cio, desgraciadamente,  nos  falta.  Tenía  un  gran 
corazón,  con  aquella  grandeza  que  difícilmente 
llegan  a  apreciar  los  espíritus  pequeños;  la  divina 
facultad  del  perdón.  Era  generoso  y  modesto. 
Parecía  un  poco  taciturno;  pero  es  que  siempre 
estaba  pensando  en  algo  superior.  Era  cordial  sin 
aspavientos;  servicial  sin  escepticismo:  bueno  en 
todos  sentidos.  Severo  consigo  mismo,  se  había 
impuesto  una  inflexible  disciplina  que  no  abando- 
nó sino  con  la  vida;  pero  esa  disciplina  no  deformó 
jamás  su  noble  espíritu,  como  suele  ocurrir  en  tan- 
tos casos.  Fué  un  sabio  y  fué  un  hombre:  este  po- 
dría ser  el  más  adecuado  epitafio  que  la  posteridad 
escribiese  en  la  tumba  del  doctor  José  Penna. 

E.   Muñoz  Raymondi. 


n  JOYAS 

DEL 

MUSEO 
ETNOGRÁFICO 


¿/A/-  T/? AJE -DE"- CEREMONIA  '^ 

DEL  '^■SICLO 

XV/l. 

Debido  al  altruismo  y  generosidad  de  una  noble 
dama  argentina,  la  señorita  Victoria  Aguirre,  el 
Museo  Etnográfico  de  Buenos  Aires  acaba  de  en- 
riquecer sus  colecciones  con  dos  valiosos  trajes  de 
ceremonia,  genuinamente  americanos,  que  a  la 
particularidad  de  ser  considerados  como  modelos 
casi  únicos  en  su  género,  unen  el  interés  de  sus 
labores  repujadas,  de  principios  del  siglo  xvii, 
pertenecientes  al  período  de  transición  incásico 
barroco. 

Los  trajes  se  componen,  según  puede  observar- 
se por  el  que  reproducimos  en  esta  página,  de  cinco 
piezas,  a  saber:  dos  rodelas  en  forma  de  brazal,  el 
coselete,  el  manto  implegable  y  el  yelmo  de  forma 
sencilla,  surmentado  de  su  cimera  correspondiente. 

Todos  los  objetos  donados  al  Museo  por  la 
señorita  de  Aguirre,  hallábanse  en  poder  de 
una  tribu  quichua,  de  las  que  habitan  en  las  re- 
giones comprendidas  entre  las  ciudades  bolivia- 
nas de  Sucre  y  Santa  Cruz  de  la  Sierra.  Los  indios 
se  ponían  las  vestiduras,  y  se  adornaban  con  las 
placas  de  plata.  Sentían  por  ellas  una  especie  de 
veneración  religiosa,  pues  tal  vez  guardaban  el 
recuerdo  de  su  procedencia.  Últimamente,  siguien- 
do la  costumbre  generalizada  desde  muchos  años 
atrás,  el  cacique  alquilaba  los  vestidos  para  cele- 
brar extrañas  danzas  rituales  frente  al  fuego.  Más 
tarde,  al  saberse  que  eran  utilizados  para  esta 
clase  de  ceremonias,  muchas  personas  llegaron  a 
suponer  que  serían  trajes  de  baile,  creados  por  la 


TRAJE   CEREMONIAL  DE  PLATA  REPU- 
JADA, USADO    POR  LOS    CACKJUES  IN- 
DIOS   DEL    PERÚ,     DURANTE      EL     SI- 
GLO   XVII. 


MANTO  DE  LANA,  ROJA  V  AMA- 
RILLA,    CON     SEIS     GRANDES 
LÁMINAS    DE    PLATA. 


ESCLAVINA      DE     LO      MISMO, 
CON    DOS    APLICACIONES    RE- 
PUJADAS   DE    CARÁCTER    BA- 
RROCO. 


fantasía  de  los  quichuas.  Esta  creencia  no  tiene 
fundamento  alguno,  pues  sólo  observando  la  sin- 
gular simbología  de  los  temas  y  que  cada  traje 
tiene  de  veinticinco  a  treinta  kilos  de  plata,  se  lle- 
ga al  convencimiento  de  que  tuvieron  en  su  ori- 
gen un  uso  muy  distinto.  En  efecto,  existe  una 
tradición,  por  la  que  se  supone  que  debieron  ser 
sustraídos  en  la  época  de  la  Independencia,  de 
algún  templo  o  casa  de  consistorio.  Así  lo  hace 
pensar,  al  menos,  el  hecho  de  que  los  indios  de  las 
mismas  regiones  en  que  fueron  hallados  los  tra- 
jes, se  suelen  adornar  con  piedras  preciosas  de 
gran  valor,  procedentes,  sin  duda,  de  los  despo- 
jos efectuados  en  las  iglesias  coloniales. 

La  opinión  más  aceptada  es,  que  siendo  ves- 
tidos de  ceremonia,  servirían  en  las  fiestas  solem- 
nes, juras  reales,  proclamaciones,  etc.,  para  reves- 
tirse los  caciques,  que  desde  la  tribuna  colocada 
en  el  centro  de  las  plazas,  hacían  pública  demos- 
tración de  fidelidad  al  virrey,  en  su  nombre  y  en 
el  de  las  tribus. 

El  manto  que  reproducimos  es  de  un  tejido 
de  vicuña,  cárdeno  y  amarillo,  cubierto  interior 
y  exteriormente  por  grandes  láminas  de  plata  con 
adornos  bien  trabajados,  en  el  estilo  que  empeza- 
ba a  predominar  en  aquella  época,  o  sea,  el  ba- 
rroco con  reminiscencias  de  orden  plateresco.  Las 
formas  características  son  originadas  del  sentido 
incásico,  pájaros  y  flores,  con  lambrequines  am- 
pulosos que  se  repiten  también  en  las  rodelas.  El 
trabajo  es  bastante  perfecto,  habiendo  sido  ejecu- 
tado por  los  indios. 

El  coselete,  es  algo  más  bello  de  línea  que  lo  de- 
más, y  lo  forma  una  gruesa  lámina  de  plata,  en 
cuyo  centro,  a  modo  de  símbolo  decorativo,  os- 
tenta el  águila  cesárea  de  la  dominación. 

Los  trajes  fueron  traídos  a  Buenos  Aires  hace 
unos  meses,  salvándose  de  la  destrucción  a  que 
estaban  expuestos,  gracias  al  patriótico  interés  de 
la  señorita  Victoria  Aguirre.  la  cual,  al  enterarse 
de  que  iban  a  ser  fundidas  las  piezas  y  láminas 
de  plata,  para  hacer  objetos  nuevos,  los  adquirió 
por  una  fuerte  suma,  donándolos  al  Museo  donde 
actualmente  se  conservan. 

VÍCTOR  Andrés. 


«MAUVAISES     NOUVELLES» 


ÓLEO    DE    CHARLES    CATTET. 


PROPIEDAD  DEL  DOCTOR 
FRANCISCO     LLOBET. 


PI,VS)      • 
.  VLTPA 


DE  LIO 


QL  D&^  TvwcsOe/'  onciOe/-, 


AiGO  ahora  en  la  cuenta  de  que 
a  pesar  de  mi  irreductible  incli- 
nación a  la  vida  solitaria  y  libre, 
no  paso  en  realidad  de  ser  un 
hombre  perfectamente  social.  Sobrellevo  una 
existencia  ordinaria,  y  yo  que  sólo  me  agitaría 
para  hacer  grandes  cosas  o  me  quedaría  quieto, 
entregado  a  la  inefable  tortura  de  meditar,  no 
tengo  más  que  pensamientos  triviales  y  realizo 
maquinalmente  el  vulgar  esfuerzo  de  asistir  todos 
los  días  a  un  empleo,  cuyos  deberes  son  siempre 
iguales.  Quizá  con  más  preocupaciones  hago, 
exactamente,  lo  mismo  que  la  gran  mayoría  de 
las  personas  que  tienen  por  aparente  destino 
trabajar  para  comer  y  dormir  y  hacer  esto  para 
seguir  luego  trabajando.  Resulto,  pues,  un  ser 
razonable  y  social,  que  sacrifica  sus  anhelos  de 
acción  extraordinaria  a  las  necesidades  de  una 
vegetativa  existencia,   material   y  simple. 

No  obstante,  advertiré.  Todos  los  días  guardan 
para  mí  un  momento  en  que  sufro  la  ausencia  de 
una  vida  humanamente  libre  y  desordenada:  me 
duele  mi  pasiva  esclavitud.  Y  sin  duda  alguna 
estos  anhelos  que  debilitan  mi  voluntad  de  acción 
explican  claramente  el  que  yo,  a  pesar  de  haber 
trabajado  siempre  demostrando  ágil  inteligencia 
en  todas  las  actividades  siga  siendo,  con  mis 
veintiséis  años,  un  hombre  sin  fortuna  y  sin  im- 
portancia. 

Poco  se  podría,  entonces,  decir  de  mí,  a  través 
de  la  opinión  ajena;  sin  embargo  quizá  resulte 
interesante  saber  las  muchas  cosas  que  ha  hecho 
para  vivir  un  hombre  que  no  vale  nada. 

Mi  padre  era  un  señor  simpático,  algo  patizam- 
bo y  un  tanto  bebedor,  tresillista  y  violento. 
Cuando  yo  tenía  quince  años  me  dijo:  «  A  ver,  qué 
quieres  ser.  Ingeniero,  abogado,  médico,  violinis- 
ta. . .  lo  que  te  parezca  mejor».  Yo,  respondí,  sen- 
cillamente: «  No  quiero  ser  nada:  me  gustaría  re- 
correr el  mundo».  A  lo  que  mi  padre  contestó, 
sonriendo:  «Si  no  fuera  un  poco  vieja,  te  alabaría 
la  idea».  Pecaba  de  vieja  esta  idea  de  recorrer  el 
mundo;  pero  realizarla  no  es  cosa  muy  fácil... 
Y  yo,  no  siendo  nada,  la  voy  realizando. 

He  recorrido  parte  del  Oriente;  estuve  en  el 


Cairo,  visité  Calcuta,  en  un  vapor  francés  llegué 
hasta  Hong-Kong  y  Sang-Haig.  En  otra  época, 
rodé  por  Europa  atravesando  campos  y  ciudades 
desde  Lisboa  a  Moscou;  luego  de  «polisón»,  en  un 
barco  me  fui  a  Las  Antillas,  y  más  tarde  de  La 
Habana  pasé  a  los  Estados  Unidos.  Ahora  me 
encuentro  aquí  en  estas  regiones  del  Sur.  He  visto 
hombres  de  las  razas  más  viejas  y  los  países  más 
remotos:  caras  oblicuas  y  enjutas  me  hablaron 
del  ardor  de  los  desiertos  y  el  cansancio  de  las 
más  antiguas  experiencias:  en  las  jóvenes  tierras 
de  América,  pasando  por  los  altos  puentes  de  sus 
ciudades,  sentí  la  angustia  de  una  extraña  pesa- 
dilla de  hierro. 

Yo  no  soy  nada  y  estos  viajes  que  hice  tienen 
escasa  significación.  Hay  seres  privilegiados  que 
sin  moverse  de  un  lugar  gustan  en  si  mismos  el 
espectáculo  de  todas  las  cosas:  para  esas  almas 
profundas  y  claras,  en  las  que  existe  una  antici- 
pación de  los  sucesos  más  inauditos,  nada  que  ocu- 
rra en  cualquier  remota  región  resulta  substancial- 
mente  original.  Viviendo  en  el  rincón  más  igno- 
rado cumplen  un  luminoso  destino  que  compendia 
y  sobrepasa  todas  las  manifestaciones  y  posibili- 
dades de  la  realidad  objetiva  del  mundo.  Estos 
seres  privilegiados  no  necesitan  viajar.  ¿Para  qué? 
Pero  a  los  espíritus  mediocres  como  el  mío  los 
viajes  les  son  provechosos.  Corriendo  tierras  he 
recogido  muchas  enseñanzas  que  me  permiten  hoy 
considerar  con  relativa  serenidad  el  vértigo  ciego 
de  las  cosas  y  la  necesaria  estupidez  de  los  hombres. 

Andando  por  el  mundo  hice  de  todo.  Desde 
chico  me  ilusionaba  la  idea  de  ser  un  afilador  de 
tijeras  y  navajas.  Ir  por  las  calles  empujando  la 
rueda  de  afilar  y  después  de  tocar  el  silbato  dete- 
nerme en  las  puertas  arreglando  tijeras  y  cuchi- 
llos me  parecía  hermoso.  Estando  en  Rumania, 
cuyos  caminos  propician  tanto  el  encanto  de  la 
vida  errante,  hice  de  afilador,  y  la  práctica  del 
oficio  desvaneció  pronto  las  ilusiones  que  me  for- 
jara en  la  niñez  sobre  la  ventura  de  los  galeotes 
de  tan  humilde  menester.  Antes  y  después  tuve 
múltiples  ocupaciones,  siendo  tan  pronto  artesa- 
no como  oficinista.  Trabajé  de  albañil,  de  pana- 
dero  en   una   tahona  francesa,   obscura  y   triste 


como  un  calabozo,  cosí  medias  suelas,  fui  emplea- 
do de  comercio  y  hombre  de  confianza  de  un 
bolsista  sueco,  padecí  días  de  negro  vagabundaje 
sin  pan  ni  techo,  e  hice  tantas  y  tan  diversas 
cosas  para  vivir  que  durante  una  temporada  no 
muy  larga  me  utilizaron  como  vigía  y  mandadero 
ladrones  y  criminales.  He  oído  el  suave  y  cauto 
ruido  de  las  ganzúas,  el  seco  golpe  de  las  puertas 
reventadas,  el  trazado  sutil  del  diamante  en  los 
vidrios,  y  he  visto  la  mano  de  un  hombre,  potente 
como  la  de  un  orangután,  caer  en  el  cuello  pálido 
de  una  mujer,  estrangulándola.  Yo  soy  un  hom- 
bre inocente  y  sencillo  que  de  las  cosas  que  se 
pueden  ver  y  oir  he  visto  un  poco  y  escuchado 
otro  poco.  Con  estos  ladrones  y  criminales  a  quie- 
nes tuve  por  camaradas  aprendí  algo.  El  hombre 
que  estranguló  a  la  mujer  era  tan  rotundamente 
bestia,  que  yo  cuando  lo  acompañaba  por  las 
calles  iba  temeroso  de  que  se  abalanzase  sobre  la 
gente.  Sin  embargo,  este  chimpancé  tenía  dos 
hijos  y  los  adoraba;  satisfacíale  además  la  música 
y  a  veces,  tocando  en  la  mandolina  aires  muy 
simples  y  primitivos,  se  le  caían  las  lágrimas. 

En  este  año  que  corre,  yo,  Venancio  Silvestre, 
que  por  haber  hecho  de  todo  no  sé  bien  nada  de 
nada,  me  gano  aquí  la  vida  redactando  noticias 
y  comentarios  en  un  periódico  de  la  mañana:  vale 
decir,  yo  soy  ahora  periodista.  Juzgo  prudente 
no  hablar  sobre  la  eficacia  con  que  desempeño 
este  cargo  tan  extraordinario;  ignoro  si  lo  hago 
bien  o  mal.  Únicamente  sé  que  obedezco  a  los 
que  me  mandan,  y  aun  a  los  que  no  debieran 
mandarme,  y  tengo  además  la  presunción  de  que, 
desde  el  director  hasta  el  último  ordenanza,  todos 
en  la  casa  me  compadecen  o  desprecian  un  poco. 
Yo  por  esto  no  me  ofendo;  sospecho  que  mi  as- 
pecto sencillo  no  es  muy  apropiado  para  inspi- 
rar temor  o  respeto...  Por  otra  parte,  quizá  esa 
conducta  del  director,  redactores  y  ordenanzas 
me  reporta  una  ventaja.  Ella  me  viene  a  confir- 
mar que  ser  periodista  en  esa  forma  es  seguir  no 
significando  nada;  nada  para  nadie  a  pesar  de 
que  yo  haya  recorrido  tierras  y  tierras  siendo  hu- 
milde y  esforzado  trabajador  de  muchos  oficios. 

D'BUJO    DE   SIRIO. 


—  E>I 


BOLI  VI  A.     UNA    P 


^yx— 


EN     CHAGUAYA. 


FOTOGRAFÍA    DE    MONTENEGRO. 


—  i=»l::x^^    'vi^TPiQ  ax- 


ilar pnocopado  asuba  el  xriejo  estanciero 
doa  Neonedo  BaniMí,  por  el  «proente»  que 
■I  morir,  b  habla  hee)»  so  compadre  don 
Odzto,  el  buen  oompaOero  de  andanzas  ]u- 
viBitaa.  el  leal  amifb  de  todos  ka  tiempos. 
il«i(nÉnilnln  ea  ra  mu— nto.  tutor  de  su 
«iriea  M)a. — vía  criatara  casi  oarrU.  casi  dtú- 
cara,  «tdaniaricaa.  criada  en  la  Ubertad  de 
los  campot.  ni  mis  ni  menos  que  un  anima- 
Uto  sOvesne.  Porque  la  nifta  era  linda  en  sus 
quince  aOos.  ffloreddos  al  sol  y  al  aire  puro. 
como  e*tt  plantas  que  brotan  exuberantes 
ea  ladans  y  ribaaoa  sin  que  nadie  las  rie- 
(oe  ni  tas  cuide:  paro,  ¿de  qué  le  servia  la 
bailen,  d  su  carteter  uraflo  la  hada  insoda- 
bie  y  antipática? 

Al  ser  notificado  de  la  tutoría  y  adminis- 
tracita  de  loa  cuanticaos  bienes  de  la  huér- 
fana, don  hBoomedat  le  hizo  una  visita,  con 
el  objeto  de  DeviiMla  a  vivir  con  su  familia. 
La  irTti"^  de  la  heredera  estaba  situada 
Junto  a  la  tuya,  «alambrado»  por  medio,  y 
daade  la  puvta  de  su  rancho,  se  veia  la  casa 
anuafiedda  por  el  tiempo  y  el  coposo  ombú 
qaa  llenaba  el  patio  con  su  sombra  y  sus  ra- 
malea. El.  podía,  pues,  vigilarla  desde  alli, 
sin  mayor  trabajo,  pero  no  era  propio,  ni 
oenecto  dejarla  sola,  entre  les  peones,  sin 
otia  peraona  a  su  lado  que  una  anciana,  acha- 
coaa  y  casi  irresponsable. 

—  Vengo  a  buscarte,  Laurencia,   -  la  dijo 

—  pa  que  vivas  con  nosotros.  Mi  mujer  y  mis 
hijas  ya  te  han  arreglao  el  cuarto. . . 

Ella  no  le  dejó  concluir.  Se  expresó  sin 
reatos,  como  quien  sabe  imponer  su  voluntad. 

—  Yo  no  sa%o  di  aquí,  ni  a  la  juerza. 

—  Pero  mir*  que  eso  no  puede  ser.  Soy  tu 
tutor,  que  es  lo  mesmo  que  si  juera  tu  padre 
y  yo  mando,  ¿sabes?  La  ley  me  autoriza  y 
d  finao  ha  de  aprobar,  dóde  el  cielo,  mi 
oooduta . . . 

—  Y  yo  respondo  a  todo  eso  que  no  quiero 
saHr  de  mi  casa. 

—  ¿Quién  te  va  a  cuidar,  entonces? 

—  Ña  Casilda. 

—  Pero  Aa  Casilda  está  bichoca  de  vieja  y 
siempre  en  cama... 

—  No  importa,  le  digo.  Mande  en  todo, 
pero  en  mi,  mando  yo. 

Y  se  puso  a  llorar,  con  las  mejillas  enro- 
Jeddas  por  el  arrebato  y  brillantes  los  ojos 
por  las  copiosas  lá^mas. 

No  hubo  forma  de  reducirla.  El  viejo  sa- 
bia, que  cuando  aquella  preciosa  «gatita 
montMf  decía  que  no,  no  existía  razona- 
miento criollo  que  venciera  su  empecina- 
miento. No  quiso  insistir  y  se  fué,  malhumo- 
rado, maldidendo  del  «regalo  de  su  com- 
padre. 

La  preocupadón  de  don  Nicomedes  tenía, 
pues,  nootivos  fundados.  ¡Qué  conflicto,  espe- 
cialmente para  un  hombre  como  él,  acostum- 
brado a  la  vida  tranquila  y  a  que  todos,  en 
su  casa,  le  obedederan  y  le  respetaran,  sin 
alzar  la  vista!  Entonces  pensó  en  su  hijo  ma- 
yor, reden  egresado  de  la  Escuela  de  Veteri- 
naria, que  iba  a  llegar  de  un  momento  a  otro, 
y  se  dijo: 

—  Puede  que  a  Ramón  le  haga  más  caso. 

Y  Ramón  llegó,  por  fin,  y  con  él,  de  nuevo. 
la  alegría  para  la  buena  gente. 

Enterado  del  asunto,  el  mozo  se  echó  a  reír. 
pues  ya  conocía  el  carácter  de  Laurencia. 

—  Eso  no  tiene  importancia.  —  dijo.  — 
La  muchacha  es  maftera  desde  chiquita,  por- 
que se  ha  criado  libre  y  sin  madre,  pero,  to- 
davía es  charabona  y  con  un  poco  de  educa- 
ción, entrará  por  la  senda,  dócil  al  freno. . . 

—  ¿Charabona?  —  exclamó  don  Nicome- 
des. ^  [Si  es  una  mujer  hecha  y  derecha, 
güeña  moza  y  juerte  y  con  más  orgullo  que 
una  rdna! . . . 

—  La  reina  del  campo. . .  ¿Y  no  la  han 
invitado  a  venir,  aunque  más  no  fuera,  de 
visiu? 

—  Jué  tu  madre,  juí  yo  y  jueron  tus  tres 
hermanas  a  convidarla  y  ¿sabes  lo  que  con- 
testó? Que  ella  no  hacia  visitas,  hasta  que 
no  se  aliviara  el  luto,  como  si  tratara  con  ex- 
traAos,  lo  que  no  quita  qui  ande  tuito  el  día 
a  caballo,  porque  eso  si.  es  más  jinau  que 
un  domador  de  potros.  Por  esos  caminos  no 
se  ve  más  que  la  polvadera,  porque  corre 
echando  diablos. 

—  Bueno,  —  dijo  el  mozo,  —  ya  veremos 
como  le  compone  eso.  Y  agregó:  Me  ha 
dicho  el  capataz  que  matiana  van  a  domar 
onoa  potros.  Me  parece  que  Laurencia  no 
desperdiciará  la  ocasión  de  presendar  un  es- 
pectáculo, que  parece  estar  en  armonía  c^n 
sus  altdones.  Yo  voy  a  invitarla . . . 

—  Te  vas  a  chasquiar  de  lo  lindo. 

—  No  le  hace.  Probaremos.  Nada  se  pier- 
de oon  intentarlo. 

Y  el  mozo,  esa  misma  tarde,  muy  arrogan- 
te con  su  traje  color  kaki,  sus  polainas  de 
cuero  y  montado  en  el  mejor  caballo  de  la 
estancia,  se  presentó  en  la  vivienda  de  la  jo- 
ven, la  cual  reden  llegaba  de  una  de  sus 
excursiones  hípicas,  con  el  pelo  en  desorden 
y  la  cara  llena  de  arreboles...  Ella  se  sor- 
prendió al  verle,  admirándose  de  la  gallar- 
día y  elegancia  del  joven.  Al  prindpio  no  le 
reconoció,  porque  hada  más  de  seis  afíos  que 
él  estaba  ausente;  pero,  pronto  comprendió 
que  se  trataba  del  hijo  de  don  Nicomedes, 

—  *!    dotor»,  —  como    le    llamaban.  —  No 


PO^\^ANTIAGO     MACIEL 


podta  retroceder  ya,  y  se  quedó  esperando, 
mientras  el  mozo  se  apeaba,  diciéndola  con 
familiaridad: 

—  iQué  crecida  estás.  Laurencia,  y  linda 
como  el  sol  de  los  campos! 

Y  ella,  un  tanto  humanizada  por  la  galan- 
tería, como  mujer,  al  fin: 

—  No  diga  mentiras  de  pueblero,  don 
Ramón. 

Y  el  mozo,  dispuesto  a  suprimir  trascen- 
dentalismos: 

—  Dime,  Laurenda,  ¿por  qué  no  me  tu- 
teas, como  en  aquellos  tiempos  en  que  los 
dos  juntábamos  huevos  de  teru-teros  y  aga- 
rrábamos pichones  de  perdices  y  torcaces? 

—  Es  que  aura  es  diferente. . . 

—  iQué  va  a  ser  diferentel  Yo  soy  el  mis- 
mo. ¿Qué  tenemos  algunos  años  más?  ¿Y  eso 
qué  importa?  Para  mí,  tú  eres  la  niña  travie- 
sa de  los  diez  años  y  asi  debo  de  ser  yo,  para 
mi  compañera  de  correrías  infantiles... 

—  Güeno,  será  así.  si  a  usté  le  parece. 


casa,  tanto,  que  si  la  dejara  me  moriría.  Es 
la  querencia,  don  Ramón... 

El  se  rió  campechanamente  y  mirándola 
a  los  ojos,  hasta  hacerla  bajar  la  cabeza, 
díjola: 

—  ■  Dejemos  eso  para  otro  día.  Ahora,  te 
vengo  a  pedir  que  renovemos  nuestra  anti- 
gua amistad  y  que  vayas  mañana  a  visitar- 
nos, aunque  sea  por  un  ratito.  Hay  doma  de 
potros,  solemnizando  mi  llegada  y  ¡cómo  a 
ti  te  gusta  tanto  ver  esas  cosas! . . . 

Ella  interrumpióle; 

—  Gracias,  don  Ramón,  pero  no  puedo. 
Ya  dije  que  no  saldría  de  aquí  y  no  pondré 
un  pie  más  allá  del  alambrao. 

El  «dotor»  se  despidió  algo  despechado, 

no  sin  antes  pedirle  permiso  para  visitarla. 

En  el  camino,  de  regreso,  el  mozo  pensaba: 

—  ¡Diablo  de  chica!  ¡Qué  carácter  original, 
a  fuerza  de  ser  nativo!  ¡Y  es  atrayente  y  su- 
gestiva, a  pesar  de  sus  imperfecciones  mora- 
les! Lo  que  hay  es,  que  la  Naturaleza  la  hizo 


—  Si  a  li  te  parece,  repiúá  él.  con  re- 
tintín... 

—  CQeno.  —  dijo  ella,  —  no  vamos  a  pe- 
liar  por  eso. 

Y  agregó,  con  cierto  mohín  espontáneo, 
que  la  sentaba  muy  bien: 

—  Dentre,  don  Ramón,  si  quiere  descan- 
sar y  tomar  un  mate. 

Y  él  entró,  admirado  de  aquella  belleza 
criolla,  sin  aliño,  de  piel  trigueña,  cuya  ter- 
sura, ni  el  aire,  ni  la  luz  habían  alterado;  de 
aquellos  ojos  profundamente  obscuros,  co- 
mo el  misterio  de  su  alma  rebelde  y  de  aque- 
lla arquitectura  femenina,  que  se  columbra- 
ba bajo  el  amplio  ropaje,  como  la  fruta  do- 
rada bajo  las  hojas,  excitando  con  la  hermo- 
sura promisoria  de  su  dulce  carne. ..  y  se  di  jo: 

—  ¡Sí  no  es  como  la  pintan!  Yo  la  encuen- 
tro un  poco  silvestre,  nada  más,  como  el 
ambiente  en  que  vive. 

Ya  sentados,  ella  promovió  la  conversa- 
ción: 

—  ¿Qué  le  ha  dicho  de  mí  don  Nicomedes? 
Ha  de  estar  enojao,  porque  no  quise  dirme 
con  él.  ¡Qué  se  le  va  a  hacer!  Yo  quiero  a  mi 


hermosa,  como  ha  hecho  las  grutas  y  los  bos- 
ques, con  flores  y  espinas,  zarzas  y  aromas, 
lo  que  no  impide  que  sean  creaciones  encan- 
tadoras. 

En  su  casa,  contó  lo  que  le  había  sucedido. 
Don  Nicomedes  se  puso  de  mal  humor,  otra 
vez,  exclamando: 

-  Ese  es  un  potro  que  no  lo  doma  naide. 
El  joven  contestó: 

-  Tata,  científicamente,  no  hay  potros 
indomables.  Todo  consiste  en  saber  aman- 
sarlos. 

—  Güeno,  a  ver  si  domas  a  ese...  sin 
castigo. 

Entonces  el  cuidador  de  caballos,  que  ha- 
bía oído  el  diálogo,  mientras  desensillaba, 
dijo,  tomándose,  como  siempre,  más  con- 
fianza de  la  que  le  consentían: 

■ —  Si  me  la  dejaran  a  mí,  pronto  iba  a  sen- 
tir el  freno. . . 

Ramón,  indignado,  le  gritó: 

■ —  Usted  vaya  a  cumplir  sus  deberes.  Na- 
die lo  ha  autorizado  a  meterse  en  las  con- 
versaciones de  la  familia. 

El  aludido  bajó  la  cabeza  y  se  fué,  rezon- 


gando, bajo  las  severas  miradas  del  joven 
diciendo  a  media  voz: 

—  Es  que  esa  no  es  de  la  familia. . .  por 
aura,  al  menos. . . 

La  doma  había  empezado,  desde  el  ama- 
necer, en  la  forma  brutal  de  otros  tiempos. 
Los  animales,  empapados  en  sudor,  echando 
sangre  por  la  boca  y  las  heridas  que  en  sus 
ijares  hicieran  los  'taleros»  y  ^nazarenas», 
disparaban,  al  sentirse  libres,  arrastrando 
las  patas,  temblorosos  y  enfurecidos,  cuando 
Ramón  apareció,  en  el  preciso  momento  en 
que  el  cuidador  de  caballos  parecía  que  iba 
a  quebrar  por  el  espinazo  a  un  hermoso  ala- 
zán, tierno  todavía,  tales  eran  los  «sofrena- 
zos» y  los  azotes  que  le  daba.  El  pobre  ani- 
mal arqueaba  el  cuerpo  hasta  tocar  la  ca- 
beza en  los  corvejones  y  de  pronto  se  aba- 
lanzaba, parándose  de  manos,  como  para 
bolearse,  arrojando  espuma  sanguinolenta 
que  iba  a  posarse  en  copos  sobre  las  ancas 
lustrosas. 

—  Bájese,  —  gritóle  Ramón.  —  Eso  no  es 
domar,  es  martirizar  a  los  animales. 

El  cuidador  se  desmontó  de  mala  gana, 
interrogándole  con  desplante. 

~-  ¿Y  cómo  va  a  domarlo,  entonces,  dán- 
dole besos? 

—  Usted  es  un  atrevido;  pero  yo  voy  a  en- 
señarle como  se  procede.  Sáquele  pronto  el 
recado  y  póngale  otro  freno  más  fino. 

El  cuidador  obedeció,  riéndose  estentó- 
reamente. 

Entonces,  el  joven,  sin  hacer  caso,  tomó 
de  las  riendas  al  caballo,  le  pasó  varias  veces 
la  mano  por  el  húmedo  cuello,  que  se  estre- 
mecía a!  sentir  el  contacto,  y  lo  paseó,  tiran- 
do suavemente  de  las  riendas.  Luego,  lo  dejó 
descansar,  atándolo  al  palenque,  repitiendo 
más  tarde  la  tarea. 

—  Ahora,  póngale  una  montura  inglesa, 
y  guarde  esos  trastos  ordinarios  en  el  galpón. 

Le  apretó  la  cincha  él  mismo  y  volvió  a 
pasearlo  durante  una  hora. 

—  Colóquelo  en  el  pesebre  sin  sacarle  la 
silla,  asegúrelo  bien  y  esta  tarde  me  lo  trae, 
otra  vez.  cuidando  de  que  no  se  alborote. 

Los  peones  no  se  atrevían  a  sonreír,  pero 
pensaban  que  aquello  era  cosa  de  risa,  y 
cuando  volvió  el  cuidador  y  le  vieron  la  cara, 
casi  explosionaron, teniendo  que  darse  vuelta, 
para  que  el  joven  no  advirtiera  sus  gestos 
de  burla.  Pero  la  burla  se  trocó  en  asombro, 
cuando,  algunos  días  después,  vieron  al 
«dotor»  montado  en  el  alazán,  sin  que  éste 
hiciera  ninguna  manifestación  bravia,  obe- 
diente a  la  rienda,  manso,  tan  manso,  como 
el  más  viejo  de  los  caballos  de  la  estancia. 

Ramón  visitaba  asiduamente  a  la  huér- 
fana. La  última  vez  que  la  vio,  estuvo  tan 
amable  y  atenta  con  él,  que  quedó  sorpren- 
dido. Ese  día,  por  supuesto,  la  encontró  más 
bella  —  si  era  posible,  —  más  bien  arreglada, 
y  sobre  todo,  más  femenina.  Parece  que  lo 
esperaba,  porque  salió  a  la  puerta  a  recibirle, 
sencilla  y  afable,  con  la  naturalidad  de  los 
seres  que  no  ocultan  sus  sentimientos.  El, 
impelido  por  extraño  impulso,  la  tomó  de 
las  manos  y  la  miró  en  los  ojos.  Ella  lo  miró, 
también,  sonriente,  sin  malicia,  como  si  toda 
su  alma  se  asomase  por  sus  pupilas  negras. 

¿Qué  pasó,  en  ese  momento,  por  e!  espí- 
ritu del  joven?  Algo  inexplicable,  porque  la 
atrajo,  con  ímpetu,  hacia  sí,  diciéndola: 

—  Si  yo  tuviese,  Laurencia,  una  mujer- 
cita  como  tú,  ¡qué  feliz  sería! 

Como  ella  guardara  silencio,  sin  hacer  es- 
fuerzo alguno  para  desprenderse  de  sus  bra- 
zos, agregó,  con  anhelo: 

---  Dime,  preciosa,  que  me  quieres  un  poco, 
un  poco  no  más,  pero  dímelo,  si  lo  sientes  así, 
comohace  laNaturaleza,  que  no  miente  nunca. 

—  Sí.  —  dijo  ella. -- lo  quiero,  no  un  po- 
quito, sino  ¡mucho!  ¡mucho!,  porque  lo  que- 
ría desde  antes  de  dirse. 

Y  se  dejó  besar,  como  una  flor  se  deja  as- 
pirar el  perfume. 

---Bueno,  —  dijo,  de  pronto,  Ramón, — 
ahora  no  tendrás  inconveniente  en  ir  a  casa. 
¿Quieres  que  vayamos  juntos? 

Y  sin  darla  tiempo  a  reflexionar,  la  tomó 
del  brazo,  apretándoselo,  por  temor  de  que 
se  le  escapara  y  se  la  llevó  casi  corriendo.  No 
habían  llegado  aun  a  las  casas,  cuando  él 
empezó  a  gritar: 

—  ¡Tata,  mama,  muchachas!  ¡Aquí  viene 
Laurencia! 

Todos  salieron  al  patio  y  al  verla  del  bra- 
zo del  joven,  tan  tranquila  y  satisfecha,  y  aun- 
que intrigados,  la  colmaron  de  atenciones. 

—  ¿Qué  ha  ocurrido?  —  interrogó  don  Ni- 
comedes. 

—  Ha  ocurrido,  —  contestó  el  mozo, — 
que  Laurencia  y  yo  nos  queremos  y  vamos  a 
casarnos,  si  usted  nos  da  el  consentimiento. 

Y  agregó,  bromeando,  mientras  la  acari- 
ciaba enternecido: 

—  Yo  la  domé  para  mí. 

—  No,  no  juistes  vos,  —  dijo,  riéndose, 
don  Nicomedes.  —  Tu  cencía  esta  vez  no  ha 
servido  pa  nada. 

—  ¿Y  quién  fué  entonces? 

—  El  amor,  ¡ay  junal,  que  es  el  domador 
más  baquiano  del  mundo. 

DIBUJO    DE   ZAVATTARO. 


ESCUELA       HOLANDESA 


MONDANDO      HABAS 

ÓLEO  DE   WEIJNS   JAN   HARM. 

PREMIADO   CON    MENCIÓN    HONORÍFICA 

EN    LA    EXPOSICIÓN    INTERNACIONAL    DE 

BUENOS  AIRES  DE   1910. 


Propiedad   del    señor 
josé  méndez  casariego. 


— r:>i_;v:S 


BcN^PvAMá^^  eX^IE  te/Vv! 


H 


La  estética  en  el  café. 


..1^ 


■'•«  de  invierno.  A  travís  de  los  cristales  del  coche, 
'ria,  arrebujada  en  la  niebla.  El  Prado ...  La  Ci- 


WYa  e.T  mi  «iojamienio.  ne  pude  resistir  el  deseo  de  pasear  mi  curiosidad 
rcr  la  famosa  Villa:  sus  noches  eran  de  gran  sugestión  para  mi  espíritu. 
La  Puerta  del  Sol  v  las  calles  que  la  circundan  era  lo  único  animado  con 
L"  7      un  ritmo  de  vida.  La  ciudad,  desierta,  sólo  parecía  habitada  por  mujeres 

que  a  nuestro  paso  vocean  ti  Htraldo. 

Pero  allí,  detris  de  los    focos  que   rielaban   su  luí  gris  sobre  la  acera 

w-         J         mojada,  estaba  el  caf*;  café  madrileBo,  cuya  influencia  es  para  nosotros 

taa  o^AÚbte.  aunque  el  motivo  sea  superficial:  con  sus  tpeflas»  de  consagrados,  cerno  una 

ptoloiif«ci6o  de  las  famosas  «sobremesas»  del  Atices:  con  sus  tristes  «peñas»  de  fracasados, 

dndt  •£!  CkM>.  de  Moraiin.  hasta  «La  Losa  de  los  Sueños»,  de  Benavente. 

ADI.  •noontrarU  algunos  hombres,  a  través  de  cuyas  obras  de  arte,  habían  ganado  mi 
•draineióa  j  alecto.  Medianoche  era  por  filo,  como  canta  el  romance,  cuando  entré  al  «Lion 
fOrv.  y  cuil  no  aeria  mi  sorpresa,  al  ver  el  café  con  muy  poca  gente,  en  un  ambiente  reco- 
cido y  nTmvfkwo  Un  buen  rato  llevaba  sentado,  cuando  de  un  saloncillo  del  fondo  vi  salir. 
■nvueito  on  su  capa,  pilidc  el  rostro,  ilustrado  por  sus  largas  barbas  de  chivo,  seco  como  un 
oaoobita.  el  fulcar  de  su  mirada  tras  los  grandes  anteojos  de  carey,  con  un  andar  nervioso, 
raanudo  y  ripido.  a  don  Ramón  del  Valle  Inclán. 

A  punto  mtuve  de  detenerlo,  para  estrechar  su  única  mano  gloriosa  y  ofrecerle,  como  un 
nuno  de  rosas  nacidas  en  las  tierras  de  Indias,  las  rosas  de  mi  admiración:  mas  lo  miré  pasar 
Uc!»  de  emoción  y  respeto.  Volvió  con  una  caja  de  cigarrillos  egipcios  en  la  mano,  para  seguir 
pcoidiendo  los  ritos  de  arte  y  divertimiento,  en  el  rincón  solitario  del  café,  rodeado  por  Ansel- 
mo UBtgatX  Nieto.  Martínez  Corbalin,  Ricardo  Baroja.  Juan  José  Llovet,  Penagos.  Moya  del 
Ptno...  Y  yo.  no  queriendo  borrar  de  mi  retina  la  visión  del  maestro,  me  retiré  recitando 
al  soneto  de  Rubén.- 

«Este  gran  don  Ramón  del  Valle  Inclán  me  inquieta». 


Aaisti  a  aquellas  reuniones.  Un  dia  en  que  Corbalán  se  burlaba  de  Carrére.  por  habérsele 
oanrido  aquella  imagen  comparando  a  la  luna  con  una  moneda  de  plata:  Llovet  ensayaba 
s  ingeniosas.  Moya  del  Pino  hacia  retratos  futuristas  y  Penagos  hablaba  con  una  deli- 
1  mujercita  francesa- — alguien  dijo  ai  autor  de  «Aromas  de  Leyenda»; 
.¿Sabe  usted,  don  Ramón,  que  Marquina  ha  declarado  no  escribirá  más  dramas  en  verse? 

—  Es  que  no  debía  escribirlos  tampoco  en  prosa. . .  Contestó  Valle  Inclán,  con  su  palabra 
»oeante  y  temible. 

Le  pregunté  entonces  por  la  suerte  de  su  teatro  poético,  con  relación  al  de  otros  que  hoy 
tienen  acaparados  los  escenarios  españoles. 

—  Yo  quise  que  en  mi  teatro  el  verso  correspondiera  a  la  acción,  para  que  formase  todo 
uru  unidad  de  belleza;  ahora  que  los  cómicos  no  pueden  acostumbrarse  a  eso.  La  lucha  es 
inútil:  son  muy  bestias.  No  pueden  salir  de  Villaespesa  y  Marquina,  que  no  han  creado  nada, 
ooncretándose  a  ver  una  prolongación  de  Zorrilla:  algo  muy  endeble. 

Nosotros  pensamos  en  la  malaventura  de  lo  bello  y  lo  grande. . . 

Don  Ramón  del  Valle  Inclán  ha  escrito  las  obras  más  originales  y  bellas  del  teatro  español 
contemporáneo.  Su  «Romance  de  Lobos»  es  una  creación  portentosa,  que  acreditaría  a  un 
genio  en  cualquier  literatura  del  mundo:— recordamos  que  la  guerra  impidió  su  estreno  en 
Paris.  cuando  ya  estaba  anunciada  y  publicada  en  hermosa  traducción  • —  según  él  —  por  el 
•Mercure  de  France». — tVoces  de  Gesta»,  tiene  la  grandeza  que  atesoran  las  páginas  del  ro- 
mancero y  por  sus  escenas  corre  una  emoción  honda  y  sincera.  «La  Marquesa  Rosalinda»  y 
•Cuento  de  Abril»,  obras  llenas  de  exquisita  novedad  y  música  imponderable. . .  Ncsotros.  al 
pefiaarenel  teatro  de  Valle  Inclán,  come  en  casi  toda  su  obra,  pensamos  con  los  oíos:  porque 
US  personales  y  sus  escenas,  los  recordamos  como  concepciones  pictóricas:  indudahlemente 
fl  los  ve  tal  un  pintor:  así,  a  veces,  creemos  estar  ante  maravillosos  retablos  animados. 


Hablando  de  su  estilo,  comparado  con  el  de  otros  escritores — Ricardo  León  sirva  de  ejem- 
plo —  está  de  acuerdo  con  la  respuesta  que  dio  «Azorín»  al  autor  de  «Critica  Profana». 

•El  estilo  es  la  personalidad  a  través  de  la  cultura — dice. — Yo,  a  la  influencia  de  Quevedo 
o  Cervantes,  he  preferido  la  de  los  primitivos  escritores,  donde  se  encuentran  los  giros  más 
ingenuos  y  puros  del  idioma;  como  en  «La  Conquista  de  Nueva  España»,  por  Bernal  Diaz 
CastiUo,  en  los  autores  anónimos  de  «Las  Crónicas»,  en  los  místicos. . . 

lAsi.  si  un  escritor  lee  a  un  solo  clásico,  resultará  un  imitador;  pero  si  sus  elementos  sen 
tomados  de  muchos,  toda  huella  de  imitación  es  difícil  de  encontrar  y  su  personalidad  es 
mis  robusta.  El  secreto  de  los  grandes  prosistas  o  poetas  —  los  creadores  --  está  en  situarse 
ante  la  vida  como  un  hombre  sin  tradición,  llevando  toda  la  tradición  a  la  espalda,  y  como  si  él 
fuese  el  primero  que  va  a  ver  las  cosas.  Es  el  caso  de  Rubén,  el  de  Lugones. . .  Y  luego, 
como  gustando  un  pensamiento  con  voluptuosidad,  añade: 

•¡Oh,  Rubén,  en  su  última  manera,  la  forma  sabia  con  que  cantó  en  Mallorca. .  .!• 


Al  maestro  le  piden  su  opinión  sobre  un  libro. 

—  No  vale  nada  —  contesta. 

Alguien  dice  su  sospecha  de  que  don  Ramón  no  ha  leído  aquel  libro. 

—  Es  cierto  — dice.  — ^No  lo  he  leído;  leo  muy  poco.  Pero  tengo  un  procedimiento  infa- 
lible para  saber  si  un  libro  es  bueno  o  malo. 

Todos  interrogan  con  avidez:  él  se  explica:  a  veces  le  basta  el  título  y  la  portada,  para  no 
seguir  mis  adelante.  Otras,  ya  en  la  primera  página,  le  pide  a  su  señora  que  marque  en  un 
papel  en  blanco  el  tamaño  de  las  palabras,  y  viendo  aquellas  lineas,  sabe  si  es  bueno  o  malo. 
Porte  un  ejemplo. 

Las  hijas  dt  las  madres  que  amé  tanto . . . 
ínclitas  razas  uf'hrirfías . . . 

—  ¿Y  dónde  está  el  secreto  de  ese  conocimiento? 

—  Si  es  malc,  ha  de  haber  muchas  líneas  cortas,  como  en  lo  primero;  eso  quiere  decir,  abun- 
dancia de  artículo»  y  preposiciones  y  todo  lo  que  se  pone  de  relleno.  Lo  segundo,  lineas  lar- 
gas, significa  conocimiento  del  idioma,  plenitud;  cada  palabra  dice  algo.  Y  el  escritor  debe 
buscar  esa  sinte^'s.  en  la  que  culminan  las  lenguas  griega  y  latina. 

—  ¿Pero  algunas  veces  ha  de  equivocarse? 

—  Muy  pocas. 

—  Por  ese  procedimiento,  no  hubiera  usted  descubierto  a  Juan  R.  Jiménez. 

—  Es  que  en  Jiménez  el  idioma  es  lo  de  menos;  tanto  daría  que  escribiese  por  gestos. . . 


Don  Ramón  del  Valle  Inclán  tjene  ahora  gloria  y  dineros.  Dicta  en  la  Universidad  de  Ma- 
drid, una  clase  de  Estética  y  hay  una  juventud  literaria  que  le  llama  padre  y  maestro,  mago 
en  letras  castellanas.  El  nos  ha  descubierto  el  alma  trágica  de  su  Galicia  natal:  ¡Oh,  Flor  de 
San'idad:  Adega,  tn  cuyos  010%  llama  azul  fulgura,  de  la  piedad  humildf. . . 

Ha  n*^  -I- tan  noble  a!  Marqués  de  Bradomín,  tan  perverso  y  galante  y  refinado, 

que  su  ;irse  la  mano  con  el  Abate  Casanovas  o  con  M.  J.  Barbey  d'Aurevilly. 

Ha  escr  anta  y  tanta  bella  página  inmortal. 

Ahora,  anrieia  ei  castillo  de  sus  antepasados,  los  señores  de  Caramiñal,  en  la  costa,  donde 
las  olas  del  mar  Cantábrico  pasan  con  su  armonía  eterna;  y  allí,  como  un  voluptuoso  del 
silencio  y  la  soledad,  encerrará  su  leyenda;  Valle  Incl.'in  tiene  leyenda.  Historia  ya  la  tiene 
cualquiera. . . 

Vai.entí.n  de  Pedro. 

Madrid.  1919. 


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'ti  x^^i-^nri^^^v— 


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dfendé' 


I 


(En  el  estudio  del  abo- 
gado Speroni.  Entra  Spi- 
netti:  cuarenta  años,  ele- 
gante, todavía  bastante  ru- 
bio, sonrisa  cortante.) 

—  Buenos  días,  abo- 
gado. 

—  Buenos  días...  Ten- 
ga la  bondad  de  sentarse. 

—  Usted  no  se  acuerda 
de  mí.  ¿verdad? 

—  Verdaderamente. . . 

—  Spinetti.  Carlos 
Spinetti. . .  Nos  hemos  co- 
nocido algunos  años  atrás. 
Entonces  también  usted 
se  daba  buena  vida... 
¿Me  mira?  ¿Acaso  he 
cambiado? 

—  No,  no  es  eso.. .  Al 
contrario,  por  más  que 
me  esfuerzo,  no  logro 
recordar.. . 

—  Pero  sí.  icaramba! 
Nos  hemos  puesto  en  re- 
lación dos  veces.  Hace 
diez  años,  la  primera,  por 
una  cuestión  de  honor, 
¿recuerda?  Eramos  pa- 
drinos adversarios . . . 

—  Ah,  sí,  sí;  recuerdo. 

—  ...Luego,  dos  años 
más  tarde.  Una  vez  más 
fué  usted  mi  adversario 
en  otro  pequeño  asunto... 

— Judicial.  También  lo 
recuerdo.  Spinetti:  Spi- 
netti Carlos.   Recuerdo. 

—  Pero  fui  absuelto. 
Por  inexistencia... 

—  ¿Inexistencia?  No 
me  parece.. . 

—  Sí.  por  inexistencia 
de  pruebas  suficientes... 
No  es  por  decir,  pero 
conseguir  esto,  teniendo 
en  contra  un  abogado  co- 
mo usted,  es  una  hazaña. 

—  Por  favor:  usted  es 
muy  amable. 

—  No,  no.  Siempre  he 
sentido  por  usted  grande 
estimación:  siempre  he 
apreciado  a  las  personas 

que  me  han  dado  que  hacer,  ¡y  vaya 
si  usted  me  lo  ha  dado! 

—  ¿Qué  quiere  usted?. . .  El  deber... 

—  Sí,  usted  es  persona  preciosa  o 
peligrosa,  según  los  casos:  es  usted 
uno  que  «encuentra»,  como  decimos 
nosotros. 

—  ¿Quienes? 

—  Nosotros...   pues.  (Pausa.) 

—  Y...  ¿en  qué  puedo  servirle? 

—  Precisamente  en  esto:  necesito 
de  usted  un  «hallazgo».  Comúnmente 
también  a  mí  se  me  ocurre  alguno. 
Y  de  los  buenos...  Pero  esta  vez  no 
se  me  ocurre. 

—  Oigamos. 

—  ¿Usted  conoce  al  duque  Lan- 
zoni? 

—  ¿Memé  Lanzoni?  Hemos  sido 
compañeros  de  colegio. 

—  Muy  bien.  El  asunto  se  resolve- 
rá aún  más  fácilmente.  ¿Y  a  Spizzi- 
chino,  le  conoce  usted? 

—  ¿Aarón?  ¿el  prestamista?  Lo  he 
conocido  en  otros  tiempos. 

—  Pues  se  trata  de  esto... 

—  Naturalmente,  de  algún  nego- 
cio de  usura:  ¡si  están  de  por  medio 
Memé  Lanzoni  y  Aarón  Spizzichi- 
no!...   ¡Pobre  Memé!  Aquella  mujer 

[se  lo  come  vivo. 

No,  abogado.  Marióri;  por  esta 
vez,  no  tiene  nada  que  ver  en  el 
asunto.  Yo  sí,  en  cambio. 

—  No  comprendo. 

—  En  seguida  se  lo  explico.  Hace 
dos  meses,  pues,  yo  fui  a  ver  al  ópti- 
rno  Aarón  y  le  dije:  Mi  querido  Aa- 
rón, el  duque  Lanzoni  me  escribe 
desde  París  que  necesita  treinta  mil 

'  liras...  Aarón  quedóse  algo  perplejo, 
[luego  rascóse  la  barba... 
■  Y  aceptó. 


UI^^Z&O. 


—  Veo  que  usted  lo  conoce.  Cuan- 
do Aarón  se  rasca  la  barba,  asunto 
arreglado.  Y  arreglamos  el  asunto: 
cinco  o  seis  días  después  fui  a  casa  de 
Aarón  con  cuatro  pagarés  de  diez 
mil  liras,  con  la  firma  del  duque  y  a 
vencer  cuando  muera  el  padre;  y  co- 
bré las  treinta  mil  liras.  Después  de 
lo  cual  subí  a  un  tren,  y...  (Pausa.) 

—  Y...  usted  no  llevó  las  treinta 
mil  liras  a  Lanzoni. 

—  Naturalmente. 

—  Oh,  es  un  asunto  muy  sencillo. 
Estafa  y  apropiación  indebida,  ar- 
tículos... 

—  No,  vea.  Usted  no  ha  entendido 
nada.  No  hay  ni  estafa  ni  apropia- 
ción indebida.  Hay  simplemente  una 
falsificación .. . 

—  ¡Ah!  las  firmas.. . 

—  Eso  es.  Estaban...  imitadas. 

—  Bueno,  entonces,  artículo  280, 
penitenciaría  de  uno  a  tres  años... 

—  Lo  sé  muy  bien.  Y  es  precisa- 
mente lo  que  no  querría.  Sería  el  pri- 
mer paso ...  Y  a  mi  edad  los  primeros 
pasos  son  siempre  ridículos. 

—  ¿Y  qué  va  usted  a  hacer?  Memé 
no  consentirá  ciertamente  en  aceptar 
como  suyos  los  autógrafos  que  usted 
le  ha  fabricado. 

—  En  efecto,  así  también  lo  creo  yo. 

—  Aarón,  por  otra  parte,  no  vaci- 
lará un  momento  en  denunciarle. 

—  No  lo  dudo. 

—  ¿Pues  entonces?  No  hay  salida, 
querido  mío. 

—  Es  decir:  habría  salida  después 
de  muchos  meses...  No,  no;  no  me 
conviene.  Hace  falta  el  hallazgo,  que- 
rido abogado.  Por  lo  mismo  he  veni- 
do a  verle.  Estoy  seguro  de  que  si 
usted  busca,  algo  hallará . . .  Mire  (sa- 


cando de  la  cartera  cinco  billetes),  estas 
son  cinco  mil  liras,  que  es  cuanto  me 
ha  quedado  de  las  treinta  que  me  dio 
el  buen  Aarón.  Veinticinco  se  me  han 
ido  en  estos  dos  meses  entre  Monte- 
cario  y  Niza...  Yo  las  deposito  en 
sus  manos.  Sáqueme  usted  de  este 
lío,  y  las  cinco  mil  liras  son  suyas. 

—  Pero...  querido  Spinetti...  yo 
no  sé  en  verdad  cómo. ..  Ese  artículo 
280  es  un  artículo  muy  estrecho, 
muy  desnudo,  justamente  como... 
la  celda  de  una  penitenciaría. 

—  Sin  embargo .. . 

—  No,  vamos.  Es  inútil.  Aunque 
tomara  estas  cinco  mil  liras  y  se  las 
llevara  al  duque  o  al  excelente  Aa- 
rón .. . 

—  De  ningún  modo.  Le  he  dicho 
que  son  suyas:  por  la  molestia  que 
usted  se  da. 

—  Es  que  no  hay  molestia,  cuando 
le  digo... 

—  Hágame  caso,  abogado:  no  me 
diga  nada.  Medite  la  cosa.  Estoy  se- 
guro de  que  algo  se  le  ocurrirá. 

—  ¡Qué  quiere  usted  que  se  me 
ocurra,  santo  Dios!  Escuche:  tome 
sus  cinco  mil  liras,  vayase  a  Ñapóles, 
suba  al  primer  vapor  que  parte  para 
América,  y... 

—  ¡Nunca!  ¡En  América  con  cinco 
mil  liras!  Usted  bromea.  Me  alcanza- 
rían para  los  cigarrillos.  Además,  el 
mar  me  hace  daño.  (Levantándose.) 
Repito:  medite  la  cosa.  ¿Qué  le  cues- 
ta? Volveré  dentro  de  cinco  o  seis 
días.  Hoy  es  miércoles...  pasaré  el 
lunes.  ¿De  acuerdo? 

—  ¿Qué  puedo  decirle?  Pase... 
Pero  no  se  haga  usted  ilusiones  ab- 
surdas. 

—  Para  mí  sólo  hay  una  cosa  ab- 


surda, querido  abogado: 
el   código. 

—  Es  usted  un  rico  ti- 
po. Y...  ¿no  quiere  un 
recibo? 

—  ¡No  faltaba  más! 
Entre  caballeros. 

— Demasiado  amable... 

—  Deje  la  ironía,  abo- 
gado. Ya  verá  que  el  lu- 
nes, cuando  vuelva,  toda- 
vía seré  un  caballero... 
Y  quién  sabe  si  un  día  de 
estos  no  hemos  de  volver 
a  encontrarnos  en  alguna 
cuestión  de  honor... 


(En  casa  de  Aarón 
Spizzichino,  en  la  Judería. 
Suciedad,  sillas  rotas  y 
olor  de  gato.) 

—  Buenos  días,  mi 
querido  Aarón. 

—  ¡Oh,  señor  abogado! 
¡A  quién  vemos!.. .¡  Desde 
cuatro  años!  ¡Estela,  oye, 
Estela!  Trae  una  silla 
para  el  doctor. 

—  Gracias,  no  se  mo- 
leste, Aarón.  Estoy  segu- 
ro de  que  nos  despacha- 
remos pronto. 

—  Muy  contento  si  es 
por  poco...  ¡Por  desgra- 
cia ya  no  soy  el  Aarón  de 
aquellos  tiempos!  Pero 
por  usted,  mi  doctor,  haré 
todo  lo  posible.  ¿Trajo 
usted  el  documento? 

—  No  se  trata  de  mí, 
Aarón.  Vengo  por  aque- 
llos cuatro  pagarés  del 
duque  Lanzoni... 

—  Ah,  el  duque.. .  Sí, 
sí.  ¡Oh,  qué  gran  señor, 
ese!  ¿Y  el  padre  cómo 
está?  Después  de  aquel 
contratiempo  del  año  pa- 
sado, ¿no  ha  tenido  más 
nada?  Ah,  pobrecito,  so- 
mos viejos,  es  sabido . . . 

—  Querido  Aarón,  al 
grano:  las  firmas  del  duque  Lanzoni 
son  falsas. 

—  ¡No!... 

—  Son  falsas. 

—  (Agitadísimo.)  No...  no...  no... 

—  Falsas. 

—  Pero  si  me  las  ha  traído  Garli- 
tos Spinetti...  ¡Oh,  qué  desgracia! 
¡Pobres  hijos  míos!. ..  ¡Estela.  Estela! 

—  Deje  a  las  mujeres.  Hablemos 
los  hombres  y  veamos  cómo  puede 
arreglarse  este  asunto. 

—  ¿Qué  quiere  usted  arreglar?  Es- 
toy sobre  la  paja,  en  medio  de  la 
calle,  mi  doctor... 

—  Cálmese,  Aarón,  y  razonemos. 
Las  firmas,  pues,  eran  falsas.  Spinet- 
ti me  ha  confesado  haberlas...  imi- 
tado. 

—  ¡Oh,  lo  mando  a  la  cárcel!  ¡En 
seguida!  ¡En  seguida!...  ¡Estela,  mi 
sombrero!  Voy  ahora  mismo  a  la  co- 
misaría. ¡A  la  cárcel!  ¡A  la  cárcel! 
¡En  seguida! 

—  Sí.  a  la  cárcel.  No  hay  nada 
que  decir.  Basta  que  usted  lo  denun- 
cie y  ya  lo  encierran.  Nadie  le  saca 
de  encima  tres  años.  Pero  ¿y  después? 

—  ¿Después? 

—  Después,  sí.  ¿Quién  le  devuelve 
sus  treinta  mil  liras? 

—  ¡Cuarenta  mil,   señor  abogado! 

—  Cuarenta  mil,  sea.Y  bien,  ¿quién 
se  las  devuelve? 

—  (Sollozando.)  ¡Ah,  pobres  hijos 
míos!  ¡Pobre  hija  mía! 

—  Cálmese,  Aarón.  Si  he  venido 
a  verle  es  porque  creo  que  hay  modo 
de  que  no  pierda  usted  un  centavo. 

—  ¿Y  cómo?... 

—  Dando  al  duque  otras  treinta 
mil  liras... 

—  (Saltando.)  ¿Eh?  ¿Cómo?  ¿Está 


— i=>i_;v:s 


usted   loco?   ¡Después   de   haberme 
embrollado  de  este  modo! 

—  No  es  él  quien  le  ha  embrollado. 
Ha  sido  Spinetti. 

—  Es  cierto. 

—  Bien,  usted  ha  confiado  en  el 
duque  por  cuarenta  mil  liras;  puede 
confiar  igualmente  por  ochenta  mil. 

—  ¡Pero  usted  está  loco!  ¿Y  quién 
me  da.  a  mi.  pobre  viejo,  otras  cua- 
renta mil  liras? 

—  Treinta  mil... 

—  Treinta  mil.  sea.  ¿Quién  me  las 
da?  Duermo  sobre  la  paja... 

—  Bah.  si  es  por  eso.  las  encon. 
trari.  Aarón.  Busque  entre  la  paja.. . 
Mientras  tanto  razonemos.  ¿No  es 
mejor  para  usted  tener  que  recibir 
ochenta  mil  liras  de  Memé  Lanzoni. 
que  cuarenta  mil  de  nadie? 

—  ¿De  nadie? 

—  S.  de  nadie.  Spinetti  segura- 
mente no  ha  de  pagarle. 

—  ¡Pero  yo  lo  mandaré  a  la  cárcel! 

—  Si.  lo  sé.  Tres 
años  de  penitencia- 
ría... que  le  costarán 
diez  mil  liras  cada  uno. 

—  Es  cierto . . . 

—  ...Sin  los  inte- 
reses. 

—  Pues  entonces... 
¿Quiere  usted  que 
arríe^ue  perder  otras 
cuarenta  mil? 

—  No.  querido 
Aarón.  no  hay  riesgo. 
El  anciano  duque  está 
en  las  últimas,  y  muy 
pronto...  Se  trata. 
pues,  de  ganar  otras 
diez  mil... 

—  ¿Está  usted  se- 
guro? 

—  Como  estoy  se- 
guro de  que  cuarenta 
mil  y  cuarenta  mil  su- 
man cinco  mil... 

—  ¿Cómo? 

—  Qu  iero  decir 
ochenta  mil. . .  Conclu- 
yamos: si  le  traigo 
aquí  al  mismo  duque 
en  persona  para  fir- 
marle por  ochenta  mil 
liras . . . 

—  ...En  blanco... 

—  ...  En  blanco, 
¿está  usted  dispuesto 
a  devolver  los  cuatro 
documentos  de  Spi- 
netti? 

—  (Después  de  una 
pausa. )  Usted  dice  que 
el  anciano  no  durará 
mucho,  ¿no? 

—  Hum.  no  creo. 
Esas  son  enfermeda- 
des que... 

—  Bueno...  Haga  usted,  doctor. 
Me  pongo  en  sus  manos. 


[En  el  locador  de  Memé  Lamoni. 
quien  acaba  de  volver  de  la  caza  al 
zorro  y  está  mudando  de  ropa.) 

—  Buenos  días.  Memé. 

—  ¡Oh.  querido  abogado!  ¿Qué  no- 
vedad hay?  Han  de  ser  como  dos 
años  que  no  nos  vemos.  Siéntate. 
Y  discúlpame  de  haberte  hecho  pasar 
aquí... 

—  No  faltaba  más.  Al  contrario. 
¿Buena  caza  hoy? 

—  Regular.  Dos  galopes  discretos. 

—  ¿Lindas  amazonas? 

—  Las  mismas.  «Simoneta»,  queri- 
do amigo,  ¡qué  portento!  Todos  me 
la  envidian.  ¡Qué  estampa! 

—  Como  Marión. 

—  Mucho  mejor.  Menos  caprichos. 
¿La  conoces? 

—  No  tengo  ese  gusto.  Hace  mu- 
cho que  no  frecuento  el  gran  mundo. 

—  Es  verdad.  En  efecto,  ya  no  se 
te  ve.  Siempre  ahogado  en  medio  a 
los  códigos ...  Me  dicen ...  (Al criado. ) 
No.  Juan,  los  otros  tirantes:  esos 
iguales  a  las  ligas.  Eres  un  asno,  que- 
rido Juan. 

—  ¿Te  dicen? 

—  Sí.  me  dicen  que  estás  haciendo 


plata.    ¡Hombre   feliz!    ¿Quieres   to- 
marme en  tu  estudio? 

—  Buena  la  harías,  ¡pobre  Memé! 

—  Es  que  tarde  o  temprano,  mien- 
tras viva  papá,  será  necesario  que  me 
decida  a  hacer  algo.  De  otro  modo,  ¡ay! 

—  Lo  lamento,  entonces... 
~  ¿Qué? 

—  ...De  haber  venido  a  causarte 
otra  pesadumbre. 

-  ¿Tú? 

—  ¡Por  desgracia! 

—  ¡Al  diablo  los  abogados!  ¡Pero 
caramba,  ni  siquiera  puede  uno  con- 
fiar en  los  compañeros  de  escuela! 
No,  oye,  hoy  no  es  el  caso  de  venir 
a  hablarme  de  negocios.  Pasa  otro 
día.  querido...  Figúrate,  mañana  es 
el  cumpleaños  de  Marión,  y  no  sé 
qué  hacer.  Asi.  pues,  piensa  si... 

—  Sin  embargo,  querido  Memí^, 
será  necesario  que  me  escuches  cinco 
minutos.  Puedes  imaginarte  si  no  ha 
de  serme  penoso  venir  a  causarte  un 


—  ¿Spinetti?...  ¿Spinetti?...  Aguar- 
da: me  parece  que  una  vez  me  habló 
de  él  Marión.  Pero  yo  no  lo  conozco. 
¡Qué  canalla!  Aun  quedaba  quien  me 
habría  dado  dinero,  y  este  pillo  lo 
explota,  en  mi  nombre,  ¡en  su  prove- 
cho! ¡Ah.  pero  lo  mandaré  a  la  cár- 
cel!... ¿Me  parece  que  se  puede?... 

—  ¡Cómo  no!  Si  quieres  yo  mismo 
me  encargo  de  eso. 

--  ¿Si  quiero?  ¡Pero  en  seguida, 
caramba!  ¡En  seguida!  (Se  pasea  pen- 
sativo.) ¡Cuarenta  mil  liras!  ¡Nada 
menos!...  ¿Estás  seguro?  ¡Cuarenta 
mil  liras  con  mi  firma! 

—  Completamente  seguro:  treinta 
mil,  más  diez  mil  de  intereses. 

—  No  importa:  siempre  es  un  ne- 
gocio buenísimo.  ¿Sabes  que  ese  tu 
Brichetti  es  maravilloso? 

—  Spinetti. 

—  Es  lo  mismo.  Debe  ser  un  hom- 
bre extraordinario.  Te  aseguro  que 
yo  jamás  lo  habría  conseguido.  Casi 


fastidio,  un  fastidio  bastante  grave. . . 

—  ¡Diablos! 

—  Ah,  sí.  Muy  grave. 

—  Bien,  oigamos:  ¿quién  es  el  su- 
cio usurero  que  te  envía? 

—  Aarón. 

—  ¿Aarón?...   No  lo  conozco. 

—  Sin  embargo,  tiene  cuatro  paga- 
rés tuyos. 

—  ¿Cómo?...  Juan,  esta  corbata 
es  un  desastre . . . 

—  Excelencia,  depende  de  las  ca- 
misas. 

—  Es  cierto...  Decías,  pues,  doc- 
tor... ¿cuatro  pagarés?  Bromeas. 

—  No  bromeo.  Cuatro  pagarés  de 
diez  mil  liras,  en  blanco,  firmados 
Guillermo  Lanzoni  de  Cormüe. 

—  ¡No!  ¡Yo  jamás  he  firmado  nada 
al  señor  Aarón!  Aguarda  un  poco... 
Que  no  me  haya  olvidado...  Juan, 
¿quieres  salirte  de  entre  los  pies,  vie- 
jo imbécil?...  Pero  no,  no,  nunca. 
¡Nunca  he  firmado  nada! 

—  Lo  sé. 

—  ¿Pues  entonces?  ¿Qué  vienes  a 
contarme? 

—  Que  tus  pagarés  los  ha  firmado 
por  ti...  otro. 

—  ¡Caramba!  ¿Y  quién  es  ese  sin- 
vergüenza? 

—  Un  sinvergüenza,  en  efecto: 
cierto  Spinetti.  ¿Lo  conoces? 


es  un  crimen  mandarlo  a  la  cárcel. 
¿Fumas? 

—  Gracias.  Ves. ..  esto  precisamen- 
te quería  proponerte.  ¿No  se  podría 
tratar  de  arreglar  la  cosa? 

—  ¿Arreglar?  ¿Estás  loco?  ¿Y  qué 
es  lo  que  quieres  arreglar?  ¿Quieres 
que  acepte  la  paternidad  de  esas  fir- 
mas para  dar  gusto  a  un  picaro  que 
ni  siquiera  conozco? 

—  No  digo  eso:  no  para  dar  gusto 
a  él.  ¿Pero  si  pudieras  hallar  el  modo 
de  dártelo  también  a  ti? 

—  No  te  entiendo. 

'  -  Quiero  decir:  si  por  ejemplo,  el 
óptimo  Aarón  te  facilitara  otros  trein- 
ta billetes  de  mil,  ¿no  le  firmarías, 
retirando  los  documentos  de  Spinet- 
ti, ocho  pagarés  tuyos,  auténticos,  de 
diez  mil  liras? 

—  Hablas  en  broma,  espero.  ¡Lin- 
do negocio  me  vienes  a  proponer! 
¡Ochenta  mil  liras  por  treinta  mil! 
Muchas  gracias,  querido. 

—  Oye,  tú  las  pones  en  la  testa- 
mentaría, y . . . 

—  ¡Pero  estás  loco!  ¡loco  de  atar! 
Ya  de  sobra  me  han  ahorcado.  Bas- 
ta ya. 

—  Entonces,  no  se  hable  más. 
Pensemos  más  bien  en  mandar  a  la 
cárcel  a  ese  canalla  de  Spinetti. 

. —  ¡En  seguida,  en  seguida!  Como 


a  ese  otro  canalla  del  camisero,  que. . . 
¡uf!   En  seguida.  A  la  cárcel. 

—  Sí,  en  seguida,  querido  mío.  No 
se  necesita  mucho  trabajo. 

—  ¡Pero  qué  bandido!  Pensar  cuan- 
to debe  sudar  una  persona  decente 
para  procurarse  dinero ...  Y  uno  debe 
ver  a  cualquier  Marchetti... 

—  Spinetti. 

—  Sí,  es  lo  mismo...  ¿Qué  hay, 
Juan? 

—  Esta  carta.   Excelencia... 

-  Ah.  es  Marión...  Pobre  chica, 
me  espera  mañana  al  mediodía.  Es 
su  fiesta.  ¡Pero!...  ¡Va  mal.  querido 
abogado,  va  mal!  Pobrecita,  deberé 
hacerme  el  desmemoriado.  Y  me 
duele...  No  se  lo  merece...  Es  tan 
buena...   (Pausa.)  Di... 

¿Qué? 

¿Crees  de  veras  que  tu  Samuel? 

—  Aarón. 

—  . .  .Que  tu  Aarón  esté  dispuesto... 

—  ¿A  qué? 

—  A  darme ...  a 
hacerme...  Juan, haz- 
me el  favor  de  irte  un 
momento  a!  infierno: 
te  llamaré. 

—  ¿A  darte  las 
treinta  mil  liras?  Es- 
toy seguro.  Tú  com- 
prendes que  antes  que 
perder  las  otras.. . 

—  Pero  sería  una 
vergonzosa  usura. 

--  Una  innoble  usu- 
ra, lo  sé.  Pero,  tú  dirás. 

—  Porque,  ves. .  . 
(Se  pasea.) 

—  Por  lo  demás,  re- 
pito, en  la  testamen- 
taría.. . 

—  Eso  es  cierto.. . 

—  ¿Cómo  está 
papá? 

—  Y.. .  muy  bien. 
Nunca  ha  estado  tan 
bien. 

—  Tú  dirás,  te  re- 
pito. 

—  Y.. .  dime  tam- 
bién: ¿cuándo  podría 
hablarse  con  ese  tu 
Isaac?  Es  que  acaso 
podríamos   ver... 

-  Ahora  mismo,  si 
quieres.  A  esta  hora 
está  en  casa. 

—  ¡Oh!  (Pausa.) 
¡Juan!  ¡Juan!...  ¿Dón- 
de se  ha  metido  ese 
imbécil? 

—  Ordene,  Exce- 
lencia. 

—  El  sobretodo,  el 
sombrero.  Rápido, 
marmota. 

{En  el  estudio  del  abogado  S  perón  i.) 
'—  Querido  abogado. 

—  Oh,  querido  Spinetti. 
--¿Y? 

—  Aquí  tiene  usted  los  pagarés. 
¿Reconoce  sus  firmas?...  Quiero  de- 
cir... ¿las  del  duque? 

—  Las  mismas.  Gracias,  doctor. 

—  De  nada.  Gracias  a  usted.  Pero, 
cuidado  con  no  volver  a  caer.  Son 
negocios  peligrosos. 

—  ¡Bah!  En  el  fondo,  ha  sido  un 
excelente  negocio  para  todos. 

—  No  sé  si  para  Aarón. 

—  En  efecto...  Dicen  que  el  an- 
ciano duque  quiere  dejar  todo  su  pa- 
trimonio a  la  «Obra  católica  de  las 
regeneradas»...  Podrá  servirle  a  Ma- 
rión en  la  vejez...  Para  nosotros 
tres,  en  tanto,  ha  ido  muy  bien:  us- 
ted cinco  mil  liras,  el  duque  treinta 
mil,  yo  treinta  mi! .. . 

—  Veinticinco,  me  dijo  usted. 

—  ¡No,  caramba!  ¡No  iba  a  perder 
las  otras  cinco!  Me  las  he  hecho  de- 
volver. 

—  ¿Devolver?  ¿Y  por  quién? 

—  Por  Marión. 

—  ¡Ah!...   Vean... 

—  Sí,  pobrecita.  Es  tan  buena... 

GUELFO    ClVlNlNl. 
TRADUCCIÓN    DE   ROBERTO    F.    GlUSTl. 


Fué  a  reclamar  una  camisa  y  perdió  un  año 
de  bachillerato.  Aun  no  han  parecido  la  prenda 
ni  las  lecciones  extraviadas;  pero,  en  cambio,  to- 
davía duran  las  memorias  de  aquel  amor  juvenil. 
Fué  a  buscar  una  camisa  tan  invisible  como  la 
del   hombre   feliz   y  encontró  emociones. 

En  un  rincón  del  taller,  el  hornillo,  al  rojo  es- 
carlata, calentaba  las  planchas  y  el  ambiente 
veraniego.  Pastoso  olor  de  azufre  y  de  lienzos 
húmedos,  risas  femeniles  y  un  vaho  de  aroma  ba- 
rato, la  canción  del  día  y  la  labor  de  siempre: 
todo  lo  que  puede  encerrar  un   pequeño  taller. 

El  había  entrevisto  y  hasta  contemplado  mu- 
chas planchadoras  desde  la  calle,  a  través  de  los 
vidrios  y  de  las  cortinas.  Así,  desde  lejos,  pare- 
cían enfermeras  atareadas,  blanquísimas  y  lindas 
enfermeras  trabajando  en  fricciones  y  masajes; 
mas  nunca  pudo  penetrar  en  un  taller  de  plancha. 
Esta  excursión  a  regiones  desconocidas  era  un 
deseo  de  su  alma  tenoriesoamente  platónica.  Ale- 
grándose, pues,  del  pretexto,  llegó  aquel  sábado 
para  reclamar  la  urgente  camisa  del  domingo. 

Era  pobre  y  encontrábase  sujeto,  como  tantos, 
a  la  imperiosa  tiranía  del  bien  vestir.  El  almidón 
brillante  debía  emblanquecer  su  librea  de  estu- 
diante, y  las  tres  camisas  de  su  ajuar  iban  y  venían 
por  riguroso  turno.  Era  joven  y  hallábase  prendi- 
do en  las  redes  del  buen  amor.  La  tersura  de  sus 
cuellos  jugaba  importante  papel  en  la  eficacia  de 
sus  pretensiones.  Aquel  día.  al  volver  de  clase, 
no  encontró  sobre  una  silla  la  camisa  de  guardia 
junto  a  los  cuellos  pulidos  y  candidos. 

Cuando  llegó  al  taller,   detúvose  en   la  puerta 
bastante   aturdido.    Es   muy   difícil    penetrar   de 
repente  en  una  atmósfera  a  la  que  no  estamos 
habituados,  y  más  si  cuatro  pares  de  negros  ojos 
nos  miran  con  burlona  curiosidad.  Hizo  su  recla- 
mación tartamudeando  un  poco,  una  reclamación 
^^  llena  de  disculpas,  cortés,  suplicante. 
^^m     — Carmen:  la  camisa  del  señor — dijo  Meroe- 
^^B  des.  —  ¿El  número  25,  señor?  —  agregó  dirigien- 
^H^  do  al  reclamante  una  mirada  negra  y  hermosa. 
^H       Y  las  cuatro  muchachas  se  dedicaron  a  buscar 
^Hj   la  camisa  del  estudiante.  Parecían  cuatro  palomas 
^H^  de  cabecita  negra  revoloteando  y  corriendo  sobre 
^^B  un  tendedero  de  ropas,  en  una  siesta  estival. 
^^H      —  Tome  asiento,  señor  —  repitió  Mercedes. 

I " ^ ' 


áeT^PiancñadoKic/ 


los  ojos  llenos  de  admiración,  el  reclamante  se- 
guía la  maniobra.  Fué  recobrando  la  serenidad 
y  el  seguro  uso  de  su  galante  palabra. 

—  Quiera  Dios  que  no  parezca. 

—  ¿Por   qué,   caballero?  —  preguntó  Mercedes. 

—  Porque  quiero  ser  feliz. 

Las  niñas  no  le  comprendieron,  adivinando,  sin 
embargo,  que  aquella  frase  encerraba  un  piropo. 

—  ¿Ustedes  no  saben  el  cuento  de  la  camisa 
del  hombre  feliz? —  preguntó  nuevamente  el  joven. 

No  conocían  el  conocido  cuento  y  dejaron  la 
busca  para  escucharlo. 

—  Pero  usted  tiene  dos  camisas  todavía  —  in- 
sinuó Mercedes. 

—  Piérdanlas  en  seguida,  señoritas;  me  hace  mu- 
cha falta. 

Una  cuádruple  risotada  resonó  en  el  taller.  Lue- 
go hablaron  y  rieron  los  cinco,  mientras  Mercedes 
y  el  reclamante  se  miraban  con  sed  de  felicidad. 


Aquella  misma  noche  relució  sobre  la  silla  la 
camisa  número  tres,  lavada  y  planchada  en  una 
hora  por  las  ágiles  manos  de  Mercedes. 

La  llevó  y  la  trajo  Manuelita.  y,  gracias  a  Ma- 
nuelita,  pudo  enterarse  el  reclamante  que  Merce- 
des no  tenia  novio,  que  habitaba  junto  al  taller 
y  que  no  salía  los  domingos. 

Y  sobre  aquella  coraza,  sobre  aquel  brillante 
esternón  vio  la  doble  llamarada  negra  de  dos  ojos 
intensos.  Y  al  día  siguiente,  desafiando  los  rigores 
del  sol,  fué  a  la  calle  de  Mercedes  para  agradecer 
el  trabajo  extraordinario. 

Todas  las  mañanas  de  aquel  curso  escolar,  el 
joven  iba,  con  los  libros  bajo  el  brazo,  y  en  el 
caluroso  taller  se  saturaba  de  amor  y  de  tufo  de 
carbón.  Mercedes  era  hermosa  y  distinguida  como 
una  reinecita;  sabía  querer  como  quieren  los  hu- 
mildes: amor,  agradecimiento,  esperanza  y  celos. 

Poco  a  poco  conquistó  el  derecho  a  una  silla 


del  taller.  Desde  allí  oía  la  charla  y  los  cantos 
de  las  lindas  obreras,  tomaba  parte  en  las  bromas 
perdiendo  gozosamente  un  año  de  enseñanza. 

En  cambio,  su  espíritu  siempre  ingenuo  y  mozo, 
aprendió  mucho  en  aquella  aula  de  la  vida.  Mer- 
cedes se  le  aparecía  como  el  símbolo  amado  de 
toda  una  clase.  También  ella  rudamente  traba- 
jaba por  lo  peor  que  se  puede  trabajar:  por  la 
vanidad  m.^sculina.  Todos  los  trozos  de  la  arma- 
dura que  el  hombre  viste  para  defender  su  cora- 
zón y  su  existencia  adquirían  bajo  la  sorprendente 
fuerza  de  aquellas  lindas  manos  temple  y  brillo. 

Y  las  reflexiones  del  enamorado  se  llenaban  de 
amor  a  los  humildes,  a  los  que  se  alimentan  con 
migajas  y  caridades  del  lujo.  Allí  tomó  su  espí- 
ritu ese  baño  de  benevolencia  y  justicia  que  vigo- 
riza sus  rebeldías  y  atenúa  su  aristocraticismo. 

Desde  el  primer  momento,  comprendió  el  joven 
que  aquel  idilio  iba  a  fracasar.  La  familia  nunca 
autorizaría  la  legalización  de  tales  amores  por  muy 
honestos  que  fuesen.  Procuraba  él  olvidar  ese 
inevitable  y  presentido  fin,  distrayéndose  con  las 
delicias  de  su  cariño. 

¡Flojo  amor  de  esclavos,  más  flojo  que  el  mundo: 
te  reproduces,  te  sumas  y  sobrevives  a  la  muerte, 
siendo  cobarde  en  la  vida;  gastas  tu  poderío,  alma 
del  mundo,  en  juramentos  mentidos;  enervas  tu 
juventud,  tus  vigores,  flojo  amor  de  niños  es- 
clavos! ¡A  la  hora  de  los  inútiles  recuerdos,  con- 
viertes en  sensiblería  el  sentimentalismo  indescrip- 
tible de  tus  horas  buenas! 


Casi  todas  las  noches  salían  del  brazo,  a  pasear 
lentamente  por  la  plaza,  como  esposos  flamantes, 
como  padres  nuevos.  Y  eran  felices  así,  al  jugar 
a  los  cónyuges,  al  representar  sus  papeles  en  la 
comedia  mundana,  sabiendo  que  nunca  lograrían 
el  mutuo  propósito. 

Bajo  los  árboles  de  la  plaza  murió  aquel  idilio 
de  quinto  año  de  bachiller;  murió  todo  lo  más 
honradamente  posible,  como  los  amores  ingenuos, 
en  una  disputa  casi  matrimonial. 

Fué  a  reclamar  una  camisa  y  perdió  el  curso. 
En  cambio,  todavía  duran  las  memorias  de  aque- 
llos amores  imposibles,  de  planchadorcita  y  estu- 
diante. 

Eduardo  del  Saz. 


—  I3»l^-N^'4=    'V.L^T^IS^'X— 


c 


:b 


B^K_0   M    .^   N  í    ^^ 


El  Wroe  de  este  apunte  ha  apaLrecido  en  el  caté 
con  la  marcialidad  de  un  redoble.  El  hombre  ha 
entrado  bello,  imperioso,  mag^nlfico.  luciendo  una 
cabellera  remolinada  como  la  de  Antinoo.  y  un 
perfil  apolíneo,  y  hasta  un  amplio  cuello  abierto 
a  lo  Byron.  Y  ha  sido  —  vean  ustedes  hasta  donde 
llefa  la  impertinencia  del  mundo  —  que  en  la  se- 
dante obscuridad  del 
recinto  han  comentado 
a  volar  los  cínifes  de 
la  ironía.  El  que  no 
ha  levantado  las  cejas, 
ha  vuelto  la  cabeza, 
dislocándose  el  cuello, 
o  ha  insinuado,  ¡ay!. 
una  risa  lesiva.  En  to- 
dos los  rostros  se  ha 
hecho  visible  un  esta- 
do mental  negativo. 
Arlequín  no  hubiera 
hecho  más  con  su  ex- 
traño indumento.  Hasta 
el  mozo  —  un  hombre 
recio,  discretísimo  y 
manso — ha  querido 
distinguir  al  intruso 
mirándole  en  el  cristal 
de  un  espejo  en  que  to- 
do aparece  anegado  en 
la  falsedad  de  una  agua 
azulenca. 

Digo  que  el  hombre 
heroico,  pues  héroe  hay 
que  ser  para  hacer  de 
actor  en  esta  picara 
farsa,  ha  aparecido  en 
el  café  con  todo  el 
aparato  del  mundo.  El 
muy  candido  ha  entra- 
do luciendo  un  ancho 
sombrero  norteameri- 
cano, una  linda  guerre- 
ra, unos  «briches»  ¡a 
mar  de  hípicos,  unas 
botas  flexibles  y  unas 
resonantes  espuelas.  A 
decir  verdad,  nadie 
puede  decir  si  ese  hom- 
bre es  un  estanciero 
rumboso  o  una  evoca- 
ción de  los  guerreros 
del  gran  Douglas  Haig. 
Su  figura  es  una  figu- 
ra ambigua.  Lo  mismo 
puede  ser  la  de  un  do- 
mador de  leones,  que 
la  de  un  mozo  «bien*, 
enamorado  de  las  apa- 
riencias bizarras.  Que 
no  es  militar,  dícelo  su 
traje  horro  de  distinti- 
vos: que  no  es  estan- 
ciero, proclámalo  su  re- 
lamida apariencia.  ¿Qué 
será.  pues,  esc  hombre 
heroico,  llamativo,  bi- 
zarro, que  rinde  culto  a 
la  lampiñomania  de  úl- 
tima hora,  viste  ese 
traje  extraordinario  y 
acentúa  la  nota  lucien- 
do en  plena  ciudad  la 
inutilidad  de  una  fusta? 

Si  el  lector  no  lo  di- 
ce, voy  a  decir  yo  que 
ese  hombre  es  un  biza- 
rrómano  ingenuo  y  que 


de  ningún  modo  hay  que  co.ifu.Tdirlo  con  los  asis- 
tidos por  la  gracia  de  la  elegancia.  Elegancia  y 
bizarría  son  dos  «cosas»  distintas.  Brummell  no 
se  atrevería  a  suscitar  asi  la  burla  plebeya.  Los 
trajes  de  un  Brummell  son  idénticos  a  los  de  su 
ayuda  de  cámara,  sencillamente  porque  el  dandy 
tiene  la  seguridad  de  no  ser  confundido   jamás. 


^■V^ 


El  elegants  es  el  verdadero  prodigioso  de  la  me- 
dida y  del  tono.  Da  él  son  la  sencillez,  la  natura- 
lidad, la  parquedad,  el  visible  desdén  por  las 
notas  chocantes.  ¿Cómo  creer,  pues,  que  el  héroe 
de  este  apunte  es  algo  más  que  un  mozo  ingenuo 
que  desconoce  el  valor  de  las  medias  tintas?... 
Ese  hombre...  Hay  que  decir  que  ese  hom- 
bre no  es  más  que  un 
bizarrómano  y  que  su 
amena  manía  es  necesa- 
ria, como  el  movimiento 
y  el  brillo,  para  la  ar- 
monía de  este  mundo. 
El  mundo  es  un  poco 
triste  y,  de  seguro,  lo 
sería  más  si  no  pudiera 
sonreírse  de  esa  rara  fi- 
gura. Si  no  existiera  ese 
hombre,  tendríamos  que 
inventarlo  para  no  la- 
mentar la  ausencia  de 
un  gran  elemento  deco- 
rativo. Porque  el  biza- 
rrómano es  algo  así 
como  el  escaparate  de 
una  joyería  o  la  venus- 
tidad de  una  fémina.  Sin 
él  habría  menos  anima- 
ción en  la  calle  y  nunca 
más  veríamos  el  pena- 
cho del  viejo  Don  Juan, 
aquel  que  repetía  ma- 
drigales ajenos  ofre- 
ciendo un  porvenir 
sentimental  a  todas  las 
damas. 

El  bizarrómano  no 
seduce  más  que  a  los 
corazones  sencillos.  La 
gran  dama  ni  para  la 
atención  en  esa  amena 
figura  lampiña.  Y  es  que 
el  seductor  de  estos  días 
es  un  hombre  grave  y 
experto,  que  luce  en  las 
sienes  el  albor  de  unas 
canas,  y  que.  por  haber 
vivido  intensamente, 
sabe  decir  conmovedo- 
ras mentiras.  Don  Juan 
ha  pensado  mucho  en 
estos  últimos  tiempos  y 
sabe  que  en  el  gran  mun- 
do no  llama  la  atención 
su  deslucido  penacho. 
Pero  hagamos  por  no 
acentuar  la  sonrisa  y 
por  ver  en  la  figurilla 
de  este  apunte,  ya  que 
ello  es  necesario  para 
nuestraeducación  senti- 
mental, a  un  buen  ami- 
go débil  de  espíritu.  Es3 
hombre  pueril  a  quien 
todos  han  visto,  se  aliña 
para  todos  nosotros,  y 
sólo  se  cura  de  la  impre- 
sión que  produce  en  el 
espíritu  de  los  especta- 
dores. Por  él  podemos 
sonreír  buenamente,  ,  , 
Tolerémosle  mientras 
viva  y  no  digamos  que 
el  mundo  sería  mejor  sin 
su  bizarra  figura. 

Manuel  Aznar. 

CARBÓN     DE    ALONSO. 


"1:2  >2v- 


Muéstrame  ese  camino  que  tu  planta  hollara; 
«se  largo  camino  donde  tu  irradiación  pobló  de 
nuevas  luces  la  obscuridad,  donde  al  hechizo  de 
ítu  voz  brotó  intangida  música  en  el  silencio. 
Allí  donde  la  vida  germina  en  el  seno  de  la  muerte, 
donde  la  nada  encierra  a  todo  el  universo. 

Muéstrame  el  camino  y  deja  que  tu  amor  me 
guíe.  Tu  amor  siempre  clemente  y  lleno  de  mi- 
:sericordia.  Porque  tú  no  puedes  dejar  de  amar 
ra  quien  tanto  te  quiere;  y  mi  amor  es  un  pobre 
-reflejo  del  que  tú  me  profesas. 

Por  eso  te  busco,  porque  tú  me  buscas.  Y  mar- 
.cho  confiado  tras  las  huellas  que  tú  dejaras  en 
«1  camino,  sabedor  de  que  tarde  o  temprano  lo 
recorrería   este    humilde   esclavo. 


En  el  primer  día  de  la  existencia,  sembraste 
-en  mí  el  grano  fértil  de  tu  cosecha. 

La  reja  de  tu  arado  abrió  despiadadamente 
un  surco  profundo  en  mi  ser,  y  a  ese  surco  se 
•abalanzaron  codiciosas  las  aves  del  cielo. 

Removieron  con  sus  garras  la  húmeda  arcilla 
y  extrajeron  lo  único  que  allí  existía:  larvas  e 
(insectos. 

Y  se   alimentaron   las   aves,   y  el   grano   fértil 


germinó  en  fruto,  y  aprendí  entonces,  que  todos 
tus  actos,  aun  los  más  crueles,  llenos  están  de 
bondades  y  de  dulzuras,  amor  mío. 


«Tú  sabes  lo  que  hay  en  el  fondo 
de  mi  alma,  y  yo  ignoro  lo  que 
hay  en  el  fondo  de  la  tuya.  (Corán, 
sura  V,  vers.   116.) 


Me  dijeron  que  para  encontrarte  era  menester 
hallar  tu  alma;  y  fui  en  su  busca,  por  el  áspero 
sendero  del   amor   divino. 

Pero  esa  alma  se  ocultaba  en  tu  cuerpo,  y  tu 
cuerpo  estaba  oculto  en  el  alma;  fruta  inefable 
que  contiene  la  semilla  donde  se  oculta  la  fruta 
misma. 

Y  retorné  ."^in  verte;  porque  no  pude  llegar  a 
Ti;  que  te  ocultas  dentro  de  lo  que  está  oculto; 
que  eres  alma  de  tu  alma. 


Tú  fuiste  el  Primero  y  Único  que  me  dio  la 
bienvenida,  cuando  llegué  a  este  mundo. 

Me  esperabas  en  el  jubiloso  rayo  de  sol  que  hirió 
mis  ojos  al  despertar;  me  besaste  en  la  frente  con 
la  brisa  primaveral;  el  rocío  de  tus  cielos  hume- 
deció mis  labios  y  el  perfume  de  tus  flores  se  ciñó  a 
mi  cuerpo,  como  una  túnica  en  cuyos  pliegues  se 
ocultara  el  hálito  de  tu  inextinguible  esencia. 

Y  tú  serás  el  Primero  y  Único  en  darme  el 
postrer  adiós,  cuando  mi  alma  emprenda  el  viaje 
sin  fin,  a  través  de  ese  suspiro  inmenso  que  di- 
vide este  mundo  del  más  allá. 

Alma  infiel,  alma  desobediente,  alma  cobarde 
ésta  que  tú  me  diste,  Señor. 

Que  se  esmera  en  ser  pura  y  se  mancilla,  que 
quiere  ser  temerosa  y  es  cobarde;  y  que  ha  des- 
cubierto, que  todos  los  regocijos  y  placeres  que 
tú  le  prometes  en  la  futura  vida,  serán  en  pro- 
porción, no  de  tu  generosidad,  que  es  inmensa 
e  inacabable,  sino  de  los  triunfos  que  esta  alma 
miserable  e  indefensa,  obtenga  en  sus  combates 
contra  la  concupiscencia  y  el  Samsara. 

Y  el  Samsara  es  pérfido  y  engañoso,  porque 
es  ilusión  y  falsedad.  No  está  arriba  ni  abajo,  no 
fué,  ni  será.  Duerme  desde  el  comienzo  del  mundo 
dentro  de  nosotros  mismos,  y  basta  para  desper- 
tarle el  más  leve  soplo  de  nuestros  pecados. 


PÁGINAS      HUMORÍSTICAS 


LA    ALEGRÍA    DEL    DOMINGO 


GOUACHE    DE    HUERCO. 


—v=rLS'^^@ 


>>2S.— 


■^nfe>_,-_.- .  „-^_^ 


SEÑORA    CARMEN    CHRISTOPHERSEN 
ALVEAR    DE    DODERO. 


*  Cuando  un  matrimonio  es 
feliz,  ¿qué  palabras  podríamos 
hallar  que  fueran  dignas  de  ex- 
presar esa  dicha?  Puesto  que 
aquellos  a  quienes  unió  ta!  fe- 
licidad, no  se  separarán  ni  en 
las  amai^uras.  ni  en  la  adver-  , 
sidad,  ni  en  la  alegría.  No  ten- 
drán secretos  el  uno  para  el 
otro,  ni  podrá  alcanzarles  el 
hastio.  » 

Tertuliano. 

¡Ama,  si  has  de  vivir!  La  vida  sin  amor 
es  sacrilegio...  Así  asegura  el  poeta  que 
hablaron  las  hadas  tutelares;  cuenta  tam- 
bién como  despertaron  las  horas,  y  de  nuevo 
preludiaron  cantos  de  vida;  que  gracias  y 
risas  pueblan  los  aires,  mientras  las  niveas. 
ideales  figuras  de  nuevas  desposadas,  aman 
para  vivir,  aman  intensamente,  al  empren- 
der e:  sendero  elegido.  .  . 

Carmen  Chrístophersen  Alvear,  Mercedes 
Peña  Unzué,  María  Luisa  Rodríguez  Quin- 
tana, Jovita  García  Mansilla,  abriendo  las 
alas  del  alma,  inician  su  nueva  vida,  y  no 
puede  haber  para  ellas  mejor  augurio  que 
las  palabras  del  eminente  padre  de  la  Igle- 
sia latina.  Han  despertado  las  horas  nueva- 
mente, preludiando  una  vez  más  cantos  de 
vida...  Las  veo  cruzar,  nimbadas  por  su 
ensueño,  seguidas  por  la  estela  de  los  hondos 
afectos  que  supieron  inspirar,  iluminado  el 
rostro  por  esa  divina  sonrisa  que  parece 
escuchar  como  vibran,  dentro  del  corazón, 
todas  las  melodías...  El  recuerdo  de  esa 
hora,  evocará  siempre  para  ellas  una  gloria 


SEÑORITA    JOVITA    GARCÍA    MANSI 


de  luz,  un  rumor  de  alas,  un  palpitar  de  es- 
trofas murmuradas  en  voz  baja,  lágrimas 
que  brotan  y  se  deslizan  serenamente,  tal 
fué  la  intensidad  de  su  emoción.  .  . 

Nunca  debió  soñar  el  poeta  evocación  tan 
acabada  de  todo  el  encanto  y  la  sentimental 
poesía  que  pueda  encerrarse  en  una  sola 
palabra:  la  desposada...  El  grupo  de  gen- 
tiles y  aristocráticas  figuras  que  inician  su 
nueva  vida,  en  esta  época  del  año  recibió 
de  las  hadas  tutelares  todos  los  dones,  y  esas 
frágiles  delicadas  manos  encierran  a  su  vez 
toda  la  esperanza,  toda  la  luz  que  ha  de 
sonreír  en  ese  nuevo  hogar,  donde  las  horas 
preludiarán  día  tras  día  nuevos  cánticos  de 
vida. . . 

Es  bella,  delicadamente  linda;  con  toda  la 
serenidad  de  una  Madonna,  se  destaca  la 
figura  de  Carmen  Chrístophersen  Alvear, 
como  una  de  las  más  interesantes  de  su  ge- 
neración; en  sus  ojos  claros,  se  revela  el  es- 
píritu firme,  la  clara  inteligencia  de  las  ru- 
bias apariciones  de  la  región  escandinava; 
en  su  porte  señoril,  toda  la  tradición  patri- 
cia de  su  histórico  abolengo. . .  y  en  ella  ar- 
monizaron las  firmes  convicciones  de  la  mu- 
jer fuerte  del  norte,  con  la  suavidad  y  atrac- 
tivo de  la  criolla,  que  no  olvida  que  la  casa 
solariega  de  la  rama  materna  fué  levantada 
en  hidalga  tierra,  en  el  principado  de  As- 
turias, puesto  que  desciende  la  novia  gentil 
de  aquel  Brigadier  General  de  la  Armada 
Española,  que  fué  don  Diego  de  Alvear  y 
Ponce  de  León,  casado  en  el  Río  de  la  Plata 
con  doña  Josefa  Balbastro,  y  cuyo  hijo,  fun- 
dador de  la  rama  establecida  en-  América, 
fué  el  ilustre  general 
don  Canos  de  Alvear. 

Mercedes  Peña  Unzué. 
encarna  la  delicada  be- 
lleza criolla,  con  su  mi- 
rada profunda  y  soña- 
dora. .  .  A  ella  no  le  bas- 
tó abrir  sólo  las  alas  del 
alma,  para  vivir  intensa- 
mente ...  ha  sabido  tam- 
bién cultivar  su  espíritu 
con  todas  las  galasxdel 
saber,  reservando  largas 
horas  para  el  estudio,  en 
medio  de  la  brillantísima 
actuación  mundana  que 
corresponde  a  su  elevado 
rango,  a  su  fabulosa  for- 
tuna, y  que  fascina  tan 
poderosamente  a  las  ju- 
veniles figuras  que  po- 
seen todas  las  ventajas 
de  la  vida;  pero  es  que 
las  hadas  tutelares  no 
olvidaron  entre  sus  do- 
nes la  serenidad  y  la 
discreción .  .  . 

María  Luisa  Rodrí- 
guez Quintana,  —  Be- 
bita  —  como  aprendie- 
ron a  nombrarla  cariño- 


samente todos  los  amigos  y  amigas  que  ella 
conquistara  con  su  encantadora  sencillez,  con 
su  sonrisa  intensamente  luminosa...  Reúne 
su  delicada  figura  todos  los  prestigios,  pues- 
to que  las  representantes  femeninas  de  las 
familias  de  Rodríguez  Larreta  y  de  Quin- 
tana brillaron  siempre  en  los  más  altos 
círculos  porteños,  como  en  los  europeos,  por 
su  clara  inteligencia,  su  armoniosa  belleza, 
su  distinción  exquisita...  Vinculadas  por 
lazos  de  parentesco  con  la  gentil  desposada 
porteña,  la  de  los  claros  ojos  que  sonríen 
bajo  el  dosel  de  su  obscura  cabellera,  la 
vida  del  eminente  hombre  de  estado  don 
Manuel  Quintana,  son  destacadas  figuras  en 
la  corte  madrileña,  la  Condesa  de  Xiquena, 
la  Duquesa  de  Bivona,  la  Marquesa  de  la 
Mina,  descendientes  todas  del  general  espa- 
ñol Marqués  de  La  Habana;  y  a  través  de 
esa  rama  de  los  Concha,  se  unen  dos  familias 
de  prohombres  argentinos:  los  descendientes 
del  Brigadier  General  José  Ignacio  de  la 
Quintana  y  Riglos,  con  los  de  don  Bernardo 
de  Irigoyen.  No  consta,  sin  embargo,  en  la 
heráldica  de  tan  ilustres  familias,  que  la 
encantadora  desposada,  la  que  supo  inspi- 
rar --  cuando  preludiaron  las  horas  —  nue- 
vos cantos  de  vida,  que  corre  por  sus  venas 
la  sangre  de  dos  tiranos,  cuyos  nombres  lle- 
naron las  crónicas  americanas:  López  y  Ori- 
be... ella  ha  realizado  el  milagro,  puesto 
que  llegó  a  fundirse  la  tradición  del  mirar 
dominante  y  fiero  de  aquellos  hombres,  en 
la  clara  mirada  que  sonríe  bajo  el  dosel  de 
la  sombría  cabellera... 

De  noble  abolengo  hispano,  desciende  la 
bellísima  Jovita  García 
Mansilla,  cuyos  antepa- 
sados levantaron  en  los 
montes  de  Santander  la 
vieja  casa  solariega;  he- 
reda la  desposada  de 
ayer  la  arrogante  her- 
mosura, el  encanto  irre- 
sistible de  las  figuras 
femeninas  de  su  raza, 
porque  si  bien  nuestra 
historia  consigna  que 
hubo  un  tirano  en  su 
ascendencia,  nos  enseña 
sin  embargo,  a  amar 
admirándolas,  a  las  lu 
miñosas  rosas  que  flore 
cieron  a  su  lado.  . .  Fué 
su  bisabuela  la  ilustre 
dama  Agustina  de  Ro- 
zas de  Mansilla,  cuya 
ideal  belleza  pudo  com- 
petir con  su  inteligencia 
excepcional,  su  cultura, 
y  la  exquisita  sensibili- 
dad de  su  corazón. . .  y 
si  en  la  vida  de  aquellas 
ilustres  figuras  que  tu- 
vieron tan  preponderan- 
te y  bienhechora  actua- 
ción en  la  jornada  más 


trágica  de  nuestra  historia,  pudieron  entre- 
tejerse muchas  hebras  de  doradas  ilusiones, 
de  románticos  idilios,  de  intensas  amargu- 
ras, no  faltará  quien  descubra  en  el  destino 
de  la  grácil  y  elegante  figura  de  hoy  el  hílillo 
de  oro  que  supo  anudar  el  más  moderno  de 
los  idilios  sentimentales... 

Así  fué  como  el  distinguido  compatriota 
que  era  ya  casi  un  forastero  en  su  tierra, 
pudo  sólo  percibir  por  un  reflejo  la  bella  y 
delicada  imagen  femenina  que  realizaba  todo 
su  ensueño,  sin  alcanzar  la  gracia  de  escu- 
char su  voz. . .  Desde  aquella  noche  en  que 
asistiera  a  un  festival  de  caridad  en  el  que 
se  exhibía  el  artístico  film  donde  encarnara 
la  seductora  criolla  a  la  heroína  del  romance, 
no  pudo  olvidarla  más...  Pasaron  largos 
meses,  y  el  forastero  volvió,  porque  ha  de 
ser  intensamente  poderosa  la  atracción  del 
espíritu  de  nuestra  raza,  cuando  vemos  como 
los  herederos  de  familias  argentinas  trans- 
plantadas  desde  largos  años  en  ambiente 
europeo,  vuelven  al  viejo  solar  de  sus  ante- 
pasados, para  elegir  la  compañera  de  su 
vida!  Y  aquellos  <-  a  quienes  unió  tal  feli- 
cidad, no  se  separarán  ni  en  las  amarguras 
ni  en  la  felicidad,  ni  en  la  adversidad  ni  en 
la  alegría. . .  » 

¡Asi  sea!  Y  que  las  horas  que  transcurran 
en  la  existencia  de  estos  hogares  fundados 
con  todos  los  prestigios  del  encanto  femeni- 
no, de  la  caballerosidad  e  hidalguía  de  los 
que  supieron  merecer  el  anhelado  don  de 
tanta  gracia  y  hermosura,  preludien  sólo 
cánticos  de  vida  y  esperanza!.  . . 

La  Dama  Duende. 


SEÑORITA    MARÍA    LUISA    RODRÍGUEZ    QUINTANA 


!>X  — 


E5CLELA  GLATUITAdeiBUEN  CON5EJO 


SSÍtOltA  HAICA  tMMA 
OIBSX    DC    TBIMTA. 


OS  Uk  ASOCIACIÓN  MIIAS  OB  HAKÍA  (SEAO- 
*A9)  OB  LA  SAMTA  DMIÓN   DB   LOS 
SAOBADOS  COBAXOWBS. 

•El  hbnder  qoe  lu  rolando  la  turra,  abier- 
to «1  tono  T  plütado  la  nrailla.  siente  im  con- 
swto  nstaorador  al  contemplar  las  mieses  do- 
radas qua  cabraa  los  campos  de  sus  fatigas. 
Dios  ka  bsndseido  ana  vez  mis  vuestras  apos- 
t^ttess  taiMi.  dspartedoos  la  satisfacción  in- 
■miii  de  verla*  fructificar.  La  fundación  de 
lis  HQas  de  Maifa  de  U  Santa  Unión  de  los 
Satiada»  Corasoae».  fué  la  simiente  puesta  por 
Tuesua  mano  en  el  surco  abierto  en  el  campo 
de  la  piedad  femenina  de  Buenos  Aires.  En 
vaintidbco  alto*,  el  irbol  se  ha  desarrollado 
•atraoidioariamente,  denunciando  el  vigor  de 
ia  simiente;  la  fecundidad  del  suelo  y  la  solici- 
tud del  cuidado.  Hor  es  ya  la  encina  corpu- 
Isnta  de  raicOT  tan  hondas  que  ha  podido  le- 
vastana  hasta  el  ciekt  y  extender  la.  frondo- 
sidad de  so  ramaje  hasta  proyectar  su  benéfica 
aonbra  sotx»  estos  parajes  colindantes  con 
«MSSIia  inrfsdiocióo.  en  donde  innumerables 
a*«t  abandonadas  hasta  hoy  a  las  inclemencias 
d*  la  intemperie  ensontrarin  en  adelante  re- 
biC'rio  r  abrifo.  Sos  cantares  repetirán  vues- 
tro noobre.» 

<^r«riMiile  M  éiícane  pratunciaio  por  Mon- 
seéor  D^ Aniña  tn  d  acto  de  ¡a  ¡Kauguracióit.) 

Las  palabras  que  anteceden  son  el  mejor 
elogio  a  las  d:stingu:das  y  altruistas  dantas 
que  realizan  una  obra  cuyos  resultados  lle- 
nan de  viva  satislacción  a  todos  los  cora- 
zones bien  generosos.  •  La  verdad  que  ilu- 


mina la  inteligencia  y  fortifica  el  corazón, 
es  la  verdad  completa;  el  hombre  no  es  sólo 
inteligencia,  es  ademis  voluntad.  No  le  bas- 
ta, por  lo  tanto,  conocer  el  deber,  necesita, 
ademis.  cobrar  energías,  indispensables  para 
poderlo  cumplir:  luz  y  fuerza,  he  ahi  los  dos 
elementos  indispensables  a  la  verdadera  edu- 
cación. » 

Prevenir  los  males,  es  mejor  y  más  cris- 
tiano que  remediarlos:  de  ahi  que  la  obra 
que  llevan  a  cabo  las  Hijas  de  María  de  los 
Sagrados  Corazones  tiende  sus  miras  hacia 
horizontes  lejanos,  pero  no  imposibles  de  al- 
canzar. Preparar  a  las  mujeres  en  la  lucha  por 
la  vida,  •  dándoles  sana  moral  para  ser  bue- 
nas madres,  y  capaces  compañeras  del  hom- 
bre >,  es  realizar  una  obra  de  altruismo  que 
redunda  en  provecho  colectivo.  Llevar  luz 
a  los  espíritus  y  guiar  el  esfuerzo  en  la  lu- 
cha por  la  existencia,  es  una  caridad  más 
bien  entendida  que  dar  de  comer  al  ham- 
briento. 

La  Escuela  Gra- 
tuita de  Nuestra  Se- 
ñora del  Buen  Con- 
sejo se  levanta  am- 
plia y  cómoda  en  un 
terreno,  en  Barra- 
cas, donado  por  la 
señorita  Laura  Pe- 
reyra  Iraola. 
■  No  habiéndose 
distraído  cantidad 
ninguna  en  ornamen- 
tación, es  su  estila 
sobrio  y  sencillo: 
pero  tiene  grandes 
salas  llenas  de  luz  y 
de  aire,  amplios  co- 
rredores que  circun- 
dan los  pabellones  y 
que  permiirn  a  las 
niñas  sus  expansio- 
nes y  juegos,  aun 
en  los  días  de  lluvia. 

Los  planos  fueron 
ofrecidos,  gratuita- 
mente, por  el  inge- 
niero don  Alejandro 
Christophersen.  que 
con  su  reconocida 
competencia,  en  un 


terreno  de  90  varas  por  .SO,  ha  hallado  el 
medio  de  asilar  a  SOO  niñas,  con  todas  las 
comodidades  que  requieren  estos  estable- 
cimientos, siendo  un  modelo  entre  los  de 
su  género.  Su  costo  fué  de  $  450.000.  de 
los  que  tan  sólo  se  adeudan  hoy  $  110.000. 
Durante  la  presidencia  de  la  señora  María 
Emma  Creen  de  Vedoya.  en  1912.  ocupan- 
do el  cargo  de  secretaria  la  señora  Isolina 
Landívar  de  Zorraquín,  se  inició  la  recolec. 
ción  de  fondos. 

El  año  1914.  tocó  la  presidencia  a  la  seño- 
ra Virginia  Aliaga  de  Blaquier.  continuando 
en  la  secretaría  la  señora  Isolina  Landívar 
de  Zorraquín.  y  a  raíz  de  haber  votado  el 
Honorable  Congreso  la  suma  de  .$  20.000,  a 
favor  de  la  obra,  dio  comienzo  la  edificación 
de  esa  escuela. 

En  el  periodo  que  correspondía  al  ejercicio 
de  los  años  1916  a  1918,  fueron  reelectas 
en  sus  cargos  la  señora  de  Blaquier  y  la 
señora  de  Zorra- 
quín, cabiéndole  a 
esta  Comisión  Di- 
rectiva el  honor  de 
inaugurar  la  Escue- 
la, el  año  de  1917. 
La  comisión  ac- 
tual, cuya  presiden- 
cia ocupa  la  señora 
Isolina  Landívar  de 
Zorraquín,  infatiga- 
ble trabajadora  que 
ha  puesto  al  servi- 
cio de  la  obra  todo 
su  talento  y  activi- 
dad, está  formada 
por  un  grupo  presti- 
gioso de  jóvenes  se- 
ñoras, alumnas  ayer 
de  las  abnegadas 
Hermanas  del  Buen 
Consejo,  que  supie- 
ron inspirar  a  esas 
privilegiadas  de  la 
fortuna  el  anhelo  de 
un  mejoramiento  so- 
cial; y  las  mismas 
que  guiaron  no  hace 
muchos  años  el  es- 
píritu de  las  que 
velan   hoy    por    las 


SEÑORA      VIRGINIA 
ALZAGA  DE  BLAQUIER. 


niñas  sin  amparo,  por  los  hijos  de  los  po- 
bres, han  sido  llamadas  para  enseñar  en 
ese  hogar  a  las  que  no  sabían  ni  siquiera 
balbucear  una  plegaria... 

Acompañan  a  la  señora  de  Zorraquín,  en 
el  presente  ejercicio,  las  siguientes  señoras: 
Vicepresidenta  l.«,  Magdalena  C.  de  Bull- 
rich;  vicepresidenta  2.»,  Virginia  A.  de  Bla- 
quier; secretaria,  María  Rosa  Lezica  Alvear 
de  Pirovano;  prosecretaria,  Adela  L.  de  La- 
valle  Cobo;  tesorera,  Sara  S.  de  Frederking; 
protesorera.  María  C.  S.  de  Demaria;  voca- 
les: Sara  B.  de  Zorraquín,  María  Eugenia 
Q.  de  Uriburu,  María  E.  G.  de  Vedoya,  Er- 
cilia  C.  H.  de  Anchorena,  Celia  G.  de  Gallo, 
Elvira  S.  de  Lezica  Alvear.  Guillermina  B. 
de  Moreno.  Lorenza  Z.  de  Ramos  Mejia, 
Teodolina  Lezica  A.  de  Uriburu  María  E. 
A.  de  Ibarguren. 

Ellas  han  conseguido  de  Amado  Ñervo 
una  conferencia  que  versará  sobre  «La  evo- 
lución social  de  la  mujer»;  y  la  palabra  del 
mago,  del  poeta  de  los  corazones,  del  soña- 
dor, del  filósofo,  cuyos  ecos  se  vuelven  senti- 
mientos, que  cautivan  el  espíritu,  templán- 
dolo al  fuego  de  un  sentir  desconocido,  que 
lo  conmueve  intensamente,  hallará  la  expre- 
sión que  convenza,  y  el  corazón  y  la  voluntad 
de  todos  y  de  cada  uno,  prestarán  su  ayuda 
para  ver  terminada  la  piadosa  y  benemé- 
rita obra  de  estas  distinguidas  y  altruistas 
damas. 


H   E   R.  O   I    N  y^.  wT 
/N  C  T  U  y^.   L  1    D 


E 

D 


Lj\UY    har.ley~ 

Lady  Harley,  hermana  del  maris- 
cal French,  diriifia  un  servicio  de 
ambulancia-automóvil,  en  el  ejército 
serbio.  Durante  un  bombardeo  de  la 
dudad  abierta  Monastir,  por  los  hul- 
earos. Lady  Harley.  quien,  junto 
con  su  hija,  distribuía  socorros  a  la 
pobUdón  necesitada  de  la  villa 
(pues  des<ie  el  prindpio  había  insti- 
tuido una  sopa  popular  pa.'-a  los  po- 
bres y  los  huérfanos),  fué  grave- 
mente  herida  en  la  cabeza,  por  un 
obús  que  explotó  al  lado  del  auto- 
móvil en  que  se  hallaba. 

Se  hizo  todo  lo  humanamente  po- 
sible para  salvar  la  vida  de  esa  noble 
hijadel  gran  ptieblo  inglés,  que  cayó 
victima  de  la  barbarie  búlgara,  en 
el  eierdcio  de  su  altruista  deber  de 
caridad,  deber  que  llevaba  a  cabo 
con  una  suprema  abnegación  y  el 
más  puro  amor  cristiano. 

Inmediatamente  que  el  gobierno 
serbio  supo  la  muerte  heroica  de 
Lady  Harley,  envió  sus  condolendas. 
por  telégrafo,  al  mariscal  French,  asi 
como  a  Miss  Harley. 

Miss  Harley  declaró  a  los  repre- 
sentantes del  príndpe  Alejandro, 
que  fueron  a  presentar  sus  homena- 
jes, en  nombre  del  prindpe  herede- 
ro, a  los  despojos  mortales  de  Lidy 
Harley,  que  ella  se  quedaría  en  Mo- 
nastir para  continuar  ia  obra  empe- 
zada por  su  madre. 


.y\MOFL: 


Cuando  el  amor  está  obrando 
Lo  que  tiene  obligación. 
Si  flaquea.  si  se  cansa. 
Si  desmaya,  no  es  amor. 
Cuando  el  amor  está  orando 
Con  amorosa  atención. 
Si  decae,  si  se  entibia. 
Si  se  inquieta,  no  es  amor. 
Cuando  en  sequedad  padece 
Tormenta  de  una  opresión. 
Si  no  sufre,  si  no  es  firme, 
Si  se  queja,  no  es  amor. 
Cuando  el  amante  se  ausenta 

Y  le  deja  en  aflicción. 

Si  se  acobarda  y  se  turba. 

Si  se  abate,  no  es  amor. 

Cuando  la  piedad  divina 

Dilata  la  petición. 

Si  no  cree,  si  no  espera. 

Si  no  aguarda,  no  es  amor. 

Cuando  tiene  de  sí  mismo 

El  amor  satisfacción 

De  que  ama,  de  que  adora. 

De  que  sirve,  no  es  amor. 

Cuando  en  la  adversa  fortuna 

Y  en  toda  tribulación, 

No  es  humilde,  no  es  alegre, 
No  es  afable,  no  es  amor. 

¿QUE    ES   AMOR? 

Y  pues  nada  de  lo  dicho 
Se  llama  amor  con  razón. 
Pregunto  corazón  mío 

¿No  me  dirás  qué  es  amor? 
Amor  es  un  dulce  afecto 
Del  alma  para  con  Dios, 
Que  termina  en  caridad 
Comenzando  en  dilecdón. 
Si  deseas  padecer 
Por  quien  tanto  padeció, 

Y  en  el  padecer  te  alegras, 

Y  en  la  cruz,  esto  es  amor. 
Si  en  este  mundo  apeteces 

Santa  Teresa 


DIVINO. 


Vivir  en  humillación, 

Y  que  todos  te  desprecien 
Por  Jesús,  esto  es  amor. 
Si  no  apetece  alabanzas, 

Y  cuando  le  dan  loor 
Le  refiere  confundido 

A  su  amado,  esto  es  amor. 
Si  en  medio  de  adversidades 
Persevera  el  corazón 
Con  serenidad,  con  gozo 

Y  con  paz,  esto  es  amor. 

Si  a  su  voluntad  en  todo 
Contradice  con  tesón. 
Posponiéndola  a  la  ajena 
Por  obediencia,  es  amor. 

Si  cuando  está  meditando 
No  apega  su  corazón 
A  los  consuelos  anejos 
Al  orar,  esto  es  amor. 
Si  las  dulzuras  que  advierte 
Cuando  está  en  contemplación, 
Sabiendo  no  merecerlas. 
Las  renuncia,  esto  es  amor. 
Si  conoce  su  bajeza 

Y  la  grandeza  de  Dios, 

Y  despreciándose  así 

A  Dios  exalta,  es  amor. 
Si  se  ve  igual  entre  alegres 
En  gozo  que  en  aflicción, 

Y  ni  penas,  ni  contentos 
La  entibian,  esto  es  amor. 
Si  se  mira  traspasada 

De  agudísimo  dolor 
Al  contemplar  a  su  amado 
Ofendido,  esto  es  amor. 
Si  desea  eficazmente 
Que  cuantas  almas  crió 
La  divina  Omnipotencia 
Se  salven,  esto  es  amor. 

Y  en  fin,  si  cuanto  produce 
Su  pensar,  su  obrar,  su  voz. 
Quiere  que  sea  en  obsequio 
De  su  amado,  esto  es  amor. 

DE  Jesús. 


HER-OIN^vT      DE 
/KCXU  /\L1    D  /\    D 

MARCELLE    J^OMMER^ 

En  la  última  matinée  nacional  de 
la  Soborna,  M.  KIotz,  antiguominis- 
tro  y  uno  de  los  hombres  políticos 
de  Francia,  a  quien  más  debe  el 
feminismo,  ha  hecho  célebre  el  he- 
roísmo de  la  señorita  Marcelle  Som- 
m.er,  que,  a  los  veintiún  años,  ha 
sido  condecorada  con  la  Cruz  de 
Guerra  y  la  «Legión  de  Honor».  Sien- 
do así  la  más  joven  legionaria  de 
Francia. 

La  señorita  Sorrmer  detuvo  du- 
rante veinticuatro  horas,  levantando 
el  tablero  de  un  puente,  la  furiosa 
acometida  de  todo  un  cuerpo  del 
ejército  alemán.  Salvó  en  seguida  a 
veintiséis  soldados  franceses.  Y  des- 
pués de  mil  p>-oezas  (que  nos  refe- 
rirá muy  pronto  Mme.  Daniel  Lese- 
ceur),  terminó  por  caer  en  manos  dé- 
los boches. 

—  Yr>  soy  hiiér/ana,  —  les  dijo;  — 
no  tenso  otra  madre  más  que  la  Fran- 
cia.  Y  no  m^  imperta  morir. 

Por  esta  razón,  los  alemanes,  sin 
la  menor  vacilación,  condenaron  a 
muerte  a  esta  jovencita  de  veintiún 
años. . .  y  se  preparaban  a  fusilarla, 
cuando  una  descarga  de  75  dispersó, 
el  pelotón  que  debía  ejecutarla. 
María  Lebím. 


foio 


-T-^J_^  'i=     \   .!_  1   t-?  .-X- 


.cAoiu 


MONÓLOGO    DE    HAMLET 

uauf  /Guau/  Yo  soy  el  perro  preferido 

de  Pototo  y  Mechita. 
El  es  un  mozo  bien,  muy  distinguido, 
ella  es  una  preciosa  figurita, 
yo  soy  Hamlet,  el  perro  más  valiente 

del  Nuevo  Continente. 
Medito  algunas  veces  y  me  aterro 

con  mis  meditaciones. 

El  ser  o  no  ser...   perro 
se  presta  a  hondas  ¡muy  hondasl  reflexiones. 
Ser  perro  de  Mechita  y  de  Pototo 
representa  una  suerte  escandalosa. 

Ahí  pasa  una  pareja  fastidiosa 
que  arma  con  su  presencia  un  alboroto. 
Mal  vestida,  sin  perro  y  pretenciosa, 
al  lado  de  ios  «tres»  es  un  poroto. 

Mechita  es  elegante 
y  graciosa.  ¡Qué  tipo  interesante! 

Desprecia  a  los  burgueses, 
porque  es  aristocrática  Mechita, 
y  habla  con  una  voz  muy  delgadita 
un  francés...   que  no  entienden  los  franceses. 
¿Y  Pototo'^  Enamora  la  sonrisa 
que  a  todas  rinde,  como  yo  me  rindo. 
Nadie  hay  como  Potito.  Su  camisa 
es  un  tablero  de  ajedrez.   ¡Qué  lindo! 
A  algunos  les  parece  un  monigote; 
¡pero  tiene  un  vigor! .  .  .    ¡Vaya!  ¡Que  venga 
el  que  presuma  y  que,  como  él,  sostenga 
el  peso  formidable  del  garrote! 
fcr.  Hay  ras^a  que  nos  mira  furibundo, 
somos  aquí  y  allá  lo  más  notable 
y,  por  nuestra  elegancia  insuperable, 
llamamos  la  atención  de  todo  el  mundo. 
¿Cómo  no  ha  de  envidiar  el  mundo  entero 
a  Pototo,  Mechita  y  su  faldero? 
...Disculpe  el  que  se  sienta  fastidiado. 
Mi  monólogo  ¡guau!  ha  terminado. 

Luis  García. 


~^í:2>2v— 


— T3>Ljv/':s  "vrunrn?  >=>».— 


TEATROS        JAPONESES 


"¿Cómo  e*  que  pone  Ud.  objeto*  calientes  aobre  la  mesa? 
¿Nóteme  Ud.  arruinarla? 

"No,  esta  mesa  está  pulida  con  Cera  Preparada  de  Johnson. 
Dá  tanta  protección  al  barniz  que  el  calor  no  lo  perjudica. " 


protege  y  conserva  el  barniz, 
haciendo  rnayor  su  duración  y 
belleza.  Limpia  y  pule  en  una 
operación.  Cubre  las  man- 
chas y  rayas.  Evita  que  el 
barniz  se  parta. 

La  Cera  Preparada  de  Johnson 
puede  usarse  sobre  el  acabado  más 
fino  sin  peligro  alguno.  La  superficie 
como  cristal  que  produce,  protege  el 
barniz  y  le  dá  el  brillo  de  un  espejo. 
No  contiene  aceite  y  no  se  pone  pega- 
josa con  el  tiempo  caluroso.  No  retiene 
las  manchas  de  los  dedos  y  no  puede' 
recoger  el  polvo.    Puede  usarse  sobre 

Muebles,    Automóviles,    Obra    de    madera, 
Pianos,    Linóleo,    Objetos    de   cuero 

Quedará  Ud.  sorprendido  de  los  resultados  ma- 
ravillosos   de    una    sola    aplicación    de    esta    Cera. 

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ALFREDO  CACHES,  Cantall»,  853 


CALLE  DE  LOS  TEATROS  EN  TOKIO. 

Puede  asegurarse  que  en  Tokio  hay  una  calle  de  Corrientes,  una 
vía  nocharniega  donde  se  agrupan  casi  todos  los  teatros  de  la  ca- 
pital nipona. 

Allí  va  la  multitud  amarilla,  esa  multitud  de  la  eterna  y  pomular 
sonrisa,  a  divertirse  con  los  episodios  de  la  escena  japonesa,  con  las 
habilidades  de  los  prestidigitadores  y  con  las  hazañas  de  los  luchadores. 

Es  una  calle  regularmente  angosta,  abarrotada  de  largos  cartelo- 
nes  escritos  en  caracteres  chinos.  Esos  carteles  anuncian  las  obras 
y  los  actores  de  moda,  pregonando  las  excelencias  de  unos  y  otros. 

Toda  la  calle  es  vereda,  casi  casi  como  sucede  en  la  calle  Corrientes. 
Allí  se  apelotonan  los  aficionados  nacionales  y  extranjeros,  los  que 
entienden  y  no  entienden  el  teatro  japonés. 

En  Tokio,  lo  mismo  que  en  todo,  el  teatro  nacional  no  es  un  pro- 
blema. En  esto  no  se  parecen  los  coliseos  nipones  a  los  argentinos. 
El  teatro  nacional  del  Imperio  del  Sol  Naciente  es  antiquísimo.  Si  los 
autores  o  sus  herederos  cobrasen  el  diez  por  ciento  de  la  entrada 
bruta,  serían  millonar'os.  Hay  dramas  legendarios  que  se  han  repre- 
sentado miles  y  miles  de  veces,  siempre  con  éxito  de  público  y  de 
empresa. 

No  sabemos  si  el  cine  hizo  ya  furor  en  Tokio  como  en  Buenos 
Aires.  Si  tal  cosa  sucede,  la  Calle  de  los  Teatros  nada  tiene  que  envi- 
diar a  nuestra  calle  de  Corrientes,  por  lo  divertida. 


ENTRADA    AL    CIRCO    DE     LUCHA    JAPONESA    (TOKIO.) 


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Pueden  solicitarse  subscripciones  o  ejemplares  sueltos  a  to- 
dos los  agentes  de  «Caras  y  Caretas»,  o  directamente  a  la 
administración,   calle   Chacabucc,    151/155,    Buenos  Aires. 


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LA  SALUD:   Hay  que  preservarla  del  invierno. 

LA  HUMEDAD:     En  las   paredes   es  contra   la 

salud:    para    evitarla    hay    que    pintarlas    con 

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No  olvide  que  hay  que  impermeabilizar 
las  paredes  antes  de  llegar  el  invierno. 

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CONSEJOS    PRÁCTICOS 

PARA     CONSERVAR     LA     BELLEZA 

por  Charlotte  Rouvier 


Para  desarrollar  la  hermosura  oculta 
del  cabello 

NO  hay  nada  tan  encantador  en  una  dama  como  la 
ostentación  de  una  hermosa  cabellera,  que  para  parecer 
tal,  debe  ser  bríliante,  sedosa  y  ondulada.  Una  mujer  que 
une  a  sus  encantos  este  complemento  indiscutible  de  su 
gracia  natura!,  es  sencillamente  seductora.  En  la  conserva- 
ción del  cabello  y  su  mejoramiento,  interviene  en  primer 
la(ar  la  calidad  del  shampoo  que  se  emplea,  pues  si  éste 
no  produce  buena  espuma,  lo  higieniza  relativamente,  y  en 
comecoencia  nunca  ostenta  ese  brillo  que  debe  tener. 
En  cambio,  un  shampoo  preparado  con  granulados  stallax 
y  agua  caliente,  produce  una  abundante  espuma  perfumada 
y  limpia  eficazmente  el  cabello.  Después  de  enjuagarlo,  se 
seca  con  toallas  calientes- y  el  resultado  obtenido  es  admi- 
rable. Toda  la  brillantez  oculta  del  cabello  es  revelada  y 
queda  sedoso,  ondulado  y  fácil  para  peinar.  En  los  casos 
de  persistente  grasitud  en  el  cuero  cabelludo,  el  stallax  es 
un  correctivo  irreemplazable,  y  a  las  personas  que  tienen 
d  cabello  quebradizo  y  seco,  se  les  recomienda,  antes  de 
cada  shampoo,  un  masaje  en  la  cabeza  con  aceite  de  oliva. 


Un  enemi^  de  la  belleza 

UNA  hermosa  y  abundante  cabellera,  digno  marco  de 
r.-.b!adas  ce'is  v  Izr^as  pestaifas,  es  lo  mis  admirable 
-  sentirse  orguliosa  de  tan  seduc- 
umerosos  casos  esa  riqueza  capilar 
.:-,     :r:  ?/.ceso,  apareciendo  también  en  forma 
■•  vello  superfluo  en  diversas  partes  del  rostro, 
'.,  etc.;  lo  cual  desfigura   totalmente  una  faz 
1  las  mujeres  de  la  antigua  Grecia   tenian  el 
■  Q  al  respecto  y  se  preocupaban  de  combatir 
.  en^pleando  depilatorios  en  forma  de  pastas.  En  la 
dad,  los  métodos  para  extirparlo  son  numerosos  y 
«n  ia  mayor  parte  de  los  casos  poco  satisfactorios.  El  trata- 
miento eléctrico,  tan  recomendado,  es  hoy   muy  costoso, 
lento  y  dolorcic.  En  f.arr,tij  el  sistema  de  más   resultado 
parece  ler  e  en  cuenta  que  su  adopción 

elimina  los  ::;  del  tratamiento  eléctrico, 

pues  es  econórr:  ,,  :;:.:.  i-A-.t  y  rápido,  es  decir,  cuestión 
de  minutos.  Se  prepara  la  pasta  a  base  de  porlac  puro 
pulverizado,  mezclado  con  un  poco  de  agua  y  se  aplica  a 
la  parte  afectada  por  el  vello  superfluo,  dejándola  secarse 
endma,  y  cuando  al  lavarse  se  saca  la  pasta  ya  seca,  con 
ella  desaparece  también  el  vello,  quedando  el  cutis  comple- 
tamente alisado  y  libre  de  inflamación.  Este  sencillo  pro- 


cedimiento tiene  entre  sus  grandes  ventajas,  !a  propiedad 
de  matar  el  vello  en  su  misma  raíz. 

E^  dolorosamente  necesario  reconocer  los 
defectos  del  rostro 

LAS  damas  que,  mediante  un  detenido  examen  ante  un 
espejo,  no  tienen  la  valentía  de  reconocer  los  defecto'? 
de  su  cutís,  se  limitan  solamente  a  una  ligera  mirada  e  inge- 
nuamente creen  que  con  el  auvilio  de  un  prolijo  acicala- 
miento, los  defectos  no  serán  visibles  a  la  luz  del  día.  Pocas 
mujeres  conservan  en  perfecto  estado  el  cutis  de  su  juventud 
y  estas  mismas,  sí  se  disponen  a  revisar  detenidamente  su 
rostro,  encontrarán  a  pesar  suyo,  algunos  defectos  como 
grasitud,  dilatación  de  los  poros,  etc.,  que  lentamente  van 
produciendo  su  acción  deplorable  sobre  una  faz  hermosa, 
pues  los  poros  dilatados  permiten  el  paso  de  esa  sustancia 
grasosa  que  precede  a  la  brillantez  y  el  acumulamíento  de 
aquélla  trae  como  consecuencia  la  aparición  de  los  detesta- 
bles barrillos  que  nadie  quiere  ostentar.  Para  preparar  una 
ablución  astringente  que  simultáneamente  contraiga  los 
poros  dilatados  y  extirpe  la  brillantez  y  los  barrillos,  basta 
conseguir  algunas  tabletas  de  stymol  y  se  disuelve  una  en 
un  vaso  de  agua  caliente.  Lavando  el  rostro  con  esta  sencilla 
preparación  se  nota  inmediatamente  su  efecto  maravilloso, 
pues  el  cutís  queda  limpio  y  alisado  por  la  desaparición 
de  los  barrillos  que  se  desprenden  fácilmente  lo  mismo  que 
la  grasitud,  y  los  poros  dilatados  se  habrán  contraído,  pre- 
sentando su  rostro  un  aspecto  encantador. 

Las  canas.  Su  tratamiento  sin  teñirlas 

HE  tenido  oportunidad  de  observar  el  proceso  de  muchas 
tentativas  para  ocultar  las  canas  por  parte  de  nume- 
rosas personas  empeñadas  en  ello.  Algunos  experimentos 
han  sido  irrisorios,  otros,  francamente  desastrosos  hasta 
ocasionar  la  caída  del  cabello,  y  bien  pocos  dieron  resultado. 
Por  mi  parte,  cuando  llegue  el  periodo  de  encanecimiento 
de  mis  cabellos,  creo  que  no  me  opondré  a  este  accidente 
natural  de  la  vida,  pero  si  tuviese  alguna  intención  de  evi- 
tarlo, recurriría  sin  duda  a  una  vieja  fórmula  usada  por 
nuestros  antepasados,  vale  decir,  por  varías  generaciones, 
y  aunque  sencilla,  es  probablemente  la  que  más  asegura  el 
objeto  deseado  sin  dañar  la  vitalidad  del  cabello.  Consiste 
en  mezclar  dos  onzas  de  tammalite  concentrada  con  tres 
onzas  de  bay  rhum,  loción  que  luego  se  aplica  a  las  canas 
por  medio  de  una  esponjita.  He  observado  en  muchas  per- 
sonas que  han  puesto  en  práctica  el  procedimiento,  como  el 
cabello  vuelve  a  su  color  primitivo,  paulatinamente  y  de 
acuerdo  con  la  naturaleza.  Mezcle  usted  mismo  la  loción 


en  su  casa,  consiguiendo  un  (rasco  completo  de  tammalite 
concentrada,  con  el  sello  intacto,  lo  cual  será  suficiente  para 
asegurar  éxito. 

Reiuvenecer  diez  años  en  una  sola   noche 

LAS  arrugas  prematuras  en  el  rostro  de  una  dama  aun 
joven,  son  una  injusticia  y  constituyen  por  eso  su  diaria 
pesadilla.  jCuántos  sacrificios  se  impondrían  con  tal  de  res- 
taurar la  lozanía  y  frescura  de  su  cutis  envejecido  por  el 
empleo  de  materias  nocivas  en  el  tocador!  Se  conocen  casos 
de  cantidades  fabulosas  pagadas  con  el  fin  de  someter  las 
arrugas  a  tratamientos  por  demás  costosos  y  que  al  fin  no 
han  dado  resultado.  En  la  actualidad  no  hay  necesidad  de 
tales  extravagancias,  porque  si  usted  siente  su  espíritu  de- 
primido por  la  temprana  aparición  de  arrugas  en  el  rostro, 
no  tiene  más  que  obtener  un  poco  de  buena  cera  mercolizada 
en  cualquier  farmacia  seria,  y,  al  acostarse  previa  ablución 
con  agua  templada,  extender  la  cera  en  todo  el  rostro  hasta 
el  cuello,  sin  hacer  masaje,  volviendo  por  la  mañana  a  la- 
varse con  agua  caliente.  Sometidas  las  arrugas  a  este  trata- 
miento por  espacio  de  una  semana,  desaparecen  paulatina- 
mente, y  el  cutís  recobra  la  frescura  y  lozanía  propias  de  la 
juventud.  Por  medio  de  este  económico  y  sencillo  remedio, 
puede  usted  parecer  mucho  más  joven  y  mantener  en  su 
apogeo  la  belleza  de  su  rostro. 


La  luz  que  más  brilla:  la  hermosura  que  más  sobresale,  es  la 

que  se  basa  por  completo  en  la  salud  del  cuerpo,  en  la  fuerza 

de  los  nervios  y  en  la  pureza   de  la  sangre. 

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es  el  preparado  admirable  que  hace  posible  dar  salud  al  cuer- 
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Firenze  (Italia).   Inscripta  en    la  Farmacopea  del  Reino    de    Italia. 

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Buenos  Aires,  abril  de  1919. 


TALLERES    GRÁFICOS    DE    CaRAS    V    CaRLIAS 


egarb  en  arríére."  ^fragmento  bel  cuabro  be  W.  ilaparra,  premíabo  con  meballa 
be  oro  en  el  ;i)alón  be  J^aríá  be  1910.  ♦  ♦  ♦  ♦   ^rte  francéá  contemporáneo. 

^ropíebali  íiel  ©ottor  Jframísto  ILlobtt. 


—  x:>LS\^^ 


BENDICIÓN  Y  PRIMER  JURAMENTO  DE  LA  BANDERA  ARGENTINA,  EL  25  DE  MAYO  1812.  —  cuadro  con- 
memorativo   EXISTENTE    EN    LA    IGLESIA    MATRIZ    DE    JUJUY,     DONDE   SE    BENDIJO    Y    JURÓ    LA    BANDERA. 


fotografía  del  vicario  doctor  jóse  de  la  iglesia. 


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:í:ndo  con  el  ojival,  consigue  extraordinarios  efectos  de  ligereza. 


^e/foioj'of  y  fmo 


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Para  las  personas  de  gusto  refinado,  quej  sa- 
ben apreciar  lo  exquisito  de  un  manjar,  cons- 
tituye un  deleite  sin  igual  el  sabor  a  frutas  fres- 
cas y  licores  finos  que  prodigan  al  paladar  los 

Poseemos  un  variado  surtido  de  hermosas  y  elegantes 
cajas  adornadas  con  m.agníficas  figuras  que,  llenas  de 
BONBONS  EXTRA,  constituyen  el  regalo  más  delicado 
que^  pueda  hacerse  a  una  persona  a  quien  se  aprecia. 

LOS    BONBONS    EXTRA    contienen   más  de    100  variedades 


Confitería  "Los  Dos  Chinos" 

deGONTARETTI  Hermanos 


>y^- 


ifel. 


EXPLOTEMOS  LA  GRANJA 

LA  GRANJA,  como  EL  FARM  en  los  Estados  Unidos,  es 
el  verdadero  secreto  de  la  grandeza  futura;  vamos  al  campo, 
las  tareas  del  campo  son  tan  sanas  como  nobles;  en  el  campo 
no  hay  superabundancia  de  brazos,  rencores,  ni  egoísmos 
de  ciudad;  vamos  al  campo,  explotemos  la  Granja;  la  Gran- 
ja proporciona  bienestar  al  cuerpo,  placideces  al  alma  y 
holgadas  retribuciones  al  trabajo,  ya  sea  consagrado  al  cul- 
tivo de  la  tierra,  cría  de  animales  domésticos,  cremería, 
apicultura  o  explotación  de  frutales.  Una  parcela, 
basta  para  instalar  una  Granja  modelo,  máxime, 
si  los  artículos  que  se  adquieren  para  formarla, 
son  de  fabricación  NOE.  Quien  no  haya  visitado 
nuestra  Exposición,  debe  visitarla;  en  su  ramo, 
es  la  más  importante  y  la  más  nacional  de  toda 
Sud  América.  ¿No  conoce  Vd.  nuestro  Catá- 
logo Granjas  y  Cabanas?  Pídalo. 


Eugenio  C.  Noé  &  Cía. 

San  Martin,  175    -    Buenos   Aires. 


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LA        VIEJA        CIUDAD       DE        IKSEBT 


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VMA    DE   LAS  MÁS  ANTIGUAS   CltDA. 


i    AKABiiij    VUt    ACUELLA    BRAVA    RAZA     CONSTRUYO    AL     BORDE    DEL     SAHARA.    A    VISTA      DE      PÁJARO. 
ESPECTÁCULO,    ESTE    PUEBLO    QUE    SEMEJA    LINDAR    CON    UN     JARDÍN    EN    VE7    DE    UN    DESIERTO. 


MECÁNICO     OFRECE      UN    CURIOSO 


Cómo  una  dama  del  mundo  social 
explica  el  secreto  de  su  Belleza. 


Por  Charlotte  Rouvier 


P&ra  evitar  el  vello 

[7S  cosa  muy  fácil  hacer  desaparecer  temporal- 
*-^  mente  el  vello:  pero  evitar  definitivamente 
esa  innecesaria  abundancia  de  pelo  es  ya  otro 
problema  diferente.  No  son  muchas  las  damas  que 
conocen  los  satisfactorios  efectos  que  para  ese 
resultado  produce  una  substancia  tan  sencilla  co- 
mo el  porlac  pulverizado  aplicado  directamente 
al  pelo.  Este  tratamiento  se  recomienda  no  sólo 
para  hacer  desaparecer  al  instante  el  vello  o  las 
superfluidades  del  cabello,  sino  para  matar  sus 
raices  por  completo.  Casi  todos  los  boticarios 
pueden  venderle  a  usted  una  onza  de  porlac,  can- 
tidad suficiente  para  el  experimento. 

Exterminación  de  los  barrillos 

T  A  grasitud  y  brillantez  del  cutis,  la  dilata- 
*— '  Clon  de  sus  poros  y  los  puntos  negros  que 
tanto  afean,  son  defectos  que  no  deben  menguar 
con  su  existencia,  los  encantos  de  un  rostro  fe- 
menino y  mucho  menos  siendo  posible  librarse 
de  estas  molestias  instantáneamente,  por  medio 
de  un  nuevo  y  científico  procedimiento,  tan* 
sencillo  como  eficaz.  Obtenga  algunas  tabletas 
de  stymol  en  cualquier  buena  farmacia,  tratan- 
do de  conservarlas  bien   tapadas  y  aisladas  de 


la  humedad.  Eche  una  tableta  en  un  vaso  con 
agua  caliente  y  tan  pronto  como  la  efervescen- 
cia que  produce  haya  cesado,  bañe  Vd.  su  ros- 
tro con  el  agua  estimolizada.  secándose  luego 
con  una  toalla  limpia  y  blanda.  El  efecto  es 
asombroso,  y  quedará  Vd.  encantada  al  notar 
que  los  puntos  negros  habrán  salido  fácilmente 
y  sin  dolor,  la  grasitud  habrá  desaparecido  y 
los  poros  dilatados  se  habrán  contraído,  de- 
jando la  cara  alisada,  limpia  y  fresca.  Es  nece- 
sario repetir  el  tratamiento  con  intervalo  de  al- 
gunos días,  a  fin  de  obtener  un  resultado  per- 
manente. 

Cabelleras  onduladas 

DOCAS  personas  saben  que  el  stallax  puede  ser 
usado  como  shampoo  y  que  es  mucho  mejor 
para  este  propósito  que  cualquiera  otra  substan- 
cia. Tiene  una  natural  afinidad  con  el  cabello, 
dejándolo  lustroso,  aterciopelado  y  pronunciada- 
mente ondulado.  Una  cucharadita  de  las  de  café 
llena  de  stallax  granulado,  disuelta  en  una  taza 
de  agua  caliente,  es  más  que  suficiente  para  el 
objeto.  El  stallax  legítimo  se  vende  en  las  far- 
macias, sólo  en  paquetes  sellados,  conteniendo  una 
cantidad  suficiente  para  hacer  de  veinticinco  a 
treinta  shampoo.  La  brillantez  que  confiere  al 
cabello  es  completamente  inimitable  e  indes- 
criptible. 

Se  acabaren  las  canas 

^sJO  es  necesario  recurrir  a  los  tan  discutidos 
*  ^  tintes  del  cabello  para  no  tener  canas.  Las 
canas  pueden  recuperar  fácilmente  el  color  na- 
tural del  resto  del  pelo  con  sólo  usar  durante 
pocos  días  de  la  aplicación  de  un  remedio  case- 
ro, al  estilo  antiguo,  tan  sencillo  como  inofen- 
sivo. Compre  usted  en  seguida  en  casa  de  su 
boticario  dos  onzas  de  tammalite  concentrada  y 
mézclelas  con  tres  onzas  de  «bay  rhum»  o  de 
espíritu  de  laurel.  Aplique  la  loción  al  cabello 
unas  cuantas  veces  con   una  esponjita,   y  verá 


usted  con  placer  que  al  cabo  de  pocos  días  las 
canas  que  usted  tenga  van  recobrando  gradual- 
mente el  primitivo  color  del  cabello.  La  loción 
es  muy  agradable,  nada  grasienta  ni  pegajosa 
y  no  hace  daño  en  ninguna  forma  al  cabello. 
Mezcle  usted  mismo  la  loción  en  su  casa,  con- 
siguiendo un  frasco  completo  de  tammalite  con- 
centrada, con  el  sello  intacto,  lo  cual  será  sufi- 
ciente para  asegurar  éxito. 

¿Qué  edad  tiene  usted? 

KJlNGUNA  mujer  se  preocupa  de  la  edad  que 
^  tiene  mientras  parece  joven,  y  teniendo  en 
cuenta  que  bajo  el  marchito  cutis  exterior  cada 
mujer  posee  una  piel  nueva  y  hermosa,  aparece 
entonces  subsanada  la  primera  dificultad  que  pre- 
ocupa a  muchas  damas  afectadas  por  una  vejez 
prematura,  pues  se  trata  entonces  de  descorrer 
ese  velo  que  en  tantos  casos  empaña  una  belleza. 
Cuando,  debido  a  la  edad  u  otras  circunstancias, 
el  cutis  deja  de  eliminar  su  capa  exterior  por  pa- 
ralización de  ese  proceso  natural  que  es  la  reno- 
vación periódica  de  la  epidermis  durante  la  ju- 
ventud, ha  llegado  el  momento  de  ayudar  a  la 
naturaleza  a  hacer  lo  que  ella  debiera  por  sí  sola. 
Y  este  procedimiento  entusiastamente  adopta- 
do hoy  por  numerosas  damas,  es  muy  simple  y 
agradable.  Se  emplea  sencillamente  un  poco  de 
cera  mercolizada  de  buena  calidad,  aplicada  al 
rostro  a  manera  de  cold  cream.  La  cera  absorbe 
paulatinamente  el  cutis  exterior  gastado  y  de  mal 
aspecto,  descubriendo  la  piel  hermosa,  tersa  y  ju- 
venil que  bajo  aquél  se  encuentra.  Si  Vd.  está 
actualmente  en  estas  condiciones,  adquiera  en  la 
farmacia  un  poco  de  cera  mercolizada  de  buena 
calidad  y  aplíquesela  al  rostro  durante  algunas 
noches.  Nada  perderá  con  probar  este  tratamiento, 
y  no  dudo  que  quedará  convencida  y  se  sentirá, 
como  tantas  otras  damas,  íntimamente  satisfecha 
y  feliz  de  recuperar  sus  galas  y  prestigios  de  mujer 
joven  y  hermosa.  Un  buen  cutis  natural  tiene  más 
encanto  y  valor  que  muchos  artificiales. 


ANO  IV. 


BUENOS  AIRES.  MAYO  DE   1919. 


NUM.  37. 


FOTOGRAFÍA    DE   BALCISSEROTTO 


DEL      ANTAÑO     SENTIMENTAL 

¡AQUELLOS     AMORES! 


— I3LJv:S 


EL  Cf  TILD 

GHAE\&1ALAL 


A  suntuosa  residencia  de  Chapadmalal„ 
distante  unos  cuantos  kilómetros  de 
Mar  del  Plata,  es  preferentemente 
visitada  durante  la  temporada  vera- 
niega, por  muchas  distinguidas  perso- 
nas del  gran  mundo  y  destacadas  per- 
sonalidades extranjeras  que  residen  temporalmen- 
te en  el  hermoso  balneario. 

La  familia  Martínez  de  Hoz,  dueña  de  la  ex- 
tensa propiedad  que  da  nombre  al  castillo,  perte- 
nece por  vínculos  matrimoniales  a  la  más  ilustre 
y  antigua  nobleza  del  país,  originaria  de  sus  con- 
quistadores y  pobladores,  contando  entre  sus  as- 
cendientes colaterales  a  D.  Ignacio  Fernández  de 
Agüero  y  Valdenebro,  Alcalde  de  Buenos  Aires, 
en  1660,  al  Capitán  y  Conquistador  Ñuño  Fer- 
nández-Lobo, natura!  de  Olivenza  en  Extrama- 
dura,  y  al  Teniente  de  Gobernador  de  Corrientes: 
Francisco  de  Agüero,  supuesto  descendiente  de 
Diego  de  Agüero,  uno  de  los  primeros  conquis- 
tadores del  Perú. 


—  V:yi^^Ky^S, 


JT^TZ>./^-- 


El  progenitor  del  apellido  fué  D.  Narciso 
Alonso,  Martínez  de  Hoz,  originario  del  Lugar 
de  Madrid  en  el  antiguo  arzobispado  de  Bur- 
gos, que  pasó  al  Virreinato  de  Buenos  Aires, 
llamado  por  su  tío  materno  D.  José  Martínez 
de   Hoz,   rico  hacendado  de  aquel  tiempo. 

D.  Miguel  Alfredo  Martínez  de  Hoz  —  hijo 
de  la  actual  Condesa  de  Sena,— está  casado  con 
una  dama  encantadora  en  extremo,  D."  Julia 
Elena  Acevedo  y  Larrazábal,  perteneciente 
también  por  su  linaje  al  núcleo  más  elevado 
de  la  sociedad  argentina. 

Su  hija  María  Julia,  ooseedora  de  todos  los 
secretos  de  la  dis- 
tinción y  la  belle- 
za, es  a  su  vez, 
desde  hace  varios 
años,  1 11  Marque- 
sa de  Salamanca 
por  su  casamiento 
con  D.  Luis  de  Sa- 
lamanca Hurtado 
de  Zaldívar,  de  la 
Casa  Condal  de  los 
Llanos. 

Las  veladas  y 
fiestas  en  el  sun- 
tuoso castillo  de 
Chapadmalal,  son 
extremadamente 
agradables,  y  sus 
dueños  hacen  los 
honores  con  el  tra- 
to exquisito  que 
los  distingue. 

Almuerzos  cam- 
pestres en  el  bos- 
que, partidas  de 
polo  y  de  tennis, 
típicas  cacerías  y 
animadas  reunio- 
nes donde  se  baila 
en    pleno    parque. 

Al  penetrar  en 
la  finca,  el  paisaje 
se  transforma  en 
una  inmensa  ex- 
tensión aterciope- 
lada y  ondulante, 
cuya  monotonía 
se  rompe  de  tre- 
cho en  trecho,  por 


pequeños  bosques  de  eucaliptus  y  macizos  de 
fronda  espesa  y  negra. 

Un  largo  sendero  enarenado  conduce  a  la 
explanada  del  castillo.  Su  arquitectura  tiene  el 
sello  característico  de  las  mansiones  señoria- 
les inglesas  y  corresponde  al  estilo  clásico  que 
predominó  durante  el  reinado  de  Jaoobo 
Stuard. 

Poéticas  yedras,  matizadas  de  perenne  ver- 
dor, escalan  los  muros  almenados,  donde  re- 
saltan las  líneas  cuadradas  de  los  ventanales 
simétricos. 

Todo  el  conjunto,  con  los  torreones  al  fondo, 
hace  recordar  esas 
típicas  estampas 
inglesas  entonadas 
en  verde,  y  en  las 
que  siempre  se  des- 
cubre una  línea  de 
casacas  rojas,  en- 
tre perros  y  caba- 
llos de  raza. 

Rodeando  el 
castillo  y  cerca  de 
la  cancha  de  golf, 
están  los  pabello- 
nes de  la  cabana. 
En  ella  ha  reunido 
su  dueño  algunos 
magníficos  ejem- 
plares de  caballos, 
entre  ellos  el  cé- 
lebre Craganour, 
traído  de  Ingla- 
terra, y  el  aun 
más  célebre  Bota- 
fogo,  adquirido 
últimamente  en  la 
fuerte  suma  de 
quinientos  mil  pe- 
sos. 

Los  invernácu- 
los son  también 
otro  atractivo  que 
valoriza  el  hermo- 
so parque  de  Cha- 
padmalal. Plantas 

TAPIZ   DEL  COMEDOR  Y 
COPAS    DE    PLATA,    GA- 
NADAS   POR  LA  ESTAN- 
CIA CHAPADMALAL. 


—  I=>LJV^^    '^^LrT"I3>\— 


de  colección,  crisante- 
mos, rosas  de  distintas 
especies  y  de  los  más 
variados  matices,  y  ra- 
ros modelos  de  ñores 
delicadas  y  exóticas. 

Desde  el  bajo  muro 
de  yedra  hasta  la  blan- 
ca balaustrada  exte- 
rior, se  pisa  sobre  una 
verde  superficie  de  cés- 
ped que  termina  en  la 
ancha  escalinata  de 
piedra. 

Las  dependencias  del 
piso  bajo,  contiguas  a  la 
entrada,  son  las  que  po- 
dríamos llamar  de  reci- 
bo y  contieneiv  valiosa 
colección  de  muebles  y 
antigüedades  conve- 
nienteme.ite  distribui- 
das. 

El  hall  es  como  el 
corazón  de  la  casa:  des- 
de ¿I  se  pasa  a  los  gabi- 
netes, al  comedor,  a  las 
habitaciones  intimas. 
Sus  muros,  enyesados 
en  gris  antiguo,  hacen 
destacar  períectamente 
los  objetos,  estantes  y 
mesas  de  nogal  con  in- 
crustaciones y  herrajes, 
entre  tas  cuales  figuran 
algunas  sillas  de  forma 
vasca,  muy  originales 
y  artisticas.  cuyo  dibu- 
jo, repetido  en  simétri- 
cas curvas,  denota  va- 
gas influencias  de  la 
decoración  hispano- 
árabe. 

Uno   de    los    frentes 
está    ocupado    por    la 
chimenea  Renacimien- 
to, de  delicadas  y  ar- 
moniosas labores, 
época    Elisa- 


Son  del  estilo  llamado 
Conventual,  y  por  su 
antigüedad  se  remon- 
tan a  los  años  de  1600. 

Frente  a  la  espléndi- 
da tapicería  de  carác- 
ter flamenco,  pintada 
porCondor.  ocupa  lugar 
apropiado  lacláslca  chi- 
menea de  campana,  con 
sus  pilares  y  ático  de 
piedra  donde  luce  el 
alto-relieve  de  San  Jor- 
ge, procedente  de  un 
castillo  irlandés. 

Todos  estos  objetos 
contrastan  con  el  viejo 
armario  barroco,  traído 
de  España,  sobre  el  que 
se  halla  colocado  un 
noble  retrato  de  caba- 
lero.  cuyo  traje  de  ter- 
ciopelo negro  evoca  la 
época  sombría  de  Carlos 
II  el   Hechizado. 

Esta  visión  antigua 
se  transforma  al  pene- 
trar en  la  salita,  alha- 
jada con  un  gusto  feme- 
nino y  moderno.  Sua- 
ves tapicerías,  sirven  de 
fondo  a  los  muebles  y 
sillas  de  conversación, 
elegantemente  agrupa- 
das; y  alternando  con 
las  pinturas  y  cuadros 
familiares,  hay  lindas 
vitrinas  donde  luce  una 
frágil  colección  de  mi- 
niaturas, marfiles  y 
abanicos. 

Mirando  por  los  ven- 
tanales entreabiertos,  y 
a  través  de  las  arbole- 
das obscuras,  se  distin- 
gue a  lo  lejos  el  término 
arquitectónico  de  la 
capilla,  construi- 
da   al    gusto 


UM    RIMCÓM    DE    LA   CANCHA    DE    TEN.-IIS. 

beth.  Ancho  y  espacioso  arco  rebajado  co- 
munica con  el  despacho-biblioteca,  que 
se  dignifica  por  el  viejo  lar  chaflanado,  de 
maderas  antiguas,  y  la  estantería  de  roble, 
dispuesta  en  zócalo  a  lo  largo  del  paramen- 
to. Sobre  ella,  varios  retratos  y  porcelanas 
de  Noruega  y  de  China,  adornan  el  con- 
junto, que  se  completa  con  la  redonda  mesa 
plegadiza  y  los  cómodos  sillones  de  ter- 
ciopelo. 

Esta  pieza  hállase  próxima  al  comedor, 
revocado  de  cal  gruesa  y  granulada,  tenien- 
do esa  brillante  pátina  que  sólo  se  ve  en  las 
viejas  casas  del  siglo  xvi. 

El  techo  es  de  vigas  obscuras  sencilla- 
mente labradas  y  estriadas,  de  donde  pen- 
den dos  preciosas  lámparas  de  metal,  mo- 
delo de  Castilla,  sostenidas  por  gruesos 
cordones  de  lana. 

La  disposición  de  los  muebles  es  hábil  y 
de  severo  gusto.  Oculta  la  puerta  del  «office» 
un  artístico  biombo  de  cuatro  hojas,  deco- 
rado con  pájaros  de  colores  vivos,  que  po- 
nen su  nota  multicolor  en  la  severidad  del 
recinto. 

Tanto  las  mesas  de  nogal,  como  la  sille- 
ría de  cuero  tachonado,  proceden  de  un  vie- 
jo palacio  solariego  del  Señorío  de  Vizcaya. 


EL    FAMOSO    CRACK    ECTAPOGO,    Ar.QUlRIOO    fOR     DON    MrOUEL    A. 
MARTÍNEZ    DE    HOZ,    PARA   SEMENTAL    DE   SU    CABARA. 


LA    CASA    DE    CRAGANOUR    Y    BOTAFOGO. 

español.  Interiormente  es  sencilla  y  seve- 
ra, teniendo  a  ambos  costados  de  la  na- 
ve anchos  ventanales  románicos,  y  en  el 
altar  mayor,  revestido  por  alto  dosel  de 
damasco,  un  frontal  gótico  de  mucha 
antigüedad  y  carácter,  con  imágenes  pri- 
morosamente talladas.  Sus  frentes  exte- 
riores cierran  la  perspectiva  del  jardín, 
embellecido  por  la  entonación  diversa  de 
la  grama  y  bojes  recortados. 

Cuando  subimos  al  torreón  del  homenaje, 
el  parque  tiene  una  vaga  sensación  de  In- 
glaterra. Muy  elegante  y  de  simétricas  pers- 
pectivas. 

Es  la  hora  del  crepúsculo,  y  el  horizonte 
se  esfuma  en  una  lejanía  serena  y  armo- 
niosa, semejante  a  un  inmenso  mar  de  es- 
meralda. La  luz  es  dorada,  reluciente,  de 
oro  desleído.  Ante  ella,  los  pavos  reales 
abren  orgullosamente  la  pompa  de  sus  man- 
tos de  pluma.  Y  más  lejos,  por  los  senderos 
florecidos,  prolóngase  el  tapiz  verde  de  las 
enredaderas,  cuya  tupida  malla  de  hojas 
contrasta  con  los  tonos  vivos  del  sol,  que 
a  esta  hora  adquiere  toda  la  gama  del  rubí, 
del  ópalo,  toda  la  gama  amarillenta  del 
topacio. 

Antonio  Pérez-Valiente. 


£R.\/0^ 


PASTEL     DE     ALONSO. 


ÁS  se  sabe  de  la  vida  de  Amado  Ñervo,  que  del  miste- 
rioso jardin  de  su  poesía,  maravilla  de  media  luz,  jardín 
crepuscular  sin  agua,  pero  con  variedad  de  flores 
moradas. 

Más  se  conocen  los  nombres  de  sus  libros,  que  el  talis- 
mán capaz  de  hacerlos,  talismán  de  inteligencia  acostum- 
brada a  reclinarse  bajo  un  árbol. 

¿Qué  interesa  de  un  poeta  sino  el  vacilar  de  su  corazón 
y   los  saltos  mortales  de  su  espíritu? 

Siempre  he  oído  elogiar  a  Ñervo,  como  un  poeta  claro. 


diáfano,    sencillo,    hasta   ingenuo;  poeta   para    buenas 
transparentes  como  su  poesía. 

No  es  eso. 

Los  cristales  no  dejan  ver  cuando  la  luz  reverbera  en  ellos,  y  en  la  lím- 
pida mirada  de  una  mujer  hay  profundos  enigmas. 

Espectros  eternos,  se  levantan  en  el  rayo  de  sol,  en  el  rayo  de  luna  y 
en  la  sombra. 

Y  Ñervo  es  un  evocador  de  esos  espectros,  que  se  alzan  en  el  camino  de 
los  hombres,  pero  los  ha  visto  con  sentimientos  humanos  y  por  eso,  ni  es- 
pantan, ni  nos  enredan  en  sus  largos  sudarios. 


—  PLS''^^'    'V 


¿Qué  es  la  poesía? 

Evocar,  evocar  siempre  y  despertar  coraxones 
dormidos  y  cerebros  torpes  o  desorientados. 

La  verdadera  c!av*  de  la  poesía  de  Ñervo,  hay 
que  buscarla  fuera  de  ella.  Ñervo  tal  vez  no  sabe 
donde  est¿. . . 

Porque  el  poeta  que  se  prepara  por  la  lectura 
y  la  meditación  a  recibir  las  voces  desconocidas. 
reflexiona  y  si  es  sincero  ignora  de  donde  vienen. 

Pero  hay  en  la  formación  espiritual  sendas  di- 
veigentes.  diversos  rastros  luminosos  que  cada 
uno  elige  para  seguir.  Y  esa  elección  es  casi  siem- 
pre intuitiva.  Ved.  la  difícil  clave  de  la  poesía. 
el  arcano  que  el  poeta  mismo  no  se  atreve  a  des- 
cifrar. 

¿Qué  método  entonces,  para  alabar  o  censurar. 
para  hacer,  en  una  palabra,  lo  que  llamamos  «cri- 
tica» de  un  poeta? 

Siendo  la  Critica  un  arte  que  se  basa  en  la  fácil 
elasticidad  de  la  Lógica,  niego  toda  posibilidad 
de  critica  ante  la  obra  de  un  poeta. 

Cabe  seguirla  en  sus  rutas  verdaderas  o  extra- 
viadas, pero  es  invulnerable  a  toda  afirmación. 

Quien  sostenga  lo  contrario,  ni  es  crítico  ni 
poeta. 

No  pretendo,  pues,  descubrir  un  hermetismo 
inaccesible  en  la  poesía  de  Ñervo;  lo  que  sostengo 
es  que  se  ha  inspirado  y  mantenido  en  la  senda 
de  otros  lejanos  y  olvidados  hermetismos. 

Las  cosas  no  tienen  un  solo  y  fijo  color.  Ese 
color  cambia  con  la  luz.  con  la  distancia,  con  e! 
tiempo,  con  el  ojo  que  lo  mira. 

Por  eso.  la  poesía  tiene  infinitos  matices  y  siem- 
pre lo  incomprensible  unifica  y  resuelve  su  poli- 
cromía. 

El  lirismo  de  Ñervo  parece  tranquilo,  somno- 
liento:  pero  un  espíritu  sutil,  al  penetrar  en  su 
fondo  ve  repentinamente  la  ráfaga,  como  en  el 
mar  un  solo  golpe  de  viento  hace  verdes  montañas 
de  caperuza  blanca  con  lo  que  un  instante  atrás 
era  un  espejo  azul . . . 

En  el  ambiente  literario  de  Madrid,  encontró 
Ñervo  compañeros  y  admiradores,  pero  no  un 
paisaje  espiritual  adecuado  a  su  temperamento. 

Tampoco  lo  hallará  en  Buenos  Aires. 

Es  un  caso  de  aislamiento  intelectual. 

No  continúa  ni  sustituye  a  nadie,  como  creerán 
los  que  viven  de  la  comparación. 

No  tuvo  maestro,  ni  tiene  ni  tendrá  discípulos. 

Hay  figuras  literarias  que  exigen  una  escuela. 

No  se  comprenden  sin  una  sala  llena  de  imita- 
dores. Eugenio  de  Castro.  D'Annunzio,  Rubén 
Dario.  Valle-Inclán.  son  de  estas  figuras  que  pre- 
siden un  festival  poético. 

Pero  hay  otras,  como  Amado  Ñervo,  que  están 
solas.  Su  casa  es  lugar  de  paso  donde  la  misma 
cordialidad  habla  de  perenne  aislamiento. 

La  soledad  de  un  hombre  que  piensa  es.  sin 
embargo,  relativa.  Conducir  las  ideas  y  ordenar 
las  emociones  es  hallar  una  grata  compañía  en  las 
horas  solitarias,  cuando  al  crear,  nos  parece  que 
lo  ideal  toma  formas  sensibles,  como  los  arcán- 
geles bíblicos. 

Ñervo  en  Buenos  Aires  y  en  Madrid  verá  a  su 
alrededor  compañeros  y  admiradores.  Pero  el  pai- 
saje espiritual  estará  tras  de  su  frente. 

Incomprensible  para  los  críticos  y  los  huma- 
nistas. 

La  poesía  no  admite  análisis,  ni  microscopio. 

Ser  minucioso  en  critica  es  síntoma  de  medio- 
cridad. Rasgos  generales,  siluetas,  horizontes  am- 
plios, superficies  extensas:  eso  exige  la  verdadera 
poesía  a  sus  comentaristas. 

Y  sobre  todo  el  alma  de  lo  que  se  dice,  lo  inde- 
finible, lo  perdurable  y  vivificador. 

Mueren  las  teorías  literarias.  Pasan  los  sistemas 
y  las  discusiones  estéticas.  La  Poesía  queda  en 
pie  y  si  cambia  su  aspecto,  en  su  esencia  es  in- 
mutable. 

Yo  veo  esa  misma  convicción  en  Amado  Ñervo. 
Lo  antiguo  y  lo  moderno  tienen  la  misma  corona 
de  laurel,  el  mismo  olivo  de  las  colinas  griegas,  el 


«»        t> 


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>,     7^    »¿ 


ENRIQUE  DE  LEGUINA. 

ItOSTRACIÓN   DE   ALONSO. 


mismo  arrayán  de  Berbería.  Lo  que  hoy  es  moder- 
no será  antiguo  mañana. 

Y  los  estanques  reflejarán  como  un  recuerdo 
lo  que  hoy  reflejan  como  una  realidad. 

La  forma  poética  es  indiferente  y  peculiar  a  la 
sensibilidad  de  cada  escritor.  El  ritmo  preesta- 
blecido no  es  más  que  una  curiosa  obsesión  de  los 
retóricos,  que  catalogan  el  resultado  de  sus  lec- 
turas y  niegan  el  derecho  de  separarse  de  su 
manía  dogmática.  Son  hombres  más  aficionados 
a  contar  los  pétalos  de  una  rosa,  que  a  extasiarse 
con  su  perfume. 

Ni  aun  los  grandes  estetas  como  Guyau  y  Be- 
nedetto  Croze.  se  salvan  ante  la  poesía,  de  cierta 
funesta  sistematización. 

Atengámonos  a  una  distinta  visión  de  la  poesía. 
El  verbo  «sugerir»  fué  creado  para  ella.  Y  recor- 
demos los  infinitos  ritmos,  la  enorme  variedad 
de  matices,  que  la  Naturaleza  envía  a  nuestros 
ojos  y  oídos,  una  tarde,  en  el  campo,  al  irse  entre 
resplandores  de  sangre,  el  sol... 

Definiciones: 

La  Poesía  es  una  expresión  de  las  evocaciones 
interiores,  provocadas  por  la  movilidad  cíclica  del 
sentimiento. 

El  Poeta  es  un  espejo  donde  aparecen  y  desapa- 
recen los  fantasmas  evocados. 

La  Crítica  es  un  sentimiento  que  ve  pasar  a  la 
emoción  sin  atreverse  a  seguirla.  Es  como  el  bar- 
quero de  rio,  más  preocupado  en  unir  las  dos  ri- 
beras con  su  barca,  que  en  detenerse  a  media  co- 
rriente, para  verla  huir  copiando  temblorosos  ála- 
mos y  temblorosos  luceros. 

El  Critico  es  un  pensamiento  fijo,  más  ávido 
de  sentarse  que  de  andar.  Línea  alabeada  que  en- 
laza diversos  jardines  de  poesía  y  condenada  a  ir 
de  uno  en  otro  sin  tener  flores  propias  jamás. 


Hubo  en  la  Edad  Media,  cantidad  de  sectas 
misteriosas,  de  cenáculos  elegidos,  de  extraños 
personajes  que  no  vivían  la  vida  de  su  tiempo. 

Conservaban  antiguas  tradiciones  de  Oriente, 
poseían  talismanes  y  guardaban  un  profundo  se- 
creto de  su  ciencia. 

Desde  aquellas  sectas  heterodoxas  de  «safies»  y 
«motáziles»,  perseguidas  en  Córdoba,  hasta  el  avi- 
cenismo  y  las  místicas  y  hondas  inquietudes  de 
Raimundo  Lulio.  florecen  doctrinas  misteriosas, 
donde  un  velo  polícromo  oculta  tesoros  de  sabi- 
duría y  perfecciones  estéticas. 

¿Qué  puente  o  ligadura  espiritual  une  aquellos 
astros,  ya  idos,  con  nuestros  intranquilos  ensue- 
ños contemporáneos? 

Yo  he  visto  en  Ñervo  un  lector  de  Gabirol  y 
Yehudad-Leví.  Lo  he  visto  reflexivo  sobre  las  pá- 
ginas de  Emerson  y  perturbado  bajo  los  arcos 
blancos  de  las  sinagogas  toledanas. 

Santa  María  la  Blanca  es  un  templo  para  el 
espíritu  de  Ñervo.  La  capilla  abulense  de  Mosén 
Rubí,  un  rincón  para  su  eterna  manía  de  meditar 
sobre  los  problemas  centrales. 

¡Cómo  nos  sentimos  fuertes  al  contemplar  el 
porvenir  sentados  sobre  viejas  ruinas! 

El  buho,  pájaro  de  la  noche  y  de  la  sabiduría, 
está  posado  en  las  secas  ramas  de  un  árbol  negro 
y  adivina  la  meditación  del  poeta. 

Después  de  la  sombra  llega  el  día,  y  un  pájaro 
multicolor  sustituye  al  buho  en  la  rama  del  árbol. 

Y  en  esa  perpetua  rotación,  el  poeta  va  dejando 
desgarraduras  dolorosas,  dolientes  desilusiones, 
desengaños  dormidos  bajo  la  esperanza  de  la 
aurora. 

Difícil  de  hallar  es  la  clave  de  la  poesía  de  Ama- 
do Ñervo. 

No  la  busque  quien  se  interese  por  su  vida  o 
su  nombre.  Como  todas  las  cosas  lejanas,  sólo  la 
evocación  puede  comprenderla. 

Jardines  rústicos,  con  acacias  monjiles  y  algu- 
na piedra  blanca.  Veredas  con  guijarros  y  olorosa 
hierba.  Espejismos  de  arena.  Aguas  paradas  bajo 
penumbras  de  zarzas.  Y  aquella  visión  de  Bocklin: 
una  isla  en  el  sombrío  mar;  en  el  mar,  la  barca 
de  los  muertos:  y  lápidas  sobre  el  basalto  de  trá- 
gicas vetas,  a  la  sombra  de  altos  cipreses,  que  do- 
blan su  copa  de  dolor.,. 


.••/' 


./ 


^'un'j^.-^— 


Como  en  años  anteriores,  ha  sido  conside- 
rable la  labor  de  los  artistas  argentinos, 
estando  representadas  en  el  salón  las  diver- 
sas tendencias  que  hoy  predominan  en  este 
medio  artístico;  y  lo  mismo,  también,  que 
en  los  anteriores  concursos,  se 
afianza  el  predominio  de  lo  que  po- 
dríamos llamar  tendencia  decora- 
tiva. 

Entre  todos  los  expositores,  Al- 
fredo Gramajo  Gutiérrez  se  des- 
taca por  la  originalidad  de  su  es- 
tilo y  el  valor  americanista  de  su 
obra.  Los  asuntos,  llenos  de  emo- 
tividad, interpretan  distintos  as- 
pectos de  la  vida  provinciana  de 
Salta  y   Santiago    del    Estero,   en 


RODOLFO    FRANCO.    CABEZA    AL    PASTEL. 


dé 

c/icuarelímxj^ 


término,  son  rítmicas  y  pasan,  se  las  ve  pasar 
ante  dos  árboles  y  un  fondo  de  nubes.  «Las 
Santiagueñas»,  marcado  con  el  número  75,  se 
define  por  la  calidad  de  la  pintura. 

En  síntesis,  Gramajo  Gutiérrez,  significa 
dentro  de  la  pintura  argentina,  un 
espíritu  original  alimentado  por 
insaciables  cromatismos,  de  antes 
y  de  ahora;  supervivencias  colonia- 
les remozadas  por  su  propia  visión 
de  la  luz  y  su  comprensión  de  todo 
lo  que  se  inmoviliza  y  estiliza. 

Dos  paisajes  de  Raúl  Prieto, 
«Ocaso»  y  «Caserío»,  representan  en 
la  segunda  sala,  valores  de  alto  sig- 
nificado. La  suavidad  misma  que 
los  envuelve,  unida  a  un  vago  con- 


SECCION    DE    ARTE    RETROSPECTIVO. 

aquellos  parajes  donde  el  nativo  se 
aletarga  en  la  soñolencia  de  los  días 
interminables  bajo  la  pesadilla  del  sol 
o  de  la  noche. 

Sus  cuadros  son  reveladores  de  un 
temperamento  naturalmente  educado 
para  la  observación,  para  el  análisis  de 
tipos  y  costumbres  características, 
donde  se  transparenta  un  trágico  mis- 
terio remoto,  algo  inexplicablemente 
sombrío,  que  encadenara  las  almas  y 
las  cosas.  Es  un  caso  de  transmisión 
de  raza,  de  supervivencia  colonial, 
plasmada  en  la  profundidad  honda  y 
el  sentimiento  emotivo  del  que  sabe 
reflejar  sinceramente  las  convicciones 
de  su  espíritu. 

El  tríptico  titulado  «Los  Daños»,  es 
donde  más  fuertemente  se  revela  la 
sugestión  atormentadora.  En  «La  Ca- 
ravana» el  efecto  de  color  se  complica 
en  tonos  verdes  y  morados,  en  gamas 
de  un  rosa  traslúcido,  en  combinacio- 
nes de  luz,  que  se  esfuman  sobre  la 
tierra  llana,  salpicada  de  casitas  blan- 
cas. Las  figuras,  dibujadas  en  primer 


CUADROS    DE 

A.    CHRIST0PHER3EN 

Y    MIGUEL    PETROHB 


VISTA    DE    CONJUNTO. 

cepto  de  la  composición,  hace  que  ad- 
quieran ese  sentimiento  poético  de  los 
paisajes  otoñales. 

Alejandro  Christophersen  es  el  acua- 
relista que  más  fuertemente  se  desta- 
ca en  el  estudio  de  figuras.  Su  pincel 
es  decidido  y  valiente,  dando  impre- 
siones del  natural  en  ráfagas  multico- 
lores, suavizadas  por  transparencias 
que    revelan    maestría    y    sinceridad. 

Gregorio  López  Naguil  nos  da  otra 
nueva  prueba  de  su  talento  con  el 
gouache  titulado  «El  buque  fantas- 
ma», revelando  en  la  interpretación  de 
ese  legendario  y  poético  motivo,  un 
gran  sentido  de  la  decoración  y  una 
gran  facultad  interpretativa.  Este  ar- 
tista presenta  además  varios  ex-libris 
y  dibujos  coloreados. 

También  es  interesante  la  serie  de 
cabezas  al  pastel,  firmadas  por  Rodolfo 
Franco;  Malvina,  Alice  y  Magde,  son 
figuras  de  ensueño  ejecutadas  fina- 
mente con  mucho  sentido  de  la  ex- 
presión y    del    sentimiento    femenino. 

Otro  expositor  de  los  jóvenes,  que 


— oi_;v^:s  N/'Ln^R-x— 


se  destaca  en  la  primera  sala,  es  Miguel  Pe- 
trone.  con  dos  cuadros  al  pastel  donde  marca 
un  visible  adelanto  en  su  orientación,  amplia- 
mente definida  en  el  titulado  «Dama  de  ojos 
negros».  El  «desnudo»,  del  mismo  autor,  que 
figura  a  la  entrada,  es  interesante  por  la  so- 
lidez y  valentía  cor.  que  está  ejecutado. 

Enrique  Prins  exhibe  tres  pequeños  paisajes 
de  una  técnica  suave  y  delicada,  que  responden 
plenamente  a  su  elevado  concepto  ideológico. 

Completan  discretamente  el  conjunto  varias 
actuunelas  de  Jorge  Soto  Acebal,  y  otras  del 
corone)  Diaz,  que  reproducen  aspectos  del  pai- 
sa)e  argentino,  aguafuertes  de  Lorenzo  Gigli. 
gouaches  de  Huergo  y  Jorge  Larco.  dibujos 
de  Soubirats.  miniaturas  y  carbones  de  Aaron 
I.  Billís.  y  las  obras  de  Santiago  Stagnaro. 
fallecido  recientemente,  que  demuestran  las 
grandes  cualidades  del  malogrado  artista  y  su 
visión  personal  y  fantástica  de  los  colores 
abigarrados. 

üsonie  Matthis,  la  interesante  pintora,  nos 
descubre  algo  del  alma  de  la  ciudad,  en  sus 
dos  rincones  pintorescos  de 
las  plazas  Congreso  y  San 
Martin:  lo  que  pasa  inad- 
vertido a  los  ojos  profanos. 
lo  que  no  vemos  en  nues- 
tro cuotidiano  ambular  por 
las   calles   porteñas,    toda 


PELLEORIN'.   RETRMO    DE    MANUEL    MASCULINO,    CREACOS    DE  L03 
CÉLEBRE?   PE1NET0NE3   QUE   SE    USARON   EN    LA     ÉPOCA   DE    ROZAS. 


Bernardo  Suárez;  paisajes  de  Peter  Schmidt- 
meyer;  retratos  de  Prilidiano  Pueyrredón. 
Fernando  García  del  Molino  y  escenas  de 
costumbres  del  marino  Adolphe  D'Hastrel 
de  Rivedoy,  que  tomó  parte  en  el  bloqueo 
de    Buenos    Aires. 

Otros  dibujos  representando  escenas  típicas 
de  la  ciudad  vieja,  cuadros  y  paisajes  de  la 
campaña,  llevan  firmas  de  conocidos  grabado- 
res y  aficionados  como  Demasdryl,  Methfessel 
y  Core  Onseley,  este  último  Ministro  de  In- 
glaterra ante  el  Gobierno  de  Rozas. 

Del  pintor  Jean  León  Pall;ére.  hay  gran 
número  de  acuarelas  hechas  durante  sus  acci- 
dentados viajes  por  el  interior  del  país, 
haciéndose  notar,  por  el  colorido  y  ambien- 
te, la  titulada  «Carga  de  caballería  entre- 
rriana». 

Carlos  Enrique  Pellegrini,  el  célebre  retratis- 
ta de  la  época  romántica,  tiene  una  salita 
donde  se  exhiben  varios  retratos  de  damas  y 
personajes  que  figuraron  en  la  sociedad  por- 
teña  de  aquel  tiempo,  y  muchas  vistas  del 
Buenos  Aires  antiguo. 

Entre  los  retratos  me- 
recen citarse  el  de  doña 
Micaela  Camusso  de  Mal- 
donado  y  el  de  doña  Ma- 
nuela Suárez  de  Lastra,  de 
Garmendia.    que   reprodu- 


RIMOÓN    DE    LA    JALA    PELLEC.RINI. 


la  misteriosa  poesía  de  la  urbe  moder- 
na, vibra  como  rayo  de  luz' en  estas 
notas  de  color,   sutiles,   muy   francesas. 

Por  úlf.mo,  la  modalidad  netamente 
americana  de  los  estilos  azteca  e  incási- 
co, se  halla  representada  por  Travascio  y 
Blake,  los  cuales  exponen:  el  primero, 
acuarelas  sobre  fondos  de  oro,  y  ambos  en 
colaboración,  urnas,  yuros,  huacos  y  otras 
piezas  de  cerámica  con  decoraciones  y 
motivos  de  ornamentación  precolombiana. 

En  las  tres  salas  del  fondo,  el  Jurado 
ha  reunido  una  interesante  colección  de 
obras,  firmadas  por  los  pintores  y  artis- 
tas que  más  se  significaron  en  el  país  du- 
rante la  primera  mitad  del  siglo  xix. 

Grabados  de  Branbila  y 
Willian  Holland;  cuadernos 
H»    dibujo,    ejecutados   por 


cimos  en  este  número.  Laudable  es  pre- 
sentar ante  los  ojos  de  la  actual  genera- 
ción, recuerdes  artísticos  de  valia,  y  más 
cuando  en  su  mayor  parte  reproducen 
costumbres  y  paisajes  evocadores  de  la 
historia  argentina.  Al  mismo  tiempo  se 
observa  el  contraste  de  las  modalidades 
estéticas  pasadas,  con  las  que  hoy  triun- 
fan y  defienden  los  mejores  artistas.  Con 
acierto  e  inteligencia  han  desempeñado 
los  organizadores  de  esta  exposición  su 
difícil  tarea,  recompensada  por  el  éxito 
e  indiscutiblemente  útil  y  patriótica, 
puesto  que  ofrece  un  conjunto  encomia- 
ble  de  lo  que  fueron,  desde  el  punto  de 
vista  artístico,  los  hombres  del¿pasado 
siglo. 


José  M.''  Pérez-Valiente 


TRAVA.'?C10.     lJlBL-;0.5    AZTECAÍ. 


C^L. 


"r:2>^— 


jOK  cuiti  beílo  ¿s  pa5ar  inxdverüido, 
dalce  Fray  Luií!  Que  no  di^a  mti^uno 
'Ahí  va  el  emitiente,  e2  disfin^uido", 
¡Qoii  siuV(?  re^íTJO  el  áoX  olx/iduo*. 
\Q.Vi¿  íikncio  mullido! 
\Ciué  rem¿itiyo  de  pa.2^  tan  oporfutio! 


Sitnplcmen^,  di  irrttao 
d^  la  naturaleza,  tcu-drc  S3int3^, 
hicer  U  obra^dar  el  fru^o  opimo, 
¡como  lírÍTida,  J"u  nécisiV  el  racimo, 
U  fuente  l?rota y  €l  pjirdiZlo  cauiai 

® 

No  pedir  gatirdon  ni  recom^penía , 
fdix  del  fruto  que  cuajo  en  la  rama, 
cordialtncníc  pinjar  con  cuanto  pietua^ 
/férvidamente  atnar  con  cuauto  ama.' 

<^ 
Scutine  uno  por  ííenipre  con  la  esencix 
mÍ3ma  de  la  pcretitic  crea  clon; 
chispa  coTv5cicate  en  íu  ititnoríal  conciencia 
y  latido  en  Su  ¿titnetvso    Cornijón. 


HETRATO  *DE  ♦LA*DAMA*INGLE.yA- 

7 


GOWLAND-ÜE 
PROPIEDAD*  DEL- DR=, 


PLVS 
.  VLTPA 


DE -LA-FAMILIA 

8!JKN05'Am.E.S 

\  FERNANDO*  GOTLAND 


1Í56  '  '  '  1625 


—  I3>l_7vr:S    ^V/LmP2.^=s.— 


SALAMANCA.    ARTÍSTICA    TORRE 
DEL   PALACIO    DE    MONTERREY. 


11a  tradición  artística.  Parece 
que  hablar  de  arte  colonial  es 
hablar  de  algo  tan  íntimamen- 
te ligado  con  el  arte  español 
que  resulta  indispensable  co- 
nocer ese  arte  de  la  patria  de  ori- 
gen, comprenderlo  y  sentirlo  a  fon- 
do para  darse  cuenta  de  las  razo- 
nes que  pudieran  influir  en  trans- 
formarlo, si  no  en  su  esencia,  al 
menos  en  el  detalle,  al  tomar  carta 
de  ciudadanía  argentina. 

Será  sin  duda  porque  al  abrir  los 
ojos  por  primera  vez  vi  el  paisaje 
soleado  de  Andalucía,  por  eso  será 
que  se  impresionó  tan  hondamente 
mi  retina  que  la  visión  no  se  ha 
borrado  jamás,  a  pesar  del  andar 
de  los  años. 

Veo  aún  a  toda  aquella  Andalu- 
cía como  inmenso  verjel  de  flores, 
veo  las  calles  del  pueblo  solitario, 
sus  casas  solariegas,  con  carácter 
inmensa  de  una  arquitectura  claus- 
tral', y  tranquila;  arquitectura  ex- 
traña me  parece  ahora  después  de 
haber  visto  tantas  otras.  Es  que 
esa  arquitectura  forma  parte  inte- 
grante del  suelo  y  del  paisaje  anda- 
luz, es  algo  que  nacer  parece  de  la 
tierra  misma  como  una  prolonga- 
ción del  suelo,  como  una  protube- 
rancia de  la  costra  terrestre;  tan 
intimamente  está  vinculada  con 
todo  lo  que  la  rodea.  ¡Allí  no  cabe 
otro  artel 


ECIJA.     TORRE    Y    PORTADA    DE 
UN    PALACIO    PARTICULAR. 


—  I^LJV^^    N^-L_-T-^K2-'X— 


TClí  PITAL 

DE    SANTA    CRUZ.    SlüLO    XVI. 


escala  y  de  armonía? 

No  es  ni  hacer  arte, 
ni  crear  arte  nacional 
(si  pudiera  adjudicar- 
se nacionalidad  al  ar- 
te) el  hecho  de  copiar 
detalles  toscamente 
realizados  por  opera- 
rios inexpertos  o  sim- 
plemente por  los  in- 
dios de  las  misiones, 
compuestos  a  menudo 
por  los  mismos  misio- 
neros con  más  fe  cris- 
tiana y  mejor  volun- 
tad, que  con  ciencia 
y  acierto. 

Tampoco  lo  es  co- 
piar la  arquitectura 
originaria  española 
adaptada  aquí  en  la 
época  de  la  colonia 
por  cualquier  «media 
cuchara»  venido  del 
Puerto  o  de  la  Isla, 
quienes  en  el  afán  de 
cumplir  un  encargo 
fabricaban  su  compo- 
sición con  las  reminis- 
cencias de  algún  edifi- 
cio del  terruño,  gra- 
badas incompletas  en 
la   memoria. 

Ya  me  imagino  qué 
trance  duro  pasaría 
ese  modesto  «media 
cuchara»,  a  quien  al- 
gún potentado  o  qui- 
zás el  mismo  cura  del 
pueblo  le  encargaba 
su  vivienda.  Me  lo 
figuro  consultando  su 
memoria,  la  de  los  ve- 
cinos y  parientes  para 
dar  después  a  luz 
algo,  que  hoy  quizás 
hemos  declarado  so- 
lemnemente monu- 
mento tipo  del  arte  co- 
lonial para  uso  y  abu- 
so de  todos  los  que  a 


Todo  eso  y  aun  más  nos  lo  cuenta 
esta  arquitectura  de  la  tierra  anda- 
luza en  su  arte  peculiar,  mezcla  de 
moro  y  de  cristiano,  de  sencillez  y 
de  nobleza,  puro  en  su  interpreta- 
ción porque  refleja  fielmente  el  suelo 
donde  naciera  y  la  raza  que  cobija 
entre  sus  muros. 

Ese  es  el  arte  originario  que  fué 
traído  por  los  primeros  alarifes  anda- 
luces, trasplantado  por  el  espíritu  em- 
prendedor y  audaz  de  las  misiones 
jesuíticas. 

Nació  el  arte  colonial  incompleto, 
ingenuo,  lleno  quizás  de  aspiraciones 
que  no  llegaron  a  concretarse  en  he- 
chos, pero  muy  digno  de  respeto  por 
las  intenciones  que  guiara  a  sus  auto- 
res, muy  digno  también  de  ser  tenido 
en  cuenta  porque  aún  hoy  señala  un 
derrotero  cuando  nos  alejamos  por 
«snobismos»  extravagantes  de  reflejar 
en  la  arquitectura  el  clima,  las  cos- 
tumbres y  los  materiales  del  suelo 
argentino. 

En  el  arte  colonial  hay  que  admirar 
el  espíritu  y  no  la  forma,  porque  ésta 
es  incompleta. 

Esa  adaptación  al  suelo  argentino 
tan  admirablemente  interpretada  por 
la  inteligencia  de  los  jesuítas,  debe- 
riamos  tenerla  todos  en  cuenta  y  eso 
es  justamente  lo  que  se  olvidan,  aque- 
llos que  entienden  por  hacer  arte  colo- 
nial copiarlo  servilmente  hasta  en  sus 
errores  sin  adaptarlo  a  otras  civiliza- 
ciones y  a  otros  progresos.  ¿Por  qué 
ensañarse  en  copiarlo  malo  o  lo  incom- 

Í)leto  bajo  el  pretexto  de  hacer  arqueo- 
ogia.  por  qué  ceñirse  estrictamente  a 
los  detalles  y  a  los  errores,  que  seña- 
lan quizás  la  característica  de  esa 
época,  pero  que  al  fin  y  al  cabo  son 
errores,  torpezas  de  cosas  mal  conce- 
bidas y   peor   compuestas,    fuera   de 


ZARAOOZA.    PATÍO    Y    ESCALERA  DE    LA 


CASA  ZAPORTA.  ESTILO  RENACIMIENTO. 


esta  especialidad  se  dedican.  Los  habi- 
tantes de  la  colonia  tuvieron  que  con- 
tentarse con  lo  que  la  época  les  brinda- 
ba; mas  téngase  por  cierto  que  si  hubie- 
sen dispuesto  de  medios  más  perfectos... 
vaya  si  ios  hubieran  aprovechado. 

Copiar,  pues,  los  restos  de  una  época 
relativamente  atrasada  y  copiarla  has- 
ta en  sus  defectos. . .  y  en  sus  erro- 
res e  imperfecciones  podrá  resultar 
interesante  bajo  la  faz  arqueológica, 
pero  debemos  dejar  eso  para  el  museo 
de  arte  retrospectivo. 

Pero  la  casa,  el  hogar  que  responda 
a  nuestra  vida,  a  nuestras  intimidades 
y  a  nuestro  temperamento  moderno, 
tiene  otras  aspiraciones  de  confort,  de 
progreso  y  aun  de  estética. 

Así  lo  han  entendido  los  norteameri- 
canos que  al  aprovecharse  de  las  sa- 
bias enseñanzas  de  los  jesuítas,  que 
en  sus  andanzas  llevaron  también  allí 
su  civilización,  han  sabido  separar  lo 
bueno  y  lo  lógico  de  aquella  arqui- 
tectura a  la  cual  le  han  agregado  los 
encantos  de  todos  los  progresos  y  las 
comodidades  de  nuestra  época.  Han 
creado  un  estilo  que  denominan  «Mis- 
sion  Style»  de  la  esquemática  arqui- 
tectura de  antaño,  han  perfeccionado 
la  distribución  de  sus  hogares  y  han 
completado  la  arquitectura  externa, 
conservando  el  exquisito  sabor  de  ese 
arte  primitivo  hábilmente  retocado 
por  manos  maestras. 

Creo  que  inspirándonos  en  esta  nue- 
va enseñanza,  siendo  sinceros  con  nos- 
otros mismos  y  buscando  el  camino 
de  la  verdad,  llegaremos  a  realizar  una 
arquitectura  que  sea  la  que  refleje, 
conjuntamente  con  el  clima,  las  cos- 
tumbres y  los  materiales  del  suelo 
argentino,  la  muy  justa  aspiración  de 
los  hombres  que  se  desvelan  y  luchan 
por  un  alto  y  patriótico  ideal  de  arte. 


>yx— 


A€ 


PNA  MANUELA^  UARE2^ 
DE^i  ASm^^oE^CiARMENDIA 


cr*!<9 


íSO^ .  E^i  lALDON ADO, 


— i:3L-;v/'i5    >^''l_;'r-t¿>N.— 


HOMDRE^bUEY 


. .  .Suave,  acompasada- 
mente, golpeó  con  su  vari- 
ta de  ballena  la  punta  de 
uno  de  sus  zapatos,  y  luego 
dijo: 

—  ¿Y  qué  quieres  que 
ha^  si  se  me  ha  atrave- 
sido  en  el  camino  un  hom- 
bre ■  buey.' 

El  otro  le  miró  de  reojo 
con  cara  de  curiosidad  y 
de  fastidio: 

—  ¿Un  hombre  •  buey?      j 

—  ¿Un  hombre  ■  buey.' 

—  No  sé  que  quieres  de- 
cir... Y  le  volvió  la  espal- 
da a  medias,  para  descan- 
sar mejor  en  el  asiento  y 
para  demostrarle,  que 
aquello  le  importaba  un 
comino. 

El  se  dio  cuenta: 

—  ¿No  sabes  —  pregun- 
tó —  no  sabes  lo  que  es  un 
hombre  buey? 

—  No. 

—  Eres  un  ignorante. . . 

—  iMejor! 

—  ...  Sin  embargo,  voy 
a  explicarte  lo  que  es  un 
hombre  -  buey ...  i 

E    inclinando   el    busto 
hasta  que   los   antebrazos      j 
se  apoyaron  en  los  muslos. 
el  joven  se  puso  a  hablar 
pausadamente,    mientras      | 
su    varita    trazaba  en    la      ¡ 
conchilla  blanca  del  paseo,      I 
curiosos  arabescos.  [ 

—  ...  Tú  sabes  que  yo 
me  he  criado  en  el  campo 
— dijo  — ;  y  has  de  saber 
también  que  las  impresio- 
nes recibidas  en  la  niñez  se 
graban  en  el  cerebro  tan  j 
profundamente,  que  nada  j 
puede  borrarlas.  Bueno;  yo 
era  un  chico,  un  chico. . .  i 
¿qué  tendría?...  ¡Seis  o 
siete  años  a  lo  sumo!  ¡Bue- 
no! . . .  Había  un  buey  vie- 
jo, un  buey  bayo  overo 
muy  grande... — Me  acuer- 
do como  si  fuera  hoy.  ¿Tú 
sabes  qué  pelo  es  ese?: 
¿bayo  overo?  i 

—  ¿Yo?  ¿Qué  sé  yo? 

—  ¡Qué  bárbaro!  De 
veras,  ¿no  sabes? . . .  Bue- 
no, no  importa:  hay  gobernantes  que  saben 
menos  que  tú,  y,  sin  embargo,  gobiernan . .  . 
Bueno:  como  te  contaba,  ese  buey  bayo  no  servía 
para  nada,  para  nada  absolutamente:  primero, 
porque  era  muy  viejo,  y  después,  porque  tenia 
más  mañas  que  algunos  de  esos  empleados  de 
todos  los  regímenes... 

Bueno:  el  muy  cornúpeto  se  entraba  todas  las 
noches  en  la  quinta:  se  entraba  todas  las  maña- 
nas y  las  tardes:  se  entraba,  en  fin.  a  cada  hora, 
a  cada  minuto,  es  decir,  toda  vez  que  podía  derri- 
bar la  tranquera  o  aflojar  los  alambres  del  cer- 
cado. 

—  ¿Y  para  qué?  —  dirás  tú  que  eres  un  igno- 
rante en  estos  asuntos  de  bueyes  y  de  tranqueras. 
¡Pues,  señor!  para  comerse  los  zapallos  y  los  melo- 
nes y  todas  las  cucurbitáceas  de  la  quinta. . . 

¡Oh!  ¡era  un  buey  chacarero  de  lo  más  sinver- 
güenza! . . . 

Bueno;  para  corregirlo  los  peones  le  propinaban 
palizas  que  él  soportaba  con  estoicismo  admira- 
ble y  que  nunca  lograron  hacerle  apresurar  su 
filosófico  tranco . . .  Salía  a  fuerza  de  rebencazos 
y  de  pechadas,  pero  se  quedaba  ahí  no  más,  ob- 
servando, firmeen  su  idea  de  gustar  la  golosina,  y, 
una  vez  que  todos  se  habían  marchado,  volvía  a 
entrar  en  la  chacra,  ya  derribando  la  tranca,  ya 
colándose  entre  los  hilos  del  alambrado. 

¡Oh!  ¡lo  qué  me  ha  hecho  sufrir  la  tal 
Mi  padre,  que  no  podía  mantener  a  los 
ocupados  en  apalear  al  miserable,  solía 
garme  muy  serio: 

—  Mira,  hijito:  me  voy.  pero  en  cuanto  tú  veas 
que  el  buey  bayo  se  quiere  entrar  en  la  quinta, 
hazlo  correr  por  los  perros. . .  Yo  tenía  un  perro 


bENITQ)LYNCH 


blanco,  un  perro  de  Terranova  que  se  llamaba 
Carhué,  y  que  era  tan  grande  como  un  ternero  y 
tan  zonzo  que  no  servía  para  maldita  la  cosa. 
¡Oh!  los  perros  de  Terranova;  serán  todo  lo  útiles 
que  tú  quieras,  para  buscar  viajeros  perdidos  en 
la  nieve,  pero  lo  que  es  para  correr  bueyes  ma- 
ñeros resultan  un  fracaso...  Bueno,  como  decía; 
honrado  por  la  importante  misión  que  me  con- 
fiaba mi  padre  yo  me  ponía  en  acecho  bajo  los 
grandes  árboles  del  patio.  Carhué  se  situaba  allí 
a  mi  lado,  con  una  lengua  de  a  palmo  y  fatigado 
de  antemano. 

El  buey  bayo  repechaba  lentamente  la  loma 
que  había  al  fondo  del  potrero  y  paso  a  paso  ve- 
níase acercando,  inexorable  y  fatal  como  la  muer- 
te. ¡Ah!   jla  bestia  maldecida! 

A  veces  se  detenía  un  momento  para  escuchar, 
sin  duda,  para  ver  si  había  moros  en  la  costa;  pero 
muy  luego  continuaba  la  marcha  interrumpida 
cada  vez  más  resuelto,  cada  vez  más  atrevido.  . . 
Llegaba  a  la  tranquera  y  con  sus  cuernos  enormes 
levantaba  los  palos... —  Carhué — gritaba  yo  enton- 


bestial 
peones 
en  car- 


ees frenético.  —  ¡Chúmale, 
Carhué!.  y  llenos  los  bol- 
sillos de  cascotes  me  lan- 
zaba contra  la  bestia  con 
denuedo: 

— ¡Fuera buey!,  ¡ladrón!, 
¡sinvergüenza! 

Pero  él.  después  de  vol- 
ver la  cabeza  mansamente 
para  ver.  sin  duda,  quienes 
eran  sus  atacantes,  aca- 
baba de  derribar  los  palos 
y  «sin  llevarnos  el  apunte», 
tomaba  a  través  de  la 
huerta  y  pisando  las  plan- 
tas, el  camino  de  sus  luga- 
res   predilectos.  . . 

— ¡  Fuera,  buey!  — gritaba 
yo  hasta  enronquecer,  y 
le  arrojaba  cascotes,  mien- 
tras el  haragán  del  perro 
creyendo  cumplida  su  mi- 
sión, con  dos  ladridos  inno- 
cuos, se  sentaba  a  contem- 
plar la  lucha  desde  lejos, 
o  bien  para  entregarse  a 
una  toilette  tan  inoportuna 
como  íntima. 

¡Oh!  ¡cómo  caía  el  sol  a 
plomo  sobre  mi  cabeza  y 
cómo  la  sangre  martillaba 
mis  arterias,  mientras  co- 
rría tropezando  entre  los 
surcos  en  pos  de  aquella 
bestia  infernal,  a  la  cual 
no  podían  detener  en  su 
camino,  ni  mis  fuerzas,  ni 
mi  estrategia,  ni  mis  cóle- 
ras! 

¡Ah!  Yo  inventaba  con- 
tra el  enemigo  armas  de 
guerra  complicadas,  fero- 
ces, dignas  de  los  pueblos 
más  salvajes  de  la  tierra, 
armas  abolidas  por  el  de- 
recho de  gentes  y  que  hu- 
bieran rechazado  los  antro- 
pófagos más  bárbaros. 

Pero  todo  era  inútil. 
Aquellas  lanzas,  aquellas 
boleadoras,  aquellas  hon- 
das mortíferas,  todo  se 
estrellaba,  todo  resultaba 
inútil  para  detener  a  aque- 
lla montaña  overa  cuya 
mansedumbre  hacía  más 
irritante  su  odiosidad  pro- 
pia, y  siempre  lo  mismo, 
siempre  la  amarga  derrota, 
los  peones,  allá,  al  anochecer,  sacándolo  a  chirlos... 
y  mi  padre  diciéndome  en  son  de  burla: 

—  Vaya  amigo,  que  había  sido  zonzo. 
¿Qué  te  parece? 

El  otro  gruñó  un  ¡hum!  ambiguo,  y  el  joven, 
tras  un  breve  compás  de  silencio,  prosiguió  con  un 
dejo  de  tristeza  en  su  voz  varonil: 

Bueno;  ya  mozo,  ya  desilusionado,  escéptico, 
con  el  corazón  enfermo  de  amarguras  y  harto 
de  ver  miserias,  he  vuelto  a  encontrar  la  bestia 
aquella  encarnada  en  el  espíritu  de  ciertos  hom- 
bres. .  ,  El  hombre  -  buey,  amigo  mío,  es  un  hom- 
bre que  marcha  a  su  objeto,  no  con  el  salto  fle- 
xible de  la  bestia  de  presa,  no  con  la  audaz  arro- 
gancia de  un  padrillo  encelado,  no  con  la  saña  del 
toro . . ,  Marcha  como  un  buey,  marcha  como  aquel 
buey  inservible  y  mañero  de  mi  cuento,  que  iba 
paso  a  paso  hacia  los  zapallos  que  ansiaba,  dejan- 
do tiras  de  cuero  en  los  alambres  de  púa  y  sopor- 
tando con  estoicismo  asombroso  las  más  tremendas 
palizas... 

¡Ah!,  ¡hermano!  yo  lucharía  contra  todas  las 
fieras  de  la  tierra,  pero  con  él,  jamás.  ¡El  hombre- 
buey  me  anonada,  me  aplasta!  Oigo  sus  pasos 
lentos,  pesados,  resonar  en  mi  cerebro  y  veo  su 
grupa  enorme,  su  grupa  prosbocídea  oscilando  en 
la  marcha,  . .  Va  a  los  zapallos  y  llegará  sino  se 
muere. . .  ¡Lo  que  es  yo,  no  lo  atajo! 

Calló  el  joven  y  hubo  un  largo  compás  de  si- 
lencio. 

Después,  dijo  el  otro  con  sonrisa  forzada; 

—  ¡Sos  un  rico  tipo!  ¡Qué  macana! .  .  . 
Y  volvieron  a  quedar  en  silencio,  , . 

ILUSTRACIÓN    DE   ZAVATTARO. 


¿ 


•J^ZT^Zd^^  /!a?  í;?%szí32íz- 


jj^^    Pv.Ey^.TE^vI^ÜP^y^: 


DE  L 


MUsTEO 


¿    DE  L    ^ 


lOÜVM 


EL    ESPAROLETO.     la    ADORA- 
CIÓN   DE    LOS    PASTORES. 


Las  obras  maestras 
retornan  a  París.  Es 
esta  una  señal  de  que 
finalizan  los  horrores  de 
la  guerra  y  la  contrase- 
ña también  del  retor- 
no a  la  serena  belleza 
del  arte. 

Las  obras  inmortali- 
zadas por  los  siglos  han 
vuelto  de  Tolosa  silen- 
ciosamente, como  par- 
tieron; pero  su  viaje  de 
regreso  ha  sido  sin  duda 
menos  emocionante  que 
el  otro.  Entonces  pesa- 
ba sobre  los  parisienses 
la  zozobra  frente  al  con- 
tinuo avance  del  ene- 
migo: los  alemanes  se 
hallaban  a  pocas  dece- 
nas de  kilómetros;  el 
gobierno  se  trasladaba 
a  Burdeos;  en  el  cielo  de 
la  capital  los  zeppelines 
y  los  «taubes»  hacían 
frecuentes  apariciones 
sembrando  la  destrucción  y  la  muerte.  Las 
pobres  obras  maestras,  como  prófugos  echa- 
dos de  las  casas  por  el  soplo  violento  de 
la  invasión,  se  retiraban  a  un  lugar  segu- 
ro, sin  la  certeza  del  retorno.  Y  los  peli- 
gros, en  el  viaje,  no  faltaron.  Un  día,  mien- 
tras la  interminable  fila  de  carros,  cargados 
de  cajas  conteniendo  los  más  bellos  cuadros 
del  Louvre,  atravesaba  la  carretera  Lefuel, 
un  «taube»  volaba  sobre  ella.  ¿'No  vio  el 
aviador  tudesco  o  no  tuvo  la  intuición  de  lo 
que  constituía  aquella  carga?  Sus  bombas, 
felizmente,  fueron  a  caer  más  lejos,  sobre  las 
ondas  del  Sena. 

Los  tesoros  del  Louvre  han  sido  también  víc- 
timas de  la  guerra;  como  los  soldados,  han  vuelto 
heridos  y  enfermos.  Recuerdo  haber  visitado  en 
Roma,  hace  pocos  meses,  la  sala  adyacente  al 
patio  de  las  balas,  en  el  castillo  Sant'Angelo, 
en  la  cual  estaban  custodiadas  las  más  bellas 
obras  de  arte,  y  los  más  preciosos  objetos  artís- 
ticos de  Venecia  y  de  las  otras  ciudades  del 
Véneto.  Las  obras  de  arte  estaban  en  el  suelo; 
entre  una  y  otra  se  pasaba  con  dificultad,  con 
infinitas  precauciones.  Algunos  profanos  se 
maravillaban  y  se  apenaban  por  la  humedad 
que  comenzaba  a  cubrir  varias  de  las  pintu- 
ras. La  humedad  es  la  enfermedad  de  los  cua- 
dros; los  ataca  cuando  están  en  lugares  som- 
bríos y  sin  luz. 

Los  cuadros  del  Louvre  se  han  enfermado 
también   de   la  humedad;   algunos  han   sufrido 


DAVID.  LA  CONSAGRACIÓN 
DE  NAPOLEÓN. 


VAN  DICK.  RETRATO  D2 
CARLOS  I. 


muchísimo.  Cuando  lle- 
garon a  Tolosa,  fueron 
llevados  directamente  a 
la  vieja  iglesia  de  los 
Jacobinos,  inadecuada, 
desde  luego,  para  su 
seguridad  y  cuidado. 

El  gobierno  dio  or- 
den de  no  desembalar 
las  cajas;  los  cultores 
de  arte  atormentaban 
con  sus  protestas  para 
que  se  levantase  la  pro- 
hibición, pero  inútil- 
mente. Así  los  tolesa- 
nos  ahora  proclaman  en 
alta  voz  que  son  irres- 
ponsables en  absoluto 
de  la  humedad  que  ha 
cubierto  los  cuadros 
confiados  a  su  custodia. 
Por  lo  demás,  el  mal  no 
es  irreparable;  como 
existen  los  especialistas 
para  cubrir  de  hume- 
dad una  pésima  copia 
para  venderla  —  como 
si  se  tratase  del  origi- 
nal de  un  precioso  cua- 
al  neo-millonario-pro- 
más 


RAFAEL   SANZIO.    RETRATO    DE    BALTASAR    COSTIOLIONE. 


dro  de  autor  conocido 
fano,  así  existen  también  especialistas 
útiles  que  aquéllos,  para  quitar  la  verdadera 
humedad  de  los  cuadros  de  mérito  indiscutible. 
Las  obras  del  Louvre  deberán,  pues,  sufrir  una 
reparación  y  se  ofrecerán  nuevamente  bellas  a 
las  miradas  de  los  admiradores.  Ciertamente 
algunas  quedarán  irremediablemente  lesionadas, 
otras  conservarán  alguna  huella  del  acciden- 
tado viaje  impuesto  por  la  guerra. 

Esto  nada  importa.  Los  buenos  parisienses 
amarán  más  a  sus  obras  maestras  por  el  dolor 
de  las  heridas  que  éstas  han  recibido,  y  su  amor 
por  las  telas,  como  aquel  que  sienten  por  los 
mutilados,  estará  lleno  de  piedad  y  recono- 
cimiento. 


Por  lo  demás,  pudo  acontecer  lo  irreparable: 
las  obras  maestras  pudieron  perderse.  Pensemos 
en  las  terribles  jornadas  de  agosto  de  1914. 

La  guerra  fulmínea,  inesperada,  había  plan- 
teado numerosos,  vitales  problemas  que  reque- 
rían una  solución  inmediata.  El  Louvre  estaba 
expuesto  a  la  doble  amenaza  de  la  invasión  ene- 
miga y  de  los  bombardeos  aéreos.  Se  dio  orden 
al  director  del  Museo  de  embalar  y  enviar  tres- 
cientos de  los  más  hermosos  cuadros:  en  seguida 
quinientos,  después  ochocientos,  luego  mil  dos- 


—  I=>Lrv.^^    -VT-TT^I^^íS.— 


iitiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiir 


cientos,  después  todos  los  cua- 
dros debían  partir.  ¿Cómo  ha- 
cer? La  movilización  y  la  requi- 
sación  se  habían  llevado  a  los 
hombres,  a  los  caballos  y  a  los 
carros:  faltaban  las  cajas,  falta- 
ban los  especialistas  embalado- 
res: la  confusión  reinaba  en  todo 
París.  Todavía  con  un  supremo 
esfuerzo  de  voluntad,  el  trabajo 
se  realizó  en  cuatro  días  y  cua- 
tro noches.  El  último  día  los 
obreros  estaban  extenuados: 
dormían  en  las  salas  y  en  los  pa- 
tios del  Museo.  Se  requirió  la 
ayuda  de  una  compañía  de  te- 
rritoriales: estaban  también 
ellos  rendidos:  habían  trabajado 
todo  el  día  y  toda  la  noche,  en 
ayunas.  No  importa:  un  abun- 
dante rancho  y  los  territoriales 
actuaron  como  embaladores. 
Partieron  de  este  modo  todos 
los  cuadros  del  Louvre,  grandes 
y  pequeños:  Rubens,  Murillo. 
el  Tiziano.  Van  Dyck.  Rem- 
brandt.  todas  las  obras  de  los 
más  grandes  maestros  de  la  pin- 
tura universal.  Partió  también 
con  ellos  el  bellísimo  cuadro 
de  David  «La  consagración 
de  Napoleón»,  el  mastodóntico 
cuadro  de  seis  metros  de  altura 
por  nueve  de  ancho,  contenien- 
do cien  figuras,  representando 
la  coronación  de  la  emperatriz 
Josefina  en  Notre-Dame.  Con 
las  pinturas  partieron  igualmen- 
te los  más  ricos  objetos  de  arte, 
otros  fueron  colocados  en  sitios 
seguros.  El  mismo  superinten- 
dente de  Bellas  Artes  conservó 
en  un  saquito  los  preciosos  dia- 
mantes de  la  colección  «Regent» 
y  los  llevó  consigo  a  un  lugar  ig- 
norado y  lejano. 

Solamente  las  esculturas, 
cuyo  transporte  ofrecía  grandes 
dificultades,  obligadas  a  que- 
darse, tuvieron  que  sufrir  las 
fuertes  y  profundas  emociones 
que  la  aproximación  del  enemi- 
go provocaba.  Sólo  se  sacó  a  la 
•Venus  de  Milo».  Pero  ella  era  la 


C^-^^^o) 


más  bella  de  las  esculturas  del 
Louvre;  su  origen  se  remonta  al 
siglo  IV  antes  de  Jesucristo,  y 
fué  descubierta  en  el  año  1820, 
cerca  del  villorrio  de  Castro,  en 
la  isla  de  Milo.  El  marqués  De 
Riviére,  embajador  francés  en 
Constantinopla,  la  adquirió  en 
1821  y  se  la  regaló  al  rey 
Luis  XVI 11.  Todas  las  otras  es- 
culturas, entre  las  que  está  com- 
prendida la  bellísima  «Victoria 
de  Samotracia»,  estatua  griega 
de  gran  mérito,  exhumada  en 
Samotracia  en  1863,  fueron  ba- 
jadas de  sus  respectivos  pedes- 
tales y  relegadas  a  los  ángulos 
más  resguardados,  para  preser- 
varlas de  las  bombas  de  los 
aeroplanos  y  de  los  obuses  del 
cañón  de  largo    alcance. 

Ahora  la  angustiosa  pesadilla 
se  ha  desvanecido.  El  Louvre, 
el  viejo  «Gabinet  du  Roi»  que 
Francisco  1  construyó,  que  la 
Asamblea  Nacional  en  1793  de- 
claró «Museo  de  la  República» 
y  que  la  Constituyente  enrique- 
ció con  todas  las  obras  maestras 
que  el  rey  conservaba  en  Ver- 
salles,  ha  comenzado  a  reabrir 
sus  salas  a  los  parisienses.  Los 
tres  mil  cuadros  que  partieron, 
vuelven  día  por  día  a  sus  pare- 
des, y  las  estatuas  están  ya  so- 
bre sus  pedestales. 

El  público  desfila  delante  de 
los  mármoles  antiguos,  de  los 
sarcófagos  monumentales  del 
Egipto  y  ante  los  Toros  alados 
de  Siria.  Las  salas  de  las  escul- 
turas medioevales,  de  la  italia- 
na y  francesa  del  Renacimiento 
están  por  reabrirse;  y  en  tanto 
que  las  salas  de  pintura  ya  están 
arregladas  y  todo  ha  vuelto  al 
orden  primitivo,  los  visitantes 
pueden  ya  admirar  las  adquisi- 
ciones más  recientes,  y  las  obras 
de  autores  contemporáneos  re- 
galadas al  Museo  durante  la 
guerra. 

Dr.   F.   Dubojs. 

París,  abril  de  1919. 


RETRATO    *    DE  ^    UN    ^    DEJ^CONOCIDO 

OLEO-  DEL- CAV.- LEANDRO- DA.  •  PONTE-DE-BAJ^J^ANO- 

DE'LA-EJCUELA 
155<5~162.5 


CELEBRE- PINTOR 

VENECIANA 


PROPIEDAD-  -DEL-  -J'K- 


PLVS      • 
.  VLTPA 


L  ORENZO-  P  ELLER  ANO 


P31. 


X  -L^T^i:?  .-^— 


Muchas  naciones,  entre  las  cuales  está  inclui- 
da Alemania,  envidian  a  Italia  este  grandioso 
anfiteatro  por  el  cual  han  desfilado  los  más  in- 
signes cultores  de  la  música  del  mundo  entero. 
Pero  lo  que  constituye  la  característica  del 
Augusteo.  es  el  público,  un  público  curioso,  es- 
pecial, típico,  en  el  que  se  hallan  representadas 
no  sólo  Roma  e  Italia,  sino  casi  todos  los  pue- 
blos del  orbe  y  todas  las  clases  sociales.  En  las 
butacas  se  advierte  la  presencia  de  la  aristo- 
cracia del  blasón  y  la  del  talento,  en  las  galerías 
la  pequeña  burguesía  y  los  obreros  y  numero- 
sos frailes  y  curas.  Durante  la  ejecución  del 
oratorio  de  la  «Resurrección  de  Cristo»,  del  aba- 
te Perosi.  en  el  Augusteo.  éste  se  hallaba  re- 
pleto de  sacerdotes.  El  concierto  se  repitió  a 
la  semana  siguiente  exclusivamente  para  los 
clérigos  y  colegios  religiosos  de  Roma.  Pero  los 
curas  y  frailes  concurrieron  también. 

En  el  Augusteo  se  hace  verdadero  arte  y  to- 
das las  personalidades  del  mundo  musical  han 
sido  invitadas  a  presentarse  sobre  el  podio  de 
este  teatro  con  capacidad  para  3.700  personas. 
El  Augusteo  surge  delante  del  antiguo  mau- 
soleo de  Augusto,  levantado  en  el  año  28  antes 
de  Cristo.  Estaba  constituido  por  un  basamento 
circular  de  mármol  blanco,  tenien- 
do un  diámetro  de  200  pies  roma- 
I*'/'  V  «í  ""*  antiguos,  sobre  el  cual  domi- 
'y^.  _Sj¿  naba  un  túmulo  alrededor  del 
'    '       ^  cual  se  plantaron  árboles  de  va- 

rias especies  hasta  la  cima,  la  que 
estaba  coronada  por  la  estatua  en 
bronce  de  Augusto. 

Las  destrucciones  siguieron  a 
las  destrucciones.  Hundida  la  bó- 
veda que  sostenía  el  túmulo  y  que 
cubría  la  sala  de  las  celdas,  se  for- 
mó un  terraplén,  en  torno  al  cual 
se  construyó  después  el  anfitea- 
tro, al  que  su  propietario  deno- 
minó Corea.  Así  fué  que  el  religio- 
so  monumento   consagrado   a  la 


/- 


muerte  se  transformó  en  circo.  Hoy  el  circo  se 
ha  convertido  en  templo.  La  idea  de  esta  ge- 
nial transformación  se  debe  a  una  de  las  más 
respetables  personalidades  de  Roma,  el  conde 
de  San  Martino.  El  primer  experimento,  sin 
embargo,  aterrorizó  a  los  promotores:  alboro- 
tos, retumbos,  una  casa  del  diablo,  en  la  que 
todo  se  oía  menos  la  música,  tal  fué  en  sus  co- 
mienzos. Pero  la  constancia  venció  a  los  re- 
fractarios de  la  materia  bruta.  Con  el  tiempo, 
las  columnas  de  ladrillos  oportunamente  levan- 
tadas bajo  el  palco  armónico  amortiguaron  los 
ruidos.  Todo  un  sistema  de  hilos  a  través  del 
cielorraso  interrumpió  el  cruzamiento  de  las 
ondas  sonoras,  mientras  los  bancos,  los  corti- 
nados en  las  galerías  y  la  gran  cubierta  supe- 
rior consiguieron  mejorar  la  acústica,  que  fué 
perfecta  cuando  se  ensayó  el  gran  órgano,  que 
sin  duda  alguna  figura  entre  los  mejores  del 
mundo.  Está  colocado  sobre  la  caja  armónica, 
frente  a  la  puerta  central  de  ingreso.  Como 
ya  dijimos,  el  ensayo  produjo  un  efecto  admi- 
rable. Dirigía  el  gran  Martucci.  El  Augusteo  se 
estremecía  con  sus  miles  de  almas.  Y  la  alegría 
estuvo  en  proporción  con  el  acontecimiento. 
D'Annunzio,  que  se  encontraba  presente,  en- 
tusiasmado, se  precipitó  en  el 
palco  de  la  autoridad  teatral  para 
congratularla;  todos  se  adelanta- 
ron a  ofrecerle  una  silla;  pero  en 
el  alboroto,  entre  tantos  ofertan- 
tes, el  poeta  se  encontró  sin  silla 
y  creyendo  sentarse,  cayó.  Entre 
los  aplausos  frenéticos  que  salu- 
daban al  maestro  Martucci,  visi- 
blemente conmovido,  se  vieron 
en  el  aire  las  piernas  del  poeta. 
Fué  tanta  la  hilaridad,  que  nin- 
guno pensó  en  ayudar  a  D'Annun- 
zio a  levantarse.  .  . 

Rafael  Simboli. 

Roma,  febrero  de    1919. 


>>%.— 


w 


A  doble  cruz  de  la  cinta  descolo- 
rida reunecuatro  cartas  que  sirven 
de  féretros  a  cuatro  siemprevivas 
muertas.  Cada  uno  de  los  sobres 
tiene  distinta  inscripción;  en  todos  figura  el  mis- 
mo  apellido,  como  en    los  panteones  de   familia; 
el  papel  amarillea,  como  mármol  olvidado. 

Fechadas  en  octubre  de  1831,  las  cuatro  se 
refieren  a  una  partida  de  campo  sin  citar  el  sitio 
donde  se  realizó.  Sólo  dicen  a  ese  respecto,  que 
en  la  quinta  había  muchas  siemprevivas  y  que  la 
reunión  campestre  estuvo  animadísima. 

Roberto  escribe  a  Leonora,  ésta  a  Luis;  Luis  a 
Carmen,  que  a  su  vez  se  dirige  a  Roberto.  Una 
cadena  epistolar  formada  con  eslabones  de  amor, 
odio,  celos  y  súplicas.  Son  cuatro  cartas  de  nin- 
gún valor  literario,  escritas  a  punta  de  nervios, 
desesperadamente. 


Debió  ser  en  un  soleado  día  de  aquella  prima- 
vera, en  una  quinta  de  los  alrededores  de  aquel 
Buenos  Aires.  Celebrábase  una  fiesta  familiar, 
sobre  el  césped,  al  aire  libre,  en  el  sitio  donde  los 
bisabuelos  labraron  la  futura  riqueza  de  sus  des- 
cendientes. 

Bajo  los  árboles,  las  damas  y  las  niñas  se  sen- 
taron   a   disfrutar   la   frescura.    Fué   un    montón 
clarísimo  y  brillante  de  polleras,  de  aquellas  po- 
lleras-miriñaques que  por  su  volumen  y  hechura 
parecían    construidas   para   guardar 
una  clueca  y  su    pollada.    Entre   el 
amontonamiento  femenil,  veíanse  las 
notas  oscuras  de   los    trajes  mascu- 
linos coronados  por  aquellas  galeras 
que  se  dirían  construidas  con  el  fin 
de    transportar  viajeros.    Y  fué  un 
tumulto  de  voces  argentinas,  grititos 
agudos  y  risas  gozosas,   acompaña- 
das por  el  recio   murmullo  varonil. 

Un  sabroso  humo  comenzó  a  in- 
ciensar  la  reunión.  Era  el  aromático 
espíritu  del  asado  con  cuero,  que  un 
Brillant-Savarin  pampeano  prepa- 
raba. 

Sobre  el  pastito  tendieron  las  sir- 
vientas manteles  de  candido  damas- 
co y  vajilla  y  fiambres.  Allí  se  tras- 


ladó con  algazara  la  concurrencia,  los  novios  y 
los  viejos  lentamente,  los  jóvenes  y  los  enamo- 
rados en  súbita  corrida. 

Fué  un  banquete  inesperado  donde  la  falta  re- 
lativa de  comodidades  se  suplió  con  derroches  de 
alegría,  donde  el  asado  y  el  champaña  trabaron 
conocimiento. 

A  la  hora  de  levantarse,  ¡qué  terrible  peso  ofre- 
cían las  livianas  polleras  y  qué  galantes  fueron 
las  palabras  de  los  muchachos! 

Estaban  muy  lejos  de  los  saraos  y  teatros;  po- 
dían huir  inocentemente  de  aquel  mundo  rígido 
que  todo  lo  traduce  en  fórmulas  sociales. 

Jugóse  a  las  prendas,  a  la  rueda.  Un  día  de 
retorno  a  la  niñez,  un  día  revolucionario  durante 
el  cual  la  juventud  hizo  locuras  ingenuas.  Así,  el 
sol,  siempre  el  mismo,  siempre  natural  y  cálido, 


subleva  la  sangre,  la  precipita  en  un  ritmo  loco. 
¡Amores,  amores,  amores  de  las  partidas  cam- 
pestres, remozad  el  alma  de  los  niños  viejos! 


Según  atestiguan  las  cartas  muertas,  Carmen. 
Leonora,  Roberto  y  Luis  llevaron  sus  angustias 
a  la  partida  de  campo.  Roberto  amaba  a  su  prima 
Leonora  que  admitía  las  pretensiones  de  Luis,  el 
ideal  de  Carmen.  Una  historia  de  pasiones  equi- 
vocadas, una  sencilla  aventura,  cariños  encontra- 
dos que  se  disputan  la  primacía,  la  pertenencia, 
el  imperioso  monopolio  del  amor.  .  .  Cosas  trivia- 
les y  tristes. 

Ninguno  de  los  cuatro  disfrutó  los  placeres  de 
la  jira.  Espiándose  mutuamente,  de  la  misma  ma- 
nera que  ellos  lo  habían  visto  hacer  en  los  roman- 
ces y  en  los  dramas,  los  cuatro  perdieron  el  día. 
Y  a  la  mañana  siguiente,  cuatro  epístolas  dolo- 
rosas  se  cruzaron  en  el  camino,  cuatro  epístolas 
sin  respuesta  que  ahora  yacen  unidas  por  una 
doble  cruz. 

¿Cuál  fué  el  desenlace  de  aquella  aventura  don- 
de cuatro  seres  sólo  recogieron  siemprevivas  y 
dolores?  La  unión  de  las  cartas,  ¿dice  que  sus 
autores  desaparecieron  en  un  drama  mismo  y 
Terrible? 

Ya  por  aquellos  tiempos  iniciábase  en  la  metró- 
poli la  manía  de  dar  misteriosas  proporciones  a 
las  muertes.  De  este  modo,  todo 
personaje  desaparecido  no  fallecía 
natural  y  tranquilamente;  rumores 
de  suicidio  o  de  homicidio  corren 
desde  entonces  en  derredor  de  la  me- 
moria de  los  muertos. 

Indudablemente,  la  historia  amo- 
rosa de  los  cuatro  Osorno,  —  sea 
este  el  apellido  que  oculte  su  apelli- 
do ilustre.  —  produjo  lúgubres  y  mis- 
teriosos comentarios.  Tal  vez  la  unión 
de  las  cuatro  cartas  sea  un  capricho 
de  cualquier  persona  romántica  se- 
dienta de  aventuras.  Yo  hubiera  en- 
contrado singular  placer  en  unir  con 
el  vínculo  de  una  doble  cruz  de  rosa 
descolorida  aquellos  cuatro  testimo- 
nios de  amores  rivales. 


—  T^LJ'syríS 


ESPAfsO 


Ante  todo  es  un  via- 
jero infatigable.  Ingla- 
terra. Holanda,  Sud 
América,  los  Estados 
Unidos...  OrtizEcha- 
güe  lleva  dentro  la  in- 
quietud espiritual  de 
los  artistas  que  luchan 
por  descubrir  el  alma 
de  las  cosas.  Su  ex- 
tensa labor,  sobria  y 
llena  de  vida,  se  ofre- 
ce a  nuestra  curiosi- 
dad con  todo  el  inte- 
rés de  lo  juvenil  y 
atrayente,  pero  al 
mismo  tiempo  satu- 
rada de  una  sutil  y 
elegante  melancolía. 

A  veces  el  artista 
parece  sentir  también 
la  necesidad  de  supe- 
rarse a  sí  mismo.  Y 
tal  vez  por  esa  misma 
inquietud  espiritual 
que  adivinamos  en 
cada  uno  de  sus  retra- 
tos y  figuras,  nos  inte- 
resa la  obra  de  este 
joven  pintor,  cuya 
exposición  representa 
entre  nosotros  una 
muy  estimable  y  alta 
manifestación  de  be- 
lleza. 

Ortiz  Eohagüe  na- 
ció bajo  el  cielo  diá- 
fano de  Castilla,  en 
una  de  esas  ciudades 
donde  cada  hombre  es 
una  voluntad  y  cada 


"1:2  >=s.— 


piedra  un  símbolo.  Y,  sin  embargo. 
en  su  pintura  sobria  y  luminosa, 
apenas  si  encontramos  alguna  vaga 
huella  que  nos  haga  pensar  en  la 
aspereza  castellana.  Nada  de  lla- 
nuras pardas  y  solitarias:  nada  de 
paisajes  desolados,  ni  ásperos  ce- 
rros, ni  ciudades  amarillas  y  grises. 

Su  temperamento  huye  de  estas 
sensaciones  fuertes  y  cruentas,  en 
que  la  tierra  parece  inmovilizada 
por  una  tragedia  antigua  y  palpi- 
tante. El  joven  pintor  español, 
cuyo  paralelo  artístico  habría  de 
buscarse  en  la  moderna  escuela  le- 
vantina, gusta  sobremanera  de  la 
luz  amplia  y  de  la  transparente  dia- 
fanidad que  hallamos,  por  ejem- 
plo, en  SoroUa. 

Echagüe  se  formó  lejos  de  su  pa- 
tria. A  los  catorce  años  ingresaba 
•como  alumno  en  la  academia  Julián 
de  París,  donde  se  le  recibió  con 
manifiesta  ostilidad  por  parte  de 
sus  compañeros  de  tareas;  pero  al 
fin  lograba  imponerse  revelando 
sus  excepcionales  condiciones  artís- 
ticas bajo  la  dirección  de  Jean  Paúl 
Laurens  y  Benjamín  Constand,  dos 
grandes  maestros  de  la  pintura 
francesa  contemporárea. 

Discípulo  más  tarde  de  León 
Bonnat,  en  la  Ecole  des  BeauK-Arís, 
salió  de  ella  en  1902  para  regresar 
a  su  patria,  presentándose  por 
primera  vez  en  la  exposición  del 
Círculo  de  Bellas  Artes  de  Madrid, 
donde  obtuvo  un  premio  de  esti- 
mulo. En  esta  exposición  fué 
acogido  con  mucho  entusiasmo  por 
la  crítica,  que  lo  señaló  entre  los 
pintores  jóvenes  mejor  represen- 
tados y  de  más  amplia  orienta- 
ción y  talento.  Pocos  meses  después 
ganaba  el  premio  de  Roma  y  partía 
para  la  Ciudad   Eterna,  disponién- 


dose a  perfeccionar  su  arte  en  la 
Academia  del  Janículo. 

Hasta  entonces,  las  bases  del 
concurso  para  estudiar  en  Italia, 
establecían  el  paisaje  o  el  cuadro 
de  composición  histórica,  nombre 
terrible  este  último,  que  hacía  com- 
poner grandes  lienzos  de  composi- 
ción amanerada,  los  cuales,  salvo 
honrosas  y  determinadas  excepcio- 
nes, fueron  de  un  funesto  y  triste 
resultado. 

Ortiz  Echagüe  prefirió  romper 
esta  costumbre,  marchando  a  Cer- 
deña  para  pintar  su  cuadro  de  en- 
vío, que  fué  premiado  en  la  exposi- 
ción internacional  de  Munich  con 
medalla  de  oro.  El  cuadro  tiene  ri- 
queza de  color,  habiendo  en  él  cier- 
ta influencia  recibida  de  los  pinto- 
res flamencos,  y  sobre  todo  del  fa- 
moso Van  der  Helst,  que,  como  es 
sabido,  estaba  influenciado  a  su 
vez  por  los  maestros  españoles  de 
aquella  época. 

Dice  Echagüe  que  el  artista  que 
consiga  hacer  una  figura  de  tama- 
ño natural,  como  el  Esopo  de  Ve- 
lázquez,  reunirá,  a  su  juicio,  las 
máximas  cualidades  de  un  pintor. 
Tales  palabras,  pueden  considerarse 
como  la  síntesis  de  sus  aspiraciones 
artísticas. 

VÍCTOR  Andrés. 


MOSTRANDO    UM    ÁLBUM    CON    LA    REPRODUCCIÓN    DE    SUS    OBRAS. 


^UJER 
DALUZA 


OLEO   DE 

ANTONIO 

ORTIZ  ECHAGÜE. 


PLVS      • 
.  VLTRA 


•l'X2>^— 


^  L  pasado  no  siempre  ha  muerto. 
A  veces  sobrevive  su  espíritu 
^  y  se  continúa  en  realidades  que 

parecsn  una  evocación  de  los 
días  idos.  Un  ramo  de  flores  primave- 
rales son  estas  lindas  muchachas  ar- 
gentinas, que  esconden  en  el  misterio 
de  sus  ojos  las  ternuras  y  adivinacio- 
nes espirituales  de  la  raza. 

Pero  no  van  solas  por  la  vida.  Las 
acompaña  el  pasado,  sobreviviendo  en 
ellas,  que  descienden  de  las  damas  pa- 
tricias, aquellas  que  vieron  levantarse 
un  nuevo  sol  mientras  sus  corazones  se 
iluminaban  con  la  dulce  promesa  ds 
los  destinos  de  América. 

El  nombre  de  la  abuela  y  el  de  la 
nieta  ciñen  una  misma  corona  de  rosas 
bajo  el  techo  familiar;  la  sombra  de  la 


Jj  XcAjkíCj     XcijkoX  XxsXvsiXcXjuie}. 


SEÑORITA  VALENTINA  CAENZ-V  ALI  E  NTF- 
AGUIRRE,  SEGUNDA  NIETA  DE  LA  DAMA 
PATRICIA  JUANA  PUEYRREDÓN,  ESPOSA 
DE  DON  ANSELMO  5ÁENZ-VALIENTE,  PRO- 
GENITOR DE  ESTE  APELLIDO  EN  BUENOS 
AIRES. 


abuela  proyecta  sobre  la  nieta  el 
ideal  de  la  nacionalidad,  como  un 
severo  manto  negro.  No  obstante, 
la  niña  de  hoy  renuncia  al  cere- 
monioso tiempo  de  las  abuelas, 
para  vivir  la  vida  inquieta,  pene- 
trante, audaz,  moderna... 

En  Palermo  se  ven  estas  rosas 
de  juventud,  que  al  ir  al  bosque 
y  recibir  el  aliento  de  los  árboles 
olvidan  las  tristezas  del  sentimiento 
femenino  que  pesó  sobre  la  exis- 
tencia de  las  abuelas  y  del  que  se 
han  libertado  ellas  en  un  siglo, 
puente  de  oro  que  enlaza  los  orí- 
genes de  la  vida  argentina  con 
nuestro  modo  de  sentir. 

Dos  generaciones  han  transfor- 
mado la  silueta  de  la  mujer  argen- 
tina haciéndola  más  universal,  más 
interesante,  más  amable.  Pero  la 
belleza  de  las  niñas  que  hoy  ador- 
na los  floridos  salones,  conserva 
algo  de  aquel  aire  señorial,  melan- 


cólico de  las  damas  que  formaron  el 
patriciado  argentino. 

Lo  antiguo  y  lo  moderno,  aquella 
obsesión  de  Rubén  Darío,  aquel  soñar 
suyo  con  la  fusión  íntima  del  pasado  y 
del  presente,  lo  vemos  realizado  en  estas 
figuras  delicadas,  sutiles,  que  nos  son- 
ríen encantándonos  con  su  secreto  ta- 
lismán de  mujer. 

El  alma  argentina  tiene  una  profun- 
didad extraordinaria;  está  escondida  en 
las  miradas  inquietantes  y  enigmáticas 
de  sus  mujeres,  frivolas  y  serenas,  rosas 
de  fuego  en  un  jardín  de  amor. 

Hemos  pretendido  buscar  de  esta  ma- 
nera el  nexo  entre  lo  histórico  y  tradi- 
cional, presentado  por  el  recuerdo  de 
las  ilustres  damas  que  fueron  orgullo 
de   la  sociedad  argentina,    y   lo   actual 


SEÑORITA     AGUSTINA      PICO     ESTRADA,     SEGUNDA 

NIETA    DE    LA    DAMA    PATRICIA    BENITA    N».ZARRE, 

ESPOSA    DE    DON    BENITO    FICO     Y    VALDI. 


SEÑORITA  MERCEDES  DE  ALVEAR,  SEGUNDA  NIETA 
DE  LA  DAMA  PATRICIA  MERCEDES  SÁENZ  DE 
OUINTANILLA,  ESPOSA  DEL  GENERAL  DON  CARLOS 
PE  ALVEAR  Y  BALBASTRO  PONCE  DE  LEÓN, 
PROCER    DE    LA    INDEPENDENCIA. 


SEÑORITA  MARÍA  LUISA  COSTANZO  BLA- 
OUIER,  SEGUNDA  NIETA  DE  LA  DAMA  PA- 
TRICIA AGUSTINA  DE  LASALA,  ESPOSA  DE 
DON  RAMÓN  DE  OROM  ¡  Y  MARTILLER, 
CABALLERO    DE    LA    ORDEN     DE    CARLOS    III. 

simbolizado  en  esas  niñas  represen- 
tativas de  la  alta  sociedad  porte- 
ña,  luminosas  en  su  moderna  edu- 
cación, que,  sin  atenuar  la  sensibi- 
lidad y  maneras  de  la  estirpe,  hace 
de  la  mujer  un  valor  independiente 
y  capaz  de  afrontar  la  vida  con 
la  misma  energía  moral  que  el 
hombre. 

Nada  pierde  la  feminidad  con 
esta  decisión  e  independencia  de 
espíritu,  característica  de  las  mu- 
chachas contemporáneas. 

Precisamente  los  críticos  actua- 
les señalan  la  agudización  de  la 
sensibilidad  en  la  mujer  y  en  el 
hombre  de  nuestros  días,  como  se 
comprueba  en  la  maravillosa  lite- 
ratura que  llevó  la  disección  de  los 
más  recónditos  pliegues  de  la  psl- 
quis  contemporánea  a  la  más  ex- 
traordinaria sutilidad. 

Las  americanas  han  dado  una 
norma  a  las  mujeres  de  la  vieja 
Europa.   Esa  norma  es  la  tranque- 


—  V=>LS^'-^    ^' 


13  >X— 


StílORtTK  ADELA  SÁNCHEZ  TERRERO,  SE- 
CUNDA NIETA  DE  LA  DAMA  PATRICIA  BER- 
MASDIHA  CMAVARRÍA.E5POSA  DEL  GENERAL 
PItÓCER  DE  LA  INDEPENDENCIA,  DON  ;UAN 
J03É    VIAMONTE. 


campo.  Ved  en  este  lindo  ramo  de  flores  de 
juventud,  el  calor  y  el  influjo  de  los  astros 
que  presiden  la  primavera  en  su  gran  movi- 
miento nocturno.  Talismanes  del  alma  feme- 
nina anudados  con  cadenas  de  rosas  al  cuello 
de  cisne  de  las  doncellas,  cuando  llenas  de 
albor  parecen  hijas  de  la  luna. 

iAh!  Divinos  rostros  que  alegráis  esta  pá- 
gina evocando  encantadores  cuadros  del  siglo 
XVIII.  Pupilas  ya  inmortalizadas  en  antiguas 
pinturas  y  que  podemos  contemplar  en  vos- 
otras, viviendo  otra  vez. 

La  aristocracia  es  sólo  un  perfume,  un 
matiz  que  diferencia  una  mujer  de  otra  mu- 
jer, como  se  diferencia  una  rosa  de  otra  rosa. 
La  más  rara,  la  más  fina,  cuidada  por  el 
más  hábil  jardinero,  es  la  rosa  de  aristocra- 
cia, distinta  de  las  otras  rosas  del  jardín. 

Vosotras  tenéis  ese  perfume;  sois  las  rosas 
que  ganaron  nuestro  corazón  cuando  con- 
templábamos una  infinita  variedad  de  flores 
bajo  los  árboles  dorados,  junto  a  una  fuente 
blanca.  Entre  todas  las  flores  que  recibían 
la  misma  luz  del  sol  de  la  tarde,  vosotras 
fuisteis  las  reinas  que  recibían  el  homenaje 


ffe 


m 


SEÑORITA'MARÍA  EUGENIA' LÓPEZ  GOWLAND, 
TERCERA  NlEfA  DE  LA  DAMA  PATRICIA  LUI- 
SA RIERA  MERLO,  ESPOSA  DE  DON  VICENTE 
LÓPEZ  Y  PLANES,  AUTOR  DEL  HIMNO  NA- 
CIONAL  ARGENTINO. 


za.  la'resolución.  el  enigma  que  no 
parece  enigma,  porque  se  esconde 
detrás  de  unos  labios  aparente- 
mente serenos,  y  de  unos  ojos  llenos 
de  luz.  que  velan  la  sutilidad  del 
pensamiento. 

Ese  enigma  encantador  de  la 
mujer  argentina,  ha  triunfado  en 
París,  Madrid,    Londres  y    Roma. 

Hay  una  estrella  que  rige  los 
destinos  de  cada  mujer;  guía  su  fe- 
licidad y  se  nubla  cuando  el  dolor 
brota  en  la  tierra,  como  una  hierba 
surgida    espontáneamente    en    el 


de  los  poetas,  de  las  mariposas  y 
de  la  brisa  suave. 

Vosotras  continuáis  nombres 
arraigados  por  el  tiempo  en  el  suelo 
argentino,  los  mismos  nombres  que 
llevaron  mujeres  acostumbradas  a 
tener  en  Indias  el  fausto  de  la 
Corte  española,  a  ocultar  el  rostro 
tras  abanicos  primorosos,  a  rezar 
en  miniados  y  pequeños  devocio- 
narios, a  sentir  el  amor  a  través 
de  la  leyenda  romancesca  y  a  es- 
parcir en  las  misteriosas  penum- 
bras del  hogar  un  poco  de  sándalo. 


SCAORITA  SUSANA  LABOUCLE,  TERCERA  NIETA 
DE  LA  DAMA  PATRICIA  EUGENIA  DE  ESCALADA 
Y  SALCEDO.  CUAaDA  DEL  GENERAL  LIBERTADOR 
JOSÉ  DE  SAN  MARTÍN  Y  ESPOSA  DE  DON  JOSÉ  DE 
MARÍA,  MIEMBRO  DEL  TRIBUNAL  DEL  CONSULADO. 


SEÑORITA  JOSEFINA  DF  RIGLOS  AlZAGA,  TERCER». 
NIETA  DE  LA  DAMA  PATRICIA  MERCEDES  DE 
LAEALA  Y  FERNÁNDEZ  DE  LARPAZÁBAL,  ESPOSA 
DEL  CABALLERO  DE  SANTIAGO,  DON  MIGUEL  DE 
RIGLOS    Y    SAN    MARTÍN. 


SEÑORITA  ANA  DE   LEZICA,    TERCERA    NIETA 
DE    LA    DAMA   PATRICIA  MARÍA  SÁNCHEZ   DE 
VELASCO,    ESPOSA    DE    DON    MARTÍN   THOMP- 
SON, CORONEL  DE  LA   INDEPENDENCIA. 


>>=^ — 


La  niianaeía 

Olegario  K/larianiio 

TCV. 


•  Ditiuio  de  y\.licm 


rJ'O' 


I 


Linda  Hilandera  que  hilas  todo  el  día, 
hila,  mas  nunca  dejes  de  cantar. 
De  esos  tus  ojos  claros,  la  alegría 
va  a  huir,  según  empiezo  a  sospechar. . . 

Hay  en  tu  voz  que  es  monocorde  y  fría 
un  algo  misterioso  y  singular. 
Tu  alma  que  sólo  a  ti  pertenecía, 
no  es  tuya  y  tras  la  de  otro  ha  de  vagar. 

A  la  luz  de  la  luna,  hoy  percibí 
que,  entre  un  rumor  de  espuelas  relucientes, 
pasaba  un  caballero  por  aquí . . . 

¡Ay,  Hilandera,  si  llegaste  a  amar, 
cuántas  penas  tus  dedos  transparentes 
y  cuántas  amarguras  han  de  hilar! 


II 


Dos  años  han  pasado.  La  Hilandera 
hila.  .  .  Y  en  vano  trata  de  cantar. 
Canta  la  llama  del  hogar  y  fuera 
danzan  las  hojas  secas,  sin  cesar. 

—  ¿A  dónde  vas,  almita  forastera, 
sin  rumbo,  en  noche  obscura  y  al  azar? 
—  Voy  al  encuentro  de  otro  que  me  quiera; 
el  que  me  quiso  huyó  y  no  ha  de  tornar. 

Espera  un  poco,  que  me  voy  también, 
en  espera  de  días  más  serenos. 
Y  ante  el  recuerdo  del  perdido  bien 

la  Hilandera  infeliz  tornó  a  cantar: 
Todo  me  falta  en  este  invierno,  menos 
lana  en  el  huso  y  penas  que  llorar. 


III 


—  Yo  bien  te  aconsejaba,  pobre  amiga, 
que  no  amases.  . .  En  fin.  . .  ¿para  qué  hablar? 
Fué  tan  triste  tu  amor  cual  la  cantiga 
que  no  gustabas  mucho  de  cantar. 

Hoy  que,  triste,  pretendes  evocar 
otros  tiempos,  consiente  que  te  diga: 
Pensé  en  ti  día  y  noche,  sin  cesar, 
y  fuiste  mi  descanso  y  mi  fatiga. 

Porque  no  sé  si  debo  o  no  decir 
que  te  amo,  Marta,  y  te  amo  de  manera 
que  sin  ti  no  podría  ya  vivir. 

El  sólo  hombre  que,  fiel,  te  va  a  adorar 
soy  yo,  pastor  de  ovejas...  La  Hilandera 
tuvo  una  pobre  choza  por  hogar. 


IV 


Mas,  a  veces,  hilando  ve  asomar 
una  pluma  que  avanza  o  retrocede, 
pluma  de  Caballero,  a  no  dudar. 
Y  cuando  esto  sucede 
la  Hilandera,  en  continuo  hilar,  hilar, 
baja  la  frente  y  pónese  a  llorar... 

TRADUCCIÓN    DEL    PORTUGUÉS. 


— i:3X_;vx:S 


mi;\/oc/\c\on 


Por  mucho  que  los  soldados  estrechen  las  filas,  por  muy  juntas 
que  estén  las  espuelas  de  las  espuelas.  h;iy  sitio  para  los  caballeros 
fantasmas.  Son  los  espíritus  de  los  hombres  que  en  el  combate 
abandonaron  su  musculosa  vestidura;  son  los  caídos  gloriosa- 
mente, los  que  hacen  un  regimiento  de  cada  escuadrón.  Forman 
entre  los  jinetes  para  llenar  los  huecos,  para  estrechar  el  contac- 
to, para  hacer  un  bloque  duro  como  una  roca  andina. 

Nadie  los  ve;  todos  los  patriotas  los  presienten.  Son  como 
nub«s  de  gloria,  como  una  niebla  de  heroísmo  que  envuelve  al 
regimiento.  Marchan  bajo  la  bandera,  al  son  de  los  clarines,  comu- 
nicando la  inmortalidad,  el  valor  y  el  sacrificio.  Allí  están  pre- 
sentes, reunidos,   del   mismo  modo  que  en  una  carga  suprema  se 


juntan  los  soldados  dispersos  para  conquistar  la  indecisa  victoria. 

A  la  cabeza,  frente  al  peligro,  van  los  fantasmas  de  los  gauchos. 
Son  los  espíritus  de  aquellos  espíritus,  almas  de  almas,  que  se 
infiltran  en  el  cuerpo  de  todos  los  sold.idos.  San  Martín.  El  de 
los  Granaderos.  Güemes.  El  de  los  Gauchos,  ordenan  todavía  el 
triunfo  de  la  Patria.  Entre  las  lanzas,  se  adivinan  los  lanzones 
gauchescos,  entre  los  sables  aquellas  dagas  nobles  y  mortíferas 
como  espadas  de  Toledo.  Desfilan  al  son  de  los  vítores  popula- 
res, en  homenaje  a  la  Patria,  bajo  el  sol  de  Mayo. 

Por  mucho  que  los  jinetes  estrechen  las  filas,  por  muy  juntas 
que  estén  las  espuelas,  por  muy  apiñados  que  se  hallen  los  corazo- 
nes, habrá  siempre  espacio  para  los  innúmeros  caballeros  fantasmas. 


OOUACHC   DE   ZAVATTARO. 


>y^— 


— I3>i_;v.':s   "v.  'I  ,~ri::>  .-^ — 


L     A 


M      U      J 


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L       I      M 


N       A 


SEÑORITA    CONSUELO    LA    HOÍ. 


SEÑORITA    LUZ    JAVRÍN. 


SÍHOrtilA    CLAKA    SORIA. 


En  las  mañanas  luminosas  de  verano  o  grises  de  invierno, 
requerida  por  las  innumerables  iglesias  de  la  ciudad  de  los  virre- 
yes, la  limeña,  ataviada  con  la  clásica  mantilla  española  de  sutiles 
encajes,  evoca  el  recuerdo  de  pasados  tiempos,  de  los  que  no  queda 
sino  el  misticismo  de  estas  mujeres  cuyos  ojos  fulguran  en  la  obs- 
curidad de  los  templos  coloniales. 

A  mediodía,  o  cuando  el  centelleo  de  las  infinitas  bombillas 
eléctricas  proyecta  torrentes  de  luz  en  las  calles,  en  los  barrios 
comerciales,  la  aglomeración  y  el  tráfico  crecen  intensamente, 
debido  exclusivamente  a  las  mujeres:  porque  es  la  hora  propicia 
para  el  paseo,  la  compra  y  la  visita  a  los  escaparates. 

La  calle  que  arranca  de  la  Plaza  Mayor  y  concluye  en  la  de 
San  Martin,  a  la  que  alli  denominan  «Girón  de  la  Unión»,  es  la  más 
concurrida,  y  por  ella  van  y  vienen  las  limeñas:  vaporosas,  ágiles, 
rítmicas,  repartiendo  sonrisas  a  la  multitud  apiñada  en  las  aceras. 

El  espíritu  de  estas  mujeres  está  en  relación  con  los  encantos 
naturales.  La  limeña  posee  inteligencia  y  perspicacia;  gusta  de 
saborear  los  goces  supremos  del  arte  y  ha  formado  sociedades  con 
miras  positivistas  para  su  complemento  cultural. 

Es  demás  hablar  de  las  simpatías  profundas  que  las  limeñas 
en  particular,  y  todas  las  peruanas  en  general,  profesan  sincera- 
mente por  la  Argentina  y  ponderan  los  encantos  de  nuestras  por- 
teñas,  que  son  el  alma  de  Buenos  Aires. 


SEÑORA    PENDAVIS    DE    RÜBINSON. 


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NUEVA     YORK     DE     NOCHE 


I 


Parece  esta  fotografía  una  ilustración  de  cualquier  fantástica 
novela  que  nos  transporte  al  reino  de  lo  inverosímil.  En  la  torre 
central,  contando  únicamente  las  ventanas  iluminadas,  se  distinguen 
treinta  pisos.  En  derredor  de  la  torre,  como  satélites  menores,  otras 
casas  desafían  también  al  cielo  en  un  milagro  de  la  estática. 

Así,  recostándose  sobre  la  obscura  bóveda,  los  rascacielos  sirven 
de  montura  a  collares  de  refulgentes  diamantes  como  en  la  vidriera 
de  una  colosal  joyería. 

Podrá  opinarse  que  el  rascacielos  no  es  un  prodigio  de  estética; 
podrá  abominarse  del  loco  tráfago,  de  los  ruidos  neurasténicos  de  la 
gran  ciudad,  pero  nadie  puede  decir  que  Nueva  York,  vista  desde 
una  altura  en  la  calma  negra  de  la  noche,  no  es  admirable,  portentosa. 

Así  brilla  la  enorme  ciudad  todas  las  noches  en  que  las  nieblas 
del  río  no  la  envuelven  en  un  espeso  manto.  Para  los  habitantes  de 
otras  villas,  donde  las  luces  no  se  apiñan  y  se  enfilan  como  en  los 
rascacielos  neoyorquinos,  este  espectáculo  resulta  de  una  emoción 
indescriptible.  El  viajero  pasa  las  horas  muertas  saboreando  tan  her- 
mosa vista  panorámica,  viendo  el  juego  de  las  luces  que  nacen  y  mue- 
ren sobre  las  ventanas,  y  las  que  corren  por  las  anchas  vías. 

Poco  a  poco  se  van  apagando  hasta  que  sólo  quedan  algunos 
millares  de  luces  diseminadas.  Son  las  lámparas  de  los  obreros  insom- 
nes, de  los  que  velan  trabajando  incansablemente  por  la  cultura, 
por  el  porvenir. 

Cuando  un  acontecimiento  jubiloso  agita  al  mundo,  las  luces  de 
la  ciudad  se  refuerzan,  Y  son  haces  de  resplandores  blancos,  que  sur- 
can el  cielo  como  colas  y  cabelleras  de  cometas,  cohetes  y  palmas 
de  cohetes  que  desde  los  techos  de  los  rascacielos  suben  más  alto  y 
estallan  en  policromo  chisporroteo.  Entonces,  Nueva  York  adquiere 
un  aspecto  que  supera  en  mil  veces  a  este  extraordinario  aspecto  de 
las  noches  tranquilas. 

Hace  pocos  dias,  al  recibirse  la  noticia  de  que  el  Atlántico  dejaba 
de  ser  un  abismo  infranqueable  para  los  voladores,  Nueva  York 
poblóse  de  luces,  ardió  en  una  gigantesca  fiesta  dé  la  luz,  fué  un 
enorme  castillo  de  pirotecnia. 

De  este  modo,  la  gran  metrópoli  celebra  con  derroches  de  ilumi- 
nación todos  los  triunfos  de  esa  luz  siempre  brillante  que  el  espíritu 
humano  lleva  dentro  de  su  cerebro  para  alumbrar  los  caminos  del 
mañana. 


1^13  >X- 


Los  primeros  fríos... 

suelen  ser  fatales  para  los  organismos  que  no  están  prepa- 
rados. Los  cambios  bruscos  de  temperatura,  las  hume- 
dades, son  causa  de  pertinaces  resfríos  que  cuando 
encuentran  terreno  apropiado  sangre  débil  dege- 
neran fácilmente  en  reumatismo,  bronquitis  crónica, 
o  en  traumatismos  pulmonares,  difíciles  ya  que  no 
imposibles,  de  curar. 

Así,  por  tanto,  si  se  encuentra  usted  débil  y  en  mal 
estado  de  salud  para  soportar  los  rigores  del  invierno, 
empiece  usted  en  seguida  a  fortificarse  para  evitar  males 
mayores,  con 

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UNA  SOLA  PALABRA!... 


Una  palabra  honrada  equivale  a 
una  declaración  de  fe. 

Puede  hablar  honradamente  quien 
a  conciencia  ofrece  una  mercadería 
noble.  Nosotros,  después  de  haber  re- 
corrido triunfalmente  lodo  el  mundo, 
hemos  impuesto  en  sólo  CUATRO 
MESES  nuestro  "ESPECIFICO 
BENGURIA".  en  la  República 
Argentina. 

He  ahí  la  prueba  más  absoluta 
e  irrefutable  de  la  veracidad  de  nues- 
tras afirmaciones. 

Una  palabra! . . .  Con  sólo  una  pa- 
labra convenceremos  a  Vd. 

Obran  en  nuestro  poder  y  a  dis- 
posición de  quien  quiera  verlos,  cen- 
tenares de  certificados  de  eminen- 
tes y  conocidos  hombres  públicos 
y  de  distinguidas  damas  de  la  alta 
sociedad  del  mundo  entero,  que  ates- 
tiguan y  confirman  la  maravillosa 
eficacia  del  "BENGURIA". 

El  "ESPECIFICO  BENGU- 
RIA" es,  hoy  por  hoy,  el  ÚNICO 
remedio  eficaz  contra  la  calvicie,  la 
caída  del   cabello  y  las  canas. 

El  solo  nombre  de  "BENGU- 
RIA" es  su  más  alto  sello  de  garantía. 


Especifico   Boliviano    BENGURIA 

Para  las  afecciones  del  cabello.       —       Exterminio  por  completo  de  la  caspa. 

Inmediata  detención  de  la  caída  del  cabello.        —        Curación  de  la  calvicie. 

Las  canas  recuperan  su  color  natural  sin  ser  teñidas. 

I  I  NI  í  (^  O         í     t  I  r^    A  R       ^"  '^  República  Argentina  que  se  expende  y  atienden 
__^.^^__^^^^____^^_^^^^^ consultas  personales  y  por  correspondencia,  al  interior: 

AVENIDA  DE  MAYO,  665,  U.  Telef.,  7231,  Avenida 


RAFAEL  BENGURIA  B. 


BUENOS  AIRES 


SOLICITEN  FOLLETO  EXPLICATIVO  NUM.  23. 


Manjares     exquisitos 


Ciempre  resultan  más  agradables  las  comidas  cuando  se  procura  excitar 
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/  I660  .   17D2.     V y 


MvZRGO 


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FAUNA        marítima        DE        GOLFO        NUEVO 


COLONIA     DE     HIDR020AR105. 


La  expedición  a  Puerto  Madryn,  que  el  doctor 
Miguel  Fernández  llevó  a  cabo  en  compañía  de 
los  alumnos  dsl  último  año  del  doctorado  de 
Zoología,  trajo  un  material  abundante  de  la  fau- 
na marina  del  Golfo  Nuevo,  obtenido  ya  sea 
recorriendo  la  costa,  ya  dragando  con  redes  de 
fondo  de  varios  modelos. 

En  la  fauna  de  fondo  del  Golfo  Nuevo  preva- 
lecen ante  todo  los  esponjiarios;  pero  abundan 
también  las  ascidías  simples  y  compuestas,  las 
colonias  de  hidrozoarios  y  las  actinias,  de  las 
que  hay  algunas  especies  notables  por  sus  colo- 
res sumamente  delicados.  Abundan  también  1  )s 
polielados  y  los  anélidos,  tanto  los  sedentarios 
como  los  errantes,  distinguiéTdose  entre  estos 
últimos,  por  su  forma  y  su  tamaño,  la  Aphrodite 
aculeata.  También  los  crustáceos,  los  equinoder- 
mos y  los  moluscos  están  representados  por  una 
cantidad  de  especies  interesantes.  La  riqueza  de 
peces  del  Golfo  Nuevo  es  bien  conocida;  abunda 
ante  todo  el  pejerrey,  para  cuya  explotación  in- 
dustrial fué  fundada  en  Madryn,  hace  algunos 
años,  una  fábrica  de  conservas,  cuyos  productos 
pueden  com.petír  por  zu  calidad  ventajosamente 
con  'os  importa-los. 


GRUPO    DE    ACTINIAS    O    ANÉMONAS    DE    MAR. 


APHRODITE.     UN    NOTABLE    EJEMPLAR    DE    ESTE   ANELIDO    MARINO. 


UN    CARACOL    MARINO    (VOLUTA)    LLEVANDO    SOBRE    SU    CONCHA    DOS    ACTINIAS. 


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¿kjIfiaxÁci  2-^5 


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gania  del  Hospital  Alvear,  Cangallo,  1631  \ 

'  El  médico  que  suscribe  certifica  que  usa  NASYL  en  todos  los  casos 
¡  que  la  práctica  lo  aconseja.  Su  higiene  en  la  preparación  como  tam- 
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MONTAÑA     DEL     PARQUE     NACIONAL     DEL     VENTISQUERO 


LA    fotografía    muestra    EL    LAGO    MC.     DERMOTT    Y     LA     MONTAÍSa    WILBUR.     ESTE    MAGNÍFICO     PARQUE    CONSTITUYE     UNO     DE     LOS    SITIOS    MAS    ANCHOS    Y     ESCABROSOS    DE     LAS 
AHÉRICAS.    SE    HA    HECHO    FAMOSO    POR   SUS    PINTORESCOS    Y    POÉTICOS    LAGOS.    ASÍ    COMO    POR    SUS    ENORMES    PRECIPICIOS.    SUS    ROCAS   SON    DE    UN    COLOR    ROJO-VERDE     UNIFORME 

COMO    LAS    DEL    GRAN    CAÑÓN. 


1 

'                 MUEBLES        Y 
DECORACIONES 

EXPOSICIÓN     DE 
MUEBLES   ANTIGUOS 
Y    REPRODUCCIONES 
DE   ANTIGÜEDADES 

SUIPACHA,   658 

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LATA  COMHüNIT; 


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AGUADOR       EGIPCIO 


V         ii^^l^'^-     '    I 


«Desde  lo  alto  de  estas  pirámides  cuarenta  siglos  os  contemplan».  — 
aseguró  Bonaparte  a  sus  soldados,  para  hacerles  concebir  grandiosa 
idea  de  la  hazaña  realizada  por  los  destructores  de  la  Bastilla  con- 
vertidos en  conquistadores.  Hay  muy  pocos  seres  y  cosas  en  Egipto 
que  no  nos  miran  desde  cuarenta  y  más  siglos  de  distancia. 

Ya  en  los  tiempos  de  la  primera  dinastía,  aguateros  o  aguadores 
como  éste  llenaban  sus  odres  de  cabra  en  el  Nilo  o  en  los  raros  pozos 
de  aquella  tierra  sedienta  que  limita  con  el  desierto.  Muchísimos  de 
ellos  se  encargaron  de  apaciguar  la  sed  de  los  esclavos  constructores 
de  las  pirámides,  templos  y  palacios.  Corrían  entre  las  filas  llevando 
el  agua  consoladora  que  apagaba  una  ansia  orgánica  de  los  albañiles, 
canteros  y  otros  forzados  creadores  de  las  Bastillas  espirituales. 
Y  eran  recibidos  como  una  bendición  del  cielo,  como  una  generosidad 
del  rey;  y,  sin  embargo,  eran  parte  de  una  maldición  fatal. 

También  durante  los  dias  triunfales,  cuando  el  faraón  o  sus  vic- 
toriosos generales  volvían  seguidos  de  prisioneros  amarrados  codo 
con  codo,  los  aguadores  circulaban  entre  la  muchedumbre  vocinglera 
y  apiñada  distribuyendo  el  líquido  que  templa  los  ardores  del  sol 
africano  y  refresca  gargantas  enronquecidas  por  los  vítores.  En  las 
fiestas  religiosas,  el  aguador  corría  de  acá  para  allá  aplacando  la  sed 
mejor  que  los  sacerdotes  de  Osiris,  Apis  y  otros  ídolos. 

Ahora  aguateros  y  aguadores  egipcios  rezan  en  árabe  oraciones 
que  Mahoma  les  impuso  en  nombre  de  Alá  y  merced  a  la  espada. 
Los  peregrinos  y  los  paseantes,  las  muchedumbres  jubilosas  o  tristes 
de  «fellahs»  egipcios  encuentran  en  los  odres  de  cabra  el  líquido  sose- 
gador  de  siervos.  Aunque  la  esclavitud  se  haya  suavizado  bastante, 
siempre  precisarán  los  siervos  agua,  mucha  agua;  su  sed  es  infinita. 

Ahora,  en  el  dialecto  arábigo  que  el  actual  egipcio  usa,  el  agua  se 
llama  «mayya».  Pronunciase  guturalmente,  como  en  un  esfuerzo  de 
la  garganta  seca,  y  parece  una  súplica  de  condenado.  El  «sagga», 
aguatero,  llena  su  odre  en  las  afueras,  y  se  convierte  en  «himali»,  agua- 
dor, comerciante  de  agua,  al  entrar  en  las  ciudades,  o  vende  el  odre 
a  un  «himali».  Mediante  un  pedacito  de  cobre  roñoso  que  ni  casi 
tiene  la  forma  de  una  moneda,  el  «himali»  vende  su  grata  mercadería 
a  los  pobres,  como  en  los  tiempos  del  glorioso  Egipto  faraónico. 


/\NO-lV-N^-XXXVril 


nIODMCMXIX 


^Í^KsDANIDO    A    VXLA2,QVE2. -  -  -  EL  ^  NOTABLE  "  LIR.ICO  ~  FRANCLe/^  ~  \^NN1  ~ M  A  Rrr^/v 
^^r  S^I^S-r-^^^'-^í^     CARACTERIZANDO  -  EL  -'DON  ~  I\^N™  D  ~  MO^  A  R^T^  POivr  ~  r 
Ec/TA    fotografía-  TODA "" LA^^^^TERA  ~ELEG ANCI A  ~  D  ~ \/N "  lÍn^O  -  CLASICO 


p>L-;v^.^ 


CLe/ARD 

CARLIZO 


ILUc/^Tl^AClON 

DE 


^^^/^ll^sp^G 


I 


UÉ   en  Chañarmuyo,    en    el 
solar  de  mis  ascendientes. 

—  ¿Chañarmuyo?  —  pre- 
guntará el  lector. 

—  Tal  es  el  nombre,  lector 
amigo:  un  pueblecito  blanco  y 
pequeñin  dormido  en  e!  rega- 
zo de  una  vega  serrana,  a  cu- 
bierto del  zonda  y  la  ventisca,  y  arrullado  por  la 
pastoral  de  un  río  de  leyenda.  Ahí  está  donde  lo 
plantara  España;  con  sus  higueras  malagueñas,  y 
sus  naranjos  de  Sevilla:  sus  batanes  y  lagares  cas- 
tizos: y  entre  las  viñas,  a  la  sombra  de  muros  en- 
calados, el  alma  elemental — austera  y  riente — de  la 
Madre  Patria.  Ese  río  canta  serenatas  en  los  días 
calmos  y  azules,  y  brama  como  un  toro  semental 
en  días  de  creciente,  cuando  ha  llovido  mucho 
en  las  quiebras  y  cañadones  de  la  montaña. 

De  noche  esplende  el  cielo  innumerable.  Las 
constelaciones  que  en  la  astrología  de  los  pueblos 
se  llaman  El  Zuri  (avestruz).  La  Paloma,  El 
Crucero,  el  Rosario  y  la  Campana  se  destacan  con 
limpieza  única.  Y  calla  el  viento:  y  callan  los  ga- 
ñanes y  huertanos  sus  decires  y  ovillejos:  y  tan 
sólo  las  acequias,  llenas  de  agua,  en  su  lento 
discurrir  repiten  no  sé  qué  romance  de  viejo.,. 
Es  entonces  que  en  los  patios  —  si  es  verano  — 
o  en  torno  a  los  hogares  encendidos,  si  es  invierno, 
que  las  ancianas  refieren  a  los  mozos  y  mozas  de 
ogaño  las  malandanzas  del  diablo,  y  las  hazañas 
de  héroes  olvidados,  de  cuyo  choque  o  conjunción, 
y  después  de  cruentos  azares,  durante  la  monto- 
nera, la  tiranía  y  la  organización  nacional,  surgió 
nuestro  federalismo. 


II 


Cuando  llega  la  primavera  y  empieza  el  deshielo, 
y  las  cumbres,  antes  cubiertas  de  nieve  van  tor- 
nándose azules,  óyese  en  las  cimas  de  la  montaña 
un  murmullo  coral,  de  acordes  extraños,  como  si 
arriba  cantaran  al  ritmo  de  cítaras  y  tamboriles. 
Basta  un  soplo  de  brisa  para  que  las  armonías 
bajen  al  valle  y  se  difundan. 

Siendo  niño,  ya  sentí  esa  música:  la  piedra  te- 
nía un  idioma,  el  cerro  paterno  una  canción.  Fui 
adolescente,  y  en  vacaciones,  al  regresar  de  una 
ciudad  lejana,  oí  la  música  de  siempre.  Llegué  a 
hombre;  el  amor  y  el  dolor  —  buenos  hermanos  — 
me  dieron  a  beber  el  vino  del  bien  y  del  mal. 
Partí  sin  rumbo  fijo:  ambulé;  y  un  día.  desde  el 
Buenos  Aires  trepidante  y  enorme,  volví  al  pue- 
blo blanco  y  pequeñito,  donde  quedara  mi  infan- 
cia jugando  con  guijarros  y  margaritas.  jSiempre 
escuché  la  rapsodia  que  modelan  las  cumbres! 

Era  necesario  encontrar  la  razón  del  fenómeno 
acústico  y  la  encontré.  El  viento  cordillerano,  al 
cruzar  los  altos  mogotes,  desciende  un  tanto,  se 
filtra  por  las  escotaduras  de  los  cerros  menores 
y  al  rozar  las  estrías  que  forma  la  nieve,  produce 
la  ficción  maravillosa  de  una  melodía  humana. 
El  monte  sonoro,  el  deshielo,  la  fuerza  del  aire  y 
la  dirección  del  viento,  he  ahí  la  razón  del  milagro. 
Mas,  guardé  en  mis  adentros  la  verdad  y  escuché 
con  respeto  la  conseja  de  los  ancianos. 

—  ¡Ooo. . .!,  ya  está  cantando  el  cerro;  me  han 
dicho. 

—  ¿El  cerro?  Linda  canción,  viejo. 

—  Es  un  encanto...  Diz  que  en  las  cumbres 
hay  un  tesoro  y  un  genio  que  lo  cuida.  Sólo  espera 
que  un  hombre  de  buen  discurso,  valiente  y  sin 


pecado  mortal  llegue  a  la  cima  para  entregárselo. 

—  ¿Sí? 

—  Sí,  pues:  desde  muy  cuanta  suenan  las  voces. 

—  Y  ¿por  qué  ninguno  se  atreve?  —  he  pregun- 
tado. 

—  ¡Bah!...  muchos  han  pretendido  trepar  la 
sierra.  Pero  a  medida  que  subían,  la  música  se 
iba,  se  iba;  y  soplaba  el  viento,  la  nevasca;  y  el 
hombre  perdía  el  tino  y  la  senda;  y  tenía  que  bajar 
derrotado. 

—  ¿Nadie  ha  repetido  la  empresa? 

—  Año  a  año  no  faltan  quienes  vayan  a  buscar- 
lo; y  todos  oímos  la  voz  que  nos  llama  pa  arriba; 
y  sabemos  que  día  llegará  que  uno  de  nosotros 
encontrará  el  tapao  (tesoro). 

No  he  querido  contrariar  la  creencia  de  los  an- 
cianos y  de  los  mozos.  ¿Para  qué  destrozar  la  ma- 
riposa de  alas  verdes  que  todas  las  primaveras 
baja  de  las  cumbres,  vuela  sobre  los  olivares  y 
viñedos,  y  deja  en  las  almas  su  matiz  de  esperanza? 
Ellos,  los  espíritus  castos  y  primitivos,  lo  oreen  y 
dejémosles  con  su  ilusión.  Yo  a  mi  vez,  aquí  en 
la  ciudad  ruda  y  enorme  sigo  creyendo  en  la  mú- 
sica que  llama  hacia  lo  alto  a  ese  pueblecito  dor- 
mido en  la  hondura  del  valle. 

—  ¡Oh  artistas!,  hermanos  en  el  dolor  y  en  el 
amor  de  la  belleza:  aquella  música  es  un  símbolo. 
¿No  la  habéis  oído  también,  en  las  horas  de  inquie- 
tud y  concepción,  arriba,  en  las  cimas  del  arte  y 
de  la  vida,  donde  la  gloria  toca  su  melopea  de 
eternidad?  Si  ponéis  sinceridad  y  emoción  heroi- 
ca en  vuestra  obra;  si  trabajáis  con  optimismo, 
estoy  seguro  que  habréis  oído  la  voz  que  invita  a 
escalar  las  cumbres  de  la  belleza.  Aquí  también, 
como  en  el  monte  de  Chañarmuyo,  hay  un  tesoro 
escondido. 


VN/V  RELICUI/v  DEL   c/'IGLO 


IGLEJIA 
COLEGIO 


DE 

ALTA 
GRACIA 


MTRE  las  construcciones  del  tiempo   de 
9Í\     "-^^j   '^  Colonia  que  se  conservan  actualmen- 
y)     /gira    ce  en  la  provincia  de  Córdoba,  figura, 
'-^''"-^^       '::omo   una   de  las  más  importantes,  el 
lecular  Colegio  e  Iglesia  de  Alta  Gracia. 
Llegado  a  este  lugar  de  aquella  pro- 
vincia, y  siguiendo  por  el  camino  que  va  hacia  el 
poblado,  se  presenta  a  nuestra  izquierda  una  masa 
arquitectónica  de  interesantes  líneas,  de  formas  va- 
riadas, y  características  en  las  construcciones  de  esa 
época  Colonial;  y  a  nuestra  derecha  el  antiguo  taja- 
mar, que  con  el  ya  destruido  molino,  ambos  contem- 
poráneos de  la  mencionada  construcción,  fueron  en 
su  tiempo,  elementos  indispensables  para  el  progreso 
de  aquella  rica  y  hoy  extinguida  colonia.   El  con- 
junto del  vetusto  edificio,   cuya  primitiva  fábrica 
data  del  siglo  xvii,  es  un  exponente  de  la  prosperi- 
dad jesuítica  en  aquel  período;  e  impone  a  quien  lo 
visita  —  a  pesar  de  su  franciscana  pobreza  —  por 
el  severo  aspecto  de  su  mole  de  ladrillo  y  canto  que 
el  tiempo  en  su  trabajo  de  siglos  ha  dejado  al  des- 
cubierto,  y  el   cual,   al  parecer  arrepentido   de  su 
acción  destructora,  con  manto  verde  gris  de  mus- 
gosa pátina  va  cubriendo  en  originales  y  capricho- 
sas guirnaldas. 

Próximos  al  pie  de  sus  carcomidos  muros,  una  in- 
teresante vista  de  conjunto  nos  es  dado  contemplar. 


CLAUSTRO. 


— i=»i_:>^-s 


adminndo  b  annonja  que  ofre- 
ce la  sencilla  composición  de  ar- 
quitectura que  aquellos  modes- 
tos alariies  de  antaSo  nos  han 
tacado. 

Al  aaawidef  unos  cuant(>s  es- 
ealonaa,  nos  hallamos  ex  un  e:r,- 
pedrado  atito.  frente  al  crir-"^! 
pórtico  de  la  Iglesia,  cuya  fecha 
de  construcción  —  a  pesar  de  las 
insoripctonas  esculpidas  tí  aAo 
I6S9,  que  se  hallan  colocadas  en 
él  y  que  podrían  hacer  creer  que 
esta  foaie  la  verdadera  lecha  en 
quesee|acutó-  esdelafio  1762. 
safita  testimonio  hecho  por  el 
Alguacil  Mayor  don  Nicolás  Gui- 
lledo,  en  1779.  que  copio  literal- 
mente y  dice;  «Hay  sobre  la  por- 
tada de  este  edificio  —  de  Alia 
Gracia  —  dos  piedras  de  sapo 
labradas  en  cada  una  una  piri- 
mide.  y  éstas  tienen  esculpidas 
el  aAo  de  I6S9.  las  cuales  piedras, 
se  asienta,  fueron  sacadas  de  la 
otra  portada  vieja  para  poner  en 
asta,  que  se  concluyó  e)  afio  de 
17tó...» 

Penetramos  en  la  Iglesia  y  nos 
complace  ti  observar  que  no  ha 
pasado  aún  por  ella  la  mano  pro- 
fana de  quienes  pretendiendo 
mejorar  y  enriquecer  con  malas 
entendidas  restauraciones  estas 
reliquias,  introducen  reformas 
que  redundan  en  su  perjuicio,  y 
hioenles  perder  el  interés  que 
tienen  cuando  se  las  observa,  tal 
cual  quedaron  después  de  sus 
siglas  de  existencia. 

Conaérvanse  aún  en  su  recinto 
objetas  valiosos  de  su  lejana 
grandeza:  sus  tres  hermosos  re- 
tablos, un  pulpito  de  madera  ta- 
llada, que  nos  dice  de  la  habili- 
dad de  artista  que  b  ejecutó,  un 
interesante  confesonario  de  sen- 
cilla labor  y  de  curiosas  lineas: 
asi  como  la  puerta  de  la  sacris- 
tia,  que  con  un  pie  de  candela- 
bro, también  de  madera,  forman 
aunque  reducido  un  apreciable 
conjunto  artístico. 

Traspuesta  la  puerta  que  une 
la  Igloia  con  la  sacrisiii.  nos 
hallamos  en  ista.  que  es  una 
sala  blanca  abovedada,  y  con  es- 
caso moblaje,  que  comunicinda 
con  otra  más  amplia  une  a  su 
vez.  por  medio  de  una  pequeña 
escalera,  la  Iglesia  con  las  de- 
pendencias del  antiguo  Colegio, 
que  hoy  sirve  de  vivienda  a 
los  actuales  poseedores    de    tan 


locados  perpendicularmente  a 
éstos,  tienen  su  vista  al  exte- 
rior desde  un  mirador  formado 
por  tres  arcos  de  medio  punto 
y  al  que,  mediante  una  angos- 
ta y  empinada  escalera  de  pie- 
dra, se  puede  llegar  desde  el 
camino  que  separa  el  edificio 
del  tajamar  y  represa  ya  men- 
cionados  anteriormente;  dando 
al  interior  estos  aposentos  so- 
bre el  claustro  paralelo  al  pa- 
redón de  la     Iglesia. 

Esto  es  lo  que  queda,  de  lo 
que  fué  en  lejanos  tiempos  un 
centro  importante  de  laboriosa 
actividad. 

La  somera  descripción  traza- 
da, y  aun  la  simple  visita  de 
esta  antigua  construcción,  no 
basta  ni  con  mucho  para  com- 
prender la  enorme  energía  des- 
plegada por  quienes  la  ejecu- 
taron. 

Es  menester,  con  la  imagina- 
ción, retroceder  varios  siglos  y 
ubicarse  en  aquel  medio  am- 
biente, para  reconocer  la  ím- 
proba labor  que  representa  el 
alzar  una  construcción  de  la 
índole  de  la  de  Alta  Gracia  que, 
a  pesar  de  su  modesta  sencillez, 
tiene,  a  más  del  histórico,  un 
importante  y  real  valor  cons- 
tructivo y  artístico,  que  pres- 
ta grandioso  relieve  al  monu- 
mento. 

Ese  medio  ambiente  en  que 
se  habían  propuesto  levantar 
sus  construcciones  los  pobla- 
dores primitivos  de  Córdoba, 
les  era  completamente  adver- 
so, no  sólo  por  la  carencia  de 
materiales,  sino  también  por 
la  falte  de  elementos  en  úti- 
les y  personal  tónico,  práctico 
para  elaborar  los  escasos  de 
que  disponían  y  hacer  una 
aplicación  ventajosa  de  todos 
ellos. 

Al  ponernos  en  este  lugar,  no 
podemos  menos  de  reconocer  el 
tesón  y  energía  de  los  que  em- 
prendieron semejante  obra,  cuya 
demostración  nos  es  permitido 
admirar  en  las  construcciones 
que  aún  la  utilitaria,  la  vandá- 
lica piqueta  demoledora  no  se  ha 
atrevido  a  destruir,  ,  . 

Y  nuestro  espíritu  sensibiliza- 
do por  la  mística  tranquilidad  de 
esta  reliquia,  interrógala  para 
saber  de  la  historia  que  sus  anti- 
guos moradores  presenciaron. 


CÚPULA    Y   CAMPANARIO    VISTOS 
DESDE    EL    PATIO. 


preciada    y    artística    reliquia    histórica. 

Rodean  estas  habitaciones  un  gran  pa- 
tio lamentablemente  abandonado;  sólo 
hay  en  él  alguno  que  otro  árbol  raquítico 
en  reemplazo  del  corpulento  aguaribay 
desaparecido,  y  del  cual  a  manera  do  mu- 
.ñón  queda  sobresaliendo  de  tierra  un  grue- 
so trozo  de  su  tronco  hachado, 

A  este  patío  rectangular,  formado  des 
de  sus  lados  por  el  paredón  de  la  Iglesia 
y  la  tapia  que  lo  separa  del  exterior,  y 
por  las  arcadas  de  un  claustro  aboveda- 
do en  sus  otros  dos,  se  llega  de  fuera 
por  un  interesante  pórtico  que  queda  en- 
frente a  una  escalinata  de  dos  rampas  y 
que  constituye  el  motivo  principal  del 
patío;  esta  escalera  permite  llegar  al  ci- 
tado claustro  y  a  los  aposentos  que  dis- 
puestos en  ángulo  recto  dan  unos,  a  un 
patio  posterior  y  también  sobre  el  claus- 
tro paralelo  a  la  fachada;  y  los  otros,  co- 


C"  j^  Texto              "':^  !['■•, 

■  fotografías            *^"\1 

-{  y  dibujos 

\  de 

\.  «  Lacalle  A  huso. 


ESCALINATA    DEL   CLAUSTRO, 


RETRATO -D-VN'-DEef CONOCIDO .~ 


PRíOPIEDAD-E)~Don~LOR.EN2.0-PELLE:IIANO 


PLVS      • 
.   VITPA 


—  I3>L,^ 


X  i    np^v-x— 


Hay  momentos  de  profun- 
do abandono,  de  inexplicable 
anhelo  en  nuestra  vida,  mo- 
mentos solitarios  en  que  sólo 
nos  son  agradables  las  voces 
indefinidas  de  la  naturaleza. 
Entonces,  vale  un  mundo  la 
sonrisa  de  una  flor  y  se  escu- 
cha como  en  la  leyenda  can- 
tar las  hierbecitas  del  campo. 

Era  una  tarde  casi  otoñal, 
las  últimas  margaritas  del 
campo,  violetas,  como  un  re- 
cuerdo perfumaban  la  hora:  y 
en  aquel  camino  habitual,  la 
triste  beatitud  de  la  resigna- 
ción movía  nuestros  pasos  ol- 
vidados. 

¿Por  qué.  la  vieja  quinta  de 
las  Glicinas,  siempre  silencio- 
sa bajo  la  hiedra  funeraria, 
cobraba  aquella  tarde  tan  sin- 
gular animación?  Diriase  que 
la  veía  por  primera  vez.  tal 
era  la  juventud  que  retozaba 
en  sus  piedras  ancianas.  Do- 
raba el  sol  sus  tejas  desteñi- 
das, sus  ventanitas  centena- 
rias perpetuamente  cerradas  y 
en  el  viejo  aljibe  colonial  un 
silencio  infantil  parecía  mirar 
de  hito  en  hito  a  la  muerte. 

Circunstancia  extraña,  la 
verja  del  jardín  estaba  abierta. 
hospitalaria  y  honda.  Cuando 
entré  en  el  perfumado  desier- 
to, sólo  un  suspiro  de  flores 
delató  mi  presencia.  ¡Qué  re- 
cinto maravilloso!  Era  aquel  el  invernáculo  de  la 
primavera.  A  pesar  del  otoño  precoz,  la  multitud 
de  las  flores  esmaltaba  el  jardín,  como  en  un 
paisaje  del  Renacimiento,  y  en  el  rincón  escondi- 
do, donde  un  amorcillo  griego  se  abrazaba  a  un 
cordero  pascual,  sonreían  entre  los  laureles,  divi- 
namente humanos,  el  Boticelli  y  el  beato  An- 
gélico. 

Por  lógica  sentimental  me  recosté  sobre  el  flo- 
rido césped,  y  mi  corazón  era  una  página  blanca 
para  la  pluma  azul  de  la  fantasía. 

Fué  entonces  que  con  paso  de  seda  vi  llegar  a 
la  Dama  de  otra  Edad.  ¡Dulce  viejecita  reclusa!. 
nunca  olvidaré  la  ternura  triste  e  insinuante  de 
tus  palabras  en  aquella  tarde  otoñal .  . .  Muchas 
de  ellas,  las  más  íntimas,  quedarán  escondidas 
pa.-a  siempre,  como  esas  flores  de  muerto  que  se 
guardan  en  el  fondo  de  terciopelo  de  los  relicarios. 
Otras,  he  de  escribirlas,  para  consuelo  de  los  hom- 
bres y  regocijo  de  los  románticos.  Porque  tú.  vie- 
jecita de  otra  edad,  me  enseñaste  aquella  tarde  la 
suave,  incomparable  poesía  de  las  flores.  Más  que 
por  libro  docto,  supe  de  su  inteligencia  por  tu 
discreta  plática  sentimental. 

— ■  No  creas  en  los  reinos  diversos.  —  me  dijis- 
te. —  todos  son  uno  en  el  seno  de  la  naturaleza. 
Entre  las  piedras,  plantas,  animales  y  nosotros 
mismos,  no  hay  otra  distancia  que  la  de  un  grado 
más  en  el  Silencio.  Cuanto  a  las  flores,  ellas  son 
las  ilusiones  palpables  de  la  tierra,  su  verdadera 
carne  espiritual,  porque  la  naturaleza,  que  dicen 
insensible,  es  tan  humana  como  nosotros  y  sufre 
y  ama  lo  nTismo,  pero  en  la  inmensidad  de  su 
musical  Silencio. 

Y  volviéndose  luego,  con  los  brazos  extendidos 
como   si   quisiese  con  ellos  abarcar 
todo  el  jardín,  añadió: 

—  ¡Quién  diría,  hijo  mío,  que  con 
estas  flores  plantadas  por  mi  mano. 
he  escrito  el  profundo  poema  de  mi 
vida!  Ellas  son  mi  humanidad,  mi 
decir  verdadero,  el  símbolo  perfu- 
mado de  mi  silencio.  Para  decirlo 
de  una  vez:  la  representación  vivien- 
te de  mi  existencia  interior.  La  úni- 
ca que  cuenta  para  algo,  en  la  sa- 
grada balanza  de  los  destinos.  Por 
ellas,  mi  vida,  de  la  que  los  hombres 


no  conocieron  más  que  la  vana  apariencia,  ha 
sido  milagro  en  la  soledad,  perpetua  sonrisa  del 
Señor.  En  cada  frágil  tallo,  muévese  en  el  viento 
una  querida  ilusión,  y  por  eso,  a  pesar  del  tiempo, 
reverdecen,  año  tras  año.  cada  vez  más  hermosas 
mis  lejanas  primaveras. . .  Ven.  hijo  mío:  recorra- 
mos juntos  el  jardín,  e  iré  volviendo  para  ti  las 
hojas  del  escondido  libro  de  mi  vivir. 

Las  palabras  de  la  viejecita.  como  el  leve  vapor 
de  un  surtidor  versallesco,  salpicaban  de  perlas 
sentimentales  la  tarde  de  oro.  En  un  tiesto  de 
porcelana  china,  un  arbusto  locuaz  nos  habló  con 
sus  mil  margaritas  enamoradas. 

—  Este  arbusto,  —  dijo  la  dama,  —  guarda  in- 
tacto el  secreto  de  mi  infancia,  el  si.  el  no.  el 
mucho,  poquito,  nada,  que  hubo  de  realizarse:  pero 
yo  nunca  deshojé  la  margarita  augural  del  cuento 
legendario,  y  por  eso  conservo  todavía,  como  este 
arbusto  empedernido,  las  mil  corolas  de  la  in- 
fancia. Mas  henos  aquí,  en  la  avenida  de  mis  ro- 
sas, de  mis  múltiples  rosas  pasionarias:  ellas  re- 
presentan en  su  clásica  belleza  todo  el  eterno 
drama  de  mi  carne  virginal.  La  rebeldía  de  lo 
efímero,  el  encanto  perverso  de  lo  fugitivo:  ¡Rosa 
blanca!,  primera  palidez,  del  primer  estremeci- 
miento sensual. .  .  ¡Rosa  té!,  fiebre  de  mis  noches 
alucinadas  y  solitarias...  Rosa  rosa,  rubor  del 
primer  beso  que  pasó  sin  posarse. . .  Rosa  punzó, 
la  herida  cama!  que  se  abre  en  el  corazón  y  cuya 
sangre  no  dejará  de  correr  nunca  jamás...  bien 
lo  dijo  el  poeta: 

Oh.'  rose,  fkur  ¡iipocryti-J 
fleur  du  silence! . . . 


Una  agilidad  imprevista 
prestaba  su  ritmo  juvenil  al 
andar  de  la  dama,  cuyos  afi- 
lados dedos  de  marfil  como 
subrayando  sus  palabras,  aca- 
riciaban levemente  las  gráciles 
corolas,  abrumadas  de  sueño. 
Y  el  perfume  de  las  rosas  era 
intenso  como  un  quejido... 

Bordeando  un  breve  y  mo- 
desto sendero,  unas  violetas 
de  Francia  disimulábanse  en- 
tre la  hierba. 

—  Son  mis  ilusiones  coti- 
dianas, —  decía  la  voz  hospi- 
talaria, —  las  pequeñas  y  fie- 
les alegrías  que  decoran  cada 
momento  de  la  vida.  Su  per- 
fume inimitable  es  el  que  co- 
rresponde al  intimo  pañuelo 
de  todos  los  instantes,  siem- 
pre sumiso  al  alcance  de  la 
mano.  He  aquí,  también,  en 
este  lugar  tranquilo,  la  inge- 
nua afirmación  del  alhelí, 
música  infantil,  ritmo  blan- 
co, que  siempre  me  recuerda 
un  verso  querido. 

Canción  allégale  a  mí 
dulce  como  la  paloma, 
envuelta  en  ingenuo  aroma 
de  alhelí . . . 

Y  la  canción  evocada,  voló 
un  momento  por  la  tarde  co- 
mo un  pájaro  sorprendido. 

—  Veamos  ahora:  el  nardo, 
—  dijo  la  dama.  —  el  bastón  del  apóstol  que  lle- 
va en  la  mano  mi  Sueño  de  dulzura  universal. 
Es  el  dedo  de  la  virtud  heroica  y  sin  tacha,  que 
señala  un  lejano  horizonte  más  allá  de  la  vida. 
Y  allí,  ¡mira  poeta!,  tú  que  sabes  ver,  mira  co- 
mo baja,  desde  aquel  techo  chinesco,  la  mara- 
villosa cascada  de  las  campanillas  azules.  ¿No 
comprendes  su  divina  fugacidad?  Ellas  te  dirán 
mis  ideas  inexprimidas.  mis  sueños  imposibles, 
la  inaccesible  belleza  del  anhelo  fugitivo,  que 
vive  sólo  un  momento  bajo  el  cielo  azul...  Y 
esta  matita  de  resedá,  pequeña  y  triste,  que  bro- 
ta a  sus  pies,  es  la  matita  de  la  resignación,  la 
buena  consejera  que  cierra  cuidadosa  las  puer- 
tas de  tu  casa,  para  que  no  entre  por  ellas,  ha- 
ciendo estragos,  la  locura  vagabunda. 

La  tarde  agonizaba  como  una  mariposa  gigan- 
tesca, sobre  el  cristal  de  la  ventanita  elegida,  y 
todas  las  flores  desaparecían  en  el  regazo  de  la 
noche.  Un  pequeño  invernáculo  nos  interceptó  el 
camino.  Adivinando  un  misterio  más  hondo,  pre- 
gunté: 

-  Dulce  señora,  ¿qué  preciosa  flor  es  la  que 
recelan  estos  vidrios  opacos? 

—  Esa  —  respondió  la  dama  de  antaño  —  es  la 
única  que  no  debía  mostrarte:  pero,  qué  importa, 
lo  haré;  algo  me  dice  que  tú  eres  digno  de  mi  se- 
creto. 

La  mano  blanca  empujó  la  puertecita  empina- 
da que  se  abrió  en  un  silencio  religioso.  Sobre 
un  pedestal  de  basalto  negro,  en  un  vaso  ve- 
neciano color  de  laguna,  una  fantástica  flor  de 
lis  desplegaba  la  ducal  armonía  de  su  traje  de 
seda.  La  viejecita  y  la  flor  me  sonreían  desde 
el   fondo  del  silencio. 

-  Es  el  secreto  de  mi  alma.  —  di- 
jo aquélla.  —  Sí.  es  mi  alma  más 
verdadera,  pálida  y  virginal.  Nadie 
supo  encontrarla  sobre  la  tierra. 
Sólo  la  mano  de  Dios  es  digna  de 
cortar   su   elevado    tallo... 

El  suspiro  de  la  noche  estreme- 
ció el  jardín  y  la  caricia  infinita  del 
plenilunio,  rozando  la  nevada  cabeza 
de  la  dama,  fué  a  posarse  en  la  flor 
de  lis.  como  el  pájaro  azul  de  la 
leyenda. 

San  Isidro,  marzo  de  1919. 


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El  cuerno  rebosante  de  agua  pende  de  la  cin- 
tura del  quintero,  sobre  la  grupa  fuerte.  Por  de- 
lante, rae  una  área  de  pastos  enhestos.  cual  una 
enjambrazón  de  fibras,  acotándola  laborioso  en 
hileras  largas  de  engavilladuras.  La  hoja  de  la 
guadaña  —  media  luna  de  plata  —  va  y  viene  a 
ras  de  los  tallos.  Y  en  el  paso  rítmico,  tardo  y 
seguro,  parecen  remar  las-  piernas:  se  balancea  el 
cuerpo,  a  compás,  igual  a  un  péndulo.  El  alfalfar 
huele  y  sabe  a  tierra  fecunda  y  fresca.  Campean, 
obscuras,  como  versos  rústicos  estampados  en  un 
papiro  prístino,  las  tandas. 

Es  un  bálsamo  trascendido  la  tarde.  . .  La  obs- 
curidad, crepuscular,  lentamente,  femenina,  de- 
rrama voluptuosa  sobre  lo  azul  que  consume  una 
devanación  de  olvidos. . .  El  silencio,  impregnado 
de  fervor,  se  hace  un  copo  fragante.  A  lo  lejos  se 
suavizan  de  las  perspectivas  abarcadas,  los  ángu- 


los cortantes:  tamizados  por  humos  de  fondo  que 
se  apagan  o  esfuman  contra  ellas  cariñosos.  Se 
siente  el  alma  de  la  creación ...  El  sabor  de  pasto, 
vivido,  acre,  embarga  el  ánimo,  tonifica,  exulta 
las  facultades.  La  alegría  espontánea  fluye  po- 
derosa a  la  boca  en  un  canto  sentido  y  pobre:  como 
las  aguas  brutales  de  las  montañas  que  arriban 
placenteras  a  los  arcos  de  un  puente. 

Coopera  invadiendo  el  espacio  un  timbre  me- 
tálico y  dulce  de  cuerda.  La  piedra  de  afilar,  al 
correr  como  un  dedo  tosco  de  genio  por  el  filo 
curvo  de  la  herramienta,  le  arranca  ese  sonido, 
sing;ul  armen  te.  Llin  . . .    Llin .  . . 

De  píe,  constituye  un  arpa  tañida  la  guadaña. 
Y  la  boca  del  mozo,  participación  canora,  esen- 
cial, por  cuya  barquinan  eficaces  los  ritmos  de  la 
vida:  alientos  de  amor,  lo  primario  y  supremo. 
Los  pájaros  aletean  coloreándose  en  el  horizonte 

ILUSTRACIÓN    DE   AlVAREZ. 


que  se  adormece.  Las  mariposas  blancas,  semejan 
vecinas,  emergiendo  y  tumbándose  fugaces,  dimi- 
nutas canoas  empavesadas  en  la  transparencia  de 
un  mar  de  aire. 

Distintiva,  de  una  hoja  oscilante,  una  gota  de 
rocío  titila  como  un  punto  de  espejo,  ojo  inefable, 
donde  se  concentra  el  alma  vital  y  transitoria  de 
lo  circunstante  y  toda  la  grandeza  permanente 
del  cíelo.  Perpendicular  una  estrella  esparce  el 
surtidor  de  sus  destellos,  abierta  en  flor  caudal, 
sobre  la  noche  secreta.  Y  el  hálito  de  la  naturaleza, 
la  musa  viva,  útil  y  beneplácita,  enamorada  y 
joven,  insistentemente  eterna,  se  posesiona  del 
corazón  y  el  espíritu,  como  una  novia,  como  una 
madre:  sobre  virtud  de  hora  y  realidad. 

Llin!...  Llin!...  La  guadaña  emborracha  de 
timbres  el  silencio.  Y  es  como  el  latido  vibrante 
de  un  ala  que  conquista  desde  su  filo  la  tierra. . . 


Ptvs    • 

1.  VUPA 


cA.LE)0     t> 


DE-LA-VIEJA 
HOLANDA 

^TxS^^cíicireU  ac- — ^^ 

Denedito 


1:3  >^- 


El  bandoleón  dio  las  6,  la  hora  del 
aperitivo.  Inmediatamente,  el  violín 
y  la  viola  comenzaron  a  afinar,  a 
templar  el  guitarrista,  como  plagian- 
do la  «Danza  macabra»  de  Saint 
Saens.  Un  tango  lento,  un  tango  ser- 
pentino empezó  a  enrollar  y  desen- 
rollar sus  anillos  melódicos. 

Pedro  Vidal  no  había  visto  nunca 
aquella  orquesta  típica,  cosa  rara  en 
un  hombre  tan  experto.  Los  cuatro 
músicos  iban  vestidos  de  rojo,  a  ma- 
nera de  zíngaros;  el  del  bandoleón 
tenía  perilla  catalana  con  dos  pun- 
tas; los  otros  tres  estaban  completa- 
mente rasurados  y  enormemente  me- 
lenudos. Todos  eran  más  feos  que 
carátulas  de  tango,  y  tocaban  metí- 


4 


dos  en  un  enorme  caldero  tiznado. 
Tampoco  conocía  Vidal  aquel  ca- 
baret extraño.  En  los  muros  de  pie- 
dra oscura  y  viscosa  había  espejos 
verdes  y  decoraciones  monstruosas. 
Del  techo  colgaban  telas  de  araña 
enormes  como  redes,  donde,  ilumi- 
nando el  recinto,  numerosos  y  gran- 


des bichos  de  luz  estaban  prisioneros. 
Las  mesitas  tenían  manteles  enluta- 
dos y  sobre  las  copas  oscilaban  pena- 
chos de  fuego.  Negrí.simos,  pequeñi- 
nes  y  con  rojizas  libreas,  los  cama- 
reros adivinaban  los  gustos  alcohó- 
licos de  cada  cual. 

Las    parejas    rompieron    el    baile. 


Parejas  de  esqueletos  desiguales,  muy 
blancos  los  más  bajos,  muy  amari- 
llos los  más  altos,  parejas  de  esque- 
letos femeninos  y  varoniles.  Las  cho- 
quezuelas, los  fémures,  las  tibias,  los 
húmeros  entrechocaban  llevando  el 
compás;  los  esternones  y  las  costillas, 
al  frotarse,  también  obedecían  al  rit- 
mo de  aquella  música  lúgubre. 

Era  un  tango  sin  piel,  sin  sangre, 
sin  formas,  sin  miradas,  sin  amor,  sin 
odio;  era  la  radiografía  del  tango;  era 
el  diagrama  del  tango. 

Pedro  Vidal  se  entusiasmó.  Bebió- 
se de  un  trago  el  wisky  ardiente,  y 
al  levantar  la  copa  vio  que  sus  dedos 
no  tenían  carne.  Fué  hacia  la  luna 
más  próxima,  contemplándose  sin  re- 


—  t3i_-x/<i3  N/i_n^r-2>x— 


^l^flL  conocerse:  se  parecía  a 

^mS^^  todos  los  esqueletos,  se 

^KtK     parecía    a    la    Muerte. 

"^f^ttt     Mas  no  tuvo  miedo.  Al 

vi  contrarío:  la  sonrisa  de 

^Sé^  sus  Jabios  descamados, 

N  aquella  sonrisa  donde 

brillaban   tres  colmillos  de  oro.   le 

puso  alegre. 

•¡Vamos  a  mover  las  tabas!»  — 
dijo.  —  y  salió  al  encuentro  de  un 
esqueletito  vivaracho  que  en  direc- 
ción de  él  venia. 

;  Te  quebrara  en  las  quebradas? 

:eguntó. 
:.o  ten^  huesos  de  porcelana 
diina.  "   le  respondió  el  esqueletito. 
~  ¡Asi  me  gustan  las  chinas! 

—  íQué  había  sido  compadre  el 
esqueleto' 

—  Pichón  de  compadre,  no  más. 
Tisculpá.  vieja. 

¿Y  de  qué  pagos? 
De  junto  la  Chacarita.  ¿Y  vos? 
Nací  en  Tucumán,  en  una  refi- 
nería de  azúcar. 

—  ¿Y  el  apelativo? 

—  Me  llaman  Ro. . .  osario. 

—  ¡Qué  fúnebre! 

Y  l«i!aron:  bailaron  muy  bisn. 
meior  que  nadie,  e.i  silencio,  grave- 
mente, como  si  tuviesen  músculos 
elásticos  y  firmes.  El  esqueletito  co- 
nocía a  la  perfección  todas  las  figuras 
complicadas  del  tango,  y  Vidal  era 
un  maestro.  Aa.  que  ambos  bailaban 
maquinalmente  pudiendo  mirarse  y 
mirar  e.i  derredor  sin  perder  detalle. 
Pedro  reparó  en  que  su  compañera 
tenía  pintados  de  rosa  los  pómulos  y 
un  lunar  sobre  la  mandíbula  inferior: 
la  coquetería  es  más  fuerte  que 
la  muerte.  Después  púsose  a  oir 
la  música,  un  tango  hecho  con 
aires  de  todos  los  tangos,  con 
melodías  conocidas,  un  tango 
donde  cada  nota  era  un  espec- 
tro. En  el  borde  del  caldero-tri- 
buna veíase  el  nombre  de  la 
composición:  «Tango  macabro». 
Entonces  conoció  a  los  músicos. 
Era  la  orquesta  típica  Mandin- 
ga, dirigida  por  el  Enemigo  en 
persona,  la  orquesta  donde  fi- 
guraban además  Mefistófeles, 
Belcebú  y  Luzbel. 

—  ¿Quién  sos?  —  preguntó 
Vidal  a  su  pareja,  rompiendo  el 
silencio. 

—  No  me  conoces  —  dijo  el 
esqueleto  dando  una  carcajada 
lúgubre. 

—  No. 

—  Eso:  nunca  me  conociste. 
Fui  para  vos  un  juguete,  una 
muiteca.  Me  engañaste  tan  bien 
que  no  pude  odiarte.  La  muerte 
llegó  antes  que  el  aborrecimien- 
to. Soy  Rosalía. 

Instantáneamente,  el  esque- 
letito se  convirtió  en  un  recuer- 
do vivo,  es  decir,  hizose  carne, 
porque  no  hay  recuerdo  sin  for- 
ma. Y  entre  los  brazos  de  Vidal 
floreció  una  mujer,  Rosalía, 
Rosa.  Los  mismos  ojos,  los  mis- 
mos rizos,  aquella  garganta  re- 
donda y  robusta,  aquel  perfu- 
me olvidado.  Pero  la  mirada 
heria  en  las  pupilas  como  el  do- 
ble puñal  de  unas  tijeras,  los 
rizos  convirtiéronse  en  sierpes 
y  en  la  garganta  se  dibujaron 
todos  los  músculos  y  las  arte- 
rias del  odio.  El  suave  abrazo 
del  baile  se  convirtió  en  un  rí- 
gido abrazo  de  muerte.  Las  cos- 
tillas de  Pedro  crujían,  aplas- 
tándose, ahogando  el  corazón 
que  había  resucitado  para  mo- 
rir como  un  pajarillo  dentro  de 
una  jaula  aplastada. 


Despertóse  atontado  por  el 
alcohol  y  la  pesadilla.  Todo  des- 
pertar equivale  a  una  resurrec- 
ción. 

Pedro  Vidal  es  el  tango  en 
persona,  el  tango  en  figura  hu- 
mana, la  estatua  danzante  del 


tango.  Pocas  veces  se  habrán  emplea- 
do mejores  materiales  en  una  obra 
tan  mediocre.  Pedro  Vidal  tiene  un 
rostro  enérgico  de  noble  y  puro  per- 
fil, y  una  planta  de  atleta.  Su  espí- 
ritu fué  creado  para  dominar  un  arte 
y  ser  esclavo  de  una  vocación.  Esa 
hipnótica  simpatía  que  se  traduce  en 
amores  femeniles,  cariños  amistosos 
y  admiraciones  públicas,  fluye  de  su 
alma.  Es  bueno,  bondadoso  y  alegre 
a  pesar  del  vicio,  a  pesar  de  los  con- 
tagios, a  pesar  del  tango. 

Sus  padres,  después  de  aumentar 
una  fortuna  heredada,  vinieron  a  la 
metrópoli  donde  se  distinguen  entre 
la  sociedad  rica.  Don  Pedro  peca 
más  de  aristócrata  que  de  demócrata; 
la  plebe  le  inspira  lástima  y  piedad 
por  sus  males  y  sus  enfermedades, 
que  él  trata  de  curar  mediante  una 
caridad  aséptica.  Honradote,  dulce- 
mente egoísta  y  de  mediana  inteli- 
gencia, es  doctor  y  señor  al  mismo 
tiempo,  cosa  bastante  difícil. 

Doña  Estaurófila,  devota  sin  hipo- 
cresía, tampoco  se  distingue  por  su 
cariño  a  las  costumbres  plebeyas. 
Si  con  algunas  muchedumbres  tran- 
sige, es  con  la  de  tierra  adentro,  con 
las  muchedumbres  puebleras,  que 
bailan  el  pericón  nacional  y  convier- 
ten el  tango  en  una  danza  honestí- 
sima. 

Ambos,  pues,  ningún  mal  ejemplo 
dieron  a  su  hijo,  al  hijo  querido, 
único,  esperado  y  mimado.  Por  el 
contrario,  las  aficiones  de  Pedrito 
son  el  tormento  de  los  días  presentes, 
el  desengaño,  su  vergüenza  piadosa. 
¿Qué    misterio    psicológico    encierra 


esta  torcida  predilección  del  here- 
dero? 

Pedro  Vidal  es  una  clase  en  perso- 
na, la  estatua  viviente  de  una  clase. 
En  estos  grandes  rios  crecidos,  la  es- 
puma, el  fango,  los  desechos  y  los 
microbios  bajan  revueltos  entre  sí  y 
con  el  agua.  Nadie  sabe  distinguir  el 
lodo  que  mancha  del  lodo  fertiliza- 
dor,  la  espuma  limpia;  nadie  podrá 
separarlos  sino  el  filtro  casero.  En 
el  caso  de  Pedrito  ni  el  filtro  sirvió. 

Somos  pueblo;  de  él  venimos,  en 
él  caemos  muchas  veces  y  quizás  a  él 
vayamos.  El  agua  de  las  inundacio- 
nes, la  lava  de  los  volcanes,  las  cris- 
paciones  de  los  terremotos  y  las  gue- 
rras nos  transforman  en  pueblo.  Y  en 
medio  de  la  calma,  la  plebe  atrae  uno 
a  uno  a  sus  desertores.  Así.  desde  la 
manolesca  duquesa  de  Alba  -  el 
ejemplo  se  impone  porque  está  en 
boga  —  hasta  Pedrito,  hay  numero- 
sos seres  que  practican  una  demo- 
cracia picaresca  y  maleante. 


El  tango  agoniza.  Ya  no  es  aquel 
baile  mulato  que  llevaba  en  sus  giros 
la  ingenua  y  graciosa  inspiración  del 
arte  africano.  Después  de  revolver 
los  bajos  fondos,  subió  a  la  superfi- 
cie, a  las  cumbres  sociales  y  pasó  el 
par.  Fué  un  momento  de  imperia- 
lismo «parvenú»,  un  triunfo  inaudito; 
duró  lo  que  duran  los  imperios.  Fué 
una  revolución  canallesca  y  mansa, 
un  Terror  cosquilloso. 

Ahora  se  ha  hecho  sabio,  busca  y 
rebusca  originalidades,  apela  a  todos 
los  medios  para  vivir,  agoniza. 


fotografías 

DE 

VARGAS 

MACHUCA. 


Pedro  Vidal,  el  com- 
positor, el  ejecutante, 
el  bailarín,  es  uno  de 
los  médicos  de  cabece- 
ra. Cree  todavía  en  que 
el  rítmico  conductor  de 
multitudes  sanará. 


Aquella  misma  tarde  Pedro  comu- 
nicó a  sus  camaradas  que  ya  tenía 
completa  la  idea  perseguida. 

Los  tres  compañeros  de  Vidal  tam- 
bién formaban  parte  de  la  guardia 
vieja  del  tango.  Entre  los  cuatro  se 
habían  constituido  en  orquesta  típi- 
ca, una  orquesta  que  sólo  tocaba  en 
el  interior  de  un  departamento  ba- 
rato. Allí,  la  inspiración  de  Pedro 
era  puesta  en  solfa,  bajo  la  mirada 
pericial  de  Rosalía,  la  esqueletito  de 
la  pesadilla. 

-  -  Ya  está  la  obra;  una  revista  en 
un  acto  y  tres  cuadros.  La  escena 
principal  se  me  ocurrió  anoche  dor- 
mido. Luego  he  proyectado  las  dos 
otras. 

-  Vamos  a  ver  -  -  dijo  el  del  ban- 
doleón. 

-  Bueno;  primer  cuadro.  Esta  jo- 
ven y  yo  aparecemos  en  escena,  es 
decir,  aparecen  los  dos  cómicos  en- 
cargados de  representarnos.  Rosa 
es  la  mejor  bailarina  de  tango;  tiene 
fama  mundial,  todos  la  admiran. 
Pedro  es  un  músico  pobre  que  ha 
escrito  unos  tangos,  los  mejores  de 
todos  y  los  ha  compuesto  para 
enamorar  a  Rosa.  En  esos  tan- 
gos andan  mezclados  muchos  esti- 
los criollos  sin  que  nadie  pueda  de- 
cir que  los  robé.  Durante  toda 
la  escena  esas  melodías,  que 
forman  una  especie,  sirven  de 
romanza,  de  dúo  amoroso,  de 
terceto,  etc.,  terminando  en  un 
baile  general.  Se  llama;  «El  po- 
der del  tango»,  o  cosa  parecida; 
ya  veremos. 

El  segundo  cuadro  es  mi  sue- 
ño de  anoche.  La  escena  queda 
a  oscuras.  Junto  al  proscenio 
aparece  una  orquesta  típica  ves- 
tida de  diablos.  Cuando  empie- 
zan a  tocar  salen  bailando  poco 
a  poco  parejas  de  esqueletos. 
Sonido  de  huesos.  A  intervalos, 
una  luz  hace  visibles  las  cabe- 
zas. Se  oye  el  canto  de  todos  los 
bailarines.  Luego,  yo  encuentro 
una  pareja  y  me  pongo  a  bailar. 
Hablando,  hablando,  resulta 
que  la  muchacha  es  Rosa.  Me  da 
bromas  lúgubres;  dice  que  está 
muerta  y  celosa,  y,  por  fin,  me 
abraza  muy  fuerte.  Yo  pido 
perdón  y  me  ahogo.  Ya  le  da- 
remos carácter  a  esta  escenita 
que  ha  de  ser  breve.  Puede  lla- 
marse «Tango  macabro»,  «La 
agonía  del  tango»,  etc. 

Tercer  cuadro;  Nadie  ha 
muerto.  Sin  embargo.  Rosita 
llevaba  parte  de  razón  porque 
yo  estuve  a  punto  de  olvidarla 
por  otra.  Esa  otra  entra  en  es- 
cena y  vuelve  a  soltarme  la  de- 
claración número  treinta  y  seis. 
Sale  a  su  vez  Rosita  y  tiene  un 
dúo  de  celos  con  la  tal.  Después 
yo,  que  estoy  enamorado  terri- 
blemente, así  se  lo  juro  sin  re- 
sultado positivo.  Un  tipo,  que 
está  loco  por  la  otra,  viene  insti- 
gado por  ella  y  cuando  levanta 
la  daga  para  matarme,  Rosita 
se  interpone  y  resulta  herida 
levemente.  Final  de  amores. 
Ahora  bien;  en  toda  la  obra 
no  habría  una  palabra  habla- 
da; pura  música.  ¿Eso  no  es 
una  trilogía? 

—  Me  gusta  —  diagnosticó  el 
del  bandoleón. 

—  ¿Cómo  se  llamará  eso?  — 
inquirió  el  guitarrista. 

—  No  lo  vas  a  escribir  nunca 

—  aseguró  el  de  la  viola. 
— ¿Es  verdad  que  me  querés? 

—  dijo  Rosita  a  Pedro  mirán- 
dole tiernamente. 


'-^  — 


(-^^^t^-x^<^t^r-6 


En  un  villorrio  cercano  hay  una  quinta  recostada  sobre 
ia  vía  férrea  que  tiene  una  estación  muy  burguesa  a  pocos 
metros  de  distancia.  Se  vive  en  ella  oyendo  los  alaridos  de 
las  locomotoras  cada  tres  minutos,  complicados  con  la  fatiga 
resoplante  de  los  monstruos  en  fuga,  dulces  notas  que  pres- 
tan a  las  estaciones  ferroviarias  su  melancolía  habitual. 
Además,  el  vapor  que  producen  los  monstruos  se  infiltra 
entre  las  copas  de  la  arboleda,  asociando  la  memoria  de 
Stephenson  a  la  exquisita  trabazón  de  las  ramas  y  los  gajos 
del  jardín. 
f  Es  la  quinta  de  Soto  Acebal,  pintor  de  acuarelas  en  las 

/  que  pone  los  caracteres  de  la  raza  que  asoma  a  su  cara;  que 

I  tiene  una  calle  al   frente,  otra  al  fondo,  otra  al  costado, 

I  municipaimente  adoquinadas,  con  casas  plebeyas  recubier- 

I  tas  de  letreros  que  pregonan  drogas  para  la  ganadería  o 

recomiendan  candidaturas  para  diputaciones  provinciales. 
Por  la  calzada  pasan  incesantemente  vehículos  sonoros,  y 
por  las  aceras  viandantes  de  todo  linaje  que  acuden  al 
pic-nic  mensual  del  Orfeón  en  el  hotel  legendario,  cuyo 
nombre  aviva  en  las  almas  baratas  la  nostalgia  de  preca- 
rias dichas. 

E!  villorrio  cercano  donde  la  quinta  yace,  tiene  todo  lo 
indispensable  para  endulzar  la  vida  de  los  bienaventurados 
que  aspiran  al  reino  de  los  cielos,  sin  que  les  falte  el  color 
vivaz  difundido  en  una  atmósfera  trivial,  el  aroma  de  las 
flores  que  recuerdan  pretenciosamente  al  opopónax  y  al 
trébol  encarnado,  y  el  bullicioso  sosiego  de  los  pueblecillos 
ingenuos  que  se  endomingan  isócronamente  cada  siete  días. 
La  quinta  del  acuarelista  es,  no  obstante,  silenciosa  y 
austera.  No  tiene  leyendas  escritas  con  matas  de  violetas 
en  los  bordes  de  las  canteras,  ni  estatuas  de  los  dioses  po- 


pulares en  las  obras  propicias,  ni  bancos  pintados  al  laque 
sobre  la  espesura  del  follaje. 

El  jardinero  no  es  hombre  de  ideas  propias;  si  lo  fuese, 
el  pintor  habría  emigrado  ya  de  su  dominio. 

Sola,  discretamente  sola,  como  una  esmeralda  sombría 
en  un  dudoso  aderezo,  la  residencia  del  artista  no  se  vincula 
al  marco  que  la  recuadra,  ni  al  sentimiento  perennemente 
veraniego  de  los  vecinos.  Sus  árboles  serios,  como  viejos  que 
son,  mantienen  la  indiferencia  vanidosa  y  romántica  de  sus 
abolengos.  De  buena  cepa,  bien  educados,  han  retenido  su 
blasón  a  medida  que  han  ido  creciendo.  Con  la  altivez  de 
una  imperecedera  lozanía,  que  es  en  ellos  supremacía,  viven, 
hoy  como  ayer,  la  tranquila  vida  de  lo  definido,  de  lo  armó- 
nicamente combinado,  de  lo  que  existe  en  afectuosa  herman- 
dad con  el  buen  vivir  y  el  buen  soñar. 

Hay  exóticos  pinos  que  bajan  sus  ramas  hasta  la  tierra, 
como  brazos  cansados;  encinas  de  antojadizos  arabescos, 
eucaliptus.  plátanos,  y  muchas,  muchas  flores  extrañamente 
dibujadas,  bizarramente  luminosas,  ilógicamente  dispuestas. 
Entre  todo,  luces,  sombras,  misterios.  Caminos  sin  preme- 
ditación de  mirajes,  en  los  que  la  línea  va  a  perderse  por  su 
cuenta  a  su  impreciso  destino.  Y  si  aquí  cae  un  lampo  de 
luz,  que  detona  con  inesperada  vibración,  se  esconde  abajo 
la  sombra  que  lo  justifica;  detrás,  una  media  tinta  oportuna 
lo  destaca  todo  íntegro;  y  entre  los  troncos  y  las  hojas  que 
tejen  los  fondos  del  inconstante  cuadro  habitual,  manchas 
de  cielo  que  modulan  el  acorde,  instante  por  instante,  con 
las  franjas  de  la  tarde,  o  con  la  irradiación  meridiana  o  con 
la  opacidad  del  nublado. 

Como  es  de  imaginarse,  el  pintor  siente  que  en  medio  de 
aquella  expansión  de  naturales  encantos,  que  es  regalo  para 


■V>LS^^y^& 


su  paleta,  fuerza  es  identificarse  con  el  sol  y  la  infinita 
«•cala  de  sus  sorpresas. 

Así.  el  espíritu  se  aisla  como  el  enamorado  en  la  hora 
del  tributo  galante,  y  olvida  lo  prosaico  de  la  calle,  que  es 
sendero  de  Id's:  r.o  oye  el  silbato  estridente,  ni  lo  asfixia 
el  vapor  qi:-  .•;  calderas  de  hierro  y  convierte  su 

arboleda  er.  boscaje,  y  cambia  de  día  y  de  siglo 

pora  evocar  lo  qLe  quiere  su  fantasía,  más  que  lo  que  sus 
o)<>s  ven:  y  hoy  sombrío,  maflana  claro,  su  ensueño  de  artis- 
ta le  define  en  el  vago  cuarto  de  hora  en  que  una  flor  es 
sólo  la  tinta  que  expresa  una  emoción,  una  nube  la  forma 
que  decora  una  id^a  y  un  horizonte  la  línea  que  termina 
un  romarK:r  .  por  irrecusables  mandatos  del  ca- 

pricho de  %  la  luz  de  la  quinta  del  pueblecillo 

ingenuo  y  ^c,   .... ,. 

De  este  modo  un  poco  infantil  y  otro  poco  vehemente, 
como  \rr^r^v:i:^r'i-j  dfa  r.^r  día  ^ir^^  gloria  para  su  uso  per- 
sonal. ■'  encuentra  que  las  ilu- 
sione; auroras  —  se  han  ves- 
tido dr  acucr jv  '-':n  ^i  ari,,ir.ir'.'    '.^rsij^nio  de  un  ideal  suyo. 

En  esta  singular  abstracción,  mientras  los  que  aspiran 
al  celeste  reino  van  a  merendar  al  hotel  de  las  dichas  pre- 
carias, él  sigue  mirando  por  entre  los  troncos  del  jardín  para 
peiqiusar  la  silueta  furttvi  d«  una  dama  que,  en  llegando 


al  punto  de  la 
complementa  el   c 

Para  el  pintor  í,^.  ....  . .. . 

también  un  oficio,  y  que  lo-. 
determinado,  una  fronda  - 
todo  el  secreto  de  una 
esto  cuando  un  previo  : 


:<;  la  rosa  granate  que 

-or  „„„  1-5  pintura  es 

;n  porvenir 

■-.  encierran 

I  i.  iHay  algo  más  que 

cce  y  hostiga?  Sólo  en 


el  secreto  esti  el  arte;  ei  r-=,,  .  ■:^  -ancamenle  pintura. 

Jorge  Soto  pinta  por  satisfacer  el  apremio  de  ser  feliz. 
Sin  embargo,  conociéndole  bien   pudiera  sospecharse  que 


su  paleta  no  fuera  el  indispensable  talismán.  Si  no  tuviese 
colores,  pintaría  en  verso  y  leeríamos  el  poema  de  su  quinta, 
la  égloga  o  la  pastoral,  el  soneto  de  las  araucarias  o  el  ma- 
drigal de  las  violetas.  ¿No  habrá  consultado  una  vez  al 
amigo  ese  que  subsiste  dentro  de  cada  sujeto  para  responder 
a  ciertos  íntimos  interrogatorios?  ¿Y  el  amigo  no  lo  habrá 
inducido  hacia  las  sugerentes  virtudes  del  color?  ¿No  habrán 
dialogado  en  un  mediodía  blanco  de  plata  o  en  una  tarde 
violácea  con  estrias  amarillentas  sobre  el  borde  del  cielo? 

No  pudiera  dudarlo.  Por  sentirse  mejor,  pinta  luminosas 
y  poéticas  acuarelas,  como  por  cantar  ante  los  geranios  de 
una  reja  tentadora  se  haría  trovador  un  caminante  senti- 
mental. 

Dije  que  lo  que  Soto  pinta  acusa  lo  que  la  raza  marca 
en  su  cara,  y  la  verdad  es  que  si  hay  lozanía  en  sus  cuadros 
y  puede  hacerlos  vibrar  en  una  gama  audaz,  es  porque  sólo 
los  siente  bajo  el  impulso  de  lo  que  en  él  es  jovialmente 
distintivo:  su  audacia,  su  lozanía,  fuerzas  del  temperamento 
tan  dominantes  que  fuera  improbable  esperarlas  contenidas. 
Tal  vez  por  eso  mismo  su  mano  prefiera  la  acuarela,  que  es 
vertiginosa:  que  rinde  en  breves  momentos  el  vaivén  de  la 
ocasión  feliz.  Porque  para  lo  que  él  forja  bajo  un  cielo  azul, 
menester  es  condensar  el  esfuerzo  en  los  límites  indefinidos 
de  la  evocación  fugaz,  dando  luz  y  forma  a  la  escena  imagi- 
naria que  flota  sobre  lo  real  en  el  efímero  transcurso  de  la 
musa.  Y  la  escena  pictórica,  la  perdurable,  la  eterna,  vive 
interiormente,  como  la  belleza,  como  el  arte  que  la  consagra, 
como  el  episodio  sRnr;ifivo  que  anima  su  realización.  El  cua- 


dro... el  cuadro  muere  en  cualquier  pirte:  en  el  bosque' 
en  el  arroyo,  en  la  antesala  del  dentista,  en  el  café  de  la 
Avenida,  en  el  museo  de  Baltimore. 

Lo  que  hay  en  Soto,  como  sangre  y  como  sensibilidad, 
es  lo  que  hay  en  su  obra,  por  lo  que  el  experto  podrá  amo- 
nestarle con  el  índice  enhiesto,  diciéndole  que  con  aquello 
del  temperamento  de  que  tanto  se  habla,  vinculase  la  re- 
flexiva meditación  del  que  lucha  para  cimentar  su  dominio 
individual,  que  no  es  en  definitiva  sino  la  brega  empeñosa 
por  prestar  a  la  inquietud  de  la  idea,  la  forma  pasiva  de  lo 
eterno.  Y  quizás  tenga  razón  el  hombre  que  levanta  el  ín- 
dice, si  lo  hace  como  los  abuelos  cuando  riñen  suavemente 
a  los  nietos.  Quizás  tenga  razón  al  rebelarse  contra  ese  arte 
demasiado  fresco  y  altivo,  arrogante  en  fuerza  de  juventud, 
pregonando  la  omnipotencia  tardía  pero  segura  de  quien 
somete  el  ímpetu  de  la  garra  al  ceñido  guante  que  acaba 
por  conferir  a  la  mano  la  ductilidad  aristócrata  de  los  ex- 
tremados. 

No  que  piense  yo  que  lo  impetuoso,  lo  espontáneo  y  hasta 
lo  garrafal  no  sean  valores  descontables  en  el  mercado  del 
arte,  pues  que  bien  sé  que  acusa  todo  ello  modalidades  que 
admiro  como  fuerzas  instintivas  y  sanas.  Mas  no  podría 
olvidarse  que  toda  fuerza  ha  menester  del  sometimiento 
para  que  su  virtud  se  encauce  y  que  en  arte  tal  sometimien- 
to ha  de  ser  sin  tregua  y  sin  fin. 

Cada  artista  es  una  progresión  incesante;  cada  estado 
emocional  implica  una  prístina  fórmula  expresiva:  cada  rin- 
cón de  naturaleza  tiene  un  sutil  misterio  que  desentrañar, 
una  esencia  que  cambia  con  la  hora  y  con  el  sentimiento, 
como  cambian  las  tonalidades  de  la  quinta,  a  medida  que 
va  el  cielo  disponiendo  la  esencia  del  momento,  el  matiz 
del  sitio  indeciso,  el  aire  de  la  glorieta  o  la  penumbra  del 
sendero  que  se  incurva  hacia  la  fronda. 

Enrique  Prins. 


-PI^LJTV^-S 


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avcmc?    ^ 


«PUENTE  CON   LLUVIA»,    ORIGINAL    OBRA    DE    HOKUSAl,    EL    MÁS 
CÉLEBRE     DE     LOS     PAISAJISTAS      JAPONESES.      1760     A      1849. 


Con  una  importante  serie  de  gra- 
bados antiguos,  estaña  paciones  en  co- 
lor, libros  mimados,  apuntes  y  ka- 
kemonos  originales  pintados  sobre 
seda,  el  señor  A.  Sarcoli,  profesor 
del  Conservatorio  Musical  de  Tokio, 


ha  inaugurada  recientemente  en  Buenos  Aires 
una  interesante  exposición  de  arte  japonés, 
estando  representados  en  ella  los  artistas  que 
más  significación  alcanzaron  duranie  los  cua- 
tro grandes  períodos  de  la  pintura  japonesa. 
Aunque  en  la  exposición  hay  algunas  be- 
llas reproducciones  de  la  época  primitiva, 
donde  las  deidades  y  símbolos  religiosos  pre- 
sentan un  marcado  sello  ritual,  con  tendencias 
a  la  inmovilidad  hierática  de  los  pintores  ceno- 
bitas, lo  verdaderamente  notable  del  conjunto 
es  la  colección  de  grabados  y  estampas  en 
color,  correspondientes  a  los  períodos  sucesi- 
vos, que  es  cuando  el  arte  japonés  llega  a  su 


más  alto  grado  de  perfeccionamiento,  tanto 
en  el  dibujo  sintético  como  en  la  técnica  y 
variedad  de  los  matices. 

Entre  los  precursores  y  fundadores  de  la 
escuela  imperial,  destácanse  las  estampas  de 
Daishi,  inventor  de  los  caracteres  silábicos  y 
el  más  antiguo  de  los  pintores  satíricos  del 
Japón.  Luego  vienen  las  obras  de  Gaki,  de 
Toba  Sojo,  de  Densu  y  del  inimitable  Kanao- 
ka,  que  debe  principalmente  su  fama  al  re- 
trato del  príncipe  Assa,  existente  en  e!  pala- 
cio de  Ninwanji.  cerca  de  Tokio. 

A  continuación  figuran  los  artistas  que  in- 
fluenciaron el   arte    europeo    durante  el  siglo 


xviii,  cuyas  obras  originales  se  con- 
servan en  los  museos  orientales  de 
Florencia,  de  París  y  de  Londres. 
Flores  miniadas,  policromadas  como 
gemas,  crisantemos  de  un  amarillo 
tornasol,  lotos  que  se  abren  sobre 
la  superficie  muerta  de  los  lagos, 
verdes  y  transparentes,  y  guindas 
florecidas  de  púrpura,  con  pétalos 
y  hojas  de  oro. 

Pasando  por  alto  los  dibujos  de 
Okyo  y  Jakuchú,  cuya  serie  de  pája- 
ros multicolores  son  una  maravilla 
de  estilización  y  elegancia,  fijamos 
momentáneamente  la  atención  en  los 
pintores  de  figuras,  tales  como  Sha- 
raku,  Utamaro  y  Suruk  Harunobu, 
que  realizaron  en  su  tiempo  la  labor 
más  completa  que  se  conoce,  en  todo 
cuanto  se  refiere  a  retratos  y  cos- 
tumbres niponas. 

Y,  por  último,  anotaremos  los  be- 
llos paisajes  de  Hiroshige  y  Hokusai, 
impregnados  de  rara  emoción  deco- 
rativa. Ríos  grises  sin  horizonte  y  sin 
orilla;  cielos  altos,  azules,  mancha- 
dos a  lo  lejos  por  nubes  inmóviles,  de 
suave  transparencia  rosada;  panora- 
mas minúsculos  con  casitas  y  pago- 
das de  plata;  puentes  negros  que  se 
inclinan  sobre  un  agua  sin  fondo  y 
sin  color;  tierras  de  blancura  neva- 
da; montañas  de  basalto;  pájaros  ro- 
jos que  cruzan  raudos  como  flechas; 
mares  turbulentos  de  ondas  azules 
y  maravilloso  oleaje,  entre  cuyas 
blancas  espumas,  surge  una  visión  de 
barcas  rotas  y  amarillos  esqueletos 
danzantes,  y  esas  escenas  populares 
nocturnas  alumbradas  por  farolillos 
multicolores  y  por  la  gracia  y  la  finu- 
ra de  una  observación  sagaz,  exacta, 
rebosante  de  picardía  y  de  cariño  a 
las  costumbres  tradicionales. 

Víctor  Andrés. 


ESCENA    DE    COSTUMBRES    NIPONAS,    POR    EL    PINTOR    HIROSHIGE, 
LLAMADO    EL    DE    LOS    CIEN    VOLCANES.     1796    A    1858 


—V:>I-:^>.yrs 


El  De  J'cuBI\J^v4IENTo 


«/( 


^^^ 


Confieso  con  toda  la  dulce  mansedumbre  de  mi 
carácter  de  buey  envejecido,  que  soy  un  perfecto 
chambón  a  todo  juego  —  desde  el  ta-te-tí  hasta  el 
poker  —  incluso  las  carambolas,  las  carreras  y  la 
lotería.  El  doctor  Manuel  Gorostiaga,  que  era  un 
buen  amigo  mío.  me  acompañaba  una  noche  de 
invierno,  fria  y  lluviosa,  en  una  interesante  par- 
tida de  billar,  que  habitualmente  me  ganaba,  hace 
veinte  años,  en  el  «Club  Social  del  Rosario»,  a 
pesar  de  la  enorme  ventaja  que  me  concedía.  El 
juego  se  hacia  de  esta  manera:  —  Don  Manuel 
apuntaba  a  la  bola  con  el  taco,  hacía  puntería  y 
media  el  efecto,  y  cuando  iba  a  dar  el  golpe,  vol- 
vía la  cabeza.  Erraba  pocas  veces.  Yo  jugaba  de- 
rechamente, ponía  mis  cinco  sentidos,  y.  efectiva- 
mente, cuando  no  daba  pifia  se  me  iba  la  caram- 
bola por  la  corbata.   . 

Estábamos  aquella  noche  finalizando  la  habitual 
partida,  cuando  se  acercó  a  la  mesa  de  billar  el 
doctor  Gabriel  Carrasco,  que  era  por  aquel  enton- 
ces Ministro  de  Hacienda  de  Santa  F6,  y  que  ha- 
bía sido  Intendente  Municipal  del  Rosario,  abo- 
gado, historiador,  estadígrafo,  etc. 

—  Don  Pablo,  t—  me  dijo.  —  cuando  usted  con- 
cluya, tengo  que  hablar  una  palabra  con    usted. 

Don  Manuel,  visto  el  pedido  de  mi  interlocu- 
tor, apresuró  la  partida,  que  ganó  en  pocos  taca- 
zos más  y  con  el  último  sorbo  de  café,  bebido  de 
pie.  me  puse  a  las  -órdenes  del  ministro.  Este  me 
llevó  a  un  saloncito  reservado  del  club,  nos  sen- 
tamos en  mullidos  sillones,  a  la  luz  de  la  lumbre. 
y,  como  quien  va  a  revelar  un  secreto  profundo, 
«1  ministro  me  dijo  en  voz  queda: 

—  ¿Conoce  usted  la  historia  del  descubi  ¡miento 
de  América? . . . 

Al  principio  no  supe  qué  contestar.  Me  quedé 
perplejo.  La  pregunta  era  curiosa.  Por  ver  a  donde 
iba  a  parar,  le  dije: 

—  Tal  vez. . .  un  poco. . .  no  estoy  bien  seguro... 

—  Pues  ha  de  saber  usted  que  Cristóbal  Colón.. . 

—  ¿Cristóbal  Colón?...  ¡Ah!.  sí...  ¿el  genovés?... 

—  Cristóbal  Colón,  después  de  haber  ofrecido  a 
todas  las  naciones  regalarles  un  mundo  nuevo  — 
apoyado  en  la  teoría  de  la  redondez  del  orbe  y  del 
equilibrio  de  la  tierra  —  desoído  por  todas  ellas, 
se  fué  a  España  con  su  idea  y  con  sus  planos,  a 
ver  si  esa  nación,  más  justiciera  que  las  otras. 
prestaba  atención  a  su  proyecto  y  aceptaba  el 
regalo  del  nuevo  mundo. . .  Visionario,  peregrino, 
genio,  llegó  un  día  a  pie  al  convento  de  la  Rábida. 
donde  expuso  su  pensamiento  a  los  frailes,  quie- 
nes lo  tomaron  por  loco, 
excepto  el  padre  Marchena, 
confesor  de  la  reina.  Este 
fraile  convenció  a  la  sobe- 
rana que  Cristóbal  Colón 
no  era  loco.  La  reina  en- 
tregó sus  alhajas  para  ar- 
mar tres  carabelas,  la  «Ni- 
ña». «La  Pinta»  y  «La  San- 
ta María»  y  Colón  empren- 
dió el  descubrimiento  de 
América  sal  iendo  del  Puerto 
de  Palos  de  Moguer. . . 


—  Con  que  de  Moguer.  ¿eh?. . .  |qué  bonito! . . . 

Asi  siguió  el  Ministro  de  Hacienda,  durante  una 
hora,  contándome,  detalle  por  detalle,  la  historia 
del  descubrimiento  del  Nuevo  Mundo.  Habló  de 


la  isla  de  Guanahani.  de  los  Pinzón,  de  Magallanes. 
del  segundo  viaje  de  Colón,  de  su  vuelta  a  la  Corte, 
de  su  encarcelamiento  y  su  muerte,  de  la  conquis- 
ta, de  sus  capitanes,  amontonando  los  hechos,  las 
circunstancias,  los  motivos,  las  consecuencias,  el 
desarrollo  •  completo  del  colosal  acontecimiento: 
puntualizando,  definiendo,    marcando,    recordan- 


do fechas,  documentos  y  todo  esto  dicho  precipi- 
tadamente como  un  chorro  continuo,  como  una 
válvula  abierta,  como  un  motor  incansable,  como 
una  sierra  sin  fin.  como  una  catarata,  sin  que  me 
permitiera,  siquiera  una  vez,  intercalar  un  simple 
monosílabo  en  su  verba  terrible  y  avasalladora. 

—  Usted  sabrá,  me  dijo  en  cierto  momento,  que 
la  primera  fundación  de  la  ciudad  de  Santa  Fe  la 
hizo  Sebastián  Gaboto  en  el  puerto  de  Sancti 
Spiritus. 

—  Ignoraba. . .  —  contesté  lo  más  candidamen- 
te posible. 


—  ¿Lo  ignoraba  usted?. .  .  Me  alegro'que  usted 
lo  ignorase...  Pues  bien,  si:  Sebastián  Gaboto 
fundó  en  Sancti  Spiritus  la  ciudad,  y  más  tarde, 
la  fundó  de  nuevo  en  el  lugar  donde  ahora  se  en- 
cuentra, al  borde  del  río  Santa  Fe,  lindando  con 
la  laguna  de  Guadalupe  y  sobre  el  puerto  de  Co- 
lastiné. 

—  Que  sea  por  muchos  años.  .  . 

—  Pero  bien,  continuó,  en  mi  calidad  de  Mi- 
nistro de  Hacienda  he  pensado  que  seria  patrió- 
tico levantar  un  monumento  a  la  memoria  de 
Sebastián  Gaboto. 

—  No  me  opongo.  . . 

—  Pero  creo. — agregó — que  el  monumento  debe 
levantarse  en  el  mismo  lugar  donde  estaba  el  fuer- 
te, es  decir,  en  la  primera  fundación  de  Santa  Fe. 

—  No  me  opongo.  .  . 

—  Pero  también,  se  me  ha  ocurrido  que  la  ma- 
nera mejor  de  glorificar  a  Sebastián  Gaboto.  es  la 
siguiente:  —  expropiar  toda  la  tierra  donde  estuvo 
la  primera  ciudad,  hacer  en  ella  una  gran  escuela 
normal  agrícola  santafesina  y  colocar  en  el  centro 
el  monumento  que  he  pensado  debe  hacerse  a 
Gaboto. 

—  No  me  opongo. .  .  pero  no  veo  que  yo  tenga 
nada  que  ver  con  su  proyecto. .  . 

—  |Cómo  no.  mi  amigo,  cómo  no! . . .  Usted  es 
director  del  diario  El  Orden,  que  es  amigo  del  go- 
bierno. Su  diario  es  muy  apreciado  y  muy  res- 
petado . .  . 

—  Gracias . . . 

—  Entonces,  le  pido  a  usted,  que  haga  en  su 
diario  toda  una  campaña  en  pro  de  mi  pensamien- 
to, pero  una  campaña  seria,  científica,  histórica, 
de  manera  que  convenza  no  sólo  al  pueblo,  sino  a 
la  legislatura,  que  debe  votar  la  escuela,  la  expro- 
piación y  el  monumento... 

—  Me  opongo. .  .  Me  opongo  terminantemente, 
terriblemente. . . 

—  ¿Por  qué  se  opone?. . .  ¿No  es  usted  amigo 
del  gobierno?.  . .  ¿No  le  parece  buena  la  idea?. . . 
¿No  cree  que  sea  un  acto  de  verdadera  justicia 
postuma  honrar  a  Gaboto?...  ¿No  piensa  usted 
en  la  gloria  de  Colón  y  de  sus  prosecutores?.  . . 
¿No  se  siente  usted  inflamado  de  veneración  por 
esos  intrépidos  conquistadores,  por  esos  civiliza- 
dores del  Nuevo  Mundo?. .  . 

Lo  pensé  un  minuto.  Después,  apoyando  la  bar- 
ba en  la  palma  de  la  mano,  le  dije  lentamente: 

—  Vea.  mi  querido  ministro;  si  usted  ha  tenido 
necesidad  de  ilustrarme  contándome  la  historia  de 
Cristóbal  Colón,  que  yo  ignoraba  en  absoluto, 
¿cómo  puedo  conocer  la  vida,  las  hazañas  y  los 
méritos  de  Sebastián  Gaboto,  que  por  ser  una  fi- 
gura borrosa  al  lado  del  genio  genovés.  solamente 
los  grandes  investigado- 
res como  usted  pueden 
conocerla? 

El  ministro  se  dio 
cuenta  de  la  puñalada. 
Había  estado  excesivo  en 
su  curso  de  historia.  Por 
eso  no  presentó  nunca  su 
proyecto  de  Escuela  Agrí- 
cola y  de  monumento  a 
Sebastián  Gaboto  en  las 
tierras  del  fuerte  de 
Sancti  Spiritus. . . 


>>X— 


Éíuátárame    tafier    natíbo 
en   el    siglo    hit}    p    itii, 
p    justar   en    campo  abierto 
con   inbómita   altibe^ 

por    mi    23Í0S    p    por    mi    bama 
por   mi    patria    p    por   mi    rep. 

Pien    cubierto    con    telaba, 
con   escubo   p   con   broquel, 
bcácabalgarme    p    bejarlc 
mi    alaMn   al    capiller, 
p    en    la    ermita    bó    se    reja 
penetrar    noble    p    cortés, 
pibiénbole    al    cielo    bríos 
para    ir    al    rebonbel; 
p    entre    rejos    p    promesas 
jurar  que  batallare, 

por    mi    J3Í0S    p    por    mi    bama 
por    mi    patria    p    por   mi    rep. 

&i    se    corre  la    morisma 
con    arrojo    o    sorbibe?, 


p    tace    ri?a    en    los    poblabos 
Sin    bar   treguas    ni   cuartel: 
con    mi    peto    p    espalbar 
para    bien    me    precaber, 
afirmabo    en    mi    alaján 
con    mi    mote    en    el    arne'S 
a    la    lib    lanzarme    brabo, 
ton    arrojo    acometer 

por    mi    ©ios    p    por    mi    bama 
por    mi    patria    p    por    mi    rep. 

^i  a  quien  cifte  áurea  corona 
le    insultara    algún    tac}, 
p    quisiera    abasallarle 
olbíbanbo  que    es   mi    rep, 
a    la    justa    bescenbiera 
ton    toraje    p    altíbe?, 
p    al    follón    besafiara 
p    tenbicrale    a    mis    pies. 


murmuranbo    como    rejo 

entre    fiero    braboncl: 

por    mi    23ÍOS    p    por    mi    bama 
por    mí    patria    p    por    mi    rep. 

^i    a  la    bama   que    es    la    bueña 
be   mi    biba    p    be    mi    ser, 
p  ante  quien    me  rinbo  amante 
tumilbísimo    a    sus    pies, 
infanjón    o    caballero 
Se    atrebiera    a    besplacer, 
con    la    punta    be    mi    lanja 
caballero    en    mi    corcel, 
le  obligara  que  a  Sus  plantas 
se    postrara    mup    cortés, 
que    no    en   balbe    reja   el   mote 
be    mi    cscubo    p    be   mí    arnés: 
por    mi    ©ios    p    por    mi    bama 
por    mí    patria    p    por    mí    rep. 

¡S?    así    fjablara    Si    naciera 
en    el    siglo    biej    p    seis! 


FIGURA  F.CUESTKE  EíN   i'LATA  Y  MARFU,,   ÉPOCA  DEL  RENACIMIENTO   FLOKP:nTINO. 
PROPIEDAD  DEL  DOCTOR  L.   INURRIGARRO. 


-i=>i_;vx-^ 


El  viento  era  propicio,  y  la  galera  obícura 
Con  ¿gil  movimiento  rasfó  la  glauca  hondura. 
Véspero,  en  el  espacio,  como  limpio  diamante 
Fulgía,  y  en  las  olas  su  estela  rutilante 
Desplegaba  una  cinta  de  pálidos  zafiros 
Que,  al  ondular,  temblaban  en  caprichosos  giros. 

Ariana  se  ha  dormido  en  la  fatal  ribera 
De  Naxos...  Es  de  oro  y  luz  su  cabellera; 
Muestra  el  desnudo  torso  con  grácil  desaliño; 
Parece  hecha  de  nácar,  de  rosas  y  de  armiño: 
La  sombra  misma  envuélvela  en  diáfano  esplendor; 
Su  desnudez  es  casta  como  la  de  una  flor. 


iDespierta.  hija  divina  de  Pa.<!ifae.  despierta! 
Sobre  la  mar  sonora  y  en  la  playa  desierta 
Desata  sus  cendales  de  fuego  la  mañana; 
De  la  celeste  cuadriga  flota  la  crin  de  grana 

Y  en  las  más  altas  rocas  ceñidas  por  la  espuma 
Oprimen  nuestros  labios  la  planta  azul  de  bruma... 
¡Despierta,  Ariana,  es  hora! 

A.  Ríl A  NA XlxVCORcPORa.^N.'DO.y'E:-" 

¿Quién  gime,  canta  o  llora? 
¿Del  fondo  de  la  noche,  quién  empuja  la  aurora 
Con  sus  corceles  rápidos  y  ardientes  como  el  día? 
¿Quién  en  mis  sueños  vierte  su  frase  de  harmonía? 
¿Sois,  acaso,  las  Syrtes  fatales  a  Odiseo? 
¿Fantasmas  engañosos  que  forja  mi  deseo? 
¿O  las  brisas  errantes  murmuran  en  mi  oído 
Sus  risas  perfumadas?  ¿Qué  sois,  Afán?...  ¿Olvido?... 

Í.A5XSlRJMA5XEÑVUf:LTAS-t.S'-L.VE.R.JMA-MATXNAl,-  — 

¡Hija  del  Sol!  Te  hablamos  nosotras  tus  hermanas. 
Surgidas  de  la  onda,  venimos  de  lejanas 
Riberas,  donde  cae  la  sombra  como  un  velo 

Y  donde  se  amortaja  de  niebla  gris  el  cielo. . . 
De  allá,  de  la  postrera  Thulé  desconocida, 
Donde  moran  los  Ciclopes  en  horrenda  guarida. 
Venimos  en  el  lomo  de  curvos  hipocampos 

Y  sobre  el  mar  dejamos  regueros  como  lampos 
De  púrpura  y  de  ópalo...  Audaces  los  Tritones 
Persiguennos  con  furia  de  encelados  bridones; 
Pero  su  abrazo  es  bárbaro,  brutal  es  su  caricia: 
Muerde  el  Tritón,  si  besa;  y  estruja  si  acaricia. . . 
Por  eso.  entre  las  rocas  de  Naxos  ignorada 
Plegamos,  como  cisnes,  la  aleta  fatigada... 

CSHESS^SaARí-I  AJNAv  {SSgglcgsSSB 

¿Una  galera  extraña  con  las  velas  sombrías 

No  habéis,  en  vuestra  ruta,  cruzado  herma.nas  mías? 

Una  galera  rauda,  tendida  el  ancha  vela. 

Hendió  las  glaucas  ondas,  dejando  una  alba  estela; 

Los  marineros  iban  cantando  hacia  el  Egeo... 


yN.  Rp I  vA N^A  X    corví  •  dol-qr^^? 

¡Hermanas!...   ¡Es  la  nave  traidora  de  Teseo!... 
Como  la  flecha  artera  me  hirió  su  engaño  impuro, 

Y  en  plena  primavera  voy  al  Hades  obscuro... 

^^^^^^LAc/'    X  (/"I  R.Í1N Aa/°  ^^^^^^ 

¡Oh  frágil  asfódelo  que  el  huracán  deshoja 

Y  el  inefable  llanto  del  crepúsculo  moja! 

ll0110!1010!Eai.^A  Rol  Av  N  A 'OHOÍlOli 

Partí  soñando  un  mundo  de  amor  y  de  belleza, 

Y  circundada  en  flores  mi  juvenil  cabeza 
Flotaban  mis  cabellos  al  soplo  de  la  brisa, 
Del  mar  inmenso  y  calmo  sobre  la  azul  sonrisa. 
El  héroe  (¡oh  falaz  sueño!)  amante  iba  a  mi  lado. 
Con  la  caliente  sangre  del  monstruo  aun  salpicado, 
Volcando  en  mis  oídos  promesas  de  fortuna: 

Y  con  nupciales  velos  nos  envolvió  la  luna... 
Así  se  consumaron  mis  bodas  de  un  instante 
Sobre  el  dormido  piélago,  donde  el  alcyón  errante 
Su  grito  agudo  lanza  sobre  las  crespas  olas. 
¡Y  desperté  de  Naxos  en  las  riberas  solas! 
¡Decidme  qué  infortunio  es  comparable  al  mío! 
¡Soy  débil  flor  tronchada  por  vendaval  bravio! 
¡Soy  como  alondra  herida  al  remontar  el  vuelo 
Sedienta  de  esperanza,  de  luz,  ámbito  y  cielo! 

¡Adiós  nativas  playas!  ¡Adiós  cielos  de  Greta! 
¡Adiós  monte  lejano  bañado  en  luz  violeta! 
¡Adiós  hogar,  ternuras,  sonrisas  de  la  infancia 
Que  abandoné,  perdidos  en  la  brumal  distancia! 
¡Todo  se  hundió  en  las  sombras  o  naufragó  en  la  noche! 


¡Flor  pálida,  que  al  cierzo  hiemal  inclina  el  broche! 
jOh  lamentable  esposa!  ¡Oh  Ariana  infortunada! 

■V  El  1  - 'N  .f^"  -  \     X     ^:orM  •  r  v^' R-^cd  P-^- 

Ni  lágrimas  os  pido,  ni  quejas,  ni  canciones. 
Quiero  las  aceradas  zarpas  de  los  leones, 
Las  cóleras  del  monstruo,  los  afilados  dientes 
De  los  hircanos  tigres,  la  hiél  de  las  serpientes. 
El  trueno  con  que  Bóreas  redobla  sus  timbales, 
Para  olvidar  mis  ansias,  para  vengar  mis  males... 
¡Teseo!  que  mi  sombra  se  junte  en  el  Estigia 
Con  tu  pérfida  sombra!  ¡Los  ábregos  de  Frigia 
Rasguen  o  despedacen  tus  velas  voladoras, 
Y  que  la  triple  Hécate  nuble  su  faz  si  lloras!... 


ex  E 


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trO^^N^      «^         S! 


De  súbito  en  la  playa  retumban  cien  clarines 
Hiriendo,  como  flechas  de  bronce,  los  confines... 
Su  clamoroso  grito  prolongan  las  Bacantes: 
De  címbalos  y  tímpanos  los  ecos  resonantes 
Se  mezclan  a  las  flautas  y  al  evohé  sonoro 
En  cristalino  vértigo  de  cláusulas  de  oro. 

Blanco  tropel  de  Ninfas  cruza  sembrando  rosas; 
Arden  en  áureos  trípodes  las  mirras  olorosas. 
Los  índicos  perfumes,  las  esencias  de  Tracia, 
Las  gomas  de  las  Islas,  el  sándalo  del  Asia.  . . 

Y  Bakos,  desceñida  la  flava  cabellera. 
Avanza  en  carro  ebúrneo,  que  arrastra  ágil  pantera. 

IPSXCDR.IBANTESX  PR-ECEPlt.NDO  •  E.L  •  CORSTCJO 

¡Únanse  en  lírica  pauta 

Tímpano,  címbalo  y  flauta! 

¡Lance  el  sistro  su  parlera 

Agridulce  y  fugaz  risa 

Y  ondule  la  bayadera 

Como  el  junco  al  impulso  de  la  brisa! 

¡Con  sangre  de  vides  los  cráteres  llenen! 
¡El  pífano  agudo  levante  su  voz! 
Los  crótalos  huecos  al  aire  resuenen 

Y  dancen  las  Ninfas  y  Faunos  en  ronda  veloz! 


\i         ^       ^ 


>>=v— 


L\S'«BACANry  "  AGITAN DO-TlRSC'S-Y-DEJ'HOJANDO^rLOR.tJ^ 

jValles,  florestas  y  vientos 
Desatad  hondos  acentos! 
¡De  Naxos  las  playas  solas 
Besen,  mar  azul,  tus  olas! 
¡Vuestras  urnas  ignoradas 
Abandonad,  hamadriadas! 
¡Sátiros,  Ninfas,  Silvanos 
Danzad,  cogidas  las  manos. 
Para  la  ronda  nupcial 
De  la  misteriosa  Virgen  y  Dionysos  inmortal! 

DIQN Y505 X  DF.5CENDlENPO-D£-SU-CARR0-yDlRlGl£NDOSE-A-AR.lANA 

¡Del  fondo  de  las  índicas  regiones. 
Atravesando  selvas  y  domando  leones, 
Por  mandato  de  arcana  profecía 
Vengo  hacia  ti,  soñada  Esposa  mía! 
Ni  hostiles  antros,  ni  hórridos  tropeles 
De  monstruos,  detuvieron  mis  bajeles, 
Pues  marchaba  hacia  Ti  —  y  aquí  me  tienes 
Ceñida  la  corona  nupcial  sobre  mis  sienes. 

^^Rily^lM/K  «      C  O  JM  -  P  A  e/-  I  o"  ivj 

¡Oh  música  suprema!  ¡Celeste  melodía! 

¡Cual  inunda  la  trémula  alma  mía 

De  tu  voz  el  incienso  resonante! 

¡Cómo  en  Ti,  se  refugia  palpitante 

IVli  ilusión,  como  el  ave  perseguida! 

¡Soy  tu  esclava  de  Amor!  ¡Tuya  es  mi  Vida! 


'í^-fl 


INVOCACIÓN  «Ai*  AFÍLODITA 


Hija  de  las  espumas  y  de  las  glaucas  ondas. 
Nacida  en  el  misterio  de  la  mar  infinita. 
Enséñame  el  encanto  de  tus  caricias  hondas... 
¡Protégeme,  Afrodita! 

En  tu  viviente  y  límpida  llanura  de  esmeralda. 
Como  el  alcyón  la  ofrenda  del  canto  deposita, 
De  virginales  rosas  deshojo  mi  guirnalda... 
¡Protégeme,  Afrodita! 

Haz  que  en  mi  seno  el  héroe  recline  la  cabeza; 
Haz  que  mi  beso  encienda  la  llama  en  que  palpita; 
Pon  en  mi  amor  el  fuego  de  tu  triunfal  belleza... 
¡Protégeme,  Afrodital 


«• 


•  •. 


Como  el  pájaro  azul  de  la  leyenda 

Tu  arrullo  diste  al  dios,  cual  una  ofrenda; 

Y  tu  arrullo  fué  luz,  y  se  hizo  llama, 

Y  la  llama  fué  Estrella  que  se  inflama, 

Y  la  estrella  formó  constelaciones.  .  . 


•i» 


Así  crecen,  Ariana,  mis  pasiones! 


APIANA**  F.XTENPIENPO-L.OS-h'RAVL.05-H/\CIA-D10NV<0> 

Quisiera  para  el  dios,  ser  un  perfume 
De  mirra,  que  en  la  hoguera  se  consume; 
Y  ser  ola  que  asciende;  y  ser  el  canto 
De  un  astro;  y  de  la  Aurora  el  puro  llanto! 


DIONYSOS  >«  ACERCANDO-SF.  •  A  •  AR-l  ANA 

¡Myrtos!  ¡Deshojad  myrtos! .  .  .   ¡Ornad  de  lirio  y  rosa 
La  cabellera  magna  de  la  Esposa! 

¡Ceñid  frescos  laureles  y  pámpano  flexible 
En  la  sien  fulgurante  del  Esposo  Invencible! 

¡Corra  la  savia  ardiente  de  la  Vida 

A  henchir  el  corazón  del  Universo! 

¡Y  palpiten  en  mi  alma  estremecida 

Tu  beso,  Ariana,  y  la  embriaguez  del  Verso! 

A R.I ANA"  ARROJÁNDOSE -EN-LOS-BRAZ-OS -DE l.-PÍQr 

¡Auras,  pájaros,  luz,  selvas,  perfumes! 
Hoguera  inmaterial  que  me  consumes 

En  ímpetus  de  amor; 
¡Haced  que  me  deshoje  entre  sus  brazos 

Como  un  arbusto  en  flor! 

DlONYSOSxYx  ARI  ANA.X  AL-MisMO-TiFMro 

Vésper  en  el  azur  abre  su  broche 

Como  una  flor  sagrada. 
¡Y  será  nuestro  tálamo  la  Noche 

De  estrellas  coronada! 


D I O  N  Y/O./  X  CON-  PK  orUNDA'TKRvNL'RA 


ZT^IT 


A^LIlcLAÑ 


l_ií:>jt-,a.menite:- 


Blanco  loto  de  ensueño  presentido 
¡Ruiseñores  del  Ganges  he  traído 
Y  las  gemas  extrañas  del  Oriente 
Para  embriagar  tu  oído 
Y  circundar  tu  frente! 


A.  Ri  I  /K  N  /\  t   CON  •  PROn  >N  DA-  TFR>NVrRA 

Mi  fe,  —  claro  diamante,  — 

Mi  juventud  y  mi  ternura  ofrendo 

Al  vencedor  del   Indus  arrogante. 

Por  quien  la  mirra  del  amor  enciendo. 

DIONYSOS  X  DI  ai  c:  I  í:'.  N  DOS  F.  '  1-1 AC 1  /^  •  KL  •  M  A  R 

¡Apolo,  que  sumerges  allá  en  el  mar  distante 
Tu  carro  de  oro,  alumbra  los  ojos  de  la  amante! 
¡Ciñe  en  el  halo  fúlgido  de  tu  heroico  destello 
La  perfumada  selva  de  su  blondo  cabello! 


AP.T  AIMAXMír.NTR  AS-CANTA-FRt^NTE-AL 


¡Hija  del  Sol!  ¡Ariana!  ¡Los  dioses  te  han  oído!... 
¡En  Naxos,  los  boscajes  de  nuevo  han  florecido! 
A  Ti,  la  cristalina  canción  de  las  fontanas; 
A  Ti,  el  beso  del  Aura  en  las  frondas  lejanas; 
¡A  Ti,  el  rumor  polífono  del  mar  meditabundo 
Y  el  estremecimiento  de  amor  que  agita  el  Mundo! 

¡De  los  hinchados  odres  corra  la  sangre  hirviente! 
¡Oh,  Mar!  ¡Alcen  tus  olas  epitalamio  ardiente! 

./iLV?ANOcr»«MENADEy  X  Y  xNlNFA/ 

¡Hija  de  Pasifae! . . .   ¡Hijo  de  Semelé! .  .  . 

¡Oh  Himené!  ¡Oh  Himené!  ¡Evohé,  Evohé,  Evohé!... 

LL-.yU.-XVF--  CR.tPU./'CULO-DE  rClt.NPF.  •COMO'UNJ- 
VF.LO-,rOBRF.-F.l.-Dll..\TAPO-M.AR-AXUL.-MlEN~ 


■Tli/>vS  •  SF- APAGAN- EN-r.t-F-$PAC10-l.AS-üLTlM.\S-NQTAVDEL-C0RQ 


DIAT^C) 


—  i=>l;v^^.    \  i  .  T^i::?  v-x — 


'  \VaUcau 


I 


Es  la  hora  azul.  En  el  parque  y 
en  el  bosque  hay  ya  rincones  ves- 
tidos de  penumbra.  Las  pérgolas. 
las  glorietas  y  las  enredaderas  se 
envuelven  de  misterio:  los  árboles 
se  despojan  de  su  forma  y  su  co- 
lor para  ser  sólo  siluetas,  azules. 
violáceas:  y  en  el  Rosedal,  una  muy 
fina  gasa  de  rocío,  cubre  los  sende- 
ros y  llora  sobre  las  flores.  Se  en- 
cienden luces  al  par  que  estrellas. 
En  el  espejo  del  lago  de  cristal, 
coquetas  se  miran  las  hortensias  y 
las  dalias,  ademadas  de  túnicas 
violetas. . . 

El  parque  se  anima:  llega  la  ho- 
ra de  la  fiesta  cotidiana.  De  leja- 
nías viene  el  rumor  de  un  suntuo- 
so desfile  que  se  acerca.  En  el  ca- 
mino, suena  sonoro  el  trotar  de  los 
potros  de  Inglaterra:  tocan  las  bo 
ciñas,  llegan  los  autos  y  cruzai 
vibrando  de  energía:  las  cabalga 
tas  no  tardan  en  seguirlos  y  van 
llegando  más  autos  y  más  coches. 
y  poco  a  poco  el  camino,  antes 
tranquilo  es  un  enjambre  de  bri- 
llantes atalajes.  La  ciudad  cercana 
vuelca  sobre  el  parque  un  inter- 
minable y  ruidoso  borbotón  de 
lujosas  caravanas. 

El  paseo  de  los  rosales  y  los  ti- 
los enciende  sus  luces  encantadas. 
y  las  primeras  princesitas  del 
•chic»  van  apareciendo  en  la  lumi- 
nosidad de  sus  galas  blancas  y 
pálidas.  Detiénense  los  autos  junto  a  la  calzada: 
los  paseantes  se  multiplican,  recorren  todo  lo 
largo  del  camino,  pasan  y  vuelven  y  comienza 
el  desfile.  Van  los  solitarios,  las  parejas  amo- 
rosas y  las  bandadas  alegres  de  las  damitas  de 
marfil  y  rosa.  Bajo  la  sombra  de  los  árboles, 
en  los  bancos  y  en  el  «parterre»,  se  adivinan 
grupos  elegantes.  Hay  deliciosas  mujercitas  de 
siluetas  lánguidas  y  perezosas:  hay  ingenuas 
•poupées»  delgaditas  como  chiquillos,  hay,  dis- 
frazadas de  finezas  muy  «nonchalantes»,  domina- 
doras exquisitas  y  hay  esclavos  de  monocle  y 
trajes  entallados. 

De  los  bancos  se  levantan  parejas  admirables. 
Con  gestos  tardíos  y  cansados,  con  una  «allure»  de 
elegancias  sin  sospecharlo,  sin  esfuerzo,  sin  brío, 
vanse  caminando  y  se  mezclan  en  los  grupos  de 
las  damas  de  negras  «aigrettes»  y  las  princesitas 
casi  niñas. 

Se  acercan  silenciosos  más  autos:  los  lacayos 
«muy  puestos»  abren  las  portezuelas,  y  ágiles  y 
blandas  y  decididas,  entre  tules  suaves  y  diáfa- 
nas gasas,  como  apariciones  primaverales,  entre 
risas  y  entre  flores,  saltan  fuera  las  muñequitas 
de  la  «haute». 

Otros  autos  brillantes  y  majestuosos,  vienen  en 
busca  de  sus  dueños.  El  «japonés»,  muy  en  su  uni- 
forme y  sus  cordones,  desciende  con  «Wotan»,  el 
«policía»  mimado  y  espera  a  su  dueña  que  se  acer- 
ca y  sube.  Va  muy  elegante,  con  elegancia  muy 
«boy»,  lleva  gruesa  sombrilla  bajo  el  brazo  y  su 
traje  de  «museline  de  soie»,  «tres  legére»,  es  una 
brisa  apenas,  de  sedas  y  de  encajes.  Bajo  el  som- 
brerón  de  paja,  brillan  unos  ojos  de  mar  sombrea- 
dos de  misterio,  asoman  las  pumitas  de  unos  finos 
y  enroscados  bucles  de  oro,  y  toda  ella  está  en 
la  armonía  de  un  «maquillage»  perfecto  en  suavi- 
dades. Y  parte  el  auto:  un  elegante,  delgado  y 
pálido,  le  mira  alejarse  y  en  el  aire  queda  un  per- 
fume de  «Stik»,  de  «Rosa  d'Orsay»,  entre  el  humo 
de  un  «Kedive». 

Y  siguen  pasando  deliciosas  mujercitas,  finas 
y  delicadas  como  el  alba  de  sus  túnicas,  y  hombres 
elegantes,  con  una  elegancia  seria,  muy  «souple», 
muy  inglesa:  y  al  pasar  y  al  cruzarse  dejan  todos 
ellos  gestos  de  nobleza,  palabras  de  ingenio  y 
frases  galantes.  Hay  aristocracia  en  los  movi- 
mientos y  en  los  espíritus. 

Cruje  apenas  la  arena  bajo  los  finos  piececitos 
que  parecen  posarse  con  timidez,  y  las  siluetas  de 
vaporosas  telas  no  se  anuncian  con  un  «frou-frou»; 
se  adivinan,  se  sueñan,  se  las  siente  llegar,  en  el 
débil  taconeo,  en  el  suave  rumor  de  los  pliegues 
de  seda . . . 

Junto  al  lago,  en  la  glorieta  de  Diana  Cazado- 


^  oroí.^olocAaM; 


O 


'5TIWC1ÜNES 
DE  PELAE?. 


ra,  bajo  las  madreselvas  y  los  jazmines,  charlan 
y  ríen  las  parejas  juveniles. 

Y  nace  la  luna  y  las  princesitas  encantadas  ves- 
tidas de  nieve  y  Diana  de  mármol  y  el  plumaje 
esponjoso  de  los  cisnes  y  las  manos  largas  y  pá- 
lidas y  los  jazmines  y  los  cuellos  y  los  brazos  de 
nácar  y  marfil:  todo  se  tiñe  de  malva  y  azul,  en 
una  armonía  generosa  que  todo  lo  envuelve,  que 
todo  lo  vela  y  lo  hace  hermoso. 

Van  pasando  otra  vez  las  bandadas  blancas  y 
las  siluetas  ágiles  y  vaporosas:  de  lejos  parecen 
vestales  que  danzan  y  corren.  .  .  Vuelve  el  desfile 
interminable:  se  oye  el  rodar  de  los  coches  y  el 
trote  animoso  de  los  caballos:  vibran  de  nuevo 
los  motores  enérgicos  y  la  caravana  se  retira  rui- 
dosa y  elegante,  llevándose  a  las  princesitas  de- 
liciosas y  pálidas.  Muy  pronto  no  es  sino  un  mur- 
mullo lejano. 

Se  apagan  algunas  luces,  se  encienden  más  es- 
trellas. La  luna  ha  remontado  en  su  camino  de 
luz  y  el  parque  se  abandona  en  amorosa  quietud. 
Los  cisnes  majestuosos  nadan  silenciosamente 
entre  hilos  de  plata:  nada  se  oye,  ya  todo  duerme. 
Y  de  repente  suena  un  grito,  intenso,  audaz,  bra- 
vio, un  grito  fino  y  punzante  como  flecha  lanzada 
en  la  noche. . .  y  es  que  en  la  glorieta  de  Diana, 
aristocráticamente  hermoso,  un  pavo  real,  abrien- 
do su  cola,  ha  saludado  a  la  luna. 

II 

Es  la  hora  azul.  En  el  parque  y  en  el  bosque 
hay  ya  rincones  vestidos  de  penumbra.  Los  sen- 
deros, las  glorietas,  las  pérgolas  y  los  macizos  de 
hortensias  y  de  rosas  se  cubren  de  humedad  en 
largos  y  rasantes  jirones  de  tules  blancos... 
Son  los  sitios  y  lugares  que  ya  conocemos.  El  mis- 
mo paseo  de  los  rosales  y  los  tilos.  Un  poco  más 


J 


viejos  los  rosales,  sus  troncos  más 
nudosos,  más  retorcidos  y  un  poco 
más  corpulentos  los  tilos,  los  plá- 
tanos y  los  Jacarandas.  La  misma 
escena,  sólo  han  cambiado  los  ac- 
tores. 

Pero  es  ya  tarde;  la  animación 
decae.  La  multitud  levanta  sus 
campamentos  improvisados,  sus 
tiendas  de  «pic-nic».  los  toldillos 
multicolores:  recoge  sus  meriendas, 
vacía  sobre  el  césped  los  restos  de 
las  canastas  y  reuniendo  a  los  dis- 
persos y  llamando  a  los  chiquillos 
que  corren  todavía,  se  van.  se 
pierden  por  los  caminos,  cantando 
y  riendo.  El  rumor  del  enjambre 
disminuye,  se  aleja:  pero  grupos 
cercanos,  aun  huelgan  y  prosiguen 
la  fiesta.  En  los  «parterres»,  bajo 
los  tilos  y  los  castaños,  hay  hom- 
bres y  mujeres  que  echados  sobre 
el  suelo,  ríen  y  cantan.  Suenan  los 
acordeones,  tañen  las  guitarras  y 
hay  parejas  que  bailan,  entre  chi- 
llidos y  risotadas...  Apenas  si  se 
apercibe  la  voz  de  los  troveros  que 
cantan  y  que  tocan.  Aumenta  la 
algazara:  en  grupos  más  cercanos, 
es  mayor  el  vocerío,  más  conti- 
nuas las  carcajadas:  nadie  se  oye, 
hay  discusiones  ruidosas  donde  las 
expresiones  groseras  ganan  brillan- 
tes victorias  y  hay  vulgares  des- 
plantes y  voceros  enronquecidos. 
Bajo  los  eucaliptus,  la  reunión  es 
numerosa  y  atrae  a  los  dispersos: 
el  público  se  multiplica,  negra  se 
ensancha  la  muchedumbre  y  se  es- 
trujan, se  aprietan,  brotan  insultos  e  interjeccio- 
nes. Un  orador  de  voz  robusta  y  enérgico  ademán 
arenga  a  la  gente,  y  pone  en  sus  palabras  senten- 
cias sin  piedad...  Los  proletarios  gritan  entu- 
siasmados y  hay  resoplidos  de  alegría,  aplausos 
ruidosos  y  «vivas»  y  «mueras»,  que  lejanas  reco- 
ge el  eco  del  bosque.  Concluye  su  peroración  el 
«avanzado»  y  la  plebe  se  desparrama  por  los  ca- 
minos y  por  el  césped...  Los  chiquillos  corren, 
se  esconden  tras  los  rosales  y  las  madres  que  los 
buscan,  los  persiguen  por  entre  las  flores,  piso- 
teándolas y  llevándose  al  pasar  prendidas  en  sus 
faldas  los  gajos  más  generosos. 

Saltan  los  corchos,  aun  quedan  botellas.  El  ora- 
dor remoja  su  garganta,  escupe  y  bebe  y  brinda 
por  sus  «compañeros»:  todos  ríen  y  aplauden,  gri- 
tan y  cantan:  los  acordeones,  entonces,  arremeten 
furiosos,  entonan  la  «marcha  triunfal»,  que  el 
parque  entero  corea.  .  . 

Y  nace  la  luna:  la  luz  de  plata  teje  un  encaje 
primoroso  tras  los  castaños  y  los  tilos.  Los  últi- 
mos grupos  se  levantan  para  marcharse.  Cargan 
las  mujeres  con  sus  chiquillos  y  sus  canastos,  los 
hombres  con  sus  ideas  y  sus  botellas,  se  reúnen 
las  familias,  se  despiden  los  grupos  y  el  vocerío 
se  apaga,  se  aleja. . . 

Aun  pasan  rezagados  entre  gritos  destemplados 
y  agrios,  arrancan  flores  al  pasar  y  adornan  con 
ellas  sus  sombreros  y  sus  guitarras. 

De  la  glorieta  de  Diana  parten  los  últimos. 
Por  entre  las  enredaderas  de  madreselvas  y  jaz- 
mines, la  luna  ilumina  el  lugar.  Hay  por  la  arena, 
sobre  el  césped  y  los  arrayanes,  papeles  y  trapos 
sucios,  cascaras  y  naranjas  pisoteadas  y  botellas 
y  flores.  Diana  cubre  su  cabeza  con  un  sombrero 
de  periódico  y  sobre  los  bancos  de  mármol  hay 
cajas  desvencijadas,  rotas  canastas  en  cuyas  heri- 
das se  tiñen  de  rojo  los  jazmines  caídos.  Charcos 
de  vino  y  de  lodo,  se  extienden  y  chorrean  por  los 
escalones  del  lago. .  .  En  el  aire  queda  un  vaho  de 
humedad,  de  frutas,  de  «Toscanos»  y  «Cavoures», 
de  vinagre,  de  taberna. . . 

Se  apagan  algunas  luces,  se  encienden  más  es- 
trellas. Ya  todo  duerme.  Los  cisnes  majestuosos 
nadan  silenciosamente  entre  hilos  de  plata.  Todo 
es  quietud,  nada  se  oye.  Y  de  repente  suena  un 
gemido  largo  y  punzante  como  flecha  que  cruza 
en  la  noche.  . .  y  es  que  en  la  glorieta  de  Diana, 
aristocráticamente  hermoso,  más  hermoso  que 
nunca,  un  pavo  real,  pasando  desdeñosamente  por 
entre  los  papeles,  las  cascaras  y  los  charcos  de 
vino  y  de  lodo,  ha  subido  a  lo  alto,  lanzando 
desde  allí  su  grito  de  desilusión,  y  abriendo  su  cola, 
ha  saludado  a  la  luna. 


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ODA  la  vida  de  Máximo  Gorki,  ac- 
cidentada y  andariega,  está  admi- 
rablemente sintetizada  en  un  vulgar 
episodio,  que  dibuja  con  vigor  la 
intererante  figura  del  gran  rebelde: 
Un  buen  día.  llevado  por  su  inex- 
tingible  pasión  errabunda,  llegó  a 
una  pequeña  población,  perdida  entre  las  soli- 
tarias rocas  del  Cáucaso:  Tiflis.  Traía  el  gran 
vagabundo,  el  alma  henchida  de  las  luminosa-, 
visiones  del  Mar  Negro,  que  más  tarde  habían 
de  servir  de  fondo  para  sus  hermosas  narracio- 
nes, y  aun  perduraba  en  su  corazón  el  eco  sal- 
vaje que.  a  las  orillas  del  Don.  recibiera  oyendo 
las  viejas  canciones  cosacas  que  añoran  días  de 
gloría  y  sangre.  Venia  de  Kouban.  ebrio  de  mar 
y  cielo,  sólo  traía  por  todo  bien,  un  pequeño  y 
misero  atado.  Llegó  a  la  estación  de  Tiflis.  pi- 
dió trabajo,  lo  obtuvo.  Fué  simple  changador. 
No  tardaron  stis  jefes  en  descubrir  en  el  recién 
venido  virtudes  superiores.  ¿Quién  era  aquel  hom- 
bre de  humilde  aspecto  y  de  tan  soberana  elo- 
cuencia como  penetrante  inteligencia'?  Después 
de  las  horas  de  ruda  labor,  y  esto  lo  ha  contado 
más  tarde  uno  de  sus  jefes,  se  le  veía  rodeado 
por  los  innumerables  obreros  de  las  canteras,  a 
quienes  tan  pronto  les  leía  un  libro,  cuyo  sentido 
aclaraba,  como  discurría  con  envidiable  prepara- 
ción sobre  los  sucesos  y  temas  más  difíciles  y  va- 
riados. Fijos  los  ojos  en  aquel  hombre  extraño, 
habían  de  sentir  aquellas  almas  vírgenes  ensan- 
char su  limitado  horizonte  espiritual,  al  conjuro 
de  la  cálida  elocuencia  de  Pechkov  (Gorki),  mien- 
tras las  brisas  salinas  del  Mar  Caspio  reabrían 
en  los  corazones  viejos  ensueños  que,  para  aque- 
llos pobres  seres,  se  perdían  misteriosamente  tras 
los  picudos  y  abruptos  Alpes  Caucásicos. 

Ocurrió,  que  estando  una  vez  el  subjefe  leyendo 
una  novela,  halló  algo  referente  a  los  masones. 
Quiso  saber,  como  es  muy  natural,  quiénes  eran  y 
lo  qué  hacían.  Al  parecer  de  aquel  íjuen  hombre, 
en  Tiflis.  fuera  del  jefe,  nadie  podía  saber  nada  al 
respecto.  Le  preguntó  y  el  jefe,  sólo  recordaba 
vagamente  haber  oído  algo,  pero  en  realidad  estaba 
en  ayunas  sobre  el  punto.  Presente  en  esas  circuns- 
tancias Máximo  Pechkov  (Gorki),  le  manifestó  al 
subjefe,  que  si  no  ter.ía  inconveniente  él  seria  el 
encargado  de  darle  una  relación  detallada  sobre  la 
masonería.  Jefe  y  subjefe,  se  miraron  con  una  son- 
risa de  incredulidad.  ¿Cómo  sería  posible  que  aquel 
tosco  changador,  dijese  algo  con  tino?  Sin  mayo- 
res preámbulos  empezó  Pechkov  a  explicarles  el 


origen,  desarrollo  y  finalidad  de  la  masonería, 
con  tales  demostraciones  de  erudición  y  ameni- 
dad, que  durante  dos  horas  quedaron  ambos  oyén- 
dolo dentro  del  mayor  asombro.  Desde  aquel  mo- 
mento. Pechkov.  compartía  las  largas  veladas  con 
sus  jefes,  cuya  admiración  iba  en  «crescendo». 
Además.  Pechkov.  mantenía  una  copiosa  corres- 
pondencia y  esto,  avivaba  aún  más  la  curiosidad 
de  sus  dos  amigos. 

¿Sería  un  estudiante  perseguido? 

Se  le  aumentó  el  sueldo  a  veinticinco  rublos, 
que  Pechkov,  despreocupado  y  pródigo,  se  encar- 
gaba de  repartir  entre  los  obreros  más  necesi- 
tados. Y  así,  hasta  que  una  tarde,  Pechkov  se 
presentó  en  el  despacho  del  jefe  y  le  anunció  su 
firme  resolución  de  marcharse.  Fueron  inútiles  las 
promesas  y  ruegos  del  superior.  Había  resuelto 
irse,  y  nada  podía  detenerlo.  Se  le  pagó  lo  que  le 
correspondía  del  sueldo,  y  al  mismo  tiempo,  se  le 
ofreció  un  pasaje  hasta  la  estación  que  eligiese. 
Con  la  consiguiente  extrañeza  del  buen  jefe, 
Pechkov  rechazó  el  ofrecimiento,  limitándose  a 
decir,  que  haría  el  largo  trayecto  a  pie.  Y  sin  más 
explicaciones,  echó  al  hombro  su  mísero  atado  y 
calzado  con  burdas  botas  de  fieltro  salió  del  des- 
pacho con  dirección  a  la  población  más  cercana: 
Kazbeck.  Durante  algunos  instantes  pudo  ver 
el  jefe,  a  aquel  hombre  exótico  marchar  sereno 
hacia  un  punto  ignoto,  con  la  fe  de  un  iluminado 


y  la  convicción  de  un  apóstol.  Impresionado,  lo 
siguió  con  la  mirada.  Luego,  en  el  silencio  de  la 
tarde,  su  figura  se  perdió  en  e!  horizonte  como 
un  ensueño,  y  en  la  solitaria  tristeza  de  Tiflis  sólo 
quedó  el  recuerdo  de  un  hombre  que  había  sido 
muy  sabio  y  muy  bueno. 

Y  así  ha  sido  toda  su  vida.  Arrastrado,  desde  la 
más  corta  edad,  por  una  fuerza  irresistible,  aban- 
donó el  hogar  para  ir  por  la  nivea  frialdad  de  la 
estepa,  buscando  con  desesperación,  algo,  que  si 
todavía  palpitaba  incierto  en  su  gran  corazón, 
presentía,  en  cambio,  como  un  don,  que  más  tarde 
había  de  brindarle  conjuntamente  con  la  gloria, 
la  cárcel.  Recorrió  así  toda  la  Rusia,  llenando  su 
alma  con  las  mil  escenas,  que  unas  veces  la  cruel- 
dad de  los  hombres  y  otras,  el  amor,  ofrecen  al 
caminante  que  siente  y  observa.  Impulsado  por 
«un  deseo  feroz  de  aprender»,  se  abrió  a  la  vida  con 
sin  igual  pasión  y  todo  quiso  verlo  y  para  todos, 
de  sus  labios,  brotó  el  perdón.  Su  odio,  violento  y 
santo,  lo  reservó  para  los  tiranos.  Vivió  hermana- 
do con  el  hampa  instantes  trágicos,  que  han  in- 
mortalizado sus  narraciones.  La  miseria  llevó  su 
vida  de  andanzas  a  lo  más  abyecto  de  la  sociedad, 
de  donde  su  pluma  tornó  empapada  en  el  dolor 
de  los  que  sufren  eterna  miseria  y  degradación, 
para  redimirlos  con  ternura  en  páginas  reales, 
intensas  y  dramáticas.  Comprendió,  como  ninguno, 
su  misión  sagrada  de  escritor  y  desde  el  primer 
rasgo  de  su  pluma,  vibró  enérgica  la  protesta  en 
un  llamado  formidable  de  rebeldía,  contra  la  bar- 
barie, en  nombre  de  la  libertad  y  de  la  humanidad. 
Tembló  toda  la  Santa  Rusia,  ante  el  rugido  de 
aquel  león  que,  suelto  en  la  inmensidad  de  la  es- 
tepa, mostraba  sus  garras  y  su  odio.  Y  las  puertas 
de  la  cárcel  se  abrieron  para  el  gran  vagabundo, 
para  Máximo  el  «Amargo».  Toda  su  obra  refleja, 
con  sinceridad  absoluta,  y  con  el  desaliño  selvá- 
tico de  su  gran  temperamento,  su  vida  de  andan- 
zas, de  incansable  nómada,  inquieto  y  rebelde, 
Y  por  eso,  por  haber  vivido  en  el  seno  de  la  natu- 
raleza, nadie  lo  iguala,  dentro  de  la  literatura 
rusa,  cuando  su  pluma,  rica  en  colorido,  pinta  es- 
tremecida de  emoción,...  «el  ruido  y  la  luz  del 
sol,  mil  veces  reverberado  por  el  mar»  o  bien... 
«la  inmensidad  infinita,  libre  y  poderosa  de  la 
estepa». 

Cada  acento  de  su  alma  trae  un  gran  dolor  co- 
lectivo. Siente  el  rumor  del  pueblo  con  cariño  de 
padre,  y  su  miseria  lo  conmueve,  incitándole  a  la 
acción. 


>J^' 


pía  po/mcHíiiid 
soíiimpnidl 

PORd 

JOMm  I^.  VILLA 


ILUSTKACION        Dt 


Murió  Ana  María  con  las  últimas  violetas,  cuan- 
do la  primavera  empezaba  a  insinuarse  levemente 
vistiendo  a  los  árboles  de  follaje  y  a  las  plantas  de 
flores,  allá  en  la  tranquila,  pequeña  y  antigua  ciu- 
dad provinciana,  envuelta  en  un  silencio  de  claus- 
tro y  en  una  paz  labriega. 

Murió  Ana  María  atacada  por  un  mal,  descono- 
cido para  las  sencillas  gentes  de  la  ciudad.  Alguna 
persona  dijo  que  le  habían  hecho  daño.  Y  ni  la 
madre  con  la  experiencia  de  la  edad  y  el  natural 
interés  de  madre,  ni  la  vieja  criada  con  su  astu- 
cia y  perspicacia  ingénitas  de  criolla,  ni  el  bona- 
chón médico  del  pueblo  con  sus  elementales  cono- 
cimientos de  su  ciencia,  lograron  encontrar  el  ori- 
gen de  la  extraña  enfermedad  de  la  niña. 

Sólo  Ana  María  sabía  la  causa  de  su  mal.  El 
había  empezado  poco  tiempo  después  de  conocer 
a  Arturo,  un  arrogante  oficial  de  caballería,  todo 
bigotez  y  esbeltez,  de  facciones  afeminadas  aunque 
agradables;  maestro  en  el  arte  de  la  seducción, 
tenaz  cuando  ponia  en  práctica  sus  variados  re- 
cursos para  conquistar  a  las  mujeres  y  exigente 
hasta  la  terquedad  cuando  la  rendición  de  la  «pla- 
za asediada»  le  convertía  en  vencedor. 

Vio  a  Ana  María  en  la  modesta  plaza  de  la  ciu- 
dad, en  una  tarde  maravillosamente  hermosa  de 
abril;  gustóle  e!  garbo,  fineza  y  hermosura  de  la 
riña  y  creyó  adivinar  en  los  negrísimos  y  húmedos 
ojos  de  mirada  vaga  y  melancólica,  una  natura- 
leza sensible  y  un  alma  ingenua  y  buena,  dulce 
y  poética  —  tranquila  como  la  azulada  y  tersa 
superficie  de  un  lago  —  aún  no  surcada  por  el  olea- 
je violento  que  produce  la  tempestad  de  las  pa- 
siones. » 

Y  la  candorosa  niña  que  como  capullo  de  blanca 
rosa  abríase  a  la  vida,  criada  con  la  sencilla  seve- 
ridad de  las  costumbres  lugareñas,  desconocedo- 
ra de  los  fingimientos  y  mentiras,  como  la  tímida 
mariposa  de  vistosas  alas  que  cae  abrasada  en  la 
llama  de  una  bujía,  cayó  ofuscada  por  el  res- 
plandor intenso  de  dos  lámparas  traidoras:  los 
azules  ojos  del  teniente. 

Y  desde  entonces,  el  apuesto  militar  y  la  can- 
dida niña  viéronse  de  noche,  secretamente,  en  el 
jardín  de  la  antigua  casa  de  arquitectura  colo- 
nial —  construida  por  los  antepasados  de  Ana 
María  —  bajo  los  naranjos  en  flor  cuyos  sutiles 
'erfumes  embalsamaban  el  ambiente  con  un  vaho 
enervador  y  voluptuoso  que  incitaba  a  olvidar 
¡as  amarguras  de  la  vida,  a  perdonar  los  agravios, 
a  ser  bueno,  a  pensar,  a  amar  mucho.  .  . 

Las  citas  ocultas  sucediéronse  noche  a  noche 
por  espacio  de  un  mes. 

Ana  María,  del  brazo  de  su  amado  y  reclinando 
en  uno  de  los  hombros  del  teniente  su  adorable 
cabecita  llena  de  ideas  románticas,  cuando  todo 
era  silencio  en  la  vetusta  casa,  paseábase  lenta- 
mente bajo  los  naranjos,  embriagándose  con  el 
penetrante  aroma  de  sus  flores;  invadida  por  una 
extraña  laxitud,  con  los  ojos  cerrados  dulcemente 
y  la  carmínea  boquita  entreabierta  como  para  as- 
pirar ávidamente  el  aire  cual  si  temiera  que  fuera 
a  faltarle  de  improviso;  sumida  en  un  estado  nir- 
vánico,  con  los  sentidos  insensibilizados  por  una 
especie  de  sopor.  . . 

Durante  estos  paseos  nocturnos,  la  jovencita 
experimentaba  crisis  agudas  de  sentimentalismo. 
Como  una  desesperada,  abandonando  su  estado  de 
inconsciencia,  estrechaba  a  Arturo  fuertemente 
con  sus  delgados  y  bien  torneados  brazos.  Y  en- 
tonces Ana  María  lloraba,  sin  saber  por  qué,  con 
un  desconsolamiento  inmenso,  sollozando  frases 
sin  sentido  pero  impregnadas  de  amor. . . 


Quizás  vislumbraba  un  futuro  nebuloso  para 
ella  o  para  su  novio;  tal  vez  presentía  que  la  aguar- 
daba un  cúmulo  de  desgracias  y  contrariedades 
en  los  días  venideros. 

Indudablemente,  por  eso  lloraba  la  provincia- 
nita  toda  idealidad  y  pasión. 


La  racha  glacial  y  furiosa  de  la  Fatalidad  arras- 
tró lejos,  muy  lejos,  diluyéndolas  en  la  atmósfera 
de  lo  irrealizable,  una  multitud  de  ilusiones  dora- 
das alimentadas  por  el  suave  calor  de  un  alma 
soñadora  y  bella,  delicada  como  una  sensitiva. 

Arturo  marchóse  de  la  ciudad  serrana,  sin  expe- 
rimentar dolor  alguno  al  separarse  para  siempre 
de  Ana  María.  Su  idilio  había  sido  uno  de  los 
tantos  que  gustó  en  su  vida,  que  empezaron  y 
terminaron  sin  saber  cómo  y  sin  dejar  la  más  leve 
huella  en  su  espíritu  de  hombre  materialista.  Y 
fuese  de  la  ciudad  despreocupado  y  alegre  como 
siempre,  atizando  hasta  el  último  momento  el 
fuego  de  las  ilusiones  de  la  niña  con  promesas  fin- 
gidas y  falsos  juramentos. 

Ana  María  pretextó  ante  su  madre  urgente  ne- 
cesidad de  salir  y  fué  a  despedirlo  a  la  estación. 

Y  cuando  el  tren  se  perdió  en  la  lejanía  de  la 
llanura,  la  jovencita  sintió  un  vacío  inmenso  den- 
tro de  sí;  un  vacío  insondable  que  fuese  llenando 
poco  a  poco  con  ideas  tristes  y  presentimientos 
fúnebres. . . 

Y  así  pasaron  varios  meses  en  el  vertiginoso 
rodar  del  tiempo.  .  . 

La  ingenua  provincianitasufría  doblemente  por- 
que sufría  en  silencio:  el  dolor  compartido  no  nos 
parece  tan  acerbo. 

Ana  María  no  tuvo  noticias  de  Arturo,  aunque 
buscó  todos  los  medios  para  obtenerlas. 

Una  mañana  el  correo  trájole  una  carta  que 
abrió  y  leyó  con  ansiedad  profunda.  Era  de  Arturo 
y  le  comunicaba  lacónicamente  su  casamiento. .  . 
con  otra  mujer.  .  . 

Fué  el  golpe  de  muerte  asestado  en  el  corazón 
de  la  pobre  niña.  Sufrió  mucho,  como  sufren  las 
almas  delicadas  cuando  se  las  hiere  brutalmente,  y 
lloró  en  silencio  y  ocultamente  su  tremenda  des- 
ventura... Paseó  en  las  tardes  tristes  y  serenas 
del  invierno  montañés  por  el  jardín  de  los  naran- 
jos, y  rememoró  los  instantes  de  la  felicidad  ya 
muerta. 

El  jardín  ya  no  era  el  mismo;  los  naranjos  es- 


taban mustios  como  si  sufrieran  una  gran  sequía, 
las  plantas  tristes,  marchitas:  una  alfombra  de 
hojas  amarillentas  y  resecas  cubría  el  suelo  cru- 
jiendo suavemente  cuando  la  niña  las  hollaba 
con  sus  diminutos  pies. . .  „ 

Desde  entonces  Ana  María  empezó  a  adelga- 
zar a  ojos  vistas,  rápidamente,  fatalmente. . .  Los 
obscuros  ojos  perdieron  el  brillo  intenso  de  los 
días  pretéritos;  el  color  rosado  de  la  juventud 
esfumóse  para  siempre  de  sus  pómulos;  los  labios, 
en  un  tiempo  exquisitamente  modelados  y  son- 
rientes, plegábanse  ahora  en  un  gesto  de  amar- 
gura, de  desencanto,  de  profundo  desaliento... 

Ana  María  fuese  consumiendo  poco  a  poco. . . 
Y  llegó  un  día  en  que  no  pudo  abandonar  el  lecho; 
tal  era  su  debilidad  y  decaimiento  físico. 

Desde  entonces  pasó  la  vida  en  un  sillón  espe- 
rando resignadamente  la  muerte...  Los  días  se 
deslizaron  en  lenta  sucesión  de  horas  monótonas, 
sin  objeto  determinado,  sin  alicientes  gratos,  sin 
esperanzas  fundadas,  sin  ambiciones  definidas. . . 
Vivía  únicamente  su  vida  pasada. . . 

El  mismo  sufrimiento  dióle  un  estoicismo  sobre- 
natural. La  mujer  toda  ensueños  y  optimismo 
volvióse  materialista  y  escéptica  hasta  el  des- 
aliento... Ya  no  lloraba:  sonreía,  pero  con  una 
sonrisa  triste  que  enmascaraba  al  llanto  y  al 
dolor.  . . 

Y  una  tarde,  cuando  las  últimas  violetas  se 
agostaban  y  los  primeros  botones  engalanaban  los 
rosales,  Ana  María,  contemplando  el  sol  que  se 
hundía  lentamente  tras  la  ingente  mole  de  una 
sierra  que  recortábase  nítidamente  sobre  el  fondo 
opalino  del  horizonte,  harta  de  aire  y  de  perfu- 
mes, ebria  de  paisaje  y  de  luz,  cerró  los  ojos  dul- 
cemente, plegó  los  labios  en  una  sonrisa  indefini- 
ble mezcla  de  dolor  y  de  satisfacción  y  expiró. . . 

El  astro  del  día  acababa  de  esconderse  detrás 
de  una  montaña  majestuosa...  La  noche  diá- 
fana y  fresca  descendió  pesadamente...  El  cielo 
adquirió  azulina  transparencia...  La  luna  brilló 
muy  luego  con  su  magnífica  esplendidez. . . 

La  ciudad  estaba  quieta,  con  quietud  de  cam- 
posanto. . . 

En  el  jardín  de  la  vieja  casa  colonial  los  naran- 
jos estaban  mustios  como  en  los  días  dolorosos 
que  vivió  Ana  María,  la  linda  provincianita  soña- 
dora y  sencilla,  frágil  y  pura  como  los  lirios  de 
su  valle  natal. 


w??* 


i  Q<ió  en  lílaubcui}^  el  ano  6c  1^0  jiíjniticanbofe:^ 
por  haber  4Í60  d  primero  qm  ÍHtro6uio,íl¿!u^o 
rtallono  en±K  lof  pini«^  j¡káen<:oj  ík  fu'^g^ 


orcmo 


I.  VUPA 


(í^. 


'cííecrao 


—T=>1^>^&    X^'l_m:2>ís.— 


TRAJE     BLONDINE.      EN      TAFETÁN    MARRÓN, 

FLORES    DEL     MISMO    TEJIDO    RECOGEN     LOS 

BULLONES. 


Tres  enigmáticas  pero  modernísimas  figurillas  me  espe- 
ran esta  tarde,  bajo  el. círculo  luminoso  de  mi  lámpara, 
compañera  fiel  de  mis  horas  de  trabajo...  Al  tomarlas, 
debo  acercarlas  aún  más  a  !a  luz  para  descifrar  — -  con 
bastante  dificultad  —  la  leyenda  anotada  al  pie  de  cada 
dibujo,  y  me  parece  descubrir  cierta  expresión  de  ironía, 
en  esos  ojillos  apenas  indicados  por  el  rápido  trazo  de  lápiz 
que  ha  cuidado  con  esmero  de  los  detalles  del  vestido,  — 
y  era  en  este  caso  lo  esencial:  — pero  que  no  ha  tenido 
tiempo  que  perder  para  convencerme  que  las  figurilla" 
que  lucían  los  codiciados  modelos  dernier  cri  podían  se.- 
admiradas  también  por  su  belleza... 

¿De  dónde  venimos? . . .  ¿Qué  es  lo  qué  hacemos  aquí? , . . 
parecían  preguntarme...  Busqué  entonces  la  leyenda  de 
la  más  atrayente  de  las  tres,  y  leí:  Longchamp. . .  y  ese 
solo  nombre  evocó,  para  mí,  el  cuadro  inolvidable,  ¡de 
luz  y  de  color!  El  Gran  Prix,  acontecimiento  indispensa- 
ble para  la  vida  parisina,  como  lo  es  el  Derby,  para  los 
hijos  de  Albión:  después  de  la  prolongada  paralización 
de  toda  manifestación  mundana,  París  revive  sus  fiestas 
predilectas,  y  sus  elegantes  mujeres  se  congregan,  bulli- 
ciosas y  coquetas,  para  lucir  galas  primaverales;  dema- 
siado largos  fueron  los  meses  en  que  llevaron  las  sobrias 
vestiduras  que  simbolizarán  para  siempre  la  infinita  ab- 
negación de  esas  mismas  frágiles  Tanagras,  cuyos  movi- 
mientos ciñe  hoy  la  estrecha  falda  que  las  impone  la  moda. 

En  el  primero,  cubre  el  estrecho  forro  de  raso  negro 
una  túnica  de  tul  blanco  plegado,  terminado  por  ancha 
franja  de  piel  de  mono. 

Es  el  segundo,  de  estilo  sastre,  de  lana  color  almendra, 
con  bordados  del  mismo  color,  pero  en  tono  más  obscuro; 
falda  plegada. 

Luego,  el  traje  para  la  tarde,  hora  del  té.  conciertes, 
visitas. . .  Su  nombre  —  Blondine  —  indica  que  deben 
llevarlo,  con  preferencia,  las  de  dorada  cabellera;  está 
hecho  todo  de  pequin  marrón,  y  guarnecido  con  flores 
de  la  misma  tela. 

La  Dama  Duende. 


t 


bfmmi 
wmofú 


fotografías    tomadas 

expresamente     para 

•PLVS  VLTRA. 


X 


TRAJE  DE  CARRERAS,  EN 
SATÍN  NEGRO  RECUBIERTO 
DE  TUL   BLANCO   PLEGADO. 

LOS    BAJOS    DE    LA    FALDA, 

GUARNECIDOS     CON      PIEL 

DE    MONO. 


SASTRE    RIBERA.     FORMA    SASTRE  EN  TEJ  IDO 
BEIGE,    BORDADO  CON   CINTA    PASADA,     FAL- 
DA   BEIGE    PLEGADA. 


— I=>I_7v:s 


}j^- 


PINTORLe/'CO 


^^lt~***  la  criatura  vino  al  mundo,  ya  le 
tanin  k»  padrinos  deudos,  y  hasta  el  notn- 
bre  que  —  fuera  varón  o  mu)er  —  debía  lle- 
var  al  nombre  del  padrino,  por  cierto. 

qoe  ara  también  el  de  la  re^ón  donde  nada: 
fué  mujer,  y  la  llamaron  Salvadora. . .  era  su 
destino. 

En  aquellas  parajes  tan  alejados  de  los 
rseunos  de  la  civilización,  donde  las  oostum- 
bras  aaa  tan  primitivas  y  donde  un  sacer- 
dote tiene  que  atondar  una  (eligresia  de  mis 
de  euaranta  leguas,  están  autcri^.í  Jas  las 
penonas  de  mes  represent'^  '^r  a 

pooar  el  a(ua  bautisnal  a  1  ios. 

pots  de  k)  contrario,  corren  ts: 
da  lluai  a  su  mayor  edad  sin  V 
oifaido. 

nra  los  padres  de  nuestra  ahijada,  eran 
extiaojaras.  y  ito  se  conformaban  con  la  cos- 
tumbre del  lugar:  querian  que  su  hija  fuera 
bautiíada  por  un  sacerdote  y  en  una  iglesia: 
y  oomo  el  establecimiento  don'de  residíamos. 
diitaha  siete  largas  leguas,  no  diré  de  la  igle- 
sia mes  cercana,  pero  sí  de  la  que  tenia  cura. 
tuvimos  que  salvar  a  caballo  la  .distancia 
que  nos  separaba  de  Belín.  la  capital  del 
Departamento. 

Preeioao  fué  el  recorrida  que  hicimos  en 
numerosa  caravatu  acompal^ando  a  la  niña 
a  su  bautizo:  cruzamos  cerros  escarpados, 
Ileoos  de  lujuriante  vegetación,  donde  col- 
gaban de  irboles  centenarios.  Jas  coquetas 
lianas  que  cantan  los  poetas,  y  a  cuyo  pie 
corrían  las  transparentes  aguas  de  un  arro- 
yito,  alimentado,  sin  duda,  por  algún  ma- 
nantial oculto  bajo  un  tapiz  de  heléchos  de 
variadisiinas  formas  y  colores. 

¿Por  qué  —  pensaba  yo  —  llevar  esta  ñifla 
a  una  iglesia  para  acercarla  a  Dios?  ¿No  está 
más  cerca  de  El  aquí,  rodeada  de  su  obra? 
En  medio  de  aquella  salvaje  y  grandiosa 
naturaleza,  donde  es  tan  fuerte  la  sensación 
de  la  propia  pequefíez.  el  alma  se  dilata  y 
adora  con  verdadera  unción  al  Creador  de 
tanta  maravilla,  entrando  realmente  en  co- 
munión con  Dios. 

Allí  es  donde  hubiera  yo  bautizado  a  mi 
ahijadita:  sentía  vehementes  deseos  de  ha- 
cer un  Jordán  del  plateado  arroyito  cuyas 
caprichosas  curvas  seguíamos  en  la  quebra- 
da: pero.-,  imposible  ni  dejar  traslucir  mi 
pensamiento:  mis  futuros  compadres  se  hu- 


bieran horrorizado  ante  semejante  idea  y  me 
hubieran  creído,  seguramente  atea. 

La  quebrada  iba  ensanchándose  y  nos 
acercábamos  a  la  gran  planicie  que  consti- 
tuye el  valle  llamada  de  Belón.  cuando  em- 
pezamos a  oír,  en  medio  del  imponente  silen- 
cio propio  de  aquellas  regiones,  algo  asi 
como  el  lejano  rumor  del  mar.  A  medida 
que  avanzábamos,  el  ruido  crecía  en  inten- 
sidad, pero  no  podíamos  adivinar  qué  era 
lo  que  lo  producía.  Intrigados  por  aquel  fe- 
nómeno, tratamos  de  inquirir  su  causa. 

«Son  los  loros,  señor»,  nos  dijo  el  mozo  de 
mano  sonriendo  y  un  tanto  extrañado  de 
que  nos  sorprendiera  un  hecho  tan  común 
para  él. 

No  le  creímos,  sin  embargo,  pues  el  estré- 
pito iba  ín  crescendo  y  no  parecía  cosas  de 
loros.  El  vago  rumor  de  un  mar  lejano  ¡base 
convirtiendo  en  el  ruido  ensordecedor  del 
choque  de  furiosas  olas  sobre  las  rocas.  Y. 
cuando,  pasada  una  vuelta  del  camino,  nos 
encontramos  en  el  abra  formada  por  la  des- 
embocadura de  una  quebrada,  el  espectáculo 
que  se  ofreció  a  nuestra  vista  era  verdadera- 
mente imponderable:  millares  y  millares  de 
loros  cubrían  allí  los  árboles:  no  se  veía  una 
hoja  y  había  ramas  que  parecían  no  poder 
ya  resistir  el  peso  que  tenían  que  soportar. 
Aquellos  eran  verdaderos  árboles  de  loros, 
especie  ésta  que  no  figura  en  nuestro  Jardín 
Botánico. 

Todos  los  endiablados  y  ruidosos  pajarra- 
cos de  la  comarca,  enemigos  acérrimos  del 
agricultor,  se  habían  reunido  allí  en  solemne 
congreso  y  sólo  Dios  sabe  lo  que  discutían; 
pero  sí  aseguro  que  cientos  de  bocinas  de 
automóvil  sonando  a  la  vez,  juntamente  con 
las  campanas  todas  de  nuestras  iglesias  lan- 
zadas a  vuelo,  no  hubieran  producido  tanto 
ruido  como  el  que  hacían  aquellos  diminutos 
congresales. 

El  espectáculo  era  muy  original  y  de  los 
que  no  se  olvidan  fácilmente,  pero  para  ali- 


vio de  nuestros  tímpanos  apuramos  la  mar- 
cha y  pronto  dejamos  atrás  aquella  animada 
rsuni6n.  que  seguramente  se  habrá  prolon- 
gado hasta  la  caída  de  la  noche. 

Habíamos  recorrido  ya  más  de  cuatro  le- 
guas, cuando  divisamos  los  primeros  ranchi- 
tos  que  forman  la  población  llamada  Lon- 
dres', sitio  donde  residieron  en  otro  tiempo 
los  indios  más  valientes  que  habitaban  lo 
que  es  hoy  nuestro  territorio:  los  Calchaquíes 
y  los  Quilmes.  Existen  aún  algunos  vestigios 
de  su  extinguida  civilización,  pues  se  ven 
todavía  allí  restos  de  ruinas  de  los  fuertes 
que  ellos  hicieron,  quizá  para  defenderse  de 
los  españoles  que.  venidos  del  Perú,  funda- 
ron en  aquel  lugar  la  primera  población,  que 
ellos  levantaron  en  territorio,  hoy,  argentino. 

No  eligieron  mal,  por  cierto,  pues  es  ese 
punto  uno  de  los  rincones  más  pintorescos 
de  la  República,  uno  de  los  que  más  bellezas 
reúne.  Lleva  aquel  pueblito  el  pomposo  nom- 
bre de  Londres,  porque  fué  fundado  en  el 
afto  1559,  en  ocasión  del  casamiento  de  Feli- 
pe 11  con  María  de  Inglaterra,  hija  de  En- 
rique 111. 

A  pesar  de  la  atracción  que  ejercía  sobre 
nosotros  este  precioso  e  histórico  pueblo,  con 
sus  coquetos  cerritos  y  sus  tortuosos  y  som- 
bríos callejones,  bordeados  de  acequias  y 
desde  donde  la  frondosidad  de  los  árboles 
que  los  forman,  no  dejan  ver  ese  cielo  siem- 
pre azul  y  siempre  diáfano:  donde  anidan  la 
variedad  más  completa  de  pajaritos  de  vis- 
toso plumaje  y  armonioso  canto,  tuvimos 
que  seguir  viaje  para  no  llegar  demasiado 
tarde  a  nuestro  destino. 

Eran  las  siete  de  la  noche  cuando  arriba- 
mos a  Belén,  y  fué  con  verdadera  alegría  que 
vimos  el  fin  de  la  jornada,  pues  nuestros 
cuerpos  poco  habituados  al  exceso  de  ejer- 
cicio que  les  habíamDS  exigido,  veían  con 
placer  llegar  la  hora  del  reposo. 

Belén  se  parece  mucho  a  Londres:  pero 
todo  en  él  es  más  grande:  sus  cerros  son  más 


EMlNy\*  P.  «DE 


altos,  sus  planicies  mayores,  los  callejones 
más  anchos:  en  lo  que  a  naturaleza  se  re- 
fiere, se  podría  decir  que  es  Londres  visto 
a  través  de  una  lente  de  aumento;  pero  no 
siempre  favorecen  las  mayores  dimensiones. 
y  esto,  a  mi  juicio,  pasa  con  estos  dos  pue- 
blos, uno  es  más  grande,  pero  el  otro  mucho 
más  hermoso.  Como  población,  no  hay  com- 
paración. Belén  es  la  capital  del  Departa- 
mento. Grande  fué  nuestra  sorpresa  al  en- 
contrar allí  una  lujosa  iglesia  moderna,  de 
tres  amplias  naves,  que  no  desmerecería  en 
un  aristocrático  barrio  de  nuestra  Capital. 
No  diré  que  la  escuela  y  demás  edificios  sean 
en  consecuencia;  quizá  las  veinte  leguas  que 
separan  esta  población  del  ferrocarril,  entor- 
pecen su  adelanto. 

Al  día  siguiente  de  nuestra  llegada,  tuvo 
lugar  el  bautizo,  al  que  concurrió  gran  parte 
de  la  población,  atraída,  sin  duda,  más  por  el 
deseo  de  ver  a  los  forasteros  —  que  tan  po- 
cos llegan  hasta  aquellas  regiones  —  que  por 
el  bautizo  en  sí.  Esta  ceremonia  es  allí  como 
en  todas  partes,  no  tiene  ninguna  caracterís- 
tica especial  que  llame  nuestra  atención. 
Después  de  terminada  fuimos  obsequiados 
por  el  cura  del  lugar,  con  un  suntuoso  al- 
muerzo, al  que  concurrieron  las  autoridades 
y  todas  las  personas  representativas  de  Be- 
lén. Sociedad  patriarcal  aquélla,  sencilla,  hos- 
pitalaria, buena,  como  la  que  tantas  veces 
(con  una  sonrisa  incrédula  en  los  labios) 
hemos  oído  describir  a  nuestras  abuelas;  in- 
crédula digo,  porque  las  que  hemos  nacido 
en  este  medio  y  en  esta  época,  no  alcanza- 
mos a  comprender  que  haya  habido  una  so- 
ciedad sin  doblez,  sin  vanidad,  donde  se  tu- 
viera el  culto  de  la  amistad  y  del  honor:  y, 
sin  embargo,  hoy  en  pleno  siglo  xx,  encon- 
tramos parajes  donde  sus  habitantes,  no  han 
sido  aún  contaminados  por  los  egoísmos  y 
falsías  que  la  civilización  aporta. 

Dejamos  Belén  con  verdadero  pesar  y  vol- 
vimos a  llevar  a  la  pequeña  cristiana,  de  ru- 
bios cabellos,  a  la  adusta  montaña  que  la 
vio  nacer. 

Si  como  las  madrinas  de  los  cuentos  de 
hadas,  hubiera  podido  hacerle  dones,  hubie- 
ra sido  uno  de  ellos,  el  que  nunca  dejara  el 
majestuoso  silencio  de  aquellos  lugares,  cuya 
nostalgia  siento  y  seguramente  no  me  aban- 
donará jamás. 


TRABA.  J0-DC~L05~NIN05-CN~LAS-CALLL5-DE-LA5~CÍUD^DE5. 


•  Toda  obra  que  la  mujer  emprerwia.  toda 
actividad  generosa  que  la  haga  traspasar 
por  un  momento  los  lindes  encantados  de 
su  propio  hogar,  acercarse  a  la  vida,  ponerse 
en  situación  de  comprenderla,  de  darse  cuen- 
ta de  que  hay  un  más  allá  hecho  de  injusti- 
cias tremendas  y  de  dolores  insospechados, 
lejos  de  hacer  perder  feminidad  a  su  espí- 
ritu, la  aumentará  ensanchándose  el  cora- 
zón a  medida  que  aumente  el  conocimiento». 
Esto  dice  Martínez  Sierra,  el  maestro,  el  es- 
cultor de  la  palabra,  que  conoce  el  corazón 
femenino,  como  si  viera  sus  sentimientos 
reflejados  en  un  espejo. 

Aquí  en  nuestro  ambiente  van  rompién- 
dose ya  prejuicios  de  antaño,  y  vemos  a  dís- 
tininiídas  damas  que  ocupan  una  posición 
sodal.  que  en  otras  épocas  habría  absor- 
bido por  entero  su  vida,  dedicarse  no  sola- 
mente a  endulzar  existencias,  aliviando  mi- 
serías,  sino  estudiando  problemas  sociales 
que  eviten  los  males:  que  más  caridad  y 
mejor  aplicada  es  propender  a  evitarlos  que 
remediarlos. 

La  sefiora  Etelvina  González  Chaves  de 
ToreUó,  secretaria  de  actas  del  Consejo  Ge- 
neral de  Sar  Vicente  de  Paul,  ha  encontra- 
da d  tiempo,  a  pesar  de  sus  múltiples  obti- 
gadones  olctaleí  y  mundanas,  para  tradu- 
cir a  nuestro  idioma  un  libro  cuyo  conoci- 
miento es  tan  necesarío  en  esta  ciudad, 
donde  el  trabajo  de  los  niños  en  la  calle 
carece  en  absoluto  de  reglamentación  y  vi- 
gilaiKia.  A  con'l"""-  ^'  "anscribimos  al- 
gunos párrafos  ;  ro,  escrito  por 
R.  N.  Qopper.  escabeza  estas 
lineas.  Los  cinco  primeros  capítulos  exponen 
las  condiciones  y  discuten  las  causas;  los  dos 

subsiguientes  se  "' 's  efectos,  y  los 

últimos  tratan    .  os.   El  asunto 

está  presentado  .-nplitud. 

•  EL  TRIBUNAL  DE  VENDEDORES  DE  DIARIOS 

En  Boston  se  ha  emprendido  un  ensaya 
interesante  en  el  sufragio  juvenil  y  de  juris- 
prudencia, con  el  fin  de  poder  contralorear 


hasta  cierto  punto  ¡a  tendencia  de  los  dia- 
reros a  la  delincuencia,  e  infundirles  un  sen- 
timiento personal  de  responsabilidad. 

Durante  el  año  1909.  cerca  de  trescientos 
diareros  pasaron  ante  el  tribunal  para  niños 
en  esta  ciudad,  los  cuales  estaban  acusados 
por  violación  a  las  reglas  locales  referentes 
a  las  autorizaciones. 

Como  en  éste  tribunal  había  exceso  de 
trabajo  y  demora- 
ban en  pronunciar 
las  sentencias,  en 
vista  de  ésta  situa- 
ción, los  mucha- 
chos concibieron  la 
idea  de  establecer 
un  tribunal  de  ven- 
dedores de  diarios 
que  tendría  juris- 
dicción en  todos 
tos  casos  por  faltas 
a  la  observancia  de 
las  reglas  que  rigen 
el  oficio.  Al  año  si- 
guiente se  presentó 
una  solicitud  al  Co- 
mité de  las  Escue- 
las de  Boston,  la 
que  fué  favorable- 
mente recibida  por 
aquel  cuerpo,  y  en 
conformidad,  en  la 
elección  ordinaria 
del  día  en  aquel 
año,  los  diareros 
echaron  sus  boli- 
llas para  elegir  tres 
jóvenes  jueces  para 
el  tribunal.  Estos 
tres  muchachos  y 
dos  adultos  desig- 
nados por  el  Co- 
mité de  la  Escuela, 
componen  el  tribu- 
nal. La  elección  de 
esos  niños  jueces, 
tiene  lugar  anual- 
mente y  todos  los 
diareros  autoriza- 
dos que  concurren 


SEfíORA    MARÍA   TERESA    DE   OUERRICO    DE   2API0LA 
ACOSTA 

La  consagración  del  enlace  de  la  señorita  de 
Cuerrico,  con  el  señor  Nicanor  Zapiola  Acosta,  dio 
lugar  a  uno  de  los  acontecimientos  sociales  más 
brillantes  de  la  temporada.  La  ceremonia  se  efec- 
tuó en  la  elegante  residencia  de  los  esposos  Guerrico- 
Carlés.  en  cuyo  salón  de  honor  se  dispuso  un  sun- 
tuoso altar  en  el  que  se  admiraron  ornamentos 
sagrados  de  incalculable  valor  artístico,  piezas  pro- 
venientes de  las  colecciones  propiedad  de  las  familias 
de  Guerrico,   Bunge,   García  Calvo   y  Carballido. 

La  gentil  desposada  lució,  durante  la  solemne 
ceremonia,  sobrio  atavío  de  raso  blanco,  nimbando 
la  delicadísima  belleza  de  su  rostro,  así  como  su 
esbelta  silueta,  e!  tradicional  velo  de  tul  de  ilusión, 
sujeto  sobre  la  frente  por  azahares  y  azucenas. 

La  D.   D. 


a  las  escuelas  públicas,  son  calificados  como 
electores.  El  tribunal  está  autorizado  para 
investigar  y  manifestar  sus  fallos  con  las 
recomendaciones  al  Comité  de  las  Escuelas 
en  todos  los  casos  de  infracción  a  las  reglas 
del  diarero.  Bajo  la  ley  del  Estado  de  Mas- 
sachusetts,  el  Comité  de  la  Escuela  está 
autorizado  para  reglamentar  los  oficios  de 
la  calle  para  niños  menores  de  catorce  años 
de  edad;  por  eso  los 
diareros  están  suje- 
tos puramente  a  la 
superintendencia 
local.  El  Inspector 
de  menores  autori- 
zados, que  también 
es  un  delegado  del 
Comité  de  las  Es- 
cuelas, puede  a  su 
discreción  tomar 
las  acusaciones  de 
su  departamento 
ante  el  tribunal  de 
los  diareros  en  vez 
del  tribunal  de  los 
jóvenes.  A  los  jue- 
ces de  los  diareros 
se  les  paga  cincuen- 
ta centavos  por  sus 
honorarios  por  cada 
sesión  oficial  del  tri- 
bunal. Las  acusa- 
ciones que  se  hacen 
ante  la  mesa  del 
juicio,  como  se  lla- 
ma en  Boston  el 
tribunal  de  los  dia- 
reros, son  las  si- 
guientes: hacer  la 
venta  de  diarios  sin 
tener  la  divisa  co- 
rrespondiente des- 
pués de  las  ocho  de 
la  noche,  o  en  los 
tranvías;  observar 
mala  conducta;  por 
inasistencia  a  la 
Escuela,  por  jugar 
o  fumar.  Las  penas 
para  estos  casos  va- 


rían desde  las  reprensiones,  o  la  suspensión 
del  permiso  por  un  tiempo  limitado  o  por  la 
completa  revocación. 


Aunque  e!  trabajo  de  vender  diarios  ha 
sido  subd'vidido  hasta  cierto  punto  y  tam- 
bién sistematizado  por  los  directores  de  la 
circulación,  SDn  tantos  los  resultadas  perju- 
diciales en  los  niños,  que  debería  hacerse  un 
cambio  completo  en  los  métodos  que  se  em- 
plean al  presente. 

Sabemos  que  este  trabajo  carece  de  vigi- 
lancia y  di.'íciplina  de  parte  de  los  adultos, 
lo  que  expone  a  los  niños  a  los  peligros  ma- 
teriales que  los  acechan  en  las  calles;  que  las 
horas  tan  matinales  los  fatiga  y  que  las 
oportunidades  para  las  malas  compañías  son 
muy  frecuentes  durante  la  noche;  que  las 
irregularidades  de  las  comidas  y  el  uso  de 
los  estimulantes  tienden  a  debilitar  sus  or- 
ganismos; que  no  ofrece  este  trabajo  oportu- 
nidades para  adelantar,  y  que  no  conduce  a 
nada  útil.  Sabemos,  además,  que  la  presen- 
cia d2l  niño  diarero  en  nuestras  calles  no 
puede  justificarse  por  razón  de  la  pobreza. 
En  otros  países  se  ha  demostrado  que  a  los 
niños  no  se  les  necesita  para  ia  venta  y  el 
reparto  de  diarios;  en  fin,  también  se  ha 
demostrado  que  la  venta  en  los  kioscos  y  el 
ocupar  a  hombres  en  vez  de  niños  para  la 
venta  en  las  calles,  son  dos  cosas  factibles 
y  de  resultado  satisfactorio.  ¿Por  qué  no 
podemos  introducir  en  los  Estados  Unidos 
tales  prácticas?  No  hay  duda  en  cuanto  a 
la  conveniencia  de  este  cambio,  pero  la  in- 
novación no  será  hecha  seguramente  con 
voluntad  por  parte  de  los  diarios.  La  ley 
debe  proceder  con  energía  para  prohibir  a 
los  niños  el  trabajo  en  las  calles.  » 

No  es  necesario  hacer  ninguna  pondera- 
ción alrededor  de  la  obra  generosa  de  la  se 
ñora  de  Torelló;  basta  hojear  el  libro  para 
darse  cuenta  que  sólo  un  espíritu  femenino 
altruista,  clarovidente  y  lleno  de  generosi- 
dad pudo  dedicar  mucho  tiempo  a  tan  in- 
grata tarea,  para  reportar  un  beneficio  a 
nuestra  sociedad. 


—  I^L^Nx^^ 


>>X — 


c 

iamiQxsD 


rOTOCDAriA   •  DC 
rOANZ^VAN  •  DICL 


j^.     CPíaíIa  Qj,k2fhc^u3^pch 


Kismino  Kusmoto  es  un  rayito  del  Sol  Na- 
ciente que  fraterniza  con  los  del  Sol  de  Mayo; 
Kismino  Kusmoto  es  un  pimpollo  de  nenúfar  ama- 
rillo que  florece  en  tierra  argentina:  Kismino  Kus- 
moto es  una  muñequita  japonesa  que  habla  el 
porteño. 

Tiene  cuatro  años,  cuatro  años  reflexivos,  tran- 
quilos: en  su  rostro  de  viva  porcelana  aún  no  ha 
nacido  la  eterna  sonrisa  nipona:  en  sus  ojitos  in- 
tensamente negros  hay  una  miniatura  de  medi- 
tación. 

Kismino  Kusmoto.  la  criolla  japonesa,  es  el 
encanto  de  las  miradas  azules,  de  las  miradas  gri- 
ses, de  las  miradas  morochas.  Las  manos  blancas 
sienten  la  tentación  de  acariciar  aquel  cabello  re- 
negrido y  sedoso:  los  labios  rojos  desearían  posarse 
en  aquellas  mejillas  tersas:  mas  Kismino  Kusmoto 


inspira  un  extraño  respeto.  Viéndola,  se  compren- 
de la  veneración  que  el  japonés  tiene  al  niño:  hay 
en  aquella  figura  algo  de  sagrado:  parece  el  ídolo 
bello  y  amable  de  una  creencia  misteriosa. 

Habitualmente,  como  buena  criolla,  viste  a  la 
europea.  Esos  trajes  irracionales  adquieren  todo 
el  aspecto  de  un  disfraz,  contrastando  con  la  cari- 
ta de  Kismino  Kusmoto.  Sólo  en  Carnaval,  cuan- 
do las  madres  y  las  tías  disfrazan  a  los  chiquilines, 
martirizándoles  cariñosamente,  Kismino  Kusmoto 
viste  a  la  japonesa.  Entonces,  sobre  el  sedoso  y 
florido  «kimono»,  surge  aquella  cabecita  rosada 
como  flor  de  cerezo.  Y  la  criolla  japonesa  se  dis- 
tingue por  la  calma,  de  toda  la  turba  infantil  in- 
dócil, llorona  y  torpe.  Kismino  Kusmoto,  erguida. 
imperturbable,  tiene  actitudes  esculturales  de  una 
elegancia   exótica.    Ingenuamente    representa    la 


sabiduría    artística    de   toda   una   raza    original. 

Kismino  Kusmoto,  pimpollo  de  nenúfar  ama- 
rillo, criollita  japonesa,  tú  vivirás  en  tu  patria  de 
nacimiento  mientras  tus  padres  no  realicen  sus 
propósitos  y  vuelvan  a  su  patria.  Tal  vez,  la  for- 
tuna quiera  que  tu  sonrisa  nipona  florezca  en  tie- 
rra argentina. 

De  todos  modos,  siempre  has  de  ser  un  hilo 
tenue  que  unas  dos  razas.  ¿Qué  destino  tiene  re- 
servado el  porvenir  a  tus  compañeros  y  compañe- 
ras? ¿Qué  gotas  de  voluntad  y  de  inteligencia  re- 
presentáis? 

¡Kismino  Kusmoto,  rayito  de  Sol  Naciente  que 
se  hermana  con  los  del  Sol  de  Mayo,  muñequita 
japonesa  que  habla  porteño,  la  dicha  te  acom- 
pañe siempre! 


GOUACHE    DE    ALVAREZ, 


C2>X  — 


— i^ux^-s  'V/a_nri3--x— 


M    E    R    C    A    D     I    T    O 


PARAGUAYO 


SIN    NECESIDAD     DE     COMPLICADAS    ADMINISTRACIONES.      LOS    INDÍGENAS    COLOCAN     SUS     MERCADERÍAS     SOBRE      EL     SUEL^     .ivEGONAN    Y     LAS    VENDEN.      NINGÚN      MERCADO 

MODERNO    PUEDE    RIVALIZAR    CON    ESTOS    MERCADITOS    PARAGUAYOS.    COMO    NOTAS    DE    COLOR    Y    DE    ARTE    LLENAS    DE    LUZ    Y    DE     PINTORESCA    POESÍA. 


El   encanto   de   un   rostro   agraciado 

no  debe   variai'  ni  con  el  transcurso  de  los 
años,  pero  es  necesario   saber   conservarlo. 

Mme.  Charlotte  Rouvier 


Procedimiento   novedoso  contra  los 
barrillos 

r^ESPUES  de  la  revelación  de  recientes  secre- 
'-^  tos  de  la  ciencia  moderna,  no  deben  existir 
en  ningún  rostro  femenino  esos  molestos  barrillos, 
grasitud  y  poros  dilatados  que  tanto  restan  a 
los  encantos  de  la  mujer  y  tan  cruel  efecto  pro- 
ducen en  el  ánimo  de  la  misma.  El  nuevo  proce- 
dimiento elimina  instantáneamente  tales  moles- 
tias sin  necesidad  de  recurrir  a  masajes  y  sin  da- 
ñar en  lo  más  mínimo  el  delicado  cutis.  Se  reco- 
mienda precisamente  por  su  sencillez  y  por  ser 
agradable.  Obtenga  algunas  tabletas  de  stymol. 
cuidando  estén  siempre  bien  tapadas  y  en  lugar 
seco.  Eche  una  en  un  vaso  con  agua  caliente. 
Luego  de  cesar  la  efervescencia  que  se  produce 
y  usando  una  esponjita  o  paño,  someta  su  rostro 
a  un  abundante  baño,  secándose  luego  con  una 
toalla  limpia  y  blanda.  Y  con  gran  alegría  notará 
usted  que  de  su  cara  habrán  desaparecido  los 
barrillos  y  la  grasitud.  los  poros  se  habrán  con- 
traído, quedando  un  cutis  claro,  aterciopelado  y 
fresco.  Con  tan  sencilla  operación,  que  puede  re- 
petirse algunos  días  después  para  la  definitiva 


permanencia  de  tan  rápido  éxito,  se  restituye  al 
corazón  la  felicidad  de  los  atractivos  de  la  vida. 

Las  canas.  —  Remedio  casero 

QON  muchas  las  razones  para  que  consideremos 
*^  a  las  canas  como  huéspedes  molestos,  y  mu- 
chas también  las  que  nos  hacen  aborrecer  el  uso 
de  los  tintes.  Y.  por  otra  parte,  no  hay  razón 
para  tener  canas  si  no  queremos  tenerlas.  Devol- 
ver el  color  natural  a  las  canas  es  realmente  la 
cosa  más  sencilla.  Basta  comprar  en  la  botica  dos 
onzas  de  tammalite  y  mezclarlas  con  tres  onzas 
de  «bay-rhum»  o  espíritu  de  laurel.  Apliqúese  la 
loción  a  la  cabellera  por  medio  de  una  esponjita 
durante  algunas  noches,  y  las  canas  irán  desapare- 
ciendo paulatinamente.  Este  líquido  no  es  pega- 
joso ni  grasicnto,  ni  tampoco  produce  daño  de 
ningún  género  al  cabello.  Ha  estado  en  uso  du- 
rante generaciones  que  han  conocido  la  fórmula, 
con  los  más  satisfactorios  resultados. 

Para  extirpar  las  raíces  del  vello 

I  AS  damas  a  quienes  contraríe  el  crecimiento 
'-^  de  pelo  superfluo,  deben  saber  que  hay  un 
medio  de  hacerlo  desaparecer,  no  sólo  temporal- 
mente, sino  de  matar  por  completo  sus  raices. 
Para  este  propósito  basta  aplicar  porlac  puro  pul- 
verizado a  la  parte  donde  se  haya  presentado  ese 
huésped  molesto.  Este  tratamiento  se  recomienda 
porque  borra  instantáneamente  el  vello  y  además 
extirpa  para  siempre  sus  raíces  de  tal  manera  que 
el  vello  no  vuelve  a  hacer  su  aparición.  Una  onza 
de  porlac.  que  puede  usted  comprar  en  cualquier 
botica,  es  suficiente  para  el  caso. 

Renovación  del  cutis 

f^REO  poder  contribuir  en  al^o  a  la  felicidad 
^^  de  muchas  mujeres  revelando  un  interesante 
«secreto  de  belleza»  que,  en  gran  parte,  disipa  el 
temor  al  avance  de  los  años. 

Pienso  que  cuando  el  cutis  se  torna  incoloro, 


arrugado  y  feo  a  consecuencia  de  los  años,  o  -  - 
en  la  mayoría  de  los  casos  —  por  el  deplorable 
efecto  de  tratamientos  equivocados,  sólo  queda 
un  remedio  a  que  acudir.  Me  refiero  a  la  elimi- 
nación de  esa  capa  o  velo  rígido  y  apergaminado 
que  cubre  la  piel  nueva  y  lozana  oculta  por  el 
mismo,  fenómeno  que  invariablemente  se  repite 
en  todos  los  cutis  femeninos.  Para  llegar  paula- 
tinamente a  este  resultado,  se  usa  cera  mercoli- 
zada  buena,  que  durante  algunas  noches  se  ex- 
tenderá suavemente  por  el  rostro  sin  hacer  ma- 
saje. Poco  a  poco  la  piel  externa,  sin  vida,  em- 
pieza a  desprenderse  en  pequeñas  partículas,  de- 
jando en  descubierto  el  hermoso  y  aterciopelado 
cutis  que  se  encuentra  inmediatamente  debajo. 
Conozco  algunas  damas  que  han  recurrido  a  este 
sencillo  procedimiento,  y  hoy  sus  cutis  son  per- 
fectos. 

Como  la  mayoría  de  las  mujeres,  tengo  horror 
a  parecer  vieja,  de  manera  que  ha  sido  para  mí 
una  gran  satisfacción  el  descubrimiento  y  resul- 
tado de  este  método  tan  sencillo  como  eficaz. 

El  atractivo  de  los  Cabellos  Abundantes 

T  A  belleza  del  cabello  contribuye  poderosamen- 
te  al  magnetismo  personal  de  damas  y  caba- 
lleros. Lo  mismo  las  actrices  que  las  damas  de 
la  sociedad  elegante,  están  siempre  a  la  mira  de 
cualquier  producto  inofensivo  que  aumente  la 
natural  hermosura  de  su  cabellera.  El  remedio 
novísimo  es  usar  stallax  puro  como  shampoo  a 
causa  de  la  brillantez,  suavidad  y  ondulación  que 
produce  en  el  pelo.  Como  el  stallax  no  ha  sido 
usado  nunca  antes  de  ahora  para  este  efecto,  sólo 
lo  reciben  los  droguistas  en  paquetes  con  sello 
original,  conteniendo  cada  uno  cantidad  suficien- 
te para  veinticinco  a  treinta  lavados  de  cabeza. 
Una  cucharadita  de  las  de  café  llena  de  los  olo- 
rosos granulos  del  stallax,  disuelta  en  una  taza 
de  agua  caliente,  es  más  que  bastante  para  cada 
shampoo.  Beneficia  y  estimula  grandemente  el 
cabello,  además  del  efecto  embellecedor  que  le 
produce. 


Cómo  una  oferta  excepcional  al 
MUNDO      ELEGANTE 

LIQUIDA 

una  Primorosa  Selección  de  Tapados 
y  Salidas  de  Baile  de  Gran  Moda, 
todos  ellos  Modelos  Exclusivos  de  la 
Casa  y  Únicos  en  el  Mundo,  a  fin  de 
dar  cabida  al  nuevo  stock  de  mer- 
caderías   para    la    próxima    estación. 


Las  personas  que  rinden  culto  al 
arte  de  vestir,  deben  aprovechar 
esta  oportunidad  sin  precedente  para 
hacer  sus  compras,  tanto  de  Vestidos 
y  Tapados  como  de 
Lencería  fina. 


Una  visita  a  la  casa 
para  apreciar  la  ca- 
lidad y  singular  buen 
gusto  de  los  artícu- 
los que  se  ponen  en 
\'enta,  será  un  mo- 
mento de  grata  sa- 
tisfacción. 


—  T^flS^^-r^ 


E  L 


ARTE 


E   N 


E   L 


ROSEDAL 


NO    VAN    A    SER    L."._    ^ .     „.„    ,.„... ^„    >. .    >,--     ..CAPAREN     LAS    BELLEZAS     DEL    ROSEDAL.     TAMBIÉN    LOS    ARTISTAS    BUSCAN     ALLÍ     OXÍGENO    PARA 

SUS    PULMONES    Y    PARA    SU    ARTE.    PERO |0H    FATALIDAD!  NI    EN    AQUEL   SITIO    LOGRAN    VERSE    LIBRES    DE    LA    CRÍTICA    NI    DE    LOS    CRÍTICOS. 


No   se  figura    usted   lo   que   puede   hacerse    con 

una    Incubadora    a    corriente     eléctrica.     Visite 

la      Exposición      de       Avicultura      "Excelsior" 

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Aires,    para   darse    cuenta,    o    envié    i   peso 

por    los    Catálogos    diferentes   sobre 

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Mi  desesperación 


Mi  desesperación  no  reco- 
nocía límites;  una  horrible 
caspa  destruía  lentamente 
mi  cabellera,  dando  a  mi 
rostro  el  prematuro  aspecto 
de  la  vejez. 

Recurrí  al  remedio  que 
muchísimos  proclamaban 
como  INSUPERABLE,  y 
hoy  gracias  a  su  empleo,  mi 
cabellera  es  hermosa  y  abun- 
dante, siendo  mi  orgullo  y 
la  envidia  de  todos. 

Específico  Boliviano 

BENGURIA 

su  solo  nombre  es  un  sello 
de  garantía. 

Recomendado  por  emi- 
nentes personajes  del  mundo 
entero  como   ÚNICO   para: 

Detener  instantánea- 
mente la  caida  del  cabello. 

Extirpar  de  inmediato 
la  caspa. 

Devolver  a  las  canas, 
sin  teñirlas,  su  color  pri- 
mitivo. 

CURAR   LA  CALVICIE 


Ponemos  sobre  aviso  6^ 

al  público  en  general,  que  mercaderes  sin  conciencia,  abusando  de  un  caso  fortuito  de  coincidencia 
de    domicilios,  tratan    de    robar    al    público,    endilgándole    una    preparación    insuficiente   y   mala, 

apoyándose  en  el  formidable  éxito  conseguido  por  el 

Específico  Boliviano  BENGURIA 


CUYA     MAYOR     RECLAME     SON     SUS 


CATORCE    AÑOS    DE    ÉXITOS    NO    INTERRUMPIDOS 


CERTIFICADO 

DE    LA    DISTINGUIDA    SEÑORA    ELVIRA 
QUANT    DE    VALENZUELA 

Por  la  presente  hago  público  mi  agradecimiento  y 
para  bien  de  las  personas  atacadas  de  caspa,  caida  de 
pelo  y  calvicie,  hago  constar,  por  haberlo  usado,  que  con 
el  Específico  Benguria  ha  desaparecido  en  su  totalidad 
¡a  caspa,  que  tanto  me  molestaba  y  que  ocasionó  la 
pérdida  de  mi  cabellera,  estando  a  la  fecha  con  mi  ca- 
bellera recuperada  y  el  pelo  sano  y  sedoso,  siendo  la 
admiración  de  las  personas  que  han  visto  tan  sorpren- 
dente resultado. 

Doy  este  certificado  para  los  usos  que  crea  conve- 
niente el  Dr.  Benguria 

Firmado:     Elvira   Quant  de    Valemuela. 
Calle.   Migue  de  la  Barra,  .765  —  Santiago. 


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atendido  personalmente  por  el  hijo  del  Inventor. 

Doctor    RAFAEL     BENGURIA     B. 

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U    N 


RODEO 


E    N 


L    A 


PAMPA 


He  aquí  que  sobre  la  inmensa  planicie  re- 
cobra sus  instintos  ancestrales  el  pueblo  ario. 
Los  modernos  descendientes  de  aquella  raza 
nómada  que  hace  millares  de  siglos  abandonó 
los  valles  de  la  Bactriana,  e  impelida  por  la 
necesidad  emigró  a  Europa  en  grandes  aludes 
humanos,  ha  continuado  su  éxodo  hacia  occi- 
dente pasando  el  mar. 

El  ario  era  pastor;  no  sabía  construir  ciuda- 
des ni  casas  de  piedra  o  ladrillo.  Seguía  las 


márge.nes  de  los  ríos  do.ide  el  pasto  y  el  agua 
alime.Ttaban  sus  ganados.  Al  encontrar  un 
sitio  que  los  jefes  consideraban  bueno  para 
descansar  durante  el  verano  y  el  invierno,  la 
tribu  levantaba  ranchos  de  madera  y  paja 
y  allí  permanecía  hasta  la  llegada  de  marzo. 
mes  en  el  que  se  inicia  la  primavera  en  el 
hemisferio  boreal.  Algunas  de  esas  estaciones 
de  reposo  son  ahora  ruinas  de  ciudades. 
Así  el  emigrante  ario,  viajando  los  tres  me- 


sas ds  marzo,  abril  y  mayo,  llegó  hasta  los 
límites  occidentales  de  Europa.  Ahora  prosi- 
gue su  labor  pastoril  más  allá  del  océano  para 
mayor  gloria  y  riqueza  de  la  Argentina. 

Los  rodeos  de  hacienda,  grandes  y  pequeños, 
vienen  a  ser,  pues,  una  continuación  de  las 
labores  pastoriles  que  emprendieran  hace  si- 
glos los  habitantes  de  la  Bactriana  que,  por 
obra  de  la  necesidad,  fueron  los  civilizadores 
del  mundo. 


FAJAS   SOBRE    MEDIDA 

PARA 

HOMBRES   Y  SEÑORAS 


DISPONEMOS    DE    UN    EXTENSO   SURTIDO    DE    MODE- 
LOS,   TANTO    PARA    EMBELLECER    EL   CUERPO,    COMO 
PARA    CUALQUIER    DEFECTO    DEL    MISMO. 

SE  APLICAN  EN  LAS  FAJAS,  PLACAS  PNEUMÁTICAS 
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suplemento    DE    «CARAS    Y   CARETAS» 

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dos los  agentes  de  •Cap.».s  y  Caretas»,  o  directamente  a  la 
administración,    calle   Chacabuco,    151/155,    Buenos  Aires. 


La  belleza  física  pronto  se  marchita  cuando  no  está  sostenida 
por  una  buena  salud  y  un    organismo   fuerte. 

En  efecto:  nada  hay  que  tanto  envejezca  ni  que  tanto  destruya  la  corrección  de  lineas 
como  los  sufrimientos  físicos.  La  imperceptible  mueca  de  dolor,  o  el  malestar  mental  que 
causan  las  enfermedades  nerviosas,  se  traducen  en  arrugas,  en  carnes  flácidas  y  en  pali- 
deces que  no  hay  ingrediente  de  tocador  alguno  capaz  de  borrar  nuevamente. 

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preserva   la  belleza,    haciendo   cuerpos   sanos  y  robustos.  Además,   limpia  la  sangre    de 
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LAS        MUJERES 


E  N 


EL        ARADO 


El  amargo  titulo  de  la  no- 
vela italiana  viene  bien  para 
comentar  esta  fotografía. 

Esta  señorita  de!  arado  no 
sufre  el  terrible  yugo  que  la 
miseria  y  el  egoísmo  mas- 
culino imponen  a  las  muje- 
res en  algunos  países,  donde 
la  esposa  apareada  al  asno 
tira  del  antiquísimo  arma- 
toste con  que  se  abren  los 
surcos. 

Los  hombres  estaban  lejos, 
ante  el  enemigo.  La  tierra, 
que  no  se  detiene  como  el  sol 
de  Josué  para  esperar  el  tér- 
mino de  una  batalla,  necesi- 
taba el  cultivo,  y  las  muje- 
res supieron  reemplazar  a 
los  labradores  ausentes. 

En  Norte  América,  ellas 
se  dedicaron  a  la  agricultu- 
ra con  todo  el  entusiasmo  y 
la  tesonería  que  saben  poner 
en  las  laboréis.  Nuevas  tareas 
realizadas  como  nuevos  de- 
portes, donde  la  utilidad  se 
unía  a  la  emoción,  eso  fueron 
las  ocupaciones  del  campo 
para  las  mujeres  norteame- 
ricanas. Fundáronse  rápida- 
mente escuelas  profesionales, 
y  pronto  las  labradoras  co- 
menzaron a  cumplir  sus  nue- 
vos deberes  con  tanta  peri- 
cia como  los  más  duchos  la- 
bradores. En  Europa  tam- 
bién se  hizo  lo  mismo,  conju- 
rándose de  esta  manera  par- 
te del  peligro  inmediato  del 
hambre. 

La  intervención  eficaz  de 
la  mujer  ha  redimido  a  sus 
compañeras  esclavas,  que  ya 
no  se  uncirán  al  yugo  junto 
a  la  bestia  de  tiro  y  bajo  el 
látigo  despótico  del  hombre 
egoísta  y  pobre. 


AL    MENTOL.    CONTRA    RESFRÍOS     Y     GRIPPE. 
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gantif,  del  Hospital  Airear,  Cangallo  1631 
El  médico  que  suscribe  certifica  que    usa     NASYL  en  todos   los  casos 
que  la  práctica  lo  aconseja.   Su   higiene  en   la    preparación  como   tam- 
bién la    disposición  de   la  oliva  nasal    que    posee,   son   dos  factores  de 
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el  motor.  El  ruido,  uso  excesivo  de  combustible, 
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Esta  aplicación  es  muy  sencilla.  No  hay  necesidad 
de  pulir  ni  quemar.  Simplemente  hay  que  poner 
una  onza  del  Desprendedor  en  cada  cilindro  por  la 
abertura  de  la  bujía  de  chispa,  donde  se  dejará  de 
30  á  45  minutos.  No  importa  la  acumulación  de 
carbón  que  haya,  el  Desprendedor  Johnson  penetra 
y  reblandece  el  carbón— entonces  el  calor  del  motor 

lo  quema  y  pulveriza, 
haciéndolo  salir  por  el 
tubo  de  escape  cuando 
el  coche  está  en  movi- 
miento. 

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No  importa  cuánto  se  use  o 
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puede  perjudicar  ninguna 
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la  lubricación  ni  el  aceite  en 
la  caja  de  arranque.  Dismi- 
nuya Ud.  la  acumulación  del 
carbón  agregando  cuatro  on- 
zas del  Desprendedor  Johnson 
a  cada  10  galones  de  gasolina. 

Se  garantiza  que  el  Desprendedor 
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TOILETTE 


Un  auto-piropo,  un  auto-madrigal  es  la  «toilette».  Entre  los  más 
galantes  madrigales  y  media  hora  de  tocador,  la  mujer  elegirá  siempre 
este  último.  Y  lleva  razón,  porque  la  «toilette*  es  una  fuente  copiosa, 
una  siembra  afortunada  de  piropos  y  madrigales.  El  ingenio  galante 
del  hombre  tiene  en  la  «toilette»  su  musa  más  inspiradora. 

La  «toilette»  vence  al  tiempo,  porque  aviva  la  juventud,  detiene  la 
edad,  borra  los  estragos  del  cansancio,  disimula,  oculta. . . 

En  la  íntima  conferencia  con  el  espejo,  la  mujer  habla  de  si  misma, 
se  enaltece  a  sí  misma,  sin  necesidad  de  palabras.  La  «toilette»  es  la 
elocuencia  de  la  hermosura. 

Hay  muchas  clases  de  «toilette»,  tantas  como  especies  de  mujeres 
existen  en  la  tierra.  La  más  primitiva  es  la  realizada  ante  el  espejo 
del  agua  tranquila.  Allí  se  peinó  por  primera  vez  nuestra  madre  Eva; 
allí  supo  que  Dios  la  había  creado  hermosa.  Oid  este  madrigal  abs- 
temio, es  decir,  donde  no  entra  para  nada  el  alcohol  de  las  lociones 
y  extractos: 

Si  el  agua  te  es  placentera, 
hay  allí  fuente  tan  clara 
que  para  ser  la  primera 
entre  todas,  sólo  espera 
que  tú  te  mires  en  ella. 

Hecho  el  elogio  de  la  «toilette»,  citaremos  unas  palabras  de  Aulo 
Gelio  que,  aun  refiriéndose  a  los  hombres,  pueden  encerrar  una  lección 
femenina: 

«  No  se  alababa  (se  refiere  a  la  antigüedad  romana)  a  un  hombre 
llamándole  elegante;  hasta  el  tiempo  de  M.  Catón,  o  poco  menos,  fué 
vicio,  y  no  cualidad.  Vése  la  prueba  de  esto  en  muchos  escritos,  y, 
entre  otros,  en  la  obra  de  M.  Catón,  titulada:  Queja  sobre  las  costum- 
bres, en  la  que  se  lee:  «Creían  que  la  avaricia  encerraba  todos  los 
vicios.  El  lujo,  la  avidez,  la  elegancia,  la  pereza,  obtenían  sus  elogios». 
Elegancia,  pues,  no  significaba  entonces  delicadeza  de  espíritu,  sino 
refinamiento  en  los  manjares  y  vestidos.  Más  adelante  dejó  de  censu- 
rarse al  hombre  elegante;  pero  no  se  le  creyó  digno  de  elogio,  a  menos 
que  su  elegancia  no  fuese  muy  moderada.  Así  es  que  Cicerón  no  alaba 
a  L.  Crasso  y  a  Q.  Scévola  por  su  elegancia  solamente,  sino  porque  su 
elegancia  va  unida  con  la  economía:  «Crasso,  dice,  era  el  más  econó- 
mico de  los  elegantes;  Scévola  el  más  elegante  de  los  económicos.  » 


Es  una  ganga  lo  que  ofrezco,  como  siempre  con  plata  en  mano 


¡¡Lo  más  sólido  y  de  buen  gusto!!  Dormitorio  Francés  con  artísticas  aplicaciones  de   bronce,  lunas  biseladas. 

Con  incrustaciones  de  palo  de  rosa  y  finas  aplicaciones  de  marquetería  importada,  compuesto  de  1  ropero  3  cuerpos,  1  cama  camera  con 
elástico  superior,  mesa  de  luz,  cómoda- toület  con  tocador  de  alas  movibles,  2  sillas  juego  en  cedro-caoba  y  raí  ees  de  Tuya,  muy  vistoso.  Por$ 


Comedor  con  vitrinas,  de  roble  o  cedro-caoba  macizo,   estilo   bombé,   con  Bronces. 

RECLAME. — Juego  compuesto  de   1  aparador,   1     trinchante,     1    mesa  para    6    cubiertos,    6    sillas    asiento    tapizado     o    esterilla  ODn 
y  2  columnas.   Por $  VÜU 


Dormitorio  de  roble  N.  Americano,  con  aplicaciones  de  bronce,  lunas  y   cristales   biselados. 

Juego  compuesto  de:    1   ropero  3  cuerpos,  mesa-toillet,  cama  camera  elástico  especial,  mesa  de    luz    con    repisa,    2  sillas    percha,    AVi 
toallero  y  colcha .  Por $     ■»'*' 

CASA    SANZ    -    826,  Sarmiento,  844,  casi  esquina  Esmeralda    -    No  confundir. 

Embalaje,    conducción    y    catálogos,    gretis.     —     No    tiene    Sucursal. 


— IZ^LJ^-'^S 


VADEANDO        UN 


R   I   O 


A    TKAVÉS    DE    LA    MANIGUA    CUBANA,    ESE    PRODIGIO    DE    VEGETACIÓN    QUE    ESMALTA    EL   SUELO    DE    LA     HERMOSA     ISLA,     SE     ABREN     PASO     INNUMERABLES     RÍOS     DE     HONDA     CO- 
RRIENTE.   TAREA    DIFÍCIL   RESULTA    VADEARLOS,    Y    EN    ELLO   SON    MUY    HÁBILES    AQUELLOS    GANADEROS. 


Ninguna  mujer  llega  a  la  vejez 

prematura,  cuando  se  preocupa  de 
conservar  su  belleza.  Lea  lo  que  dice 

Mme.   Charlotte   Rouvier. 


Eficaz  remedio  contra  el  vello 

\/fUCHAS  damas  saben  cómo  combatir  tempo- 
raímente  ese  crecimiento  del  vello  que  las 
afea,  pero  pocas  conocen  un  remedio  permanente. 
Para  este  propósito,  debe  usarse  porlac  puro  pul- 
verizado. Compre  usted  una  onza,  poco  más  o 
menos,  en  su  botica,  y  aplíquelo  directamente  a 
la  parte  de  pelo  que  le  moleste.  El  objeto  de  este 
tratamiento  no  es  solamente  la  repentina  desapa- 
rición del  vello  o  pelo  superfluo,  sino  que  mata 
stís  raices  por  completo  en  un  espacio  de  tiempo 
relativamente  corto. 

Eliminación   del   mal  cutis 

T^ODA  mujer  tiene  un  cutis  bello,  precisamente 
debajo  de  su  cutis  feo.  Cuando  la  piel  está 
sana,  sufre  un  constante  cambio  y  desprende  con- 
tinuamente diminutas  partículas  de  residuos  en 
escamas  microscópicas.  Cuando,  por  cualquier  cir- 
cunstancia, la  piel  no  desprende  estas  partículas 
en  la  forma  debida,  permanecen  adheridas  donde 
se  encuentran  y  forman  un  cutis  marchito,  feo  y 
sin  vida. 


Es  evidente,  pues,  que  lo  que  debe  hacerse  es 
ayudar  a  la  naturaleza  en  este  proceso  de  elimi- 
nación. La  mejor  manera  consiste  en  aplicar  sobre 
el  cutis  un  poco  de  cera  mercolizada  pura  en  la 
misma  forma  que  si  se  tratara  de  cold  cream. 
Esta  substancia,  que  nada  tiene  de  desagradable, 
obra  directamente  sobre  la  epidermis  sin  vida  y 
la  separa  en  pocos  días,  dejando  a  la  vista  la  piel 
fresca,  joven  y  perfecta  que  se  encuentra  inme- 
diatamente debajo,  o  sea  el  cutis  natural. 

Para  poner  en  práctica  este  método  tan  sen- 
cillo, basta  adquirir  en  la  farmacia  un  poco  de 
buena  cera  mercolizada  y  aplicarla  al  rostro  du- 
rante algunas  noches.  El  conocimiento  de  lo  que 
por  este  procedimiento  tan  simple  puede  conse- 
guirse, basta  para  quitar  a  las  mujeres  buena 
parte  del  horror  que  el  avance  de  los  años  suele 
inspirarles.  Ninguna  mujer  se  preocupa  de  los 
años  que  tiene,  mientras  parece  joven. 

Exterminación  de   los  barrillos 

T  A  grasitud  y  brillantez  del  cutis,  la  dilatación 
■^  de  sus  poros  y  los  puntos  negros  que  tanto 
afean,  son  defectos  que  no  dejan  menguar,  con 
su  existencia,  los  encantos  de  un  rostro  femenino 
y  mucho  menos  siendo  posible  librarse  de  estas 
molestias  instantáneamente,  por  medio  de  un 
nuevo  y  científico  procedimiento,  tan  sencillo 
como  eficaz.  Obtenga  algunas  tabletas  de  stymol 
en  cualquier  buena  farmacia,  tratando  de  con- 
servarlas bien  tapadas  y  aisladas  de  la  humedad. 
Eche  una  tableta  en  un  vaso  con  agua  caliente  y 
tan  pronto  como  la  efervescencia  que  produce 
haya  cesado,  bañe  usted  su  rostro  con  el  agua 
estimolizada,  secándose  luego  con  una  toalla  lim- 
pia y  blanda.  El  efecto  es  asombroso,  y  quedará 
usted  encantada  al  notar  que  los  puntos  negros 
habrán  salido  fácilmente  y  sin  dolor,  la  grasitud 
habrá  desaparecido  y  los  poros  dilatados  se  habrán 


contraído,  dejando  la  cara  alisada,  limpia  y  fresca. 
Es  necesario  repetir  el  tratamiento  con  intervalo 
de  algunos  días  a  fin  de  obtener  un  resultado 
permanente. 

No  ponga  Vd.  cara  de  viejo 

T  AS  canas  añaden  años  a  nuestra  persona.  Las 
^-^  desventajas  de  teñirse  el  pelo  son  tantas,  que 
no  es  necesario  mencionarlas.  Pocas  personas  sa- 
ben que  una  sencilla  receta  al  estilo  de  nuestros 
abuelos,  que  puede  hacerse  en  casa,  devuelve 
prontamente  el  color  primitivo  a  las  canas  sin 
producir  ningún  daño  al  cabello.  No  hay  más  que 
comprar  en  la  botica  dos  onzas  de  tammalite  con- 
centrada y  mezclarlas  con  tres  onzas  de  bay  rhum 
o  espíritu  de  laurel.  Con  una  esponjita  se  aplica 
la  loción  al  cabello  durante  algunas  noches  y  se 
conseguirá  perfectamente  el  objeto  deseado.  Esta 
fórmula  tan  sencilla,  ha  dado  el  mejor  resultado 
a  cuantos  la  conocían  y  usaban  en  las  pasadas 
generaciones. 

Para  hermosear  y  hacer  crecer  el  cabello 

T  OS  jabones  y  los  shampoo  artificiales  causan 
la  ruina  de  muchas  cabezas  de  preciosa  ca- 
bellera. Pocas  personas  saben  que  una  cuchara- 
dita  de  las  de  café,  llena  de  buen  stallax,  disuelto 
en  una  taza  de  agua  caliente,  ejerce  una  natural 
afinidad  sobre  el  pelo  y  constituye  el  lavado  de 
cabeza  más  delicioso  que  pueda  imaginarse.  Deja 
el  cabello  brillante,  suave  y  ondulado,  limpia  com- 
pletamente la  piel  del  cráneo  y  estimula  en  gran 
manera  el  crecimiento  del  pelo.  Se  vende  en  las 
boticas  solamente  en  paquetes  sellados,  a  un  pre- 
cio que  no  es  elevado,  porque  cada  envase  con- 
tiene cantidad  suficiente  para  hacer  de  veinticin- 
co a  treinta  shampoo,  lo  que,  al  fin  y  al  cabo, 
resulta  económico. 


AÑO   IV 

NÚM.  39, 


BUENOS  AIRES, 
JULIO    DE    1919. 


P^ETRsATO  DE  LA.  DAMA  AvRsG ENTINA- 

^D~  (s)QVOolinayjernanüezyoec^iíümr 


OLEO    DE 
FR-A.NCOIS 


reDnEI>\DDE 
DONCARLjQS 

k^  rsT*     ATA  /■r  AD 


I3>i_7V^^ 


OS  alrededores  de  Buenos  Aires  tienen  poéticos 
lugares,  elegidos  por  algunas  figuras  de  la  alta 
sociedad  porteña  para  levantar  sus  mansiones, 
a  semejanza  de  lo  hecho  por  los  grandes  señores 
de  pasadas  épocas.  En  San  Fernando,  pueblo 
pintoresco  que  eleva  sus  torreones  y  perennes 
frondas  sobre  el  Río  de  la  Plata,  este  palacio,  de 
sobrias  líneas  arquitectónicas,  presenta  un  bello 
conjunto  que  responde  a  los  estilos  franceses 
predominantes  durante  el  último  tercio  del  siglo  xvni. 

Un  jardín,  evocador  de  aquellos  parterres  y  boscajes  de  Versalles,  donde 
el  mármol  de  las  estatuas  parecía  animarse  bajo  las  bóvedas  verdes  y  las 
guirnaldas  de  rosas,  envuelve  la  casa  de  los  señores  de  Alvear-Elortondo, 
aromándola  con  un  perfume  de  tiempo  y  de  refinamiento. 

Nos  obliga  a  ser  breves  en  la  visita  y  descripción  de  esta  morada  suntuosa, 
la  abundante  información  gráfica  que  de  ella  ofrecemos  a  nuestros  lectores, 
como  ejemplo  de  lo  que  pueden  conseguir  la  distinción,  fortuna  y  buen  gusto. 


cuando  se  proponen  realizar  fines  artísticos,  haciendo  del  hogar  un  pequeño 
museo,  donde  adquieren  realce  todas  las  bellas  cosas  del  pasado. 

Rodea  el  hermoso  parque,  sombreado  por  macizos  de  fronda  y  anchos 
senderos  de  eucaliptus,  una  sólida  verja  de  hierro  entretejida  por  enredaderas 
que  se  aprisionan  a  modo  de  tapiz,  hasta  formar  una  tupida  malla  de  hojas 
y  raíces  obscuras. 

Al  fondo,  recortando  sus  blancas  fachadas  patinosas,  sus  frontones  de 
línea  neo  clásica,  sus  columnarios,  balaustradas  y  balcones  de  piedra,  la 
casa  parece  fiel  trasunto  de  aquellos  célebres  castillos  de  Compiegne  y  Saint 
Cloud,  donde  todavía  reviven,  entre  los  belvederes  y  silenciosas  platabandas 
de  ásteres,  vagos  recuerdos  del  fausto  y  magnificencia  señorial  de  la  corte 
decadente  de  Francia. 

Da  acceso  al  palacio  un  gracioso  templete  de  arcos  rebajados,  con  gran- 
des farolas  de  hierro.  La  entrada  es  de  estuco  y  puertas  de  cristal,  tenien- 
do por  adorno,  a  ambos  lados  de  la  escalinata,  dos  lindas  jardineras  de 
mármol  y  bronce,  con  plantas  raras  y  decorativas. 

La  parte  destinada  a  recibimiento,   responde,  en   términos  generales,  al 


>v^- 


periodo  Luis  XVI.  Los  tonos,  claros  y  armoniosos. 
En  el  hall  cuadrangular,  separado  del  jardín  de 
invierno  por  ancha  mampara  de  cristales,  se  acu- 
mulan valiosos  objetos,  muebles,  pinturas,  tapices 
y  otras  manifestaciones  de  arte,  que  responden  al 
sentido  general  de  la  decoración. 


ÁNGULO    DEL    HALL,    CON  RETRA- 
TOS    ANTIGUOS     DE     LA     FAMILIA 
DE     ALVEAR. 


DETALLE      DEL 
INTERCOLUMNIO. 


A  los  costados  de  la  puerta  de  entrada,  hay  dos 
cómodas  del  Renacimiento  con  relieves  que  repre- 
sentan escenas  religiosas.  Sobre  ellas,  jarrones  chinos 
y  de  la  Compañía  de  Indias,  y  otros  de  la  Fábrica 
Real  de  Copenhague. 

Hermosos  cuadros  de  familia  penden  de   los   mu- 


CHIMENEA   DE    PIEDRA    DE    PARÍS 

Y    CUADRO     DE     LA    BATALLA     DE 

ITUZAINOÓ. 


— psLJv:^  "va-rTts^N.— 


ros.  —  imitación  de  piedra  patinada, 
ofreciendo  excepcional  interés  el  retrato 
de  doña  Teodolina  Fernández  de  Alvear. 
vestida  a  la  moda  de  1860. 

Otros  retratos  interesantes,  son  el  de 
D.  Die^o  de  Alvear  y  Ponce  de  León,  al- 
mirante de  'a  Armada  española,  y  el  de 
su  hijo  D.  Carlos,  genera!  procer  de  !a  In- 
dependencia, firmado  por  E.  Boutigny. 

En  el  ángulo  de  la  derecha,  sillones  y 
estrados,  énoca  de  la  Reina  Ana,  con  be- 
llas tapicerías  entonadas  en  azul  y  blanco. 

Varias  alfombras  de  tonalidad  sinople 
y  rojo  coral,  con  labores  geométricas  deli- 
ciosamente combinadas,  dan  relieve  a  los 
objetos  y  muebles  antiguos,  dispuestos  en 
artística  desigualdad. 

La  chimenea,  de  piedra  de  Fads.  está 
guarnecida  con  preciosa  tela  de  brocado 
de  plata,  y  tiene  tallados  los  escudos  no- 
biliarios de  Alvear  y  otros  apellidos  con 
él  entroncados,  sustentando  un  busto  de 


terracota,  obra  del  escultoi-  Jean  Baptis^e 
Golberg  (1619-1685). 

A  derecha  e  izquierda  de  !a  chimenea, 
hay  dos  biombos  de  Coromandel  y  Malaca, 
respectivamente,  de  mucha  antigüedad  y 
belleza. 

En  el  fondo,  junto  al  intercolumnio  don- 
de luce  la  reproducción  de  la  famosa  Ve- 
nus de  Cánova,  arranca  la  escalera  de  ho- 
nor, adornada  con  antigua  tapicería  de 
Flandes;  y  a  la  altura  del  primer  piso,  una 
galería  descubierta  con  dos  cuerpos  de 
columnas  carolíticas  y  pilares  fasoicu- 
lados. 

La  «antichambreis  cuyas  puertas  de  es- 
pejos biselados  conducen  a  los  gabinetes 
y  salas  de  recibo,  tiene  techo  de  bóveda 
y  muros  de  piedra  granulada,  revestidos 
con  hermosos  tapices,  representando  es- 
cenas de  cetrería. 

Detalle  acabado  de  la  selección  hecha 
por  don  Carlos  M.^  de  Alvear  y  su  señora 


SUNTUOSO    COMEDOR    DE    LINEA    REGENCIA.    CON    ENTREPAÑOS 


DE    IMITACIÓN    PIEDRA     Y     HERMOSAS     PINTURAS     ANTIGUAS. 


— i=>l:>v^-s 


■i^>^— 


Mercedes  Elortondo,  es  el  magnífico 
salón  de  estilo  Luis  XVI,  ornado  con 
«boisserie»  de  tono  malva  fileteada  de 
oro. 

Se  destacan  en  este  aposento  los 
muebles  con  hojas  de  Coromandel.  co- 
locados sobre  mesas  de  ornamentación 
orienta!,  la  chimenea  de  mármol  ve- 
teado, el  tapiz  flamenco,  las  sederías,  el 
retrato  de  la  Duquesa  Bonillón,  obra 
de  Tournieres.  y  un  óleo  del  paisajista 
Turner,  audaz  innovador  de  la  pintura 
de  paisaje  y  representante  caracterís- 
tico de  la  escuela  inglesa. 

Contigua  al  salón,  presenta  agrada- 
ie  aspecto  de  intimidad  la  sala  verde, 
con  <'boisserie>  del  mismo  color  y  de- 
corada con  un  retrato  de  Vallet  Bisson 
y  cuadros  de  Constable,  du  Paty,  Pa- 
risi,  Bellecour  y  Whinterhalter,  pintor 
'e  cámara  de  la   Emperatriz  Eugenia. 

Sirven  también  de  adorno  objetos 
de  platería,  marfiles,  ónix  y  cristal  de 
roca,  dispuestos  en  artística  vitrina 
chaflanada. 

El  comedor,  de  grandes  dimensio- 
nes, tiene  puertas  a  la  galería  del  Oes- 
te, recibiendo  la  luz  a  través  de  trans- 
parentes cortinas  blancas. 

En  los  muros,  cubiertos  de  entrepa- 
ños verdes,  hay  grandes  cuaaros  de 
escuela  holandesa,  y  sobre  el  damasco 
púrpura,  en  el  paramento  central,  unas 
flores  de  Mannoyer  entonadas  en  co- 
lores obscuros,  armonizan  bellamente 
con  los  muebles  de  línea  Regencia. 


EL    PASEO     DE    EUCALIPTOS. 


Dos  altas  vitrmas,  iluminadas  inte- 
riormente, guardan,  entre  otras  piezas 
de  mérito,  rica  vajilla  de  la  manufac- 
tura real  de  Sevres,  con  las  armas  im- 
periales de  Napoleón  111,  adquirida 
en  el  Luxemburgo. 

Frontero  a  la  «antichambre»  hálla- 
se el  despacho,  enguatado  de  damasco 
rojo.  Contiene  cómoda  sillería  fran- 
cesa y  modernos  pedestales  de  bronce. 

Haciendo  ángulo  con  el  balcón,  ocu- 
pa el  testero  del  fondo  una  típica  chi- 
menea de  márm*?!,  con  pulimento  y 
labores  del  siglo  XVI II. 

Son  de  gran  efecto  ornamental  en 
el  recinto  los  retratos  familiares  de 
D.  Fernando  y  D.  Gaspar  de  Alvear, 
este  último  capitán  general  de  Nueva 
Vizcaya  en  el  Virreinato  de  México, 
Caballero  del  Hábito  de  Santiago  y 
Gobernador  de  Cámara  del  Infante 
D.   Juan  de  Austria. 

Frente  a  estos  cuadros,  llenos  de 
noble  austeridad,  ponen  su  nota  mís- 
tica una  pintura  de  Alonso  Cano  y  otra 
de  escuela  primitiva,  representando  la 
adoración  de  Jesús.  *-- 

Tal  es,  sintéticamente,  esta  casa  que 
tiene  un  sello  de  aristocracia  y  cierto 
misterioso  encanto  frente  al  gris  del 
río,  entre  la  enjarada  de  un  verde 
suave  decorado  por  las  estatuas  mito- 
lógicas que  recuerdan  viejos  jardines 
señoriales,  donde  espíritus  selectos  se 
refugiaban  en  el  aislamiento  sin  per- 
der por  ello  el  contacto  vivificante  de 
la  ciudad. 


—  T=>LS^^^^ 


>>X— 


AS  mueblería'! 
de  Buenos  Ai- 
res (Buenos 
Aires  es  una  ciudad  de 
mueblerías  y  de  conserva- 
torios), ostentan  en  sus  in- 
mensos escaparates  mue- 
bles de  obscuro  color,  cuyo 
estilo  explica  invariable- 
mente un  letrero  con  gran- 
des caracteres:  pertenecen 
al  genésico  estilo  antiguo. 
Para  los  ebanistas  de  la 
metrópoli,  lo  antiguo,  de 
cualquier  época  o  lugar,  se 
resume  en  un  estilo  ex- 
clusivo que  difunden  con 
amplitud  generosa.  Desde 
la  acera  opuesta  se  advier- 
te el  alto  respaldar  de  los 
sillones,  la  delgada  colum- 
nita  con  torsión  —  la  co- 
lumnita  salomónica  —  y  la 
bola  que  aprieta  la  garra 
de  monstruo:  es  la  pata  de  la  mesa  o  del  di- 
ván. Esos  muebles  están  de  moda.  Se  exhiben 
en  los  principales  negocios  metropolitanos  y  en 
las  últimas  carpinterías  del  suburbio.  Y  están 
de  moda  porque  un  día  averiguó  el  público,  que 
Enrique  Larreta  instaló  en  Belgrano  una  casa  de 
tipo  arcaico  con  ornamentos  adecuados,  lienzos 
viejos,  vargueños  clásicos  y  herrajes  proceden- 
tes de  nobles  casonas  de  España.  Una  semana 
después,  Buenos  Aires  despertó  con  sueños 
coloniales.  ¿Y  por  qué  coloniales?  Es  muy 
sencillo.  La  casa  de  Enrique  Larreta  es  anda- 
luza y  como  el  país  fué  conquistado 
por  los  españoles,  lo  natural  es  que 
nuestro  sentido  de  lo  antiguo  com- 
prenda las  costumbres  decorativas  en- 
tre el  primer  burgo  habitado  hasta  el 
último  estertor  del  Virreinato.  Nos  he- 
mos vuelto,  por  lo  tanto,  evocadores 
de  la  colonia  y  sin  saber  cómo,  se  in- 
trodujo a  favor  del  fantasma  brusca- 
mente resurgido,  el  gusto  de  las  cosas 
afines:  junto  con  el  hipotético  colonial 
se  expandió  algo  análogo:  es  el  ¡aco- 
bean,  que  se  parece  tanto  al  jacobean 
verdadero  como  esas  tablas  rústica- 
mente ensombrecidas  se  parecen  al 
mobiliario  sobrio  y  austero  que  usa- 
ron los  habitantes  del  territorio. 
hasta  que  se  produjo  el  intenso  inter- 
cambio con  Europa  y  se  establecie- 
ron las  industrias  urbanas. 

¿Puede  acaso  concebirse  el  mueble 
•colonial»  y  el  mueble  jacobino  con 
las  decoraciones  modestas  de  antes? 
Eso  no  sería  posible:  sería  un  ana- 
cronismo. Con  este  motivo  apareció 
una  estética  especial,  un  arte  espe- 
cial, para  adornar  las  habitaciones. 
No  se  ven  sino  pantallas  sombrías, 
paños  de  tonos  procelosos,  papeles 
que  se  desvanecen  en  la  infinita  obs 
curidad  de  la  gama  lúgubre.  Basta 
recorrer  una  calle  del  centro  o  de  los 
puntos  apartados  para  observar  el 
rápido  progreso  de  la  nueva  orna- 
mentación doméstica.  A  través  d'; 
las  persianas  se  ve  el  reflejo  de  las  lu- 
ces multicolores  que  caen  con  triste 
placidez  sobre  las  cretonas  y  sobr-í 
las  torcidas  columnas.  También  son 
antiguas  las  marcas  de  los  cromos 
populares  y  los  doseles  que  velan  la 
recóndita  intimidad  de  la  alcoba;  co- 
lonial, oriental,  jacobean. . .  La  mez 
cía  es  profusa.  Esa  predilección  por 
los  colores  melancólicos,  por  los  trin- 
chantes monótonos  y  por  las  pom- 
posas chimeneas   de  portland  trajo. 


uQTLTICft^ 
DOML9TICA 

"aibtiJjro  ■ 

.  GLUCHUnOff 


como  era  de  esperarse,  la 
complicación  de  lo  asiático. 
La  importación  japonesa 
agregó  al  tumulto  la  nota 
lejana  y  exótica  del  Japón, 
con  el  ídolo  de  vientre  des- 
nudo, la  laca  fúlgida  y  la 
tela  de  flores  pálidas.  Hay 
que  ver  esos  muebles  y  hay 
que  ver  esas  cosas.  Nuestro 
buen  cedro,  el  humilde  ce- 
dro de  Tuoumán,  que  es 
tan  hermoso  cuando  no  sale 
de  su  auténtica  condición 
de  cedro,  se  convierte  bajo 
la  evocación  del  colonial  y 
del  jacobean,  en  una  mons- 
truosa fantasía:  lo  convier- 
ten en  nogal.  Esta  flamante 
estética  del  «interior»  de- 
nuncia más  que  nada  el 
espíritu  advenedizo  de  la 
gente,  su  ímpetu  para  imi- 
tar lo  que  no  comprende 
y  su  tendencia  a  aceptar  con  docilidad  la  impo- 
sición de  lo  que  se  ofrece  en  el  comercio.  Indu- 
dablemente, el  mobiliario  usual,  anterior  al  pre- 
dominio de  los  «estilos  antiguos  no  podía  ser 
más  anárquico  ni  más  feo.  Era  una  tosca  feria 
de  armarios  cubiertos  con  guarniciones 
de  bronce  y  de  líneas  ondulante,  que 
en  esa  etapa  de  la  historia  se  llaniaba 
regocijadamente  art  nouin'au. 
Había  que  concluir  con  ese  mer- 
cado absurdo  de  baratijas;  pero 
en  vez  de  ir  a  lo  simple,  al 
mueble  sin  presunción  (como 
son  el  colonial  efectivo  y  los 
efectivos  estilos  antiguos),  se 
ha  caído  en  lo  grotesco,  sin 
darse  cuenta  que  lo  esencial  de 
la  mueblería  reside  en  su  adap- 
tación a  la  vivienda  y  a  la  clase 
social  del  que  la  habita;  nos- 
otros optamos  igualitariamente 
por  el  armatoste  monumental 
que  lo  arrumbamos  con  idéntica 

indiferencia  en  el  palacio  de  amplins 
proporciones  como  en  el  departa- 
mentito  exiguo.  ¿Indicará  esa  manía 
restauradora,  que  es  en  realidad  fic- 
ción caricaturesca,  una  pausa  transi- 
toria entre  aquel  desordenado  amor 
a  la  pacotilla  chillona  y  el  adveni- 
miento de  un  sentimiento  más  serio 
de  la  estética  doméstica? 

El  público  de  Buenos  Aires  no  ha 
aprendido  aún  el  gusto  de  la  sencillez. 
Es  cierto  que  es  lo  que  más  tarda  en 
aprenderse  y  es  lo  que  más  define  un 
estado  de  civilización.  El  gusto  de  lo 
sencillo  es  precisamente  el  buen  gusto 
por  excelencia  y  del  cual  nos  dan  un 
ejemplo  en  mueblería  y  en  todo,  los 
franceses  y  los  ingleses,  con  su  noción 
cabal  de  la  armonía,  de  la  medida,  es 
decir  de  la  suma  discreción,  que  es  la 
suma  sabiduría  en  el  orden  artístico. 
La  característica  de  aquellos  mue- 
bles antiguos  consistía  en  la  senci- 
llez y  en  la  solidez.  Los  que  los 
hacían  no  pensaban  en  la  moda.  Pen- 
saban en  la  duración;  por  eso  resulta- 
ban bellos  y  económicos.  Pensemos 
hoy  en  lo  mismo  y  no  disfracemos  al 
cedro  de  nogal,  ni  intentemos  enga- 
ñar al  transeúnte  con  muebles  de  apa- 
riencia suntuosa  que  mañana  pondre- 
mos en  subasta  para  cambiarlos  por 
lo  que  sea  del  día,  sacado  de  la  con- 
tratapa de  la  revista  recién  venida 
de  París  o  de  Nueva  York.  Seamos 
honestos,   por  lo  menos,  en  eso... 


OLEO*D*P)AR9bUDC:>     (M) 


PROP!EDAD-I>DonJ05EMȒ1  ENIEI 


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]q5  oipóloAo^  dol 


—  Amigo  Quilques.  — dijo  el  Comisario,  al 
terminar  la  partida  de  «truco»  que  jugaba 
con  el  Juez  de  Paz.  el  curandero  y  otros  ami- 
gos, en  la  «pulperia»  de  don  Aniceto  Per- 
domo.  —  aura,  pa  postre,  cuéntenos  algunos 
cuentos,  de  esos  que  usté  sabe  componer,  tan 
lindos,  que  parecen  hechos  de  encargo  pa  em- 
bromar al  prójimo . . . 

Los  circunstantes  se  rieron,  porque  cono- 
cían la  mala  intención  que  el  viejo  ponía  en 
sus  narraciones  pintorescas,  a  modo  de  espi- 
na para  que  los  aludidos  se  pincharan,  dando 
asi.  expansión  a  sus  amables  astucias  de 
criollo. 

Al  oir  la  invitación,  todos  los  paisanos 
que  se  hallaban  en  el  almacén  se  aproxi- 
maron a  la  mesa  de  los  jugadores.  En  sus 
caras,  obscurecidas  por  la  intemperie,  se  no- 
taba el  regocijo  que  les  retozaba  por  dentro, 
insinuado  en  una  franca  sonrisa. 

El  viejo  Quilques  acabó,  al  fin.  de  liar  el 
cigarillo  de  tabaco  negro  que  hacia  rato  te- 
nia entre  los  dedos:  se  lo  llevó  a  la  boca  len- 
tamente, entornando  los  párpados  rugosos: 
lo  encendió  con  suma  parsimonia,  cruzó  la 
pierna  y  después  de  echar  una  bocanada 
de  humo  que  inundó  su  barba  hirsuta,  con- 
testó: 

—  Güeno.  amigo  Comisario,  si  usté  manda, 
yo  obedeceré,  como  milico  de  las  viejas  pa- 
triadas, de  aquellos  tiempos  en  que  el  soldao 
era  soldao  y  el  jefe.  jefe. 

Pareció  meditar  breves  momentos,  dando 
repetidas  chupadas  a!  cigarro.  Luego  miró 
al  representante  de  la  autoridad  significati- 
vamente, y  empezó  a  contar: 

—  Dicen  las  historias,  que  una  vez  Man- 
dinga se  metió  a  gaucho.   Cualquiera  crerá 
que   disfrasao   de  gente,   no   dejó  en  paz  la 
sesión,  como  Juan  Moreira.  ni   respetó  pelo 
ni  marca,   ni  hubo  hembra  que  se  escapase 
de  sus   garras.   Pues  no.  señores:   como  re- 
negao  de  Dios  qu'era.  no  se  iba  a  descubrir 
sonsamente.   Por   el    contrario,    ayudó   a   la 
autoridá.  persiguiendo  al  malevaje  en  cuanto 
se  cometía  un  robo  o  un  asesinato,  como  era 
concsedor  de  tuitos  los  de  su  calaña,  sabia  ande 
se  escondían,  y  en  un  dos  por  tres,  les  clavaba -la 
uña.   y  los  traiba  ataos  codo  con  codo.    Jueron 
tantas  sus  güeñas  obras  y  se  dio  tanta  maña, 
que  el  Gobierno,  agradecido,  lo  nombró  Comisario, 
qu'era  lo  qu'él  quería.  Pero,  pronto  le  vieron  la 
cola  y  le  tomaron  olor  a  misto.  ¿Y  saben  lo  que 
hizo  el  Gobierno,  cuando  lo  supo?   Lo   dejó   no 
más.    ande   estaba,    por   convenencias    políticas. 
Desde  entonces,  dicen  las  malas  lenguas,  que  no 
hay  Comisario  que  no  sea  el  mesmo  Mandinga. 

El  cuento  del  viejo  Quilques  fué  aplaudido  es- 
trepitosamente, y  el  Comisario,  riéndose,  le  hizo 
servir  ginebra. 

El  obsequiado  preguntó  con  sorna: 

—  ¿No  me  hará  daño? 

—  Pegúele  no  más,  —  respondió  el  Comisario. 
—  que  si  juera  mala,  hace  tiempo  que  se  habría 
ido  pal  otro  mundo... 

— -Ande  las  dan  las  toman, — dijo  el  viejo, — em- 
pinando la  copa  hasta  ver  el  fondo. 

—  ¡Ah,  viejo  ladino!  —  exclamó  el  Juez,  agre- 
gando: —  A  ver  otro  cuento,  que  tenemos  ham- 
bre de  oirlo  y  no  nos  ha  dao  sino  una  tira,  pa  dis- 
pertar más  el  apetito. 

—  Ay  va.  —  repuso  el  viejo,  y  no  se  quejen 
ri  no  es  de  su  agrado . . . 

Dicen  que  la  comadreja  había  robao  una  ga- 
llina y  ya  se  la  llevaba  pa  la  pila  de  leña  ande 
tenia  la  casa,  cuando  un  carancho  se  echó  encima 
e  la  presa  y  se  le  prendió,  dando  tirones  pa  sa- 
carla. . . 

—  La  agarré  yo  primero  —  dijo  la  comadreja, 
sorprendida. 

—  Yo  estuve  muchas  horas  aguaitándola,  es- 
perando que  anocheciera  y  no  se  va  a  dir,  así 
no  más.  con  e!  fruto  e  mi  trabajo. . . 

—  El  trabajo  lo  hice  yo.  mientras  usté  miraba. . . 

—  Miraba,  pero  si  usté  no  se  hubiera  entreme- 
tido, la  gallina  era  mía. 

—  Pa  que  jué  sonso  y  aguardó  tanto.  Ya  ve 
cómo  vale  más  llegar  a  tiempo  que  ser  madrugador. 


Y   usté  se  va  a  convenser.   señora,   que   la 
habiUdá  consiste  en  que  otros  trabajen  pa  uno... 

Y  pegando  un  fuerte  arrancón,  casi  se  alza,  con 
la  comadreja  y  la  gallina,  juntas. 

En  esto,  atráido  por  el  barullo,  se  acercó  el 
zorro  y  pregu.itó.  relamié.Tdose  el  hocico: 

—  ¿Qui  hay.  mis  güenos  amigos? 

Ninguno  quiso  contestarle,  de  juro  por  temor, 
pero  el  zorro  trató  de  convenserlos. 

—  Van  a  estar  disputando,  sin  resultado,  tuita 
la  noche,  hasta  que  venga  el  dueño  e  la  gallina 
y  los  deje  sin  merendar.  Óiganme  a  mí,  que  tengo 
esperencia.  Si  quieren  seré  Juez  y  resolveré  el 
asunto  de  acuerdo  estrilo  con  el  Código... 

—  ¿No  tiene  hambre?  —  preguntó  recelosa  la 
comadreja. 

-  No,  señora;  ¿qué  voy  a  tener?  Míreme  como 
estoy  de  gordo. 

La  comadreja  lo  esaminó  de  un  vistaso,  y  al 
verle  la  barriga  llena,  dijo  con  resolución; 

—  Por  mi  parte,  aceto. 

—  Y  yo  tamién,  —  dijo  el  carancho. 

—  Güeno,  —  contestó  el  zorro,  -  -  antes  de  em- 
pezar el  juicio,  venga  la  gallina. 

—  ¿Se  la  entregamos?  —  preguntó  la  comadreja 
al  carancho. 

—  -  Sí,  —  dijo  el  carancho;  —  aura  la  cuestión  es- 
tá en  manos  de  la  justicia.  .  . 

De    tuitas    maneras.  —  repuso    el    zorro, 
aunque  los  dos  la  tienen,  no  es  de  ninguno.  .  . 

Y  se  la  dieron,  convencidos  por  el  argumento. 
El  zorro  le  puso  una  pata  encima  y  en  tono 

solene,  dijo: 

Va  a  comensar  la  audiensia.   Espongan  las 
partes  sus  rasones. 

Y  en  seguida,  cada  uno  por  su  orden,  esplicó 
lo  sucedido,  pa  hacer  valer  sus  derechos. 

Cuando,  al  cabo  de  un  ratito,  no  tenían  más 
que  esponer,  el  zorro,  después  de  meditar  un  poco, 
pa  no  equivocarse,  dijo: 

—  Mi  deber  es  proponerles  la  conciliación. 
— -¿Y  qué  es  eso?     -  preguntó  el  carancho. 

—  -  Es  pa  ver  si  se  arreglan,  de  modo  que  cada 


uno  se  conforme  con  el  pedasito  que  le  toque.  .  . 

-  Yo  no  permito  que  la  partan,  -  dijo  furiosa 
la  comadreja. 

--■  Ni  yo  tampoco.   -  agregó  el  carancho. 

—  Ta  bien,  —  espresó  el  zorro;  —  voy  a  sen- 
tenciar, y  pie.isea  que  no  hay  apelación.  Oiganmé.T 
atentamente:  Aunque  el  ojeto  del  litigio  es  el  pro- 
duto  de  un  robo,  en  los  tiempos  atuales,  la  pro- 
piedá  pertenece  al  que  la  agarra  primero,  y  por 
lo  taito,  resuelvo  que  la  gallina  pertenece  por 
derecho  de  prioridá  a  la  comadreja. 

El  carancho,  al  verse  burlao,  le  tiró  un  garraso 
al  zorro  y  levantó  el  vuelo,  dando  grasnidos,  que 
en  esa  laya  de  pajarracos,  es  lo  mesmo  que  pro- 
testar. . . 

Entonces,  la  comadreja,  dueña  del  campo,  atro- 
pello, golosa,  pa  agarrar  la  gallina.  .  . 

—  Poco  a  poco,  —  gritó  el  zorro,  —  no  ande 
tan  ligera,  que  entuavía  no  he  acabao. 

Y,  sin  esperar  contestación,  de  una  dentellada 
le  sacó  a  la  gallina  las  plumas  de  la  cola  y  entre- 
gándoselas a  la  comadreja,  le  dijo; 

—  Eso  es  pa  usté. 

—  Y  la  gallina,  ¿pa  quién? 

—  La  gallina,  —  dijo  el  zorro,  apretándola  con 
fuerza  entre  los  dientes.  —  es  pal  pago  e  las  costas. 

La  conclusión  del  cuento  provocó  en  la  concu- 
rrencia indecible  entusiasmo,  y  el  Comisario  dijo 
al  Juez,  aprovechándose  de  la  indirecta  del  viejo; 

-  Lindo  palo  pa  su  rancho,  amigo. 

-  Usté  sabe,  —  -  contestó  el  aludido,  —  que  mi 
casa  es  de  material,  con  cimientos  de  ley. 

-—  Que  es  lo  mesmo  que  decir  de  costas. 

Y  dirigiéndose  a  Quilques,  el  cual  acaba  de 
beberse  otra  copa  de  ginebra,  no  sin  antes  haber 
preguntado  si  le  haría  daño,  lo  interrogó; 

—  Dígame,  viejo,  ¿entre  el  zorro  y  Mandinga, 
con  quién  se  queda? 

—  -  Con  ninguno,  —  contestó  éste,  —  porque  el 
zorro  tiene  mucho  de  diablo  y  el  diablo  mucho  de 
zorro.  Si  no  lo  quieren  creer,  pregunten  al  vecin- 
dario. .  . 


r'iiiiiiiiiniiiiniiiiiiiniíiiiiiiiiiiiinmi 


/^^^¿^^^z>-^^ 


Llueve  y  hace  frío.  .  . 
llueve 
una  agüita  menuda  que  es  nieve.  .  . 

Horas  y  más  horas 
cae  la  lluvia  leve.  . . 
la  ciudad,  sin  perder  una  gota, 
toda  el  agua  del  cielo  se  embebe.  .  . 
fango  líquido  enloda  las  calles... 
¡Llueve! .  .  . 

A  pasar  la  densa  y  húmeda  neblina 
el  sol  no  se  atreve.  .  . 
precipítase  negra  la  noche... 
la  tarde  es  más  breve. .  . 
y  persiste  el  agua  tenaz  y  monótona.  .  . 
¡Llueve! .  .  . 

¿Qué  emoción  extraña 
todo  me  remueve 


cuando  de  este  modo  monótono  y  triste 
llueve? 

¿Qué  atracción    romántica 
o  torpe  y  aleve 

me  empuja  a  las  calles  fangosas  y  obscuras 
estas  noches  de  invierno  que  llueve? 

¿Qué  rara  influencia 
que  tal  ansia  lleve 
de  vagar  por  las  calles  tortuosas 
me  domina  en  estas  horas  que  así  llueve? 

Evoco  la  pobre 
miserable  plebe 

sin  abrigo,  sin  pan,   sin   vestidos 
con  que  sobrelleve 
esta  vil  inclemencia  del  cielo... 
¡Llueve! . .  . 


iiiiiiiiuiiiiiiiiiiiiii:i:iiiiiiiiiiiii)iiii.S 


La  noche  -  verdugo 
mis  iras  promueve.  .  . 
¿Qué  extraño  que  todo 
mi  ser  se  subleve? 

pasa  un  pobre  niño  temblando  de  frío, 
todo  caladito  que  mi  alma  conmueve.. 

Con  desesperante  pertinaz  manera 
llueve 
¡y  como  agujitas  finas  que  se  clavan 


es  el 


aguanieve! . 


Yo  voy  por  la  calle  desierta  y  obscura 
y  empapa  mi  cuerpo  la  llovizna  leve... 
En  un  mundo  extraño  de  sentimentales 
divinos  anhelos  mi  alma  se  mueve 
y  suspiro  y  busco.  .  .   busco  un  algo  vago 
que  del  miserable  lodazal  me  eleve... 
Y  en  el  fango  líquido  me  hundo  y  chapoteo. . 
¡Llueve! . .  . 


ILUSTRACIÓN    DE    ALVAREZ. 


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IKIERESANTES  FORMACIONES  DE 
ARENISCAS  CERCA   DE   COLONIA 


El  estudio  de  la  geología  de 
una  comarca  es  tanto  más  inte- 
resante y  ameno,  cuanto  más 
variados  y  raros  sean  los  mate- 
riales de  su  composición. 

En  la  Patagonia,  el  viajero 
observador  encuentra  cosas 
muy  dignas  de  contemplar;  los 
rodados  tehuelches,  de  todas  las 
formas  y  matices,  las  grandes 
ostras  petrificadas,  los  cerros  y 
las  formaciones  de  areniscas, 
constituyen  elementos  natura- 
les curiosísimos;  estas  últimas 
se  presentan  en  formas  tan  va- 
riadas, complejas  e  imponentes, 
que  recuerdan,  ora  las  ruinas  de 
algún  castillo  feudal,  ora  los  res- 
tos de  un  antiguo  templo  pa- 
gano . . .  ¡Cuántas  veces  nos  he- 
mos quedado  extasiados  al  con- 
templar esas  formaciones  que 
de  cuando  en  cuando  se  ven  en 
aquella  lejana  y  solitaria  región 
argentina,  bajo  los  aspectos  más 
originales  y  fantásticos! 

El  suelo  patagónico  se  halla 
constituido  más  que  todo,  por  materiales  de 
acarreo  que  proceden  de  la  descomposición  de 
las  rocas  de  la  cordillera  como  igualmente  de 
las  rocas  eruptivas.  Dicho  material  se  compone 
en  mucha  parte,  de  rodados  y  arenas.  Hay  tam- 


ARENISCAS,     CAMINO     DE     LA     COLONIA 
ESCALANTE,   TERRITORIO    DEL  CHUBUT. 


SARMIENTO,    A    DOSCIENTOS      KILO- 
METROS  DE  COMODORO  RIVADAVIA. 

bien  limos  y  suelos  arcillosos  en 
las  hondanadas. 

En  la  zona  de  Comodoro  Ri- 
vadavia,  el  suelo  se  eleva  en 
forma  escalonada  desde  el  océa- 
no  Atlántico  hacia  adentro, 
O  sea,  al  Oeste,  constituyendo 
mesetas  de  cierta  elevación, 
interrumpidas  a  menudo  por 
quebradas  u  ondulaciones  que 
forman  los  cañadones. 

En  esas  mesetas,  como  en  la 
mayor  parte  de  la  llanura  pata- 
gónica, se  observan  depósitos 
terciarios,  constituidos  por  ban- 
cos de  formación  calcárea,  are- 
niscas, arcillas,  margas  y  tobas 
de  todos  colores  y  matices;  en 
algunas  partes,  filones  de  rocas 
eruptivas  atraviesan  las  mese- 
tas mencionadas. 

Según  Ameghino,  el  espesor 
de  la  sección  patagónica  alcanza 
a  300  metros.  Sobre  su  exten- 
sión se  encuentra  la  «ostra  pata- 
gónica» en  toda  la  costa  Atlán- 
tica, como  también  en  el  inte- 
rior aunque,  en  escala  menor. 

Verdaderamente,  las  mesetas  son  cordones  de 
montañas  de  algunos  centenares  de  metros 
sobre  el  nivel  del  mar;  a  primera  vista  parece 
que  fueran  planicies  ilimitadas,  pero  al  acer- 


carse  a  los  bordes,  se  ven  las  depresiones.  Las  capas  que  forman  las  mese- 
tas son  distintas  y  están  formadas  en  gran  parte,  por  areniscas  sobrepues- 
tas en  forma  no  siempre  uniforme,  de  capas  de  rodados  cuyo  espesor  es 
variable. 

Puede  decirse  que  los  rodados  tehuelches  cubren  casi  toda  la  Patagonia. 
desde  la  costa  hasta  la  Cordillera  y  desde  el  río  Colorado  hasta  la  Tierra  del 
Fuego. 

Algunos  sostienen  que  los  rodados  son  formaciones  fluvioglaciales,  y  otros 
dicen  que  son  sedimentos  marinos. 

Los  rodados  tehuelches  se  encuentran  en  carnadas  abundantes  estratifica- 
das con  intercalaciones  locales  de  arena,  con  un  espesor  de  10  a  20  metros, 
en  ciertos  casos,  aunque  su  nivel  geológico  no  es  tan  general  y  constante. 

En  cuanto  a  su  edad,  Mercerat  la  atribuye  a  la  época  pliocena;  en  cambio, 
Ameghino,  la  hace  remontar  a  la  sección  miocena;  de  todos  modos,  es  visible 
siempre  la  intervención  de  la  actividad  del  mar. 

Los  cañadones,  tan  interesantes  en  la  Patagonia,  son  depresiones,  repre- 
sentando cuencas  de  mucha  antigüedad  de  afluentes  de  los  ríos  más  impor- 
tantes que  corresponden  a  las  fases  de  erosión  de  otros  tiempos. 

En  muchos  lugares,  las  areniscas  son  coloradas  y  proceden  de  rocas  del 
mismo  color,  en  parte  arcillosas,  habiendo  sido  observadas  desde  los  ríos 
Negro  y  Neuquen  hasta  San  Julián  y  el  lago  Argentino;  en  el  territorio  del 
Chubut,  son  muy  notables  las  del  cañadón  del  río  Senguel. 

La  edad  de  las  areniscas  citadas  y  que  tienen  además  «dinosaurios»,  se  la 
atribuye  al  cretáceo  superior. 

Ameghino  manifiesta  que  las  capas  con  «Pyrotherium»  van  siempre  unidas 
a  las  areniscas  rojas  con  restos  de  «dinosaurios»  y  que  en  la  costa  del  Atlán- 
tico están  cubiertas  por  las  capas  marítimas  de  la  forma- 
ción patagónica,  siendo  la  edad  de  los  depósitos  con  «Py- 
rotherium»,  decididamente  cretácea. 

Es  muy  curioso  observar  los  fenómenos  de  erosión  que 
produce  el  viento  en  las  areniscas;  aquél  actúa  como  un  so- 
plete de  arena,  viéndose  las  areniscas  perforadas  por  aguje- 
ros como  células  por  el  chocar  continuo  de  las  partículas  are- 
nicolas  que  se  estrellan  contra    las   paredes   con    violencia. 

Las   formaciones  de   areniscas  en    la   Patagonia 
constituyen  elementos  naturales    no 
tables  de  estudio  y    muy 
atraye 
vista 
viajero; 


^ 


FANTASÍA  ARQUI- 
TECTÓNICA DE  LAS 
ARENISCAS.  UN 
CASTILLO  NATU- 
RAL CERCA  DE 
COMODORO  RIVA- 
DAVIA. 


algunas  de  ellas  son  realmente  estupendas  y  rarísimas;  cuántas  veces  nos 
hemos  figurado  en  lontananza,  las  ruinas  de  algún  histórico  castillo,  o  de 
algún  antiguo  templo  pagano,  y  luego,  al  aproximarnos,  nos  encontramos 
con  enormes  moles  de  areniscas  que  han  sido,  quizás,  los  mudos  testigos  de 
quién  sabe  qué  misterios. . . 

En  ciertos  parajes  de  la  región  litoral  de  la  gobernación  del  Chubut,  hay 
barrancas  de  alrededor  de  cien  metros  de  altura  que  se  componen  de  una 
arenisca  morena,  encontrándose  la  ostra  patagónica,  en    su    interior. 

En  las  barrancas  del  sur  del  Golfo  Nuevo  se  distinguen,  según  Ameghino, 
cuatro  capas  distintas;  la  primera,  es  una  arenisca  generalmente  de  color 
pardo  que  sale  a  flor  de  tierra  en  las  proximidades  de  Punta  Ninfas.  Sobre 
esta  capa  de  arenisca  yace  un  asperón  de  color  azulado  o  amarillo,  cuyo 
grosor  es  de  quince  a  veinte  metros;  en  dicho  asperón  se  han  encontrado 
muchos  troncos  de  árboles  petrificados;  (éstos,  también  se  pueden  observar 
en  el  interior  del  territorio  del  Chubut).  La  capa  más  importante,  que  es 
la  tercera,  está  constituida  por  margas  blanquecinas  y  amarillentas,  for- 
madas de  cenizas  y  detritus  volcánicos,  hallándose  también  segregaciones 
de  yeso  fibroso  y  laminar.  La  última  capa,  que  tiene  casi  cien  metros  de 
espesor,  presenta  ricas  colecciones  de  fósiles;  en  su  parte  inferior  yacen 
grandes  ejemplares  de  ostra  patagónica  asociados  a  huesos  de  delfines  y 
cetáceos  de  tamaño  apreciable.  Todas  estas  capas  están  cubiertas  por  una 
carnada  de  rodados,  de  veinticinco  a  treinta  metros  de  grosor,  y  en  partes 
hay  bancos  de  arena.  Estas  formaciones  del  período  terciario  se  extienden 
a  lo  largo  de  la  costa  desde  el  Golfo  Nuevo  hacia  el  sur;  en  la  Bahía  de  San 
Jorge,  hemos  observado  interesantes  capas  de  ostras  patagónicas  junto  a 
formaciones  de  areniscas  muy  originales.  Hacia  el  oeste  se  extienden  poco 
estas  formaciones  de  la  costa,  dando  origen  a  la  formación 
más  grande  e  imponente  de  todas  las  sedimentarias  de  la  Pa- 
tagonia y  que  Ameghino  llama  de  las  areniscas  abigarradas. 
Las  formaciones  de  areniscas  patagónicas,  aunque  en  su 
desnudez  absoluta  de  vegetación,  impresionan  como  algo 
muy  árido  y  estéril,  dan  motivo  a  emociones  gratas  a! 
espíritu  cuando  se  contemplan  esas  majestuosas  obras  de  la 
naturaleza  de  hace  siglos  y  que  nos  hacen  rememorar  las 
estrofas  del  poeta:  «cada  comarca  en  la  tierra, 
tiene  un  rasgo  prominente»... 


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Región  de  vientos.  En  la  noche  carrereaba  libre. 
cólico  pampa,  con  rumores  de  enojos  y  burlas. 
Loma  abajo,  de  la  tapera  alzada  como  un  fantas- 
ma, corría  el  sendero:  largo  y  mudo.  Y  en  la  tinta 
de  la  obscuridad,  puntitos  de  plata  las  estrellas, 
dejaban  caer  destellos  de  una  incandescencia  grá- 
cil, semialumbrando  como  con  humos  de  luz,  la 
extensión  dormida.  A  la  distancia,  la  silueta  co- 
losal de  un  monte  partía  la  lontananza. 

-  Allá  es. 

---  T'amos  cerca. 

Antes'e  llegar,  un  poquito  más  allá... 

—  No  chichonee.  Es  seria  la  cosa.  ¿Le  parece 
que  lo  entregará? 

—  Si  se  lo  ha  ganao  en  güeña  ley,  cómo  no. 
No  tiene  más  remedio ... 

—  Si:  pero ...  es  su  crédito,  ya  sabe. 

—  ¿Pa  qué  jugó?  Cuando  hay  legalidá,  no  hay 
güelta. . . 

—  ¡Legalidá!. . .  no  diga. . . 

Carrereaba  el  viento.  En  las  crines  de  los  caba- 
llos la  soledad  parecía  poner  a  silbidos  las  rimas 
del  iníl.ito. 

II 

Había  resbalado  a  menos.  La  pulpería  de  cua- 
tro frascos  en  paradojal  absorción,  atrajo  como 
a  poder  de  imanes  sus  bienes  todos.  El  hombre 
feliz,  envinado,  perdido,  fué  tocando  el  fondo, 
ahogándose  en  la  toxina  de  un  vaso  de  alcohol. 
Sucumbiendo  sin  una  resistencia.  El  mostrador 
grasicnto,  tuvo  en  su  imaginación  anormalizada, 
placideces  de  hogar.  Y  en  él  fué  dejando  peso  a 
peso,  prenda  a  prenda,  su  modesta  fortuna. 
¡Veinte  años  de  vida  y  labor!  El  porvenir  de  sus 
hijos. . . 


Se  armaban  jugadas  de  truco:  le  ganaban.  Ca- 
rreras en  que,  con  doble  caballo,  perdía.  Toda  una 
red  de  latrocinio  semioculto,  envolvía  su  opacidad, 
su  inconsciencia  de  beodo;  como  en  una  telaraña 
de  metales  falsificados. 

Con  su  ganadito,  su  herraje,  se  habían  ido  sus 
caballos;  por  la  huella  de  la  desdicha.  Esa  tarde 
había  jugado,  ebrio  a  caerse,  lo  último  que  reser- 
vara, su  crédito,  el  parejero  pangaré.  Lo  perdió. 

—  Le  voy  a  emprestar  un  mancarrón  del  carro, 
don  Sinforoso.  Así  me  entrega  el  flete,  para  des- 
ensillarlo—  díjole  el  comerciante,  con  zalamería. 

Aura... 
Y  se  quedó,  fijo  el  codo  en  el  mostrador,  como 
petrificado  en  una  meditación  de  medio  vislum- 
bre, dolorosa  y  horrible,  en  la  nebulosa  de  su  es- 
tado. Y  de  golpe,  sin  que  nadie  lo  sospechase, 
salió,  saltando  ágil  sobre  la  montura.  Y  en  el  cam- 
po, moribundo  de  luz  solar,  brilló  como  un  lampo 
crujiendo  la  carrera  frenética  del  bruto,  dispu- 
tándole soberanías  al  viento... 

III 

La  aurora  decoraba  el  oriente,  cristalizando  el 
rocío  con  trnalidades  bermejas.  Sujetaron  frente 
a  la  puerta  de  la  cocina,  donde  ardía  el  fogón  a 
llamaradas,  semejando  una  descomunal  rosa  de 
invernáculo. 

—  Bajensén . . . 

Uno  de  los  recién  llegados  expuso,  cortando  las 
palabras. 

—  Venimo,  ño  Sinforoso,  porque  como  el  pul- 
pero se  ha  cráido  quién  sabe  qué,  dio  cuenta  al 
alcalde. 

—  Ajáh . . . 


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La  faz  del  gaucho,  despejada  en  la  frescura 
matinal,  descubría  esas  señales  indelebles  que 
atarazan  los  rasgos,  con  abatimientos  de  anubla- 
ción.  Y  fijándose  en  el  otro  hombre,  reconoció  a 
uno  de  sus  antiguos  peones. 

—  ¿Sos  vo,   Juancho?  ¿T'as  de  mélico,  agorar 

—  -  ¡Qué  quiere,  patronoito,  la  pobreza! 

-  Ajáh .  .  . 

Y  se  quedaron  en  silencio. 

-  ¿Quéhaoemo  entonce?.  . .  -  insinuó  al  cabo, 
lentamente,  como  temeroso,  el  enviado. 

—  ¡Ahí,  cierto.  Hái  tá  en  la  estaca,  dispongan 
d'él;  —  y  como  para  sí:  —  ¡Es  l'última  prenda! , . . 

Doblegóse  ensimismado,  impasible,  profunda- 
mente vencido. 

—  ¿Se  llevan  el  pangucho,  tata? 

No  respondió  a  la  pregunta  infantil.  Pero  en 
su  corazón,  castigado  de  amargura,  sintió  el  tem- 
blor de  una  carrera  loca  de  corceles  supremos,  de 
furiosos  vientos  regionales.  Y  en  refusilo  instin- 
tivo, la  diestra  rozó  a  la  espalda  la  guarnición 
del  cuchillo.  Después,  la  honradez  de  hierro,  cinco 
generaciones  de  patriarcas,  refrenaron  el  impulso. 

—  ¡Mi  padre  sabía  ecirme  que  no  montara  nun- 
ca mancarrón  e  carro! 

Hubo  otro  silencio.  El  viento  agredía  a  banda- 
zos sonando  en  la  extensión,  esfumando  con  fu- 
rias anchas  estelas  bruñidas. 

—  ¿Y  en  que  v'andar  aura?  —  inquirió,  con  el 
parejero  del  cabestro,  ya  pronto  a  despedirse,  las- 
timosamente el  milico. 

Y  de  nuevo  se  encendió  en  la  sangre  del  semi- 
centauro  el  orgullo  salvaje,  la  fuerza  de  los  vien- 
tos poderosos. 

—  ¡En  las  alpargatas,  canejol 


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Es  Muratore  el  arquetipo  del  «'tenor  artista»,  ha  dicho  la  critica.  Agregaremos:  es  el  tenor  de  exquisito  buen 
gusto.  Por  otra  parte,  un  gran  cantante,  bien  llamado  de  fia  voz  de  oro»,  por  su  admirable  timbre  y  un  actor 
perfecto.  Pone  corazón  e  inteligencia  en  sus  interpretaciones;  de  ahí  que  sus  personajes  tengan  tanta  seducción 
y  sean  el  tipo  soñado  por  poetas  y  músicos.  Es  el  caso  de  su  Des  Grieux,  en  < Manon»,  del  cual  dijo  la  prensa: 
es  la  primera  vez  que  hemos  visto  al  caballero  Des  Grieux,  tenor  romántico,  en  la  ópera  de  Massenet;  es  también 
y  mejor,  el  tenor  dramático  en  cCarmen»,  que  presta  al  trágico  don  José  el  más  extraordinario  relieve. 


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DEL 


COLÓN» 


No  conocemos  entre  las  nuevas  cantantes  de  Italia,  país  del  canto,  artista  más  completa  que  Claudia  Muzio. 
Con  i¿ual  arte,  -  su  ductilidad  es  ilimitada,-  sabe  ser  Margarita  y  Elena,  y  a  nadie  mejor  que  a  ella  se  aplica 
la  frase:  «forma  ideal  purísima  de  la  belleza  eterna',  en  la  obra  de  Boito;  o  bien  «Tosca»  o  «Manon»,  «Aída»  o 
•Mimí»,  «Loreley»  o  «Madame  Sans  Cene»,  trágica  hoy,  cómica  mañana.  Su  voz  tiene  inflexiones  y  matices 
deliciosos,  se  presta  a  todas  las  óperas,  las  más  opuestas,  o  difíciles  y  que  requieren  mayores  cualidades. 
y  la  artista  sabe   sobresalir  en  todas.     Por  eso  se  h?.  convertido  en  una  favorita    del    público    porteño. 


DEL 


L 


SEO» 


Sólo  hay  dos  cantantes  en  el  mundo  que  puedan  realizar  los  prodigios  vocales  concebidos  por  los  maestros  del 
"bel  canto»:  Angeles  Ottein  y  Maria  Barrientes.  Pureza  de  sonido,  elevación  prodigiosa,  agilidad  y  maestría 
para  vencer  las  más  peligrosas  dificultades,  he  ahí  las  primeras  y  más  valiosas  virtudes  de  la  garganta  y 
del  arte  de  la  cantante  del  Coliseo.  Su  juventud  ha  sido  primicia  para  nuestro  público  en  sus  dos  grandes 
teatros  líricos,  y  ha  de  serlo  de  nuevo  en  la  tercera  visita  de  Angeles  Ottein.  Su  carrera  comienza  a  ser  una  de 
las  más  brillantes,  y  será  orgullo  de  su  patria  española. 


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D     E 


SEO 


Eíte  joven  tenor,  entre  los  mejores  de  su  pais,  no  tiene  rival  en  las  esfumaturas,  en  los  «filare».  Por  eso  resulta 
exquisito  su  canto  en  >Man6n»,  en  tWerther»  y  en  la  (Sonámbula».  Su  Cavaradossi,  en  «Tosca»,  es  célebre;  su 
Duque  de  Mantua,  en  •Rigoletto».  es  de  los  que  más  haya  festejado  el  público.  Artista  y  cantante  corren  parejos. 
y  son  notables,  y  ante  su  presencia,  se  olvidan  muchos  nombres  que  se  creía  insubstituibles,  de  famosos  tenores. 
El  público  argentino,  que  hace  tiempo  le  conoce,  nunca  como  este  año  le  ha  aplaudido  tanto.  Sohipa  llega  a 
la  culminación  de  su  carrera,  pero  tien'í  todavía  ante  sí  larguísima  perspectiva  de  triunfos. 


r'L. 


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Estábannos  en   «alta  montaña'»; 
nuestro  horizonte  habitual  de  habi- 
tantes pamperos  habíase  festoneado 
en  toda  su  redondez.  Aquellasucesión 
de  picachos  y  valles  recordaba   las 
impresiones  de  alta  mar,  acentuadas  por  un 
ligero  mareo.  Las  manchas  de  nieve  pare- 
cían remolinos  de  espuma.   Estábamos  en 
alta  montaña,  en  plena  Cordillera  andina, 
acuatro  mil  metros  sobre  el  nivel  de  Mar  del 
Plata,  a  bordo  de  nuestras  cabalgaduras. 

Habíamos  decidido  ir  a  la  montaña,  ya 
que  la  montaña  no  venía  hasta  nosotros; 
andábamos  respirando  profundamente  e 
aire  libre,  desierto,  frío. 

Nuestra  voz  era  un  poco  más  apaga- 
da, pero  nuestros  adjetivos  habían  re- 
forzado su  timbre.  Y  a  pesar  de  la  fuer- 
za que  ellos  cobraban  no  nos  dejaron 
satisfechos:  nadie  encontró  el  adjetivo 
justo  o,  por  lo  menos,  digno.  La  admi- 
ración estaba  más  allá  de  la  palabra. 

Amanecía.  Los  nevados  festones  de 
oriente  empezaron  a  teñirse  de  rosa,  y 
pronto  una  extraña  lumbre  rojiza  puso 
en  ellos  un  filete  de  incandescencia.  Por 
el  centro  de  esa  linea  salió  un  punto  ígneo  al  rojo 
escarlata  que  fué  creciendo,  entre  una  aureola  de 
rayos,  hasta  tomar  la  encendida  redondez  de  un 
sol  nuevo  para  nosotros.  Todas  las  manchas  de 
nieve  simularon  entonces  bosquecillos  de  cerezos 
en  flor. 

La  brisa  empezó  a  entonar  su  canto  de  guerra. 
Fué  como  el  barrito  de  las  legiones  romanas:  pri- 
mero un  sordo  zumbido  que  creció  hasta  termi- 
narse en  un  mugido  que  los  valles  repitieron.  Des- 


cimüsTey 


pues  hízose  igual,  más  lento,  más 
uniforme. 

Estábamos   en    alta    montaña, 
sobre  los    misteriosos   Andes,    con    un 
vago  sentimiento  de  temor  en   el    espí- 
ritu.   Las   emociones   del   deporte,    que 
comienzan  en  la  ruleta  y  adquieren  su  mayor  intensidad  sobre  el 
aeroplano,  esas  emociones  donde  se  confunde  el  ansia,  el  placer, 
'a  angustia  y  el  miedo,  embellecían  nuestra  excursión. 

Visitábamos  los  campos  de  batalla  en  los  que  los  Titanes  rebel- 
des sufrieron  su  más  terrible  derrota.  De  Alaska  a  Tierra  del  Fuego, 
sobre  una  orilla  del  mayor  Océano,  los  hijos  de  Titán  y  de  la  Tierra 
amontonaron  también  rocas  para  asal- 
tar  la   celeste   fortaleza;    de   Alaska   a 
Tierra  del  Fuego  el  rayo  de  Júpiter  los 
venció.  Sepultados  en  las  entrañas  de  la 
madre  Tierra,  viven  los  Titanes  siembre 
rebeldes,    siempre   poderosos;    su    rabia 
ansia  escupir  a  los  cielos  por  la  boca  de 
los  cráteres,  sus  músculos  estremecen  la 
losa  de  la  tumba.  Su  cólera  subterránea 
es   impotente   contra    los    dioses.    Pero 
con;o  es  necesario,   fatalmente  necesa- 
rio  que   toda  rebeldía  domeñada  pro- 
duzca víctimas,  el  hombre  paga  las  cos- 
tas del  mitológico  pleito.  De  Alaska  a 
Tierra   del    Fuego,   los   Andes   devoran 
hombres.  En  este  momento,  en  cualquier  momento, 
uno  a  uno  caen  bajo  la  nieve,  miles  a  miles  bajo  los 
escombros.  San  Francisco,  Matienzo,  El  Salvador, 
Valparaíso,  Mendoza.    Estábamos  en  alta  monta- 
ña, lejos  y  cerca  de  la  muerte,  «navegando  sobre 
un  ivolcán»,    como    dijo    disparatadamente    uno 
que  tenía  muchísima  razón.   Este  vago  miedo  al 
espíritu  homicida  de  la  Cordillera,  convierte  una 
simple  excursión  en  algo  misterioso. 


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>j^— 


A    5.000    METROS,    ATRAVESANDO 
UNA    MACHA    DE    NIEVE.  —  COR- 
DILLERAS   DE    TAMBILLOS. 


Todos  los  trances  donde 
el  terror  se  insinúa  vienen 
a  ser  pruebas  donde  el  es- 
píritu humano  sale  victo- 
rioso, con  nuevo  estímulo 
para  la  vida.  La  volun- 
tad toma  ese  temple  fugiti- 
vo que  se  asemeja  al  que 
los  barberos  dan  a  su  tem- 
plada navaja  sumergiéndo- 
la en  a?ua  caliente. 


1  .u^strQ  norizonte  na  re- 
cobrado su  habitual  con- 
torno. El  sol  sale  de  la  lla- 
nura o  del  mar  y  se  hunde 
en  el  mar  o  en  la  llanura. 
La  brisa  silba  entre  los 
alambres  electrizados:  la 
voz  vibra  poderosa  en  el 
aire  denso;  los  adjetivos  re- 
cobran su  tono . . . 

Sobre  la  mesa  hay  her- 
mosas fotografías  andinas, 
recuerdos  de  una  excur- 
sión otoñal,  y  en  medio  de 
ellas  el  bloque  de  páginas 
blancas  esperando  los  sig- 
nos. Y  se  inicia  el  desfile 
de  seres  y  cosas  de  que 
nos  habló  el  maestro  Ru- 
bén Darío  en  su  inspirada 
composición. 

Las  ansias  que  no  pu- 
dieron encontrar  alivio,  las 
empresas    fracasadas,    los 


EL   VALLE    DE     USPALLATA.  AL 

FONDO  EL  VALLE  DE  LAS  CUE- 
VAS, POR  DONDE  PASA  EL  F.  C. 
TRASANDINO.     VISTA     TOMADA     A 

4.500  METROS. 
POR  ESTE  VALLE  ATRAVESÓ  LOS 
ANDES,  LOCATELLL  LOS  CERROS 
QUE  SE  VEN  AL  FONDO  SON  LI- 
MÍTROFES CON  CHILE,  DESPUÉS 
DE  PASAR  ESTOS,  SE  PERDIÓ 
MATIENZO. 


ensueños  disipados,  toda 
una  larga  y  pequeña  exis- 
tencia vivida  casi  mecáni- 
camente al  margen  de  las 
voluntades  ajenas.  Está- 
bamos en  alta  llanura.  Mi 
horizonte  tenía  feas  cúpu- 
las, tejados  deformes;  na- 
vegaba sobre  un  sillón. 

Los  que  aún  podéis  apro- 
vecharla, oíd  una  voz  de 
experiencia,  un  lamento  de 
experiencia  que,  inusitada- 
mente, os  dice  ai  comentar 
estas  vistas,  que  el  joven 
debe  vivir  algún  tiempo  en 
plena  naturaleza  lejos  de 
las  ciudades,  donde  los 
hombres  se  forman.  El  tu- 
rismo es  una  útil  claudica- 
ción del  espíritu  romántico 
aventurero;  turista  es  el 
lector  de  esas  novelas  cu- 
yas páginas  fueron  escritas 
con  rocas,  árboles  y  oxí- 
geno. 

Eduardo  del  Saz. 

FOTOGRAFÍAS    DE 
RAÚL  J.  ÁLVAREZ. 


—  i:^LSK^^ 


►>x  — 


A  vuelta  de  Jorge  Bermúdez,  de  España,  después 
de  haber  perfeccionado  sus  conocimientos  del 
noble  arte,  bajo  la  tutela  de  los  buenos  maes- 
tros contemporáneos,  le  permitió,  al  encontrar- 
se otra  vez  en  su  patria,  visitar  las  provincias 
del  Norte,  donde  en  su  niñez  había  contempla- 
do tipos  de  hombre  y  de  mujer  que  acariciaron 
su  imaginación  de  artista  adolescente,  y  que. 
con  el  correr  de  los  tiempos,  llegarían  a  ser  fuente 
generadora  de  sus  inspiraciones.  Hombre  ya,  y 
poseedor  de  encomiables  actitudes  pictóricas, 
fué  en  busca  de  las  mismas  emociones  que  nu- 
trieran su  espíritu  durante  su  temprana  edad,  y 
que  parecían  esperarle  serenamente,  ocultas  en 
las  figuras  magras  y  cetrinas  de  hombres  y  mu- 
jeres aborígenes  de  Catamarca,  Salta  y  Jujuy. 
El  resultado  de  sus  primeros  trabajos  no  compensó,  quizá,  el  mucho  entusiasmo  y  los  hondos  afa- 
nes que  los  motivaron.  Su  visión,  turbada  acaso  por  el  color,  y  desorientado  su  espíritu  por 
la  nueva  sensibilidad  que  pugnaran  por  imponer  las  modernas  corrientes  de  arte,  provocaron  en 
Bermúdez  un  álgido  momento  de  indecisión,  de  transición,  más  bien  dicho,  que  presentaba,  ante 
los  ojos  de  este  artista,  un  problema  de  difícil  solución.  Pero  entre  las  nuevas  tendencias  coloristas, 
de  arte  rebuscado,  de  hábiles  recursos  o  estratagemas  de  oficio,  y  esa  otra,  más  noble  y  sincera, 
puesto  que  hacia  ella  le  llevara  su  propio  temperamento,  venció  esta  última.  Jorge  Bermúdez  limpió 
su  paleta  de  todo  aquello  que  significara  efectismo  alguno,  o  tendiera  a  disfrazar  el  verdadero  arte  tor« 


ciendo  sus  altos  propósitos  estéticos,  y  se  dispuso  a  dejarse  guiar  cultivan- 
do aquel  género  de  pintura  hacia  el  cual  le  inclinara  su  predilección  espiri- 
tual. Desde  entonces  sus  incurriones  por  las  citadas  provincias,  son  cada  vez 
más  frecuentes,  cada  vez  más  largas.  Y  así  como  aumenta  su  familiaridad  con 
los  tipos  y  atributos  de  aquel  paisaje,  más  se  ahondan  su  amor  y  entusiasmo. 
Día  llegará  en  que  Jorge  Bermúdez  se  vaya  por  muchos  ^años  a  vivir  entre 
eias  gentes,  cuyas  figuras  traslada  con  tanto  sentimiento  a  sus  telas.  No 
en  balde  ha  logrado  identificarse  con  esos  seres,  con  sus  costumbres  y  su 
extraña  psicología.  Sí  Jorge  Bermúdez  no  fuera  un  hombre  blanco,  de 
nuestra  raza,  dijérase  que  pintaba  a  su  propia  gente. 

Difícilmente  nos  ofrece,  este  pintor  argentino,  escenas  pintorescas  que 
reflejen  momentos  característicos  o  peculiares  de  la  vida  en  aquellas  regiones. 

Y  es  que  la  obra  de  Bermiidez,  por  ser  muy  honda,  por  ser  muy  noble,  por 
hal>er»e  inspirado  en  algo  que  está  más  allá  de  las  manifestaciones  materiales 
o  exteriores  de  la  existencia  humana,  permanece  ajena  a  todo  tema  trivial, 
a  todo  motivo  pictórico  que  pudiera  ser  inspirado  en  un  titulo  literario.  El 
mérito  mayor  de  estos  cuadros,  finca  en  la  expresión  que  el  artista  imprime 
en  el  rostro  de  sus  figuras;  expresión  humana,  plena  de  vida  y  de  sentimiento, 
y  no  en  esta  o  aquella  escena,  pintoresca  y  rebuscada,  con  que  algunos  pin- 
tores pretenden  simbolizar  la  psicología  o  caracterizar  las  costumbres  de 
un  pueblo  o  de  una  raza. 

Lo»  tipos  que  pinta  Bermiidez,  aparecen,  casi  siempre,  quietos  y  pensativos. 
Una  melancolía  serena,  apacible,  flota  sobre  esas  almas,  vela  con  sus  cendales 
grises,  ese  espíritu  que  las  inquietudes  del  siglo  no  han  logrado  apartar  del 
sendero  polvoriento  por  donde  vienen  marchando  a  través  de  las  edades. 

Y  como  envoltura  humana,  un  cuerpo  enjuto,  una  tez  cobriza,  en  los  ancianos, 

c/m:llOc/^  nvzzio 


LA  OCUPACIÓN 

PREFERIDA  DE 

BERMÚDEZ. 


ly 


reseca  por  los  vientos  de  la  sierra  que  retuerce  los  sarmientos,  pela  las  rocas 
y  curte  los  rostros;  y,  en  las  mujeres  y  niños,  un  tinte  cetrino,  una  palidez 
de  aceitunas  maduras  en  la  cara  de  riel  tersa  y  opaca,  nimbada  por  recios 
y  negros  cabellos,  sobre  los  cuales  se  descompone  la  luz  en  azulados  reflejos. 

Pero  este  hombre,  que  tanto  iia  logrado  interesarse  y  comprender  los 
tipos  de  tierra  adentro,  es,  por  un  raro  capricho  artístico,  un  excelente 
retratista  de  mujeres.  Porque  Jorge  Bermúdez  al  sentir  como  pocos  el  encanto 
de  esas  gentes  serranas  de  Jujuy  o  Catamarca,  se  extasía,  también,  ante  la 
belleza  y  distinción  de  las  mujeres  de  nuestra  raza.  Por  eso,  quizá,  y  para 
saciar  esa  sed  de  verdadera  belleza,  inherente  a  todo  espíritu  selecto  y  a 
toda  alma  sensible,  este  artista  cultiva  también,  en  una  forma  nada  fácil 
de  igualar,  el  género  elegante  del  retrato. 

Ya  conocíamos  de  Jorge  Bermúdez  algunos  ensayos  apreciables  en  ese 
sentido.  En  el  Salón  Nacional  de  Arte  de  1916,  un  retrato  de  mujer,  abonado 
por  su  firma,  se  destacaba  por  sobre  los  otros  lienzos  de  la  primera  sala.  La 
crítica  fué  unánime  en  prodigar  sus  elogios  a  esta  obra,  que  hoy  decora  y 
aquilata  la  colección  de  cuadros  que  representan  al  arte  argentino  en  nuestro 
Museo  Nacional,  y  repite  sus  plácemes  ante  el  retrato  de  la  señora  de  Cárcano, 
exhibido  con  general  aplauso  en  las  galerías  Müller. 

Ya  se  evidenciaba,  entonces,  hasta  dónde  podría  llegar  ese  pintor  que  con 
tanto  talento  y  gallardía  se  iniciaba'  como  retratista.  Y  hoy  día,  que  cono- 
cemos casi  toda  la  obra  de  Bermúdez,  su  técnica  sobria  y  su  gran  sensibilidad, 
comprendemos  que  el  arte  nacional,  ya  decididamente  orientado,  va,  en 
manos  de  quienes  tan  bellamente  lo  cultivan,  en  camino  de  imponerse, 
bertándose,  al  mismo  tiempo,  de  influencias  que  le  esclavizaran,  ajenas 
a  nuestro  ambiente  y  a  nuestra  idiosincrasia. 


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ío      do 


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bcneiro 


Una  esmeralda  de  innumerables  qui 
una  esmeralda  ahuecada  que  sirve  de 
yero  y  de  engarzadura  a  otras  piedra 
preciosas.  Un  verde  abrazo  que  reúne 
sobre  el  pecho   de   la  madre  natu- 
raleza cien   islas,   veinte    ríos,    un 
mar  interior,  una  ciudad  y  trein- 
ta colinas:  esto   es   la  bahía  de 
mágica    donde    vive    luciente 
como    un    brillante,    Rio    de 
Janeiro. 

Nunca  el  prodigio   recibió 
nombre  más  modesto:    Río 
de  Janeiro  (Río  de  Enero) 
bautizáronla   sus    explora- 
dores con  fantasía  atónita 
más  bien  que  pobre.  Ella, 
por  la  fuerza  de  su  propia 
hermosura,   hizo  del  nom- 
bre   vulgar    un     nombre 
glorioso. 

Todas   las    ciudades   del 
ensueño  han  inspirado  sen- 
tencias   jactanciosas    para 
asegurar  que    quien    no    las 
visitó  no  vio  maravilla,  o  que 
puede  morir   después  de  ver- 
las.   Río   de    Janeiro   no   anda 
en  frases  proverbiales;  su  elogio 
encuéntrase    por    encima   de    la 
palabra. 

Su    elogio    es    una    admiración 
tierna    que    arranca    lágrimas;    una 
•■saudade»,   una  nostalgia  de   algo   que 
no  poseímos  jamás.    Es  un  deseo  ardiente 
de    convertir    la    estada    en    permanencia 
indefinida.    Es  un  ansia  de  vivir  allí,  en  plena 
maravilla,   para  morir  allí. 

El  viajero  sueña  que    al   pie   de  aquellos  montes, 
;unto  a  las  orillas  podrá  enseñorearse  de  todos  los  sueñes 


maginación  persigue  inútilmente; 
a  que  en  las  costas  paradisiacas 
a  felicidad. 

lingún  habitante  de  Río  de  Janeiro, 
el  más  entusiasta,  ni  el  más  ar- 
tista, ni  el    más    patriota,    puede 
tener  idea  del  encanto  indescrip- 
tible que  producen  su  bahía  y 
su  ciudad  en  el  alma  viajera. 
Las  maravillas  disfrutadas  se 
atenúan.    Pero,    cuando    no 
tuteamos  aún  a   la  belleza, 
al  contemplar  el  panorama 
desde  una  altura,  sentimos 
el  placer   de  los  descubri- 
dores. 

Todo  es    flamante,    in- 
marcesible,casi  inmaterial. 
De  día  es  un  espectáculo 
abrumador  que  enceguece, 
un  arco  iris  ha  abatido  el 
vuelo    posándose    sobre  la 
tierra  y  el  mar.    Todo  ar- 
de en  colores  vivos,  en    las 
luces    diamantinas     de    un 
Koinoor  gigantesco. 
Pero  de  noche,  al  salir  aque- 
lla luna  carioca,  cobriza,  gran- 
de,    violentamente     recortada 
sobre  el   denso  cielo,  es  cuando 
;1  panorama  adquiere  maravilloso 
plendor.  Al  mismo  tiempo  se  ven 
márgenes  de  las  islas  floridas   y 
redas  de  las  calles,  los  transeun- 
;  barcos.   Sobre  las  mansas  olas  y 
indida  silueta  del  Pan  de  Azúcar, 
cabrillea  la  luz   argentina.    Un    acompasado 
ruido  de  rompientes  marinas  se  une  al  murmullo 
del  aire   entre  las   ramas.     Las  estrellas  y    las  luces 
tienen   un   mismo   centellear. 


PROPIEmO-D-Do-JOSEM*»  ENDEI 


>y^- 


^  ea¿ica /jueí/m 

E5CUELA«D^LA 

5ANTA«UNION*D 

IPS^SAGRsADOS 
*  CORoA70NE5  ^ 


A  Santa  Unión  de  los  Sagrados  Co- 
razones... ¡Con  qué  dulce  emoción 
repetimos  todas  ese  nombre,  que  evoca 
para  tantas  de  nosotras  el  recuerdo 
-  ---'  sereno  y  luminoso  déla  época  inten- 
samente feliz  de  la  existencia!  Más 
de  treinta  años  hace  que  se  educan  legiones  de  nuestras 
niñas  en  el  tradicional  establecimiento  de  la  calle  Es- 
meralda, y  cada  una  de  esas  almitas  blancas  que  han  lle- 
nado las  aulas  de  la  santa  casa  con  el  gorjeo  de  su  charla 
inocente,  con  su  risa  de  cristal,  han  debido  sentirse  arropadas 
y  protegidas  por  unas  alas  muy  grandes,  las  alas  espiritua- 
les de  esas  madres  por  pura  esencia,  madres  a  todas  horas, 
porque  Dios  ha  querido  que  lleven  todas,  dentro  del  corazón  un 
hijo  dormido. . . 

Serenas,  perseverantes,  las  religiosas  de  la  Santa  Unión 
de  los  Sagrados  Corazones  han  colaborado  así,  durante  el 


transcurso  de  largos  años,  con  dulzura  infinita,  a  la  reali- 
zación de  <'ese  ideal  divino  que  debe  hacer  la  felicidad  del 
individuo,  de  la  familia  y  de  la  sociedad,  que  ha  de  pro- 
gresar y  elevarse,  merced  al  orden,  la  paz  y  la  armonía». 
segtin  las  palabras  de  la  Superiora  de  las  Religiosas  de  la 
Santa  Unión,  madre  María  Luisa. 

Cuan  intensamente  luminosa  es  la  estela  de  la  obra  rea- 
lizada por  la  congregación  que  fundara  en  el  siglo  pasado 
un  venerable  sacerdote  de  la  diócesis  de  Cambrai,  en  Fran- 
cia; pronto  se  multiplicaron  sus  establecimientos  de  edu- 
cación, creándose  los  más  importantes  en  Bélgica,  en  Ingla- 
terra, en  los  Estados  Unidos  de  Norte  América,  en  el  Cana- 
dá y  en  la  Argentina,  donde  funcionan  dos  grandes  casas-  la 
del  Caballito,  que  data  del  año  de  1882  y  la  de  la  calle 
Esmeralda,  levantada  en  el  año  de  1885.  que  dirige  desde 
hace  veinte  años  la  Madre  Superiora  María  Luisa. . . 

Presurosas,  agitadas,  como  aves  sorprendidas  en  su  retiro, 


las  religiosas  agrupan  a  sus  educandas.  accediendo,  por  una 
excepción  cuyo  valor  sabe  estimar  la  dirección  de  Plvs 
Vltra.  que  sus  páginas  puedan  revelar  en  parte,  la  obra  de 
amor  y  perseverancia  que  se  lleva  a  cabo  en  ese  estableci- 
miento de  educación,  en  medio  de  una  placidez  que  serena 
el  alma  y  eleva  el  espíritu . .  . 

Van  desfilando  las  distintas  clases...  las  superiores,  de 
filas  formadas  por  jovencitas  que  sonríen  con  encantadora 
sencillez;  peinan  la  abundante  cabellera  dividida  en  apre- 
tadas trenzas;  llevan  sus  manos  correctamente  enguantadas, 
y  solo  presta  vida  al  obscuro  uniforme  azul,  la  cinta  roja  de 
la  que  pende  una  medalla  bendita,  o  la  ancha  banda  de  co- 
lor verde,  marrón  o  rojo,  testimonio  de  su  excelente  com- 
portación. Han  pasado  laciendo  una  profunda  reverencia 
al  ver  a  la  Madre  Superiora:  luego,  avanzan  las  más  peque- 
ñas, esa  cuarta  clase  que  se  asemeja  a  una  bandada  de  jil- 
gueros o  gorriones,  picoteando  en  pleno  prado...  terminan 


LA    ALEGRÍA    DEL    COLEGIO.       ALUMNAS    DE     L»    Y    2.°    GRADOS, 


y 


E>I_;sx:S 


en  c^.^  ...^....;e  su  meriend».  y  alguna  ■■'•  •«<■' 
manecttas  oprime  aOn  al  rasto  de  su  pa  - 
Arriba,  visitantos  las  espaciosas  aulas 
xas,  porque  toda  la  vida  de  la  casa  bulle,  en  pa 
tios  y  corredoras:  el  i^n  salón  costurero,  dcnde 
ae  f««uw«  a  trabajar.para  los  pobres  las  Hijas  de 
Maria  de  la  Santa  Unión;  pero  no  podría  termi- 
naraa  tan  interesante  visita  sin  orar  breves  ins- 
tantas  en  la  capilla  de  la  santa  casa,  verdadera 
joya  de  estilo  ^ñótioo.  con  sus  esbeltos  altares  de 
ct^ie  tallado,  sus  artísticos  vitraux. . .  seiscien- 
tas edocandas  pueden  arrodillarse  ante  la  ima- 
(cn  del  Divino  Redentor,  ante  la  escena  de  la 
Anundación,  que  es  el  lema  de  la  gran  vidriera 
que  corona  el  altar  mayor:  cada  detalle  del  sa- 
grado fednto  revela  un  exquisito  sentido  artts- 
ticc.  y  nos  recuerda  la  gentil  colaboración  del 
arquitecto  Christophersen. 

Fuera,  bulle  la  alegría  del  enjambre  de  edu- 
candas,  que  ilumina  la  tarde  inveriuil  triste- 
mente opaca:  desde  el  amplío  ventanal  veo  des- 
ligarse por  una  puerta  lateral  del  patio,  algu- 
nas siluetas  de  religiosas:  ¿a  dónde  van . . .  ?  — 
pregunto-  ¿Con  qué  edificio  vecino  comunica 
el  cotegio? 

Con  suave  sonrisa  responde  la  venerable  figu- 
ra que  me  acompaAa:  'Van  a  la  clase  gratuita. .. 
el  colegio  tiene  otra  entrada  por  la  calle  de  Cór- 
doba, y  en  eae  recinto  se  da  la  misma  educa- 
ción y  se  ofrece  igual  caríAo  a  setenta    niñas 

desvalidas pero  no  hay  que  turbarlas,  no 

debemos  interrumpir  la  hora  de  sus  clases . . .  > 


Al  despedirme,  no  pude  menos  de  sonreir  al 
ver  alineados  en  las  perchas  del  vestíbulo,  los 
modestos  sombreritos  «Marie  et  Marguerite»;  re- 
cordé la  pretenciosa  exhibición  de  plumas,  flores 
y  frutas  que  ofrecía  esa  misma  percha,  a  poco 
de  fundarse  el  colegio,  y  las  protestas  de  muchas 
cabecitas  vanidosas,  al  conocer  la  sentencia  de 
la  Madre  Superiora.  autorizada  por  la  Madre 
Provincial:  i^unlrs  tocía.^,  sin  la  menor  diferen- 
cia, como  lo  son  para  nuestro  corazón. . .  y  si- 
guen siéndolo  así,  para  las  abnegadas  religiosas: 
las  nietecitas.  !o  mismo  que  lo  fueron  las  hijas, 
ya  lleven  apellido  aristocrático,  como  el  más 
humilde...  Asisten  hoy  a  las  aulas  muchas 
niñas,  cuyas  mamas  fueron  educadas  en  la  mis- 
ma casa,  o  en  la  del  Caballito,  oculta  casi  por 
la  fronda  de  su  añoso  parque:  figuran,  pues, 
entre  las  nietecitas,  las  niñas  de  Murature. 
Christophersen.  Zorraquín  Landívar,  Zorraquín 
Rubio.  Basavilbaso  López,  Passo  Rosa,  Are- 
naza.  Egusquiza  Rubio.  .  .  y  otras  generaciones 
han  de  seguirlas  también,  para  que  las  santas 
religiosas  puedan  creer  que  «siempre  es  Mayo 
en  su  jardín ...» 

Cae  la  tarde  gris  de  julio;  las  sombras  envuel- 
ven la  gran  ciudad.  .  .  larga  fila  de  autos  espera 
en  la  calzada,  mientras  surgen  del  portal,  par- 
leras y  presurosas  las  deliciosas  muñecas,  las 
recatadas  jovencitas.  que  abandonan  la  santa 
casa  que  permanecerá  largas  horas  muda,  silen- 
ciosa, hasta  el  nuevo  día. 

La  Dama  Duende. 


CRt;ClFIJO    QUE    SE    VENERA    FRENTE    A    LA    ENTRADA    DE    UA    CAPILLA. 


'y^— 


\w. 


c^  n:i(^//uiA 


A  DA -MAM /y 


L  leer  la  copiosa  corres- 
pondencia recibida  desde 
el  25  de  julio,  día  en  que 
La  Prensa  publicó  la  no- 
ticia del  fallecimiento  de 
la  escritora  Ada  M.  El- 
flein,  he  sentido  reno- 
varse en  mi  espíritu  la  pe- 
sadumbre que  tan  triste 
suceso   me    produjo. 

Hombres,  mujeres,  ni- 
ños, maestros,  periodis- 
tas, comerciantes,  perso- 
nas ocupadas  en  las  ta- 
reas más  diversas,  radicadas  en  esta  ca- 
pital y  en  los  pueblos  y  ciudades  del  inte- 
rior, expresan  en  esas  cartas,  ingenuamente 
y  como  si  se  hubiesen  sentido  bajo  el  mismo 
imperativo  de  un  deber,  el  dolor  que  la  no- 
ticia había  despertado  en  ellas  y  en  el  seno 
de  sus  familias.  Solamente  unas  veinte  o 
treinta  personas,  entre  centenares  que  fir- 
man otras  tantas  cartas  y  tarjetas,  recuer- 
dan haber  conocido  y  tratado  a  la  señorita 
Elflein:  las  demás  declaran  que  no  alcan- 
zaron la  felicidad  de  conoce*-la  personalmen- 
te, pero  agregan,  unas  con  más  elocuencia 
que  otras,  que  para  ellas  les  era  tan  familiar 
como  una  dulce  amiga  dotada  de  excepcio- 
nal gracia  de  comprensión  y  de  amor,  y  que 
crin  ella  mantenían  desde  hacía  años,  una 
cordial  relación  a  través  de  sus  cuentos,  de 
sus  narraciones  y  de  sus  sensaciones  de 
viaje.  Muchas  de  las  piezas  de  esta  corres- 
pondencia extraordinaria,  revelan  en  la  ma- 
nera como  el  firmante  concibe  la  idea  y  la 
traduce  en  palabras,  el  cordial,  e!  nobilísi- 
mo, el  espontáneo  e  invencible  sentimiento 
de  cariño  y  de  piedad  que  las  inspiró.  No 
habían  conocido  a  la  escritora  y  la  ama- 
ban a  través  de  sus  escritos.  Y  muerta 
la  lloraban,  y  se  sentían  impulsados  a  de- 
cir su  dolor,  igual  e  intenso  en  tanta  gen- 
te extraña  entre  sí,  el  dolor  de  cada  uno, 
y  decirlo,  en  homenaje  a  la  memoria  de  la 
escritora,  fallecida  y  a  lá  vez  como  piado- 
so consuelo  a  la  que  fué  su  digna  compa- 
ñera en  las  horas  angustiosas  de  su  agonía 
lo  mismo  que  en  los  días  de  sol  radiante. 

Entre  esas  cartas  encontré  una  pieza  ex- 
traña; era  un  anónimo.  Contenía  una  pro- 
testa de  indignación  que  a  la  vez  significaba 
un  homenaje.  Su  autor  había  estado  en  la 
mañana  del  25  de  julio,  estacionado  frente 
a  la  modesta  casa  de  la  escritora:  había  pre- 
senciado el  acto  de  retirar  el  féretro,  había 
contado  el  número  de  los  acompañantes  y 
juzgado  someramente  la  calidad  de  é'^tos. 
Cuando  se  puso  en  marcha  el  carro  fúnebre, 
todavía  permaneció  en  su  puesto  de  obser- 
vación, para  alejarse  sólo  después  que  la 
calle  central  y  lujosa  hubo  tomado  su  ritmo 
habitual.  Y  se  alejó  amargado  a  su  hotel  o 
a  su  despacho,  para  escribir  inmediatamen- 
te sus  impresiones  y  enviarlas  en  dos  hojas 
de  papel  de  las  que  arrancó  el  timbre  per- 
sonal y  de  dirección.  Voy  a  copiar  aquí  dos 
párrafos  de  la  extraña  pieza: 

•<  ¡Ada  Elflein!  Tu  vida  de  estudiosa  impulsa- 
da por  el  ideal  elevado  de  dar  a  conocer  un 
sinnúmero  de  emociones  de  !a  vida  argentina 
y  de  episodios  históricos  de  nuestra  emancipa- 
ción, de  incuícar  en  las  mentes  juveniles  el 
amor  sagrado  a  ia  patria  en  el  medio  ambiente 
resistente  a  esta  enseñanza,  ha  terminado. 
Todos  los  obstáculos  que  encontraste  en  tu 
camino  no  hicieron  otra  cosa  que  aumentar  tu 
lesón  para  mantenerte,  como  una  reina  bonda- 
dosa en  su  trono,  sentada  en  tu  cátedra  comu- 
nicando sabiduría  y  emoción  por  medios  prác- 
ticos, sin  palabras  abstrusas,  con  sencillez,  cla- 
ridad, erudición,  y,  sobre  todo,  con  una  gran 
bondad  de  corazón,  con  palabras  impregnadas 
de  esa  gran  ternura  que  sólo  muestran  las  almas 
escogidas.  * 

Traza  luego  el  cuadro  del  acompañamien- 
al  que  considera  escaso  sino  pobre:  la 
marcha  silenciosa  de  los  caballeros,  de  las 
señoras  y  de  las  niñas  que  salieron  de  la 
casa  a  ocupar  los  coches;  recuerda  la  llega- 
da en  retardo  de  varias  personas  y  la  pro- 
testa de  éstas  al  encontrarse  sin  un  coche 
en  ei^^cual  seguir  al  cementerio:  iosinúa  un 
paisaje  de  la  calle  con  todo  el  movimiento 
matinal  de  proveedores;  el  retiro  de  los  can- 
delabros de  la  capilla  ardiente  hecho  por 
personas  indiferentes  que  platican  sobre  co- 
sas extrañas,  y,  por  último,  advierte  el  adiós 
mudo  y  lacrimoso  que  dan,  en  la  puerta  di 


la  casa  mortuori?,  algunas 
personas  del  servicio,  a  H 
patrona  que  ya  nunca  más 
verán,  y  dice: 

«Estas  escenas  me  sugieren 
¡deas  pesimistas.  ¿Cómo?  ¿El 
fóretro  que  lleva  a  una  mujer 
que  consagró  toda  su  vida  a 
transmitir  enseñanzas  y  emo- 
ciones a  los  niños,  no  va  acom- 
pañada por  una  pequeña  co- 
lumna de  niños  y  de  niñas  a  su 
última  morada?  -íLos  desapa- 
recidos que  hicieron  obra  cul- 
tural dentro  de  la  patria,  no 
merecen  honores  postumos? 
Pequeneces  de  la  vida  que  no 
atribularán  tu  espíritu.  ¡Des- 
cansa en  paz,  Ada  Elflein!  jYa 
no  buscaremos  los  domingos 
tu  folletín:  el  pajarito  voló  de 
su  jaula  y  su  voz  se  oirá  allá 
en  el  infinito!  Cuando  te  vi  viajar  por  el  Sur  y 
por  el  Norte  de  la  República  ya  supuse  que 
ibas  herida,  porque  había  visto  en  otros  esas 
curas  de  aire,  oxigenación  de  pulmones  lasti- 
mados. . .  » 

Dice  más,  algo  amargo  todavía  sobre  lo 
que  la  codicia  hará  alguna  vez  con  la  pro- 
ducción dispersa  de  la  talentosa  escritora.  El 
que  así  tradujo  sus  impresiones  y  se  sin- 
tió impulsado  a  trasmitir  a  los  deudos  sus 
pensamientos,  minutos  después  de  ver  par- 
tir el  féretro,  tampoco  había  conocido  per- 
sonalmente a  Ada  Elflein. 

Esta  manera  espontánea,  singular  y  de 
rara  uniformidad  en  la  manifestación  de  un 
pesar,  proclama  a  mi  entender,  sino  e!  mejor 
el  más  intenso  y  conmovedor  homenaje  que 
haya  sido  hecho  en  nuestro  país,  a  una  es- 
critora que  dio  su  alma  al  pueblo  en  rauda- 
les de  emoción  sin  poner  en  su  estilo  frivo- 
lidades femeninas,  ni  buscar,  en  cambio,  esas 
retribuciones  ruidosas  que  anhelan  los  pe- 
queños y  los  que  trabajan  por  la  resonancia 
personal  sin  la  virtud  esencial  de  la  vo- 
cación. 

En  estas  breves  líneas  que  escribo  para 
Plvs  Vltra,  solo  deseo  dejar  en  evidencia, 
precisamente,  esa  virtud  que  he  recordado, 
y  lo  haré  valiéndome  de  los  manuscritos  que 
la  escritora  me  dio  en  vida,  sin  sospechar 
siquiera  que  había  de  ser  yo  quien  los  uti- 
lizaría para  poner  de  relieve  un  episodio  de 
su  vida,  especialmente  interesante,  por  tra- 
tar de  su  iniciación  literaria. 

Ada  María  Elflein  llegó  al  estado  y  cali- 
dad de  escritora,  por  el  imperio  de  su  ser 
interior;  por  la  vocación,  que  según  el  con- 
cepto que  Ibsen  pone  en  boca  del  personaje 
central  de  uno  de  sus  poemas  dramáticos, 
'■es  torrente  que  no  puede  retroceder,  ni  pa- 
rarse, ni  contenerse». 

A  los  14  años  empezó  a  escribir  un  «Diario 
de  Vida»;  sin  saberlo  procedía  a  la  manera 
de  aquella  Margrave  de  Baireuth,  hermana 
querida  de  Federico  el  Grande,  que  escribía 
su  diario  «para  distraerse^,  dándose  el  pla- 
cer de  no  ocultar  nada  de  lo  que  pasaba  y 
como  ella  dijo,  «pas  méme  de  mes  plus  se- 
crets  pensées».  La  madre  de  Ada,  la  señora 
Elena  Schwarz  de  Elflein,  cuya  memoria  de 
educa'dora  perdura  en  hogares  porteños. 
liento  esta  incUnación  literaria,  y  con  su 
exquisito  tacto  de  madre  y  de  maestra,  ad- 
virtió que  el  hecho,  aparentemente  simple, 
había  de  ser,  como  fué,  un  factor  eficiente 
en  el  desarrollo  de  la  educación  moral  de 
su  hija. 

Conocí  ese  «DiarioD  en  todos  sus  detalles: 
llegó  a  componerse  de  catorce  cuadernos  de 
no  menos  de  cien  páginas  cada  uno.  Algunos 
de  esos  cuadernos,  precisamente  los  que  con- 
tenían las  primeras  sensaciones  de  la  vida 
consciente,  cuando  la  niña  se  tornaba  mu- 
jer, cuandoapuntaban 
en  su  espíritu  las  pri- 
meras y  profundas  in- 
tranquilidades, las 
conmociones  de  su 
conciencia  y  de  su  co- 
razón, fueron  escritos 
en  alemán  y  tuve 
especial  honor-  -por- 
que honor  grande  fué 
para  mi  merecer  la 
amplia  confianza  de 
esta  mujer  de  inteli- 
gencia   superior  -  -  de 


C 


fcmL'/mus 


ELFI  .EIN 


ER,/\R.l,-\ 


escuchar  su  traducción  du- 
rante varias  sesiones  de  lec- 
tura a  que  me  invitó  a  su 
casa. 

Entre  las  travesuras  de 
la  vida  escolar  y  los  afanes 
de  la  alumna  que  va  a  gra- 
duarse primero  de  profesora 
en  el  colegio  americano  de  la 
calle  Suipacha,  y  luego  de 
bachillera  en  el  Colegio  Na 
cional,  sección  Norte,  al 
ternan  en  esas  páginas,  inge 
nio  en  las  observaciones 
agudezas  en  los  juicios  so 
bre  las  materias  de  estudio 
donaire  en  la  apreciación  de 
la  conducta  de  las  compa 
ñeras  y  también  de  los  pro 
fesores.  Revelábase  ya  en 
[onces,  la  altísima  virtud  de  comprensión  que 
había  de  caracterizarla  en  la  vida,  reunida 
a  la  ecuanimidad  de  su  espíritu,  a  la  altiva 
franqueza  de  su  palabra,  a  su  sagrado  amor 
a  la  veracidad  y  a  la  ausencia  de  emulacio- 
nes subalternas. 

A  los  22  años  de  edad  era  poseedora  de 
una  educación  esmerada,  pero  advirtiendo 
ella  misma  los  puntos  débiles  continuó  sus 
lecturas  y  especialmente,  profundizó  sus  es- 
tudios literarios.  Llamada  por  contratiem- 
pos de  familia  a  aportar  ayuda  a  sus  padres, 
buscó  traducciones  y  discípulos,  y  fué  en- 
tonces que  conoció  al  general  Mitre  para 
quien  tradujo  del  alemán  una  obra  sobre  el 
«Ollantay».  El  ilustre  historiador  quedó  tan 
satisfecho  que  le  otorgó  un  elocuente  cer- 
tificado. Entre  los  discípulos  hubo  niñas  de 
su  misma  edad,  retardadas  en  su  cultura,  y 
otras  menores  y  también  algunos  hombres 
ya  diplomados  en  facultades,  que  deseaban 
dominar  el  alemán  y  el  inglés  para  conocer 
a  fondo  la  literatura  de  su  respectiva  espe- 
cialidad científica. 

La  mariposa  vio  en  aquellas  horas,  muy 
próximo  a  sus  alas  brillantes  el  fuego,  y  no 
se  resignó  a  caer  envuelta  en  las  miserias  de 
la  vida.  Tampoco  su  carácter  respondía  a 
ese  género  de  enseñanzas,  y  tuvo  que  aban- 
donarlo. En  las  páginas  de  su  «Diario»,  he 
visto  también  la  huella  de  los  Don  Juanes: 
la  limitada  visión  de  estos  aventureros  del 
amor  les  permitió  discernir  la  belleza  rubia 
y  finamente  aristocrática  de  Ada,  más,  no 
ver  que  en  aquella  mujer,  que  trataban  de 
despertar  con  los  fuegos  de  sus  pasiones 
deleznables,  existía  un  espíritu  vigoroso,  so- 
berano y  vigilante,  y  cual  un  pajaro  azul, 
listo  a  tender  el  vuelo  liacia  esferas  supe- 
riores. 

En  septiembre  de  1904  escribió  en  su 
«Diario»: 

«  Me  falta  estímulo.  Necesito  una  persona, 
hombre  o  mujer,  quizá  mejor  un  hombre,  seve- 
ro, inflexible,  rígido  y  a  la  vez  bondadoso,  ins- 
truido, de  una  franqueza  rigurosa,  cruel  si  se 
quiere  en  medio  de  su  franqueza;  un  hombre  a 
quien  yo  pudiera  respetar,  querer  y  temer,  en 
quien  pudiera  tener  plena  confianza,  que  me 
encaminara,  me  dijera  si  vale  algo  ésto  que  bulle 
en  mi  cabeza,  me  tiene  despierta  por  la  noche 
y  se  mezcla  luego  en  mis  sueños:  todo  un  mundo 
de  formas  vagas  que  tratan  de  abrirse  paso  y 
para  los  cuales  me  falta  la  palabra  mágica  de 
evocarlos:  que  me  encauzara,  que  me  dijera  la 
verdad,  que  yo  puedo  soportar;  que  me  guiara, 
indicándome  el  camino, . .  " 

En  enero  de  1905,  encontrándose  en  Santa 
Fe,  de  visita  en  casa  de  una  amiga  de  la  in- 
fancia, cuyo  nombre  fué  pronunciado  mn- 
chas  veces  horas  antes  de  morir,  vuelve  a 
escribir  en  su  «Diario». 


'  Me  escribe   mamá 


[^JO.SE  *ñANUEC 


LA    NOTABLE    ESCRITO 


que  mis  cuentos  están 
en  La  Prensa  para  que 
ios  lean.  Y  he  entrado 
en  curiosidad  por  sater 
quién  los  leerá.  Segura- 
mente algún  viejo  eter- 
no, gruñón,  predispuesto 
desde  iuego  a  declarar 
que  no  sirven,  o  sino  un 
mocito  barbilampiño  y 
engreído  que  sólo  en- 
cuentra bueno  lo  que  él 
mismo  escribe  y  decla- 
rará con  irónica  sonrisa 
compasiva  que  son  *pa- 
vadas  de  mujer'.  Sea 
quien  sea,  estoy  curiosa 


por  saber  quién  es  y  lo  qu_- 
dirá.  Para  decir  la  verdad,  no 
se  me  había  ocurrido  nunca 
ir  a  algún  diario,  y  estoy  ner- 
viosa por  saber  lo  que  dirán 
de  mis  cuentos.  En  todo  caso, 
ese  hombre  tiene  ahora  en  sus 
manos  mi  suerte:  según  lo  que 
diga,  según  cómo  esté  de  hu- 
mor al  leer  las  historias,  dirá 
que  sirven  o  no.  Tan  cierto  es 
que  estamos  encadenados  unos 
a  otros,  que  ¡omos  goberna- 
dos sin  saber  cómo  ni  por 
quién,  que  influímos  incons- 
cientemente .sobre  los  demás  y 
que  un  acto  insignificante  en  sí.  un  capricho. 
un  humor  pasajero,  puede  traer  consecuencias 
nunca  soñadas.  ¡Tengo  una  sensECión  fxt  aña. 
como  si  en  este  momento  estuvi-era  por  decidir- 
se mi  vida,  como  s¡  estuvieran  cor  rodar  los 
dados  que  determinarán  mi  suerte!  jQué  rueden! 
Yo  soy  fatalista,  y  ese  redactor  desconocido  no 
hará  m^s  que  cumplir  inconscientemente  lo  que 
estaba  escrito». 

En  el  mes  de  abril  del  mismo  año,  cuando 
ya  la  dirección  de  La  Prensa  había  aceptado 
los  cuentos  presentados,  y  la  incorporaba 
como  redactora  después  de  un  severo  exa- 
men, dándole  la  misión  de  escribir  un  folle- 
tín dominical  durante  siete  meses  del  año, 
apuntaba  en  su  «Diarios 

«...  Me  dura  aún  la  impresión  de  haber  lle- 
gado por  fin,  al  lugar  que  inconscientemente  bus- 
caba. Allí  piensan  como  yo,  aman  lo  que  yo 
amo,  sienten  lo  que  yo  siento.  Caminamos  hacia 
el  mismo  fin,  giramos  en  el  mismo  círculo.  Al 
cruzar  la  avenida,  el  foco  parecía  saludarme. 
En  verdad,  creo  que  me  alumbrará  el  camino; 
porque  tengo  mi  camino  trazado  y  quiero  llegar 
hasta  la  cumbre.  El  gran  mecanismo  atronador 
con  sus  mil  ruidos  y  fascinador  en  su  comple- 
xión de  gran  establecimiento  moderno,  se  ha 
apoderado  de  mi,  me  ha  aprisionado  entre  sus 
redes  y  volantes  y  ya  no  me  soltará  más,  porque 
he  hallado  allí  lo  que  buscaba  instintivamente; 
actividad,  labor  fecunda,  la  vida  misma  febril 
y  agitada.  Veremos  lo  que  hace  de  mí*. 

Fué  ese  su  pensamiento  íntimo,  escrito 
en  su  «Diario»  antes  de  clausurarlo  y  en  el 
momento  en  que  entraba  al  escenario  donde 
desarrollaría  su  vigorosa  acción  mental.  Te- 
nía entonces  24  años,  un  vasto  caudal  de 
erudición  literaria  y  una  fe  plena  en  sus 
fuerzas;  pero  no  advirtió  que  era  ella  misma 
la  que  se  iba  a  hacer,  y  que  con  su  propio 
talento  cincelaría  su  personalidad,  nimban- 
do de  luz  su  nombre  nuevo  y  desconocido 
hasta  entonces.  En  aquella  hora,  La  Prensa 
sólo  le  brindó  su  tribuna,  y  la  rodeó  a  ella 
misma  de  los  respetos  que  su  vida  de  silen- 
ciosa y  su  alma  de  pureza  inmaculada  me- 
recían. 

En  el  prólogo  que  ella  intitula  «Homena- 
je», puesto  en  las  Leyendas  Argentinas  —  su 
primer  libro  — -  ella  misma  explica  después, 
con  justeza  admirable,  la  inspiración  y  el 
desarrollo  de  su  luminosa  labor: 

«  Los  episodios  grandiosos  de  la  historia  ar- 
gentina, dice  —  exaltaron  siempre  mi  alma,  y 
dominada  por  la  poesía  misteriosa  del  drama 
social,  abordé  el  cuento  placentero  al  espíritu 
del  hombre,  grato  al  corazón  del  niño,  fecundo 
en  el  pueblo,  fecundo  cual  esas  semillas  que 
arrojadas  a  la  ventura  y  llevadas  por  vientos 
propicios,  florecen  en  el  valle  o  en  el  pequeño 
espacio  de  tierra  que  cubre  una  grieta  en  la 
montaña  estéril  y  lejana.  Creo,  como  el  magis- 
tral don  Antonio  de  Trueba,  que  ^en  el  cuento 
cabe  todo  cuanto  cabe  en  la  literatura:  mora!, 
ciencias,  artes,  historia,  costumbres,  filosofía, 
en  una  palabra:  todo  cuanto  abarca  el  saber 
humano»,  y  trato  de  realizarlo  en  la  zona  de  mi 
acción.  • 

No  creo  que  se  pueda  definir  con  mayor 
felicidad  el  contenido  de  la  obra  de  sembra- 
dora de  esta  mujer  de  rara  modestia  y  alti- 
vo carácter,  de  alma  dulce  de  niña,  de  cora- 
zón pleno  de  bondad,  de  mentalidad  fuer- 
te, la  primera  que  ha  hecho  ilustre  su  nom- 
bre colaborando  asiduamente  en  la  prensa 
argentina  con  trabajos,  ora  psicológicos,  ora 
coloristas,  ora  históricos,  con  evocaciones 
de  tiempos  pretéritos,  con  descripciones  ma- 
ravillosas de  los  paisajes  de  la  patria,  con 
intensas  emociones  frente  a  la  naturaleza 
argentina. 

Alma  de  artista  sellada  por  el  entusiasmo, 
la  pasión  y  la  fe.  realizó  su  vasta  labor  lite- 
raria, serenamente,  silenciosamente,  sin  que 
jamás  la  interrumpiese  una  sola  vanidad  de 
resonancia.  Y  leal  y  buena  como  una  santa 
mujer,  cultivó  a  la  vez  en  su  hogar,  nobles 
afectos  que  no  se  consolarán  jamás  de  su 
partida. 


EI^AGITIR,R{E 


N    SU    NIÑEZ. 


— r^Ljv^íB  'vj_m3_-x— 


•  Lm  imahKiám  qtu  ><■  /' j  ítt-  '.nado  ¡Uidt 
tlfumos  atas  a  rsta  fnvlt  tn  la  actuación  di 
la  anitr  artmtíaa.  *s  tan  p'adf,  fu/  lu 
Hari/mlan  m$asario  dar  a  las  friwraciows 
futuras  urna  prurba  dr  *sta  luduciia,  presen- 
tamia  las  fifuras  trmruiuas  más  pnstifiosas 
é*  umtstre  pais,  y  kacitudo  una  bnut  restña 
éf  sm  eñfm  y  actmaciÓH,  La  muitr  argfMtina. 
iomoeUa  tu  ti  mundo  rnttro  por  su  tlffancia 
Y  brllaa,  nelots  tn  cambio  por  sus  condicio 
aa  atcraUs  *  iuttitetualts,  y  lirmpo  ts  ya  dt 
far  *a  afnllos  pa/sts  qu*  han  rrcibido  con 
¡artmtia,  tn  oeasióm  dt  la  futrra,  la  ayuda 
mt/trial  y  moral  dt  las  irttntinas  (¡ue  en  la 
Cnu  Reía  kan  sido  trataiadoras  infaligablts 
y  rmütatts  naptraácras  dt  los  mtdicos  en  las 
más  dlfkilts  y  dakrosas  tartas,  st  stpa  lam- 
mm  4«r  natstras  majtrts  r^u^-i^n  ii'ítacars* 
tn  ladas  las  tsftras  dt  aci  a  sus 

dalas  ptrsonalts  la  krrtu.  c:a  dt 

afutlles  países  dtl  vitio  mundc  donde  tienen 
su  ariftn  la  mayor  paitt  dt  las  familias  de 
nuestra  litrra. 

Ya  nutstras  anttpasadas,  ¡as  patricias,  que 
süo  vivían  para  ti  hogar  y  la  iiltsia,  dtmos- 
Iraron  a  su  litmpo,  ijut  también  tran  dignas 
compatiras  dt  los  hhoes  que  nos  dieron  liber- 
tad, y  hoy,  las  nitlas  dt  aqutllas  matronas. 
sitnien  ctrrtr  par  sus  vtnas  la  sangrt  dt  las 
fur  tetaron  a  su  núíteridad  grandts  tjtmplos 
de  entrg 

Hoy  r...  'vn.  y  Itndrán  más 

aun  en  el  juluro.  una  Uberíad  r  indtptndtncia 
qut  no  ttnian  por  citrto  nuestras  abuelas,  y 
esta  misma  independencia  abre  ante  ellas 
un  herieonU  en  el  que  la  muier  estará  llamada 
a  desempeñar  funciones  de  honda  trascen- 
dencia. Las  heroínas  de  la  Rei'olución  deiaron 
la  semilla  de  su  valentía  para  las  generaciones 
futuras,  uniendo  a  esta  la  delicadeza  exquisita 
de  sus  senümientos.  que  hoy  hace  que  la  mo- 
derna mujer  argentina  derrame  a  manos  lle- 
nas fl  tesoro  de  su  bondad,  no  sólo  por  la 
ayuda  material,  sino  por  la  moral,  más  eficaz 
en  muchos  casos,  creando  instilucionts.  for- 
mando escuelas,  facilitando  la  educación  del 
alma  a  la  ivj  qut  ti  meioramitnlo  físico,  por 
decirlo  así,  pues  son  innumerables  los 
establecimientos  fundados  por  iniciativa 
ftmtnina  donde  st  cría  y  tduca  a  los 
niHos  dt  hoy.  poniéndolos  en  condicio- 
nes  dt  ser  hombres  útiles  y  sanos  para 
el  matlana . . . 

Y  ya  que  vamos  a  iniciar  la  publica- 
ción de  una  Galería  de  Damas  Argenti- 
nas, comenzaremos  por  una  de  las  figu- 
ras femeninas  más  completa  i  en  el  sen- 
tido de  que  habláramos  an'es;  la  señora 
Guillermina  de  Oliv;ira  Cezar  de  Wilde. 
que  une  al  prestigio  de  su  origen  y  de 
su  actuación  política  y  diplomática,  el 
de  su  fortuna  y  su  belleza.  • 

La  famil'a  de  Oliveira  Cezar,  es  de 
ongen  portugués.  Su  jefe  fué  ayudan- 
te de  campo  y  amigo  personal  de  don 
Juan  VI.  habiendo  llegado  al  Brasil 
en  compaftia  de  dicho  monarca,  cuan- 
do se  fundó  el  Imperio. 

Este  militar  era  hijo  de  un  diplo- 
mitico  portugués,  casado  morganá 
ticamente  con  una  princesa  de  sangre 
real  de  una  de  las  familias  reinantes 
de  Europa,  llamada  Guillermina.  Ra- 
dicado en  el  Brasil  este  caballero,  for- 
mi  su  familia  allí,  y  el  hijo  mayor, 
Filiberto  de  Oliveira  Cezar.  fué  el  fun- 
dador de  las  ramas  argentina  y  oren- 
tai  de  este  apellido,  habiendo  sido  el 
jefe  de  las  tropas  brasileras  de  San 
Pablo  y  Rio  Grande  que  llegaron,  du- 
rante la  guerra  del  Paraguay,  a  la 
Banda  Or.ental.  donde  se  radicó,  dan- 
do asi  origen  a  la  familia  argentina  y 
oriental  de  Oliveira  Cezar. 

Por  la  parte  materna,  esta  familia 
es  fuipuzcoana.  y,  por  lo  tanto,  per- 
tenece pura  y  genuinamente  a  la  raza 
expaflola. 

El  abuelo  de  la  seflora  de  Wilde. 
don  Martín  de  Coyechea.  era  un  pa- 
triota espafiol  y  el  más  fuerte  banquera 
de  la  época  del  virreinato.  Fué  ex  pa- 
triado en  tiempo  de  Rosas,  confiscán- 
doaele  sus  bienes,  constando  este  hr- 
cho  en  los  archivos  nacionales.  Esta 
familia,  formada  de  soldados  y  sacer- 
dotes, como  casi  todas  las  familias 
espaAolas  de  aquellos  tiempos,  dio  al 
Uruguay  dos  obispos  hermanos,  los 
monseflores  Inocencio  y  Rafael  Ye- 
regui.  quedando  aun  hoy  en  la  vecina 
república,  un  representante  eclesiásti- 
co de  la  misma  familia,  monseñor 
Isasn. 

La  seflora  de  Goyechea,  se  casó  con 
el  coronel  Diana,  guerrero  de  la  I  nde- 
pendencia  y  ayudante  de  Brandsen, 
y  la  hija  mayor  de  aquel  matrimonio 


es  la  señora  Ange- 
la Diana  de  Olivei- 
ra Cezar,  madre 
de  la  hoy  seíiora 
Guillermina  de 
Oliveira  Cezar. 
viuda  de  Wilde. 

Hechos  estos  li- 
geros apuntes  co- 
mo antecedentes 
de  origen  familiar, 
pasaremos  a  los 
personales,  tanto 
más  interesantes 
cuantoque  muchas 
compatriotas  de 
la  viuda  del  emi- 
nente medien  don 
Eduardo  Wilde. 
no  conocen  la  ver- 
dadera actuación 
de  su  esposa. 

La  señora  de 
Wilde  fué  educada 
en  el  colegio  ameri- 
cano de  miss  Con- 
way.  una  de  las 
profesoras  traídas 
por  Sarmiento,  es- 
píritu renovador 
que  inició  una  en- 
señanza más  prác- 
tica y  progresista. 
aimque  conservan- 
do siempre  la  in- 
fluencia católica, 
pero,  sin  embargo,  bien  distinta  de  la  educa- 
ción conventual  española  de  aquellos  tiem- 
pos. Miss  Gonway,  trató  de  combatir  la  pasi- 
vidad en  la  mujer,  alentando  y  permitiendo 
a  sus  disctpulas  que  desarrollaran  -^u  perso- 
nalidad propia,  haciéndoles  comprender  así 
que  algún  día  serian  las  colaboradoras  de  sus 
compañeros  de  vida,  preparándolas  en  esta 
forma,  con  una  instrucción  sólida  y  amplia 
para  las  luchas  del   porvenir. 

En  aquella  misma  época  fueron  d:&cíp''las 


de  la  distinguida 
educacionista  las 
hoy  señoras:  Ana 
Elia  de  Ortiz  Ba- 
sualdo.  Mercedes 
Zapiola  de  Ortiz 
Basualdo,  Julia 
Helena  Acevedo 
de  Martínez  de 
Hoz.  Elisa  Alvear 
de  Bosch  y  mu- 
chas más  que  esca- 
pan a  mi  memo- 
ria de  «historia- 
dorao. 

La  señora  de 
Wilde  salió  del  co- 
legio para  contraer 
matrimonio  a  la 
edad  de  quince 
años,  y  casó  con 
el  doctor  Eduardo 
Wilde,  entonces 
ministro  de  Justi- 
cia. Culto  e  Ins- 
trucción Pública 
en  la  presidencia 
del  general  Roca, 
el  cual  fué  padri- 
no de  la  ceremonia, 
actuando  como 
testigos  los  enton- 
ces compañeros 
de  gabinete,  doc- 
tores Bernardo  de 
Irigoyen,  Victori- 
no de  la  Plaza,  general  Victorica  y  Carlos 
Pellegrini.  Durante  los  años  que  ocupó  el 
doctor  Wilde  este  ministerio,  y  los  años  si- 
guientes en  que  tuvo  a  su  cargo  lacarte-adel 
Interior,  fué  su  casa  el  centro  donde,  a  toda 
hora,  y  principalmente  a  la  del  almuerzo, 
se  reunía  cuanto  hombre  de  importancia 
política,  literaria  y  periodística  tenía  enton- 
ces nuestro  país. 

E!  doctor  Wilde.  inspiraba,  en  compañía  del 
doctor  Lurio  López  las  carical  uras  de  «El  Mos- 


PLLOQFUa 

(3 


NGtLICa 


Señor,  cuando  no  goce  de!   divino  tesoro 
de  la  juventud  libre,    risueña  y  vigorosa; 
cuando  mi  cuerpo  anciano  se  incline  hacia  la  fosa: 
cuando  mi  voz  cascada  pierda  el  timbre  sonoro; 

permite  que  bendiga  la  estación  placentera 
en  que  el  buen  Sol  caliente  mis  miembros  ateridos 
como  cuando  vibraban  mi  alma  y  mis  sentidos 
al  resurgir  florido  á^.  cada  primavera; 

permite  que  a  mis  pobres  pupilas  fatigadas 
no  las  empañe  el  llanto  de  la  envidia  senil 
al  ver  que  otros  disfrutan  las  para  mí  pasadas 
grandezas  y  ;:legrías  de  la  edad  juvenil; 

permitan  que  conozcan  mis  manos  temblorosas 
afables  ademanes  de  paz  y  bendición, 
para  calmar  la  fiebre  de  las  cabezas  mozas 
donde  en  el  sueño  mora  y  anida  la  ilusión 

permite  que  aconseje  mi  boca  desdentada 
las  luchas  con  las  huestes  invasoras  del  mal, 
del  honor  y  la  patria  la  creencia  sagrada, 
la  fe  en  el  dios  progreso,  el  culto  al  idea¡; 

permite  que  en  mi  espíritu  brille  siempre  un  destello 
de  franca  simpatía  o  tierna  compasión 
por  todo  lo  que  es  grande,  por  todo  lo  qu3  es  bello, 
por  las  debilidades  de  la  humana  pasión; 

por  las  luchas  serenas  y  augustas  de  la  ciencia, 

por  el  montón  anónimo  de  las  vidas  obscuras, 

por  los  sueños  felices  de  la  dulce  inocencia, 

por  la  noble  enseñanza  de  las  conciencias  puras. 

Permi'e  que.  venciendo  la  ley  del  desencanto, 
mi  ancianidad  doliente  pueda  creer  y  sentir, 
y  que  al  morir  escuche  a  lo  lejos  el  canto 
que  guía  a  la  conquista  triunfal  del  porvenir. 


njiac/uÁuj 


quite»,  y  con  el  doctor  Arislóbu'.o  del  Valle 
y  Pedro  Goyena  discutían  sobre  las  graves 
cuestiones  de  aquellos  tiempos,  abordando 
temas  de  libertad  y  de  progreso.  Aquella 
mesa  de  personajes  cuyo  talento  y  actuación 
figuran  en  las  páginas  de  oro  de  nuestra  his- 
toria contemporánea,  estaba  presidida  por 
una  señora  de  ¡15  años!  que  más  bien  parecía 
una  figura  de  ensueño,  oyendo  con  avidez 
las  discusiones  y  los  admirables  párrafos  de 
aquellos  hombres  de  talento,  recogiendo, 
en  fin,  la  semilla  del  saber  que  a  su  debido 
tiempo  había  de  dar  su  fruto. 

Pasada  la  época  militante  de  actuación 
política  del  doctor  Wilde.  este  comenzó  con 
su  joven  esposa  los  viajes  alrededor  del  mun- 
do que  nos  ha  hecho  conocer  en  sus  admi 
rabies  libros.  Recorrieron  juntos:  Rusia. 
Turquía,  Suecia,  Noruega,  Estados  Unidos. 
China  y  Japón.  ¡Cuánta  observación,  cuánta 
enseñanza,  puede  haber  recogido  la  dama  de 
que  me  ocupo  al  lado  de  un  hombre  del 
talento  del  doctor  Wilde!  Son  cosas  que 
todavía  no  hemos  podido  medir  en  su  justo 
alcanc'5.  porque  la  señora  de  Wilde  con  una 
modestia  poco  general,  habla  rara  vez  de  lo 
que  sabe  y  ha  visto,  y  solo  se  adivina  todo 
ello  en  la  ausencia  total  de  «'snobismo»  en 
una  gran  tolerancia  y  en  una  ilimitada  bon- 
dad. .  .  Su  patriotismo  es  marcadísimo,  y  sé 
que  en  cierta  ocasión  dijo  que  a  fuerza  de 
estar  lejos,  había  aprendido  a  querer  a  su  pais. 
y  a  fuerza  de  conocer  otras  sociedades  y 
costumbres  había  aprendido  a  apreciar  lo 
bueno  que  aquí  tenemos,  comprendiendo 
que  los  defectos  que  nosotros  padecemos, 
son  mucho  más  pequeños  que  los  que  hay 
en  otras  partes. . . 

Después  de  sus  viajes,  ocupó  el  doctor 
Wilde.  como  es  sabido,  el  cargo  de  Ministro 
Plenipotenciario.  De  todos  es  conocida  la 
actuación  que  tiene  universalmente  en  la 
diplomacia  una  mujer  culta  y  sabemos  cuan 
importante  fué  la  de  la  señora  Wilde  junto 
a  su  esposo.  En  Méjico,  en  la  época  histórica 
de  Porfirio  Díaz,  nuestra  representante  feme- 
nina fué  la  amiga  intima  de  Carmelita,  la 
mujer  del  presidente  mejicano,  da- 
ma que  fué  siempre  un  ejemplo  de 
discreción  y  talento  en  la  historia  de 
su  tierra. 

En  Holanda  y  Bélgica,  la  actuación 
de  la  señora  de  Wilde  fué  brillante,  y 
en  España  es  tan  reciente  y  conocida, 
que  no  creemos  que  necesite  comenta- 
rios. Ella  fué  la  inspiradora  del  viaje 
de  la  Infanta  Isabel  a  la  República 
Argentina,  y  en  su  casa  hizo  por  pri- 
mera vez  el  rey  Alfonso  XI 11,  la  pro- 
mesa de  convertir  en  embajada  la  le- 
gación de  España  en  nuestra  tierra 
La  organización  de  sus  obras  benr 
ficas  es  digna  de  ejemplo:  recibe  a  di  i 
rio  pedidos  innumerables  que  son  an^ 
tados  en  un  registro,  teniendo  dos  per- 
sonas dedicadas  exclusivamente  a  com  ■ 
probar  las  necesidades  de  les  postulan- 
tes para  socorrerlos  según  la  impor- 
tancia de  los  casos.  Educa  a  su  costa 
innumerables  pensionistas,  tanto  en 
Buenos  Aires  como  en  las  provincias, 
y  respetando  la  voluntad  de  su  esposo, 
familias  enteras  a  quienes  el  doctor 
Wilde  socorría  y  a  quienes  no  ha  cono- 
cido jamás  la  caritativa  dama,  siguen 
recibiendo  la  cantidad  asignada. 

Los  antecedentes  que  dejo  enume- 
rados, hacen  que  la  señora  de  Wilde 
sea  una  fuerza  social  de  gran  impor- 
tancia, y  su  reciente  nombramiento  de 
presidenta  del  comité  de  señoras  de  la 
•  Cruz  Roja  Argentina»,  es  la  demostra- 
ción de!  prestigio  de  que  goza  la  distin- 
guida dama  en  su  país.  Nadie  como 
ella  podrá  dar  impulso  a  esta  obra  gran- 
diosa que  desde  que  comenzó  la  guerra 
europea  había  quedado  relegada  a  se- 
gundo término  por  las  asociaciones  si- 
milares de  otros  .países  que  encontr.L 
roñen  esta  tierra  generosa  ayuday  ap' 
yo,  aun  contra  el  artículo  de  los  est; 
tutos  de  nuestra  Cruz  Roja  que  pr' 
hibe  que  exista  en  el  país  otra  asocia- 
ción con  el  mismo  nombre  y  fines,  de- 
dicada a  allegar  recursos  para  el  alivio 
le  los  extranjeros. . .  Pasada  la  terri- 
Kle  contienda,  resurge  nuestra  Cruz 
l-íoja  en  manos  de  la  señora  de  Wilde, 
que  en  el  término  de  un  mes,  ha  hecho 
más  en  pro  de  la  asociación  que  lo  que 
podía  esperarse  de  meses  de  trabajo. . . 
Ha  agrupado  la  distinguida  dama 
en  la  comisión  que  la  acompaña,  los 
más  prestigiosos  nombres  argentinos, 
y  en  adelante  su  salón,  como  los  de 
ciertas  personalidades  femeninas  euro- 
peas, será  centro  de  intelejtur.lidad  y 
cultura  como  lo  es  ya  de  sociabilidad. 


lENE  el  paisaje  —  Otoño,  entre 
los  montes  del  Pirineo  vasco  — 
profunda  dulzura  algo  melancó- 
lica. Aun  no  es  el  alba,  pero  ya 
se  insinúan  en  el  cielo  trémulas 
palpitaciones  de  esmeralda.  De 
rato  en  rato  el  clarín  de  un  gallo 
llama  al  sol.  El  murmurio  de!  agua  y  de  la  fronda 
en  voz  que  canta  el  ensueño  de  la  naturaleza,  no 
como  será  más  tarde  fondo  sonoro,  sobre  el  que  se 
destaquen  las  flautas  pastoriles,  las  esquilas  del 
rebaño  o  las  campanas  de  la  aldea. 

Lentamente,  al  hombro  los  aperos  de  labranza, 
viene  Juan  María  Oyarbíde.  Mil  y  mil  veces  ha 
visto  ese  paisaje  y  lo  sigue  mirando  con  delecta- 
ción. Llega  a  un  campe;  permanece  inmóvil,  una 
inmovilidad   meditativa. 

Va  clareando  el  día;  en  la  cresta  de  los  montes 
más  altos  tiembla  ya  una  pincelada  de  oro;  el 
azul  del  cielo  adquiere  transparencia;  entre  las 
zarzas  la  algarabía  de  los  pájaros  saluda  a  la  luz. 
Juan  María  Oyarbíde  mira  devota  y  afanosamen- 
te a  todo  aquello  tan  familiar.y  siempre  tan  nuevo. 
Lejos  el  pueblo;  en  el  del  valle,  la  cinta  blanca  de 
la  carretera,  entre  el  boscaje  los  caseríos.  Todo  en 
silencio,  entre  un  vago  cendal  de  niebla  que  da 
al  místico  encanto  de  la  hora,  castidad  y  placidez. 
De  pronto  aparece  el  sol;  Juan  María  Oyarbíde 
se  arrodilla  y  reza  un  padre  nuestro,  ,  , 


Y  yo  pensaba:  ¿Qué  conceptos  mueven  a  este 
hombre  que  saluda  al  sol,  como  un  viejo  pagano, 
con  la  oración  más  bella  de  los  cristianos?  El  buen 
Juan  María  Oyarbíde  no  sabe  nada  de  filosofías, 
de  panteísmos,  ni  de  historias;  no  hay  en  él  más 


herencia  que  la  de  consejos  cristianos,  bien  puros, 
bien  a  machamartillo,  Pero  en  su  virtuosa  senci- 
llez ha  aprendido  a  amar  al  sol,  y  lo  saluda  con 
las  grandes  palabras  «padre  nuestro  que  estás  en 
los  cielos...»  Y  después  trabaja.  Quizá  el  señor 
cura  opina  que  Juan  María  Oyarbíde  es  un  here- 
jote,  digno  de  la  hoguera;  pero  si  bien  se  mira, 
hay  en  el  sencillo  acto  una  profunda  corriente  reli- 
giosa; la  misma  que  llevó  a  Francisco  a  predicar 
a  las  avecillas.  Es  convivir  con  todo  lo  que  vive; 
es  decir  ¡padre  nuestro!  a  las  fuerzas  vitales  que 


uj.trraACiQMtV/'  B-  o^TUJCS 


nos  amparan  y  nutren;  es  humildad  y  también 
es  amor. 

Un  retórico,  en  presencia  de  este  caso,  hablaría 
de  «los  dos  maravillosos»;  efectivamente,  se  en- 
cuentra mezcla  igual  de  algo  pagano  y  mucho 
cristiano,  en  «Los  mártires»,  de  escritor  tan  cató- 
lico como  Chateaubriand,  y  en  «La  Atlántida», 
del  sacerdote  Jacinto  Verdaguer;  pero  el  caso  de 
Juan  María  Oyarbíde  tenía  el  vigor,  el  relieve,  el 
calor  de  lo  vivo,  superior  siempre  a  la  fantasía 
de  los  poetas. 


Este  es  el  mejor  himno  al  sol.  No  lo  han  tenido 
mejor  las  viejas  civilizaciones  que  con  la  riqueza 
de  Oriente  o  el  fausto  y  brío  azteca  hicieron  tem- 
plos al  astro  rey;  no  hay  en  la  mitología  pasaje 
tan  conmovedor  como  ese  sencillo  acto;  esa  ora- 
ción cristiana,  prólogo  del  trabajo,  a!  sol,  hogar  y 
lámpara  de  lo  creado;  el  más  augusto  reflejo  de 
Dios. . .  Para  Juan  María  Oyarbíde  se  trata  nada 
más  que  de  una  costumbre,  para  el  señor  cura  de 
una  herejía,  para  los  aficionados  a  las  letras,  de 
una  escena  bellísima,  con  perfume  de  égloga,  con 
jugosidad  panteísta  y  con  honda  unción  cristiana. 

Después  nada;  Oyarbíde  trabaja;  canturrea,  va 
de  un  lado  para  otro;  aquí  escarda,  más  allá 
endereza  un  tierno  arbusto.  De  cuando  en  cuando 
levanta  los  ojos  al  cielo;  al  cielo  pálidamente  azul 
de  Vasconia  en  Otoño,  y  siente,  cuando  ve  que 
un  águila  lo  cruza,  rumbo  al  sol,  algo  que  es  casi 
envidia.  Quizá  por  esto  hay  tal  espíritu  de  aven- 
tura en  la  raza  de  Oyarbíde,  y  quizá  no  lo  otro, 
por  la  oración  y  el  amor  a  la  naturaleza,  tal  faci- 
lidad de  adaptación,  sin  pérdida  del  carácter 
propio. 


a//i¿q¿is-^ 


PROPIEn\D»  D 
DON- VICENTE 
LEVE^ATTO 


OLEO-^D^ANSELM' 


PI,VS      • 
.  VL1PA 


AVIGUEL^  NIETO 


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CERTIFICADO 

Del  Excmo.  Señor  Marqués  Durand  de  la  Penne. 
enviado  extraordinario  de  Italia  ante  los  Gobiernos 
de  Chile  y  Argentina: 

Señor  Don  Rafael  Beiíguria  B. 

Santiago. 
Tengo  el  agrado  de  manifestar  que  he  quedado  ple- 
namente satisfecho  de  su  tratamiento  para  impedir 
la  caída  del  cabello  y  curación  de  la  calvicie,  siendo 
su  Específico  verdaderamente  eficaz  para  dichas 
afecciones. 

Al  otorgarle  el  presente  certificado,  ofrezco  a  usted 
la  seguridad  de  mi  estimación.  Suyo  afectísimo, 
E.  DE  LA  Penne. 


—  I^LT^-'^S    "S/T_nri2>^— 


MODELO    DE    LA    HAUON   BERNARD.    EN    GÉNERO    FANTASÍA  CRIS    Y  NEGRO,  VISTAS 
DE    UA    CHAQUETA    PAÜO    CRIS.    CINTURÓN     DE    CHAROL    NEGRO. 


Ulises,  el  astuto,  el  in- 
genioso, el  prudente  — 
¿quién  no  conoce  al  úni- 
co hombre  que  supo  elu- 
dir la  influencia  bella  y 
fatal  de  Calipsc?  — te- 
nia una  esposa  llamada 
Penélope.  Durante  la 
gran  ausencia  del  héree 
griego.  Penélope.  ase- 
diada por  numerosos 
pretendientes  que  solici- 
taban su  mano,  empleó 
las  dos  en  tejer  una  tela 
poniendo  como  condi- 
ción «sine  qua  non»  para 
elegir  nuevo  esposo  el 
término  de  dicho  tejido. 
Pasaban  los  días  sin  que 
volviera  Ulises  y  sin  que 
la  obra  se  concluyese.  Es 
que  Penélope  deshacía 
por  la  noche  la  tarea  he- 
cha durante  el  día. 

La  moda  es  semejante 
a  la  tela  de  Penélope:  un 
interminable  tejer  y  des- 
tejer, cortar  y  alargar, 
poner  y  quitar  de  géne- 
ros, blondas,  sederías. 
terciopelos,  etc.  Y  la 
constancia  femenina  re- 
sulta tan  firme  como  la 
fidelidad  de  que  dio  bri- 
llante prueba  la  esposa 
de  Ulises.  Agradar  a  un 
hombre  entre  todos  los 
hombres,  igual  que  Pe- 
nélope. agradar  a  todos 
los  hombres  para  que  el 
elegido  avalore  mejor  la 
preferencia,  he  aquí  el 
bello  ideal  de  las  mu- 
jeres. 

Chernit.  Bernard  y 
Renné  son  los  creadores 
de  los  modelos  flaman- 
tes y  <'dernier  cri»  que  las 
bellas  lectoras  tienen  an- 
te sus  lindos  ojos.  Sola- 
mente con  leer  los 
epígrafes,  ellas  sabrán 
elegir  el  modelo  que  me- 
jor realce  sus  gentiles 
figuras. 


VESTIDO    CRÉPE    «GEORGETTE»    TABLE, 
FOTS. 


ORNADO 
VARGAS. 


CON   FLECO  EN   EL  MISMO  TONO. 


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Bueno*  AmEs,  julio  de  1919. 


lAl  l.F.RKS    GRÁFICOS    DE    CaKA.S    1     OrETA^ 


^ET^R^AT  o  •^^  DE    •    •NIFJA 


J'UB~DIRECT014  (  DEL    MUSEO  pel  PRADO 


-I3>JLJ^N^-S 


>.J^— 


U    N    A 


VISTA 


D    E 


CÓRDOBA 


GRAFO    HA    ELEGIDO    UNO    DE    LOS    SITIOS    DESDE     DONDE    SE    ABARCA    MAYOR    NUMERO    DE    EDIFICIOS    RELIGIOSOS.    CÓRDOBA    LA 

ARTE    ANTIGUO    ARGENTINO     DE     ENORME    VALOR    ESPIRITUAL 


UN     TESORO     DE 


p^:ít'r^zL 


j^pQChTh- 


.J>í\^^Í>r, 


¿^ 


^■ 


mfiac/ia  2/f5 

'éiniiieéíir 


"NASYL 


ff      AL  MENTOL.  CONTRA 
RESFRÍOS   Y   GRIPPE 


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catarro  naso-faríngeo,  preventivo  contra  el  catarro 

tubo-timpánico  y  la  otitis. 

CERTIFICADOS     DE    ESPECIALISTAS    MÉDICOS 


Dador  L.  Carelli,  Jñfr  de  CU  nica,  del  servicio  de  Nariz,  Oído  y  far- 
santa, del  Hospital  Ali/ear,  Cangallo  i6,ii 
El  médico  que  suscribe  certifica  que  usa  NASYL  en  todos  los  casos 
que  la  práctica  lo  aconseja.  Su  higiene  en  la  preparación  como  tam- 
bién la  disposición  de  la  oliva  nasal  que  posee,  son  dos  factores  de 
positivo  valoren  la  aplicación  de  las  pomadas  CONTRA   EL  RESFRIO. 

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Únicos   representantes:    SAMENGO    &    GAMPONOVO 
Juncal,  2002-buenos  aires  unión  telefónica,  2544,  juncal. 

Representante  en  Montevideo:  F.  GRECO,  calle  Reconquista,  539 


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EN       LAS        PLAYAS        DE        MALLORCA 


COMO    EN    LAS    MARINAS    DEL  MAESTRO    MEIFRÉN,    SOBRE    LA    PLAYA    SOLITARIA,     JUNTO    A    LAS    CASAS    DE    L\    RIDH:í\,     DUERME     UNA     BARCA     H-:íOINA    LABORIOSA    Y    MCOZ^TA    DEL 

MAR    LATINO. 


MUEBLES 


DECORACIÓN 


M  AP  L  E 

EXPOSICIÓN       DE 
MUEBLES    ANTIGUOS     Y     REPRODUCCIONES 


X    i 


ANTIGUO      COFRE       RICAMENTE 
TALLADO       E       INCRUSTADO. 


X 


658  -  SUIPACHA 


Buenos  Aires 


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©ATHiCH/A¥ISi 


BUENOS  AIRES -LONDRES-PARÍS 


— r:>L^V'-^  '^'Lj~rTZ> ys.— 


A  L 


MARGEN        DE        LAS        CIUDADES 


En  los  limiles  dd  poblado,  lai 
humildes  casas  se  extienden  al 
wl  (rente  a  la  campaAa.  sin  ace- 
ras, sin  casas  rivales«asomándo- 
se  a  la  Ubortad  relativa  y  her- 


Son  ka  muros  de  la  ciudad, 
de  la  dudad  abierta,  las  sitios 
donde  crece  parecida  a  una  al- 
dea. Allí  acuden  los  p:ntores  en 
busca  de  itotas  brillantes,  allí  los 
humildes  buscan  emplazamiento 
para  sus  viviendas,  huyendo  de 
los  cMeros  caros  y  de  las  ca- 
sas inoomodas. 

Quien  no  ha  paseado  por  aque- 
llos lugares  no  conoce  entera- 
mente la  villa  amada,  no  sabe 
apreciar  la  fuerza  de  la  ciudad. 
en  los  Hmites  de  la  conquista, 
al  margen  de  la  lucha- 
Muchachos  que  corretean  y 
saltan  ¡unto  al  arroyuelo;  veci- 
nos que  disfrutan  las  caricias  del 
sol  y  del  aire  campestre:  mucha- 
chas que  sueñan  con  la  vida:  de 
todo  hay  alü.  No  busquéis  tea- 
tros, ni  casinos,  ni  automóviles. 
Alli  únicamente  hallan  los  po- 
bres la  mayor  cantidad  de  sen- 
alie:  compatible  con  las  exigen- 
cias de  una  gran  urbe.  Estáis  al 
mismo  tiempo  en  la  ciudad  y 
en  la  campaAa  entre  los  Dióge- 
res  de  la  ¿poca  actual  que  viven 
en  casas  pequeñas  como  toneles. 
Si  estas  casas  tuviesen  len- 
gua)e  humano,  repetirían  le  que 
están  pregonando  con  su  aspec- 
to tranquilo:  -Queremos  que  no 
tMSS  quitáis  el  sol:  que  frente  a 
nosotras  no  se  levanten  casas  ri- 
vales ensombrecedoras». 

Pero  llegará  su  hora  de  escla- 
vitud, la  hora  en  que  la  ciudad 
necesite  rellenar  las  márgenes 
con  lineas  de  casas  nuevas. 


E.   BISH 


FABRICA  DE  CARTERAS 
Y       MARROQUINERIA 

FINA 


S       brcííiedeVauVrTntTdÜi  00.-       ESMERALDA,     81.  = 

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^lllllllllllllllllillllllllllllllllllllllllllllllllllltlllllilllllllllllllllllllillllllllllllllllllí^ 


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—  I=>LJV/'-S 


UN        F  O  R  T  t  N 


E  N 


E  L 


PILCOMAYO 


KUeSTRO    POTOCRABALO    REf-"F,OL-UCE    UNA    FARTE    DEL    INTERIOS    DEL    FORTÍN    CHAVES,    QUE    CONSTITUYE    UNA     DE    LAS    AVANZVDAS    DE    LA      CULTURA    ARGENTINA. 

GUARNICIÓN    EN    ESOS    F0RTINE5    ES    PENOSA    Y    LLENA    DE    AMENAZAS. 


LA       VIDA       DE 


LA       BELLEZA       ES       UN       CULTO! 

y  es  la  mujer  la  única  que  tiene  obligación  de    cuidarla  y    mejorarla. 

Por  Charlotte   Rouvier 


Las  damas  que.  mediante  un  detenido  examen 
ante  un  espejo,  no  tienen  la  valentía  de  reconocer 
los  defectos  de  su  cutis,  se  limitan  solamente  a 
una  ligera  mirada  e  ingenuamente  creen  que  con 
el  auxilio  de  un  prolijo  acicalamiento,  los  defectos 
no  serán  visibles  a  la  luz  del  dia.  Pocas  mujeres 
conservan  en  perfecto  estado  el  cutis  de  su  ju- 
ventud y  estas  mismas,  si  se  disponen  a  revisar 
detenidamente  su  rostro,  encontrarán  a  pesar 
suyo  algunos  defectos  como  grasitud.  dilatación 
de  los  poros,  etc..  que  lentamente  van  produ- 
ciendo su  acción  deplorable  sobre  una  faz  hermosa. 
pues  los  poros  dilatados  permiten  el  paso  de  esa 
substancia  grasosa  que  precede  a  la  brillantez 
y  el  acumulamiento  de  aquélla  trae  como  conse- 
cuencia la  aparición  de  los  detestables  barrillos 
que  nadie  quiere  ostentar.  Para  preparar  una 
ablución  astringente  que  simultáneamente  con- 
traiga los  poros  dilatados  y  extirpe  la  brillantez 
y  los  barrillos,  basta  conseguir  algunas  tabletas 
de  stymol  y  se  disuelve  una  en  un  vaso  de  agua 
caliente.  Lavando  el  rostro  con  esta  sencilla  pre- 
paración se  nota  inmediatamente  su  efecto  ma- 
ravilloso, pues  el  cutis  queda  limpio  y  alisado 
por  la  desaparición  de  los  barrillos  que  se  des- 
prenden fácilmente  lo  mismo  que  la  grasitud, 
y  los  poros  dilatados  se  habrán  contraído,  pre- 
sentando su  rostro  un  aspecto  encantador. 


He  tenido  oportunidad  de  observar  el  proceso 
de  muchas  tentativas  para  ocultar  las  canas  por 
parte  de  numerosas  personas  empeñadas  en  ello. 
Algunos  experimentos  han  sido  irrisorios,  otros 
francamente  desastrosos  hasta  ocasionar  la  caída 
del  cabello,  y  bien  pocos  dieron  resultado.  Por 
mi  parte,  cuando  llegue  el  período  de  encaneci- 
miento de  mis  cabellos,  creo  que  no  me  opondré 
a  este  accidente  natural  de  la  vida,  pero  si  tuviese 
alguna  intención  de  evitarlo,  recurriría  sin  duda 
a  una  vieja  fórmula  usada  por  nuestros  antepa- 
sados, vale  decir,  por  varias  generaciones,  y  aun- 
que sencilla,  es  probablemente  la  que  más  asegura 
el  objeto  deseado  sin  dañar  la  vitalidad  del  ca- 


bello. Consiste  en  mezclar  dos  onzas  de  tam- 
malite  concentrada  con  tres  onzas  de  bay-rhum, 
loción  que  luego  se  aplica  a  las  canas  por  medio 
de  una  esponjita.  He  observado  en  muchas  per- 
sonas que  han  puesto  en  práctica  el  procedi- 
miento, cómo  el  cabello  vuelve  a  su  color  pri- 
mitivo, paulatinamente  y  de  acuerdo  con  la  na- 
turaleza. 

No  hay  nada  tan  encantador  en  una  dama 
como  la  ostentación  de  una  hermosa  cabellera, 
que  para  parecer  tal.  debe  ser  brillante,  sedosa 
y  ondulada.  Una  mujer  que  une  a  sus  encantos 
este  complemento  indiscutible  de  su  gracia  na- 
tural, es  sencillamente  seductora.  En  la  conser- 
vación del  cabello  y  su  mejoramiento,  interviene 
en  primer  lugar  la  calidad  del  shampoo  que  se 
emplea,  pues  si  éste  no  produce  buena  espuma, 
lo  higieniza  relativamente,  y  en  consecuencia 
nunca  ostenta  ese  brillo  que  debe  tener.  En  cam- 
bio, un  shampoo  preparado  con  granulados  stallax 
y  agua  caliente,  produce  una  abundante  espuma 
perfumaday  limpiaeficazmente  el  cabello.  Después 
de  enjuagarlo,  se  seca  con  toallas  calientes  y  el 
resultado  obtenido  es  admirable.  Toda  la  brillan- 
tez oculta  del  cabello  es  revelada  y  queda  sedoso, 
ondulado  y  fácil  para  peinar.  En  los  casos  de 
persistente  grasitud  en  el  cuero  cabelludo,  el 
stallax  es  un  correctivo  irreemplazable,  y  a  las 
personas  que  tienen  el  cabello  quebradizo  y  seco, 
se  les  recomienda,  antes  de  cada  shampoo,  un 
masaje  en  la  cabeza  con  aceite  de  oliva. 


Una  hermosa  y  abundante  cabellera,  digno 
marco  de  pobladas  cejas  y  largas  pestañas,  es 
lo  más  admirable  en  una  dama,  que  puede  sen- 
tirse orgullosa  de  tan  seductores  atractivos;  pero 
en  numerosos  casos  esa  riqueza  capilar  paga  su 
tributo  con  exceso,  apareciendo  también  en  forma 
de  abundante  vello  superfluo  en  diversas  partes 
del  rostro,  cuello,  brazos,  etc.;  lo  cual  desfigura 
totalmente  una  faz  agraciada.  Ya  las  mujeres  de 
la   antigua   Grecia    tenían    el    mismo    criterio    a! 


respecto  y  se  preocupaban  de  combatir  el  vello, 
empleando  depilatorios  en  forma  de  pastas.  En 
la  actualidad,  los  métodos  para  extirparlos  son 
numerosos.  El  tratamiento  eléctrico  tan  recomen- 
dado, es  hoy  muy  costoso,  lento  y  doloroso. 
En  cambio,  el  sistema  de  más  resultado  parece 
ser  el  antiguo,  teniendo  en  cuenta  que  su  adop- 
ción elimina  los  tres  inconvenientes  del  trata- 
miento eléctrico,  pues  es  económico,  sin  dolor  y 
rápido,  es  decir,  cuestión  de  minutos.  Se  prepara 
la  pasta  a  base  de  porlac  puro  pulverizado,  mez- 
clado con  un  poco  de  agua  y  se  aplica  a  la  parte 
afectada  por  el  vello  superfluo,  dejándola  secarse 
encima,  y  cuando  al  lavarse  se  saca  la  pasta  ya 
seca,  con  ella  desaparece  también  el  vello,  que- 
dando el  cutis  completamente  alisado  y  libre  de 
inflamación.  Este  sencillo  procedimiento  tiene 
entre  sus  grandes  ventajas,  la  propiedad  de  matar 
el  vello  en  su   mi;ma  raíz. 

Las  arrugas  prematuras  en  el  rostro  de  una 
dama  aun  joven,  son  una  injusticia  y  constituyen 
por  eso  su  diaria  pesadilla.  ¡Cuántos  sacrificios 
se  impondría  con  tal  de  restaurar  la  lozanía  y 
frescura  de  su  cutis  envejecido  por  el  empleo  de 
materias  nocivas  en  el  tocador!  Se  conocen  casos 
de  cantidades  fabulosas  pagadas  con  el  fin  de 
someter  las  arrugas  a  tratamientos  por  demás 
costosos  y  que  al  fin  no  han  dado  resultado. 
En  la  actualidad  no  hay  necesidad  de  tales  extra- 
vagancias, porque  si  usted  siente  su  espíritu 
deprirriido  por  la  temprana  aparición  de  arrugas 
en  el  rostro,  no  tiene  más  que  obtener  un  poco 
de  buena  cera  mercolizada  en  cualquier  farmacia 
seria,  y,  al  acostarse,  previa  ablución  con  agua 
templada,  extender  la  cera  en  todo  el  rostro 
hasta  el  cuello,  sin  hacer  masaje,  volviendo  por 
la  mañana  a  lavarse  con  agua  caliente.  Sometidas 
las  arrugas  a  este  tratamiento  por  espacio  de  una 
semana,  desaparecen  paulatinamente,  y  el  cutis 
recobra  la  frescura  y  lozanía  propias  de  la  juven- 
tud. Por  medio  de  este  económico  y  sencillo 
remedio,  puede  usted  parecer  mucho  más  joven 
y  mantener  en  su  apogeo  la  belleza  de  su  rostro. 


A  >'4  o    IV. 
NÚM.    4C. 


AM'L    ARGENTINO. 


mwn  CG 


'C4//¿lCK_^ 


COSTO,    1919. 


AGUAFUERJTE     DE/R..ODOLrO  i  RcANCO 


— 13>i_;xx:s 


riNTORLí»  MbTICQÍ»  EJPANOLEi  * . 


hosE 

.\R1A 
VERRIA" 


Aopulencia  comer- 
cial en  que  ha  vi- 
vido Sevilla,  y, 
sobre  todo,  el  ins- 
tinto refinado  de 
sus  habitantes, 
convierte  a  la  ciudad  del 
Guadñ'  un  afortu- 

nado stico.  aca- 

so el  mas  v.i.'.cso.  apartan- 
do a  Madrid,  de  toda  Espa- 
ña. El  viajero  no  termina 
nunca  de  hallar  nuevos  mo- 
tivos de  admiración,  que 
abundantemente  le  brin- 
dan las  calles,  los  alcázares 
y  los  templos.  Y  en  último 
caso  salta  la  emoción  artís- 
tica de  los  cien  detalles  y 
matices  que  animan  inefa- 
blemente la  ciudad,  y  que 
sin  referirse  a  concretas 
muestras  monumentales, 
tienen,  sin  embargo,  la  in- 
tima gracia  de  lo  original  e 
imprevisto.  Porque  si>al- 
gunas  ciudades  son  vivas 
manifestaciones  de  la  diná- 
mica industrial,  y  en  ellas 
todo  parece  estar  cantan- 
do al  ritmo  de  una  marcha  heroico-civica  (Nueva 
York),  otras  ciudades  (Florencia.  Sevilla)  parecen 
estar  empapadas  de  una  unción  estética,  por  cuya 
virtud  el  simple  peinado  de  una  mujer  o  la  actitud 
de  una  humilde  piedra  adquieren  un  inevitable  y 
como  premeditado  interés  artístico,  o  sea  una 
intención  ornamental,  más  trascendente  todavía 
porque  aspira  a  la  continuidad  y  a  lo  eterno. 

Pero  después  délos  paseos  preliminares,  el  viaje- 
ro halla  en  Sevilla  un  raro  placer  que  tiene  mucho 
de  inquietud  y  de  aventura.  Nada,  en  efecto,  más 
incitante  para  un  espíritu  curioso  y  culto  como  ese 
juego  de  azar  que  consiste  en  perseguir  el  rastro  de 
las  capillas  notables,  los  buenos  cuadros  y  las  es- 
culturas por  la  infinidad  de  los  conventos  e  iglesias. 
Para  este  picante  ejercicio,  que  en  Sevilla  es  más 
recomendable  que  en  cualquier  otro  lugar,  convie- 
ne crearse  una  media  ignorancia,  y,  sobre  todo,  ha- 
cer como  que  no  han  existido  nunca  el  Baedeker 
ni  los  cicerones.  Provisto  de  una  fina  sensibilidad, 
algunos  informes  amistosos  y  una  firme  cultura 
histórica,  el  viajero  está  seguro  de  que  cada  uno 
de  sus  días  sevillanos  ha  de  aportarle  una  reve- 
lación. 

Si  todos  los  cuadros,  retablos,  rejas,  capillas, 
ornamentos  y  esculturas  que  existen  dispersos  en 
Sevilla  fuesen  reunidos  y  catalogados  en  un  museo, 
seria  éste  uno  de  los  más  interesantes  de  Europa. 
Pero  las  joyas  están  esparcidas  y  es  preciso  bus- 
carlas, descubrirlas  con  un  poco  de  zozobra. 

Buscar  y  perseguir  la  huella,  por  ejemplo,  de 
Valdés  Leal,  equivale  a  un  placer  estético  incom- 
parable. Cuando  creemos  haberlo  poseído  del  todo 
en  las  salas  del  Museo  Provincial  y  en  el  Hospital 
de  la  Caridad,  todavía  nos  quedan  ignorados  los 
lienzos  de  la  Catedral  y  de  las  iglesias.  Pero  nuestro 
afán  laborioso  recibe  magnífico  premio,  porque 
hemos  logrado  abarcar  y  poseer,  como  sólo  en  Se- 
villa es  posible,  a  ese  pintor  fantástico,  desconcer- 
tante y  único,  que  reúne  a  un  mismo  tiempo  el 
realismo  naturalista,  la  imaginación  desatada, 
una  acción  dramática  y  teatral,  un  efectismo  li- 
terario, una  brutalidad  macabra  y  una  idealiza- 
ción mística  que  llega  al  paroxismo... 

Igualmente  suponíamos,  antes  de  venir  a  Se- 
villa, que  Murillo  no  guardaba  secretos.  Todos 
los  museos  de  Europa  guardan  numerosos  cua- 
dros del  pintor  dulce,  afeminado,  a  quien  las 
industrias  gráficas  y  el  irreverente  cromo  habían 
hecho  un  poco  vulgar.  Pero  en  Sevilla  nos  vemos 
sorprendidos  por  un  gesto  de  Murillo  que  no  sos- 
pechábamos. El  divino  pintor,  quiso,  sin  duda, 
reservar  a  su  patria  nativa  el  lado  más  vigoroso 
y  masculino  de  su  per- 
sonalidad, y  verdadera- 
mente nos  en  frentamo.s 


aquí  con  un  Murillo  enér- 
gico que  abandona,  como 
en  el  retrato  de  un  Obispo 
(Catedral),  la  demasiada 
blandura  de  su  habilísimo 
pincel,  para  afirmar  esa 
valiente  figura  mitrada 
tan  llena  de  vigor,  de  com- 
posición como  rica  en  cáli- 
das tonalidades.  Y  en  el 
üospital  déla  Caridad 
existe  esa  joya  de  Murillo, 
San  Juan  de  Dios  con  un 
pobre  y  un  ángel,  que  es  un 
portento  de  pintura  fuerte, 
realista,  sabia  y  emocio- 
nada. 

Pero  Sevilla  nos  reserva 
el  último  y  más  caro  des- 
cubrimiento: Zurbarán. 

A  todos  nos  ha  sucedido 
estar  en  distintas  zonas  de 
nuestra  vida  como  preña- 
dos y  obsesionados  por  un 
escritor,  por  un  libro,  por 
una  teoría  estética  o  filo- 
sófica. Yo  paso  actual- 
mente a  través  de  la  ráfaga 
de  Zurbarán.  Si  pienso  en  un  viaje  a  París,  no 
sólo  es  con  el  anhelo  de  remirar  otras  cosas,  otros 
sitios  parisienses,  sino  con  el  prurito  de  volver  a 
contemplar  el  bello  Zurbarán  que  conserva  el  Lou- 
vre.  Repetidamente  busco  en  el  Museo  del  Prado  la 
sala  donde  mora,  o  donde  muere,  el  estupendo  San 
Francisco  de  Asís,  esa  maravilla  zurbaranesoa.  Y 
del  monasterio  de  Guadalupe,  perdido  en  las  mon- 
tañas de  Extremadura,  guardo  aquel  recuerdo  in- 
enarrable que  me  proporcionó  la  contemplación  de 
los  ocho  grandes  zurbaranes  que  allí,  en  el  casi  olvi- 
dado monasterio,  en  el  paisaje  montaraz  de  Extre- 
madura, en  un  pueblo  curiosísimo  y  en  el  sueño  de 
unos  claustros  tan  hermosos,  están  invitando  a  las 
almas  eximias  a  una  peregrinación  intelectual. 
Pues  bien,  el  conocimiento  de  Zurbarán  no  será 
perfecto,  ni  aproximado,  si  nos  falta  la  experiencia 
de  Sevilla.  El  Museo  Provincial  cuenta  un  grupo  de 
zurbaranes  que  aturden,  por  su  número  y  su  impor- 
tancia. Y  es  ciertamente  en  sus  salas  donde  pode- 
mos abarcar  todos  los  aspectos  espirituales  del  pin- 
tor místico,  y  todos  los  recursos  de  su  técnica. 
La  Apoteosis  de  Santo  Tomás,  por  ejemplo,  es  un 
cuadro  tan  representativo  y  definitivo  como  el  de 
Las  Meninas  es,  respecto  de  Velázquez,  En  los  tres 
peldaños  o  trazos  que  componen  el  cuadro  puede 
admirarse  la  fuerza  mística,  la  profunda  expresión 
de  ios  retratos  y  el  colorido  incomparable  de  las 
telas,  sobre  todo  los  blancos-amarillentos  de  los 
hábitos  religiosos.  Nadie  ha  sabido  pintar  al  fraile, 
al  asceta,  como  Zurbarán.  que  verdaderamente  ha 
sublimado  y  ennoblecido  las  figuras  monacales.  Un 
fraile  de  Zurbarán  es  algo  que  hiere  y  domina 
nuestro  espíritu  por  el  realismo  grave  y  varonil, 
por  la  unción  de  las  actitudes  y  las  expresiones,  y 
por  una  manera  de  idealidad  que  introduce  el  ar- 
tista, no  sólo  en  los  rostros,  sino  en  una  cosa  tan 
material  o  subalterna  como  es  el  hábito  de  paño 
burdo.  La  estameña  conventual  adquiere  en  este 
pintor,  como  en  un  inaudito  milagro,  una  virtud 
extraordinaria  de  idealismo,  de  tal  modo,  que  esos 
hábitos  frailunos,  hechos  de  un  blanco  pajizo  y 
graduados  por  oportunos  contrastes  de  sombra, 
elevan  ellos  solos  nuestra  mente  hasta  asombrosas 
comprensiones  místicas.,. 

Sin  contar  la  unción  religiosa  que  existe  siempre 
en  Zurbarán.  pero  una  unción  verdadera  y  sensi- 
ble, jamás  mistificada  por  habilidades  de  oficio; 
una  unción  sincera  y  grave  menos  expuesta  al  his- 
terismo y  al  exceso  que  en  el  arte  religioso  riel 
Greco:  en  fin,  un  misticismo  más  honrado  y  el  que 
más  directamente  representa  a  los  grandes  escri- 
tores místicos   españoles  del  siglo  xvr. 

Madrid,  iulio.  1919. 


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«ANTICHAMBRE»  DE 
ESTILO    FRANCÉS. 


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DETALLE   DE   LA  *  ANTICHAMBRE» 


OS  difíciles  problemas  plan- 
teados por  el  adorno  y  dis- 
tribución de  una  casa  mo- 
derna, que  pretenda  lucir  a 
un  tiempo  artísticos  refinamientos 
y  el  más  agradable  confort,  han  sido 
resueltos  en  la  nueva  vivienda  de  los 
señores  Escalier-Dorado,  donde  en- 
contramos bellamente  armonizados, 
estilos  tan  característicos  en  la  his- 
toria del  arte,  como  son:  el  hispano 
del  siglo  xvii,  el  francés  del  xviii 
y  el  inglés  de  las  mismas  épocas. 
Así.  el  zaguán  y  la  escalera,  ofre- 
cen al  visitante  que  sienta  curiosi- 
dad por  las  evocaciones  artísticas, 
una  acabada  muestra  del  más  puro 
arte  español.  Zócalos  y  solerías  de 
mármol,  paredes  granuladas,  bra- 
zos de  luz  que  se  destacan  sobre  fon- 


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COMEDOR  Y  ENTRADA  AL  ÍFUMOIR», 


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dos  de  entonación  rojiza  y  techos  formados  por 
obscuras  vigas  transversales  y  ménsulas  de  fina 
talla,  con  dibujos  y  estilizaciones    geométricas. 

El  pequeño  y  elegante  «hall»,  revive  la  modali 
dad  sobria  y  severa  que  distingue  a  las  construc- 
ciones españolas  del  periodo  de  los  Austrias.  Los 
paramentos,  desnudos  y  uniformes,  son  una  imi- 
tación de  piedra  que  por  su  misma  tosquedad  y 
aspereza,  contribuyen  a  realzar  los  hacheros  de 
madera  dorada  que  se  ven  a  los  lados  de  ;cada 
puerta.  La  solería  ajedrezada,  ese.icialmeate  ca- 
racterística, completa  el  sentirlo  de  la  decoració.T. 

En  los  pisos  altos,  donde  s;  halla  la  parte  des- 
tinada a  recepción,  la  «antichambre»  presenta  u,i 
delicioso  conjunto  lleno  de  suave  intimidad,  con 
sus  luces  amortiguadas  por  menudas  pantallas, 
sus  entrepaños  verdes,  y  los  enguatados  de  da- 
masco rojo,  de  grai  efecto  decorativo. 

Contiguo  a  la  «antichambre»  está  el  gabinete 
Luis  XVI.  estudiado  hasta  en  sus  menores  deta- 
lles, con  arreglo  a  los  modelos  de  ese  estilo.  Tanto 
las  «bergéres»  tapizadas  de  damasco,  como  el  pia- 
no Verni  Martin  y  ¡las  sillitas  de  conversación, 
responden  al  refinado  gusto  de  la  «boiserie».  en- 


tonada en  blanco  y  celeste.  Pasando  por  alto  la 
salita  Imperio,  el  despacho  y  gabinetes  del  se- 
gundo piso,  nos  detendremos  en  el  comedor  de 
estilo  francés  «Art  Nouveau»,  con  «boiserie»  gris 
perla  y  chimenea  de  mármol  de  Carrara,  con 
morillos  de  bronce  dorado  a  fuego. 

Intimo  y  confortable,  el  «fumoir»  tiene  su  deco- 
ración dentro  del  período  inglés  de  los  Estuardo, 
y  como  detalle  de  valor  artístico  la  lámpara  cas- 
tellana de  hierro,  que  pone  en  este  aposento  una 
nota  original  acorde  con  la  moda  imperante. 

Después  de  visitar  las  grandes  casas  que  en 
Euenos  Aires —  ciudad  moderna,  ciudad  fastuo- 
sa—  mantienen  el  decoro  aristocrático  a  la  altura 
de  las  más  célebres  residencias  europeas,  nos  en- 
contramos con  una  tendencia  general,  irresistible, 
a  rehuir  vulgaridades  en  el  alhajado  de  estas  man- 
siones señoriales.  Y  no  resignándose  a  imitar  el 
salón  más  en  boga  o  el  mueble  más  histórico, 
procuran  combinar  lo  bello  y  lo  cómodo  de  diver- 
sos estilos,  para  formar  con  cierta  modalidad  pro- 
pia, el  ambiente  que  la  vida  social  exige. 

Antonio  Pérez-Valiente. 


SALITA   CON   sillería    IMPERIO. 


INTESIOR    DEL    «FUMOIR». 


:IO J^  VASCOS 

OLEO  -DE  -  JOTOM  AíOIL 


DE-LA-EXPOriCION  ~ 
DE~AFLTE     (E5Si    GALLEGO 


PLVS      • 
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iná?^«i!í'' 


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E   podríamos   buscar  un 
nombre  a  ese  baile?  — 
preguntaba    días    pasa- 
dos una  deliciosa  «girl»  a 
una  alegre  «boy  «estudiante  de  Harvard. 

—  Yo  helenista  y  yanqui  al  mismo 
tiempo,  lo  titularía  «centaury-trooí»  o 
•Terpsicore-steep».  Los  griegos  habían 
inventado  varios  nombres  lindos  que 
ahora  nada  significan:  «apokinos»,  «as- 
koliasmos».  «thermystris».  etc.  Venían 
a  ser  los  «one-steep».  «fox-troot»  y  tan- 
gos de  aquellos  siglos.  Si  quiere  más 
detalles,  esta  noche  consultaré  los  clá- 
sicos. Ahora  sólo  puedo  aventurar  al- 
gunas divagaciones  coreográficas  de 
cuya  exactitud  no  respondo.  ¿Se  ani- 
ma a  oir  una  conferencia? 

—  «¡All  right!» 

—  Señorita:  Hace  menos  de  dos  mil 
aiíos,  los  hermosos  dioses  de!  paganis- 


mo quedáronse  sin  clientela.  Las  ac- 
ciones del  «trust»  de  la  Ambrosía  ba- 
jaion  noventa  y  nueve  puntos,  sobre- 
viviendo un  «krach»  horripilante.  Como 
no  estaba  el  tiempo  para  danzas  mito- 
lógicas, todo  el  paganismo  quedóse  in- 
móvil como  una  cariátide  y  Terpsí- 
core  más  firme  que  la  estatua  de  la 
Libertad. 

Los  del  «trustv  contrario  dedicáron- 
se desde  entonces  a  bailar  en  son  de 
triunfo.  Hasta  los  negros  danzaron. 
Mas.  es  justo  decirlo:  casi  todos  los 
bailes  eran  imitaciones  encubiertas  y 
bajas  de  los  bailes  griegos  y  romanos. 

Un  día,  Terpsícore  en  figura  de  bai- 
larina norteamericana  rompió  a  bai- 
lar. Había  adoptado  un  apellido  esco- 
cés; se  llamaba  Duncan,  Isadora  Dun- 
can.  Danzó,  danzó,  danzó  con  los  pies 
desnudos,  suave- 
mente, igual  que 

SEÑORITAS    CATALINA     LAPSLEY,  K      'J         '  \^ 

"NINFA",  CONTEMPLANDO  EXTA-  ■   bailarla  Una   ele 
siADA  LA  DANZA  DE   LAS  «HA-      Bsas  muchaohas 

DAS.,    SEÑORITAS  SARA  WILLIAM,  inmÓVÍlCS     qUB     lOS 

ELENA     ISELIN,    ADELA    MEWELL  ,  ^ 

Y  VIRGINIA  RicHARDsoN.  escultorcs  pcgaron 


SEfiOXITA    ROBEItTA    ROELKER,    DE   «REY    DE    LAS    HADAS»,    EN    EL   CENTRO    DEL   CORO  Y    SERORITA    DOROTEA    ISELIN,    «DE  PUCK»,    A    LA    DERECHA. 


—r:>Ls\.^iS,   >^'i_rr-^r2.^x— 


a  los  frisos.  Su  venida  produjo  pánico  en- 
tre las  danzas  de  color. 

Nosotros,  los  descendientes  casi  direc- 
tos de  los  hiperbóreos;  nosotros  los  anglo- 
sajones, somos  más  helenos  que  los  mis- 
mos latino-helenos.  Mucho  tienen  que 
envidiarnos,  desde  el  más  entusiasta  Pérez 
de  las  tierras  fueguinas  al  más  fogoso 
Petropoulos  de  Salónica.  Somos  griegos 
aunque  nuestras  narices  no  formen  una 
línea  recta  con  nuestra  frente.  Y  ponemos 
gran  entusiasmo  en  serlo  por  aquello  de 
que  cada  uno  busca  lo  que  no  tiene. 

Bien.  Isadora  Duncan  formó  escuela  y 
escuelas.  Cada  ciudad  norteamericana  tu- 
vo su  "teoría'!,  ochoreia^ .  o  como  se  llamen 
esas  reuniones  de  preciosas  «girls»  que  al 
compás  de  músicas  eólicas,  se  desperezan 
rítmicamente  en  traje  de  playa  ática. 

Es  un  espectáculo  encantador,  flore- 
ciente de  gracia  tempranera,  un  espec- 
táculo donde  el  hombre  no  hace  triste 
papel  alguno.  Si  las  ventanas  de  la  clase 
griega  diesen  a  un  prado  en  el  que  reto- 


SEÑOFITA   ELEONOR     ISELIN, 
*HADA». 


SEÑORITA  DOROTEA    ISELlN, 
apUCK». 


zaran  las  casi  aladas  ninfas  duncanescas, 
nosotros  'os  esclavos  de  los  verbos  irre- 
gulares áticos  aprenderíamos  fácilmente 
hasta  el  último  aoristo... 

En  aquel  momento,  la  llegada  de  un 
conocido  me  obligó  a  no  oír  más  la  con- 
ferencia del  estudiante.  Era  en  un  jardín, 
a  plena  luz  de  un  sol  estival.  Muchas  niñas 
de  irreprochables  formas  bailaban  cerca 
de  una  fuente  una  danza  que  sus  maes- 
tros copiaron  del  paganismo. 

Citaría  los  nombres  de  las  pequeñas 
danzarinas  y  de  los  dueños  de  casa:  pero 
temo  que  la  crónica  se  convierta  en  una 
crónica  social,  que  es  la  cosa  menos  clá- 
sica de  todas  las  cosas  conocidas. 

Yo  sé  que  allá  en  la  coreografía  argen- 
tina, la  aparición  de  la  Duncan  dejó  tam- 
bién huellas,  que  deseo  sean  profundas, 
pues  el  culto  a  la  belleza  y  la  gimnasia  rít- 
mica tienen  un  noble  poder  educador  para 
la  juventud. 

Hebert  Lee. 

Nueva  Yo'-k,  iulio,   1919. 


OLEO  -  DE 

GlACOMO 


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LA     CIUDAD     SE     ILUMINA 

jY  cómo  se  ilumina! 

Es  una  de  las  impresiones  inóelebles  que  uno 
se  lleva  de  Buenos  Aires.  A  las  siete  de  la  tarde 
me  asomo  al  balcón  y  extiendo  la  vista  por  toda 
la  Avenida;  una  porción  de  imágenes  usadas  y 
de  frases  hechas  me  acude  en  seguida  al  pensamien 
to.  Uno  podria  decir  que  la  calle  semeja  un  ascua 
de  oro;  podría  hablar  del  consabido  túnel  de  fuego 
bajo  el  cual  circulan  los  taxímetros  acuñando  pesos 
a  cada  vuelta  de  sus  ruedas;  podria  entonar  un 
himno  al  progreso,  que  permite  trocar  en  día  la 
noche  sólo  con  dar  vuelta  a  una  llave.  . . 

Sólo  que  después  de  haber  dicho  todo  eso,  uno 
no  habría  dado  ni  una  idea  remota  de  lo  que  es 
Buenos  Aires  en  noche  de  iluminación  pública. 

Para  un  estudiante  de  arquitectura  debe  ser 
útilísimo  situarse,  por  ejemplo,  en  el  centro  de 
la  Plaza  de  Mayo,  y  contemplar  desde  allí  las 
siluetas  de  los  bellos  edificios  que  la  rodean.  No 
hay  línea,  no  hay  saliente  de  la  fachada,  no  hay 
detalle  arquitectónico  por  nimio  que  sea,  que  no 
aparezca  destacado,  como  trazado  en  el  negro  de 
la  noche  con  rayos  de  luz.  Lo  declaro  que,  hasta 
que  no  los  vi  en  una  noche  de  éstas,  no  me  había 
dado  cuenta  de  la  suntuosidad,  de  la  pureza  de 
líneas  de  casi  todos  ellos.  Un  correntino,  que  ha 
venido  este  año  a  Buenos  Aires  a  pasar  las  fiestas 
•ulias,  y  a  quien  tuve  el  gusto  de  conocer  en  el  sub- 
terráneo, poco  antes  de  llegar  a  la  Plaza  Once,  mj 
decía  extasiado  a  la  vista  de  la  calle  Florida: 

-¡Hay  que  ver!  ¡Qué  obscuras  deben  estar  por 
dentro  las  casas  en  Buenos  Aires!. 


—  ¿Obscuras?  ¿Por  qué? 

—  Pues,  porque  han  sacado  todas  las  luces  fuera. 
Y  eso   parece  en   efectivo:   como   si   todos   los 

habitantes  de  las  casas  se  hubieran  vuelto  locos, 
y  ss  pasaran  la  noche  al  balcón,  cada  uno  con  su 
luz  correspondiente. 

Esto  lo  que  quiere  decir  es  que  los  edificios,  en 
esas  noches,  tienen  un  alma  especial,  alma  de  que 
desde  luego  carecen  durante  las  horas  diurnas  la 
mayoría  de  ellos.  Alma  y  sonrisa:  las  dos  cosas 
más  importantes  en  la  vida. 

Pero  no  es  de  las  calles,  ni  de  los  monumentos 
vistos  desde  abajo,  en  estas  noches  de  orgía  de 
luz,  de  lo  que  yo  quiero  hablar.  Es  de  la  ciudad 
toda,  vista  desde  la  altura  de  mi  balcón. 

Porque  se  ve  toda  ella,  no  en  su  forma  real  y 
palpable  si  no  más  bien  como  una  representación 
que  va  destacando  sus  diversos  matices  por  en- 
cima del  baño  intenso  de  la  luz.  Allá  a  lo  lejos, 
por  encima  de  los  tejados  y  en  medio  de  las  tinie- 
blas de  la  noche,  hay  una  llamarada,  algo  asi  como 
un  fulgor  lechoso  que  sube  hasta  el  cielo,  ale- 
grando aquella  parte  de  la  ciudad;  es  que  allí, 
en  aquel  barrio,  en  el  centro  de  aquella  plaza  apar- 
tada, hay  un  gran  edificio  iluminado.  No  se  ven 
las  luces,  pero  se  ve  el  resplandor,  como  diría  el 
maestro  Unamuno.  es  lo  más  interesante  de  toda 
luz.  Estos  arcos  de  la  avenida,  en  que  las  bombillas 
parecen  disputarse  el  sitio  unas  a  otras,  se  ven 
separados  unos  de  otros  los  más  cercanos,  pero  a 
medida  que  la  distancia  va  aumentando,  todos  se 
unen  sin  solución  de  continuidad,  y  forman  como 
el  cuerpo  gigantesco  de  un  pez  en  el  que  las 
escamas  fuessn  de  diversos  colores. 


Es  algo  arrebatador  y  atrayente:  tanto  que  yo 
muchas  veces,  viéndolo,  he  pensado  en  lo  bonito 
que  seria  suicidarse  arrojándose  a  la  calle  desde 
lo  alto  de  un  balcón  así  para  caer  en  un  mar 
de  luz  como  éste,  en  el  que  no  fuesen  posibles  los 
salvavides.  Muy  bonito:  sobre  todo  si  le  garanti- 
zaban a  uno  que  al  día  siguiente  iba  a  poder  re- 
petir la  operación  sin  riesgo. .  .  y  así  hasta  el  infi- 
nito. Pero  no  se  trata  de  suicidarse:  se  trata  única- 
mente de  algo  más  modesto:  de  extasiarse  y  de 
admirar.  Viendo  el  espectáculo  se  le  pasan  a  uno 
las  horas  insensiblemente:  es  media  noche,  y  de 
pronto,  cuando  todo  parece  dorado  de  un  modo 
perenne  por  el  polvillo  de  la  ilusión,  alguien, 
desde  el  rincón  de  algún  cuarto  muy  obscuro,  da 
una  vuelta  a  una  llave  y  ¡la  ciudad  se  apaga! 

Es  ya  la  madrugada  y  hay  que  dar  por  termi- 
nada la  iluminación.  Se  acabaron  las  imágenes 
poéticas,  se  acabó  el  pez  de  las  escamas  de  fuego. 

Yo  creo  que  este  es  un  error.  La  ciudad  se  apaga 
demasiado  pronto;  demasiado  pronto,  porque  aho- 
ra en  el  invierno,  el  día  viene  muy  tarde,  quedan 
aún,  —  cuando  ese  personaje  misterioso  da  vuelta 
a  la  llave  de  la  luz  —  muchas  horas  de  negrura. 

Sería  mejor  esperar  a  que  el  alba  fuera  llegando 
ella  sólita,  y  las  luces  de  la  iluminación  pública 
se  fueran  también  apagando  solas.  Digo  solas  por- 
que las  apagaría  con  su  luz,  el  mismo  sol. 

¡El  Sol!  El  único  que  puede  competir  con  ciertos 
derroches  y  el  que  acaba  siempre  con  todas  las 
fantasmagorías  nocturnas. 

Madrid,  agosto  de  1919. 

ILUSTRACIÓN    DE    ÁLVAREZ. 


—  t  ^L-X' 


\    L_  1    l,2--V— 


LÓPEZ    NACUIL. 
•EL    CHAL    NESRO». 


IX 

SALÓN 


A.N\^L 


B 

PINTVR.A 

ESCVlT-yRA 

Altr/ITFXr/KA 

Y 
AETES  D£C<SAmQV 


A  luz  de  la  tarde  cae  blandamente 
sobre  el  césped,  se  desliza  por 
entre  las  ramas  de  los  árboles  y 
salta  de  hoja  en  hoja  envolviendo 
a  todo  el  paisaje  en  una  vibración 
de  múltiples  tonalidades.  Allá 
arriba,  las  cúpulas  del  Pabellón 
Argentino,  han  decorado  sus  ver- 
dosas techumbres  cnn  los  matices 
irisados  que  les  envía  el  sci.  Las  sombras,  espe- 
sas, animadas,  casi  palpables,  recogen  el  in- 
tenso color  del  cielo  que,  aprisionado  por  capi- 
teles, columnas  y  cornisas,  se  transforma  de 
azul  índigo. 

Respiramos  honda  y  largamente  al  vernos  otra 
vez  al  aire  Ubre.  Es,  sin  duda  .-ilgund,  un  g'-ande 
alivio  el  hallarse  frente  a  la  naturaleza,  contem- 
plarla en  la  plena  apoteosis  de  sus  inimitables 
galas.  Una  sensación  de  descanso,  de  inefable 
serenidad  nos  inunda.  Buscamos  un  banco,  nos 
sentamos   y   observamos   a    nuestro   alrededor. 


lEOUIZAMÓH    POHDAL. 
«PEDRA». 


SP0R2A. 

«JOVEN    DESNUDA». 


ASPASIA    M.     DE    SANTQS. 
.1UCHACHITA   DE  SAN  TIAGO  DEL  ENTERO". 


v^i^n^i:^^^— 


GASTÓN    jARRY.  Díjérase  que  también  aquí  se  realizara 

*EL   PASEO».  ""^  exposición  de  arte,  entre  árboles  y 

flores,  bajo  el  toldo  índigo  del  cielo.  Sólo 
que  aquí  hay  un  desconcertante  exceso 
de  luz  y  de  color  para  nuestros  pobres  ojos  que  acaban  de  recorrer 
bs  muros  hacinados  de  cuadros  de  las  galerías  donde  actualmente 
se  celebra  el  IX  Salón  de  Arte.  ¡Cuántas  cosas  pintarrajeadas,  cuán- 
tos esfuerzos  vanos  e  inútiles  derroches  de  imaginación  allí  dentro, 
y  cuánta  belleza,  cuánta  simplicidad  aquí  fuera!  Los  pintores  se 
ñfanan  por  cautivar  la  luz,  veleidosa  señera  que  les  tienta  y  acosa 
non  sus  mimos,  y  sólo  han  logrado  que  ella  les  sea  esquiva  cada  vez 
más.  Aquí  derrama  la  naturaleza,  a  mano  abierta,  la  riqueza  impon- 
derable de  sus  dones;  aquí  se  ofrece,  toda  entera,  desafiante,  a 
aquellos  que  aspiran  a  poseerla.  Todo  es  vida  y  palpitar  de  vidas 
aquí  fuera,  mientras  que  allá  dentro,  el  acre  perfume  de  las  flores 
marchitas,  la  tétrica  inmovilidad  de  los  yesos,  fríos  y  sepulcrales, 
las  telas  que  reflejan  inverosímiles  personajes,  cuyas  vidas  quedaron 
olvidadas  en  la  paleta  del  artista,  nos  marean,  nos  oprimen  el  pecho, 
agobian  nuestro  espíritu.  Por  eso  decíamos,  que  era  un  slivio,  una 
consoladora  sensación  de  serenidad,  aquella  que  experimentamos  al 
recibir  en  pleno  rostro  el  aire  fresco  de  la  tarde  y  al  deslumhrar 
nuestras  retinas  la  clara  luz  del  cielo. 

Pero  dentro  de  esa  mediocridad  que  caracteriza  al  salón  nacional 
de  este  año,  hay,  aunque  en  número  reducido,  algunas  obras,  que 
si  bien  no  pudieran  considerarse  como  la  más  acabada  manifestación 
del  arte  argentino,  no  dejan,  por  ello,  de  ser  meritorias  contribu- 
ciones para  el  futuro  desarrollo  del  mismo.  Así,  por  ejemplo,  ese 
desnudo  de  López  Naguil,  aquilata  la  obra  de  este  joven  artista  con 
su  acertada  composición,  la  fuerza  decorativa  de  sus  líneas  y  la  rica 
gama  de  su  colorido.  El  señor  Guido  exhibe  un  retrato  de  mujer 
de  una  técnica   muy   superior  a   la  que  él  usaba  en    sus  anteriores 


A.    M.    ROSSI. 
"EN    PLENA    ACTIVIDAD». 


MALINVERNO. 
«TARDE    DE    INVIERNO». 


cuadros.  Prins  da  la  nota  justa  y  armo- 
niosa en  sus  paisajes  serenos  y  luminosos; 
Cupertino  del  Campo  ha  aclarado  su  vi- 
sión y  vigorizado  su  pincel  en  esa  bella 

tela  que  decora  la  primera  sala.  Soto  Acebal,  buscando  un  campo 
más  vasto  a  su  talento  artístico,  ensaya  la  pintura  al  óleo;  Walter  de 
Navazio  continúa  progresando  en  forma  apreciable.  Su  paisaje  de  la 
primera  sala,  es  una  bella  tela.  Raúl  Mazza.  se  presenta  con  un  re- 
trato de  mujer,  que  revela  la  gran  laboriosidad  y  valentía  del  artista 
al  emprender  esa  obra  de  tan  complicados  problemas  de  técnica.  No- 
tamos, complacidos,  los  adelantos  realizados  por  López  Buchardo  en 
la  figura.  El  retrato  de  hombre,  expuesto  en  la  sala  VI,  es  una  obra 
vigorosa  de  líneas  y  de  color.  Christophersen,  con  sus  audacias  de  co- 
lor y  sus  enérgicos  brochazos,  destaca  su  personalidad  en  dos  retratos 
de  mujer.  Rossi  exhibe  una  tela  de  gran  valor  decorativo,  bien  com- 
puesta. Thibon  de  Libian.  recurre,  como  otras  veces,  a  la  realización 
de  aquellos  temas  de  no  escaso  humorismo;  colorido,  dibujo  y  compo- 
sición son  cosas  completamente  convencionales  en  la  tela  expuesta 
en  la  primera  sala.  Guttero  y  Gavazzo,  parecen  marchar  por  el  mis- 
mo sendero  accidentado  de  Maurice  Denis. 

Entre  los  retratos,  notamos  los  pintados  por  Boni,  Richard  Hall 
y  Jarry,  métodos  y  escuelas  distintas,  pero  que  significan  un  enco- 
miable  esfuerzo. Troilo,  Pedone,  Bolín  y  Vena, también  han  aportado 
su  concurso  a  este  certamen,  dentro  del  estilo  o  tendencia  que  les 
caracteriza.  Centurión,  en  su  retrato  de  mujer,  ha  realizado  una 
obra  más  sólida,  en  dibujo  y  composición,  que  las  anteriores. 

Entre  las  esculturas,  que  este  año  forman  un  precario  conjunto, 
se  destacan  por  su  indiscutible  valor,  una  pequeña  figura  de  cabrito, 
de  Leguizamón  Pondal,  y  un  retrato  escultórico  de  mujer,  del  se- 
ñor Fioravanti. 

C.   Muzío  Sáenz-Peña. 


i- 

.  -^f 

CENTURIÓN. 
IRETRATO    DE    LA    SEÑORITA    A.    P.» 


—  j-'j_\  -:3    \  ^l_'I"u?,-^  — 


í.  me  dijo,  conti- 
nuando mi  ami- 
go —  donde  usted 
me  ve  yo  tam- 
biín  me  he  ocu- 
pado de  letras: 
hace  muchos  años 
escribí  versos,  prosa  y  hasta 
afrontí  la  publicación,  pero 
como  todo  pasara  inadvertido  y  no 
diera  ni  honra,  ni  dinero,  aquí  ms 
tiene  usted  sembrando  papas  y  tra- 
tando de  hacer  plata,  para  vivir 
tranquilamente  lo  mejor  que  se 
pueda  Por  ahi  en  mis  cajones,  conservo  aún 
algo  inídito.  revuelto  entre  papeles;  y  ya 
que  usted  me  dice  que  piensa  publicar  un 
libro  de  novelas  cortas,  le  traeré  uno  de 
estos  dias  algunos  de  esos  ensayos,  para  que 
vea  el  modo  de  aprovecharlos  dándole  la  for- 
ma que  quiera. 

Quien  asi  me  hablaba  en  una  hermosa 
mañana  de  primavera  allá  en  el  fundo,  era 
uno  de  tantos  ensayistas  como  se  encuen- 
tran en  nuestra  tierra,  de  esos  que  después 
de  soltar  mucho  y  tenta-lo  todo  sin  éxito 
alguno,  terminan  por  marcharse  al  campo 
a  olvidar  en  él  muchas  heridas  ocultas,  mu- 
chas ilusiones  fracasadas. 

Le  acepté  el  ofrecimiento;  y  he  ahí  esas 
breves  e  ingenuas  impresiones,  casi  iguales 
a  las  que  me  obsequiara  mi  buen  amigo. 

Ya  he  cumplido  catorce  afíos  y  la  vieja 
casa  de  campo  está  como  encantada  para 
mi  en  esus  vacaciones. 

A  mí  desatinada  turbulencia  de  otro  tiem- 
po, ha  sucedido  una  gravedad  extrema.  Mi 
vida  ahora  obedece  com'>  a  la  ley  de  un 
ritmo;  estoy  tranquilo,  acaso  tri.^te.  pero  mi 
tristeza  a  nadie  hace  mal,  ¡y  yo  me  siento 
tan  hondamente  enorgullecido!. 

Me  paso  las  horas  perdidas  sumergido  en 
pensamientos  vagos  y  profundos  ¡pero  tan 
armoniosos!  El  vuelo  de  un  insecto  que  atra- 
viesa el  espacio,  el  perfume  de  una  hoja  de 
madreselva,  me  sumergen  en  éxtasis  sin  fin. 

Siento  que  mi  alma  comprende,  por  fin, 
su  objeto,  y  me  digo:  —  Ya  está  hecho  todo, 
nada  tengo  que  esperar.  La  vida  se  pasará 
asi... 

Comprendo  que  soy  superior  a  todos;  ha- 
blo como  soAando  desdeñosamente.  Ellos  no 
saben  mi  secreto,  pienso;  y  callo  y  me  sonrio 
con  ternura. 

No  me  muevo  de  la  casa  en  todo  el  día; 
me  paseo  la.'go  rato  tranquilamente,  por  mi 
pieoecilla  de  estudiante  sin  hacer  nada,  de- 
teniéndome a  veces  delante  del  espejo,  y  por 
fin,  siento  el  deseo  de  ir  una  vez  más  a  la 
p'.eza  de  mi  madre. 

Alli  están  ella  y  mí  prima  Natalia,  ocu- 


ILVTTRACipivJ-Pt 


padas  en  costuras  y  en  tejidos.  Natalia  tiene 
quince  años  y  ha  venido  a  pasar  las  vaca- 
ciones con  nosotros.  Mi  madre  dice  sonríen- 
dose,  al  verme  entrar: 

Natalia,  ocupa  a  este  flojo  en  desen- 
redar tu  madeja. 

Yo  me  acerco,  me  siento  junto  a  mi  prima 
en  una  silleta  baja  y  tiendo  los  brazos, 
mientras  ella  me  rodea  cuidadosamente  las 
muñecas  con  la  madeja  y  principia  a  formar 
la  pelota  de  lana. 

Y  yo  al  mirarla,  comprendo  vagamente 
mi  secreto;  mí  corazón  palpita  y  se  abre 
contemplando  las  pesadas  madejas  de  sus 
cabellos  negros  peinados  a  la  colegiala,  su 
tersa  frente,  sus  grandes  ojos  claros  que  fija 
de  tiempo  en  tiempo  en  mí  detenidamente, 
y  en  cuyo  fondo  iimpido  y  sereno,  donde 
brillan  rayos  de  ternura,  me  parece  que  se 
refleja  todo  mi  ser. 

De  repente  mi  brazo  tiembla;  la  madeja 
se  enreda,  me  esfuerzo  en  desenredarla  mien- 
tras mi  prima  me  dirige  una  mirada  baja, 
con  la  que  parece  darme  las  gracias  por  lo  que 
he  hecho.  Me  inclino  aturdidamente  a  reco- 
ger la  madeja,  mis  cabellos  rozan  el  percal 
del  vestido  de  Natalia  y  me  alzo  estremecido 
con  las  mejillas  encendidas  de  felicidad. 

Y  después,  paseándome  por  el  comedor, 
pienso:  -  ¡Ah!  vivir  así...  contemplar  sus 
ojos!  . .   ¡No  te  pido  más,  Dios  mío! 

Pero  un  día  viene  un  médico  del  pueblo 
vecino  a  visitar  a  uno  de  mis  hermanos. 

Después  del  examen  del  enfermo,  el  doc- 
tor hace  sus  últimas  recomendaciones  en  el 
viejo  salón  de  la  casa. 

Es  un   joven  elegantemente  vestido,   de 
pequeña  estatura,  ojos  vivos  y  risa  simpá- 
tica. Habla  con  aire  de  afectada  desenvol- 
tura y   gestos   fatigados   pronun- 
ciando a  medias  las  palabras  téc- 
nicas, y  contempla  sonriente  a  mi 
prima,  que  da  vuelta  lentamente 
a  su  alrededor  con  una  expresión 
atenta,  como  si  ella  sola  pudiese 
comprender  lo   que  él  dice.    Ella 
también,   de  pie,  parece  abando- 
narse muellemente  a  la  admiración 


que  produce,  y  dirige  al  médico  una  mirada 
clara  y  luminosa,  cargada  de  confianza  y  de 
interés.  Yo  estoy  sentado  junto  al  piano  y 
comparo  con  humillación  mis  gruesos  pan- 
talones de  invierno,  mi  manchada  chaqueta 
de  brin  y  mis  grandes  y  rojas  manos  de 
muchacho  con  el  elegante  y  tranquilo  aspecto 
del  doctor.  Un  tumulto  de  punzantes  in- 
quietudes se  alza  con  violencia  en  el  fondo 
de  mi  corazón;  y  levantándome  bruscamente 
de  mi  asiento,  me  dirijo  a  mi  habitación  y 
me  encierro  con  llave. 

Me  paseo  agitado  por  la  pieza,  pronun- 
ciando en  voz  alta    frases  entrecortadas: 

—  Todo  acabó.  . .  no  la  miraré  más.  Todo 
ha  acabado  —  me  repito. 

Siento  que  es  menester  hacer  algo,  algo 
muy  grande.  Ella  verá. . .  Pero  no  la  mira- 
ré.. .  Es  menester  ahora  pensar  seriamen- 
te... Obrar  sin  demora.  Estudiaré...  me 
digo. 

Y  dirigiéndome  gravemente  a  mi  mesa  de 
estudio,  sobre  la  que  está  mi  pequeña  biblio- 
teca, ercojo  entre  mis  librejos  una  vieja  gra- 
mática francesa.  (He  fracasado  en  el  exa- 
men ese  año).  -  Es  menester  recuperar  el 
tiempo  perdido  -- pienso,  tendiéndome  so- 
bre el  sofá  y  abriendo  sosegadamente  la  gra- 
mática. 

Y  leo,  leo  la»*go  tiempo  sin  entender;  las 
letras  danzan  confusamente  ante  mi  vista; 
y  pienso  en  que  ya  todo  está  perdido  para 
mí  y  en  que  .soy  horriblemente  desgraciado; 
me  esfuerzo  en  exagerar  mi  desgracia;  una 
compasión  infinita  por  mi  inmensa  desven- 
tura se  apodera  de  mí,  un  nudo  amargo 
parece  subirme  a  la  garganta;  mis  ojos  se 
nublan,  mientras  las  lágrimas  inundan  sin 
cesar  mis  mejillas-  y,  por  fin,  abrumado  de 

dolor  y  exhausto  de  lágrimas,  me 
quedo  dormido  con  la  gramática 
sobre  las  nances.  Despierto  sobre- 
saltado. Alguien  empuja  la  puer- 
ta y  tamborilea  impaciente  en  los 
vidrios. 

A  través  de  los  cristales,  donde 
se  reflejan  los  últimos  rayos  del 
sol  poniente,  diviso  confusamente 


con  alegría  mezclada  de  ama'-gurr., 
e!  rostro  de  mi  prima  bajo  una  gran 
chupalla  de  paja.  Viene,  como  de 
costumbre,  a  invitarme  a  salir  a 
pasear  por  la  viña  cercana.  Siento 
que  después  de  lo  ocurrido  ese  din, 
es  menester  mostrarse  con  ella  frío 
y  desdeñoso.  Abro  la  puerta. 

-  Apúrate,  vamos  luego,  que  se 
hace  tarde  —  me  dice,  golpeando  el 
suelo  con  el  pie  y  salimos. 

La  tarde  está  tibia  y  serena.  E! 
viento  se  duerme  poco  a  poco  en  las 
copas  de  los  álamos;  pequeñas  nu- 
bes inmóviles  bordean  el  horizonte;  el  sol 
se  pone  sin  rayos,  y  sobre  la  cordillera, 
que  parece  fundirse  en  el  azul,  la  luna  lle- 
na, como  un  gran  escudo  de  plata  recién 
fundido,  sube  lentamente  en  una  p.tmósfera 
pesada  de  vapores. 

Frente  a  nosotros  la  viña,  se  extiende  en- 
vuelta en  una  ligera  bruma. 

Mi  prima  marcha  lentamente  delante  de 
mí,  hollando  con  cuidado  la  yerba,  irguiendo 
la  cabeza  como  para  respirar  mejor.  En  su 
mano  lleva  un  gran  clavel  rojo,  con  él  juega 
distraída;  de  cuando  en  cuando  clava  en  mí 
una  larga  y  candida  mirada. 

Yo  la  sigo  en  silencio  con  la  cabeza  baja 
haciendo  saltar  las  piedrecillas  con  los  pies, 
Mientras  ella  va  y  viene  entre  las  parras, 
yo  me  he  sentado  en  un  reguero  y  con 
templo  el  sol  poniente.  Y  oigo  que  ella  ex 
clama: 

--  Mira,  aquí  hay  uvas  maduras  ya.  Aquí 
tengo  un  racimo  casi  negro. 

El  sol  se  ha  puesto;  y  una  gran  mancha 
de  oro  empañado  queda  sobre  la  cordillera 
de  la  costa;  los  árboleí,  los  potreros  lejanos 
y  la  viña  se  ennegrecen  poco  a  poco.  Mi 
prima,  cansada  de  correr,  está  a  mi  lado  si- 
lenciosa. Yo  contemplo  a  hurtadillas  su  per- 
fil inmóvil,  sus  grandes  ojos  dilatados  en  el 
espacio,  sus  largos  cabellos  sueltos  bajo  la 
chupalla  de  paja,  la  pequeña  mano  que  sos- 
tiene la  mejilla,  fundiéndose  todo  en  la  som- 
bra y  experimento  una  angustia  vaga  e  in- 
finita. 

De  repente  ella  murmura  en  voz  baja,  sin 
volver  la  cabeza,  como  hablándose  a  sí  misma: 
-■¿Por  qué  estás  triste  hoy?  ¿No  me  has 
dicho  que  yo  era  tu  mejor  amiga?. . . 

Entonces  me  inclino  hacia  ella,  y  le  digo: 
-  Oye;  confiésame  esto:  ¿Te  casarías  con 
ese  doctor? 

Y  ella  me  contesta  sin  mirarme: 
-  -  ¡Qué  ideas  tienes!  ¿No  viste,  entonces, 
que  era  viejo? 

En  seguida  busca  en  sus  cabellos  el  cla- 
vel que  traía  de  la  casa,  me  lo  tiende  en 
silencio  y  continúa  contemplando  el  hori- 
zonte envuelto  ya  en  las  sombras  de  la  noche. 


—  13>LJ>v^.S 


iti  ui  I  mitititiiiniiiiti  I  i; 


¡M^ 


ÜiBElJre 


AY  en  la  vida  momentos  de  emociones 
tan  sutiles,  complejas  e  inenarrables, 
quesería  imposible  trasladar  al  ver- 
so, a  ia  tela  o  al  mármol,  sus  exquisi- 
tas vibraciones:  por  eso  a  veces  pien- 
so, entristecido,  que  los  poetas  más 
excelsos,  los  pintores  más  geniales,  los 
más  brillantes  escjltores.  se  llevan 
a  la  tii'mba  su  mejor  melopea,  su 
cuadromasvalioso.su  escultura  maestra,  y  es  por  eso  mismo  que  creo  que  la  música  es, 
de  las  artes,  la  única  capaz  de  reflejar  con  fidelidad  esos  imponderables  estados  de  alma, 
próvidos  de  encanto,  en  síntesis  melódicas  que  si  bien  es  cierto  mueren  en  el  espacio,  reper- 
cuten, no  obstante,  en  nuestro  espíritu  a  través  del  tiempo,  sin  que  decaiga  nunca  la  brillan- 
tez de  su  recuerdo.  Así  se  explica  que  la  vuelta  a  Buenos  Aires,  de  Maurice  Dumesnil,  el 
admirable  pianista  francés  que  por  vez  primera  nos  visitara  hace  tres  años,  despertando  vi- 
vísimo interés  y  conquistando  simpatías  sinceras,  haya  hecho  resurgir  el  entusiasmo  del 
público  por    sus  interesantes  audiciones. 

La  carrera  de  este  virtuoso,  breve  pero  brillante,  comenzó  hace  pocos  años  relativamente. 
Graduado  con  medalla  de  oro  en  el  Conservatorio  de  París,  en  1905,  inició  al  poco  tiempo  de 
egresar,  sus  jiras  de  conciertos  por  las  principales  ciudades  europeas  y  americanas,  cose- 
chando  aplausos    y    conquistando    laureles.    Admira    particularmente    en    Dumesnil,    ia 


suprema  elegancia  de  su  interpretación.  Un  pianista  puede 
tener  talento,  memoria,  facilidad  de  digitación,  fuerza,  dis- 
posiciones excelentes  para  el  manejo  de  los  pedales,  pero 
el  sello  de  distinción  sólo  pueden  imprimirlo  a  sus  versiones 
aquellos    que  como  él  han  nacido  con  esa  rara  cualidad 
que  no  es  de  las  que  se  aprenden  ni  de  las  que  se  adquieren... 
Dumesnil  es  lo  que  se  puede  llamar  un  artista  completo. 
porque  no  sólo  toca  el  piano:  es  quintetista  eximio  y  habilí- 
simo directo"-  de  orquesta;  es,  en  fin,  de  la  pléyade  de  los 
que  en  tiempos  de  Liszt  y  Bülow  se  conceptuaba  en  Alemania  como  'personalidad*  musical. 
Por  eso,  ante  artistas  de  esta  talla  son  improcedentes  los  estudios  críticos.  Lo  único  que 

cabe  es  el  estímulo  del  aplauso Porque  la  música,  como  dijo  el  poeta,  comienza  donde 

termina  la  palabra;  porque  al  conjuro  mágico  de  los  sonidos  que  el  genial  concertista  arranca 
al  piano,  sólo  aciertan  a  brotar  de  nuestro  espíritu  como  de  cristalino  manantial  excelsos  sen- 
timientos: bondad,  dulzura,  serenidad,  emoción  estética:  y  porque  al  equilibrar  los  desniveles, 
elevando  el  espíritu  hacia  la  perfección  absoluta  por  medio  de  ¡a  música,  llega  per  un  instante 
hasta  convertirse  en  realidad  precisa,  lamássmpliq  y  secular  de  las  quimeras:  el  Amor... 
¡El  Amor,  que  es  Luz;  el  Amor,  que  es  Arte;  el  Amor,  que  es  Gloria,  que  es  Belleza, 
que  es  Vid?,  y  que  pone  resonancia   en  el   silencio,  y  luz  en  la  sombra!... 

Medardo  Héctor   Latorre. 


I.  L  PALACIO 
I  J^PECTRyAL 


n 

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L  PODER  B 
.•  CAJ'TILLA- 


—  P>1_;V^S-    V   l-TR  .^x  — 


Duro  ha  sido  el  destino,  constante  el  infortunio 

Que  ha  herido  nuestras  almas  en  lo  hondo,  intensamente. 

Bañó  el  dolor  en  ellas  su  frío  plenilunio 

Sin  agostar,  empero,  su  ardor  resplandeciente. 

Broquel  inquebrantable,  sutil  y  fuerte  escudo 
Contra  todos  los  golpes,  fué  nuestro  amor  sereno. 
El  odio  de  los  hombres  lanzóle  el  dardo  rudo 

Y  el  vaso  de  amargura  tendióle  el  mundo  lleno. 

Mas  nuestro  amor  sincero  supo  trocar  en  lirios 
Las  punzantes  espinas,  en  lirios  de  ternura. 
Desplegando  por  sobre  nuestros  grandes  delirios 
Nuevos  velos  de  gracia  y  de  extraña  ventura. 

Impulsados  por  este  sentimiento  supremo. 
Trepamos  las  laderas  de  la  abrupta  montaña. 
Confundiendo  en  un  beso,  de  un  ardimiento  extremo. 
La  indecible  amargura  y  la  obstinada  saña. 

¡Oh,  mi  dulce  adorada!  ¡Oh.  mi  sacro  tesoro, 
Tus  pupilas  contienen  el  bien  que  yo  deseo. 
En  tus  labios  purpúreos  y  tus  cabellos  de  oro 
Palpita  y  se  aprisiona  todo  mi  devaneo! 

Alza  tu  voz  y  canta  esas  bellas  canciones 
Que  tienen  en  sus  notas  perfumes  de  leyendas. 
Evocan  de  países  brumosos  las  visiones 
O  dicen  de  piadosas  y  tocantes  ofrendas. 

¡Cuan  me  place  escucharte,  mi  sola  bien  amada, 
En  mitad  del  silencio  del  cálido  aposento! 
Tu  voz  grave  susurra  profunda,  acongojada. 
Vertiendo  las  dulzuras  sonoras  de  su  acento. 

Del  aire  que  tus  labios  detallan  con  encanto 
Contemplo  levantarse  tus  patrios  horizontes. 
Por  eso  en  los  suspiros  enormes  de  tu  canto 
Hay  trozos  de  tus  costas,  tus  cielos  y  tus  montes. 

Tu  espíritu  armonioso  palpita  como  un  ave 
Al  narrar  la  nostalgia  de  la  playa  lejana, 

Y  tu  voz  la  traduce  ora  bronca,  ora  suave. 
Semejante  al  tañido  de  una  triste  campana. 


Sumergido  en  el  hondo  deleite  de  tu  arrullo 
Apenas  si  mis  ojos  se  atreven  a  mirarte. 
¡En  ese  inenarrable  y  celeste  murmullo 
Está  oculto  el  enigma  poderoso  del  arte! 

Prosigue,  amada  mía,  la  canción  plañidera 
En  que  besas  el  nombre  de  tu  suelo  sagrado. 
Se  diría,  al  oírte,  que  es  su  vasta  pradera 
Quien  te  presta  su  soplo  cadencioso  y  alado. 

Entre  tanto  mi  alma,  de  la  tuya  obsedida. 
Asciende  por  la  escala  de  tu  emoción  vibrante. 
Sintiendo  la  tristeza  sin  fondo  de  la  vida, 
Palpando  las  tinieblas  de  un  mundo  agonizante. 

Extraños  a  los  seres  que  observan  nuestros  ojos 
Se  enlazan  nuestras  vidas,  cual  ramas   de   un    boscaje. 
El  mismo  sol  nos  baña  con  sus  destellos  rojos. 
Un  cielo  igual  proyecta  sobre  ambos  su  celaje. 

Sobre  el  antiguo  encono  de  juventud  opima 
Que  enardeció  la  sangre  bermeja  en  nuestras  venas. 
Hoy  desciende  la  tarde,  como  sobre  una  cima. 
Tornando  en  blancas  rosas  las  sedientas  verbenas. 

Una  brisa  apacible  conduce  nuestra  barca. 
La  estrella  solitaria  la  ilumina  al  pasar, 
IVIas  su  piloto  ignora  si  su  mirada  abarca 
La  noche  y  si  están  lejos  los  escollos  del  mar. 

Por  ello,  vida  mía,  levanta  esos  cantares 

Que  mecen  nuestras  almas  de  amor  y  de  confianza. 

¡Bajo  su  unción  piadosa  los  negros  avatares 

Se  adornan  con  estrellas  de  vida  y  de  esperanza! 

Murmura  en  tu  lenguaje  dilecto  y  melodioso 
Las  cuitas  que  laceran  tu  corazón  cautivo. 
¡Desgrana  en  la  alta  noche  el  ritmo  melodioso 
Que  embriaga  y  adormece  mi  pecho  sensitivo! 

Te  escucho  ensimismado  en  un  grávido  ensueño 

Donde  flotan  fragmentos  de  tu  romanza  bella 

Y  quisiera  llevarte,  para  colmar  tu  empeño. 

De  un  vuelo  hacia  la  tierra  que  en  bravuras    destella. 

Pero  ¡ay!   que  el  Sino  adverso  se  opone,  vida  mía. 
Dejando  su  amargura  gotear  dentro  del  alma. 
Quizás  mañana  pueda  la  luz  de  un  nuevo  día 
Verter  en  nuestros  pechos  la  bienhechora  calma. 

Suspenso  de  tus  ojos,  ceñido  a  tu  cintura. 
Ligadas  nuestras  vidas  en  un  solo  destino. 
Iremos  en  la  gloria  o  quizá  en  la  amargura 
Deshojando  guirnaldas  de  amor  en  el  camino. 


LUSTRACION    DH    SIRIO. 


ri~:>>x— 


Ga^llego 

E  M 
BvENQ/^ 


EN    EL    PARQUE 


FÁTIMA,    LA     DE    LOS 


LA    MUERTE    DE    ABEL. 


O  tardará  el  día  en  que  la  Argen- 
tina, densamente  poblada,  realice 
sus  sueños  de  Aite.  Entonces, 
cuando  su  pintura  esté  dividida 
por  escuelas  regionales,  como 
ahora  la  música  del  pueblo,  los 
tucumanos,  verbigracia,  tendrán  el  gozo  de  vi- 
sitar en  Madrid  una  exposición  tucumana. 

El  orgullo  regional  es  el  alma  del  patriotismo, 
máxime  si  se  encuentra  reforzado  por  la  nostal- 
gia. Aquellas  telas  y  grabados,  dan  la  imagen 
de  la  lejana  patria  chica. 

Añadamos  a  los  valores  emotivos  la  valía  es- 
tética de  la  exposición,  y  el  entusiasmo  resul- 
tará tan  justo  como  grande,  porque  hay  allí  una 
muestra  de  excelente  arte  gallego.  Todos  los  al- 
deanos que  Alvarez  de  Sotomayor  ha  vuelto  a 
crear,  tienen  una  vida  verdadera  y  fuerte,  emo- 
cionan. Pintor  respetuoso  de  la  tradición  pic- 
tórica, Sotomayor  hállase  al  nivel  de  los  mejores. 
Llorens  reproduce  con  encantadora  fidelidad 
la  tierra  alegremente  trisie  de  Galicia,  y  el  ma- 
logrado Taibo  dejó  junto  a  sus  desnudos  y  es- 
tudios, marinas  norteñas  de  impecable  estilo. 
Además  de  estas  firmas  hay  otras  que  hablan 
recio  y  hondo  al  patriotismo  del  noble  pueblo. 
Buen  año  ha  sido  este  para  esos  laboriosos 
compañeros  que  nos  ayudan  en  la  obra  nacio- 
nal, buen  año  que  el  arte  de  su  región  señaló 
con  dos  piedras  blancas:  el  estreno  venturoso 
de  la  enorme  obra  «La  casa  de  la  Troya»  y  el 
triunfo  de  esta  admirable  exposición. 


—  V=>LJ^' 


^  L^Tv::?  .■^  — 


Tales  son  los  miste- 
rios sumergidos  en  el 
fondo  de  nuestras  co- 
sas familiares,  tan  des- 
conocidos su  esencia 
y  su  eficacia  activa, 
que  cuando  algo  de 
ello  se  nos  revela  sen- 
timos en  la  imagina- 
ción el  roce  absurdo 
de  lo  sobrenatural. 

Yo  ya  habla  expe- 
rimentado muchas  ve- 
ces esa  alarma  abstru- 
sa  y  casi  simplemente 
fisiológica  de  las  coin- 
cidencias y  los  presen- 
timientos, pero  nunca 
como  la  noche  pasada 
he  sufrido  la  presencia 
real  de  lo  intangible, 
una  atmósfera  carga 
da  de  energías  espiri- 
tuales. 

Había  pasado  un 
día  encantador.  Amis- 
tosas solicitaciones  me 
arrancaron  del  ostra- 
cismo que  limitaba  mi 
vida  desde  la  muerte 
de  mi  prima  Laura, 
dieciséis  años  blancos 
y  rubios  impregnados 
de  un  alma  angelical. 
ese  primer  amor  que 
aun  viniendo  después 
de  otros  es  siempre  el 
primero  porque  es  el 
único,  esencia  viva  de 
(as  más  poderosas  y 
urgentes  atracciones. 
Quise  resistirme,  pero 
hube  de  ceder.  La 
viudez  de  mi  alma  ins- 
piraba a  todos  comen- 
tarios risueños,  y  las 
carcajadas  de  sana  vi- 
talidad de  uno  de  ellos 
eran  para  mi  como  esas 
músicas  de  feria  que 
nos  llaman  de  lejos 
con  voces  persuasivas 
que  es  imposible  resis- 
tir. 

Salí,  pues,  con  ellos. 
La  proposición  era 
una  fiesta  íntima  con 
halagos  de  homenaje 
por  mi  ferviente  cul- 
to postumo  a  la  no- 
via ida. 

—  Tienes  —  me  de- 
cía uno  —  un  corazón 
al  ferroprusiato. 

Y  otro: 

—  No  hay  derecho.  Un  año  a  los  treinta  es  una 
vida  de  trescientos.  ¡Viva  la  vida! 

Y  todos: 

—  ¡Vivan  los  trescientos! 

Salimos  a  la  calle.  Un  sol  casi  cenital  despa- 
rramaba generosamente  en  la  acera  su  viva  lum- 
bre primaveral. 

Cuando  después  de  la  comida  me  descubrieron 
que  el  verdadero  programa  iba  a  comenzar  enton- 
ces en  la  casa  de  unas  chicas  muy  simpáticas  y 
muy  tolerantes,  yo  no  supe  cómo  no  hacía  nin- 
guna protesta.  Ahora  sí  lo  sé.  La  juventud  tiene 
irresistibles  tiranías,  y  el  alcohol  suscita  gozosos 
optimismos. 

Transcurrió  la  tarde  presidida  por  el  más  alegre 
desenfado.  Una  rubia  sentimental  se  enamoró  de 
mi  melancolía  y  me  juró  no  haber  conocido  nunca 
un  hombre  tan  interesante.  Yo  a  mi  vpz  le  di  mi 
palabra  de  honor  de  que  si  bien  sus  ojos  no  tenían 
la  Cándida  sugestión  de  los  de  mi  prima,  en  su 
boca  había,  sin  duda,  más  miel  que  en  la  de  Laura. 
Hicimos  la  demostración,  muy  detenida  y  razo- 
nada. A  poco,  reconocía  yo  que  los  ojos  negros 
de  mirada  vivaz  (y  la  de  los  de  ella  semejaban  una 
espiritual  combustión),  tenían  mucha  más  efi- 
cacia estética  que  la  azul  candidez  de  los  ojos 
claros. 

Llegué  a  casa,  turbado,  nervioso.  Las  alboroza- 
das risas,  el  baile,  la  charla,  la  brusca  transición 
a  la  pirotecnia  del  flirt,  habían  exaltado  la  serena 
corriente  de  mi  vida. 

La  vista  del  sillón  de  mimbre  donde  había 
expirado  mi  prima,  me  hizo  estremecer.  Era  una 
reliquia  cedida  a  mi  amor,  que  presidía  mi  habi- 
tación cenobítica.  En  él  me  sentaba  a  meditar 
y  a  recordar  aquellas  dulces  tardes  de  mayo  en 
un  pueblecito  del  norte,  cuando  su  vida  se  iba 


extinguiendo  como  una  nube  que  se  disipa,  mu- 
riendo   luego  como  una  estrella    que   se    apaga. 

Me  acosté  sin  cenar,  con  la  cabeza  pesada,  un 
poco  febril.  Conforme  me  iba  recobrando  com- 
prendía la  grave  deslealtad  cometida  con  mi  cora- 
zón. La  culpable  complacencia  de  aquella  tarde 
sería  una  amargura  más  en  mis  recuerdos  aviva- 
dos. Me  prometí  no  reincidir,  a  pesar  de  que  los 
ojos  de  la  rubia  parecía  que  hubieran  dejado  en 
los  míos  un  destello  de  su  intenso  fulgor. 

Después  de  no  sé  cuánto  tiempo,  me  quedé 
como  dormido.  Pero  seguía  pensando,  aunque 
con  cierta  vaguedad. 

En  el  silencio  obscuro  crujió  levemente  el  sillón. 
Fué  como  un  suave  quejido.  Despierto,  atento. 
medio  incorporado  en  la  cama,  escuché.  Nada. 
Un  silencio  total,  espeso,  concentrado. 

Cuando  eL,taba  otra  vez  a  la  linde  de  esa  línea 
borrosa  que  separa  la  vigilia  del  sueño,  volvió  a 
quebrar  el  silencio  un  nuevo  chasquido  del  mim- 
bre del  sillón.  Prendí  la  luz.  Todo  estaba  como 
tenía  que  ser. 

Ya  no  pude  dormir.  Sin  ser  ciertamente  supers 
ticioso,  tengo  algunas  reservas  emotivas  en  cuanto 
al  absoluto  ignorado.  Quizá  es  sólo  una  concesión 
de  los  nervios  o  acaso  un  atavismo  que  despierta. 
Ello  es  que  estaba  desvelado  y  vigilante. 

Otra  vez  el  crujido  del  mimbre.  Para  distraer- 
me pensé  en  la  fiesta  de  la  tarde,  en  los  ojos  lumi- 
nosos de  la  rubia,  en  sus  labios  repletos,  dos  pe- 
queñas olas  de  sangre. 

Pero  otra  vez  y  otra  y  otra,  aquel  ruido  seco, 
obstinado,  llegó  a  impacientarme.  El  chasquido 
era  cada  vez  más  violento,  como  si  alguien  se 
acomodara  en  el  sillón  y  cambiase  luego  de  pos- 
tura. Sin  embargo,  me  dormí  después  de  largo  rato 
de  impaciencia.  Volví  a  hallarme  junto  a  la  ru- 
bia, bebiendo  el  cálido  perfume  de  su  boca,  acari- 


ciando sus  largas  ma- 
nos pálidas,  besando 
sus  uñas  hialinas  de 
cuarzo. 

Me  sentía  feliz,  ol- 
vidado de  todo.  Un 
instante  nuestras  bo- 
cas se  aproximaron 
y  aquellosojos  inmen- 
sos en  tornaron  sus 
párpados  de  seda.  De 
boca  a  boca  sólo  ha- 
bía el  espacio  de  un 
suspiro.  Fué  entonces. 
Una  crepitación  ho- 
rrible, un  chirrido  del 
sillón,  como  si  alguien 
retorciera  sus  barro- 
tes de  mimbre.  La 
imagen  se  desvaneció 
en  un  vacío  luminoso. 
Presa  de  una  ira 
súbita,  me  levanté. 
Sin  encender  la  luz 
me  dirigí  a  tientas  ha- 
cia el  sillón.  Apenas 
lo  toqué  con  una  ma- 
no, sentí  que  se  estre- 
mecía y,  al  empujarlo 
hacia  un  rincón  lanzó 
un  gemido  doloroso. 
Aquello  me  exasperó. 
Lo  colocaba  en  las 
más  variadas  posicio- 
nes, pero  a  cada  mo- 
vimiento se  dolía  con 
más  penetrante  y  las- 
timero quejido.  Fuera 
ya  de  mí,  exacerbado 
por  una  furia  incons- 
ciente, tal  vez  por  el 
terror,  lo  aplasté  con- 
tra la  pared,  contra  el 
suelo,  le  arranqué  los 
brazos,  lo  descuarticé 
totalmente  y  me  vol- 
ví a  acostar. 

Ahora  sí  estaba 
aquello  terminado  y 
yo  tranquilo.  Dormí 
profundamente,  sin 
sueños,  hundido  en 
ese  letargo  perfecto 
que  es  como  un  gene- 
roso anticipo  de  la 
muerte. 

Esta  mañana,  al 
despertar,  en  la  nébu- 
la gris  de  los  primeros 
pensamientos  vi  re- 
producirse la  escena 
de  anoche  como  a  tra- 
vés de  un  vidrio  es- 
merilado. Una  vaga 
tristeza  me  acidulaba  el  alma,  reprochándome  la 
violencia  cometida.  Indudablemente  tenía  que 
haber  sufrido  una  aguda  crisis  de  nervios,  quién 
sabe  qué  momentánea  perturbación  mental,  para 
destruir  aquel  venerable  icono  del  amor  más 
grande  de  mi  vida.  Remordimiento  y  pena  me 
impedían  dirigir  la  mirada  hacia  los  restos  ya- 
centes del  sillón.  Había  sido  injusto  y  cruel, 
después  de  haber  traicionado  lo  mejor  de  mí 
mismo. 

Pero  estaba  hecho.  Era  una  página  violenta 
al  final  de  un  dulce  poema  de  recuerdos,  un  deso- 
lado epílogo  a  una  bella  historia  de  amor.  Decidido 
a  olvidar  definitivamente,  me  levanté.  Jamás  la 
estupefacción  me 
ha  sobrecogido 
como  en  aquel 
instante.  El  ave 
de  la  locura  pa- 
só ante  mis  ojos 
admirados.  Gra- 
ve, sereno,  in- 
tacto, estaba  allí 
el  sillón.  Lo  pal- 
pé, lo  oprimí, 
dudando  de  su 
realidad. 

No  sé.  Yo  es- 
toy seguro  de 
que  lo  de  ano- 
che no  fué  un 
sueño  y  hay  en 
mis  manos  lar- 
gos y  penetran- 
tes rasguños. 


ILUSTRACIONES 
CíR   ^LVARIÍZ. 


-V:>l.S'^^^     "V^L-TI^vX  — 


CJ 


D 


'Mí 


NA  conferencia  es  una  interviú 
en  la  que  el  público  hace  de  pe- 
riodista, interrogando  sin  pala- 
bras. Y  resulta  preferible  a  la 
mejor  interviú  cuando  no  se  tra- 
te de  políticos  y  artistas  cuya 
expresión  se  avalora  al  salir  en 
letras  de  molde  y  en  el  propio 
estilo  del  reportero.  Y  resulta  preferible  porque, 
en  cuestiones  de  interviú,  cuanto  más  grande 
sea  el  blanco,  más  difícil  es  la  puntería.  Todo  de- 
be preferirse,  hasta  la  renuncia,  antes  de  hallarse 
solo  frente  a  un  maestro  del  periodismo,  balbu- 
ceando preguntitas. 

Por  tales  razones  he  preferido  verle  y  oírle  en 
el  escenario  del  Odeón,  durante  su  primera  con- 
ferencia. Allí  estaba  el  ilustre  publicista  como  un 
modelo  ante  una  academia  del  natural.  La  figura 
es  señoril,  reciamente  plantada  de  inconfundibles 
trazos,  sencilla,  bondadosa. 

Habló  llanamente,  como  si  se  dirigiera  por  sepa- 
rado a  cada  uno  de  nosotros.  Fué  una  pintura 
admirable  de  las  heroicas  mujeres  belgas,  refulgen- 
tes pinceladas  de  luz  sobre  un  fondo  negro.  El 
periodista  que  tuvo  e!  honor  de  vivir  prisionero 
en  una  ciudad  mártir,  ha  sabido  fijar  para  siem- 
pre las  escenas  vistas  y  oídas  durante  la  bárbara 
reclusión.  Y  no  pierde  tiempo  en  adornar  su  re- 
lato: no  se  trata  de  un  heroísmo  teatral  que  nece- 
site latiguillos  ni  frases  retóricas;  narra  las  proe- 
zas de  un  heroísmo  burgués  capaz  de  arriesgar 
la  vida  por  la  adquisición  de  un  kilo  de  papas, 
de  la  misma  manera  que  la  arriesga  protegiendo 
la  fuga  de  los  patriotas;  un  heroísmo  de  patrona 
hacendosa  y  de  madre  sublime.  Nunca  oí  una 
palabra  que  me  diera  mejor  la  impresión  del 
agua  fuerte.  Hasta  entonces  sólo  conocía  por  los 
diarios  el  cautiverio  rebelde  de  la  mujer  belga, 
imagen  falsamente  adornada  por  la  literatura 
cablegráfica  y  por  mi  propia  literatura.  Se  me 
figuraba  más  bien  una  explosión  que  esa  resis- 
tencia cotidiana,  acostumbrada,  sencilla,  que  un 
hombre  puede  describir  con  tranquilo  acento,  sin 
dejarse  llevar  por  la  ira. 

Y  así  debe  ser,  así  es;  la  palabra  honrada  de 
Payró  merece  entero  crédito.  Un  observador  de 
su  valía  no  se  equivoca.  Desde  hace  muchos  años, 
el  maestro  se  distinguió  por  la  veracidad  de  sus 
informaciones  y  por  su  experiencia  en  el  arte  de 
hallarlas.  Un  viejo  amigo  me  ponderaba  las  haza- 
ñas reporteriles  de  Payró  en  el  descubrimiento  de 
un  crimen  misterioso  cometido  en  un  pueblo  de  la 
provincia.  El  periodista  se  adelantaba  a  todos:  al 
juez,  a  los  muñidores  de  la  impunidad,  a  todos. 
Gracias  a  él,  el  público  conoció  los  detalles  del 
asesinato.  Gracias  a  este  gran  periodista  argenti- 
no, nuestro  público  conoce  ahora,  con  justos  deta- 
lles, la  epopeya  femenina  belga.  Sin  apasionamien- 
tos, sin  que  la  narración  del  testigo  refleje  el  odio 
del  encarcelado,  nos  ha  dicho  la  verdad,  porque 
siempre  supo  hallarla. 

Verdad  y  trabajo:  este  es  el  lema  de  Payró,  lema 
que  el  arte  ha  sabido  engalanar.  Los  literatos,  los 
periodistas  y  los  amigos  de  literatos  y  periodistas 
conocen  al  caballero  escritor. 

Desde  muy  joven  brilló  en  la  prensa,  donde  se 
le  cita  como  modelo,  y  se  le  quiere  como  amigo 
fiel  y  honroso. 

Su  espíritu  perseguidor  de  ideales  nobles  acude 
a  todas  las  manifestaciones  literarias  para  man- 
tenerlos y  exaltarlos.  Sus  obras  dramáticas,  he- 
chas con  alma  y  con  cariño,  plantean  o  resuelven 
problem.as  sociales.  En  la  novela  desenvuelve  su 
sátira  equilibrada. 

Asi,  mucho  más  que  así,  es  el  hombre  amable, 
culto  e  íntegro  cuya  vida  intensa  estuvo  siempre 
dedicada  al  deber.  Los  que  no  crean  en  que  el 
periodismo  puede  ser  profesado  como  sacerdocio, 
sino  como  arte  a  sueldo,  analicen  la  personalidad 
de  Payró  periodista-horñbre  que  honra  la  prensa 
nacional. 


i/¿a/vo 

CAR. 

^         L      O 


|NVLELTA  en  las  leves  prime- 
ras brumas  de  la  noche,  se- 
mejante una  doncella  escon- 
diéndose entre  gasas  y  cres- 
pones, duerme  la  ciudad  divina,  serenamente 
tranquila  bajo  la  égida  de  sus  altos  manes  tute- 
lares. Leonardo  y  Lorenzo,  arrullada  por  el  Ar- 
no,  manso  y  tierno  que  la  circunda  como  en  un 
abrazo  y  cuyo  murmurio  evoca  apacibles  can- 
ciones maternales. 

Y  ante  el  espectáculo  de  la  ciudad  dormida, 
se  piensa  que  ese  sueño  no  es  el  simple  descanso 
de  las  capitales  fatigadas,  sino  un  verdadero  en- 
sueñe de  gloria,  del  cual  cada  noche  goza  Flo- 
rencia y  del  cual  cada  día  surge  más 
pujante,  sonora  y  luminosa 
nimbada,  da  oro 
y  df-.  sol. 


Las 
ciudades 
del^ 
ensueño 


iOKEMCIA 
LA  ^  DIVINA 


EN    LA    HORA    CREPUSCULAR    PROPICIA  AL    RECOGIMIENTO, 

HASTA     EL  LEVE    MURMURIO    DE    LAS    AGUA^    SEMEJA  UNA 

ORACIÓN    PRONUNCIADA    "SOTTO    VOCE"  .  .  . 


Sensación  de  gloria,  absoluta  e  intensa,  ema- 
nada de  esas  ajuas  quietas,  sobre  cuya  super- 
ficie los  rayos  d3  luz  son  como  puñales  que 
surcaren  el  corazón  mismo  del  río,  celosos  de  su 
encanto,  para  herirlo  de  muerte,  y  donde  en  la 
última  hora  crepuscular  propicia  al  recogi- 
miento, aún  el  rumor  más  trivial  semeja  una 
oración  balbuceada  «sotto  voce»...  y  que  se 
eleva  hasta  el  cielo  que  la  devuelve  transfor- 
mada en  bendición  para  la  ciudad  predilecta, 
cincelado  cofre  de  oro  donde  la  Historia  ha  en- 
cerrado sus  más  brillantes  joyas  y  sus 
más  valiosas  penas. 


.■iOBRE    LA    MANSA    oLPER'ICIE    DEL   AGUA,    LOS     RAYOS    DE    LUZ     SON     PUÑALES     VU?     gUSCAN     EL    CORAZÓN     DEL     RIO. 


PATIO      ANDALUZ. 

ACUARELA   DEL   CONOCIDO   CRÍTICO    DE    ARTE. 


I  la  condición  de  anónima  que  caracteriza  a  !a  gran 
prensa  diaria  del  país,  puede  ser  causa  de  que  mu- 
chos de  los  lectores  de  La  Nación  ignoren  el  nom- 
bre de  su  actual  crítico  de  arte,  el  señor  Navarro 
Monzó  es.  en  cambio,  bien  conocido  en  nuestros 
círculos  artísticos,  literarios  y  periodísticos.  Llegado  al 
país  hace  nueve  años,  ha  sabido  ganarse  puesto  dis- 
tinguido como  escritor,  alcanzando  su  actividad  a 
los  más  diversos  campos;  pero  ahora  nos  compete 
únicamente  apuntar  algunas  breves  observaciones 
sobre  el  crítico  de  arte.  Ha  pasado  ya  la  época  en 
que  se  podía  gozar  fama  de  tal  crítico  escribiendo 
de  cualquier  cosa,  a  propósito  de  una  obra  de  arte, 
menos  del  arte  mismo.  Esa  crítica,  que  con  razón  se 
llamó  literaria,  tomaba  la  obra  de  arte  únicamente  como  pretexto  para  ex- 
cursiones más  o  menos  entretenidas  y  útiles  en  la  historia,  la  arqueología,  la 
literatura  y  hasta  la  política,  según  el  temperamento  y  la  preparación  del 
crítico.  El  señor  Navarro  Monzó  no  pertenece  a  esa  categoría.  No  pretende, 
por  cierto,  considerar  la  obra  de  arte  aisladamente,  sacándola  del  medio 
en  que  se  produce  y  desconociendo  las  influencias  de  todo  orden  que  inevi- 
tablemente influyen  sobre  el  artista:  tampoco  pretende  estimarla  separada 
del  autor  mismo  como  si  se  tratase  de  esculturas  o  cuadros  de  pueblos 
desaparecidos,  o,  siquiera,  de  épocas  remotas.  Todo  ello  lo  tiene  en  su  de- 
bida cuenta;  pero,  ante  todo,  ve  la  obra  y  la  juzga  por  sus  propios  mé- 
ritos, como  dicen  los  ingleses.  Lo  demás,  viene  de  adehala. 

Ps'a  emitir,  en  tales  condiciones,  juicios  que,  como  todos  los  juicios, 
pueden  ser  impugnados," pero  que  se  asienten  en  bases  no  quebrantables 
por  la  mera  diversidad  de  opiniones,  es  menester  conocer  algo  de  lo  que 
muchos  críticos  de  arte  ignoran:  la  técnica  respectiva.  No  se  trata 
de  que  el  crítico  sea,  a  la  vez,  pintor  o  escultor,  grabador  o  di- 
bujante: pero  es  menester  que  sepa  lo  que  son  la  pintura  y  la  es- 
cultura, el  grabado  y  el  dibujo,  de  otra  manera  que  quienes  no 
ejercen  la  misión  de  críticos.  El  señor  Navarro  Monzó  posee  esos 
conocimientos:  es  decir,  no  hace  crítica  meramente  impresionista, 
como  no  la  hace  meramente  literaria,  y  esa  es  otra  de  las  condi- 
ciones que  dan  valor  a  sus  escritos  sobre  arte.  Además,  en  Europa 


ha  visto  y  ha  estudiado  mucho,  formándose  el  gusto  al   propio  tiempo  que 
aprendiendo  los  procedimientos. 

La  cómoda  doctrina  del  arte  por  el  arte  no  es  la  del  señor  Navarro  Monzó. 
La  rechaza  con  energía,  por  razones  estéticas,  por  razones  filosóficas  y  hasta 
por  razones  éticas.  En  esto,  como  en  otras  cosas,  podría  llamársele  tolstoia- 
no.  El  crudo  realismo,  frecuentemente  sin  valor  estético  alguno,  de  algunas 
escuelas  de  pintura,  nada  dice  a  su  espíritu;  prefiere  la  candida  pero  espiri- 
tual gaucherie  de  los  primitivos:  hasta  el  misticismo  un  poco  pueril  de  los 
prerrafaelitas  le  habla  más  al  alma  que  el  robusto  naturalismo  de  Degas. 
Quiere  que  el  arte  tenga,  aparte  su  finalidad  estética,  un  propósito,  o  mejor 
dicho,  un  valor  ético,  quizá  tanto  más  apreciable  cuanto  menos  intenciona- 
do. Sin  eso,  el  arte  deja  de  ser  una  necesidad  para  convertirse  en  un  adorno 
de  la  vida;  y  la  vida  es  para  el  señor  Navarro  Monzó  cosa  demasiado  seria, 
para  preferir  los  adornos  a  las  necesidades.  Consecuencia;  el  artista  verda- 
dero no  es  aquel  que  conoce  únicamente  su  mctier,  por  bien  que  lo  conozca; 
sin  conocerlo  bien,  se  puede  ser  artista  de  verdad.  En  último  resorte,  el  arte 
podría  resultar  inútil;  pero  no  es  necesario  llegar  a  esos  extremos  para  en- 
contrar más  aceptable  que  la  teoría  del  arte  por  el  arte  la  contraria. 

La  crítica  artística  no  debe  ser  demoledora,  parece  pensar  el  señor  Nava- 
rro Monzó,  y  ejerce  su  misión  en  consecuencia.  Dado  que  lo  {(ue  no  es  arte 
no  es  del  dominio  de  la  crítica  artística,  ésta,  en  realidad,  está  mejor  cuando 
es  benévola,  cuando  aun  en  los  errores  o  frarasos  descubre  la  posibilidad  de 
una  esperanza.  El  palo  es  arma  grosera,  y  so^re  todo,  ineficaz;  eso,  en  todas 
partes;  pero  en  países  nuevos  que  aun  carecen  de  una  tradición  artística, 
la  benevolencia  de  la  crítica  es  un  estimulante,  que  ofrece  la  comodi- 
dad de  que  puede  suspenderse  el  tratamiento  cuando  se  ve  que  no  da 
resultado. 

Posee,  pues,  el  señor  Navarro  Monzó,  las  condiciones  requeridas  para  la 
eficiencia  de  la  crítica  de  arte;  y  si  se  agrega  que  vive  alejado 
de  círculos  y  cotteries,  que  nada  que  no  sea  el  cuidado  del  arte 
influye  sobre  su  criterio,  se  comprende  el  prestigio  que  en  tiempo 
relativamente  escaso  se  ha  ganado.  Años  hace  que  su  prepa- 
ración le  fué  reconocida  por  The  Studio,  la  gran  revista  londi- 
nense, que  le  tuvo  como  su  corresponsal  en  Portugal,  y  esa  hon- 
rosa designación  no  fué  sino  grato  presagio  de  la  situación  que 
le  esDeraba  entre  nosotros. 

E.  H.  A. 


13I_7>v^-S 


u  -5  ioií  í-  ecurt-LÍ 
«  del   «> 
TenniíT      e^        Clut» 


Es  tan  intensa  la  impresión  de  soledad  en  aquel  paraje,  que  podríamos 
creernos  muy  lejos  de  la  ciudad  del  ruido:  pero  dobla  el  auto  hacia  la 
izquierda,  y  surge,  de  entre  la  fronda  del  bosque,  la  nota  de  vida  y  de 
color;  el  cotta^e  inglés,  en  medio  del  peoueño  jardín,  con  sus  cuadros  de 
césped  y  enormes  (jueiitias.  y  rodeándolo  a  su  vez.  las  amplias  canchas 
de  tennis,  enarenadas  de  rojo.  .  .  El  día  es  glacial,  el  cielo  permanece  im- 
placablemente bajo.  gris,  y  sin  embargo,  el  cuadro  nos  sorprende  como 
una  evocación  de  riente  primavera!  Ágiles,  airosas  y  flexibles,  las  siluetas 
de  las  jugadoras,  libres  de  toda  traba  que  pueda  impedir  su  juego,  van 
y  vienen,  irguiendo  el  busto,  modelado  por  sus  chaquetas  tejidas  en  vivos 
colores;  la  falda  corta,  el  zapato  sin  taco,  ajustados  los  cabellos  bajo  la 


SefiOKtTAS   PARDO    CE   TAVERA    MASCHWITZ. 


UN    SAQUE    MAESTRO. 


RESTANDO    DÉBIL. 


?v¿N. — 


^otaeo 
a    *     JDetLefielo    ?     cLe     « 
^~-^z:'^L5'oei'aeic5'-íx._^ 
c3el 


SEÑORITAS    MÉNDEZ    HUERGO.    MARTÍNEZ    SEEBER,    BOUSON    Y    FEILBERG 


la 


boina  de  lana  o  de  terciopeio,  bajo  el  chambergo  caorichosamente  pren- 
dido^ o  sencillamente  tocadas  por  pañuelos  de  seda  de  tonos  vivos. 

Veo  erguirse  a  corta  distancia  la  delicada  silueta  de  Beatriz  Bibiloni 
que  viste  falda  blanca,  blusa  tejida  color  de  oro  vivo,  y  aprisiona  sus 
cabellos,  bajo  una  gran  boina  de  terciopelo  negro;  en  el  court  inmediato, 
juega  también,  -  y  con  verdadera  maestría  —  María  Teresa  Obarrio,  que 
lleva  falda  de  terciopelo  inglés,  gris  ceniza,  chaqueta  de  lana  del  mismo 
color  y  boma  de  terciopelo,  también  gris;  María  Teresa  Méndez  Huergo 
que  viste  de  blanco  y  rosa.  Mecha  Cabrera  Williams  de  color  fresa  en- 
vuelto el  cabello  en  un  pañuelo  del  mismo  color;  Yolanda  Calvo,  cuya 
arrogante  silueta  se  destaca  a  lo  lejos,  vestida  de  blanco  y  rojo.  ,  ,  Cruzan 
el  jardm,  dos  encantadoras  figuras,  envueltas  en  abrigos  claros;  el  oro  de  sus 
cabellos  —  pues  llevan  la  cabeza  descubierta  —  es  una  cálida  nota  lumi- 
nosa; son  las  señoritas  de  Flores  Firán  ,  . . 

La   Dama  Duende. 


UN    nUEN    Y    ÁGIL   RESTO. 


SEÑORITAS    ARIAS 


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OLE.O~nE 
E>EK.MUDEZ^ 


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!  E-LA-t-  XPCr 
yiGOtvKl  ULLK 


—  t^L^^^-S 


Sea 


íiala'  C^/w    de 


osa 


A  muerte,  en  sus 
predilecciones  ex- 
trañas, ha  privado 
a  !a  sociedad  de 
Buenos  Aires,  de 
un  bello  espíritu, 
de  un  noble  espíri- 
tu, selecto,  cautivante,  que  reflejaba 
con  una  prodigalidad  exquisita  de 
matices,  un  tipo  delicado  de  alma 
de   mujer. 

En  su  breve  trayecto  por  la  vida 
tan  dolorosamente  fugaz,  pasó  como 
una  nota  amable  y  buena,  profunda- 
mente buena,  aue  traducía  invaria- 
blemente una  bondad  serena  y  armo- 
niosa en  sus  formas  más  nobles  y 
atrayentes. 

Tenía  la  gracia,  la  belleza,  la  inte- 
ligencia y  la  bondad;  pero  era  lo  últi- 
mo con  ser  considerable  lo  demás,  el 
relieve  diamantino,  el  más  puro,  el 
rnás  vigoroso  sin  duda,  de  su  ser. 
tira  buena,  inteligentemente  buena  e 
irradiaba  como  un  don  siempre  rico 
y  fresco,  de  su  sensibilidad  de  elegida, 
la  bondad  de  un  alma  grande  «hasta 
no  caberle  en  el  pecho».  Y  era  humana 
como  la  traducción  verdadera  del 
alma  de  Cristo,  porque  ponía  en  todas 
las  circunstancias  de  la  vida,  esa  pie- 
dad suave  que  todo  lo  nivela  y  que 
sólo  emerge  de  los  temperamentos 
escogidos,  como  veta  inagotable  de 
sentimientos  elevados. 

Un  velo  de  lánguida  fatiga  amor- 
tiguaba la  tersura  de  sus  finas  fac- 


ciones, y  al  mirar  sus  ojos  negros  y 
suaves,  algo  lum.inoso  se  transparen- 
taba, algo  como  un  matiz  subyugante 
como  un  don  d";  misterio,.,  faceta 
indefinible  que  se  muestra  y  que  se 
siente  como  una  flor  de  seda,  dejando 
una  impresión  de  paz  en  el  espíritu. 
Frente  a  su  conversación  siempre 
animada  v  fina,  un  concepto  irónico 
vertido,  un  juicio  severo,  una  impre- 
sión amarga,  un  comicntario  injusto, 
parecían  percibir  como  nota  de  resis- 
tencia, la  sensación  de  un  perfume 
opuesto  que  llegaba  a  las  fibras  más 
nobles  para  serenarlas  y  suavizarlas 
a  la  manera  de  un  sedante  para  el 
espíritu  desarmado.  Y  esa  bondad 
que  tenía  su 
fuente  central 
enelcorazóny 
que  surgía  co- 
mo hilo  linísi- 
mo  de  agua 
pura,  guarda- 
ba un  parale- 
lismo de  en- 
canto con  el 
acierto  del 
juicio,  con  e! 
equilibrio  del 
pensamiento, 
con  la  inteli- 
gencia fina  y 
sutil  que  se 
orientaba  ha- 
cia lo  hermo- 
so y  hacia  el 


;^GOJTO 

XV 

MCMXIX 


bueno,  en  una  rara  armonía  de 
calidades  sustantivas  y  bellas.  Y 
tenía  el  don  del  ingenio  y  del  espí- 
ritu, con  la  misma  elegancia  espon- 
tánea y  fácil  que  era  atributo  común 
de  su  persona,  de  esa  elegancia  que 
se  percibe  de  inmediato  y  que  se 
impone  por  la  misma  sencillez  ado- 
rable de  lo  que  no  se  calcula  ni  se 
estudia.  Su  cabeza,  de  líneas  puras, 
tenía  el  encanto  de  la  suavidad  y  de 
la  gracia,  y  el  ritmo  de  armonía  que 
se  desprendía  de  todo  su  ser,  lo  acen- 
tuaba la  sonriente  placidez  del  gesto 
y  la  delicadeza  de  las  maneras.  De 
sus  m.anos  inquietas  y  nerviosas,  po- 
dría repetirse  la  calificación  que  da- 
ba el  pintor 
Basíien  -  Le- 
page  a  las  de 
Marie  Bash- 
kirtseff:  fsí  no 
eran  de  un  di- 
seño muy  pu- 
ro, había  una 
belleza  en  la 
manera  como 
se  posaban  en 
las  cosas». 

En  la  ac- 
ción social  fué 
la  gestora  ve- 
hemente y  ca- 
riñosa del  ali- 
vio para  todo 
dolor,  de  esa 
caridad    afa- 


nosa que  llevaen  labora  de  la  angus- 
tia, junto  con  el  pan  reclam.ado  en  el 
hogar  entristecido  del  que  sufre,  la 
ofrenda  de  consuelo  y  de  amor  que 
entreabre  la  esperanza  y  augura  el 
término  de  la  desventura  inmerecida. 
En  la  familia,  en  la  intimidad,  era 
la  Morocha  de  los  suyos  y  de  sus 
amigas  que  provocaba  sin  buscarlo  el 
afecto  intenso  o  la  simpatía  inmedia- 
ta, mantenida  en  todos  los  aspectos 
de  la  sociedad  y  del  hogar  con  los  fuer- 
tes relieves  y  las  ricas  calidades  mo- 
rales de  una  criatura  de  selección. 
Durante  su  enfermedad  implaca- 
ble, no  profirió  una  sola  queja,  una 
débil  protesta  que  la  hiciera  vacilar 
en  la  cristiana  resignación  con  que 
veía  su  fin  irremediable.  Esperó  su 
hora,  con  la  placidez  estoica  de  un 
alma  noble  y  grande,  y  a  los  3.S  años, 
edad  de  la  joven  señora,  tan  cruel 
para  morir,  cerró  su  vida  con  broche 
de  oro  puro,  hablando  a  los  suyos 
de  conformidad  y  de  am.or.  Tuvo  al 
morir  la  misma  serena  armenia  de  su 
vida  y  en  ese  m.muto  final  en  que  el 
alma  se  repliega  para  m.ostrarse  por 
vez  postrera,  con  la  transparencia 
prístina  de  un  cristal,  tuvo  ía  abne- 
gación suprema  de  ir  hacia  la  miuerte 
con  la  preocupación  de  no  hacer  do- 
lorosa  la  partida,  com.o  si  sonriera, 
como  si  fuera  a  volver  pronto  con  el 
alma  restituida  por  la  misericordia 
de  Dios. . , 

GOLDEN. 


—  I=>I_>^-^    X  'LT^IS  j=K— 


« LN « L.A, « M ONTA^Nv^  «  TUCUMv^N^X « 


El  pud>lo  de  Villa  Nougués  se  divisa  en 
dias  daros  oomo  una  mancha  de  nieve  en 
la  cumbre  de  la  primera  serranía  al  Oesie 
de  la  ciudad  histórica.  Es  un  nido  de  mon- 
tana como  existen  pocos  en  la  República, 
donde  las  dudadas  hallaron  espacio  ilimi- 
tado para  asentarse  en  valles  y  llanuras. 

Se  va  a  Villa  Nouguís  por  la  vía  que  llef^ 
a  San  Pablo.  Desde  esa  estadón  a.Tanca  un 
excelente  camino  para  camuies  y  automó- 
viles que  escala  la  cumbre  del  majestuosa 
cerro  en  inflnitas  y  audaces  espirales. 

Pronto  se  dejan  atrás  las  casitas  del  inge- 
nio, todas  iguales,  cada  una  con  sus  árboles 
frutales,  entre  los  que  se  destaca  el  chiri- 
inojro,  vigoroso  de  tronco  y  de  follaje  tupi- 
do y  fino.  El  break.  arrastrado  por  muías  y 
caballejos,  ruada  por  una  carretera  flan- 
queada por  hermosos  árboles,  que  asciende 
suavemente,  tan  suavemente  que  una  ex- 
damadón  de  sorpresa  brota  de  los  labios. 
cuando  de  pronto  se  ve  abajo,  extendida 
cual  portentoso  gobelino,  la  llanura  poblada 
y  embeUedda  por  el  trabajo.  Lejos,  muy  le- 
jos, una  mancha  blanca,  brilla  la  ciudad. 
oomo  un  remanso  plateado  por  el  sol.  En 
cuadrilongos  irrefubres  salpica  la  campiña 
el  verde  inverosímil  de  los  cañaverales,  un 
tinte  claro  y  brillante  completamente  carac- 
teristico  e  inconfundible,  entreverado  con  el 
follaje  casi  negro  a  la  distancia,  de  los  na- 
ranjales y  el  profundo  verdor  esmeralda  de 
algún  alfalfar.  Es  aquella  vega  un  inmenso 
jardín,  que  se  extiende  hasta  el  pie  mismo 
de  la  srerra  y  aun  sube  un  trecho  por  su 
flanco,  como  ola  arrojada  sobr:  la  costa. 

La  montaña  y  la  selva  se  apoderan  de 
ím  sentidos.  Tan  pronto  desde  un  recodo. 
cual  de  un  inmenso  mirador,  se  descubren 
vastos  trechos  de  la  llanura,  semejante  a 
dormidas  aguas  azules:  o  la  vista  se  hunde 
en  pr^npidos  cuyo  fondo  ocultan  masas  im- 
penetrables de  ve^etac'ón:  o  una  picada  es- 
trecha, el  «camino  viejo»,  se  abre  de  repente 
y  desaparece  con  la  rapidez  de  una  vibora 
que  huye:  o  una  serie  de  paredones  se  levan. 


POR^-  «   .-\D.\    í 


tan,  uno  encima  de  otro,  envueltos  en  espe- 
sos cortinados  de  bosque,  cerrándonos  el 
paso  at  parecer,  y.  al  parecer  también. 
abriéndose  y  cambiando  de  lugar  y  de  án- 
gulo, como  monstruosos  biombos.  Las  cur- 
vas del  camino  son  cada  vez  más  frecuentes 
y  cerradas;  defensas  de  postes  y  piedras  ase- 
guran sus  flancos  y  ribazos.  En  un  sitio  del 
bosque  yacen  árboles  derribados:  la  selva 
virgen  debe  ceder  el  lugar  a  la  caña  de  azú- 
car. Un  enorme  tronco  de  quebracho  está 
tendido  en  la  pendiente:  su  pie  toca  el  cami- 
no y  muestra  el  rojo  sombrío  de  la  médula. 
Parece  un  gigante  asesinado;  completa  la 
siniestra  ilusión  el  color  sangriento  de  las 
astillas  y  trozos  pequeños  de  madera  que 
cubren  el  suelo  en  derredor.  Entramos  en 
una  curva  y  el  melancólico  cuadro  queda 
atrás.  Un  árbol,  diez,  veinte  han  muerto. . . 


ELFLEIN* 


¿qué  mella  hacen  en  la  masa  incalculable  de 
los  que  sobreviven?  Mañana,  nuevo  verdor 
habrá  cubierto  el  sitio  donde  existieron. 

Entre  tanto,  un  cambio  indefinible  se  ha 
operado  en  la  selva.  Luz  y  sombra  se  han 
amalgamado  en  un  tinte  gris  uniforme.  Algo 
flota  de  pronto  entre  los  árboles:  parece  hu- 
mo blanco.  Son  las  nubes  que  van  espesán- 
dose alrededor  de  las  cumbres.  Pronto  nos 
han  envuelto  en  sus  cenicientos  velos  hú- 
medos y  fríos.  El  paisaje  adquiere  un  as- 
pecto fantástico.  Bandadas  de  aves  blancas 
revolotean  entre  las  ramas:  figuras  gigantes- 
cas surgen  lentamente  de  los  valles  hondos 
y  callados  y  se  disuelven  al  cogerlas  el  viento 
de  las  alturas;  espirales  plomizas  giran  como 
el  humo  de  grandes  fogatas  invisibles,  y  de 
árbol  a  árbol,  de  cerro  a  cerro,  se  tienden 
cintas  y  tules  tenues  y  graciosos  que  ondú- 


POR^BLATMZ 

I3e  pie  junto  a  la  obra  sin  terminar  daba 
Sara  los  últimos  toques  a  su  estatua.  Una 
cabeza  de  mujer.  Y  más  que  al  calor  de  sus 
manos,  se  fundía  la  pasta  al  calor  de  su  en- 
tusiasmo. Vibraban  en  su  cerebro  las  ideas, 
mientras  iban  sus  dedos  nerviosos  dando 
forma  a  su  inspiración  y  en  el  golpe  resuelto 
de  sus  manos  de  artista,  adquirían  los  deta- 
lles sorprendentes  exactitudes.  L'n  instante 
se  detuvo.  Personas  autorizadas  le  asegu- 
raban el  premio  del  año  en  el  Salón.  Con- 
templó la  obra  con  amor  de  madre  o  con 
pasión  de  artista  y  el  triunfo  le  paredó 
derto. 

En  el  pa.'oxismo  de  su  entusiasmo  se  sin- 
tió deslumbrada  por  el  inmenso  brillo  de  la 
gloría.  Vio  su  camino  fádl,  iluminado  por  la 
luz  formidable  de  su  idea  palpitante  en  aque- 
lla cabeza  de  mujer,  que  era  el  deslumbra- 
miento trágico  de  su  ideal  de  artista. 

Mas  se  obscuredó  de  pronto  su  semblante 
y  un  estremedmiento  de  dolor  sacudió  todo 
su  cuerpo  como  si  un  flagelo  invisible  casti- 
gara sus  carnes. 

¡El  predo  de  su  gloría! 

Aquella  estatua  en  cuya  obra,  la  sorpren- 
dió más  de  una  vez  la  noche,  había  costado 
a  su  hijo  toda  la  ternura  de  varios  meses,  al 
eapoao  su  amor.  Día  a  día.  noche  a  noche, 
dando  forma  a  su  idea  había  olvidado  sus 
deberes  de  madre;  devorada  por  la  fiebre 
de  su  inspiradón  y  de  su  entusiasmo  había 
olvidado  sus  deberes  de  esposa.  ;Ese  era  el 
predo  de  su  gloria! 

Y  en  la  mirada  ardiente  de  su  idea  hecha 
'-rmü  advirtió  un  detalle  de  infinita  tris- 
Y  al  fijar  más  y  más  su  atención  en 
•  i  hasta  entonces  inadvertida  expresión 
de  dolor,  se  pintó  en  su  semblante  amargo 
desaliento.  Tuvo  la  visión  entera  de  su  vida 
futura.  La  liebre  loca  de  la  gloria  arrastrán- 
dola en  pos  de  sus  laureles,  sobre  la  base  de 
aque'la  cabeza  palpitante.  El  delirio  de  su 
grandeza  de  artista  ligándola  por  siempre  al 
arte.  El  abandono  absoluto  de  su  hogar  ya 
un  tar.-  :  1-j.  El  amor,  la  educación 

de  su  :  3  manos  mercenarias. , , 

y  Sara  _ .,  laure'es  de  ¡a  gloria,  sin- 
tió que  la  quemaban  y  abrazándose  al  busto 
ya  casi  terminado,  fui  borrando  con  su  llanto 
la  expresión  de  su  gloría  y  en  el  paroxismo 
de  un  dolor  sobrehumano  al  destrozar  su 
obra,  desahogó  su  dolor  en  un  grito  solo  de 
pasión  y  de  angustia:  (Hijo  mío! 


LLUVIA... 

por.*margarita* 
abí:lla*caprill 


¡Oh,  la  suave  penumbra  de  la  hora 
En  la  que  sólo  es  luz,  el  pensamiento! 
Muy  lejos  de  la  vida  bullidora 
Muy  cerca  del  divino  sentimiento... 

Taciturna,  la  lluvia  sollozante. 
Llora  la  pena  de  caer,  la  pena 
De  cambiar,  por  la  Tierra  claudicante 
Eí  claro  azul  de  la  región  serena. 


Descendiendo  también  de  gran  altura 
En  esta  hora  de  silencio  y  calma. 
Otra  lluvia  de  paz.  toda  frescura 
Fertiliza  los  valles  de  mi  alma. 

Luego  esas  gotas,  cuando  el  Sol  alumbre 
Evaporadas  volarán  al  cielo; 
También  las  de  mi  alma,  hasta  la  cumbre 
Del  ideal  levantarán  su  vuelo, 


lan.  se  enredan,  se  rompen  y  vuelven  a  anu- 
darse como  las  figuras  de  una  danza  de 
duendes.  El  camino  emerge  de  lo  invisible 
para  volver  a  hundirse  en  lo  invisible.  Pa- 
redes movibles  semitransparentes,  como  si 
fuesen  de  vidrio  turbio,  se  elevan  de  pronto 
a  ambos  lados  del  camino  y  se  desvanecen 
con  la  misma  rapidez.  El  valle  desaparece, 
las  cumbres  también.  En  medio  del  silencio 
avanzamos  como  por  una  región  irreal.  El 
cochero  explica  el  suceso,  grave  y  sencilla- 
mente: la  montaña  nos  ha  desconocido  y  se 
ha  enojado.  El  frío  arrecia:  un  viento  vivo 
se  deja  sentir.  La  niebla  parece  ilenarie  de 
una  claridad  argentina.  El  bosque  ralea.  De 
repente  se  levantan  en  la  bruma  las  pri- 
meras casas  de  Villa  Nougués. 

Del  ponderado  panorama  que  desde  la 
cumbre  debemos  divisar,  nada  absolutamen- 
te se  distingue.  Solo  se  ve  una  masa  algo- 
donosa y  blanquizca  que  ondula,  se  infla  y 
se  hunde  y  que  absorbe  luz.  espacio  y  ruidos. 
Los  bosques  se  han  animado  con  extraña 
vida:  arropados  con  largas  vestiduras  blan- 
cas, los  árboles  parecen  caminar,  los  macizos 
se  aproximan  y  retroceden,  suben  y  descien- 
den y  desaparecen  conforme  la  niebla  se 
disuelve  o  se  tupe.  Ni  la  perspectiva  más 
hermosa  dejaría  quizá  impresión  tan  pro- 
funda como  esa  contradanza  silenciosa  de 
fantasmas  en  un  mundo  blanco  y  mate, 
donde  se  apagan  colores  y  sonidos,  se  borran 
los  contornos,  donde  todo  fluctúa,  se  agigan- 
ta y  se  desvanece  como  sombras.  Allí  en  el 
subtrópico,  en  medio  de  la  selva  húmeda  y 
exuberante,  acude  a  mi  mente  una  leyenda 
popular  de  las  islas  alemanas  del  Mar  del 
Norte.  Cada  isla  tiene  su  espíritu  familiar, 
su  alma,  diríamos,  que  afecta  su  misma  for- 
ma y  flota  sobre  ella  como  una  nube.  Tam- 
bién aquí  cada  objeto  parece  tener  su  alma, 
que  vaga  suelta,  busca  a  sus  compañeras  y 
acaba  por  encerrarnos  en  sus  giros  y  círculos, 
hasta  que  olvidamos  que  existe  un  mundo 
sólido  y  real  fuera  de  las  brumas  de  Villa 
Nougués. 


Cuando  otro  Sol  de  dulces  resplandores 
Las  envuelva  en  sus  mágicos  fulgores. . . 


BÍLLVEJ-^*  POR. 
DELFINA^  BUNGEL 
DL?GALVELZ«» 

EL  TEATRO 
<'¡0h.  el  gran  artista!  dicen  muchas  voces. 
¡Es  admirable,  es  terrible,  es  estupendo! 
Todo  el  teatro  llora.  ¡Im'ta  tan  perfecta- 
mente la  muerte,  los  envenenados  con  estric- 
nina! Salta,  hace  horribles  contorsiones,  y 
cae  por  fin  <'Como  un  tirabuzón».  ¡Y  cómo 
muestra  los  primeros  síntoma"?  de  la  locura. 
V  de  las  enfermedades  más  espantosas!  ¡Es 
admirable!...  ¡Esde  no  perder  una  sola  noche!» 
Y  habló  una  voz  inesperada:  "¡Qué  des- 
ap,radable!  ¡Y  qué  profanación  de  la  muerte, 
y  qué  burla  cruel  de  la  desgracia  humana! 
Preferiría  ir  a  los  manicomios,  a  los  hospi- 
tales a  ver  agonizar  y  morir  de  veras.  Sería 
mucho  más  interesante...» 

"¡Qué  sentimientos!  ¡Qué  atrocidad!»  re- 
pusieron indignadas  las  primeras  voces,  cre- 
yendo oir  en  la  que  así  había  hablado,  a 
un  ser  inhumano  que  pidiera  el  espectáculo 
de  los  dolores  reales,  quizá  como  los  paganos 
pedían  el  de  las  fieras  en  el  circo...  Pero 
ella  volvió  a  decir: 

'■■Lloráis  en  el  teatro,  es  cierto.  Pero  ¿para 
qué  se  estudiaron  esas  terribles  convulsio- 
nes? Para  divertiros. . .  y  esto  es  lo  inhu- 
mano. Vais  al  teatro  por  vuestro  gusto,  os 
deleitáis  en  esos  espectáculos  horribles.  Ya 
que  tales  escenas  nos  interesan  ¿por  qué  no 
ir  a  ios  manicomios  y  a  los  hospitales  adonde 
aprenderemos — -de  paso— no  a  admirar  al 
artista,   pero  sí  a  tener  piedad'^». 

El  teatro  nos  acostumbra,  lo  mismo  que 
las  novelas,  a  vivir  en  medio  de  una  humani- 
dad imaginaria.  Y  mientras  mejor  sea  el 
artista  y  más  reales  sean  los  dramas  o  no- 
velas, más  poderosa  será  nuestra  ilusión.  De 
modo  que  podemos  decir  en  tal  sentido,  que 
son  más  nocivas  y  nos  llenan  más  de  ilusión 
y  fantasía  las  obras  literarias  muy  realistas, 
que  las  del  todo  fantásticas.  Porque  estas 
últimas,  bien  sabemos  que  son  fantasías, 
mientras  que  con  las  otras  creemos  vivir 
en  la  realidad. . . 

Y  cuando  nos  hemos  compadecido  de 
aquellos  héroes  ficticios,  cuando  hemos  llo- 
rado por  ellos,  nos  sentimos  aliviados  como  si 
hubiéramos  llenado  nuestros  deberes  de  hu- 
manidad. En  ellos,  y  en  sus  emociones  iluso- 
rias ha  encontrado  desahogo  nuestra  sensi- 
bilidad, nuestra  necesidad  de  emociones. . . 

Y  es  así  como  pagamos  a  fantasmas  que 
no  existen,  el  tributo  de  piedad  que  debemos 
a  una  humanidad  real,  que  sufre  y  llora. 


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Pije 


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L  la  mira  y  suspira, 
si  suspirar  se  llama  a  que  resuelle 
con  la  elegancia  y  el  vigor  de  un  fuelle, 
y  ella  hace  que  no  mira,  aun  cuando  mira. 

En  singular  mutismo, 
saben  los  dos  que  piensan  en  lo  mismo. 

Es  un  diálogo  largo 
que  en  un  hondo  silencio  se  dilata; 
no  hablan,  pero  conversan,  sin  embargo. 

El.  —  (¡Qué  linda  y  qué  ingrata!) 
Ella.  —  (¡Pobre  señor!  ¿Por  qué  se  mete 
a  hacer  ingenuamente  de  tenorio?) 

El.  —  (No  soy  un  pebete, 
mas  no  soy  todavía  un  vejestorio.) 

Ella.  —  (¡Bah!  No  le  quiero, 
pues,  desde  que  le  vi,  me  ha  parecido 
un  soltero  con  cara  de  marido, 
aunque  para  marido  es  muy  soltero., 

El.  —  (La  adoro,  alma  mía, 
y  si  fuera  un  bombón  ¡me  la  comía!) 
Ella.  —  (Sopla  da  un  modo  lastimoso. 
Presumo  que  ese  tipo  es  muy  goloso.) 
El.  —  (Si  yo  me  atreviese,  le  diría...) 

Ella. -~  (¡Por  Dios!  ¡Qué  susto! 

Me  mira  el  desdichado 
con  ojos  de  carnero  congelado.) 

El.  —  (¿Sonríe?  ¡Qué  gusto! 
...  ¡Caramba!  Siento  así  como  un  mareo... 

¿Quién  contempla  tranquilo 

a  una  Venus  de  Milo 
con  brazos  y  paraguas?  Vaya,  creo 
que  la  voy  a  llevar  a  mi  museo.) 

Ella.  —  (Veo  que  trata 
de  acercarse  y  decirme  una  zoncera.) 
El.  —  (¿Pero,  en  realidad,  será  soltera?) 
Ella.  —  (¿Pero  realme.ite  tendrá  plata?) 
El.  —  (Será  caprichosa  y  exigente.) 
Ella.  —  (Debe  toser  horriblemente.) 
El.  —  (Temo    que   iba   a  hacer   un    desatino.) 
Ella.  —  (¡Si   fuera  un   poco   más   muchacho!) 
El,  lloroso.  —  (¡El  eterno  femenino!) 
Ella,  alepre.  —  (¡El  eterno  mamarracho!) 


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GOUACHE    DE    CENTURIÓN. 


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depende,  principalmente,  de  la 
salud  que  en  el  hogar  se  disfrute. 

De  padres  nerviosos,  neurasténicos,  debilitados  o  constantemente  enfermos,  no  pueden 
salir  hijos  sanos,  alegres,  robustos  y  juguetones.  Especialmente  cuando  es  la  madre 
quien   sufre,   un   velo   de   tristeza    y    de   melancolía   obscurece    la   infancia    de    los   niños. 

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DISPUTARON    A    OTROS    «TEAMS»    EUROPEOS    LOS    PREMIOS    DEL    CONCURSO.    iSI    MAHOMA    LEVANTARA    LA    CABEZa! 


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de  la  Duquesa   de   Marlhorough 


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EL  delicado  gusto,  exquisitamente  refinado  de  la  ilustre  Duquesa  de  Marlborough,  encon- 
tró en  los  cubiertos  de  PLATA  COMMUNITY,    el    sello   de  elegancia  sobr'á  y    de 
singular  belleza  que  sus  suaves  y  delicadas  manos  imponen,  el  mejor  complemento  de 
distinción  para  su  mesa,  ya  que  por  su  alta  calidad    ajustaban  en   aquel   cuadro  de  lujo. 

Es  por  todas  estas  razones  que  las  damas  argentinas   de  nuestra    mejor    sociedad,  osten- 
tan con  verdadero  orgullo,    en    sus  elegantes   mesas    los    Cubierios  de  Plata  Cummunity, 
ya  consagrados  en  el  mundo  entero  como  insuperables. 

De  ve'mta   en  las  principales  casas  de  la  Argentina  y  del  Uruguay. 


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ES     ALGO     MAS      FUERTE!... 

Es  algo  más  fuerte  que  yo  misma,  que  me  impide  aceptar  y  corresponder  a  su  amor. 

No  diré  a  Vd.  que  me  disguste  su  carácter  o  su  modo  de  ser;  es  esa  calua  tan  horrible  que  me  desconcierta. 


No  descuide  su  físico.  La  calvicie  es  antiestética  y  envejece  prematuramente  un  rostro  joven. 
Todo  el   mundo,  a  cualquier  edad,  puede  ostentar   una   hermosa  cabellera,    usando  el  remedio  reco- 
mendado por  centenares  de  eminentes  personajes  del  mundo  entero  como  INSUPERABLE 

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Sí'iior  docior  Rafael  Benguria  B. — Avenida  de  Mayo,  665 

Distinguido  señor:  Desde  la  vez  que  me  he  puesto  en 
tratamiento,  que  data  de  ¡a  lectura  de  su  reportaje  res- 
pecto a  las  curaciones  con  su  Especifico,  he  notado,  y 
las  personas  que  me  conocen  ven  el  aumento  progresivo  y 
constante  de  nuevo  cabello,  habiendo  sido  mi  calvicie  de 
QUINCE  años  atrás. 

Deseando  recuperar  lo  antes  posible  el  cabello  que  hube 
perdido,  seguiré  insistiendo  en  el  tratamiento.  —  Deseando 
tenga  muchos  triunfos  como  el  mío,  saluda  a  usted  aten- 
tamente. ^  Firmado:    Doctor  DOMINGO  GBLARDI. 


W^VtfSrtJW^^WV^WiñAV\rtAftA^WdVVVSinArtrtr^^l^Vi^AVWrtd"^S«VVVVUVUV.V\JV^U''^W^^^^MAA^^ 


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UN      MONUMENTO      DE      LA      INDUSTRIA      COLONIAL 


La  carga  arrolladura  de  los 
siglos  y  de  las  guerras  suele  res- 
petar palacios  y  monumentos 
poderosos  que  el  hombre  edificó 
para  perpetuar  su  memoria  y  la 
memoria  de  sus  creencias  o  de 
sus  gustos.  Un  tanto  por  ciento 
exiguo  de  supervivientes  queda 
en  pie.  herido  ante  las  nuevas 
construcciones  con  que  la  raza 
humana  va  rellenando  los  huecos 
causados  en  las  filas. 

Pero  las  cosas  arquitectónicas 
como  les  seres  humanos,  son 
iguales  ante  la  muerte.  Por  esc. 
junto  a  las  ruinas  de  los  palacics 
vense  humildes  edificios  que  les 
años  respetaron.  La  muerte  no 
elige,  mata  sin  mirar,  como  en 
una  lotería  negativa. 

Esto  ha  sucedido  con  el  mo- 
lino harinero  de  Puente  Pérez. 
Jujuy.  uno  de  los  monumentos 
de  la  industria  nacional  que  más 
larga  foja  de  servicios  puede  pre- 
sentar entre  todos  les  monu- 
mentos similares.  Solamente  al- 
gunos molinos  de  caña  tucuma- 
nos  podrían  disputarle  antigü?- 
dad  y  méritos  a  este  humilde 
mDÜno  de  Jujuy. 

Su  historia  se  pierde  en  la  den  - 
sa  noche  de  los  tiempos  colonia- 
les, es. decir,  que  no  tiene  historia 
conocida,  y  por  tal  motivo,  el 
molino  de  Puente  Pérez  es  feliz. 
Fué  edificado  por  un  audaz 
industrial  de  hace  muchos  años, 
por  un  hombre  ansioso  de  plata 
honestamente  ganada.  Aquel 
hombre  adoraba  la  vida  tranqui- 
la y  tenía  un  instinto  poético 
notable.  Ser  molinero,  he  aquí 
una  profesión  encantadora  y 
tranquila.  Tener  un  hogar  que 
sirve  de  puente  a  una  acequia 
cantarína,  adornado  de  flores. 
arrullado  por  el  son  de  las  aguas 


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y  de  bts  ruadas:  tenar  dos  plfedns 
entre  cayes  superfidas  el  |ran~ 
se  pohrcnza:  ayudar  al  prí  - 
a  que  coma  el  pan  de  aá^  ■ 
(aaado  oon  el  sudor  de  ca<ú  cii< 
estos  aoB  los  goces  de  la  tran 
quila  iBoiinaria. 

El  aaoHnero  es  el  único  ser  del 
mundo  que  esclaviza  y  mete  en 
el  Sfua  la  rueda  de  la  fortun» 
Por  tal  motivo,  resulta  el  úmc 
bipedo  implume  que  anda  mis 
cerca  de  la  felicidad. 

^acuntadle  al  molinero  de  £< 
Mmtnm  it  trts  picos  a  quien  os 
pmentó  Fwlro  Antonio  de  Alar- 
cón.  Veréis  cómo  soiamenie  Ls 
moUneroe  saben  sortear  cir::  s 
peligros  y  aventuras  que  a  oucs 
hombres  hacen  desgraciados. 

Allí,  en  aquel  molino,  varias 
generaciones  de  hombres  empol 
vados  y  alegres  pasaron  su  vida 
cantando  y  molienda;  allí,  sin 
duda,  a  oompis  de  la  piedra  gira 
dora  han  nacido  algunas  de  las 
canciones  populares  de  tierra 
adentro,  esas  canciones  que  a  los 
habitantes  de  la  ciudad  nos  lle- 
nan de  -envidiosa  nostalgia  y  de 
sentimentales  emociones. 

Amigos  y  enemigos,  todos  los 
estómagos  de  diez  o  veinte  le- 
guas en  derredor  encontraron 
allí  la  materia  prima  para  ama- 
sar el  pan.  Por  una  corta  suma 
de  dinero,  o  por  una  cantidad 
justa  de  trigo,  el  molinero  hacia 
caminar  su  artefacto.  Y  picaba 
sus  piedras,  como  lo  hace  ahora 
su  último  sucesor,  cuando  la 
superficie  perdia  las  rugosidades: 
y  cuando  el  maderamen  de  las 
ruedas  oedia  al  empuje  fuerte  de 
la  corriente,  martillo  y  sierra  en 
mano  reparaba  la  averia.  Porque 
un  molinero  es  picapedrero,  car- 
pintero, herrero,  etc..  durante 
las  horas  de  labor,  y  pescador. 
)ardinero.  etc.,  en  los  ratos  de 
ocio.  Un  molinero  es  un  hombre 
enciclopédico  y  alegre.  ^ 


RESTO    DE    LA    INDUSTRIA    COLONIAL.    EL    MOLINO    DE    PUENTE    PÉREZ,    TODAVÍA  ELABORA  HARINA  Y  OFRECE    AL   TURISTA  UN   ESPECTÁCULO  QUE 
JAMÁS    VERÁ    EN    LAS    GRANDES   CIUDADES    LLENAS    DE     FÁBRICAS     Y     TALLERES    COMPLICADOS. 


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MUEBLES     Y 
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ANTIGÜEDADES  Y 
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SIGLOS  XVII  Y  XVIII 


658,   SUIPACHA 


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ESCULTURAS    ADKIRABLES,    PRODUCTOS    EXQUISITOS    DEL    INGENIO    HUMANO,    SE    AMONTONAN    ENTRE    LOS    SACROS     MUROS     DE    LA     CAPITAL    DEL     ORBE    CATÓLICO. 


LA      BELLEZA 

REVELACIÓN   DE   MEDIOS   CASEROS   PARA   ASEGURARLA 

Por  CHARLOTTE  ROUVIER 


Los  barrillos  y  puntos  negros  en  el  rostro  fue- 
ron para  mi.  durante  algunos  años,  motivo  de  tan 
tristes  días,  que  muchas  veces  me  vi  imposibili- 
tada de  presentarme  en  sociedad  por  la  persis- 
tencia con  que  tan  repugnante  molestia  atacaba 
mi  rostro.  Pero  luego  encontré  el  stymol  y  fué 
tan  rápido  y  lisonjero  el  resultado  obtenido,  que 
la  felicidad  de  este  acontecimiento  hízome  olvi- 
dar muy  pronto  los  sufrimientos  pasados.  Trá- 
tase de  un  procedimiento  tan  sencillo  como  agra- 
dable: tan  sólo  son  necesarias  algunas  tabletas  de 
stymol.  que  obtendrá  en  la  farmacia  y  conservará 
bien  tapadas  en  un  lugar  seco.  Eche  una  tableta 
en  un  vaso  con  agua  caliente  y  cuando  haya  cesa- 
do la  efervescencia  que  se  produce,  lave  abundan- 
temente su  rostro  con  el  liquido,  secándose  por 
último  con  una  toalla  blanda.  El  resultado  !e  sor- 
prenderá: todos  los  barrillos  habrán  quedado  en 
la  toalla  y  habrá  desaparecido  la  grasitud  para 
ofrecerse  a  su  vista  una  cara  aterciopelada,  fresca 
y  encantadora.  A  fin  de  que  el  resultado  sea  defi- 
nitivo, repita  la  operación  algunos  días  después. 


Como  quitarse  de  un  modo  f  ermanente,  no  sólo 
temporalmente,  el  vello  que  desfigura  la  belleza, 
es  cosa  que  muchas  damas  desean  conocer;  es  una 
lástima  que  no  esté  extendido  más  generalmente 
el  conocimiento  de  que  basta  para  el  caso  el  uso 
de  porlac  puro  pulverizado,  de  venta  en  todas  las 
(armadas.  Debe  aplicarse  directamente  al  pelo 
que  se  quiera  hacer  desaparecer.  Este  tratamiento 


se  recomienda  porque  no  sólo  borra  instantánea- 
mente el  vello  sin  dejar  la  menor  señal,  sino  tam- 
bién porque  mata  por  completo  las  raíces. 


Pocas  personas  saben  que  las  canas  no  son  un 
distintivo  necesario  de  la  edad  y  que  pueden  ser 
evitadas  sin  recurrir  a  los  tintes  para  el  cabello. 
Un  remedio  muy  antiguo,  casero,  devuelve  a  las 
canas  el  color  natura!  del  pelo,  a!  cabo  de  pocos 
dias. 

Solamente  es  preciso  ir  a  lo  del  boticario,  com- 
prarle dos  onzas  de  tammalite  concentrada  y 
mezclarlas  con  tres  onzas  de  bay  rhum  o  espíritu 
de  laurel.  Apliqúese  al  cabello  esta  sencilla  loción 
por  medio  de  una  esponjita  durante  algunas 
noches,  y  nos  daremos  el  placer  de  ver  que  las 
canas  van  desapareciendo  paulatinamente.  Esta 
receta  es  completamente  inofensiva,  no  es  gra- 
sicnta ni  pegajosa,  y  ha  sido  el  éxito  más  ,satis- 
íactorío  de  cuantos  han  conocido  el  secreto  du- 
rante muchas  generaciones. 


Creo  que  muchas  damas  podrían  conservaí  su 
cutis  juvenil,  treinta  años  más  de  lo  que  gene- 
ralmente lo  hacen;  la  dificultad  estriba  en  que 
no  saben  cómo.  ¿Ha  oído  usted  hablar  del  siste- 
ma de  absorción?  Es  muy  sencillo  y  se  basa  en  la 
eliminación  paulatina  de  la  piel  exterior  marchita 
y  descolorida,  a  objeto  de  revelar  el  cutis  joven 
y  hermoso  que  se  encuentra  inmediatamente  de- 


bajo de  aquélla.  Para  ello  basta  aplicarse,  durante 
algunas  noches,  una  capa  de  cera  mercoHzada 
pura  que  se  extiende  por  el  rostro  sin  hacer  ma- 
saje. Esta  substancia  tan  simple  puede  obte- 
nerse en  casi  todas  las  farmacias  y  sirve  para 
extirpar  de  una  manera  gradual  y  en  forma  de 
pequeñas  partículas,  la  piel  exterior  fea  y  man- 
chada. No  afecta  en  lo  más  mínimo  los  tejidos 
sanos  y  en  pocos  días  se  nota  el  notable  cambio 
con  la  satisfacción  consiguiente,  sin  comparación 
cuando  se  trata  de  un  acontecimiento  de  esta  ín 
dolé  en  el  proceso  de  la  hermosura  femenina  en 
tantos  casos  prematuramente  tronchada  por  los 
tratamientos  equivocados. 


He  tenido  una  verdadera  sorpresa  sabiendo  que 
esta  señorita  con  el  cabello  tan  bellamente  ater- 
ciopelado no  se  lo  lava  nunca  con  jabón  o  con 
polvos  de  shampoo  artificial.  Se  hace  ella  misma 
su  propio  shampoo  disolviendo  una  cucharadita 
de  las  de  café  llena  de  granulados  stallax  en  una 
taza  de  agua  caliente.  ('Yo  le  encargo  el  stallax 
a  mi  boticario  —  dice  esta  señorita  —  y  él  lo 
recibe  en  paquetes  que  vienen  sellados,  y  sola- 
mente se  venden  así,  conteniendo  cada  paquete 
cantidad  suficiente  como  para  hacerme  de  veinti- 
cinco a  treinta  lavados  de  cabeza.  Es  de  tan  rico 
olor  el  stallax,  que  muchas  veces  lo  comería  como 
si  fuera  una  golosina'',  <'Ciertamente,  y  aun  con 
esta  extraña  idea,  el  pelo  de  esta  señorita  se  con- 
serva tan  hermoso  que  desde  este  momento  voy 
a  probar  en  mí  misma  el  efecto  del  plan». 


UAeJoulñ 

Galh¿Chcu;^d 


Exclusividad  de 
Gath  &' Chaves  Ltd. 


yí)U€flO¡f§4vLeJ 


-13I_>-':S    "VXIJT^I^^X— 


"¿Cómo  es  que  pone  Ud.  objetos  calientes  sobre  ¡a  mesa? 
¿  No  teme  UJ.  arruinarla  ? 

*'No,  esta  mesa  está  pulida  con  Cera  Preparada  de  Johnson. 
Dá  tanta  protección  al  barniz  que  el  calor  no  lo  perjudica. " 


protege  y  conserva  el  barniz, 
haciendo  mayor  su  duración  y 
belleza.  Limpia  y  pule  en  una 
operación.  Cubre  las  man- 
chas y  rayas.  Evita  que  el 
barniz  se  parta. 

La  Cera  Preparada  de  Johnson 
puede  usarse  sobre  el  acabado  más 
fino  sin  peligro  alguno.  La  superficie 
como  cristal  que  produce,  protege  el 
barniz  y  le  dá  el  brillo  de  un  espejo. 
No  contiene  aceite  y  no  se  pone  pega- 
josa con  el  tiempo  caluroso.  No  retiene 
las  manchas  de  los  dedos  y  no  puede 
recoger  el  polvo.    Puede  usarse  sobre 

Muebles,    Automóviles,    Obra    de    madera, 
Pianos,    Linóleo,    Objetos    de   cuero 

Quedará  Ud.  sorprendido  de  los  resultados  ma- 
ravillosos   de    una    sola    aplicación    de    esta    Cera. 

El  lugar  donde  haga  Ud.  sus  compras  puede 
proporcionarle  los  productos  Johnson  —  si  no  los 
tuvieren,    pueden   obtenerlos   de    los  distribuidores: 


Afintn  coitraki  para  iui  Améiica: 

THE       YANKEE 
8PECIALTIES    AGENCY 

RtnfaTta,  11S5  Bueíoi  Alrn 

ES     VENTA; 

BATH   §L  CHAVE* 

CAttELS   I.  Cía-,  Malpú,  271 

MMTRE   é.  BLAT6E,  Santa  Fe,  1072 

RECHT  *  LEHMANN,  Malpú,  72 

ALFREDO  CACHEI,  Canfallo,  8S3 


LA  TORRE  DEL  RELOJ  EN  VENECIA 


Mauro  Coducci,  llamado  el  Moro  Lombardo  por  sus  camaradas  y 
por  el  vulgo,  construyó  en  1496  la  torre  donde  debía  colocarse  un 
reloj  monumental,  falo  cum  gran  imegno,  según  dice  Sañudo.  Efecti- 
vamente, tanto  la  torre  como  el  reloj  vienen  a  constituir  dos  hermosas 
muestras  del  gran  ingenio  italiano  que  la  magnificencia  veneciana 
supo  atesorar  en  la  divina  ciudad  de  los  canales. 

Sobre  un  arco  sencillo  de  regular  altura,  bajo  el  cual  discurren  los 
transeúntes,  hay  una  enorme  esfera  donde  forman  círculo  las  veinti- 
cuatro horas  del  día  solar,  divididas  en  dos  series  de  a  doce,  parti- 
cularidad exclusiva  de  este  instrumento  de  medir  el  tiempo.  De  dar 
las  campanadas  están  encargadas  dos  figuras  que  al  pie  de  la  campana 
empuñan  sendos  martillos. 

El  león  de  San  Marcos,  rey  del  mar  latino  durante  largo  tiem- 
po, merced  a  la  bravura  de  Venecia,  vigila  la  danza  de  las 
horas.  Es  uno  de  los  monumentos  más  característicos  de  la  ciu- 
dad de  los  dux. 

Coducci  construyó  también  la  iglesia  de  San  Miguel,  en  Isola,  cerca 
de  Murano,  y  comenzó  el  palacio  de  Loredán.  Se  le  atribuye  también 
el  campanil  aislado  de  San  Pietro  di  Castalio  y  las  iglesias  de  Santa 
María  Formosa  y  San  Giovanni  Grisostomo.  Fué  uno  de  los  mejores 
artistas  de  su  época. 


PLVc/' 

AÑO     IV. 
NÚM.     41, 


DE  LA  COLtCClON    DL 


VLTJIA 

SEPTIEMBRE 
DE    1919. 


ON  LORINZO  PLLLLRANO 


s  >v'j_m3>x— 


La  musa  de  los  huerta- 
nos y  pastores,  de  los  cha- 
lanes y  juglares  de  oficio, 
tiene  para  mi  un  encanto 
único.  Pocas  cosas  tan  su- 
marias, y  sin  embargo  na- 
da tan  sincero  como  esos 
romances  de  !a  montaña  y 
de  la  selva,  cantados  al  rit- 
mo de  vihuela  y  tamboril. 
Brota  la  canción  y  el  verso 
de  la  propia  naturaleza  y 
del  alma  del  poeta  instinti- 
vo. Tales  las  fuentes  de  es- 
ta poesia,  que  será  elemen- 
ta] e  ingenua — todo  lo  que 
se  quiera — pero  que  es  ob- 
jetiva y  subjetivs,  hecha 
en  substancia  visible  y  mo- 
dulación íntima,  condición 
esencial  de  todo  arte  ver- 
dadero. 

En  mis  andanzas  por  el 
interior  del  país  me  he  aso- 
mado al  espíritu  de  esos  ar- 
tistas primitivos,  y  he  visto  que  reflejan  el  medio 
ambiente  y  las  pasiones  centrales  de  la  raza.  Son 
almas  sin  reservas  mentales  ni  emotivas.  Desco- 
nocen los  eufemismos  de  la  ciudad  y  la  mode- 
lación de  academia;  aman  con  fervor  o  embisten 
con  fiereza:  y  cuando  sufren  lloran,  como  los 
peñones,  abundante  manantial  venido  de  muy 
hondo  y  muy  lejos. 

De  la  substancia  moral  de  estos  poetas  anó- 
nimos, hijos  legítimos  de  la  naturaleza  y  de  la 
casta,  debió  ser  el  juglar  que  compuso  el  Myo 
Cid,  la  Canción  de  Rolando  y  tantas  gestas,  don- 
de la  fisonomía  territorial  y  el  contenido  psico- 
lógico de  los  pueblos  aparece  con  rasgos  precisos. 

Más  de  una  vez,  al  oírlos  cantar  en  las  noches 
del  trópico  o  en  los  amaneceres  del  valle,  me  he 
preguntado:  ¿cuándo  se  escribirá  entre  nosotros 
el  poema  donde  el  tipo  americano  tenga  por  es- 
cenario la  montaña,  el  llano  y  la  salva?  Su  au- 
tor deberá  ser,  no  un  trovador  i.Tculto,  pero  sí  un 
poeta  de  verbo  épico  y  lírico  que  comprenda  y 
sienta  nuestra  alma  y  la  traduzca  en  ritmos  per- 
durables. 

Para  decirlo  de  otra  manera:  deberá  ser  un  aeda 
de  vasta  y  honda  cultura  y  tamaño  corazón  de 
juglar. 

Nunca  soñé  tanto  con  ese  poe- 
ma, como  una  tarde  en  el  camino 
que  va  de  Campanas  a  Opacaba- 
na.  Marchábamos  con  uno  de  esos 


tipos  que  Sarmiento  dibujó  en  el  Facundo.  Ba- 
quiano de  instinto  y  profesión,  tenia  por  añadi- 
dura vocación  poética.  íbamos  callados.  La  so- 
ledad, la  majestad  de  los  montes  y  el  aroma  de 
Evangelio  que  se  alza  de  los  retamos  y  cedrones, 
nos  penetró  el  alma  de  dulce  angustia.  Entonces 
el  compañero,  temeroso  quizá  de  la  grandeza  de 
labora,  púsose  a  cantar  un  peregrino  romance,  que 
llenó  de  armonías  el  valle. 

Anoté  en  mi  memoria  esta  redondilla: 

«En  el  campo  hay  una  hierba, 

Y  en  la  hierba,  hay  una  flor; 
En  la  flor  hay  un  diamante, 

Y  3n   Pastora  está  mi  amor.» 

—  ¿Quién  es  el  autor  de  la  copla?,  pregunté 
a  mi  escudero,  no  bien  terminó  el  canto. 

—  Es  una  «cifra*  de  mi  invención;  se  la  hice  para 
Pastora,  mi  mujer,  ms  respondió. 

Después,  repitiendo  en  silencio  la  trova,  como 
quien  apura  sorbo  a  sorbo  uno  de  esos  vinos  da  la 
montaña,  vi  que  la  «cifra»  encerraba  una  compara- 


C      L      e>^     A    'fó 


ILUc/'TB.ACIÓn 


oión  admirable,  tan  natu- 
ral cuanto  sincera,  y  por 
ello  mismo  artística.  Era 
ciertamente  uno  de  esos 
rasgos  de'  ingenio  popular, 
donde  la  intuición  y  la 
visión  se  ajustan  armonio- 
samente y  forman  un  acor- 
de hermoso. 

He  aquí  desarrollada  la 
metáfora: 

«Como  en  el  campo  hay 
una  hierba,  y  en  la  hierba, 
una  flor;  y  en  la  flor  una 
gota  de  rocío,  asi  el  poeta 
tiene  guardado  su  amor  en 
el  corazón  de  Pastora.» 

Como  veis,  en  lo  más  ín- 
timo de  la  amada,  en  la 
flor  misma  de  su  corazón, 
el  trovador  errante  —  nos 
dice  -  -  guardó  su  querer 
y  su  destino,  para  que  na- 
die se  lo   arrebate. 

¿Que  ese  amor  es  puro 
e  inocente  como  el  «diamante»  de  la  copla?,  no 
cabe  duda.  Pero  la  gota  de  rocío  es  simple  y  pe- 
queñita.  ¿Es  también  así  el  amor  d?l  poeta?  Vea- 
mos. Sabemos  que  en  una  gota  de  rocío  se  reflejan 
los  mundos;  entonces  la  simpleza  y  la  pequenez 
desaparecen,  y  el  «diamante-  es  tan  grande  como 
el  universo;  mas  ahora  la  comparación  asume  su 
grado  máximo  de  naturalidad  y  limpieza,  ya  que 
el  amor  sin  reservas  ni  doctrinas  de  aquellos 
hombres  tiene  en  su  diminuta  apariencia  no  sé 
qué  fuerza  y  grandeza  cósmicas. 

Para  estar  más  seguro  de  mí  razonamiento, 
espacié  la  mirada  sobre  el  campo;  y  al  lado 
mismo  del  camino  advertí  una  planta  de  mar- 
garita; y  en  la  planta  una  flor  roja;  y  en  la  corola 
la  primera  lágrima  del  crepúsculo.  Focas  veces 
como  entonces  me  pareció  tan  segura  la  semejanza 
de  aquella  flor  sencilla  y  rústica  con  el  corazón 
de  esas  hijas  del  valle,  nacidas  para  vivir  y  morir 
por  un  solo  hombre,  llevándose  consigo  el  amor 
de  los  gañanes,  puro  y  pequeñín  como  la  gota 
de  rocío,  y  por  ello  mismo  grande,  sin  medida, 
puesto  que  ahí  se  espejea  el  infinito. 

Otra  vez  sonó  la  canción  en  la  tarde  profunda, 
y  los  ecos  repitieron: 


A    Rc)   R9  I   Zí.  O 


f   E   L    A.    E 


«En  el  campo  hay  una  hierba. 

Y  en  la  hierba,  hay  una  flor; 
En  la  flor  hay  un  diamante, 

Y  en  Pastora  está  mi  amor». 


^í:2>=v— 


A  historia  y  el  dato  biográfico  huelgan.  Seria  ofen- 
der el  genio  de  Adelina  Patti  enumerar  meticulo- 
samente su  vida  desde  que  nació  hasta  el  día  de 
su  muerte.  Los  detalles  matarían  la  armonía  del 
conjunto,  empalidecerían  la  impresión  íntima,  el 
movimiento  de  sugestión  amable,  el  impulso  del 
ánimo  pensante,   que  tiende  a  reflejar  un  solo 


minuto,  una  sola  larva  de  entusiasmo  grande,  que  se  ha  quedado  como  foto- 
grafiada en  el  fondo  del  alma,  estampada  nítidamente  en  el  corazón  y  en  el 
cerebro,  en  esa  forma  indeleble  que  hiere  lo  perpetuo,  lo  inconfundible,  lo 
incomparable,  lo  insubstituible,  por  la  fuerza  ascencional  que  adquiere  todo 
lo  que  es  sublime,  inmaterial  y  celeste. 

Adelina  Patti  ya  no  es  de  este  mundo.  Pertenece  a  esa  historia    que  se 

escribe  a  grandes  trazos,  que  se  dice  en  una  sola  palabra,  en  una  sola  línea 


— I3H_:;V'':S 


^.        como  una  voz  de  apocalipsis,  o  como  una  sentencia 
x^Q        cristiana.  Toda  la  mujer  ha  desaparecido:  queda 
-^fl^         lo  incorpóreo,  lo  intangible,  lo  espiritual,  lo 
^^^k  que  no  ven  los  ojos   ni   alcanzan  las  ma- 

^^K^         nos:  queda  sólo  el  eco  de   la  voz.   que 
^^^^^^    viene    desde  lejos,  de  mucha  distan - 
j^^Bj^^^   cía.  traido  por  el  soplo  del  recuer- 
^^'^^^■^^^P    do.  avivado  por   la    imaginación. 
fl^L   ^m      como  si  fuera  una  llama  que    se 
^%  V      encendiera  a  ratos,  como  los  fue- 
gos de  las  walkirias.  como  los  fuegos  fatuos,  como 
los  fuegos  de  las  pasiones  viejas,  que  se  renuevan 
siempre,    a    través   de   la   vida,   inestables,   si. 
pero  perpetuamente  brillantes. 

Su  cadáver,  cubierto  de  rosas  y  de  mirtos,  en 
la  tierra  de  Gales,  lejos  del  suelo  nativo,  lejos 
de  la  patria  de  origen,  lejos  de  todos  los  suelos 
que  le  dieron  amante  asilo  y  la  cubrieron  de  glo- 
ria, transformado  en  polvo  humano,  ya  no  tendrá 
el  dominio  arrollador  que  la  artista  ejercía  sobre 
las  grandes  multitudes  cultas  del   mundo,  subyu- 
gándolas con  la  magia  de  sus  acentos  divinos:  pero 
a  esta  negación  de  la  vida,  que  es  la  verdad  del  des- 
tino humano,  —  la  muerte.  —  se  ha  de  imponer  lo  que 
ha  de  decir  la  fama,  eterna  como  el  viento,  como  el  sol. 
como  los  astros,  como  el  alma  de  la  humanidad.  Y  la  fama 
repetirá,  por  los  tiempos  de  los  tiempos,  que  Adelina  Patti  fué 
la  más  grande,  la  más  admirable,  la  más  perfecta  cantatriz  del 
mundo,  sin  igual  en  la  tierra,  en  el  pasado  y  quizás  en  el  futuro,       miniatura   de   la 

,,,,,,.,  j  EXIMIA    ARTISTA    EN 

como  no  tienen   igual  los  ángeles  del  cielo,  como  no  pueden  ser       ^^   época   de  su 
iguales  dos  estrellas,  dos  rayos  de  sol.  dos  olas  de  una  misma  playa...  triunfo. 


aquella  noche  de  Semiramis,  el  teatro  tenía  un 
aspecto  deslumbrante  y  terrible  a  la  vez.  Abajo, 
en  las  sillas,  toda  la  brillazón  enceguecedoia 
del  boato  y  de  la  fortuna:  en  los  palcos, 
los  hombros  desnudos.  los  tocados  ca- 
prichosos, los  ríos  de  perlas  y  de  bri- 
llantes: arriba,  en  las  gradas  y  pa- 
raíso,   la    masa    enorme,    negrr. 
amenazadora,  tremenda,  la  masa 
que  juzga,  aplaude  o  silba,  siem- 
pre alerta,  esperando  nerviosa  a  la  reina  de  Babi- 
lonia, que  dijese  su  pasión  a  muchos  siglos  de 
distancia,  de   esa   distancia    evocadora    de   los 
tiempos  obscuros  y  perdidos.  .  . 

El  cisne  de  Pesaro  tomó  la  palabra,  y  se 
hizo  un  silencio  profundo.  Las  vagas  nebulosi- 
dades de  la  obertura,  rodeadas  de  destellos  de 
luz,  arrancaron,  pocos  momentos  después,  un 
franco  aplauso.  Y  en  seguida  comenzó  la  justa 
de  las  voces  humanas,  una  batalla  de  notas,  de 
escalas,  de  trinos,  de  vocalizaciones  estupendas, 
de  sonoridades  maravillosas  como  si  un  torrente 
de  cequíes  de  oro  se  derramaran  por  el  suelo  y  su- 
bieran al  aire,  tintineando  en  el  espacio,  cristalinos, 
sonantes,  que  crecían,  ondulaban,  corrían,  subían,  baja- 
ban, como  ráfagas,  como  nubes,  como  vientos,  como  aurast 
como  sueños,  como  una  embriaguez  inmensa  y  grande  domi- 
nando ánimos,  corazones,  sentimientos,  pasiones,  entusiasmos,  toda 
la  vida  activa,  toda  la  vida  intensa,  sensoria,  espiritual,  magnífica, 
en  una  impresión  tan  colosalmente  arrolladora  que  turbaba  y  hacia 
perder  la  sensación  del  ser  en  un  deleite  supremo  e  indescriptible... 


Cuando  la  Patti  llegó  a  Buenos  Aires,  en  la  época  en  que  rodaban  los  millo- 
nes por  la  calle,  cuando  no  había  tasa  ni  medida  para  los  caprichos,. cuando 
las  multitudes  no  conocían  ahogos  en  el  hogar,  en  razón  de  que  todos  se  creían 
multimillonarios,  el  Politeama  Argentino  tuvo  su  gran  hora  de  esplendor 
magnifico.  Se  habían  colocado  debajo  de  su  techo  de  cinc  y  de  sus  bambalinas 
de  trapo,  las  tres  voces  más  dulces  que  habia  en  el  mundo:  la  Patti.  Stagno 
y  Guerrina  Fabbri.  El  viejo  circo  competía  con  el  teatro  de  la  Opera,  donde 
cantaba  Tamagno.  el  coloso  de  los  tenores,  y  el  duelo  terrible  entre  Ciacchí 
y  Ferrari  se  hacía  cada  vez  más  formidable,  por  lo  mismo  que  el  público 
estimulaba  con  su  dinero,  derramado  a  rodos,  aquellos  atrevimientos  y 
aquellas  audacias  de  empresarios. 

Era  un  momento  de  fausto  desbordante  y  casi  insolente.  El  lujo  y  el  derro- 
che habían  penetrado  en  todas  partes  con  una  bizarría  tal,  que  parecía  que 
todos  los  brillantes  del  África  se  hubiesen  volcado  sobre  nuestro  país.  Los 
troncos  de  sangre  más  ardiente  arrastraban  los  carruajes  más  lujosos:  las 
sedas,  las  gasas,  las  pieles,  las  flores,  las  plumas,  los  perfumes,  todo  lo  que 
era  adorno  vanidoso  y  hasta  excesivo  de  las  mujeres  y  de  los  hombres,  en 
aquel  arrastre  impetuoso  y  desbordado  de  una  época  de  transición  inesperada 
entre  la  pobreza  y  la  fortuna  que  había  llegado  de  improviso  y  como  por 
arte  de  encantamiento,  todo  eso  y  la  magnificencia  que  habían  alcanzado 
los  grandes  espectáculos  de  teatro,  daban  un  aspecto  de  feria  deslumbra- 
dora a  la  ciudad,  que  se  movía  nerviosa,  agitada,  sacudida  por  mil  impre- 
siones extrañas  del  espíritu. 

Bajo  ese  ambiente  y  con  su  aureola  fascinante,  conquistada  en  todos  los 
países  civilizados  del  orbe,  después  de  haber  sub- 
yugado a  principes,  reyes  y  emperadores,  y,  sobre 
todo,  al  pueblo,  rey  de  reyes,  vino  Adelina  Patti 
a  nuestro  teatro  feo,  con  su  frente  de  ladrillo  rojo, 
con  sus  palcos  de  grotesca  tablazón  mal  decorada, 
con  su  enorme  paraíso,  que  parecía  un  antro,  con 
su  vestíbulo  desnudo,  sin  una  obra  de  arte,  sin  un 
signo  de  cultura,  ex  circo  de  saltarines,  convertido 
de  la  noche  a  la  mafiana  en  el  templo  máximo 
de  la  más  deslumbrante  concepción  del  deleite 
artístico. 


'f^&^X 


5rV^^--i¿5- 


Era  el  dúo  de  Semiramis  y  de  Arsaces,  eran  Adelina  Patti  y  Guerrina 
Fabbri  emuladas  por  sus  propias  y  grandes  vanidades  artísticas,  que  se 
disputaban  la  gloria  encarnizadamente,  que  querían  arrebatarse  recíproca- 
mente el  lauro  de  la  noche,  que  cada  cual  hubiera  dado  la  vida  entera  por 
vencer  a  la  rival,  sobreponiéndose  ambas  al  público,  a  las  notas,  a  la  mú- 
sica, al  drama,  a  la  historia,  al  ambiente,  a  todo  cuanto  las  rodeaba,  como  si 
hubieran  concsntrado  toda  su  existencia  en  aquel  instante  supremo  y  mag- 
nífico de  su  carrera  colosal. 

El  público  víó  la  batalla  en  toda  su  plenitud;  palpó  la  emulación  y  se 
sintió  cogido  entre  las  mallas  finísimas  de  aquel  perfume  de  gloria  dis- 
putada a  brazo  partido  con  bravura  de  artista  y  de  mujer...  El  jurado  popular 
tenía  que  decidirse  por  Semiramis  o  por  Arsaces. . .  titubeó  un  segundo,  y. 
después,  como  una  tromba,  como  un  rugido,  como  una  explosión  estalló 
unánime,  violento,  victorioso,  grande,  justiciero,  magnífico,  magnánimo,  su- 
perior, como  correspondía,  como  no  podía  ser  de  otro  modo,  aclamando, 
atronando,  ensordeciendo,  glorificando  a  ambas,  uniéndolas  en  un  solo  bro- 
che, en  un  solo  engarce,  como  cabían  las  dos  en  la  corona  triunfal  de  gloria 
que  en  ese  instante  les  tributaba.  . . 

Han  pasado  los  años:  muchos  recuerdos  bullen  en  el  fondo  de  la  imagi- 
nación agitando  los  días  vividos;  muchas  impresiones  gratas  de  arte  y  de 
sentimiento  han  pasado  por  el  alma  de  aquel  pueblo  que  escuchó  a  Adelina 
en  la  noche  famosa. . .  Ahora,  todo  aquello  se  renueva  como  una  evocación 
cariñosa  del  espíritu,  que  se  traslada  misteriosamente  hasta  la  tierra  de  Gales 
y  coloca  sobre  la  tumba  ds  aquella  triunfadora,  místicos  y  sencillos,  mirtos 
y  lauros,  flore?  de  gloria  y  de  muerte. . . 

Se  ha  hecho  el  silencio  enorme  alrededor  de 
aquella  voz  que  fué  un  cristal  humano,  porque 
la  razón  de  la  vida  tiene  un  término  fatal  e 
impostergable;  pero  girando  sobre  los  despojos 
que  la  piedad  de  los  ritos  guarda,  volarán  las 
aves  parleras  en  cada  aurora  y  en  cada  crepúscu- 
lo, cantando  la  canción  eterna  del  arte,  en  e! 
arpegio  infinito  de  la  naturaleza  que  triunfa, 
dueña  y  señora  del  alma  que  siente  y  del  cere- 
bro que  piensa 

PABLO        DELLA        COSTA 


>.^^- 


antuarío  be  (a  Jerusalén  be  ©ccíocntc,  (a  JSaáíIíca 
compostelana  signa,  con  la  inmensa  cru?  latina  que 
forman  sus  nabes,  el  sepulcro  be  g)antiaso,  primer 
apóstol  mártir. 

"Campus  ^tcllae"  (Campo  be  la  estrella),  "Cam- 
pus  apóstoli"  (Campo  bel  apóstol).  Son  las  etimo- 
logías que  proponen  loa  filólogos  para  explicar  el 
Suabe  "apcllibo"  be  la  ciubab.  $)orque  allí,  al  pie 


bel  monte  librabón,  el  eremita  ^elapo,  siguicnbo  la  guía  be  una 
estrella,  encontró  loS  restos  be  &an  Saco  o  S>an  ©ago  o  ^an 
3íacobo  o  ^an  STaimc  o  Santiago,  el  biscípulo  be  Siesús,  bos 
beccs  peregrino  por  tierra  española:  una  en  biba  p  otra  bespucs  be 
muerto.  Cl  píaboSo  p  afortunabo  ermitaño,  cupa  inbención  niega 
la  crítica  bolteriana,  es  bigno  homónimo  bel  fjcroe  be  Coba- 
bonga,  pues  bió  a  las  fjucstcs  cristianas  un  caubillo  inbencible  p 
un  grito  be  guerra  terrorífico.    JDcsbe  entonces  (25  be  julio  be 


—  I=»LJV/r*3     'Vl^TÜ^X- 


\y^— 


812  u  813)  peleó,  bistble  o  inbisi- 
bU,  a  la  caljeja  be  caballeroá  p  pco= 
neá  que  acometían  al  grito  be:  i;É>an= 
tiago! 

9  fines  bel  siglo  X,  cuanbo  Com- 
postela  iba  trecienbo  en  berrebor  bel 
sepulcro,  aimamor,  el  €iti  árabe- 
anbaluj,  bestrupó  la  ciubab  p  la  iglc= 
sia.  á>olamcnte  respetó  la  tumba  be 
á)antiago,  a  la  que  puso  guarbia 
mientras  los  bcncebores  fjacían  estra 
gos  en  Compostela.  ij^asta  bcrrotabo 
triunfaba  el  apóstol!  aimanjor  Iji^o 
transportar  a  hombros  be  cautiboS 
cristianos  las  campanas  bel  templo, 
que  Se  usaron  como  lámparas  en  las 
mezquitas  corbobcsas  fjasta  el  bía  que 
Jfernanbo  lll  las  bcbolbió  a  CompoS= 
tela  a  í)ombros  be  cautiboS  árabes. 

SSajo  el  arjobispabo  be  bon  JDicgo 
«Selmírej  comienza  la  íjistoria  bel  ac- 
tual  templo,  lia  bestrucción  be  la  sa- 
graba billa  acrecentó  la   beboción. 


^Tratábase  no  be  una  ciubab  bestruíba, 
catástrofe  tan  común  entonces  como 
abora,  sino  be  un  santo  sepulcro  que 
la  guerra  íjabía  bejabo  al  bescubicrto, 
entre  fjumeantes  ruinas,  iíabie  agra= 
becía  a  gllman5or  su  respetuosa  e.\ccp= 
ción,  atribuiba  a  milagro  bel  apóstol. 
^  la  cristianbab  encaminó  sus  pe= 
regrinacioncs  íjacia  la  tumba  probi- 
gíosa.  QTobos  loé  caminos  libres  be 
moros  se  llenaron  be  fieles  que  acu= 
bían  a  pie  j>  a  caballo  trapcnbo  ora= 
Clones  p  limosnas.  Venían  be  la  Cs- 
paña  renaciente,  be  la  Jfrancía.  be  la 
Alemania,  be  la  Inglaterra,  be  tobas 
partes,  tantas  peregrinaciones  como 
aljora  ban  a   aaoma,   HTerusalcn  p 
lourbes;  peregrinos  be  a  ocfjabo  que 
limosneaban  burante  el  biaje  para 
ofrecer  sus  limosnas  al  apóstol;  perc= 
grinoS  be  bobloneS,  be  bucaboS  que 
porteaban  alforjas  bencijíbas  be  plata 
p  oro:  el  bincro  be  S>antiago. 


di^  {f-dpítwCáH 


— i^Ljv-rs  -v/x-mní^ís. — 


la  iSaaütta  it  empejó  a  consítruir  en  1018,  quebaníio  terminaím  en  1122,  Ciento  cuatro  añoáíie 
labor,  intrrrumpiba  a  betcs.  mas  siempre  fija  en  loS  cerebros  como  un  ibeal  tena?;  ciento  cuatro  años 
be  batallar  contra  la  materia,  labránbola,  puliénbola,  erigicnbola  aracias  a  una  tensión  constante 
bel  espíritu  p  be  los  braios,  mientras  proseguía  la  batalla  contra  los  infieles.  ILa  Catebral  composte- 
lana  es  un  mtlagro  arquitectónico  be  la  gran  bestructora:  la  guerra, 

la  riqueja  be  la  obra  p  los  tesoros  be  arte  p  jopcría  encerrabos  en  la  Catebral  p  sus  capillas 
están  por  encima  be  toba  bescripción. 

€1  aspecto  exterior  es  majestuoso  j>  be  una  grácil  belleza  que  encanta,  con  las  tres  torres  altas, 
sobre  tobo  la  bel  ^tloj.  cura  campana  ópcse  a  tres  leguas  a  la  rebonba. 

?Uno  be  los  primores  be  la  Catebral.  el  más  notable  be  tobos  porque  Se  le  consibera  como  el 
primer  monumento  iconográfico  bel  arte  cristiano  es  el  |)órtico  be  la  Gloria.  €n  el  arco  principal  Se 
abmiran  las  imágenes  be  Jesús  mostranbo  sus  llagas,  los  cuatro  ebangelistas,  los  beintícuatro  an 
cíanos  tanebores.  los  profetas,  apóstoles,  patriarcas  p  santos  bel  iluebo  ÍCeStamento.  ILoS  arcos  be 
los  costabos  representan  el  í3urgatorio  p  el  3infíerno  con  profusión  be  biabloS  p  monstruos;  laS 
columnas  se  apopan   sobre   bestias  feroces  representantes  be  loS  bicioS 

Jfuente  be  emoción  artística,  la  Catebral  compostelana  resístese  a  laS  beScripciones.  |)or  eSo  loS 
peregrinos  be  la  belleja  se  mejclaron  siempre  a  los  peregrinos  be  la  fe,  llenanbo  las  carreteras  que 
lleban  a  la  santa  Jerusalén  be  (Dccibente,  a  la  Atenas  be  (Galicia. 


mSiTA 


Todos  te  llaman 
Yo  te  llamo  la  Ne^ 

Y  el  dulce  nombre  en  mis  labios 
Es  llamado  y  es  caricia. 

Negrita  es  una  criatura 
De  veinte  años,  argentina, 
Que  tiene  prontas  las  lágrimas 

Y  tiene  fácil  la  risa. 

Negrita,  alguna  vez,  dice: 
Dios  debe  de  ser  mentira... 
Pero  otras  veces  desea 
Ser  en  un  claustro  novicia. 

Si  le  da  por  trabajar 
Deja  a  todas  tamañitas. 
¡Ved  cómo  llena  la  casa 
De  bordados,  de  puntillas, 
De  flores  artificiales. 
De  veinte  mil  chucheriasl 

Pero  ¡ay!  si  tiene  perezas 
De  rama  languidecida.  . . 
Entonces  es  muy  capaz 
De  estarse  días  y  días 
Bajo  el  níspero  del  patio 
Y  en  una  hamaca  mecida, 
Viendo  desfilar  el  lento 
Rebaño  de  las  hormigas. 
O  como  pasan  las  nubes, 
O  vuelan  las  golondrinas. 


Se  dilata  su  nariz. 
De  delgadas  ventanitas. 
Como  para  respirar 
Aire  de  selvas  bravias. 
Aroma  de  nardos  cálidos. 
De  rosas  desvanecidas... 
Entero  el  sol  se  le  entra 
Por  la  boca  estremecida. 

Y  hace  una  piedra  preciosa. 
Pinta  un  diminuto  prisma. 
Sobre  los  dientes,  en  las 
Burbujitas  de  saliva. 

Negrita  adorna  su  cuello 
Con  vueltas  de  piedrecillas, 

Y  sus  brazos  con  pulseras 
Múltiples  y  cantarínas. 

Y  un  sólo  anillo  en  sus  dedos 
Aquel  de  comprometida. 

No  porque  me  quiera  mucho 
Sino  por  coquetería, 

Y  para  mejor  lucir 
Sus  dedos  de  maravilla 
Desde  la  articulación 
Hasta  las  uñas  buidas. 


NEGI^ITA  cJÍQ  §0L  NEG^rTA  C^tPUfcULM? 


Negrita  a  la  luz  del  sol 
Es  dorada,  es  ambarina. 
Con  unos  tonos  de  fruta 
Tropical  y  madurísima. 
El  cabello  negro  y  lacio 
Tiene  las  puntas  rojizas; 
Cabellera  que  se  escapa 
De  peinetas  y  de  horquillas, 
I     Cabellera  para  ir 

Por  las  espaldas  tendida. 

Los  ojos,  bajo  las  cejas 
Como  este  ^-  de  finas, 
Son  dos  magníficos  lagos 
De  aguas  como  dormidas. 

Azulada  la  esclerótica. 
De  sangre  sin  una  estría, 
Áureo  el  anillo  del  iris 
Y  honda  y  negra  la  pupila 


Al  toque  de  la  oración, 
Negrita  ya  no  es  la  mism.a. 
Es  más  mujer  con  el  sol 
Y  con  la  noche  más  niña. 

Desciende  del  firmamento 
Vago  polvo  de  amatista 
Que  pone  rosados  los 
Senderos  de  la  campiña. 
Las  aguas  de  la  laguna. 
Los  frentes  de  las  casitas. 


Quiméricas  catedrales. 
En  cuatro  sutiles  líneas, 
Sus  cúpulas  y  sus  torres 
En  el  espacio  perfilan. 
Vuelan  en  el  aire  tibio. 
Fragante  a  yerbas  sencillas, 
Grandes  campanas  solemnes, 
Claras  campanitas  místicas, 

Y  un  labrador  canta  lejos 

Y  cerca  se  oye  una  esquila.  . . 
Negrita  está  en  la  desierta 
Vereda  de  su  casita. 

Está  calzada  de  blanco. 

Y  está  de  blanco  vestida. 
Al  ver  llegar  a  la  noche 
Se  contempló  obscurecida. 
Creyó  que  la  dulce  sombra 
De  ella  propia  surgía. 

De  sus  ojos  ojerosos 
Q  de  sus  trenzas  sombrías. 
Así  que  está  silenciosa. 
Extática,  sorprendida. 
Apoyada  en  la  ventana: 
¡Imagen  en  su  hornacina! 
No  digáis  una  palabra 
Mientras  que  reza  Negrita. 
Para  ella  se  ha  abierto  el  cielo, 

Y  ve  pasar  a  María 

Con  el  manto  azul  sembrado 
De  doradas  estrellitas. 
(Cuatro  años  en  el  Sagrado 
Corazón,  medio  pupila). 

NEGi^IT/^Qr^-^  SALA 

Negrita  espera  a  su  novio 
A  las  nueve  en  su  salita. 
¡Sala  de  la  casa  vieja. 
Vieja  sala  de  provincia 


l^iANDtil  nORLNO^ 


PASTEL         DE         ALONSO 


Que  la  campana  cercana 
Llena  de  melancolía! 
Tiene  un  bordado  y  lo  deja, 
Huele  una  flor  y  la  tira, 
Pero  está  maravillosa 
Toda  seda  desvaida. 
Toda  óvalo  la  cara. 
Los  ojos  todos  pupila. 
Romántica,  extraordinaria. 
Muy  moderna  y  muy  antigua. 

Parece  que  las  abuelas 
—  Marcos  de  caoba  pulida  — 
Desde  la  pared  sonríen 
Arcaicamente  a  Negrita. 
¡Retratos  de  las  abuelas. 
Veinte  mujeres  divinas 
Que  en  esta  sala  danzaron 
Palpitantes  y  encendidas, 

Y  en  esta  sala  entre  cirios 
Durmieron  blancas  y  rígidas! 

NEG^ITA^Í^  SUENO 

A  las  doce  de  la  noche, 
¡Terrible  iglesia  vecina! 
A  las  doce  de  la  noche 
Se  cae  de  sueño  Negrita. 
No  lo  puede  remediar. 
Está  nerviosa,  intranquila. 
La  cabeza  sobre  un  hombro. 
Las  manos  blandas,  juntitas. 
Se  quitaría  una  a  una 
Del  peinado  las  horquillas, 

Y  hasta  el  viejo  peinetón 
Que  en  su  cabeza  negrísima 
Se  eleva  con  gracia  añeja 
Como  una  luna  amarilla. 
Hasta  el  viejo  peinetón 
¡Qué  lejos  lo  tiraría! 

—  Muy  buenas  noches,  mujer, 
Muy  buenas  noches.  Negrita, 
¡Quién  te  pudiera  llevar. 
Así  de  blanda  y  de  tibia, 
En  el  puño  bien  cerrado 
Como  cosa  pequeñita. 
Como  un  azul  huevecillo, 
O  como  una  semillita! 
¡Quién  te  pudiera  llevar. 
Así  por  toda  la  vida! 

¡Oh  mujer,  a  quien   quiero 
Mucho  más  cada  día. 
Por  hermosa,  por  buena 

Y  por  argentina! 

Septiembre,  1919. 


I 


'iiii*iiiiiiniiittnituniiiiiiiiiiiuii)ii(itHiiiiiiiMiitiiiitimi»ii>iiitiiti 


kJ 


Icbam  calosa 


Ollo 
tj   a  m  o/N      ""^ 


blAURt^L 


LA    ESPLÉNDIDA 
«CATTLEYA    MINUTIA, 


filantropía  para  los  humildes 
y  pobres,  sí  que  también,  y 
con  brillo,  al  culto  de  las  flores,  que  son 
el  encanto  de  todas  las  almas  gentiles.  Es 
digno  de  admiración  y  de  elogios  el  entu- 
siasmo que  la  distinguida  e  ilustrada  señora 
María  Luisa  Tornquist  de  Barrete  demues- 
tra en  el  cultivo  de  las  orquídeas.  Desde 
varios  años,  les  dedica  personalmente  sus 
estudios  y  cuidados  prolijos  e  inteligentes, 
con  un  tesón  propio  de  los  que  persiguen 
una  obra  de  transcendencia.  En  los  sober- 
bios invernáculos  que  posee  en  la  estancia 
Juan  Jerónimo,  cerca  de  la  estación  Monte 
Veloz,  F.  C.  S.,  la  señora  de  Barrete  tiene 
más  de  tres  mil  especies  de  orquídeas  cata- 


VISTA    EXTERIOR    DEL    PALACIO-INVERNÁCULO    DE    «JUAN    JERÓNIMO». 


—  ir>LJ>-'':S 


>^^N.— 


*SI  MtiCl-AS  LAS  CK- 
QUlDEAS  SUS  POKHAS 
T  COLORES,  DANCO 
OKIQCH    A    HERMOSAS 

ESPECIES  Híbridas. 


t 


orquídeas 

•  WARNERI». 


logadas,  cifra  que  en  el  país  no  la  alcanza  nin- 
gún aficionado  ni  industrial. 

Indudablemente  las  orquídeas  constituyen  una 
de  las  familias  más  interesantes  y  originales  de 
todo  el  reino  vegetal. 

A  los  aficionados  floricultores  ofrecen  las  flores 
más  bellas  que  se  puedan  cultivar,  encontrándose 
las  formas  y  matices  más  diversos. 

Sobre  todo  por  la  singularidad  de  sus  formas, 
es  que  estas  flores  excitan  nuestra  curiosidad  y 
admiración. 

Por  sus  colores  también  son  interesantes,  desde 
que  se  observan  los  más  brillantes  asi  como  los 
más  delicados.  Además,  todas  las  orquídeas  exha- 
lan un  aroma  suave,  que  recuerda  a  veces  al  de 
los  heliotropos,  o  al  de  muguet,  lila,  azahar,  etc. 
Las  orquídeas  gozan  de  un  favor  siempre  cre- 
ciente entre  el  público  culto  y  elegante;  esto  se 
comprueba  por  el  hecho  de  que  son  las  flores  más 
buscadas,  más  admiradas  y  las  que  alcanzan  los 
mayores  precios  en  los  jardines. 

El  cultivo  de  algunas  especies  de  orquídeas  es 
fácil,  pero  la  mayoría  requieren  para  su  conser- 
vación en  los  invernáculos  y  para 
florecer  regularmente,  cuidados  es- 
peciales y  meticulosos  que  solamente 
una  persona  poseedora  de  singulares 
dotes  de  observación  y  de  paciencia, 


I- 


puede  ponerlos  en  práctica.   El  número  de  espe- 
cies llega  actualmente  a  muchos  miles,  pero  las 
de  invernáculo  son  menos.  Hay  que  agregar  tam 
bien  un   número  apreciable  de  variedades  e  hí- 
bridos obtenidos  por  cruzamientos  artificiales. 

La  familia  de  las  orquídeas  tiene  representan- 
tes en  todas  las  partes  del  globo.  Se  encuentran 
en  las  zonas  glaciales  y  solitarias  de  la  Siberia, 
en  el  antiguo  y  nuevo  continente,  y  forman  el 
encanto  de  las  selvas  vírgenes  en  las  regiones  de 
los  trópicos.  De  las  orquídeas,  el  género  Catíleya 
tiene  la  supremacía  y  se  le  da  esta  preferencia, 
debido  a  su  maravillosa  belleza,  encontrándose 
flores  grandes,  con  colores  ricos,  delicados,  varia- 
dos y  extravagantes. 

Para  el  cultivo  de  las  Cattleyas  se  necesita  te- 
ner un  invernáculo  de  temperatura  con  buena 
aeración;  los  riegos  deben  ser  moderados.  Se 
cultivan  en  macetas  y  en  canastillas.  La  señora  de 
Barrete  ha  dedicado  preferente  atención  a  las 
orquídeas  Cattleyas  y  los  ejemplares  que  posee  se 
cuentan  Dor  millares. 

Los  invernáculos  de  la  estancia  Juan  Jeróni- 
mo se  hallan  instalados  con  tanto  lujo  y  esplen- 
dor que,   al  acercarse  a  ellos,  se  va  notando  una 


«LABIATE 

AUTUMNALIS: 


impresión  de  curiosidad  agradable,  y  al  pene- 
trar se  queda  uno  sencillamente  extasiado  ante 
la  belleza  y  delicadeza  que  desbordan  los  milla- 
res de  orquídeas  seleccionadas  y  cuidadosamente 
dispuestas.  Se  hallan  dotados  de  una  instalación 
completa  de  calefacción  moderna,  no  faltando 
hasta  la  luz  eléctrica.  Son  los  invernáculos  más 
lujosos  y  más  grandes  que  hay  en  el  país. 

Contiguo  a  los  invernáculos  de  la  estancia  ci- 
tada, están  las  habitaciones  de  estudio  y  obser- 
vación, donde  la  señora  de  Barrete  posee  una 
magnífica  biblioteca;  allí  vimos  cerca  de  mil 
volúmenes    que   tratan   de   las  orquídeas. 

Estas  plantas  tienen,  en  la  señora  de  Barrete, 
a  una  entusiasta  e  inteligente  cultora,  que  hon- 
ra a  la  mujer  argentina.  Ejemplos  como  este  no 
se  encuentran  a  menudo  en  nuestro  mundo  social. 

Antes  de  terminar  estas  breves  consideracio- 
nes, queremos  dejar  constancia  de  que  hemos  ex- 
perimentado una  verdadera  satisfacción  al  visitar 
los  invernáculos  de  la  estancia  Juan  Jerónimo,  y 
muy  complacidos  tributamos  a  la  señora  María 
Luisa  Tornquist  de  Barrete  las  más  sinceras  fe- 
licitaciones por  el  valioso  e  inteli- 
gente contributo  que  presta  al  culto  ^¡~\J^/' 
de  las  orquídeas,  una  de  las  flores 
más  poéticas  y  suntuosas  que  nos 
brinda  la  naturaleza. 


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I    EL  cJ    O 


j3  ■s^L,nrE3--v— 


nmm 


En  un  momento  de  irreflexión  y 
paamismo.  hemos  penaado  aue  la 
vida  intdactual.  nuestra  mentalidad. 
nuertia  vida  Hteraría.  son  futileías. 
hinchadas  pompas  de  jabón  y  nada 

Pero  poco  despu^  mis  serena- 
mente (y  aquí  tenemos  uno  de  los 
milafres  de  la  mentalidad),  hemos 
panaads  todo  lo  contrario. 

Vais  a  ver  para  lo  que  sirve  la 
mentabdad.  la  literatura:  vais  a  ver 
ta  finalidad:  Estampemos  primero 
estas  tres  verdades  axiomiticas: 

La  feBddad  no  puede  ser  en  la 
ineooaciancia . . .  La  felicidad  se 
proloncaen  los  recuerdos.. . 

Un  buen  libro  es  un  tesoro  de  sen- 
saciones, de  recuerdos,  de  felicidad. . . 

Pasemos  ahora  a  la  inevitable  de- 
mostración. Hemos  visto  una  casita 
blanca,  oon  unas  persianas  verdes  y 
una  parra  y  unos  geranios  a  la  puer- 
ta - . .  En  el  zaguán  cantaba  en  su 
jaula  un  canario ...  La  sensación 
que  nos  da  esu  casita  es  de  paz.  de 
aiitor.  de  armonía ...  En  los  vidrios 
de  la  ventana  hay  blancos  visillos 
muy  limpios  y  planchados,  las  plan- 
titas  están  reciín  regadas,  orden  y 
limpieza  se  respira  en  todo . . . 

Y  hemos  pensado:  «En  esa  ca.nita 
son  felioes.  El  dueflo  de  esa  casita 
quisas  no  salga  el  domingo  y  diga: 
¿A  dónde  iri  yo  que  esté  como  en  mi 
casiu?» 

Y  nos  hemos  imaginado  a  la  espo- 
sa sonriente  de  ese  hombre  casero: 
sonriente  y  saludable,  cuidadosa  del 
menor  detalle. . .  Nos  la  hemos  ima- 
ginado al  poner  la  mesa  con  un  hu- 
milde mantel  muy  blanco,  todavia 
repasando  una  ya  bruñida  cuchara  y 
observando  atenta  si  falta  alguna 
cosa...  Ha  puesto  en  un  platito  unas 
odwUitas  tiernas,  ha  movido  el  bra- 
zo sobre  la  humeante  sopera  para 
alejar  tas  moscas  y  ha  tapado  el  pan 
oon  la  punta  del  mantel . . . 

Luego,  sentándose  algo  alejada  de 
la  mesa  y  como  satisfecha  contem- 
plando su  obra,  ha  dicho  alzando  la 
voz:  «Vamos,  que  se  enfría  la  sopa 
y  las  moscas  acuden...*  Y,  levan- 
tándose, ha  vuelto  a  mover  el  brazo 
sobre  la  humeante  sopera. . . 

Y  nosotros  hemos  dicho: 

«En  esa  casita  está  la  felicidad». 

¿Pero  asi  nada  más  y  porque  si^  No:  la 
felicidad  de  esa  casita  es  la  que  vemos  y 
otra  cosa  que  os  vamos  a  decir. 

Ese  hombre  casero  está  sentado  en  su 
cuarto  ese  domingo  por  la  tarde.  Está  silen- 
cioso, no  hace  nada:  se  levanta  y  quita  las 
hojas  secas  de  un  geranio,  vuelve  a  sentarse 
y  ordena  unos  libros  sobre  la  mesa . . .  Quizás 
toma  una  guitarra  y  puntea  sus  cuerdas  unos 
momentos  delicadamente...  Deja  la  guita- 
rra y  se  sienta  de  nuevo  y  apoya  la  mejilla 
en  la  mano . . . 

¿Está  triste?  ¿Está  aburrido?  No:  ese 
hombre  ya  sabéis  que  acostumbra  decir:  «¿A 
dónde  iré  yo  que  esté  como  en  mi  casita?- 
Ese  hombre  es  feliz,  precisamente  porque 
comprende  su  felicidad,  porque  la  saborea 
conscientemente.  Ese  hombre  reposa  en  esas 
dulces  horas  de  su  domingo,  mientras  su  ima- 
ginación, como  una  mariposa,  va  y  viene:  y 
su  imaginación  se  para  en  los  tiernos  tallos 
de  la  parra  transparentes  al  sol  y  descansa 
un  momento  en  las  cubiertas  de  las  camas 
limpias  y  en  el  pavimento  brillante. . .  Des- 
pués la  mariposa  vuela  por  toda  la  casa:  pasa 
por  el  patio  lavado,  por  la  cocina  en  orden 
y  oye  cacarear  a  las  gallinas...  Entra  la 
mariposa  al  fin  donde  la  esposa  se  peina  o 
acaso  viste  a  unos  pequeAuelos.  regañona 
pero  duloerr*'  •-    ■—  '"npios  delantales. . . 

Y  ese  hor-  por  eso:  porque  la 
mariposa  de  ;ón  va  y  viene  con 
blando  vuelo. . .  Y  ia  esposa  es  feliz  porque 
también  oon  su  imaginación  vuela  como  una 
mariposa  blanca. . .  Se  está  peinando  y  pien- 
sa: «Esta  noche  tengo  que  dar  puntitos  toda- 
via... Si  que  es  domingo,  pero  también  es 
tm  descanso  que  las  ropitas  de  diario  estén 
apafiaditas  por  la  maflana. . .  Ahora  saldre- 
mos, iremos  a  tomar  el  sol . . .  He  tenido 
suerte:  mi  marido  es  hombre  de  su  casa . . . 
Tengo  la  cena  hecha . . .  Cuando  volvamos 
de  paseo,  nos  sentaremos  a  la  puerta  ...  Seré 
una  tonta,  oomo  suelen  decir  otras  mujeres, 
pero  es  cuando  más  gozo:  cuando  estamos 
sentados  asi  juntos  en  los  días  de  fiesta  y 
él  me  coge  las  manos . . ,  > 


^Pero  con- 
de la  vida  y 
lia  mariposa 


oes  SI  no  nos  habla 
bre  las  cosas  la  be- 


Sin  imaginación,  sin  mariposa,  no  pode- 
mos ser  felices . . . 

Hace  falta  saborear  aquella  quietud,  aquel 
encanto  del  hogar  ordenado,  aquel  reposo 
del  jardin,  el  murmurar  del  agua,  el  batir  de 
alas  de  una  paloma  en  la  calma  y  serenidad 
de  la  tarde . . . 

Y  no  gozaremos  nada  ni  seremos  felices,  si 
nuestra  imaginación  no  vuela  y  se  para  en 
las  cosas  diciendo:  «La  sonrisa  de  esa  mujer 
ilumina  mi  vida,  su  voz  suena  en  mi  cora- 
zón...» •¿Quién  pintará  en  un  cuadro  la 
belleza  de  esta  mañana  de  primavera,  la 
melancolía  de  ese  crepúsculo?. .  .•  No  come- 
remos una  fruta  sin  decir:  «¡Qué  exquisita, 
qué  hermosa!. . .» 

La  felicidad  nos  la  procura  nuestra  mari- 
posa inquieta,  que  es  nuestro  espíritu  de 
observación, 

*  *  • 

Y  la  felicidad  se  prolonga  con  los  recuer- 
dos. . .  La  mariposa  va  y  viene. . .  Va  lejos 
y  vuelve  a  nosotros...  Va  a  la  muerte  y 
vuelve  a  la  vida . . . 

La  felicidad  pasa,  la  felicidad  corre,  la  fe- 
licidad vuela;...  pero  la  mariposa  de  nues- 
tra imaginación  vuela  también  tras  ella,  la 
alcanza  de  nuevo,  la  retiene,  la  acaricia. 
•  ¡Ven,  no  te  vayas,  deja  que  te  contemple... 
aunque  te  vas.  te  tengo  cuando  te  puedo 
recordar!. . .» 

No  gozaremos  de  nuestra  libertad  sin  re- 
cordar la   prisión . . . 

La  gloria  de  beber  agua  fresca,  no  la  go- 
zaremos si  olvidamos  el  tormento  terrible  de 
la  sed.  sino,  por  el  contrario,  volviendo  a  re- 
cordar y  a  sentir  la  sed.  con  nuestra  ima- 
ginación . . . 

El  beodo  goza  el  trago  de  la  taberna  y  la 
embriaguez  antes  de  llegar  a  ellos. 

Y  asi  todo:  la  intensidad  de  la  vida  está 
en  la  fuerza  de  imaginación . . . 

Hay  pocos  que  no  tengan  esa  mariposa 
del  pensamiento. . .  Solamente  que  hay  ma- 
riposas de  oro,  mariposas  blancas,  mariposas 
rojas,   mariposas  negras... 


Un  libro  es  una  recopila- 
ción de  sensaciones  y  de  ob- 
servación, es  decir,  un  arca 
preciosa  que  guarda  la  ri- 
queza de  la  vida . . . 

Un  buen  libro  donde  que- 
dan •rTi75r,»'t-.s  ''-.';  vil''l^''í  de  la 


divina  mariposa,  un  buen  Hbro  donde  los  re- 
cuerdos quedan  imborrables  y  vivos,  es  un 
tesoro  de  felicidad,  pues  siempre  podremos 
vivir  y  revivir  en  ét  las  apacibles  horas  de 
nuestro  hogar  un  domingo  por  la  tarde  y 
la  dulce  presión  de  las  manos  de  una  mu- 
jer amada  que  ya  ha  muerto . . . 

*  *  « 

Escribíamos  para  las  gentes  y.  doliéndonos 
de  la  mundana  indiferencia,  considerábamos 
nuestra  obra  innecesaria  y  fútil .  . . 

Estábamos  perfectamente  engañados  res- 
pecto al  motivo,  finalidad  y  destino  de  nues- 
tros libros:  por  ajeno  que  el  asunto  nos  pa- 
rezca, ya  es  nuestro  al  pasar  por  nuestra  sen- 
sibilidad . . .  Los  libros  que  escribimos  son  de 
nosotros  y  para  nosotros,  y  nada  debe  impor- 
tarnos la  aceptación  o  el  éxito  que  en  el  mun- 
do tengan. . .  El  bien  que  encierran  nuestros 
libros  es  para  nosotros. . .  al  abrirlos  en  nues- 
tras manos  resucita  en  ellos  nuestra  vida, 
nuestra  juventud,  nuestros  amores,  nuestras 
alegrías,  nuestras  amadas  tristezas,  y  se  re- 
producen ante  nosotros  los  vuelos  de  la  di- 
vina mariposa  de  nuestro  espíritu  y  de  nues- 
tra imaginación- . .  No  son  futilezas  ni  pom- 
pas de  jabón,  sino  un  tesoro  de  sensaciones, 
de  recuerdos  y  de  felicidad  lo  que  guarda 
un  buen  libro. .  .  Lo  que  guarda  un  buen  li- 
bro para  su  autor  y  también,  a  veces,  para 
algunas  gentes  que  saben  leer. . . 

♦  *  * 

Seamos  optimistas. . .  Pensemos  que  este 
trabajo  va  a  ser  leído  por  alguien  más  que 
nosotros...  Quizás  por  un  descreído...  Y 
concibamos  la  ilusión  de  que  este  descreído 
llegará  a  la  convicción  exclamando:  nCa- 
ramba!  Es  verdad:  vivimos  y  gozamos  de 
imaginación. . .  no  había  pensado  en  ello. .  . 
Es  verdad:  se  goza  pensando,  pensando.  . . 
Pensar  es  la  ilusión  de  las  cosas. . .» 

Y  abriguemos  la  esperanza  de  que  este  des- 
creído, al  pasar  por  una  librería,  se  fijará  más 
respetuosamente  en  los  libros  y  quizá  piense: 
«Es  verdad:  cada  libro  de  esos  es  un  arca 
preciosa  que  guarda  vidas. . . 
vidas  vividas,  vidas  sentidas, 
vidas  imaginadas. .  .! 

Si,  lector  convencido  y 
bueno:  un  panteón  guarda 
los  restos  sagrados  de  una 
persona  que  hemos  queri- 
do.,, |Un  libro,  pero  un  libro, 
puede  encerrar  su  alma! .  .  . 


Lwmm 


Sentimos  una  cosa,  la  pensamos... 
tratamos  de  grabarla  fielmente  para 
siempre...  ¿Lo  conseguimos"?  Algu- 
nas veces  creemos  que  sí;  pero  es  di  - 
ficil:  la  mariposa  vuela,  vuela... 
¿Cómo  seguir  fielmente  todos  sus 
giros. . .?  jY  es  tan  triste  dejar  per- 
didos en  el  caos  de  la  imaginación 
aquellos,  a  veces,  maravillosos  vue- 
los!. . .  Vuela. . .  vuela. . .  se  pierde, 
vuelve,  brilla. . .  ¡Preciosa  mariposa 
de  la  imaginación  parándose  en  las 
divinas  flores  de  las  ideas. . . ! 
•  «  << 

La  mariposa  volaba. . .  He  conce- 
bido este  trabajo  como  voy  a  contar: 

Yo  pensaba:  "Escribo  y  escribo... 
y  ¿para  qué?  Vivo  atosigado  en  esta 
ansia  de  producireimagino.  ambicio- 
so e  insaciable  de  nombradla,  que  lo 
que  escribo  queda  ignorado,  desco- 
nocido e  ineficaz». . .»  «Lo  que  escri- 
bo, y  mucho  de  lo  que  otros  escriben 
-  -  seguía  pensando  —  cae  en  el  mon- 
tón ...  se  perderá ...  se  olvidará , ,  . 
¿No  es  insensato,  entonces,  escribir? 
¿Para  qué  escribo...? 

Y,  sin  embargo,  yo  seguía  escri- 
biendo cada  vez  más. . . 

Entonces  quise  saber  la  verdad  de 
lo  que  yo  pensaba  y  sentía,  pues  mu- 
chas veces  nos  engañamos  a  nos- 
otros mismos,  y  vi  que  yo,  si  bien 
escribía  para  que  me  leyesen,  escri- 
bía también,  y  acaso  más,  para  leer- 
me yo  mismo...  Yo  gozaba  rele- 
yendo mis  cosas,  volviendo  a  sentir 
momentos  delicados  de  mi  espíritu... 

Esto  me  hizo  pensar  también  en 
una  vieja  maquinita  fotográfica  que 
yo  tengo,  con  la  que  poco  a  poco  he 
ido  sorprendiendo  y  fijando  la  vida 
de  mi  hogar  y  de  mi  familia  en  días 
plácidos  y  felices...  Nuestros  pa- 
seos a  la  orilla  del  mar,  a  los  campos 
de  almendros  en  flor.  . .  Mi  compa- 
ñera, mis  hijas...  Mi  compañera, 
joven  sonriente,  saludable. . .  luego 
ya  con  cabellos  blancos,  triste,  en- 
ferma. . .  Mis  hijas  pequeñinas.  cre- 
ciditas.  mayores.,,  luego,  ya  casada 
alguna,   y  en  brazos  la  nietecita... 

¡Y  estas   fotografías   de  mi  vida. 

cómo  las  vivo  y  las  siento . . . !  ¡Vieja 

y  buena   maquinita    en    cuya    lente 

y  en  cuya  cámara  obscura  quedó  la  imagen 

de  tantas  ilusiones  queridas...! 

Y  como  esas  fotografías,  son  mis  libros,  en 
los  que  va  impresionando  páginas  y  páginas 
mi  corazón...  Y  miro  las  fotografías  y  re- 
muevo mis  sensaciones  delicadas  de  otros 
días. . .  Y  leo  mis  libros  y  vuelvo  a  vivir  lo 
vivido  y  lo  amado  y  llorado... 

Y  entonces  he  comprendido  que  escribo  y 
que  debo  escribir  para  mí.  soñando  con  días 
serenos  en  que  gozaré  el  milagro  de  volver  a 
vivir  mi  vida,  nuevamente  pasada  por  el 
tamiz  más  fino  de  mi  espíritu... 

•  *  * 

¿No  recogemos  así  también  nuestra  vida 
en  libros  de  memorias,  muchos  de  los  cuales, 
si  se  publicaran,  serían  delicados,  hondos,  hu- 
manos libros?  ¿Qué  son,  si  no,  esto  mismo 
también  las  cartas  que  guardamos,  cartas  de 
amor,  de  familia,  de  profundas  amistades...? 

Y  cuando  un  día,  por  un  desencanto,  por 
una  decepción,  arrojamos  esas  cartas  al  fue- 
go, en  aquel  renunciamiento,  en  aquel  acto 
de  desesperación,  ¿no  hay  algo  así  como  un 
suicidio?  ¿No  es  aquello  toda  una  vida  echa- 
da a  las  llamas . .  .  ?  Enmudecen  para  siempre 
aquellas  cartas  que  hablaban  como  la  perso- 
na querida...  Se  borran  para  siempre  aque- 
llos rasgos  que  son  para  nuestro  espíritu  algo 
de  ta  imagen  adorada...  Quedan,  quizás, 
frases  que  suenan  siempre  en  nuestro  oído 
y  rasgos  que  nada  ha  de  borrarlos  nunca, 
porque  se  quedaron  grabados  para  toda  nues- 
tra vida  en  nuestro  corazón  . . . 

*  *  * 

Y  esta  mentalidad,  esta  espiritualidad,  esta 
vida  literaria  que  un  momento  de  cansancio 
y  decepción  nos  ha  parecido  labor  ineficaz 
e  inútil,  es  lo  más  maravilloso  y  grande  en 
las  obras  del  hombre. 

La  vida  ha  pasado,  la  muerte  lo  ha  borra- 
do todo.  Aquella  persona  murió...  Y  allí, 
sin  embargo,  en  aquellas  páginas,  está  su 
vida,  su  espíritu,  sus  pasiones  violentas,  sus 
ternuras,  sus  pensamientos. . .  Nosotros  mis- 
mos, en  el  ocaso  de  nuestra  edad,  tomamos 
en  las  manos  aquel  libro  nuestro,  lo  abrimos 
y  volvemos  a  vivir  nuestra  juventud  con  sus 
ilusiones,  con  sus  emociones  más  delicadas... 

Un  panteón  es  sagrado  porque  encierra  la 
muerte. . .  ¡pero  un  libro  es  la  urna  sagrada 
que  encierra  la  vida! 

Vicente  Medina. 

ilustración  de  psláez. 


i^r^^^s.— 


Un  mismo  carácter  mantenido  a  pesar  de 
la  mezcla;  una  misma  calidad  del  orgullo;  un 
anhelo  común  que,  por  encima  de  los  huma- 
nos errores,  persigue  un  ideal  misterioso;  un 
mismo  idioma  oficial  enriquecido  por  los  tri- 
butos de  diez  idiomas.  Esa  soberbia  democrá- 
tica que  el  mundo  llama  hidalguía,  quijotismo; 
esa  testarudez  reconquistadora;  esa  vivacidad 
proyectista;  esa  ansia  aventura;  esa  laboriosa 
ociosidad;  esa  critica  rebelde;  ese  fatalismo  in- 
génito. . . 

Tal  es  la  raza  creadora  de  treinta  naciones, 
la  raza  con  cuyos  despojos  se  formaron  im- 
perios. 

Por  la  Biblia  y  contra  la  Biblia  ayudó  al 
Almirante,  hallando  un  mundo  con  tres  barcas 


costeras.  En  piquetes,  en  compañías  cruzó 
pampas  y  remontó  ríos.  Y  quemó  sus  naves 
cuando  fué  necesario  y  heroico;  y  de  la  guerra 
civil  hizo  guerras  de  naciones;  y  cruzó  los 
Andes,  para  ir  en  socorro  de  hermanos  contra 
hermanos. 

Tal  es  la  raza:  ni  menos  sanguinaria  ni  dés- 
pota que  otras,  ni  menos  libre  de  prejuicios; 
pero  altiva,  tan  altiva  y  heroica  que  aun  no 
ha  nacido  el  Homero  capaz  de  cantar  sus 
empresas. 

Y  es  la  única  que  supo  intercalar  en  el 
calendario  una  fiesta  augural  de  inmensos 
límites,  semejante  por  su  magnitud  a  las 
fiestas  que  la  cristiandad  celebra:  El  Día  de 
la  Raza. 


—  c3L-:v^^    v^l_m3  yv— 


PLÉ.  sin  duda,  el  creador  de 
las  Tradiciones  Peruanas. 
uno  de  los  escritores  más 
representativos  de  la 
^  América  española:  no  por- 
que, en  un  momento  dado,  hu- 
biese sabido  interpretar  en  sus 
escritos  las  aspiraciones  o  dolores 
de  su  país,  el  Perú,  sino  porque 
supo  leer  en  lo  pasado  y  poner  en 
un  estilo  peculiar  suyo  lo  que 
leyó.  Mucho  se  ha  discutido  si  lo 
que  leyó  fué  lo  más  o  lo  menos 
importante:  pero,  en  todo  caso 
su  labor  literaria,  así  por  su  vo 
lumen  como  por  su  carácter,  cu 
brió  las  deficiencias  posibles  al 
respecto.  Y  la  verdadera  prota 
gonista  de  esa  obra  fué  Lima,  la 
ciudad  de  los  virreyes,  pesadilla 
y  ensueño  de  varias  generaciones 
de  subditos  americanos  de  los  re- 
yes de  España. 

Durante  más  de  dos  siglos,  Lima 
fué  la  capital  indiscutida  e  indis- 
cutible de  la  América  meridional 
española:  después,  el  virreinato 
peruano  fué  disminuido  conside- 
rablemente, en  particular  con  la 
creación  del  virreinato  del  Rio 
de  la  Plata:  pero,  aun  después  de 
esas  desmembraciones,  Lima  si- 
guió teniendo  el  primer  puesto, 
por  su  riqueza,  sus  aires  aristocrá- 
ticos, su  edificación  monumental, 
su  historia  y  sus  costumbres.  Po- 
cos años  hacía  que  el  último  vi- 
rrey había  salido  de  Lima  para 
no  volver,  cuando  nació  Ricardo 
Palma.  La  independencia  era  cosa 
nueva,  y  más  política  que  social. 
El  intento  de  San  Martín,  de  con- 
servar a  la  sociedad  de  Lima  su 
carácter  aristocrático,  su  noble- 
za, dice  bastante  cómo  el  pasado 
se  aferraba  a  la  vida.  Los  nobles 
limeños,  por  lo  menos  la  mayoría 
de  ellos,  habrían  preferido  una 
monarquía  constitucional,  como 
etapa  de  transición  entre  la  colo- 
nia y  la  república,  y  quizás  tenían 
razón.  La  tradicional  riqueza  de 
Lima  estaba  harto  disminuida, 
porque  Lima  tuvo  que  sostener 
así  los  ejércitos  de  Abascal  y  Pe- 
zuela  como  los  de  San  Martín  y 
Bolívar:  pero  aun  era  rica  la  no- 
ble ciudad,  y  con  su  riqueza  con- 
servaba cierta  vaga  nostalgia  de 
los  tiempos  en  que  era  ella  la  que 
mandaba  ejércitos  al  extranjero, 
y  no  ejércitos  extranjeros  los  que 
acampaban  a  la  sombra  de  sus 
murallas.  El  orgullo  de  Lima  ha- 
bía sufrido  mucho  en  los  últimos 
años;  su  patriotismo  le  hizo  tole- 
rable el  sufrimiento;  pero  en  el 
fondo  de  su  alma  —  ya  nadie  nie- 
ga que  las  ciudades  tienen  alma — 
se  sentía  mortificada  por  su  visi- 
ble y  fatal  disminución;  y  en  sus 
momentos  de  desaliento  y  de  des- 
gracia miraba  hacia  atráis.  y  son- 
reía, con  la  penosa  sonrisa  que 
provocan  los  recuerdos  gratos  en 
los  días  tristes. 

Ya  el  tiempo  ha  cambiado  mu- 
cho a  Lima;  sin  embargo,  aun  con- 
serva algunos  de  sus  rasgos  de  an- 
taño, así  en  lo  material  como  en 
lo  espiritual;  pero  cuando  Ricardo 
Palma  empezó  a  escribir  sus  tra- 
diciones, los  cambios  eran  menos 
visibles.  De  golpe,  creó  un  género 
nuevo.  No  que  nadie  hubiera,  an- 
tes que  él.  escrito  de  cosas  colo- 
niales; mas.  la  originalidad  del 
nuevo  género  estaba,  ante  todo, 
en  que  el  nombre  de  Tradiciones 
venía  a  los  artículos  de  Ricardo 
Palma  como  anillo  al  dedo,  que 
vulgarmente  se  dice.  El  hecho  ca- 
pital podía  ser  o  no  ser  exacto; 
los  personajes  podían  haber  exis- 
tido o  no;  pero  el  ambiente  que 
Palma  ponía  en  sus  Tradiciones 
hacía  la  impresión  de  una  verda- 
dera resurrección,  cuya  fuerza  de 


!>- 


IdAKDO 


iFiLLTvl^ 


APUNTES  BREVES 


veracidad,  por  decirlo  asi,  aumen- 
taba por  existir  aún  y  no  muy 
cambiado  todavía  el  escenario. 
Lima.  Poco  a  poco,  fué,  así.  vol- 
viendo a  su  querida  ciudad  de  los 
Reyes,  en  las  Tradiciones  de  Pal- 
ma, la  numerosa  y  abigarrada 
multitud  que  antes  la  poblara;  y 
con  esa  multitud,  el  tradicionalis- 
ta  rehizo  la  vida  de  la  Lima  colo- 
nial, la  Lima  de  los  virreyes  y  de 
Santa  Rosa,  de  existencia  devota 
y  fácil,  conducida,  visible  o  invi- 
siblemente, por  la  mujer  limeña, 
dechado  de  belleza,  inteligencia  y 
gracia. 

Se  ha  dicho  que  sólo  los  pue- 
blos que  desesperan  de  su  porve- 
nir se  deleitan  en  la  constante 
evocación  de  su  pasado.  Puede  ser 
que  haya  en  ello  algo  de  verdad; 
pero  más  verdadero  es  que  los 
pueblos  que  no  conocen  su  pasado 
no  ven  claro  el  camino  de  su  por- 
venir; sólo  que,  a  las  veces,  el 
deleite  en  el  conocimiento  del  pa- 
sado está  fuera  de  lugar.  Debe 
ese  conocimiento  ser  una  discipli- 
na más  que  un  deleite.  Ricardo 
Palma  —  que  conocía  el  pasado 
del  Perú  como  el  que  más  —  se 
deleitó  demasiado  en  su  contem- 
plación, porque  era,  más  que  his- 
toriador, literato;  más  que  filóso- 
fo, poeta.  ¿Podrá,  por  eso,  hacér- 
sele el  cargo  de  haber  contribuido, 
con  sus  Tradiciones,  a  la  supervi- 
vencia de  prejuicios  que  han  con- 
tribuido a  la  larga  incapacidad  de 
su  país  para  encontrar  el  verda- 
dero camino  de  su  porvenir?  Aun 
es  temprano  para  un  juicio  defi- 
nitivo sobre  ese  aspecto  de  la  obra 
de  Ricardo  Palma. 

Lo  que  sí  puede  decirse  es  que 
el  creador  de  las  Tradiciones  Pe- 
ruanas amaba  mucho  a  su  patria; 
la  sirvió  en  cuanto  pudo;  y  sin- 
ceramente creyó  contribuir  a  la 
preparación  de  un  porvenir  feliz 
y  seguro  para  ella,  cuyas  desgra- 
cias hiciéronle  sufrir  como  al  que 
más. 

Es  posible  que  las  Tradiciones 
de  Palma  no  hubieran  pasado  de 
un  éxito  apreciable  pero  no  bri- 
llante, si  no  las  hubiese  escrito  en 
ese  genuino  estilo  suyo,  que  no 
era  sino  la  consecuencia  literaria 
de  su  empeño  por  conciliar  el  pa- 
sado y  el  presente,  el  Perú  coló 
nial  y  el  Perú  independiente,  sin 
solución  espiritual  de  continui- 
dad. Era  liberal  en  política  y  tal 
vez  escéptico  en  punto  de  creen- 
cias religiosas;  ello  no  obstaba 
para  que  en  su  espíritu  se  hiciese 
aquella  conciliación,  que  llevó  a 
su  estilo.  Apasionado  del  caste- 
llano clásico,  quiso  enriquecerlo 
con  cuanto  idiotismo,  de  palabra 
o  de  frase,  se  usa  en  el  Perú  y  es- 
pecialmente en  Lima.  Por  ello  se 
peleó  con  la  Academia  de  la  len- 
gua: y  el  resultado  final  de  su 
empeño,  fué,  a  las  veces,  cierto 
artificio  en  un  estilo  que  habría 
ganado  mucho  con  ser  siempre 
espontáneo  y  fresco.  Con  todo, 
el  estilo  de  las  Tradiciones  es,  en 
general,  elegante,  ágil,  jugoso  y 
de  buena  cepa  castellana,  prenda 
segura  de  que  la  obra  de  Ricardo 
Palma  perdurará,  para  satisfac- 
ción de  las  futuras  generaciones 
de  lectores,  en  todos  los  países 
hispanoamericanos  y  aun  en  Es- 
paña. Es  una  obra  cuya  origina- 
lidad —  aparte  sus  otros  méritos 
—  queda  demostrada  con  lo  vano 
de  los  intentos  que  se  han  hecho 
para  imitarla,  aquí  y  allá.  Ello, 
porque  es  obra  eminentemente 
peruana,  puesto  que  es  eminen- 
temente limeña. 


E.  C.  Hurtado  y  Akias. 


-rí-ffsf 


„  n^^ 


'yf'r' 


OLEO/     DE 

riENlll/AARJlN 


PrPFIEdad 


ÍK  ANCUCO 
Il.OBLT  . 


-i5    '^'1-^'T^U>.-X  — 


L  «rte  de  la  fibtricación 
cudros  ha  r: 
poco  en  núes- 
ios  aficionadlo   ......,,.. 

tes  desconfian  ya  de  las 
obra<:  maestras  fabricadas 
al  por  mayor.  Además,  los 
peritos  y  críticos  de  arte 
son  mis  expertos  que  an- 
ta en  descubrir  los  frau- 
des artísticos,  y  si  obedecen 
los  preceptos  científicas  que  expone  el  profesor 
A.  P.  Lauríe.  del  colegio  Heriot-Watt,  de  Ediiii- 
burgo,  tendrán  mayores  probabilidades  de  acer- 
tar en  sus  juicios  estéticos. 

El  profesor  Laurie  es  un  químico  eminente 
que.  en  el  transcurso  de  las  investigaciones  efec- 
tuadas durante  varios  af'Cs  para  encontrar  un 
mitodo  racional  de  la  n  de  los  cua- 

dres pictArícos.  estu.i  Ho  carifto  la 

técnica  de  los  maestros  r-as  t.-irados.  conven- 
eléadoae  de  que  cada  pintor  tenia  ur,a  pinsf'.ada 
característica  e  inconfundible,  cuyos  pormenores 
podía  revelar  la  microfotografia. 

Les  procedimientos  técnicos  de  la  pintura  bar- 
cambiado  relativamente  poco  desde  la  antigüe- 
dad. Se  pintaba  sobre  tela  en  tiempo  de  les 
primero»  emperadores  romanos.  Con  el  pincel  y 
la  brocha,  los  artistas  de  entonces  daban  a  la 
tela  una  capa  de  aceite,  goma  y  cola  de  buey. 


CABEZA    I 
LONDRES. 


lE  VIEJO    PINTADA   POR  TENIERS,    QUE   SE   CONSERVA   EN   LA  GALERÍA  NACIONAL  DE 
LA   mCROFOTOGRAFÍA   DENOTA   QUE  TENIERS    OBTENÍA   SUS    EFECTOS    PICTÓR'COS 
CON    PINCELADAS   ALGO   CURVAS. 


de  Edimburgo.  El  aumento  fué  tan  sólo  de  tres  diámetros, 
que.  a  juicio  de  Laurie.  basta  para  percibir  las  más  finas 
pinceladas  de  una  tela  de  ordinarias  dimensiones,  pues  si  el 
aumento  es  excesivo  se  confunden  los  pormencres  en  un 
revoltijo  de  rasgos  irregulares.  El  hábil  químico  inglés  mi- 
crofotografió  la  cabeza  de  una  figura  del  grupo  principal 
de  dicho  cuadro,  y  echó  de  ver  la  admirable  minuciosidad 
de  la  pincelada  del  maestro.  En  cambio,  la  aplicación  del 
mismo  procedimiento  a  una  copia  del  citado  cuadro  denotó 
evidentemente  la  inexperiencia  del  copista.  Entre  las  pin- 
celadas de  Velázquez  o  de  Watteau  y  las  de  un  vulgar 
imitador  media  un  abismo.  Por  otra  parte,  la  comparación 
de  las  microfotografias  revela  las  diferencias  entre  un  ori- 
ginal y  su  copia.  En  la  obra  original  vemos  que.  por  ejemplo, 
la  oreja  de  una  figura  está  modelada  tan  cuidadosamente 
como  si  se  tratara  de  un  retrato  de  tamaño  natural,  mientras 
que  en  la  copia  aparece  empastada  como  el  resto  de  la  fi- 
gura: pero  sin  el  aumento  microfotográfico  no  fuera  posible 
advertir  las  inexactitudes  del  copista. 

Por  les  mismos  procedimientos  microfotográficos  compro- 
bó el  profesor  Laurie  cuan  señalada  aparece  en  los  discípu- 
los la  huella  del  maestro,  aunque  se  advierte  la  diferencia  de 
medios  nara  obtener  idénticos  resultados.  Comparando  una 
obra  de  Watteau  con  otra  de  su  sobresaliente  discípulo  Pa- 
ter.  la  técnica  de  éste  difiere  bastante,  aunque  de  lejos  se 
parece  a  la  hábil  pincelada  del  maravilloso  colorista  de  las 
pastorales  galantes.  Pater  da  los  colores  en  capas  lisas  y 
en  leves  gradaciones,  con  resultado  agradable,  pero  super- 
ficial y  muy  distinto  de  los  efectos  admirablemente  mati- 
zados de  Watteau. 


Tiempo  atrás  recibió  el  profesor  Laurie  el  en- 
cargo de  peritar  y  examinar  cuadros  desospechó- 
se origen,  entre  ellcs  un  Teniers.  que  lo  parecía 
y  resultó  no  serlo.  Empezó  por  microfotografiar 
un  Teniers  auténtico,  que  se  conserva  en  la  Ga- 
lería Nacional  de  Londres  y  representa  la  testa 
de  un  viejo.  Observó  que  las  pinceladas  se  com- 
ponían  de  rasgos  rectos,  cortos  y  anchos  y  de 
lineas  finas  ligeramente  curvadas  para  los  pelos 
de  la  barba.  En  cambio,  en  la  cabeza  de  una 
figura  de  viejo  del  supuesto  Teniers  la  pincelada 
era  de  todo  punto  diferente,  lo  que  demostró  la 
falsedad  del  mismo. 

Para  peritar  microfotográficamente  los  paisa, 
jes  conviene  examinar  primero  el  folláis,  porque 
revela,  más  que  cualquier  otro  elemento  del  cua- 
dro, las  diferencias  indi'  ¡duales  de  los  artistas. 
Así  vemos  que  en  uno  de  los  bosques  holandeses 
de  Hobbema.  donde  juguetea  deliciosamente  la 
luz  solar,  dibuja  el  pintor  los  árboles  con  mayor 
minuciosidad  que  en  los  bosques  de  Ville  d'Avray 
donde  la  luz  se  tamiza  veladamente  y  cuyos  ár- 
boles dibujaba  Corot  con  anchos  trazos,  más 
cuidadoso  de  idealizar  los  parajes  que  de  copiar 
la  naturaleza  con  escrupulosa  exactitud. 

En  general,  cuando  dos  microfotografias  ofre- 
cen perfecta  analogía  de  pinceladas,  cabe  inferir 
que  los  cuadros  correspondientes  son  del  mis- 
mo pintor.  En  caso  contrario,  convendrá  estu- 
diar las  variaciones  de  la  técnica  del  maestro 


•ncaoroTOGiAriA  db  la  cabeza  de  una  figura  de  la  «escena 
CAiirasTiie»,  original  de  watteau,  auhenta>;a  tres  veces  de 
tamaAo.  sb  ve  el  resquebrajaix)  oe  LA  tela  y  la  fina 

PIKCBLAOA   del   FAMOSO  MAESTRO. 


que  después  barnizaban.  Pero  como  desconocían  las  diferen- 
tes propiedades  del  aceite  de  oliva  y  del  de  linaza,  tropeza- 
ban con  muchos  obstáculos  para  secar  sus  cuadros.  Esto 
motivó  la  invención  del  procedimiento  a  la  trementina,  en 
cuya  esencia  se  molían  los  colores,  y  después  se  desleían  en 
un  barniz  compuesto  de  resina  y  esencia  de  trementina.  Es- 
te barniz  se  secaba  rápidamente,  y,  por  lo  tanto,  se  iba 
preparando  a  medida  de  su  necesidad. 

En  siglos  posteriores  variaron  el  gusto  estético,  los  cáno- 
nes artísticos  y  la  didáctica  de  taller,  pero  la  técnica  per- 
maneció casi  inmutable.  Aunque  Leonardo  de  Vinci  y  Ru- 
bens.  los  románticos  y  los  impresionistas  modernos,  difieran 
notablemente  en  los  efectos  de  su  paleta,  unos  y  otros  em- 
plearon útiles  casi  idénticos.  Sin  embargo,  los  pigmentos 
cromitiCDS  empleados  en  la  pintura  variaron  según  las  épo- 
cas, como  asi  lo  ha  inferido  el  profesor  Laurie  del  estudio 
de  documentos  artísticos  de  fecha  indudable,  entre  ellos  los 
misales  iluminados  de  la  Escuela  veneciana  y  los  rollos  del 
Corán,  que  se  conservan  en  el  Archivo  de  Londres,  con 
miniaturas  de  los  siglos  xvi  y  xvii,  comparados  con  los 
cuadros  de  los  pintores  del  siglo  xviii  y  aun  de  fecha  más 
reciente. 

Como  resultado  de  sus  numerosas  investigaciones,  el  pro- 
fesor Lauríe  compuso  una  lista  cronológica  de  los  pigmen- 
tos. Por  ejemplo,  un  color  fabricado  según  tal  procedimiento 
y  de  tal  composición,  caracteriza* una  época  y  deja  de  em- 
plearse algunos  aAos  más  tarde.  Asi  es  que  el  examen  de  los 
pigmentos  cromáticos  de  un  cuadro  revela  con  muchísima 
frecuencia  la  fecha  aproximada  de  su  factura  y  podrá  ave- 
ríguarse  si  está  repintado,  examinando  la  superficie  al 
microscopio  o,  si  es  posible  sin  deteriorarlo,  descasca. 
rillando  menudísimas  partículas,  que  se  analizarán  con 
toda  escrupulosidad.  Además,  como  la  mayor  parte  de 
los  ointores  empleaban  una  determinada  serie  de  co- 
lores, su  presencia  en  el  cuadro  arguye  en  favor  de  la 
autenticidad.  Sin  embargo,  pueden  descubrirse  los  por- 
menores de  la  pincelada,  suficientemente  aumentados 
por  el  microscopio,  aunque  no  de  los  ordinarios,  sino 
constituido  por  un  aparato  que  proyecta  sobre  un  vi- 
drio opalino  una  pequetla  área  del  cuadro  con  aumen- 
to de  uno  a  seis  diámetros.  Desde  luego,  se  servía 
Laurie  de  placas  ortocromáticas  para  obtener  todos  los 
matices  y  los  más  leves  pormenores  de  la  pintura. 

Este  procedimiento  microfotográfico  proporcionó  al 
químico  inglés  valiosísimos  indicios.  Lo  aplicó  por  pri- 
mera vez  a  un  precioso  cuadro  de  Watteau,  que  repre- 
senta  una  fiesta  campestre  y  se  conserva  en  el  Museo 


pinceladas   de   un    falso   VELAZQUEZ,  COPIA  DE  su  RE- 
TRATO DE  FELIPE  IV,  CON  TRES  DIÁMETROS  DE  AUMENTO. 


r). 


FALc/^iriCACIONE<y' 
íteUADHOj; 


T»Ly°CUbR,EN.. 


MICROFOTOGRAFIA  DE  LA  CABEZA  DE  LA  MISMA  FIGURA  EN  LA 
COPIA  DEL  CUADRO  DE  WATTEAU.  LA  TELA  NO  ESTÁ  RESQUEBRA- 
JADA, PERO  SE  OBSERVAN  EL  EMPASTELADO  DE  LA  FIGURA  Y 
OTROS    DEFECTOS    QUE     ESCAPAN    A     LA    ORDINARIA    OBSERVACIÓN. 


en  las  diferentes  épocas  de  su  vida  antes  de  fallar  sobre  la 
autenticidad  o  falsedad  de  la  obra  que  se  le  atribuye. 

Por  esta  razón  propone  el  profesor  Laurie  que  se  obtengan 
y  establezcan  una  serie  de  microfotografias  de  los  cuadros 
de  cada  pintor  famoso,  correspondientes  a  las  distintas  fases 
de  su  carrera  artística,  a  fin  de  poseer  seguros  puntos  de 
referencia  para  los  casos  de  peritaje,  pues  el  ingenio  de  los 
falsificadores  se  aguza  de  día  en  día  en  las  imitaciones  de 
los  cuadros,  y  guardan  en  su  cartera  multitud  de  fórmulas  y 
recetas  para  engañar  aún  al  más  desconfiado.  Recurren  al 
auxilio  de  la  química,  la  bacteriología,  el  dibujo  y  la  eru- 
dición. 

Entre  las  numerosas  artimañas  de  que  se  valen,  he  aqui 
el  procedimiento  que  emplean  los  más  astutos.  Compran 
a  bajo  precio  un  cuadro  antiguo  en  una  tienda  de  chamari- 
lero, lo  lavan  cuidadosamente  y  pintan  encima  un  asunto 
digno  de  un  ilustre  maestro  con  colores  mezclados  con  ce- 
niza u  hollín  para  darles  aire  de  vetustez.  A  veces  logran  el 
mismo  fin  por  medio  de  una  cola  muy  tenaz  con  que  em- 
durnan  el  cuadro  de  baratillo  y  sobre  la  cual  pegan  una 
copia  reciente  de  una  antigua  tela  maestra.  Después  la  se- 
can al  fuego  para  que  la  cola  se  resquebraje,  y  en  caso  de 
no  resultar  bastantes  escamas,  completan  la  simulación  con 
la  punta  de  un  alfiler.  Si  en  el  cuadro  auténtico  que  falsifi- 
can hay  algún  detalle  difícil  de  imitar,  frotan  aquel  punto 
con  un  lienzo  húmedo  y  a!  cabo  de  unos  cuantos  días  apare- 
ce una  ligera  mohosidad  que  oculta  el  detalle  dificultoso. 
La  última  operación  consiste  en  falsificar  la  firma.  No  vaya 
a  creerse  que  cualquiera,  sin  más  ni  más,  es  capaz  de  imita- 
un  cuadro  antiguo  de  famoso  maestro. 

Algunos  pintores  de  fama  han  imitado  y  aun  plagiado 
a  otros,  como  Pablo  de  Vos  que  copió  a  Snyders.  y  Da- 
vid Teniers  que  remedó  y  aun  cabe  decir  que  falsificS 
a  Ticiano. 

En  la  pintura  moderna  el  peritaje  resulta  algo  más 
difícil,  porque  algunos  pintores,  muy  dignos  y  de  mucho 
talento,  pintan  a  la  manera  de  los  antiguos.  En  estos 
casos,  la  tarea  del  falsificador  se  contrae  a  un  cambio  de 
firma,  para  doblar  o  triplicar  el  valor  de  la  obra  a  los 
ojos  del  crédulo  aficionado. 

Sin  embargo,  los  trabajos  microfotográficos  del  pro- 
fesor Laurie  permitirán  estimar  cada  cuadro  en  su  justo 
valor  y  precisar  con  exactitud  matemática  su  origen  y 
época,  dando  al  César  lo  que  es  del  César  y  a  los  diabó- 
licos amañadores  lo  que  les  corresponde. 


Jacobo  Boyer. 


>,^x — 


N ¿NTP  ¿Q"^  quieren  decir  tus  cam- 
panas?  ¿A  qué  tocas,  Cam- 
panero? En  esta  dulce  mañana  de  do- 
mingo, en  tus  manos  tiene  el  bronce 
una  ternura  singular. 


EL   CAM- 
PA ÑERO. 


Estoy  anunciando  la  misa  mayor;  las  voces 
del  bronce  místico  hablan  por  toda  la  aldea 
y  se  dirigen  resonando  hasta  los  remotos  caseríos.  Es  la 
misa  dominical  la  que  anuncia  mi  campana:  por  eso  te 
suena  tan  tiernamente.  ¿No  la  conoces?  ¿Eres  por 
ventura  extranjero? 

N  ¿  NTP      ^°  ^°y  extranjero,    no,   sino  aquel   que  en 
otros  días  más  ingenuos  y  claros  vino  mu- 
chas veces   a  oír  esta   misa   de  la   aldea.     Soy     el    que 
partió  lejos  y  ahora  está  de  vuelta. 

p    A/PPT)      ¿^  "°   reconoces  del   primer  intento  la  voz 
de   la  campana?    Entonces  tú  has   prevari- 
cado; acaso  eres  un  reprobo. 

NA  VTF  ^°  *®  anticipes  a  juzgarme.  Campanero. 
Pi  A  J'^  J  t.  gj  gj  verdad  que  marché  distante  y  que  mi 
bajel  impetuoso  ha  recorrido  los  puertos  de  todas  las  teo- 
rías, mírame  volver,  y  considera  cuánto  hay  en  mi 
vuelta  de  adhesión  a  las  antiguas  emociones.  Tu  cam- 
pana suena  en  las  sumidades  de  mi  ser,  y  no  sólo  en 
las  aéreas  regiones  de  este  alto  país  ingenuo.  Todos  los 
hilos  de  mi  sensibilidad,  los  más  tenues  y  los  que  pare- 
cían más  dormidos,  al  eco  del  bronce  se  despiertan,  y 
verdaderamente  me  figuro  que  soy  como  una  caja  hen- 
chida de  trémulos  sentimientos. 

PANFRn      ¿^°'°  '^^  sentimientos?   Son   los  agentes  in- 
feriores  de  la  religión.  ¿Por    qué  no   hablas 
de    tus    ideas? 


EL    CAMI- 
N  A  N  T  E. 


Mis  ideas  no  me  pertenecen  ya;  se  me  vola- 
ron todas  como  pájaros  ágiles  al  distraído  y 
codicioso  pajarero.  Yo  las  tuve  en  mi  mano  y  me  enva- 
necí de  sus  pintadas  plumas;  escuché  con  orgullo  sus  va- 
rios cantos,  hasta  que,  aturdido  de  tan  diversa  melodía  y 
perplejo  de  tan  numerosa  variedad,  un  día  comprendí  que 
no  podía  reducir  a  orden  y  número  la  multitud  de  los  pá- 
jaros. Únicamente  me  son  fieles  los  sentimientos. 


EL  CAM 
PANERO 


Sospecho,  pues,  que  fueron 
las  ideas  las  que  arrastra- 
ron tu  bajel  a  esas  remotas  ensenadas 
donde  cantan  ¡as  falaces  teorías.  Tienes 
razón;  los  sentimientos  son  los  últimos 
que  nos  traicionan,  o  los  que  nunca  nos 
defraudan.  Déjame,  entonces,  redoblar 


DIA1Ü0GO 
MONTANA 

CAMINANTE 

CAMpIcNLUO. 


^  Xmlü  c(í. 

é^c  HAI^IA 
l)ALA>EfeR9lA. 


ILVÓTR/vjCiONES  )  DE      SIRIO 


Igueldo,  septiembre  de  1919. 


con  más  brío,  hasta  que  el  aire  se  llene  de  una  profun- 
da sentimentalidad...  Soy  campanero  piadoso  que  ama  su 
música  inocente;  jamás  me  canso  de  redoblar,  como  si  po- 
sitivamente viera  que  entre  mi  campanario  y  el  trono  de 
Dios  hay  tendidas  sutiles  y  vibrantes  cuerdas  de  arpa 
que  suenan  a  gloria. 

EL  CAM IN ANTE.  Jamás  una  música  ha  barrenado 
más  adentro  el   corazón. 


EL  CAM- 
PANERO. 


Pues  bien,  ¿por  qué  no  entras?  Es  la  misma 
misa  que  tú  escuchaste  de  niño.  Ya  el  sacer- 
dote sube  al  altar,  investido  de  las  simbólicas  e  impresio- 
nantes vestiduras;  ya  se  vuelve  al  pueblo  y  pronuncia 
las  palabras  rituales  de  salutación.  Cada  uno  de  sus  gestos 
obedece  a  una  disciplina  que  los  siglos  confirmaron;  todas 
sus  palabras  y  genuflexiones  son  símbolos  de  ideas  que 
han  corroborado  las  razas  y  las  edades.  Cuando  el  incienso 
esparce  su  extraño  perfume,  la  imaginación  asiste  a  maravi- 
llosos desfiles  de  dromedarios,  como  si  ahora  mismo  estu- 
vieran presentes  las  caravanas  arábigas  y  el  propio  Abraham 
encendiese  las  brasas  del  sagrado  sacrificio.  En  los  ver- 
sículos del  Testamento  se  siente  el  rumor  de  las  primiti- 
vas cofradías,  cuando  los  fieles  pululaban  por  los  subur- 
bios de  las  ciudades  griegas,  y  el  rito,  blando  aún,  em- 
pezaba a  plasmarse  en  formas  que  serían  resistentes  en 
¡a  eternidad.  Mira  esos  aldeanos;  sobre  sus  pobres  vidas 
sólo  hay  estrechura,  torpeza,  dolor  y  limitación  espiritual; 
ahora,  sin  embargo,  por  gracia  de  esa  solemne  ceremonia 
a  la  que  asisten  reverentes,  un  reflejo  de  la  divina  llama 
pone  luz  y  sublimidad  en  sus  vidas.  Sus  mentes  se  cla- 
rean, hasta  hacer  que  del  estado  tosco  y  animal  del  vi- 
vir cotidiano  esos  seres  escalen  la  región  de  la  verdadera 
humanidad.  Mira:  el  sacerdote  se  ha  vuelto.  Las  muje- 
res acuden  una  a  una  portando  la  ofrenda  del  pan  y  de 
la  candela.  ¿Ves  esa  niña,  la  última,  con  su  aire  compun- 
gido y  emocionado?  El  sabroso  pan  de  dorada  corteza 
tiene  en  sus  manos  impúberes  una  poesía  inexpresable. 
Deja  la  rosca  crujiente,  se  inclina  y  se  va.  Mientras  se 
aleja,  el  órgano  hace  sus  trémulos  y  sus  acordes  más 
inspirados,  como  si  la  emoción  le  conmoviese  hasta  el 
llanto.  ¿Por  qué  no  entras?.  .  . 


EL    CAMI- 
N  A  N  T  E. 


En  efecto,  entraré.  Pero  déjame  estar  a  un 
lado  y  al  margen.  Ya  te  dije  que  soy  el  que 
vuelve,  y  que  la  fatiga  del  largo  viaje  me  induce  a  buscar  los 
sitios  de  reposo.  En  cambio  de  ese  reposo,  yo  daré  mi  res- 
peto. No  me  pidas  más,  para  no  obligarme  a  mentir.  Dé- 
jame descansar  al  margen.  Campanero. 


EL  CAM- 
PANERO. 


¡Oh,  Caminante!  ¡No  des- 
cansarás nunca  mientras 
permanezcas  al  margen!  Entra  adentro 
del  todo.  Tórnate,  si  no,  al  mar  agita- 
do donde  vuelan  las  inquietas  teorías. 


V 


>>í^— 


Todas  las  primaveras  vuelve  Fader  cargado 
de  lienzos:  hace  su  exposición,  y,  en  seguida, 
toma  a  la  montaña,  hasta  la  primavera  si- 
guiente. 

La  montaña  cordobesa  es  para  él  pingüe 
mina  de  salud  artística  y  de  salud  física.  En 
el  cariño  ferviente  que  Fader  profesa  a  su 
montaña  hay  dos  pgradecimientos  muy  hu- 
manos: el  que  debemos  al  doctor  victorioso 
y  el  que  inspira  el  maestro.  Maestra  y  doc- 
tora, la  montaña  acoge  complacida  a  uno 
de  nuestros  primeros  pintores. 

Y  Fader  no  traslada  allá  la  vida  de  la  ciu- 
dad, sino  que  se  acomoda  al  medio  viviendo 
en  un  rancho  que  es  una  pincelada  blanca  ale- 
gremente puesta  en  un  vallezuelo  encantador 
entre  pinceladas  verdes,  grises,  azules... 

Allí,  en  aquel  valle  que  sólo  él  alcanzó  a 
pintar,  pinta  Fader  sus  luminosas  telas. 

No  se  acomodaría  a  otro  taller.  El  aire 
libre,  oxigenado,  ozonizado  vivifica  la  mente 
y  los  ojos  de  ese  pintor  que  se  ahoga  en  los 


AL   SOL   DE    INVIERNO. 


estudios.  Y  el  colosal  modelo,  la  montaña  se 
cubre  de  flores  silvestres,  se  rocía  con  agua, 
se  pinta  mirándose  en  el  espejo  azul  del  cielo 
para  que  Fader  la  copie.  La  montaña,  y  sus 
montañeses,  y  sus  montaraces  bestias,  hom- 
bres, seres  y  cosas,  están  allí  a  disposición 
del  artista  que  adora  en  ellos. 

Necesítase  un  alma  muy  grande  para  poder 
pintar  en  ese  estudio  sin  muros  ni  techo  hu- 
manos. Hace  falta  un  pincel  que  abocete  y 
detalle  al  mismo  tiempo,  un  pincel  nervioso 
y  reposado  que  analice  y  sintetice.  Ese  es  el 
pincel  de  Fader,  maestro  en  la  expresión  in- 
tensa del  paisaje  montañés,  copiado,  interpre- 
tado por  medio  de  vibrantes  colores  y  de 
pinceladas  vivas. 

Por  eso,  en  los  cuadros  del  formidable  pin- 
tor está  la  verdad  que  atrae  y  emociona,  sen- 
cilla y  complicada,  adusta  y  risueña,  la  ver- 
dad, esa  musa  que  tan  raras  veces  se  une 
a  la  belleza  para  mirarse  en  el  espejo  de 
los  cuadros. 


CANCIÓN   DE   OTOftO. 


Fots,  de  Baldisssrotto. 


EL  SILENCIO    DEL    BAÑADO. 


i=>i_;v.'^s 


yvbcXf 

hnirado  el  sd/n  clpomfn(e/Un  día,/ 
lüten^-á^  la  tñtée  sst  esm&Ko  de  cohre, 
^Íc6  íUn20  fl  &<J8  leon^  favorí^oP 
-para  fldbn-írlofi'  a  5a  rc^a  cor^e, 

% 
Ixf5  oftecío  0120-  vícifl-  doncie  ^odo 
facm  c^plca<dor,t^lícídad,En{onces^ 
cllos^  hxxyeron  en  irope\dlckndoi 
♦No  ^Wen  mm  e^clavo^  le»  IcoHe^r' 

hx.ún¿\S  schre  el  mandg.  cíf  t epmtc, 
5US  olas  df  rDOí-cíelfl^  la  noúi(* 
Hl  vímtb  «flcadío  so.  eabeflrra 
datído  un  gílHdo  de  macabro  oboe. 
\,o8  SíúxÁíS  doblflton  éa  íspm<i2jO^ 
como  un  tn^^ng.  {x&^o  Q.ni(  á  orbe. 
Lfl  úena  ee  ^rra^y-y  en  ecie  ^rm^ 
hubo  una  nt^9. Trflldtcíc5ri7i^obpe 
todo  este  caióto^úleieSy  sít  xnéÁmron 
U^  créhiáas  tgbíiJ^  de  hs  vaonúí»* 

Pero  W  "fferos;  al  liaíj.  de  ptont^o^ 
erK.onÍTaTOn   d  vogrJVc  dieron  wcee 
para  S8a3tg.rk;  -peto  el  tizar  mn¡tns>Oy 
flvanxando  bacía  fflo^'lanT.o  un  ^pe 
de  dfl^  .«obre  la  ploya^poa  tcclerzoff' 
affebradoí  ^n^ieron  el  tfprocbe/ 
hecbo  es-jpuwa  bro-via/de  W  tcercs; 
Ydneron;  í*\líildíto  Fea  el  torpe 
c[ue  no0  dio  rabio,  pero  no  potencial" 

Y  píos;  en^ecídq,  alz>o  9u  noble 
die€5tra  por  coeíT^ar  la  rebfldta, 
y  haciendo  un  m^o  cpe  no  ftewe  JKnpbre 
petrífico  fl  lo»  IfonfF.Hecbofí  TOCd/ 
Wenaron  de  pro^ee^^a  el  l?c?ríxor?6, 

I  boK  todavía,  cuando  el  raar  «e  cefírrila 
en  W  playoF  ex.ta(ícfl^jy  eiiorTXjei^ 
fn  loa  oidoB  reforzar  ge  «íen^e 

Iün  t^erríble  tafldo  de  XeontS'**' 
!  e^     En  el  P( 
■ 


H-i  1^ 

Tru         Qj^ 


Qx9 


ot  un  ciiicion¿u.x: 


LARCÓ 


L^  p!¿lbld5  del^)) 


]Db  nzo5  inibioój 
de  Id  Pickfoid 
Id  fiíiiíer.Vvian 
íldrñn.Glddy/' 


bK!vi5imosCjcle 

ld5  cliicdsOcle 

Mdck  aeniiei 


f 


inaumeuldndi 

aelnpidó 

Cdrli/o5 


rwd  de 
dirbcinL 


[d  miic5ida(V) 
eiiipmdiiGi  aé 


^ — ^Ddid 


M 


de  [d(    JAÍewdvi 


J   4 


El  peinado 

de  cGlaid 
OWdn¿cm 


]g5  lenfe)  de 
Cacd^eiio 


c^ 


—  i::3I_->v.^ü    \.-J_ni^>:x  — 


N  COLECTA   NACIONAL 


ff 


El.    ILUSTRE    PRELADO.    CUYA    PRÉDICA 
CONSTANTE-'Y     ELOCUENTE,     FUÉ     UNO 

AS  conferencias  pronun- 
ciadas este  año  por  mon- 
señor de   Andrea  en   la 
Catedral,   primero,  y  en 
—55)     el  Grand  Splendid  Thea- 
'         tre,  después,  han  alcan- 
zado resonancia  nacio- 
nal. Coadyuvaron   a  tal 
i     éxito  la  personalidad  del 


¿^^ 


¿í 


— ^«;e^^^fí£3. 


J L 


DE     LOS     MAS     GRANDES     FACTORES 
PARA     EL     ÉXITO     DE     LA     COLECTA. 


orador,  cuyos  positivos  valores  se  han  impuesto 
a  la  consideración  de  sus  conciudadanos,  el  inte- 
rés de  los  temas  dilucidados  y  su  influencia  sobre 
la  empresa  de  la  Unión  Popular  Católica:  la  Gran 
Colecta  con  propósitos  sociales. 

La  dedicación  acertada  del  prestigioso  sacerdo- 
te al  estudio  de  los  problemas  sociológicos,  no  se 
discute.  Reorganizador  de  la  vasta  institución 
de  los  Círculos  Obreros,  estos  han  acrecentado, 


—  í=>i.s'>^s>  >^'i_rrP3>2K.— 


ILMa   MOHSEÜOR   FKVNCISCO   ALBEKTI, 
OBtSrO  AUXlUAJt  OE  LA  AKQUIDIÓCESIS 


ILMO.    VONSEÑOR    ABEL  BAZÁN  Y  BUSTOS, 
.Tk^  OBiSPO    DE    PARANÁ. 


S.   E.   REVMO.    MONSEÑOR   DR.   ALBERTO. 

VASSALLO     DI      TORREGROSSA,     NUNCIO 

APOSTÓLICO. 


JiOÜÜ 


en  los  últimos  seis  años,  su  número,  fuerza  y  actividad.  A  él  debe  su  origen 
la  Confederación  Profesional  Argentina,  que  cuenta  con  sindicatos  que  ac- 
túan eficientemente,  dentro  del  orden  y  al  amparo  de  la  Constitución.  La 
propaganda  popular  al  aire  libre,  con  la  intervención  del  clero  en  las  pú- 
blicas tribunas,  que  ha  merecido  el  aplauso  entusiasta  de  los  argentinos. 
que  es  imitada  en  Norte  América  y  otros  paisas,  lo  considera  su  principal 
propulsor.  Centros  numerosos  de  estudio  y  acción  social  han  surgido  como 
una  lógica  consecuencia  de  sus  valientes  e  intensas  campañas.  A  él  pertenece 
la  iniciativa  y  convocatoria 


del  Primer  Congreso  Lati- 
noamericano de  los  católi- 
cos sociales,  realizado  en 
Buenos  Aires,  para  tratar 
de  la  organización  profe- 
sional obrera.  Rector  ac- 
tualmente de  la  Universi- 
dad Católica,  imprime  a 
ese  centro  de  superior  cul- 
tura, rumbo  y  normas  que 
significan  una  compren- 
sión amplia  y  actual  del 
momento  difícil  que  vi- 
vimos. 

De  grandes  prestigios  en 
las  diversas  clases  de  nues- 
tra sociedad,  joven,  estu- 
dioso e  infatigable,  posee. 
con  un  sugestionante  don 
de  gentes,  la  suprema  vir- 
tud de  la  serenidad,  que  le 
permite  ser  accesible  a  to- 
das las  inspiraciones  salu- 
dables y  enriquecer  su  pen- 
samiento con  la  experien- 
cia de  los  que  en  diversos 
campos,  sinceramente  tra- 
bajan por  el  mejoramiento 
colectivo,  llegando  por  tal 
manera,  a  la  eficacia,  en 
todas  sus  tareas.  Su  excep- 
cional perseverancia  nunca 
asume  la  rigidez  inexplica- 
ble de  método,  que  tantas 
buenas  empresas  suele  ma- 
lograr. Por  eso  el  Episco- 
pado Argentino,  al  sancio- 
nar la  U.  P.  C.  A.,  desti- 
nada a  disciplinar  las  ener- 
gías vitales  del  catolicismo 
en  el  país,  aprobó  sin  dis- 
crepancia su  nombramien- 
to de  asesor  de  la  Junta 
Nacional. 

Quedaría  trunca  esta 
semblanza  si  olvidáramos 
la  elocuencia  de  monseñor 
de  Andrea.  Es  la  oratoria, 
considerada  en  sí  misma,  y 
queda  incluida  natural  y 
especialmente  la  sagrada, 
un  ministerio  lleno  de  difi- 
cultades. Debe  considerar- 
se, además,  la  resistencia 


SEÑORA  AOELIA 
HARILAOS  DE  OL- 
MOS. LA  DISTIH- 
OUIDA  DAMA  A 
CUYA    MACNIPI- 


■  'WM^^^^^M 


del  ambiente,  que  exige  en  ocasiones  el  sacrificio  del  método  al  capricho 
de  la  moda.  Pensamos  que  el  doctor  de  Andrea  al  exponer  con  sencillez, 
vigor  y  eficacia  los  conceptos  profundos,  ha  contribuido,  con  otros  sacer- 
dotes jóvenes,  al  destierro  de  las  artificiales  ampulosidades  y  de  los  con- 
vencionalismos efectistas,  muy  aplaudidos  en  otras  épocas. 
Estamos  en  la  Catedral. 

La  luz   que  arrojan   los  vitrales  no  alcanza  al  pulpito,  en  el  que,  por  la 
suave  penumbra,  adquiere  una  obscura  tonalidad  el   hábito   prelaticio  que 

viste  el  sacerdote.  La  fir- 
meza y  serenidad  de  las 
primeras  palabras  se  trans- 
miten al  oyente. 

Desde  el  principio  cau- 
tivan la  confianza  y  con- 
quistan la  simpatía  del 
auditorio.  La  voz  de  sono- 
ridades melodiosas,  llena 
los  ámbitos.  El  tema  es  ex- 
puesto y  comentado  con 
lógica  y  maestría.  Preciso 
y  convincente,  ejercita  el 
orador  el  secreto  de  comu- 
nicar a  su  auditorio  el  en- 
tusiasmo y  la  emoción  que 
desbordan  de  su  espíritu. 
A  toda  conciencia  realiza 
el  apostolado  de  la  pala- 
bra. Por  eso  domina.  Nos 
parece  el  orador  uno  de 
aquellos  clérigos,  destaca- 
dos en  las  páginas  de  nues- 
tra historia,  preclaros 
fuertes  y  elocuentes,  que 
desde  la  misma  cátedra 
agitaron  la  conciencia  de  la 
gran  aldea,  llegando  algu- 
nas veces  sus  acentos,  so- 
noros y  encendidos,  hasta 
los  confines  de  la  nación. 
Un  chorro  de  luz  que 
viene  de  la  cúpula,  pone 
resplandores  de  oro  sobre 
la  inscripción  del  friso: 
Ego  vici  mundum.  Y  esa 
frase,  expresión  gloriosa 
del  triunfo  de  Cristo  y  del 
éxito  de  su  doctrina,  re- 
sulta una  brillante  confir- 
mación de  las  palabras  del 
orador. 

Explícase  así  que  las 
conferencias  de  monseñor 
de  Andrea,  como  se  ha  pro- 
clamado con  toda  justicia, 
hayan  influido  poderosa- 
mente en  los  resultados  de 
la  Gran  Colecta  Nacional, 
que  por  sus  finalidades  nos 
coloca  a  la  vanguardia  de 
los  países  sooialmente  más 
adelantados. 

Dionisio  R.  Napal. 


cencía  debe  la 
colecta  nacio- 
NAL UNO  DE   LOS      P//?r\ 
MÁS    IMPORTAN- 
TES   DONATIVOS. 


&• 


& 


FOTOORAFIA     DE    VAN     RIEL. 


^L  Ro./V\Rj  lO 


'-/', 


OLLO 


í.\  -/'OTOM  AYOB_ 


—  r^L^V^-S 


^LuClS  3Xt 


OMO  nota  de  arte  y  como  exteriorización  elo- 
cuente de  un  progreso  indudable,  la  obra  eje- 
cutada en  la  suntuosa  residencia  del  señor  Juan 
Pedro  Llano  reclama  y  admite  un  comentario. 
Por  encima  de  la  riqueza  intrínseca  de  la  obra: 
por  sobre  el  valor  que  representa  como  testi- 


monio de  un  esfuerzo  industrial  nació  la'. 
brillantemente  cumplido,  tiene  esta  notable 
ejecución  los  méritos  de  una  concepción  artís- 
tica presidida  por  un  espíritu  fino  y  delicado. 
Y  junto  a  él,  imaginamos  al  maestro  consciente 
y  estudioso   que,   respetando  todo  cuanto  se 


— i=>L;v/rs 


refiere  a  los  moldes  del  estilo  Georgian  de  la  se- 
gunda época,  sobre  uno  de  cuyos  más  ricos  ejem- 
plos está  basado  el  proyecto,  no  ha  querido  escla- 
vizarse en  hacer  una  fiel  copia,  sino  que  evidencia 
en  esta  ocasión  el  deseo  de  aprovechar  los  detalles 
aooesibles  a  transformaciones  capaces  de  imprimir 
al  conjunto  una  originalidad  digna  de  toda  pon- 
deración. 

Observa  asi.  pues,  el  proyecto  todas  las  carac- 
terísticas salientes  del  famoso  estilo.  Zócalo  de 
caoba  con  molduras  finamente  talladas  y  reves- 
tidas de  dorado.  En  la  parte  superior  de  los  gran- 
des tableros  se  destacan,  en  alto  relieve,  hermosos 
motivos  en  los  que  se  advierte  una  delicada  inspi- 
ración en  los  maravillosos  ejemplos  dejados  por 
el  célebre  tallista  Grinling  Gibbons. 

\  ft  pilastras  de  orden  corintio,  con  capiteles 
dorados,  dan  la  imprtsiói  de  sostener  al  hermoso 
cielo  raso  de  yeso,  cuya  decoración  con  motivos 
en  alto  relieve  cooperan  a  imprimir  a  la  obra  brillo 
y  magnificencia  singulares.  Y  estas  pilastras  rom- 
pen con  su  imponente  presencia  un  friso  de  damas- 
co de  seda,  cuyos  tonos  azul  y  oro  ponen  e.i  el 
ambiente  una  nota  de  agradable  severidad. 

Las  arcadas  se  anticipan  también  a  atenuar  la 
monotonía  que  el   critico   pudiera  encontrar  en 


este  alto  friso;  y  mientras  una  de  ellas  sirve  de 
marco  a  un  soberbio  espejo  que  llega  a  descansar 
casi  sobre  el  aparador,  la  otra  comunica  con  el 
jardín  de  invierno,  ingeniosamente  trazado. 

El  mismo  espíritu  de  sabia  selección  denota  el 
amueblamiento.  Destácass  el  hermoso  aparador 
de  proporciones  ajustadas  a  la  grandeza  del  con- 
junto, con  tallas  admirables  continuadas  en  las 
ménsulas  que  soportan  el  regio  mueble. 

Y  la  tendencia  del  proyectista,  que  señalára- 
mos anteriormente,  de  introducir  notas  originales 


en  la  concepción  artística,  queda  evidenciada  de 
nuevo  en  la  ejecución  de  la  mesa  de  trinchar, 
cuyas  lineas  difieren  completamente  de  las  de 
aquél,  apartándose  así  de  la  regla  dura  e  i.ivariable 
de  seguir  en  este  mueble  el   estilo   del  aparador. 

A  tal  efecto,  ha  reproducido  un  hermoso  side- 
tablc.  de  modelo  rarísimo. 

Las  sillas,  importadas,  son  copias  fieles  de  un 
modelo  existente  en  un  museo  londinense,  debién- 
dose el  original  a  un  artista  ebanista  del  año  1735. 
Sus  asientos  tapizados  en  damasco  armonizan 
delicadamente  con  el  colorido  del  friso. 

Y  por  último,  la  araña,  de  concepción  simple  y 
hermosa,  y  los  artefactos  colocados  sobre  las 
pilastras  próximas  al  gran  espejo  complementan 
brillantemente  el  conjunto. 

Cumple  a  nuestra  sinceridad  presentar  a  la 
distinguida  familia  de  Llano  las  felicitaciones  más 
efusivas  por  el  refinado  buen  gusto  que  respira 
su  regio  hogar  de  la  Avenida  Quintana,  incorpo- 
rado así  al  núcleo  selecto  de  las  mansiones  pre- 
dilectas y  juntamente  a  los  señores  directores  de 
a  sociedad  Thompson  Muebles  Lda.,  cuyos  sóli- 
dos prestigios  quedan  justificados  una  vez  más 
ante  la  magnitud  de  tan  delicioso  proyecto  y 
notable  ejecución. 


UN    CEMENTERIO    DEL    EGIPTO    MODERNO 


HACIENDO    CONTRASTE    CON    LAS    MONUMENTALES    TUMBAS    DEL    EO.'PTO    FARAÓNICO,    ESTOS     SEPULCROS,     DE    UNA     NECRÓPOLIS    ISLAMITA    CONTEMPORÁNEA,    REVISTEN     UN     ASPECTO 
DE     SENCILLEZ     QUE     RECUERDA      LOS     CEMENTERIOS      DE      LAS     ALDEAS     CRISTIANAS,      ENCLAVADOS    ENTRE    ÁRBOLES     BAJO    CUYA     SOMBRA    REPOSAN    HUMILDEMENTE    LOS    POBRES. 


— i:3l.^v^.S 


"1:2.'^- 


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Siempre  la  flor  más  rica  en  savia,  suele  ser  la  más  bella... 

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ÚBi.icA   Argentina:       i  V 1 .        V_^ .       LlC       i  V 1  W  i  N   /i.  V_v  W  BUENOS     AIRES 


Único  Concesionario- Importador 
EN  la  Repi 


•  I3>I_^>^.S    'VLjrPR.'X— 


M   E    Z   Q   U   I   T 


Además  de  Sania  Sofu  U  Mayor.  qu« 
los  taróos  llaman  Aja  Sophia.  tiene  Cons 
tantlnopU  62  mezquitas  principales;  las 
de  menor  importancia  son  mis. 

Entrv  aquéllas,  la  de  Mahoroed  II  el 
Conquisudsr  es  una  de  las  mejores. 
Construida,  como  casi  todas,  a  imita- 
cite  de  Santa  Sofia.  sus  planos  se  deben 
al  arquitecto  bizantino  Crístódulo.  Apro- 
«echásB  para  emplazarla  el  sitio  donde 
estuvo  erifida  la  iKlasia  de  los  Santos 
Aptetotts.  edífícada  en  la  época  del  em- 
perador Justiniano.  Este  templo  era  uno 
de  ka  panteones  de  los  soberanos  bizan- 
tinos. Los  huesos  y  las  oenizas  imperiales 
fueron  mezclados  con  la  argamasa  de  los 
cimientos.  Mahomed,  con  esta  medida 
que  él  ordenó  a  modo  de  escarnio,  sólo 
oonsifuió  dar  vida  a  un  símbolo:  todo 
el  poder  y  la  cultura  osmanli  está  unida 
intimamenle  a  los  huesos  y  cenizas  del 
arte  cristiano,  y  nada  supo  el  turco 
crear,  sin  imit^. 

La  mezquita  de  Mahomed  II.  obra 
del  siflo  XV,  tiene  un  aspecto  imponente 
a  pesar  de  su  sencillez,  y  ocupa  una  gran 
irea. 

La  cúpula  central,  que  se  basa  sobre 
ctiatro  medias  cúpulas,  está  admirable- 
mente decorada  con  severos  ornamentos. 
Cuatro  torrecillas  y  dos  alminares  lan- 
ceolados la  flanquean,  además  de  nu- 
merrjaoa  adornos,  dando  el  todo  un 
aspecto  de  elegancia  admirable.  Es  uno 
de  los  templos  turcos  que  mayores  des- 
perfectos sufrió  con  los  terremotos. 

A  poco  de  terminarse,  el  movimiento 
seísmico  de  IS09  estuvo  a  punto  de  des 
truirla.  Los  terremotos  de  1768  y  1893 
también  la  averiaron  bastante,  necesi- 
tándose hacer  reparaciones  indignas  de 
la  obra  del  arquitecto  bizantino. 

Para  premiar  el  talento  del  artista 
tránsfuga  Crístódulo,  Mahomed  le  con- 
cedió la  propiedad  de  una  caite  situada 
cerca  de  la  mezquita,  amén  de  pagarle 
sultanescamente  su  trabajo,  transfor- 
mando de  esta  manera  en  casero  a  un 
arquitecto,  cosa  bastante  difícil. 


MAHOMED 


I  I 


HlllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllIIIIIIIIIIIIIIlItlIllllllllllllllllllItlIlllllllllllllllllH 


E.   BISH  i 


FABRICA  DE  CARTERAS 
Y      MARROQUINERIA 

FINA 


=  bi^'dTpSl ía'r\"nt"dá. s65.-  ESMERALDA,  81.    = 

^      BoWta  en  seda  fantasía  y  broche  = 

S      imitaciÓTi  de  plata  y  carey.  $  35.-  Unión  Teleíónica,    1470  (Avenida).  — 

HÍlllillillliiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiri 

rTxrnxrrrnxr  rrrrixrnnnnnrrinitx  r  j:xxin:  rirrES 

u  Sederías.  Lanas  y  Fantasías  :1 


"taávn 


M 
M 
14 
M 
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M 
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M 
M 


NADIE 

VENDE 

MAS 

BARATO 


l  Su  .\   I  ,\>.\    I.MI'OK1A|J01<.\  pUK    HACR  SI?S    VENTAS 
AL  DETALLE  AL  MISMO  PKIXÍO  fjUE  AL  POK  MAYOH 


1-; 
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Detener  la    caída   del   cabello.  —  Hacer  desaparecer    la    caspa.  — Volver 
alas  canas,  sin   teñirlas,  su  color  primitivo. — CURAR   LA  CALVICIE. 

A  \/TC  A  K  /[(^C.     Que  traficantes  sin  moral,  apoyados  en  nuestro  creciente   éxito,  tratan    de   en- 
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NO      PUEDO      OBLIGAR!... 

—  Es  usted  horriblemente  dejado,  transcurre  su  vida  entre  una  serie  de  desórdenes  inconcebibles,  /malgasta  usted  su  dinero  y  la  salud 
de  mi  hija,  con  su  conducta  incalificable. 

—  |0h,  padre!...  y  agregado  a  todas  sus  malas  acciones,  su  conducta  de  mal  padre  y  peor  esposo,  agregado  a  todo  esto,  fué  descui- 
dando su  caijello,  y  éste  a  consecuencia  de  su  poca  preocupación,  le  fué  desapareciendo  poco  a  poco,  hasta  ostentar  hoy  esa  cabeza  calva, 
completamente  calva...  esto  es  horrible!...  

El  exterior  de  una  persona    influye  enormemente  en  el  éxito  de  la  vida.  —  Uno  de  los  adornos   más   indispensables  en  el  ser    humano  ^ 

es  el  cabello.  —  Un  hombre  desprovisto  de  cabello  pierde,  en  su  estética  personal,  un  90  %,  pues  su  exterior  ofrece  un  aspecto  deplorable.  Q 

—  Un  anciano  con  abundante  cabellera,  rejuvenece  su  rostro.  ^ 

Póngase  desde  hoy  en  tratamiento,  y  su  cabeza  se  cubrirá  de  hermoso  y  abundante  pelo,  y  si  su  cabello,  a  consecuencia   de  cualquier  ü 

causa,  se  le  está  cayendo,  la  caída  será  detenida  de  inmediato.  ^ 

Use  el  remedio  reconocido  universalmente  como       INSUPERABLE  ^ 

!  ^'Específico  Boliviano  BENGURIA"  \ 


9 


CERTIFICADO 

Del  Señor  Cónsul  General  de  Bolivia  en  Valparaíso,  Don  Daniel 
Ballivian: 

Certifico  que  con  el  uso  del  medicamento  del  señor  Benguria,  se 
me  ha  detenido  en  absoluto  la  caída  del  pelo,  debiendo  advertir  que  he 
empleado  dicho  medicamento  durante  muy  poco  tiempo. 

Daniel  Ballivian. 

Del  señor  Ricardo  Echeverría  P.: 

Bl  que  subscribe,  certifica  que  después  de  haber  usado  por  más  de 
dos  años  una  infinidad  de  medicamentos  sin  ningún  resultado,  contra 
la  caída  del  cabello,  calvicie,  etc.,  he  usado,  por  espacio  de  cuatro  meses, 
el  que  venden  y  aplican  los  señores  Benguria.  de  Bolivia.  y  he  obtenido 
con  él  el  evitar  por  completo  la  caída  del  pelo  y  tener  al  presente  una 
gran  cantidad  de  pelo  nuevo,  por  lo  que  me  doy  por  satisfecho  de  su  resul- 
tado. 

Doy  el  presente  para  los  fines  que  convenga  a  los  interesados. 

Ricardo  Echeverría  P. 


—  ir>L;s^.S    xL-nri:3^x- 


NICOLÁS 
AVELLANEDA 


[incorporado 

A    LOS   CINCO    AÑOS    DEL 

Colegio  Nacional  B.  Rivadavia 

Fundadores  : 

MATÍAS  SABATE   y 
JOSÉ   S.    DASTUGUE 

Director: 

ANÍBAL  B.  DASTUGUE  ( ingcni.ro  cívü, 

Cursos    Secundarios, 
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Trimestre  {  3  ejemplares) $    3.      ■% 

Semestre    (6  »         ) »    6.-  -     » 

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Fundadores: 

MATÍAS   SABATE  y 
JOSÉ    S.    DASTUGUE 

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ANÍBAL    B.    DASTUGUE  (Ingeniero  Civil) 


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AratviQ/^ 


'  Nc  me  gusta  hablar  de  mi  per- 
sena  —  dijo  modestamente  el  viejo 
Quilques.  —  porque  lo  primerito  que 
dicen  las  malas  lenguas  es  que  uno 
quiere  darse  tono:  pero,  ya  que  uste- 
des están  empeñaos,  no  tendré  más 
remedio  que  contarles  algo  de  mi 
vida.  Disculpen,  si  me  propaso. . . 

—  No  se  fije  en  eso.  amigo  —  ex- 
presó con  soma  el  comisario.  —  por- 
que aquí  todos  sabemos  quién  es 
usté  y  no  hay  naide  en  esta  reunión 
capaz  de  poner  en  duda  la  verdá  de 
sus  asertos,  a  más  que  su  modestia 
es  conocida  en  el  pago,  como  la 
plata. . . 

—  De  juro  —  agregó  el  juei  son- 
ríen dcse.  con  discreción  propia  de  la 

."«;  —  los  hombres  como  usté, 
■iñero.  tienen  derecho  a  ala- 
barse, porque  pertenecen  a  la  histo- 
ria, aunque  sus  hechos  gloriosos  pa- 
rezcan increíbles. . . 

Los  circunstantes,  que  eran  mu- 
umpieron  en  clamorosas 
nes.  preparándose  a  oir 
a.-.ecacias  de  curioso  y  nunca  igua- 
lado valor,  dichas  con  la  vehemen- 
cia del  que  ha  sido  actor  real  o  ha 
imaginado  serlo,  quetodoes  lo  mis- 
mo cuando  nadie  se  ha  de  tomar  la 
ardua  tarea  de  hacer  investigacio- 
nes comprobatorias. . . 

—  Güeno  —  continuó  Quilques, 
mclinando  la  cabeza,  un  poco  ru- 
borizado, —  cuando  yo  tenia  vente 
años  era  lindo  mozo . . . 

—  Ya  se  ve  por  la  muestra 
dijo  el  pulpero. 

—  Ansina  es,  amigazo,  contestó 
el  aludido:  y  eso  que.  como  pasa  con 
las  bebidas  que  usté  nos  vende,  mi 
cara  se  conserva  agradable,  gracias  al  agua  pu- 
ra. . .  solamente.  El  comerciante  quiso  decir  algo, 
pero  no  se  le  entendió,  a  causa  del  alboroto  que 
produjo  la  ocurrencia  del  viejo.  Restablecido  el 
silencio,  éste  siguió  su  discurso: 

—  Era  lindo  mozo,  muy  enamorao  y  mujerengo, 
como  empleao  de  polecía... 

—  Respete  a  la  autoridad  —  interrumpió  el  co- 
misario, fingiendo  enojo. 

—  Perdone  si  le  pegué,  comendante,  pero  yo  tiré 
a  la  bandada  con  mala  puntería.  Y  como  siempre 
sucede  con  los  chambones,  ha  cáido  un  inocente... 

Redoblaron  las  carcajadas  y  los  gritos,  que 
parecían  inacabables.  Entonces  un  paisano,  impa- 
ciente, dijo: 

—  Dejelón  hablar,  porque  sino,  nunca  va  a 
desenrollar  el  lazo. 

—  Gracias,  aparcero,  por  la  ayuda  que  me  ha 
prestao  tan  a  tiempo  —  contestó  Quilques,  colo- 
cando en  la  mesa  la  copa  que  acababa  de  empi- 
narse . . . 

Y  aura  —  prosiguió,  limpiándose  la  boca  con 
la  mano  -  voy  a  continuar  mi  narración,  si  no  me 
atajan  otra  vez ... 

Como  era  enamorao.  tenia  muchas  novias,  y 
una  con  potrero  reservao  en  mi  corazón.  Nunca 
la  olvidaré,  porque  era  güeña  moza,  con  un  cuerpo 
capaz  de  dar  hambre  al  más  satisfecho  y  unos  ojos 
negrazos.  de  esos  que  cuando  miran  prienden 
juego  las  entrañas,  como  si  jueran  de  pasto  seco . . . 

La  guerra  ardía  en  tuito  el  páis.  y  yo  había 
ido  a  la  casa  de  mi  prenda  a  despedirme,  porque 
estaba  resuelto  a  esconderme  en  el  monte,  pa  no 
servir  a  naide.  Me  encontraba  en  la  puerta  del 
rancho,  teniendo  el  caballo  de  la  rienda,  cuando 
se  me  echaron  encima  unos  cuantos  milicos,  sin 
darme  tiempo  a  disparar...  el  trabuco. 

Era  una  leva  del  gobierno, 

—  Monte  en  seguida  —  me  gritó  el  capitanejo 
-.ue  los  mandaba  -     y  marche  con  nosotros. 

Me  arriaron,  pues,  haciéndome  servir  a  la  juerza 
i^  muchacha  ¡pobrecita!  era  un  mar  de  llanto. 

—  No  llores,  prenda  le  dije  de  lejos,  pa  con 
solarla.  —  que  pronto  te  va  a  ver  mi  recao... 

Los  milicos  se  rieron  y  a  mi  me  dentro  tal  indi 
nación,  que  si  no  hubiera  sido  porque  estaba  atao 
codo  con  codo,  allí  no  más  dejo  dos  o  tres  acos 
taos...  durmiendo  la  siesta  e  la  etemidá. 

Al  prencipio.  la  vida  melitar  me  pareció  muy 
dura.  :ero  f]  hi-.r-iVro  que  es  hombre  sabe  jinetear 


el  destino,  y  en  poco  tiempo  me  hice  soldao.  Los 
jefes  estaban  contentos  conmigo  y  ¡cómo  no!  si 
era  guapetón  y  animoso  como  ninguno.  Pronto 
me  hicieron  clase  y  me  dieron  pa  mandar  una 
compañía  de  indiazos  crudos,  tuitos  lanceros  ve- 
teranos. 

No  habíamos  peleao  entuavía.  porque  había 
mucha  escasés  de  armamento;  pero  una  mañana, 
tan  fría  que  los  pastos  parecían  vidriaos  por  la 
escarcha,  cayó  sobre  nosotros  una  nube  de  con- 
trarios, que  de  la  primera  descarga  nos  barrieron, 
matándonos  al  coronel  y  a  tuitos  los  oficiales. 

El  caso  era  apretao,  y  comprendiendo  que  tuita 
la  responsabilidá  cáia  sobre  mí.  hice  la  pata  ancha, 
como  se  dice,  impartiendo  órdenes  al  resto 
de  la  gente.  Formaron  bajo  el  fuego,  y  cuando  vi 
que  estaban  montaos  y  con  las  lanzas  firmes,  les 
grité: 

—  Muchachos,  saquesén  los  ponchos,  que  en  el 
otro  mundo  no  hace  frío... 

Me  comprendieron,  como  guanos  criollos,  y  se 
quedaron  en  un  santiamén  con  el  cuero  al  sol. 

—  Aura  —  volví  a  gritarles  —  a  la  carga  y  a 
morir  cada  uno  en  su  ley. 

Eramos  unos  quinientos  y  los  enemigos  más  de 
cuatro  mil;  pero,  ¡qué  importaba!,  ¡quién  iba  a 
poder  con  nuestro  coraje! 

Atrepellamos  como  fieras  que  salen  de  la  jaula 
y  jué  tan  tremenda  la  arremetida,  que  los  fletes 
pasaron  de  lao  a  lao  el  ejército  enemigo,  dejando 
un  camino  de  muertos,  lo  mesmo  que  cuando  pasa 
la  segadora  por  un  campo  e  trigo... 

Dimos  güelta  cara  y  atacamos  con  más  juria, 
cien  y  cien  veces,  abriendo  boquetes  por  donde 
entrábamos. 

Dispués  vino  el  entrevero  más  bárbaro  que  he 
visto  en  mi  vida;  las  lanzas  se  cruzaban  de  pecho 
a  pecho,  formando  una  empalizada  y  las  astillas 
de  las  chuzas  volaban  como  pajas  en  día  de  trilla, 
con  juerte  viento. 

¡Qué  mortandá,  virgen  santa!  Yo  perdí  unos 
cien  hombres,  tuve  que  cambiar  veinte  ocasiones 
de  caballo  y  salí  casi  enterito  del  combate,  porque 
no  hicieron  más  que  pegarme  un  lanzazo  en  un 
costao,  hondo  de  media  cuarta;  pero  pronto  se 
me  curó  sin   remedios. 

Tres  días  dispués  de  la  Vitoria,  apareció  el 
general  en  jefe  al  frente  del  ejército. 

—  ¿Y  el  enemigo?  -  me  preguntó,  en  cuanto 
me  vio. 


Otiilquej* 

—  Ya  no  hay  enemigo  —  le  con- 
testé —  haciéndole  la  venia. 

Y  con  tuita  sencillez  le  mostré  el 
campo  e  batalla,  sembrao  de  lanzas 
y  juciles. 

Está  redotao  completamente, 
mi  general.  He  tomao  treinta  caño- 
nes, tres  mil  lanzas  y  mil  prisione- 
ros; los  demás  ya  son  dijuntos. 
Cuando  se  convenció  de  que  yo 
^  no  mentía,  hizo  formar  la  gente  en 

-•^  linea  e  parada.  Redoblaron  los  tam- 

Jf^  bores  y  sonaron  los  clarines,  en  una 

'/^  diana  que  parecía  un  saludo  a  la  glo- 

ria. En  seguida  se  alzó  sobre  los  es- 
tribos y  dijo  con  voz  tan  juerte  que 
repercutió  por  los  campos  y  sierras: 
Soldaos:  el  teniente  coronel 
Quilques. . . 

Yo  le  interrumpí  poniendo  en 
alto  el  sable: 

Gracias,   mi   general,    por  el 
acenso . . . 

El  continuó  en    el  mismo  tono: 

—  El  coronel  Quilques... 

Y  yo  volví  a  interrumpirlo: 

—  Gracias,  mi  general,  por  el  se- 
gundo grado.  . . 

Y  últimamente  resolví  callarme, 
porque  sino  el  hombre,  de  entusias- 
mao,  iba  a  acabar  con  tuito  el  esca- 
lafón. 

—  E!  coronel  Quilques  —  siguió 
el  general  —  ha  llevao  a  cabo  una 
ación  heroica,  dina  de  pasar  a  la  his- 
toria melitar  del  páis.  Con  un  puñao 
de  reclutas  mal  armaos  ha  deshecho 
completamente  al  enemigo.  En 
nombre  del  gobierno  ordeno  que,  de 
hoy  en  adelante,  no  se  le  llame  co- 
ronel a  secas,  sino  héroe  invito  de 
la  patria. . . 

Yo,  a!  oírlo,  me  puse  a  llorar  como  una  criatura... 
muerta  de  hambre...  y  los  soldaos  se  pasaron  las 
manos  por  los  ojos,  pa  limpiarse  las  lágrimas... 

Cuando  el  viejo  Quilques  terminó  su  narración, 
un  verdadero  delirio  se  apoderó  de  los  oyentes  y 
si  no  es  por  la  intervención  del  comisario,  el  héroe 
habría  sufrido  algún  contratiempo  grave.  De  tal 
magnitud  eran  los  abrazos  y  los  estrujones  que  le 
daban...  Aprovechando  un  momento  de  tregua, 
el  juez  de  paz,  siempre  taimado  y  socarrón,  inte- 
rrogó  a  Quilques: 

—  ¿Y  la  novia,  qué  se  hizo  a  todo  esto?  No  nos 
ha  hablao  nada  de  ella. 

—  Aura  verán  —  respondió  el  viejo,  achicando 
los  ojos:  -  cuando  iba  acercándome  al  pago  de 
güelta,  porque  la  guerra  había  acabao  —  yo  venía 
pensando  en  la  muchacha  y  me  decía: 

—  Si  es  fiel.  . .  ha  de  estar  con  otro. . . 

Y  ansina  jué,  porque,  al  dentrar  al  rancho,  la 
vi  vestida  de  novia,  del  brazo  de  un  endevido 
con  cara  e  sonso,  qui  iba  a  ser  el  marido. 

La  pobrecita  casi  se  desmayó  del  susto,  pero  yo, 
con  el  triunfo,  me  había  güelto  generoso,  y  a  quema 
ropa,  pa  que  viese  que  aquello  no  me  importaba, 
le  dije  al  oído,  poniendo  mi  cabeza  entre  ella  y 
el  prometido: 

—  No  importa  que  te  cases,  si  no  me  olvidas. .. 

—  Eso  está  bien  explicao,  repuso  el  juez,  rién- 
dose a  carcajadas,  pero  hay  un  punto  muy  escuro 
que  precisa  aclaración,  y  es  éste:  yo  hace  más  de 
cincuenta  años  que  vivo  en  la  sesión  y  treinta 
que  aministro  justicia,  y  nunca  supe  que  usté 
había  sido  soldao,  ni  que  era  héroe  invito.  Siempre 
lo  conocí  cantor,  guitarrero,  domador  de  potros  . . . 
y  más  pacífico  que  un  santo. 

—  Espérese,  amigo  —  replicó  Quilques.  sin  in- 
mutarse —  lo  que  usté  dice  es  cierto,  pero  tamién 
es  cierto  que  si  se  escarba  un  poco,  tuitos  los  gue- 
rreros de  la  historia,  que  el  clarín  de  la  fama  ha 
pregonao,  han  sido  tan  heroicos  y  han  ganao  tan- 
tas batallas  como  yo.  Son  cuentos,  amigazo,  que 
han  repetido  los  sonsos,  durante  muchos  años,  y 
que  a  juerza  de  contarlos    se  hicieron  verídicos, 

Aura  ustedes,  que  son  gente  a  propósito  pa  eso, 
repitan  la  historia  de  mis  hazañas,  y  puede  que, 
con  el  andar  del  tiempo,  se  le  haga  cierto- al  gobier- 
no y  me  regale  una  pensionsita  pa  pasarla  vejez... 


Santiago  Maciel. 


ILUSTRACIÓN    DE    PELÁEZ. 


—  r-^jL^^^'s   "V''t_/T"r3  yo^- 


¡L  *  CON  VCrNTO  i  D  *  f  ATní  ^iLoRErxíZO 


A  poca  distancia  de  Ro- 
sario y  sobre  la  escarpada 
margen  del  Paraná,  álzase 
todavía  el  convento  francis- 
cano a  cuyo  abrigo  inauguró 
el  glorioso  San  Martin  sus 
triunfos  libertadores. 

El  histórico  edificio,  sen- 
cilla obra  de  mediados  del 
siglo  xviii,  es  un  verdadero 
modelo  de  pobreza  francis- 
cana. No  hay  alli  claustros 
artesonados,  ni  lujosos  alta- 
res ni  obras  maestras  artís- 
ticas. Pero,  en  cambio,  su 
valor  como  reliquia  histórica 
está  por  encima  de  toda  va- 
lorización. 

Comprendiéndolo  asi,  las 
comunidades  que  se  han  su- 
cedido desde  el  histórico  he- 
cho hasta  nuestros  días  tra- 
taron de  conservar  incólumes 
las  habitaciones  y  parajes 
que  el  buen  hado  de  la  patria 
argentina  convirtió  en  vive- 
ros de  libertad.  Algunas 
construcciones  se  han  reali- 
zado, mas  siempre  respetan- 
do las  construcciones  anti- 
guas, libres  hasta  ahora  de 
irreverente  refacción. 

El  viajero  patriota  y  los 
turistas  extraños  que  visitan 
aquel  monumento  no  pueden 
apartar  de  la  fantasía  la 
sombra  bélica  que  sobre  el 
convento  puso  el  combate  de 
San  Lorenzo. 

Allí  está  la  celda  cenobí- 
tica  donde   el   coronel   don 


José  de  San  Martín  reposó 
antes  y  después  de  la  bata- 
lla: allí  el  campanario  desde 
cuya  altura  observó  el  des- 
embarco de  las  fuerzas  rea- 
listas: allí  el  refectorio  de  los 
novicios  que  los  horrores  de 
la  lucha  convirtieron  en  hos- 
pital donde  los  veintisiete 
granaderos  heridos  soporta- 
ron sus  dolores,  donde  el  he- 
roico capitán  Bermúdez,  el 
abnegado  sargento  Cabral  y 
sus  camaradas  reposaron  en 
la  inmortalidad:  allí  la  capi- 
lla del  tedeum,  y  en  las  afue- 
ras el  camposanto  que  sirvió 
de  emboscada  a  los  dos  es- 
cuadrones, y  el  pino  bajo 
cuya  sombra  el  héroe  firmó 
el  victorioso  parte.  Todo  se 
reúne  para  ofrecer  un  cú- 
mulo de  recuerdos  que  obse- 
siona la  mente.  Una  visita 
al  convento  equivale  a  una 
inolvidable  lección  de  histo- 
ria y  a  una  peregrinación  de 
alto  significado  cívico. 

Los  actuales  monjes  mues- 
tran con  cierto  orgullo,  com- 
patible con  su  modestia,  des- 
pojos del  combate:  balas  de 
los  cañones  realistas,  una 
moharra  de  lanza  granadera, 
sables  granaderos,  estribos, 
espuelas  y  otras  reliquias  re- 
cogidas en  el  campo  de  ba- 


DESDE  ESTE  HISTÓRICO  CAMPANA- 
RIO EL  GENERAL  SAN  MARTÍN  OB- 
SERVÓ EL  DESEMBARCO  DE  LAS 
TROPAS    REALISTAS, 


'=í     ^^L-TD.^— 


CELDA   DONDE  REPOSÓ  EL  LIBERTADOR   DESPUÉS  DE  VENCER  A    LAS  TROPAS  DEL  CAPITÁN  ZABALA. 


talla.  Y  luego  veis  en  el  libro  de  actas  del  convento  unas  líneas  que  dan  cuenta 
de  las  misas  cantadas  por  el  capitán  y  los  soldados  muertos.  Y  os  enseñan  la 
carta  en  que  San  Martín  agradece  la  cooperación  de  los  frailes.  Toda  la 
comunidad  prestóse  entusiasmada  a  los  planes  del  entonces  coronel,  arries- 
gando sus  existencias  y  la  suerte  del  convento.  Merced  a  esta  ayuda,  la  floti- 
lla enemiga  pudo  ser  escarmentada  y  el  edificio  donde  el  libertador  preparó  sus 
planes  fué  desde  aquel  dia,  3  de  febrero  de  1813,  uno  de  los  monumentos  de 
la  historia  nacional.  Así  lo  reconoce  San  Martín  en  la  aludida  carta  que  dirigió 
al  R.  P.  Pedro  García,  superior  del  convento:  «Sin  duda  alguna  dirá  usted 
que  el  coronel  de  granaderos  se  ha  olvidado  de  usted  y  de  su  apreciabilísima 
comunidad.  No,  señor:  los  beneficios  del  convento  de  San  Carlos  están  dema- 
siado grabados  en  mi  corazón  para  que  ni  el  tiempo  ni  la  distancia  puedan 
borrarlos. ..»  Actualmente  se  agita  la  idea  de  declararlo  monumento  nacional, 
resolución  que   el    patriotismo  impone  y  que  el  expedienteo  no  debe  retrasar. 


(oAe  la  coleccioa    oe 


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onii>onmKr  lelterewio, 


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DOLOR  DE 
AWENCIA 


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KUO  DC 


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Es  esta  soledad,  en  este  exilio, 
busca  alivio  mi  afán  en  los  reflejos 
de  los  días  felices,  del  idilio 
que  unió  mi  vida  a  la  que  está  tan  lejos. 

¡Ensueño  de  mi  amor,  que  estás  ausente! 
De  aquel  tesoro  de  ilusión  pasada 
yo  quiero,  con  visiones  del  presente, 
reconstruir  el  arca  abandonada. 

Hoy  he  visto  una  boda.  Vi  del  templo 
salir  a  la  pareja,  silenciosa, 
de  amor  y  de  recato  bello  ejemplo, 
que  rodeó  la  multitud  curiosa. 

Comentarios,   diluidos  en  rumores, 
un  chiste  malicioso,  una  ironía, 
pasaban  zahiriendo  sus  amores 
o  quizás  envidiando  su  alegría. 

Yo  estaba  entre  esa  gente  sin  sentido 
ni  emoción  religiosa  y  que,  dormida, 
nunca  advirtió  cómo,  al  formarse  un  nido, 
canta  el  Amor  el  himno  de  la  Vida. 

En  medio  de  esa  turba  sin  respeto, 
que  todo  lo  acomoda  a  sus  antojos, 
yo  bendije  a  los  novios,  en  secreto, 
mientras  sentía  humedecer  mis  ojos. 

Las  pretéritas  horas  del  ensueño 
por  mi  cerebro  desfilaron  todas, 
y  sobre  todas  las  de  aquel  risueño, 
dulce  y  florido  abril  de  nuestras  bodas. 

Hoy  fui  al  jardín  alegre  de  la  infancia, 
llevando  mi  nostalgia  de  cariños; 
y  aspiré  de  las  flores  la  fragancia 
y  vi  jugar  a  los  traviesos  niños. 

¡Eran  de  ver  las  lindas  criaturas 
recibiendo,  con  candida  sonrisa, 
al  par  que  de  los  padres  las  ternuras 
las  caricias  del  sol  y  de  la  bri  sa! 

Como  los  nuestros,  ágiles   y  diestros, 
por  el  césped  corrían  en   bandada. 
¡Disfrutaban  lo  mismo  que  los  nuestros 
en  el  jardín  de  la  ciudad  amada! 

De  aquel  cuadro  infantil  el  embeleso 
tomó  en  mi  corazón  tonos  sombríos. 
¡Mi  alma  a  los  niños  envolvió  en  un  beso, 
que  imaginé  llegaba  hasta  los  míos! 

En  esta  soledad,  en  este  exilio, 
buscó  alivio  mi  afán,  en  los  reflejos 
de  los  días  felices,  del  idilio 
que  unió  mi  vida  a  la  que  está  tan  lejos. 

¡Ensueño  de  mi  amor,  que  estás  ausente! 
De  aquel  tesoro  de  ilusión  pasada 
yo  quise,  con  visiones  del  presente, 
reconstruir  el  arca  abandonada. 

¡No  pude,  amada  mía!  Fué  mi  empeño 
vana  ilusión  de  rehacer  la  vida. 
No  encontré,  cotejada  con  mi  ensueño, 
realidad  que  le  fuese  parecida. 

La  soledad  forjóme  la  esperanza 
de  hallar  tu  imagen,  por  calmar  mi  anhelo, 
y  en  hijos  de  otros  ver  la  semejanza 
que  trajese  a  mi  espíritu  consuelo. 

Si  esas  visiones  mis  sentidos  hieren 
y  en  ellas  tuve  yo  mis  ojos  fijos, 
¿qué  vale  la  impresión  que  me  sugieren, 
si  no  son  nuestro  amor,  ni  nuestros  hijos? 

Buenos  Aires.   I9I9 


—  t^U"^^ 


ÓLO  dos  organismos  queda- 
ron en  lucha  en  Bélgica 
cuando  la  ocupación 
alemana:  la  comuna  en- 
carnada en  el  grande  y 
heroico  burgomaestre  de 
Bruselas  Adolfo  Max,  la 
iglesia  regida  con  mano 
firme  y  austera  por  el  pa- 
triota monseñor  Désiré 
Mercier,  cardenal-arzobispo  de  Malinas.  Aherroja- 
do Max  en  una  fortaleza  de  Alemania,  las  munici- 
palidades tuvieron  que  sufrir  directa  o  indirec- 
tamente el  yugo  del  invasor;  pero  éste,  después 
de  múltiples  tentativas  infructuosas,  no  logró 
nunca  domeñar  al  alto  representante  de  la  iglesia: 
el  primero  tenía  tras  de  sí  a  un  pequeño  pueblo 
maniatado,  el  segundo  a  todos  los  católicos  del 
universo.  A  pesar  del  credo  distinto,  no  había 
que  olvidarse  del  Goot  mitt  uns.  ni  incurrir  en  las 
iras  del  Vaticano  contemporizador. 

Clausurados  todos  los  círculos  de  opinión,  desde 
las  logias  masónicas  hasta  los  comités  políticos, 
hasta  las  salas  gremiales,  reducido  el  socialismo 
a  no  tratar  sino  de  asuntos  puramente  adminis- 
trativos, no  quedaban,  después,  subsistentes  sino 
dos  órganos  de  difusión  de  ideas:  la  escuela,  en 
que  muy  luego  el  alemán  intervino  casi  manu 
militari.  y  la  Iglesia  contra  quien  —  lo  repito  —  se 
estrellaron  sus  planes  mejor  combinados,  gracias 
a  la  indomable  energía  de  monseñor  Mercier  y  a 
la  disciplina  de  su  clero. 

El  cardenal  de  Malinas  es  una  figura  eclesiás- 
tica de  las  más  atrayentes,  y  desde  el  comienzo  de 
su  carrera  le  ha  rodeado  siempre  una  atmósfera 
de  simpatía,  no  sólo  entre  los  fieles,  sino  también 
entre  los  escépticos,  que  estiman  en  él  los  profun- 
dos conocimientos,  el  firme  carácter  y  la  gran 
bondad.  En  lo  físico,  alto,  delgado,  ascético,  de 
ojos  luminosos  y  expresión  sonriente,  despierta, 
apenas  se  le  ve,  una  atención  que  se  intensifica 
en  cuanto  se  le  oye. 

Así,  en  su  cátedra  de  la  Universidad  de  Lovai- 
na,  donde  dictaba  el  curso  de  filosofía  —  es  un 
tomista  notable,  autor  de  varios  tratados  cuyo 
escolasticismo  no  excluye  el  interés  —  su  elo- 
cuencia persuasiva  y  suave  le  captaba  el  corazón 
de  sus  discípulos,  del  mismo  modo  que,  desde  el 
pulpito  de  la  catedral  de  Malinas  o  de  la  colegial 
de  Santa  Gúdula  en  Bruselas,  le  hacía  dueño  de 
la  admiración  de  sus  oyentes. 

Pero  su  personalidad  comenzó  a  destacarse, 
sobre  todo,  hasta  adquirir  gigantescas  propor- 
ciones, desde  que  la  guerra  y  la  ocupación  ominosa 
le  dejaron  en  Bélgica  como  único  representante 
visible  y  viviente  del  patriotismo  en  lucha  franca, 
y  abierta  con  el  opresor. 
Su  famosa  pastoral   Pairiotisme  et  Endurance 

I  leída  en  todos  los  templos  de  su  diócesis  el  1."  de 
«ñero  de  1915,  fué  una  voz  de  aliento  para  sus 
r "" 


historia  —  él  diría  ante  la  eternidad.  Aquellas 
páginas  estaban  animadas  por  una  admirable 
inspiración  y  por  un  valor  a  toda  prueba.  Reve- 
laban al  mundo  las  atrocidades  del  ejército  ale- 
mán que  entró  en  Bélgica  arrasándolo  todo  y 
cubriendo  el  suelo  de  víctimas  inocentes,  para 
sojuzgarla  mejor,  y  anunciaban  a  los  belgas  que 
«en  lo  íntimo  de  sus  almas»  no  debían  al  invasor, 
no  siendo  éste  una  autoridad  legítima  «ni  estima- 
ción, ni  fidelidad,  ni  obediencia».  «El  único  poder 
legítimo  en  Bélgica  —  continuaba  —  es  el  que  per- 
tenece a  nuestro  rey,  a  su  gobierno,  a  los  repre- 
sentantes de  la  nación».  Y  refiriéndose  al  ocu- 
pante, agregaba:  «Respetemos  los  reglamentos  que 
nos  impone,  pero  sólo  mientras  no  menoscaben 
la  libertad  de  nuestras  conciencias  cristianas  ni 
nuestra  dignidad  patriótica...»  Y,  después  de 
emunerar  los  cruentos  sacrificios  y  el  injusto  mar- 
tirio de  sus  compatriotas,  tenía  este  sencillo  y 
sublime  movimiento  oratorio:  «¿Hay  ahora  un  solo 
patriota  que  no  sienta  que  Bélgica  se  ha  engran- 
decido?. . .» 

La  autoridad  alemana  quiso  recoger  la  pastoral, 
que  corría  impresa,  arrestó  párrocos  y  vicarios, 
pero  aquellas  palabras  de  fuego  eran  inmortales. 
El  gobernador  general,  barón  von  Bissing,  hizo 
diligencias  oficiales  para  que  el  cardenal  se  retrac- 
tara, y  como  fracasó  atrevióse  a  retractarlo  él 
mismo  en  una  proclama,  a  la  que  monseñor  Mercier 
contestó  declarando:  «Ni  verbalmente  ni  por  escrito 
he  retirado  ni  retiro  nada  de  mis  instrucciones 
anteriores,  y  protesto  de  la  violencia  que  se  ejerce 
contra  la  libertad  de  mi  ministerio  pastoral.  Se 
ha  hecho  inútilmente  todo  lo  posible  para  lograr 
que  firmase  atenuaciones  a  mi  carta  (la  pastoral). 
Ahora  se  trata  de  separar  a  mi  clero  de  mí,  impi- 
diéndole que  lea  mi  pastoral.  Yo  he  cumplido  con 
mi  deber;  mi  clero  debe  saber  cumplir  con  el  suyo». 
Supo  cumplirlo  y  aquella  pieza  histórica  fué  cono- 
cida y  comentada  en  Bélgica  entera,  por  mucho 


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ALZjODI^TO  ^  de  a  MALÍNA,/" 

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que  se  castigase  severamente  a  los  que  eran  des- 
cubiertos en  posesión  de  un  ejemplar. 

Monseñor  Mercier  escribió,  también,  una  impor- 
tante epístola  patriótica,  dirigida  en  latín  a  su 
clero,  presidió  todas  las  conmemoraciones  religio- 
sas de  las  fiestas  patrias  y  de  los  reyes,  los  fune- 
rales en  sufragio  de  las  víctimas  de  las  matanzas 
y  de  las  guerras,  prohibió  las  procesiones  públicas 
«porque  —  decía  —  son  indicio  de  festividad  y  no 
sentaría  bien  entregarse  a  manifestaciones  expan- 
sivas mientras  los  corazones  están  oprimidos  y  el 
patriotismo  encadenado»;  lanzó  varias  otras  pas- 
torales destinadas,  y  con  raro  acierto,  a  mantener 
el  espíritu  nacional,  el  alma  del  pueblo,  y  en 
enero  de  1916  partió  a  Roma  a  abogar  ante  el 
Papa  por  la  noble  causa  de  Bélgica.  Volvió  en 
marzo  del  mismo  año,  con  la  bendición  apostólica 
para  él  y  para  su  pueblo,  cosa  muy  de  notar  para 
cuantos  han  supuesto  que  era  preciso  ser  germa- 
nófilo  para  ser  católico.  A  su  regreso  escribió  otra 
pastoral  condenatoria  de  los  crímenes  imperia- 
listas, que  terminaba  con  nuevas  voces  de  aliento 
y  de  perseverancia:  «El  porvenir  no  es  dudoso  para 
nosotros  —  decía.  —  Pero  hay  que  prepararlo.  Y 
lo  prepararemos  manteniendo  la  virtud  de  la 
paciencia  y  el  espíritu  del  sacrificio». 

El  gobernador  general  barón  von  Bissing  le 
escribió  —  y  publicó  la  carta  —  sugiriendo  que  el 
Sumo  Pontífice  le  había  asegurado  que  el  Cardenal 
se  conduciría  con  toda  moderación  para  con  los 
alemanes,  y  amenazándolo  con  estas  palabras  con- 
minatorias: «Prevengo  a  Vuestra  Eminencia  que 
en  adelante  deberá  abstenerse  de  toda  actividad 
política». 

Tras  esta  amenaza,  monseñor  Mercier  siguió 
impertérrito  el  camino  que  se  había  trazado,  y 
así,  cuando  el  ignominioso  envío  de  los  preten- 
didos cliósmeurs,  de  los  pretendidos  obreros  bel- 
gas sin  trabajo  para  que  sirvieran  al  enemigo  en 
los  campos  y  las  usinas  de  Alemania,  levantó  de 
nuevo  y  con  airado  tono  —  al  par  de  otras  enti- 
dades belgas  —  su  voz  severa  y  elocuente  contra 
aquel  crimen  de  lesa  humanidad.  Y,  como  un 
latigazo,  enrostró  a  los  hombres  del  kaiser  la 
palabra  empeñada  por  el  gobernador  de  Ambe- 
res,  barón  von  Huene,  y  solemnemente  ratificada 
por  el  gobernador  general  de  Bélgica,  barón  von 
der  Goltz,  de  que  los  ciudadanos  belgas  «no  serían 
enviados  nunca  a  Alemania,  ni  para  ser  enrolados 
en  el  ejército,  ni  para  obligarlos  a  trabajar...» 
Otros  papeles  mojados  que  han  ido  a  agregarse 
a  la  garantía  de  la  neutralidad.  .  . 

Tal  es,  en  pocas  palabras  —  y  siento  no  dispo- 
ner de  mayor  espacio  —  la  silueta  de  este  prelado 
moderno  que  evoca  las  grandes  figuras  de  los 
primeros  obispos  en  tiempo  del  imperio  y  de  las 
invasiones  bárbaras.  Tenía  tras  de  sí  el  Papado, 
las  inmunidades  de  su  rango  de  príncipe  de  la 
Iglesia.  No  importa.  Es  la  encarnación  más  viviente 
y  grande  del  patriotismo  belga  durante  la  ocupa- 
ción alemana. 


— i=>Ljv^^  "vojrris^v— 


Cuando  necesito  valorar 
los  seres  y  las  cosas,  acudo 
a  mi  espejo  negro.  Otros 
hombres  prefieren  las  gafas 
ahumadas.  Yo  reconozco 
que  las  gafas  ahumadas 
son  instrumentos  de  in- 
apreciable excelencia,  do- 
ble escudo  de  la  vista  tími- 
da o  de  los  ojos  picaros  que 
asi  miran  sin  ser  mirados. 
Las  gafas  ahumadas  debie- 
ran tomar  por  esposos  a  los 
antifaces:  se  completarían 
mutuamente:  pero  andan 
reñidos,  no  se  sabe  por  qué. 
El  espejo  negro  es  un 
dios  ahumado  y  justo  que 
achica  las  imágenes  para 
encerrar  en  su  superficie 
mayor  número  de  personas 
y  objetos.  Mercurio,  el  dios 
de  la  compraventa,  que  se 
enluta  con  el  fin  de  pare- 
cerse al  dios  artista:  Apolo. 
Mi  espejo  negro  pertene- 
cía a  un  pintor.  Se  lo  cam- 
bié por  unos  gemelos  de 
teatro.  Necesitábalos  él 
urgentemente  porque  está 
enamorado  de  una  belleza 
juvenil  y  millonaria.  clarí- 
simo brillante  que  se  en- 
garza por  las  noches  en  un 
palco  del  Colón. 

Asi,  mientras  yo  taso  los 
seres  y  las  cosas  refleján- 
dolos en  la  faz  negruzca  de 
mi  espejo,  el  pintor,  desde 
su  silla  endemoniada  del 
Paraíso,  convierte  los  ge- 
melos en  una  doble  e  inútil 
bomba  aspirante.  «¡Pobre 
Apeles  —  le  dice  un  chis- 
toso retorcido  —  como  no 
apeles  a  otros  medios!» 

En  cambio,  yo  gané.  Po- 
co me  importan  los  desde- 
nes calculados,  hermosos, 
opulentos,  juveniles  de  una 
niña  coqueta.  En  el  bolsi- 
llo interior  de  mi  saco,  me- 
tido en  un  estuche,  llevo 
mi  talismán:  el  espejo  ne- 
gro. 

Hay  hombres  pesimis- 
tas, exclusivamente  pesi- 
mistas: hay  hombres 
optimistas,  rabiosa- 
mente optimistas. 
Unos  viven  en  el  cubo 
de  la  Gran  Rueda, 
otros  en  la  llanta.  Chi- 
rrian  los  pesimistas 
entre  el  eje  y  el  buje 
mal  engrasados:  la 
llanta  sobre  el  camino 
lamina  a  los  optimis- 
tas. Tan  peligroso  es 
el  centro  como  los  ex- 
tremos: deben  prefe- 
rirse los  radios  de  la 
Gran  Rueda  que  sirve 
de  monociclo  a  la  Vi- 
da y  a  la  Fortuna. 

Mi  espejo  es  negro  como  el  pesimismo,  bondadoso  como  el  optimismo, 
sabio  como  un  perito.  En  manos  del  pintor  pasional  servía  para  elegir  paisajes 
y  sorprender  matices.  Era,  pues,  casi  inútil  porque  en  todas  partes  hay  un 
buen  paisaje,  y  los  lienzos  solamente  deben  tener  los  colores  que  el  pintor, 
generoso  o  avaro,  les  conceda. 

¿Qué  espejo  blanco  brilla  como  mi  espejo  negro?  La  luna  de  Venecia 
más  costosa  es  una  lata  de  petróleo,  sí  yo  la  comparo  con  mi  espejo  negro, 
con  mi  amable  espejo  negro.  El  alma  valiente  de  Toussaint  Louverture,  el 
espíritu  resignado  del  tío  Tom,  la  celosa  suspicacia  de  Ótelo,  la  risa  zum- 
bona de  cualquier  pardo  y  todas  las  virtudes  de  color  adornan  a  mí  espejo 
negro,  fiel,  servicial  y  agradecido. 

El  pesado  y  nervioso  azogue,  imagen  del  alma  humana,  adquiere  inteli- 
gencia detrás  del  cristal.  Detrás  del   cristal  nos  dice  la  tempera- 
tura, las  mudanzas  del  tiempo,  hace  el  vacío  y  copia  figuras.   Pero 
siempre,  irónico,  desfigura  la  verdad:  nuestra  fiebre  no  es  la  misma 
en  dos  termómetros,  ni  el  ciclón  anda  tan  cercano  ni  tan  lejano. 
Todos  los  espejos  nos  hacen  dar  una  medía  vuelta  sobre  nosotros 
mismos,  una  media  vuelta  fingida.  Solamente  los  zurdos  y  las  hue- 
llas de  un  escrito  sobre  el  papel  secante  ganan  en  el  espejo.  Los  de- 
más somos  zurdos,  y  zurdas  nuestras  obras,  desde  el  más  diestro 
hasta  la  escritura  del  más  sabio.    Ese  es  el  pesimismo  burlón  de 
los  espejos,  que  nunca  nos  devuelven  nuestra  misma  imagen,  sino 
tantas  como  sean  las  lunas  consultadas.   Esa  es  la  mentira 
de  los  espejos.  También  miente  mi  espejo  negro;  ante  él. 
también   escribiría  con  mano  zurda  sus  mejores  estrofas  el         "'' 
mejor  poeta.  Mas  ese  mentir  está  atenuado,  justificado  por 


el  color  negro.  Ennegrecer 
a  priori  \as  cosas,  dudar  de 
todo,  vale  tanto  como  abri- 
llantarlas, como  creer  en 
ellas.  La  admiración  incon- 
dicional o  la  negación  ro- 
tunda de  los  espejos  claros 
es  parecida  a  la  locura  y  a 
la  muerte  de  las  alondras. 
Si  la  fuente  de  Narciso  no 
hubiera  sido  tan  límpida, 
la  vanidad  del  doncel  no 
sería  tan  célebre  y  nefasta. 

Los  que  no  conozcan  el 
espejo  negro  dudarán  de 
as  virtudes  disciplinarias 
que  yo  le  atribuyo.  Aparte 
de  los  pintores  —  que  casi 
siempre  lo  ocultan  como 
una  vergüenza  —  pocos  sa- 
ben la  vida  y  milagros  de 
ese  filósofo  sordomudo. 
Para  la  generalidad,  espe- 
o  negro  es  aquel  donde 
las  arrugas  y  las  canas  se 
aparecen  de  repente.  Los 
buenos  artefactos  viven 
así,  desconocidos.  Gracias 
a  ese  ostracismo,  yo  puedo 
ahora  celebrarlo  por  vez 
primera. 

Paisajes  y  amigos,  inte- 
riores y  novias,  ¡cómo  os 
esclarecéis  ante  el  negruz- 
co espejo,  tasador  de  cora- 
zones y  de  voluntades! 
Cuando  se  os  mira  a  hur- 
tadillas, libres  de  pose; 
cuando  unidos  a  lo  que  os 
rodea  penetráis  en  la  exi- 
gua superficie  del  talis- 
mán, éste,  semejante  a  un 
vaso  de  agua  embrujada, 
refleja  el  porvenir. 

Cuando  yo  era  muy  jo- 
ven, hacía  ya  mucho  tiem- 
po que  un  autor  bastante 
discutido  gritaba  con  vo- 
ces rítmicas: 

Asi,  para  eterna   calma, 
debiera  el  hombre  tener 
espejos  en  donde  ver 
el  hondo  perfil  del  alma. 

Pedir  un  espejo  negro 
hubiese  sido  más  práctico  y 
juicioso.  Allí  se  halla 
la  verdad  sin  brillo,  la 
verdad  que  amarga, 
pero  que  tonifica. 

1 gnoro  detrás  de 
qué  mostradores  se 
vende,  ni  el  precio  exi- 
gido. Acaso,  por  la  po- 
ca demanda,  hallaráse 
libre  de  agio  y  mono- 
polio. Por  mucho  que 
pidan,  siempre  ha  de 
ser  poco.  Compra,  lec- 
tor,  un  espejo  negro. 
Y  vosotras,  lecto- 
ra s,  que  poseéis  en 
vuestras  pupilas  los 
únicos  rivales  del  es- 
pejo negro,  compradlo  también.  Un  espejito  obscuro  que  vaya  siempre  en 
vuestro    bolso,  al  lado  del  cisne  es  el  mejor  confidente.  Así  lo  afirmo,  ha- 
ciendo una  formidable  traición  a  mis  semejantes  los  hombres. 

No  preguntéis  la  historia  de  los  galanes  ni  de  sus  ascendientes:  en  todos 
los  árboles  genealógicos  hay  bichos  de  cesto  y  diaspis  pentágona,  y  cualquier 
hombre  es  capaz  de  todo.  Pero  ninguno  resiste  al  examen  detenido  de  un 
espejo  negro.  Y  no  necesito  recomendaros  cautela,  porque  vosotros  conocéis 
perfectamente  el  arte  de  mirar  a  hurtadillas.  Comprad  el  espejito  antes^de 
que  mi  propaganda  encarezca  la  mercadería,  y  cuidadlo  como  a  las  niñas 
de  vuestros  ojos. 

La  desgracia  nos  pone  de  manifiesto  si  tenemos  un  amigo  o  solamente  su 
imagen,  sentenció  Publio  Syro,  moralista  ocasional  que  vivía  cuan- 
do el  hombre  se  miraba  en  espejos  metálicos,  es  decir,  antes  de 
inventados  los  espejos  negros.  Ahora  es  preciso  modificar  la 
sentencia  y  convertirla  en  una  máquina,  porque  en  las  máquinas  y 
no  en  las  frases  está  la  precisión  y  la  certidumbre.  Los  refranes 
y  proverbios  encierran  teorías  que  vienen  a  ser  frutos  viciosos  de 
la  práctica;  divagaciones  del  utilitarismo.  Y  hay  máximas  para 
todos  los  mas  encontrados  gustos  y  pareceres.  En  la  duda  abstente 
y  echa  mano  de  la  máquina  de  prever  las  intenciones  y  sorpren- 
der los  ardides.  Ese  aparato,  no  hay  para  qué  decirlo,  es  el  espejo 
de  máxima  y  mínima:  el  espejo  negro. 

¡Ouro  preto,  perla  negra,  sol    ahumado,    crítico  de  luto, 
_         siempre    te    llevaré    como  una   reliquia,    con    supersticiosa 
devoción,  para  espiar  a  los  seres,  espejo  donde  debían  mi- 
rarse los  espejos! 


(OTOG  -3 

DE.L 


.  OCTORAf  IW\NC1c/CO. 


L^LMn^DL'^MAKoTIN^FILLR.O^^'^ 


ULI/AN-^,  DL 
CriARsfoA'e/' 


EVOLViENDO  un  montón  de  folletos  americanos,  olvidados  en  la  penum- 
bra de  un  viejo  armario,  he  dado  fortuitamente,  días  pasados,  con 
un  ejemplar  de  una  de  las  primeras  ediciones  del  poema  de  Hernán- 
dez. Ignoraba  su  existencia  entre  mis  papeles.  Y,  para  reparar  dicha 
falta,  quiero  hacerle  la  justicia  de  estos  modestos  comentarios. 

Una  flor  antigua,  encontrada  por  azar  en  privada  gaveta,  suele 
tener  la  virtud  de  agitar  en  nuestra  memoria  las  mil  reminiscencias 
de  toda  una  época  sentimental.  Lo  propio  me  ha  sucedido  con  el 
Martin  Fierro.  Leído  por  mí  tantas  veces,  durante  la  infancia,  con 
esa  fruición  con  que  se  saborea  la  fruta  del  huerto  solariego,  podría 
recitar  páginas  enteras  suyas,  de  tal  modo  grabáronse  en  mi  cerebro 
la  forma  y  el  sentido  de  sus  estrofas. 


— T=>I_^':S 


T  cart>ii  án  Í3r  más  güdlas 
CoH  las  prendas  que  tenia: 
Jefas,  pornclü).  cuanto  ha- 
{bia 
!  En  casa,  titilo  lo  aid; 
A  mi  china  la  dejé 
Uedio  desnuda  aquel  día. 


aun  dura,  a  través  de  los  años,  tal  encanto.  Por  eso,  al 
ver  solamente  su  título,  despliégase  en  mi  imaginación 
la  visión  conjunta  de  su  argumento.  Luego,  la  evocación 
se  amplía,  y  por   afinidades   correlativas   fluyen    a  mi 
mente,  como  un  río  de  imágenes,  innumerables  figuras 
y  escenas  legendarias  de  todo  un  pasado  histórico,  cuya 
apoteosis  es  nuestra  misma  grandeza  nacional.  El   gau- 
cho, sus  faenas  de  la  vida  campesina,  sus  épicas  patriadas,  el  tropel 
de  las  montoneras,  la  guerra  de  fortines,  los  indios  y  el  desierto,  esa 
misteriosa  Pampa  de  ayer,  tan  admirablemente  descrita  en  La  Can- 
tiva,  de  Echeverría,  inmensa,  inhospitalaria  y  estéril,  con  sus  brillazo- 
nes, médanos  y  pajonales,  desfilan  a  mis  ojos,  en  cuadros  mágicos, 
simulando  un  espejismo  de  la  lejanía. 

Retrospectivamente,  contemplo  cómo  se  suceden  las  etapas  progre- 
sivas de  nuestra  organización  política,  desde  las  rudimentales  juntas  de 
os  hombres  de  Mayo  hasta  la  hora  definitiva  de  la  constitución  repu- 
blicana. Ausculto,  en  ese  lento  y  dificúltese  procese,  el  latir  incesante 
de  los  ideales;  la  fatigosa  marcha  de  la  masa  colectiva  y  anónima,  labo- 
rando sin  tregua.  Tiembla  el  continente  a!  rodar  les  cañones  de  la  epo 
peya.  Huyen  los  clangores  bélicos,  llevando  a  otras  latitudes  el  soberano 
aliento  de  nuestra  redención  gigante.  Vienen  los  días  trágicos,  con  sus 
tumultos  envueltos  en  polvaredas  de  oro,  donde  resuellan  potros  y 
jinetes  y  brillan  lampos  de  sables  y  se  agitan  lanzas  acicaladas  de 
flámulas  rojas.  Y  avaloro,  entonces,  la  sublime  tarea  que  representa  la 
historia  de  un  pueblo  libre.  Comprendo  el  caudal  de  perseverancia,  de 
esfuerzos,  de  sacrificios,  que  ha  requerido  el  avance  del  país  para  llegar 
hasta  este  presente  magnífico.  Y  encuentro  majestuoso  el  escenario  de 
aquellos  tiempos  heroicos;  recios  y  altaneros  los  campeones;  estupendas 
sus  luchas;  azul  el  fondo,  como  el  esmalte  de  un  escudo  heráldico. 

íTan  intensa  es  la  impresión  que  produce  en  mi  ánimo  ese  perfume 
añejo  de  vida  nativa  que  exhalan  las  páginas  del  Martín  Fierrol  ¡Tan 
profundamente  ligado  está  el  recuerdo  del  gaucho  a  los  grandes  aconte- 
cimientos que  forman  la  trama  histórica  de  nuestro  progreso!  Es  que 
Martín  Fierro,  entre  todos  los  clásicos  héroes  del  gauchaje,  es  el  que 
mejor  refleja  las  características  de  aquel  tipo  étnico,  de  nuestra  evo- 
ución  social,  que  fuera  factor  tan  poderoso  en  las  luchas  constitutivas 
de  la  nacionalidad  argentina.  El  sentimiento  popular,  por  una  de  esas 
claras  intuiciones  que  tienen  a  veces  las  muchedumbres,  personificó  en 
el  gaucho  al  espíritu  de  la  tradición  nacional. 

¿Qué  era  el  gaucho  de  las  llanuras  argentinas?  El  hombre  nacido 
y  criado  en  ellas,  experto  en  los  trabajos  de  campo  y  habituados  a  sus 
usos  y  costumbres.  La  etimología  del  epíteto  con  que  lo  bautizara, 
despectivamente,  el  habitante  de  las  ciudades,  permite  establecer  la 
idea  que  se  tenía  de  su  triste  condición  social.  Caucho,  por  una  altera- 
ción de  letras  que  gramaticalmente  se  denomina  metátesis,  proviene  de 
a  palabra  guacho  o  huacho.  Este  vocablo  incaico  aplícase  vulgarmente, 
por  definición,  al  ser  que  no  ha  conocido  a  sus  padres  o  se  ha  criado 
desamparado  por  ellos.  Y  en  verdad,  algo  pesaba  sobre  el  hombre 
obscuro  de  la  campaña,  que  bien  pudiera  llamarse  orfandad.  Aislado 
de  los  centros  urbanos,  en  la  soledad  de  su  vida  agreste,  sin  otro  medio 


—V^IS^-^S, 


>>=s.— 


de  locomoción  que  su  caballo,  sin  otra  garantía  de  sus  derechos  que  el 
facón  atravesado  en  el  cinto,  era  un  ser  librado  a  sí  mismo,  con  los 
recursos  que  su  propio  ingenio  hubiera  de  facilitarle.  Desde  pequeño 
sentía  en  torno  suyo  un  vacío  profundo:  la  falta  de  consideración  de 
las  demás  clases  sociales.  La  gente  culta  zaheríale  con  el  denigrante 
mote:  /es  un  gaucho/ 

«  La  ley  civil  o  política  no  pesaba  sobre  él.  —  dice  el  historiador  Vicente 
Fidel  López.  —  y  aunque  no  había  dejado  de  sermiembro  de  una  sociedad 
civilizada,  vivía  sin  sujeción  a  las  leyes  positivas  del  conjunto  •>.  No  menos 
cierto  es,  también,  que  tampoco  ley  alguna  le  amparaba  en  su  propie- 
dad, aunqueésta  fuese  a  veces  discutible,  ni  existía  tribunal  ante  el  que 
pudiera  hacer  valer  sus  razones.  E!  juez  de  paz  era  señor  de  vidas  y 
haciendas  en  el  partido  de  su  jurisdicción. 

Y  el  gaucho  pacífico,  viéndose  abandonado  a  la  intemperie  de  las 
resoluciones  tomadas  en  el  juzgado  como  a  la  de  los  elementos  de  la 
Naturaleza,  debía  escoger  entre  dos  extremos:  la  resignación  absoluta 
y  depresiva  o  la  rebelión  airada  de  su  carácter  independiente  y  sincero. 
Como  en  su  temperamento  algo  había  de  esa  impetuosidad  nerviosa 
con  que  el  potro  salvaje  recorre  los  llanos,  optaba  casi  siempre  por  el 
último  procedimiento.  Acosado,  defendía  su  vida,  por  ese  instinto  de 
conservación  que  prima  hasta  en  los  seres  menos  inteligentes.  No  mata- 
ba porque  una  predisposición  sanguinaria  lo  impulsase  a!  homicidio. 

Pero  una  vez  que  la  desgracia  sucedía,  rotos  los  vínculos  de  sociedad 
con  sus  semejantes  por  razón  de  su  situación  misma,  cambiaba  de 
pago,  andaba  a  monte  o  se  internaba  tierra  adentro,  huyendo  de  la 
persecución  policial. 

No  tenía  más  fiel  compañero  que  el  caballo  que  montaba.  Escogido, 
con  minucioso  cuidado,  por  condiciones  características  que  solamente 
su  larga  experiencia  y  su  mirada  descubrían  a  simple  examen  visual, 
sobresalía  su  pingo  por  lo  ligero,  resistente  y  brioso,  aunque  tal  vez 
no  por  su  estampa. 

Cuando  el  amor,  en  la  figura  de  una  china  de  nei^ras  trenzas  y  expre- 
sivo mirar  se  le  atravesaba  en  el  camino,  el  corazón  sentían  herido  por 
ardiente  flechazo.  Para  tal  mujer  eran  sus  más  sentimentales  décimas 
y  coplas.  Amaba  con  honda  sinceridad,  y  desbordándola  en  recatado 
idilio,  suave  como  el  aroma  de!  trebolar  húmedo,  entreveía  la  felicidad 
en  su  más  elevada  acepción,  cuando  ofrecía  junto  con  su  cariño  la  pro- 
mesa de  un  humilde  rancho. 

Y  por  una  cruel  exigencia  de  su  destino,  la  vida  del  hogar,  con  su 
cadena  de  horas  plácidas,  fué  siempre  efímera  para  él.  Jamás  hubo  de 
encontrarse  en  nuestras  campañas  rancho  alguno  que  fuera  habitación 
tradicional  de  una  familia. 

El  gaucho  fué  un  paladín  misterioso,  como  aquellos  que  aparecían 
en  los  Juicios  de  Dios  de  la  Edad  Media,  se  proclamaban  campeones  de 
los  seres  desvalidos,  luchaban,  vencían  y  se  alejaban  después,  sin 
aceptar  recompensas  ni  descubrir  su  incógnito,  envueltos  en  el  cendal 
de  la  luz  rosada  del  crepú.soulo.  Si  hubiera  tenido  escudo  de  armas,  pu- 
diera haberle  agregado  como  divisa,  en  el  período  de  su  decadencia, 
aquella  frase  latina  que  pronunciara  Septimio  Severo  antes  de  morir: 
lOmnia  fui  nihil  prodest». 


1 


1-^^       ^t 


Brotan  quejas  de  mi  pecho, 
Brota  un  lamento  sentido: 

Y  es  tanto  lo  que  he  sufrido 

Y  males  de  tal  tamaño 
Que  reto  a  iodos  los  años 
A  que  traigan  el  olvido. 


Salieron  lazos,  cabresto. , 
Coyundas  y  maniadores. 
Una  punta  de  arriadores. 
Cinchones,  maneas,  torzales. 
Una  porción  de  bozales 
Y  un  montón  de  tiradores 


TOloEo/JCAniHO 


(Jjíoo  dp|orepDpniiiidp¡ 


—  v^L-r 


TU^y^  — 


I 


Yo  la  veo  pasar  todos  los  días. 
Camina  siempre  sola  y  agitada. 

Rígidas  crenchas  de  oro  viejo  peina. 
Sus  manos  dicen  de  las  cosas  castas. 

Un  fulgor  inquietante  de  martirio 

eternamente  vive  en  su  mirada. 

Seguramente  es  buena,  como  todos 

los  hijos  del  dolor  y  la  desgracia... 

Seguramente  es  buena,  quiero  creerlo  .  .  . 

¡tan  sólo  la  bondad  puede  salvarla! 

Dios  se  ha  olvidado  de  esa  chica. . .  ¡Pobre! 

nada  he  visto  más  feo  que  su  cara. .  . 

con  ser  buena,  y  ser  joven,  y  ser  pura, 

y  llevar  esa  luz  en  la  mirada! 

Dios  se  ha  olvidado  de  esa  chica. .  .  ¡Pobre! 

nada  he  visto  más  feo  que  su  cara. . . 

nada  he  visto  más  lejos  de  la  euritmia: 

es  una  grave  ofensa  a  las  estatuas. .  . 

A  sus  pies  mueren  todos  los  deseos, 

¡ella  misma  se  debe  tener  lástima! 

Dios  se  ha  olvidado  de  esa  chica. .  .  ¡Pobre! 

Además  de  clorótica  es  tan  flaca, 

que  al  través    de   su   carne    transparente 

cualquiera   puede   curiosearle  el   alma... 


.0 


.«WK'T^ 


MOM 


Ella  miraba  desfilar  las  horas 

en  un  frío  quietismo,  siempre  muda. 

El  mundo  nunca  impresionó  su  fibra 

y  nadie  pudo  descifrarla  nunca. 

Amaba   las   propicias   soledades, 

ella  amaba  el  silencio  y  la  penumbra. 

Y  los  días  rodaban  sin  herir 

su  belleza  impasible  de  escultura. 

Como  el  molusco  entre  sus  férreas  valvas 

la  maravilla  de  una  perla  oculta, 

ella  escondía  en  su  interior  su  alma 

y  nadie  pudo  descifrarla  nunca. 

Pero  a  veces,  de  noche,  como  en  éxtasis, 

alzaba  lentamente  a  las  alturas 

sus  dos  brazos  seráficos  y  tersos, 

sus  albos  brazos  tibios  de  dulzura, 

y  colmaba  sus  labios  de  plegarias 

en  la  silente  soledad  nocturna, 

mientras  llenas  del  oro  de  los  astros 

fosforecían  sus  pupilas  húmedas. . . 

Y  nadie  pudo  descifrar  su  enigma. 

Jamás  abrió  su  corazón.  La  tumba 

la  guardó  constelada  de  sonrisas. . . 

Las  primeras  sonrisas  y  las  últimas. 


— r:>i_:>.^-s    X  i_n"i3--x— 


SITOCS,  LA  BLAIKA 

roBLACióH  Que 
■s  MIDO  on.  riH- 

TD«,  «aSADA  FOX 
EL  HAS,  AL  HAII 
DEVUELVE  SU  CA- 
UCIA  OreEKDAM- 
:  LA   CAXA  .. 


HOMUHBHTO  AL 
CIEC3,  LSVAHTA- 
DO  EK  SITGES  rOK 
INICIATIVA  DEL 
SSftOR   DEL   *CAU 

ratiiAT»... 


N  Rusiñol,  ha  dicho  un  crítico,  todo  tiene  una  belleza  absoluta  y  clara:  su 
vida,  su  arte  y  su  Hteratura.  Y  podríase  añadir  sin  errar,  su  casa  de  Sitges, 
la  señorial  mansión,  emporio  de  arte  y  de  riqueza,  honra  y  prez  de  aquel 
modesto  pueblo  de  pescadores  que  a  pocos  kilómetros  de  la  tumultuosa  Bar- 
celona duerme,  plácidamente  como  un  niño  cansado,  a  orillas  del  Mediterrá- 
neo que  le  arrulla  con  la  eterna  canción  de  sus  aguas  verdes. 

Santiago  Rusiñol,  el  poeta-pintor,  es  un  hombre  muy  rico;  pero  encierra 
tanta  bondad  su  pecho,  es  tan  juvenil  su  alma,  hay  tanta  luz  en  sus  ojos 
celestes  —  en  cada  pupila  tiene  un  «patio  azul»  que  conduce  al  palacio  de  oro 
de  su  corazón  —  es  tan  camarada,  que  hasta  se  llega  a  perdonarle  la  ri- 
queza. Su  vida  —  y  bien  se  ve  sin  que  nadie  !o  diga  —  es  sencilla  y  trans- 
parente. Ama  y  le  aman.  Pinta,  obedeciendo  un  mandato  imperativo  de 
su  espíritu,  para  satisfacción  íntima  y  escribe  cuando  siente  necesidad  de 
hacer  llegar  al  público  una  verdad,  una  expresión  de  bondad  o  una  idea  de 
justicia.  El  dinero  que  obtiene  con  sus  telas,  que  se  cotizan  entre  las  más  al- 
tas, y  con  sus  obras  teatrales,  que  aun  cuando  le  rinden  mucho  no  es  tanto 
cuanto  la  pintura,  lo  emplea,  todo,  en  enriquecer  el  nido,  que  así  le  llama  al 
rico  museo  que  le  sirve  de  residencia. 

■—  Sitges,  el  «Cau  Ferrat»,  es  mí  refugio.  En  mi  vida  giróvaga,  en  esta 
perenne  peregrinación  artística  en  pos  del  ideal,  mi  casa  de  Sitges  es  el 
paréntesis  que  el  espíritu  reclama  y  el  alma  agradece.  Al  abrigo  de  aquellas 
paredes,  he  reunido  algunas  notas  interesantes:  dos  Grecos  y  un  Velázquez 
auténticos,  como  también  un  Coya  y  varios  Zuloagas;  además  hállanse  repre- 
sentados casi  todos  los  maestros  franceses  y  españoles  contemporáneos,  tengo 
brocatos  de  Damasco  y  antiguos  tapices  y  sederías;  una  colección  de  aldabas  italianas, 
moras  y  españolas,  y  otros  objetos  de  hierro,  que  según  se  dice,  es  la  más  valiosa  y  completa 
de  cuantas  se  han  formado  hasta  ahora  —  ya  me  ofrecieron  por  ella  doscientos  mil  duros  -  - 
retablos,  reclinatorios  y  atriles,  obras  de  artífices  catalanes  y  andaluces,  vieja  cristalería 
granadina  tallada,  ánforas  ibéricas  y  romanas,  éstas  últimas  halladas  en  Tarragona;  rejas 
repujadas  primorosamente  por  artesanos  moriscos...  tallas  y  cincelados  florentinos  y  un 
sinnúmero  de  cosas  más  que  son  curiosas  manifestaciones  del  arte  cristiano  y  del  arte  moris- 
co.. .  En  fin,  tengo  algo  que  algún  día  debe  verlo. . . 

Y  mientras  Rusiñol  hablaba,  evocando  a  grandes  rasgos  los  tesoros  acumulados  en  su 
•Cau  Ferrat»,  desfilaban,  bulliciosas,  ante  nosotros  las  parejas  de  danzantes  que  partici- 
paban de  la  fiesta  organizada  por  el  Círculo  Artístico  de  Barcelona,  en  honor,  precisamente, 
de  don  Santiago,  a  quien  los  artistas  jóvenes  y  las  traviesas  muchachas  de  los  alelicrs, 
acariciaban,  como  a  un  blanco  abuelo  bondadoso  y  tolerante.  Y  en  efecto,  impresión  de 
tolerancia  y  bondad  producía  aquella  noble  testa  encanecida,  destacándose,  soberbia,  en  el 
conjunto  de  morenas  cabelleras  de  azabache  y  de  rubias  pelucas  oxigenadas  que,  frente 
al  viejo  bohemio,  señor  del  «Cau  Ferrat»,  se  inclinaban,  reverentes  y  risueñas,  rindiéndole 
pleito  homenaje, . , 

Sitges.  el  pueblo  de  Rusiñol,  es  visitado  por  numerosos  forasteros,  en  su  mayoría  artistas 
o  amateurs,  atraídos  por  la  fama  de  los  tesoros  artísticos  del  «Cau   Ferrat»,  pero  también 


^-^ 


1. 


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MIENTRAS  EL  SUR- 
TIDOR EVOCA  LA 
ESPAÑA  MORISCA, 
NOS  HABLA  DE  LA 
ErpAÑA  CATÓLICA 
LA  VIRGEN  TALLA- 
DA   EN    MADERA. 


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por  el  interés  qoe  en  sí  mismo  ofrece  el  pueblo,  formado  por  un  compacto  núcleo  de  alegres 
casitas  de  pescadores  todas  pintadas  completamente  de  blanco,  dirí^ise  una  bandada  de 
cisnes  a  la  orilla  del  mar,  y  todas  con  su  respectivo  patio  lleno  de  plantas  y  de  flores, 
pintado  de  azul.  Y  fué  uno  de  eses  patios  de  Sitges  el  que  Rusiñol  trasladó  a  la  tela  reali- 
zando una  de  sus  más  populares  obras  pictóricas,  y  acaso  !a  que  mayor  número  de  veces  ha 
sido  reproducida.  Más  tarde,  ese  mismo  patio  le  inspiró  un  breve  cuento,  tierno,  triste  y  des- 
olado que,  como  aquellos  de  D'Amícis.  ha  hecho  verter  muchas  lágrimas  de  emoción,  y, 
por  fin,  teatralizó  el  asunto,  completando  con  esta  obra  el  éxito  emotivo  que  obtuviera 
con  el  cuadro. 

Cuando  llegué  a  Sitges,  aceptada  la  hospitalidad  del  maestro,  quise  conocer  el  patio 
azul;  pensaba  visitarlo,  y,  previo  permiso  del  dueño,  hasta  cortar  alguna  flor;  pero,  ya  frente 
a  la  entrada  de  la  casa,  apareció  en  mi  mente  la  imagen  de  la  pobre  muchachita  moribunda 
que  expiraba  en  medio  de  sus  flores  mirando  al  mar,  y,  dominado  por  la  emoción  que  a  duras 
penas  logré  disimular,  renuncié  a  mi  propósito. 

—  No  quiere  que  entremos,  me  dijo  Rusiñol,  sorprendido. 

—  No;  otro  día...  Y  seguimos  andando  por  las  limpias  calles  de  Sitges.  donde  cada 
transeúnte  que  encontrábamos  saludaba  con  campechana  familiaridad  al  ilustre  pintor  de 
los  jardines  de  España. 

—  Toda  esta  gente  de  la  costa  me  q.iiere  mucho. . . 

Anduvimos  algunos  centenares  de  metros,  y  de  pronto  Rusiñol  se  detiene. 

—  ¿Sabía  usted  que  aquí,  en  Sitges.  tenemos  un  monumento  al  Greco?. . .  Pues  sí;  el 
maestro  tiene  su  monumento  debido  a  una  humorada  nuestra  de  juventud. . . 

Hace  veinticinco  años,  Rusiñol  adquirió  el  primer  Gre  ;o  para  su  "C^u  Ferrai»  que  apenas 
iniciaba,  y  solemnizando  el  acontecimiento  organizó,  con  Zuloaga.  Casas,  Clarasó  y  otros 
artistas,  una  gran  recepción  en  Sitges,  de  la  cual  participaría  toda  la  población.  Así  fué,  en 
efecto.  Aquella  gente  simple,  pescadores  y  marineros  casi  todos,  acudieron  curiosos  a  la  esta- 
ción para  recibir  al  Greco,  de  quien  tanto  veníase  hablando,  y  apenas  llegó  el  tren  y  descen- 
dido Zuloaga,  los  pescadores  de  Sitges  prorrumpieron  en  aclamaciones  frenéticas,  creyendo 
que  ése  era  el  huésped  para  quien  habíase  organizado  la  recepción.  . .  En  la  pequeña  plaza 
de!  pueblo,  esa  misma  tarde  hubo  discursos  conmemorando  al  maesitro,  y  alguien  lanzó  la 
idea  de  su  monumento,  iniciándose  en  seguida  la  subscripción,  que  no  tardó  en  alcanzar 
lo  necesario  para  realizar  la  obra,  de  la  que  se  hizo  cargo  el  escultor  Clarasó.  .  .  Y  al  poco 
tiempo,  el  monumento  era  inaugurado  solemnemente  nada  menos  que  por  el  gran  tribuno 
Nicolás  Salmerón. .  . 

Ya  llegamos  al  refugio.  En  el  jardín  hay  mirtos,  laureles  y  bojes.  Y  hay  lo  que  se  observa 
en  todas  las  lelas  del  maestro:  silencio,  interrumpido  apenas  por  un  leve  rumor  de  hojas 
secas. . .  Penetramos  a  la  primer  sala  y  sentimos  la  embriaguez  provocada  por  la  visión  de 
tantas  maravillas,  sobre  las  cuales  el  cincel  o  la  paleta  han  dejado  el  perfume  de  la  inspiración 
y  del  genio ...  Y  en  medio  de  esa  casa  encantada,  dueño  y  amante  de  todo,  el  último  bohemio 
de  España,  el  abuelo  Rusiñol.  explica  amorosamente,  como  lo  haría  un  novio,  la  historia 
de  cada  objeto,  las  bellezas  de  cada  pieza. 

Tito  L.   Foppa. 


ENTRADA  DEL  JAR- 
DÍN DE  LA  CASA 
DONDE  «EL  PATIO 
A?UL»  INSPIRÓ  EL 
MEJOR  CUADRO  Y 
LA  MÁS  BEI  LA  Y 
SENTIDA  PÁGINA 
DE     RUSIÑOL. 


DON  SANTIAGO  RU- 
SIÑOL, EN  SU  PA- 
SEO HABITUAL, 
TOMANDO  APUN- 
TES PARA  SUS 
CUADROS. 


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5     T    ^    N     G     I  A 


Hoy  he  hecho  un  descubrimiento  que  me  ha 
elevado  a  la  condición  de  hombre  de  mundo. 
Quiero  decir  que  hoy  he  conocido  a  un  hombre 
enigmático  y  que  ese  conocimiento  ha  llevado  a 
mi  espíritu  una  frialdad  desdeñosa.  He  visto  que 
todo  es  bien  poco  y  que  obramos  como  verdaderos 
ingenuos  cuando  nos  desconcertamos  ante  la  ajena 
importancia. 


El  lector  recordará  haber  sufrido,  en  su  vida  de 
relación,  decepciones  magníficas.  Y  habrá  pensado. 
en  tal  trance,  que  la  distancia  engrandece  a  los 
hombres,  al  contrario  de  lo  que  sucede  en  la  óp- 
tica física.  Un  hombre  protegido  por  la  piadosa 
distancia  es  siempre  un  hombre  de  pro.  La  distan- 
cia es  embustera  como  un  vidrio  convexo:  engran- 
dece, aumenta,  amplifica.  De  ahi  que.  vistos  de 
cerca,  nos  parezcan  infinitos  portentos  prodigios 
de  enciclopédica  pobreza. 

Digo  que  la  distancia  engrandece  y  que  por  eso 
nos  parece  tan  puro  todo  lo  que  oculta  su  realidad 
cotidiana.  Asi  hay  tantos  conspicuos,  tantos  exi- 
mios, tantos  importantes  señores.  No  hay  más 
que  mantener  una  habilidosa  estrategia...  Con 
esa  estrategia  don  Fulano  sigue  siendo  don  Fu- 
lano, no  siendo  más  que  una  creación  de  su  sastre. 
como  don  Zutano  sigue  siendo  el  de  siempre,  no 
siendo   más  que   la  creación   de  un   daltonismo 


Ello  ha  sido  que.  por  obra  de  la  casualidad,  he 
salido  a  dar  un  paseo  con  un  hombre  de  extraor- 
dinaria importancia.  El  automóvil,  inaudible,  co- 
ruscante, magnífico,  nos  ha  llevado  hasta  la  punta 
del  muelle.  Y  ha  sido  también  que,  en  la  beatitud 
de  la  tarde,  un  acordeón  destemplado  ha  prorrum- 
pido en  melodías  quejumbrosas... 

—  ¿Paramos  aquí?  —  he  dicho  yo. 

—  Como  usted  guste  —  ha  contestado  el  señor 
importante, 

Y  en  tanto  que  el  importante  señor  se  ha  dado 
a  la  contemplación  de  sus  polainas  grises,  yo  me 
he  puesto  a  pensar  en  la  sinceridad  del  arte  vulgar. 
Aquella  voz  era  encantadora  como  una  pena  bien 
expresada.  Diríase  que  era  la  voz  de  un  viejo  al- 
deano que,  en  las  notas  graves,  recitaba  sus  pe- 
queños pesares  y  reía,  jovial,  en  las  notas  más  altas. 

Y  yo  he  dicho: 

—  Es  sublime. 

—  Indudablemente  -  ha  dicho  el  señor  de  la 
rara  importancia. 


rpar 

K/[     yX   N     U    E    L 
.^       7.      N     A      K 

Después  he  pensado  que  comunicar  la  emoción 
es  la  suprema  dificultad  en  el  arte.  La  acción  es 
descriptible.  Lo  arduo  es  traducir  la  emoción  de 
un  momento,  la  expresión  de  una  sola  mirada,  el 
encanto  de  un  solo  tono, 

—  ¿No  cree  usted?... 

Una  frase  trivial  ha  venido  a  decirme  que  el 
buen  señor  no  quería  comprender  esas  cosas.  Y  eso 
que  el  buen  señor  ha  sido  siempre  un  hombre  de 
pro.  Al  menos  yo  siempre  le  he  tenido  por  usufruc- 
tuario de  una  gran  importancia.  Para  eso  es  un 
hombre  olímpico  que  no  dice  nada.  Bien  puede 
el  vulgo  atribuir  a  su  silencio  enigmático  todas 
las  excelencias  del  mundo. 

Después...  Después,  nada.  El  automóvil  ha 
vuelto  junto  a  la  borda  de  una  goleta;  ha  tomado 
por  la  extensión  de  una  fresca  avenida,  y  nos  ha 
dejado  después  al  umbral  de  una  puerta...  Allí 
he  dicho  —  cómo  no  —  que  me  ha  gustado  el  pa- 
seo, que  hemos  gozado  de  una  deleitosa  audición, 
que. . . 


En  conclusión:  Hoy  he  conocido  a  un  volumi- 
noso señor,  y  juro  que  no  he  descubierto  el  Pacífico. 
A  todo  lo  mío  ha  respondido  un  triste,  un  obscuro, 
un  obstinado  silencio. . . 

Por  eso  he  dicho  que  hoy  he  hecho  un  descu- 
brimiento que  me  ha  elevado  a  la  condición  de 
hombre  de  mundo. 


pR©/\NCs)i(s/"co    p)yxoLo    MicheTTí. 


D 

DcK/ICCNTr 


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odra-MaesIra 
EL'Vd|b  ^S 


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CHILL 


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COLONIAL 


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DON~  CARsLOoT-  Oe/STANDON 


UNO    DC    LOS     DELICIOSOS 

RINCONES    DE    LA    CALERÍA 

EXTERIOR. 


N  la  costa 
orienta!  del 
Pacífico,  tan 
bravia  como 
magnífica, 
casi  frente  a 
Santiago,  le- 
vántase un 
pueblecito 
privilegiado,  donde  la  prima- 
vera parece  complacerse  en  un 
sueño  perpetuo.  No  hay  en  él, 
según  el  clima  ideal  de  los 
cuentos  de  hadas,  ni  frío,  ni 
calor,  y  rosas,  claveles  y  gera- 
nios  florecen  hasta  en  in- 
vierno. Llámase  El  Zapallar, 
nombre  criollo  por  excelencia. 
Pequeño  feudo  de  la  prima- 
vera sobre  el  misterioso  Paci- 
fico, todo  él  es  perfume  y 
bonanza  bajo  el  cielo  azul. 
Como  el  byroniano  Lido  del 
Adriático,  como  el  gálico  Trou- 
ville  o  el  brumoso  Ostende  de 
los  legendarios  crepúsculos, 
este  pueblecito  americano,  que 
lleva  a  sus  espaldas,  como  un 
manto  suntuoso,  el  armiño  in- 
marcesible de  los  Andes,  es  un 
refugio  del  espíritu,  una  torre 
fragante  sobre  el  estrépito  del 
mundo.  Rancias  familias  lo 
habitan,  rememorando  actitu- 
des antiguas,  en  un  sutil  aisla- 
miento aristocrático  lleno  de 
familiares  cosas  viejas.  Tal  es, 
desde  luego,  una  de  las  virtu- 
des del  carácter  chileno,  que 
sabe  conservar,  a  pesar  de  la 
época,  su  tradicional  gentileza, 
libre  de  promiscuidades. 

Son  hasta  treinta  y  cinco 
viviendas  señoriales  las  que 
constituyen  El  Zapallar.  y  llé- 
vase en  ellas  la  vida  selecta 
del  momento  contemplativo, 
dentro  el  imponderable  trián- 
gulo, de  mar  cielo  y  montaña. 
Uno  de  estos  señores   que, 


PUERTA  ANTIGUA  PRIMOROSA- 
MENTE   TALLADA    DEL   SALÓN 
PRINCIPAL. 


"VJ_rr~^i:?>x— 


EL     COMEDOR.    CUYA    REJA,     VENTA- 
NILLO Y  VIGUERÍA  SON   AUTÉNTICOS. 


ateniéndose  a  su  raza  y  a  su  estirpe,  fué 
capaz  de  sereno  aislamiento,  es  don 
Carlos  Ossandon.  cuya  hermosa  casa  es 
típica  en  El  Zapallar.  Desentendiéndose 
de  arquitecturas  exóticas,  tantas  veces 
anacrónicas  en  nuestras  tierras  de  Amé- 
rica, el  señor  Ossandon  proyectó  por  sí 
mismo,  dentro  del  más  puro  estilo  colo- 
nial del  Pacifico,  esta  construcción  ejem- 
plar, la  que,  a  pesar  de  ser  moderna, 
significa  más  bien  una  restauración  de 
los  tipos  arquitectónicos  de  aquel  enton- 
ces, ya  que  los  elementos  que  la  cons- 
tituyen formaron  parte  otrora  de  diver- 
sas obras  de  la  época.  Vemos  asi  aso- 
ciarse en  el  sentimental  propósito,  los 
graves  artesonados  de  labra  conventual. 
los  primorosos  balaustres  muslímicos,  la 
filigrana  de  los  enrejados  y  los  ricos 
leños  de  la  suntuosa  portada:  mientras 
!a  sombra  azul  de  las  rosas  juega  man- 
samente sobre  el  blanco  andaluz  de  los 
muros  alegres,  que  contrasta  con  el  ama- 
tista oriental  de  la  montaña.  Ningún 
otro  punto  más  propicio  que  El  Zapa- 
llar  para  el  florecimiento  de  este  manso 
estilo  de  los  «alarifes»  y  constructores 
mozárabes  de  antaño,  cuya  primordial 
intención  arquitectónica  fué  siempre  la 
de  procurar  el  sosiego,  estimulándole  por 
la  sencillez  de  la  línea  y  el  recogimiento 
transparente  de  las  sombras  sensibles. 
Así  debe  apreciarse  en  esta  vivienda  del 
caballero  chileno  el  sutil  encanto  de  la 
edad  vieja,  cuyo  espiritual  quietismo 
desconcierta  muchas  veces  nuestra  per- 
petua fiebre  occidentalizante. 

Con  una  escrupulosidad  de  artista  que 
le  honra,  el  señor  Ossandon  ha  dirigido 
personalmente  ia  construcción  de  su 
casa,  ajustándose,  hasta  en  los  detalles 
más  mínimos,  a  la  verdadera  tradición 
colonial.  Aunque  la  fábrica  arquitectó- 
nica es  del  más  definido  tipo  de  los 
viejos  fundos  chilenos,  entran,  no  obs- 
tante, en  su  ornamentación,  elementos 
del  norte,  especialmente  peruanos,  que. 


BALCONES   DE   ÉPOCA 
Y    DETALLE    DEL    MI- 
RADOR. 


LAS    REJAS    Y    COLUMNAS    DE    LA    GALERÍA    PRO- 
VIENEN   DE    UN     ANTIGUO     EDIFICIO     COLONIAL. 


por  otra  parte,  conouerdan  de  manera 
acabada,  según  es  lógico,  si  tenemos  en 
cuenta  la  í.atima  relación  que  guardaban 
entonces  ambos  estilos  del   Pacífico. 

Además  de  la  perfecta  euritmia  del 
edificio,  valorízase  la  vivienda  del  señor 
Ossandon  por  la  inusitada  riqueza  de 
sus  maderámenes.  Puertas,  ventanas  y 
balcones,  todos  ellos  auténticos,  son  mo- 
delos de  la  talla  y  el  ajuste  antiguos,  que 
constituían  el  lujo  principal  de  las  viejas 
moradas  coloniales.  Así.  en  el  suntuoso 
y  severo  comedor,  donde  muebles  y  pla- 
tería responden  con  excelencia  a  la  ex- 
quisita labor  de  los  artesonados.  Es.  sin 
duda,  en  éstos  —  que  pertenecieron  en 
su  mayor  parte  a  un  derruido  convento 
de  Santiago  —  donde  finca  el  gran  valor 
ornamentativo  de  la  casa  del  señor 
Ossandon. 

Se  les  admira  en  todo  lugar,  así  en  la 
media  luz  de  las  estancias  interiores  co- 
mo en  el  claro  regocijo  de  las  galerías, 
que  reciben  el  perpetuo  asalto  de  los 
geranios  lujuriosos. 

Podemos  decir  que  don  Carlos  Ossan- 
don ha  satisfecho  cumplidamente  el  sen- 
timental propósito  que  le  inspirara  al 
intentar  reconstruir,  al  margen  de  la 
época,  la  querida  imagen  del  pasado 
colonial,  cuya  raigambre  profunda  sigue 
persistiendo  en  nuestra  América  latina, 
a  pesar  de  todos  los  cosmopolitismos 
adventicios  de  la  hora. 

El  estilo,  según  los  antiguos,  no  es 
principio,  sino  resultado,  y  debe  ser,  en 
primer  término,  una  consecuencia  lógica 
del  ambiente  y  no  un  sobresalto  acciden- 
tal, como  sucede  tan  a  menudo. 

Por  eso  deben  aplaudirse  las  iniciati- 
vas artísticas  que,  como  la  del  señor 
Ossandon,  oriéntanse  por  el  seguro  ca- 
mino de  la  pura  tradición  nacionalista, 
insubstituible  y  sazonado  fruto  de  la 
experiencia, 

Fernán  Félix  de  Amador. 


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AVE 

DE  ZAVATTA.iO 


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♦      ♦    > 


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A  notable  artista,  señora  Ana  Weiss  de  Rossi,  puede  ano- 
tar como  un  nuevo  triunfo  la  exposición  que  reciente- 
mente ha  presentado.  Todos  los  cuadros,  que  represen- 
tan un  año  de  infatigable  labor,  merecieron  los  elogios 
unánimes  del  público,  verdadero  y  casi  único  crítico  en 
cuestiones  de  estética. 

Desde  sus  primeras  tentativas  pictóricas,  la  se- 
ñora Weiss  de  Rossi  se  reveló  como  una  de  las  me- 
jores representantes  que  el  bello  sexo  tiene  en  las 
bellas  artes.  Estudiosa,  tenaz,  llena  de  vocación  y 
de  un  selecto  espíritu,  pronto  dominó  las  dificul- 
tades técnicas  y  se  hizo  notar  ventajosamente. 

Sobre  un  fondo  de  dibujo  correcto  trazado  firme- 
mente, su  pincel  extiende  el  color  con  suaves  y  bri- 
antes  matices,  dando  vida  a  las  figuras.  Su  especialidad  es 
el  retrato,  y  en  él  pone  todo  su  talento,  un  talento  donde  se 
mezcla  la  sensibilidad  femenina  a  una  factura  impregnada 
de  vigor  varonil. 

Artista  de  conciencia,  creyendo  devotamente  que  el  pin- 
tor ha  nacido  para  dar  la  sensación  de  lo  real  a  fuerza  de  sin- 
ceridad, no  acudió  a  otros  procedimientos  ni  se  embanderó 
en  escuelas  ilusorias.  Dibuja  lo  que  ve  y  lo  entona  con  colo- 
res aproximados  a  la  coloración  verdadera,  como  los  maestros. 


«DE    FIESTA». 


■t^L- \ 


"V'i   ~nr:í.-x- 


.;gones?  No 
.'pedias  que 
ElUs  se  han  empeñado 
•niento  del  poeta  y  lo 
reiierer.  :   mbre  al  alto  1868. 

Y  DO  e^  impoco  el  dato  de 

un  diociü....  .^  ...■  .,,.^,,,„  ¿enero  y  hecho  con 
igoal  prolJ)idad.  editado  en  París,  según  el 
nal  Lugones  nacü  en  1870.  Leopoldo  Lu- 
(onat  nadó  en  la  provincia  de  Córdoba,  en 
ño  Saco,  en  1374.  El  hombre,  como  se  ve. 
no  puede  qiieiane  de  stis  cuarenta  y  cinco 
aAos.  Las  ha  vJTido  bien.  Basta  revisar  la 
densa  IMa  de  sus  obras  publicadas  para 
oompnnder  que  no  ha  perdido  el  tiempo 
I  los  dias  ya  lejanos  en  que  empezó  a 
I  sa  firma  en  los  periódicos  locales  de 
C6tdoba.  Era  entonces  un  recio  muchacho 
que  ae  anunciaba  distinto  de  los  demás  por 
sa  tacas»  vocación  por  el  doctorado,  tan  di- 
fundido en  la  región  y  que  constituye,  con  el 
pariente  cura,  un  rasgo  nobiliario  de  las  fa- 
milias de  pro.  Otros  caminos  le  llamaban.  Ni 
el  doctorado  ni  la  iglesia  solicitaban  sus  sim- 
patías. Si  aquello  podia  tolerarse  con  algún 
asombro,  esto  último  ya  daba  que  hablar  a 
los  tranquilos  vecinos  del  barrio  de  San  Fran- 
dsoo.  donde  pululaban  los  elegantes  de  la 
localidad,  prontos  siempre  para  salir  con  el 
drlo  a  la  calle  e  infaltables  tanto  en  la  misa 
como  en  la  confitería  principal  desde  cuya 
acera  se  asiste  a  la  retreta  de  la  plaza.  Y  dio 
mudw  que  hablar,  en  efecto.  Decía  y  hacia 
cosas  raras.  En  las  columnas  de  la  prensa 
cordobesa  comenzaron  a  aparecer  versos  que 
no  estaban  dentro  de  las  reglas  que  desde 
hacia  lustros  incontables  venían  enseñándose 
en  el  grave  claustro  del  colegio.  Eran  los 
versos  de  Gil  Pai,  su  seudónimo  de  la  ini- 
ciad ón. 

En  la  rueda  de  amigos,  Lugones  exponía 
sus  ideas  literarias  y  filosóficas  que  dentro 
de  poco  debían  traducirse  en  el  principio  de 
la  obra  fuerte  y  de  la  acción  pública  cons- 
tante, que  ha  hecho  de  íl  en  nuestro  país  a 
un  continuo  removedor  de  pensamiento,  a 
un  elemento  destinado  a  inquietar  el  espíritu 
dirigiéndolo  o  exacerbándolo.  Su  nombre. 
aun  no  había  llegado  al  tumulto  de  Buenos 
Aires.  Sólo  una  vez,  en  la  redacción  de  la 
extinguida  Tribuna,  Mariano  de  Vedia  lo 
dtó  en  una  conversación  al  contar  sus  im- 
presiones de  un  viaje  a  Santiago  del  Estero. 
Asistió  allí  a  la  inauguración  de  a  estatua 
de  don  Lorenzo  Lugones.  coronel  de  la  Inde- 
pendencia. Despuís  de  los  oradores  impor- 
tantes, qu;  habían  volcado  sobre  el  auditorio 
la  elocuencia  consabida  de  los  homenajes, 
se  irguió  un  joven  de  aspecto  muy  provin- 
ciano, que  exaltó  al  hóroe  con  palabra  inusi- 
tada en  tales  actos.  Era  Leopoldo  Lugones. 
Mariano  de  Vedia,  sin  tener  aún  una  noción 
precisa  de  aquella  mentalidad  que  se  abría, 
hablaba  con  entusiasmo  de  ese  discurso  oído 
al  azar  en  una  consagración  cívica  de  San- 
tiago. Años  después  vino  Lugones  a  la  me- 
trópoli y  cayó  a  Tribuna  con  una  carta  de 
Carlas  Romagosa.  Asi  empezó  su  conquista 
de  Buenos  Aires.  Pero  venía  precedido  ya  de 
una  fama  inquietante.  En  Córdoba  se  contó 
invariablemente  con  su  concurso  para  todas 
las  parrandas  subversivas,  desde  la  prédica 
anticlerical  hasta  la  propaganda  de  las  ¡deas 
avanzadas,  esas  ideas  avarizadas  que  suelen 
aterrorizar  con  tanta  vehemencia  a  los  que 
viven  en  el  interior  y  se  hallan  todavía  en  el 
dulce  periodo  del  azoramiento.  ¿Habrán  de- 
jado de  persignarse  los  excelentes  conter- 
tulios de  la  universidad  de  hace  veinte  años 
al  leer  los  artículos  de  Lugones  en  las  colum- 
nas inflamadas  de  Tribuna  Libre?  Allí  escri- 
bía la  juventud  tumultuosa  de  Córdoba,  el 
núcleo  hondamente  descreído  que  florece 
con  violencia  en  los  centros  ortodoxos.  Lu- 
gones era  el  jefe  y  el  maestro.  Buenos  Aires 
no  lo  diluyó  en  sus  poderosas  corrientes.  Al 
contrario.  El  espectáculo  de  la  gran  dudad, 
en  vez  de  desconcertarlo,  acentuó  su  em- 
prendedora energía  y  no  tardó  en  ser  una 
persona  visible.  En  aquellos  años  funcio- 
naba el  Ateneo  y  en  el  Ateneo  se  libraba  la 
vasta  batalla  entre  los  servidores  de  la  tra- 
dición clásica,  que  gemían  en  vocativo,  y  los 
imprevistos  defensores  del  nuevo  movimiento 
artístico  que  tenían  en  Rubén  Darío  su  ex- 
presión y  su  pauta.  Lugones,  seflalado  ya 
en  Córdoba  como  revolucionario  en  litera- 
tura y  en  lo  que  no  era  literatura,  se  incor- 
poró al  grupo  rebelde,  acogido  inmediata- 
mente como  la  más  alta  esperanza  de  la 
escuela  renovadora.  Darío  le  llamó  «el  for- 
midable Lugones»,  y  en  las  redacciones  se  le 
dtaba  con  admiración  y  con  inquietud.  Los 
clasicistas  sostenían  que  el  modernismo  de 
la  flamante  poesía  y  la  técnica  flamante  de 
esos  destructores  provenia  del  falseamiento 


*!)t:)Lio 


GO^GMVNOrr 


del  idioma.  En  las  discusiones  familiares  del 
Ateneo,  los  adeptos  del  viejo  rito  solían  exas- 
perarse hasta  perder  la  línea  solemne  de  su 
postura  al  comparar  !a  producción  de  los 
poetas  ilustres  con  los  ejemplos  de  los  mo- 
dernistas. Lugones  se  dedicaba  a  hacer  el 
análisis  de  los  versos  que  recitaban  sus  con- 
trincantes. Lo  hacía  con  agresivo  buen  hu- 
mor, con  prolija  crueldad.  Al  principioapenas 
advertían  al  adversario  venido  de  tierra 
adentro,  prontose  vieron  obligados  a  conside. 
rarlo;  porque  ese  revoltoso  poseía  el  don  de 
atraer  con  la  palabra,  los  encadenaba  con  su 
dialéctica  potente  y,  además,  sabía  hasta  la 
saciedad.  Los  clásicos  fueron  vencidos,  los 
clásicos  se  retiraban  del  recinto  cuando  este 
hombre,  de  ademán  vehemente  y  nervioso  y 
de  voz  resonante,  iniciaba  una  discusión.  La 
aparición  de  su  primer  libro,  Las  Montañas 
de'  Oto,  lo  sacó  del  comentario  reducido  del 
círculo,  de  los  debates  apasionados  del  ce- 
ná:;ulo  para  entregarlo  a  la  polémica  pública. 
En  1900,  cuando  yo  frecuentaba  el  aula  del 
Colegio  Nacional,  sus  versos  ya  se  discutían 
en  la  clase  de  retórica.  Había  dos  partidos. 
Los  abogados  de  la  escuela  clásica  se  agru- 
paban en  torno  del  profesor  y  los  revolucio- 
narios levantábamos  la  nueva  bandera  y 
escribíamos  orgullosamente  en  el  pizarrón 
ejemplos  sacados  de  Prosas  Profanas,  de  Las 
Montañas  del  Oro,  de  Castalia  Bárbara.  Un 
día  nos  encargaron  una  composición  sobre 
el  alejandrino.  Empecé  a  leer  la  mía:  <<Los 
mejores  alejandrinos  del  idioma  castellano 
se  han  escrito  en  Buenos  Aires».  Dicen  así: 

Es  una  gran  columna  de  silencio  y  de  ideas 

en  marcha.   El  canto  grave  que  entonan  las 

[mareas. . . 

—  ¿De  quién  son  estos  versos?  —  interro- 
gó el  profesor  con  acento  angustiado. 

—  De  Lugones. 

—  ¡Vete  al  patio,  anarquista! 

En  la  clase  siguiente,  no  bien  se  sentó  el 
profesor  en  la  cátedra,  le  manifesté  que  los 
maestros  no  tenían  derecho  de  imponer  a 
los  estudiantes  sus  ideas  artísticas  y  sus 
creencias  literarias.  Estaban  obligados  a  en- 
señarnos a  aprender,  pero  no  a  aceptar  cie- 
gamente lo  que  nos  suministraban.  No  nos 
gustaba  Núñez  de  Arce  y  nos  parecía  un 
pobre  señor  el  venerable  Olmedo.  Y  con 
tranquilidad  de  homicida  leí  mi  composi- 
ción sobre  el  alejandrino.  Cuando  terminé 
la  lectura  los  alumnos  aplaudieron.  El  profe- 
sor no  volvió  más  aquel  año.  Lugones  se  in- 
trodujo así  en  los  espíritus  juveniles.  Nos 
dominaba  su  audacia,  la  belleza  que  presen- 
tíamos en  su  poesía  que  aun  estábamos  lejos 
de  abarcar  en  la  amplitud  total  de  su  valor 
y  en  la  compleja  diversidad  de  sus  matices. 
Pero  advertíamos  en  su  fondo  algo  distinto, 
algo  nuevo,  que  nos  apartaba  de  la  matraca 
pseudo-clásica,  de  las  candidas  orgías  de  Flo- 
res, de  la  cavernosa  chocolatería  de  Mármol, 
de  la  ruta  trillada  y  gris  de  los  versificado) es 
americanos  que  no  podían  dar  un  paso  sm 
invocar  desesperadamente  a  la  anémica  mu- 
sa de  ojos  lánguidos  cuya  imagen  aparecía 
en  los  tomos  opulentos  de  las  antologías. 

Lugones  sigue  siendo  el  poeta  de  la  juven- 
tud. Lugones  no  ha  cambiado.  La  leve  huella 
del  tiempo  ha  puesto  un  tono  grisáceo  en  sus 
sienes.  Su  energía  es  la  de  antes.  Oigo  decir 
a  menudo  que  Lugones  cambia  mucho  de 
ideas.  Esa  acusación  no  es  infundada.  Cuan- 
do se  tiene  ideas  es  menester  irlas  cambian- 
do, porque  las  ideas  vienen  de  los  hechos  y 
de  las  circunstancias,  que  son  las  que  cam- 
bian. Es  natural  que  el  liberalismo  del  escri- 
bano y  el  socialismo  de  boticario  no  varíen 
ni  en  forma  ni  en  substancia  porque  ambos 
pertenecen  en  sus  convicciones  a  la  raza  de 
los  que  siguen  a  los  demás.  Lugones  es  de 
los  que  crean  las  ideas  y  es  lo  lógico  que  in- 
terprete los  sucesos  del  mundo  con  la  visión 
del  futuro,  con  el  concepto  transcendental 
del  pensador  en  quien  la  variabilidad  es  un 
signo  de  vigor  fecundo.  Como  artista,  Lugo- 
nes ha  ido  simplificándose  hasta  llegar  a  su 
fuerza  expresiva  actual.  Como  pensador,  su 
obra  revela  una  línea  constantemente  man- 
tenida, una  línea  interna  que  indica  en 
la  totalidad  de  la  obra  realizada  idéntica 
orientación  hacia  la  belleza  y  hacia  el  bien. 
En  realidad,  es  esta  su  filosofía  permanente 
y  es  este  el  sentido  primordial  de  su  poesía  y 
de  su  prosa.  Nadie,  entre  nuestros  escritores, 
se  ha  consagrado  con  más  intensa  pasión  a 
servir  al  ideal  argentino,  en  la  acepción  su- 
perior del  vocablo.  Lugones  repite  el  espec- 
táculo grandioso  de  Sarmiento:  es  un  traba- 
jador de  la  justicia  y  de  la  libertad,  v  lo  hace 
con  sencillez  admirable,  con  la  humildad  ale- 
gre del  buen  obrero  que  cumple  una  tarea 
normal. 


»>x— 


''o  tengo  un  gato  que,  desde  luego, 
vale  menos  que  el  perro  Riquet, 
amigo  de  Anatole  France.  Sin 
embargo,  como  todo  lo  que  vive, 
es  preciosa  fuente  de  enseñan- 
zas. Paso  horas  enteras  contem- 
plándole, mientras  él,  de  tarde 
en  tarde,  se  digna  mirarme  casi  con  desprecio. 
Si  se  deja  acariciar,  es  porque  le  agrada,  no  por 
darme  placer.  Si  se  acerca  mimoso,  es  porque 
pretende  algo.  Es  tan  egoísta,  que  parece  un 
hombre  superior  y  perfecto.  Durante  mucho 
tiempo  lo  he  creído  feliz;  tiene  comida  abun- 
dante, mullida  cama;  por  estar  enmasculado  ca- 
rece de  ciertas  inquietudes.  . .  Sin  embargo,  no  es 
dichoso.  He  aquí  las  razones. 

LOS  ANHELOS   SUPERIORES 

Decía  un  poeta: 

Aquí,  para  vivir  en  santa  calma, 
o  sobra  la  materia  o  sobra  el  alma. 

Efectivamente:  es  el  anhelo  de  cosas  superiores 
e  inalcanzables,  de  perfecciones  ilimitadas,  lo  qué 
empequeñece  el  placer  de  los  sentidos,  y  es  el  tirón 
de  la  carne  lo  que  nos  arranca  de  los  ensueños 
cerúleos.  Los  señores  psicólogos  suelen  ver  en  esto 
una  demostración  de  la  inmortalidad  del  alma. 
Dicen:  esa  ansia  de  inmortalidad  tiene  que  ser  sa- 
tisfecha en  una  vida  eterna;  de  otro  modo  Dios, 
que  la  ha  puesto  en  nosotros,  sería  cruel,  lo  que 
no  es  posible.  . . 

Pues  bien,  mi  gato  padece  anhelos  superiores, 
confusamente,  pero  sufre  el  noble  mal  de  amar  a 
lo  imposible.  Le  gustan  las  ostras  y  los  langos- 
tinos, furiosamente;  el  pescado,  en  genera!,  es  uno 
de  sus  manjares  predilectos.  Pues  bien:  el  gato  de 
por  sí,  ¿cómo  satisfaría  ese  apetito  tan  vehemen- 
te? Le  gusta  el  pescado  y  odia  el  agua.  ¿Compren- 


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deis  la  cruel  contradicción?  El  gato  no  se  arries- 
gará nunca  en  el  mar  ni  en  el  río;  desde  la  orilla, 
como  Moisés,  que  vio  y  no  pisó  la  tierra  prome- 
tida, verá  los  pececillos,  los  bancos  de  ostras,  los 
moluscos  pegados  a  la  roca. . . 

Esa  afición  a  los  pescados,  crustáceos,  etc.,  es 
en  mi  gato  natural;  desde  el  primer  momento  se 
lanzó  a  devorarlos;  estaba  en  su  instinto.  Y  ese 
deseo  no  tiene  medios  propios  para  satisfacerse. 

No  hay  tanta  diferencia,  pues,  entre  los  gatos 
que  gustan  del  pescado  y  los  hombres  que  pedi- 
mos virtudes  impolutas,  muy  inasequibles. 

CONCEPTO      DE     JERARQUÍAS 

Mí  gato,  como  los  demás  animales,  incluso  el 
hombre,  al  colocar  sus  afectos  ha  tenido  en  cuen- 
ta ante  todo  el  interés.  Lo  mismo  que  vosotros, 
cuando  vais  a  depositar  dinero  en  un  banco,  dudáis 
en  la  elección  de  cuál,  pues  hay  que  conciliar  el 
interés  con  la  seguridad,  mi  gato  ha  discutido  a 
solas,  que  es  la  discusión  más  honda,  entre  mi 
persona,  la  de  la  cocinera  y  la  del  carnicero  que 
de  mañana  viene  a  casa.  Es,  pues,  un  gato  pru- 
dente, no  un  gato  pasional  y  romántico,  de  esos 
que  alborotan  por  los  tejados,  locos,  hambrientos, 
enamorados  bohemios  de  la  libertad.  El  carnicero 
le  da  amplia  pitanza,  la  cocinera  lo  regala  con 


de  enfrente  y  ha  comprendido  que  sólo  el  culto 
y  la  posesión  del  fuego  lo  separaba  de  esos  des- 
graciados errantes.  Por  esto  tiene  culto  por  la 
llama;  significa  para  él  la  propiedad,  la  casa,  la 
vida  fácil . . .  Por  otra  parte,  como  él  no  sabe 
encender  fuego,  lo  admira. 

Las  fieras  salvajes  odian  al  fuego  porque  es 


golosinas,  le  permite 
echarse  en  los  ladrillos 
tibios  del  fogón;  yo  lo 

acaricio,  le  doy  la  comida  que  a  él  le  gusta,  y,  para 
hacerle  sentir  mi  autoridad  y  jerarquía,  de  cuando 
en  cuando  le  aplico  un  puntapié.  El  gato  sabe, 
además,  que  sólo  ante  mi  persona  se  abren  las  ha- 
bitaciones que  tienen  cortinas  de  encaje,  almoha- 
dones recamados,  que  para  sus  uñas  son  placer. 
El  gato,  después  de  mucho  meditar,  ha  decidido 
engañarnos  a  la  cocinera,  al  carnicero  y  a  mí.  Se 
aprovecha  de  todos,  pero  entre  todos  me  prefiere 
porque  soy  quién  le  pega.  ¡Admirable  filosofía, 
manual  de  vida  internacional  para  los  pueblos, 
alma  femenina!  Sin  embargo,  esta  política  en- 
vuelve el  dolor  de  no   ser  fuerte... 

LOS      PRIMEROS      DIOSES 

Igual  que  los  hombres  de  los  primeros  días  del 
mundo,  mi  gato  adora  al  fuego.  No  porque  le  dé 
calor,  sino  porque  es  fuego.  Adora,  sobre  todo,  a 
la  llama.  Las  estufas  eléctricas,  no  obstante  su 
resplandor,  le  inspiran  menos  simpatía  que  las 
fogatas  de  leña.  Él  sol  no  le  interesa  más  que 
cuando  hace  frío  y  la  chimenea  está  apagada.  Se 
tiende  frente  a  las  llamas  y  las  mira  devotamente; 
su  inquietud,  su  color,  su  movimiento,  lo  atraen 
como  a  los  niños  un  espectáculo  de  magia.  Des- 
pués cierra  los  ojos  para  meditar,  como  los  bue- 
nos fieles  en  la  oración  .  .  .  ¿En  qué  piensa?  No 
digáis:  ¡en  nada! 

El  gato  comprende  que  el  misterio  de  la  vida 
civilizada  está  en  el  amor  al  fuego;  ha  visto  a 
gatos  escuálidos  en  el  alero  del  tejado  de  la  casa 


su  enemigo,  pero  las  reducidas  a  domesticidad  lo 
aman;  tal  el  gato  y  su  abuelo  el  tigre. 

Sin  embargo,  mi  gato,  cuando  la  luna  de  agosto 
bruñe  los  tejados,  la  mira  nostálgicamente,  como 
si  estuviera  avergonzado  de  amar  al  fuego  ence- 
rrado en  una  estufa. 


AUGUSTA 


SOLEDAD 


Si  el  gato  creyera  que  los  hombres  son  anima- 
les, sería  imposible  reducirlo  a  domesticidad.  Nos 
cree  seres  superiores,  y  por  esto  en  su  servidum- 
bre no  encuentra  humillación.  Igual  nos  ocurre 
a  nosotros  con  los  emperadores,  los  multimillona- 
rios, la  gente  célebre. 

Porque  el  gato  odia  a  todos  los  demás  anima- 
les: riñe  con  los  perros,  salta  furioso  sobre  las 
moscas;  si  tiene  gatitos  los  abandona,  pues  sólo 
sabe  contar  hasta  dos,  lo  que  disminuye  su  capa- 
cidad de  afecto  para  la  prole,  se  olvida  de  sus  due- 
ños que  lo  miman:  quiere  vivir,  como  la  Inglate- 
rra de  la  reina  Victoria,  en  un  espléndido  aisla- 
miento. . .,  en  una  despensa  bien  provista.  Como 
veis,  este  amor  a  la  soledad  en  el  gato  no  es  inde- 
pendencia, sino  egoísmo.  Me  toca  mayor  parte 
en  todo,  se  dice  el  gato  cuando  está  solo  en  una 
casa.  No  es  que  sea  misántropo  ni  austero:  es  sim- 
plemente egoísta. 

Ahora  bien :  el  egoísmo,  que  es  la  perfección  en  los 
animales,  suele  ser,  además,  la  demostración  de 
su  fuerza.  El  individualismo  es  la  madera  de  los 
héroes.  Suele  ser,  además,  el  camino  de  la  feli- 
cidad. Y  asi  mi  gato,  como  las  grandes  figuras 
de  la  historia,  desdeña  a  todas  las  semejantes  o 
gemelas;  quizá  unas  y  otras  aspiran  solamente  a 
que  les  toque  a  más... 

Pero  con  todo  es  un  poquito  triste  vivir  solo. 


CTeo  dp    B  E  R.  NVA  L  D/O 


—  T=>LS\^S, 


•>X— 


SEÑORA     ADELA     ZEMRO- 
RAIN    DE    DEL   CARRIL. 


SEÑORA     MARTA     LELOIR 
DE    UDAONDO. 


Un  año  más  toca  a  su"  término; 
un  año  pnás,  en  cuyo  transcurso,  se 
han  multiplicado  las  actividades  de 
nuestra  intensa  vida  mundana,  pro- 
longándose la  season  pcrteña  hasta 
el  último  limite...  hasta  que  la 
brillante,  infatigable  farándula  haga 
un  breve  paréntesis  en  su  incesante 
girar,  para  volver  a  reanudar,  días 
más  tarde,  la  deslumbradora  exis- 
tencia de  las  playas  aristocráticas, 
de  las  i'illeg^iatturas  a  la  moda.  .  . 

Y  en  este  año  que  termina  ha 
culminado,  como  no  lo  fuera  jamás, 
la  realización  de  festivales  con  fines 
de  beneficencia:  el  sostenimiento  de 
obras  de  importancia  transcendental 
en  nuestro  ambiente,  y  consagradas 
ya  por  nuestra  sociedad;  la  apre- 
miante obligación  de  reparar  las 
tristes  consecuencias  de  la  catástrofe 
que  devastó  extensas  zonas  del  país; 
el  anhelo  de  remediar  en  lo  posible 
tantos  dolores,  tantas  miserias,  ini- 
ciando nuevas  obras  caritativas,  han 
constituido  — ¡eterna  anomalía! — un 
brillantísimo  programa  de  fiestas  de 
toda  índole,  al  que  ha  respondido  en 
todo  momento,  y  con  generosidad 
suma,  nuestra  sociedad  entera. 

Ha  habido  verdadero  derroche  de 
inventiva,  de  actividades,  de  per- 
severancia..  .  Ha  habido,  también, 
esa  noble  emulación  que  nos  incita 
a  realizar  nuevos  esfuerzos,  tendien- 
tes todos  al  beneficio  colectivo.  ,Que 
se  ha  logrado  descubrir  algún  des- 
tello de  vanidad  personal  o  suficien- 
cia, dentro  de  la  magna  obra  llevada 
a  cabo? 

Tal  vez...  pero  bien  puede  perdo- 
narse esa  pequeña  debilidad  tan  hu- 
mana, porque  ha  llegado  a  perderse 
en  el  conjunto  de  tantas  calidades, 
como  se  desvanece  el  hilillo  desco- 
lorido en  la  trama  brillante  policro- 
ma, de  maravilloso  tapiz. 

A  la  institución  femenina  oficial 
del  país,  a  la  tradicional  Sociedad 
Damas  de  Beneficencia,  fué  a  quien 
correspondía  de  derecho  el  organizar 
el  festival  magno  en  favor  de  las 
víctimas  de  las  inundaciones  de  la 
provincia  de  Buenos  Aires.  Presidida 
por  la  junta  de  damas  más  represen- 
tativa del  país  se  realizó,  en  la  sun- 
tuosa sala  del  Colón,  el  festival  que 
superó  a  todos  los  de  su  género,  por 
su  importancia  artística  y  la  brillan- 
te asistencia  que  respondió  al  llama- 
miento de  la  institución  que  evoca  las 
más  nobles  y  abnegadas  tradiciones 
de  nuestra  historia;  en  el  vasto  pal- 
co oficial  del  frente  de  la  sala,  rodea- 
ban a  la  actual  presidenta  de  la  So- 
ciedad de  Beneficencia,  doña  Inés  Do- 
rrego  de  Unzué,  las  figuras  femeninas 
más  prestigiosas  de  nuestra  aristo- 
cracia, los  nombres  más  destacados 
en  la  actuación  social  y  política  de 
la  Argentina. 

Perdurará  por  mucho  tiempo  aún, 
en  nuestros  anales  mundanos,  el 
recuerdo  de  esa  noche  del  28  de 
julio;  se  cantaba  Manon,  interpre- 
tando la  música  del  mago  Massenet 


las  más  grandes  eminencias  del  arte. 
En  la  penumbra  de  la  sala,  mientras 
se  escuchaba  devotamente  el  sueño 
de  Des  Grieux,  fulguraba  el  mirar 
de  los  más  lindos  ojos  del  mundo, 
y  fulguraban  a  la  vez  los  diamantes 
que  ceñían  los  cabellos  y  gargantas 
de    tantas   hermosísimas    figuras... 

También  celebraron  interesantes 
festivales  durante  la  temporada  lí- 
rica del  Colón  y  del  Coliseo  socieda- 
des tan  prestigiosas  como  la  Caja 
Dotal  de  Obreras,  La  Congregación 
del  Divino  Rostro,  Las  Cantinas  Ma- 
ternales, la  Cruz  Roja  Argentina; 
culminando  esta  serie  con  el  éxito 
brillantísimo  del  festival  organizado, 
en  su  faz  artística,  por  el  Círculo  de 
la  Prensa,  que  invitó,  para  celebrar 
en  conjunto  tan  importante  aconte- 
cimiento, a  la  Sociedad  Damas  de 
Caridad,  cuya  junta  directiva  realiza 
tan  fecunda  obra  de  previsión  y 
beneficencia. 

Luego  se  consignan  en  este  balance, 
de  festivales  con  fines  altruistas, 
notas  de  índole  bien  diversa,  y,  sin 
embargo,  igualmente  interesantes.  .  . 

Las  Hijas  de  María  de  la  Santa 
Unión  hacen  conocer  al  público  por- 
teño las  últimas  cuartillas  escritas 
por  el  malogrado  poeta  Amado  Ñer- 
vo; su  espíritu  ampliamente  generoso 
había  prometido  hablar  a  favor  de 
los  niños  amparados  por  la  santa 
Escuela  del  Buen  Consejo,  y  la  pro- 
mesa fué  cumplida  a  pesar  de  la  sen- 
tencia inexorable. .  . 

Fueron  recogidas  por  manos  pia- 
dosas las  cuartillas  abandonadas  en 
medio  del  trabajo,  y  para  escuchar 
su  lectura  se  con- 
gregó en  la  sala  del 
Odeón  una  asis- 
tencia selectísima, 
que,  intensamente 
conmovida  por  el 
reciente  y  doloro- 
so desenlace,  quiso 
hacer  acto  de  pre- 
sencia en  esa  tarde 
que  debió  ser  de 
gala,  pero  que  fué, 
en  cambio,  tarde 
de  muy  hondas 
emociones. 

Pocos  días  des- 
pués, todo  Buenos 
Aires,  es  decir,  to- 
do el  mundo  bri- 
llante y  animado, 
ávido  de  nuevas 
impresiones  aplau- 
día con  inusitado 
entusiasmo  el  es- 
pectáculo de  sabor 
genuinamente  na- 
cional, organizado 
por  las  distingui- 
das damas  consti- 
tuidas en  comi- 
sión en  pro  de  la 
Asistencia  Públi- 
ca; genuinamente 
criollo  fué  el  inte- 
resantísimo  pro- 


grama, y  rompiendo  el  hielo  de  los 
prejuicios,  que  paraliza  tantas  ve- 
ces las  más  simpáticas  iniciativas, 
hubo  un  grupo  animoso  de  señori- 
tas pertenecientes  a  nuestros  más 
altos  círculos,  que  evocó  en  el  es- 
cenario del  Grand  Splendid  todo  el 
encanto  y  la  poesía  de  las  figuras 
cantadas  por  Echeverría,  Del  Campo 
y  Ascasubi. 

Bizarros  y  románticos,  no  faltaron 
gauchos  y  paisanos  que  las  acompa- 
ñaran para  tan  interesante  aconte- 
cimiento; todos  ellos,  hábiles  gui- 
tarreros, hicieron  vibrar  allá,  muy 
hondo,  una  fibra  casi  olvidada  ya, 
por  decreto  de  la  moda.  .  .  el  acen- 
drado cariño  por  las  cosas  de  la 
tierra,  ese  íntimo  sentimiento  que 
hacía  estallar  el  aplauso,  mientras 
más  de  un  espectador  sonreía,  hú- 
medos los  ojos  de  grata  emoción. .  . 
Muchos  han  seguido  luego  el  ejem- 
plo dado;  incesante  bordoneo  de 
guitarras,  con  sus  tristes  cadenciosos, 
animadas  huellas,  vidalitas,  gatos 
o  malambos  vibran  en  nuestros 
oídos,  evocando  las  escenas  de  la 
vida  serena  de  las  viejas  estancias 
criollas;  otras  veces,  son  cantares 
andaluces  los  que  vibran  alegres 
en  el  ambiente;  acompañan  a  la  gui- 
tarra las  bulliciosas  castañuelas;  es 
el  patio  andaluz,  con  toda  su  alegría, 
sus  tiestos  de  claveles,  sus  mantones 
multicolores...  El  milagro  se  ha 
realizado  merced  al  llamamiento  de  la 
caridad,  y  las  figuras  femeninas  per- 
tenecientes a  los  círculos  más  aristo- 
cráticos prestigian,  con  el  suave 
encanto  de  su  juventud,  los  festivales 
que  se  suceden  sin 
interrupción.  Es  la 
Liga  Patriótica 
con  sus  numerosas 
y  activísimas  bri- 
gadas; son  las  co- 
misiones de  seño- 
ritas de  la  Arohi- 
cofradía  de  Nues- 
tra Señora  del 
Huerto  y  del  Asilo 
de  Nuestra  Seño- 
ra de  Lujan,  de 
los  Niños  Pobres 
de  Nueva  Pompe- 
ya;  es  también  la 
Sociedad  de  Soco- 
rros de  San  Isi- 
dro .  .  . 

Cuadros  vivos, 
en  los  que  se  ad- 
miraron las  figu- 
ras femeninas  más 
armoniosamente 
bellas;  las  danzas 
de  antaño,  minués 
y  gavotas;  lue- 
go, recitación  a 
cargo  de  aficiona- 
das del  mérito 
de  doña  Victoria 
Ocampo  de  Estra- 
da y  de  la  señori- 
ta María  Esther 
Etcheverry,  cuyas 


excepcionales  dotes  las  han  consa- 
grado como  artistas  de  primera  fila: 
cantantes  tan  eminentes  como  la  se- 
ñorita Magdalena  de  Ezourra,  que 
ha  favorecido  este  año,  con  su  arte 
exquisito,  la  obra  de  las  Hermanas 
de  la  Asunción,  como  también  la  re- 
construcción de  las  iglesias  devasta- 
das en  Francia. . . 

Pero  se  destaca,  entre  tan  diversos 
espectáculos,  la  realización  de  la  feé- 
rica leyenda  de  los  Cisnes  Encanta- 
dos. .  .  y  fueron  los  niños  afortunados 
los  que  gozan  de  todos  los  privilegios 
de  la  vida  quienes  trabajaron  para 
los  desheredados  de  la  suerte,  para 
los  enfermitos  que  hacen  provisión 
de  vida  y  alegría,  en  las  Colonias  de 
Niños  Débiles  fundadas  por  la  socie- 
dad Escuelas  y  Patronatos.  Era  un 
espectáculo  inolvidable  el  contem- 
plar aquellos  diminutos  actores, 
transformados  en  príncipes,  cortesa- 
nos, elfos,  aldeanos,  cazadores. . .  ad- 
mirablemente disciplinados,  obede- 
cían al  llamado  desde  la  vasta  sala; 
como  verdaderos  elfos,  se  levantaban 
por  encanto  de  sus  asientos,  para  pre- 
cipitarse al  escenario,  que  llenaban 
con  el  delicioso  encanto  de  sus  figu- 
ritas, con  toda  la  gracia  de  sus  ade- 
manes. 

Luego,  hay  que  mencionar  las  fies- 
tas a  bordo  de  los  grandes  barcos, 
organizadas  por  asociaciones  argen- 
tinas y  extranjeras;  las  exposiciones, 
torneos  de  tennis,  los  bailes  y  tes  en 
el  Plaza  Hotel... 

Y  se  inician,  por  último,  los  gran- 
des festivales  al  aire  libre;  la  brillante 
caravana  mundana  se  traslada  al 
Talar  de  Pacheco,  la  soberbia  pose- 
sión cuyo  Teatro  Nature  podría  lla- 
marse Teatro  de  Ensueño . . .  Lore- 
ley,  la  aristocrática  residencia  de  la 
famila  de  Napp,  en  Belgrano,  reabri- 
rá  también  sus  puertas  en  favor  de 
los  menesterosos  de  los  alrededores, 
y  en  el  recinto  de  su  hall  señorial  se 
desarrollará  una  de  las  fiestas  más 
interesantes  del  año;  los  artistas  ele- 
gidos sabrán  vivir  las  escenas  evoca- 
das. .  .  y  el  programa  será  exquisita 
y  elevada  nota  de  arte.  . . 

Debería  cerrar  este  ciclo  extraordi- 
nario de  fiestas  con  fines  caritativos 
el  Corso  de  Flores  tradicional:  pero 
¡quién  sabe!...  Se  anuncia  la  Navidad 
de  la  Paz.  y  este  advenimiento  ha  de 
despertar  intenso  anhelo  de  partici- 
par de  él . . . 

«La  vida  no  merece  ser  vivida  sino 
logra  realizarse  obra  útil,  —  oíamos 
decir  días  pasados  a  una  interesante 
figura  femenina—  obra  útil,  fuera  del 
límite  encantado  del  hogar;  obra  útil 
en  favor  de  los  desheredados  de  la 
suerte ...» 

Y  a  este  sentir  debemos,  ¡eterna 
anomalía!,  el  brillantísimo  programa 
de  fiestas  que  ha  influido  para  que 
la  incesante  farándula  no  se  detenga, 
aun  prolongándose  la  season  porteña 
hasta  el  último   límite. 

La  Dama  Duende. 


— i=>i_;v^:s 


EN  LA  PEIOUil 


r^íuie 


L  Hipódromo  Ar- 
gentino en  días 
de  reuniones 
clásicas  consti- 
tuye una  de  las 
sorpresas  que 
aquí  recibe  el  extranjero.  Cuanto  más 
inteligente  es  en  cuestiones  turfistas  y 
más  conocedor  de  otros  hipódromos. 
su  asombro  es  mayor.  Efectivamen- 
te, no  espera  encontrarse  con  re- 
uniones donde  tan  altas  brillan  la 
belleza  y  la  elegancia  de  la  mujer 
porteña.  Y  si  de  turf  se  trata,  resulta 
indudable  que  los  miles  jugados  en 
pro  de  los  caballos  favoritos  dan  una 
idea  de  la  enorme  potencialidad  de 
Buenos  Aires. 

La  reunión  celebrada  el  domingo  9 
de  noviembre  ha  sido  extraordinaria 
dentro  de  lo  extraordinario  a  que  el 
hipódromo  nos  tiene  acostumbrados. 
Más  de  treinta  mil  personas  acudie- 
ron a  la  cita,  buscando  las  emociones 
del  Gran   Premio  Carlos  Pellegríni, 


IlíOL 


el  último  clásico  de  la  temporada. 
Entre  esa  enorme  concurrencia  se 
destacaban  las  representantes  más 
prestigiosas  del  bello  sexo,  formando 
un  conjunto  de  distinción  y  gracia. 
La  riqueza  elegante  de  las  toilettes 
primaverales  donde  brillaban  los  sua- 
ves colores  de  moda,  daban  a  las  tri- 
bunas un  aspecto  deslumbrador. 

Y  durante  la  carrera  del  día,  en  los 
breves  momentos  que  Tiny,  el  potri- 
llo victorioso  disputaba  a  sus  rivales 
el  triunfo,  aquella  Hite  femenina  so- 
bresalía aún  del  bullicio  de  la  emo- 
ción varonil,  poniendo  matices  de  luz 
tranquila  entre  el  movimiento  de 
expectación  y  entusiasmo. 

Una  vez  más  la  mujer  argentina 
ha  demostrado  su  sabiduría  en  las 
suntuosas  artes  del  bien  vestir,  su 
aristocrático  buen  tono  y  su  belleza. 
Y  este  derroche  vale  más,  mucho 
más,  que  el  pródigo  derroche  que  hay 
en  los  86.000  boletos  jugados  sola- 
mente en  el  Premio  Carlos  Pellegríni. 


«  DE  lAENZ  VA- 
-  E  y  SEftOKITAS 
^í,i.;.l  VALIENTE.  PARE- 
KA.  LAGOS.  VÁRELA  riTA- 
LUOA  Y  CAPITÁN  DE  HA. 
V>0   TIBURCIO     ALDAO. 


VISTA  DE  LA  «PELOUSEt 
«OMENTOS  ANTES  DE  CC 
RRERSE  EL    PREMIO    CAR- 


SEÑORA  Y  SEÑORITA  DE 
GUERRICO  Y  UN  GRUPO 
DE  DISTINGUIDAS  DAKAS 
COMENTANDO  LA  VICTO. 
RIOSA  CARRERA  DEL  YA 
CÉLEBRE    «TINY». 


IOS  PELLEGRÍNI.  EL  UL- 
TIMO DE  LOS  GRANDES 
CLÁSICOS      DEL     AÑO. 


"VLrPK2>X— 


—  1=>LJX/'2S    >^1JT-"I3>^— 


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.    /\     Kj      C      O 


—  I=>L. 


X^L,TC>>X- 


NO  ME  IMPORTA  EL  RESTO! 

—  Quiero  prescindir  de  todo  el  cúmulo  de  buenas  cualidades  que 
en  mi  pretendiente  has  descubierto,  querido  papá:  aun  cuando  todo  lo 
que  tú  dices  se  multiplicara  por  diez  y  fuera  el  más  rico  del  mundo, 
mi  respuesta  seria  la  misma;  aborrezco  los  calvos,  y  jamás  me  ca- 
saré con  ninguno  de  ellos! .  .  . 


Considere  el  feo  aspecto  de  un  calvo,  y  reflexione  que  esta  gente  es  calva  por  su  gusto.     Procure  buscar  el  reme- 
dio para  no  ser  objeto  de  la  mofa  de  sus  semejantes.     La  calvicie,  a  más  de  ser  antiestética,  es   insalubre. 
Use  el  remedio  reconocido  universalmente  como  INSUPERABLE 

^^  Específico  Boliviano  BENGURIA" 

su     SÓLO     NOMBRE     ES     UN     SELLO     DE     GARANTÍA 

DETIENE  LA  CAÍDA  DEL  CABELLO. --HACE  DESAPARECER  LA  CASPA. 
DEVUELVE    A    LAS    CANAS,    SIN    TEÑIRLAS,    SU    COLOR    PRIMITIVO. 

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de  traficantes  sin    moral    que.   apoyados  en   nuestro   creciente  éxito, 
tratan    de   expender  falsas  preparaciones.  —  USE   SOLAMENTE   EL 


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Doctor    RAFAEL    BENGURIA    B. 


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1 


CERTIFICADO 

Del  Excmo.  Señor  Doctor  Don  Severo  Fernández  Alonso,  ex  pre 
sidente  de  Solivia  y  ex  ministro  de  su  país  en  las  Repúblicas  de 
Chile  y  la  Argentina. 

Señor  Doctor  Rafael  Ben^uria  B. 

Santiago.  —  Moneda,  ^75. 
Mi  estimado  doctor  Bengvria: 
Me  demanda  usted  una  opinión  terminante  sobre  el  Específico 
descubierto  por  usted,  y  los  resultados  que  he  obtenido  con  su  uso. 
Bn  respuesta,  me  es  grato  decirle  que  considero  en  él  reunidas  tres 
condiciones  esenciales:  LA  UTILIDAD.  RAPIDEZ  y  EFICACIA. 
al  menos  son  estos  los  efectos  que  yo  he  experimentado.  La  caída  del 
cabello  se  detuvo  y  lo  he  visto  brotar  nuevamente. 

Sea  este  testimonio  de  ¡a  gratitud  de  su  atto.  S.  S.  y  amigo. 
Severo  Fernández  Alonso. 

Del  Señor  Cónsul  General  de  Bolivia  en  Valparaíso,  Don  Daniel 
Ballivian: 

Certifico  que  con  el  uso  del  medicamento  del  señor  Benguria,  se 
me  ha  detenida  en  absoluto  la  calda  del  pelo,  debiendo  advertir  que 
he  empleado  dicho  medicamento  durante  muy  poco  tiempo. 

Daniel  Ballivian. 


—  I=>LS^'^ 


APARTANDO         YEGUARIZOS 


4t 


EL    APARTE     DEL     GANADOj  EQUINO     CONSTITUYE     UNO    DE    L05    TRABAJOS    MÁS    P.NTORE3COS    DE    NUESTRA    CAMPAÑA.    ANTIGUAMENTE    LO    REALIZABAN    VERDADEROS    GAUCHOS;    HOY 
DÍA  CUALQUIER  PEÓN.  MAS  O  MENOS  INMIGRADO,  ES  CAPAZ  DE  REALIZAR  ESA  LABOR.  GRACIAS  AL  ALAMBRE  DE  PÚA.  A  LAS  TRANQUERAS  MODERNAS  Y  OTROS  ADELANTOS  DE  LA  CULTURA. 


'EL        ESPEJO 


N  O 


ENGAÑA 


Recetas  sencillas  y  prácticas  para   conservar 

por  CHARLOTTE  ROUVIER 


la   belleza 


Ninguna  mujer  se  preocupa  de  la  edad  que 
tiene  mientras  parece  joven;  y  teniendo  en  cuenta 
que  bajo  el  marchito  cutis  exterior  cada  mujer 
posee  una  piel  nueva  y  hermosa,  aparece  entonces 
subsanada  la  primera  dificultad  que  preocupa  a 
muchas  damas  afectadas  por  una  vejez  prematura. 
pues  se  trata  entonces  de  descorrer  ese  velo  que 
en  tantos  casos  empaña  una  belleza.  Cuando  debi- 
do a  la  edad  u  otras  circunstancias,  el  cutis  deja 
de  eliminar  su  capa  exterior  por  paralización  de 
ese  proceso  natural  que  es  la  renovación  periódica 
de  la  epidermis  durante  la  juventud,  ha  llegado 
el  momento  de  ayudar  a  la  naturaleza  a  hacer  lo 
que  ella  debiera  por  sí  sola. 

Y  este  procedimiento  entusiastamente  adoptado 
hoy  por  numerosas  damas,  es  muy  simple  y  agra- 
dable. Se  emplea  sencillamente  un  poco  de  cera 
mercolizada  de  buena  calidad,  aplicada  al  rostro 
a  manera  de  cold  cream.  La  cera  absorbe  paula- 
tinamente el  cutis  exterior  gastado  y  de  mal  as- 
pecto, descubriendo  la  piel  hermosa,  tersa  y  ju- 
venil que  bajo  aquélla  se  encuentra.  Si  usted  está 
actualmente  en  estas  condiciones,  adquiera  en  la 
farmacia  un  poco  de  cera  mercolizada  de  buena 
calidad  y  apliquesela  al  rostro  durante  algunas 
noches.  Nada  perderá  con  probar  este  tratamiento. 
y  no  dudo  que  quedará  convencida  y  se  sentirá. 
como  tantas  otras  damas.  íntimamente  satisfecha 
y  feliz  de  recuperar  sus  galas  y  prestigios  de  mujer 
joven  y  hermosa.  Un  buen  cutis  natural,  tiene 
más  encanto  y  valor  que  muchos  artificiales. 
•  •  • 

Las  canas  son  a  menudo  una  seria  contrariedad 
que  se  presenta  tanto  a  hombres  como  a  mujeres 


cuando  aun  se  encuentran  en  la  plenitud  de  su 
vida.  Las  tinturas  para  el  cabello  no  deben  usarse 
siempre  porque  sus  inconvenientes  son  obvios  y 
además  causan  perjuicios  al  pelo  en  muchos  casos. 
Pocas  personas  saben  que  una  fórmula  muy  sen- 
cilla, fácilmente  hecha  en  casa,  devuelve  a  las  ca- 
nas el  color  primitivo  del  cabello,  de  la  manera 
más  inofensiva.  Basta  con  que  compre  usted  dos 
onzas  de  tammalite  concentrada  en  casa  de  un  bo- 
ticario, y  la  mezcle  con  tres  onzas  de  bay  rhum  o 
espíritu  de  laurel.  Aplique  usted  esta  sencilla  e 
inofensiva  loción  a  su  cabello  durante  unas  cuan- 
tas noches,  por  medio  de  una  esponjita,  y  las  canas 
desaparecerán  paulatinamente.  La  loción  no  es 
grasicnta  ni  pegajosa,  y  ha  sido  probada  con  éxito 
una  y  otra  vez,  durante  varias  generaciones,  por 
las  personas  que  han  tenido  la  dicha  de  poseer  la 

fórmula. 

*  *  * 

Para  las  damas  que  ven  su  belleza  desfigurada 
por  este  molesto  crecimiento  de  vello,  constituirá 
una  gran  noticia  saber  cómo  se  extirpa  de  un  modo 
permanente  ese  vello.  Para  este  propósito  debe 
usarse  el  porlac  puro  pulverizado,  de  cuya  subs- 
tancia casi  todos  los  boticarios  pueden  venderle  a 
usted  una  onza.  El  tratamiento  se  recomienda  no 
sólo  para  la  desaparición  instantánea  del  vello  que 
os  desfigure,  sino  para  matar  por  completo  las  raí- 
ces, sin  que  por  esto  sufra  la  belleza  de  vuestra  piel. 

*  *  * 

El  nuevo  tratamiento  para  hacer  desaparecer 
instantáneamente  del  rostro  los  molestos  barrillos, 
puntos  negros,  grasitud  y  dilatación  de  los  poros, 
es  tan  sencillo  y  agradable  que  me  ha  sorprendido 
ver  todavía  algunas  damas  ostentando  tales  feal- 


dades en  la  cara,  en  las  cuales  es  visible  la  depre- 
sión moral  que  tales  contrariedades  causan.  El 
procedimiento  a  seguir  es  muy  sencillo.  Obtenga 
algunas  tabletas  de  stymol.  cuidando  estén  siem- 
pre bien  tapadas  y  en  lugar  seco.  Eche  una  en  un 
vaso  con  agua  caliente  y  bañe  su  rostro  con  ese 
líquido  en  seguida  de  cesar  la  efervescencia  que 
el  stymol  produce,  secándose  luego  con  una  toalla 
limpia  y  blanda.  Observará  inmediatamente  una 
mejoría  notable  más  asombrosa  cuando  usted  vea 
que  los  barrillos  han  quedado  en  la  toalla,  la  gra- 
situd eliminada  y  los  poros  contraídos  hasta  su 
estado  normal.  Sentirá  entonces  la  sensación  de 
un  cutis  fresco,  aterciopelado  y  blando,  que  la 
hará  francamente  feliz.  Para  asegurar  la  perma- 
nencia de  tan  lisonjero  resultado,  es  preciso  repetir 
el  procedimiento  algunos  días  después. 
*  *  * 
El  buen  stallax,  no  solamente  produce  el  mejor 
shampoo  posible,  sino  que  además  tiene  la  pro- 
piedad peculiar  de  formar  una  natural  y  pronun- 
ciada ondulación  en  el  cabello,  efecto  que  segura- 
mente desean  casi  todas  las  damas.  Una  cuchara- 
dita  de  las  de  café  llena  de  granulados  stallax 
disuelto  en  una  taza  de  agua  caliente,  deja  amplio 
margen  para  hacer  un  magnífico  lavado  de  cabeza 
y  da  al  pelo  una  brillantez  y  suavidad  que  ninguna 
otra  cosa  conocida  puede  proporcionar.  Es  total- 
mente inofensivo  y  puede  comprarse  en  casi  todas 
las  droguerías.  Como  hasta  ahora  ha  sido  poco 
usado  para  este  propósito,  el  stallax  sólo  se  vende 
en  paquetes  con  sello  original,  conteniendo  cada 
paquete  cantidad  suficiente  para  veinticinco  o 
treinta  shampoo. 


>>^— 


TRATAMIENTO     RACIONAL     de     la 

HIPERHIDROSIS,     OSMIDROSIS 

Y      BROMIDROSIS 

RESULTADOS  POSITIVOS,  PERMANENTES  E  INOFENSIVOS 

Así  como  hay  un  sudor  normal,  fisiológico,  necesario,  que  es  preciso  respetar  y  favorecer,  hay 
un  sudor  excesivo  anormal  (Hiperhidrosis)  especialmente  localizado  en  determinadas  regiones  del 
cuerpo,  que  es  patológico  y  que  es  necesario  suprimir. 

La  opinión  vulgar  de  que  es  peligroso  hacer  desaparecer  esa  secreción,  carece  de  todo  fundamento. 
Y  sin  embargo,  bajo  ese  falaz  pretexto  se  abandona  esa  enfermedad,  condenando  a  muchas  personas 
a  una  vida  miserable,  cuando  pueden  curarse  radicalmente  y  en   muy  breve  tiempo. 

El  sudor  generalizado  es  menos  frecuente  y  más  soportable.  El  localizado,  en  vez,  es  más  común 
y  más  importante  por  sus  efectos.  Ataca  la  cara,  especialmente  la  jrente  y  el  mentón,  el  cuero  cabelludo, 
el  hueco  de  las  axilas,  las  ingles,  la  palma  de  las  manos  y  la  planta  de  los  pies. 

El  sudor  exagerado  en  las  axilas  es,  desgraciadamente,  casi  común  a  todas  las  mujeres,  y  es  siem- 
pre acompañado  por  un  olor  penetrante  particular  (Osmidrosis). 

El  sudor  de  la  palma  de  las  manos  es  menos  frecuente,  pero  no  menos  grave.  Las  manos  están  cons- 
tantemente húmedas,  frías  y  pegajosas.  Su  contacto  es  desagradable,  casi  penoso,  su  aspecto  es  con- 
gestionado, sucio  y  grasoso. 

El  sudor  de  los  pies  es  siempre  acompañado  de  olor  fétido,  (Bromidrosis).  Constituye  una  ver- 
dadera e  intolerable  tortura  para  los  que  lo  sufren  porque,  a  pesar  de  toda  precaución,  los  hace  abso- 
lutamente insoportables  para  las  personas  que  lo  rodean.  Además,  la  constante  maceración  de  la  piel 
da  frecuentemente  lugar  a  accidentes  locales  molestos  y  peligrosos. 

Los  medicamentos  que  se  emplean  para  combatir  esta  enfermedad  son  muchos,  pero  todos  de 
resultados  negativos.  El  único  tratamiento  racional  es  el  del  AXOL.  Con  su  uso  se  obtienen  resultados 
verdaderamente  asombrosos  en  pocos  días,  no  sólo  suprimiendo  en  absoluto  toda  excesiva  transpira- 
ción, sino  efectuándola  en  forma  permanente  y  sin  peligro  para  la  salud. 

=^=^-     USO     ^HEE^^^ 


«EL  FUEGO   DE   LA  PASIÓN   MAS    ARDIENTE 
ES    FRECUENTEMENTE    APAGADO    POR    EL 
FRÍO  DE  UNA  MANO  HÚMEDA   DE  SUDOR.» 
(Merouvel). 


í 


El  Axol  se  aplica  con  un  pedazo  de  algodón,  una  esponja  o  un  pulverizador,  preferiblemente  por 
la  noche,  dejando  secar  espontáneamente,  durante  ocho  o  diez  días  seguidos.  Después  de  un  intervalo 
de  una  semana,  se  hace  otro  tratamiento  de  la  misma  duración,  que  resulta  definitivo.  En  los  casos 
rebeldes,  se  harán  más  aplicaciones,  hasta  obtener  resultados  positivos.  Antes  de  emplear  jabón,  lá- 
vense las  partes  tratadas  con  agua  sola. 


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TABLETAS  ANTIDIABETICAS     g.necología.o 

del  Doctor   CAIVAN0  ;!     P'^L.   GENrrO-U 

<l 
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:; 
'. 
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Los   Señores  Médicos  comprueban  la   disminución    ?    es    asombroso.    Insustituible, 

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do de  los  flujos  blancos  (LEU- 
COREE  A),  inflamaciones  cró- 
nicas y  agudas  de  la  MATRIZ 
(METRITIS),    blenorragia, 
putrefacciones  intrauterinas 
de  restos  placentarios  en  los 
abortos  y  partos.  Su  uso  pro- 
u   longado  no  produce  irritación 
'■',   de  la  mucosa  de  esos  órganos, 
!;   ni    expone    a    peligro    alguno. 
;;    En  el  CÁNCER  VULVO-VA- 
;;     GINAL   y   en   el   de   la   MA- 


rápida  de  la  glucosa  en  la  orina.  Los  DIABÉTICOS 
se  desintoxican  rápidamente,  aumentan  de  fuerza, 
de  energía   y    de  peso. 

Con  este  nuevo  tratamiento,  que  tanto  interés  ha 
despertado  en  el  mundo  médico,  la  DIABETES  ha 
sido  incluida  en  la  lista  de  las  enfermedades  curables. 

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el  barniz — cubre  manchas  y  rayas— evita  que  el 
barniz  se  parta — y  devuelve  la  belleza  primitiva 
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tra el  aceite,  lodo,  alquitrán  y  grasa.  Es  a  prueba  de  polvo  y 
agua.    Aplicando  esta  cera,  el  lavado  durará  más. 

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LA     CORNISA     DE     RUOMS 


El  departamento  del  Ardeohe  es  uno  de  los  más  frecuentados  por 
los  turistas  que  peregrinan  por  la  bella  tierra  de  Francia.  Merece 
esa  predilección,  pues  pocos  territorios  del  mundo  presentan  tantos 
encantos  a  los  aficionados  del  paisaje. 

«Los  terrenos  del  Ardeohe  —  dice  el  Larousse  —  son  esquitosos  en 
las  Cevenas,  volcánicos  en  el  Velay  y  losCoirons,  calcáreos  en  el  resto. 
La  parte  montañosa  es  muy  pintoresca:  crestas  peladas,  cañadas  a 
pico  y  mesetas  de  basalto.  Los  ríos  son  todos  temibles  torrentes:  el 
Ardeche  tiene  crecidas  de  20  metros,  arrastra  grandes  rocas,  y,,  en 
su  ímpetu,   atraviesa  el  Ródano». 

Este  es  terreno  donde  hay  bosques  de  moreras,  que  los  habitantes 
dedican  a  la  cría  del  gusano  de  seda,  industria  principal  del  departa- 
mento. 

Los  paisajes  asombrosos  abundan  que  es  un  encanto;  las  costumbres 
de  aquellos  campesinos  también  ofrecen  novedades  atrayentes.  Un 
viaje  por  el  Ardeche  resulta  una  lección  que  no  se  olvida  nunca. 

Añádase  a  esto  que  los  habitantes,  enamorados  de  su  comarca, 
cooperan  con  el  gobierno  en  la  tarea  de  cuidarla.  El  Ardeche  es,  entre 
sus  laboriosas  manos,  una  especie  de  juguete  familiar  que  ellos  orgu- 
llosamente  pulen  y  acicalan.  Así  se  logra  atraer  turistas  y  más  turistas 
que  dan  gloria  y  beneficio  a  la  región. 

Este  túnel  que  forma,  un  arco  al  camino  o  cornisa  que  sigue  fiel- 
mente la  margen  izquierda  del  torrentoso  Ardeche,  debe  tanto  a  la 
naturaleza  como  al  celo  del  hombre.  Es  el  trabajo  del  río  que  en 
sucesivas  crecidas  se  abrió  camino  entre  las  rocas;  es  la  labor  comple- 
mentaria de  los  habitantes  que  lo  arreglan  y  limpian  como  hacendosos 
dueños  de  casa  para  recibir  visitas  productivas. 

Por  eso  existen  en  el  mundo  innumerables  turistas  que  conocen 
aquellos  parajes  mejor  que  las  maravillas  de  su  propia  patria.  Entre 
esos  viajeros  ocupan  indudablemente  el  primer  lugar,  los  hombres  de 
nuestra  raza,  raza  educada  en  la  conquista  de  países  lejanos,  y  que 
ahora,  libre  de  heroicas  aventuras,  sigue  por  atavismo  prefiriendo  lo 
ajeno  a  lo  propio. 

Díganlo,  sino,  las  cataratas  del  Iguazú,  donde  el  Ardeche  se  perde- 
ría deslumhrado;  las  tierras  del  sur,  las  rías  gallegas,  los  bosques  de 
Misiones  y  los  mil  monumentos  primorosos  que  en  la  península  y  en 
nuestras  tierras  llaman  inútilmente  a  los  turistas  indígenas  que  pre- 
fieren atravesar  mares  y  montañas  para  admirar  cosas  muy  sublimes, 
pero  que  poco  hablaría  a  sus  sentimientos  patriotas. 

Si  no  fuera  por  los  excursionistas  científicos  y  por  los  viajeros  excep- 
cionales que  recorren  su  Argentina,  el  público  no  conocería  ni  de  oídas 
ni  gráficamente  las  maravillas  de  nuestro  suelo. 


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talado  con  todos  los  adelantos  modernos  en  los  su 
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Los  precios  de  estas  incubadoras,  han  de  sorpren 
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Hay  tres  sistemas;  a  kerosene,  de  agua  o  aire  ca 
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EL  ROWING  EN 
NORTE  AMERICA 


El  remo  es  uno  de  los  deportes  que 
reúnen  las  dos  cosas  pedidas  por  Horacio: 
la  utilidad  y  el  deleite.  En  efecto,  el  arte 
de  remar  proporciona  al  hombre  un  hábito 
que  aumenta  sus  medios  de  defensa  al 
mismo  tiempo  que  le  da  motivos  de  hones- 
ta recreación.  Un  buen  remero,  como  un 
buen  jinete,  un  buen  nadador  y,  ¡ay!,  un 
buen  boxeador  tienen  mucho  adelantado 
en  la  lucha  por  la  vida. 

Aunque,  como  espectáculo,  las  regatas 
del  Tigre  nada  deben  envidiar  a  sus  simi 
lares  del  extranjero,  el  culto  ai  rowing 
cuenta  entre  nosotros  con  poco  numerosos 
devotos.  Varias  causas  cooperan  a  esta 
deficiencia  deportiva:  primera,  lo  relativa- 
mente oneroso  que  resulta;  segunda,  lo 
apartado  de  los  clubs  de  remo,  y  tercera. 
la  fatiga  que  representa  el  entrenamiento. 
Si  las  dos  primeras  causas  se  eliminaran, 
si  junto  a  la  ciudad,  en  el  Balneario  Mu- 


LA   MIDDLES   STATES 
R     E     G     A     T     T     A 


nicipal,  por  ejemplo,  hubiese  botes  a  dis- 
posición de  los  aficionados  de  modestos 
recursos,  el  rowing  adquiriría  en  Buenos 
Aires  la  importancia  que  merece. 

En  Estados  Unidos  resulta  un  deporte 
eminentemente  popular,  que  arrastra  tan- 
ta multitud  como  el  fooí-bal!  en  nuestra 
metrópoli. 

Buen  ejemplo  de  esta  popularidad  lo 
ofrece  las  regatas  disputadas  todos  los 
años  en  Filadelfia.  La  Middles  States  Re- 
gatta,  que  aquí  llamaríamos  regatas  inter- 
provinciales, congregan  a  los  mejores  equi- 
pos de  los  estados  norteamericanos. 

Ofrecemos  dos  instantáneas  de  tan  inte- 
resante reunión:  la  intermedíate  eight  i>ard 
race  ganada  por  los  remeros  del  Union 
Boat  Club  de  Nueva  York,  en  la  que  entró 
segundo  el  bote  del  Udine  Boat  Club,  de 
Filadelfia.  En  la  intermedíate  double  shells 
fuá  primero  el  Udine  Boat  Club,  y  segundo 
el   Star  Boat  Club,   de  Nueva  York. 


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impresión  de  refinada  originalidad 
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menino. 


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EL       ARTE       DE       SER       BONITA 


Por      Mlle.      Alice      Delysia. 


MLLE.  ALICE  DELY5IA,  CELEBRE  ESTRELLA  DE  OPERETA, 
PROTAGONISTA  EN  «AFGAR»,  DE  G.  B.  COCHRAN,  ES- 
TRENADA   EN    EL     LONDON     FAVILION,     DE     LONDRES. 


El  cutis  Fino  y  Blanco 


Usted  me  pregunta  por  qué  es  que  siempre 
puedo  encontrarme  tan  joven  y  hermosa  como 
cuando   tenia  veinte  años    de  edad.    Bien,   chere 


amie;  es  muy  fácil  y  nada  costoso.  Para  esto  no 
es  necesario  consultar  a  un  especialista  que,  ade- 
más, le  cobraría  un  disparate.  Solamente  es  pre- 
ciso que  usted  adopte  para  su  tocador  productos 
sencillos  y  económicos.  Su  cutis,  por  ejemplo,  no 
es  nada  bueno  y  está  muy  lejos  de  ser  lozano, 
debido,  ante  todo,  a  que  es  viejo,  sin  vida,  y  es- 
torba con  su  permanencia  al  cutis  nuevo  que  se 
encuentra  inmediatamente  debajo.  En  hacer  lo 
posible  para  que  éste  aparezca  y  observar  un 
método  constante  para  que  el  proceso  de  reno- 
vación se  efectúe  periódicamente,  estriba  toda  la 
razón  por  la  cual  no  tengo  arrugas  en  mi  rostro  y 
me  conservo  siempre  joven  y  hermosa.  Obtenga 
usted  en  su  farmacia  dos  onzas  de  cera  mercoli- 
zada  pura  y  úsela  todas  las  noches,  extendiendo 
un  poco  en  todo  el  rostro  y  cuello,  sin  hacer  ma- 
saje. Quedará  usted  asombrada  cuando  vea  que, 
paulatinamente,  y  casi  sin  que  usted  misma  lo 
note,  la  cera  absorbe  completamente  la  cutícula 
exterior,  permitiendo,  en  el  espacio  de  pocos  días, 
que  haga  su  aparición  el  cutis  fresco  y  nuevo, 
como  si  únicamente  hubiese  esperado  esto  para 
mostrarse  y  dar  a  usted  un  atrayente  aspecto  de 
juventud  y  belleza,  que,  como  en  mi  caso,  será 
la  envidia  de  tantas  damas  cuyo  abuso  de  mate- 
rias nocivas  y  equivocados  procedimientos  les  han 
determinado  prematuras  arrugas  y  otros  defectos 
del  rostro  que  tanto  afean. 


Los   Barrillos,   Pecas,  etc 


Es  también  de  muy  buen  resultado  bañarse  la 
cara  de  vez  en  cuando  con  agua  estymolizada. 
Estas  abluciones  tienen  por  objeto  desprender  los 
barrillos  y  puntos  negros,  haciendo  desaparecer, 
al  mismo  tiempo,  esa  grasitud  que  tan  feo  queda 
en  el  rostro.  Conserva  los  poros  en  su  condición 
normal  y  da  al  cutis  una  suavidad  encantadora. 
Se  prepara  este  baño  facial  con  una  tableta  de 
stymol  y  un  poco  de  agua  caliente,  usándolo  inme- 


diatamente de  cesar  la  efervescencia  que  produce 
en  el  agua.  Las  tabletas  de  stymol  se  adquieren 
en  toda  farmacia  acreditada  y  no  son   costosas. 


El   buen   Shampoo 

Para  que  el  cabello  sea  abundante,  sedoso  y 
ondulado,  es  necesario  que  los  poros  del  cuero 
cabelludo  tengan  siempre  amplia  libertad  de  ac- 
ción, para  lo  cual  basta  con  limpiarlo  de  la  gra- 
situd que  se  forma  en  el  mismo.  En  el  shampoo 
que  se  emplee  está  el  mejor  o  peor  resultado,  pues 
no  se  debe  en  ningún  caso  usar  jabones  fuertes. 
El  éxito  se  obtiene  disolviendo  una  cucharadita 
de  stallax  en  un  pequeño  recipiente  de  agua  ca- 
liente. 

Lavándose  la  cabeza  con  esta  solución,  se  limpia 
el  cuero  cabelludo  y  se  estimula  la  fuerza  del 
cabello,  que  además  queda  tan  suave  y  ondulado 
que  llama  justamente  la  atención.  En  cualquier 
farmacia  puede  adquirir  stallax  en  su  paquete 
original,  con  cantidad  suficiente  para  25  ó  30 
shampoo. 

El    Vello 

Hay  una  substancia  llamada  porlao  puro  pulve- 
rizado, que  en  el  acto  elimina  el  pelo  superfluo  en 
cualquier  parte  del  rostro.  Se  mezcla  una  pequeña 
cantidad  con  agua  hasta  obtener  una  pasta  que  se 
aplica  al  vello.  Me  dicen  que  este  tratamiento 
extirpa  hasta  las  mismas  raíces  sin  causar  daño. 


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Pulimento! 


Para  aplicar  la  Cera  Pre- 
parada de  Johnson  sola- 
mente se  necesita  un 
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sobre  cualesquier  superficie,  ya  fuere  barniz, 
pulido  francés  o  aceite,  y  se  obtiene  un  lustre 
duro,  seco,  aterciopelado,  que  no  lo  afecta  el  agua, 
polvo,  rayas,  pisadas  o  marcas  de  los  dedos.    La 


istn 


Líquida  o  en  Pasta 

es  más  que  un  pulimento,  porque  al  aplicarla  forma  una 
capa  delgada  que  protege  y  sirve  como  preservativo 
maravilloso. 

Cera  Preparada  de  Johnson  en  Polvo 

Con  solo  rociarla  sobre  cualesquier  piso  se  obtendrá  luego 
el  mejor  encerado  para  bailar. 

Las  tiendas  de  su  localidad  gustosamente  le  proporcionarán 
este  pulidor  tan  satisfactorio. 

YANKEE     SPECIALTIES     AGENCY 

RIVADAVIA,  1255  -  Buenos  Aires 

EN   VENTA:    Gath  &   Chaves:  CasMlt  &  Cia..  Maipú  271:  Ferretería  Francesa.  RIvadavia 
»  C.  PellegrinI:   Moore  &  Tudor.    Moreno  750:    Alfredo   Caches,  Canoallo  853. 

S.  C.  JOHNSON  &  SON.   —   Racine,  Wis.,  E.  U.  A. 


JENNER    VACUNANDO    A    SU    HIJO 


Proverbial  es  el  entusiasmo  y  la  fe  con  que  Edward  Jenner  hizo 
sus  ensayos  acerca  de  la  vacuna  antivariolosa. 

En  Londres  se  le  tenía  por  un  loco,  burlándose  la  gente  de  la  manía 
perseguidora  del  gran  médico.  Una  de  sus  primeras  vacunaciones 
la  hizo  en  el  cuerpo  de  su  hijito.  Este  es  el  momento  en  que  lo  repre- 
senta la  primorosa  estatua  del  escultor  italiano  Monteverde,  existente 
en  la  ciudad  de  Genova. 

Jenner  nació  en  1749.  en  Berkeley  (Inglaterra.)  A  los  treinta  y  tres 
años  concibió  su  genial  proyecto  de  inocular  la  viruela  vacuna  en  la 
economía  humana.  Las  epidemias  de  viruela  han  sido  uno  de  los  más 
terribles  azotes  del  género  humano.  Poblaciones  enteras  caían  vic- 
timas de  la  espantosa  epidemia,  cuyo  contagio  no  podía  ser  prevenido 
de  modo  alguno. 

La  vacunación  ha  llegado  a  destruir  el  mal,  no  por  completo, 
debido  a  la  incuria  de  muchos  que  aun  se  burlan  de  Jenner  o  temen 
imaginarios  males  que  ella  no  acarrea. 

Así  es  el  vulgo,  cuya  ignorancia  o  suficiencia  se  esconden  en  la 
rutina  para  no  salir  de  las  tradiciones  bárbaras.  Desde  que  !a  vacuna 
fué  inventada,  hasta  que  la  admitió  el  público,  ¡cuántas  vidas  se  per- 
dieron inútilmente!. 

Pero  Jenner,  que  buscaba  por  todas  partes  voluntarios  para  sus 
experiencias,  que  daba  dinero  a  los  recalcitrantes,  que  apeló  a  todos 
los  medios  para  obtener  su  triunfo  y  el  de  la  medicina,  venció  por  fin. 
Inglaterra  sabe  recompensar  a  sus  grandes  hombres.  Para  probar  esto, 
el  Parlamento  le  votó  una  suma  de  10.000  libras  esterlinas,  y  cinco 
años  después  otra  cantidad  de  20.000.  Todo  el  mundo  científico 
exaltó  esta  victoria  y  a  este  triunfador.  Jenner  fué  miembro  de  todas 
las  academias  de  medicina.  Se  le  levantaron  tres  estatuas,  dos  en 
Londres  y  una  en  París,  además  de  la  que  nos  ocupa. 

Es  el  precursor  de  Pasteur,  Roux  y  otros  insignes  bacteriólogos. 
y  su  teoría  ha  sido  confirmada  por  la  práct'ca  constante.  Murió  en  1823. 
Se  le  considera  como  uno  de  los  más  geniales  bienhechores  del  hombre. 

Con  su  triunfo  no  se  ha  conseguido  extirpar  totalmente  la  enemiga 
de  la  humanidad  contra  los  medicamentos  nuevos,  por  muy  buenos  que 
sean  sus  resultados. 


— i=>i_;:v.^^ 


)^y^^XZ> 


BUENOS 
AIRES 


STORES 


6órii6-erdvQ§Lra 


LONDRES 

parís 


BREVIAR  I  O 
DE     MODAS 


NO  SE  PUEDE  PRESUMIR  DE  ELEGANTE  SI  NO  SE  VA  BIEN  CALZADA. 
LAS  FALDAS  CORTAS,  AHORA  MÁS  QUE  NUNCA.  DAN  AL  CALZADO 
FUNDAMENTAL  IMPORTANCIA.  ::  ADEMÁS,  LOS  NUEVOS  ESTILOS  DE  CAL- 
ZADO   ESTÁN    INTIMAMENTE    LIGADOS    A    LA    MODA    DE    LOS    VESTIDOS. 


— T=>i-:v^^ 


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LA       CÚPULA       MAYOR      DEL       MUNDO 


Wfl^Máí 


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-ri¿fiSkJ(:  .^^v.  --■^¿irVfc.Jin— rwniiwti 


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rajm.L  i .— ■L.atffi-gtgaKtBcWBggwa— —^«afa 


LA   TUMBA    DE    NAHMUD.  EN    BIJAPUR.    ES    UN    PORTENTO    DE    INGENIERÍA.    LA    CÚPULA    CUBRE    UN'eSPACIO    DE    DIEZ    Y    OCHO    MIL    DOSCIENTOS    VEINTICINCO    PIES    CUADRADOS.      LA 

DEL    PANTEÓN      DE    ROMA   SÓLO    TIENE     QUINCE    MIL    OCHOCIENTOS    TREINTA    Y    TRES. 


íHiBllll 


M  AP  L  E 


Dibujo  de  un  Hall  decorado 
en  el  estilo  "Jacobean",  por 

MAPLE    y    Cía. 


Oí 


658-SUIPACH   A-658 


I 
I 


I 

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^O 


AÑO    IV. 
NÚM.  43. 


NOVIEMBRE 
DE    1919. 


I  *  PR)IM  A^  CANDILA 


IGNACIO/:^^^^ÜLOAGA 

/         DE 
í        DON 

ANTONIO  \  (   >t-.v  I  ¡  SANTAMARINA 


—  t^J—^ 


I-' .  \- 


\AMIA 
rKIO 

^/LfON/^DO-/\-  Da77/^0 


—  ¡No.  no!   Basta:  es  asunto  terminado. 

Clotilde  se  levantó,  impetuosa,  del  sofá  que  ocupaba  y  se  dirigió  al  balcón. 
El.  Ernesto,  se  quedó  con  la  vista  fija  en  un  cuadro  que  representaba  un  parque- 
cito  en  miniatura.  Una  senda  estrecha,  de  oblicua  perspectiva,  se  truncaba,  de 
pronto,  frente  a  un  muro  gris,  desteñido,  maculado  de  manchas  verdes. 

—  Asi  mi  vida.  -  pensaba  él;  un  parquecito  delicioso,  bordado  de  flores 
anuales.  Después. . .  un  muro  gris.  Ya  hemos  recorrido  la  senda  perfumada. 

La  salita.  en  la  penumbra,  infundía  tristeza.  Diriase  que  el  ambiente  se 
hubiera  llenado  de  amargura.  Los  muebles,  como  seres  sensibles,  exteriorizaban 
la  honda  pena  que.  en  lo  sucesivo,  llenarla  toda  la  casa.  La  mesa  de  la  sala. 
frágil,  esbelta,  creación  de  la  fantasía  de  un  artista,  proyectaba,  sobre  el  piso 
encerado,  la  sombra  de  sus  largas  palas.  El  sofá,  las  sillas,  las  butacas  se  desta- 
caban vagamente. 

Ernesto  meditaba. 

—  ¡Oh!,  ¡cuándo  la  sombra  penetra  en  las  almas! 
Y  quiso  recordar  el  principio  de  la  escena. 

El  estaba  ahi.  en  su  salita  de  fumar,  en  su  gabinete  de  pueta  rico,  de  inte- 
lectual de  fortuna.  Clotilde  entró  de  pronto.  Simulaba  tranquilidad,  pero  le 
temblaba  la  voz.  ¿Cómo  fué?  ¿Cómo  fué  la  primera  frase?  ¡Ah!  Sí.  -  «Hay  cosas 
que  es  necesario  decirlas,  porque  ahogan».  Si.  y  habló  de  Maria  Esther.  Estaba 
celosa,  evidentemente.  ¿Quién  habría  sido  el  chismoso? 

Dirigió  una  mirada  furtiva  a  Clotilde.  Esta  permanecía  ahí.  tras  los  cristales 
del  balcón,  como  si  la  recreara  el  paso  de  los  transeúntes,  el  rodar  de  los  vehículos. 

La  llamó  tímidamente.  Ella  no  respondió.  Seguía  en  su  inmovilidad  de 
estatua. 

Ernesto  empezó  a  inquietarse.  Sabia  que  las  decisiones  de  Clotilde  eran 
inquebrantables.  La  última  frase  resultaba  ambigua:  -  «jBasta.  basta!  Es 
asunto  terminado».  ¿Qué  hechos  aguardarían  detrás  de  esas  palabras? 

Se  levantó,  con  energía,  ocultando  el  verdadero  estado  de  su  alma.  Encendió 
un  cigarrillo  y  dio  en  recorrer  la  habitación  a  grandes  pasos,  sobre  una  misma 
linca.  Tosió.  Clotilde  seguía  inmóvil.  Dio  vuelta  a  la  llave  de  la  luz.  Al  iluminarse 
la  salita.  de  pronto.  Clotilde  no  pudo  reprimir  un  leve  movimiento.  Después 
volvió  a  su  quietud. 

Llevaban  poco  más  de  un  año  de  casados.  Algunas  leves  nubes  habían 
cruzado  por  el  cielo  de  su  felicidad.  Capríchitos  no  satisfechos,  frecuentes  regresos 
del  club  a  deshora  y  alguna  esquelita  femenina,  sorprendida  en  la  carpeta:  natu- 
ralmente, sin  rebusca.  La  eterna  novela  vulgar  de  las  gentes  de  gran  mundo, 
los  dramitas  espirituales,  que  apenas  se  esbozan,  que  no  salen  del  rincón  íntimo: 
dramas  de  pasiones  contenidas,  a  veces  muy  intensas,  que  la  cultura  sofrena. 
Por  eso  el  vulgo  cree  que  en  la  alta  sociedad  sólo  existen  almas  frivolas.  Hay 
corazones  que  sangran  en  silencio,  sin  alardes  líricos,  sin  brusquedades.  Son  los 
dramas  sin  palabras,  sin  gestos:  los  dramas  eternamente  ocultos,  que  escapan 
a  la  curiosa  sagacidad  de  la  servidumbre. 

Cuando  Ernesto,  repentinamente,  salió  de  sus  cavilaciones,  vio  a  Clotilde. 
sentada,  hojeando  una  revista.  Paseando  por  la  habitación  observó  que  detenía 
su  vista  en  una  página  iluminada.  Era  la  ilustración  del  último  cuento  que  él. 
Ernesto,  había  publicado.  Una  escena  de  celos  entre  dos  jóvenes  espesos.  Su 
caso.  ¡Ah!  Insensato.  Entonces  era  él.  él  mismo,  quién  había  descubierto  su  peca- 
dillo  pasional,  pecadillo  inocente,  después  de  todo.  Había  sido  él  quién  había 
despertado,  en  la  cabecita  loca  de  su  mujer,  los  celos  que  amargarían  la  exis- 
tencia de  ambos.  ¿Por  qué?  ¿Por  qué  había  descubierto  así  su  secreto?  ¡Ah!. 
¡qué  loco  afán  por  alcanzar  la  frase  de  aprobación  de  los  amigos  intelectuales,  el 
fugaz  aplauso  del  público! 

¡Qué  caro  pagaría  su  instante  de  vanidad!  Sin  su  articulo,  su  flirt  con  María 
Esther  habría  pasado  inadvertido.  Se  detuvo  y  vio  la  ilustración.  La  prota- 
gonista de  su  cuento,  de  pie,  en  la  salita,  leía  con  asombro  el  anónimo  revelador. 
Yrecordabael  párrafo  de  su  cuento.  .Mujercitas  ingenuas,  mujercitas  confiadas. 
frivolas,  con  bellos  ojos  de  pupilas  luminosas  que  ven  a  flor  de  superficie,  sed 
sagaces,  vigilad  con  disimulo  a  nuestro  esposo.  Desconfiad  de  la  amiga  íntima, 
que  os  halaga,  que  os  sonríe-. 
¿Se  puede? 
Sí       contestó   Ernesto. 

Era  el  mucamo  de  comedor.  Asomó  por  la  j  u';i  i^  que  daba  al  vestíbulo. 
se  inclinó  en  una  reverencia  de  autómata,  y  dijo: 
La  mesa  está  servida. 

Ernesto  se  aproximó  a  Clotilde,  sonriendo.  Con  un  gesto  y  ademán,  que 
quiso  hacer  cómico,  ofreció  el  brazo  a  aquélla. 

—  Gracias.  No  necesito  apoyo.  Camino  sola.  Se  puso  de  pie.  Su  traje  ceñido. 
un  poco  masculino,  de  una  tonalidad  violácea,  obscura,  le  sentaba  maravillo- 
samente. Hacía  resaltar  su  rostro  muy  blanco,  un  tanto  pálido.  Los  ojos  se 
embellecían  sobre  la  orla  de  las  ojeras,  que  la  ira  y  la  angustia  provocaran. 

El.  de  pie.  quedó  esperando  junto  al  umbral  de  la  puerta.  Ella  pasó  a  su 
lado,  rozándole,  altiva,  indiferente. 

i'  esa  r;oone,  en  la  fría  soledad  de  su  gabinete  de  trabajo.  Ernesto  cuya 
frente  surcaba  una  arruga,  reflexionaba: 

—  ¿Con  qué  compensa  el  público  el  sacrificio  del  escritor  sincero?  Le  damos 
pedazos  de  nuestra  alma  desnuda.  Le  ofrecemos  los  latidos  más  íntimos  de 
nuestro  corazón.  Le  arrojamos,  pródigos,  las  exquisiteces  de  nuestra  mente, 
nuestros  pensamientos  más  íntimos.  ¿Para  qué?  ¿Por  qué? 

En  un  momento  de  abandono  había  dado  la'felicidad  de  su  hogar. 


'yX— 


TOR©) 


.ft'S*^:^ 


-i-^„>-Vi.ií).>b-iíiv^íí^V>ü(V 


A  vida  nos  sorprende  a  cada  instante.  .  .  Entre  las 
innumerables  fiestas  organizadas  por  nuestros 
altos  circuios  sociales,  con  fines  caritativos,  nin- 
gún programa  me  interesó  como  el  de  la  represen- 
tación de  Cuadros  Vivos,  en  la  quinta  Loreley, 
en  Belgrano.  Me  encantaba,  realmente,  la  idea 
de  asistir  a  la  fiesta  en  aquella  aristocrática  man- 
sión, en  cuyo  recinto  habría  de  desarrollarse  un  programa 
que  se  auguraba  como  exquisita  nota  de  arte  y  de  dis- 
tinción... Sin  embargo,  todo  se  conjuró  para  privarme  del 
placer  que  me  prometía. . .  Llegaron,  luego,  hasta  mí  las  más 
entusiastas  referencias;  la  fiesta  había  resultado  una  ¡maraui- 
¡la!;  y  yo,  la  curiosa  incorregible,  no  había  podido  admirar 
los  cuadros  tan  felizmente  interpretados,  ni  escuchar,  tampoco, 
la  evocación  llena  de  poesía  que  ilustrara  cada  una  de  aque- 
llas escenas. . . 

iCuán  grata  fuera  mi  sorpresa  al  recibir,  algunos  días  des- 
pués, un  abultado  sobre,  que  me  traía  —  como  respuesta  a  mi 
deseo  —  la  conferencia  escrita  por  el  poeta  amigo,  para  ilus- 
trar la  fiesta  más  artística  de  la  temporada. .  .   Más  aún  debí 
agradecer;   junto   a  las   carillas  escritas 
a   máquina,   varias  hojas   manuscritas, 
con  menudísimas  patitas  de  mosca,  por 
cierto,  consignaban   para   mí  la  prime- 
ra versión,  los  apuntes,  que  hallara  de- 
masiado extensos  el  autor,  para  ser  leí- 
dos en  aquella  ocasión...   Acompañen, 
pues,  a  las  hermosas,  atrayentes  figuras, 
que  supieron  dar  vida  a  la  creación  del 
poeta,  siquiera  algunas  desús  palabras... 


—  t>I->-^:s 


•  Paolo    Brunelleschi, 
,j  artista   de     Florencia, 

Ou  Vvv^y        anida  en  su  alma,  con 
S\JSJvJs¿í~       la  intensidad  de  una  fe 
religiosa,   el   amor  fer- 

viente  de  la  belleza 

V-l  •  r       ideal.  En  él  se  acumu- 

/UllflnOCtul  muían,  a  través  de  in- 
numerables generacio- 
nes, las  influencias  misteriosas  y  pro- 
picias de  una  cultura  secular,  y  en  el 
ambiente  maravilloso  de  su  ciudad  na- 
tiva, que  guarda  los  más  puros  tesoros 
del  arte  humano,  ha  respirado  desde 
niño  las  auras  sublimes  que  nutrieran 
en  lejanas  edades  a  sus  antepasados 
augustos. . .  Desde  la  vía  del  Petrarca. 
hasta  la  plaza  Savonarola;  desde  la 
ciudadela  de  Basso,  hasta  la  puerta  de 
San  Miniato.  —  que  son  los  cuatro  pun- 
tos cardinales  de  la  ciudad  —  Paolo 
Brunelleschi,  reconcentrado,  solitario, 
ha  paseado  muchas  veces  sus  ensueños 


ÓriaQv'íaflI^íf-    lloi-có^'ircui:. 


aria 
Qoms 


de  gloria  a  través  de  las 
callesangostas  ytortuo- 
sas    de  la  villa  toscana 
que  vieran  pasar,    hace 
siglos,  el  perfil  sombrío 
del  Alighieri.    El   Arno 
le  ha  visto  inclinado 
sobre   el   puente   de   la 
Trinidad,    o    el    de    las 
Gracias,  como  si  quisiera  sorprender, 
en  el  espejo  movible  de  sus  aguas,  a' 
guna  imagen   fugitiva.    Una  gran   in 
quietud  devora  su  ánimo.  Errando  por 
la  plaza  de  la  Signoria,  contemplando 
desde  las  alturas  de   Fiesole  la   per;; 
peotiva  de  la  ciudad,  de  donde  emei 
gen   el  Campanile  del  Baptisterio  y  la 
cúpula    de   Santa    María  dei  Fiori  -  - 
aquella  cúpula  que  erigiera  su  antepa- 
sado, el  arquitecto  Felipe  Brunelleschi. 
Paolo  recuerda  a  los  espíritus  uni 
versales  y  gloriosos,  nacidos  en  la  mis 
ma  tierra' de   Florencia.   Entonces,  su 


^  talui6íDiDaí>3pttcAoca 


^t=>LJ*^^    ■V'Lrr'Oyi.— 


eXJÍico^Oéia 

GUuaqe  *^e 
'abolía " 


alma  múltiple,  como  la  de  aquellos  varones  del  Renacimiento,  curiosa  y 
ávida  como  la  de  Leonardo,  se  siente  acometida  por  ambiciones  diversas: 
sueña,  a  veces,  con  ser  un  príncipe,  —  un  príncipe  amable  —  protector  de 
las  ciencias  y  las  artes,  como  Cosme  de 
Médicis,  o  el  magnífico  Lorenzo.  Otras, 
quisiera  predicar  —  henchida  el  alma  de 
una  fe  inflexible  y  arrebatado  por  terri- 
ble cólera  de  apóstol  —  con  las  palabras 
de  fuego  del  Savonarola.  Anhelará,  como 
Vespuccio,  desafiar  en  atrevidas  carabe- 
las el  misterio  de  los  mares  lejanos,  o  en 
la  serenidad  del  gabinete  trazar,  como 
Maquiavelo,  las  páginas  profundas  o 
luminosas  de  algún  libro  inmortal.  So- 
ñando a  ratos  con  amores  reales  y  trá- 
gicos, evoca  a  Catalina  de  Médicis, 
madre  de  tres  reyes  de  Francia,  tan 
bella  y  tan  pérfida.  Ante  el  David,  de 
Buonarrotti,  quisiera  también,  lleno  de 
miguelangelesco  ímpetu  creador,  tallar 
en    el    mármol    figuras    imperecederas. 


y  a  veces  se  ve  a  sí  mismo,  cincelando,  como  Benvenuto,  el  pomo  de  un 
puñal,  digno  de  atravesar  corazones  ducales.  El  espíritu  jocundo  de  Bo- 
caccio  parece  infundirse,  otros  días,  en  él,  por  virtud  de  un  avatar  milagroso, 

y  entonces,  ante  sus   amigos   regocija- 
dos, brotan  de  sus   labios    las   anécdo- 
tas de  un  Decamerón  imposible. . . 
Pero  un  día,  ante  un  cuadro  de  Giotto, 
ÍM^  se  le  ha  revelado,  por  fin,  su  vocación 

b^Ak  verdadera.  Su  temprano  amor  a  la  pin- 

^QW   _  tura     cristaliza   en   él,    aboliendo    toda 

^^P^     \^  otra  inclinación,  y  bajo  el  cielo  azul  y 

diáfano  de  Florencia,  ante  los  verdes 
paisajes  indescriptibles,  ante  los  jardines 
señoriales  y  suntuosos,  ante  los  grupos 
pintorescos,  que  discurren  por  la  galería 
de  los  Oficios,  siente  que  el  color  y  la 
línea  llaman  a  su  espíritu  con  un  re- 
clamo más  fuerte  que  cualquier  otro 
encanto ...» 
Por  la  copia. 

La  Dama  Duende. 

FOTS.    DE    BALDISSEROTTO. 


(jrbiQcjiaip^aüUaafiaj.ytójarcGukTe' 


anaOiinsa. 


~t=>i-:>^^r^  ^'i_-ri3>iv— 


Usando  sus  propias 
palabras  sobre  Jorge 
Manrique,  podemos  pre- 
sentar a  Azorin:  «¡Azo- 
rin!...  ¿Cómo  es  Aizorín? 
Azorin  es  una  etérea, 
sutil.  frJLgil,  quebradiza. 
Azorin  es  un  escalofrió 
ligero  que  nos  sobreco- 
ge un  momento  y  nos 
hace  pensar.  ¿Cómo  po- 
dremos expresar  la  im- 
presión que  nos  produce 
el  son  remoto  de  un  pia- 
no, en  que  se  toca  un 
nocturno  de  Chopln,  o 
la  de  una  rosa  que  co- 
mienza a  ajarse,  o  la  de 
las  finas  ropas  de  una 
mujer  a  quien  hemos 
amado  y  que  ha  des- 
aparecido hace  tiempo 
para  siempre?»  Porque 
Azorin  es  eso:  una  cosa 
sutil,  frágil,  quebradiza: 
una  música  de  Chopln. 
De  todas  sus  páginas  flu- 
ye, como  el  agua  límpi- 
da de  los  hontanares, 
una  suave  y  acaricia- 
dora tristeza.  Es  el  poe- 
ta del  pasado  y  de  las 
cosas  humildes,  insigni- 
ficantes, vulgares.  «Un 
sensitivo  de  la  historia», 
como  dijera  Gasset. 

En  uno  de  sus  libros 
que  hemos  leído  con  ma- 
yor emoción,  nos  cuen- 
ta este  peregrino  señor 
las  «andanzas  de  su 
cuerpo  y  las  terribles 
perplejidades  de  su  es- 
píritu.» Este  libro  se  in- 
titula sencillamente 
Antonio  Azorin.  En  él 
está  toda  el  alma  torva 
y  ceñuda  de  los  viejos 
pueblos  castellanos.  Os 
invito,  lector,  a  una  ex- 
cursión amable  a  través 
de  sus  páginas. 

Azorin  vive  en  una 
casa  amplia,  de  paredes 
blancas,  enjalbegadas 
de  cal.  Se  levanta  ésta 
sobre  un  collado,  entre 
el  follaje  de  los  viñedos 
y  lentiscos.  El  sol  rase- 
ro de  las  tardes  ilumina 
con  un  brazo  puliginoso 
el  verde  negruzco  de  las 
plantas.   Al  anochecer 

se  oye  el  traqueteo  de  los  carros  y  el  tintinear 
de  las  esquilas.  De  tarde  en  tarde,  un  cuchillo 
tañe  su  planta  y  «vibra  una  canción  lejana  que  su- 
be, baja,  ondula,  plañe,  ríe,  calla. . .»  Su  vida  es 
agitada,  nerviosa,  febril,  llena  de  preocupaciones. 
Tiene  que  escribir  día  a  día  artículos  y  más  ar- 
tículos, leer  libros  y  más  libros.  Bien  quisiera  él 
un  poco  de  tranquilidad,  de  sosiego.  Así  es  cómo 
un  buen  día  carga  sus  maletas  y  se  marcha  a  los 
pueblos...  En  ninguna  parte  podrá  estar  mejor 
Azorin  que  en  los  pueblos:  él  que  es  amigo  del  si- 
lencio —  del  «  maravilloso  silencio  »,  como  decía 
Cervantes — ;  él  que  gusta  mirar  los  ojos  anchos 
de  esas  buenas  muchachas  provincianas  que,  al 
caer  la  tarde,  cogidas  del  brazo,  van  a  dar  vuel- 
tas en  la  plaza  tarareando  en  voz  baja  una  tona- 
da melancólica...  «Una  de  las  voluptuosidades 
de  provincia  —  nos  dice  —  es  salir  a  la  puerta. 
Salir  a  la  puerta  es  asomarse  un  poco  indeciso, 
un  poco  hastiado,  mirar  al  cielo,  escupir,  saludar 
a  un  transeúnte,  auparse  el  pantalón...  y  vol- 
verse adentro,  hasta  otra  media  hora  en  que 
volver  a  salir,  también  cansado,  también  inde- 
ciso a  escudriñar  la  monotonía  del  cielo  y  la  sole- 
dad de  la  calle...»  Esto  no  se  puede  hacer  en 
Madrid,  ni  en  Buenos  Aires,  ni  en  Londres. . . 

¿Cuál  es  el  pueblo  que  ha  elegido  Azorin  para 
sus  primeras  andanzas?  Se  llama  Monóvar.  Es  un 
pueblecillo  limpio,  silencioso,  de  viviendas  blan- 
cas donde  se  duerme  perezosamente  el  sol.  En 
él  el  cielo  es  siempre  de  un  azul  radiante,  y  por 
las  noches  fulgen  temblorosas  las  estrellas.  Al 
amanecer  suenan  las  campanas  que  llaman  a  la 
primera  misa.  Los  gorriones  parleros,  revuelan  en 
su  patio.  Y  cruzan  encorvadas  por  la  calleja  soli- 
taria las  viejecitas  enlutadas,  de  manos  pajizas, 
en  dirección  a  la  iglesia.  ¿Os  imagináis  la  emoción 
de  esos  días  opacos,  vulgares,  en  que  nada  sucede? 


A 


PORs 


HECTORa  KODRIGUEZ9  PUJOU 


En  estos  pueblos  dormidos,  indiferentes,  silencio- 
sos, la  vida  se  desliza  también  indiferente,  tam- 
bién silenciosa.  Vivimos  en  más  íntima  confor- 
midad con  nosotros  mismos:  nada  nos  solicita. 
Bien  podría,  pues,  Azorin  ser  feliz  en  este  pueblo; 
y,  sin  embargo,  no  lo  es.  ¿Pero  hay  alguien  que  sea 
feliz  en  el  mundo?  El  alma  de  estos  pueblos  está 
formada  de  tristezas  y  de  lágrimas.  Una  honda, 
una  terrible  preocupación  atormenta  constante- 
mente el  alma  simple  y  primitiva  de  esta  gente. 
Las  mujeres  rezan  día  y  noche,  no  salen  de  la  igle- 
sia y  exclaman  a  cada  paso:  «¡ay,  Señorl»,  con  una 
honda  resignación  melancólica.  Aquí  hay  un  viejo 
que  está  llorando,  un  viejo  de  bigotes  blancos  que 
lleva  unos  lentes  colgados  de  una  cinta.  ¿Por  qué 
llora  este  viejo?  «Este  viejo  llora  de  alegría.»  Pesa 
sobre  este  ambiente  pueblerino  una  tristeza  ances- 
tral. Y  así  es  cómo  las  notas  de  un  piano,  que  un 
su  amigo  arranca  a  requerimiento  suyo  —  las  notas 
de  un  piano  en  que  se  toca  un  concierto  de  Humel 
o  una  melodía  de  Chopín  —  causan  en  una  casa  un 
desorden   terrible... 

En  Monóvar  vive  Azorin  algunos  días,  luego  se 
marcha.  ¿Adonde  va  Azorin?  Azorin  se  marcha 
a  Petrel,  donde  lo  llama  su  tío  Verdú,  que  está 
enfermo  y  va  a  morirse.  En  Petrel,  Azorin  conoce 
a  su  más  grande  amigo.  Sarrio.  Sarrio  —  nos  cuen- 
ta—  es  un  epicúreo.  Gusta  del  bien  yantar  y  de 
los  vinos  exquisitos.  No  se  entusiasma  por  nada, 
no  grita,  no  discute.  Sarrio  es  un  sabio.  Posee  la 
sabiduría  absurda  de  encogerse  de  hombros  ante 
todas  las  cosas  de  la  vida.  Sarrio  vive  en  un  case- 
rón inmenso  con  su  mujer  y  sus  hijas,  tres  mucha- 
chas de  ojos  negros  y  cabellera  undosa:  Aurora,  que 
es  la  más  bonita,  la  más  cariñosa,  la  más  suave: 
Pepita  y  Carmen.  Azorin,  sin  embargo,  se  enamora 
de  Pepita.  El  no  lo  dice,  pero  nosotros  llegamos  a 
saberlo.  Nos  cuenta  solamente  que  «esta  Pepita, 


f 


cuando  mira,  tiene  en 
sus  ojos  algo  así  como 
unos  vislumbres  que  fas- 
cinan.» Sus  manos  son 
blancas,  suaves,  y  sa- 
ben urdir  los  finos  enca- 
jes. Además,  Pepita  to- 
ca al  piano  viejas  me- 
lodías que  Azorin  ya  se 
sabe  de  memoria,  pero 
que,  oyéndolas  cada  día, 
le  traen  recuerdos  de 
cosas  queridas  que  se 
esfumaron  para  siem- 
pre. 

De  Petrel  y  en  com- 
pañía de  su  gran  amigo 
Sarrio,  Azorin  hace  sus 
correrías  por  los  pue- 
blos circunvecinos.  Vi- 
sita Villena,  Alicante, 
Orihuela,  hasta  que  un 
buen  día  siente  que  tie- 
ne que  marcharse:  no 
sabe  él  mismo  adonde, 
pero  tiene  que  marchar- 
se, acaso  para  no  volver. 
Azorin  es  un  hombre 
inquieto;  no  se  está  so- 
segado en  ninguna  par- 
te. Carece  de  aiitotídin 
y  no  puede  trazarse  el 
fin  de  sus  acciones. 
Siente  que  una  fuerza 
extraña  lo  arrastra  por 
todos  los  caminos  donde 
va  dejando  un  poco  de 
su  alma,  de  su  juventud, 
de  su  vida.,.  Quizás  sea 
ese  el  destino  de  todos 
los  artistas.  . . 

Azorin.  pues,  samar- 
cha.  ¿Adonde?   Piensa 
un  instante,  y  luego  de- 
cide: ¡a  París!  Pepita,  es 
^^  claro,  se   asusta,    tiene 

"^      "^  ^■'^~     ■  miedo.    Eso    está   muy 

,.- -  lejos,  y  además  ella  sabe 

que  en  París  hay  mu- 
cha gente  mala.  Así  se 
lo  confiesa  a  Azorin  y 
Azorin  se  sonríe  con 
-1-  una  imperceptible  son- 

risa melancólica.  Ahora 
i»j  viene  la  despedida.    A 

Pepita  le  estrecha  sen- 
cillamente la  mano  y  le 
promete  que  le  escribirá 
desde  París    una  carta 
muy  larga;  y  a  Sarrio, 
que  ha  ido  a  acompa- 
ñarlo a  la  estación,  lo 
abraza    estrechamente 
mientras  éste  le  dice:  «Azorin,   cuando   se  coma 
usted  esa  uva  que  va  en  la  cesta  y  que  yo  he 
cogido  en  el  huerto,  acuérdese  que  aquí  deja  un 
amigo  sincero. .  .»  Y  nada  más.  Adiós.  . .  y  el  tren 
se  pierde  en  la  lejanía.  .  . 

Ya  en  Madrid  —  porque  Azorin  no  ha  ido  a 
París,  sino  a  Madrid  —  vuelve  a  su  vida  agitada 
de  siempre.  Escribe  otra  vez  esos  artículos  terribles 
que  son  el  comentario  del  día.  Pero  el  recuerdo 
suave  de  Pepita  lo  alienta  y  lo  conforta  en  las 
asperezas  de  la  lucha.  Y  una  noche,  de  vuelta  de 
la  redacción,  le  escribe  a  Pepita  una  carta  muy 
larga  en  que  al  final  le  dice:  «Pepita,  Pepita;  yo 
me  siento  conmovido  y  estoy  a  punto  de  sollozar 
cuando  pienso  en  todas  estas  cosas.  .  .  Yo  me  veo 
solo,  yo  me  veo  triste;  yo  veo  que  mi  juventud  va 
pasando  estérilmente  sin  una  ternura,  sin  una 
caricia,  sin  un  consuelo.  .  .» 


Lector:  Todo  lo  que  has  leído  lo  he  entresacado 
del  libro  de  Azorin.  Muy  poco  o  nada  me  pertenece. 
He  intentado  darte  en  forma  de  un  artículo  la 
esencia  del  libro.  Ahora,  si  te  place,  puedes  leerlo 
en  la  seguridad  de  que  no  pierdes  el  tiempo  inútil- 
mente. Bien  quisiera  yo  continuar  hablándote  de 
estas  cosas,  pero  estoy  algo  cansado  y  tengo,  ade- 
más, un  poquito  de  sueño.  Son  las  dos.  Suenan 
graves  las  campanadas  del  reloj  de  la  iglesia. 
Ningún  ruido  turba  el  silencio  de  la  noche.  Yo 
vuelvo  a  leer  las  cuartillas  que  he  escrito  y  siento 
también  un  ansia  vaga  de  llorar...  Lector:  Yo 
me  veo  solo,  yo  me  veo  triste;  yo  también  veo  que 
mi  juventud  va  pasando  estérilmente  sin  una  ter- 
nura, sin  una  caricia,  sin  un  consuelo... 


CARBÓN 
ALÓN 


D  E 
S     O 


\^'i_ri~i:2^¿v— 


N  artista  andaluz  creó  a  mazo  y  escoplo  esta  imagen  doliente  del  Bueno,  que  la  de- 
voción sevillana  distingue  de  las  otras  llamándola  Cristo  del  Amor. 

A  Juan  Martínez  Montañés  se  le  considera  como  uno  de  los  más  geniales  maestros 
del  arte  cristiano  español.  Sus  padres  eran  bordadores  en  Alcalá  la  Real,  donde  na- 
ció (1568).  Trasladóse  a  Granada  y  después  a  Sevilla,  cuyos  templos  pobló  de  estatuas 
admirables.  La  más  antigua  de  éstas,  el  Niño  Jesús,  es  de  1607.  Tras  su  obra  predilecta, 
—  el  Jesús  Nazareno,  llamado  de  La  Pasión,  —  el  Montañés  anduvo,  el  día  que  fué 
sacada  procesionalmente  por  primera  vez,  buscándola  «en  las  bocacalles,  fuera  de  sí, 
absorto  y  admirado  de  que  él  la  pudiese  haber  ejecutado.»  Murió  en  1649. 

El  Cristo  del  Amor  es  una  maravilla.  A  la  luz  de  los  cirios,  el  hermoso  rostro  parece 
animado  por  estremecimientos  agónicos.  Aquel  dolor  impresiona  al  visitante,  admira 
a  los  artistas  y  hace  llorar  a  las  mujeres.  Para  las  mujeres  hizo  el  Montañés  su  Cristo 
del  Amor.  Y  las  mujeres  rezan  anonadadas  ante  Jesús  moribundo,  porque  ven  en 
él  al  Hijo  de  la  Dolorosa.  Desde  el  siglo  XVII,  las  madres  sevillanas  imploran  los 
perdones,  las  enmiendas  y  los  milagros  que  necesitan  sus  hijos  enfermos,  sus  hijos 
perdidos,   sus  hijos  ausentes. 

El  Cristo  del  Amor  prodigó  los  milagros  y  siempre  supo  conceder  el  inefable  mi- 
lagro de  la  conformidad.  Los  hijos  vuelven  a  la  salud,  vuelven  al  bien,  vuelven  del  mar 
y  de  la  guerra,  gracias  a  la  interseción  del  Hijo.  Y  cuando  no,  en  lugar  del  muerto, 
vuelve  su  alma  ya  tranquila  para  aliviar  las  penas  maternales. 

Filósofos  descreídos:  ¿qué  podéis  dar  a  las  madres  creyentes,  en  cambio  de  su  ciega 
devoción  hacia  la  imagen  tallada  a  mazo  y  escoplo  por  un  inspirado  artista  andaluz? 


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II  tintt  II  it  itii  (iiiii  II 1 1 1 II II 1 1 1 1 II 1 11)1 1 1 1)  ii>ii  II I II I 


Andábamos  metidos  en 
una  revolución  correntina 
Roberto  Payró  y  yo.  allá 
por  el  afto  leV  a  simple 
titulo  de  c  lies 

de  los  respe  ios 

en  que  escncian-.os.  La 
revolución  se  desarrolla- 
ba en  toda  la  provincia, 
pero  a  nosotros  nos  ha- 
bía tocado  informar  so- 
bre lo  que  pasase  en  la 
costa  del  Uruguay.  Por 
eso,  y  a  fin  de  estar  pron- 
tos para  acudir  al  lugar 
donde  los  hechos  de  ar- 
mas se  produjesen,  hici- 
mos campamento  en  Con- 
cordia, con  ferrocarril  a 
mano  y  hotel  potable. 

Una  parte  del  ejército 
revolucionario,  a  cargo 
del  coronel  Insaurralde, 
de  Samuel  Acuña  y  del 
doctor  Gómez,  había  si- 
tiado el  pueblo  de  Santo 
Tomé.  La  plaza  era  sos- 
tenida por  e!  jefe  político, 
un  tal  García,  oriental, 
bravo  como  las  armas,  in- 
capaz de  rendirse  al  ene- 
migo, aunque  tuviera  que 
morirse  de  hambre.  Con 
treinta  milicos,  armados 
a  remington  y  con  esca- 
sas municiones,  hacía 
mis  de  veinte  días  que  se 

sostenia  en  la  ciudad  si-     L— .-»..™™......-..- 

tiada. 

Una  noche  el  jefe  político  de  Concordia,  capitán 
Boglich,  recibió  un  telegrama  del  ministro  Quin- 
tana en  que  le  decía  que  se  trasladase  a  la  plaza 
sitiada  y  manifestase  a  García,  a  nombre  del 
gobierno,  que  debía  rendirse  para  evitar  mayor 
efusión  de  sangre.  Yo  había  logrado  intimar  con 
Boglich.  y  por  esa  razón,  al  hablarme  del  telegrama 
que  había  recibido,  le  pedí  que  me  llevase  con  él 
a  Santo  Tomé.  Accedió  de  buen  grado,  y  a  las  doce 
de  la  noche  subimos  al  tren,  no  sin  que  Fernando 
G.  Méndez,  director  de  El  Amigo  del  Pueblo,  revo- 
lucionario impenitente,  se  colase  en  el  convoy, 
llevando  un  gran  saco  de  municiones  para  García, 
a  fin  de  que  éste  se  sostuviese  en  su  plaza  fuerte. 
Iba  también  con  nosotros  el  coronel  Anderson, 
famoso  guerrillero  de  las  cuchillas  entrerrianas. 

El  tren  marchaba  lentamente  entre  las  sombras 
de  la  noche.  Después  que  pasamos  el  Mocoretá  y 
entramos  en  pleno  territorio  correntino.  cada  ruido 
que  se  producía  me  hacía  el  efecto  de  un  ataque 
de  las  tropas  revolucionarias,  con  sus  respectivos 
tiros  y  degüellos.  Había  en  todo  esto  un  poco  de 
fantasía  miedosa,  que  me  ponía  la  piel  de  gallina 
y  hacía  que  me  acurrucase  en  el  fondo  del  coche, 
aunque  tratase  de  disimularlo  con  unos  chistes 
que  me  salían  de  la  boca  como  sacados  con  tira- 
buzón. Finalmente,  entre  falsos  sustos  y  congojas, 
llegó  el  día  y  el  tren  se  acercó  a  la  estación  Clark, 
de  Santo  Tomé,  donde  estaban  acampadas  las 
tropas  revolucionarlas. 

Había  allí  un  acre  olor  a  campamento  indígena. 
Aquella  gente,  apelmazada,  amontonada,  que  no 
se  lavaba  nunca,  que  transpiraba  copiosamente 
bajo  los  terribles  soles  de  Corrientes,  que  cami- 
naba sobre  la  arena  caldeada,  con  ponchos  grue- 
sos, con  chiripas  calientes,  tenia  el  aspecto  de 
una  horda  en  descanso.  Había  también  grupos 
semidesnudos.  hombres  apenas  cubiertos  por  un 
lienzo  de  arpillera,  una  camiseta  desgarrada,  la 
inevitable  vincha  azul.  y.  por  toda  arma,  una 
larga  caña  tacuara  a  la  cual  se  había  atado  una 
hoja  de  la  tijera  de  esquilar.  Algunos  carneaban 
vacas  del  vecindario.  En  un  grupo,  dos  soldados 
habian  degollado  una  vaca  y  con  una  hacha  tra- 
taban de  despostarla.  El  que  manejaba  el  hacha, 
erró  un  golpe  y  le  llevó  dos  dedos  a  su  ayudante. 
Este  no  expresó  el  menor  dolor.  Se  arrancó  los  dos 
dedos  que  habían  quedado  colgados  de  un  hilo  de 
piel,  diciéndole  a  su  compañero,  con  toda  tranqui- 


D 


lOEU 


DFiLLA 

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ILUSTRACIÓN        DE        FORTUNY 

DE    CÓMO 
UN    VICECÓNSUL    DE 
SU    GRACIOSA    MAJESTAD 
BRITÁNICA  LA  REINA  VICTORIA,  CREYÓ 
QUE  LLOVÍA,  CUANDO  EFECTI- 
VAMENTE NO  ESTABA 
{LLOVIENDO. 

lidad:  «Mi  ais  cortao,  che,  amigo»,  y  siguió  sobona- 
mente  la  faena:  como  si  no  hubiera  pasado  nada. 

Boglich  se  entrevistó  con  los  jefes  revoluciona- 
rios. Estos  se  enteraron  de  que  la  plaza  debía 
capitular  y  resolvieron  que,  antes  de  que  tal  cosa 
sucediera,  era  necesario  darles  un  susto  a  los 
guapos  que  no  habían  querido  rendirse.  En  efec- 
to: organizaron  una  arremetida  de  caballería  con- 
tra la  población.  En  menos  de  una  hora  el  ataque 
simulado  se  llevó  a  cabo.  Aquello  era  un  horror: 
más  de  dos  mil  correntines,  montados  en  caballos 
en  pelo,  semidesnudos,  con  la  lanza  en  ristre,  las 
ralas  barbas  hirsutas,  flotando  al  viento:  la  vincha 
tradicional  en  la  frente,  golpeándose  la  boca  y 
lanzando  desaforados  gritos  indígenas,  empren- 
dieron una  furiosa  carrera  hacia  la  población, 
en  semicírculo,  como  para  abarcar  todo  el  caserío. 
Era  una  avalancha,  un  torrente,  un  torbellino.  La 
gente  del  poblado,  al  oir  los  gritos,  se  echó  a  las 
calles  pidiendo  misericordia,  en  la  angustia  de 
una  muerte  inevitable,  envuelta  en  la  nube  de 
polvo  brillante  que  levantaban  las  cabalgaduras. 

Fué  un  minuto  de  espanto  indescriptible.  Por 
fortuna  aquellos  bárbaros  tenían  orden  de  dete- 
nerse al  llegar  al  pueblo.  Sofrenaron  de  golpe  los 
dos  mil  jinetes,  y  el  espanto  pasó  como  un  soplo. 
malo,  como  una  pesadilla  negra,  y  un  gran  sus- 
piro de  alivio,  alumbrado  por  aquel  sol' de  fuego, 
puso  fin  a  la  visión  pavorosa  y  horrible. 

La  plaza  se  rindió  dos  horas  después.  El  jefe 
político  García  capituló  con  todos  los  honores  de 
la  guerra,  es  decir,  conservando  la  espada.  Como 
yo  era  de  los  más  leídos,  me  tocó  redactar  el 
acta  de  la  capitulación,  de  la  que  resultaban  todos 
unos  héroes  invictos.  En  seguida  me  fui  al  telé- 
grafo a  dar  cuenta  a  mi  diario  de  todo  lo  ocurrido. 
A  la  vuelta  tuve  un  pequeño  percance.    El  telé- 


I      grafo  estaba  fuera  del  po- 
1     blado.  entre  cercos  de  pi- 
tas y  de  tunas.  No  pasaba 
un  alma  por  allí.  De  súbi- 
to vi  que  desembocaban 
por  una  esquina  tres  mi- 
licos con  fachas  patibula- 
rias, armados  de  bayone- 
tas, y  que  avanzaban  re- 
sueltamente hacia  mí. 
Cuando  estuvieron  a  unos 
diez  pasos  de  distancia, 
J      uno  de  ellos  me  gritó: 
I         — ¡Qué  linda  ropita  ne- 
I      gra  tenes,  che,  amigo! .  . . 
[      ¡Mela  vasadar.  pues!...  Y 
¡     siguió  avanzando  con  ca- 
=      ra  de  pocos  «che.  amigo». 
I         Saqué  el  revólver  que 
I     llevaba,  hice  fuego  y... 
I      di  vuelta  por  la  esquina 
í      opuesta,  en  busca  de  otro 
i      camino,  con  paso  bastan- 
te acelerado.  Cuando  vol- 
ví la  cara  me  di  cuenta  de 
que  mis  «che,  amigo,  no 
me  seguían,   y   esto   era 
ii      precisamente    lo    que  yo 
I      necesitaba.   Media  hora 
I      después,    Boglich   volvía 
s      a  meterme  en  el  tren  de 
;      regreso  a  Concordia. 

;  Cuando  bajamos  en  la 

i  estación,  nos  encontra- 
I  mos  con  Payró  y  con  el 
I      administrador  general 

.1      del    ferrocarril,   mistar 

Budge.  un  británico,  que 
era  el  más  perfecto  gentleman  que  he  conocido  en 
mi  vida.  El  inglés  nos  manifestó  que  era  necesario 
festejar  la  terminación  de  la  guerra,  pues  la  revo- 
lución le  había  interrumpido  el  tráfico  de  los  tre- 
nes durante  veinte  días.  En  tal  consecuencia,  y 
vuelto  todo  a  la  normalidad,  nos  invitaba  a  co- 
mer. Boglich  declinó  la  gentil  invitación,  pero 
Payró  y  yo  aceptamos  con  todo  entusiasmo.  A 
las  nueve  de  la  noche  nos  pusimos  a  la  mesa,  y 
era  la  una  de  la  mañana  cuando  todavía  la  char- 
lábamos en  grande.  Parece  que  el  inglés  y  Payró 
tenían  cuerda  para  muchas  horas  todavía.  Yo  es- 
taba cansado  y  dije  que  me  iba  a  dormir  al  hotel. 
—  Ni  usted  se  va,  dijo  mister  Budge,  ni  usted 
tampoco,  agregó  señalando  a  Payró.  Yo  tengo 
tres  buenas  camas;  es  tarde;  no  deben  ir  a  pie 
hasta  el  hotel...  entonces,  ustedes  duermen  aquí... 
Aceptamos.  Una  hora  después,  en  un  salón  enor- 
me donde  había  tres  camas  blanquísimas,  con  sus 
vaporosos  mosquiteros,  entregamos  nuestros  cuer- 
pos a  las  blanduras  de  los  colchones.  Las  cuatro 
ventanas  del  salón  estaban  abiertas  de  par  en  par, 
y  por  ellas  entraba  un  fresco  delicioso  y  perfumado. 
El  bosque  de  eucaliptos  que  rodeaba  la  estación 
se  movía  suavemente  a  impulsos  de  una  leve  brisa 
nocturna,  produciendo  como  el  rumor  de  una  cas- 
cada intermitente,  que  incitaba  a  dormir.  Acosta- 
dos los  tres,  y  después  de  un  corto  silencio,  mister 
Budge  se  movió  en  la  cama. 

—  Mister  Payró,  dijo;  mi  parece  qui  llueve... 

—  No,  dijo  Payró;  no  llueve. .  . 

—  A  mí  mi  parece  qui  llueve . .  .  Sí .  . .  mi  parece 
qui  llueve.  .  . 

—  Se  engaña,  mister  Budge;  no  está  lloviendo. .. 
-  Yo  apuesto  mi  sueldo  de  un  año  como  vice- 
cónsul   de   Su    Graciosa    Majestad    Británica    la 
Reina  Victoria,  que  importa  una  libra  esterlina, 
a  que  está  lloviendo.  .  . 

—  Apuesto,  dijo  Payró.  Y  ahora,  a  dormir. . . 
La  sobremesa  había  sido  excesivamente  larga: 

mister  Budge  había  llegado  con  cierta  dificultad 
hasta  la  cama;  tal  vez  el  rumor  de  las  ramas  de 
los  eucaliptos  le  había  hecho  la  impresión  del 
ruido  de  la  lluvia.  Al  día  siguiente,  cuando  nos  le- 
vantamos, alto  el  sol,  mister  Budge  se  acercó  a  la 
ventana;  miró  la  tierra  seca  y  el  cielo  límpido,  y 
volviéndose  a  Payró  le  entregó  una  libra  esterlina. 

—  Mister  Payró.  le  dijo,  usted  ha  ganado;  ano- 
che no  llovía,  y,  sin  embargo,  a  mí  me  parecía 
que  estaba  palerttemente  lloviendo... 


^mo^ct^^ia^mnaiúD 


JL  k 

AKMIEZ 
SopfwoR 


Plt9FlBIi\Dfi 
D°Nl[Q/t 
MA'IUA 


X 


\  — 


NARRACIONES 

COLONIALES 


VMa  aventurara  fué  la  del  sevillano  Ante- 
nk)  Diax  de  Rojav  De  rapaz  am'M  a  B.:"- 
Aim.  y  aqni.  donde  aoAara  ser  héroe  -ir 
bedies  y  presto  a  allegar  riquezas.  par:> 
nar  a  EspaAa  oamo  fachendoso   pr 
hubo,  para  maitdocar.  de  agachar  ca: 
los  más  bajos  menesteres,  entrando 
ruv  Jf  fxeta  »!  servido  del  seAor  i  • 
nador.  Mal  av-"'-*  -  *■  -^  '-"^  ■'■•n  cmpld. 
mó  las  de  \  fuga  de  la 

ciudad.  Hízc  -  blados  d«  la 

campaAa.  vida  ni  á.,i  y  a  U  diabla.  %•-■•■ 
a  sallo  de  mata,  huyendo  de  las  rtr ; 
de  los  alcaldes  de  Hermandad.  Fue  ^ 
en  una  dwlwra.  vaquero  en  una  eslan. 
codero  de  un  hidalgo  pelón,  arriero  r: 
recua  trajinera  y  ayudante  del  maestro  de 
postas  del  Saladillo.  Y  en  tantas  andanzas 
V  tanto  probar  fortuna,  mostróle  siempre  la 
suene  cara  de  hereje,  hasta  que  un  dia,  para 
calmo  de  males,  de  comedido  s:  allegó  a  una 
tropa,  que  con  Ucencia  de  vaquear  a  hace' 
cuerambre  partía,  y  apenas  empezaba  la  fae 
na  cayó  sobre  ellos  de  estampía  y  en  son  dr 
guerra,   un  gran  golpe  de  mdios  pampas. 
quedando  de  los  expedicionarios,  los  iv.hs. 
muenosy.  los  que  restaban  vivos  prisioners 
entre  éañ>s.  Díaz  de  Rojas.  Su  desparpaj.. 
sus  picardías  y  el  bien  saber  tañerla  guitarra 
le  favorecieron  en  su  cautiverio,  que  tomá- 
ronle los  indios  grande  afición  y  muchos 
aflojaron  los  rigoreí  con  que  trataban   >  1  .< 
cristianos.  Tres  aflos  permaneció  en  la  inri:. 
al  cabo  de  los  cuales  lo  feriaron  al  ca-iqu- 
de  los  Puhenches.  en  trueque  de  una  tn.  pil'.;i 
de  yeguas.  Cobróle  el  cacique  mucho  a:e  -i   . 
a  extremo  tal  que.  a  punto  de  finar.  hi;o; 
reconocer  como  sucesor  suyo  en  el  mande 
En  verdad,  hay  que  hacer  constar  que.  res- 
pecto a  este  cacicazgo  no  hay  mayor  cons 
tanda  que  la  propia  aseveradón  de  Rojas, 
y  no  hay  que  echar  en  saco  roto  que  el  hom- 
bre era  andaluz. 

En  la  vida  errante  de  la  tribu,  hizose  ba 
oueano  de  las  rutas  de  la  pampa  y  se  impuso 
de  las  leyendas  que  circulaban  en  las  tolde 
ñas,  entre  ellas  la  muy  conocida  de  la  exis 
tenda  de  la  Ciudad  de  los  Césares  y  su  exacto 
emplazamiento.  Al  cabo  de  varios  años  dióle 
una  aldabada  el  corazón,  recordándole  que 
era  cristiano,  y  las  añoranzas  de  sus  años 
juveniles  deddiéronle  a  retornar  con  los  su 
yos.  Aprovechando  una  oportunidad,  aban 
donó  la  indiada,  escapando  a  uña  de  cabalk  . 
llegando  tras  hartos  peligros  a  Mendoza,  d?? 
donde  se  trasladó  a  Buenos  Aires. 

Como  arcaduz  de  noria,  que  lleno  sube  v 
vaci:  :orr:a  fui  e!  vivir  de  Díaz  de  Rojas, 
e  -n  Buenos  Aires.  Jugador  em- 

f  .«la  suerte  le  hacia  un  guiño 

favorabie.  era  le  volvía  adusta  las  espaldas. 
Asi.  tan  pronto  repleta  de  doblones  tenia  la 

escarcela,  cor"'  — '  -    '      - 

dando  más  vh 

de  retomo.  Cr  -  i-ímpos 

ligó  con  el  hidaigo  cordobés,  don  Juan  La- 
drón de  Guevara,  que  tan  intima  fué,  que 
andaban  uno  y  otros  como  la  soga  tras  e! 
caldero,  y  como  él  tan  maltratado  de  la 
fortuna,  que  se  ligaron  en  ellos,  el  hambre 
y  las  ganas  de  comer.  Devanábanse  ambos 
el  magín  buscando  el  modo  de  echar  un  clavo 
a  !a  rueda  de  la  fortuna,  deteniendo  su  rodar 
en  su  favor,  pero  remedio  no  hallaban,  siendo. 
su  caso  apreudo  y  urgente,  pues  cada  dia 
iban  de  mal  en  peor  y  mayor  era  su  laceria. 
todo  les  salla  en  contra  suya,  que  siempre 
cae  la  albarda  sobre  la  matadura. 

Al  fin  recordando  un  dia  Díaz  de  Rojas 

5-  ■ '^r  las  pampas  y  las  tradiciones 

a  >s.   vínole  en   pensamiento   la 

a  'í^  r..,.^,..,,),  Ciudad  de  los 

emprender. 

'■  ;ión  para  ir 

-;.'.  ;u  L.-i.-.:4t.  de  cu/^s  icior*.,s  bien  pensaban 

ellos  apañar  una  parte  y  hacer  partlja. 


,  que- 
viaie 


La  imaginadón  exaltada  de  los  conquis- 
ladores  H-  a."*'-  -^  -:  — ---  -t-  í_i...i.---   - 
quezas 

'ionde  ei  oro.  me- 
n  harto  despreci'^ 
.'.    Jauja  r  . 
'  -isa  y   la 

-Ta  e 

Juran- 

:ástá  de  lo.« 

'  de  aue  los 


5.  t^ji  nuacas  reptclas  de  tesoros  y 

^'j  Cerro  de  piala  del  Potosí,  eran 

reancaaes  que  enardecían  los  espíritus  am- 


biciosos que  el  afán  del  lucro  acuciaba,  y 
como  cimbel  de  oro  atraían  la  credulidad  y 
codicia  de  los  aventureros,  que.  a  falta  de 
verdades,  forjaban  patrañas,  dando  vida 
a  fabulosas  ciudades.  Entre  ellas  ninguna 
más  famosa  y  de  existencia  más  atestiguada 
que  la  de  los  Césares,  ubicada  en  los  valles 
de  la  Cordillera  Nevada. 

Variados  orígenes  le  fueron  atribuidos. 
Unos,  como  el  P.  Lozano,  daban  por  cierto 
que  fuera  fundada  por  españoles  que  nau- 
fragaran en  el  Estrecho  de  Magallanes;  otros 
suponían  serlo  por  cristianos  huidos  de  la 
ciudad  de  Osornio,  cuando  su  destrucción  en 
el  sangriento  levantamiento  de  los  araucanos; 
no  fallando  quien,  remontando  a  más  lejanos 
tiempos,  la  relacionara  con  la  expedición  del 
capitán  César,  que  Gaboto  mandara  a  las 
tierras  del  Sur. 

En  lo  que  están  de  acuerdo  los  narradores, 
sin  discrepancia  alguna,  es  la  estupenda  des- 
cripción de  la  ciudad;  su  edificación  porten- 
losa,  la  gallardía  de  sus  moradores,  blancos 
y  de  cristiana  religión,  y  en  el  boato  de  sus 
moradas,  de  moblaje  tan  rico,  que  desde  los 
asientos  hasta  el  más  modesto  utensilio  eran 
de  oro.  Lenguas  se  hacen  de  la  lujuriante  ve- 
getación de  sus  aledaños,  de  las  minas  de 
diamantes,  de  los  cerros  que  la  circundan 
y  de  la  dulzura  del  clima,  tan  templado, 
que  desconocidas  son  allí  las  enfermedades, 
jes  sólo  finan  de  vejez  sus  habitantes. 

Y  no  hay  que  pensar  que  tan  extraordi- 
.. irías  descripciones  y  el  derrotero  detallado 
para  encontrar  la  encantada 
ciudad,  relatos  sean  de  gente 
vulgar,  de  suyo  novelera  / 
amiga  de  fábulas  y  patrañas, 
o  de  obscuros  cronistas;  no, 
todos  son  muy  minuciosos, 
atestiguados  y  asegurados 
por  doctos  historiadores. 
graves  funcionarios,  verídi- 
cos frailes:    personas   toda-; 


TEXTO  «  D 

BIMALLOL 

ILVSTR-ACION 
DE^rORTVNY. 


amigas  de  la  verdad  y   no   de  burlas,  ni  de 
engaños. 

Dejando  de  lado,  por  inverosímiles  y  no 
creíbles,  los  relatos  que  hicieron  las  huestes 
de  Diego  de  Rojas,  de  una  fantástica  ciudad 
que  toparon  en  su  errante  andar,  después 
de  perder  a  su  caudillo,  que  enherbolada 
flecha  dejara  sin  vida;  desechando  también 
los  de  Francisco  de  Aguirre.  cabeza  enarde- 
cida y  dada  a  quimeras:  y  por  no  comproba- 
das las  expediciones  de  Gonzalo  de  Abreu 
y  de  Jerónimo  Luis  de  Cabrera,  el  fundador 
de  Córdoba  la  Llana;  que  en  resumen  todos 
describen  una  fantástica  ciudad,  edificada 
con  valiosos  mármoles,  con  sus  templos  de 
cúpulas  de  oro  y  puertas  de  laborado  bronce 
y  rodeada  por  un  río  de  fuego,  que  a  ella 
aproximarse  no  permite;  narraciones  que 
más  patrañas  que  verdad  son.  fruto  de  cabe- 
zas alocadas  por  los  recios  soles  y  fiebres; 
espejismos  de  días  caliginosos,  que  aventaba 
como  un  pantallazo  la  brisa  del  atardecer; 
no  tomando  en  cuenta  estas  narraciones, 
veamos  las  de  sesudos  y  verídicos  escritores 
y  viajeros. 

El  P.  Mascordi.  en  1673.  se  ocupa  con 
mucho  detalle  de  la  Ciudad  de  los  Césares; 
el  capitán  don  Juan  de  Mayorga,  en  su  entra- 
da al  castigo  de  los  indios,  llega  en  1711  a  las 
cercanías  de  la  ciudad;  en  1716  eleva  Díaz 
de  Rojas  a  S.  M.  el  derrotero  para  a  ella 
arribar.  Citar  se  debe  la  carta  que,  en  1720. 
dirigió  a  los  Césares,  pobladores  de  la  ciudad 
de  ese  nombre,  el  presidente  de  la  Real 
Audiencia  de  Chile,  por  man- 
dato de  S.  M.  Felipe  V,  de  la 
que  fué  portador  un  cacique 
Puelche,  de  quien  nunca  más 
hubo  nuevas.  En  el  año  1746 
el  P.  jesuíta  Cardiel  se  dirige 
al  gobernador  de  Buenos  Ai- 
res, exponiendo  el  proyecto 
de  una  expedición  en  busca 
de  la  discutida  ciudad.    No 


LA*  CI VDAD 
ENCANIADA 


hay  que  olvidar  la  declaración  tomada  en 
Chile  en  1759,  por  orden  del  gobernador 
Amat,  el  que  después  fué  virrey  del  Perú,  a 
un  indio  prisionero  que  atestigua  la  existen- 
cia de  los  ocultos  Césares  españoles.  El  padre 
Falkner,  en  su  conocida  descripción  de  la  Pa- 
tagonia.  nos  da  el  derrotero  que  conduce  a 
la  ciudad.  En  1774  el  capitán  Ignacio  Pinuer. 
que  la  llama  Ciudad  de  Osornio,  la  describe 
con  minucia,  terminando  su  relación  dicien- 
do; «me  sujeto  a  la  pena  que  me  quieran  im- 
poner en  caso  de  no  ser  cierta  la  existencia 
de  españoles  en  el  lugar  que  nomino». 

Don  Agustín  de  Jáuregui,  presidente  de  la 
Audiencia  de  Chile,  dirige  en  1771  al  virrey 
del  Perú  una  extensa  exposición  sobre  la 
busca  de  la  Ciudad  de  los  Césares:  en  1777  se 
organiza  y  parte  una  expedición  que,  según 
detalla  su  jefe,  llega  tan  cerca  de  ella,  que 
percibir  pudieron  los  disparos  de  artillería 
de  la  plaza.  Curiosa  es  por  extremo  la  des- 
cripción de  la  expedición  deOrezuelaen  1781 
pues  detalla  desde  las  murallas  que  circun- 
dan la  ciudad,  sus  fosos  y  puente  levadizo, 
hasta  las  herramientas  que  asegura  ser  todas 
de  oro. 

Es  de  mencionar  también  la  información 
que,  por  orden  del  gobernador  don  Ambrosio 
de  O'Higgins.  levantó  el  capitán  de  dragones 
Villagránen  1781,  y,  por  último,  el  extenso 
y  convincente  informe  que  sobre  la  mentada 
ciudad  elevó  el  fiscal  de  Chile  en  1782, 
enunciando  a  la  par  las  medidas  a  tomar 
para  descubrirla;  escrito  tan  detallado  y 
convincente  que  al  más  dudoso  de  creer 
,  quita    toda    duda. 

Volvamos  a  nuestra  narración.  En  el 
largo  memorial  presentado  por  Diaz  de 
Rojas  al  monarca  en  1716,  hace  detallada 
velación  del  derrotero  que  a  la  ciudad  de  los 
Césares  conduce,  y  que  verdadera  debe  ser, 
pues  termina  diciendo;  «protesto  que  he 
visto,  andado  y  tocado  todo  lo  que  va  refe 
rido». 

Desde  Buenos  Aires,  dice,  se  irá  a  la  sie- 
rra del  Tandil,  de  allí  en  adelante  están  los 
indios  pampas;  desde  dicha  sierra  al  sudoeste 
al  Cerro  del  Volcán;  de  este  paraje,  caminan- 
do al  poniente,  se  encuentra  la  sierra  de 
Guamin  y  una  gran  laguna  del  mismo  nom 
bre,  y  siguiéndose  una  travesía  de  treinta 
leguas,  sin  agua  ni  pastos,  pasada  la  cual 
se  encuentra  el  Río  de  las  Barrancas  y  luego 
el  Río  Tumuya  a  unas  cincuenta  leguas,  y 
después  de  treinta  más  se  descubre  un  cerro 
grande,  «muy  rico  en  metales  de  oro»,  y  otro 
chico  «que  es  de  cristal  muy  fino».  De  ahí, 
a  cosa  de  cinco  leguas,  se  encuentra  el  Rio 
Diamantino,  que  nace  de  un  cerro  negro 
«donde  hay  muchos  diamantes».  De  este  pun- 
to a  la  Cordillera  Nevada,  se  pasa  el  territo- 
rio de  los  indios  Pehuenches;  siguiendo  hasta 
el  Río  Oro,  «que  es  criadero  de  este  metal», 
pues  nace  de  unos  cerros  «muy  ricos  y 
pasados  de  oro»;  después  se  encuentra  el 
Río  del  Azufre,  que  contiene  mucho  «por 
nacer  de  la  raíz  de  un  volcán».  Y  por  último 
se  llega  a  un  valle  y  un  río  muy  grande, 
donde  habitan  los  indios  cesares  «tan  agi- 
gantados que  por  lo  crecidos  no  pueden  ir 
a  caballo». 

De  la  ciudad,  hace  Rojas  la  siguiente  des- 
cripción; «está  situada  en  la  otra  parte  del 
Rio  Grande,  fabricada  en  cuadro  como  está 
Buenos  Aires  y  con  hermosos  edificios  de 
templos  y  casas  de  piedra  trabajada».  Es  el 
mejor  temperamento,  continúa,  de  toda 
América,  pues  parece  otro  paraíso  terrenal. 
De  los  minerales  de  oro  y  plata  y  de  «piedra 
imán  muy  fina»,  que  menciona  y  «que  es 
cosa  de  admirar»,  es  mejor  no  hablar,  que 
fuera  atentar  al  más  indiferente  a  los  terre- 
nales bienes  y  sacar  de  sus  casillas  a  algún 
ambicioso  aventurero. 

Si  arribó  o  no  arribó  Díaz  Rojas  hasta 
la  Ciudad  Encantada,  nada  dice  el  memo- 
rial, ni  nada  de  verdad  se  sabe:  mas  si  ello 
logró,  poco  medro  sacó  de  su  largo  y  peligroso 
viaje,  pues  la  postrera  y  verídica  noticia 
que  de  él  se  encuentra,  es  que  finó  en  Cádiz, 
en  el  Hospital  San  Juan  de  Dios,  en  la  mayor 
pobreza,  lo  que  demuestra  la  grande  vera- 
cidad de  la  popular  frase;  «el  que  nace  para 
ochavo,  nunca  llega  a  cuarto». 

Aun  por  encontrar  está  la  Ciudad  Encan- 
tada. No  faltan  hogaño  argonautas  audaces, 
gente  azarosa,  aventureros  de  mucha  braga, 
siempre  prestos  a  la  conquista  del  vellocino 
de  oro.  A  ellos  la  tentadora  empresa,  que 
muchas  riquezas  hay  allí  que  apañar.  El 
riesgo  es  poco  y  el  derrotero  detallado;  si  el 
camino  es  fatigoso  y  las  jornadas  muchas, 
no  hay  que  olvidar  que  «no  hay  medro  sin 
costa»  y  bien  merece  arriesgar  la  aventura 
!a   granjeria    que    puede   reporta;. 


>y^— 


El  mar  es  de  oro  cuando  el    sol   enciende 

el  ópalo  rojizo  de  la  aurora. 

y  en  la  calma  propicia  de  la  hora 

a  ras  del  agua,  levemente,  asciende. 


El  mar  es  verde,  como  si  estuviera 
henchido  de  infinitas  esperanzas, 
cuando  bajo  la  luz.  sus  olas  mansas 
van  rodando  en  cadencia  a  la  ribera. 


Azul  al  reflejar  el  firmamento, 
opaco  entre  el  sudario  de  sus  brumas 
y  blanco,  mientras  férvido  de  espumas 
rompe  sus  crestas,  que  desfleca  el  viento. 


PALETAc^  HACINA 

MATÍAS  G    SÁNCHEZ^  50ROND0 

ILUSTRACIÓN    DE   CENTURIÓN. 
!V 

El  mar  es  gris  cuando  las  nubes  lerdas 
encapotan  el  cielo  rebajado 
y  allá  en  las  barcas,  el  sudeste  helado 
las  velas  hincha  y  silba  entre  las  cuerdas. 


El  mar  es  tornasol  cuando  el  reflejo 
de  la  tarde  estival  que  vive  apenas, 
tiñe,  las  aguas  vastas  y  serenas 
de  púrpura,  topacio  y  rosa  viejo. 


El  mar  es  negro,  a  ratos  ceniciento 
en  la  penumbra  de  las  noches  claras 
si  las  ondas  pacificas  y  avaras, 
murmuran  su  canción,  como  un  lamento. 


Y  también  es  el  mar  de  plata  bruna 
que  titila  al  brillar  su  faz  pulida, 

si  entre  las  sombras,  le  abre  blanca  herida 
un  fulgor  melancólico  de  luna. 

vni 

Y  este  mar  de  policromo  derroche, 
como  la  vida,  tiene  su  espejismo; 
ciérnese  la  ilusión  sobre  el  abismo 
y  cae,  en  la  tiniebla  de  la  noche. 


—  I^LJV/'^S 


/y<^ 


\     (- 


Itimot 
odcloS 


>y^— 


f^hca 


Vmám 


U B  annulo  Pis- 
catoris  ha  pre- 
miado  S.  S. 
Benedicto  XV 
los  méritos  de 
nuestro  más  antiguo  templo,  conce- 
diéndole el  privilegio  de  basílica.  Desde 
el  feliz  instante  en  que  el  Pontífice  ex- 
pidió el  oportuno  Breve,  la  histórica 
iglesia  de  San  Francisco  convirtióse  en 
basilike,  es  decir,  regia. 

Ha  luengos  años  que  la  piadosa  ins- 
titución reinaba  en  los  corazones  fie- 
les y  agradecidos  al  virtuoso  beneficio 
de  aquella  comunidad.  Los  fastos  de  la 
Iglesia  americana  reservan  preeminente 

Vtáta  interior  be  la 
^Basílica,  tomaba  tti'üt 
el  labo  be  (a  (íEpísitola. 


Jfacfjaba  principal  bel 

histórico   templo 

franciscano. 


ugar  a  los  franciscanos  del  convento 
porteño,  cuyo  establecimiento  remonta  a 
la  misma  fundación  de  Buenos  Aires  por 
Caray,  en  1580. 

Todavía  continúa  enclavado  sobre  la 
manzana  132  que  le  fué  señalada  en 
el  primitivo  reparto  de  solares.  Desde 
entonces  el  convento  e  iglesia  de  San 
Francisco  siguieron  las  vicisitudes  de 
la  ciudad. 

Conocidas  y  alabadas  son  las  virtudes 
que  adornan  a  la  benemérita  orden. 
Aquí,  en  el  recinto  de  aquella  villa  em- 
brionaria que  la  naturaleza  y  los  aborí- 
genes combatían  por  igual,  los  padres 
franciscanos    compartieron    todos    los 

€1  altar  be  la  3fnmacu- 
laba.  cupa  imagen  fué 
coronaba  el  año  paáabo. 


— P^JLTV^-S 


riesgos,  suavizaron  el  espí- 
ritu batallador  y  vengativo, 
ganando  corazones  para  el 
catolicismo  y  para  la  pie- 
dad humanitaria. 

Lentamente,  con  ejem- 
plar preseverancia,  los  dis- 
cípulos de  Asís  construían 
su  convento  y  la  capilla 
prístina  donde  un  santo 
dos  veces  nuestro,  San 
Francisco  Solano,  fué  su 
primer  cura,  según  tradi- 
ción popular  que  tiene  toda 
la  fuerza  del  yox  pópuii. 

Don  Fernando  Zarate 
concedió  a  los  frailes  en 
1594  otro  pedazo  de  tierra. 
Hacía  cinco  años  que  el 
padre  Francisco  Romano 
comenzara  la  tarea  de  po- 
ner tapias  al  convento. 

En  1604  abrióse  al  culto 
la  nueva  iglesia  de  San 
Francisco,  que  substituyó 
a  la  modesta  capilla,  y  en 
17,54  alzábase  e!  templo 
con  mayores  proporciones. 
Las  obras  de  restauración 
que  hicieron  de  él  la  igle- 
sia de  ahora,  lleváronse  a 
cabo  bajo  el  virrey  Liniers, 
dirigidas  por  don  Francis- 
co Cañete. 

Los  franciscanos  durante 
la  pasada  y  la  actual  cen- 
turia no  han  abandonado 
el  hermoseamiento  de  esta 
iglesia  legendaria. 

La  flamante  basílica 
posee  joyas  de  inestimable 
valor  histórico  y  artístico. 
Una   de   ellas   es   el    altar 


€1  patio  bel  tonbento  v  el  reloj  be 
Sol  construíbo  por  el  |)  alegre. 


l7  fál 


iáki 


ftiL¿ 


portátil  que  San  Francisco 
Solano  llevó  consigo  du- 
rante sus  arriesgadas  expe- 
diciones misioneras.  Bajo 
el  dosel  del  ombú,  en  los 
claros  del  monte,  al  mar- 
gen de  los  ríos,  el  santo 
varón  celebraba  el  incruen- 
to sacrificio  llevando  la 
gracia  a  las  almas  sencillas. 

El  pulpito,  antiquísimo 
también,  resulta  una  obra 
modelo  del  estilo  barroco. 
El  altar  y  la  imagen  de  la 
Inmaculada,  la  sillería,  el 
facistol,  donde  se  abren 
auténticos  y  raros  libros  de 
coro  primorosamente  escri- 
tos y  miniados  a  mano,  re- 
sultan asimismo  hermosas 
muestras  del  amor  que  los 
reverendos  pusieron  en  la 
obra  fuerte  y    delicada. 

La  erección  de  este  tem- 
plo en  basílica  viene  a  dar- 
le mayores  impulsos,  pre- 
miando sus  esclarecidos 
méritos. 

Durante  las  fiestas  de 
conmemoración,  celebra- 
das el  pasado  octubre,  los 
fieles  acudieron  llenos  de 
regocijo,  demostrando  el 
■cariño  que  la  comunidad 
supo  ganarse  merced  a  su 
conducta  evangélica. 

Entre  los  privilegios  que 
el  nuevo  título  le  concede 
se  encuentra  el  uso  del 
conópium,  conopeo  o  pabe- 
llón y  el  del  tintinnabúllum. 
objetos  de  culto  reservados 
a  las  basílicas. 


— I3I_;>v^:s 


|3ú(pito  be  esi- 
tilo  .barroco. 


Cl  altar  portátil  que  usa 
ta  i^an  jTrancisco  tolano 


FOTS.     DE     BALDISSEROTTO.. 


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Manifoí/^í 


EL    \0X\.0 


Mariposas  blancas,  blancas  mariposas... 
La  brisa,  en  sus  alas,  aturdida  vuela, 
Como  si  pasara  deshojando  rosas. 

En  su  cuento  de  hadas  las  toma  por  vela 
El  fugaz  esquife  de  nuestra  alegría, 

Y  en  sus  papelitos,  con  loca  ufanía. 
Flota  el  aljolido  deber  de  la  escuela. 

Ríe  la  niña  con  desgaire  ameno; 

Y  si  en  su  boca  es  flor,  gemela  fruta 
La  púnica  granada  es  en  su  seno. 

El  beso,  al  poseerla,  se  transmuta 
En  mariposa,  que  a  la  flor  prendida, 
En  su  átomo  de  miel  goza  una  vida 
Inefable,  perfecta  y  absoluta. 

L/^\    LCCCIÓM 

Lindas  mariposas,  frivolas  doncellas. 
Que  el  librito  fútil  abriendo  y  cerrando, 
Huyen  del  chiquillo,  baladí  como  ellas. 

¡Adueñarse  de  una,   que  se  escapa   cuando 
Más  puro  el  contento  la  vida  dilatal 
Soplarse  los  dedos  untados  de  plata, 

Y  un  ojo  en  las  nubes,  quedarse  pensando. . . 


EL    \/!JELO 

Volar,  volar,  volar,  volar, 
Subir,  subir,  subir,  subir, 
Partir,  volver,  caer,  bajar, 
Flotar,  posar,  ir  y  venir. 
Besar  un  trébol  al  salir 

Y  una  anémona  al  regresar. 
Arder,  vivir,  ceder,  amar, 
Dándose  un  ósculo  al  pasar... 
Libar  al  lirio  su  elixir, 
Abanicarse  y  presumir, 

Y  mecida  al  lento  blandir 
Del  alambre  del  aire  andar. 
Ser  un  reflejo  de  zafir 

En  un  lampo  de  oro  solar, 
Fingir  el  nácar  por  brillar, 

Y  hecha  una  flámula  morir. 
Subir,  subir,  subir,  subir, 
Volar,  volar,  volar,  volar... 

L/X     NE[\Mo$U[\/\ 

Flota  el  cielo  en  una  profunda  armonía, 
Y  al  aire  que  suelta  su  lánguido  tul. 
Ancha  como  un  pámpano  en   la  luz  del   día. 
Con  claro  relámpago  o  llama  sombría, 
Vaga  la  gloriosa  mariposa  azul. 

Como  en  visión  de  trágico  delirio, 
La  mano  negra  de  la  mala  suerte 
Estampa  al  muro;  y  en  su  mancha  inerte. 
Se  delinea  el  tenebroso  lirio 
Del  amor,  más  profundo  aue  la  muerte. 

LEOrOLDO      LUGONíj 


—  t:^! 


X  — 


FIRMAS 
BRASILEÑAS 


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rALTQ  riADA. 

V 


\ 


—  ,jn.  mi  queriao  doctor  Práxe- 
des! Dichosos  los  ojos  que  le  ven. 
¿Usted  por  aquí  también? 

—  He  venido  a  consolar  a  nuestro 
digno  y  rJ-^'i'  "o-i^  ,.,  ,„  Antonio 
de  Alb  .  :ame.  A 
pe»-  "-  -.  »  ar  y  del 
pa-  '  -¡tonio  es  un 
fur  ;  j  y  ha  sufrido 
ta-  •;  creido  deber  rendirle 
est-               -.je. 

—  Hace  muy  bien.  El  señor  doctor 
Práxedes  sabe  lo  que  hace. 

estar  por  encima  de 
•o;  /  quiero  mucho  a  Anto- 

nio. ajr,:}Uí  no  frecuentase  su  casa. 
Compréndame.  Jamás  hubiera  podi- 
do decir  a  mi  esposa  el  género  de 
vida  de  mi  desgraciado  amigo. 

—  ¿Y  no  le  acompaña  al  entierro? 

—  Desgraciadamente  no  tengo 
coche. 


—  Si  es  por  eso,  le  ofrezco  un  sitio 
en  mi  automóvil.  Somos  tan  pocos, 
que  Antonio  se  lo  agradecerá.  Yo 
también  voy  por  eso.  Su  compañía 
de  usted  me  honrará. 

—  Muchas  gracias.  ¿Qué  hora  es? 

—  Las  tres.  Ya,  doctor  Práxedes, 
no  volverá  a  su  oficina  y,  concluido 
el  entierro,  le  podría  llevar  a  su  casa 
En  automóvil  ios  entierros  son  rá- 
pidos. 

—  ¡Ceremonia  bien   dolorosal 

—  Todos  concluiremos  así.  Venga, 
caro  doctor. 

—  Hombre,  acepto.  No;  con  per- 
miso de  usted,  me  sentaré  a  su  iz- 
quierda. 

—  De  ningún  modo. 

—  Señor  Argemiro  Leitao,  el  co- 
che fúnebre  se  pone  en  movimiento. 
Mi  resolución  es  inquebrantable. 

—  No  le  quiero  contrariar. 


El  automóvil  partió.  Un  sórdido 
grupo  de  vecinos  curiosos  contem- 
plaba la  lúgubre  partida  de  aquel 
entierro  de  tercera  clase.  El  sol  de 
verano  ponia  en  las  fachadas  y  el 
pavimento  de  la  calle  un  fulgor  que 
cegaba.  Durante  algunos  instantes, 
dentro  del  automóvil,  que  saltaba, 
los  dos  caballeros  no  pronunciaron 
una  sola  palabra.  Al  llegar  al  asfalto 
el  vehículo,  el  respetable  doctor 
Práxedes  exclamó,  aliviado: 

—  ¡Qué  pavimentación! 

—  Es  que  estamos  en  el  centro  de 
!a  ciudad. . . 

—  También  los  alquileres  por  aquí 
deben  ser  muy  elevados. 

■ —  Lo  son. 

—  Yo  nunca  he  vivido  en  el  cen- 
tro. Quiero  aire  puro.  Mi  señora  sufre 
de  asma. 

—  ¡Ahí 

Se  produjo  un  silencio.  El  doctor 
Práxedes  permanecía  solemne  y  gra- 
ve. Argemiro  Leitao  miraba  a  la 
calle.  De  repente,  entre  impor- 
tante y  curioso,  con  la  sonrisa  de 
quien  disculpa  los  yerros  de  la  huma- 
nidad, el  primero  indagó: 

■ —  ¿El  señor  era  íntimo  de  la  casa? 

—  Desde  hace  mucho  tiempo, 

—  Entonces  conoció  a  la  pobre 
extraviada   que   vamos   a   enterrar. 

—  La  conocí. 

—  ¿Qué  tal  era?  ¿Murió  joven  to- 
davía? 

—  A  los  treinta  y  dos  años. 

—  Esas  infelices  siempre  mueren 
pronto.  Y  menos  mal  cuando  les  su- 
cede lo  que  a  ésta;  murió  sin  que  nada 
le  faltase. . . 

Argemiro  Leitao  volvióse  al  oír 
las  últimas  palabras. 

—  Doctor  Práxedes,  ¿conoce  la 
historia  de  esa  mujer? 

—  No.  Siempre  sentí  repugnancia 
de  inmiscuirme  en  la  intimidad  irre- 
gular de  mis  amigos. 

—  Yo  me  vi  forzado  a  ello.  ¡Y  lo  ca- 
maradas  que  fuimos  Antonio  y  yo! 

—  -  Es  notable  su  amistad. 

-  Que  durará  hasta  la  muerte  del 
pobre.  Le  puedo,  pues,  contar  una 
historia. 

—  ¿Con    referencia   a  la   difunta? 

—  Su  propia  historia.  Hace  doce 
años  Antonio,  con  treinta  y  cinco 
cumplidos,  era  de  una  resistencia  de 
acero.  En  la  oficina,  viendo  su  asi- 
duidad en  el  trabajo,  ninguno  se 
imaginaba  lo  desordenado  de  la  vida 
que  llevaba  de  noche.  No  tuvo  nunca 
ni  un  dolor  de  cabeza  siquiera.  En 
cierta  ocasión,  por  la  tarde,  me  fué 
a  buscar  participándome  la  gran  no- 
vedad: había  conquistado  a  una  mu- 
chacha, cosa  fina.  Rosa,  después  de 
cierto  tropiezo,  había  abandonado  la 
casa  de  sus  padres  y,  protegida  por 
un  hombre  de  edad,  vivía  aislada,  en 
el  mayor  recato,  con  veinte  años  y 
hermosa.  No  fué  empresa  fácil  su 
conquista.  El  asedio  se  prolongó  du- 
rante varios  meses.  Hasta  que  un 
día  Rosa,  ya  vencida,  se  mostró 
dispuesta  a  seguir  a  Antonio.  Para 
los  hombres  hay  siempre  una  pro- 
videncia. 

—  ¡Si  la  hay! 

—  Quiso  la  providencia  que  Anto- 
nio, exasperado  por  la  resistencia, 
loco  completamente,  llevase  a  Rosa 
consigo.  Una  noche  invitóme  a  comer 
en  su  casa.  Escribiente,  por  aquel 
tiempo,  su  sueldo  era  modesto.  Su 
casa  debía  ser  muy  pobre.  Lo  era. 
Rosa,  que  dejara  el  palacete  de  su 
protector,  vivía  ahora  en  aquel  lugar 
como  una  sirvianta.  La  primera  vez 
que  conversé  con  ella,  pude  admirar, 
además  de  su  belleza,  su  buen  sentido, 
su  bondad  y  sus  conocimientos  tan 
sólidos  como  discretos.  Dada  la  clase 
de  sociedad  que  frecuentaba  Antonio, 
no  era  digno  que  llevase  con  é!  a  Rosa. 
Rosase  quedaba  en  casa.  Pero  cuan- 
do no  se  tiene  dinero  y  se  depende 
del  gobierno,  hay  gestos  honestos 
inmoralísimos. 

—  Mi  querido  señor  Leitao.  exage- 
ra la  paradoja. 


—  Perdón.  Quiero  apenas  decir  que 
Antonio,  por  una  porción  de  moti- 
vos, no   pensaba  en   casarse. 

—  Tanto  más  cuanto  que  debía 
estar  sobre  aviso.  La  que  hace  un 
cesto  hace  ciento. 

—  Exactamente.  Rosa  permane- 
ció en  casa.  Divertíase  en  coser  para 
ella  y  para  Antonio.  Cuando  faltaba 
la  criada,  ocupábase  ella  del  servicio 
de  la  casa.  Era  el  matrimonio.  Si 
usted  permite  a  un  recalcitrante  ce- 
libatario  la  expresión:  era  el  atroz 
matrimonio  en  toda  su  aflictiva  vul- 
garidad. Antonio  gozaba  de  los  afec- 
tuosos cuidados  del  hogar  y  de  las 
diversiones  del  soltero  fuera  de  su 
casa.  Llegaba  tarde,  olvidábase  de 
Rosa,  y  cuando  advertía  la  injusticia 
de  su  conducta,  decía,  convencido: 
«No  le  falta  nada.»  A  quien  nada 
pide  ni  nada  reclama,  jamás  le  falta 
nada.  El  comentario  a  la  existencia 
que  llevaba  Rosa  no  podía  ser  otro. 
Hasta  ahora  mismo,  señor  doctor 
Práxedes,  decía  que  no  le  faltó  nada. 

—  Con  su  socialismo  femenino,  el 
señor  Leitao  envenena  las  bases  de 
la  sociedad. 

—  Rosa  no  era,  como  supone  usted, 
socialista.  Estaba  contenta  de  aquel 
estado  de  miseria  irregular,  de  apa- 
recer culpable  sin  culpa  y  sin  derecho 
a  quejarse.  Era  como  un  perpetuo 
susto.  Finalmente  un  hermoso  día. 
nuestro  Antonio  enfermóse.  Consultó 
a  varios  médicos  quejándose  de  dis- 
pepsia, de  neurastenia.  Los  médicos 
le  mandaron  a  Caxambu  y  alli  una 
ducha  escocesa  le  dejó  hemipléjico. 
Fuimos  a  recibirle  en  la  estación  y  le 
encontramos  en  el  mismo  estado  que 
se  hallaba  hoy,  mucho  peor:  el  brazo 
pendiente,  la  lengua  torpe,  arras- 
trando la  pierna  y  con  los  ojos  llenos 
de  terror  y  de  odio  impotente. 

—  Efectivamente,  desde  hace  diez 
años  Antonio  está  así.  . . 

—  Gracias  a  la  bondad  de  usted, 
consiguió  ser  oficial  primero,  sin 
trabajar. 

—  No  hable  de  eso.  ¡Nos  daba  tan- 
ta pena!.  . . 

—  Pero  usted  debe  acordarse  del 
año  de  licencia  que  le  concedió,  y, 
después,  de  las  peticiones  consecu- 
tivas acordadas,  que  le  permitieron 
no  asistir  a  su  empleo.  Durante  ese 
largo  período,  vi  el  más  angustioso 
drama  de  mi  existencia.  Los  médicos 
comprobaban  unaenfermedadhorren- 
da.  y,  como  de  costumbre,  daban 
fa!sas  esperanzas,  imponiendo  dis- 
pendiosos tratamientos:  electricidad, 
masajes,  drogas,  un  infierno.  Nues- 
tro amigo  vivía  en  constante  oscila- 
ción de  espíritu:  desesperanza  ex- 
trema o  certeza  de  mejoría.  Y  al 
acordarse  del  tiempo  en  que  era 
fuerte  y  sano,  tenía  crisis  de  lágrimas, 
se  arrojaba  al  suelo,  gritaba,  quería 
matarse.  Los  pocos  amigos  que  le 
quedaban  desaparecieron.  Una  vez 
le  encontré  debajo  de  la  cama,  resis- 
tiéndose a  los  ruegos  de  Rosa.  Era 
la  amenaza  de  la  locura.  Teníamos 
que  dominar  el  nuevo  mal,  recurrien- 
do a  un  especialista.  Y  durante  un 
año,  ante  un  desventurado  a  quien 
la  desgracia  hiciera  áspero  y  duro, 
yo  vi  a  Rosa  sin  dormir,  lívida,  mul- 
tiplicándose, dejándole  sólo  para  ir 
a  casa  de  los  doctores  o  a  la  farmacia. 
Como  el  doctor  Práxedes  sabe,  yo 
no  dispongo  de  recursos,  y  mis  rela- 
ciones, aunque  los  tuviesen,  no  me 
los  facilitarían.  Hice  lo  que  podía 
hacer.  El  parco  moblaje  fué  desapa- 
reciendo, y  vi  a  Rosa,  con  el  vestido 
roto,  lavando  la  única  camisa  para 
ponérsela  por  la  mañana.  No  profirió 
ni  una  queja.  Lloraba  silenciosamente 
por  él.  Y  únicamente  a  costa  de 
paciencia,  de  cuidados,  consiguió  re- 
confortar el  alma  destrozada  de  nues- 
tro Antonio,  que  sólo  a  ella  tenia  en 
el  mundo.  Muchas  veces  meditaba  yo 
en  la  exquisita  alma  de  la  criatura 
que  se  resignaba  a  aquel  esfuerzo  del 
que  no  podía  sacar  ningún  resultado, 
ni    moral,    ni    práctico,    ni    sensual. 


•I^L^^'^=>     V'L^l   i^--X- 


Antonio  estaba  condenado  a  vivir 
esperando  la  muerte,  como  vive.  Ape- 
nas. A  los  veintidós  años,  mantenién- 
dose Rosa  en  aquella  actitud,  era  una 
viuda  paupérrima  y  honesta,  traba- 
jando para  un  hijo  grande.  ¿No  le 
vendría  a  la  memoria  el  recuerdo  de 
sii  acaudalado  protector?  ¿No  senti- 
ría correr  por  las  arterias  la  sangre 
juvenil?  ¿No  amaría,  no  se  arrepen- 
tiría, no  protestaría?  La  dije  en  cierta 
ocasión:  «¡Esto  va  a  durar  toda  la 
vida!»  «¡Desgraciado!»,  murmuró  ella, 
pensando  en  Antonio.  Y  quedé  tan 
mohíno,  no  por  él  sino  por  ella,  moza 
y  sana,  que  nunca  más  la  hablé  de 
tal  cosa.  Era  un  respeto  como  el 
que  se  tiene  por  las  hermanas  de 
la  caridad...  Cuando  Antonio 
mejoróse  de  los  nervios  y  vol- 
vió a  una  aparente  resigna- 
ción, su  egoísmo  tornóse 
furioso.  El  quería.  Que- 
ría sin  ver,  sin  pensar. 
Y,  exigente  con  la 
pobre  criatura  a 
quien  no  diera  su 
nombre,  llegó  a  ne- 
garle el  derecho 
de  sentir  lo  que 
todas  las  muje- 
res sienten.  Su 
deseo  era  pa- 
sear, andar. 
Ella  no  debía  ir 
con  él.  Pagaban 
a  un  hombre 
de  confianza 
para  que  le 
acompañase. 
Preocupábase 
de  vestir  bien. 
Se  contemplaba 
a!  espejo.  E  iba 
en  busca  de  tra- 
tamientosnuevos. 
consultaba  a  los 
curanderos,  seguía 
frecuentando  los  la- 
boratorios eléctricos. 
Rosa  abrió  un  taller  de 
costura  y  preparaba  la 
comida  para  llevarla  a 
otras  casas.  Lavaba,  plan- 
chaba, cosía.  Jamás  la  vi  en 
la  calle.  No  debía  tener  ves- 
tidos sino  los  de  casa,  dos  blu- 
sas y  una  pollera.  Y  trabajaba, 
trabajaba.  Su  voz  tornóse  seca.  ¡Lu- 
chaba contra  la  suerte!  Y  después,  el 
esfuerzo  terminó  por  ser  mecánico,  ya 
sin  sombra  de  cariño  ante  el  despre- 
cio exigente  de  nuestro  infeliz  enfer- 
mo. Al  despedirme,  por  cortesía  le 
preguntaba:  «Doña  Rosa,  ¿necesita 
algo?»  Ella  respondía:  «Se  lo  agradez- 
co. No  necesito  nada.»  Y  cuando  él 
permanecía  en  casa,  sé  bien  el  tra- 
bajo que  daba.  Había  que  bañarle, 
vestirle,  leerle  los  diarios,  jugar  a  las 
cartas  con  él, 

Antonio  debía  sufrir  el  mal  de 
no  comprender  el  afecto.  Era  cruel, 
sin  querer,  sin  maldad.  Ejercía  el 
despotismo  tremendo  del  paralítico. 
Recuerdo  que  hace  cuatro  años, 
Antonio  habíase  puesto  un  traje  de 
franela  blanca.  Quería  ir  en  auto- 
móvil a  las  regatas,  Rosa  me  dijo  en 
la  escalera:  «Señor  Leitao,  haga  un 
sacrificio.  Lleve  a  Antonio  en  auto- 
móvil. Yo  no  tengo  plata.  Es  domin- 
go. Si  no  va,  se  producirá  la  crisis  y  se 
pondrá  peor.  Y  no  podrá  ir  al  empleo.» 
Entonces  grité:  «Antonio.  ¿Dónde 
está  Antonio?  Vengo  a  buscarle  para 
ir  a  las  regatas.»  Antonio  estaba  en 
medio  de  su  habitación,  sonriendo, 
medio  embobado:  --  «¿Vamos  a  pie?» 
—  «Vamos  en  automóvil.»  Prorrum- 
pió en  una  carcajada.  Y  volviéndose 
bruscarrvínte  serio  haciaella:  —  «¿Has 
visto?  Aun  tengo  am.igos.  Y  tengo 
suerte.  Cuando  quiero  una  cosa  la 
consigo.»  —  «Pero  doña  Rosa  vendrá 
con  nosotros.»  -  «¡Cómo!  Ella  no 
tiene  vestidos.»  -  «Gracias  a  Dios, 
señor  Leitao.  nada  me  falta.  Lo  de- 
aremos  para  otra  vez...» 

—  ¡Qué  triste  historia! 

—  Infelizmente,  doctor  Práxedes, 


el  mundo  está  lleno  de  historias  por 
el  estilo  que  no  aparecen  en  los  dia- 
rios. Debo  decir  que  me  empeñé  para 
pagar  las  cuatro  horas  de  locomo- 
ción. Antonio  estaba  radiante.  En 
casa,  después  de  comer,  narrando  lo 
que  había  visto,  recordando  a  las 
personas  conocidas  que  asistieron  a 
la  fiesta  marítima,  y  hablando  mal 
de  todos,  acabó  por  exigir 
una  brisca.  Necesi- 
taba jugar  a 
la  brisca 
de 


hierro.  También  es  cierto  que  no  le 
falta  nada. . .» 

Soy  pobre,  doctor  Práxedes,  y  re- 
signado. Mi  entendimiento  llega  aper- 
cibir más  allá  de  mi  propio  yo.  Quedé 
asombrado  ante  aquellos  dos  seres: 
el  egoísmo  inconsciente  de  mi  amigo 
tullido,  la  incapacidad  dolorosa  de 
la  mujer.  El  sincero,  doliente,  inútil, 
sin  fuerzas  para  defenderse, 
dependiendo  su 
vida  de  que 
aquella 
oscu- 


tres. 

Y  allí,  bajo 
la  lámpara,  miré 
a  Rosa.  ¿No  le  ha  suce- 
dido mirar  a  una  criatura 
a   quien   se   ve  todos   los    días?    La 
miré    como    si    no  la   hubiese  visto 
desde  la  época  en  que  vivía  con   su 
rico    protector.    La   fatalidad   no   le 
daba  tiempo  ni  para  que  la  contem- 
plásemos. Estaba  flaca,  tiznada,  con 
las  manos  agrietadas,  con  el  cabello 
blanqueando  ya.  Y  encorvada,  «¡Ca- 
ramba! Doña 
Rosa,  está  us- 
ted un  poco 
abatida.  Creo 
que  le   hace 
falta   descan- 
sar. Podrían  ir 
a  pasar  unos 
días   afuera. 
Les  con  ven- 
dría a  los  dos.» 
Antonio  esta- 
ba   ganando. 
Rió.   «¡Bah! 
Yo,    todavía, 
podría  ir;  pe- 
ro  no    puedo 
dejarla.    Es 
mi   contrape- 
so.   Y   he   de 
someterme. 
Además,    pa- 
rece que  no 
ves  bien.  Ro- 
sa está  bue- 
na, goza  de 
una  salud  de 


ILUSTRACIONES       DE       VALDIVIA. 


ra  fi- 
gura no  le 
abandonase,  Y 
por  eso  mismo  des- 
esperado,.. ¿Por  qué 
era  así  la  vida?  ¿Por  qué?  ¿Sentiría 
ella  alguna  cosa?  ¿Estaría  conven- 
cida de  que  no  le  faltaba  nada? 

Dejé  la  casa  de  Antonio  sintiendo 
escalofríos.  Y  para  volver  a  ella  tuve 
que  revestir  el  alma  de  esa  fuerza  de 
incomprensión  que  mantiene  a  los 
desventurados  en  la  desventura  sin 
pensaren  ella. 
Así  vi  a  Rosa 
desfallecer, 
cada  vez  tra- 
bajando más, 
y  vi  a  nues- 
tro pobre  An- 
tonio, sacrifi- 
cándola, pero 
sin  querer, 
ex  i  g  i  en  do 
puerilmente 
cariños  de  es- 
clava.  En 
cuanto  a  su 
dolencia,  a  la 
dolencia  que 
concentrara 
en  quince 
años  de  vida 
disipada,  se 
manifestaba 
en  otras  par- 
tes de  su  or- 
ganismo, ata- 
cándole los 
ríñones,  el  co- 


razón, el  hígado.  Por  último  con- 
vencí a  Rosa  de  que  debía  consultar 
a  un  médico.  «Ella  contestóme:  «No: 
es  imposible  cuidarme.  ¿Quién  cui- 
daría a  Antonio?»  Pero  el  médico 
fué  y  examinó  a  ambos.  Un  médico 
nuevo,  un  amigo,  que  no  me  cobró 
nada.  Al  salir  me  dijo:  «Ella  no  tiene 
tres  meses  de  vida,  si  no  puede  ir  a 
Suiza.  El.  acaso  muera  antes  que 
ella.  y.  acaso  también,  puede  vivir 
y  morir  más  tarde  de  un  ataque  de 
uremia...»  «¿Pero  ella,  qué  tiene?» 
«Cansancio  del  organismo  entero,  co- 
mo una  especie  de  tuberculosis  muy 
interesante:  la  granulada, , .  Imagine 
usted  el  pulmón  sin  cavernas,  pero 
revestido.  .  .» 

-  El  doctor  Leitao  cuenta  las 
cosas    con    unos     pormeno- 
res... 

—  En  efecto.  Estaba  ella, 
preparando  con  inmen- 
sa  dificultad    el   baño 
de   Antonio,    cuando 
sintió  la  sangre  en  la 
boca  y  cayó  al  sue- 
lo.   Corrí    hacía 
ella.  Otro  vómito 
de  sangre.   Otro. 
Corrí  a  la  farma- 
cia.   En   cuanto 
a   Antonio   gri- 
taba:  «¡Qué  es 
eso!    ¡Qué    es 
eso!     ¡No   me 
pongas  ner- 
vioso!» 

Al  volver  con 
el  médico,   en- 
contramos   a 
Antonio  con  un 
ataque,  sin  que 
ella  pudiese  cui- 
darle.   Estaba 
muerta. 
Pero,    llegamos, 
señor    doctor   Prá- 
xedes:  Antonio  ha 
venido  al  sepelio  con 
dos  compañeros    de 
oficina.  Vamos  a  verle. 
Triste  entierro.    Siempre 
son  tristes  los  entierros  de 
los  humildes.  Ninguno  llora. 
Y  las  lágrimas  son   la  alegría 
de  la  tumba. 

—  Debemos  convencer  al  po- 
bre Antonio  de  que  no  debe  ir  hasta 
la  sepultura.  ¿No  le  parece?  Después 
de  lo  que  el  señor  Leitao  ha  con- 
tado. , . 

—  Es  una  idea. 

Los  dos  hombres  saltaron  del  auto- 
móvil. En  la  puerta  del  cementerio, 
los  cinco  vehículos  del  acompaña- 
miento fúnebre  no  conseguían  ani- 
mar la  desolación  luminosa  de  la 
plaza.  Los  camaradas  de  Antonio  de 
Albuquerque,  empleados  públicos, 
vieron  saludar  al  doctor  Práxedes 
cuando  bajaban  el  ataúd  del  coche. 
En  el  suyo,  Antonio  lloraba,  sin  fuer- 
zas para  descender.  Viendo  la  impo- 
nente figura  del  doctor  Práxedes, 
intentó  levantarse. 

—  ¡Oh.  señor!  ¡Mi  buen  amigo! 
Nunca  pensé  en  ello.  Vea  qué  des- 
graciado soy.  Hasta  ella,  hasta  ella 
me  dejó  después  de  doce  años  de  sa- 
crificios, de  sufrimientos.  Me  he  que- 
dado solo.  No  constituí  una  familia, 
no  tengo  ninguna.  En  fin,  ¡desgra- 
ciada! Por  lo  menos  tengo  un  consue- 
lo. Hasta  el  último  momento  hicimos 
todo  lo  posible.  ¡Nunca  le  faltó  nada! 


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OLEO 

/CICLADA 
CAtlA^AIA 


*J^— 


"AY  en  nuestra  lengua  pocas  canciones  infan- 
tiles como  hay  pocas  canciones  de  amor.  Se 
diría  que  el  pueblo  que  ha  dado  nacimiento  al 
idioma,  no  tuvo  tiempo,  en  los  azares  trágicos 
de  su  formación  y  en  las  peripecias  fabulosas 
de  su  gran  edad,  para  preocuparse  de  las  dos 
cosas  suaves:  el  niño  y  la  mujer.  En  toda  la 
»  selva  de  romances,  tan  espesa  y  tan  rica,  no 
se  ve  la  imagen  del  niño,  y  cuando  aparece 
la  mujer  es  siempre  como  una  viñeta  apenas  esbozada  junto 
a  la  figura  del  guerrero,  del  héroe  trashumante,  del  señor 
del  lugar,  que  no  deja  la  lanza  de  su  mano  y  al  hablarla 
es  tan  ruda  y  tan  bronca  su  voz  como  si  saliera  a  través 
del  férreo  ventalle  que  le  cubre  el  rostro. 

Protagonista  perpetuo  de  guerras  civiles  y  de  guerras 
religiosas,  su  vida  entera  se  va  en  el  afán  bélico  y  en  su 
mismo  reposo,  al  pernoctar  en  el  castillo  que  le  queda  de 
paso  o  al  terminar  los  días  de  la  vejez  en  el  retiro  del 
señorío  apartado,  su  ocio  se  entretiene  con  el  recuerdo  de 
las  hazañas  realizadas  o  con  la  evocación  de  hechos  ilustres 
cuya  historia  le  dio  ánimo  para  la  pelea  sin  fin. 

Entonces,  oye  el  relato  de    los    juglares    que   riman    su 

acción  de  sangre  y  de  bravura,    en  la    cual    está   ausente 

la    mujer,    o    bien    se    la    vislumbra    vagamente    asomada 

n  la    leyenda  heroica   como   detrás   de   una   reja    que   la 

^ulta. 

El  español  ha  pasado  su  existencia  de  combate  en  cóm- 
ate y  su  ternura  se  concentraba  en  sueños  demasiado  ás- 
-^eros  para  poder  fijarse  en  los  sentimientos  elementales  y 
hondos  de  que  vive    el  idilio. 

La  madre  que  advertimos  en  los  romances  es  a  su  vez 
mujer  de  empresas  de  guerra: 

Dios  te  encreciente,  mi  niño;  Dios  te  deje  encreceníar. 
que  la  muerte  de  tu  padre  tú  ¡a  vayas  a  vengar. 

Los  cantos  en  que  el  idioma  se  ablanda  al  ponerse  en 
contacto  con  la  mujer  y  se  despoja  de  la  fuerza  combativa, 
tienen  su  origen  en  las  fábulas  y  burlas  de  amor,  llevados  de 


Francia  a  tierras  de    Castilla    por  medio  de  los  troveros 
gallegos: 

De  Francia  partió  la  niña, 
de  Francia  la  bien  guarnida. 

La  poesía  española,  casi  totalmente  descriptiva,  empieza 
a  tener  emoción  lírica  con  los  poetas  académicos,  ai  volverse 
el  romance  un  género  de  imitación,  bajo  la  influencia  de  la 
cultura  italiana.  Pero  los  literatos  que  pertenecían  a  los 
cenáculos  eruditos,  nunca  lograron  verdadera  boga  popular. 
De  ahí  también  la  segura  riqueza  del  cancionero  amoroso  e 
infantil,  siendo  este  último  de  una  pobreza  tal  que  sus  mo- 
delos principales  se  reducen  en  realidad  a  traducciones  del 
francés,  como  el  del  Puente  del  Avellón,  o  este  otro,  que  tam- 
bién cantan  los  niños  de  Buenos  Aires: 

Un  rey  vino  de  Francia 
en  busca  de  una  mujer. 
Se  encontró  con  una  niña 
que  le  supo  responder. 

O  bien  este  otro,  que  es  el  refrán  de  un  juego: 


Me   voy   a  quejar 
al  gran  rey  de  Borgoi 


ma. 


La  falta  de  canciones  infantiles  ha  dado  origen  a  una 
fantástica  floración  de  coros  absurdos  que  se  recogen  en 
nuestras  escuelas  y  se  corean  con  caliginoso  entusiasmo.  Eso 
se  debe  generalmente  al  conocido  mal  gusto  pedagógico,  que 
es  capaz  de  hacer  un  elogio  del  deber  con  las  estrofas  de  un 
aire  cuyano. 

Y  esto  no  es  una  exageración.  La  escuela  es  sensible  a 
las  variaciones  de  la  actualidad,  y  en  todas  ellas  se  cantan 
las  canciones  que  popularizaron  los  guitarreros  de  cabaret, 
pero  con  las  modificaciones  indispensables  para  satisfacer 
la  exigencia  moral  de  los  pedagogos.  He  aquí  un  ejemplar 
definitivo: 


Yo  canto  el  cantar  eterno, 
el  canto  de  mi  ilusión, 
^ay  sí,  ay  no! 
Trabaja  y  cumple  tu  obligación. 

Este  pequeño  cambio  sólo  atestigua  el  cuidadoso  pudor 
que  anima  al  maestro  de  escuela.  En  cambio,  ese  pudor  se 
manifiesta  menos  riguroso  en  los  coros  de  los  recreos.  Al 
pasar  per  una  escuela  no  es  difícil  oír  la  última  tonadilla  que 
silba  el  frecuentador  de  bajo  teatro.  En  una  escuela  céntrica 
he  oído  cantar  a  un  grupo  de  chicos: 

Mi  juventud  ya  declina, 
dadme  a  probar  cocaína . . . 

Este  fenómeno  es  frecuente.  Nada  define  tanto  la  capa- 
cidad de  ternura  de  un  pueblo,  la  delicadeza  de  su  espíritu 
como  las  canciones  infantiles.  Como  España,  carecemos  de 
esas  canciones,  con  la  diferencia  de  que  también  carecemos 
de  los  romances  heroicos.  Es  que  entre  nosotros  nadie  se 
ocupa  de  los  niños,  así  como  nadie  los  educa,  y  es  en  la  escuela 
donde  aprenden  a  deformar  el  idioma  más  admirable  del 
mundo,  adulterándolo  con  palabras  del  arroyo  y  con  térmi- 
nos corrientes  de  la  mala  vida,  que  se  han  vuelto  una  especie 
de  lengua  s'jbsidiaria  de  la  mayoría.  Muchos  maestros  recha- 
zan los  cantos  sí:ncillos  e  ingenuos  dedicados  a  la  muñeca 
y  al  caballo  de  madera,  les  refranes  que  comentan  los  juegos 
de  la  plaza,  por  creerlos  poco  adecuados  al  patio  escolar. 
Quieren  cantos  que  exalten  el  beneficio  del  trabajo  y  honren 
la  virtud. 

Por  eso  transforman  las  tonadas  cuyanas  agregándoles 
versos  tan  recomendables  desde  el  punto  de  vista  de  la 
moral  como  grotescos  desde  los  demás  puntos  de  vista. 
Y  cuando  se  descuidan,  los  chicos  entonan  la  copla  espan- 
tosa del  cabaret  que  han  oído  al  carrero  de  la  esquina  o  ai 
hermano  habituado  a  romper  espejos  en  el  café.  Todo  eso 
bajo  el  mismo  techo  en  que  la  pedagogía  severa  del  dómine 
no  deja  abrigo  a  la  canción  en  que  el  alma  provinciana  lamen- 
ta un  amor  sin  fortuna. 


m 


\4 


WIVJO  CL 
LOURJPO . 


— pí i_^v .»   V'  i_^  "fc2  .-X — 


xsA  arica. 
CD  ediripo 


v^  ^'^^«"^«b 


>y^- 


El  anónimo  e  inspirado 
autor  de  aquel  proverbio 
que  la  admiración  univer- 
sal aprueba  unánimemen- 
te, no  sospechaba  las  deli- 
cias de  un  vuelo  en  dirigi- 
ble sobre  la  bella  Ñapóles. 
Vedi  Napoli  e  poi  moriré. 
Quien  no  la  ha  visto  así,  a 
quinientos  metros  de  altu- 
ra, a  bordo  del  M.  I  de  la 
flota  aérea  italiana,  no  sa- 
be bien  cuan  hermosa  es  la 
incomparable  ciudad. 

La  bulliciosa  urbe  desfi- 
la ligera  bajo  la  barquilla 
de  la  aeronave  que  parece 
inmóvil,  como  sobrecogida 
por  la  emoción.  Desfila  ca- 
llada; solamente  grita  a  los 
ojos  con  una  aturdidora  al- 
garabía de  calor.  A  la  dere- 
cha, el  mar  violáceo,  las 
playas  adornadas  con  fle- 
cos de  encajes,  y  más  allá 
el  Vesubio  con  su  leve  res- 
plandor sobre  su  mole  bitu- 
minosa. Bajo  los  pies  del 
asombrado  viajero  la  poli- 
croma visión  de  la  ciudad, 
blanca  a  trozos,  roja,  ceni- 
cienta, verdeante  de  jar- 
dines. 


.>á 


Y  gritando  como  un  ni- 
ño, el  viajero  repite  los 
nombres  que  toda  la  tierra 
sabe:  Via  Roma,  Palacio 
Real,  San  Telmo.  Piedi- 
grotta,  Pizzofalcone,  San 
Carlos,  Posilipo. . . 

Es  Ñapóles,  la  Sirena,  y 
la  ve  antes  de  morir  y  un 
poco  atemorizado  por  el 
peligro  de  muerte.  Es  Ña- 
póles, cuyos  techos  acá  y 
allá  lanzan  resplandores  de 
espejo.  Nunca  la  ha  visto 
así,  ni  desde  las  mayores 
alturas,  el  flamante  aero- 
nauta; nunca  le  cautivó 
tanto. 

Ese  viaje  de  ensueño  so- 
bre una  ciudad  del  ensueño 
asemeja  a  una  visión  del 
otro  mundo.  Así  la  hubiera 
visto  Dante,  si  desde  el 
Paraíso  hubiese  vuelto  la 
mirada  hacia  su  querida 
Italia.  Y  solamente  él  hu- 
biera sido  capaz  de  descri- 
bir, en  tercetos  sonoros,  el 
silencioso  y  esplendente 
cuadro. 


MBOLI. 


Roma,  noviembre  1919. 


'f//r^ 


\^ 


SIN  CANTARES,  SIN  PREGONES, 
SIN  GRITOS, —  ¡OH,  RARO  MILAGRO 
DE  LA  altura!  —  ADMIRA  EL 
VIAJERO  A    LA  HERMOSA  CIUDAD. 


EL  COLJSAL,  EL  TERRIBLE  VESU- 
BIO PARECE  DESDE  LO  ALTO  UN 
ENORME  y  HUMEANTE  MONTÓN 
DE    CENIZAS     y    DE     RESCOLDO. 


fer^ 


— i=>i_:v-rs 


tNAaMItNTO 

:jt-\mol 

EN        ' 
DütNRrAlRU" 


IL  rorrÓM,  hermosa  muestra 

DE    ESTILO   PLATERESCO. 


Vjí'iW 


►-\ 


^■:  *■ 


"\ 


-^> 


N  el  corazón  de  la  metrópoli,  donde  menos 
puede  esperarse,  hay  una  casa  distinta 
a  las  demás  que  forman  el  uniforme  ar- 
quitectónico de  la  moderna  Buenos  Aires. 
-^o,  que  nada  entiende  de  estilos,  pero  cuya 
ón   artística  es  más  fina   de   lo   que   se   cree, 


DCL/DRa 
ANTONIO 


VJO 


D'?; 


UNA    ARTÍSTICA    PERSPECTIVA  DE 
LA    CASONA. 


BanBeaa!B|| 


1 

k- 


i- 


SALA   PRINCirAL,    DONDE   SE    DESTACA    UNA    MONUMENTAL   CHIMENEA     DE    ARTÍSTICOS   HERRAJES. 


—j=>LS^^&  v^i_rrK2>í>w- 


detiene  sus  ojos  y  se  complace 
en  mirar  la  casa,  de  la  calle  Sui- 
pacha.  entre  Juncal  y  Arroyo. 
El  Renacimiento  español  re- 
sulta una  variedad  inconfundi- 
ble de  esta  escuela.  Por  muy 
tocado  de  italianismo  que  estu- 
viese, merced  ala  influencia  del 
gran  arte  toscano,  el  renacer  de 
la  arquitectura  clásica  castella- 
na mezcla  componentes  que 
otros  estilos  renacentistas  ha- 
bían desdeñado.  El  estilo  pla- 
teresco se  nutre  de  enseñanzas 
grecolatinas,  sobre  cuyo  fondo 
de  imitación  agrega  adornos 
donde  la  prolijidad  de  los  artí- 
fices católicos  y  de  los  arábigo- 
hispanos  resalta  característica. 
Fué  más  bien  una  reforma  que 
un  renacimiento.  La  devoción 
española  no  podía  abandonar  los 
cánones  del  arte  ojival,  ni  tam- 
poco hacer  a  un  lado  los  primo- 


UN    SOBERBIO  MUEBLE   DE   ES- 
PLÉNDIDA    TALLA     ESPAÑOLA. 

res  ornamentales  de  los  artis- 
tas mudejares,  ni  las  humildes 
tejas  de  las  casas  solariegas. 

El  arquitecto  argentino  Esta- 
nislao Pirovano.  alumno  diplo- 
mado de  la  Ecole  speciale 
d' Architecture  de  París,  gran 
admirador  de  la  arquitectura 
española,  es  el  autor  de  esta 
obra  que  le  honra. 

Para  levantar  la  casa  aprove- 
chó un  edificio  antiguo,  cuya 
distribución  fué  casi  totalmen- 
te respetada.  Un  devoto  respe- 
to animó  al  artista  en  toda  la 
ejecución  de  su  plan. 

Gracias  a  eso,  el  doctor  Anto- 
nio Sojo  posee  una  casa  llena  de 
carácter  que  se  distingue  entre 
todas,  y  hace  un  buen  papel  al 
lado  de  las  pocas  cuyos  dueños 
se  preocuparon  del  arte. 


—  ir>T -^'5=.    X -i_nrT:2--N.— 


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humano».  T.t  posi-      ,  ' 


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■lainila  de  barro  de  fos  ne- 
<M    del    «udocste    africano.     '^ 
'adorada  corno  fetic'tie  de  I  Gran       ' 
Amor  o  la  Gran  Somlira.    '  .  A 


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W^wJ^nc»\%  de  rnattera  de  la  c^PI^^ 
^^'      «a  de    Aq^Ia    (4írte¿)^^> 


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El  primer  hombre  que,  descontento  de  la  forma 
insípida  del  cacharro  en  que  bebia.  quiso  embe- 
llecerlo, creó  una  obra  de  arte.  Con  seguridad 
aquel  nuevo  cacharro  no  tenía  nada  de  lo  que 
miles  o  millones  de  años  después  conceptuamos 
artislico;  el  salvaje  remedaba  lo  que  veía:  hombre 
animal,  planta.  Remedo  inmensamente  tosco,  pe- 
ro que  encerraba  una  virtud  extraordinaria  como 
obra  de  arte:  respondía  dicha  obra,  exactamente. 
a  la  concepción  que  de  lo  bello  nacía  en  el  espeso 
cráneo  primitivo.  Daba  el  salvaje,  en  ese  esfuerzo 
de  alma  rudimentaria,  cuánto  había  en  él.  No 
tenía  la  menor  idea  de  que  lo  que  él  estaba  hacien- 
do pudiera  no  ser  bello,  pues  no  conocía  otro 
modo  de  embellecer.  Era  su  cacharro,  pues,  una 
obra  sincera. 

Y  si  esta  cualidad  es  el  corazón  hecho  arte  de 
las  grandes  obras  civilizadas,  de  ella  también 
proviene  el  encanto  de  esos  vasos,  estatuitas, 
dibujos  y  tejidos  primitivos. 

Muchísimo  más  tarde,  casi  en  nuestros  días, 
un  poeta  de  vuelo  ha  condensado  en  un  verso 
la  esencia  y  el  porqué  de  la  real  obra  de  arte: 

Mon  verte  est  petit,  mais  je  bois  dans  mon  vene. 

El  vaso  propio  —  modo  personal  de  sentir,  ver 
y  reaccionar  —  es  el  único  en  este  mundo  capaz 
de  guardar  y  verter  esa  infantil  y  fecunda  savia 
que  en  la  vida   y  el  arte  se  llaman  Sinceridad. 

Alguna  vez  hemos  visto  resaltar  esta  evidencia 
ante  la  infructuosa  preocupación  actual  de  resu- 
citar el  arte  primitivo:  decorados,  alfarería  y  te- 
jidos de  una  época  o  de  unos  seres  profundamente 
incultos.  La  empresa  es  dolorosa.  por  esta  simple 
razón:  lo  que  constituye  el  encanto  del  cacharro 
salvaje  —  ingenuidad  del  alma  obscura  que  lo 
creó — es  precisamente  lo  que  falta  en  el  artista 
ultra-civilizado  que  la  remeda.  El  salvaje  obró 
en  un  solo  sentido,  pues  ignoraba  otro;  el  artista 
de  hoy  elige  ese  sentido,  entre  los  mil  caminos 
que  conoce.  Lo  que  en  el  uno  es  espontaneidad 
adorable,  responde  en  el  otro  a  dubitación,  tan- 
teo, amargura,  desencanto  de  las  rutas  explora- 
das. Llega  al  amor  de  la  figurita  ingenua,  por 
fatiga  de  la  figurita  super  refinada.  Y  si  esta 
desorientación  de  artista  supone  ductilidad  de 
alma  para  sentir  un  decorado  cuaternario,  no 
lo  faculta  de  igual  modo  para  crearlo.  Porque 
esta  creación  es  en  él  un  camino  elegido,  cuando  en 
el  artista  primitivo  era  el   único. 

No  es  imposible  que  en  un  ceramista  de  nues- 
tros días  anime  una  sensibilidad  salvaje:  inmen- 
sas frescura  y  espontaneidad  artísticas  para  ver 
y  sentir  por  primera  vez;  pero  el  fenómeno  es 
demasiado  raro  para  hallarlo  en  la  primera  expo- 
sición, y  para  no  desconfiar  de  la  mayoría  de  los 
decoradores  seudo  toscos,  cuya  primitividad  de 
alma  es  una  simple  manifestación  de  decadencia. 

El  principiante  —  podrá  decirse,  —  el  artista 
inculto,  se  hallan,  pues,  en  tales  condiciones  de 
sensibilidad  impoluta.  No  es  así;  en  las  razas  des- 
de largo  tiempo  civilizadas,  la  herencia,  por  in- 
sensible que  aparezca,  nos  niega  esa  frescura 
primordial.  El  neófito  —  escritor,  pintor,  escul- 
tor —  paga  a  despecho  suyo  la  fatiga  artística 
de  un  "'próximo  o  remoto  antecesor. 

Si  en  sus  cacharros  de  uso  doméstico  el  salvaje 
imprimió  cuanto  en  él  había  de  visión  decorativa, 
cabe  preguntarse  qué  esfuerzo  de  ideal  anima  la 
mente  del  indígena,  al  tallar  en  un  trozo  de  ma- 
dera la  figura  sacra  de  sus  dioses,  sus  amuletos, 
sus  fetiches.  ¿Bellas,  las  presentes  estatuitas? 
Ciertamente  no.  Su  belleza  —  o  mejor  dicho  su 
encanto  —  proviene  de  algo  más  hondo  que  su 
realización;  de  aquello  que  hizo  llorar  a  Chateau- 
briand, cuando  un  joven  de  diez  y  ocho  años  le 
contaba  en  sencillas  palabras  el  amor  que  pro- 
fesaba a  su  madre,  a  sus  hermanas,  en  su  lejano 
Chambery.  Momentos  antes  el  joven  poeta  había 
leído  a  Chateaubriand  unos  versos,  en  que  cantaba 
precisamente  esos  amores.  Y  cuando  el  jovenzuelo, 
al  ver  las  lágrimas  del  gran  poeta,  exclamó  emo- 
cionado: * — ¡Maestro,  maestro!...  No  creía  que 
mis  versos. . .»,  Chateaubriand  le  respondió: 

« — No  es  por  sus  versos  que  vierto  estas  lágri- 
mas; los  versos  son  buenos,  nada  más.  Lloro  por 
lo  que  acaba  de  contarme  en  prosa,  y  que  usted 
no  supo  pasar  al  papel». 

El  jovenzuelo,  sin  embargo,  se  llamaba  Alfonso 
de  Lamartine. 


'fa  permitiéYidofes  su  religior» 
representar    directamente    a 
sus  dioses,  los  negrosdel  Con- 
go   los   personifican    en    feti-  . 
ches,    tal   como   el   present^¡¿^*S¡ 


A' 
te  los  negros  del  Con-" 

go  portugués,  de  madera,  en 
que  ya  scí  percibe  la  influen- 
cia europea. 


('aso  tallado  en  madera,        ^^^ 
v-^      toda  probabilidad  de  oficio  re^^^ 


I '«i  I 


|B«I 


i::i 


—  Señor:  su  amigo  Rabalsa  lo  quiere  hablar  ■ — 
anunció  la  chinita. 

¿Rabalsa?.  . .  ¿Rabalsa?. .  .        me  pregunté. 

¿Rabalsa?...    ¿Rabalsa?...  repitió    mi 

esposa. 

Y,  ¿Rabalsa?...   ¿Rabalsa?...  dijeron   mi 

suegra  y  mis  dos  cuñaditas.  Porque  nos  entrete- 
níamos siempre  en  adivinar  los  apellidos  de  los 
visitantes  a  quienes  la  sirvienta  confirmaba. 

¿A  que  es  Olazábal? 

No;  Bermúdez. 

Bueno:  vamos  a  recibir  a  Pérez        dije,  y  me 
encaminé  hacia  el  vestíbulo. 

En  el  vestíbulo,  desplomado  sobre  una  silla,  vi 
al  compañero  Alcázar. 

¡Hola.  Rabalsa!  -    grité  alegremente.  -  ¿Dón- 
de te   metiste  Crabiel  Rabalsa?  ¿Por  qué  te  pre- 
sentas de  riguroso  seudónimo?  Ven:  mi  gente  quiere 
conocer  al  simpático 
Rabalsa. 

No:  disculpa  —  mur- 
muró levantándose  lo  más 
tristemente  posible. 
Quería  hablar  contigo. 

Y  nos  sentamos  en  dos 
sillas  incómodas,  junto  al 
velador  del  vestíbulo. 
Aquellas  sillas  y  aquel 
velador  traíanme  el  re- 
cuerdo físico  del  bar  don- 
de Alcázar,  el  causer.  el 
Máquina  de  Coser,  según 
un  calembour  francohis- 
pano  del  que  estoy  orgu- 
lloso, nos  entretuvo  du- 
rante muchas  noches.  Pe- 
ro ni  el  vestíbulo  era  un 
bar  ni  el  Alcázar  de  enton- 
ces se  parecía  a  ese  melan- 
cólico Alcázar  de  ahora. 
La  chinita  acertó  por  fin: 
aquél  era  Rabalsa.  un  me- 
llizo más  aseado,  más  ves- 
tido de  negro,  inquietan- 
re.  Una  incomodidad 
espiritual  se  atravesaba 
entre  nosotros,  favoreci- 
da porlaincomodidad  de 
los  asientos. 

¿Qué  tienes,  vejete? 

Tengo  que  he  con- 
quistado la  voluntad 
respondióme  con  tristeza. 
¡La  voluntad!  Durante 
la  pausa  que  siguió  a  la 
frase  solemne  recordé  el 
discurso  cómicoserio  de 
Alcázar  pronunciado  una 
noche  en  el  bar  antes 
aludido. 

«  La  Voluntad  dijo 
es  una  diosa  que  tiene  cien 
diligentes  brazos  a  dispo- 
sición de  los  hombres 
enérgicos,  pero  es  para 
mi  tan  manca  como  la 
Venus  de  Milo.  En  este 
instante,  los  de  la  mesa 
de  enfrente  han  inquirido 
del  camarero  el  tema  de 
nuestra  discusión,  y  an- 
dan ya  dándole  vueltas  a 
lavoluntad.  Pronto,  toda 
la  sala  zumbará  en  torno 
de  la  voluntad.  Unapode- 
rosa  voluntad  nos  congre- 
ga: la  de  ese  hombre  que. 
resguardado  por  la  caja 
registradora,  saluda  a  los 
clientes  y  vigila  a  los  mo- 
zos. La  insinuante  volun- 
tad de  Victoriano  multi- 
plica los  medios  litros  sobre  esta  mesita  volun- 
tariosa. Voluntad  son  esos  diez  círculos  blan- 
cos que  la  pesada  espuma  de  la  cerveza  dejó  en  el 
chope  del  camarada  Ramírez,  como  mudos  tes- 
tigos de  un  carácter  metódico.  Voluntad  dice  la 
sabia  elección  que  de  las  mejores  aceitunas  hace 
el  colega  Maldonado.  Voluntad  hay  en  el  aviso 
que  el  artístico  píntamenos  Rodríguez  tiene  ahí  - 
porque  avisiis  avisum  vocal,  el  aviso  llama  al  aviso. 
Todo  es  voluntad,  todo  menos  yo.  He  leído  a 
Smiles.  Ribot.  Payot  y  los  libros  yogís:  ejecuté 
todas  las  zalemas  del  rito  gimnástico  sueco,  escribí 
réclami's,  estuve  a  punto  de  abrir  un  bar.  pero 
inútilmente,  infecundamente:  no  conseguí  los  diez 
circuios  de  espuma,  no  domino  la  elección  de  los 
manises.  En  una  palabra:  no  tengo  voluntad,  y 
esa  dolorosa  carencia  ha  de  conducirme  fatalmente 
a  morir  con  los  botines  puestos.  .  .  y  rotos.  Por- 
que, oídlo  bien,  queridos  compañeros  de  tareas. 


iA-coNayi9iA 

DUAVOLOfAD 

[IX/\kK5-D[l-9AL 


envidiados  voluntariosos:  La  Voluntad  es  una 
suerte  reservada  a  los  hombres  suertudos.  ■> 

Tal  era  la  teoría  que  Gabriel  Alcázar  desarrolló 
largamente  con  bastante  ingenio.  Era  un  fatalista 
jovial  que  soportaba  la  vida  estoicamente. 

Por  eso  me  sorprendió  su:  «he  conquistado  la 


voluntad»  dicho  en  tono  de  pésame  y  cara  de  velorio. 

Explícate,  vejete. 

Verás.  Yo  necesitaba  curarme  de  pereza  cró- 
nica y  de  falta  de  fe  en  mí  mismo.  No  quería  ha- 
llarme más  atormentado  por  las  premiosas  esperas 
de  mi  modestísima  inspiración,  ni  sujeto  al  rebusco 
de   palabras.    Mi    familia   necesitaba   un    hombre 


'SJk»' 


metódico  que  no  perdiese  las  horas  planeando 
asuntos,  un  hombre  trabajador,  productivo,  uno 
de  esos  padres-esposos-hermanos  que  viven  siem- 
pre en  el  hoy  fabricándose  un  buen  mañana. 

Nuestro  médico  es  un  viejecito  bondadoso. 
Desde  hace  años  impone  a  la  familia  la  sagrada 
voluntad  de  curar.  ¿Me  comprendes?  Para  nos- 
otros sus  recetas  son  órdenes  terminantes.  En  fin: 
ol  Lourdes  familiar. 

Una  vez,  hablando  precisamente  de  ese  dominio 
curativo,  nos  encomió  sus  facultades  hipnóticas. 
Y  en  tanto  que  refería  algunas  curaciones,  yo 
asocié  todo  aquello  a  mi  enfermedad  moral. 

Al  principio,  únicamente  vi  el  cuento:       ya  co- 
noces aquella  locura  argumentadora  que  yo  poseía 
pero   pensándolo   mejor,   quise  ser  el   protago- 
nista. 

El  médico  me  miró  con  sus  ojillos  verdes: 
"No  sería  malo  probar», 
dijo.  Probamos  durnnte 
siete  sesiones  el  poder  del 
hipnotismo  sobre  la  abu- 
lia que  me  consumía.  Du- 
rante siete  sesiones  morí 
y  renací  siete  veces,  la  úl- 
tima como  estoy  ahora. 
pero  alegre,  pues  creia  en 
los  milagros  de  la  volun- 
tad conquistada. 

Soy  otro,  ya  no  me  co- 
noces, no  soy  el  loco  de 
hace  dos  años.  Escribo 
sin  perder  el  tiempo,  fá- 
cilmente. Las  letras  flu- 
yen, hacen  líneas,  cuarti- 
llas, artículos  y  libros  sin 
que  yo  sufra  el  tormento 
angustioso.  Y  gano  mu- 
cho. 

Gano  demasiado,  por- 
que mi  nueva  prosa  no 
vale.  Fría,  blanca,  peor 
de  lo  que  hablo,  peor  de 
lo  que  pienso,  es  otro  mar- 
tirio. En  aquélla,  escrita 
a  empellones,  había  chis- 
pazos de  algo  ardiente.  Mi 
vanidad  dudaba  creyen- 
do; la  autocrítica  tenia 
dónde  morder.  Ahora  no. 
Quizás  guste  a  los  que 
pagan;  ya  nunca  gustaré 
a  los  que  envidian.  Soy 
incapaz  de  escribir  lo  ima- 
ginado en  mis  días  pere- 
zosos. Por  cariño  a  mi 
gente,  por  egoísmo,  no 
quisiera  recobrar  mi  en- 
ferma alma  desaparecida. 
Y  sufro,  vejete,  sufro  la 
pérdida  de  aquellas  tra- 
bas, de  aquella  premiosi- 
dad y  de  aquella  «dema- 
siado literatura.  • 

¡Alcázar  quejándose  de 
la  sobra  de  dinero!  ¡Alcá- 
zar bien  .vestido,  triste! 
Ya  ves:  yo  tenía  razón: 
la  voluntad  es  una  suer- 
te, ¡una  mala  suerte! 

Gabriel  —   le  dije 
jura  que  no  mientes. 

¡Por  mis  hijos  te  lo 
juro! 

Entonces,  quizás  te 
engañes  nuevamente  en 
tu  autocrítica. 

No  me  engaño,  y  lo 
sé  porque  envidio  a  otros 
de  quienes  antes  nos 
reíamos. 

Otra  manía  de  las 
tuyas,  vejete.  Tú  estás  condenado  a  escribir  bien, 
a   dudar,   a  martirizarte. 

-  No --  murmuró.  —  ¿Conoces  los  cuentos  de 
Amallo  Fournes?  Así  quisiera  yo  escribir. 

-    ¡Pero  si  ese  Fournes  escribe  como  un  idiota! 
¡Lo  has  visto!  -  -  gritó  levantándose  de  un 
salto.  ¡Ese  Fournes  soy  yo!   ¡Ese  es  el  seudónimo 
de  un  ganapán   avergonzado  de  sí   mismo!. 

Certera  y  ridicula  la  emboscada  de  mi  amigo. 
ridicula  y  certera.  Me  dejó  achatado. 

Le  vi  cómo  dé  repente  se  metió  en  el  comedor, 
y  luego  cómo  lloraba  sobre  la  mesa  todas  las  an- 
gustias de  la  vanidad  impotente.  La  voluntad 
conquistada  sólo  le  servía  para  llorar  con  carác- 
ter las  penas  de  su  espíritu. 
Quise  consolarle. 
Y  no  supe  consolarle. 

:lustraciones  de  peláhz. 


K_7Q)aáw. 


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_j=>LJV''i=    ^^'U~ri^y=^— 


ANTIGÜEDADES     ARQUITECTÓNICAS    DE    SALTA 


o;    PATIO    PRINCIPAL    CONVERTIDO     EN    FABRICA    DE    LICORES. 


INTERIOR    DE    LA   CASA    DEL    GENERAL  TRISTÁN. 


— I=>I_;^^^ 


>>=v— 


—  Ii>L>s/S    ■VLTT'I^  /^ — 


UNIVERSIDAD 
CORDOBESA 


A  ti.  lector  y  doctor,  que 
te  recibiste  en  la  cU^ca 
universidad,  va  dedicada 
esta  fotoerana.  ¿Te  acuer- 
das de  eTla> 

Tras  sus  dos  hojas  talla- 
das terminó  tu  vida  estu- 
diantil definitivamente, 
un  día  de  colación  de  gra- 
dos. Esa  puerta  constituyó 
durante  penosos  años  de 
estudio  la  mira  de  tus  des- 
velos. La  contemplaste  ce- 
rrada el  primer  día  de  in- 
gieao  a  las  aulas.  Entonces 
te  pareció  semejante  a  la 
puóta  del  Infierno  dan- 
tesco: Lasciatf  ogni  spfran- 
ta.  te  dijiste  mirando  la 
terrible  labor  que  te  aguar- 
daba. Luego  la  viste  abier- 
ta, franca,  y  entraste. 
[>entro.  en  presencia  de  los 
catedráticos  y  del  público 
hermoseado  por  las  madres 
y  las  novias,  otros  ex  estu- 
diantes recibían  sus  paten- 
tes, algunas  de  ellas  pare- 
cidas a  patentes  de  corso. 

Cada  vez  estabas  más 
próximo  al  deseado  final 
que  tras  aquella  puerta  te 
esperaba.  Quizás  conociste 
el  amargo  sabor  de  los  apla- 
zamientos que  te  detenían 
en  el  camino  emprendido. 

Por  fin,  una  tarde  inol- 
vidable, una  tarde  de  pri- 
mavera lluviosa  o  cálida. 


/ 


PUERTA    DE 
LA  COLACIÓN 


pero  siempre  hermosa, 
fuiste  uno  de  los  actores 
de  aquel  poema  que  se  lla- 
ma colación  de  grados. 
Al  salir,  ya  sin  mirar  a  esa 
puerta,  ibas  orgulloso.  La 
gente  se  complacía  en  lla- 
marte doctor,  y  tú  no  di- 
gamos nada.  Asi  te  despe- 
diste a  la  francesa  de  esas 
dos  hojas,  testigos  mudos 
de  tus  ansias  y  de  tu  gloria. 

Tu  vida  estudiantil,  lle- 
na de  aventuras  amorosas, 
de  diabluras  de  muchacho, 
de  anécdotas,  se  cerró  como 
un  portazo. 

Contémplala,  reaviva 
tus  recuerdos,  y  teje  co- 
mentarios que  tus  hijos 
han  de  oír  complacidos.  Es 
la  puerta  que  te  dio  libre 
entrada  al  mundo  de  los 
negocios  y  de  las  penas, 
del  triunfo  y  de  la  derrota. 

¡Cuántos  de  tus  condis- 
cípulos no  han  vuelto  a 
verla  ni  en  fotograbado: 
las  puertas  de  la  muerte  se 
abrieron  y  cerraron  para 
ellosl 

En  este  instante  de  tu 
contemplación,  tal  vez 
otros  admirarán  también 
la  olvidada  puerta  de  las 
colaciones,  especie  de  co- 
munión espiritual  que  os 
une  a  todos  a  pesar  de  la 
distancia  y  del  tiempo. 


II  '•  II 


II  •  I 


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■■•II 


>>^- 


.-:,!*f^ 


Vi: 


^ 


En  la  playa,  después  del  debilitante  baño  de  mar,  conviene  reponer  las 
fuerzas  perdidas  con  una  cucharada  de  ese  admirable  tónico  que  se  llama 


IPERBIOTINA     MALESCI 

Es  el  complemento  obligado  del  baño  en  estas  épocas  de  grandes  calores,  cuando  el  cuerpo  languidece,  los  nervios  decaen 
y  las  fuerzas  faltan.  La  fama  mundial  de  que  goza  este  maravilloso  producto  de  la  ciencia  moderna,  exime  de  prodamar  sus 
excelencias.  Los  débiles  de  todas  las  edades,  están  desde  hace  muchos  años  haciéndose  sanos  y  vigorosos  con  IPERBIOTINA. 

no  lo  olvide:  IPERBIOTINA,  para  reponer  las  fuerzas. 


Después  del  baño  de  mar, 
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Preparación   patentada   del    Establecimiento   Químico  Dr.  Malesci 

Firenze  (Italia) 

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M.  C.  de  MONACO 

871,    VIAMONTE,   871      —     BUENOS    AIRES 


_p>L7'w^.S    '«^^LT'rSyX— 


VELETA                              T* 

COLONIAL 

Restos  del  pasado  coló-                                                                  1 

una  serpiente  astuta  y  va- 

nial es  la  complicada  veleta                                                                 ly 

lerosa.  No  cabían  ambos  en 

que  se  conserva  en  la  docta                                                           ^.^11/ 

el  mundo.  Era  preciso  com- 

riiKlsd de  Córdoba.                                                                                 '    '\i¿^6^^              0 

batirse.   Así  lo  decidieron 

La  veleu  0  giralda  es                                      4»      ^^^¿:^>i     Wl  ^         jj  =>— 

tácitamente,  iniciando  sus 

una  brújula  que  toma  se-                               — ^^K"  ^   "~""nV'í\T^ 

pasos  de  esgrima. 

fialando  el  punto  cardinal                                                             /OÍ  T  Vx                                .A 

Ya  se  sabe  cómo  comba- 

de donde  viene  el  viento.                                                                  ^  1|                                     ilHL                   ^  f 
A  veces  indica  el  lado  de                                                                                                           ~á.   ^^^B"                   %. 

ten    estos    dos    prototipos 

del  valor  animal.  Son  te- 

donde parece  venir  la  rá-                                                                                                    -^Ki^^^^lt'                  j^ 

merarios,  pero  prudentes. 

faca,  porque        aire  sabe        Jb                                                                                       ^^T  "^^^Hl^         ÍHH 

Giran  en  torno  del  enemigo 

diocar  contra  las  paredes       ^fc^^                                               _J^^^^^^^mi         J^^^^^MÜ^  ^^I 

buscando    la    manera    de 

y  reflejarse  cayendo                  ^^^B                                 4M(4Ü^^^^^^^ILi^^^^^^^^B  ^^H 
Dor  baranda  sobre       tor-        ^^^B                                  ^^^^^^SI^^^^^^ri^^^^^^^^^M^^^M 

sorprenderle,  y  lo  hacen  así 

porque    se    tienen    mutuo 

m^p                                                                           ^^^^^^^^^^^H^^^H 

respeto  y  temor. 

En  el  campo  es  muy  ne-                                        ^^    -^^                                        ^^^^^^^^^^^^^^^^^ 

Los  vientos  se  reían  de 

cesaría:  en  la             resul-                                      ''^^ÉK                                       ^^^^^^^^^^^^^^^I 

ellos,  y  soplaban  figurán- 

un pretexto.  Asi.                               ^  ^^^^^^^^^                               S^^M^^^^^^^^^^^^H 
los  buenos                                              \J^^^^^^^K^.^á         m^  ^    Vi^^RBH^^^^^^^^^^^^H 

dose  que  aquel  girar  se  de- 

bía a  sus  bocanadas.    El 

convierten  casi  siempre             .^^^^^^^^^^^^^^K  ^   ->^L^^hB^  '^^^/ÍIP^^^^^^^^^^I 
un  adorno  que  remata  bas-        Í^^^^^^^^^^^^Í^^^^B  ,._^BÍ^^^MtfBC         .l^^^^^^^^H^^i 

norte   y  el   sur  apostaron 

por  el  gallo,  el  este  y  el 

tan  te           las                            ^^^^^^^^^^^^^^^^H^^^^^^^^^^^HÍSI^^^^^^^^    ^ 

oeste,  por  el  reptil. 

y  las                       lado              ^^^V^^I^^^^^^^^^^^^'V^^^^^'^'^^^^^^F*              f 

El  combate  seguía  y  se- 

los pararrayos.                           Ul^S^^^^^^^^^^f^  '         M?* "                           /^^^^^HtalHB 

guía,  round   a   round,  sin 

Como              de  adorno       ^S^^^^^^^^^^^^E           f'^Ht                           /ll^H^^^^^^^I 

que  ninguno  de  los  enemi- 

esia                                 un        ^^^^^^^^^^^^^^^^E^            V^V^                            ,  V^HI  ^^^^^^^B 

gos  ganase  la  partida. 

modelo.  Ella  rechinando  so-        ^^^^^^^^^^^^H^L           "^ 'wK^i                                        ^^^^^^| 

Al  fin  un  herrero  dijo  la 

bre  su         nos              una        ^^^^^^^^^^^^^^Kt~      Í/^^V)^                               '    '    ^^P^^^l 
íibula                          la  de        ^^^^m^H^^^^^Sfe_ ~  J^^UlV/                    Í  ^IMHHF^^^^^^ 

moraleja:  «Cuando  dos  se- 

res son  demasiado  valien- 

•Bl gallo,  la  serpiente  y  el                                -  .  "'^'^~^^?^^'-^^^BP%,^             .  1  ^^^^^^E< 

tes,  es  como  si  fueran  de- 

,-.^    jddí^^^^jABhr^^^OF''^              '  ^^^^^^Hr  fÜ^^M 

masiado   cobardes.    Hasta 

Un  eallo  vigilante  y  va- _-  "'^SSBB^^^^^^FT^^^^^B^                           ^^^^^^^K^ '  '^mm 

leroso  encontróse  un  día  a        ir    ^■'BBHI^''^=^=^Í^    '"^^^^^ 

en  el  valor  debe  haber  un 

buen  término  medio.» 

Tanto  placer  le  causa  tomar  el 

Laxativo   LEGRAIN 

que  se  lo  brinda  a  su  muñeca  convencida  que 
la  regala  una  golosina.  No  violente  a  sus 
hijos  para  purgarlos,  deles  el  LAXATIVO 
LEGRAIN  y  conseguirá  que  no  se  rehusen 
a  tomarlo  cada  vez  que  sea  necesario. 


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I  nerse,  si  se  sabe  comenzar  bien.  L<as  buenas  INCUBADO- 
'    RAS    V  CRIADEROS  son  el   verdadero  secreto  del  éxito. 

¡  Las  Incubadoras  del  Criadero  "EXCELSIOR" 

se  han  conocido  por  todo  Sud  América,  por  más  de 
30  años.  Es  la  única  casa  especialista  en  el  ramo  de 
Avicultura  moderna  que  tiene  criadero  propio  ins- 
talado con  todos  los  adelantos  modernos  en  los  su- 
burbios de  la  Capital,  con  un  costo  de  500.000  pesos. 
Los  precios  de  estas  incubadoras,  han  de  sorpren- 
der a  Vd.  Son  más  baratas  que  cualquier  otra. 
Hay  tres  sistemas;  a  kerosene,  de  agua  o  aire  ca- 
liente, y  a  corriente  eléctrica.  Pídalos  precios.  Hay 
de  35,  60,  100,  200  y  hasta  1000  huevos. 

Se  devuelve  el  dinero,  si  no  se  empollan 
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¡NO    ACEPTARE    JAMAS!... 

■ —  Crea  Vd.  por  mi  palabra  de  mujer  honrada,  que  jamás  aceptaré  el  amor  de  un  hombre  que 
se  halle  en  sus  condiciones  físicas.  No  amo  el  dinero  y  sobre  todas  las  cosas  deseo  no  ir  en  contra 
de  mis  sentimientos,  y  honradamente  he  de  confesarle  que  detesto  los  hombres  calvos!... 

*      *      * 

—  La  calvicie  destruye  los  encantos  de  un  rostro  juvenil. 

— ^  Un  anciano  con  abundante  cabellera,  rejuvenece  su  rostro. 

—  Ponga  Vd.  fin  a  su  ridicula  y  antiestética  calvicie,  usando  el  remedio  universalmente  recono- 
cido como  INSUPERABLE. 

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su  SÓLO  NOMBRE  ES  UN  SELLO  DE  GARANTÍA 


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Hace  desaparecer  la  caspa. 

Devuelve  a  las  canas  su  color  primitivo. 

Detiene  la  caída  del  cabello. 

CURA  LA  CALVICIE 


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Doctor   RAFAEL   BENGURIA   B. 

Avenida  de  Mayo,  1156  (primer  piso)  U.  T.,  5753,  Libertad 

SOLICITE    FOLLETO   EXPLICATIVO 


CERTI     PICADOS 

Del  Excmo.  Señor  doctor  don  Severo  Fernández  Alonso,  ex  presidente 
de  Bolivia  y  ex  ministro  de  su  país  en  las  Repúblicas  de  Chile  y  la  Ar- 
gentina: 

Señor  doctor  Rafael  Benguria  B.  —  Santiago.  —  Moneda,  Syj. 
Mi  estimado  doctor  Benguria: 

Me  demanda  usted  una  opinión  terminante  sobre  el  Específico  descu- 
bierto por  usted,  y  los  resultados  que  fie  obtenido  con  su  uso. 

En  respuesta,  me  es  grato  decirle  que  considero  en  él  reunidas  tres  con- 
diciones esenciales:  LA  UTILIDAD,  RAPIDEZ  y  EFICACIA,  al 
menos  son  estos  los  efectos  que  yo  he  experimentado.  La  calda  del  cabello 
se  detuvo  y  lo  he  visto  brotar  nuevamente. 

Sea  este  testimonio  de  la  gratitud  de  su  alto.  S.  S.  y  amigo. 

Severo  Fernández  Alonso. 


Del  Excmo.  Señor  Marqués  Durand  de  la  Penne,  enviado  extraordi- 
nario de  Italia  ante  los  Gobiernos  de  Chile  y  Argentina: 
Señor  don  Rafael  Benguria  B.  —  Santiago. 

Tengo  el  agrado  de  manifestar  que  he  quedado  plenamente  satisfecho  de 
su  tratamiento  para  impedir  la  caída  del  cabello  y  curación  de  la  calvicie, 
siendo  su  Específico  verdaderamente  eficaz  para  dichas  afecciones. 

Al  otorgarle  el  presente  certificado,  ofrezco  a  usted  la  seguridad  de  mi 
estimación.  Suyo  afectísimo,  —  E.   de  la  Penne. 


—  p>l.^S^'i3     X^'i^'l  ^i-2  >^— 


I 


PAISAJES 


SUDAMERICANOS 


SALIDA    Y    PUESTA    DE    SOL    EN    EL    LAGO    DE    TITICACA    (BOLIVIA). 


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LOS,   TANTO    PARA    EMBELLECER    EL    CUERPO    COMO 
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LATACIÓN DEL  ESTÓMAGO,  ETC., CON  RECETA  MÉDICA. 

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ILUSTRADA  i       L^    V     O  V     1^      1      iX  iV  ('CARAS    Y    CARETAS» 

Dirección  y  Administración:   Chacabuco,  1.51/155  ■  Buenos  Aires 
PRECIOS     DE    SUBSCRIPCIÓN 

EN  TODA  LA  REPÚBLICA  EXTERIOR 

Año $  oro  5. — 

Trimestre  (  3  ejemplares) $    3. ^  Número  suelto »     »    0.50 

Semestre  (6  •  ) »  6, —  ,  Pueden  solicitarse  subscripciones  o  ejemplares  suél- 
alo (12  I  )  »  11. —  •  tos  a  todos  los  agentes  de  Caras  y  Caretas,  o  di- 
Número  suelto I    1. —    >  rectamente  a  la  Administración. 


Talco  Williams* 


Después  del  baño 
de  mar. 

El  sedoso  y  suave  tacto  que  el  TALCO 
WILLIAMS  otorgará  a  su  piel,  le  pro- 
ducirá un  bienestar  indecible. 

Es  refrescante  y  suaviza  el  contacto  del 
cuerpo  con  la  ropa,  haciendo  desapare- 
cer la  aspereza  del  agua  de  mar. 

Usted  puede  usarlo  a  discreción,  su  cali- 
dad es  única  y  no  reconoce  medida  en 
su  aplicación— ^calidad,  considerada  su- 
perior a  cualquier  otro  polvo. 

E!  cierre  hermético  del  TALCO 
WILLIAMS  lo  previene  de  los  desperdi- 
cios, conservando  su  exquisita  fragancia 
hasta  la  terminación   del   polvo. 

¿Cuál  es  su  perfume  preferido? 

WILLIAMS,  se  expende  en  seis  diferentes:  Vio- 
leta, Clavel,  Lilas  Inglesas,  Matinée,  Rosa  y 
Talco  para  Bebé. 


Precio  del  tarro:  $  1.00 
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BucNos  Aires,  noviembre  de  1919. 


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LOS      NIÑOS      EN      EL      ASBURY      PARK 


UN    ASPECTO    DEL    DESFILE    INFANTIL    REALIZADO    ÚLTIMAMENTE    EN    EL    ASBURY    PARK    DE    NUEVA    YORK,     AL   TERMINARSE     EL     GRANDIOSO     CONCURSO     QUE    TODOS    LOS    AÑOS   SE 
CELEBRA    EN    AQUEL    PARAJE    A    DONDE    ACUDEN    LOS    NIÑOS    MÁS    LINDOS,    A    QUIENES   SUS    PAPAS    DISFRAZAN    CON    TRAJES   VISTOSOS. 


Consejos  sencillos  y  prácticos  para  conservar  la  belleza. 


Por     Mlle.     ALICE    DELYSIA 


Cabelleras  Onduladas. 

Pocas  personas  saben  que  el  stallax  puede  ser 
usado  como  shampoo  y  que  es  mucho  mejor  para 
este  propósito  que  cualquier  otra  substancia. 
Tiene  una  natural  afinidad  con  el  cabello,  deján- 
dolo lustroso,  aterciopelado  y  pronunciadamente 
ondulado.  Una  cucharadita  de  las  de  café  llena 
de  stallax  granulado,  disuelta  en  una  taza  de 
agua  caliente,  es  más  que  suficiente  para  el 
objeto.  El  stallax  legítimo  se  vende  en  las  far- 
macias, sólo  en  paquetes  sellados,  conteniendo 
una  cantidad  suficiente  para  hacer  de  veinticinco 


a  treinta  shampoo.  La  brillantez  que  confiere 
al  cabello  es  completamente  inimitable  e  indes- 
criptible. 

Un  secreto  contra  los  Barrillos. 


Los  puntos  negros,  cutis  grasicntos  y  extensión 
de  los  poros  del  rostro  son  molestias  que  general- 
mente nos  asaltan  juntas,  pero  podemos  combatir- 
las al  instante  por  medio  de  un  nuevo  y  único  pro- 
cedimiento. Se  echa  en  un  vaso  de  agua  una  tableta 
de  stymol  (de  venta  en  las  boticas),  que  produce 
vivamente  una  rizada  espuma.  Cuando  la  eferves- 
cencia ha  pasado,  se  baña  el  rostro  con  el  agua 
«estimolizada»,  y  después  se  seca  con  una  toalla. 
Los  intrusos  puntos  negros  salen  espontáneamente 
y  desaparecen  en  la  toalla,  y  los  grandes  poros 
grasientos  se  contraen  como  por  encanto  y  se  bo- 
rran de  la  cara.  No  se  produce  ninguna  opresión; 
fuerza  o  acción  violenta.  El  cutis  no  sufre  daño 
alguno  y  queda  alisado,  blando  y  fresco.  Unos 
cuantos  de  estos  tratamientos,  con  intervalos  de 
tres  o  cuatro  días,  dan  permanencia  a  esta  belleza 
y  se  obtiene  rápidamente  la  limpieza  del  rostro. 

Para  evitar  el  Vello 

Es  cosa  muy  fácil  hacer  desaparecer  temporal- 
mente el  vello;  pero  evitar  definitivamente  esa 
innecesaria  abundancia  de  pelo  es  ya  otro  pro- 
blema diferente.  No  son  muchas  las  damas  que 
conocen  los  satisfactorios  efectos  que  para  ese  re- 


sultado produce  una  substancia  tan  sencilla  como 
el  porlac  pulverizado  aplicado  directamente  al 
pelo.  Este  tratamiento  se  recomienda  no  sólo  para 
hacer  desaparecer  al  instante  el  vello  o  las  su- 
perfluidades del  cabello,  sino  para  matar  sus  raíces 
por  completo.  Casi  todos  los  boticarios  pueden 
venderle  a  usted  una  onza  de  porlac,  cantidad 
suficiente  para  el  experimento. 

Por    qué    las    actrices    nunca 
envejecen 

De  todo  lo  concerniente  a  la  profesión  teatral, 
nada  hay  más  enigmático  para  el  público  que 
la  perpetua  juventud  de  sus  mujeres.  ¡Con  cuánta 
frecuencia  oímos  decir:  «¡Cómo,  si  la  vi  hace  cua- 
renta años  en  el  papel  de  Julieta,  y  no  representa 
ahora  un  año  más  de  edad!»  Naturalmente,  hay 
que  tener  en  cuenta  la  manera  de  caracterizarse; 
pero  cuando  se  nos  ve  de  cerca,  fuera  del  escenario, 
necesítala  gente  otra  explicación.  ¡Qué  extraño  es 
que  la  generalidad  de  las  mujeres  no  hayan  apren- 
dido el  secreto  de  conservar  la  cara  joven!  ¡Y  qué 
sencillo  es  comprar  un  poco  de  cera  pura  merco- 
lizada  en  la  farmacia,  aplicársela  al  cutis  como 
cold  cream,  quitándola  con  agua  caliente  por  la 
mañana!  La  cera  absorbe  la  cutícula  vieja  en  forma 
gradual  e  imperceptible,  dejando  el  cutis  nuevo 
y  fresco,  libre  de  arrugas  y  otras  fealdades.  Esta 
es  la  razón  por  la  cual  las  actrices  no  tienen  la  cara 
desfigurada  con  manchas,  barrillos,  etc.  ¿Por  qué 
nuestras  hermanas  del  otro  lado  de  las  candilejas 
no  aprenden  y  aprovechan  esta  lección? 


— p>i_;:^^4S  >v^Ln-i-2>=v— 


La  manera  más  fácil 

La  manera  más  simple  y  práctica  para 
pulir  y  conservar  el  acabado  de  los 
pisos,  es  aplicar  la  Cera  Preparada  de 
Johnson  con  un  lienzo.  No  se  requieren 
cepillos,  rociadores  ni  estropajos.  Nada 
mas  apliqúese  la  cera  con  un  lienzo  seco. 
Con  muy  poco  frotamiento  se  obtendrá  un  lustre 
de  gran  belleza  y  durabilidad.    La 


ÍOTNSOM 


es  más  que  un  pulimento.  Como  preservativo 
es  maravillosa,  porque  al  aplicarla  forma  una 
capa  delgada  que  protege  y  guarda  al  acabado 
perfectamente  bien. 

Use  la  Cera  Preparada  de  Johnson  para  pulir 
todo  su  mobiliario,  trabajos  de  madera  y  pisos. 
Aumentará  la  duración  de  sus  objetos  y  la 
belleza  del  barniz,  cubriendo  todas  las  rayas  en 
los  pisos. 

La  Cera  Preparada  de  Johnson  se  puede  obtener 
ya  sea  en  pasta  o  líquida  en  pasta  para  pulir 
pisos,  maderas,  linóleos,  mármoles,  etc.;  liquida 
para  pulir  muebles,  trabajos  de  madera,  auto- 
móviles, etc.  Use  Vd.  la  Cera  Preparada  de  John- 
son y  habrá  adoptado  el  sistema  más  fácil. 

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&  Cía.,  Malpú  271:  Ferretería  Fran- 
cesa. RIvadavIa  y  C.  Pellegrinl:  Moore 
&  Tudor.  Moreno,  750:  Alfreilo  Caches. 
Cangallo,  832. 

S.  C.  Johnson  &  Son 

Racine,  Wis.  E.  U.  A. 


UNA 


LLAMA 


Inmóvil,  tranquila,  mirando  atentamente  al  fotógrafo,  parece 
una  esfinge.  Hay  en  ella  algo  de  monstruo  simpático  y  de  humana  cria- 
tura. El  cuello  grácil,  erguido,  el  cuerpo  redondeado,  elegante,  la  mi- 
rada dulce,  enigmática. 

Y  sin  embargo,  la  llama,  la  más  elegante  bestia  de  carga  después 
del  caballo,  poco  piensa,  o  poco  creemos  que  debe  pensar.  Tal  vez,  si 
lográramos  entenderla,  sabríamos  muchas  cosas  que  ahora  ignoramos. 

Existen  innumerables  personas  en  el  mundo  que  deben  todo  su 
crédito  a  una  seriedad  elocuente  y  continuada.  Adoptan  posturas 
meditativas,  miran  sin  ver,  abstraídas  en  su  inconmensurable  vaciedad, 
y  de  este  modo  logran  orearse  fama  de  sabias.  Solamente  responden 
por  monosílabos  y  esta  sobriedad  de  palabras  se  interpreta  como  hon- 
dura de  pensamiento. 

Quizás  la  esfinge  clásica,  la  de  garras  de  tigre,  rostro  de  mujer  y 
cuerpo  de  felino,  ofreció  su  más  difícil  enigma  en  esa  taciturnidad  que 
nada  dice  y  poco  oculta.  El  trabajo  arduo  consistió  en  dar  solución 
a  problemas  que  ella  no  proponía. 

De  todos  modos,  esta  esfinge  sudamericana  tiene  más  elegancia 
que  otras  esfinges,  y  por  poco  que  valga  su  callado  pensamiento, 
resultará  superior  a  muchos.  Ella  nos  habla  de  trabajos  sufridos  pa- 
cientemente al  lado  del  amo.  De  abuelos  a  nietos,  la  llama  transporta 
cargas  ajenas  que  nada  le  interesan. 


V/J-^'i   i^.'X— 


r''7í5rí^'Wrr~5C'^^;/:'Trír-ír-~-^-'r- 


ip'd.. 'v'It.fa': e»  ■^'jf-i  —  ■  ^.- r 


EN  LA  INFANCIA,  LA  MODA  CONTRIBUYE  SIN  DUDA,  A  FORMAR  EL  CARÁCTER. 
GATH  &  CHAVES  DEDICA  A  LA  MODA  INFANTIL  ESPECIAL  ESTUDIO,  y  SIENTE 
POR  ELLA  MARCADA  PREFERENCIA.  ::  POR  ESO  SUS  DEPARTAMENTOS  OSTEN- 
TAN SIEMPRE   SURTIDOS   REALMENTE  SELECTOS,  ij      51>J)J>iU>!J)>SW» 


il-flfii-  '.lili"  -M 


>^i^l  1^-^— 


&J)KmiU9fí 


>l  I II  iKitldi  II II I II II 1 1 1 1 II II  it;: 


ESCUELA 
VENECIANA 
1655  *  17=4-5 


PROPIE[V\D  De- 
Don  LORENZO 
PELLERANO 


'j=>i.^y.^:&  -vi_rpr3>s^.— 


En  las  costas  del  Uruguay,  entre  la  antigua  Colonia 
del  Sacramento  y  la  Isla  de  Martin  García,  hállase 
enclavada  esta  hermosa  residencia  de  campo. 

La  estancia,  propiamente  dicha,  tiene  una  super 
ficie  de  cuatro  leguas,  siendo  el  terreno  sjavemente 
ondulado  con  barrancas  sobre  la  costa  y  grandes 
bosques  naturales.  En  ellos  ha  reunido  su  propie- 
tario, don  Aarón  de  Anchorena,  una  considerable 
variedad  de  animales  exóticos,  hasta  formar  el  más 
completo  y  pintoresco  parque  de  caza  que  exist?  en 
Sud  América-  Desde  la  torre  del  moderno  castillo,  edi- 
ficado en  el  espolón  de  veinte  metros  que  domina  la 
desembocadura  del  río  San  Juan,  el  paisaje  adquiere 
proporciones  extraordinarias. 

Su  grandiosidad  es  imponderable  en  extremo.  Gran- 
des farallones  de  piedra,  cortados  a  pico  sobre  el 
Plata,  marcan  la  linea  extrema  de  los  montes.   El 


LLSIDLNCIAS 

DLL 
L\0  DL  LA  PLATA 


7^ 

Dcoorevi 


sol  hiere  las  rocas  con  reflejos  de  mineral.  A  lo  lejos, 
perfilándose  frente  al  cielo  azulado,  cruzan  los  pájaros 
marinos.  Un  hálito  primaveral  asciende  de  la  llanura 
florecida.  Los  trigales  de  oro,  movidos  por  la  brisa 
del  bosque,  son  aterciopelados  y  ondulantes. 

Miramos  hacia  el  río.  El  agua  no  tiene  horizonte 
ni  transparencia,  pero  se  define  por  su  color  terroso 
y  el  contraste  de  sus  riberas  de  arenisca. 

Arrancando  de  la  playa  dorada,  hay  una  rústica 
escalinata  de  piedra  que  conduce  hasta  los  jardines 
del  castillo.  Pequeños  arbustos  cierran  la  perspectiva. 
El  parque,  de  sesenta  hectáreas,  tiene  plantas  exó- 
ticas y  galas  de  lejanos  países.  Un  pequeño  rincón 
evoca  los  misterios  de  Oriente,  y  al  fondo,  rodeado 
de  cipreses  enanos,  recorta  su  silueta  el  viejo  Bhuda 
de  granito. 

En  el   avanzado  promontorio    del   rio   San    Juan 


A««AHCAllCO  D»  LA  ruYA   DOHADA.  HAY  UMA  KÚSTICA  EXALINATA 
D»    niD«A    QU»    COKDOCE    HASTA     LOS    JAXDIHÍS    DEL    CASTIUO. 


LOS  GRANDES    FARALLONES   DE    PIEDRA.    CORTADOS     A     PICO    SOBRE 
EL    PLATA,    MARCAN    LA   lInEA    EXTREMA   DE    LOS    MONTES. 


'ií-    Vi_-1  J,>>-x- 


UN  PEQUEÑO  RINCÓN  EVOCA  U3S  MISTE- 
RIOS DE  ORIENTE.  Al.  FONDO,  RODEADO  DE 
CIPRESES  Y  ARAUCARIAS,  RECORTA  S'J 
SILUETA   EL     VIEJO    BUDADE  GRANITO 


entre  arboledas  y  peñascos  informes,  se 
hallan  los  restos  del  primer  fuerte  funda- 
do por  los  conquistadores  en  el  Río  de  la 
Plata.  Su  construcción  se  remonta  al  año 
1527,  o  sea  doce  años  después  de  haber 
sido  descubierto  y  explorado  por  el  pi- 
loto Juan  de  Solís,  el  cual,  como  se  sabe, 
fué  muerto  en  este  mismo  paraje  por 
los  indios  Charrúas. 

De  la  primitiva  construcción,  apenas 
si  quedan  ya  los  cimientos  de!  reducto 
y  alguna  que  otra  losa  tumbal  entre- 
tejida de  raíces.  Y,  sin  embargo,  vemos 


EL  DESEMBARCADERO  DE  LA  ESTANCIA  Y 
YATE  DEL  SR.  ANCHORENA,  QUE  HACE  LA 
TRAVESÍA  DESDE  BUENOS  AIRES  EN 
TRES  HORAS  DE  NAVEGACIÓN  POR   EL  PLATA. 


en  estas  piedras  medio  destruidas  el  tes- 
timonio de  la  historia,  comprobado 
ahora  en  toda  su  sencilla  elocuencia. 
El  guerrero  de  la  conquista  —  capitán  o 
simple  soldado — tiene  aquí  la  glorifica- 
ción de  sus  remotas  y  atrevidas  empresas. 
En  estos  cimientos  venerables,los  com- 
pañeros de  Gaboto  lucharon  esforzada- 
mente contra  la  pujanza  del  indio,  cuya 
fría  tenacidad  en  el  asalto  no  fué  bastante 
para  vencer  aquellas  voluntades  de  hie- 
rro. Historiadores  como  Díaz  de  Guzmán. 
e!  Deán   Funes,   Azara  y  el   viajero   in- 


'■;"Sr 


^:m'mé 


r-»        -        t_  PSOXIMÜ     Al.     CAMINO    DE!, 

«les  sir  Woodbine  Parisch.      bosjje,  sobre  el  pro- 

-"•i'ren  la  fundación  del      mo^torio  de  san  juan. 

.te    como    uno    de   los      se  hallan  las  ruinas  del 

xuiiiu       uiiu      u»,     .«a  n|„E|j    puERTE    FUNDADO 

.     r.tecimientosmastrans-       k>f  los  conquistadores 
ientales   de   la    época.       en  el  río  de  la  plata. 
,-j  constituye  el  primer 
^•:rzo  hecho  por  los  españole-  para  la  domina- 
r.  y  conquista  del  Rio  de  la  Plata. 
Las  excavaciones  hechas  hace  unos  años  por 
■ioa  Clemente  Onelli.  director  del  Jardin  Zoológico 
Je  Buenos  Aires,  permitieron  establecer  el  empla- 
zamiento de  las    antiguas   ruinas,    comprobadas 
'  !a  aparición  de  esqueletos  humanos  y  objetos 
:■:'.  siglo   XVI. 

Este  curioso  descubrimiento  revela  con  claridad 
el  trágico  fin  de  los  escasos  pobladores  del  fuerte. 
La  fosa  donde  descansaban  los  restos,  debió  ser 
abierta  en  el  subsuelo  de  un  recinto  interior,  casi 
hasta  llegar  a  la  pared  medianera,  reforzada  por 
una  losa  puesta  como  dintel.  Los  dos  primeros  es- 
queletos fueron  hallados  en  la  parte   de  afuera: 


■isTÁ  POBLADO  POR  MÁS  Dii  pero  como  el  hambre  y  los 
MIL  ciervos  de  distintas  ataqucs  del  indio  harían 
ESPECIES,  ENTRE  LOS  QUE  estrapo^i  en  la  neoueña 
predomina  EL  LLAMADO  DE  ssiragos  en  la  pequeña 
i.os  PANTANOS,  ORIGINARIO  guamicion,  los  quB  mu- 
DE  LA  REGIÓN  DEL  DELTA,  ríeron  después  serían  en 
terrados  en  el  interior  de 
la  vivienda.  Después  de  cuatro  siglos,  el  lugar  ha 
sido  transformadoenunaestancia deliciosa.  Pastan 
las  vacas  en  el  borde  de  las  laderas.  El  tero  entona 
su  canción.  Y  al  fondo  de  la  llanura  verde,  en  el 
confín  de  las  cañadas,  el  antílope  y  el  wapití  tren- 
zan sus  astas  puntiagudas  a  manera  de  desafío. 
En  otros  lugares  del  bosque,  la  fronda  s'^ 
mueve  con  un  estremecimiento  de  vida.  Gruñen 
los  jabalíes  bajo  el  monte  fangoso,  cruza  veloz  e! 
avestruz,  y  en  el  espeso  fajinal,  celoso  de  su 
inderendencia  salvaje,  sestea  el  desconfiado  car- 
pincho que  se  zambulle  bruscamente  en  las  aguas 
del  estuario, 

ANTONIO     P  É  R  E  Z  -  V  A  L  1  E  N  T  E 


HOTTSAirt»  »UJ  TSKICLES     COLUILLOS.     PIARAS     DE    JABALÍES 

turónos  oruKEH  ba;o  ei.  monte  pakooso. 


AL  FONDO  DE   LA  LLANURA   VERDE,  VIGILANTE  ENTRE  LOS  ARBOLES, 
EL  TAPIR   ASOMA   SU   CABEZA   DE   PAQUIDERMO. 


i::>>^- 


)  AJO  un  sol  de  fiesta, 
un  sol  de  verano  bonae- 
rense, que  nos  parece 
rojo  y  trágico  por  las 
hondas  impresiones  an- 
tes recibidas,  henos  aquí 
en  los  suburbios  de  Di- 
nant,  en  los  Fonds  de 
Leffe,  enfrente  de  Bou- 
vignes.  Desde  H  o  u  x  , 
hemos  venido  subiendo  y  bajando  por  la 
ondulada  ribera  del  Mosa,  en  un  baño  de 
fuego  que  reconforta  a  mis  camaradas 
belgas,  pero  que  me  abrasa  a  mí.  pre- 
cisamente porque  soy   meridional... 

Allá,  en  la  otra  orilla,  vemos  que  la 
fábrica  de  paños,  y  varias  casas  de  Bou- 
vignes  hansidodestruídas  porel  incendio, 
y  que  el  gran  puente  ha  volado.  Esas  rui- 
nas trágicas  nos  parecen  más  lamenta- 
bles que  las  del  legendario  castillo  de 
Crévecoeur.  encaramadas  sobre  ellas  en 
la  cumbre  de  un  peñasco  abrupto. 

Entramos  a  descansar  un  momento 
en  el  Café  del  Puente.  Una  joven  en- 
lutada nos  escancia  la  cerveza  ligera, 
que    trae  en  un  cántaro  de  barro. 

—  ¿Está  usted  de  luto?  —  le  dice 
M.  Sluys.  —  ¿Han  fusilado  a  alguien 
de  su   familia? 

La  joven,  con  la  voz  velada,  haciendo 
un  esfuerzo,  le  contesta: 

—  A  mi  marido...  En  los  Premons- 
tratenses. 

Nos  quedamos  en  silencio,  conmo- 
vidos, sin  saber  qué  lenitivo  dar  a 
aquel  dolor,  cuando  un  anciano  aparece 
en  el  fondo  de  la  sala.  Se  arrastra  más 
que  anda,  y  en  sus  brazos  trae  una  en- 
cantadora rubiecilla  de  poco  más  de  un 
año.  El  rostro  del  viejo  está  corroído  por 
los  dolores,  súrcanlo  arrugas  profundas, 
sus  ojos  enrojecidos  están  apagados, 
ca$i  muertos,  la  mano  que  tiene  libre 
tiembla  con  temblor  senil...  Es  el  tío 
Joachim,  propietario  del  cafecito. . .  In- 
formado de  quiénes  somos,  nos  cuenta 
su  infortunio  con  palabra  lenta  y  voz 
ahogada,  mientras  la  joven  oculta  su 
pena  en  un  rincón  y  la  niñita  inocente 
nos  sonríe  y  nos  hace  monadas. . . 

Seis  de  los  deudos  del  tío  Joachim 
han  sido  fusilados  en  la  plazuela  de  los 
Premonstratenses:  dos  hijos,  un  yerno, 
tres  primos  hermanos.  La  niña  que  tiene 
en  brazos  es  su  nieta,  y  la  joven  de  luto 
su  nuera.  Su  hija  y  sus  dos  nueras  han 
quedado  viudas  el  mismo  día,  a  !a 
misma  hora. . . 

—  ¿Pero  qué  había  hecho  su  hijo, 
el  marido  de  esta  señora?  —  pregunta 
M.  Sluys  que  lleva,  por  derecho  propio, 
la  voz  cantante. 

—  Nada,  ¡oh!  nada,  señor.  Vinieron. . . 
{/Is   sont    venus,   sobrentendido:    los 

alemanes.  Estos  eran  siempre  Us,  y  el  vago 
pronombre  no  daba  nunca  lugar  a  dudas!) 

—  Vinieron  —  dijo,  pues,  el  lío  Joachim, 

—  lo  hicieron  salir,  lo  llevaron  a  la  Chiche- 
de-Bois...    lo    fusilaron... 

La  Chiche-de-Bois,  es  el  nombre  local 
de  la  plazuela  a  que  da  el  convento  de  los 
Premonstratenses,  y  que  se  indica  indistin- 
tamente del  uno  o  del  otro  modo. 

- — Lo  fusilaron...  —  repitió  reconcen- 
tradamente Joachim.  —  Esta  chiquilla 
tenía  entonces  cinco  meses pero  se  acuer- 
da,. .  ¿no  es  verdad  que  te  acuerdas,  que- 
ridita? 

—  Ya  no  tengo  papá  —  contesta  la  niña, 
en  su  media  lengua,  balbuciente,  amenazan- 
do con  el  puñito  cerrado  a  los  ausentes  ver- 
dugos. 

Su  abuelo,  su  madre  se  lo  han  enseñado, 
no  cabe  duda. . ,  Y  así  pasan  los  odios,  de 
generación  en  generación,  y  este  es  el  turbio 
y  envenenado  sedimento  que  deja  la  guerra 
fresca  y  alegre,  según  el  ex   Kronprins. 

—  Pero,  —  insistimos  ante  el  desventurado 
anciano  —  ¿los  dinandeses  no  habían  hecho 
fuego  sobre  los  alemanes? 

—  ijuro  que  no!  —  exclama  Joachim  con 
un  fugaz  relámpago  de  sus  ojos  extintos.  — 
Nadie  tenía  armas.  Sólo  los  soldados  fran- 
ceses, apestados  en  la  otra  orilla,  tiraban 
contra  los  alemanes...  Estos  incendiaron  las 
casas  y  fusilaron  a  los  hombres,  sin  forma  de 
juicio.  ¡Los  nuestros  no  tiraron,  lo  juro! 

■ — ¡Es  cierto!  ¡Es  cierto!  —  murmura  la 
triste  joven  con  grandes  movimientos  afir- 
mativos de  cabeza. 

Sobre  la  chimenea  del  café  se  ven  varias 
fotografías,  que  despiertan  nuestra  curio- 
sidad. 

—  ¡Son  los  retratos  de  nuestros  fusilados! 

—  solloza  la  joven,  que  añade  con  voz  dra- 
mática: —  Cuando  los  alemanes  vienen  al 
café  se  los  mostramos  y  les  decimos:  «Ustedes 
nos  los  han  muerto»  Algunos  responden: 
*¡Qué  hacerle!  ¡Así  es  la  guerra!».  Pero  se 
van  y  no  vuelven,  que  es  lo  que  importa . . . 

Salimos  con  el  corazón  oprimido,  sin  acer- 
tar con  una  frase  de  consuelo  para  los  dos 


infortunados...  Volví  a  verlos  en  1917:  el 
tiempo  mismo  sólo  había  podido  devolverle 
una  apariencia  de  conformidad,  pues  aun 
veían  la  comarca  bajo  el  yugo  implacable 
del  invasor  que,  en  el  aniversario  de  la 
matanza  había  cerrado  las  puertas  del  ce- 
menterio, y  que,  para  impedir...  manifes- 
taciones políticas,  pretendía  cobrar  un  franco 
por  la  entrada,  monstruosidad  de  que  se 
arrepintió  a  tiempo 

Alia,  enfrente,  sobre  la  orilla  izquierda 
del  Mosa,  los  franceses  habían  estado  del 
13  al  22  de  agosto  de  1914.  El  22,  a  las  5 
de  la  tarde,  hicieron  saltar  el  puente  y 
se  retiraron.  Momentos  después  llegaban  los 
alemanes,  que  no  cometieron  entonces  acto 
alguno  de  crueldad.  ■■ 

Pero  el  domingo  23  de  agosto,  cien  solda- 
dos bajan  de  la  montaña  de  San  Nicolás, 
hacen  salir,  a  las  seis  y  media,  a  los  fieles 
que  oyen  misa  en  la  iglssita  ce  los  Premons- 
tratenses-—  es  domingo  —  y  separan  acula- 
tazos  a  los  hombres  de  las  mujeres,  que  son 
llevadas  al  convento,  donde  no  tardan  en 
engrosar  su  número  otras  infortunadas,  pri- 
sioneras de  Dinant.  Se  las  amontona  de  tal 
modo,  que  en  una  estrecha  celda  permanecen 
encerradas  quince, 
sin  poder  salir  ni 
para  satisfacer  sus 
más  urgentes  necesi- 
dades. Un  oficial  se 
entretiene  en  asus- 
tarlas con  un  revól- 
ver, luego  se  ríe  a 
carcajadas. . . 

Cinco  días  más 
tarde,  doscientos 
hombres  tomados  en 
Leffe  fueron  fusila- 
dos, cumpliéndose 
una  profecía  que  los 
alemanes,  acantona- 
dos en  Thynes,  a  sie- 
te kilómetros  de  allí, 
hacían  a  los  aterra- 
dos vecinos,  refirién- 
dose a  Dinant; 


17\  7M.D?\E)?\ 
DE  M?\DEE7\ 


RQE)ERTO  I.  PAVRdO 


ILU5TVNCION    E)      ALVA\CL_ 


- —  ¡No  quedará  más  que  el  cielo  y  el 
agua! . . . 

Dejando  la  orilla  del  Mosa  subimos  la 
cuesta  que  conduce  a  la  abadía  de  los  Pre- 
monstratenses, entre  dos  filas  de  casas  que- 
madas, y  llegamos  a  una  plazuela  irregular, 
cerrada  a  la  derecha  por  la  iglesia,  enfrente 
por  un  vasto  huerto  cercado  de  tapia  baja 
y  plantado  de  patatas,  en  los  otros  dos  cos- 
tados por  casitas  de  aldeanos.  En  la  fachada 
de  una  de  ellas,  se  lee:  A  la  Chiche-de-Bois. 
(Al  picaporte  de  madera.) 

Así  se  llamará,  de  aquí  en  adelante,  al 
teatro  de  la  espantosa  matanza  da  Leffe.  . . 
En  mitad  de  la  plaza,  sobre  las  anchas 
piedras,  vemos  un  montón  de  flores  frescas 
que  se  agostan  al  sol.  Aquí  está  el  ara.  Aquí 
cayó,  intachable  y  heroico,  un  rico  industrial, 
un  gran  fabricante  de  paños,  que  era  el  padre 
de  sus  obreros.  Esta  es  la  piedra  del  sacrifi- 
cio de  don  Renato  Himmer,  vicecónsul  de 
la  República  Argentina   en    Dinant... 

Hace  dos  días  fué  el  primer  aniversario 
de  su  fusilamiento,  y  Mme.  Himmer  ha  ve- 
nido a  cubrir  con  rosas  frescas  las  rosas, 
frescas  aún  ellas  también,  de  su  sangre  ino- 
cente... Ved:  el  ladrillo  revocado  de  las 
modestas  fachadas, 
roto  a  tiros,  parece 
que  sangra. 

Mirad  ahora  esta 
puerta  baja,  pintada 
de  verde  que  inte- 
rrumpe el  tapial  del 
huerto  ¿Veis  estas 
manchas  aceitosas? 
Son  huellas  de  cere- 
bros que  han  saltado 
hasta  aquí,  y  que 
animan  estos  made- 
ros inertes  con  su  úl- 
tima idea...  ¿De  ven- 
ganza?. . .  ¿De  per- 
dón. . ,  ¡Quién  sabe! 
Los  hombres  eran 
fusilados  por  gru- 
pos. De  cada  treinta 
habitantes  delsubur- 


bio  de  Leffecayeronasíveintiocho,  es  de- 
cir, ¡más  de!  noventa  y  tres  por  ciento! 
Mientras  contemplamos  reverentes 
este  nuevo  Gólgota,  donde  tantas  ostias 
han  caído  para  salvar  la  libertad  y  la 
justicia  humanas,  ha  ido  rodeándonos 
un  coro  digno  del  gran  trágico  griego.  De 
las  casas  vecinas,  délas  calleique  desem- 
bocan en  la  plazuela,  llegan  a  nosotros 
grupos  de  mujeres  enlutadas,  de  Teba- 
ñas  que  vienen  aclamar  sus  cuitas  y  a 
lanzar  al  cielo  sus  imprecaciones...  ¡Me 
estremezco  aún  al  recordarlo!  Aquellas 
madres,  aquellas  viudas,  aquellas  abue- 
las, aquellas  hermanas,  adivinando  en 
nosotros  al  amigo,  acuden  a  hacernos 
partícipes  de  su  inextinguible  dolor,  de 
su  odio  inextinguible.  Cuéntannos,  con 
acentos  que  nadie  podrá  reproducir  ja- 
más, los  múltiples  detalles  horrorosos  de 
la  hecatombe. . .  Una  de  ellas,  una 
anciana  de  ochenta  años,  Mme.  Piotte, 
ha  llegado  con  un  enorme  balde  lleno 
de  agua  en  cada  mano,  y  me  relata  lar- 
gamente, con  la  voz  entrecortada  por 
los  sollozos  y  los  ojos  salidos  de  sus  ór- 
bitas, cómo  le  han  asesinado  todo  cuanto 
amaba  en  el  mundo,  desde  su  marido, 
sus  hijos  y  sus  yernos  hasta  sus  nietos 
llenos  de  juventud  y  de  esperanza.  ¡Siete 
aniquiladores  duelos  juntos!  Habla  y 
gime,  impreca  y  Hora,  y  ciego  de 
emoción  no  acierto  a  ver  el  enorme  peso 
que  sostiene  con  sus  huesudos  brazos,  y 
que  sus  manos  crispadas  hacen  danzar 
como  una  pluma  durante  un  eterno  cuar- 
to de  hora! . . .  ¡Pobre  mamá  Piottel  ¡Y 
cuánta  razón  tenía  de  convertirse  en  una 
Euménide,  único  papel  posible  que  el 
enemigo  le  había  dejado  bajo  el  sol! 

Crickboom,  el  gran  violinista  belga, 
que  tomaba  las  notas,  como  más  ver- 
sado en  la  fabla  wallona,  me  pasó  el 
cuaderno,  con  mano  trémula: 

—  ¡Se  me  nubla  la  vista,  no  puedo  es- 
cribir, sigue  tú!. . . 

...La  puerteciUa  verde  se  abre  a 
nuestro  paso,  y  entramos  en  el  campo 
de  patatas,  conducidos  por  uno  de  los 
pocos  sobrevivientes  varones  de  Leffe 
y  seguidos  por  la  procesión  enlutada  de 
las  mujeres. 

Nuestro  guía  es  un  mecánico  de  la 
fábrica  de  paños,  Eugéne  Disy,  que 
logró  escapar  a  la  matanza  ocultándose 
entre  las  rocas  de  las  inmediaciones, 
donde  pasó  varios  días  sufriendo  hambre 
y  sed,  pero  logrando  salvarse  mientras 
sucumbía  casi  la  totalidad  de  sus  con- 
ciudadanos. . . 

. .  .Aquí,  bajo  el  follaje  verde  sucio  de 
las  patatas,   han   comenzado   su   eterno 
sueño  doscientos  cuarenta    y    siete  di- 
nandeses, trasladados  luego  a  más  hon- 
rosa   sepultura.    El  benemérito    doctor 
Cousot,   diputado  por  Dinant  y  su  burgo- 
maestre, los  exhumó  e  identificó,  a  todos, 
en  septiembre  de  1914.  y  trasladó  luego  sus 
restos  al  cementerio  de    Leffe,  donde  duer- 
men...  ahora  en  paz. 

Detalle  horrible:  De  aquella  improvisada 
fosa  común  se  sacaron  siete  cadáveres  de 
niños,  tres  de  ellos  en  los  brazos  de  la  madre. 
Así  nos  lo  afirma  nuestro  guía  Eugéne  Disy, 
cuyas  palabras  son  corroboradas  por  las  infe- 
lices mujeres  que  nos  han  seguido,  y  que  con- 
tinúan contándonos  abominables  episodios. 
Una  niñita  de  dos  años  es  arrancada  de 
los  brazos  de  su  padre  y  arrojada  al  pozo 
de  estiércol  de  M.  Adam,  mientras  el  padre 
es  fusilado.  El  doctor  Cousot  asiste  a  la 
infeliz  criatura  y  logra  salvarla  mediante 
lavajes  del  estómago,  pues  ha  estado  a  punto 
de  ahogarse  en  la  inmundicia.  Un  adolescen- 
te. Thibaut,  es  arrastrado,  a  pesar  de  los  de- 
sesperados esfuerzos  de  la  madre,  que  lo  de- 
fiende como  una  tigre  a  sus  cachorros,  y 
fusilado  ante  los  ojos  de  la  desventurada. 

Dos  jovencitos,  Víctor  Compienne,  de  quin- 
ce años,  y  Jean  Delheye,  de  diez  y  siete,  am- 
bos heridos,  son  presentados  a  un  oficial, 
quien  pregunta  a  Compienne: 

—  ¿Quién  los  ha  herido? 

— •  Los  soldados  alemanes  —  contesta  el 
niño. 

—  ¡Llévenlo!  —  ordena  el  oficial. 

Ya  se  sabe  lo  que  esto  significa:  momentos 
después  suena  una  descarga,  a  tiempo  que 
el  oficial  interroga  a  Delheye: 

—  ¿Quién  lo  ha  herido? 

El  adolescente,  asustado,  tartamudea  para 
salvar  la  vida: 

—  No  sé...   no  he  vist'-    .. 

—  ¡A  la  ambulancia!  —  ordena  esta  vez  el 
oficial. 

Hay  que  preparar  testimonios  para  negar 
más  tarde  la  verdad  de  tantos  horrores. . . 

Pero  ya  basta. . . 

Salimos  del  campo  de  la  muerte,  mudos  y 
sombríos,  agobiados  por  el  dolor  y  la  ver- 
güenza, porque  estos  hechos  son  un  padrón 
de  infamia  para  la  humanidad  que  aun  los 
permite,  tolerando  la  guerra. 


_  r'LT'w'S   ^  I  -r  r?  x  - 


MOMENTO 


M       U       qT      I       C       A       L 


C 


\ 


A  íntima  definición  del  baile  está  sintetizada  en  ese 
título  que  el  inspirado  poeta  melódico  puso  a  una  de 
sus  obras  maestras:  el  baile  es  un  momento  musical. 
Hay  momentos  y  horas  en  que  nuestro  espíritu  no 
anda  a  tono  con  la  música,  y  la  melodía  suena  en  vano, 
sin  conmovernos  o  sin  impulsarnos  al  rítmico  éxtasis 
de  la  danza.  El  dolor  y  sus  camaradas  han  ocupado 
nuestros  sentidos  anulando  toda  comunicación,  todo  esparcimiento. 
Mas  he  aquí  que  el  alma  vuelve  a  ser  la  caja  armónica  que  presta 
intensidad  a  las  cuerdas  vibrantes.  Entonces  el  espíritu  y  su  envoltura 
visible  repercuten  a  tono  con  las  notas  ligadas  misteriosa  y  bellamente. 
El  momento  musical  surge  y  nos  arrastra.  Y  la  carne  se  siente  hermosa 
y  sana,  y  el  cerebro  alegre  de  gozo  o  saboreando  la  tristeza  transformada 
en  música,  vive  la  intensidad  de  aquel  momento  sublime  en  el  que  se 
han  dado  cita  las  cosas  mejores  del  mundo  para  gloria  del  hombre. 
Si  las  conveniencias  mundanas  nos  tienen  sujetos  a  una  silla  o  nos 
amenazan  con  la  pena  del  ridiculo,  el  momento  musical  se  limitará  a 
^guir  m  mente  e\  canto  y  llevar  el  compás  con  disimuladas  oscilaciones. 
i^j^"*  *'  ^^''^  ^""^'^  libremente,  para  que  el  eterno  compañero  de  la 
melodía  nos  posea,  se  hace  necesario  el  permiso  de  la  sociedad,  el  influjo 
del  alcohol  o  el  rebelde  transporte  del  gozo  exaltado.  Así  bailó  el  rey 
hebreo  ante  el  arca  y  ante  sus  subditos  estupefactos;  así  nos  abandonamos 
a  la  suave  locura  del  baile  cuando  llega  el  propicio  momento  musical. 
A  '^"^"'^°  '^  forma  es  grácil  y  la  sensibilidad  exquisita,  sobreviene 
la  danza  como  un  ejercicio  estético,  como  un  espectáculo  maravilloso. 
I  seguimos  el  ritmo  de  la  arrebatadora  melodía  y  de  los  elegantes 
giros  de  esas  niñas  que  bailan  bajo  los  árboles,  libremente,  inspira- 
damente,   helénicamente,   el    Momento  Musical  del   mágico  Schubert. 


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II  í 


.  iía^íii¿^*í¿»jn»wf  - 


I  estrepitosas  aventuras  ni  anécdotas  ex- 
traordinarias. El  formidable  observador, 
el  inspirado  vidente,  el  multiforme  ima- 
ginativo, vivió  espiando  el  mundo  que 
le  rodeaba,  adivinando  tiempos  preté- 
ritos, creando  personajes  y  escenas,  sin 
distraerse  un  momento,  sin  apartar  de 
la  enorme  labor  sus  ojitos  sagaces. 

El   tabaco   era  su   compañero:    y    no 
buscaba  en  ese  abuso  un  excitante,  sino 


el  modo  de  concentrar  la  atención,  de  definir  el 
recuerdo,  de  sorprender  el  vocablo  preciso.  A 
Galdós  le  bastaba  ese  grano  de  opio  inextingui- 
ble  que  el  genio   tiene  en   el  cerebro, 

Ars,  Natura,  Varitas.  Lema  triangular  que  todo 
el  mundo  traduce  fácilmente,  lema  sencillo  de 
difícil  disciplina,  adoptó  el  maestro.  Artista,  na- 
tural, verídico  fué  toda  la  vida.  La  paciencia, 
la  constancia,  el  metódico  uso  de  sus  facultades, 
de  sus  cinco   sentidos  sobrehumanos,  ejercitados 


—  i3>i_;s^^ 


U  sombrm:    aste  es 
•i  secreto  de  Is  labor  ^• 


Prafefia  a  las  aventuras, 
•i  atisbarias  por  el  ojo  de 
ia  llave:  curiosear  entre  la 
madwdnmbie.  a  ir  en  las 
eonnitivas:  pesar  la  rula,  a 
comer.  Por  aso  «  vivir 
tranquilo  no  le  pesaba;  por 
eso  ha  llegado  modesta- 
rnonie  a  la  augusta  inmor- 

.  imaginación  volcáni- 
ca!; ¡Tres  caboas  en  unal* 
dice  hablando  de  si  mis- 
mo un  hifo  de  Caldos,  el 
iafenioso  loco  don  Ido  del 
Sagrario,  verdadero  Qui- 
jote de  las  noveluchas  por 
entregss.  Las  mismas  pala- 
bras deben  aplicarse  a  su 
padre  literario.  Una  fan- 
tasía volcánica  en  tres  ce- 
rrtiros  fuertes.  Arroyos  de 
lava  mansa,  torrentes  de 
lava  enloquecida  fluyen  de 
esa  cabeza  una  y  trina. 

¿Cuántas  personas  le  de- 
ben la  vida  o  la  resurrec- 
ción? El  mismo  dice  que 
ios  tipos  presentados  en 
Issdos  primeras  series  de 
los  Episodios  Nacionalts 
pasan  de  SOO.  En  los  de- 
más episodios  y  en  las  no- 
velas circulan  miles  de  per- 
sonajes hechos  a  imagen 
y  semejanza  del  hombre. 
La  mayoría  está  hecha  a 
imagen  y  semejanza  del 
espafiol. 

España,  desde  principios 
del  siglo  XIX  hasta  hace 
poco,  la  España  batalla- 
dora, revolucionaria,  mo- 
tinesca,  convertida  en  pá 
ginas  donde  las  aguas  fuer 
tes.  los  caprichos  goyescos. 
las  caricaturas  de  Ortego. 
los  apuntes  de  Valeriano 
Bécquer,  las  acuarelas  y 
cuadros  de  Fortuny.  los 
grabados  de  las  revistas  e 
Ilustraciones,  forman  li- 
bros, libros,  libro:. 

Y  es  Madrid  también  ia 
capital  de  esa  península  en 
esencia,  de  esa  España  me- 
tida en  un  atlas  literario. 
Casi  todos  los  tipos  galdo- 
sianos  sueflan  con  Madrid. 
passn  por  Madrid,  o  viven 

en  Madrid.  Conspiradores,  estudiantes,  indianos, 
aventureros,  mercaderes,  libertinos,  damas  anda- 
riegas, escritores,  hijas  en  busca  de  apellido,  padres 
atormentados,  ejércitos,  y  galeras,  y  arrierías. 
y  peatones,  todo  va  a  Madrid  o  se  queda  en  el 
camino  de  Madrid.  Porque  en  ese  mundo  creado 
por  Caldos  pululan  los  Quijotes  y  los  Sanchos 
que  se  desbordan  de  los  límites  cervantinos. 

Visionarios,  maniáticos,  locos,  buenos,  malos. 
beatíficos,  heroicos,  idiotas,  todos  sueñan  con 
fiebre  o  sin  fiebre,  hambrientos  o  ahitos:  confunden 
la  realidad  con  la  mentira.  La  política  de  partido 
y  la  política  de  secta  se  disputan  la  hegemonía 
espiritual  de  aquel  enjambre  que  zangolotea  o 
trabaja  o  lucha.  La  escritura  se  convierte  en  un 
rumor  de  multitud;  los  cuerpos  adquieren  relieve. 
No  nos  asombraria  que  el  libro  comenzara  a 
desbordar  seres  y  seres  diminutos  como  soldaditos 
de  plomo  animados. 

Y  entre  esos  hombres  vertamos  bullir  una  ca- 
terva de  seres  verdaderamente  pequeños  que  fal- 
tan en  casi  todas  las  obras  maestras:  los  niños.  El 
mundo  infantil  creado  por  Caldos  da  alegría  a  su 
mundo.  Niños  en  la  sitiada  Gerona,  niños  en  el 
estudio  de  León  Roch.  y  al  lado  de  Marianela.  y 
entre  Fortunata  y  Jacinta;  niños  en  todas  partes, 
pero  no  callados,  sino  tomando  parte  activa  en  la 
comedia  y  en  el  drama.   Este  cariño  de  Caldos 


CALDOS     CON     EL     FIEL     COMPAÑERO     DE     SUS     SOLEDADES. 

hacia  la  niñez  resulta  uno  de  sus  distintivos  más 
honrosos,  acaso  el  que  revela  mejor  su  ferviente 
culto  a  la  Humanidad. 

Caldos  es  humanitario,  sublimemente  humani- 
tario. Disculpa  los  yerros  y  quiere  el  bien  de  todos 
los  hombres.  Su  Nazarin  resulta  la  más  intensa 
glosa  literaria  de  Cristo.  Y  en  casi  todos  sus  libros. 
hay  hombres  y  mujeres  que  pecan  y  se  redimen, 
o  ansian  el  bien. 

Tan  sólo  por  ese  cariño,  mezclóse  en  política, 
abandonando  su  retraimiento  para  agregarse  a  los 
liberales  y  a  los  republicanos.  Tan  sólo  por  ese 
cariño,  escribió  dramas  y  comedias,  aguantando 
cansadores  homenajes  populares.  La  España  libe- 
ral necesita  agradecerle  mucho  a  ese  diputado 
silencioso,  a  ese  autor  escénico  de  obras  partida- 
rias que  sirvieron  de  bandera. 


Hubo  en  Andalucía  un  pobre  noticiero  que  al 
ver  el  facsímile  de  una  cuartilla  galdosiana  llena 
de  enmendaturas,  dijo:  /Hombre:  yo  tacho  menos 
que  Caldos.'.    > 


Ese  periodista  opinaba 
lo  contrario  que  mucha 
gente:  /  Yo  tacho  más  que 
Caldos.'  /Caldos  debiera  ta- 
char más.',  vienen  a  decir 
los  que  ponen  peros  al  es- 
tilo galdosiano.  Más  co- 
rrección, más  lima,  más 
casticismo  le  pidieron. 

Es  preciso  disentir  un 
poco  de  esa  opinión.  El 
maestro  no  lamia  sus  hijos 
como  las  gatas:  soplaba  a 
la  manera  de  un  dios.  Asi 
han  salido  unos  bien  ador- 
nados párrafos  eufónicos, 
rítmicos,  y  otros  más  sen- 
cillamente ataviados.  El 
esmeril  pule  el  acero,  raya 
el  oro,  deslustra  el  cristal 
y  se  deshace  contra  el  bri- 
llante. En  el  estilo  de  Cal- 
dos hay  oro,  acero,  bri- 
llante y  cristal,  en  enormes 
cantidades;  las  palabras 
y  los  tropos  reflejan 
la  luz  ola  absorben,  poseen 
e!  sentido  preciso  y  la 
aplicación  original.  Y, 
además,  tiene  nervios,  y 
sangre,  y  músculo,  y  osa- 
menta. No  está  hecho  de 
cabellos  recortaditos,  como 
el  cenotafio  que  le  costó 
la  ceguera  a!  hábil  Bringas. 

Los  que  se  desviven  por 
contar  en  español  cosas 
imaginadas  o  traídas  del 
natural,  los  aprendices  de 
novelistas,  deben  estudiarse 
la  obra  galdosiana. 

Hay  muchos  maestros 
unilaterales:  éste  enseña  a 
manejar  la  ironía,  aquél  la 
piedad,  el  otro  el  terror,  etc. 
Don  Benito  proporciona 
múltiples  enseñanzas. 

Las  comparaciones  son 
peligrosas  para  el  artista  o 
el  objeto  que  deseamos  re- 
alzar; son  peligrosas,  pues 
tienen  la  virtud  de  negati- 
va, no  de  restarles  méritos, 
sino  de  buscarles  enemigos. 
Amo  tanto  a  Caldos,  que 
desearía  verlo  leído  por  to- 
dos aquellos  que  aun  no 
le  conocen,  por  todos  los 
partidarios  de  los  mejores 
novelistas. 

Creed  en  vuestros  ídolos 
nacionales  o  extranjeros, 
a  atención  debida  a  ese  gran- 
dioso artífice.  No  os  detengáis  en  Doña  Perfecta 
o  en  Marianela;  id  al  Amigo  Manso,  Fortunata  y  Ja- 
cinta, los  Torquemada,  Halma  y  esos  otros  mo- 
numentos de  la  literatura  española  y  de  la  bon- 
dad universal. 

Para  los  escritores  nuestros,  el  idioma  de  Caldos 
vale  tanto  como  el  de  Cervantes. 

Cada  uno  debe  honrarle  a  medida  de  la  propia 
admiración  y  fuerzas. 

Los  discípulos  que  le  rodearon  en  vida,  los  que 
también  son  maestros,  están  obligados  a  escri- 
birnos uno  de  esos  libros  que  ingleses,  franceses, 
alemanes  e  italianos  construyen  para  glorificar 
la  obra  de  sus  genios,  libros  que  los  dibujantes, 
pintores   y   escultores   ilustran. 

Aparte  de  los  veinte  primeros  episodios  y  de  los 
tipos  que  pertenecen  a  la  historia,  no  conocemos 
la  traducción  gráfica  de  las  criaturas  galdosianas. 
Y,  sin  embargo,  un  aceptable  Miquis  o  una  linda 
Gloria  son  obras  más  hacederas  que  los  no  con- 
seguidos retratos  de  don  Quijote  y  Sancho. 

El  llorado  creador,  el  que  tanto  enseñó,  el  que 
comenzó  verdaderamente  a  depurar  nuestro  gusto, 
el  que  tantos  seudónimos  ha  sugerido,  merece 
ese  homenaje. 

Eduardo  del  Saz. 


mas  concededle 


:  H  1. 


—T::>i.S^^r&   x,^Lma>v— 


■usa  iin(r«n  •dificJo  Ua- 
mado  Ditciomtrio  dt  la 
¿OTftM  CastiUmi—.  de 
nmaRe  tmn  ooloal  y 
fuon  da  medida  que, 
t}  decir  da  los  cronis- 
tas, ocupaba  casi  la 
marta  parto  de  una 
mesa,  de  estas  que. 
iestinadas  a  varios 
laos,  vemos  en  !as  ca- 
sas da  los  hombres.  Si 
■  MI  ctwar  a  U.I  vie)o  documento  hallado 
M  vi*)iñBe  popilre.  cuando  ponían  al  tal 
•dMeio  «a  al  astante  de  su  dueAo,  la  tabla 
qaa  lo  aoatania  amana laba  desplomarse,  con 
datriaanto  de  todo  lo  que  había  en  ella. 
l&..-.*>i»iiU  doa  andias  murallonos  do  car- 
ite, (ocradoa  en  piel  de  becerro  jaspeado. 
y  aa  la  fa**^''«.  que  era  también  de  cuero. 
m  «ala  on  aaeiio  cartel  con  doradas  letras. 
q«a  dedan  al  nnndo  y  a  la  posteridad  el 
aoaibre  r  alfnlSeacite  de  aquel  gran  monu- 
aiaRMb 

Por  daatra  ara  un  laberinto  tan  maravi- 
HoaB,  qoa  ni  ai  misrao  de  Creta  se  le  igualara. 
OMdhalo  hasta  Miacien tas  paredes  de  papel 
cea  aai  Dtmaros  llaraados  pkginas.  Cada  es- 
pade «alaba  subdividido  en  tres  corredores 
o  I  ■  a|tai  muy  grandes,  y  en  estas  crujías  se 
HP*»»—  iaaumerables  celdas,  ocupadas  por 
loa  odMCtentoa  o  novecientos  mil  seres  que 
eo  aquel  vaftUmo  recinto  tenían  su  habí- 
taddn.  Estos  lefas  se  llamaban  palabras. 


Una  mafiana  sintiéae  gran  ruido  de  voces, 
ITtta^tt  dtoques  de  armas,  roce  de  vestidos. 
namamíentos  y  relinchos,  como  si  un  nume- 
rosa ejército  se  levantara  y  vistiese  a  toda 
prin.  aperdbiéodoie  para  una  tremenda 
batana.  Y  a  la  verdad,  cosa  de  guerra  debía 
de  ser.  porque  a  poco  rato  salieron  todas  o 
caai  toáta  las  palabras  del  Diccionario,  con 
foertas  y  relucientes  armas,  formando  un 
II»  aiihfln  tan  grande  que  no  cupiera  en  la 
miaña  Biblioteca  Nacional.  Magnífico  y 
sorpcendente  era  el  espectáculo  que  este 
e)érdto  presenuba.  según  me  dijo  el  testigo 
ocalar  que  lo  presenció  todo  desde  un  escon- 
drijo inmediato,  el  cual  testigo  ocular  era 
nn  triejUmo  Fhs  saactarum.  forrado  en  per- 
gamino, que  en  el  propio  estante  se  hallaba 
a  la  sazón. 

Avanzó  la  comitiva  hasta  que  estuvieron 
todas  las  palabras  fuera  del  edindo.  Trataré 
da  dascribir  el  orden  y  aparato  de  aquel 
ejérdto.  siguiendo  flelinente  la  veraz,  escru- 
pulosa y  auténtica  narración  de  mi  amigo 
el  Flos  saitctorum 

Delante  marchaban  unos  heraldos  llama- 
dos Artículos,  vestidos  con  magnificas 
dafattiticas  y  cotas  de  finísimo  acero:  no 
llevaban  armas,  y  sí  los  escudos  de  sus  sefio- 
res  los  Sustantivos,  que  venían  un  poco  más 
atrás.  Estos,  en  número  casi  infinito,  eran 
tan  vistosos  y  gallardos  que  daba  gozo  verlos. 
Unos  llevaban  resplandecientes  armas  del 
mis  puro  metal,  y  cascos  en  cuya  cimera 
ondeaban  plumas  y  festones:  otros  vestían 
lorigas  de  cuero  finísimo,  recamadas  de  oro 
y  pblta:  otros  cubrían  sus  cuerpos  con  luen- 
goa  trajes  talares,  a  modo  de  senadores 
venecianas.  Aquéllos  montaban  poderosos 
potras  ricamente  enjaezados,  y  otros  iban 
a  pie.  Algunos  parecían  menos  ricos  y  lujosos 
que  los  detnis:  y  aun  puede  asegurarse  que 
habla  bastantes  pobremente  vestidos,  si  bien 
éstos  aran  poco  vistos,  porque  el  brillo  y  ele- 
gancia de  los  otros,  como  que  los  ocultaba 
y  obscurecía.  Junto  a  los  Sustantivos  mar- 
chahan  los  f^onombres,  que  iban  a  pie  y 
dshals,  nevando  la  brida  de  los  caballos, 
o  deliis,  sosteniendo  la  cola  del  vestido  de 
sus  amos,  ya  gullndoles  a  guisa  de  lazarillos. 
ya  dándoles  el  brazo  para  sostén  de  sus 
llaoos  cuerpos,  porque,  sea  dicho  de  paso, 
también  haMa  Sustantivos  muy  valetudina- 
rios y  decrépitos,  y  algunos  parecían  próxi- 
mos a  morir.  También  se  veían  no  pocos 
notwfflbres  representando  a  sus  amos,  que 
K  quedaron  en  cama  por  enfermos  o  pere- 
zosos, y  estos  Pronombres  formaban  en  la 
linea  de  los  Sustantivos  como  si  de  tales 
hubieran  categoria.  No  es  necesario  decir 
que  los  habla  de  ambos  sexos;  y  las  damas 
cabalgaban  con  igual  donaire  que  los  hom- 
bres, y  aun  esgrimían  las  armas  con  tanto 
deaoifado  como  ellos. 

Detrás  venian  los  Adjetivos,  todos  a  pie: 
y  eran  como  servidores  o  satélites  de  los 
Sustantivos,  parque  formaban  al  lado  de 
ellos,  atendiendo  a  sus  órdenes  para  obede- 
cerlas. Era  cosa  sabida  que  ningún  caballero 
Sustantivo  podía  hacer  cosa  derecha  sin  el 
auxilio  de  un  buen  escudero  de  la  honrada 
familia  de  los  Adjetivos:  pero  éstos,  a  pesar 
de  la  fuerza  y  significación  que  prestaban  a 
sus  amos,  no  valían  solos  ni  un  ardite,  y  se 
aniquilaban  completamente  en  cuanto  que- 
daban solos.  Eran  brillantes  y  caprichosos 
sus  sdomos  y   trajes,   de  colores   vivos   y 


formas'  muy  de- 
terminadas:  y 
ara  de  notar  que 
cuando  se  acer- 
caban al  amo. 
éste  tomaba  el 
color  y  la  forma 
de  aquéllos,  que- 
dando transfor- 
mado al  exte- 
rior, aunque  en 
esencia  el  mis- 
mo. Como  a  diez 
varas  de  distan, 
cía  venian  los 
Verbos,  que  eran 
unos  seftores  de 
lo  más  extratlo 
y  maravilloso 
que  puede  con- 
cebir la  fanta- 
sía. No  es  posi- 
ble decir  su  se- 
xo, ni  medir  su 
estatura,  ni  pin- 
tar sus  faccio- 
nes, ni  contar 
su  edad,  ni  des- 
cribirlos con  pre- 
cisión y  exacti- 
tud. Basta  saber 
que  se  movían 
mucho  y  a  lo- 
dos lados,  y  tan 
pronto  iban  ha- 
cia atrás  como 
hacia  adelante, 
y  se  juntaban 
dos  para  andar 
aparejados. 

Lo  cierto  del 
caso,  según  me 
aseguró  el  Flos 
sarictorum.  es 
que  sin  los  tales  personajes  no  se  hacu  cjsj 
a  derecha  en  aquella  república,  y,  si  bien  los 
Sustantivos  eran  muy  útiles,  no  podían 
hacer  nada  por  si,  y  eran  como  instrumentos 
ciegos  cuando  algún  señor  Verbo  no  los 
dirigía.  Tras  éstos  venian  los  Adverbios,  que 
tenían  cataduras  de  pinches  de  cocina:  como 
que  su  oficio  era  prepararles  la  comida  a  los 
Verbos  y  servirles  en  todo.  Es  fama  que  eran 
parientes  de  los  Adjetivos,  como  lo  acredita- 
ban viejísimos  pergaminos  genealógicos,  y 
aun  había  Adjetivas  que  desempeñaban  en 
ajmisión  la  plaza  de  Adverbios,  para  lo  cual 
bastaba  ponerles  una  cola  o  falda  que  de- 
cía mente. 

Las  preposiciones  eran  enanas:  y  más  que 
personas  parecían  c^sas,  moviéndose  auto- 
máticamente: iban  junto  a  bs  Sustantivos 
para  llevar  recado  a  algún  Verbo,  o  viceversa. 
Las  conjunciones  andaban  por  todos  lados 
metiendo  bulla:  y  una  de  ellas  especialmente, 
llamada  que.  era  el  mismo  enemigo  y  a  todos 
los  tenía  revueltos  y  alborotados,  porque 
indisponía  a  un  señor  Sustantivo  con  un 
señor  Verbo,  y  a  veces  trastornaba  lo  que 
éste  decía,  variando  completamente  el  sen- 
tido. Detrás  de  todos  marchaban  las  inter- 
jecciones, que  no  tenían  cuerpo,  sino  tan  s61o 
cabeza  con  gran  boca  siempre  abierta.  No  se 
metían  con  nadie,  y  se  manejaban  solas:  que 
aunque  pocas  en  número,  es  fama  que  sabían 
hacerse  valer. 

De  estas  palabras,  algunas  eran  nobilísi. 
mas,  y  llevaban  en  sus  escudos  delicadas  em- 
presas, por  donde  se  venía  en  conocimiento 
de  su  abolengo  latino  o  árabe:  otras,  sin  al- 
curnia antigua  de  que  vanagloriarse,  eran 
nuevecillas,  plebeyas  o  de  poco  más  o  menos. 
Las  nobles  las  trataban  con  desprecio.  Algu- 
nas había  también  en  calidad  de  emigradas 
de  Francia,  esperando  el  tiempo  de  adquirir 
nacionalidad.  Otras,  en  camljio,  indígenas 
hasta  la  pared  de  enfrente,  se  caían  de  puro 
viejas,  y  yacían 
arrinconadas, 
aunque  las  de- 
más guardaran 
consideración  a 
sus  arrugas:  y 
las  había  tan  pe- 
tulantes y  pre- 
sumidas, que 
despreciaban  a 
las  demás  mi- 
rándolas enfátí- 
camente- 

Llegaron  a  la 
plaza  del  Están- 
te  y  la  ocuparon 
de  punta  a  pun- 
ta. El  verbo  Ser 
hizo  una  especie 
de  cadalso  o  tri- 
buna con  dos 
admiraciones  y 
algunas  comas 
que  por  allí  ro- 
daban, y  subió 
a  él  con  inten- 


LA 

CQNjyípAClON 

DENITO 
GALDO§ 


oión  de  despo- 
tricarse: pero  le 
quitó  la  palabra 
un  Sustantivo 
muy  travieso  y 
hablador,  llama- 
do Hombre,  el 
cual,  subiendo  a 
los  hombros  de 
sus  edecanes,  los 
simpáticos  Ad- 
jetivos Racional 
y  Libre,  saludó 
a  la  multitud, 
quitándose  la  H. 
que  a  guisa  de 
sombrero  le  cu- 
bría, y  empezó 
a  hablar  en  estos 
o  parecidos  tér- 
minos: 

«Señores:  La 
osadía  de  los  es- 
critores españo- 
les  ha  irritado 
nuestros  ánimos, 
y  es  preciso  dar- 
les justo  y  pron- 
to castigo.  Ya 
no  les  basta  in- 
troducir en  sus 
libros  contra- 
bando francés, 
con  gran  detri- 
mento de  la  ri- 
queza nacional. 
\  sino  que  cuando 
I  por  casualidad 
I  se  nos  emplea. 
I  trastornan  nues- 
I  tro  sentido  y  nos 
I      hacen    decir   lo 

V nuun.u.m.,. t z      contrarío    de 

nuestra  inten- 
ción. {Bien.  bien).  De  nada  sirve  nuestro  no- 
ble origen  latino,  para  que  esos  tales  res- 
peten nuestro  significado.  Se  nos  desfigura 
de  un  modo  que  da  grima  y  dolor.  Así,  per- 
mitidme que  me  conmueva,  porque  las  lá- 
grimas brotan  de  mis  ojos  y  no  puedo  re- 
primir la  emoción.»  (Nutridos  aplausos). 

El  orador  se  enjugó  las  lágrimas  con  la 
punta  de  la  e.  que  de  faldón  le  servía,  y  ya 
se  preparaba  a  continuar,  cuando  le  distrajo 
el  rumor  de  una  disputa  que  no  lejos  se  había 
eitablado. 

Era  que  el  Sustantivo  Sentido  estaba  dan- 
do de  mojicones  al  Adjetivo  Común,  y  le 
decía: 

oPerro.  foll6n  y  sucio  vocablo;  por  ti  me 
traen  asendereado,  y  me  ponen  como  salva- 
guardia de  toda  clase  de  desatinos.  Desde  que 
cualquier  escritor  no  entiende  palotada  de 
una  ciencia,  se  escuda  con  el  Sentido  Común. 
y  ya  le  parece  que  es  el  más  sabio  de  la  tierra. 
Vete,  negro  y  pestífero  Adjetivo,  lejos  de  mí. 
o  te  juro  que  no  saldrás  con  vida  de  mis 
manos. 

Y  al  decir  esto,  el  Sentido  enarboló  la  /,  y 
dándole  un  garrotazo  con  ella  a  su  escudero, 
le  dejó  tan  mal  parado,  que  tuvieron  que 
ponerle  un  vendaje  en  la  o,  y  bizmarle  las 
costillas  de  la  m.  porque  se  iba  desangrando 
por  allí  a  toda  prisa. 

('Haya  paz,  señores»  -  dijo  un  Sustantivo 
Femenino  llamado  Filosofía,  que  con  due- 
ñescas  tocas  blancas  apareció  entre  el  tu- 
multo. Mas  en  cuanto  la  vio  otra  palabra 
llamada  Música,  se  echó  sobre  ella  y  empezó 
a  mesarla  los  cabellos  y  a  darle  coces,  can- 
tando así: 

—  Miren  ia  bellaca,  la  sandia,  la  loca 
¿pues  no  quiere  llevarme  encadenada  con 
una  Preposición,  diciendo  que  yo  tengo  Filo 
sofía?  Yo  no  tengo  sino  Música,  hermana 
Déjeme  en  paz  y  púdrase  de  vieja  en  com 
pañía  de  la  Alemana,  que  es  otra  vieja  loca 

—  Quita  allá 
bullanguera  — 
dijo  la  Filosofía 
arrancándole  a 
la  Música  el  pe- 
nacho o  acento 
que  muy  erguido 
sobre  la  u  lleva- 
ba:-—  quita  allá, 
que  para  nada 
vales,  ni  sirves 
más  que  de  pa 
satiempo  pueril, 

—  Poco  a  po 
co,  señoras  mías 
—  gritó  un  Sus 
tantivo,  alto 
delgado,  flaco  j 
medio  tísico.  Ha 
mado  el  Seníi 
miento.  A  ver 
t^eñora  Filosofía 
si  no  le  dice 
usted  esas  cosas 
a  mi  hermana  o 
tendremos    que 


vernos  lascaras.  Estése  usted  quieta  y  deje 
a  Perico  en  su  casa,  porque  todos  tenemos 
trapitos  que  lavar,  y  si  yo  saco  los  suyos, 
ni  con  colada  habrán  de  quedar  limpios. 

^  Miren  el  mocoso  —  dijo  !a  Razón  que 
andaba  por  allí  en  paños  menores  y  un  po- 
quillo  desmelenada  -  -  ¿qué  sería  de  estos 
badulaques  sin  mi?  No  reñir,  y  cada  uno  a 
su  puesto,  que  si  me  incomodo,.. 

—  -  No  ha  de  ser  —  dijo  el  Sustantivo  Mai 
que  en  todo  había  de  meterse. 

-  ¿Quién  le  ha  dado  a  usted  vela  en  este 
entierro,  tío  Mal.^  Vayase  al  Infierno,  que 
ya  está  demás  en  el  mundo. 

-No,  señoras,  perdonen  usías;  que  no 
estoy  sino  muy  retebién.  Un  poco  decaidilb 
andaba;  pero  después  que  tomé  este  lacayo, 
que  ahora  me  sirve,  me  voy  remediando.  - 
Y  mostró  un  lacayo  que  era  el  Adjetivo 
Necesario. 

—  Quítenmela,  que  la  mato  —  chillaba  la 
Religión,  que  había  venido  a  las  manos  con 
la  Política:  -  quítenmela  que  me  ha  usur- 
pado el  nombre  para  disimular  en  el  mundo 
sus  socaliñas  y  gatuperios. 

—  Basta  de  indirectas.  ¡Orden!  —  dijo  el 
Sustantivo  Gobierno,  que  se  presentó  para 
poner  paz  en  el  asunto. 

—  Déjelas  que  se  arañen,  hermano  ob- 
servó la  Justicia;  —  déjelas  que  se  ara- 
ñen que  ya  sabe  vuecenc'a  que  rabian  de 
verse  juntas.  Procuremos  nosotros  no  andar 
también  a  U  greña,  y  adelante  con  les 
faroles. 

Mientras  esto  ocurría,  se  presentó  un  ga- 
llardo Sustantivo,  vestido  con  relucientes 
armas-  y  trayendo  un  escudo  con  peregrinas 
figuras  y  lema  de  plata  y  oro.  Llamábase  el 
Honor  y  venia  a  quejarse  de  los  innumera- 
bles desatinos  que  hacían  los  humanos  en  su 
nombre,  dándole  las  más  raras  aplicaciones, 
y  haciéndole  significar  lo  que  más  les  venia 
a  cuento.  Pero  el  Sustantivo  Moral,  que  es- 
taba en  un  rincón  atándose  un  hilo  en  la  /  que 
se  le  había  roto  en  la  anterior  refriega,  se 
presentó,  atrayendo  la  atención  general. 
Quejóse  de  que  se  le  subían  a  las  barbas 
ciertos  Adjetivos  advenedizos,  y  concluyó 
diciendo  que  no  le  gustaban  ciertas  compa- 
ñías y  que  más  le  valiera  andar  solo,  de  lo 
cual  se  rieron  otros  muchos  Sustantivos  fa- 
chendosos que  no  llevaban  nunca  menos  de 
seis  Adjetivos  de  servidumbre. 

Entretanto  la  inquisición,  una  víejecilla 
que  no  se  podía  tener,  estaba  pegando  fuego 
a  una  hoguera  que  había  hecho  con  ínterro 
gantes  gastados,  palos  de  7"  y  paréntesis  ro 
tos,  en  la  cual  hoguera  dicen  que  quería  que 
mar  a  la  Libertad,  que  andaba  dando  zan 
cajos  por  allí  con  muchísima  gracia  y  desen 
voltura.  Por  otro  lado  estaba  el  Verbo  Matar 
dando  grandes  voces,  y  cerrando  el  puño  con 
rabia,  decía  de  vez  en  cuando: 

('¡Si  me  conjugo. .  .1» 

Oyendo  lo  cual  el  Sustantivo  Pa¿,  acudió 
corriendo  tan  a  prisa,  que  tropezó  en  la  z  con 
que  venia  calzada,  y  cayó  cuan  larga  era, 
dando  un  gran  batacazo. 

-  Allá  voy  - —  gritó  el  Sustantivo  Arte. 
que  ya  se  había  noetido  a  zapatero.  Allá  voy 
a  componer  este  zapato,  que  es  cosa  de  mi 
incumbencia. 

Y  con  unas  comas  le  clavó  la  z  a  la  Paz, 
que  tomó  vuelo,  y  se  fué  a  hacer  cabriolas 
ante  el  Sustantivo  Catión,  de  quien  dicen 
estaba  perdidamente  enamorada. 

No  pudiendo  ni  el  Verbo  Ser,  ni  el  Sustan- 
tivo Hombre,  ni  el  Adjetivo  Racional,  poner 
en  orden  a  aquella  gente,  y  comprendiendo 
que  de  aquella  manera  iban  a  ser  vencidos 
en  la  desigual  batalla  que  con  los  escritores 
españoles  tendrían  que  emprender,  resolvie- 
ron volverse  a  su  casa.  Dieron  orden  de  que 
cada  cual  entrara  en  su  celda,  y  así  se 
cumplió;  costando  gran  trabajo  encerrar  a 
algunas  camorristas  que  se  empeñaban  en 
alborotar  y  hacer  el  coco. 

Resultaron  de  este  tumulto  bastantes  he- 
ridos, que  aun  están  en  el  hospital  de  sangre 
o  sea  Fe  de  erratas  del  Diccionario.  Han  de- 
terminado congregarse  de  nuevo  para  exa- 
minar los  medios  de  imponerse  a  la  gente  de 
letras.  Se  están  redactando  las  pragmáticas 
que  establecerán  el  orden  en  las  discu- 
siones. No  tuvo  resultado  el  pronuncia- 
miento, por  gastar  el  tiempo  los  conjurados 
en  estériles  debates  y  luchas  de  amor  propio, 
en  vez  de  congregarse  para  combatir  al  ene 
migo  común:  asi  es  que  concluyó  aquello  co 
mo  el  Rosario  de  la  Aurora. 

El  Flos  sancíorum  me  asegura  que  la  Gra- 
mática había  mandado  al  Diccionario  una 
embajada  de  géneros,  números  y  casos,  para 
ver  si  por  las  buenas  y  sin  derramamiento 
de  sangre  se  arreglaba  los  trastornados  asun  ■ 
tos  de  la  Lengua  Castellana. 


MADRID.     ABRIL     DE     1868 

DIBUJOS  DE  SIRIO 


—  I3>LJVw^.S 


l^^— 


LyxK/LCE  Elegía. 

(EN     MEMORIA    DE     LOS     MUERTOS     QUERIDOS) 

Acuérdate  que  mi  vida  es  un  viento,  y 
que  mis  ojos  no  volverán  a  ver  el  bien. 

...      ,         ^  .  Libro  de  Job. 

Mi  alma  triste,  ■' 

Solitaria. 

Llena  está  de  un  duelo  antiguo. 

De  un  deseo  melancólico  de  lágrimas, 

Sollozante  de  gemidos  como  lira 

Por  mil  cuitas  vagorosas  acordada: 

Suspendida 

Del  misterio  de  la  muerte  ante  las  aras, 

Ante  el  sino  de  las  vi'das  que  me  fueron 

Más  dilectas  y  más  caras. 

Y  hoy  por  siempre  de  mi  senda 

Por  las  parcas  alejadas. 

Alma  mía. 

Del  dolor  pálida  hermana. 

Impregnada  de  esa  trémula  tristeza 

Que  acompaña 

Los   sensibles   corazones    lastimados   por   las   flechas 

De  las  penas  enconadas; 

Hoy  desnuda  de  sus  reales  atavíos. 

De  su  clámide,  como  nieve  pura  y  blanca. 

De  sus  mirajes  sonrientes. 

De  sus  poéticas  albas, 

De  sus  ensueños  tendidos  como  un  gran  manto  de  oro- 

¡Oh  mi  alma! 

Que  en  la  amargura  infinita 

De  los  pesares  te  bañas. 

Ven  y  llora  la  partida 

Desoladamente  larga 

De  aquellos  seres  amados 

A  quienes  tocó  la  muerte  con  su  mano  yerta  y  pálida- 

Que  se  fueron 

Envueltos  en  su  mortaja. 

En  su  candido  sudario 

Regado  por  nuestras  lágrimas. 

Y  dejando 

Tras  su  marcha 

Nuestros  pechos  florecidos 

De  los  dolores  más  tristes. 

De  las  más  hondas  nostalgias. 

De  los  más  crueles  hastíos 

Que  sufrieron  los  mortales  náufragos  de  la  esperanza. 

|0h  mis  queridos  amigos! 
Compañeros  predilectos  de  la  infancia. 
Ya  por  siempre  confundidos 

En  el  reino  de  las  sombras  eternales,  subterráneas, 
Y  vosotros  mis  amados. 
Mis  alegres  camaradas 
De  la  juventud  prístina, 

De  los  años  recamados  de  brillantes,  áureas  galas 
Que  partisteis  de  repente. 
Cuando  apenas  ensayabais  vuestras  alas 
En  mitad  de  la  existencia. 
De  la  senda  dura  y  ardua. 
Sumergiéndoos  por  siempre  en  el  misterio 
De  la  nada. 

A  vosotros  canto  ahora 
Mi  más  dulce  y  mi  más  íntima  palabra: 
Por  vosotros  alzo  en  alto  mi  más  férvida 
Oración  y  la  plegaria 
Más  doliente,  más  sincera  y  compasiva 
Que  mi  labio  murmurara. 

Porque  vosotros  dejasteis  este  mundo,  amigos  míos, 
En  edad  harto  temprana. 
Cuando  todo  os  sonreía: 
La  existencia  con  sus  dichas  y  sus  gracias, 
El  amor  con  sus  halagos 

Y  sus  bruscas  y  fatales  asechanzas: 
El  trabajo  con  el  grávido  cortejo  de  sus  triunfos 

Y  su  fama. 

El  ideal  con  las  visiones  de  sus  cumbres  extendidas 
Como  inmensas  sucesiones  de  enigmáticas  montañas: 
Cuando  todo  a  vuestro  lado 
Mansamente  susurraba 
Su  poema  de  ilusiones. 


Ti 


ÍV^EJNIO 


WKZ  lloj 


MERO 


vVlí 


,L^' 


1' 


De  más  firmes  y  serenas  esperanzas, 

T    la  vida  os  elegía 

Para  grandes,  beneméritas  cruzadas 

Con  cuyos  lauros  heroicos 

Vuestras  ánimas  soñaban 

Ceñir  las  radiosas  frentes. 

En  la  gloria  del  azul  resplandeciente 

Como  mármoles  helenos  levantadas. 

Ya  mis  ojos. 
Fatigados  de  mirar  tristezas  tantas 
bufnmientos  tan  acerbos 
Amarguras  tan  tenaces,  tan  aciagas 
bstan  secos  y  no  vierten  ' 

El  consuelo  de  las  lágrimas. 
Al  mirar  hacia  el  pasado 

Hacia  el  fondo  de  los  años  transcurridos,  se  levantan 
Como  sombras  dolorosas.  'evantan 

Como  rígidos  fantasmas. 

M?s  Sra""  '°"^"^"  "'  '°^  ^^-  'í-  -  '-  Vida 
Veo  imágenes  queridas. 
Madre,  hermanos,  frutos  sacros  de  la  rama 
De  un  gran  árbol 

Al  que  el  viento  de  la  vida  sacudió  con  fiera  saña- 
Miro  rostros  pensativos.  ^• 
Dulces  caras 
De  leales  compañeros. 
Vinculados  por  la  dicha  o  la  desgracia 
De  mi  vida  en  los  comienzos 

0  en  la  ruta,  ya  más  larga 

NnJiLl'^"'''."'  ^"  ''"^  ^""^ves  pensamientos 
Nos  laceran  fríamente,  como  garras 

1  ios  veo 

Como  cuando,  con  gallardas 

Actitudes,  obstinados,  impregnados 

De  unción  santa 

Iban  todos  por  los  cármenes  risueños 

Las  pupilas  en  los  cielos  enclavadas   ' 

Deshojando  entre  sus  dedos 

Las  simbólicas  coronas  ofrendarias 

Y  diciendo  en  sus  canciones 

Las  palabras 

Augúrales,  las  supremas 

Oraciones  inspiradas 

En  el  triunfo  de  la  vida,  en  la  segura 

vfsSn  pura  '"'"'"°'  ^'  '""^"'^'^  ^  «"  '^  <='ara 

De  ideales  esculpidos  en  el  fondo  de  las  almas. 

Sombras  sólo. 
Vagas  manchas 
Que  ya  pocos  rememoran 
Son  los  fieles  camaradas 
Que  en  el  reino  de  la  muerte  penetraron 
bn  la  blanca 
Mansión  lúgubre  y  silente 
Donde  el  labio  humano  calla. 
En  el  reino  pavoroso  de  la  muerte 
Que  la  estrella  de  los  cielos  desampara 
De  sus  mágicos  destellos. 
De  su  luz  piadosa  y  casta. 
¡Cuan  felices 

Los  amigos  que  partieron,  moradores 
De  la  noche,  para  quienes  la  Isis  trágica 
Levantó  sus  densos  velos  enigmáticos! 
Dulce  calma  los  acoja  en  su  fantástica  morada 
Mientras  suben  hacia  ellos 
Nuestras  místicas  plegarias. 
De  las  diáfanas  regiones 
Donde  surcan  los  querubes  con  sus  alas 
bus  pupilas 

Nos  envían  sus  más  flébiles  miradas 
Leen  el  almo  pensamiento  que  está  escrito 
tn  el  fondo  de  nuestra  alma, 
Pensamiento 
Hecho  de  lágrimas. 

Ante  el  ara  del  recuerdo,  en  holocausto 
Dulcemente,  tristemente  derramadas. 


FOTOGRAFÍA    DE    VAN    FIEL. 


STE  dificilísimo  juego  del  golf  es  uno  de  los  deportes  de 
más  larga  historia.  Originario  de  Escocia,  fué  traído  a  Ingla- 
terra por  los  oficiales  aristócratas  de  Guillermo  el  Conquis- 
tador. Desde  entonces  ocupa  gran  parte  de  los  ocios  adi- 
nerados, distrayendo  a  todos  los  que  pueden  permitirse 
ese  lujo.  No  es  popular,  por  lo  tanto,  como  el  football  y  el 
turf,  pero  entre  todos  los  deportes,  aparte  del  rowing. 
resulta  el  más  sano  porque  se  halla  impregnado  de  oxígeno 
campestre  y  no  requiere  los  esfuerzos  prodigiosos  de  muchos 
juegos.    El   golf  es   cuestión   puramente   de   destreza,   y  el 


factor  violencia  hállase  descartado.  El  golf  es  una  especie  de  paseo  circular 
donde  el  bastón  o  los  bastones  se  usan,  no  para  apoyarse  en  el  suelo,  sino  para 
emplearlos  a  manera  de  maza,  haciendo  volar  a  una  pelota  que  con  saltos  sa- 
bios o  torpes  cae  sucesivamente  en  diez  y  ocho  hoyos.  Como  en  todos  los 
paseos  de  la  vida  humana,  las  caminatas  del  golf  tienen  sus  accidentes  e  inci- 
dentes, sus  obstáculos  y  sus  sorpresas.  Tal  vez  por  esto  se  llame  golf  a  ese 
deporte,  que  en  cierta  manera  se  asemeja  a  la  difícil  navegación  de  los  golfos, 
pasajes  marítimos  donde  el  piloto  necesita  una  pericia  singular.  Las  embos- 
cadas y  sorpresas  naturales  de  los  golfos  están  representadas  en  el  golf 
por  los    hazards.    Los  hazards  pueden    ser  también  naturales  o  artificiales. 


EEPtRANDO     TURNO, 


TERRAZA    DEL    CLUB, 


J 


— I=»I_7^'^ 


OXDOO  cro^  nnn^ 


OOO   OCDOCOCSD 


*Ct»cX«DOSE    AL    HOYO. 


ELEGANCIA    Y    MAESTRÍA. 

Son  preferidos  estos  últimos,  y  varían  en  la 
construcción.  La  pelota  de  caucho,  bastante 
pequeña  y  de  rugosa  superficie,  tiene  que 
caer  sucesivamente  en  los  diez  y  ocho 
hoyos  y  en  el  menor  número  de  golpes  po- 
sible. Esos  hoyos  no  están  visibles  para 
el  jugador;  únicamente  una  banderita  que 
sobresale  por  encima  de  los  trozos  de  césped 
llamados  greens,  que  rodean  cada  hoyo, 
indican  la  distancia  aproximada,  como  ba- 
lizas en  medio  del  golfo. 

Lo  demás  es  muy  fácil:  se  reduce  a  jugar 
bien,  empleando  los  diversos  palos  que  el 
caddie  lleva  en  la  tradicional  funda  como 
un  vendedor  callejero  de  paraguas  y  basto- 
nes. Cosa  fácil  que  puede  compararse  a  un 
ejercicio  de  tiro  por  elevación,  realizado 
sin  telémetro  ni  tablas  de  cálculo.  Después 
de  unos  años  de  perder  partidas,  el  jugador 
llega  a  maestro. 

Quizás  en  la  breve  reseña  que  en  tono 
de  amable  broma  hemos  hecho  del  inte- 
resante juego,  hayamos  cometido  graves 
errores;  pero  nuestra  intención  fué  la  de 
indicar  algo  acerca  de  un  deporte  no  vul- 


¡UJhJN  f.üMIHNZO     L^E     PARTIDA. 


CCODOOOCDO   OOO  OO  030  00000)00)  O  CDO  O  O  OOCDOOCHD 


—  I^'LJN^.S 


EN  MARCHA  HACIA  EL  «  OREEN  ))  N.»  1. 


garizado.  El  que  quiera 
saber  más,  acuda  a  los 
libros   del   ramo. 

Confiesa  el  repórter, 
que,  más  que  el  juego  en 
sí,  le  interesó  el  ambiente 
sui  géncris  del  link. 

En  efecto:  desde  que 
se  pasa  bajo  la  portada 
rústica  del  Golf  Club,  de 
Mar  del  Plata,  una  vida 
pintoresca  y  atrayente 
surge  ante  la  vista.  Todo 
es  animación,  una  anima- 


f 


PRESENCIANDO    UN    PARTIDO    INTERESANTE 


cion  hermosamente  adornada  por  voces  claras  y  formas 
esbeltas  de  mujer.  El  repórter,  como  chambón  en  link 
ajeno,  no  sabe  a  donde  dirigir  la  vista. 

Hablase  allí  de  bogeys.  putting-greens,  matches  plays, 
empates,  golpes,  bunkers,  teeing-ground  y  otras  cosas 
técnicas  que  deben  ser  de  suma  claridad.  Aquello  parece 
una  garden-pariy,  y  puede  decirse  que  lo  es  verdadera- 
mente; una  garden-party  que  tiene  un  objeto  real,  salu- 
dable, donde  la  gente  no  se  reúne  con  un  pretexto  para 
continuar  bajo  la  arboleda  la  ficticia  vida  de  los  salones. 

En  el  primer  green,  una  linda  señorita  levanta  en  alto 
el  drwer  o  raqueta  de  salida.  Es  un  momento  que  pudiéra- 
mos llamar  escultural.  La  elegancia  de  la  postura,  que 
otras  jugadoras  repiten,  prueba  que  también  el  golf  se 
presta  admirablemente  para  el  lucimiento  coquetón  de 
poses  estatuarias.  Parte  el  golpe,  certero  casi  siempre, 
y  la  pequeña  esfera  salta  en  e!  aire.  Y  continúa  la  par- 
tida alegremente,  interesante,  de  ese  deporte  que  nuestra 
aristocracia  cultiva  con  tanta  asiduidad,  que  no  lo  aban- 
dona ni  durante  la  temporada  marplatense. 


FOTS.    DE    BALDISSEROTTO. 


— I3»rjv::s 


En  el  mapamundi 
de  los  soñadores,  de 
los  turistas  imagina- 
tivos, tu  nombre  es- 
tá indicado  con  le- 
tras de  océano,  de 
continente,  con  ca- 
racteres mayúscu- 
los, inmensos,  roji- 
zos, y  en  ese  nombre 
la  fantasía  andarie- 
ga lee  tres  nombres 
superpuestos  por  la 
historia:  Bizancio. 
Constantinopla,  Es- 
tambul: y  en  esos 
tres  nombres  otros 
muchos  más:  Pera, 
Calata.  Cuern  o  de 
Oro.  Suleimané. 
Eski  Mármora.  Sul- 
tana Validé. . . 

Sobre  el  mapa- 
mundi de  los  fan- 
taseadores, eres  la 
ciudad  más  próxima 
a  Venecia  y  a  las 
ciudades  de  Las  mil 
y  una  noches.  Tus 
caiques  esbeltos  y 


SOBRE  LAS  AGUAS 
tZL  ■ÓSPORO 
SURCE  LA  SILUE- 
TA mAcICA  de  LA 
EXTRAÍA  r  BELLA 
CIUDAD. 


(^ONXTy\JiTIN 

Z'*"^  /  /  /        ^      ^  ^  ^^   ri  ""tl-^^ 


ligeros  parecen  gón- 
dolas;   tus    mujeres 

—  siempre  veladas 
aunque  el  feminis- 
mo les  quitó  el  velo 

—  prometen  aven- 
turas; tus  habitan- 
tes indígenas  se  ase- 
mejan a  Simbad. 

Cuando  la  luna 
llena  recorta  en  los 
grabados,  en  los 
óleos  y  en  las  foto- 
grafías los  perfiles 
de  tus  minaretes  y 
tus  casas,  Constan- 
tinopla la  bien  ama- 
da, te  apoderas  de 
nuestros  corazones. 
Y  ni  las  celosas  ven- 
ganzas que  sumer- 
girán en  el  Bosforo 
tu  cadáver  embol- 
sado, ni  las  epide- 
mias, ni  todos  los 
peligros  con  que  la 
estampa  y  la  novela 
te  amenazan,  viaje- 
ro, matan  tu  amor 
a  la  ciudad  hermosa. 


TO,  ENCONTRÁN- 
DOSE NUEVA- 
MENTE  BAJO  LA 
V1'31LANC1A  DE 
LA    CRUZ. 


>.^^— 


n 


S      o     N     E     T    o 


OK  (jue  decir:  PrefnteMrnjemr  opafa  do    ^ 
Cual  Jija  rufa  i2nofa-,que  vamos  recorriendo. 

Como  fábula  ejcrüa.quejuefemos  leyenda 
AJÍ  nuejlro  de/lino  y  ají  todo  lo  creado. 


I_jO  aue  fue  Jigüe  Jiendo->  -ya  exifle  lo  ejperado. 
La  pupila  ijiajera  del  alma   no  teniendo 
por  delante  Ju    dicha  Je  entnjlece    creyendo 
que  yaji  dicha  es  muerta^  ciue  es  muerta  o  Je  ha Jruj irado. 

\i\i\Aq  a(]uel  cjue  no  Ja  he  reno'var  Ju  'ventura, 
anticipar  el  me  de  Juerte  njenidera, 
poner  fuera  del  tiempo  la  amoroja  ternura 
encantarando  el  ZMmo  de  fruta  pa/ajera 
/A^/  de  aaud  ciue  no  fahe ^  con  Jedienta  locura 
Zujlar  en  cada    ha^o  toda  fu   njjda   entera. 


1 


■i 


— i3i_;v^-s  'Vi_rr'i3>x— 


../. 


In   1 


Q 


cantera 


Su  nombre  era  Van-Houten,  pero  solían  llamarle 
Lo-que-queda-de-Van-Houten,  en  razón  de  que  le  fal- 
taban un  ojo,  algunos  pedazos  de  la  cara  y  tres  dedos 
de  la  mano  derecha.  Del  lado  izquierdo,  tenía  los 
párpados  vacíos  impregnados  de  puntos  azules  que  le 
ensombrecían  toda  la  órbita;  y  aquello  no  era  agra- 
dable de  ver.  En  el  resto  era  un  hombre  bajo  y  muy 
fuerte,  de  barba  roja  e  hirsuta.  El  pelo,  rojo  también, 
caíale  sobre  una  frente  muy  baja  en  mechones  cons- 
tantemente sudados.  Cedía  de  hombro  a  hombro  al 
caminar,  y  sobre  todo  esto  era  muy  feo  —  a  lo  Ver- 
laine,  de  quien  compartía  el  tipo  y  casi  la  patria,  pues 
Todo-lo-que-queda-de-  Van-Houten    había    nacido    so- 


bre Charleroi.  Belga,  luego,  de  origen  flamenco  que 
se  revelaba  en  la  flema  del  tipo  para  sobrellevar 
adversidades. 

Después  de  un  duro  peregrinaje  por  escalas 
desde  la  costa  del  Atlántico  hasta  Misiones,  ruta 
frecuente  en  los  aventureros  de  la  región,  había 
arribado  a  San  Ignacio,  donde  explotaba  por  su 
cuenta  una  cantera  sobre  el  Paraná,  pues  el  belga 
era  cantero  de  oficio.  Era  asimismo  el  hombre  más 
desinteresado  del  mundo,  y  no  se  le  importaba 
poco  ni  mucho  que  le  devolvieran  el  dinero  pres- 
tado, o  que  una  brusca  subida  del  Paraná  le  llevara 
tres  o  cuatro  vacas  —  su  único  bien.  Se  encogía 


y 


de  hombros  y  escupía,  y  era  todo.  Tenia  un  solo 
amigo,  un  andaluz  con  quien  se  veía  únicamente 
los  sábados  de  noche,  cuando  partían  juntos  a 
caballo  hacia  el  pueblo.  Allí,  de  almacén  en  alma- 
cén, pasaban  treinta  y  seis  horas  borrachos  e  in- 
separables. El  domingo,  de  noche,  sus  caballos  los 
llevaban  por  la  fuerza  de  la  costumbre  a  sus  casas 
respectivas,  y  allí  concluía  su  amistad.  En  el 
resto  de  la  semana  no  se  veían  nunca  ni  se 
inquietaban  en  absoluto  el  uno  por  el  otro. 

Tal  era  el  tipo  a  quien  hallé  de  buena  veta  en 
su  cantera,  desnudo  hasta  la  cintura,  una  siesta 
sumamente  pesada.  En  las  varias  veces  que  con- 
versara con  él.  nunca  le  había  manifestado  curio- 
sidad por  saber  la  causa  de  aquellas  heridas,  lo 
que  el  hombre  evidentemente  me  agradecía.  Esa 
tarde,  pues,  llevándolo  suavemente  con  insidiosas 
preguntas  sobre  barrenos,  dinamitas  y  chismes  de 
su  oficio.  Todo-lo-que-queda-de-Van-Houten  rompió 
el  hielo  y  supe  de  su  boca  la  historia.  Dicha  his- 
toria yo  la  conocía  ya  a  medias,  de  segunda 
mano;  pero  otra  cosa  era  oírsela  a  él  mismo  con 
el  sabor  de  la  primera  agua,  que  era  lo  que  me 
interesaba. 

Así,  mientras  yo  era  todo  ojos  y  oídos,  y  él,  en 
cuclillas,  dejaba  correr  el  sudor  por  su  torso  des- 
nudo sin  secarlo,  oí  la  aventura  de  su  boca, 
tal    como  va. 

«La  culpa  de  todo  la  tuvo  un  brasileño  que 
me  echó  a  perder  la  cabeza  con  su  pólvora. 
Mi  hermano  no  creía  en  esa  pólvora,  y  yo 
sí:  lo  que  me  costó  el  ojo.  Yo  no  creía  tam- 
poco que  me  fuera  a  costar  nada,  porque  ya 
había  escapado  dos  veces. 

La  primera  fué  en  Posadas.  Yo  acababa 
de  llegar,  y  mi  hermano  estaba  allí  hacía 
cinco  años.  Teníamos  un  compañero,  un 
piamontés  fumador,  con  gorra  y  bastón  que 
no  dejaba  nunca.  Cuando  bajaba  a  trabajar, 
metía  el  bastón  dentro  del  saco.  Cuando 
no  estaba  borracho,  era  muy  duro  para  el 
trabajo. 

Contratamos  un  pozo,  no  a  tanto  el  metro 
como  se  hace  ahora,  sino  por  un  precio 
tal  todo  el  pozo,  hasta  que  diera  agua. 
Debíamos  cavar  hasta  encontrarla. 

Nosotros  fuimos  los  primeros  en  usar  di- 
namita en  los  trabajos.  En  Posadas  no  hay 
más  que  piedra  mora;  escarbe  donde  es- 
carbe, aparece  al  metro  la  piedra  mora. 
Aquí  también  hay  bastante,  después  de  las 
ruinas.  Es  más  dura  que  el  fierro,  y  hace 
saltar  el  pico  hasta  las  narices. 

Llevábamos  ocho  metros  de  hondura  en 
ese  pozo,  cuando  un  atardecer  mi  hermano, 
después  de  concluir  una  mina  en  el  fondo, 
prendió  fuego  a  la  mecha  y  salió  del  pozo. 
Mi  hermano  había  trabajado  solo  esa  tarde, 
porque  el  milanos  andaba  paseando  borracho 
con  su  gorra  y  su  bastón,  y  yo  estaba  en  el 
catre  con  el  chucho. 

Al  caer  el  sol  fui  a  ver  el  trabajo,  muerto 
de  frío,  y  en  ese  momento   mi  hermano  se 
puso  a  gritar  al    piamontés    que    desde    la 
calle  se  había   subido  al  cerco  y  se   estaba 
cortando    con  los  vidrios.    Al   acercarme    al 
pozo  resbalé  sobre  el  montón  de  escombros, 
y  tuve  apenas  tiempo  de  sujetarme  en    la 
misma  boca;   pero  el  zapatón   de  cuero,    que    yo 
llevaba    sin    medias    y    sin    tira,  se  me  salió  del 
pie  y  cayó  adentro.   Mi  hermano  no  me  vio.   y 
bajé  a  buscar  el  zapatón.  ¿Usted  sabe  cómo  se 
baja,  no?  Con  las  piernas  en  las  dos  paredes  del 
pozo,  y  las  manos  para  sostenerse.  Si  hubiera  es- 
tado  más  claro,   yo   habría  visto   el   agujero   del 
barreno  y  el  polvo  de  piedra  al  lado.  Pero  no  veía 
nada,  sino  allá  arriba  un  redondel  claro,  y  más 
abajo  un  poco  de  luz  en  la  punta  de  las   piedras. 
Usted  podrá  hallar  lo  que  quiera  en  el  fondo  de 
un  pozo:  grillos  que  caen  de  arriba  y  cuanto  quiera 
de  humedad;  pero  aire  para  respirar,  eso  no  va 
a  hallar  nunca. 

Bueno;  si  yo  no  hubiera  tenido  las  narices  tapa- 
das por  la  fiebre,  habría  sentido  bien  pronto  el 
olor  de  la  mecha.  Y  cuando  estuve  abajo  y  lo 
sentí  bien,  el  olor  podrido  de  la  pólvora,  sentí  más 
claramente  que  entre  las  piernas  tenía  una  mina 
cargada  y  prendida. 

Allá  arriba  apareció  la  cabeza  de  mi  hermano, 
gritándome.  Y  cuanto  más  gritaba,  más  dismi- 
nuía su  cabeza  y  el  pozo  se  estiraba  y  se  estiraba 
hasta  ser  un  puntito  en  el  cielo  —  porque  tenía 
chucho  y  estaba  con  fiebre. 

De  un  momento  a  otro  la  mina  iba  a  reventar, 
y  encima  estaba  yo.  pegado  a  la  piedra,  para  irme 
también  en  pedazos  hasta  la  boca  del  pozo.  Mi 


hermano  gritaba  cada  vez  más  fuerte,  hasta  pare- 
cer una  mujer.  Pero  yo  no  tenía  fuerzas  para  subir 
ligero,  y  me  eché  en  el  suelo,  aplastado  como  una 
barreta.  Mi  hermano  supuso  la  cosa,  porque  dejó 
de  gritar. 

Bueno:  los  cinco  segundos  que  estuve  esperando 
que  la  mina  reventara  de  una  vez,  me  parecieron 
cinco  o  seis  años,  con  meses,  semanas,  días  y 
minutos,  bien  seguidos  unos  tras  otros. 

¿Miedo?  |Bah!  (aquí  una  nueva  sacudida  de 
hombros  y  el  escupitajo).  Tenía  demasiado  qué 
hacer  siguiendo  con  la  imaginación  la  mecha  que 
estaba  llegando  a  la  punta. .  .  Miedo,  no.  Era  una 
cuestión  de  esperar,  nada  más;  esperar  a  cada 
instante:  ahora. . .  ahora.  , ,  Con  esto  tenía  para 
entretenerme. 

Por  fin  reventó.  La  dinamita  trabaja  para  aba- 
jo; hasta  los  mensús  lo  saben.  Pero  la  piedra  des- 
hecha salta  para  arriba,  y  yo,  después  de  saltar 
contra  la  pared  y  caer  de  narices,  con  un  silbato 
de  máquina  en  cada  oído,  sentí  las  piedras  que 
volvían  a  caer  en  el  fondo.  Una  sola  un  poco 
grande  me  alcanzó  —  aquí  en  la  pantorrilla,  cosa 
blanda.  Y  además,  el  sacudón  de  costado,  los 
gases  podridos  de  la  mina.  y.  sobre  todo,  la  cabeza 
hinchada  de  picoteos  y  silbidos,   no  me  dejaron 


sentir  mucho  las  pedradas.  Yo  no  he  visto  un 
milagro  nunca,  y  menos  al  lado  de  una  mina  de 
dinamita.  Sin  embargo,  salí  vivo.  Mi  hermano 
bajó  en  seguida,  pude  subir  con  las  rodillas  flojas, 
y  nos  fuimos  en  seguida  a  emborrachar  por  dos 
días  seguidos. 

Esta  fué  la  primera  vez  que  me  escapé.  La  segun- 
da fué  también  en  un  pozo  que  había  contratado 
solo.  Yo  estaba  en  el  fondo,  limpiando  los  escom- 
bros de  una  mina  que  había  reventado  la  tarde 
anterior.  Allá  arriba,  mi  ayudante  subía  y  vol- 
caba los  cascotes.  Era  un  muchachón  paraguayo, 
flaco  y  amarillo  como  un  esqueleto,  que  tenía  el 
blanco  de  los  ojos  casi  azul,  y  no  hablaba  casi 
nada.  Cada  tres  días  tenía  el  chucho. 

Al  final  de  la  limpiada,  sujeté  a  la  soga  por 
encima  del  balde  la  pala  y  el  pico,  y  el  muchacho 
izó  las  herramientas  que,  como  acabo  de  decirle, 
estaban  pasadas  por  un  falso  nudo.  Siempre  se 
hace  así,  y  no  hay  cuidado  de  que  se  salgan, 
mientras  el  que  iza  no  sea  un  bugre  como  mi  peón. 

El  caso  es  que  cuando  el  balde  llegó  arriba,  en 
vez  de  agarrar  la  soga  por  encima  de  las  herra- 
mientas para  tirar  afuera,  el  infeliz  agarró  el  balde. 
El  nudo  se  aflojó,  y  el  muchacho  no  tuvo  tiempo 
más  que  para  sujetar  la  pala. 

Bueno:  paré  la  oreja  al  tamaño  del  pozo:  tenía 
en  ese  momento  catorce  metros  de  hondura  y  sólo 


un  metro  o  uno  y  veinte  de  ancho.  La  piedra  mora 
no  es  cuestión  de  broma  para  perder  el  tiempo 
haciendo  barrancos,  y,  además,  cuanto  más  an- 
gosto es  el  pozo,  es  más  fácil  subir  y  bajar  por 
las  paredes. 

El  pozo,  pues,  era  como  un  caño  de  escopeta: 
y  yo  estaba  abajo  en  una  punta  mirando  para 
arriba,  cuando  vi  venir  el  pico  por  la  otra. 

¡Bah!  (nueva  escupida).  Una  vez  el  milanés 
pisó  en  falso  y  me  mandó  abajo  una  piedra  de 
veinte  kilos.  Pero  el  pozo  era  playo  todavía,  y 
la  vi  venir  a  plomo.  Al  pico  lo  vi  venir  también, 
pero  venía  dando  vueltas,  rebotando  de  pared  a 
pared,  y  era  más  fácil  considerarse  ya  difunto 
con  doce  pulgadas  de  fierro  dentro  de  la  cabeza, 
que  adivinar  dónde  iba  a  caer. 

Al  principio  comencé  a  cuerpearlos,  con  la  boca 
abierta  fija  en  el  pico.  Después  vi  en  seguida  que 
era  inútil,  y  me  pegué  entonces  contra  la  pared, 
como  un  muerto,  bien  quieto  y  estirado  como  si 
ya  estuviera  muerto,  mientras  el  pico  venía  como 
un  loco  dando  tumbos,  y  las  piedritas  caían 
como  lluvia. 

Bueno;  pegó  por  última  vez  a  una  pulgada  de 
mi  cabeza,  y  saltó  de  lado  contra  la  otra  pared; 
y  allí  se  esquinó,  en  el  piso.  Subí  entonces,  sin 
enojo  contra  el  bugre  que,  más  amarillo  que 
nunca,  había  ido  al  fondo,  porque  me  con- 
sideraba bastante  feliz  saliendo  vivo  del  pozo 
como  un  gusano,  con  la  cabeza  llena  de  arena. 
Esa  tarde  y  la  mañana  siguiente  no  trabajé, 
pues  lo  pasamos  borrachos  con   el   milanés. 
Esta  fué  la  segunda  vez  que  me  escapé  de 
la  muerte,  y  las  dos  dentro  de  un  pozo.  La 
tercera  vez  fué  al  aire  libre,  en   una  cantera 
de  lajas  como  ésta,  y  hacía  un  sol  que  rajaba 
la  tierra». 

—  Esta  es  li  historia  que  he  oído  —  lo 
interrumpí. 

—  Sí.  y  aquí  está  el  resultado,  ,  .  y  aquí, 
y  aquí  —  agregó  señalando.  —  Esta  vez  no 
tuve  tanta  suerte.  . .  ¡Bah!  Soy  duro.  El  bra- 
sileño—  le  dije  al  principio  que  él  tuvo  la 
culpa  —  no  había  probado  nunca  su  pólvora. 
Esto  lo  vi  después  del  experimento,  Pero 
hablaba  que  daba  miedo,  y  en  el  almacén 
me  contaba  sus  historias  sin  parar,  mientras 
yo  probaba  la  caña  nueva.  El  no  tomaba 
nunca.  Sabía  mucha  química,  y  una  porción 
de  cosas;  pero  era  un  charlatán  que  se  embo- 
rrachaba con  sus  conocimientos.  El  mismo 
había  inventado  esa  pólvora  nueva  —  le  daba 
el  nombre  de  una  letra  —  y  acabó  por  ma- 
rearme con  sus  discursos. 

Mi  hermano,  me  dijo:  --  cTodas  esas  son 
historias.  Lo  que  va  a  hacer  es  sacarte  plata». 
Yo  le  contesté:  —  «Plata,  no  me  va  a  sacar 
ninguna».  «Entonces  —  agregó  mi  hermano 
—  los  dos  van  a  volar  por  el  aire  si  usan 
esa  pólvora». 

Tal  me  lo  dijo,  porque  lo  creía  a  pie  junto, 
y  todavía  me  lo  repitió  mientras  nos  miraba 
cargar  el  barreno. 

Como  le  dije,  hacía  un  sol  de  fuego,  y   la 
cantera    quemaba   los   pies.    Mi   hermano   y 
otros  curiosos  se  habían  echado  bajo  un  árbol, 
esperando  la  cosa;  pero  el  brasileño  y  yo  no 
hacíamos  caso,  pues  los  dos  estábamos  con- 
vencidos del  negocio.  Cuando  concluimos  el  barre- 
no, comencé  a  atacarlo.  Usted  sabe  que  aquí  usa- 
mos para  esto  la  tierra  de  los  tacurús.  que  es  muy 
seca.  Comencé,  pues,  de  rodillas  a  dar  mazazos, 
mientras  el  brasileño,  parado  a  mi  lado,  se  secaba 
el  sudor,  y  los  otros  esperaban. 

Bueno;  al  tercer  o  cuarto  golpe  sentí  en  la 
mano  el  rebote  de  la  mina  que  reventaba,  y  no 
sentí  nada  más  porque  caí  a  dos  metros  des- 
mayado. 

Cuando  volví  en  mí,  no  podía  ni  mover  un  dedo, 
pero  oía  bien.  Y  por  lo  que  decían,  me  di  cuenta 
de  que  todavía  estaba  al  lado  de  la  mina,  y  que 
en  la  cara  no  tenía  más  que  sangre  y  carne  des- 
hecha. Y  oí  a  uno  que  decía:  —  «Lo  que  es  éste, 
ya  se  fué  del  otro  lado». 

¡Bah!. .  .  Soy  duro.  Estuve  dos  meses  entre  si 
perdía  o  no  el  ojo.  y  al  fin  me  lo  sacaron.  Y  quedé 
bien,  ya  ve.  Nunca  más  volví  a  ver  al  brasileño, 
porque  pasó  el  río  la  misma  noche:  no  había  reci- 
bido ninguna  herida.  Todo  fué  para  mí,  y  él  era 
el  que  había  inventado  la  pólvora. 

—  Ya  ve  —  concluyó  por  fin  levantándose  y 
secándose  el  sudor.  —  No  es  así  como  así  que  van 
a  acabar  con  Van-Houten.  ¡Pero  bah! . . ,  (con  una 
sacudida  de  hombros  final.)  De  todos  modos,  poco 
se  pierde  si  uno  se  va  al  hoyo . .  . 

Y  escupió  y  me  sonrió  con  su  único  ojo. 


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OLEO  DE 

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PKOPIEDAD  DEL 


DnFRANClSCOLLOBET 


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mimimummMiuluuuiuiiiuyiuujiu»ai!!»rni-ii»'uiiTiimmiii»«niwiw»Mi->i'iiMMM!.i!Mii!-i'MM.->!T»nr>| 


LOS     yMLGONAUTAS 


^¿^r 


ON  los  nuevos  tripulantes  de  una  enorme  y  acerada  carabela  que  acometen  la  aventura  de  buscar  un  nuevo  mundo. 
Ya  la  nave  burló  el  mar  y  sus  peligros;  ya  ha  ligado,  nuevamente,  con  el  lazo  de  sus  cables,  otras  vidas  a  la  vida  de  nosotros; 
ya  reposa  junto  al  puerto  de  esperanza;  ya  son  nuestras  mil  acordes  voluntades;  ya,  en  la  mala  o  en  la  próspera  fortuna, 
somos  suyos.  Sobre  un  trozo  de  cubierta  se  han  reunido  por  vez  última,  y  allí  cambian  sus  ansiosas  impresiones,  sin 
mirar  a  la  ciudad  que  les  espera.  Las  mujeres,  con  cansancio,  como  tras  una  jornada  de  camino;  los  varones,  recios, 
firmes,  ostentando  la  orgullosa  boina  vasca,  se  disponen  a  emprender  la  nueva  ruta.  Un  sujeto,  veterano  en  las  lides 
argentinas,  narrador  de  fantasías  y  verdades,  hace  su  última  historieta,  les  previene  contra  el  fraude  y  les  promete  buena 
ayuda.  Pronto,  pronto,  la  señal  de  la  partida  deshará  aquellos  montones  de  personas  y  equipajes.  ¡Pasajeros  de  la 
enorme  y  acerada  carabela:  que  la  suerte  y  el  trabajo  os  deparen  una  próspera  aventura  en  los  campos  y  ciudades  de  este 
mundo  por  vosotros  encontrado  nuevamente  tras  la  fosa  de  los  mares! 

FOT.    DE    BALDISSEROTTO. 


—  í->L->^i=     N^L-n   I~>    V  — 


Recoge  el  agua  mansa  de  la  fuente  en  tu  mano, 
y  ofrécela  a  mis  labios;  tengo  sed,  tengo  sed; 
hace  muchas  mañanas  que  lucho  en  vano,  en  vano 
desde  las  altas  cimas  de  mi  inviolable  fe. 

Haz  de  tu  mano  un  vaso;  trémula  entre  las  mías 
he  de  soñarla  un  cáliz  con  sublime  elixir; 
el  agua  ha  de  embriagarme  como  las  armonías... 
¡Si  bebiendo  en  tu  mano  se  bebe  tu  sentirl 

La  fuente  se  da  a  todos,  al  que  recoge  en  ella 
su  cristalino  liquido,  al  que  ansia  beber, 
y  en  las  noches  refleja  en  su  espejo  una  estrella, 
y  en  las  tardes  el  cielo  que  tú  sabes  q'jerer. 

Haz  de  tu  mano  un  vaso,  bella  samaritana; 
estoy  siempre  sediento,  sin  ninguna  ilusión, 
puede  que  con  el  agua  de  la  egregia  fontana 
encerrada  en  tu  mano,  beba  tu  corazón  I 


('M/mGVda. 


— I=>I_7V/^-S 


A  floreciente  aso- 
ciación, que  en 
Mar  del  Plata 
ejerce  la  supe- 
rior tutela  de 
aquella  acreditada  playa,  re- 
sulta menos  conocida  por  el  pú- 
blico que  el  ansiado  balneario. 
Sociedad  de  élite,  reserva  los  salo- 
nes para  sus  miembros,  y  sola- 
mente contadas  personas  extra- 
ñas pueden  visitar  aquel  palacio. 
Por  eso.  los  recuerdos  gráficos 
y  reporteriles  de  una  visita  hecha 
hace  poco  tendrán  interés  para 
los  lectores  en  general. 

Se  trata  de  un  edificio  suntuoso 
cuyo  interior  hállase  en  consonan- 
cia con  su  bella  fachada.  Cons- 
truido ad  hoc,  ofrece  a  los  socios 
lugares  propicios  para  cultivar  la 
vida  de  relación  gozando  de  las 
comodidades  a  que  ellos  están 
acostumbrados. 

Casi  siempre  los  casinos  y  clubs 
de  las  playas  a  la  moda  vienen  a 
ser  centros  industriales  estableci- 
dos con  el  único  fin  de  atraer  al 
bañista.  El  Club  Mar  del  Plata, 


por  el  contrario,  tiene  un  carácter 
marcadamente  social.  Se  quiso 
hacer  de  él.  y  se  ha  conseguido, 
una  asociación  patrocinadora  del 
balneario,  un  sitio  que  congregara 
a  todos  los  que  por  su  fortuna  y 
su  voluntad  se  encuentran  facul- 
tados para  cooperar  eficazmente. 
Esa  idiosincrasia  le  distingue  de 
otros  clubs.  Contados  son  los  de 
su  clase  en  el  mundo,  y  tal  vez 
no  exageraríamos  diciendo  que  el 
Club  Mar  del  Plata  debe  conside- 
rarse como  la  primera  de  las  aso- 
ciaciones, cuya  característica  es 
la  de  reunir  un  núcleo  selecciona- 
do que  continúe  en  los  meses  de 
veraneo  la  vida  habitual  vivida 
durante  todo  el  año.  Aparte  de 
'a  sala  donde  la  Fortuna  pinta  su 
rueda  de  rojo  y  negro,  hay  mu- 
chos salones  que  la  fotografía  re- 
produce al  margen  de  estas  breves 
líneas.  Todas  son 
modelos  de  lujo 
y  confort.  AÍlí 
hay  cuanto  nece- 
sita la  complica- 
da existencia  de 


FACHADA  DEL 
EDIFICIO  VISTO 
DESDE  UN  PÓR- 
TICO DE  LA 
RAMBLA. 


—  V^LS^^^S,    ^^LJ-TTZfje^  — 


SALÓN  QUI  SI 


UTILIZA    COMO   CINE. 


ÍK' 


lo»  hombres  modcr-        oaj-erIa  con 
nos   adinerados.    El        "í^xr  para 
moblaje  que  se  com- 
pró para  la  instalación  del  club. 
ahora  considerablemente  renova- 
do y  aumentado,  costó  200.000 
pesos. 

Durante  la  temporada  estival, 
ae  celebran  numerosas  fiestas  de 
diversa  índole:  bailes,  conciertos 
vocales  e  instrumentales,  veladas 
cinematográficas  y  otras  diversio- 
nes que  los  socios  organizan.  Los 
festivales  de  carácter  benéfico  tie- 


•ttíüitm 


iéfm] 


liaJkuJ; 


l;s2ST; 


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JUGAR  AL       nen  parte  principal  en 
POKER.        el  programa,  y  no  es  ne- 
cesario decir  que  obtie- 
nen  resultados   magníficos    para 
la  caridad. 

Además  el  Club  Mar  del  Plata 
coopera  al  alivio  de  otras  necesi- 
dades en  la  medida  de  sus  fuerzas, 
que  son  muchas.  Cualquier  ini- 
ciativa de  carácter  benéfico  le 
halla  siempre  propicio,  y  como  son 
muchas  las  necesidades,  muchos 
son  también  los  socorros  que  al 
amparo    del  club  se  recoletan. 


II 


^r 


H 


i.  — 


PAUTE    DEL   COMEDOR 


CON    VISTAS   AL    MAR. 


i->L^V-  i=>     'V  L,   V'l^  >x- 


UNO     DE     LOS    SALONES   DE    JUEGO 


CON   CINCO    MESAS    DE    RULETA. 


Está  cercana  y  lejana  al 
mismo  tiempo  aquella  épo- 
ca en  que  el  ilustre  perio- 
dista doctor  Adolfo  E. 
Dávila  consagró  toda  su 
fuerte  voluntad  y  su  inicia- 
tiva a  la  creación  del  club. 

Entonces  Mar  del  Plata 
era  una  playa  más  adonde 
acudían  muchas  familias, 
pero  no  todas  las  que  de- 
bían buscar  en  aquel  bal- 
neario el  reposo  y  la  toni- 
ficación.  Necesitábase  una 
institución  que,  coordinan- 
do fuerzas,  propendiese  al 
desenvolvimiento  y  pro- 
greso de  Mar  del  Plata. 

La  empresa  parecería 
fácil,  y  lo  parece  aún  a  los 
que  conocen  la  historia  del 
club,  si  no  se  tuviera  en 
cuenta  una  circunstancia: 
el  desmedido  amor  que  la 
sociedad  argentina  dedica- 
ba antaño  a  las  excursiones 
trasatlánticas.  Viajar  por 
Europa,  frecuentando 
Trouville,  Ostende,  Bia- 
rritz,  etc..  constituía  un 
timbre  de  buen  tono. 

Así,  los  incansables  tra- 
bajos del  doctor  Dávila 
hallaron  regulares  escollos. 
Pero,  al  fin,  él  y  los  amigos 
que  le  acompañaban  triun- 
faron. Celebróse  una  re- 
unión que  en  pelit  comité 
aprobó  los  estatutos  pre- 
sentados por  el  eximio  pu- 
blicista. Entre  los  asisten- 
tes más  entusiastas  esta- 
ban los  doctores  Pedro  O. 
Luro.  Marcelino  Mesquita. 
Gustavo  Frederking  y  los 
señores  Ramón  Idoyaga 
Molina,  Alejandro  Ocam- 
po.  Federico  Gómez  Moli- 
na. José  Guerrico.  Jacinto 
Moss  y  Amadeo  Benítez 
Ortega.    Ellos  y  el   doctor 


B^^rr»-^  =•=--• 


LA    RUEDA    DE    LA     INCONSTANTE     FORTUNA     DES- 
CANSA   CERRADA    BAJO    LLAVE.   ESPERANDO 
EL    MOMENTO    DE    GIRAR   A   FA- 
VOR   DE   UNOS    O    DE 
OTROS. 


:^"W 


Dávila  dedicáronse  a  pro- 
curar la  colocación  de  las 
acciones. 

Desde  entonces  el  triun- 
fo fué  rápido.  Las  acciones, 
de  a  mil  pesos,  quedaron 
cubiertas,  y  en  catorce  me- 
ses terminadas  las  obras 
de  construcción,  que  impor 
taron  trescientos  setenta  y 
cinco  mil  pesos. 

La  fundación  del  club 
marca  una  era  brillante  en 
la  historia  del  balneario. 
Puede  decirse  que  allí  co- 
mienza la  verdadera  vida 
suntuosa  de  Mar  del  Plata. 
El  club  ha  sido  y  es  el  foco 
intenso,  la  guia  de  todas 
las  mejoras  edilicias  y  so- 
ciales. 

Sus  enormes  recursos  fi- 
nancieros se  emplean  en  el 
mejoramiento  de  la  ciudad 
y  de  la  playa. 

LaRamblaes  una  inicia- 
tiva del  club,  así  como  tan- 
tos otros  trabajos  de  embe- 
llecimiento. Baste  citar  la 
pavimentación  del  boule- 
vard  Pedro  Luro  y  el  asfal- 
tado del  boulevard  Colón. 
La  primera  de  dichas  obras 
costó  al  club  $  248.908  y 
$  26.543  la  segunda.  Sin 
esa  contribución,  el  vecin- 
dario, en  el  que  figuran 
numerosos  socios,  no  hu- 
biera podido  salir  adelante 
con  sus  propios  recursos. 

Tal  es  la  historia  de  esa 
benemérita  institución  que 
no  se  parece  a  los  clubs 
habituales  que  en  las  tem- 
poradas veraniegas  actúan 
en  las  playas  célebres.  El 
Club  Mar  del  Plata  lleva 
a  cabo  una  obra  eminente- 
mente patriótica. 

R.  P.  OSORIO. 


— i=>i_;v:s   ^  i_  rt2>=>».- 


O  »  i«sptn  y*  •« 
'I         ciudad  del  ruido... 


1 1  bechonosa  tonparmtura 
di  «Mro  abruma  a  k» 
'piWoMns  del  podaroao 
fnaaja.  a  lea  qut  an- 
ilaaMa  amierar  tam- 
beta,  aunqo*  *6lo  saa  por 
brava*  diaa.  para  aspirar 
a  pMBoa  piinwinM  al  aira  hbia.  puro,  qua 
l«4a  lawanantaaaoarKias  daprÜRridaa. . . 
Ilitlianí  aiMd  dri  irarwMO  alicante»  — 
nasa  loa  tnmt  lantlniírillni  qw  acabo  di 
radMr  —  <di  Mtf  dal  Plata.  Montavidio  o 
•1  Tlcra...» 

Ha  di  iveoar.  puo^  las  tuminoaas.  anima- 
dn  «anas  da  «a  vida,  an  la  qua  n  atoora 
«alad  y  akcrtí  aipentítaMa.  vardadara.  mien- 
r  rattam  pri*iMra  la  ciudad  dil  nddo. 
boehonwaa  tamparatura.  loa  «stri- 
"t— ■*"  di  auto*  y  tranvias.  el  in- 
I  vooaar  da  diarioa  y  iwistai. . .  Sin 
ibann.  al  rláiinn  dMhandi  ai  ha  iniciado 
aa  aHa  tampimili.  con  inusitado  retardo; 
1  la  ptiaara  qiñtcana  da  anaro.  podían 
camino  de  Rilarmo.  en  las  ba- 
da Bilpano.^en  las  comidas  del 


deaucan  —  conse- 
cuentes oon  su  tra- 
dicián  —  por  todas 
las  exigencias  que 
les  impone  el  alto 
rango  o  la  cuantiosa 
fortuna...  los  non- 
!vi>i»  riíltes,  se  des- 
viven por  conseguir 
que  se  entreabra 
para  ellcs  un  res- 
quicio siquiera  por 
el  cual  puedan  des- 
liiarse.  y  llegar  a  ser 
algo  asi  como  les 
immortils  para  la 
crónica  mundana: 
pero  abrigando,  eso 
si,  el  generoso  pro- 
pósito de  rechazar, 
desde  la  altura  conquistada. 
tas  vinculaciones   de    ayer. 


acjiactó 


las  incau- 
que  pudieran 
creerse  autorizadas  para  seguir  cultivando 
aún  su  trato  y  amistad. . .  La  presencia  de 
algunos  títulos  auténticos,  representantes  de 
la  aristocracia  europea,  evoca  para  algunas 
de  nuestras  mundanas  la  nostalgia  de  aquel 


Bristol  sufre  aún  las 
nostalgias  de  otras 
temporadas;  se  re- 
unen  les  grupos  de 
arrogantes  coquetas 
mundanas,  para  ver 
cómo  bailan  dos  o 
tre5  inglesitas  decidi- 
das a  romper  el  hielo, 
pero  nadie  las  imita 
aún.  porque  se  vive 
recién  el  prólogo  de 
la  sfason.  y.  por  con- 
siguiente, no  hay  que 
precipitarse. . .  y  la 
elegante,  aristocráti- 
ca /arándola  va  del 
Golf  a  la  Rambla  y 
al  Oít'aii,  para  ter- 
minar el  día  en  el 
eme,  sin  mayores  proyectos  ni  iniciativas; 
sólo  en  algunas  de  las  villas  más  aristo- 
crálicas  celebra  a  diario,  el  elemento 
juvenil,  animadas  sauteries,  mientras  los 
matrimonios  jóvenes  pasan  las  horas  en- 
golfados en  interminables  partidas  de  poker 
o  de  bridge  .  .  .    Releo   dos   o  tres    cartas 


en  el  daño  que  se  hace  a  si  misma,  al 
despertar  la  curiosidad  y  la  risueña  o 
acerba  censura  del  círculo  que  la  rodea... 
Cuentan  los  mismos  rengloncillos  cómo  vul- 
gariza los  sitios  más  agrestes  o  grandiosos,  las 
escenas  más  llenas  de  alegría  y  de  color,  esa 
multitud  abigarrada,  que  afluye  como  la 
marea  inexorable,  afanada  por  ser  vista,  por- 
que bien  sabemos  que  son  contados  los  que 
se  echan  a  andar,  lenta,  serenamente,  para 
admirar  el  mágico  espectáculo. . .  ¿Qué  más 
cuentan  mis  activas  corresponsales?  que  se 
destacan,  entre  tantas  airosas,  interesantísi- 
mas siluetas  femeninas,  la  luminosa  belleza 
de  Elvira  Castro,  el  encanto  juvenil  de  Merce- 
des Bosch  Marín,  de  las  señoritas  de  Torres 
Duggan  y  de  Aldao  Unzué;  evoca  la  visión  de 
las  rubias  bellezas  de  las  leyendas  escandina- 
vas la  esbelta  figura  de  Celia  Sommer;  atraen 
también  muchos  homenajes  las  señoritas  de 
Ocampo,  de  Etcheverry,  de  Madero  y  de 
CranweII . .  .  Dan  realce  siempre  con  su  pre- 
sencia a  estas  primeras  reuniones  de  la  tem- 
porada la  belleza  y  exquisita  distinción  de 
las  señoras  Mercedes  Peña  Unzué  de  Paune- 
ro,  Victoria  Ocampo  de  Estrada,  Francisca 
Ocampo  de  García  Victorica,  Silvia  Saave- 


Jeekay  o  dd  Plaza,  algunas  figuras  femeni- 
na* da  destacada  actuación  mundana:  se 
la*  rcia  llegar,  después  de  la  comida,  lujo- 
amiente  ataviadas  y  escoltadas  por  un 
(rapo  de  itubs,  para  cruzar  como  una  visión 
de  belleza  y  elegancia  suprema  las  román- 
tica* terrazaa  del  Tigre  o  las  bulliciosas 
sala*  de  su  caáno . . . 

fmo  muchas  de  las  arrogantes  mundanas 
han  emigrado  ya. . .  según  las  versiones  que 
Dagan  hasta  mí,  y  que  reflejo  fielmente, 
panto  que  aon  la  sncera  impresión  de  las 
vta)«»*  qm  reaBzaron  el  anhelo  de  diver- 
tina  a  toda  costa,  o  de  las  que  pasean  su 
ladlo,  profundamente  decepcionadas,  por 
rambiaa,  linki  o  courts.  Montevideo  ha  sido 
*l*g<de  «te  año  por  la  fiif  tlfur  de  la  aris- 
tocracia portefla:  además  del  sugestivo  en- 
canto da  la  fíente  capital  vecina,  su  carac- 
tarlaUca,  de  constituir  el  veraneo  más  cos- 
iólo de  todoi  los  que  puede  ofrecernos  esta 
regida  de  América,  influye,  naturalmente. 
para  que  la  Feria  de  Vanidades  se  haga 
raprawntar  allí  con  todo  el  boato  que  le 
COTraapoode,  sin  abandonar,  por  cierto,  el 
Blantlx  argentino,  en  cuyo  escenario  se 
cotizan,  como  siempre,  todaa  las  flaquezas 
humanas...    Loe  círculos  exclusivistas,  se 


ambiente,  en  el  que  cifraran 
todas  sus  ambiciones;  para 
otras  provoca  la  dolorosa  sensa- 
ción de  impotencia  contra  el  destino 
que  las  privara  de  figurar  como  astro  de 
primera  magnitud  en  el  firmamento  mun- 
dano.. .  Entretanto  la  crónica  diaria  realiza 
su  incesante,  monótona  misión;  se  anun- 
cia en  la  ciudad  del 
ruido,  que  emigraron 
para  Mar  del  Plata 
o  Montevideo  las 
familias  de  X  o  de 
Z,  y  a  las  veinti- 
cuatro horas  nos  res- 
pon  de  el  telégrafo 
que  ya  llegaron  a 
esa  las  familias  de 
Z  o  de  X . . .  No  se 
hab  la  todavía  de 
bailes,  comidas  o  re- 
cepciones en  las  sun- 
tuosas  residencias 
particulares;  sólo  las 
comisiones  benéficas 
empiezan  a  trazarse 
el  programa  del  año; 
el  gran   salón   de! 


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escritas  con  menudos  carac- 
teres en  transparentes  pliegue- 
citos;  las  he  ido  coleccionando  sobre 
mi  carpeta,  para  documentarme  respec- 
to de  las  actividades  sociales  del  balneario  de 
moda;  los  finos  garabatos  revelan  cómo  se 
desmenuza  el  potin  del  día  —  y  esta  vez  fa- 
cilita el  tema  esta  ciudad  del  ruido  —  en  los 
círculos  del  Ocean,  de 
la  Rambla,  del  Golf 
o  del  Casino;  revelan 
también  -  porque 
sería  inverosímil  que 
no  estuviéramos  a  la 
recíproca  --  el  poti*i 
preferido,  de  aquella 
Feria  de  Vanidades; 
la  impenitente,  ale- 
vosa coquetería  de 
algunas  figuras  feme- 
ninas, entre  las  que 
se  destaca  una  joven 
señora,  enigmática  y 
atrayen  te  belleza 
criolla,  porsuafán  de 
acaparar  todos  los 
homenajes,  sin  dete- 
nerse a    reflexionar 


dra  Lamas  de  Pueyrredón,  Elvira  Soto  de 
Castro.  Mercedes  Quintana  Unzué  de  Santa- 
marina,  María  Florentina  Moreno  de  Alzaga. 
María  Elena  Saguier  de  Paz... 

Pero  el  último  plieguecillo  deja  entrever, 
por  encima  de  todas  las  pequeñas  vanidades 
y  flaquezas,  el  primer  idilio  esbozado  en  la 
aristocrática  playa,  entre  una  de  las  joven- 
citas  más  admiradas  durante  su  breve  ac- 
tuación mundana,  delicada  belleza  que  man- 
tiene bien  alto  la  tradición  establecida  por 
las  representantes  de  su  familia  materna; 
lleva  dulce  y  melodioso  nombre  y  prestigioso 
apellido  ilustrado  por  su  padre,  eminencia 
consagrada  en  la  cirugía  argentina. 

También  él  lleva  un  nombre  de  gran  re- 
sonancia en  los  anales  de  la  medicina  argen- 
tina, el  mismo  que  llevara  el  jefe  de  su  hogar, 
con  todos  los  prestigios  del  talento  y  la  caba- 
llerosidad; su  tipo  acentuadamente  moreno. 
le  ha  valido  un  sobrenombre,  que  evoca  todas 
las  leyendas,  sentimentales  y  guerreras  de  la 
España  invadida  por  los  musulmanes. . . 

La  revelación  de  este  romance  nos  revela 
que  entre  todas  las  pequeneces  del  ambiente 
se  desliza  el  hilillo  de  oro  que  anuda  nues- 
tros destinos. . , 

La   Dama  Duende. 


—  i=>L;rv^.s 


>>=s.- 


'^^GIN.^s 


FEMENINAS 


N  el  banquete  que, 
festej  anido  su  cin- 
cuenta aniversario, 
ofreció  el  4  de  enero, 
nuestro  colega  La 
Nación,  fué  una  de 
las  notas  más  sim- 
páticas la  llegada  a 
la  fiesta  de  tres  an- 
cianas de  la  familia,  verdaderas  re- 
liquias veneradas  por  sus  virtudes. 
Una,  doña  Delfina  Mitre  de  Drago, 
hija  de!  gran  procer,  que  ha  colabo- 
rado asiduamente  en  el  diario  desde 
su  fundación.  Mujer  de  una  discreción 
y  de  una  cultura  tan  exquisita  y  de 
una  sensibilidad  tan  afinada,  que 
escribe  hoy  en  el  diario  que  vio  nacer 
crecer  y  prosperar,  y  lo  hace  con  una 
psicología  tan  moderna,  con  un  espí- 
ritu tan  amplio,  con  una  adaptación 
crítica  tan  justa,  que  sus  páginas 
muestran  la  evolución  diaria  de  un 
espíritu  superior  que  ha  seguido  la 
corriente  ascendente  de  la  vida  en 
todos  los  órdenes,  sin  detenerse  con- 
templativa en  el  pasado,  por  más  que 
ese  pasado  sea  tan  lleno  de  recuerdos 
como  es  el  suyo,  dado  el  medio  inte- 
lectual y  alto  en  que  actuó  desde  niña: 
la  otra,  doña  Josefina  Mitre  de  Ca- 
prile,  hija  del  general  y  tronco  de  la 


L 


U       R 


Naciendo  la  mañana,  alzábase  pomposo 
Con  noble  gentileza  magnifico  laurel; 

Y  dicen  que  la  aurora,  al  verlo  tan  hermoso. 
Suspiró  de  contento  y  enamoróse  de  él. 

Blandió  el  laurel  sus  tallos  con  arrogante  brío, 

Y  cuando  al  cielo  altiva  la  frente  levantó. 
Cayó  sobre  sus  hojas  tal  lluvia  de  rocío. 
Que  al  ímpetu  doblóse  y  de  placer  gimió. 

La  brisa,  en  tal  momento,  meciéndose  ligera 
En  sus  espesos  ramos,  le  dijo  al  resbalar: 
—  «Soy  de  la  reina  Aurora  la  esclava  mensajera 
Oye  lo  que  en  su  nombre  te  vengo  a  confiar. 

Tu  majestad  brillante,  tu  juventud  preciada. 
El  lujo  de  tus  hojas,  tu  espléndido  verdor. 
La  tienen  por  tu  dicha  de  amor  enajenada; 
Yo  traigo  en  mis  suspiros  las  prendas  de  su  amor. 

Y  porque  siempre  viva  eterna  en  su  memoria 
De  su  cariño  tierno  la  gracia  celestial. 
Serás  entre   los  hombres  un   símbolo   de  gloria. 
La  frente  que  tú  ciñas  también  será  inmortal.» 

Dijo,   y   en  vuelo   fácil,   inquieta  y   bullidora. 
Hacia  el  rosado  Oriente  sus  alas  dirigió: 
Cayeron  nuevas  perlas  del  manto  de  la  Aurora; 
Se  alzó  el   laurel   de  nuevo  y  el  sol  lo   iluminó. 


Septiembre,  1849. 


JosE  Selgas  Carrasco. 


respetable  fam'lia  de  ese  apellido,  y 
una  de  cuyas  nietas,  apenas  llegada 
á  la  vida,  ha  conquistado  ya  un  pues- 
to en  la  literatura  nacional  con  Nieve, 
el  interesante  libro  de  versos  que  ha 
sido  el  éxito  del  año;  y  por  último,  la 
señora  Edelmira  Mitre  de  Rosende, 
la  única  hermana  del  procer,  que 
el  día  antes  de  la  fiesta  había  celebra- 
do su  ochenta  y  siete  aniversario  y 
cuya  entrada  fué  saludada  con  una 
salva  de  aplausos. 

Como  el  que  esto  escribe  pregun- 
tara a  la  señora  de  Drago  si  aquella 
conservaba  aún  buena  salud,  le  con- 
testó: 

—  No  sólo  salud  corporal,  sino 
una  memoria  tan  admirable,  que  esta 
tarde  me  recitó  esos  versos  de  un 
poeta  anónimo,  versos  que  aprendió 
allá  en  su  niñez,  y  que  puede  hoy 
recitar  en  su  ancianidad. 

Como  se  ve,  la  composición  está 
hecha  en  el  gusto  sencillo  de  aquel 
tiempo,  y  nunca  pensaría  su  simpático 
autor  que,  recogida  en  la  memoria 
de  una  niña,  setenta  años  después 
saldría  a  luz  y  sería  recitada  con 
emoción  por  una  anciana  y  escuchada 
con  recogimiento  por  una  selecta 
sociedad  de  literatos  y  periodistas, 
en   1920. 


Nunca,  nunca  otros  labios  te  besarán  asi, 
ni  ojos  habrá  que  lloren  de  amor  como  he  llorado, 
ni  manos  que  temblando  se  acerquen  hacia  ti 
con  la  ternura  inmensa  con  que  yo  me  he  acercado. 


Ni  corazón  más  claro,  ni  dolor  más  fecundo 
hallará  la  arrogancia  de  tu  frente  cansada, 
ni  un  decir  más  sencillo,  ni  un  sentir  más  profunde, 
encontrarás  de  nuevo  en  la  larga  jornada. 


Y  cuando  yo  haya  muerto  y  camines  doliente 
evocando  mi  nombre  ante  cada  mujer, 
mi  espíritu  y  mi  carne  te  obsedarán   fervientes... 
¡  y  ya  no  podrá  ser! . . 


©'Juclawy' 


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PEREGRINO 


UN    FENÓMENO    LITERARIO    DIGNO    DE    NOTA    Y    ALABANZA,  ES    LA   CRECIENTE 
INVASIÓN  FEMENINA  EN  LOS  DOMINIOS    DE  LA    PROSA  Y  DE  LA  POESÍA. 
EN    SUDAMéRICA,    SOBRE   TODO,    EL    NÚMERO    DE    LAS    ESCRITO- 
RAS   Y    POETISAS   VA    FORMANDO     UNA     NUTRIDA   Y    BRI- 
LLANTE  LEGIÓN.  A    LOS    NOMBRES    YA   CONOCIDOS 
HAY    QUE   AGREGAR,  ENTRE  OTROS,  LAS  DE 
LAS    INSPIRADAS  ARTISTAS  CHILENAS 
QUE    FIRMAN  ESTAS    DOS  SEN- 
TIDAS    COMPOSICIONES. 


De  haber  amado  tanto  y  tanto  combatido, 
de  haber  sembrado  tanto  y  tanto  recogido, 
jmi  cuerpo  fatigado,  mi  espíritu  rendido! 

De  haber  hacia  la  tierra  prometida  marchado, 
de  haber  sufrido  tanto  y  tanto  perdonado, 
¡mi  espíritu  rendido,  mi  cuerpo  fatigado! 

De  tanto  que  me  dieren  y  tanto  que  he  buscado, 
de  haber,  después  de  tantas  jornadas  devanado, 
la  madeja  sin  fin  de  tantas  horas  yertas, 
de  haber  golpeado  en  vano  en  las  ajenas  puertas, 
¡todo  mi  ser.  Dios  mío,  vacila  fatigado! 

Sobre  tu  seno,  ¡déjame  arrojar  el  Pasado! 
Y  rápido,  sintiendo  un  vigor  auroral, 
comenzaré  ¡de  nuevo!  el  sendero  eterna!. 


AbEZA*DE»VIEcJO 

OLEO/f  F   DOMINGO 


n.OPEIl\D 
D.D  ALFREDO 
GONZALE7. 
CAÍANIO 


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La   conservación    de    la    belleza    femenina. 

Conservar  la  belleza  y  la  plasticidad  del  cuerpo,  es  quizás  la  preocupación  más 
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LEÓN    DE    PIEDRA    DOMINANDO    AL    HOMBRE 


Las  continuas  excavaciones 
que  se  realizan  en  las  minas  de 
Babilonia  y  stis  alrededores,  po- 
nen al  descubierto  numerosas 
muestras  del  arte  peculiar  de 
aquel  antiquísimo  y  misterioso 
pueblo. 

Se  han  realizado  hallazgos  de 
inmenso  valor  histórico  que  ponen 
de  relieve  el  alto  grado  de  civili- 
zación alcanzado  por  los  babilo- 
nios. Las  murallas,  que  los  retra- 
tos históricos  hicieron  célebres. 
resultan  en  la  realidad  mucho  más 
grandes  de  lo  que  la  fantasía  de 
hebreos  y  grifos  pudo  imaginar. 
Las  estatuas  sorprenden  por  lo 
colosal  de  su  tamaño. 

Entre  las  esculturas  descubier- 
tas, llama  la  atención  la  que  re- 
produce nuestro  fotograbado. 
Aunque  el  tiempo  y  las  operacio- 
nes de  excavación  la  han  mutila- 
do enormemente,  todavía  queda 
lo  bastante  para  darse  cuenta  de 
la  magnitud  de  tan  grandiosa 
obra. 

Un  león  toscamente  estilizado 
mantiene  bajo  su  cuerpo  y  sus  ga- 
rras a  un  hombre  tendido  de  es- 
paldas. 

Aun  no  se  sabe  lo  que  se  pre- 
tendería simbolizar  con  esta  es- 
cena de  muerte. 

Tal  vez  se  trate  de  una  estatua 
totémica.  de  un  dios  cuyo  temible 
poder  se  hallaba  representado  por 
la  figura  del  rey  de  las  selvas, 
asesino  de  hombres,  a  quien  el 
humano  miedo  rendía  un  culto 
díívoto.  La  escultura  pertenece  a 
una  de  las  primitivas  civilizacio- 
nes babilónicas. 


EL    TEMPLO   DE   NAKHON    WAT,    EN    CAMBODGE 


UKA    DC    LAS    MARAVILLAS    DE    LA    ANTICUA    ARQUITECTURA    ASIÁTICA    ES    ESTE    MAGNÍFICO    EDIFICIO   SAORADO,     (JUE    AUN    SE     CONSERVA     CASI      COMO     CUANDO     FUÉ     CONSTRUfOO 
MACE    SIGLOS.      EL  TEMPLO    DE    NAKHON    WAT    ESTÁ    CONSIDERADO     COMO     UNA    RELIQUIA    DE     LA    RELIGIÓN    BUDISTA,    QUE    TANTAS    MUESTRAS    DE    ARTE    HA   SABIDO    DAR. 


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CORRESPONDIENTE 

1  9 


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AL      CUARTO      TOMO 
1  9 


SECCIÓN    ARTÍSTICA 

ALICE  (Antonio). 

Retrato  de  las  señoritas  María  E.  y  Leopol- 
dina Badino  (óleo).  Reproducción  a  cuatro 
colores 43 

ALONSO  (Juan). 

Teodoro  Roosevelt  (carbón).  Segunda  cará- 
tula   33 

El  vellocino  de  oro  (dibujo) 33 

El  cuaderno  de  apuntes  (dibujo) 33 

Saliendo    del    baño    (segunda    carátula,    en 

bicromía) 34 

Acerca  de  Novelli  (caricatura) 34 

En  e!  ni  aniversario  (carátula  en  tricromía)  35 

El  dinosaurio  (ilustraciones) 35 

El  campanario  (carbón) 36 

Bizarromania  (carbón) 36 

Amado  Ñervo  (retrato  en  tricromía) 37 

La  hilandera  (dibujo) 37 

Roberto  J.  Payró  (carbón) 40 

Versos  de  Negrita  (paste!) 41 

Malpocado  (óleo).  Carátula  a  cuatro  colores.  42 

Azorín  (carbón) 43 

Caldos  (carbón) 44 

ALVAREZ  (Eduardo). 

Motivos  de  estío  (ilustración) 33 

La  sonrisa  (ilustración) -  . . .  33 

Los  pavos  reales  (ilustración  en  tricromía). .  34 

En  voz  baja  (ilustración  en  bicromía) 34 

!ii  Aniversario  (ilustración  en  bicromía) 35 

El  galeote  (dibujo) 35 

Goyesca  (ilustración  en  bicromía) 36 

D.  Ramón  del  Valle  Inclán  (caricatura)....  36 

Remanso  (dibujo) 37 

El   arpón   (ilustración) 38 

La  criolla  japonesa  (gouache) 38 

Llueve. . .  (ilustración). 39 

Desde  mi  balcón  (ilustración) 40 

E!  sillón  de  mimbre  (ilustraciones^ 40 

La  piadosa  distancia  (dibujos) 42 

Mariposas  (composición  en  bicromía) 43 

La  aldaba  de  madera  (ilustración) 45 

ALVAREZ  DE  SOTOMAYOR  (Fernando). 

Retrato  de  niña.  Carátula,  a  cuatro  colores    40 

Viejos  vascos  (óleo).  Reproducción  a  cuatro 

colores 40 

El  rosario  (óleo).  Reproducción  a  cuatro  co- 
lores      41 

El  niño  de  la  manzana  (óleo).  Reproducción 
a  cuatro  colores 43 

ANCLADA  CAMARASA  (Hermenegildo). 
La  mujer  del  mantón  amarillo  (óleo).  Repro- 
ducción a  cuatro  colores 43 

ANÓNIMO. 

Bodegón  (óleo).  Reproducción  a  cuatro  co- 
lores       33 

BARBUDO. 

Un    gentilhombre    (óleo).    Reproducción    a 

cuatro  colores 39 

En  el  Trianon  (óleo).  Reproducción  a  cuatro 

colores 39 

BERMUDEZ  (Jorge). 

Señorita  Stela  de   Mom  de  Cárcano  (óleo). 

Reproducción  a  cuatro  colores 40 

Torres  el   campero   (óleo).    Reproducción   a 

cuatro  colores 42 

BERNALDC  DE  QUIROS  (Cesáreo). 
El   privado   (óleo).    Reproducción    a  cuatro 
colores 42 

BENEDITO  (Manuel). 
De  la  vieja  Holanda  (óleo).  Reproducción  a 
cuatro  colores 38 

BOLINS  (CuiLLERMO  Carlos). 
El  hombre  que  detestaba  a  sus  semejantes 
(dibujo) 35 

BRANCWYN  (Frank). 
El  embarcadero  (óleo).  Reproducción  a  cuatro 
colores 34 

CASTRO  GIL. 

El  palacio  espectral.  El  poder  de  Castilla 
(aguas  fuertes).  Doble  página  en  bicromía.     40 

CENTURIÓN  (Emilio). 

En  Patermo  (gouache  en  bicromía) 33 

Las  tres  gracias  (ilustración) 35 

Pototo  y  Mechita  (gouache  en  bicromía).. .  36 

Éxtasis  (gouache  en  bicromía) 40 

Dolor  de  ausencia  (dibujo). 42 

Paleta  marina  (ilustración) 43 

COLLIVADINO  (Pío). 
Independencia  y  Paseo  de  Julio  (óleo).  Re- 
producción a  cuatro  colores 35 

COTTET  (Charles). 

Mauvaises  nouvelles  (óleo).  Reproducción  a 

cuatro  colores 36 

Procesión    bretona    (óleo).    Reproducción    a 

cuatro  colores 44 

CHICHARRO  (Eduardo). 

Aldeana  rusa  (carátula  en  tricromía) 34 


CHRISTOPHERSEN  (Alejandro). 

La  dama  de  la  mantilla  (óleo).  Carátula  a 

cuatro  colores 33 

En  la  quietud  de!  taller  (óleo).  Reproducción  a 

cuatro  colores 33 

DA  PONTE  DE  BASSANO  (Leandro). 
Retrato  de  un  desconocido  (óleo).  Reproduc- 
ción a  cuatro  colores 37 

DOMINGO  (F.). 

Cabeza    de    viejo    (óleo).    Reproducción    a 
cuatro  colores 44 

FADER  (Fernando). 

Cruzando   la   loma   (óleo).    Reproducción   a 
cuatro  colores 34 

FLAMENC  (Francdis). 
Doña  Teodolina  Fernández  de  Alvear  (óleo). 
Segunda  carátula  a  cuatro  colores 39 

FORTUNY  (Francisco). 

La  fiesta  del  río  (ilustración) 34 

Por  esos  mundos  de  Dios  (ilustración) 43 

FRANCO  (Rodolfo). 

Rincón  de  Sevilla  (agua  fuerte).  Segunda 

carátula 40 

FOURNIERES  (Roberto  S.) 
Retrato  de  la  duquesa  de  Bomillón  (óleo). 
Carátula  a  cuatro  colores 38 

CHISLANDI  (Fray  Víctor). 
Dama  veneciana     (ote©).     Reproducción     a 
cuatro  colores 44 

COSSAERR  (Jan). 

La  virgen  de  la  fruta  (óleo).  Reproducción 
a  cuatro  colores 38 

GROSSO  (Ciacomo). 

Retrato  de  mujer.   Reproducción  a  cuatro 
colores 40 

GUIDO  (Alfredo). 

Serenidad  (dibujo) 36 

HERMOSO  (Julio). 

Aldeanitas  extremeñas  (óleo).  Reproducción 
a  cuatro  colores 35 

HOHMANN  (Juan). 

La  hermanita  (dibujo) 35 

HUERCO  (Juan  Carlos). 

Los  veraneantes  (página  humorística) 34 

Para  dejar  constancia  (gouache) 34 

La  alegría  del  domingo  (página  humorística 

en  tricromía) 36 

El  descubrimiento  de  América  (dibujos). ...  38 

Filosofía  de  los  gatos  (ilustraciones) 42 

JAN  HARM  (Weinjns). 
Mondando    habas    (óleo).    Reproducción    a 
cuatro  colores 36 

LACALLE  (Alonso). 

Iglesia  y  colegio  de  Alta  Gracia  (dibujos  y 
fotografías) 38 

LAPARRA  (W.). 

Regard  en  arríere  (óleo).  Carátula,  a  cuatro 


colores . 


37 


LARCO  (Jorge). 

Las  toilettes  de  Pichula  en  Mar  del  Plata 
(página  en  bicromía) 34 

Las  mil  y  una  noches  (dibujo,  en  bicromía)  35 
;  Apuntes  de  un  aficionado  al  cine  (bicromía)  41 
i    No  tengo  ropa  que  ponerme. . .  (acuarela,  en 

I        bicromía) 42 

1    ¿Se  visten  o  se  desnudan?  (acuarela,  en  bí- 

1        cromía 43 

La  dulce  alegría  (composición) 44 

Haz  de  tu  mano  un  vaso  (ilustración) 44 

LELY  (Pedro). 

Retrato  de   un   gentilhombre.   (Carátula,  a 
cuatro  colores) 40 

LONGHI  (Alejandro). 
Noble  veneciano  (óleo).  Reproducción  a  cua- 
tro colores 44 

LONGHI  (PiETRo). 

Dama    veneciana    (segunda    carátula).    Re- 
producción a  cuatro  colores 41 

LÓPEZ  (Vicente). 

Infantina  (óleo).  Carátula,  a  cuatro  colores.     43 

LÓPEZ  NAGUIL  (Gregorio). 

Eslava  (óleo).  Reproducción    a    cuatro    co- 


lores . 


35 


LOURIDO. 

Canciones  infantiles  (dibujos) 43 

MARTIN  (Henri). 

Le  printemps  (óleo).  Reproducción  a  cuatro 
colores 41 


MAYOL  (Manuel). 

La  vida  de  un  pequeño  pueblo  (dibujo). 

MEDINA  VERA. 

Fauno  (ilustración) 


35 


MiCHETTí  (Paolo). 

Estudio  para  «El  voto»  (pastel).  Reproducción 
a  cuatro  colores 42 

MORENO  CARBONERO  (José). 

Sancho  Panza  (óleo).  Reproducción   a  cua- 
tro colores 35 

MORO  (Antonio). 

Retrato  de  un  desconocido  (óleo).  Reproduc- 
ción a  cuatro  colores 38 

MORILLO. 

Oleo.  (Reproducción  a  cuatro  colores) 33 


NAVARRO  MONZO  (Julio). 
Patio  andaluz    (acuarela).    Reproducción    a 
cuatro  colores 40 

NIETO  (Anselmo  Miguel). 
Las  dos  amigas  (óleo).  Reproducción  a  cua- 
tro colores 39 

ORTIZ  ECHAGUE  (Antonio). 

Aldeana  sarda  (óleo).  Carátula  a  cuatro 
colores 36 

Mujer  andaluza  (óleo).  Reproducción  a  cua- 
tro colores 37 

PELAEZ  (Juan). 

Las  desorientadas  (ilustración) 33 

Sobre  la  loma  (óleo).  Reproducción  a  cuatro 

colores 34 

Moderno  Watteau  (ilustraciones) 38 

Corki  vagabundo  (dibujo) 38 

Una  cifra  (ilustración) 40 

Los  héroes  anónimos  (ilustración) 42 

La  conquista  de  la  voluntad  (ilustraciones)  43 

PELLECRINI. 

Retratos  de  doña  Manuela  Suárez  de  Lastra 
de  Carmendia  y  doña  Micaela  Camusso  de 
Maldonado  (doble  página,  en  bicromía)..     37 

PETRONE  (M.). 

La  venganza  del  indio  (ilustración) 33 

La  viejecita  de!  salón  (dibujo) 35 

Perfil.  Esfinge  (ilustraciones) 42 

Un  drama  frío  (ilustración) 43 

POURBUS  (F.RANCisco). 
Retrato  del  embajador  de  Mantua   (óleo). 
(Carátula  a  cuatro  colores 39 

RAEBURN  (Henry). 

Sara  Philipps  (óleo).  Reproducción  a  cuatro 

colores 37 

Retrato   de   un   gentilhombre  inglés  (óleo). 

Carátula  a  cuatro  colores 44 

RIBERA  (Román). 

En  las  carreras  de  Longchamp  (óleo).  Repro- 
ducción a  cuatro  colores 33 

RIBOT  (AuGUSTiN  T.) 
Les  deux  amis  (óleo).  Reproducción  a  cua- 
tro colores 33 

RIGAUD  (Jacinto). 

Oleo.  Reproducción  a  cuatro  colores 42 

SHYARAKU. 

Actriz  y  actor  japoneses  (doble  página,  a  dos 
colores) 38 

SIMÓN  (LuciEN). 

Bretones  (óleo).  Reproducción  a  cuatro 
colores 36 

SIRIO  (Alejandra). 

E!  último  gnomo  (ilustración) 33 

Casa  arrendada  (ilustración) 33 

Apoloizar  (ilustración) 34 

Historia  de  un  pueblo  (ilustración) 34 

Romanticismo  porteño  (ilustración,  en  bicro- 
mía)    35 

Mi  hermana  la  monja  (dibujo) 35 

El  buen  Tomás  (dibujo). 36 

Trabajador  de  muchos  oficios  (dibujo) 36 

Una  partida  de  campo  (dibujos). 37 

La  villa  de  las  glicinas  (dibujo) 38 

Ariana  y  Dionysos  (ilustración) 38 

Plegaria  (dibujo) 39 

El  himno  al  sol  (ilustraciones) 39 

La  dama  fiel  (ilustración) 40 

Lluvia  (dibujo) 40 

El  caminante  y  el  campanero  (ilustraciones)  41 

El  espejo  negro  (ilustraciones) 42 

La  conjuración  de  las  palabras  (dibujos)   . .  44 

ZAVATTARO  (Mario). 

La  rodada  (dibujo) 34 

La  doma  (dibujo) 36 

El  hombre-buey  (ilustración) 37 

Evocación  (dibujo) 37 

La  voz  de  las  cumbres  (ilustración) 33 


NÚM 

La  provincianita    sentimenti!    (íustración)  38 

Los  apólogos  del  viejo  (Juitque»  (ilustración)  39 

El  crédito  (ilustración) 39 

El  clavel  rojo  (ilustración) 40 

Primavera  (gouache.  página  en  bicromía)..  42 

ZUBIAURRE  (Ramóh). 

Aldeana  gallega  (reproducción  a  cuatro  co- 
lores)   41 

ZULOAGA  (Ignacio). 

Mi  prima  Cándida  (óleo).  Segunda  carátula, 

a  cuatro  colores 43 

SECCIÓN    LITERARIA 

ABELLA  CAPRILE  (Maroakita). 

Lluvia  (dibujo  de  Sirio) 40 


ACEVEDO  DÍAZ  (Eduardo). 

Apoloizar  (ilustración  de  Sirio). .  :4 

AMADOR  (FernAn  Félix  de). 

El  último  gnomo  (ilustración  de  Sirio) 33 

La  villa  de  las  glicinas  (dibujo  de  Sirio)...     36 
La  casa  colonial   de  don  Carlos  Ossandon 
(con  fotografía) 42 

ANDRÉS  (Víctor). 

Alejandro  Christophersen    (con    fotografía)  33 
Parque  nacional  de  Naíiuel  Huapí  (con  foto- 
grafías)    35 

Joyas  del  Museo  Etnográfico  (con  fotografías)  36 

Antonio  Ortiz  Echagüe  (con  fotografías). . .  37 
Ei  arte  japonés   en    Buenos  Aires   (dibujos 

japoneses) 38 

ARATA  (Antonio  J.) 
Excursión  y  misa  cantada  en  el  Cristo  de 
los  Andes  (con  fotografía) 34 

AUCLAIR  (Makcelle). 

El  peregrino 44 

AZNAR  (Manuel). 

El  cuaderno  de  apuntes  (carbón  de  Alonso).  33 

Bizarromania  (carlrón  de  Alonso) 36 

La  piadosa  distancia  (dibujos  de  Alvarez).  .  42 

BAZZANO  (Leonardo  A.). 

Un  drama  frió  (ilustración  de  Petrone). ...     43 

BELDA  (Joaquín). 

Desde  mi  balcón  (ilustración  de  Alvarez),.     40 

BOLINS  (Guillermo  Carlos). 
El  hombre  que  detestaba  a  sus  semejantes 
(dibujo  del  autor) 35 

BOYER  (JACOBE). 

Las  falsificaciones  de  cuadros  (con  fotogra- 
fías)       41 

BUNGE  DE  CALVEZ  (Delfina). 

Ensayos  breves 40 

CARRIZO  (César). 

La  voz  de   las   cumbres    (ilustración  de 

Zavattaro) 38 

Una  cifra  (ilustración  de  Peláez) 41 


CASTELLANOS  (Julio). 
Zonza  Briano  (con  fotografías). 


35 


CASTIÑEIRAS  (Alejandro). 

Gorki  vagabundo  (dibujo  de  Peláez) 38 

CIVININI  (GuELFO). 

El  hallazgo  (ilustración  fotográfica) 36 

CHARRAS  (Julián  de). 

El  alma  de  Martín  Fierro  (cot  fotografías).      42 

CHRISTOPHERSEN  (Alejandro). 
Fundamentos  de  arquitectura  colonial  (con 
fotografías) 37 

DABOVE  (Julio  César). 

La  hermanita  (dibujo  de  Hohmann) 35 

D'ANDREA  (Monseñor). 
Escuela  gratuita  del  Buan  Consejo  (con  fo- 
tografías)      36 

DARDO  LÓPEZ  (Albino). 

La  rodada  (ilustración  de  Zavattaro) 34 

El  arpa  (ilustración  de  Alvarez) 38 

El  crédito  (ilustración  de  Zavattaro) 39 


DAY  (Emma). 
Manon 


36 


DE  CLEVES  (Martín). 
Descendientes  de  damas  patricias  (con  foto- 
grafías de  Van  Riel) 37 

DEFILIPPIS  NOVOA  (F). 
La  venganza  del  indio  (coa  ilustración   de 
Petrone) 33 

DE  LECUINA  (Enrique). 

Amado  Ñervo  (retrato  al  pastel  de  Alonso).     37 


/ 


DELLA  COCTA  (PkatoV 

B  <|«»M«taB«>  «J.  Ai»áric»(dibtt}0«<W 

H—r») •••..■ 2 

u  Pitt  toco  i«»»o») a¿--:ll- il 

R:r  MUS  Diada*  d*  «M  ahatndta  d* 
FomaiTV 


43 


DEL  SAZ  <ElMMM»l 
RKortaads  *  Dnfe  (c 


—•  ••» 34 

M  d« 

Sno»...- ^ 

Lm  iihwlmlnrai  Irtm  1 — r ^ 

Uu  Bvtidí  dt  cam»  (dibaio*  dt  Sino). .  37 
La  «oaia  áá  tneo  (ftMocnHu  d*  Vait» 

Ifadiaca) * 

Eacal«ado  ka  And«  «cao  fotncnfiut. 39 

Robwio  J.  Pwn*  (eartíB  d«  Alixuo). . . . .  40 

El  «Mto  iMrio  (ItartiadotM»  d*  Sirio). ...  43 

U  i'f'"-  d»  i*  lohmtad  (Ihstnciones 

dt  PMm *5 

GakMi  (caibte  de  Ak».  ^ 


OE  PeORO  (Valshtíh). 
Dea  Ramte  M  ValW  IncUn  (ciricatun  de 
Ahnrat). 


36 


DÍAZ  ROMERO  (Euoono). 

U  dama  <W  fihstncióa  de  Sirio) 40 

La  dsk»  «t«ia  (oompoidte  de  Luro) 44 

DÍAZ  CARC£S  (JOMJuiHk 

Coa  anaadada  (OíatTaeioMS  de  Sirio) 33 


DÍAZ  (Laorau»). 

Ariua  r  Dtoonoi  (Oíatradin  de  Srio>. . .    38 

DUBOIS(Dr  Fí 

La  laapenun  del  Miaeo  del  Louttt  (con  fo- 

37 


DUHAU   (AlJKEDCP.. 

Acnca  de  NovalU  (caricatura  de  Aloaao). .    34 

E.  H.  A 

JoUo  NaTano  Moiuó. . .  40 

ClZACUlRRE  (Josa  Mahubl) 

Ada  Elfleta  (con  fotccnfiaa). . .  39 

ELFLEIN  (Ada  M.). 

En  la  inontafta  tucumana  (con  fotocrafias).    40 


FERNANDEZ  MORENO 

Venoa  de  Nepru  (pastel  de  Alonao). 


FERRER  (Juan  os  la  Cmvz). 

Dolor  de  aiaenda  (dibujo  de  Onturiin). 


41 


42 


FOPPA  (Tito  L.). 

FloraDcia  la  dirina  (con  fotocrafias) 40 

•Can  Ferraf •  (con  fotoírafias) 42 

CANA  (Fbd«ucx>). 

El  darcl  reio  (Oaatraciár.  de  Zavattaro). . .    40 


garcía  (Lúa). 

Ftototo  y  Mechiu  (fouache  de  Centurión). 

Ejctaaia  ((onache  de  Centurión) 


36 

40 


garcía  landa 

Hiatoria  de  un  pueblo  (con  ilustración  de  Si- 
rio).     34 

El  hlmao  al  iol  (dibuioa  de  Sirio) 39 

Fllonfia  de  kx  tatos  (ilustraciones  de  Huer- 
to).     42 

GERCHUNOFF  (Ai^arro). 

La  fiesta  del  rio  (con  ilustración  de  Fortuny)  34 

Estétka  doméstica  (con  fototrafías) 39 

Lsofioldo  Latones  (con  retrato) 42 

~  infantilea  (dibujas  de  Lourído). .  43 


COLDEN. 

SsOora  Lucfla  Cano  de  Rosa  (con  retrato)..     40 

HIDALGO  (AuotTO). 

Las  roca*  (compostíí"-  >'-   i'v.-»i  4| 

HOBNER  >Sai>ahí 

NuDci  44 

HURTADO  Y  ARIAS  (E.  C). 

Ricardo  Pilma. 41 

JOMER  B.  VILLA 

La  proviocianita  senti.-níTiíai  (Kusiración  de 
Zairattan» 38 

LACALLE  (Auwso), 

La  itlcsia  y  coletio  de  Alta  Gracia  (dibujos 
y  fotocrafias  del  mismci  .la 

LARRETA  (Emiguc). 
Soneto  lomameotación  y  manuscritos  de  Si- 
*>■ 44 

LA  DAMA  DUENDE. 

PlCliu*  taasninas 34 

Piiius  (sneniíu*  (con  retrata  >  35 

PtCinas  ismeninas 35 

P*Ctoss  femento^-fcon  retratos) 36 

Los  últimas  niqAI44ePaHs  (con  fo^afias>  38 


Escuela  de  la  Santa  Unión  de  los  Sagrados 
(^razones  (con  fotocrafias) 39 

En  loa  «courla»  átl  Tennis  Club  Arcentino 
(coa  fotocraffu) 40 

PiCinas  femeninas  (con  retratos) 42 

Visiones  de  un  pintor  florentino  (con  foto- 
trafías)      43 

Fitinas  fen>eniras  44 

LATORRE  (M.  Hectosi 

Mauricio  Dumesnil  (con  retrate  40 


LEE  (Hkbbrt). 

Danzas  mitológicas  (con  fotografías).. 


L.  M.  de  E.  Z. 

Asik>  Saturnino  E.  Unzué  (con  fotsgrafias) 

LU<30NES  (Lbotoloo). 

Pavos  reales  (con  ilustración  en  tricromía,  de 

Alvarez) 

Mariposas  (composición  de  Alvarez) 

LYNCH  (Benito). 

Los  desorientados  (ilustraciones  de  Peláez).. . 

El  tiombre-buey  (ilustración  de  Zavattaro) 


35 


MARIANNO  (Olegario). 

La  hilandera  (dibujo  de  Alonso»  37 

MACIEL  (Santiago). 

El  vellocino  de  oro  (ilustración  de  Alonso). .  33 

Las  tres  gracias  (dibujo  de  Centurión) 35 

La  doma  (dibujo  de  Zavattaro) ■ .  36 

Los  apólogos  del  viejo  (Juilques  (ilustración 

de  Zavattaro) 39 

Los  héroes  anónimos  (ilustración  de  Peláez)  42 

MALLOL  (B.  J.). 

La  ciudad  encantada  (ilustración  de  Fortuny)    43 


MARTÍNEZ  JEREZ  (José). 

El  sillón  de  mimbre  (Ilustraciones  de  Alvarez) 


40 


MEDEIROS  Y  ALBUOUERQUE  (M.). 

El  galeote  (dibujo  de  Alvarez) 35 

MEDINA  (Vicente). 

Fauno  (ilustración  de  Medina  Vera) 33 

Llueve...  (ilustración  de  Alvarez) 39 

Finalidad  literaria  (ilustración  de  Peláez). .  41 

MEZQUITA  (Emina  P.  de). 

Un  bautismo  pintoresco  en  (^atamarca 38 

MIATELLO.  HIJO  (Huoo). 

Las  formaciones  de  arenisca  (con  fotof^afías)    39 

S.  M.  la  orquídea  (con  fotografías) 41 

MOM  (Arturo  S.) 

Perfil.  Esfinge  (ilustraciones  de  Peírone)...     42 

MUZZIO  SAEN2-PEÑA  (Carlos). 

Serenidad  (dibujo  de  Guido) 36 

Jorge  Bermúdez  (con  fotografías) 39 

IX  salón  anual  (con  fotografías) 40 

MONNER  SANS  (Ricardd). 

Mi  mote  (con  fotografía) 38 

MONTAGNE  (Edmundo). 

La  viejecita  del  salón  (dibujo  de  P?trone) . .     35 

MORALES  (Delio). 

La  vida  de  un  pequeño  pueblo  (dibujo  de 

Mayol) 35 

Trabajador  de  muchos  oficios  (dibujo  de  Sirio)    36 

MONTIEL  BALLESTEROS. 
Motivos  de  estío  (con  ilustración  de  Alvarez)    33 
Las  mil  y  una  noches  (dibuioa dos  colores  de 
Larco) 35 

MUÑOZ  RAIMONDl  (E). 

El  doctor  Penna  (con  retrato) 36 

ÑERVO  (Amado). 

A  mi  hermana  la  monja  (dibujo  de  Sirio). .     35 

Remanso  (dibujo  de  Alvarez) 37 

OSORIO  (Raúl  P.). 

El  rosedal  de  Palermo  (coi  fotografías) 33 

La  misma  raza  (con  fotografía) 34 

La  casa  del  doctor  Sojc  (con  fotografías) 43 

Club  Mar  del  Plata  (con  fotografías) 44 

PAGINAS  FEMENINAS. 

Encuesta:   Por   Eugenia   Domecq   García.   Sara 

Senillosa  de  Carranza,  Mahuinca 33 

Julio  Ballard,  por  Carlos  Buet:  traducción  de 

Emina  P,  de  Mezquita 34 

Opiniones  femeninas,  por  Julia  Siegfried....  34 
Lo»  derechos  de  la  mujer,  por  Elvira  Rauzón 

de  Dellepiane 34 

Lady  Harley.  Marcelle  Sommer,  por  Maria 

Lebem 36 

Silueta»  aristocrática» 39 

Valor,  por  Beatriz  Albertina 40 

PALMA  (Angélica.). 

Vencida 35 

Plegaria  (con  dibujo  de  Sirio). ...... .....^ !     39 


40 


PAYRO  (Roberto  J.). 

S.  E.  el  cardenal  Mercierícon  retrato) 42 

La  aldaba  de  madera  (ilustración  de  Alvarez)    43 

PÉREZ  CALDOS  (Benito) 
La  conjuración  de  las  palabras  (dibujos  de 
Sirio) 44 

PEREZ-VALIENTE  (Antonio). 
La  casa  del  virrey  Sobremonte  (con  fotogra- 
fías)      33 

Renacimiento  del  arte  indígena  (con  fotogra- 
fías)      34 

Amado  Ñervo  (con  retrato) 35 

Obras  artísticas  del  templo  del  Pilar  (con  fo- 
tografías)       36 

El  castillo  de  Chapadmalal  (con  fotografías)    37 
El  palacio  de  Alvear  en  San  Fernando  (con  fo- 
tografías de  Vargas  Machuca) 39 

La  casa  de  los  señores  de  Escalíer  (con  foto- 
grafías)      40 

La  Barra  de  Anchorena  (con  fotografías)...     44 

PEREZ-VALIENTE  (José  M.). 

Alfombras  y  tejidos  incásicos  (con  fotografías)    33 

y  Salón  de  acuarelistas  (con  fotografías). ...     37 

PRINS  (Enrique). 

Jorge  Soto  Acebal  (con  fotografías) 38 

OUIROGA  (Horacio). 

La  sonrisa  (con  ilustración  de  Alvarez). ...  33 

El  dinosaurio  (dibujos  de  Alonso) 35 

En  la  cantera  (ilustraciones  de  Alvarez) ....  44 

RIO  (JOAO  de). 

Una  criatura  a  quien  nunca  le  faltó  nada, 
(ilustraciones  de  Valdivia) 43 


R.  NAPAL  (Dionisio). 

La  Gran  Colecta  Nacional  (con  retratos). 


41 


RODRÍGUEZ  (Rodolfo  Fausto). 
En  voz  baja  (con  ilustración  a  dos  colores 
de  Alvarez) 34 

RODRÍGUEZ  PUJOL  (Héctor). 

Azorín  (carbón  de  Alonso) 43 

RÚAS  (Enrique  M.). 

El  buen  Tomás  (dibujo  de  Sirio) 36 

RUBÉN  DARÍO  (hijo). 

Goyesca  (ilustración  a  dos  colores,  de  Alvarez)    36 

SALAVERRIA  (José  M.). 

Pintores  místicos  españoles  (con  fotografías)     40 
El  caminante  y  el  campanero  (ilustraciones  de 
Sirio) 41 

SÁNCHEZ  SORONDO  (Matías  G.). 

Paleta  marina  (ilustración  de  Centurión) 43 

SIMBOLI  (Rafael). 

El  Augusteo  (con  fotografías) 37 

Ñapóles  a  vista  de  águila  (con  fotografías)     43 

SOTO  ACEBAL  (Jorge). 

Moderno  Watteau  (ilustraciones  de  Peláez).     38 

VISILLAC  (Pedro  B.). 

Haz  de  tu  mano  un  vaso  (ilustración  de  Larco)     44 

WOODGATE  (Fannv  Coverton  de). 
Altruismo  femenino  (ilustración  de  Sirio)..     33 


NOTAS  DE  REDACCIÓN 

Enrique  Stein  (con  retrato) 33 

Mar  del  Plata:  La  hora  del  baño  (con  foto- 

gralías) 34 

Tierras  istrianas  (con  fotoerafías) 34 

Feminismo  norteamericano  (con  fotografía).  34 

José  Bouchet  (con  retrato) 35 

in  Aniversario  (con  ilustración  a  dos  colores 

de  Alvarez) 35 

Manuel  Mayol  (con  retrato) 35 

Martín  Coronado  (con  retrato) 35 

A  orillas  del  río  Arias  (con  fotografía) 35 

La  fuente  de  Moisés  (con  fotografía) 36 

La  capilla  de  Santa  Catalina,  en  el  Sinaí..  36 

El  campanario  (ilustración  de  Alonso 36 

Solivia:  Una  procesión  en  Chaguiya  {doble 

página) 36 

Teatros  japoneses  (con  fotografías) 36 

Evocación  (dibujo  de  Zavattaro) 37 

La  mujer  limeña  (con  fotografía) 37 

Nueva  York  de  noche  (con  fotografía) 37 

Fauna  marítima  de  Golfo  Nuevo 38 

Aguador  egipcio 38 

La  criolla  japonesa  (gouache  de  Alvarez)..  38 

Un  rodeo  en  la  Pampa 38 

Las  mujeres  en  el  arado 39 

La  ♦toilette* 39 

Rio  de  Janeiro 39 

Al  margen  de  las  ciudides 40 

I  Exposición  de  arte  gallego   (con    fotogra- 
fías)   40 

Un  monumento  de  la  historia  colonial  (con  fo- 
tografías)    41 

La  torre  del   Reloj,  en  Venecia  (con   fotD- 

graffas) 40 

La  catedral  de  Santiago  de  Ckjmpostela  (con 

fotografías) 41 

En  las  carreras  de  Longchamp  (con  fotogra- 
fías)   41 

El  día  de  la  Raza 41 

Exposición    Fader    (con    fotografías    y    re- 
trato)   41 


Casi  española  de  C^magüey  (con   fotogra- 
fías)   4] 

Mezquita  de  Mahomed  u  (con  fotografía) 41 

El  convento  de  Sin  Lorenzo  (con  fotografías)  42 

Exposición  Ana  Weis^  de  Rossi  (con  retrato)  42 

El  gran  premio  C.  Pellegrini  (con  fotografías)  42 

L^  cornisa  de  Ruoms 42 

El  rowing  en  Norte  América 42 

Jenner  vacunando  a  su  hijo 43 

El  Cristo  del  Amor 43 

La  Basílica  de  San  Francisco  (con  fotogra- 
fías)   43 

El  arte  salvaje  (con  fotografía) 43 

Universidad  de  Córdoba 43 

Veleta  Colonial 43 

Una  llama 44 

Consíantinopla  (con  fotografías) 44 

Los  argonautas 44 

León  de  piedra  dominando  al  hombre 44 

Golf  Club  de  Mar  del  Plata 44 

Momento  musical  (con  fotografías) 44 


fotografías  artísticas 


Lago  de  Nahuel  Huaoí 33 

Un  luear  pintoresco  de  Córdoba  (fotografía 

de  González  Garaño) 33 

Las  montañas  rocosas 33 

L^  Navidad  en  un  hospital  de  desembarco..  34 
Mar  del  Plata:  La  hora  de  la  Rambla  (doble 

página) 34 

Mar  del  Plata:  La  hora  de  la  pesca 34 

Patio  de  una  casa  colonial  en  Cuba  (fotografía 

de  González  Garaño) 34 

Parque  nacional  de  Sequoia 35 

Máscaras  en  Nueva  York 35 

Alfarero  indio  llegando  al  mercado  (fotografía 

Loren  te) 36 

Mujeres  agricultoras 36 

Bendición  y  juramento  de  la  bandera  argen- 
tina    37 

Cairo:  Galería  de  una  mezquita 37 

La  vieja  ciudad  de  Iksebt 37 

¡Aquellos  amores!  (segunda  carátula) 37 

Devoción  infantil  (fot.  de  Baldisserotto). .  .  37 

Montaña  del  parque  nacional  del  Ventisquero  38 

Mercadito  paraguayo 38 

El  arte  en  el  Rosedal 38 

Cuba:  Vadeando  un  río 39 

Argelia:  Una  cascada  de  piedra 39 

Una  vista  de  Córdoba 40 

En  las  playas  de  Mallorca 40 

Un  fortín  en  el  Pilcomayo 40 

Arte  español 40 

Desfile  de  una  tribu 40 

Zaguán  antiguo 40 

Una  logia  del  Vaticano 40 

En  el  corazón  de  la  Pampa.  Rezagos  del  tiem- 
po viejo  (doble  página  a  dos  colores). .....  41 

Panamá:  Una  playa  de  Balboa 42 

Parque  Nacional  de  Mesa  Verde 42 

2  de  noviembre 42 

Apartando  yeguarizos 42 

La  cúpula  mayor  del  mundo 43 

Antigüedades  arquitectónicas  de  Salta 43 

Paisajes  sudamericanos 43 

Los  niños  en  el  Asburg  Park 44 

Los  hielos  del  polo  Ártico 44 


retratos 


Alberti,  Monseñor  F 41 

Alvear,  Mercedes  de 37 

Alzaga  de  Blaquier,  Virginia 36 

Anclair,  Marcelle 44 

Basavilbaso  de  Catelín.  Enriqueta 42 

Basualdo   Anchorena  de   Zuberbulher,   Ma- 
tilde   41 

Bazán,  Monseñor  Abel 41 

Bouchet,  José 35 

Cano  de  Rosa,  Lucila 40 

Cx)nstanzó  Blaquier,  María  L 37 

Coronado,  Martín 35 

Chas,  María 36 

Chevalier  Mezquita,  Maria 40 

Christophersen,  Carmen 36 

D" Andrea.  Monseñor  de 41 

Dumesnil,  Mauricio 40 

Escalada,  Margot 44 

Escalada  Fragueiro,  Cora 35 

Fader,  Fernando 41 

García  Mansilla,  Jovita 36 

Green  de  Vedoya,  Maria  E 36 

Harilaos  de  Olmos,  Adelia 41 

H  übner,  Sarah 44 

Jaurin.  Luz 37 

Labougle,  Susana 37 

La  Hoz,  Consuelo 37 

Landívar  de  Zorraquín.  Isolina 36 

Leloir  de  Udaondo,  Marta 42 

Lezica.  Ana  de 37 

López  Gowland.  María  E 37 

Lugones,  Leopoldo 42 

Mayol,  Manuel 36 

Mercier,  S.  E.  el  Cardenal 42 

Mitre  de  Rosende 42 

Muratcre,  Luden 39 

Muzio,  Claudia 39 

Ñervo,  Amado 33 

Ocampo,  María  Luisa 43 

Ottein.  Angeles 39 

Patti,  Adelina 41 

Paz,  María  Esther 33 

Penna.  José 36 

Peña  Unzué,  Mercedes 36 

Peña  Unzué  de  Paunero,  Mercedes 38 

Pico  Estrada,  Agustina 37 

Riglos  Alzpga,  Josefina  de 37 

Rodríguez  Quintana,  María  L 36 

Roosevelt,  Teodoro 33 

Sáenz-Valiente  y  Aguirre,  Valentina 37 

Sánchez  Terrero,  Adela 37 

Schipa,  Tito 39 

Soria,  Clara 37 

Vanni-Marcoux 38 

Vassailo  d¡  Torregrossa,  Monseñor 41 

Weiss  de  Rossi,  Ana 42 

Zemborain  de  del  Carril,  Adela 42 


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