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Iv DAMA nP TA A/IAMTITTA
ÓLEO DE A. CHRISTOPHERSEH.
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LAGO
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N A H U E L
H U A P 1
GRUFO DE EMBARCACIONES EN EL PUERTO ANCHORENA.
MUEBLES Y DECORACIONES
EXPOSICIÓN DE
MUEBLES ANTIGUOS
NUESTRA COLECCIÓN HA SIDO
SUMAMENTE AUMENTADA POR
LA LLEGADA DE EUROPA
• DE VARIOS MUEBLES RAROS
\ CURIOSOS
658, SUI PACHA
FOTOGRAFÍA DE UN ESPEJO, RICAMENTE
TALLADO, ESTILO «GEORGIAN». UN PAR
DE ESTOS ESPEJOS, ESTÁN EN VISTA EN
NUESTRAS GALERÍAS.
— i=>i_7s.'.^ "vi^nPR^-x—
--H
¡Cómo Nuevo!
Los muebles opacos, manchados y
que recogen el polvo, pueden volver a
tener su belleza primitiva si se les aplica
la Cera Preparada de Johnson. ¿Ha
notado Ud. un color azuloso en sus
muebles de caoba? Una aplicación de la
CERApREPARADADlJOiiSOI
lo hará desaparecer y al mismo tiempo dará un
lustre seco, brillante y de gran hermosura. Prote-
gerá al barniz, haciendo mayor su duración y
aumentando su hermosura; cubrirá las manchas
y rayas. Limpia y dá lustre en una operación.
La Cera Preparada de Johnson no contiene aceite, jamás
se pone suave o pegajosa con el calor y por lo tanto
no recoge el polvo ni retiene las machas de los dedos.
Puede Ud. usarla en su piano, fonógrafo muebles,
pisos, obra de madera, linóleo y objetos de cuero.
Magnífico Para Los Automóviles
porque conserva el acabado y lo protege contra las in-
clemencias del tiempo— evita que se parta el barniz, corta
el agua y el polvo, haciendo que los lavados duren más.
Exija Ud. lo» producto» Johnson. Si su vendedor no
lo» tuviere, él puede obtenerlos de los distribuidores:
JANKEE SPECIALTIES AGENCY
Rivadavia, 1255
S. C. JOHNSON & SON
Fabricante»
Racine, Wisconsin, El. U. A.
Buenos Aires
ENRIQUE STEIN
Era el decano de los dibujantes nacionales y extranjeros que en
la Argentina cultivan la caricatura. Y lo fué conno todos sabemos,
por inesperado azar de la esquiva fortuna.
Quería Stein explotar a las apacibles y dulces abejas, y tuvo
que vivir del zumbido irónico e insistente de «El Mosquito». Así,
aquel hombre cuyo sueño dorado estribó siempre en la industria
honrada, fué quien, hacia la mitad del siglo XIX, echó los cimientos
de la moderna sátira gráfica.
Enrique Stein tenía alma enérgica de caballero y trabajador.
Además de las anécdotas populares de su vida, debe ser citada la
siguiente, fiel testimonio de su hidalgo espíritu:
Una vez, Eduardo Sojo, rival de Stein en arte y en política,
andaba perseguido por enemigos peligrosos; y, con esa clara intui-
ción que a veces da el miedo, fué a verle demandando auxilio.
«Escóndase aquí en mi casa, donde nadie pensará en buscarlo»,
le dijo Stein. Y en el domicilio del dibujante rival se refugió Sojo
hasta que pagara la tormenta.
Enrique Stein, colaborador del admirable Eduardo Wilde, con-
virtióse en propietario de «El Mosquito», la revista temida donde
ambos hicieron afortunadas campañas políticas.
En 1887, el decano volvió a emprender sus tareas industrialer,
abriendo un establecimiento de útiles de pintura y dibujo, mien-
tras proseguía sus trabajos caricaturescos. Poco a poco, ya anciano,
hizo abandono del lápiz, y, en 1912, se despedía de la caricatura.
Pero no para siempre. Todos han visto los dibujos que desde
1914 adornaron las vidrieras de la casa Stein, en plena Avenida
de Mayo. Fueron caricaturas en las que el patriota francés, a quien
la «revanche» sorprendía ya inútil para empuñar las armas, luchaba
a su manera por el país querido y lejano.
Así, por obra y gracia del patriotismo de un anciano, volvió a
florecer el arte anticuado de aquellos tiempos de «El Mosquito»
y de «La Presidencia».
Y le jour de gloire, cuando la gente esperaba una nueva prueba
del entusiasmo de Stein, quedó desilusionada. El caricaturista
caballero y patriota se moría.
ANO IV
NÚM. 33
ENERO
1919.
TEODORO
ROOSEVELT
DIBUJO AL CARBÓN DE ALONSO.
EX PREEIDENTE DE LOS ESTADOS UNIDOS, NOTABLE ESTADISTA, Y GRAN DEFENSOR
DE LAS IDEAS DEMOCRÁTICAS, FALLECIDO EL 6 DEL ACTUAL EN OYSTERBAY.
Homenaje de PLVS VLTRA.
— i=>i_:7v^-^ -Vv -j_n"P2>í>w —
CCR=DOC-\
lELES a un propósito preconcebido,
estaTios en la noble y antigua ciudad
de Córdoba, fundada por el muy
ilustre señor Don Gerónimo Luis de
Cabrera. Gobernador y Capitán Ge-
neral del Tucumán. el 6 de julio de 1573.
Hemos venido a visitar la casa del virrey Sobre-
monte, su primer Gobernador Intendente; hemos
venido a conocer esta ruina, que no han sabido
respetar los hombres y que han respetado los años.
La memoria de tan célebre personaje, fundador
de la Concepción del Rio IV, de las Villas de
Tulumba, Chañar, Río Seco y Chilino, y de las
poblaciones de San Carlos, en Mendoza, y la Ca-
rolina, en San Luis, ha sido rehabilitada con do-
cumentos fidedignos por el cronista Don Ignacio
Garzón, en su obra sobre Córdoba, publicada el
año de 1898. En ella se comprueba, que cuando
fué conquistada Buenos Aires por las tropas de
Berresford, Sobremonte no entró en Córdoba
como prófugo, sino como virrey, habiendo ido a
rehacer su ejército, evitando el entrar en la capi-
tulación para quedar libre en el supremo man-
do de gobierno y sostener los dominios del vi-
rreynato.
Para llevar a cabo la visita al viejo edificio,
hemos salido por las calles de la ciudad. Estas
calles son iguales a las de cualquier otro pueblo
de la República; solamente, recortándose sobre
el cielo azul, distantes y próximas, por el norte,
por el oeste, por todas partes donde dirigimos la
vista, encontramos siempre una torre de iglesia,
de convento, uno de esos campanarios humildes
que sintetizan el viejo espíritu de las viejas ciu-
dades. A su alrededor están las edificaciones mo-
dernas,— artificiosas de cemento — donde vive la
nueva generación de doctores, de comerciantes,
de hacendados, de familias burguesas, tan desli-
gadas ya de la tradición legendaria y heroica.
Mientras seguimos nuestra marcha, pensamos
que estas calles han perdido el carácter que tu-
vieron en otro tiempo, cuando Córdoba era go-
bernada por los capitulares del siglo xviii, prin-
cipalmente durante la gobernación de Sobremonte,
época en que llegó a su mejor grado de urbani-
zación, equidad y empleo de justicia. La pobla-
ción mejoraba en todos sus órdenes y a él se debe
la fundación de escuelas gratuitas, la nivelación
de las calles, el alumbrado público, y la construc-
ción de paseos y mercados, abasteciendo al ve-
cindario de aguas corrientes y dictando además
sabias medidas, relacionadas con el ornamento y
aseo de la ciudad. Apesar de todo, Córdoba ha
seguido acrecentando su prestigio. — prestigio reli-
gioso y universitario; — las casas coloniales han ido
cayendo poco a poco, siendo substituidas por estas
otras de estilo francés, bajo cuyos muros duer-
men tres siglos de vida local y de menudas his-
torias vecinales. . . Y pensamos: Indudablemen-
te, Córdoba es una ciudad que evoluciona. . .
— I=>JL^V^.S
>JK.-
En nuestro caminar lento
y de observación, llegamos a
una plaza cuadrangular som-
breada de árboles corpulen-
tos. Por nuestro lado pasan
gentes que marchan en todas
direcciones: caras morochas,
caras negras, caras blancas.
Son gentes que van a sus
quehaceres; nosotros las ob-
servamos filosóficamente, en
tanto que seguimos por una
calle larga, llena de tiendas y
comercios. Después, al vol-
ver una esquina, hiere nues-
tra sensibilidad la nota blan-
ca de una pared pobre y des-
nuda, a cuyo extremo sobre-
sale una especie de torreón,
rematado por ancho alero de
madera. Este torreón tiene
dos balcones unidos en el
vértice de la esquina, y de-
bajo dos puertas coronadas
con cenefas de yeso gris, que
separa un basamento de la-
drillo con franjas y colum-
nas. A los costados de las
puertas hay grandes letreros
donde se lee: «Bar y Confite-
ría». Esta es la casa del vi-
rrey. En su derrengada y ve-
nerable mole, reposa el espí-
ritu de la tradición. Ninguna
de las otras puertas que he-
mos visto en los edificios mo-
dernos, se parece a estas
puertas desvencijadas, con
sus herrajes y pesados goz-
nes mugrientos, que crujen
a veces con un sonido lasti-
moso; ninguna ventana ni
tragaluz es semejante tam-
poco a los obscuros ventanu-
cos de este destartalado ca-
serón, con rejas de artísticos
hierros retorcidos. Los años
han dado a las paredes una
palidez leprosa y cadavérica.
Todo está rodeado de silen-
cio, de serenidad, de quietud
sosegada y majestuosa. . .
Nuestra vista contempla
con estupor los altos balco-
nes soñolientos, el alero po-
drido, los sombríos y
tuertos tragaluces, las
del Gobernador y su séqui-
to. Bajo tales disposiciones
fué alhajada la casa con
todo el aparato que requería
tan ilustre huésped, y poste-
riormente, al establecerse allí
con su familia, fueron enri-
quecidos los salones con nue-
vos muebles y platería de
mérito, traídos de Oruro, de
Charcas y de la Villa Impe-
rial de Potosí. Todo esto ha
desaparecido hace ya más de
un siglo, al retirarse Sobre-
monte de la gobernación,
después de trece años, o sea
a fines de 1797.
El alma de la casa quedó
ausente. Ninguno de sus mo-
radores actuales, responde a
su espíritu y a su leyenda.
En los días de la goberna-
ción, la casa del marqués
presentaba un aspecto de
lujo suntuoso y rico. Las
puertas de cuarterones eran
guarnecidas con herrajes y
pestillos de hierro; al abrirse
producían un ruido seco y
metálico, repercutiendo en
las anchas cámaras familia-
res, donde un reloj de pén-
dulo anunciaba el curso de
las horas, con su tintineo
acompasado y monocorde.
En los pasillos y antesalas,
los esclavos negros, inmóvi-
les ante los pesados cortina-
jes, lucían sus casacas rojas
galoneadas de oro. Todo era
señorial sin afectación. La
sala de recibo, correspon-
diente al balcón angular, ha
liábase revestida con tapi
ees procedentes de España
y cubierto el pavimento con
gruesas alfombras incásicas,
trabajadas por los indios
de Tilquiza, Chijra, Ocloyas
y otros fundos hereditarios
del valle de Jujuy. Los ob-
jetos decorativos eran, en su
mayoría, trofeos de las cam-
pañas militares: agujas de
sílex, yelmos con airones de
plumas, caparazones de
fvK > tortuga en forma de ro-
m
CANCELA DE HIERRO FORiado
<S^
tejas verdirrojas, la cancela negra
y los puntales descarnados y húme-
dos, sin fuerzas ya para sostener el
peso de la mole vetusta. Los gran-
des letreros, dejan en nuestro es-
píritu una impresión extraña. ¿Cómo
— pensamos — la casa donde vivió
el más célebre de !os gobernadores
de Córdoba, ha podido caer en tan
vulgar destino? La curiosidad nos
hace trasponer el dintel, y ya den-
tro, lo primero que vemos es una
verja con labores afiligranadas, que
' ega hasta el medio punto del arco;
y después, al penetrar en el patio,
toda una síntesis de ruidos, de alegría
de sol, de colores policromados, que
se diluyen por el reflejo de la luz, al
dar sobre una tela de randas incási-
cas. Atravesamos la cripta conven-
tual, blanca y desnuda, con anchas
puertas laterales; luego subimos por
la escalera angosta, desembocando en
un sencillo repartidor desmantelado.
Las habitaciones son espaciosas, so-
lemnes, como hechas para recibir el
tumulto representativo de cabildan-
tes, militares y alto clero de la ciudad.
Recorda'mos, que al ser favorecido
el Marqués de Sobremonte con el
título de Gobernador, el 15 de agosto
de 1783, se dispuso por orden del Ca-
bildo, que esta casa, ocupada por
los jesuítas expulsados en 1767, fuese
dispuesta para recibir la persona
~-i=>LS\^'^ ^.L_-rr2-'^—
déla, placas pecto-
rales, collares de
huesos calcinados, y
escudos de piel de
saurio. rebrillando
sobre los huinches
con cenefas de ópalo
y negro. Sobre có-
modas y pedestal^.
lindas telas de labo-
res aztecas y calcha-
quies, cordones de
alpaca, ponchos con
grecas ondulantes y
tejidos mexicanos.
hechos con plumas
de papagayo, de
garza y de avestruz.
En el centro de
las cámaras, gran-
des braseros de pla-
ta maciza, perfuma-
ban el ambiente con
aromas de canela y
de nardo.
Los estrados eran
de maderas obscu-
ras, pesados y ele-
gantes, con asiento
de cuero o damasco,
según el carácter y
destino de cada sala:
había sillas volantes
de conversación.
para sentarse a la
jineta: sillones espa-
ñoles de caoba con
preciosos guadama-
ciles de oro. y mesi-
tas enanas para
guardar las labores.
En los aparadores
y alhacenas, junto a
las vajillas de plata
con los blasones es-
culpidos, hacían
contraste los agua-
maniles y garrafas.
los huacos peruanos,
los yuros de decora-
ción antropomorfa.
y los grandes cande-
labros, portadores
de velas amarillas.
que se utilizaban en
noches de sarao y
fiestas solemnes.
En todos estos
aposentos había re-
tratos de épocas an-
teriores: un inquisi-
dor y una dama ca-
nonesadeSan Juan,
con su leyenda en
latín. Frente a ellos,
un galán petimetre
^N
GALERIA lUL Pat,o
U
"'**'*»^.
UUtM
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i
del siglo xviu. so-
brino del marqués,
luciendo casaca re-
camada y fina gor-
guera de encajes, pe-
luca de tres bucles,
y entre las áureas
joyas, ópalos y ama-
tistas, la roja insig-
nia de los profesos
de Montesa, En otro
lugar, una dama de
guardainfante, lucía
su airosa cabeza con
monterilla de plu-
mas de faisán. Otros
retratos, con valo-
nas y ferreruelos, re-
presentaban perso-
najes ilustres de la
colonia, célebres en
la gobernación del
Tucumán. Algunos
de estos retratos pa-
saron después a la
península, conser-
vándose otros en ca-
sas particulares del
país, donde consta
su procedencia.
Por disposición de
las autoridades cor-
dobesas, la casa del
virrey Sobremonte
se destinará en bre-
ve para museo colo-
nial de la provincia,
restaurándola en de-
bida forma y con-
servándola para las
generaciones futu-
ras. Tal medida me-
rece, sin duda, ser
considerada en su
verdadero sentido,
pues no sólo implica,
respeto a lo tradi-
cional, sino que con
ella se reivindica de
una vez la memoria
de este virrey, equi-
vocadamente juzga-
do por los historia-
dores partidistas de
la Revolución y a
quien es justo recono-
cer como a uno de los,
más ilustres gober-
nadores de Córdoba.
Antonio
Pérez-Valiente.
FOTOGRAFÍAS DE GONZÁLEZ
GARAÑO Y A. FRANCISCO,,
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á>«iijt;
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^^\^\h^ 'D^5(XNDvtt^ MV^MTOW.
EN LA QUIETUD DEL TALLER
OLEO DE A. CHRISTOPHERSEN.
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msscs
mcm
AliM^NDRgO
OMTOllfodN
S hubiera necesidad de sintetizar la obra de este artista en
do* solas palabras, diríamos que su labor, sobre toda otra
cualidad, es equilibrada y reflexiva.
En arquitectura. Alejandro Christophersen. cjya plurali-
dad de medios es merecedora del más amplio de los elogios.
si^ue preferentemente la orientación francesa moderna.
basada en ios modelos del estilo Luis XVI. creados en el
último lerdo de siglo xviii por el célebre arquitecto Gabriel.
Así nos lo ha demostrado al menos, no s61o en artículos y
coniercncías. donde además ha puesto las bases para el
resurgimiento del noble estilo
colonia!, «no también con el _
ejemplo de algtmas de sus más
importantes construcciones, en
tre ellas el palacio Anchorena. de
la plaza San Martín, uno de los
más benos edificios de Buenos
Aires, y la nueva Bolsa de Co-
mercio, que demuestran todo el
talento y capacidad de ejecución
que ha desarrollado hasta hoy
en su carrera.
Pero no es esto de lo que aho
ra debemos ocupamos. La otra
cualidad de tu temperamento,
esto es. los méritos que reúne
como intérprete del color y
luz. >on los que quisiéramos po-
ner de relieve: porque Christo-
phersen. es ante todo un pintor
sincero, que copia la naturaleza
tal como él la siente, sin emplear
recetarios académicos ni recur-
sos de convencionalismo pictóri-
co. Su firme concepto de la com-
posición, su dominio del colorido
y la idea peculiar que desarrolla
en el dibujo interno, dando vida
y movimiento a las figuras, son
particularidades propias que lo
caracterizan y d^finrn
Si analizáramos su extensa labor - -difundida en Europa
y América- con todo el detenimiento y extensión que requie-
re una critica bien razonada, tal vez trataríamos de descu-
brirle cierta semejanza de orientación con los levantinos
españoles, cuya técnica, de una vibrante fuerza sensorial,
culmina en el pincel avasallador e incomparable de Sorolla.
Como este maestro de la técnica y del color, Christopher-
sen es a su vez un enamorado de la vida, que define su ver-
dadera personalidad con dos elementos determinantes: la
intuición y la perseverancia. Nacido en un bello rincón de
Andalucía, aunque de origen noruego, pasa en Cádiz, su
ciudad natal, los primeros años
,_ de la juventud; de aquí que su
retináoste tan acostumbrada a
la transparente luminosidad de
aquel cielo, de aquel sol y de
aquella naturaleza exuberante
y cálida, tantas veces evocada
por él, a través de la distancia.
en cuadros de composición típica.
Apenas salido de la infancia,
marcha a Noruega para cursar
los años del bachillerato, dedi-
cándose, terminado éste, a via-
jar por losdemás países europeos.
Enamorado de la pintura, rea-
liza durante este viaje algunos
ensayos como escenógrafo, que
lo inician en el conocimiento de
la línea. Después, siendo discí-
pulo de la Real Academia de
Bélgica, consigue con el diploma
de arquitecto la medalla de oro.
Luego marcha a París, donde
vuelve años más tarde para per-
feccionar sus conocimientos ar-
tísticos y arquitectónicos, asis-
tiendo durante tres cursos a la
escuela de arte dirigida por Fleury
y Lefévre. Bajo la paternidad de
estos maestros, concurre a varias
exposiciones en la capital fran-
< PETENERAS», EX PUES-
TO EN EL SALÓN DE
PARÍS DE 1909.
^T^y^—
ALEJANDRO CHRISTOPHERSEN, PINTANDO
EN EL JARDÍN DE SU CASA.
Si
cesa, consiguiendo algunos triunfos
que ]o dan a conocer como pintor
de fino temperamento.
A los 22 años de edad viene a
Buenos Aires, donde se radica defini-
tivamente. Aquí forma su hogar y
su familia; aquí llega a imponerse
en poco tiempo por sus méritos per-
sonales, y uniéndose al movimiento
artístico del país, hace gala de su en-
tusiasmo concurriendo a cuantas
exposiciones y concursos se organi-
zan, nasta lograr la reputación de
que hoy goza, al cabo de veinte y
ocho años de labor persistente y con-
tmuada.
Desde el principio de su carrera,
Christophersen ha cultivado con
acierto todos los géneros que se cono-
cen, pero sin abandonar nunca la
idea de su orientación fundamental,
sintetizada en el sentido de que el
arte de la pintura debe expresar fiel-
mente la modalidad y el carácter de
la época en que vive el artista. Así lo
demuestra en cada uno de sus paisa-
jes, en cada uno de sus estudios y
retratos, dándonos la sensación de
realidad que persigue con sus con-
trastes de color, suavizados a veces
por la inflexión de lo delicado y gra-
cioso. Las masas y las líneas, si están
c ertamenle colocadas al azar como
corresponde a su tendencia realista,
idéntica a la que siguen los pintores
de la escuela mediterránea, no por
eso dejan de tener la armonía lumi-
nosa de los más avanzados maestros
del impresionismo; este efecto des-
lumbrador de su paleta hizo que
cierto crítico, al formular un juicio
amplio sobre la obra de Christopher-
sen, dijera que los cuadros de este
pintor puedefl considerarse como un
espectáculo esplendente.
VÍCTOR Andrés.
— "C3i_;v^.s
JSlíT
PiUjo
'^' eidiia <fe¿^ impulcriva y loile,
llena de juveiiud^ de efiyidn y de eiconto,
que la iíkle qirielud de mi reiiro
kv revolucioiíado . . .
h coner, feiiililal)a la eccpecnira . . .
W florece" ooi envidia le eícocoil . . .
¡vi que, ei la^r locfguecíllo.í', locS* áibolcj' iigiuelo.?
le lendíon lof romocf dtajeoLÓble el ^a^o ! . . .
Ocf veiü¿b^a crer flor enbie lóu^ üoreep
y paiariÜD ¿xle^e enbe lo^p pójotpoe/'
7 aé'uaA^jva.ñénle "y relozoia^
jioId al omoyo claco . . .
y ane le pTie«flo a ecfcuckai!^ pota evococte
ei liw lelctí" cMüidooC, el canlai! de W ■pójaco^'.
Idco K fina cfeda de IocP rOccacr"
' )ai!a cfenhi la j-eda de lu. trazo. . .
icio de cHi períime en lacT capoLocf
demezte- "poT la rocPa de W lobiOeP. . .
y^onle la cj'eca y olorocfa yeiba^
le le recordado :
cmle la G^eca yeiia amoilonaria
donde, con ciier'po láa^indo,
voliipliLOcranieiile le dejacfle
caer lióviafa ccmLo en. léelo liando . . .
En Icl oplocflada yeria ecrlá lu cuerpo
con leiiadora marca j^eiolado . . .
ín iii¿x loc/" cTÍio. . . e evoco
yo C02L celo de Eóanio ...
¡y liemblo, de -píSufjdiL y de docreo,,
la lenladcra marca cojilejuplando I
— F^U^^^-^-S ^^LJTI^T^^^^
A exposición nacional de arte decorativo re-
cientemente celebrada, ha sido una verda-
dera revelación en lo que se refiere al arte
incásico aplicado a la decoración de tapices,
muebles y alfombras, con los trabajos origi-
nales de los señores Guido y Gerbino y los
tejidos del señor Clemente Onelli. trabajos que por su belle-
za y orientación, merecen toda clase de elogios. Sus autores
son acaso los únicos que han puesto una nota original en
el mencionado concurso, demostrando lo mucho que se
puede hacer dentro de la tradición y del arte genuinamente
americano.
Llevado de una justificada curiosidad por todo lo que se
refiere al conocimiento y difusión de las industrias suntuarias
del nuevo mundo, especialmente las aztecas e incásicas, he
llegado al convencimiento de que estas artes, producto de
una civilización extinguida, pueden competir y aún com-
pararse con los modelos de fabricación egipcia, árabe, persa.
y demás estilos ornamentales conocidos, tanto en la armo-
nía de los colores como en la rareza y extraña combinación
de los dibujos.
Ya en la época del descubrimiento, una de las cosas que
llamaron más extraordinariamente la atención de los con-
quistadores, fué el uso que los indios hacían de telas y man-
tas primorosamente tejidas, constituyendo su elaboración
una industria perfectamente organizada y extendida por
todos los lugares del continente.
El Inca Garcilaso de la Vega, dice que una de las atribu-
ciones de la familia real del Perú, era el proveerse de sufi-
ciente cantidad de lanas en vellón o tejidas para abastecer
a los subditos. La lana se obtenía de los guanacos, llamas,
alpacas y vicuñas salvajes, haciéndose la esquila en todas
las regiones del dominio incásico, dirigida por miembros de
la dinastía, o por los curacas, sus prefectos. También infor-
ma de como los incas no supieron la invención de los col-
chones siendo la ropa de las camas toda de mantas y cober-
tores hechos con lana de vicuña, tan suave y regalada, que
se enviaron algunas <'para el lecho del rey don Felipe II»;
los mexicanos, en cambio, según refiere el historiador Solís,
tenían camas entoldadas con colgaduras en forma de pabe-
llones, estando los reposorios formados con blandas esteri-
llas de palma. En cuanto al lujo y alhajamiento de las cáma-
ras reales de México y el Cuzco, algunos historiadores afir-
man que de los artesones de madera, sujetos en su misma
tablazón, por desconocerse el uso de los clavos, pendían
grandes colgaduras tejidas primorosamente, con finos y
proporcionados tejidos en color, y el pavimento revestido
de alfombras. Sobre la portada principal del palacio de
México, el paramento de honor, hallábase cubierto por mag-
nífico repostero bordado, en cuyo centro se veían las ar-
mas de los Moctezuma. Los demás aposentos guardaban
asimismo gran cantidad de tapices dibujados con interposi-
ción de plumas, en que admiraban los aciertos entre lo
prolijo y lo precioso; había también todo género de telas
procedentes de los distintos estados del imperio, que hila-
ban y tejían las mujeres, "enemigas de la ociosidad y
aplicadas al ingenio de las manos».
El jesuíta Andrés Pérez de Rivas, hace memoria de la
vestidura que ostentaba el Emperador en su primer encuen-
tro con Hernán Cortés, de donde se infiere que el manto era
doblado de dos telas, la una transparente dejando ver el
recamado y flores hermosas de la interna, pendiente con
mucho aire de los hombros, enlazadas las puntas al costado
derecho y rematando en una rica joya por lazada.
Es sabido que tanto los aztecas como los incas usaban para
decorar los tejidos figuras humanas y de animales, estiliza-
das con un sentido geométrico y adornadas de losanges, aje-
drezados y randas serpentiformes, encuadrándolo todo den-
tro de artística greca, algo parecida al meandro helénico.
Las telas y alfombras que se hicieron en la época colo-
nial eran una derivación de estos modelos, con la sola ex-
cepción de carecer de figuras humanas; de ese modo, fuese
siguiendo la forma empleada por los árabes granadinos, según
he podido comprobar con numerosos ejemplos, formándose
entonces una nueva modalidad, que podría clasificarse de
hispano-incásica.
En la elaboración de tejidos americanos se emplearon
siempre los más variados colores, como se comprueba con
¡os pocos fragmentos y modelos que han llegado hasta nues-
tros días, sacados en su mayor parte de las tumbas preco-
lombianas, y cuidadosamente conservados ahora en colec-
ciones y museos. Los colores fundamentales empleados en
— T=>1S^-^^ ^^1
3
la tintorería incásica, fueron el grana, que se obtenía de un
insecto propio de los nopales mexicanos, el azul del añil,
llamado también índigo, el anaranjado, mezcla de un pro-
ducto vegetal con la ceniza del jume, el amarillo, sacado
directamente de la planta de fique y del azafrán de la Puna.
el grisáceo, extraído de determinadas especies arbóreas, el
negro, producto del guayacán y del cebil, y el color verde,
extraído de la jarilla. planta perenne en toda la región xeró-
fita de Sud América.
La típica y bella industria de las alfombras y tejidos incá-
sicos, resucitada por los señores Padilla, en Tucumán; Cár-
cano. en Córdoba; y Clemente Onelli, en Buenos Aires,
empieza a merecer la atención del público selecto y de buen
gusto, que demuestra, al adquirirlos, cómo pueden armoni-
zarse estos elementos, de un refinamiento exótico, con los
muebles de línea virreinal, muy de moda en los momentos
actuales.
Tan simpática orientación del público, que descubre así
su predilección por las bellas cosas'"de'origen continental,
favorece sin duda el desarrollo de la vieja industria de teji-
dos, susceptible siempre de adquirir nuevos valores, con la
creación de modelos originales, que. aunque sin salirse de
los primitivos con sus grecas y randas características, po-
drían ser. por ejemplo, más a la manera del moderno impre-
sionismo; dibujos policromados sobre grandes masas de co-
lor, con paisajes convencionales o quiméricos. Alfombras y
tapices, únicos de originalidad, que al ser hechos con la per-
fección acostumbrada, posiblemente podrían llegar a com-
petir en mérito, a los elaborados en los telares de Klandes.
del Artois, de Florencia, de Madrid, y de tantas otras fábri-
cas europeas, cuyos modelos se ven difundidos y copiados
por todas partes. Es una aspiración muy fácil de ver reali-
zada y a la que debieran contribuir con entusiasmo todos
los artistas del país, por tratarse del elemento más propicio
quizás, para la formación del futuro y verdadero arte ar-
gentino.
José M.=^ Pérez- Valiente.
EL DESPACHO DE D. CLEMENTE ONELLI, EN SUS TELARES
DE RUSPI AYUISCA.
ARTE FRANCÉS
LES DEUX AMIS
ÓLEO DE RIBOT, PROPIEDAD DEL DOCTOR
FRANCISCO LLOBET.
Pl>» "
. VLTPA
■Í->_L-\ r— \ i . i i^'_ X-
iílotivQ6s¿ e/íí
Suave gracia de égloga tienen estos peque-
ños motivos que suavizan nuestra alma y se
fijan largamente en la retina con su fresco y
sedante encanto.
Si nos fuera dable el color preciso, la riqueza
de tonos, el definir de los claroscuros, posible-
mente alguna alma lejana vibrase armónica
con nuestro místico entusiasmo por estos temas
simples y sencillos.
Humildad de cuadros ciudadanos trasladados
al prolijo escenario del parque público; enigma
de paseante solitario que enhebra un poema, re-
fresca un obsesor pesimismo, o sonríe a algún
ensueño, inicial de amor que grava el estilete
nervioso guiado por una mano femenina, entre-
lazando dos cifras serpentinas sobre la propicia
carne blanda de una anciana pita...
LA DAMA Al salvar un puentecito blanco,
p^j ._ . _p en rústico banco empotrado en
yUt Lt-t, yf,3 altura coronada de follaje
verde claro, lee una mujer. Tiene una graciosa
postura efectista; su cuerpo joven y flexible se
dibuja preciso bajo las finas y claras telas del
vestido. La dama vuelve lentamente las hojas
del libro con una gravedad de comprensiva. ¡A
sus pies, un niño rubio juega con las piedrecillas
■del sendero; el niño viste de rolo y va y viene
con una movilidad de mariposa frente al hiera-
tismo de la dama impasible que quién sabe por
cuales regiones de ensueño tiene su alma! . . .
LOS SEÑORES Por el camino central, a la
húmeda sombra de los
CIUDADANOS
eucaliptos añosos, desfilan.
lentos y nobles, ¡os autos.
Cruza algún jinete trajeado a usanza ingles?.
Por las aceras los pequeños grupos pintorescos:
la mamá anciana, aburrida con las chicas inte-
resantes; el burgués pacífico, resoplante, con sus
chicos que llevan la palita, el balde, el muñe-
co... al lado la señora aun fresca... las se-
ñoritas solas. La que lleva la falda asaz breve...
La que os mira. La indiferente. La que con ei
imán de su feminidad arrastra admiradores...
Los dragones acaramelados. . .
DON I UAN L-uego hay como un estreme-
-^ cimiento en los corazones,
un palpitar de almitas de mujer. Se dijera lo
que acontece en los bosques entrerrianos cuando
chirria aquella rara lechucita de enorme cabeza
y garras poderosas que llaman oaburé... ¡Por
allí, por allí, con su garbo, con su pisada firme,
con su mirar conquistador, con su aire audaz,
con su tono elegante y su sombrero un poquitin
echado sobre una oreja, viene don Juan!...
Este nuestro don Juan criollo, que tiene con-
quistas a los cuatro vientos, que domina corazones
con su hombría, con su apostura, con sus cartas
llenas de faltas de ortografía. . .
Este nuestro don Juan, que debe tener en sus
venas sangre de Moreira o de algún orgulloso
hidalguillo de gotera. . .
El extiende la vista por el mar revuelto de la
muchedumbre como un capitán desde el puente
de mando de su barco, ¡y pasa! . . .
¡Pasa don Juan! . . .
«EL Tío VIVO» '^°" sus caballitos de ma-
dera que se columpian en
movimientos iguales, con sus carrozas llenas de
colorinches, adornadas de cabezas fantásticas de
dragones y de espejos centelleantes, gira el ca-
rrousell al compás de sus cornetas chillonas, de
sus timbres metálicos, de sus platillos, de su:
bombo.
Giran las calesitas, mientas el muñeco rígido,
que dirige la banda mecánica, agita en el aire los:
torpes compases de su batuta filarmónica.
Gira el «tío vivo» al son de musiquillas bullicio-
sas y alegres, en que tintinea e! cascabel de Poli-
chinela y estalla el escándalo de la risa traviesa
de las operetas.
Gira el carrousell y la chiquillería lanza gri-
tos de júbilo, caballeros en los bucéfalos de:
palo, y ríe sonoramente en el vaivén de las prin-
cipescas carrozas historiadas de colorinches. En
las carrozas cuajadas de pedrerías, de dorados,,
de caprichosos dibujos, como debió ser la del
príncipe del cuento, que fué a buscar a la Ceni-
cienta, con el zapatito de cristal que había per-
dido en el baile
Esta música superficial y despreocupada, como.
el alma loca de un buen artista bohemio, puede-
no llegar al espíritu, pero emociona con saudades,
amables y nos trasforma en pequeños seres cré-
dulos e inocentes. . .
Ese remolino de color y contento, esas cabeci-
tas doradas, morenas, rojas, mareadas por un
suave vals agradable nos evocan retrospectivas;
épocas, cuando allá en nuestro pueblo nos agol-
pábamos los «botijas') alrededor de las calesitas
singulares a las que uno de los compañeros — máa
grande y tal vez más pobre — - matizaba con los:
chillidos de un viejo órgano de manubrio. . .
Y mientras se va la imaginación en raudo vuelo,
sigue «el tío vivo» -— que tan bien pintara Ramí-
rez Ángel— sonando una cancionilla popular, que-
nos hace inconscientemente, acompañarla silban-
do tira. . . ra. . . ra. . . rí, tira. . . ra. . . ra. . . rí. . ^
DIBUJO DE ALVAREZ,
.Ndomel y.
^'1
aiie/Leio/
~t=>LJ>-^&
'^-
Salen del Jardín Zoológico y se
sientan silenciosas en un banco.
La Avenida está desierta y el sol
de julio desciende ya por el lado
del «Departamento de Policía", do-
rando los troncos de los eucaliptus
y arrancando chispazos de los
alambres telefónicos.
Las tres son jóvenes, pero de
'edades y aspectos muy distintos.
Dos de ellas parecen hermanas. La
una en plena adolescencia dolorosa
y motivo indudable de aquel paseo
al aire libre — distracciones, ejer-
cicio moderado, hierro y quina
como dijo el médico --no ofrece
interés ninguno. La otra, gruesa,
rubicunda, inflada de esa adipo-
sidad prematura que empequeñece
los ojos y caricaturiza los movi-
mientos femeninos más gentiles
y más espontáneos, <'no resulta*
tampoco. La grasa está reñida con
la gracia, como se sabe, y en el
caso, para peor, <'el gusto, en su
primer período de evolución recién,
agrava la circunstancia desdicha-
da. "La Gorda" cree todavía, que
elegancia es lujo y que la mujer
para hacer resaltar sus encantos,
debe echarse encima todo lo que le
permitan sus recursos. La indumen-
taria de <'La Gorda> evoca el recuer-
do del pintoresco «palo de Dios»
de los Tehuelches.
Su amiga, en cambio, es exqui-
sita. Constituye uno de esos fre-
cuentes casos en que la naturaleza
aliada a la maravillosa facultad de
adaptación que tienen las mujeres,
se burla despiadadamente de las
patrañas del origen.
¡Qué distinción, qué pies, qué
manos; qué gentiles maneras! —
como hubiera dicho un poeta del
romanticismo! - -Sin ser una be-
lleza extraordinaria, es indudable-
mente bella. No es ni alta, ni baja, ni gruesa,
ni delgada. Está en el fiel de la proporción
más absoluta. Tiene unos ojos únicos, unos
ojos de ágata con chiribitas de venturina,
unos ojos extraños, que no parpadean jamás
y que miran medio de soslayo, como han de
mirar, sin duda, los ojos de las panteras
cuando están enamoradas. Su belleza, pasa
por esa hora solemne en la vida de las rosas,
en que parece que bastaría el soplo de los
labios de una mujer dormida, para deshojar-
las por completo. Hasta podría decirse, que
ya una levísima sombra se insinúa en la ter-
sura de sus sienes cuando entorna dema-
siado los párpados en e! ambiente de la tarde
invernal: pero ese es un detalle que no tiene
importancia para el caso. También a las ro-
sas comienza a rizárseles el borde de los pé-
talos, en ese mismo minuto maravilloso de
la culminación de la belleza. . .
No hay en su figura un detalle que cho-
que. Todas sus líneas son armoniosas y sua-
ves como los movimientos de una gata de
Persia. Pero, no es un ser blando ni muelle,
sin embargo. Se adivina la energía, se adivi-
na la fuerza en potencia y lista para la lucha,
bajo la traidora apacibilidad del conjunto.
Se ve claramente, que hay una voluntad
ejercitada dentro de aquel cuerpo flexible y
ágil, una voluntad agresiva, que el elegante
traje de «gabardina-' azul que lo ciñe, no
puede ocultar, como no oculta tampoco la
afelpada piel de los tigres su indomable
fiereza.
Se llama Magdalena, pero no ha pecado
nunca, ni pecará ya, probablemebte. Quien
no erró en la edad de las pasiones, ni en las
luchas del áspero repecho, es difícil que lo
haga ya en las horas de la reflexión y en la
pendiente suave del descenso...
Magdalena cruza las piernas, sus piernas
de «ducal finura» — como ha dicho Lugones
— enseña las medias transparentes hasta
donde la discreción actual lo permite y lle-
vando hasta los labios la amorosa caricia de
un «manguito cerrado» de piel de zorro ne-
gro que hace juego con los puños y con el
cuello de su vestido; sonríe levemente.
Magdalena recuerda la respuesta que dio
aquella mañana a la broma de un viejo cole-
ga a quien apodan «La Momia» y se siente
capaz, aplomada y satisfecha. Qué bueno es
•poder» - piensa - y con qué legítimo or-
gullo se movería desde la cumbre que pare-
ció otrora inaccesible, los tremendos despe-
ñaderos del camino. . .
V.Para qué necesito yo a los hombres?-)-
fué la lespue-ta. Y Magdalena tiene razón.
¿Para qué necesita ella a los hombres,
cuando ha aprendido a bastarse a sí misma?
Magdalena no les odia por cierto, pero no
cree, no puede creer en los hombres. ¿Por
ventura no ha visto, no está viendo todos
los días ejemplos aplastadores de su fatal
decadencia? ¿No está ahí el caso típico de
esa colega suya, de esa «desgraciada» de
Raquel Antúnez, que a los treinta años dio
en casarse con un conscripto y que a los
treinta y cinco sigue trabajando a más y
mejor para mantenerle las mañas, mientras
el conscripto convertido en un amo no hace
más que divertirse a descontar sus días con
la salvaje despreocupación de un indio? ¿No
está ahí, también, ese otro caso de la de Var-
gas, que aunque no se casó con un conscripto
sino con un mozo «serio y trabajador», se
encuentra al cabo en situación parecida,
porque el matrimonio ha operado un cam-
bio tan fundamental en el carácter de su
flamante marido, que éste ni trabaja ya, ni
es serio, ni tiene otra preocupación que pa-
sarse la vida en el Hipódromo?
¡Oh, Magdalena los conoce bien a los horr',-
bres! Son ignorantes, haraganes, pretencio-
sos, absurdos. Para ganar cien pesos mal
ganados, «hacen más ruido» que sí ganasen
miles y se creen aun unos esforzados y unos
mártires. Ellas, en cambio, silenciosas y prác-
ticas y abnegadas como las hormigas, reali-
zan una gran labor de utilidad, no sólo para
ellas mismas, sino también para los suyos y
para sus semejantes. ¡Si sabrá Magdalena de
derrumbes apuntalados y de hogares levan-
tados de la miseria, por dos jóvenes brazos
de mujer! ¡Si sabrá de actividades y de he-
roísmos femeninos en contraste de inercias
y de cobardías masculinas!
A Magdalena le sobra todo, Magdalena
gana tanto como un senador o como un mi-
nistro, y sus capacidades y su acción la han
colocado en un nivel tan alto de intelectua-
lidad y de independencia, que la mayoría
de los hombres tienen por fuerza que resul-
tarle pequeñitos.
Magdalena es, además, unamuchachahon-
rada — como dice muy bien su mamá — ha-
ciendo sonar la uña del pulgar derecho en
su incisivo único, nadie puede decir ni «esto»
de ella. Pero por lo mismo que Magdalena
es honesta, altiva y capaz, su problema no
tiene solución posible. Los hombres que po-
drían seducirla con los prestigios de una po-
sición superior, 6 están ya casados, por razón
de su edad, o le tienen miedo. La alta sa-
piencia femenina es una cosa que arredraaún
a los espíritus masculinos de cierta alcurnia,
por más emancipados que se
crean del pupilaje del prejuicio.
Magdalena les resulta muy
gentil, sin duda muy merito-
ria, pero a la vez muy inquie-
tante.
¿Con sus iguales? El negocio
no conviene a Magdalena...
¿Un profesor? ¿Un empleado?
¡Bah! Sería perder la indepen-
dencia, para no ganar nada en
el cambio; sería condenarse
tontamente a sabiendas, a un
papel injustamente secunda-
rio, y Magdalena es demasiado
inteligente y altiva, para ad-
mitir que entre dos de igual
capacidad y de igual «rendi-
miento», pueda haber uno que
se crea con derecho a rezongar
y asumir actitudes de tirano..'.
Pero, a pesar de todo, Magdalena no está
contenta; Magdalena siente un vacío.
Antes, cuando repechaba la cuesta, con
el sol de cara, cuando sus triunfos y el dia-
rio ardor de la lucha la embriagaban o la
enardecían, todo iba bien; pero, ¿ahora?
Ahora por más que quiera engañarse, Mag-
dalena siente que no es feliz, que no es tan
feliz al menos como lo esperaba, y lo que es
peor, siente que se aburre. . .
El Colón ya no la seduce, como a «La
Gorda», ni los grandes almacenes de nove-
dades, ni las joyerías, ni los balnearios de
allende y aquende el Plata, que ha recorrido
en los últimos años con la conciencia de
quien cumple un programa ancestral, de
quien realiza el sueño dorado de diez gene-
raciones impotentes. . .
Por eso, Magdalena comienza a experi-
mentar la vaga necesidad de un objetivo
nuevo, que ya no puede ser, ni el ascenso, ni
la holgura pecuniaria, ni el elogio de los co-
legas, ni ia derrota de sus rivales. . . Es mu-
cho más grande y más noble y más hondo y
más definitivo lo que necesita Magdalena
ahora, lo que comienzan a buscar ansiosa-
mente sus extraños ojos de ágata con chiri-
bitas de venturina. . .
... La pequeña y astrosa caravana se alle-
ga lentamente. El mayor, un muchachuelo
canijo y antipático, viene trazando una larga
raya con carbón en el muro del Zoológico.
La chica descalza y desmelenada arrastra
una rama de eucaliptus y el más pequeño
de los tres, un niño de cuatro años, dolorido
y lloroso, cierra la marcha enfundado en un
negro delantal de luto y renqueando de un
modo lamentable. Más que por su triste as-
pecto de desamparo y de miseria, el peque-
ñuelo atrae la atención por su belleza. Se
diría un Niño-Dios, arrancado de un reta-
blo por manos sacrilegas, o un pequeño San
Juan extraviado en el bosque.
En el grupo de las muchachas hay un
estremecimiento de curiosidad y simpatía.
— ¡Miren el personaje! — ■ exclama «La
Gorda». ¡Qué monada!
Magdalena se levanta resuel-
tamente. Venga m'hijito —
dice — .Venga esa preciosura.
Pero el pequeñuelo, que se
ha detenido, no se acerca. La
mira torvo y huraño a través
de sus lágrimas. Tiene las ma-
nos y los piececitos desnudos,
plagados de sabañones, y tirita
de frío.
— Venga m'hijito — repite
Magdalena, yendo hacia él —
venga mi vida. ¡Díganme si no
es un encanto esta ricura!
El muchacho grande se atra-
viesa, para recitar su lección
cínica:
— «¡Una limosnita para mi
mamá, que está enferma!»
Pero Magdalena le aparta:
— ¡Salí de aquí, a vos no te
llamo!. . . ¡Venga mi alma! . . .
El pequeño da un paso para ale*
jarse, pero Magdalena le atrapa con
sus enguantadas manos y lo atrae
hacia el banco.
- Te vas a poner a la miseria • —
le previene *La Gorda» — fíjate
cómo está. . .
— ¡Qué me importa! ¡Díganme
si no es una ricura este angelito de
Dios!... Te juro que me lo comería...
El chicuelo solloza.
— ¿Pero porqué llora m'hijito?
¿Qué tiene?
J— Ha de tener frío. ¡Mira como
tiene las manos! ¡Alma de Dios!
— - ¿Tiene frío, precioso?
El niño guarda silencio. De sus
ojazos límpidos como su alma Ino-
cente, como su vida en blanco, se
desprenden grandes lagrimones que
ruedan por las mejillas y van a
resumirse en el delantal todo
mugriento.
El muchacho rubio interviene:
— Se le murió la madre - dice.
Mi mamá le tiene en casa. . .
Ma^alena se vuelve brusca-
mente hacia su amiga:
- ¡Se le murió la madre! ¿Has
visto. «Gorda»? ¡Se le muñó la ma-
dre al pobrecitol
*La Gorda*, interroga a los chi-
cos autoritaria y concisa:
- ¿Y qué anda haciendo con
ustedes este niño?
- ~ Y qué va andar haciendo —
responde el muchachuelo rubio ~
pide limosna, aprende a pedir li-
mosna. . .
- Tu mamá, ¿qué hace?
Y. . . Mi mamá está enferma.
ni <-^ tV padre?
\ ^ Yo no sé.
¿No tienes padre?
Sí...
¿Y esa chica?
— Y — es mi hermana.
- ¿Ustedes no van a la escuela?
— No.
— «No, señorita»; se dice... ¿Y por qué
no van?
— ¿Pa qué?
— Cómo «pa qué». Para aprender, para
instruirse, «para hacerse ciudadanos útiles a
ustedes mismos y a sus semejantes». . .
La chicuela interviene a su vez;
— - En el cuartel — dice — nos dieron pan;
pan y puchero. . .
«La Gorda», embozada hasta las cejas, en
su descomunal «zorro de Alaska», se vuelve
entonces hacia Magdatena:
— ¿Has visto cómo anda la educación en
el país?
¡Cómo anda todo! Y los bellos ojos de
Magdalena, sus bellos ojos de ágata con chi-
ribitas de venturina. se posan amorosamen-
te en el niño lloroso y enlutado, en aquel po-
bre niño sin madre, que tiene estremecimien-
tos de pájaro aterido.
- «¡Ahí tienen hijos — piensa Magdalena
— los que no debieran tjenerles y no les tie-
nen los que podrían criarles como Dios man-
da!» Por todas partes la despreocupación y
el egoísmo! ¡Se ha legislado para reglarrien-
tar todas las fabricaciones posibles, menos
esta sacra y solemne «fabricación» de los se-
res humanos! Las sociedades actuales no tie-
nen ni fuerzas ni arte para sustituir a todas
las madres que se mueren, ni tan siquiera
para recoger de la calle a sus pobres peque-
ñuelos! ...»
Y Magdalena acaricia aí chiquillo mater-
nal y amorosamente, inclinando sobre él su
rubia cabeza tocada de felpa: «¡Qué lindo es
--murmura. ^ — y cuánto más lindo podría
ser aún, bien cuidado! ¿Has visto "Gorda»?
«La Gorda» sonríe.
— Estás chocha con el muchacho ese, Mag-
dalena; nunca te he visto así. . .
Magdalena experimenta un leve estreme-
cimiento y se apresura a depositar al niño en
el suelo. Tiene los párpados bajos y las meji-
llas arreboladas como si la hubiesen sorpren-
dido haciendo alguna picardía. . .
Después, hurga febrilmente en su cartera
y extrayendo un billete lo pone en la ateri-
da y sucia manecita del pequeñuelo:
— Tome, precioso, tomey cómprese todos
los caramelos que quiera...
... Te has quedado melancólica — dice
«La Gorda».
— ¿Yo?, no. ¡Ah, sí!; ¿qué quieres?, me dan
mucha lástima estos chicos. . .
... Y debe ser verdad lo que dice Mag-
dalena; porque sus bellos ojos de ágata con
chiribitas de venturina, están empañados y
siguen con visible interés la marcha lenta de
la pequeña caravana, que se aleja con el sol
de cara, y, en la cual, la rubia cabecita del
niño sin madre, se destaca sobre el triste
delantal de luto, como rodeada por un nim-
bo de oro. . .
DIBUJOS DE PELÁF.Z.
Benito Lynch.
—t=>is\y^^
La cámara oscura sufre, a veces, rabiosos ataques
de misantropía. Allá en el fondo de su lóbrego cere-
bro odia al hombre y, en cuanto puede, lo expulsa
del paisaje, lo arroja de la iglesia, lo despide, lo
desahucia. La cámara oscura lleva y no lleva razón,
como ocurre en todas las cuestiones.
Indudablemente, la figura humana es un elemento
perturbador de esa armonía que debe reinar en co-
mités, jardines, palacios, congresos y otros lugares
dignos. Y si la figura humana se multiplica hasta la
muchedumbre y de ésta se sustrae el elemento feme-
nino, cualquier variedad armónica se convierte en
ridicula monotonía.
Sólo la mujer sería digna de vestir el uniforme,
porque sólo ella sabe variarlo de forma sin perder la
unidad, a costa de los bolsillos que paguen. Cada
mujer es como un rey que para halagar a cien reyes
se colocara un uniforme hecho de cien uniformes.
Per troppo variar la mujer es mucho más bella.
El hombre no; le gusta someterse incondicional-
mente a la disciplina de la moda, de una moda cada
vez más fea y menos digna de añadir una nota a las
risueñas notas de color. Todas las mujeres, salvo
antiquísimas u horribles excepciones femeniles, hacen
bien, forman concierto entre las rosas rosas, amari-
llas, purpúreas, blancas y moradas del Rosedal. Pero
as figuras varoniles bien o mal vestidas se sale
marco.
Para pasear por el Rosedal sería necesario ve
de casacón y chupa Luis XVI, traje más acord
los colores de la naturaleza. Es claro, que a un fil
de esa época le parecería indigno tal traje y qu
giría otro vestuario pretérito: el de Luis XV.
pensador a lo Luis XV añoraría un número m
y así sucesivamente hasta llegar de pensador en
sador y de filósofo en filósofo a las indumen
de los trovadores, a las clámides, togas, pie
ramajes de otros siglos.
En resumen: por muy enamorado y bien v('
que se halle un hombre del siglo veinte, dése
sobre el policromo fondo del Rosedal. Esta vi
Jll^y^ —
■ji más evidente e inútil que los sacos entallados,
eso, la cámara oscura que dio a luz estas
fotográficas del Rosedal expulsó de ellas a la
dumbre. permitiendo tan sólo la presencia de
ujer y de un hombre, como en el Paraíso Te-
pareja distanciada, lejana, de espaldas,
tienes, lector, el Rosedal libre de la grey em-
ulada de todos los domingos y días festivos.
no man- garden, el jardín de ningún hombre,
is más desierto que un doliente del espíritu y
ado haya soñado en sus ataques misantrópicos.
jardín especialista: esto es el Rosedal de Pa-
Hasta el momento en que se estableciera junto
que, no había en la Argentina especialidad
era alguna. Las flores de la misma fami-
amente se reunían en la mata, en el árbol
1 ramo.
especialización obedece a un anhelo
jor medicina. Por eso hay bosques
¡aliptus, consultorios otorrinolarin-
cos y otros lugares donde la bu-
lad busca cura o alivio,
qué plan terapéutico obedece
ecialidad conocida con el nom-
! Rosedal?
bosquecillos de pinos obran
los pulmones, los de euca-
alejan las fiebres. No es de
que las rosas amontonadas en
din saneen el aire hasta el
de matar el paludismo y
estados febricientes.
el contrario, la cercanía de
sas infinitas es propicia para
os ese paludismo conocido con
vulgar nombre de amor.
e el cantar:
Porque esos males
si no los cura el cura
son incurables.
El Rosedal no se distingue, precisamente, por la
afluencia de sacerdotes. ¿Qué especie de curación,
pues, proporciona a la humanidad? ¿El encendido
amor de las rosas es un similia similibus curántur?
Quizás la Providencia inspiró a un Intendente la
iniciativa de establecer el sanatorio rosáceo donde se
perfume, se idilice, depure, etc., el amor.
Si en eso consiste la especialidad curativa de un
jardín tan hermoso y poético, el amor quiera que el
influjo sea rápido, hondo y eminentemente contagioso.
FOTOGRAFÍAS DEL SEÑOR RaÚL P. OSORIO.
BENITO J. CARRASCO.
—r=>Ls^^yrs "v^Lnrra.-=>w—
Una quietud sobrenatural, religiosa,
de eternidad, de njuerte. flotaba en
el aire bochornoso. El corazón de !a
tropa pemanecia angustiado. Hacia
un dia que ni siquiera un pájaro veían
posarse en los árboles. Raleaba la ve-
getación, y la sed se unía al hambre.
A la espalda los grandes montes, la
maraña de la selva pocas veces holla
da por el pie del soldado; las picadas
abiertas con tanto sacrificio como pe-
ligro: los pozos de ajua aiiarga que
habían hecho enflaquecer a las muías.
morir a los perros y descomponer a los
hombres. Y no había otra agua que
beber. Cada nuevo pozo que se abría
era un purgante nuevo. Aquella loca
expedición iba a la muerte. Treinta
los hombres que la componían, exce
sivo número nunca aconsejado por la
práctica. Treinta hombres que alimen-
tar; treinta bocas sedienta» para be-
ber, cuatdo diez, quince hombres de
tropa bastan y sobran para repeler
una a^^resión o castigar una horda de
indiosmal arma josy peor disciplinados.
El comandante, fuerte e imponente
voluntad, sabía todo eso: pero no
creyó nunca que la expedición durase
tanto. Calculó tres días de marcha, al
cabo de los cuales habría batido a
los indios mandados por los correntines
desertores: los habría hecho huir hacia
el corazón del Chaco, y habría regre-
sado con la hacienda robada a los ve-
cinos del fortín, y con seis meses de
tranquilidad por delante. Y, después
de todo, con una lección bien dada a
los bandoleros qué se sirven del indio
para cometer sus fechorías.
Desde que salieron del fortín, a
veinte leguas del Tostado, hacia ya
cinco días, no había el comandante
abandonado el puesto de vanguardia. Dos veces
cambió de muía, y no se atrevía a mirar al mataco
que marchaba a su lado sirviéndole de guía, por
temor a confirmar lo que sospechaba, y la tropa
dejara entender con frases sueltas.
Aquella tierra tétrica, aquel campo espectral
del que hasta los pájaros huían, no podía ser gua-
rida de indios ni de maíevos. Nunca el indio se
aparta de las corrientes de agua, de las lagunas o
de las aguadas. Y allí no había ni arroyos, ni la-
gunas, ni aguadas.
¡Oh! ¡Si hubiesen sorprendido al guia en las no-
ches, mientras la tropa dormía, acechar desde el
hoyo en que descansaba! Sus ojos fulguraban de
perversa alegría por entre las negras crenchas que
le tapaban la frente.
Por tres veces, el más castigado de la tropa, el
soldado Medina, se había acercado al jefe con un
caraguatá, cortado a costa de su vida, porque al
pie de la milagrosa copa de agua clara, puesta por
la naturaleza como un regalo para el caminante
en mitad del Chaco, está acechando la muerte en
los colmillos de la víbora. Y el comandante había
bebido ávidamente.
¡Bravo, sufrido, hecho a todo, el soldado criollo,
aquel bravo soldado patrio corrido de los cuerpos
de linea por la conscripción y refugiado en los
batallones provinciales como última etapa de la
vida de la antigua milicia nacional!
El comandante era también de aquellos hom-
bres, y por eso merecía la confianza y el respeto
del «enganchado». Como él. su escuela fueron los
cuerpos patrios: había participado de la guerra
del Paraguay y formado en Santa Fe su batallón
de veteranos a la antigua. Y como al soldado viejo
lo echaron del ejército los conscriptos, las nuevas
orientaciones políticas lo echaban a él de las ca-
pitales ha^ia el Chaco, a justificar la existencia de
su tropa alzada frente al ejército de línea.
Medina, la última vez que ofreció a su jefe la
milagrosa copa de caraguatá, tímidamente se atre-
vió a decirle:
- Comandante, este es el campo del infierno.
Un día más y estaremos en el campo de la muerte,
de donde nadie ha regresado.
El comandante lo miró fijamente, y Medina sos-
tuvo la mirada y agregó:
— Yo anduve hace ocho aiíos cerca de acá,
huyendo de mi provincia, de Santiago, y me salvó
un milagro.
— ¡Mataco! -' llamó el comandante, detenien-
do su muía y deteniendo al indio. — ¿Sabes bien
por dónde nos llevas?
— Llevando bien, mi coronel.
— ¿Dónde está el indio?
- — Siempre andando. Y bajó la vista.
Siguieron.
A las dos leguas se sentó la muía del teniente.
La naturaleza era verdaderamente de muerte.
Un quebrachal se alzaba como una bandera sos-
tenida por una mano oculta en aquel mar de
quietud.
De la tropa se levantó un rumor de rabia. De
todas partes no debía de acechar la muerte. Un
camino hacia la vida debía de haber. El quebra-
chal. como centinela, indicaba la salvación y el
peligro; pero, ¿quién podría comprender su mudo
lenguaje?
Subió un soldado al más alto palo del pequeño
monte, como un gato. Y quedó en observación,
constituyendo el árbol en «mangrullo».
A sus pies se tendió la soldadesca. El hambre,
que en los primeros días les daba sueño, ahora les
desvelaba, y un cansancio y una laxitud rabiosa
les echaba en tierra.
El comandante quiso recorrer a pie el terreno
elegido para el campamento, pero se sintió sin
fuerzas, y se tendió a la sombra de un espinillo.
No se oía volar ni un insecto. Su frente hervía:
su amor propio habíale hecho despreciar el ali-
mento para que sus soldados sufrieran menos
hambre. Se abismó en reflexiones acaloradas. Vio
su fortín asaltado por los malevos; vio luego ar-
marse los pocos soldados de la guardia y perse-
guirlos. Ahora eran los indios los que huían; un
santón conjuraba por el castigo de los blancos
que los echaban al monte espeso, o a los campos
áridos, sin agua y sin plantas, donde los animales
mueren de miedo. Y era un mundo de espectros,
el inmenso ejército indio echado de las fértiles lla-
nuras del país, corriendo a través de las pampas,
sedientos, hambrientos, delirantes, rabiosos. Los
antiguos reyes del continente, vagaban perdidos
en la inmensidad de los campos de la muerte.
¡Los campos de la muerte! Había oído hablar
de ellos. . . Campos de infierno, campos de muer-
te. . . Y eran los soldados, ellos, la vanguardia de
la civilización, los que condenaban a los indios a
habitarlos.
En aquellas soledades hostiles, en que todo fal-
ta, no era extraño que el indio comiese carne de
perro. Encontraba justificado hasta la antropo-
fagia. Entre los indios iba su tropa, rotosa, fiera,
horrible. Iba él también, y, a su lado, riéndose de
ellos por haberse vengado, su guía, el mataco im-
perturbable, sumiso y esquivo.
Abrió los ojos, sobresaltado, y vio parado a su
vera, al guía que le miraba sonriendo.
Se incorporó avergonzado y rabioso.
Le anunciaron entonces que el teniente estaba
enfermo, seguramente de hambre. Vio cerca del
grupo la muía cansada, hecha un esqueleto, y
ordenó la matasen.
El cuchillo de Medina se hundió en la garganta
de la bestia, y, una hora después, chisporroteaba
la leña con la grasa derretida.
Como fieras comieron todos. Un
viejo milico se apartó llevando bajo
la chaquetilla un bulto extraño: la
vejiga de la muía para saciar su sed.
La disciplina, vencida por la mise-
ria, no servía para nada. Un soldado
se negó a subir al «mangrullo». El in-
dio sonreía, con sus ojos como dos
carbones encendidos.
Llegó el anochecer y se tendieron a
dormir sin montar guardia. Intima-
mente ansiaban la presencia de la in-
diada para que concluyera con sus
sufrimientos.
Amanecieron otros. La luz del nue-
vo día les devolvía la vida.
El jefe se incorporó anhelante. Ha-
bía que continuar la marcha o morir.
El soldado que calmó su sed con
la vejiga de la muía, se sentía enfer-
mo. El indio miraba a todos con recelo.
Lleno de una energía delirante or-
■ > nó el jefe que un soldado subiera
al «mangrullo», y. cuando estuvo en lo
alto, oteó el horizonte como quien
busca la costa en que ha de hacer pie,
inútilmente.
Medina, tendido, con el oído en tie-
rra, escuchaba silencioso.
- - Coronel, — gritó de pronto, —
viene gente.
Y el hombre del «mangrullo» gritó:
— ¡Indios!
Rápido abrazaron las armas. El guía
miró hacia el monte. No podían ser
indios los que se acercaban. ¡Y no lo
eran!
El indio no anda en tropilla por la
selva.
Hubo un momento en que las pisa-
das de las caballerías no se oyeron
más. Se alejaban sin duda. La tropa,
con las armas montadas, desfalleció. El coman-
dante, rabioso, disparó su carabina. El eco retum-
bó por los montes con estruendos acrecentados
por la soledad. Un segundo después se oyó un
silbido distante. Otra carabina disparada al aire.
Y. más tarde, gritos, voces de mando. Después
se vieron los chambergos de la tropa de línea.
Era una expedición que había salido de Formo-
sa, al mando del más bravo de los coroneles, en
persecución de otros indios salteadores. Habían
cortado el Chaco, y bordeando el campo de la
muerte, perseguían un rastro.
Viejo en las lides de las campañas chaqueñas, el
coronel de línea, adivinó la traición de que era
victima la expedición de soldados santafesinos
del Tostado, y venía en su ayuda, con muías car-
gadas con provisiones y con agua.
Por todo saludo, el viejo coronel dijo al jefe
de la milicia:
- Comandante de los Ríos, fusile a su guía.
Y cuatro soldados avanzaron para cumplir la
orden.
Inmutable, se adelantó el indio, prisionero.
El comandante lo vio tal cual le entreviera en
su ensueño, marchando a su lado, saboreando su
venganza. La muerte cercana no le infundía pavor.
Era su raza que por él protestaba de la injusticia
de los blancos. Era el alma aborigen que acusaba
a los hombres por su persecución eterna hacia el
desierto; por la ilevantable condena a muerte que
los echaba hacia los campos del infierno, en que
falta el agua, y de donde hasta las fieras huyen.
Humano, noble, el comandante miliciano vio
la atrocidad de la condena, y mandó a las filas
a los tiradores.
Huya de acá,— díjole al indio. — Y el mataco,
impasible, como si el regalo de la vida no fuera
para él nada, se internó en el monte, mirando
de soslayo los restos de la muía, que habrían de
sostenerle en su larga travesía...
Cuando, después de dos días de marcha cor-
tando selva, se separaron las expediciones, pre-
guntó el jefe de línea al miliciano:
- Comandante, ¿por qué no mató a su guía?
Y el comandante respondió:
- ¿Para qué? A los campos de la muerte con-
denamos nosotros a su raza, por la codicia de sus
tierras. A ellas nos llevó para que supiéramos lo
que en el desierto se sufre. ¡Pobres indios! Su ven-
ganza es más humana que nuestra crueldad.
Los fortines del Tostado no fueron atacados
más por el indio, pero meses después, retiraban
al jefe miliciano de aquella zona.
¡Era demasiado débil para conquistar el de-
sierto!
i
DIBUJO DE RETRONÉ.
F. Defilippis Novoa.
AVXCIEL.
VELLOCINO
'DO
Eran amigos inseparables. los tres, y los
Tves. literatos. Es cierto que la «Critica».
desde su actual solio en la crónica bibliográ-
fica de los diarios, llama genio o «formida-
ble» a cualquier extrangulador del idioma;
pero no sería justo negar «inspiración poéti-
ca'> a Apolo Heredia; raras condiciones de
psicólogo a Julio Bourget, y brillantez y
transparencia, ala prosa de Hortensio Larra.
Pílades y Orestes habian sido aumentados
con otro ejemplar armónico, porque la amis-
tad que unía a los tres «artistas del pensa-
miento y de la forma», como ellos intima-
mente se llamaban, nunca había tenido que-
brantos, hasta esa fecha, y eso que. en más
de una ocasión, alguna cabecita adorable,
colocada sobre un cuerpo delicioso, había
aparecido en el mismo centro del triángulo
fraternal, a manera de tentación diabólica,
destinada a probar que ni ia misma Geome-
tría es capaz de resistir la intervención del
«eterno femenino". No hubo conmoción, sin
embargo, y los tres puntos permanecieron
fijos, como atalayas, porque aquellos mucha-
chos eran soñadores, pero soñadores discre-
tos y precavidos; idealistas, pero idealistas
experimentales.
— Pero, ¿cómo? — dirá cualquier didác-
tico, de esos que no admiten un segundo, ni
menos un tercer sentido a los vocablos^
eso es una contradicción, un verdadero ab-
surdo.
Pues me afirmo en la calificación: «soña-
dores discretos", e «idealistas experimentales»
y para hacerme entender, agregaré en forma
de parábola:
El ave de blancura inmaculada, que cruza
el cielo bajo la caricia radiante del astro,
¿no es un sueño de la aurora, no es un sím-
bolo del ideal, remontándose a lo infinitoV
Bien: el ave de inmaculada albura, vuela a
esa hora, y a cualquier hora, en dirección al
sitio en que puede hallar algún alimento.
De donde se deduce, que se puede volar y
tener apetito, al mismo tiempo.
Por eso. los tres amigos. — jóvenes culti-
vadores de la Belleza, con cierta notoriedad
en los círculos literarios ríoplatenses, y mo-
tejados de "Soñadores". — - hacía rato que es-
taban convencidos de que la gloria sólo po-
see principios nutritivos espirituales y que
una cosa es la prosaica viscera en donde se
reúnen los jugos gástricos, en cumplimiento
de una misión ineludible, y otra, «las ansias'),
que, según el engañado Becquer. indican que
se lleva algo divino en la mente. Además.
como porteños de pura cepa, aspiraban, no
sólo a la gloria, s'no también a la «buena
vida», al lujo, a la ostentación, a convertirse,
de acuerdo con ¡a teoría económica, en cir-
culadores de iegítimos billetes de banco, per-
manentemente, sin solución de continuidad.
Una noche, «n «El Derbyo. — restaurant
de moda, — estando de sobremesa, la cues-
tión de -\o porvenir", se planteó seriamente.
El psicólogo — como era natural — inició la
conversación, haciendo algunas observacio-
nes sutiles:
— La literatura, caros amigos, — dijo —
no puede constituir un «fin", en estos tiem-
pos. En otros. — ya pasados, desgraciada-
mente, - - fué un «medio*; los escritores, pro-
sistas c poetas, haciendo solamente prosa y
verso o componiendo discursos, que después
improvisaban con arte, llegaban a diputa-
dos, a senadores, a ministros y a presidentes
de República. Hoy, para llegar a esas posi-
ciones, huelga el cultivo de las células cere-
brales. Basta ser caudillo hábil y oportunis-
ta, porque el oportunismo es una habilidad.
La explotación, pues, de nuestras sobresa-
lientes cualidades, es, y será infecunda, por-
que, a fuerza de años de labor, conquistare-
mos, tal vez, un nombre, pero no una posi-
ción desahogada para hacer frente a la vida,
para lograr el éxito material absoluto. Por lo'
tanto, amigos, debemos tomar otra ruta,
aunque claudiquemos. Hay que conquistar
el vellocino de oro. Yo. por mi parte, desde
csíe momento, m.e transformo en argonauta.
— Yo, — dijo el poeta, algo conmovido,
— declare, que el ideal puro no' me satisfa-
ce; que mi musa inspiradora se está volvien-
do un tanto positivista. Me hallo dispuesto
a trazar un paréntesis, entre cuyos dos arcos
depositaré mi lira resonante. Volveré por
ella cuando pueda hacerla un estuche cu-
bierto de preciosa pedrería. No dejaré, sin
embargo, de protestar contra la realidad
inexorable, aunque me someta al destino.
Si hoy las monedas suenan mejor que un
cuerda órfica acepto el son de los discos
áureos. No quiero ser una nota discordante
en el concierto del siglo.
— Y yo, — exclamó el prosista. — aban-
dono mi arte eximio, que no da más rendi-
mientos que la psicología y la versicultura.
En estas épocas, todos son escritores y hasta
hay quien, a la inversa del personaje de
Moliere, hace mala prosa sin saberlo, porque
como bien dice Julio Sandeau, se ha hecho
uno de los oficios más fáciles, de una de las
artes más difíciles.
— Apoyado. — dijo el psicólogo — pero,
¿cuál es el programa de ustedes?
■ — Creo, — ■ expuso el poeta, — que lo
mejor es que nos dediquemos a la ganadería.
— Pero es el caso que somos unos igno-
rantes en eso de la selección de las razas.
— No importa, todo se aprende y más
pronto los que. como nosotros, tienen ilus-
tración y talento. . .
— Bien, ■ — exclamaron los amigos, casi a
un tiempo: — ¡Al campo, al campo! . . .
— Pero antes ,— repuso Bourget. — tene-
mos que hacer un juramento. Dentro de
cinco años, ricos o pobres, debemos contraer
el compromiso de encontrarnos los tres en
este mismo lugar. Si alguno fracasara en su
empresa, los que triunfemos quedaremos
obligados a repartir nuestra fortuna con el
amigo en desgracia.
— Aprobado, — gritaron los otros dos.
— - Juremos, entonces.
— Juremos.
Y tendieron los brazos, en actitud solem-
ne, como en la memorable «bendición de
los puñales" de «Hugonotes".
El plazo iba a finalizar y ninguno de los
amigos había dado «señales de vida» durante
los cinco años de ausencia. Cada uno salió
«por su lado", a «correr mundo», como en los
cuentos infantiles, aunque todos, con el pen-
samiento fijo de dedicarse a los trabajos ru-
rales. ¡Oh, noble destino del arte!
¿Qué había sido del psicólogo, del gran
analizador de temperamentos? ¿Había, por
fin. resuelto su problema personal, con el
mismo acierto y prontitud que empleó, siem-
pre, en la exploración del intrincado labe-
rinto de las almas abstrusas y complejas?
¿Qué. del poeta sentimental, cuyo con-
cepto de la vida moderna, le impelió a adap-
tar su fantasía al medio ambiente, en un
acondicionamiento de cosa dúctil, como si
se tratase de una pasta, aunque divina?
¿Había reali-zado sus honestas y heroicas in-
tenciones? Los consonantes, como bajo la
acción de una alquimia prodigiosa, ¿habían
adquirido sonoridades metálicas?
¿Qué, del prosista elegante y pulido, cons-
tructor de brillantes oraciones de original ar-
quitectura, colaborador asiduo en todas las
"Revistas* bonaerenses, que soñara vender
sus lucubraciones, a los más altos precios,
como si fueran títulos bursátiles?
Eran las 8 de noche, cuando los «mozos»
de «El Derby» vieron entrar al psicólogo.
Rodearon al antiguo cliente de la casa, salu-
dándole y haciéndole reverencias, por más
que él nunca fuera pródigo en el reparto de
las propinas.
— Señor Bourget, — le decían — ¡qué bien
está! ¡Si parece más joven! ¡Y cómo ha en-
gordado!. . .
Efectivamente: a pesar de su aire de hom-
bre de campo, el viajero tenía cierta elegan
cía, y su rostro lleno y algo mofletudo, de-
mostraba una nueva y fuerte vitalidad. La
línea abdominal se pronunciaba francamente
bajo el chaleco, y su aspecto de satisfac-
ción y contento, fluía de toda su persona,
como una radiación de la psiquis. Era indu-
dable que el primer argonauta llegado, había
conquistado su vellocino, venciendo los pe-
ligros de Scila y Caribdis y hasta, acaso, el
de las Sirenas.
No había concluido Bourget de responder
a las salutaciones de los «mozos», cuando dos
nuevos personajes, tomados del brazo, apa-
recieron en el salón. Eran el poeta y el pro-
sista. Un abrazo estrecho unió a los tres ami-
gos. Emocionados se contemplaban, como si
la ausencia, no hubiese aflojado sus vínculos
de afecto verdaderamente fraternal. Pero
¡caso coincidente! Heredia y Larra, también
había aumentado en tejido adiposo, no pa
reciendo, sino, que los tres hubieran encon
trado grandes depósitos de substancias nu
tritivas, en armonía con sus poderosas cuall
dades de asimilación. Parecían más jóvenes
descubriendo en sus sonrisas y en sus des
plantes, ese equilibrio de las gentes que han
encadenado el porvenir, sometiéndolo al
capricho de su voluntad.
Se interrogaron mutuamente, con ansie-
dad, mientras los «mozos» les servían su-
culentas viandas y vinos generosos:
— ¿Triunfaste?
— Triunfé.
— íY tú?
— Yo. también.
Exclamando los tres, casi al mismo tiempo:
— Todos hemos tenido suerte. ¡Oh, la
ganadería!
Y Larra, agregó sentenciosamente:
— ¡Oh la selección de las razas!
Y Heredia, no menos convencido:
— ¡La industria madre es un Pactólo vi-
viente.
— B^en — continuó Bourget. — Ahora
que somos ricos, debemos de consolidar —
aún más. si es posible — nuestros lazos amis-
tosos. Esta noche les presentaré a mi esposa,
una dulce criatura, con quien me uní a los
dos meses cabales de irme al campo.
— Y yo a la mía — dijo el poeta. — Yo me
casé a los tres meses.
Y Larra agregó, sonriendo:
— Yo, también, tengo que presentarles a
mi querida compañera. A' mes de despedir-
me de ustedes, fué bendecida nuestra socie-
dad conyugal.
— ¡Delicioso! — siguió Bourget.— Hemos
logrado el mismo éxito en nuestros propósi-
tos, como si nuestros destinos fueran idén-
ticos . . .
Y agregó con cierta vanidad:
- — Mi mujer es una joven estanciera muy
acaudalada. . .
— La mía — respondió el poeta — una
viuda, dueña de treinta mil hectáreas de
campo, sin desperdicios y diez mil cabezas de
ganado de alta mestización.
— Y la mía — dijo el prosista con afectada
sencillez ^ — posee veinte mil hectáreas, no
pudiéndose contar las innúmeras haciendas,
que pastan en los esmeraldinos valles. . .
AI servirse el «champagne», el entusiasmo
aumentó hasta lo indecible y los «mozos»,
celebraban, igualmente encantados, aquella
victoria de la inteligencia aplicada a las in-
dustrias nativas, seguros de alguna copar-
ticipación, aunque mínima, en la fortuna
galopante de los clientes felices.
Y la reunión de los tres argonautas, ter-
minó con un brindis sintético, pero elo-
cuente. . .
— Brindemos, señores — dijo Bourget — ■
por nuestras amantísimas esposas y por el
estado pastoril de las naciones. . .
ESCUELA HOLANDESA DEL SIGLO XVU
BODEGÓN
OLEO DE AUTOR DESCONOCÍ DO, l'ROPIEDA D
DEL SEÑOR ALEJO GONZÁLEZ GARAÑO.
— T=>LS\^^
!>X—
Sin excepción, 'todas las mujeres saben sonreír.
Muchas lo hacen muy bien. Otras lo hacen mal
y sin gracia; pero lo hacen. Y esto pasa así,
porque esta virtud del término medio — tal la
sonrisa. — de la esperanza a medias, de la con-
cesión a medias, del perdón a medias, es eminen-
temente femenina.
Los hombres, en cambio, ríen con toda la boca
si hallan motivos para estar alegres, y dicen
terribles groserías cuando están enojados. Tal es
su pasta.
Y esto proviene de que siendo gente de ataque
y no de defensa, se dejan ir a fondo. Prometen
demasiado, y conceden también demasiado. Lo
que hace que ambos sexos anden tropezando desde
e! caso Eva-Paraíso, y hasta su triste vejez. Por-
que entonces uno llora todo lo que rió al princi-
pio, y el otro ríe con el cigarro en la boca cuanto
en el comienzo le fué preciso lloriquear.
El hombre — el varón, digamos — no sabe son-
reír. La sonrisa es en él una cuestión intelectual,
un signo externo de su cultura. Cuantos más fre-
cuentes han sido sus escapatorias a través de los
juicios y de los prejuicios, mayor finura adquiere
su sonrisa.
Sonrisa fina: He aquí una cualidad de sonrisa
exclusivamente masculina. La sonrisa de la mujer
puede ser amable, graciosa, seductora, insinuante,
cualquier cosa. Cualquiera que sea su carácter,
ella es siempre una virtud del sexo mismo, que
no tiene sino una finalidad y una manifestación:
tornar más seductor el rostro que la ha bosque-
jado.
1
ortt
JlOTáClO
uiio^a
DIBUJO DE ÁI.VAREZ.
En el hombre, no. En él la sonrisa es una cosa de
adentro, cuya finura creciente, hasta diluirse en una
imperceptible luz de la pupila, va marcando la pro-
fundidad mental del sujeto.
¿Ha supuesto nadie una fina sonrisa en un que-
randi o en un campesino de la Galitzia?
Tampoco en la mujer, porque dichosamente para
ella — y para nosotros — la hermosa criatura de 17
años que sonríe, no ha menester de otra cosa para
valer en este bajo mundo, ella, lo que la Suprema
Intelectualidad de cualquier cantidad de hombres.
Y si el hombre no sabe sonreír, es sencillamente
porque su naturaleza no está hecha para ello. Cuando
lo aprende, es porque su cerebro ha sonreído ya de
una porción de cosas. De aquí que sonrisa e ironía
sean flor y fruto del mismo árbol, y por idéntico
motivo la sonrisa de un hombre de cabeza nevada
que todo lo perdona porque todo lo comprende,
tiene una finura que merece gran cariño y respeto.
Dios nos libre, sin embargo, de ser nosotros el mo-
tivo de su sonrisa.
Pero hay a todo lo apuntado una excepción, una
sola, en la cual todo hombre — aun el campesino de
la Gaützia — sabe sonreír. Este fenómeno se verifica
cuando el hombre y la mujer, ambos jóvenes, están
uno al lado del otro mirándose a una distancia que
en el 99 de los casos no debe exceder de 20 centí-
metros: y el mundo exterior se ha retirado a dis-
tancias planetarias, y no queda del vasto mundo
pululante sino dos seres que desde hace un minuto
se están mirando mudos y sonriendo.
Pero esta clase de sonrisas nada tienen que ver con
nuestro asunto.
l"k^.-X-
Aqu«I hombrecito debia te-
ner como ochenta años, pero
a pesar de la barba hirsuta
color de hojarasca otoñal, que
le envolvía como una hiedra.
mirándole en los ojos, azules
y vivos como charquitos al
sol. parecía tener diex. Le sor-
prendí cierta mañana dorada.
recogiendo miel en el hueco de
un olmo secular. Primero in-
tentó evitarme, pero luego
tranquilizado sin duda, con la
espontaneidad de una ardilla,
estuvo de un salto a mi lado.
Nos hicimos amigos. El acos-
tumbraba regalarme con deli-
cados panales de miel, que
guardaban intacto el sabor
virgen de las flores silvestres.
Yo le hablaba de rústicas le-
yendas latinas y del dios Pan,
que nos legó la flauta. El hom-
brecito era reservado pero afa-
ble. Además, un espíritu sin-
gularmente emotivo, sobre
todo cuando escuchaba mis
vagas narraciones mitológicas.
por las que tenia manifiesta
predilección. Estremecíase,
entonces de pies a cabeza,
como un arbusto cargado de
rocío bajo un rayo de sol. Sus
ojitos azules chispeaban ale-
gremente, o se nublaban me-
lancólicos, siguiendo las vici-
situdes del relato. Era sensible
y húmedo como una fuente.
Una tarde, contagiados tal
vez por la excelencia del cre-
púsculo que se deshojaba co-
mo margarita de seda Dor el
amor de las estrellas, olvida-
mos la hora y las primeras som-
bras nos envolvieron, acrecen-
tando nuestra fiebre de miste-
rio y de ideal. Habíamos ha-
blado mucho, junto al olmo
venerable que parecía regir si-
lenciosamente la selva, ese ol-
mo que guardaba en su tronco
rugoso, como un corazón per-
fumado, la dulzura de un panal .
De pronto me sobrecogió la
fugitiva idea de hallarme en
presencia de un enigma. ¿Quién
era mi interlocutor? Al obser-
varle interrogante, tuve como
una revelación.
Sentado en las raices del viejo árbol, sonreía
con malicia, mientras las últimas gotitas de luz
se prendían como abejas en su barba desteñida.
Era un espíritu del bosque, en otro marco no
hubiera tenido más importancia que la de un ena-
no reclame; pero ahí junto al tronco paternal, en
la apoteosis crepuscular, tomaba el relieve de un
dios silvestre; sí. era sin duda un genio de la selva,
uno de esos buenos geniecülos joviales que asus-
tan las muchachas en el claro de luna.
— ¿Quién eres, padrecito? — le pregunté, mien-
tras una inefable curiosidad ancestral se asomaba
a mis ojos intensamente abiertos.
— Ya lo has adivinado, — me contestó son-
riendo; — soy para los hombres una apariencia,
tan sólo una apariencia, como todas las cosas vi-
vientes que les rodean -- árboles, fuentes y ani-
males; — pero tú eres distinto, por eso te conozco
V te quiero. Contra tu voluntad te has alejado de
la naturaleza, por obra de lo que ustedes llaman
civilización. No obstante algo indefinible para ti,
que no es otra cosa más que una rítmica concor-
dancia de tu ser franco y sincero con el esplendor
del mundo, quiere acercarte a ella, por eso eres
mi amigo. Verdad es que no soy, y tú lo has pre-
sentido, el viejecito de luengas barbas que tú
acostumbras a ver todos los días. Viejo soy. en
efecto, pero fundamentalmente joven. Mi tiempo
tiene una medida distinta del vuestro, aunque es
el mismo sin embargo; todos los tiempos son igua-
les. Me llamo Khobol, el último gnomo, y mi his-
toria, por raro que te parezca, es una historia de
amor, ni más ni menos. De ese amor que por ser
de divina esencia es el arma única con que los
hombres pueden vencer a los dioses. Era hace
mucho tiempo, cuando en la selva virgen no se
había oído aún el primer golpe del hacha sacri-
lega y todos los reinos eran uno en el jardín del
universo. Los gnomos benevolentes y sabios re-
gíamos por entonces la tierra materna, tan gene-
rosa y hospitalaria, que no había lugar desnudo
ni desierto, todo era abundancia, confianza y re-
gocijo. Los árboles hablaban, como en aquel suave
cuento infantil, que habrás oído sin'duda siendo
niño, y la armonía más perfecta reinaba entre las
especies. Nada era oculto ni misterioso, porque
no existia el remordimiento, origen de todo miedo.
Nada era impuro, vil o perverso, porque en la
claridad meridiana de aquellos días felices no había
lugar suficientemente sombrío donde guarecer a
la perversidad o a la impureza. Las fábulas anti-
guas que tú sueles referirme, perpetúan vagamen-
te el recuerdo de aquella edad bucólica en la me-
moria de los hombres. La civilización ha des-
virtuado entretanto la saludable leyenda, y los
gnomos como las hadas han abandonado la tierra
para vivir tan sólo en los candorosos cuentos in-
fantiles. Pero volvamos a mi historia. Debes saber
que cuando el hombre por mandato de Dios apa-
reció desnudo sobre el jardín del mundo, todos los
seres le fueron cariñosos. Dábale el árbol sin es-
fuerzo su sazonado fruto, la humilde hierba ser-
víale de aromática almohada y el pájaro cantaba
su más tierna canción, en el crepúsculo, para en-
dulzar su innata melancolía. Sin embargo el hom-
bre se encontraba solo en el mundo, y era huraño,
retraído, indiferente al afecto que le rodeaba.
A veces, un resplandor de odio o de dominio bri-
llaba en su pupila, y una inquietud incomprensi-
ble sacudía sus miembros. ¡Ah! yo los he visto
aquellos primeros hombres, altos y ágiles, de ojos
profundos como la noche, en la que tiritaban sus
pobres almas intranquilas. Fui uno de sus prime-
ros amigos, y como puedes verlo tú mismo, he sido
por mi parte fiel a aquella amistad. Pero si bien
en esos primeros tiempos de la humanidad el hom-
bre no respondió como debía al cariño universal,
que hubiera hecho de él el hijo predilecto de la
naturaleza, por ser el último y el más débil, una
discreta sabiduría le aconsejaba la concordia y el
hombre no era odioso en su primitivo aislamiento.
La guerra sobrevino mucho más tarde y no fué
el hombre causa sino pretexto, por más que su
vanidad se atribuya el secreto designio de domi-
nación, con que las potencias ocultas le mistifi-
caron. Lo cierto es que un día, muy contra su
propio provecho, se declaró
nuestro enemigo implacable.
Entonces, todos le abandona-
mos y quedó solo ante el si-
lencio hostil de la naturaleza.
Asi comienza el reinado de la
apariencia y de las formas ve-
ladas. El ritmo y la armonía
suprema del universo dejan de
hacerse perceptibles para él.
Enmudecen a su paso los ár-
boles de la selva materna y de
las humildes yerbas del cam-
po brotan espinas para sus
pies fatigados. Era el perjuro,
el que había roto el divino
pacto. Pero como las zarzas
intrincadas y contradictorias
del ciénago inhabitable, revol-
viéndose en su propia tortura
punzante, la humanidad se
multiplica de manera asom-
brosa, hasta convertirse en el
peligro de la secreta armonía
de la tierra. De nada sirvió en-
tonces nuestra guerra silencio-
sa, algún dios desconocido ha-
bía hecho alianza con el re-
cién llegado. El mundo poco
a poco fué cambiando de as-
pecto; escondiendo sus tesoros,
disimulando sus bellezas, enal-
teciendo la sombra que da pá-
bulo al misterio. Nosotros, los
gnomos, nos retiramos enton-
ces a la más recóndita selva,
una sagrada selva latina, don-
de todavía las cosas veíanse
como son, bajo el sol tutelar.
Era la última selva viviente;
la selva del pájaro azul. Allí
nos sorprendió la curiosidad
del hombre ultrajado en su ais-
lamiento, y el hacha, el fuego
y la sangre dijeron su himno
de violencia. Khalí, nuestro
padrevenerable, eterno detoda
eternidad, convocó al pueblo
de los gnomos y habló de esta
manera: «Hijos míos, nuestro
reino ha terminado sobre la
tierra. Violadas han sido las
fuentes, mutilados los árboles,
envilecidas las piedras! ... El
hombre, ciego, desconoció la
santa ley. Podríamos aniqui-
larle, vencerle, esclavizarle;
pero tal no es la naturaleza
de nuestro espíritu benigno.
Nos retiraremos al maravilloso reino subterráneo,
que nos ha otorgado la misericordia del Señor,
entre las dos inmutables latitudes del Amor y del
Sueño. El reino del perpetuo Devenir». Así habló
Khalí, nuestro padre venerable, y aquella noche
lejana, por el tronco rugoso de este mismo olmo
secular en que descanso, el innúmero pueblo de
los gnomos abandonó para siempre la tierra de
los hombres. . .
Las últimas palabras del semi-dios prolongáron-
se en una tristeza infinita.
— Pero tú, Khobol, — dije por romper el en-
canto, — ¿has vuelto entonces?
— No, yo me quedé: era muy joven, muy hu-
mano, me aconteció una historia de amor. Siempre
ha sido el amor el pecado de los dioses. Escucha:
Entre las hijas de los hombres que estas colinas
boscosas frecuentaron, había una, como no la ha
habido nunca jamás. « C'etait une source qui
marchait. . . », como cuenta un poeta de los tuyos.
Era el encanto de la selva, y por ella pájaros y
plantas violaban su secreto con espontánea can-
didez. Tal es el triunfo eterno de la juventud y
de la gracia. Yo, Khobol, tuve la debilidad de que
Apolo adolecía y la amé, como puede hacerlo un
gnomo, en el ardor de su adolescencia, cuando la
mañana floreciente del mundo. Por ella violenté
las leyes de mi padre Khalí y fui desterrado del
reino del perpetuo Devenir. Aquel poema primi-
tivo no puede traducirse con tus palabras huma-
nas, amigo mío.
La noche salpicaba sus estrellas sobre el lím-
pido cristal de la fuente vecina, y un resplandor
de paganía transformaba en un Apolo adolescente
al último gnomo, enamorado de la hija del hombre.
— ¿Y dónde está tu amiga, Khobol? — le pre-
gunté; — quisiera conocerla, quisiera ser su her-
mano. Debe ser dulce como la miel de tus panales.
— Pobre hijo mío, -- respondió Khobol; — mi
amiga ha muerto, como dicen ustedes, va para
cinco siglos, con los últimos días del Renacimiento
y se llamaba Madonna Lissa.
DIBUJO DE SIRIO.
íyX-
EN PALERMO
GOUACHE DE CENTURIÓN.
^'l_'I^k¿.^>..—
Una KAora de Santiago lenia d^idida a
la homanidad en dos categorías: la de los
propMtañas de las casas que habitaban y la
de los anendatarios a los cuales aplicaba
despreciativamenie el calincativo de arren-
éoius. Me cuento entre los últimos.
Principalmente soy un arrendón impeni-
tente y sin expectativas de enmienda en materia de casa
de veraneo. Se ha hecho una propaganda tan continuada y
Iwen dingida sobre la necesidad de abandonar su ciudad,
sos comodidades y su dom. cilio ordinario, durante los meses
<ie añero y febrero, que toda persona que se respete, se apre-
sura a hacer maletas y despachar a su familia a un sitio
cualquiera apartado de poblado, con polvo, mala alimenta-
ción y asaltos nocturnos. Por una ironía de la suerte apenas
se ausentan de la ciudad los veraneantes refresca en ella el
clima y se hace más ardiente e.-i los campos, se abarata la
trvta en las capitales y escasea sobremanera en los amenos
sitias donde uno va a buscar el paraíso terrenal de donde
fueron expulsados nuestros primeros padres, sin que geógrafo
alguno haya podido marcar el sitio de ese gran huerto en
que había un solo árbol prohibida o reservado.
Yo no he podido averiguar el paradero, durante el verano,
de los propietarios de casas de veraneo. Sólo sé que se
ausentan con facilidad, poniendo un canon severo de arren-
damiento al audadano que desea substituirlos por breve
temporada. Si las casas de la ciudad dejan algo que desear
en diversos capítulos, se comprenderá fácilmente todo lo
que falta en estas mansiones de recreo estival. Nadie igno-
rará ciertas excursiones nocturnas en que el veraneante
marcha con vela encendida en una mano y la otra a manera
de pantalla para que el viento no extinga la oscilante llama.
tropezando con los variados objetos que pavimentan el
patio o el corral o el huerto, entrando en vergonzosas
^ntfmporizaciooes con los perros guardianes, cayendo sobre
el marrano gordo que dormita o estampando el exacto mo-
delo de la planta sobre diversas materias plásticas y malea-
bles que se ofrecen impensadamente en su camino.
Acabo de soportar la pesada viaorucis de un arriendo de
varano. Bajo el nombre caprichoso de chalets se alzan en
los alrededores de Santiago y otras ciudades del país muchas
casas de apariencia engaflosa y coqueta. Aquí una torrecilla,
allá una ve.eta que hace el encanto de los niños, acá un bal-
cón saliente, ninguna puerta es de líneas rectas ni asume la
vulgar forma de un paralelogramo. El arquitecto travieso las
ha hecho ojivales del lado sur. otomanas del lado poniente,
circulares por el norte y tan estrechas por el oriente que ha
sido apenas consultada la moda femenina del día, para
dejar entrar a la dueña de casa sin ponerse en la posible
vuelta de la crinolina. Distraídos arquitectos y propietarios
en estos juegos inocentes de la arquitectura se olvidan com-
pletamente de diversos problemas que antes interesaban
a los constructores. Por ejemplo, el sol y la lluvia penetran
por todas partes; las pequeñas escaleras para subir a
los pisos superiores han sido hechas para monos o papa-
gallos; desde el piso bajo las visitas pueden seguir todo
el cuno de las diligencias que una persona ejecuta en
tos altos antes de acostarse. Si es una señora puede
oírse hasta el ruido de cada broche del corset cuando
lo va desprendiendo uno por uno con aire perezoso.
No puede disimularse función alguna de cualquier
carácter que sea.
Cai con uno de estos encantadores chalets que en
veinticinco años más. cuando los árboles que los cir-
cundan hayan crecido, tendrán un relativo agrado: pero
para entonces el coqueto palacete habrá caído bajo el
golpe incesante de los elementos, pues sus tenues y
delicados tabiques, comparados con las murallas de
la Moneda, son como los pesos de hoy día con los de
51 peniques, de otras edades. Lo único sólido que
había en mi negocio era el canon excesivamente alto.
fijado por el propietario, en atenaón a que su casa
estaba lujosamente amoblada según aseguraba con
ingenuidad el agente comisionista que intervenía, con
la sonrisa en los labios, en este trágico incidente de
mi vida. Este canon era tan crecido como eran peque-
lios y casi invisibles los árboles del parque, como se
llamaba el piso de tierra en el cual comenzaban a ver-
dear algunas varillitas de siete centímetros de alto, a
cuyo lado una estaca de dos metros ostentaba una
etiqueta de madera con un nombre pomposo y hasta
burlesco, como: por ejemplo Wellingtonia gigantea.
Yo había llevado una media docena de hamacas y como
no las hubiera colgada entre las barras de los catres,
lo que habría parecido redundante, ninguna otra ma-
nera habría tenido de gozar en ellas el descanso que
me prometía.
La casa tenía muebles, era verdad. ¿Conocen ustedes
áerta clase de mobiliario que, cuando va saliendo de
la fábrica, parece ya viejo, que antes de usarla pro-
duce la impresión de haber sido usado siempre, desde
el principio del mundo, por muchas capas y sucesiones de
familias, muebles incoloros; pero no inodoros y en todo caso
insípidos? Esos eran los que me esperaban. Las sillas no
permitían en sus faldas estrechas otras posaderas que las
de los menores de quince años; los sillones tenían resortes
tan duros y porfiados bajo el crin de los tapices que expul-
saban al visitante apenas se soltara éste de los brazos
donde había que buscar apoyo. Los cajones no cerraban; no
por defecto de uso sino porque el carpiniero los había hecho
expresamente más grandes que los huecos en que estaban a
medias embutidos. El mueble donde se colocaban los som-
breros, apenas había recibido dos y sus correspondientes
bastones, se inclinaba y caía de golpe al suelo. Todo era
allí inhospitalario. Pero lo cruel, lo que significaba un ensa-
ñamiento con el huésped y sus alojados, eran los catres, que
esperaban solamente la hora suprema de meterse en la cama
para plegarse sobre el cuerpoy aprisionarlo bruscamente. El
alumbrado de acetileno tenía olor a ajos; las ventanas no
juntaban y tampoco era posible abrirlas, permanecían como
los ministerios de administración, entornadas.
Pero lo que comenzó a exasperarme hasta el delirio, fué
la inspección a los retratos de familia que el propietario
había querido dejar a mi contemplación, creyendo que o
no tenía yo familia alguna y me iba a sorprender déla suya,
o suponiendo osadamente que a pesar del canon podía yo
mirar con simpatía a los abuelos, padres, tíos, hermanos y
cuñadas de mi victimario.^ Al principio tomé con resigna-
ción el espectáculo de la familia ajena, impuesta a mis
afectos. Observé el grupo del matrimonio de los dueños de
la casa y de sus hijos de ambos sexos. El era flaco y na-
rigón, ella era regordeta y casi sin nariz perceptible. La fila
de jóvenes habían salido todos delgados y de largas y
afiladas narices y en ella se intercalaban graciosamente las
niñas bajas, redondas y sin apéndice nasal. Uno sí y otro
no en materia de narices; uno sí y otro no en materia de
carnes. Era delicioso y cómico a la vez. En seguida me fui
a estudiar de dónde venía la gran nariz del padre y la
falta de la misma en la madre. Fuíme a los abuelos de am-
bos y noté que la característica era anterior a ellos, pues
ios abuelos del caballero ya la ostentaban grandiosa y los
de la señora, miserable y casi anulada. Todo ésto era ame-
no, les aseguro a ustedes, pero toda amenidad desaparecía
cuando se llegaba frente al retrato de medio cuerpo de un
tío vestido de militar y cargado de medallas de tiro al
blanco y posiblemente de alguna acción de guerra. Nunca
he visto un tío más repulsivo. Era un animal, es decir,
debía ser un animal. Frente baja, de la cual
salía el pelo un centímetro más arriba de las
cejas. Nariz aplastada — - porque debía ser tío
de la señora — en la misma forma que se la
aplastan pasajeramente los chicos cuando la
oprimen contra un cristal de la ventana, pá-
lida y algo vellosa en la vasta plataforma que
ofrecía horizontal a la mirada del espectador. Desde el primer
instante sentí por él profundo desprecio. Me lo figuraba
atrabiliario. Llegué a asegurarle a mis visitantes que lo cono-
cía de vista y era borracho, aun seguí en la calumnia hasta
asegurar que había estafado a un canónigo, cuando con
conservadores hablaba, o a doña Belén de Sárraga cuando
era radical el interlocutor. Yo quería comunicarle a todos
mi odio y formar una cruzada de resistencia contra este
hombre que no sabía si estaba muerto o vivo. No podía ha-
cer nada en el escritorio sin que su mirada imbécil me per-
siguiera y sin que su plataforma nasal, pálida y cabelluda,
se grabara en mis retinas.
Una tarde llegó a verme un señor con el cual deseaba
estar en buenas relaciones. Era regularmente antipático;
pero yo lo cultivaba con esmero. Con tanto esmero como mi
propietario cultivaba sus enanos del futuro parque, en la
esperanza de que llegaran a ser gigantes y me sirvieran de
sombra para alguna siesta al calor del presupuesto fiscal.
Yo me encuentro dotado de un regular espíritu de contra-
dicción, única cualidad femenina que me reconozco, y así
entre radicales paso siempre por clerical y entre conserva-
dores aparezco como un demagogo. Pero, delante de un
farsante, todas mis contradicciones se desvanecen y le llevo
la corriente. En una palabra, cuando un individuo me
miente grandezas, yo me atribuyo otras tantas y hasta en-
carezco la puja. Cuando mi visitante hubo traspasado el
umbral de mi chalet, dio una mirada circular y exclamó con
tono de buen conocedor: cNo está del todo mal la casita».
Y luego, poniéndomela rnano en el hombro, me dijo: ('Cuan-
do tengas un momento libre, te invitaré a ver mi casa.de
Viña; verás todo lo que puede discurrir la ciencia moderna
del confort y del buen gusto». Debí, pues, asegurarle en el
acto, que no sólo era de mi propiedad ese chalet sino los
dos que asomaban al frente sus torrecillas sobre los eucalip-
tus y además una casa en Zapallar. Una vez en la mentira,
me calumnié con un fundo en la frontera y ciertos derechos
de una boratera.
Aceptada la propiedad de la casa, debí reconocer que to-
dos esos malditos retratos eran de personas de mi familia
y como el amigo era curioso, le conté una historia sobre cada
cual. Recibí sin enrojecerme, felicitaciones por una tía gor-
dita y de aspecto soberanamente cursi. Después de lo cual
pasamos al comedor, y como es de regla en casa de arren-
datarios, yo le di mal de comer y él se deshizo en elogios a
la cocinera.
¿Debo decir que durante toda la comida pensaba con
terror en el momento del café y de los cigarros que-
deberíamos pasarlo de la mejor manera posible en mi
escritorio bajo la estúpida mirada de mi tío? Nada
me avergonzaba más que estar obligado a declararme
pariente de ese abominable individuo sobre cuya con-
ducta desarreglada tenía ya arraigadas aunque injustas
convicciones. Pero llegó la hora fatal. Fui tan pobre^
de recursos que no se me ocurrió fingir una historia
cualquiera que me librara de un oprobioso parentesco,
como, por ejemplo, un salvamento a un sobrino que-
se ahogaba en el balneario del Recreo. Mi amigo entró
al escritorio y antes de sentarse fué recorriendo una.
por una las fotografías apoyadas sobre los estantes.
Se detuvo ante el retrato de medio cuerpo y se quedó
meditabundo. Yo sentía ira y vergüenza. Me retorcía,
de despecho ante la idea de aceptar como miembro
de mi familia a ese individuo cargado de medallas de
tiro al blanco. Pensaba declararlo tío, pero extraviado.
Con esta palabra vaga dejaría ancho campo a las
conjeturas, dando libertad al curioso de suponer que
el extravío era de nacimiento o de conducta. Pero no
hubo tiempo para mayores preparativos mentales.
¿Quién es este señor - - preguntó con visible interés. —
«Un tío paterno».. . - — había alcanzado a decir; cuando
mi amigo avanzó rápidamente hacia mí, y abriendo
los brazos me gritó con efusión: «¡Somos parientes!
¡También es tío mío! Don Gregorio Campusano, el más:
insigne ganador de todos los concursos de tiro al blanco,
es nuestro tío común». . . «sí, común». . . ■ — respondía
yo a medias palabras.
Toda esa noche mi amigo pasó mirando al retrato
y mirándome a mí y asegurando que los tres nos
parecíamos muchísimo.
De resultas de esta trágica escena caí con una fiebre
maligna y tuve que guardar cama algún tiempo. Hasta
hoy' mi amigo me grita en todas partes: «¡Adiós,,
pariente!»
Santiago de Chile.
— T=>J.Sy^^
>y^—
ARTE FOTOGRÁFICO
UN LUGAR PINTORESCO DE CÓRDOBA
FOTOGRAFÍA DE GONZÁLEZ CARAÑO.
i
ÜE LA COLECCIÓN DE DON JOSÉ M- MÉNDEZ.
EN LA HOSTERÍA
OLEO CE M0?Í1LL0.
PLVS
. VUPA)
p y\ G I N .A, ^
>>x—
E M E N I N /K ^
Ha terminado el año. sin que languide-
ciera, ni siquiera por algunos días, la bri-
llante actividad de nuestros círculos mun-
danos; imposible me sería el concretar, en
tan breve espacio, el balance completo de
los acontecimientos sociales anotados en el
último mes del año. Bailes suntuosísimos.
bodas principescas, en cuya oportunidad se
han abierto los salones de aristocráticas re-
sidencias... Si logro reconcentrar un mo-
mento mis recuerdos, para tratar de hacerlas
disfrutar a ustedes conmigo de tan gratas
impresiones, me parece oír vibrar todavía los
acordes de armoniosa orquesta... Aturdi-
da aún, al hallarme en pleno sarao, se me
ocurre que toda aquella preciosa legión de
flores vivas, que va, viene, se desliza, ceñido
e! talle por el fuerte brazo que la impulsa o
la sostiene, con ansias de dominio, me habrá
visto cruzar en medio de tan radiante cua-
dro, como un extraño ejemplar de murcié-
lago mundano, lleno de curiosidad. . .
Retirada casi por completo de los gran-
des acontecimientos de la vida mundana,
sólo llegan hasta mí sus vibraciones, merced
al comentario de los que actúan en ella con
entusiasmo juvenil, por los deberes que Íes
impone el rango, por. . . ¿lo sabemos acaso?
¡Son tantos, y tan complejos, los resortes del
poderoso engranaje! Pero esta vez se tra-
taba de un acontecimiento que me intere-
saba especialmente, y heme aquí, en la sun-
tuosa fiesta ofrecida por doña Elena de Iri-
goyen de Velar, para presentar a la aristo-
cracia porteña a su hija María Elena, La
Nena, como llaman todos a la criatura gen-
til, mimada en aquel hogar patricio, como el
último retoño del viejo tronco, y también
porque recuerdan que fué «ella» la predilec-
ta, y el último resplandor q^e iluminara la
existencia de su ilustre abuelo. . . La encan-
tadora promesa de entonces se ha cumplido;
digna heredera de los prestigios de su raza,
la señorita de Velar Irigoyen. se inicia en la
vida mundana, revelando una personalidad
propia, a pesar de vivir esa breve etapa de
nuestra primera juventud, en la que todo
son ensueños, anhelos, alegrías. . . La sólida
instrucción recibida junto con sus hermanas
mayores, durante los largos años de resi-
dencia en el extranjero, — Londres, París,
Berlín. Florencia. . . ■ — el ambiente señorial
de un hogar «a la antigua^ en el que pueden
evocarse las más nobles tradiciones, han
sabido armonizar en la encantadora joven-
cita, todo el saber de la mujer moderna, con
la gracia innata de la criolla de abolengo, de
esa Nena, que por rara coincidencia, fuera
bautizada en la vieja pila de la Iglesia de
San Nicolás de Bary. pila en la que reci-
biera también el agua del bautismo el célebre
estadista don Bernardo de Irigoyen. . . Hoy,
preside la fiesta ofrecida en honor de su
nieta, en el salón de estilo Luis XIV. su
magnífico retrato, firmado por Max; y
surgen, inevitables para mi. los recuerdos
de otros tiempos. . . aquellas suntuosas fies-
tas en los salones de la mansión de la calle
Florida, donde admirara yo. por vez pri-
mera, la expresión de esa Madonna de la es-
cuela del Guercino; ante ella, cruzaron tam-
bién, en la patriarcal residencia, esas flores
vivas, que van, vienen, se deslizan, siguiendo
los armoniosos acordes de la orquesta.
Irradiaba entonces la belleza y la gracia de
Carmencita y de Elena de Irigoyen; hoy
son otras, esas flores vivas, y visten sus si-
luetas el blanco atavío tradicional para las
que inician su actuación mundana, o el se-
vero traje negro de la joven señora, anima-
do por los trazos de oro de su traine de en-
cajes, y por el oro pálido de un gran abanico.
La visión de hoy, es feérica, realmente;
he vuelto al salón de honor, acompañada por
uno de mis viejos amigos, mundano enragé
que no consiente en verme semioculta en el
artístico «'Coin» del hall, y nos unimos al
brillante círculo que ocupa su estrado. Los
muebles del estrado, que reproducen los
legendarios cuentos de Perrault, son de au-
téntico Aubusson. y procedentes del castillo
de Metternich . . . Caperucita Roja, la hu-
milde campesina: Cenicienta, la reina de
aquel baile de ensueño... ¿contemplaron
alguna vez los ojos de la atónita figurilla, un
espectáculo más deslumbrador que el de
esta noche? «Las hadasviven siempre. ¿Quién
pudiera dudarlo? — dice. — Si lograra ha-
cerme oír, tal vez me concediera el vivir
por unas horas, tan intensamente como en-
tonces, alguna de esas hadas, que llegan
hasta mí. deslumbradoras de belleza y
pedrería. . . »
La ingenua criatura, prisionera entre los
hilos del maravilloso tapiz, creía vivir aun
su ensueño... Cruzaban cerca deella. arrogan-
tes o graciosas, llenas de sugestivo encanto,
las más destacadas figuras de nuestros círcu-
los mundanos; vestidas de vivos colores,
flexibles sedas color solferino, o de raso y
encajes de oro, ostentando gemas prodigio-
sas, cadenas de pedrería, arrastrando la
traine de lana color turquesa. . . ¿cómo ex-
trañar, pues, que la ingenua Cenicienta afir-
mara que las hadas viven todavía?. . . Pocas
veces suele congregarse en determinadas fies-
tas un núcleo tan brillante como el que ro-
deaba a la distinguida matrona que hacía
los honores de su mansión, con esa afabili-
dad exquisita, que tanto distinguía a su
digna madre, doña Carmen Olazcoaga de
Irigoyen... Consecuente con las tradicio-
nes de su abolengo, la señora de Velar man-
tiene la consigna de unión y de solidaridad
entre los representantes de la acrisolada so-
ciedad porteña . . . // faut serrer les rangs. . .
Pocas, entre nuestras grandes damas, po-
drán ostentar con tan justo orgullo las con-
decoraciones, distinciones y medallas que
pertenecieron a su ilustre padre; tales joyas
constituirían inapreciable tesoro, para algu-
no de nuestros reputados coleccionistas,
como también la suntuosa vajilla de oro, el
servicio completo de porcelana de la China,
ejemplar único en nuestro país, los cande-
labros de oro antiguo, los mil objetos, testi-
gos mudos de la vida noble y fastuosa de
varias generaciones, pero que parecen ha-
blarnos de las grandezas pasadas, y parecen
también respondernos del porvenir...
Pero volvamos una mirada al amplio jar-
dín, antes de abandonar una de las fiestas
más réussies de la temporada; florecidos sus
macizos, como en plena, sonriente primavera,
iluminados sus senderos, con arte exquisito,
nadie hubiera creído que había sonado, lar-
go rato ha, la misteriosa medianoche; y las
parejas que vivían su ensueño en tan mara-
villoso paisaje, creían que empezara recién
un romántico atardecer...
Teatro también, de feérica fiesta, fueron
más tarde, los maravillosos jardines de la
residencia de los señores de Alvear. en San
Fernando; clareaba el día. cuando regresaba,
camino de la ciudad, aun dormida, la inter-
minable caravana de autos, llevando su car-
ga de alegría, de ilusiones. . . vibrante aun
la preciosa legión de flores vivas, más de
una encantadora figurita arrebatada de la
fiesta, por la loca velocidad del auto que se
aleja, entorna sus ojazos, y cree hallarse
todavía en medio de la brillante farándula,
y sueña que va. viene, se desliza, creyendo
que oprime aún su talle, el fuerte brazo
que la impulsa o la sostiene.
Casi simultáneamente, hemos asistido lue-
go a dos interesantísimas ceremonias nup-
ciales; una. celebrada con toda la solemni-
dad del rito católico. Misa de esponsales,
en el Templo radiante de luces. . . la otra,
en el cuadro suntuosísimo y severo, de una
de las residencias más artísticamente alha-
jadas de nuestro faubourg aristocrático. Fue-
ron ambas desposadas, dos figuras sobre-
salientes en nuestros más altos círculos:
Adela Gramajo, — Nenina, como la llaman
los suyos, y todos los que han aprendido a
quererla — y Lucía De Bruyn. descendiente,
por la línea materna, del fundador de la
primitiva aldea, transformada hoy en pro-
digiosa Cosmópolis. . .
He de mencionar, en primer lugar, la nota
de exquisita elegancia, dada por tan gráci-
les figuras, al imponer nuevamente el atavío
que fuera tradicional para toda desposada.
antes que el capricho de la moda acortara
exageradamente la falda del albo traje, des-
figurando una silueta ideal, con rasgos abso-
lutamente impropios, a la solemnidad del
acto... Armoniosa, serenamente, cruzaron
las gentiles desposadas, arrastrando las albas
vestiduras, los encajes maravillosos, que
guarnecían el velo que nimbaba sus intere-
santes rasgos; rara vez pudo revelarse tan
honda emoción, en un séquito de honor,
como en el que acompañara al Templo, a la
señorita de Gramajo, en cuya clara, serena
mirada, irradiaba todo el fulgor de su espí
ritu exquisito, de sus dotes de excepción.
Encerró su canastilla de bodas toda la mag
nificencia de feéricas leyendas: diadema
digna de ceñir la frente de alguna soberana,
y al lado de la clásica sarta de perlas, la ful
gurante riuiére de solitarios; toda una for
tuna, en un trazo de pluma, que lleva la fir
ma de una de nuestras matronas, dueña de
fabuloso caudal; títulos de propiedades...
lo dicho: una canastilla de bodas, que en-
cerraba dones dignos de feérica leyenda. . .
Acompañemos ahora a la gentil figura que
acaba de recibir la sagrada sanción ante el
severo altar erigido en el salón de honor de
la residencia de su familia; la mansión de
los señores De Bruyn. en la Avenida Alvear.
es relativamente moderna, y sin embargo,
el espíritu más curioso, entre todas ustedes,
amigas y lectoras mías, con las que deseo
revivir tan gratas horas, ha de hallar en la
suntuosa residencia, ese sello especialísimo,
que sólo imprime en el cuadro familiar la
sucesión de varias generaciones, , , sello sin-
gular, sobre todo en un país nuevo como el
nuestro; ha sido menester el exquisito senti-
miento artístico de una gran dama porteña.
como la señora Mercedes M. de Bruyn, para
realizar el milagro. . .
Luciendo regio traje negro, signé Worth,
recibía a sus invitados, en el severo hall,
cuyo decorado armoniza, junto a su roja ta-
picería, la sombría ensambladura primo-
rosamente tallada; flores, flores en profusión,
poetizaban el suntuoso cuadro, y esta vez
también dominaba en cada salón la nota
uniforme de un solo color, según los dictados
del artífice de moda; rojos claveles, rojas
rosas de Francia, en el vasto hall; rosas
blancas y azucenas, en el salón de honor; el
azul de las hortensias, en las salas laterales. ..
La exposición de los valiosos obsequios
recibidos, ocupaba varias salitas del piso
alto, y entre aquella profusión de joyas, pla-
tería, lámparas, potiches y relicarios anti-
guos, imperaba una verdadera colección de
costosos abanicos, representando todas las
épocas, desde el clásico y suave ondular de
plumas blancas, en transparente montura
de carey, los de marfil primorosamente ca-
lados, los chinescos, los de pintado perga-
mino, los Isabelinos. los de fulgurante reca-
mado de plata, hasta los que ilustraran ma-
gos como Boucher y Watteau. . .
Desde los amplios y altos balcones, veo
como se ilumina el jardín, al aparecer en la
terraza la gentil figura de la joven despo-
sada. . . y esa luz, que irradia como por en-
canto de los floridos macizos, se me antoja
el símbolo de la que ha de iluminar el nuevo
camino que se inicia.
Y no es ese el único ensueño de la serena
tarde de diciembre: se yergue en la elegante
escalinata, que conduce al jardín, flexible
y fina silueta, vestida de pálido color lila.
el color adecuado para un luto que termina;
la pálida silueta escucha hondamente emo-
cionada las protestas del simpatiquísimo re-
presentante de dos viejos y prestigiosos
apellidos criollos; ella le escucha, honda-
mente interesada, y su mano martiriza
distraídamente los pétalos del ramo de
crisantemos color lila, prendidos en su
talle; dos gemas transparentes, del mismo
color, única joya que completa su atavío,
acarician su esbelto cuello, cuando ella in-
clina lentamente su rostro pálido, de finos y
aristocráticos rasgos; su nombre simboliza
infinita y divina merced, y lleva también
dos apellidos que significan tradición, ran-
go, fortuna —
La Dama Duende.
SEÑORA ADELA GRAMAJO DE PATRÓN COSTA.
SEÑOR PATRÓN COSTA.
SEÑORA LUCÍA DE BRUYN DE PALACIOS COSTA. SEÑOR NICANOR PALACIOS COSTA.
— t^L^^
n.'I_'T~k:^--x-
ALTRUI
VTIO
Roptrcute hov hondamente en los cora-
xoms de las mujeres de lodos los 'imbitos
del mondo, el altruismo y la caridad, y ha-
ciendo causa común, unen sus bracos y su
voluntad en un esfuerzo supremo y sobre
las ruinas del mundo, regadas por la sangre
y las ligrimas de tanta desgracia, derraman
la liu de la esperanza, de la superesptrama.
como dice el Rey Profeta en uno de sus
salinos, que es esperar mis allá de la espe-
ranza; y alivian dolores, enjugan ligrimas.
curan heridas de los cuerpos y las almas;
cumpliendo la sagrada doctrina de Aqutl
que nos ensefló a querer a nuestro prójimo
como a nosotros mismos.
La mujer argentina, siguiendo los impul-
sos de sus sentimientos generosos, y cuya
•Odón caritativa tantos beneficios derrama
aqui entre los abandonados de la suerte, ha
cumplido su obra, haciendo llegar hasta
aquellos desdichados de allende los mares
el óbolo para que el huérfano cubra sus car-
néalas y el inválido pueda recuperar, aun-
que artificialmente, el brazo que le arrebató
la metralla, y que ha de servirle para seguir
en la vida, valiéndose de sus fuerzas como
hombre útil.
Son muchas las instituciones creadas con
estos fines caritativos: pero se destaca entre
ellas la «Unión de Damas Argentinas», cuya
comisión directiva está formada por selecto
grupo de señoras que cuentan con una hon-
rosa foja de servicios en la campaKa contra
la miseria y el dolor.
En casa de dofla Julia Elena Acevedo de
Martínez de Hoz. respondiendo al llamado
que esta distinguida dama les hiciera, el día
24 de noviembre próximo pasado se reunie-
ron las sefioras: Susana Rodríguez de Quin-
tana, Lucrecia Guerrico de Ramos Mejía.
Elvira de la Riestra de Láinez. Angélica
García de Garda Mansilla. María Julia Mar-
tínez de Hoz de Salamanca. Adelia Harílaos
de Olmos. María Luisa Quintana de Rodri-
gues Larreta. Otilia Alcona de Rodríguez.
Zelmira Paz de Gainza. Carmen Madero de
Agrelo. María Elena Peralta Alvear de Lái-
nez. Victoria Ocampo de Estrada. Mercedes
Lezica de Christophersen. María Teresa
Quintana de Pearson. Condesa de Sena. Ma-
na Magdalena Bengolea de Sánchez Elia.
María L. de Souberán. Cecilia B. de Lignié-
res. Mercedes Christophersen de Cádiz. Leo-
nor Basavilbaso de Pinero. Susana Casares
de Llovet. Marta Casares de Bioy. señorita
Adelia Acevedo y la que subscriba. La señora
de Martínez de Hoz explicó a las señoras el
móvil de la reunión, diciéndoles con su es-
tilo franco y sencillo:
Que estaba segura que la pena que ella
sentía era sentimiento unánime de todas las
presentes, causado por las noticias de devas-
tación y miseria que el telégrafo nos había
hecho conocer a diario durante cuatro lar-
gos años de una guerra cruel e injusta, que
la habían conmovido en extremo y que aho-
ra, en estos días de gloria y de victoria, que
llegan siempre para las causas justas, y no
demasiado tarde, creía llegado el momento
de dar un desahogo a su corazón tratando
de remediar en algo la desgracia y la miseria
de esos infelices que han sido despojados de
hogar, de padres, de hermanos, de hijos, de
honor, , .
Pidió a todas las señoras que la ayuda-
ran en esta obra, que seria el portavoz de
la mujer argentina ante la desgracia humana
o sea el símbolo del amor, de la justicia y
de la paz, y propuso hacer firmar un álbum
como demostración de simpatía por la con-
clusión de esta guerra.
Pero el álbum solo no era suficiente, había
también que recolectar fondos para ayudar
a vestir a los despojados, para rehacer las
viviendas incendiadas y destruidas, para en-
dulzar la existencia de los ciegos e inválidos,
para dar de comer a los hambrientos.
Como para poder mitigar todas estas pe-
nas sería imprescindible una suma crecida.
se propuso que cada persona que firmara en
el álbum contribuyera con $ 2. como mí-
nimum, y de este modo se haría la caridad
colectiva sin gravamen y hasta la persona
de posición más humilde, en esta forma podría
FEMENINO
darse el placer de hacer llegar a los nece-
sitados su pequeña contribución con el
grito de su corazón frLe jour de gloire est
arrive»!
La comisión quedó formada por las seño-
ras cuyos nombres van a continuación, ha-
biendo dado principio a los trabajos que
piensan tener terminados para el mes de
marzo, fecha en que enviarán los fondos que
hayan recolectado al general Malleterre,
Presidenta: Julia Helena A. de Martínez
de Hoz: vicepresidenta: Elvira de la R. de
Láinez: secretaria: Angélica G. de García
Mansilla: tesorera: Susana R, de Quintana:
vocales: Teodolina de Lezica de Alvear, Car-
men Marcó de Pont de Rodríguez Larreta.
Sara U. de Madero, Lucrecia G, de Ramos
Mejía, Angelina A. de Mitre, Julia E. M, de
H. de Salamanca, Emilia B, de Gané, Felisa
O. B, de Alvear, Sara C. de Drago Mitre,
Adelia H. de Olmos. Zelmira P, de Gainza,
Carmen M. de Agrelo, María E. Q. de Uri-
buru, Elena Z. de Cullen, Esther Ll, de Roca,
Elena S. de Elizalde, Lia .S. de Gálvez, Ma-
ría E. T. A. de Láinez, Victoria O, de Es-
trada, Mercedes B. de Casares, Celia M. de
Várela. Elena H. de Casares, Silvia E. C, de
Miguenz, Mercedes P. de Rodríguez, Estela
M. de Cárcano, Mercedes L. de Christopher-
sen, Fanny C. de Woodgate, Dolores G, de
Güiraldes, Condesa de Sena, María M, B, de
Sánchez Elia, Otilia A. de Rodríguez, María
P. de Souberán, Mercedes U. de Arteyeta.
Elisa C. de González Moreno. Adelina del
C. de Güiraldes, María Rosa L. A. de Piro-
vano, Leonor B. de Pinero, Susana C, de
Llovet, Emma del C. de Víale, Josefina G. de
Sánchez Elia, Mercedes C, de Cádiz, Isabel
C. de Nevares, María Luisa Q. de Rodríguez
Larreta, Enriqueta S. de Anchorena, Ceci-
lia B. de Lignié -es, Man'a Teresa Q. de Pear-
son, Josefa A, de Errázuriz, Elisa A. de
Bosch, Marta C. de Bioy. María Erna G.
de Vedoya, María Carlota P, A. de Gowland,
Ernestina G. M. de Mantilla, Celina P. de
Pinero Sorondo, Sara P. de Abreg Cobo,
María Teresa P. de Alzaga, María M. de
Torquinst, María G, de Lanús, María Te-
resa M. de Lavalle, Irene Martínez de Hoz
de Campos, Señoritas: Adelia Acevedo, Ma-
ría Baudrix, María Elena Casares, Lola Güi-
raldes, Jovita García Mansilla, María Esther
Sansinena.
La caridad, la forma más bella del sentir
humano, ejercida por las damas argentinas,
ha de llegar pronto, como llegarán también
los pensamientos que les dedican, hechos luz,
a iluminar a aquellos corazones amargados
por la desgracia, y empezará a resurgir en
ellos la fe y la esperanza en el porvenir.
Fanny Coverton de Woodgate.
jEn qué forma la mujer pudiente puede me-
jorar la situación en que se halla la obrera en
nuestro país.'
Dar para conseguir. Así como la tierra es
abonada para que mejore sus frutos, así es
necesario dar primero, para obtener buenos
resultados.
Creo que la mejor manera como la mujer
pudiente puede contribuir a mejorar la situa-
ción de la obrera, es donando casas en los
distintos barrios de la ciudad, donde las
obreras puedan concurrir siempre que de-
seen y encuentren allí un ambiente de pro-
tección y cariño. Allí se les enseñará en for-
ma amena, y adecuada a las oyentes, todo
aquello que puede serles necesario para la
vida, inculcándoles, ante todo, los privilegios,
la satisfacción y la nobleza del trabajo.
Eugenia Domecq García.
Acercándose a la obrera en sus talleres o
fábricas: dándoles conferencias comentadas,
en las que ellas puedan exponer sus ideas y
enunciar sus necesidades. Inculcarles mejo-
ras en el sentido práctico de la vida, con
temas de: higiene personal y doméstica: pri-
meros auxilios (rudimentarios): economía
doméstica, previsión y ahorro: aconsejándo-
les la ayuda mutua, la cooperación para sí
y los suyos. Todo esto en forma amistosa
y sencilla, despertando en ellas simpatías y
no odios. Coronando los temas, siempre, con
moral cristiana, que es fuente de honestidad
y unión.
Esta la idea, la forma: comités seccionales
de distinguidas damas pudientes que deben
gastar en aprender para enseñar y en ayudar
las asociaciones de ca-
rácter mutualista y no
hiriendo al dar lo que
les sobra, sin orden ni
discreción.
Sarah Seniulosa de
Carranza.
Me complazco en
contestar a esta pre-
gunta que se me hace.
En muchas formas
la caridad argentina
ayuda a la indigencia
y protege a la obrera:
pero esa aspiración de
mejorarla, no es com-
pleta. A menudo casos
desesperados acuden a
la puerta de esas so-
ciedades y tropiezan
con dificultades inac
cesibles: la tarjeta de
recomendación (con
preferencia de la cono-
cida): la falta de va-
cantes. Considero, y
Dios mío... no quisie-
ra lastimar la benefi-
cencia con mi opinión,
que la verdadera cari-
dad se impone por si
sola al golpear una
puerta; que no debiera
necesitar recomendaciones y que las socie-
dades están aún muy divididas entre sí.
Creo (y esta es mera suposición mía) que
sí las sociedades: «&>nservación de la Fe»,
•Cantinas Maternales), «Gota de Leche», «Se-
mana del Nene», «Asociación Escolar Mutua-
E NC U
lista», «Patronato déla
Infancia», «Liga contra
la Tuberculosis», asilos
maternales diurnos,
asistencia gratuita y
demás, se coaiigaran
para establecer en ca-
da barrio o parroquia
un local amplio e higié-
nico como las necesi-
dades actuales lo exi-
gen y tuvieran cada
una sus respectivas sa-
las en conformidad con
sus ejercicios, agregan-
do a ellas una sección
que todavía no existe.
a saber: pupilaje para
niños transitoriamente
sin protección, por
enfermedad o muerte
de sus padres, peligro
a contagios, abandono
o desalojos. Cieo, re-
pito, que mejoraría
muy eficazmente y de
un modo organizado y
constante, a la madre
obrera, recibiendo el
niño, en esa forma. la
protección y el ampa-
ro de la higiene, de la
educación y del cuida-
do; y a su vez permi-
tiéndole a la madre el
libre empleo de sus
horas de trabajo, sin preocupaciones ni dis-
turbios.
«La Caja DotaU, la cEscoIar Mutualista».
«Conservación de la Fe», tal vez las «Filomenas»
y «Divino Rostro», pudieran seguir la criatura
hasta la obrerita, dándole la base de educa-
TA
ción e instrucción que necesita. La mucha-
chita no debiera abandonar la escuela sin
una preparación moral, sólida y adecuada a
sus necesidades y medio ambiente. Plantear-
le la vida bien de frente, con sus peligros y
sus consecuencias. Las cosas como son...
no como quisiéramos que fueran.
Educar es me'orar. Y es educarla, forta-
lecer en ella el respeto a sí misma; crearle
una conciencia que no tiene; fomentarle el
respeto a su culto, cualquiera que fuera; a
sus padres, cualesquiera que sean.
La madre ha de iniciar el corazón del niño;
la escuela ha de formarle la inteligencia; las
universidades han de marcar su criterio y
sus capacidades ... y esperemos que en nues-
tra patria, libre y hospitalaria para todos,
se vulgaricen con los conceptos de la justicia
¡os cerebros pensantes, conscientes y serenos,
que puedan afrontar las situaciones difíciles,
sin injurias, balazos o atropello?. La patria
necesita hombres hechos al ambiente de
nuestro suelo cosmopolita; la mujer necesita
conciencia de ella misma y de sus responsa-
bilidades; el niño protección.
Mejorar, educar a la obrera soltera es for-
mar a la futura madre; formar a la madre
es crear el hogar y el hogar en la buena
acepción de la palabra hace al hombre de
bien.
¿Podría la mujer pudiente, desparramada
en tantas obras distintas, solidarizarse con
ese fin?
¿Habría suficiente capacidad y pondera-
ción en nuestras damas para ello? ¿Serían
o no serían hostiles a lo que no fuera su
propio pensar, su propia preponderancia?
La educación, la cultura, supongo, lo pueden
todo.
¡Lanzo la idea; si alguien la considera
oportuna, que la recoja!
Mahuinca.
CuacWtw
b i
En el fondo de un cajón
he hallado, cubierto por una
leve capa de polvo, mi olvi-
dado cuadernito de apuntes.
Su aparición ha puesto en
mi espíritu una vaga triste-
za. Ha sido algo así como
el encuentro imprevisto con
un viejo amigo a quien creí-
mos no volver a hallar nun-
ca y en quien depositamos
la sinceridad de las confi-
dencias diarias. No en vano
hemos escrito en ese cuader-
no nombres que tuvieron un
hondo significado, señas que
consideramos necesarias, im-
presiones que no quisimos
dejar morir en el abismo de
la renovación inconsciente
donde van a perderse, como
las cosas en la lejanía del
paisaje, tantos nombres,
tantos acontecimientos, tan-
tas sombras aladas.
El cuaderno ha surgido
de un montón de papeles...
He leído, después, algunas
hojas. . . Y he pensado que
el olvido es una ley inexo-
rable. Muchos de los nom-
bres allí escritos, ya no me
dicen nada. Cuales, corres-
ponden a muertos: cuales a
idos; cuales — he ahí lo peor
— a seres a quienes hemos
arrojado de nuestro afecto.
Nada, en resolución, tan
inactual, tan lejano, tan ex-
traño a mí mismo, como el
espíritu de ese breve cuader-
no en que he ido poniendo
el nombre propio, la fecha
precisa, la impresión volan-
dera . . .
Algunos nombres — he ahí
donde finca el desencanto más grande — han
aparecido a mis ojos con un significado completa-
mente distinto al que tenían allá cuando fueron
escritos. Tal nombre, puesto allí para no olvidar
nunca la figura moral de un amigo, evócame ahora
una traición desolante. Tal nombre, el de una mu-
jer que pudo inquietarme con su gracia y su porte,
no habla ya nada a mi espíritu desencantado. La
misma suerte ha corrido el nombre de aquella
figura que yo evoco ahora al ver unos cabalísticos
signos encubridores de algo. Todo, todo, en este
cuaderno, es el signo de una simpatía apagada,
de un interés muerto, de un encanto marchito.
El cuaderno, abierto sobre mi mesa, ha llevado
a mi espíritu la convicción de que todo está en
nosotros y de que nuestra- verdadera historia no
tiene más capítulos que los que se grabaron en
la memoria. Bien podemos decir que fué en vano
lo que no está en nosotros. Lo que pasó sin mo-
dificar nuestra naturaleza, que fué sino raya en
el agua. Lo no recordado fué, sin duda, lo indigno
de ser vivido. Lo que no se salva en nosotros.
depurándose por obra del tiempo, no se salvará
en las hojas de un triste cuaderno donde se di-
sipan, poco a poco, hasta los signos escritos.
Y ha sido que, repasando las hojas del pequeño
cuaderno, he llegado a decirme: ¿De qué modo
han influido en mí estos hombres, estos aconte-
cimientos? De esta persona, apenas si conservo
un vago recuerdo. De este acontecimiento, bien
puedo decir que mi vida no ha cobrado el más
tenue soplo. ¿Qué es todo esto sino una sospecha
de posibilidad, una sombra de sombra, una ilu-
sión de verdad?. . .
Después, hojeando, hojeando, he llegado al nom-
bre de una mujer seductora. ¡Con qué indiferencia
he leído ese nombre! Y eso que hubo un tiempo
en que se arrodillaba mi alma cuando osaban aca-
riciarlo mis labios. Por ella. . . Nada más cierto
que por ella, mi egoísmo de hoy no abandonaría
el ancho sillón en que divago ahora alrededor de
su nombre.
Luego. . . Ello ha sido que me he sonreído des-
pués ante el testimonio de un momento de ira.
Un nombre propio ha aparecido, en la nitidez de
una hoja, borrado, herido podría decirse, por un
rasgo enérgico. Aquel nombre es el nombre de
un amigo que me hizo traición. ¿Cómo no expul-
sarlo de aquel breve santuario con la punta de
la pluma, que es la más fuerte espada? Asi, de
ese modo, fué expulsado el que se deshonró en la
perfidia. Y, sin embargo, yo he sancionado todo
aquello sonriendo indulgentemente.
Al cabo de la tarde, yo he puesto en orden los
dispersos papeles: he anudado, con la jovialidad
de una cinta, una veintena de cartas: he guardado
todo aquello en el ancho cajón, y lo he cerrado
después, sin dar hospitalidad en su seno a aquel
descolorido cuadernito de apuntes. El cuaderno,
roto con mano enérgica, ha ido a parar al cesto.
No de otro modo debe terminar lo que no tiene
razón de ser en este enorme drama.
Manuel Aznar.
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terva'o de algunos días a fin de obtener un re-
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NO PONGA VD. CARA DE VIEJO
T AS cana'; añaden años a nuestra persona. Las
desventajas de teñirse el pelo son tantas, que
no es necesario mencionarlas. Pocas personas sa-
ben que una sencilla receta al estilo de nuestros
abuelos, que puede haberse en casa, devuelve pron-
tamente el color primitivo a las canas, sin produ-
cir ningún daño al cabello. No hay más que com-
prar en la botica dos onzas de tammalite concen-
trada y mezclarlas con tres onzas de bay rhum
o espíritu de laurel. Con una esponjita se aplica
la loción al cabello durante algunas noches y se
conseguirá perfectamente el objeto deseado. Está
fórmula tan sencilla ha dado el mejor resultado
a cuantos la conocían y usaban en las pasadas
generaciones. Mezcle usted mismo la loción en
su casa, consiguiendo un frasco completo de tam-
malite concentrada, con el sello intacto, lo cual
será suficiente para asegurar éxito.
EXTERMINACIÓN DE LOS BARRILLOS RECUPERAR LA BELLEZA PERDIDA
T a grasitud y brillantez del cutis, la dilatación
^ de sus poros y los puntos negros que tanto
afean, son defectos que no deben menguar con
su existencia, los encantos de un rostro femenino
y mucho menos siendo posible librarse de estas
molestias instantáneamente, por medio de un
nuevo y científico procedimiento, tan sencillo
como eficaz. Obtenga algunas tabletas de stymol
en cualquier buena farmacia, tratando de con-
servarlas bien tapadas y aisladas de la humedad.
Eche una tableta en un vaso con agua caliente
y tan pronto como la efervescencia que produce
haya cesado, bañe usted su rostro con el agua es-
timolizada. secándose luego con una toalla limpia
y blanca. El efecto es asombroso y quedará us-
ted encantada al notar que los puntos negros ha-
brán salido fíícílmente y sin dolor, la grasitud ha-
brá desapa-ecido y los poros dilatados se habrán
contraído, dejando la ca^a alisada, limpia y fres-
ca. Es necesario repetir el tratamiento con in-
Ql en general \r.~ mujeres se decidieran a sus-
^ pender el uso de cosméticos, cremas, etc., adop-
tando en cambio un procedimiento más sencillo
y práctico como consecuencia lógica de un breve
razonamiento, podrían recuperar y conservar in-
definidamente el atrayente aspecto de un cutis
joven y hermoso. Los malos cutis tienen su orí-
gen generalmente en la dificultad con que tro-
pieza la piel para separarse gradualmente de su
cubierta exterior como debiera ocurrir por ley
natural, lo cual trae por resultado que el velo
externo de piel medio muerta continúa adherido,
hasta que tal desarreglo determina las manchas
y arrugas que tanto afean el rostro de una mujer.
Lo natural en este caso, es eliminar esa epi-
dermis de aspecto desagradable, lo cual puede
hacerse con rapidez y sin peligro alguno aplicán-
dose una pequeña cantidad de buena cera merco-
lizada, sustancia cuyo uso es muy simple y nada
tiene de desagradable. En esta forma se extirpa
muy pronto la epidermis sin vida, dejando así
a! descubierto la piel nueva y tersa que se encuen-
tra inmediatamente debajo.
Si usted quiere ensayar este procedimiento tan
sencillo y económico, basta adquirir en su farma-
cia un poco de cera mercolizada y aplicársela en el
rostro durante algunas noches, como si se tratara
de cold cream. Tenga la seguridad que con un cutis
bello y suave el corazón se siente más joven.
El producto genuino se expende al público en
un envoltorio de cartón blanco, cuya cubierta
exterior tiene la inscripción en inglés «puré mer-
colized wax» impresa en azul.
PARA HERMOSEAR Y HACER CRECER
EL CABELLO
T OS jabones y los shampoo artificia-es causan
la ruina de muchas cabezas de preciosa ca-
bellera. Pocas personas saben que una cuchara-
dita de las de café llena de buen stallax disuelto
en una taza de agua caliente ejerce una natural
afinadad sobre el pelo y constituye el lavado de
cabeza más delicioso que pueda imaginarse. De-
ja el cabello brillante, suave y ondulado, limpia
completamente la piel del cráneo y estimula en
gran manera el crecimiento del pelo. Se vende
en las boticas solamente en paquetes sellados, a
un precio que no es elevado, porque cada envase
contiene cantidad suficiente para hacer de vein-
ticinco a treinta shampoo, lo que, al fin y al cabo
resulta económico.
EFICAZ REMEDIO CONTRA EL VELLO
\ /ÍUCHAS damas saben cómo combatir tempo-
■'■*■'■ raímente ese crecimiento del vello que las
afea, pero pocas conocen un remedio permanente.
Para este propósito, debe usarse porlac puro pul-
verizado. Compre usted una onza, poco más o
menos, en su botica, y aplíquelo directamente
a la parte de pelo que le moleste. El objeto de
este tratamiento no es solamente la repentina
desaparición del vello o pelo superfluo. sino que
mata sus raíces por completo en un espacio de
tiempo relativamente corto.
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etapas: en tren expreso hasta
Las Cuevas, y en muía desde
este punto hasta el lugar
donde se alza el monumento
del Cristo Redentor.
El viaje de Puente del Inca
a Las Cuevas es delicioso. El
tren asciende entre uno y otro
punto cuatrocientos treinta
metros, por un hermotisimo
valle que forman dos elevadas
cadenas de montañas, y por el
cual corre, encajonado entre
altas barrancas, el torrentoso
Rio Las Cuevas.
A la llegada a la estación de
este nombre los turistas su-
bieron en las muías que se les
tenía preparadas. Varias seño-
ritas de conocidas familias de
Buenos Aires y Mendoza for-
maban parte de la excursión y
dábanle extraordinario realce.
La ascensión se hizo sin
contratiempo y los excursio-
nistas, a medida que subían la
empinada cuesta, veían reno-
varse el soberbio paisaje. Lle-
gados a La Cumbre, se exta-
siaio.i en la contemplación del grandioso espec-
táculo que desde allí ofrece la cordillera, princi-
palmente del lado chileno, en que se presenta
abrupta y muy accidentada.
Se había llevado a lomo de muía un harmo-
nium. El maestro Aguada y el violinista BoUarino
ejecutaron el Himno Nacional, que cantaron todos
los concurrentes, y el Himno Chileno, que fué ento-
nado por la señorita Ana María Anasagasti.
Luego se ofició una misa, que el celebrante.
Padre Juan Terraooiano, dedicó a los caídos
de la guerra. Fué un espectáculo imponente,
al que dieron mayor solemnidad los armonio-
sos acordes del órgano.
Terminada la misa, iniciaron el descenso,
igualmente sin contratiempo, y llegados a Las
Cuevas tomaron asiento alrededor de una
mesa en la que se sirvió un magnífico almuerzo
ofrecido por el señor Balbi, gerente del Hotel
de Puente del Inca.
Poco después, se emprendió viaje de regreso.
La mayor parte lo hizo en tren; pero no falta-
ron caballeros y señoritas que lo hicieran en
muía, sin arredrarse por las tres leguas de
distancia que era preciso recorrer al galope,
para llegar al Hotel antes de la noche.
Antonio J. Arata.
MUEBLES Y DECORACIONES
EXPOSICIÓN DE
MUEBLES ANTIGUOS
NUESTRA COLECCIÓN HA SIDO
SUMAMENTE AUMENTADA POR
LA LLEGADA DE EUROPA
DE VARIOS MUEBLES RAROS
Y CURIOSOS
658, SUI PACHA
— i3>i_>./rs ■\^Lj~rv:> ^^^—
LA NAVIDAD EN UN HOSPITAL DE DESEMBARCO
CÓMO TRATAN A LOS HERIDOS EN LOS HOSPITALES DE NUEVA YORK.
¡La Belleza es un culto!
Y es la mujer la única que tiene
obligación de cuidarla y mejorarla,
por Charlotte Rouvler
COMO ME LIBRE DE LOS BARRILLOS
T oi barrillos y puntos negros en el rostro fueron para mi,
durante algunos años, motivo de tan tristes días, que
muchas veces me vi imposibilitada de presentarme en so-
ciedad por la persistencia con que tan repugnante molestia
atacaba mi rostro. Pero luego encontré el stymol y fué
tan rápido y lisonjero el resultada obtenido, que la feli-
c*dad de este acontecimiento hizome olvidar muy pronto
Im sufrimientos pasados. Trátase de un procedimiento tan
sencillo como agradable; tan sólo son necesarias algunas
tabletas de stymol que obtendrá en la farmacia y conser-
vará bien tapadas en un lugar seco. Eche una tableta en
un vaso con agua callen te_ y cuando haya cesado la efer-
vescencia que se produce, lave abundantemente su rostro
con el liquido, secándose por último, con una toalla blanda.
El resultado le sorprenderá: todos les barrillos habrán que-
dado en la toalla y habrá desaparecido la grasitud para
ofrecerse a su vista una cara aterciopelada, fresca y encan-
tadora. A fin de que el resultado sea definitivo, repita la
cperadó'i algunos dias después.
UN MARAVILLOSO SHAMPOO
T Te tenido una verdadera sorpresa sabiendo que esta se-
ñorita, con el cabello tan bellamente aterciopelado, no
se lo lava nunca con Jabón o con polvos de shampoo arti-
ficial. Se hace ella misma su propio shampoo disolviendo
una cucharadita de las de café llena de granulados stallax
en una taza de agua caliente». *Yo le encargo el stallax a
mi boticario - — dice esta señorita — y él lo recibe en paque-
tes que vienen sellados, y solamente se venden así, conte-
niendo cada paquete cantidad suficiente como para ha-
cerme de veinticinco a treinta lavados de cabeza. Es de
tan rico olor el stallax, que muchas veces lo comería como
si fuera una golosina». (-Ciertamente, y aun con esta extraña
idea, el pelo de esta señorita se conserva tan hermoso, que
desde este momento voy a probar en mí misma el efecto
del plan.»
UN PROCEDIMIENTO SIN IGUAL PARA
CONSERVAR LA BELLEZA
/~^omo que he sido siempre muy interesada en todos los
estudios científicos relacionados con la conservación de
la belleza natural del cutis, me ha impresionado vivamente
la popularidad siempre creciente del nuevo y sencillo pro-
cedimiento de «absorción».
Miles de mujeres emplean privadamente este procedi-
miento en sus hogares. Se basan sobre razonada teoría que
me parece de buen criterio, es decir, que el cutis viejo y
descolorido debe ser extirpado, máxime cuando la acción
de los años, el uso de jabones cáusticos, cosméticos, etc.,
ha determinado manchas y arrugas en aquél. Dicha epi-
dermis de mal aspecto, sólo sirve para ocultar la hermosa,
vigorosa y fresca piel nueva que hay debajo y que espera
ser relevada para exhibir su hermosura y lozanía.
Con este objeto, las mujeres aplican únicamente un poco
de cera mercolizada, tal como puede obtenerse en cual-
quier farmacia importante, extendiéndola a modo de cold
cream sobre el cutis. Tal procedimiento observado por es-
pacio de algunas noches, determina la absorción completa
de la epidermis muerta y vieja. Cera mercolizada de buena
calidad no es una substancia desagradable y los resultados
inmediatos de este sencillo e ingenioso sistema son real-
mente sorprendentes.
Tengo entendido que el producto genuino se vende so-
lamente en un envoltorio de cartón blanco, cuya cubierta
exterior tiene la inscripción en inglés «puré mercolized wax»,
impresa en azul.
EXTIRPACIÓN COMPLETA DEL VELLO
/'^omo quitarse de un modo permanente, no sólo tempo-
raímente, el vello que desfigura la belleza, es cosa que
muchas damas desean conocer. Es una lástima que no esté
extendido más generalmente el conocimiento de que basta
para el caso el uso de porlac puro pulverizado, de venta
en todas las farmacias. Debe aplicarse directamente al pelo
que se quiera hacer desaparecer. Este tratamiento se re-
comienda porque no sólo borra instantáneamente el vello
sin dejar la menor señal, sino también porque mata por
completo las raices.
NO PONGA VD. CARA DE VIEJO
T as canas añaden años a nuestra persona. Las desventajas de
'"' teñirse el pelo son tantas, que no es necesario mencio-
narlas. Pocas personas saben que una sencilla receta al es-
tilo de nuestros abuelos, que puede hacerse en casa, devuelve
prontamente el color primitivo a las canas sin producir
ningún daño al cabello. No hay más que comprar en la
botica dos onzas de tammalite concentrada y mezclarlas
con tres onzas de bay rhum o espíritu de laurel. Con una
esponjita se aplica la loción al cabello durante algunas
noches y se conseguirá perfectamente el objeto deseado.
Esta fórmula tan sencilla ha dado el mejor resultado a
cuantos la conocían y usaban en las pasadas generacio-
nes. Mezcle usted mismo la loción en su casa, consigu'endo
un frasco completo de tammalite concentrada, con el sello
intacto, lo cual será suficiente para asegurar éxilo.
ANO IV.
NÚM. 34.
SyUL^XL^IytT'i^
FEBRERO
DE 1919.
^yl^oAt^---
SALIENDO DEL BAÑO
PASTEL DE ALONSO.
-i:>LJ>w^'^
-^2»».—
de los estilos ideados por la vieja civilización aborigen.
Una prueba manifiesta de la sabiduría con que han sa-
bido armonizar y componer los dispersos motivos existentes,
adaptándolos a su elevada tendencia renovadora, son los
artísticos proyectos de decoración mural, inspirados siem-
pre en modelos ornamentales autóctonos; principalmente el
entonado en negro, con dibujos draconianos y de ritmo
ondulante, destácase sobre los cinco restantes por la expre-
siva fuerza del color y las líneas, esencialmente estilizadas
con un profundo hieratismo geométrico. Otro, inspirado en las
bellas labores características de los tejidos del Norte, repre-
senta el pájaro de fuego, símbolo de una rara leyenda de su-
perstición y fatalismo.
En cuanto al número y variedad de urnas, yuros, huacos,
nipos y demás especies de alfarería americana, basados casi
totalmente en el estilo calchaquí, puede decirse que resultan
de una perfección admirable, abarcando por su forma y
decoración los tres principales períodos que se desarrollan
en las provincias del noroeste argentino.
Al primero de estos períodos corresponden los vasos de
ornamentación draconiana, en parte pintados y grabados con
severas y simétricas formas lineales, que se destinaban gene-
ralmente a ritos y usos funerarios.
El segundo periodo es el que se refiere al estilo pre-incaico,
acaso el más típico y original de todos, con sus dibujos simé-
tricos alternados con espacios de líneas paralelas y verticales,
en negro y blanco, que resaltan armoniosamente sobre el
fondo ocre de la piedra.
El tercero es incaico por definición y se transforma en el
estilo zoomorfo. observándose en los modelos de esta época.
La hermosa colección de cerámica y muebles de estilo
calchaqui. presentada por Guido y Cervino en la expo-
sición de artes decorativas celebrada en fecha reciente,
no sólo ha motivado el legitimo y justo elogio de la
critica, que ha sabido justipreciar en su verdadera signi-
ficación el meritorio esfuerzo de los dos jóvenes artistas
rosarinos, sino que además ha servido como ejemplo,
acaso el más eficaz que pudiera elegirse, para difundir y
hacer que se conozca la belleza ornamental y símbo-
lógica del autóctono arte precolombiano.
Basta fijar un poco la atención en el hermoso con-
junto de las obras, para llegar al convencimiento de que
sus autores han logrado penetrar hondamente en la ló-
gica de la composición decorativa, en el ritmo exacto
de las formas y en el extraño misterio de los símbolos
y divinidades antropo-zoomorfas de la mitología cal-
chaqui. cuyo origen desconocido fúndese en la nebulosa
complejidad de primitivas y remotas edades.
Tanto en los modelos de alfarería americana, como en
los distintos muebles presentados, adviértese que Guido
y Cervino se han unido en un común propósito de reno-
vación decorativa, más digno de tenerse en considera-
ción, no tanto por el mérito de la obra como por haber
sido ellos los primeros en emprender esta plausible inicia-
tiva, que tiende ante todo al resurgimiento y desarrollo
~I=>LS\^&
!>5s.-
que las figuras estilizadas se
repiten y confunden con ex-
traños símbolos de otras civi-
'izaciones, cuyas visibles in-
fluencias desvirtúan en cierto
modo la arcaica originalidad y
forma de la ornamentación
primitiva.
Al emprender tan intere-
sante obra de reconstrucción,
basada como se ha visto lue-
•'^^w'^-w^
go en un principio de patriotismo y de sana orientación esté-
tica, el pintor Alfredo Guido y el escultor José Cervino, dotatos
de una privilegiada ductilidad artística, tuvieron necesariamente
que ahondar en el conocimiento científico de la arqueología pre-
colombiana. debidamente clasificada y estudiada ya por hom-
bres tan eminentes como Ameghino, Oyarzún, Lafone Quevedo,
Ambrosetti, y algunos más, que nos sugieren en sabias descrip-
ciones la importancia de aquellos pueblos antiguos y olvidados.
La ornamentación geométrica, base y eje de los grandes esti-
los, es también la base del arte calchaquí, como es fácil de com-
bre de interpretar por
medio de símbolos todo
aquello que les sorpren-
de o sugestiona, que
ampliando la forma
fundamental del estilo
con nuevas composicio-
nes y dibujos donde se
emplean las líneas esca-
lonadas o simétricas, al-
ternándolas con figuras
monstruosas de serpien-
tes, dragones, ídolos y
animales sagrados, lo-
gran constituir un arte
único, pleno de concien-
cia emotiva, sujeto a
reglas y lleno todo él de
un insuperable lirismo
geométrico.
El proceso de evolu-
ción se detuvo y empe-
zó a declinar con la lie-
I
probar con los numerosos objetos exis-
tentes, reliquias y fragmentos de un in-
calculable valor arqueológico, encontra-
dos en los departamentos de Guachipá,
Tafí Viejo, Cayafate y Santa María de
Catamarca, lugares donde habitaba esta
famosa tribu perteneciente a la gran raza
de los Diaguitas.
Como sucede a todos los pueblos de la
antigüedad, el calchaquí inicia también la
formación de su arte característico inter-
pretando la naturaleza, germen de toda
creación maravillosa, compendio de la
humana existencia y punto intermedio
entre el infinito y el hombre.
Las creencias religiosas, fundadas en el
misterioso y temible poder de los elemen-
tos naturales, llegan a ser fuente inago-
table de inspiración para el artista, el cual,
sin otra enseñanza que la del pensamiento
y el instinto, va interpretando en forma
originalmente subjetiva los propios senti-
mientos, derivados según la índole de sus
temores, impulsos y necesidades. Por
ejemplo, la falta de agua en los valles y
altiplanicies sedientas de las montañas,
originan la implantación de cultos para
atraer la lluvia benéfica que les asegure el
bienestar y la abundancia; y de tal modo
llega a desarrollarse entre ellos la costum-
PORTALIBROS Y COFRE, DECORADOS CON FIGURAS SIMBÓLICAS.
— r^LJv-^s
gad» de los conquistadores
hispanos, que al obligarlos
primero a una guerra defen-
siva y al someterlos después,
por razón de ley. a su autori-
dad y poderío, acabaron por
desterrar los usos del pueblo
sojuzgado, empezando a per-
der el estilo sus formas típi-
cas y originales hasta olvi-
darse por completo.
Pero como el arte es el
testimonio más inconfundi-
ble que señala la existencia
de una civilización extingui-
da, todo cuanto se haga hoy
por resucitar el arte calcha-
qui tendrá indudablemente
su compensación en el éxito.
por tratarse de una obra
bella y genuinamente ame-
ricana.
Los ocho pequeños mue-
bles presentados en la expo-
sición, por cuyo conjunto
han merecido sus autores la
medalla de oro, nos demues-
tran que ha sido francamen-
te resuelto el loable propósi-
to de hacer extensiva la apli-
cación del estilo calchaqui, a
todos los objetos de uso in-
dispensable en la casa mo-
derna; asi lo vemos contem-
plando uno de los cofres, pre-
ciosamente decorado con di-
bujos y ornamentación ca-
racterística, cuyos medallo-
nes de bronce copian amule-
tos para el amor y símbolos
invocatorios de la lluvia.
Otro muy artístico tam-
bién, aunque menos elegan-
te de línea, es el que aparece
sostenido por columnas de-
rivadas de la estilización ar-
quitectónica de un yuro cal-
chaqui - antropomor-
fo. Igualmente intere-
santes son los portali-
bros y bandejas, con
decoración draconia-
na y serpentiforme,
destacándose entre
todos los modelos un
cofre coronado por la
Trinidad india de la
Tanga-Tanga, mode-
lada en bronce y lle-
vando en la parte del
frente un relieve ova-
lado con la represen-
tación simbólica del
temido dios Catequil.
Estos muebles, verda-
deras creaciones origi-
nales, basados en los
motivos autóctonos
americanos, afirman
la creencia de que e¡
bello arte calchaqu: es
fuente inagotable de
ARCA DEL MISMO ESTILO CON DECORACIÓN SER-
PENTIFORME Y APLICACIONES DE BRONCE REPU-
JADO. EL MEDALLÓN CENTRAL, COLOCADO EN LA
CERRADURA, REPRODUCE UN AMULETO PARA EL
BUEN AMOR, Y LOS DOS LATERALES, CON ADOR-
NOS DE SIERPES ENROSCADAS, SON SÍMBOLOS
INVOCATORIOS DE LA LLUVIA.
bellezas ornamentales, y que
al ser aplicadas con habili-
dad a las artes industriales y
decorativas podría crearse
un estilo básico inconfundi-
ble y netamente nacional,
sin mezcla extranjera y lla-
mado a tener grandes pro-
yecciones en la arquitectura
y en el vasto campo de la de-
coración. Solamente obser-
vándolo en este último as-
pecto, es suficiente para cer-
ciorarse de que los anónimos
artistas que lo crearon y
lo hicieron evolucionar te-
nían una intuición notable
del ritmo musical de las lí-
neas, del equilibrio y lógica
de la composición, de la al-
ternancia, del dibujo, de la
repetición y de tantos otros
problemas ornamentales.
La famosa simbología de
los calchaquíes, cuya repre-
sentación más importante es
el dios Catequil, símbolo del
sol y del fuego, puede consi-
derarse como el principal y el
más indispensable elemento
decorativo del arte que nos
ocupa, pues diferenciándose
de la ornamentación moder-
na que es sólo sensorial, la
calchaqui es sensorio-intelec-
tual y a la vez nos en-
canta a los ojos con sus lí-
neas, colores y formas, nos
habla al espíritu con sus sím-
bolos y oraciones.
En síntesis, no es aventu-
rado afirmar, en vista del
éxito alcanzado, que los ar-
tistas Guido y Cervi-
no han conseguido
despertare! interés de
todos con su feliz ini-
ciativa, tendiente a
hacer resurgir de nue-
vo el autóctono arte
precolombiano, que
por su lógica singular
y característica está
llamado a servir de
base a los artistas ar-
gentinos, para la for-
mación de un estilo
propio y eminente-
mente nacional, pues-
to que en él está sin-
téticamente represen-
tada la sobria y deso-
lada vida de los cam-
pos americanos y el
ritmo musical de las
canciones incásicas.
Antonio
Pérez-Valiente.
3^
EIE
PORTALIBROS Y PUENTE DE MADERA TALLADA, CON APLICA-
CIÓN EN BRONCE REPRESENTANDO EL DIOS CATEQUIL.
!'fe
a iar -^ ▼ "«T' ■▼"S7 "▼'^
^
EL EMBARCADERO
BOCETO AL ÓLEO DE FRANK BRANGWYN.
PROPIEDAD DEL SEÑOR MARTIN S. NOEL.
PLVS •
. VLTPA
— iOi_>.',^ N^l_^T^j:¿.-x—
El Balneario Municipal ha per-
mitido a los habitantes de Buenos
Aires hacer un descubrimiento
extraordinario. Buenos Aires tie-
ne rio. ese viejo Río de la Plata
que sólo conocen los que viajan
a! extranjero porque lo atraviesan
en vapor. Nosotros ya no lo cono-
ciamos. Recordábamos su exis-
tencia a través de los cantares
patrióticos y a través de lo que
nos contaban los porteños de
otro tiempo, que evocaban, en
medio de la metrópoli actual,
con su puerto atestado y sus
dársenas enormes, la visión pre-
térita del Estuario, con su olaje
blando, su playa inacabable, ho-
llada por los areneros, sus pasos
conocidos por donde entraba el
bienvenido inmigrante, hato al
hombro, a horcajadas sobre el
cargador descalzo, dispuesto a
trabar con los ojos dilatados el
nuevo horizonte del nuevo país,
promeja de la fortuna soñada.
Pero, a medida se conquistaba
esa fortuna y crecía con ella,
tumultuosa y grandiosa, la capi-
tal de todos, el río se fué reti-
rando, como si huyera, conforme
a su ley. hacia el mar distante,
hasta desaparecer detrás de una
hilera de toscos edificios y de
rudos galpones en que vibra la
forja heroica del trabajo común.
No lo vimos más desde enton-
ces. Advertíamos únicamente, en
los paseos dominicales o en las
huelgas del colegio, mientras se-
guíamos a la locomotora del
manisero, los cajones de a»ua turbia en que dor-
mitan los grandes barcos, tendida verticalme.ite la
cadena del áncora, como si hubieran echado raíces
de hierro. Nunca estaba presente el río, en su am-
plitud ma°;n!fica. para que nos dé, con el lomo
levantado en la distancia, la sensación, un poco
triste, del infinito y nos exacerbe con el deseo de
lo ignoto, con el afán de la aventura, que emba-ga
como un aroma depresivo y hace recordar, cuai-
do se retorna a casa, canciones olvidadas hacía
mucho . . .
Síntesis de los emporios atlánticos de este
lado del continente, constructor de la grandeza
argentina y generador de la potencia centraliza-
dora y cernidora de Buenos Aires, el río había
desaparecido convirtiéndonos en gente medite-
rránea, sustraída al sortilegio de su inmensidad
por el muro implacable de la ribera, poblada de
colosales arañas de acero que extienden sus ante-
nas ingeniosas, para dejar caer al fondo de ]a.i
bodega-3 la riqueza íntegra, el sudor total de la
república. El río no estaba. ¿Por qué instaron su
pérdida rápida los cuidadores de la ciudad? Afa-
nosos de multiplicar esa riqueza, ávidos de que la
actividad del puerto resuma las actividades todas
de la población, sin conocimiento de lo dulce que
es agregar a! espectáculo de la fatiga colectiva el
paisaje movible del río abierto, que en las horas
de asueto y en los días de reposo permita a la
muchedumbre aprender de su extensidad leccio-
nes de ánimo y de su paz crepuscular ejemplos de
sosiego, alejáronlo tanto, escondiéronlo tanto de
nuestra vista, se fueron tanto margen afuera con
la máquina y con el monstruo de portland, que
no nos quedaban de su esplendor sino los vahos
de bruma en las tardes calientes y ruidos bárba-
ros en la jornada perpetua.
Jamás se vengaba el río. La ofensa del tráfago
interminable no perturbaba su serenidad augusta.
Acogedor y cordial, reflejaba invariablemente el
cielo dorado, las auroras encendidas, los graves
ocasos, para anegar en esa luz vibrante y profunda,
iluminándole la esperanza, a! de buena voluntad
que viene a vivir con nosotros. Ahora se abrió la
brecha en medio de la aglomeración portuaria, a
fin de que volvamos al río y lo contemplemos en
su antigua majestad. Complicados jardines, ca-
minos prolijos y retiros placenteros nos acercan
de nuevo para que oigamos en las noches la voz
familiar del Plata. Lo hemos recobrado inespera-
damente y lo celebramos con fiestas populares en
las cuales, a! recrearnos y a! inundar el alma con
la luna extendida hasta muy lejos, pensamos en
el milagro nuestro, el milagro argentino, ese bu-
que de obscuras bordas que sigue viniendo, como
vino aquella vez remota la carabela inmortal, en
busca de la tierra desconocida.
Alberto Gerchunoff.
DIBUJO DE FORTUNV.
— V^LS>^S,
'>X —
Los que después de admirar en
las tablas los talentos proteicos de
Ermete Novelli, le conocimos en
la intimidad de su vida y su per-
sona, podremos borrar difícil-
mente de nuestros recuerdos tea-
trales esta eminentísima figura de
la .escena italiana, que acaba de
desaparecer.
Mucho se ha escrito sobre las
interpretaciones de Novelli, pero
falta aún mucho por escribir.
Cuando apareció en el Plata pro-
dujo fanatismcs, hizo olvidar a las
mismas eminencias que le habían
aitecedido. Traía dentro de la es-
cuela realista, que apenas se inicia-
ba, y de la cual la Duse nos había
hecho vislumbrar las nuevas ver-
dades en la «Dama de las Came-
lias» principalmente, un bagaje
enteramente personal, propio, li-
bre ds academicismcs y de reti-
cencias didácticas. Cuando lle-
gaba a la más alta eficacia dra-
mática en «Papá Lebonard», como
cuando nos hacía estallar de risa
en «Mia moglie non ha chic», su
labor era tan sincera y espon-
tánea como la naturaleza misma.
Yo me atrevo a decir que él
culminó la influencia del arte
teatral italiano entre nosotros.
Durante treinta años se habían
sucedido dueños y señores de
la escena argentina, los con-
juntos dramáticos italianos reem-
plazando a las compa-
ñías españolas que du-
rante la colonia y las
primeras décadas de la
Independencia mono-
polizaron los especta-
dores. Y fueron intér-
pretes de «la talla de
Salvini», ambos Rossi.
la Ristori, la Pezzana,
la Tessero, la Duse, la
Boetti Valvassura.
Maggi, Ando. Pasta, y
otros tantos astros,
quienes componían
aquel estado mayor de
la declamación itálica,
que nos hizo conocer
con sus fases múltiples
todas las escuelas y to-
dos los géneros en los
más admirables reper-
torios de dos siglos.
El teatro italiaro educó aquí el gusto público
y estimuló la afición. Era ésta su misión en Euro-
pa desde el siglo xviii. Francia aprendió en su
escuela y con sus artistas, España recogió en él
saludables enseñanzas, hasta tener incorporada
a su escena una comedianta como la Civili.
¿Seríamos nosotros temerarios en afirmar que
los primeros ensayos del actual teatro nacional se
alimentaron en aquella fuente poderosa de genio
que anualmente nos enviaba la madre Italia con
generosa y solícita fraternidad? Es el caso que en-
tre los iniciadores de nuestro teatro, los mejores
actores eran italianos o hijos de éstos. Battaglia,
que sobresalía, fué admirador de Novelli, discípulo
de sus enseñanzas, recitaba a maravilla sus mo-
nólogos, reprodujo algunas de sus interpretacio-
nes. Y Battaglia fué el primer verdadero jalón
de un teatro nacional con vistas a! arte verdadero.
He ahí, pues, definida para nosotros, una valio-
sa faz, un ilustre aspecto de la tarea de Novelli
en la Argentina. Queríamos decir esta verdad como
el mejor elogio criollo que sirva de epitafio al exi-
mio maestro cuya pérdida llora el arte universal.
Era nuestro amigo, admirador de la potencia del
país, entusiasta de nuestros progresos. Un día un
ilustrado diplomático argentino le oía en su cama-
rín de Roma hablar de la Argentina y el Brasil
con aquella sorpresa, que se pintaba en su cálida
expresión y en sus grandes ojos expresivos y elo-
cuentes. El diplomático le dijo, agradecido, por
toda respuesta:
-Amigo Novelli, sería usted el mejor agente
de inmigración que podían pagar nuestros go-
biernos.
Rara vez se obtiene en una personalidad de
teatro este singular desdoblamiento: que sea gran-
de como intérprete y que esté lejos del nivel vul-
gar como individuo. El arte teatral está hecho de
intuiciones en gran parte — por lo que a los cómi-
cos se refiere — de intuiciones, de vocación impul-
siva y absorbente. Y siendo una carrera más prác-
I
ACERaCA-DE-NOVELLI
POÍL-A,LFR»EDO~DUH AU-
tica que teórica, a menudo los artistas llegan al
renombre sin haberse cultivado individualmente.
Sería ocioso que yo adujera ejemplos para pro-
bar que tal actor, tal cantante extraordinarios, que
a veces nos deslumhran por sus poderosas facul-
tades, que son un prodigio de delicadeza, de gracia
y de finura, fuera del palco escénico disputarían
al más caracterizado mozo de cordel su torpeza,
su grosería y su analfabetismo.
Novelli constituía a estos respectos una honro-
sísima excepción. Era el erudito comentarista del
teatro que representaba. Aquellos autores que me-
recen ser penetrados en sus intenciones más re-
cónditas, los que han aportado alguna evolución
a la escena, o marcaron una huella apreciable —
citemos para abarcarlo todo el nombre de Goldoni
— él los había explorado, con ojo de crítico ex-
perto, y con lente de psicólogo. Sabía más de ellos
que cualquier enciclopedia. Esta preparación sin-
gular le permitió abordar a su vez la literatura tea-
tral y cuando lo hizo no se contentó con el trabajo
de costumbres, o con la mera observación social,
quiso penetrar en la historia y lo realizó con
mano segura en una pieza de la España caballe-
resca que le era perfectamente conocida como el
idioma de Lope.
Sus grandes triunfos de Buenos Aires estuvie-
ron marcados por una página excepcional en su
carrera y suficiente para consagrarle sin rival en
el arte. Se midió con Coqueli.i en un formidable
duelo artístico. Si no le excedía en la nota cómica
interpretando a Moliere o a Labíche o Hennequin,
tampoco le cedía terreno. Pero un día se anunció
que los dos representarían «Un drama nuevo»
de Tamayo y la opinión se dividió en dos apasio-
nados campos para apreciar a los grandes come-
diantes que entraban así en el género dramático.
Nosotros, con nuestra misma preponderancia de
raza, preferimos al Yorick italiano que se reveló
un coloso. Los rivales se conocie-
ron y se trataron aquí en tierra
de Buenos Aires y se rindieron
mutuo pleito homenaje.
Años después, Novelli visitaba
a París en visita de reposo. Fué
invitado á tomar parte en una
fiesta de Le Fígaro y recitó en
ella un monólogo. Al díasiguieijte,
Sarcey, que no le conocía, habló
de su talento con entusiasmo y
declaró que aquel artista era. sin
duda, un «mimo» extraordinario.
¿Cómo se llamaba? El no había
oído nunca resonar su nombre.
Coquelin escribió inmediatamente
al crítico haciéndole saber que Le
Fígaro había hospedado al actor
más genial de Italia a quien él
consideraba sin competidor en la
escenacontemporánea. ¡Magnífico
gesto fraternal del insigne colega,
que tocó las fibras exquisitas de
Novelli. Poco después presentán-
dose en la escena parisién. Novelli
obtenía inmarcesibles lauros!
Ermete Novelli, no sabemos
por qué, amaba últimamente so-
bre todo repertorio, las obras
truculentas. Este penchanl de
los postreros años, le indujo a
abordar la tragedia. Y lo hizo
en la América del Sud. Debutó en
el género con
el «Nerón» de
Cossa, en Mon-
tevideo. Su en-
sayo no fué sa-
tisfactorio. No
es que careciera
de la compren-
sión del papel,
ni le faltasen
fuerzas paralle-
gar a la nota
cálida de la vio-
lencia. Es que
la transición
era demasiado
fuerte y tomó
de nuevas al
público habi-
tuado princi-
palmente acon-
siderarle el rey
del vaudeitíüe.
Los convencio-
nalismos trá-
gicos no conve-
nían, evidentemente, a su voz ni a su gesto que
sabía, sin embargo, llegar otras veces a la verdad
dramática expresándola con realidad sincera.
La noche de su «Nerón», los rugidos del Empera-
dor que huye cobardemente de sus perseguidores,
arrancaron más que pavor risas en las alturas del
teatro. Novelli detuvo la representación y vagó
por sus labios una imprecación que no llegó a for-
mularse. Poco después lo visitamos en el escenario
y lo encontramos terriblemente impresionado por
aquella irrespetuosa explosión de los espectadores.
— ¿Qué me dice usted de esos ignorantes? — nos
preguntó.
Nos atrevimos a explicarle en qué consistía el
fenómeno, apaciguando un tanto su ira, pero sin
lograr que se apease del propósito. Días después
se presentaba en «Otello». Pero tampoco Shakes-
peare que le daba una bella ocasión de triunfar en
«La bisbetica domata». le propoicionó una victoria
con la desgracia conyugal del moro de Venecia.
Es tarea difícil convencer al talento de sus erro-
res. Al partir para Italia, la última vez que nos
visitó, quiso rendirnos una prueba de su afecto.
¿Por qué no me escribe una obra, nos preguntó,
y nos la manda a Italia? La representaré el pró-
ximo invierno.
— ¿De qué género, Novelli?
— ¡Si pudiera hacerle algo semejante a«Alleluja»!
— No, amigo mío; un drama fuerte, vigoroso,
vibrante; quiero que sea un drama... Aquí hay
ambiente.
Por mucho que nos halagase el benevolente pe-
dido del actor no osamos arriesgarnos.
Su desaparición aun temprana, pues que trabajó
hasta hace pocos meses con el mismo amor a su
arte que en el vigor de la juventud, nos llena de
dolorosa melancolía. Se va con él una fuerza efi-
ciente del arte universal, un maestro, un genio
extraordinario que Italia aun no había logrado
reemplazar.
— f=>l-^''-S "^ L1 Í^.^X —
e
A Mar del Plata tta el que figura.
... y el que quiere figurar.
En Nccochea, es oirá cosa: gente tranquila y Je paz.
Si el viento no viene, hay que ir hacia el viento.
El veraneo con "camouflage" tiene sus adeptos, y con algún
ingenio puede disfrutarse en ciertas azoteas.
Casa con dos pueril
puertas.
A la playa de Quilmes
ida y vuelta, 0.75.
Aire /resco y agua "limpia" en el Balneario Municipal.
, . pero, ¡ojo con
la ropa!
Una victima de la página
y del calor.
PÁGINAS HUMORÍSTICAS
>>^—
CONCURRENTES A MAR DEL PLATA
«PARA DEJAR CONSTANCIA»
GOUACHE DE HUERGO.
-i^i.:r^-
X^i^T {-2^-5s.-
Yo dije que sí: que conocía a maravilla los
trabajos pastoriles de esos «écuyers» de la alta
escuela gaucha. Y lo sostuve con toda la ham-
brienta inmodestia de! hombre que busca em-
pleo. Yo quería matar mi apetito, un terrible
apetito de venganza.
Tanto hice que. por fin. pasó a mis manos
la fotografía con la orden de comentarla, de
glosarla. Al pie de un fotograbado mi pluma
iba a gustar el placer de los dioses.
Pero me arrepentí a tiempo, porque soy
oportunamente generoso.
Para esclarecer estas líneas, debo contar los
agravios que estuvieron a punto de sumergirme
en los abismos de la calumnia y de la injuria.
Yo soy patriota andaluz. El andaluz patrio-
ta, que no tiene siquiera el consuelo remoto
de una autonomía, es la antitesis viviente del
Judío Errante. «¡Descansa, descansa, descan-
sa!», le grita la universal opinión, y el andaluz
haraganea, en tanto que los viñedos, los tri-
gales y los olivares se cultivan merced a la ge-
neración espontánea, y todos los frutos de An-
dalucía, fruta del mundo, amontónanse sobre
los «docks» del puerto de Jauja. Un cotidiano
milagro del pan y de los peces en unas per-
petuas bodas de Cana, eso resulta el país donde
se atan con longaniza los «perros chicos» y las
«perras grandes».
Hijo de padres castellanos, yo soy criollo
andaluz. Por eso, mi amor a la patria chica
que casi estuvo a punto de no verme nacer.
tiene grandes exageraciones. En el libro del
viajero más observador y fiel, advierte mi pa-
trioterismo mentiras, insultos y calumnias. En
las alabanzas del turista mejor intencionado
sorprendo frases irritantes. Sólo reconozco a
mis paisanos, y a los españoles que merecerían
ser andaluces, el derecho de exagerar y mentir
acerca de nuestros usos y abusos.
¿Cómo quieres, lector argentino, que mi cora-
zón no clame venganza, cuando muchos de tus
compatriotas escriben y hablan, al divino botón,
de cosas de la Tierra de María Santísima?
Yo recuerdo descripciones de corridas en las
que la fiesta española además de bárbara resul-
taba disparatada. Y no hablemos de los bailes,
las serenatas, las borracheras y otros excesos des-
criptivos.
Así, perdona, que al ver la fotografía que a la
vista tienes, yo sintiera el deseo de pintar una
escenita gaucha. Sin trabajo alguno, asistido por
mi valerosa ignorancia, me habría cobrado con
creces el más burdo de los relatos taurinos hecho
en el país. Pero me arrepentí a tiempo, porque
soy oportunamente generoso.
Hay cinco horas escasas de diferencia entre el
sol de los labriegos y artesanos andaluces y el sol
de los peones y obreros argentinos, ambos impe-
riosos y madrugadores capataces. Lo que nadie
puede calcular es la diferencia que media entre
las lunas de los ociosos de la Bélica y del Plata.
Cuando en las dehesas de la llanura sevillana
sestean ya los bravos toros de lidia, bajo la vigi-
lancia de los vaqueros, los jinetes de la pampa
inician sus labores. Duro es el trabajo en las dos
partes, regateada la recompensa, árida la vida,
limitado el horizonte espiritual, ilimitado el hori-
zonte terreno.
Allí se pastorean toros aptos para un combate;
acá, mansas reses de matadero y de frigorífico
que durante cuatro espantosos años fortalecieron
marciales estómagos. De ese modo, por ley fatal,
la ardiente sangre y la nutriva carne sirve para
alimentar inútiles luchas.
No sé si la civilización ha llevado a las gana-
derías andaluzas nuevos métodos de crianza y
trabajo. Todo es posible, porque la economía
política sabe meterse donde menos la llaman.
Quizás, anden a estas horas ensayando proce-
dimientos ahorradores de espacio y de plata.
Si tal cosa sucede, el vaquero andaluz, el gau-
cho de las dehesas vive sus últimos instantes.
El alambre de púa, los administradores in-
gleses y otros aparatos limitan la libre acción
de los vaqueros argentinos. Todos los poetas y
prosistas estamos de acuerdo en que el gaucho
desaparece. Ya no hay haciendas misturadas
que apartar, ya, por medio de trampas y ta-
blones, las reses caen rápidamente en manos
del matarife.
Pronto llegará el día en que un muchacho
sea capaz de pastorear miles de cornúpetos,
sentado a la sombra de un ombú («sub tégmi-
ne ombi») y tocando al bandoleón el tango de
moda.
Y vendrán otros hombres, otros jinetes, y
una nueva leyenda, forjada con verdades y
mentiras, adornará a los nuevos héroes del
trabajo. Y alguna vez, las viejas lanzas de los
gauchos de Quemes, y las antiguas garrochas
de los vaqueros de Bailen, volverán a hincarse
en el pecho de los valientes y en las espaldas
cobardes.
Propios y extraños, indígenas y viajeros, en
libros y en conversaciones, dedicaranse enton-
ces como ahora, a juzgar ligeramente pueblos
entrevistos y usos complicados.
De ese modo, por ley fatal del prejuicio y la
ignorancia, todo ha de alimentar inútiles luchas.
Raúl P. Osorio.
La IJpdada^
La rueda de peones, bruñida en perfiles bastos
por la claridad del fogón, establece como una
corona viva a! viejo. Caduco y rugoso, su cara
remeda un nido fosco, disforme, enzarzado por la
breña de barbas y cabellos ásperos, en el fondo
del cual lucen sus ojos como dos huevos de pájaro.
Es pajón. Rústico mentor que satura perpetua-
mente las imaginaciones de hazañas fabulosas.
Fundamentando, a través de lo remoto, su ca-
rácter desuso, en el rol de los ascendientes.
— He andao de ocasiones mal en esta vida... Puf...
— ¿De ropa? — chancea a la sordina uno.
— Ni por tarjas cuento las hechas a la justicia.
¿Se eren qu'el caldo es grasa y la taza cucharón?
Me les acostumbraba de mozo golpear la boca a
la partida, y campo ajuera sólo las estrellas en-
dilgaban mis paraderos. ¡Era un vicio! Conozco
toíta la pampa como la palma e la mano, dende
la cabeza e los montes grandes hasta el pie mes-
mo e la cordillera.
— Si no'es mentira ai ser cierto.
— Di'ande reales. . .
Disimuladamente, desentume entonces una pier-
na chueca, atributo infalible de sus ascendientes.
Y repasa como para sí sus memorias. Sin parar
en los comentarios chuscos y cantos de la rueda,
seguro del aprecio fiel escondido bajo las aparen-
tes contradicciones.
— Aura, ansina e la verdá, tamos medios bi-
chocos. Bollaos como chingólos. Dende que me
quebró la rodada... Cuando uno llega a viejo,
se l'enjaretan las disgracias como gusanera en
cuero d'epidemia estaqueao a l'intemperie. . .
— No arrugue.
— Óigale. . .
— ¡Pero tuavía puede que algún día resucite
el broto de abajo de las raices, y sepa todo lo
viviente que abarca la mirada'el sol, quien es
Pajón viejo aquí y ande quiera!
— ¡Ah, tigre!
— ¡Cola larga!
— Una vez pelié. . .
Y va a abordar la rememoración crónica de la
hazaña, cuando entra Inocencia, la hija mayor
del antiguo capataz de la estancia, viudo de mu-
chos años. Infundiendo, desde su donosura pesa-
rosa, en la sospecha instintiva que se apunta en
todos, un silencio confuso. El hijo joven del pa-
trón, que fuera tal como para fluir sus dogmas
universitarios, asiduo a las sobrecenas del fogón,
falta, ahora. Se ha ido otra vez a la ciudad.
Sobre los 16 años de la muchacha, se transpa-
renta perceptibles, por influjo espiritual, los se-
cretos fatales... Hay en sus ojos un reflejo de
vacío, en su aspecto una desbaratación de ilu-
siones... La ven sin mirarla, cristianamente, !a
sienten dañados. Y ella, sin saber, sin pensarlo,
en la atmósfera suspensa, solicita inadvertida-
mente con su voz apagada y embalsamante;
— Cuente un cuento. Pajón.
Y Pajón alza la cara fosca, completada de som-
bra, escrutándola como desde el fondo de la na-
turaleza. Los huevos de los ojos, dentro el nido
de barbas ásperas, asumen una extraordinaria,
mutua, equivalencia providencial de sentimientos.
Y narra el cuento positivo de la rodada.
— No me quisiera acordar, m'hija. . . Jué en
tiempo que los campos florecen, y a la oración
cuando el cielo se nos mestura con l'alma. Yo iba
en el zaino fino, cortando campo y cantando,
casi a media rienda deslum-
brao rentendimiento, olvldao
de yo, como pa dir del tirón
hasta la fin del mundo. . . Y
enderrepente se m'hizo ovillo,
se me perdió d'entre las pier-
nas. ¡Mi madre, rodada fiera!
Me tapó entero. Y con el gol-
pe, al hilo mesmo, sentí Gru-
jirme l'esqueleto; ¡ese crujido
mortal que se juye de la vida
a! rayar contra los alientos de
la sipultura! Me había que-
brao, este caracú. . . La noche
enterita la pasé al raso, gri-
tando a ratos, ma ver si me
oiba algún viviente que me
socorriese. Y pu'allá, qué sé
yo, vean lo que son los mis-
terios, ¿no? Pu'allá... sentía
mis propios gritos como si se
astillasen, o que otro me res-
pondiera igualito, de muy lejo,
de nuien sabe onde. . . ¿Quién
m'iba responder? Naide...
Naide. . .
Los ojos de la muchacha
se agrandan, experimentan
infinita la sensación del desam-
paro; suponen dos sentidos de
asombro prontos a desplomar-
se expiatorios en la propia
conciencia. Los peones, car-
gados de escuchar relación tan
sabida, o por deuda piadosa,
van puerteando uno a uno con
e! sueño en los párpados y el
desentono en el ánimo, hacia
el galpón, difuso en la noche.
— Ansina son las rodadas,
traicioneras y desgraciadoras.
Parao cualesquiera sale, sí,
,, cualesquiera: corriendo y a las
risadas adelante, si la discon-
fianza o la sospecha le secretea
a tiempo. Pero cuando se va
cantando, con el cielo entero
en el corazón, por campo com-
parao a la mano propia de
liso y siguro, y se da güelta
como la suerte e taba el montao de toda nuestra
fe ciega... Ah, entonce no hay parador. Si pa-
rece qu'es la mesma tierra que nos faltara abajo
de golpe, que la vida se nos desparramara d'entre
las manos hecha hilachas de humo. . . A los vie-
jos nos quiebra los güesos una rodada ansina,
¡a los inocentes, pior, les quiebra I'alma!
Finaliza sus palabras con un acento rudo de
quebranto, de lástima, de perdón. Nadie extraño
queda ya en la cocina. Y la muchacha, en la so-
ledad auspiciosa, como en el chai de la madre
muerta que parece patentizarse en la noche mag-
nánima, rompe en sollozos sobre los ecos del re-
lato, implorando a la obscuridad.
— ¡Mama! ¡Mama!
Pajón, ante la queja íntima, aquel otro crujido
mortal, infeliz, ridículo, la ampara en su abrazo
bendito.
— Güeno, criatura... ¡Llore aural Criatura,
criatura. . .
El capataz entra en ese momento, imprevista-
mente, sorprendiéndose de la escena. Y Pajón, de
golpe, brusco, vuelve ante él al predominio de los
ascendientes, contestando a su ansiedad, refren-
dada la manifestación en la falla fatal de su pierna.
— Ha rodao. ¡Le han quebrao l'alma!
— ¡Rodao! ¿Cuándo, cómo? ¡M'hijita!
Silencio. . . Llanto. . . Opresión de corazones. . .
La noche parece realmente que empuja su obscu-
ridad besando las frentes abatidas. Y el nido de
la cara del mentor, con los huevos de los ojos
lacerados de pena bruta y humana, se doblega,
trémulo sobre el fuego que muere, en un estrago
de sentimientos, de justicia, de ignorancia...
Albino Dardo López.
DIBUJO DE 2AVATTARC.
— •I='Ij:v.':S X<'T^T"I2>x—
LA POMPA
Ser una cola de oro y pedrería
Y un brutal grito azul... y en su apogeo,
Sentir arder en él, como el deseo.
Todos los ojos con que admira el día.
Glorificar ante el amor sumiso.
La belleza total, perfecta y sola.
Presentir que en su grito y en su cola
Desgaja un árbol de oro el Paraíso.
LA RUEDA
Crujiente crispadura de oro vivo
Dilata en su lujuria esplendorosa
Un viso de sutil flámula rosa
Sobre el deslumbramiento convulsivo.
En penacho de estrellas, su hondo anhelo
Abre al amor irresistible estuche.
Y en la turgencia del ansioso buche,
Profundo fuego azul inflama el cielo.
EL ORGULLO
Y todo él no es más que oro, oro, esmeralda,
Y oro otra vez, y vividos cianuros.
Que, ya apaga en relámpagos oscuros.
Ya en espasmos flamígeros escalda.
Fuego de oro, no más. De cuando en cuando,
Parece que lo atiza con las alas.
Y que en la cruel soberbia de sus galas.
Dos cuchillos de cobre está afilando.
Jfllli
jiíiíiiiír"
LA AURORA
Anticipando al sol, la ardiente rueda
Alza en el prado, porque más resalte,
En un prodigio de ilusorio esmalte,
La ilusión prodigiosa de su seda.
Maravillada así, su audaz derroche
Aturde al día, y pone, en lento giro,
Pestañas de oro al lóbrego zafiro
De los ojos tardíos de la noche.
LA TARDE
El cielo funde ya su piedra fina
En el horno del sol, que tras del monte,
Va esmaltando el metal del horizonte
Con los más bellos cromos de su mina.
Mordido de color en cada poro.
Friega de oro el metal su pulimento,
Y exorbita hasta el cénit un violento
Pavo real verde delirado en oro.
LA NOCHE
Desmaya el campo en la blandura inerme
De la noche feliz. Sobre el paisaje
Serenamente azul, en su plumaje
De torvo pavo real la sombra duerme.
Y hacia las blandas playas de! olvido.
Vuelca la Vía Láctea su tesoro.
Como la gigantesca cola de oro
De algún profundo pavo real dormido.
—J=>LS^^^
' : «ir
En los días invernales, Mar del Plata es una
ciudad sin atractivos. El vendaval azota con vio-
lencia sus largas y solitarias calles; gimen los
vientos al dar en el paredón de la Rambla, chocan
fuertemente sobre el frente de los modernos edi-
ficios, y su eco se une al bramido ronco de las
tempestades marinas. Nadie dijera entonces que
esta desolada ciudad es durante una época del
año el centro de los placeres y del lujo. Pero llega
diciembre, y el milagro de la transformación se
realiza. Cada tren que sale de Buenos Aires con-
duce una avalancha de gente desocupada y anda-
riega. Abrense los lindos chalets de la Loma, los
hoteles cosmopolitas, los clubs, los centros spor-
tivos, los casinos donde se juega y se derrocha. . .
Iniciada la estación de verano, nadie piensa ya
en otra cosa que no sea divertirse: y desde ese
momento las horas resultan demasiado breves
para asistir al tennis, al golf, a las fiestas de todas
clases... Se sale a pasear por la Rambla, y la
fotografía y el flirt parecen consecuencias obliga-
das de la salida. La casualidad hace que se im-
ponga un deporte cualquiera o un atavío sin im-
portancia, y veréis a todo el mundo imitarlo o
adoptarlo sin discusión, porque la moda no es ele-
gante discutirla, se acepta o no se acepta.
Desde diciembre hasta fines de marzo, puede
considerarse a Mar del Plata como la ciudad de
la sonrisa. Todo en ella es optimista y alegre. Mu-
jeres elegantes, con siluetas y ademanes de figu-
rín neoyorquino, lucen modelos costosos firmados
por Worth o por Doeuillet. Hasta el escenario de
la playa misma, con su núblico heterogéneo de ba-
ñistas y curiosos entretenidos resulta un pretexto
más para lucir las ricas toilettes, para exhibirse,
para dar expansión a los lujosos refinamientos del
gran mundo. Así, entre frivolas diversiones y fri-
volidades transcendentes, van pasando semanas y
semanas, hasta que los ligeros fríos otoñales mar-
can el término obligado del veraneo fácil y agra-
dable. Es entonces cuando se dispone el retorno
definitivo, complicado siempre con el mismo tu-
multo amenazador de pintorescos equipajes, en
cuyo fondo, archivo de pasajeras dichas, van galas
y vestidos que ridiculizará la moda futura.
Y entretanto la playa va quedando sola. . .
■ '^^ iw>.'tt»<n¡ii»iw.m*i r'^ -
.■j¡^S3í&^S^
ESPERANDO LA SALIDA DE LOS BAÑISTAS
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hont de la>~ p¿cuvJoÍ(l
— i::>L-N-^^=i '^^L'T^t-ív^X-
ío.';;e:.í^o a i-kjelía la iacíencia
,í's..'ysü'i^«"i
ARTE ARGENTINO
CRUZANDO LA LOMA
ÓLEO DE FERNANDO FADER.
PIVS •
. VIXP4
— i:=>l_^ -^> x^LT^rzí^x-
PATIO DE UNA CASA COLONIAL EN CUBA
í^otograíia de González Garaño.
ly^-
APOLDIZAI^
POR
EDUARDO
ACEVEDO
AL POETA IVA:I TABOR...
No se usa tanto de la lira como en otro tiempo.
No me refiero al instrumento simbólico del poeta.
Aludo a las combinaciones métricas así llamadas.
Pero, si no se riman con frecuencia las liras de
cinco, o de seis versos, en cambio se abusa siem-
pre de la lira, propiamente dicha; siendo de ex-
trañar que un vocablo nuevo, como el de «liro-
manía» no haya sido introducido en el léxico para
calificar el exceso, ya que se hizo uso de la voz
lirismo para otro extremo criticable.
Muy raro es el que no se crea nacido para el
cultivo de lo bello en verso. Todos quieren ma-
nejar el plectro, herir la cítara o la lira, y a fe
que muchos «hieren» ésta o aquélla de verdad.
La ficción poética del plectro se transforma para
ellos en una batuta tangible y cierta, cuando no
en un batintín chinesco, sin fijarse que la rima
y el ritmo entran en pelea «no obedeciendo en el
turbado canto — la cuerda al plectro ni la voz
al canto», como dijo un maestro en estrofas.
Es una especie de mal romántico de juventud.
Cada cerebro que empieza a chispear anhela el
desahogo en forma métrica por instinto sexual, a
manera del pájaro que azuza en su gargantilla el
don de atraer a su compañera en la época del celo.
Algunos alados sin plumaje pintoresco, por el
contrario, bien opaco y deslucido, lanzan arpegios
o trinos tan deliciosos, que en breves instantes les
improvisan auditorios selectos, y aun cortes de alto
coturno como en los juegos florales, con la dife-
rencia de que para esos cantores la «rosa natural»
es la más seductora de las reinas que le rodean
en lo oculto del boscaje. Son líricos de privilegio.
Otros a su vez, enseñan galas deslumbrantes,
remos de reflejo tornasol, cuellos arqueados y pe-
nachos de señorío. Sin embargo, cuando cantan
ahuyentan a la grey que se ha acercado curiosa
para admirar sus lujos de oropel. Les está vedado
engolfarse en dulces y amables armonías.
Sin ser ellos: considérense reunidos en un trazo
de la selva mixtos, benteveos, gorriones y coto-
rras en bizarra confusión y en ejercicio sus órga-
nos vocales, y se tendrá un remedo fiel de la
poetambre que «en invierno se emboza con la lira».
La «liromanía» tiene diversas fases risueñas, pero
también una grave; y es la de que algunos se creen
indignos de la gracia femenina si no producen un
adonice siquiera que llegue a cautivar a la dama
desdeñosa. Cuando todo pende de un dáctilo y
de un espondeo, ocurre así que la facultad no
alcanza y la creída inspiración se ofusca. ¿Qué
hacer en trance tan amargo para correr el verso?
Correr el verso es tarea difícil para el que no está
al habla con la musa. ¡Lástima grande! Una cesta
de plata llena de magníficas orquídeas de las aro-
madas podría suplir. Pero eso no sería más que
un símbolo del adónico entrelazado con sáficos.
Hay que atacar el verso con valentía. Y el joven
aspirante a poeta estudia, se afana, se abisma en
hondas pesquisas, buscando una fluidez codicia-
ble y una corrección exigible, sin que el estro le
ampare ni el oído responda. No obstante, se en-
capricha; otros lo consiguen sin esfuerzo; son ala-
bados, sonreídos, preferidos; la musa ha de so-
plar, pues que se trata de un voto ferviente con
relieves de bello y de sublime. Y al fin, en pos de
noches en vela y de vuelos mentales, de enmiendas
y remiendos y sudores del alma, el vate «apoloiza»
y desprende de su espíritu una larga inspiración,
semejante a una de esas guias de flores de papel
o hilo que un jugador de manos extrae del fondo
de un sombrero de felpa con asombro del público
de feria.
¡Tan arduo suele ser fundir tonos exquisitos,
propios de los grandes rimadores!
En la poesía lírica se ven muchos de esos casos.
Los versos para el canto de ideas o de afectos,
conservan siempre estrecho parentesco con los
demás del género, antes de que el sello original,
personalísimo del autor, que en el empeño de dár-
selo a su poesía, rebusca, urde y violenta el estro
si lo tiene hasta ensañarse con el buen gusto y
la estética delicada. Rehuyendo la imitación, suele
caerse en la extravagancia o en lo insípido.
Poetizar, es hacer fluir armonías del espíritu con
encantadora naturalidad.
Hay ingenios preclaros en el arte mayor; como
hay inspiradas en el numen de Safo.
Los que abordan el alto poema son contados;
y en corta proporción quienes hacen cabalgar un
verso sobre otro con deleitable maestría. Pero, en
cambio, los más glosan en demasía las mismas
emociones. Cuando una de esas emociones es nue-
va, ignota, rara, algo como un fluido impondera-
ble que sirve al espíritu de puente entre la belleza
plástica y la belleza ideal, cabe decir que la nota
supera a la más extensa del canto si hubiese gama
en la poética.
El cerebro ha dado entonces como expresión
artística de la belleza, algo de obscuro para mu-
chos, y de lumínico para pocos; especie de lirios
cárdenos que espiran perfumes desconocidos al
comiin de las gentes. Lo que quería fuesen sus
estrofas Mallarmé, el codicioso insaciable del se-
creto, el ávido de soñados ecos no perceptibles
para el mundo. También Verlaine. Aunque el hada
verde fuese el médium escogido para la cita con
la musa, preciso es reconocer que este artificio
para excitar la célula a abismarse fuera de fron-
teras, les era propicio, como lo es el lenticular al
explorador de los cielos. Lo mismo a Darío. Poco
importaba para estos singulares entes de la poéti-
ca el sacrificio pleno de la salud, con tal de des-
cubrir un signo leve de! «quid divinum»,
Y por ese camino tantos van, y han de seguir! . . .
Los puramente líricos, los que endechan, los
que se ordenan en plañideros no se despojan de
lo humano, al punto de cabalgar en la fantasía
hasta lo «incognoscible y maravilloso». Sus vuelos
son más cortos. El nunca más de Poe les señala
el límite.
El hada verde indicó a Poe como mejor mé-
dium al cuervo lúgubre. Saber el porqué, la razón,
la causa del infinito, era mucho. Se llega al ex-
tremo verosímil de lo «contingente y relativo».
Nunca más! . . .
No extrañe usted estas cosas.
Se me ocurren en presencia de la multitud de
versos que por todas partes aparecen y se repar-
ten a modo de boletines de un «espíritu joven y
creador», ajeno al viejo espíritu, para explicarme
más claro; y no a los muy contados poetas que
aquí y acullá salpican de vez en cuando con clari-
dades vivas el cielo de la literatura como gérme-
nes de estrellas que se esfuerzan por escapar a la
nebulosa y esplender con luz propia. Con lo que
digo, que no es fácil hacerse sol, aunque sea sol
de fantasía.
Para ajustarse a la métrica y a la trova, a la
poesía ligera, hay muchos bien dispuestos. Para
alcanzar el ideal helénico, que nunca hemos lle-
gado a comprender en toda su plenitud, según el
filósofo alemán que no respetaba fronteras; y com-
plementar aquel ideal incomparable, son rarísi-
mos, y como tales, intérpretes de jeroglíficos di-
vinos. Citar alguno, aunque exista, sería exponer-
se a un error, aunque error sincero. El cuervo
saldría gritando: nunca más!
Y aunque así no fuera: en los magníficos arre-
batos del aeda de genio el pensamiento escolla,
porque no halla el vocablo. Pues si el léxico no
da el medio — se dijo más de uno — echemos
mano al símbolo. Alrededor del símbolo, haremos
el bordado de lo ignoto y de lo inexpresable como
clave extrahumana del misterio. Pero, el cuervo
bisbisa con aire sardónico; no, nunca más! La be-
lleza ideal, en forma y alma, la suspiró en vano
el hada verde. Apesar de ello, se obstina.
La poesía ligera moderna puede hacer de las
plantas un Diego de noche, un ombligo de Venus,
como la antigua hacía un laurel de Dafne, y ané-
monas de las lágrimas de la diosa del amor; en
esto nada de nuevo; ni en lo épico, ni en lo idi-
líaco, ni en lo pindárico, ni en lo trágico. Se ad-
miran a Goethe en el poema, a Shakespeare en el
drama, a Hugo en lo lírico; y bien admirados.
Se estudia con ellos el corazón humano en sus
más hondos ideales y pasiones.
Fuera de duda, que el dolor es fuente fecunda
de la poesía. El dolor moral, cuando existe afini-
dad entre él y un sentimiento venerable o una
idea excelsa, vibra en el verso como flecha de sol;
se adivina en la escultura correcta; se destaca en
la cara de un cristo pincelado por artista de genio.
Pero es necesario sentirlo de verdad. Para el
que lo simula o inventa, Erato se muestra fría y
muda. Habrá verso, pero no poesía, pues que no
existe emoción real, o sea un estado del alma que
no puede ser suplido por la imaginación. Erato
era para el clásico helénico la sencillez genuina;
y el dolor cuando inspiraba, debía diluirse en la
sencillez de la estrofa, al punto de que en su re-
citación o canto repercutiera en el oyente como
si él mismo lo sintiese.
En el fondo, pues, la poesía no ha cambiado;
lo que ha cambiado es la forma. Como se ha dicho,
ya de escuelas literarias, ya de laúdes nuevos,
todo es cuestión de «moda». Y las «modas» pasan,
sin que por eso se transformen o modifiquen sus-
tanoialmente los organismos que las adoptan.
Respecto a usted, me permito aconsejarle que
no tome muy en serio ciertos asuntos del arte.
Haga usted versos; pero así... como en broma!
No es que sean malos sus versos. No. . . Nada de
eso! . . . Apoloice usted por distracción de espí-
ritu, pues esto muchas veces evita que él se enca-
mine por entusiasmos excesivos al boquerón del
sur en vez de orientarse hacia el sol azul de la
Lyra. ¡Travesuras del propio ingenio! Sino, re-
cuerde usted lo que en una hora de buen humor
y de alegría sana, escribió el infortunado bardo
Acuña, que sabía de lógica superior y de alta
poesía;
Yo, a lo menos por mi, protesto y juro — que si
al irme trepando en la escalera — que a la gloria
encamina — la gloria me dijera — sube que aquí
te espera — lo que tanto te halaga y te fascina — ya
la vez una chica me gritara — baje usted que lo
aguardo aquí en la esquina, — lo juro, lo protesto y
lo repito — si sucediera semejante historia — a
riesgo de pasar por un bendito — primero iba a la
esquina que a la gloria — porque será muy tonto —
cambiar una corona por un beso. — Mas como yo
de sabio no presumo. — me atengo a lo que soy. de
carne y hueso — y prefiero los besos y no el humo —
que al fin, al fin, ¡a gloria no es más que eso.
Buenos Aires, XII, 1918.
DIBUJO DE SIRIO.
— i=>i_;v:s
LAS TOILETTES DE PICHULA EN MAR DEL PLATA
D* muñana,
d kimono.
El paseo en
la Rambla.
Al recogerse para el descanso.
Para la comida
en el Bristol.
Dibujos de Larco.
— i=>i_;:v<s
OLEDADES floridas de
Valldemosa donde Da-
río fué a sus soledades
y volvió de sus soleda-
des; casa hospitalaria
de Sureda, ¡reavivad los
recuerdos del maestro!
En esa cama antigua de los hués-
pedes ilustres, entre cuatro columnas
salomónicas y bajo un dosel de bro-
cada tela, reposó el corpachón de
Darío. Allí, en el trasnochar yacente,
a la luz de una vela, leía el maestro
la vida de un maestro que él eligió
para recibir lecciones de paz conso-
ladora. Y mientras gustaba la vida
de San Bruno relatada en francés,
quizás la mano izquierda de Darío
acariciando la próxima columna halló
que el torneado trozo tenía movi-
miento sobre sus ejes. Y maquinal-
mente, hacíale girar a compás del
vivir cartujo del bendito varón. Y,
entonces, el pensamiento, apartán-
dose del libro casi santo, fijóse en
la rotación de aquella espiral que
fingía horadar el dosel para elevarse
a las alturas.
Yo veo a Darío, el pensador, cavi-
lando sobre esa ilusión óptica, para
hallar en la columna salomónica que
gira, un símbolo de las existencias
consagradas al ensueño, que, como
espirales sin fin, parecen elevarse a
las alturas sin cambiar de sitio, cla-
vadas a estéril superficie.
Ya la «Vie de Saint Bruñe» yace
abierta, texto abajo, junto al corpa-
chón de Darío. La fantasía genial gira
y gira más rápida que la columnita, y
retrocediendo y adelantándose, bus-
ca el origen del fuste salomónico, la
intención del inventor, y la basílica
donde el poeta vio un bosque de co-
lumnas espirales tendientes hacia el
cielo como plegarias. Eran ellas per-
feccionamientos artísticos de retor-
cidas ramas de vid, de los troncos de
olivo que pintara Pilar, de lianas en-
roscadas sobre lianas. Y fueron en la
mente del poeta la premeditación de
un canto a las columnas salomónicas
ENTRADA DE SANTA MARÍA.
ESCALERA PRINCIPAL DE SANTA
MARÍA.
que en las naves, claustros y aulas
españolas y coloniales viven junto al
saber y la tozudez de la estirpe re-
presentando convencionalmente la
sabiduría del gran monarca israelita.
Y ese imaginar recordó a Darío
cierto órgano de feria visto en Mont-
martre en días alegres, un órgano
churrigueresco lleno de notas gango-
sas, asmáticas, cristalinas y metáli-
cas, y de muñecos que giraban dan-
zando entre columnitas salomónicas
tornadizas, pintadas de blanco es-
malte y de purpurina dorada.
¡Oh, claros días de París! ¡Oh, mil
y una noches del boulevard! Allí la
imaginación gira «fuera del tiempo y
fuera del espacio», en las verdaderas
alturas del genio sin abandonar la
mesa donde brilla el ópalo embria-
gador!
Y la mirada de Darío va hacia el
montón de *Le Matin». hacia los dia-
rios repletos de noticiat, retratos mar-
ciales y crónicas vaporosas que trajo
el último vapor.
Aquella vida y otras vidas de ciu-
dades enormes le produjeron ese has-
tio y ese ansia que él vino a curarse
en Valldemosa, buscando la isla de
Lulio y Chopin, una de las tierras
donde fué posible una cartuja. La
mazmorra de Cervantes, la celda de
San Bruno; he aquí lo que necesita el
inquieto espíritu del poeta, que en el
mundo se retuerce para dar frutos
copiosos y gratos, pero menudos,
como los olivos de Pilar.
Darío se incorpora con la majestad
de un príncipe enfermo; sus anchas
manos de forjador oprimen aquella
frente forjada. Es la vanidad de lo
que hizo y la angustia de lo que no
ha de hacer nunca, aun sobrándole
mente para hacerlo, es la imagen de
las enamoradas y de las amadas, el
recuerdo de los elogios y de los in-
sultos. Ya las sábanas tienen puntas
—J=>LS'^y:&
de agujas invisibles; ya el soñar despierto causa fatiga; ya
viene el día y se va la conciencia...
Todo esto no es otra pobre cosa que un imaginar de los imagi-
nares de Rubén Dario, una atrevidísima fantasía, tal vez una
irreverencia.
Mas, siempre me torturó la curiosidad insaciable de saber
cómo podía laborar aquel cerebro, cuando no se viese estorbado
por la rebelde palabra escrita y por la lenta pluma.
Y ahora, en la hora del aniversario, frente a las fotografías
que el lector y admirador de Darío ve aquí, quise hacer una obra
que abandono lleno de vergüenza. También el cariño tiene sus
ridiculeces. Nos enamoramos de los poetas igual que novias,
como novias fuertes y candidas, y queremos conocer enteramente
el alma inmortal de esos hombres grandes y engrandecidos.
Por eso, nada más que por eso, deseé darme cuenta del mundo
de concepciones y fantasías que las salas, los parajes y los mue-
bles de esta casa hospitalaria de los Surada inspiraron a Dario.
Secreto que nadie aclarará, secreto atormentado y alegrado
por las visiones de un cerebro poderoso en mística comunicación
con algo Todopoderoso, trasnochares que han oído el murmullo
de oraciones casi rimadas y fragantes de unción y originalidad.
El genio es un fracaso, porque sus frutos de arte o de cien-
cia consisten en residuos de una
cosecha perdida. Aunque el símil
resulte grosero, me atrevo a com-
pararlas mentes geniales con alam-
biques rotos que dejan evaporarse
el perfume destilado, guardando
sólo aromáticas borras. Por gran-
des que me parezcan las concep-
ciones de Dario, siento lástimapor
el inaudito caudal de ideas des-
perdiciado en monólogos íntimos,
hechos con esencia de palabras
vertiginosas y lúcidas.
Un día de hace ya muchos años,
llegó Rubén Darío a las soledades
floridas de Valldemosa, huyendo y
buscando nuevas soledades. Estuvo
allí algunas semanas, sin discutir,
como de costumbre, ligeramente
irónico, como siempre; vistió el
hábito de cartujo, releyó la vida
del santo, planeando muchísimo y
escribiendo poco. La belleza del
paisaje, la dulzura del clima y la
grata hospitalidad de sus huéspe-
des artistas le hicieron gran bien.
La contemplación de un paraíso
pintoresco y tranquilo obraba
sanamente sobre aquel ánima en
pena. El ejemplo de los cartujos,
artífices de la paz interior, de la
cerámicay otras labores celestiales
y mundanas era tentador...
Cuando parecía que el maestro
lograba hallar el reposo y la disci-
plina necesarios para hacer la obra
enorme, maestra, que de él siem-
pre estuvimos aguardando, Ru-
bén Darío huyó de repente.
Estaba escrito que, tras largo
peregrinaje por las soledades del
mundo, debía morir en la soledad
de León de Nicaragua.
Eduardo del Saz.
i:^y^—
ONVIENE que ustedes, los jóvenes,
vean como en este siglo de frivo-
lidad y escepticismo, subsisten
todavía pueblos que son asilos
de la santidad, depósitos de la fe
y orgullo de la religión que los
hace dichosos, j Vaya usted a San
Onfalio de la Sierral
Fui. Se agrupan sus casas en
torno a la iglesia como los po-
lluelos junto a la madre. La igle-
sia es todo: recia y fuerte, en
tiempos sirvió de fortaleza; desde su torre se atala-
yaba al enemigo y sus campanas llamaban a la
defensa común: en las losas funerarias de su atrio
está escrita !a historia del pueblo; su pila de bau-
tismo es la cuna espiritual de todos y tales ex
votos hablan de los grandes dolores o fortunas
que pasaron por San Ünfalio.
Llegué en noviembre; se rezaba la novena de
las ánimas. El pueblo se arrodillaba acongojado
ante un lienzo en el cual hombres desnudos,
con la mirada implorante dirigida a lo alto, se
retorcían entre llamas. A la oscilante luz de las
hachas daba la impresión fantasmal y medrosa
que sugiere el «Entierro del conde Orgaz» cuan-
do lo muestran en Toledo al trémulo resplan-
dor de los blandones. El predicador hablaba de
muerte y expiación: el pueblo escuchaba con-
trito. Luego desfilaba en silencio por las calles
tortuosas. La gente al entrar en casa decía: ¡Ave
María!, al despedirse no faltaba el piadoso «si
Dios quiero, el vigilante nocturno añadiendo
pavor a la sombra gritaba: «¡Mientras dormís, la
muerte vela!» En el arco de entrada de todas las
casas campeaba la imagen del Sagrado Corazón
de Jesús. Y no era jansenismo, porque el pueblo
trabajaba con honesta alegría; era religión, sen-
cillamente.
Me contaron la historia del pueblo y me
expliqué que fuera como era. Lo había
fundado, sin querer, un antiquísimo ere-
mita llamado Onfalio. El santo varón,
huyendo de la pompa del mundo que en
tan grave aprieto suele poner la salvación
del alma, se refugió en aquellos, entonces
solitarios riscos; fué inútil, la fama de sus virtu-
des atrajo a la gente que le pedía consejo. Frente
a la cueva que servía más de «in pace» que de ha-
bitación a Onfalio, se fundó una hospedería...
Y así se creó el pueblo.
La religiosidad, pues, reflexionaba yo, es en San
Onfalio de la Sierra, algo tan natural e indestruc-
tible como lo que por herencia nos viene, disuelto
en la sangre . . .
— No lo crea usted; la historia es otra y aun a
trueque de desilusionarle quiero contársela. Ói-
game:
« El rey don Sancho xxvn. conocido por Brazo
de Hierro por lo duro e infatigable que era en
zurrar a la morisma, venía, después de bien co-
mido y bebido, por estos andurriales con objeto
de favorecer la digestión con el ejercicio de la ce-
trería. Montaba un espléndido caballo y en el
puño, cubierto por gruesa lioa. llevaba, encapiro-
tado, como es uso, un magnífico halcón. Era casi
la sonochada.
De repente apareció una paloma. Lanzó el rey
contra ella el ave de presa y la paloma desapa-
reció como por encanto. Mustiamente, como aver-
gonzado volvió el halcón a' puño real. Apareció
de nuevo la paloma, tornó a hacerse invisible y
así una vez más y otra. . .
El rey, furioso, espoleó su caballo; iba al ga-
lope, saltaba las zanjas, rasgaba los jarales; sus
cascos arrancaban chispas en la roca... La pa-
loma, fugaz relámpago blanquecino, aparecía y
desaparecía en el cielo ya densamente negro.
Los sapos hicieron sonar en la noche apacible
sus flautas de cristal; en la arboleda se durmió
el viento blandamente y las nubes blancas, ilu-
minadas por la luna, pasaban sobre el cielo
límpido como navios de nácar. . . Y el rey espo-
leaba a su caballo y en su puño el halcón, ya
sin caperuza, extendidas las fuertes alas, y quería
horadar con su mirada la negrura de la noche en
la que, ¡quién sabe por qué misterio!, se ocultaba
la palom.a.
De pronto el caballo paró en seco. El rey tam-
bién quedó inmóvil. Pareció que bruto y jinete
estaban envueltos en una tupida tela negra: tal
era la obscuridad. Se apeó el monarca y a tientas
reconoció el lugar: estaba en una cueva; no encon-
traba la salida. . . Sintió entonces gran miedo
y como el temor es fuente de arrepentimiento,
prometió, si salía con bien de la aventura,
edificar en aquel sitio una capilla para la santa
virgen, concediéndole, entre otros honores, el de-
recho de asilo.
A la mañana siguiente un alegre son de clari-
nes despertó al rey; lo buscaban las gentes de su
corte, pero antes de partir dejó en la cueva una
pequeña imagen de la Virgen y rodeó el lugar con
unas cadenas que limitaban el espacio dentro del
cual los delincuentes, por terribles que fueran,
eran inviolables para la justicia de los hombres.
Por aquellos días un bandolero llamado Onfa-
lio cometió un terrible crimen: se amparó en la
cueva; cuando, ya libre, la abandonaba, encontró
a otro bandido que venía buscando favor. Se unie-
ron; hicieron una choza. Llegaban nuevos crimi-
nales y cuando salían hambrientos y rendidos de
la cueva, en la choza, a precios carísimos, les pro-
porcionaban lo necesario, mas si alguno llevaba
grandes riquezas pagaba con la vida. Una moza
les atendió en el cuidado de la casa: pronto la
alegre risa de unos niños embelleció el lugar; se
hicieron otras casas, se cultivó la tierra...
Esta es la historia: aquí tiene usted el origen
de este pueblo santo, fundado por ladrones y ase-
sinos, al amparo de una Virgen que nunca apare-
ció. ¿Es triste?
— ¡Tan triste que parece verdad!
— El pueblo no es ni mejor ni peor
que cualquiera, pues en las colectividades
hay de todo, tan necio sería suponer
que por haberlo fundado un santo era
de santos como que fuera de bandidos
por ser nieto de criminales. Las obras, no
la ascendencia, son lo importante...
b
SOBRE LA LOMA
ÓLEO DE PELAE2,
— I^LTv^-S
Zt&JVCi
o
eTnenmcL
-■jj..
'»',t
Pocos días hace, amigas y lectoras mías,
comentaba con ustedes, en esta misma pági-
na, les últimos acontecimientos sociales de
gran resonancia; charlamos entonces, de va-
porosas galas femeninas, de suntuosas resi-
dencias, llenas de vida y animación: vibra-
ban aún en nuestro oído los solemnes, ma-
jestuosos compases de las marchas nupciales,
y también los arrebatadores acordes de val-
ses y fox-trott .
Cuan distinto es el cuadro que anhelaría
reílejar hoy fielmente para ustedes, hacién-
dolas participar conmigo de esta sensación
de serenidad infinita, que renueva el espíri-
tu, fatigado del vértigo de la vida diaria, de
esa vida intensamente agitada que nos en-
vuelve y arrastra en esa populosa cosmópolis,
que me he decidido ¡al fin! a abandonar por
unos días.
¿Las sorprenderá a ustedes, seguramente,
que esta incorregible Duende se haya anima-
do a emprender el vuelo come las inquietas
golondrinas, habituadas a emigrar de la gran
ciudad en busca de nuevos horizontes, ávidas
de aire puro, y completa libertad?... Pues
sí, amigas mías, me he dejado tentar por mis
sobrinos, y héteme aquí, en medio de la paz
de los campos. . . No conocía — debía aver-
gonzarme el confesarlo — • la estancia de la
que es dueña y señora hace cosa de año y me-
dio, mi rubia Mary, la que llenaba de bullicio
y alegría mi pequeño hoíKe; hoy no es sólo
ella, la que me ha atraído hasta aquí; hace
algunos meses llegó a esta estancia, en plena
provincia de Buenos Aires, el minúsculo per-
sonaje de negros ojazos y dorado plumonci-
11o, que tendría el don de hacerme cruzar
penosamente valles y montañas, con tal de
poder contemplar su naricita remangada, y
escuchar sus primeros gorjeos: así es la vi-
da... Envejecemos, creemos volvernos
egoístas, y, sin embargo, hemos de depender
siempre de ajena voluntad: y en estos casos,
la más infinitamente pequeña, es la que nos
dicta las más imperiosas leyes.
Pero no era necesario cruzar penosamente
— como los caballeros andantes, o las prin-
cesas heroicas — por valles y montañas, para
llegar a este establecimiento, propiedad de
Jaime, y de cuya importancia y admirable
organización puede darm.e cuenta recién aho-
ra. Treinta leguas en auto, son, naturalmen-
te, un juguete, para este nuevo sobrino que
me ha adoptado y conquistado al mismo
tiempo por completo, se lo aseguro a uste-
des; él mismo quiso evitarme las molestias
del tren, y desde la puerta de mi hotelito,
donde quedó sentado Pushy, enroscado so-
bre su cola y muy indignado, al parecer, con
la persistente manía de vagabundeo de su
ama, — hasta la tupida avenida de eucalip-
tus que da acceso a La Mary no tardamos
ni siquiera cuatro horas; cruzamos leguas y
leguas a una velocidad de noventa kilóme-
tros por hora, y aunque no dejaba de ma-
rearme un tanto el vértigo que me arras-
traba, mi amor propio no me permitía con-
venir en que los años no pasan impunemen-
te.. . Por nada de este mundo hubiera con-
fesado a Jaime mi repentino malestar: y el
auto hendía el espacio, dejando atrás la tu-
pida fronda de las estancias del camino, sus
puestos — dos o tres piezas de material, el
pozo legendario, una sarta de chiquillos des-
greñados y tostados por el sol, colgados,
conio vivos racimos, del cerco que limita sus
domiinios. La lamentable indolencia c.-iolla se
revela en esos puestos, tan próximos aun de
la prodigiosa ciudad... El auto sigue su ver-
tiginosa carrera, turbando la plácida tran-
quilidad de los venteveos, posados en
los palos del alambrado, levantando las ban-
dadas de teros que chillan desaforadamente
anunciando el paso de ese enorme monstruo
gris que cruza creDÍtando la llanura sin fin . . .
Sólo una cabana llena de moderna coquete-
ría, con sus techos rojos, sus balcones flori-
dos, cautiva mi atención: es de un inglés,
me inform.a Jaime: y es un verdadero modelo
de confort y de elegancia; pero atardece ya,
y Jaime apresura aún la marcha, temeroso
de que pueda alcanzarnos la noche lejos aun
de la estancia.
¡Y aquí me tienen ustedes, definitivamen-
te instalada! He improvisado mi mesa de
trabajo, en pleno parque, en un parque que
no tiene nada que envidiar, a los más pinto-
rescos puntos de nuestros aristocráticos pa-
seos. Rodean la amplia y vieja casa baja de
estilo colonial, con sus corredores, tapizados
de florida enredadera, bosquecillos de casua-
rinas, y quentias gigantescas; el incesante
parloteo matinal de las cabecilas negras,
tijeretas y urracas llena de vida el parque
solitario: el acompasado quejido de las palo-
mas torcaces, parece improvisado acompaña-
miento, para tanta algarabía. . . Es una hora
de tan exquisito encanto, que me parece un
imposible, el haber resistido hasta hace tan
breves horas el vivir en medio de esa vorá-
gine de ruidos propios a la gran ciudad; |es
tan grande la serenidad de este ambiente,
que no turba ni el vocear de los vendedores
de diarios, ni ¡a persistente vibración de
campanas y sirenas! ¡Puedo contemplar a lo
lejos, las avenidas de acacias y deeucaliptus;
se internan bajo la tu-
pid.i fronda de los sau-
ces avestruces y llamas
que obedecen a la voz;
sólo limitan el horizonte,
las cortinas de álamos,
que separan el parque
de los potreros en que
se selecciona la hacien-
da por categorías; ¡si su-
pieran ustedes, amigas
mías, lo mucho que he
aprendido en tan corto
plazol Sospecho que si
al majestuoso Don Patricio, el mayordo-
mo, jefe supremo de los distintos mayor-
domos y capataces de todas las secciones
en que está dividida La Mary se le conce-
diera anotar algún dato sobre mi estada, en
el prolijo registro de informes que lleva, re-
ferente al personal y a los menudos inciden-
tes de la vida diaria de la estancia, habría
de consignar en el expediente a mi respecto:
«visita curiosa, indiscreta, investigadora,
que nos molesta a todas horas...» Curiosa
he sido siempre, y esa modalidad es aguza-
da ahora por el interés de cuadros absolu-
tamente nuevos para mí; cuando Jaime
anda en alguna de sus jiras acostumbradas
— remates o selección de hacienda, ferias en
los alrededores — no me queda otra víctima
a mi alcance, que el majestuoso Don Pa-
tricio.
¡Y hay tanto que ver en el establecimiento!
Ya no se trata de duendear por teatros o sa-
lones, ni de describir toiletteí, joyas y pena-
chos. . . Acaparan hoy toda mi curiosidad, el
gallinero modelo, la conejera, en que los re-
cién nacidos — de raza angora, por su-
puesto — parecen copos de cisne sobre seda
sonrosada... los vastos, interminables gal-
pones que encierran majestuosos ejemplares
vacunos que representan un capital de cien-
tos de miles de pesos; la fábrica, en que un
poderoso motor muele el grano que ha de
alimentar a tan importantes personajes; el
tambo modelo, que parece reproducir una
caja de juguete, alberga como un centenar
de vaquitas de pedi^ree: hay que pensar que
se necesitan ochocientos litros diarios de le-
che para el consumo de los majestuosos
ejemplares que albergan los galpones.
He llegado, también, en mi fiebre de ex-
cursionista, hasta el horno de ladrillos, y me
he documentado prolijamente sobre esa cu-
riosa elaboración que era para mí profundo
misterio. . . Luego, he iniciado también nue-
vas amistades; sólo en el casco de la estancia,
se alberga una peonada — criolla en su ma-
yoría • — como de cincuenta hombres, y he
podido convencerme, después de conversar
con ellos, que no hay temor que traspase los
lindes de esta cabana modelo, ningún fer-
mento de violentas imposiciones; muchos es-
tancieros podrían evitar la sombría amena-
za si adoptaran para sus
establecimientos un re-
glamento tan equitativo
como el que impone a
su personal esta admi-
nistración modelo, ha-
ciéndole disfrutar a la
vez de un conferí desco-
nocido, según se asegura,
en muchas de las estan-
cias del contorno.
¿Y de qué se ocupa la
rubia y encantadora
'castellana» — me ore-
guntarán ustedes? Tiene tiempo para lodo...
Aquella mundana infatigable, aquella om-
tura gentil, alegre y bulliciosa, dirige tam-
bién con firme manecita la administración
interna, en la que no interviene, por cierto,
Jaime; no acapara tampoco todas sus horas
la deliciosa criatura — es una nena - — que
llena la vida de ambos: Mary ha aprendido a
no limitar su acción a la sagrada tarea del
hogar, porque la mujer dichosa como ella,
debe recordar otros deberes, y velar por el
bien ajeno ... He sido consultada por ella —
cesa que me ha encantado — sobre el progra-
ma, cuyas bases ha estipulado ya, para una
escuelita rural; la horroriza, sobre todo, la
falta de higiene de los chiquillos que pululan
en los alrededores; agua a raudales, será lo
que exija a sus primeros protegidos; agua a
raudales, que es salud del cuerpo, y también
del alma... Luego, ha de inculcarles los
conocimientos sencillos, imprescindibles, pa-
ra que esas criaturas desarrollen una acción
honesta y útil en el medio que las correspon-
de; ¿no creen ustedes, lectoras mías, que
Mary ha comprendido su deber? Y será, no lo
dudo, la eficaz colaboradora de la obra de su
marido... Ellos saben ser generosos y pre-
visores; y así les juzgarán ustedes, por un
solo detalle, tan nimio al parecer.
Días pasados, Modesto, el capataz de cam-
po, hizo notar a Jaime, un hecho singular.
Una mulita retozona, pero muy arisca con
todos los peones, se había encariñado, si así
puede decirse, con un viejo caballo ciego,
que vagaba a su antojo, por uno de los po-
treros a su cargo; había observado que cuan-
do el pobre matungo tenía sed, relinchaba
bajito, llamando a su lazarillo; ella todo lo
abandonaba para venir a su lado, y el po-
bre inválido apoyaba entonces el sediento
hocico, sobre el anca de su generosa amiga,
que lo guiaba pacientemente hasta el bebe-
dero; lo mismo se ingeniaba para llevarle
hasta donde pudiera encontrar la más tierna
alfalfa, sin permitir que ninguno de sus vi-
gorosos compañeros pudiera disputar al po-
bre ciego el lugar privilegiado. . . Tal ejem-
plo de abnegación, que pudiera abochornar
a muchos seres conscientes, ha tenido su in-
mediata recompensa. La generosa mulita ha
sido jubilada por la dirección; su única ta-
rea, será de hoy en adelante, el cuidado del
pobre ciego, del que no puede percibir la luz
radiante que matiza con trazos de oro la lla-
nura infinita, ni el divino fulgor de la prime-
ra estrella de la tarde, la que lleva el nombre
de la más seductora de las diosas, y la que el
ingenuo hablar de los paisanos llama «la bo-
yera» porque el declinar de su brillo señala
la hora de llevar la hacienda al pastoreo, y
porque a la oración augura su divino fulgor
la hora del reposo de todas las faenas . . .
La Dama Duende
— i=>l;v/':s v/T_mK?^^—
Oasdt moy tanspraao se batUn en los
■IradKloras át la plaia Su> Sulpido. Al da-
ñar al Aa. loa «adma. antiaabriando sus
veaianaL haUaa visto pasar por las calles
^■iertas. bataDoaea de Knaa que marchaban
stñ raido y eoa las náyoras precauciones.
Las pantalniw» rojoa iormakaa una pan ola
de pArpwa que al acero de las bayonetas
vrrrm^^ eon una espuma brillante. Camt-
mbaa an el nis absoluto silencio. Los ofi-
cialsa. sapada an mir^.'. tVan ruando las
paiadB. oon él oii a mirada es-
cmtadora. como s -a embosca-
da dstris de cada rp.?:<.;on oe adoquines.
Deatunfiíhin de todo, y oon raxta. porque
la fuarra dvil no ofcaoe trefua ni cuartel.
A lo laioa tronaba sordamente el caftón
y m oiaB incesantes daKiigsi de fusileria.
Una Wkcha y espesa columna de humo ira*
aaba caprichoaos arabescos en el azul de un
bello dalo da mayo. Paris ardía... Una
twba estúpida y desentrañada incendiaba
lea monaaentas acumulados durante diei
si(loa: y en aquel momento La Comuna aca-
baba de prendar fueco al palacio mismo de
La Comuna
Las campanas no hadan oír su toque fu-
nerario, porque las iglesias habían sido ce-
rradas: y esos bronces que sonaban para
todas las fiestas no podian ahora asociarse
a la afDoia de la pan dudad. En todas par-
tas reinaba un Hfubre silencio, interrumpido
a6lo por el eco de las descargas. Los rayos
del «ai abritedoae paso a través de aquella
naba de hooio, iluminaban escenas de cruel
camioaria, horribles escenas que sólo la his-
toria poade eacribír sin temblar, en las pá-
ginas de <sr libre qmt no mturt nunca!
En una de las barricadas se veía a un
Bmehaciio como de quince años, uno de esos
pffliislni que el gran poeta ha inmortalizado
en CaTrt>cbe. Delgado, bajo, con el rostro
pálido lleno de pecav las mejillas hundidas.
la frente ancha, grandes ojos azules, vivos
y alagius y una cabellera enmarañada del
color del trigo maduro. Vestía decentemente
y hasta luda sobre su chaleco de terciopelo
Astado una gruesa cadena de plata. Empuña-
ba con entasiasmo un fusil viejo, pero no
ttnia ni un solo tiro en la cartuchera que
llevaba a la cintura. Cerca de él, cinco o
■ola hombres mal vestidos y de aspecto pa-
tibulario hadan fuego sobre los soldados que
avanzaban a lo largo de las paredes por la
calle Canettes.
En el momento en que aquellos soldados
•saltaban la barricada, una mujer del bajo
pueblo se dirigía a ella llevando en la mano
un )arro de lata lleno de petróleo, en el cual
mocaba una escobilla. Les insurrectos huye-
ron ante el ataque, pero uno de ellos cayó
j fué hecho prisionero. La mujer fué tam-
bién rodeada, defen-
diéndose ton.-!.-
te oon su es
empapada en ;
loo. con la cual ro-
ciaba a los soldados.
— ¡Ah! — exclamó
cuando la sujetaron
— si ahora tuviera
un fósforo, ¡cómo
ardería toda esta
canalla!
El oficial que
mandaba el destaca,
mentó, un capitán.
Joven, de rostro va-
ronil y mirada inte-
ligente, señalando a
uno de los costados
de la iglesia, gritó
con voz dura:
— |A la pared!'
Los dos prisione
ros fueron llevados
allí: él. abatido y
temblando: ella, al-
tanera y con una
sonrisa de desafio en
los labios. Se oyó ^^f^"^^
una descarga y los EMlru^ P de
dos infelices cayeron MBZC^JPÜA
fulminados.
Entonces, el sar-
gento que mandaba el pelotón, se volvió
hacia el capitán y llamó su atención sobre
el pilluelo que a pocos pasos de allí, de pie,
con los brazos cruzados sobre el pecho y sin
pestañear, había presenciado la escena, y
preguntó qué se hacía con él.
El capitán titubeó. (Uno más!... ¿Por
qué no lo habían despachado junto con los
otros?. . . Y su mirada indecisa y triste iba
de los cadáveres que yacían al pie del muro
sobre un charco de sangre, a aquel adoles-
cente de aspecto travieso, ¡Todavía uno! , . .
¿Cuándo acabaría esta ingrata tarea?.,.
Por último llamó al muchacho y comenzó a
interrogarlo nerviosamente:
— ,iTu nombre?
- julio Ballard,
- ¿Qué edad tienes?
— - Catorce años y medio.
— ¿Tú estabas con esos hombres?
— Sí, señor,
— ¿Por qué?
Porque. . ,
¿Tienes padre?
— Los prusianos lo mataron en Cham-
pigny; yo soy el menor, , , a mi hermano
mayor también lo mataron los prusianos,
en Buzenval . , ,
— ¿Dónde has robado esa cadena?
— ¡Robado! — exclamó el pilluelo hacien-
do un gesto de indignación, — ¿por quién
me toma usted? La he comprado , , , es mía . . .
yo trabajo, . , o me-
jor, trabajaba con
un encuadernador,
ganaba dos francos
y medio por día y
sostengo, es decir,
sostenía a mi pobre
vieja, , . Yo no he
muerto a nadie. Oía
decir que ustedes
querían echar abajo
la República. , , Yo
no sé lo que es: pero,
¿por qué no dejan
tranquilo al pueblo?
¿Por qué me han
asesinado a mi pa-
dre y a mi herma-
no?. . .
El capitán se sen-
tía conmovido. El
muchacho continuó
con vehemencia:
— Usted me va a
hacer fusilar como a
los otros, ¿no es cier-
to? ¡Bien hecho! Yo
no debía haberme
metido en estas cosas
que no entiendo, , ,
Recogí ese fusil y esa
cartuchera vacía
ni sé en dónde, , ,
Este es el resultado de querer ser hombre
cuando todavía no se tiene un pelo en la
cara. En fin, ¡qué le hemos de hacer!,.,
Pero... usted, mi capitán, me parece que
es muy bueno y si yo me atreviera a pe-
dirle. . .
— ¿Qué? Habla,
— Pues bien: mi madre vive en la calle
Princesse, número 17. . . Aquí está mi reloj
y mi dinero... Mándele todo esto a mi
madre, capitán; mándeselo, ¡por favor! Es
pobre, no tiene a nadie más que yo en el
mundo. . , ¡Ah! Cómo hubiera deseado abra-
zarla antes de. . .
Esta vez el muchacho no pudo contener
un sollozo y una lágrima asomó a sus ojos.
— ¡Anda a abrazar a tu madre, tunante!
— exclamó el oficial, cediendo a un impulso
de su corazón.
En el primer momento el muchacho no
comprendió o creyó que se burlaban de él,
y continuó inmóvil, estrujando su gorra
entre los dedos y mirando con desconfianza
al capitán, Pero luego, empezó a darse cuen-
ta de que aquello era en serio y haciendo un
esfuerzo para hablar, preguntó:
— ¿De veras?. . , ¿No es una broma?, , ,
¿Usted me permite que vaya a abrazar a mi
vieja y que le lleve el reloj y el dinero?, , .
¡Ah! ¡Qué felicidad!. . . Bueno, voy y vuelvo.
Mi palabra de honor que estaré de vuelta
antes de media hora... Pero quiero saber
su nombre, capitán, para decírselo a mi
madre y para presentarme a usted cuando
vuelva para que me fusilen,,. Dígame su
nombre, capitán, se lo pido...
— El capitán Frémont, — contestó el ofi-
cial sonriendo.
El muchacho le tomó una mano, se la
besó y echó a correr.
El capitán Frémont debía esperar allí
órdenes de su jefe. Mientras tanto, hizo
acampar a sus hombres, les distribuyó aguar,
diente y les mandó descansar. Luego, fué a
sentarse en un banco allí cerca y encendió
un cigarrillo,
A la media hora precisa, Julio Ballard,
con los ojos enrojecidos, pero caminando
tranquilamente, con las manos en los bolsi.
líos, llegó por la calle Canettes y se presentó
al capitán.
¿Qué quieres tú aquí? — le preguntó
éste, entre admirado y enojado.
— ¡Cómo! ¿Qué es lo que quiero?. . . ¿Ya
no me recuerda usted?. . . Julio Ballard. . .
Le di mi palabra de honor de volver des-
pués de abrazar a mi madre, y aquí estoy
para. . .
Y con el dedo señalaba a la pared de pie.
dra a cuyo pie yacían los cadáveres de sus
dos compañeros.
— ¿Y qué dice tu madre? — le preguntó
el capitán lleno de admiración ante tanto
valor y buena fe.
— ¡No dice nada . . . llora! . . .
No pudiendo ya contenerse, el capitán se
levantó, lo tomó de un brazo y sacudiéndolo
con fingida cólera, exclamó:
— ¡Quieres mandarte mudar de aquí in-
mediatamente, grandísimo bribón!
Hace unos días, en el casamiento del ca-
pitán marqués de Frémont con lady Eleo-
nora Brompton, se notaba entre la distin-
guida concurrencia que llenaba las naves de
la iglesia de la Magdalena, un hombre joven,
vestido como un obrero endomingado. Cuan-
do terminó la ceremonia y todos se dirigie-
ron a la sacristía, él se mezcló al cortejo y
saludó a los recién casados:
— Mi coronel, hoy no me dirá usted que
me mande mudar. Permítame que le ofrezca
mi regalo de bodas. Su generosidad ha hecho
de mí un buen hombre; mi madre le está
muy agradecida.
El capitán trataba en vano de recordar
aquella fisonomía. La joven marquesa abrió
el estuche y encontró en él un precioso libro
de oraciones, manuscrito sobre pergamino,
admirablemente encuadernado en piel de
víbora y con esta inscripción, en letras de
oro, en la tapa:
s Julio Ballard a su salvador, iSji. »
OBNlONErf
:m£.mi,na^
Ofreoeroos a nuestras lectoras un articulo
de la prcBdenU del «Consejo Nacional de
Majará», de Francia. Esta importante fede-
ración atti formada por ricHTO dos socie-
dadei, que se ocupan de la suerte de las
mv\ent y lo* niltos, permitiéndoles conocerse
y aytidane mutiumente: que dirigidas por
d taknto y el prestigio de su presidenU, no
tuvieron otro afán, desde el principio de las
hoetilidades, que aliviar ¡as miserias inme-
<S«tM ranndaí por la lucha sangrienta sin
piíeedontea. No necesitaron un llamamiento
ccpedal, todas se agruparon espontáneamen-
te para ajnidar a los que tan heroicamente
deieodicroa d glorioao suelo franoéi.
NADA DE PAZ APRESURADA
Se dice que de varios puntos se inician
movimientos pacifistas y que las mujeres los
organizan y toman una parte ac'-- -- •'<•
Ecto es muy posible. Las muje-
qoe riesnpre han causado la ac
mondo por su amor a la patria y el cuito
sagrado dd deber, ¿qué quieren? Una paz
apresurada, de consiguiente una paz ale-
mana. Esto no es admisible.
En nombre de los que han caído, en nom-
bre de los que luchan, o permanecen testigos
mutilados del gigantesco esfuerzo por la li-
bertad futura de la humanidad, todas las
mujeres francesas, acallando sus angustias y
sus desgarramientos, deben repetir todos los
días: «Hasta el f'.nal>.
En 1864, Lincoln, en el momento más
sombrío, más doloroso de la guerra contra
la esclavitud, recibió una delegación fran-
cesa, que le ofreció su intervención para una
paz sin victoria. Sin vacilar, el presidente
respondió: • Nosotros hemos sufrido esta
guerra, la hemos aceptado, combatimos hacia
un fin y por una causa que es vital en el
mundo entere, y ante Dios esta guerra no
terminará hasta que este fin no haya sido
alcanzado. »
Francesas: Unidas a todos los franceses,
repitamos estas nobles palabras. Es la huma-
nidad que marcha la que parece hablar des-
pués de un medio siglo por boca del presi-
dente Lincoln, este grande y venerado pa-
triota.
Que la retaguardia sea digna del frente,
A nuestra manera, seamos como soldados
siempre en su puesto, Guardianas del hogar,
dedicadas a la vida sencilla, seamos por to-
das partes y siempre las sembradoras de
valor, a fin de que más tarde nuestros hijos
conserven de nosotras en estos días inolvi-
dables un recuerdo luminoso de fuerza y de
ternura.
• Cuando yo tengo un pensamiento de
represión, — decía una noble mujer, — me
parece que fusilo por la espalda a nuestros
soldados » — palabras fuertes para retener y
meditar. Avancemos así hacia la hora defi-
nitiva y sagrada de la victoria y de la paz,
la paz magnifica comprada al precio de tan-
tas vidas dignas del sacrificio sublime ofre-
cido conscientemente a la patria y a la huma-
nidad.
1 Yo quiero volver al frente, — me decía
un joven paisano, convaleciente de una re-
ciente herida; — lo quiero para que los ni-
ños no tengan que ir después de nosotros. »
Mujeres francesas: ¡Qué glorioso fin! ¡Ah!
ciertamente el camino es largo y duro, y
algunos peregrinos fatigados, vacilantes se
detienen aquí y allá y querrían hacer alto,
¡Ah! ¡Qué se guarden bien de ello! Que su
debilidad estimule nuestra fuerza y que
nuestra actitud inquebrantable en la justi-
cia de nuestra causa común nos haga cola-
boradoras de la mejor paz, !a que nos traerá,
no lo dudemos, la paz verdadera. ¡Ah, cómo
aspiramos a ella!
Hay un proverbio que dice: «Lo que la
mujer quiere, Dios lo quiere». Cuando nues-
tro deseo haya llegado a ser una esperanza
viviente, entonces se nos verá querrr.
En el silencio de su corazón oprimido por
la angustia, en el trabajo de la compasión,
en las rudas labores impuestas a su debili-
dad por la patria en peligro, la mujer ha
guardado silencio noblemente, pues era ne-
cesario que a su manera y al lado del hom-
bre ella trabajara para la victoria: pero
cuando el alba nueva se levante fuerte con la
experiencia y con las grandes lecciones del
dolor, madre y compañera del hombre a la
vez, las que han guardado silencio hablarán,
sus voces subirán entre todas !as naciones
para llamar a la humanidad a una paz uni-
versal. Su llamado será cído al fin, y la pa-
labra de un viejo profeta se realizará: « No
tendrás más hijos para verlos perecer por el
hacha y por la espada»,
Julia Sieofried,
Presidenta del «Consejo Nacional ds Mujeres»,
de Francia,
LOS DERECHOS
DE LA MUJER
Presidido por una distingi'ida intelectual,
un grupo de mujeres argentinas ha empren-
dido la campaña por los derechos de la mujer.
Deseamos que el mejor de los éxitos co-
rone este esfuerzo de buena voluntad, si-
guiendo el ejemplo de las mujeres europeas
y norteamericanas.
LO QUE QUEREMOS
Que el Poder Legislativo derogue toda ley
que no se ajuste a la equidad, y haga des-
aparecer de los Códigos todo articulo que
establezca una diferencia de lec^islación entre
ambos sexos y en contra de la mujer, para
que ésta deje de ser la incapaz que es hoy
ante la tey, y recobre todos los derechos que
corresponden a un ser humano consciente y
responsable;
Que se dé cabida a la mujer en los puestos
directivos de los Consejos Nacional y Sec-
cionales de Educación;
Que igualmente tenga un sitio en los Tri-
bunales, especialmente para causas de me-
nores abandonados y delincuentes, y para
mujeres;
Que se dicten leyes que protejan la ma-
ternidad y permitan la investigación de la
PATERNIDAD, de modo que todo hijo, legíti-
mo o no, viva una vida plena y goce de igual
protección de sus progenitores, e igual res-
peto social;
Que a igualdad de trabajo sea concedido
igual salario, sin distinción de sexos.
Queremos todos los derechos políti-
cos, debiendo ser tanto electoras como ele-
gidas.
Elvira Rawson de Dellepiane.
lE RR A5J>^TRIANA5
La ciudad de Pola que sirvió de base naval a Austria,
fué asediada durante siglos por los bárbaros, y sus
defensas se vieron teñidas de sangre. Al conquistarla,
recibió, en unión de las comarcas vecinas, diversos
nombres, cambiando los nuevos habitantes la denomi.
nación de las tierras y de los ríos. Únicamente sus
bellezas naturales no cambiaron jamás. Elevados mon-
tes la rodean, famosos ya en los anales romanos; aun
existe un punto denominado Sassn di Dante, donde
cierta vez el gran poeta italiano se detuvo, en un
convento de benedictinos; a la magnificencia del paisaje
úñense los recuerdos de las grandes glorias itálicas.
Ya los poetas griegos celebraron sus rios y sus ma-
jestuosas moles alpinas. Seiscientos años antes de Cristo
algunas tribus galo-célticas se establecieron en aquellas
tierras, hasta que Roma llevó allí su dominación.
En el Isonzo, Teodoríco venció a Odoacre. Larga lista
de nombres de reyes y guerreros figura en los anales de
la región que tantas veces cambió de dueño.
El tratado de Campoforte la puso bajo el poder de
Austria; luego vinieron los de Presburgo, Fontainebleu,
Schonbrum, París y Viena. Istria sufrió distintas do-
mínaciones y, por último, fué considerada austríaca
definitivamente. ¿Cuál será su suerte en el futuro?
Pola, en la punta extrema de la península istriana,
fué en una época la sucursal de Ravenna; desde la isla
de Cisso era conducida a ella la púrpura de la célebre
tintorería. De su puerto salían las más preciadas mer-
cancías. La naturaleza la prodigó toda suerte de dones;
los olivos la enriquecían; la vid producía el vino delicia
de los emperadores romanos.
El arte contribuyó a hermosearla. Entre sus monu-
mentos se destacan la Arena que tanto recuerda al
Coliseo y el templo de Augusto, joya arquitectónica de
inapreciable valor. El Arco de los Sergios es también
una reliquia artística salvada de la sistemática destruc-
ción de los bárbaros.
Pola dio más de un dux a Venecia; le prestó ayuda
con las armas, y resistió a la ínliltracíón extranjera.
Algunos de los que ambicionaban su conquista trope-
zaron con la muralla de hierro que formaban los nobles
istrianos, quienes herían a sus feroces enemigos con el
mismo cuchillo que les sirviera para sacrificar las
reses de sus festines.
Hace poco el nombre de Pola figuró en la crónica de
la guerra. Fresco está el recuerdo de lo ocurrido allí,
en la mente de todos. No necesitaba, por cierto, de esta
actualidad para que sus magníficos monumentos figu-
rasen en una publicación como Plvs Vi.tra, esencial-
mente artística. — Corresponsal.
— ir>I.JV<S "V'l_rT^K2>X—
— r^L;^^:^
~í:2.
— E>L>^-^ ^ ! Pí-^ \ —
FEMINISMO NORTEAMERICANO
""^^ En Cinco Minu-
"U^ tos se Puede
Desprender El Carbón del Motor
Asi evitará Ud. 80% de las molestias causadas por
el motor. El ruido, uso excesivo de combustible,
falta de fuerza; todo puede eliminarse con una
plicación del
Desprendedor De Carbom
Esta aplicación es muy sencilla. No hay necesidad
de pulir ni quemar. Simplemente hay que poner
una onza del Desprendedor en cada cilindro por la
abertura de la bujía de chispa, donde se dejará de
30 á 45 minutos. No importa la acumulación de
carbón que haya, el Desprendedor Johnson penetra
y reblandece el carbón— entonces el calor del motor
lo quema y pulveriza,
haciéndolo salir por el
tubo de escape cuando
el coche está en movi-
miento.
El Desprendedor de
Carbón Johnson Es
Absolutamente
Seguro
No importa cuánto se use o
de que manera se aplique, no
puede perjudicar ninguna
parte del motor. No dañará
la lubricación ni el aceite en
la caja de arranque. Dismi-
nuya Ud. la acumulación del
carbón agregando cuatro on-
zas del Desprendedor Johnson
a cada 10 galones de gasolina.
Se Karantiza que el Desprendedor
de Carbón Johnson no contiene
ácidos o substancias químicas per-
judiciales.
Pruebe Ud. este Desprendedor y
quedará convencido efe sus resul-
tados sorprendentes.
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Ahora es necesario dar de baja definitivamente a las teorías y
argumentaciones de los innumerables adversarios del feminismo.
Prácticamente, andando, como el filósofo griego demostraba el movi-
miento, es decir, andando, las mujeres supieron demostrar que todas
aquellas medidas craneanas y todos aquellos distingos fisiológicos
eran pura invención.
Brillante y deci.sivo resultó el triunfo e inútil sería insistir en
pregonarle; mas aun existen representantes del sexo feo empeñados
en discutirle. Así, cuanto se hable de la colaboración femenina durante
la guerra y de )a que la mujer prestará en lo futuro, es poco para
convencer a los recalcitrantes.
Las mujeres norteamericanas consiguieron fundar instituciones im-
provisadas, de urgencia, que a los hombres les habrían costado largos
años de tentativas y fracasos.
Una de las más admirables, es el Ejercito Nacional de Mujeres,
donde se enrolaron millares y millares de damas, señoritas y obreras.
Gracias a verdaderos prodigios de organización, hubo en seguida
dinero, material y todo lo que el ejército necesitaba. Nadie recuerda
una explosión parecida de entusiasmo público y de pericia.
Pronto el ejército inició sus servicios auxiliares que tanta impor-
tancia han tenido en la participación bélica de la gran república.
Además de eso, el entusiasmo feminista sirvió para formar una
atmósfera de energía que retemplaba el entusiasmo varonil. Fué un
ejemplo que se tradujo en el mayor incremento de la presentación
de voluntarios.
Las heroínas del Ejército Nacional de Mujeres son su presidenta
Mrs. Irving Pratt, y la vice Mrs. Pierson Hamilton, que trabajaron
sin descanso para conseguir tan hermoso resultado.
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TRO Y 280 DE ELEVACIÓN.
Sonrisas de satisfacción
de una dama que se precia de
bella y no anticipa su decadencia»
por Charlotte Rouvier
UNA CABELLERA NATURALMENTE
ONDULADA
T^L buen stallax no solamente produce el mejor shampoo
posible, sino que además tiene la propiedad peculiar de
formar una natural y pronunciada ondulación en el cabello,
efecto que seguramente desean casi todas las damas. Una
cucharadita de las de café llena de granulados stallax disuelto
en una taza de agua caliente, deja amplio margen para ha-
cer un magnífico lavado de cabeza y da al pelo una brillan-
tez y suavidad que ninguna otra cosa conocida puede pro-
porcionar. Es totalmente inofensivo y puede comprarse en
casi todas las droguerías. Como hasta ahora ha sido poco
usado para este propósito, el stallax sólo se vende en paque-
tes con sello original, conteniendo cada paquete cantidad
suficiente para veinticinco o treinta shampoo.
NO TENGA BARRILLOS
P'- nuevo tratamiento para hacer desaparecer instantá-
neamente del rostro los molestos barrillos, puntos ne-
gros, grasitud y dilatación de los poros, es tan sencillo y
agradable que me ha sorprendido ver todavía algunas da-
mas ostentando tales fealdades en la cara, en las cuales es
visible la depresión moral que tales contrariedades causan.
El procedimiento a seguir es muy sencillo. Obtenga algunas
tabletas de stymol, cuidando estén siempre bien tapadas y
en lugar seco. Eche una en un vaso con agua caliente y
bañe su rostro con ese líquido en seguida de cesar la efer-
vescencia que el stymol produce, secándose luego con una
toalla limpia y blanda. Observará inmediatamente una
mejoría notable más asombrosa cuando usted vea que los
barrillos han quedado en la toalla, !a grasttud eliminada
y los poros contraídos hasta su estado normal. Sentirá en-
tonces la sensación de un cutis fresco, aterciopelado y blan-
do, que la hará francamente feliz. Para asegurar la perma-
nencia de tan lisonjero resultado, es preciso repetir el pro-
cedimiento algunos días después.
SUPRESIÓN DEL BOZO EN LA MUJER
P^RA las damas que ven su belleza desfigurada por este
molesto crecimiento de vello, constituirá una gran no-
ticia saber cómo se extirpa de un modo permanente ese
vello. Para este propósito debe usarse el porlac puro pul-
verizado, de cuya substancia casi todos los boticarios pue-
den venderle a usted una onza. El tratamiento se recomien-
da no sólo para la desaparición instantánea del vello que
os desfigure, sino para matar por completo las raíces, sin
que por esto sufra la belleza de vuestra piel.
EL BUEN SENTIDO Y EL CUTIS
T Tasta en las investigaciones de la ciencia, en lo que a la
^ ^ belleza del cutís se refiere, va imponiéndose la doctrina
del buen sentido. En lugar de obstruir el natural funciona-
miento de los poros con el uso de cosméticos, la mujer de
talento adopta en la actualidad el <'método de absorción»,
que consiste sencillamente en eliminar por medio de ab-
sorción el cutis exterior marchito y gastado, que por cual-
quier razón la naturaleza no ha desprendido en la forma
usual, en una piel sana y joven. Bajo el cutis exterior, ru-
goso y manchado, toda mujer tiene una piel hermosísima.
Para extirpar este velo de aspecto desagradable, las mu-
jeres inteligentes usan simplemente un poco de buena cera
mercolizada, extendiéndola sobre la piel como si se tratara
de cold cream. El resultado es inmediato, pues, en poco
tiempo, la cera absorbe la epidermis externa de poca vida,
cayendo aquélla en forma de copos microscópicos y des-
cubriendo el cutis bellísimo y joven que se encuentra de-
bajo.
Si desean hacer la prueba, adquieran en la farmacia un
poco de buena cera mercolizada. aplicándola por las noches
a manera de cold cream sobre el cutis. Nada tiene de des-
agradable y el resultado que con tal procedimiento se obtie-
ne es maravilloso, pues devuelve la felicidad a cualquier
mujer, que puede sentir entonces las delicias de un cutis
lozano y fresco.
Tengo entendido que el producto genuino se expende
al público en un envoltorio de cartón blanco, cuya cu-
bierta exterior tiene tiene la inscripción en inglés «puré
mercolized wax» impresa en azul.
CANAS A UN LADO
T A.s canas son a menudo una seria contrariedad que se
presenta tanto a hombres como a mujeres cuando aun
se encuentran en la plenitud de su vida. Las tinturas para
el cabello no deben usarse siempre porque sus inconve-
nientes son obvios y además causan perjuicio al pelo en
muchos casos. Pocas personas saben que una fórmula muy
sencilla, fácilmente hecha en casa, devuelve a las canas
el color primitivo del cabello, de la manera más inofensiva.
Basta con que compre usted dos onzas de tammalite con-
centrada en casa de un boticario, y las mezcle con tres onzas
de <'bay rhum» o espíritu de laurel. Aplique usted esta sen-
cilla e inofensiva loción a su cabello durante unas cuantas
noches, por medio de una esponjita, y las canas desapare-
cerán paulatinamente. La loción no es grasienta ni pegajosa,
y ha sido probada con éxito una y otra vez durante varias
generaciones por las personas que han tenido la dicha de
poseer la fórmula. Mezcle usted mismo la loción en su casa,
consiguiendo un frasco completo de tamma'ite concentrada,
con el sello intacto, lo cual será suficiente para asegurar
éxito.
— p?l^:v^^ x-'L-Tl^yx —
¿Elstán Los
Muebles
DeUd.
opacos, con man-
chas de los dedos y
recogen todo el polvo?
¿Tiene su fonógrafo,
piano u otro mueble de
caoba, un color azuloso? Puede Ud. sin dificultad
devolver su belleza primitiva usando la
Hüilil
Limpia y pule en una operación — protege y conserva
el barniz— cubre manchas y rayas superficiales —
evita que el barniz se parta.
La Cera Preparada de Johnson es un PULIMENTO A
PRUEBA DE POLVO. No contiene aceite y produce una
superficie como cristal, que no recoge ni retiene el polvo.
Jamás se pondrá suave o pegajosa en tiempo caluroso. Ade-
más de pulir muebles, también sirve para la conservación de
Pisos Automóviles
Pianos Obra de madera
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Si tu vendedor no tiene lo* producto» Johnton,
él puede obtenerlo» de lo» dittribuidoret:
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S. C. JOHNSON & SON, Fabricante, Raclne, Wisconsín, E. U. A.
JOSÉ BOUCHET
Son pocos; vienen entre los hombres que buscan el bienestar o
la fortuna por medios industriales y agrícolas. Mientras sus com-
pañeros de inmigración calculan, ellos sueñan con ideales de arte.
Una voluntad enérgica les dice que en cualquier sitio halla el hombre
el modo de satisfacer su vocación.
Son pocos, pero necesarios. Una inmigración en la que sólo figuren
hombres prácticos y negociantes, es una inmigración incompleta.
La riqueza de un país debe ser embellecida por el arte, porque el
arte es un lujo de lujos. Este el papel que juegan esos inmigrantes
que entre los ansiosos de fortuna sueñan con el ideal. Son pocos,
pero firmes y entusiastas. Trabajarán en el menester que la suerte
les ofrezca, dedicando siempre sus ocios al aprendizaje o al refina-
miento del arte elegido.
El día 7 de marzo falleció uno de esos campeones idealistas, el
pintor José Bouchet. Vino muy joven a nuestra ciudad, desde España,
su país natal, para llegar a ser uno de los más beneméritos artistas
argentinos.
Incansablemente, Bouchet realizó sus primeros ensayos en el arte
pictórico con gran aprovechamiento. Este tesón obtuvo su recompen-
sa, pues el artista halló personas que le ayudaron. Era lo único que el
joven pintor necesitaba para dar obras de mérito.
Al poco tiempo sus patrocinadores le consiguieron una beca para
proseguir sus estudios en Europa. Trasladóse a Florencia, donde
estuvo varios años practicando con notable resultado. Terminado el
período de práctica, Bouchet volvió a la metrópoli, ocupando la
cátedra de dibujo del Colegio Nacional de Buenos Aires, puesto que
ha desempeñado hasta su muerte.
La obra de Bouchet tiene enorme importancia en la escuela pic-
tórica argentina. Dedicado a la pintura de historia, rama a la cual
consagró lo mejor de sus actividades, produjo cuadros notables por
la fidelidad con que interpretó los episodios elegidos y la brillante
técnica de que dio pruebas. El «San Martín en Plumerillos», lienzo
que se conserva en el Museo Nacional, «El fusilamiento de Liniers»,
y «La fundación de Buenos Aires», son sus mejores producciones.
Además de esas labores, hizo numerosos retratos, entre los que
se distinguen los de Juan María Gutiérrez y Carlos Berg.
Desde hace tiempo, Bouchet había abandonado los pinceles para
dedicarse por entero a la enseñanza, en cuyas tareas propagó el ins-
tinto de arte y el buen gusto en dos generaciones de jóvenes argentinos.
* En la vida era José Bouchet tan excelente hombre como artista.
Por eso, fué amigo querido y respetado de todos.
Con él desaparece una de las más relevantes figuras de la pintura
nacional, dejando un hueco difícil de llenar.
AMO !V.
MAÍ\70 1919
flIVEKS/Wo
[1\^\ N/LTKA t; EhviA- vn- mvevo • jalvdo, gxpKtjioN
[lEMPf^E DECAMTToAGKAPíCIDoY- No.\/\MA- FÓKMVLA- DE-
. "Vi^^BAniPAP • PEMoDÍjTICA. ♦ . • NvMCA PoDKAH- ComPA-
KAk^E A LOj- DE WEi^^eVlEJ- ÍO¡- DOCE- TKABAJOj. QVE ■ TV
KEVI^TA- KEALI7.o.£ri- ¡V-TEKCEf\A CAMPANA; PEÍkP- EMTP^E
AsMDAJ- DoCEflAj- DE- LAPOP-^E^- W/^V-^Nv^M/^- foMBI^A DE
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EL-JAMIN-DE'LAJ Me^PeKiDE^. ♦ ♦ ♦ MtíkCED-A- EJA- LVCWAiCoN-
^E^^/AJ- FACpVllLEj- DEPELLOj-cx^DKoJ- nACloHALEi-Y- EXTKAN"
JE^Pl , PENETf\A(TE-Eh- MAn(|ONEj- ^EhoKi ALEj, ADMlf\AHDo- coiECClo-
MEJ-/\Wr'ÍTlCANJ-Y-oTKA[-CofAJ' DiqriAJ- DE-^DMIP^/^CIOM.
PoKa^^E ()lV( Vl"K/^ EÍ-Vn"M Aj-AUÁ'- de- la información
UTEKAM A- Y qfk AFIC/S| ALqo • aVE -TN^ LECTOR ^ MECEf irABA(.
• ♦•El IVAHo•QVE■AHOpv,A•CoMlEM7:A•HA■DE•ff^•vn•MAYO|^• g|-
FVEKZo•P^EMlADo, CoMo-Lo( - AflTE fMO^EÍ, PoR TV- qPAOA' AYVDA.
VLTFxA
•J=>LS^''i~' \ L^ I"f:3.-X-
JKJlhO ' JATU
eXTtIUOIt DEL EDIFICIO.
La obra de cuidad ejercida con amplitud de mi-
rai. qoe i6k> tiene en cuenta nobles propósitos
pafa denrrollar su acción, es uno de los rasgos
canetarteioos de la Sociedad de Beneficencia.
que no ocatima esfuerzo para dar relieve, cada
«es mayor, a las obras que sufraga.
Mudias «eoes se ha hablado de la educación que
ae proporciona en los establecimientos de caridad;
paro de muy pocos se podrá decir tanto, como de la
«Bnoradhima instrucción que se da
a tas wiladOT del establecimiento
que en Mar del Plata sostiene la
asociación dtada y que se denomi-
na Asilo Saiomino £. Unzué.
Esta edifícadón fui hecha por
los hijos del ilustre filántropo cuyo
nombro hemos enunciado y que al
morir encargó a sus descendientes
levantaran un asilo.
Las sefioras María Unzuó de Al-
Tcar. Concepción Unzué de Casa-
res. Anfeta Unzuó de Alzaga y el
se&or Satvmino Unzuó, cumplien-
do con los deseos de su seflor pa-
dre, hicieron construir este modelo
deaailo.enei cual se hallan actual-
mente internadas más de trescien-
tas niSas. a las que no sólo se les
proporciona una educación esmera-
da, sino también se les instruye
acabadamente en ciertos ramos de
la industria, para que en el día de
mafiana puedan ganarse la vida y
EL SOLARIUM.
ser elementos útiles de su hogar. El estableci-
miento fué entregado a la Sociedad de Benefi-
cencia de la Capital, y desde su fundación lo ha
regenteado con gran acierto, obteniendo los re-
sultados halagüeños que son conocidos.
La inteligencia de las señoras presidentas que
han regido los destinos de esta sociedad desde que
se fundó el asilo, secundada por la acción de las
señoras que lo visitan periódicamente, lo han
colocado en un pie de orden y
dulce disciplina digno de los ma-
yores encomios.
Las religiosas misioneras Fran-
ciscanas de María, administran
el asilo y ellas mismas tienen a su
cargo la educación e instrucción de
las asiladas.
Allí se cursa hasta el sexto
grado y en este año fueron nume-
rosas las niñas que pasaron a la
Escuela Normal.
Las clases de labor, de encajes,
corte y confección, bordados y
vainillados, son practicadas por
la mayoría de las niñas, existien-
do también clases de repujados
en plata, cobre, estaño, etc.
Digna de llamar la atención es
la clase o sección de tapicería en
donde un grupo de asiladas con-
fecciona alfombras de Esmirna o
de Persia, en forma primorosa.
Coleccionados los trabajos al
REPUJADO.
CLASE DE ENCAJES.
fin de cada curso, se hace con ellos una exposi-
ción sumamente interesante por lo completa. Ca-
da labor tiene su precio y la alumna autora de los
trabados que se venden, percibe un tanto por
ciento de su valor, el cual se le deposita en la ■
Caja Dotal de Obreras, a fin de que, al salir del
asilo, se encuentren con un pequeño fondo formado
con el producto de su obra.,
En la exposición de este año se han visto traba-
jos primorosos que han causado muy grata impre-
sión. Los grabados representan las clases de labor
donde practican las niñas, y una parte de la
exposición de broderie y encajes. Otros reproducen
uno de los telares y una alumna trabajando en
repujado
£1 edificio en que está instalada esta nunca bien
ponderada obra de caridad, es de hermosa cons-
trucción y ocupa un enorme terreno. La severidad
de sus líneas impone. La distribución interna está
hei^ha de acuerdo con las exigencias modernas, y
todo en ella revela la acertada dirección y lo que
es más aún, el lujo de detalles, demostrándose
así que para poner en práctica el bien en favor del
prójimo, las damas y el caballero que encargaron
la obra no han tenido en cuenta otra cosa que dar
al necesitado la comodidad a que tiene derecho
.^ •' -iimw^f^^W
i.
CASILLA DE BAÑO EN LA PLAYA.
SSi
-T=^i_;v^-S X J- ; ;-
todas las exigencias de la higiene moderna.
Las salas de los enfermos son muy amplias
y ventiladas, y los pabellones se componen
de dos salas cada uno y un pequeño cuarto
para casos de gravedad.
Están completamente separados los niños de
las niñas, y bajo la maternal dirección de las
religiosas del Huerto.
Este establecimiento es una dependencia
del Hospital de Niños de esta capital, y la
Sociedad de Beneficencia al tener en cuenta
los resultados que en Norte América y en
Europa estaba dando la cura por los rayos del
sol, no vaciló en poner en práctica este trata-
miento, con el que se ha conseguido tan ex-
celentes resultados.
En Sud América es el primer establecimien-
to de esta índole. Fué inaugurado el año pasa-
do cuando aun era presidenta de la Sociedad
de Beneficencia la señora María Unzué de Al-
vear, una de las prestigiosas damas que ha regi-
do con acierto singular los destinos de la
Sociedad que fundara Rivadavia. Su sucesora,
la actual presidenta señora Inés Dorrego de
Unzué. continuará la obra con inteligencia
y cariño nunca desmentidos, para bien de
todos.
El beneficio que reporta a todos los centros
sociales la educación de los niños y asilados
en estos establecimientos es incalculable, má-
xime si se tiene presente que no sólo abarca
la educación en sí, sino la preservación de los
estragos que puede dar la contaminación de las
enfermedades a los pequeños asilados.
La Sociedad de Beneficencia tiene ideales
bien conocidos, y no hay más que recurrir a
la obra que sostiene para darse cuenta de la
magnitud de su acción y del resultado tan
eficiente.
Ese modo de ejercer la caridad conserva el
prestigio de esa asociación, la primera por su
magnitud.
Las simpatías que siempre ha despertado la
acción de las damas que la componen, se tra-
duce de continuo por las donaciones que se
hacen en favor de las obras.
Últimamente se han hecho importantes do-
nativos y entre ellos figura uno de la señora
María Unzué de Alvear, en memoria de su
extinto esposo señor Ángel de Alvear. Así con-
tribuirá a extender la obra, con los pro-
yectos que en breve habrán de convertirse en
realidades.
La instalación de los hospitales es digna
del mayor encom.io y al dedicar estas páginas
a la obra filantrópica que en Mar del Plata se
sostiene, nos complacemos en hacer destacar
una vez más las excelencias de su organiza-
ción, cuyos prest'gios se han afirmado tan
sólidamente.
Figuran como socías las damas más encum-
bradas del Buenos Aires distinguido; otro
título que debemos añadir para que resalte
que esta obra es dirigida por señoras cuyo
abolengo es la mejor garantía de la finali-
dad altruista que persiguen.
L. M. DE E. Z.
EL PREBISTERIO Y EL PULPITO.
como todo ser humano. Las aulas, los comedores, el salón
<te »cto«, k» dormitorios, los baños, en fin, las dependen-
cútt todas están distribuidas en forma amplia, causando al
visitants grata impresión de confort aquel ambiente de
npoto y bienestar.
En el centro del edificio se halla un gran patio y una
huerta para recreo de las niftas al mismo tiempo que pro-
porciona aire y luz a las dependencias internas de la casa.
La construccidn está hecha, calle por medio con el mar.
de manera que las asiladas toman diariamente su baño allí,
aun cuando la insulación de baños del asilo está igualmente
hecha para afua de mar. Otro de los grabados reproduce
a las niftas en la playa momentos antes del baño.
La Capilla del establecimiento es una verdadera obra de
arte. Responde al más puro estilo Bizantino y es una mara-
villa la reproducción de todas sus partes, para no apartarse
de la Hnea purísima de aquel estilo.
Díei grandes columnas de mármol violáceo sostienen la
ctipula centra!, cuya decoración es notable. Lámparas de
bronce penden de la cúpula, y alrededor de ella, con gran-
de* letras esmaltadas, se leen parábolas de las sagradas
eacrittns.
Los piso* y los zócalos son de mármol de colores. Las pi-
las de agua bendita son de mármol y esmalte, primorosas
muestras de arte exquisito. El pulpito, que afecta una forma
rectangular, es de mármol tallado, y los altes relieves que
ostenta son hermosísimos.
El altar mayor es también de mármol y en el centro se
destaca a maravilla una imagen de la Virgen trabajada en
purísimo Carrara. Debajo de la mesa del altar un bronce
reproduce la Cena y las figuras han sido cinceladas artís-
ticamente.
Los bancos son de roble tallado y
responden al mismo estilo Bizantino.
A estos detalles, aparentemente
sencillos, que por si solos exigirían un
estudio más completo, se debe agregar
ahora lo que en sí significa la obra.
Las religiosas que regentean este lujo-
so establecimiento, cumplen su huma-
nitaria misión prodigando a las asila-
das todas las atenciones que requie-
ren y muchas encuentran en e
desvelos maternales.
Otra de las obras que sostiene la
Sociedad de Beneficencia en Mar del
Plata es el Solarium, construido
poca distancia del Asilo Unzué y que
es también una maravilla de edificación
y confort.
El objeto del Solarium es hacer la
cura de la tuberculosis por medio de
los rayos solares y con aire de mar.
La galería en donde se coloca a los
enfermos está orientada enferma tal,
que durante todo el día penetra el
sol en ella. Las ventanas tienen un si.stema de
visagras que permiten ser abiertas de modo
que en ningún momento los enfermos tengan
corrientes de aire que puedan perjudicar su salud.
Los consultorios están instalados en forma pri-
morosa, y para ello se han tenido en cuenta
— T=>IJ>v^.S
.y!V
Más fuerte que aquella muerte partida-
ria de Rozas, era el romanticismo porte-
ño, el romanticismo de Amalia, de Mármol
y demás compañeros de amores e infor-
tunios. La prosa de la vida era pesada en
los años tranquilos de don Juan Manuel;
aliviar el terror o poetizar la valentía,
resultaba una empresa difícil. Nunca en
el mundo romántico hubo tiempos más
heroicos. La juventud porteña que aun
esté en disposición de cultivar el género,
puede pedir para los unitarios románticos y los rozistas werthe-
rianos, el sitio de honor en los dominios de Jorge Sand.
Hay un tema literario que, con leves variantes, inspiró ya mu-
chísimas narraciones primorosas y mil cuentos mediocres: el tema
«bajo el Terror». Bajo el Terror o durante el Terror sucedieron y
sucederán aún muchos casos y cosas de notable contraste. Las
marquesas, los abates, las favoritas y los sabios continuaban en
las mazmorras de la Revolución y bajo la amenaza de la guillotina
su acostumbrada, discreta y galante vida. Así, bajo la falsa alar-
ma de una apariencia de Terror Argentino, los porteños román-
ticos endulzaron su existencia imitando a los héroes de novelas.
Ese triunfo literario-mundano habla en favor de aquellas gene-
raciones valientes.
Los que nunca hicieron versos a unos lindos ojos o no doblaron
K,anANTicD>\o
PORTEÑO'^
EDUARDO-DEL JAZ-.
la rodilla romántica ante una muchacha
bonita, no comprenden la importancia
oue tiene esta reivindicación de gloria.
^ Para ellos, el romanticismo es cosa ridicu-
la que murió hace años, sobre todo en
nuestra ciudad «oosmopolitalizada».
Pero hay muchos y excelentes señores
que opinan lo contrario; hay innumerables
porteños portadores de perillas espronce-
dianas y zorrillescas que recitan versos de
los dos grandes Josés. Hasta en la insti-
tución que conocemos por el nombre de patota, existe un fondo
de bohemia bárbara y encantadora, algo así como aquella reunión
de artistas que perseguía a los esposos y porteros Pipelet.
Buenos Aires posee, además, un comercio y una industria bas-
tante románticos y una política interesante como un folletín.
¿Y las porteñas? Aquí sí que se puede divagar sin temor alguno.
La mujer porteña es romántica, hermosamente romántica. No se
contenta con la mezquina prosa del vivir cotidiano. Desde la modes-
ta obrerita a la más rica dama, hay en todos los corazones feme-
niles un fondo de romanticismo que endulza los amores.
Gracias a eso, hay todavía amor en Buenos Aires, junto a los
cariños de conveniencia. Gracias a ellas, la próxima resurrección
del romanticismo, que está por verificarse, no nos agarrará des-
prevenidos leyendo libros realistas y modernistas.
— t-'L-\ ^^ \ L_ Ik-^.-X —
-^-Ué^/l/^iT/^ ^/7^/h^/f^.
I
La
j^jf!^^ E" Palermo. allí donde el tráfa-
^^•Sy^W ?° ^^ '3 ciudad se apaga com-
N, .IL^ pletamente, se vive a cubierto
de indiscreciones, y puede uno
entregarse al trabajo por en-
tero, el artista Zonza Briano
ha ido a establecer su solita-
rio refugio, su torre de mar-
fil. su atelier, lejos del
mundanal ruido para evi-
tarse visitas inoportunas.
Pero aún así. no falta
quien se atreva a turbar
la paz del recinto don-
de labora el asceta
escultor,
curíosidad no repara en sa-
crificios... y nosotros, curiosos en
grado superlativo como buenos re-
pórteres, decidimos interrumpir
aquel reposo.
La leyenda nos ha forjado un
Zonza Briano silencioso, hosco,
torturado por el deseo de ser
original . . . Pero la leyenda la
han modelado sus amigos, y por
lo tanto teníamos la certeza de
que distaría mucho de la verdad.
Algo recelosos tocamos el tim-
bre de su casa. ¿Qué sorpresa
nos esperaba?. . . ¿Mandaría el
escultor que nos volviéramos
con las baterías de Daguerre sin
entrar en funciones?... El ladrido
bronco de un can empezó a in-
quietarnos un tanto.
Pasados unos segundos de re-
celosa espera, se nos presentó, cu-
«RBALIZACIÓNI, TETRALOGÍA DE LAS MADRES.
bierto por una túnica lleaa de bordados, una
especie de ermitaño, cuya fisonomía y porte
semejaba bastante al dulce poeta Musset.
Era Zonza Briano. Se acercó cariñosa-
mente. E! can dejó de ladrar... la tran-
quilidad renació en nosotros.
— ¿Qué les trae por mi casa? Pasen, pasen.
Ante tanta amabilidad, la leyenda em-
pezó a desvanecerse.
— Venimos a reportearlo. . . y si lo
permite, a imprimir unas placas de
sus obras.
— El caso es que voy a hacer una
exposición pronto, y si publican
fotografías de mis esculturas, aque-
lla va a carecer de novedad.
— ¡Bah! Una exposición de usted,
siempre es novedosa para Bue-
nos Aires. . .
— Sí, siempre doy que hablar
respecto a mi arte; pero ]qué
hablen!... ¡Mientras ellos ha-
blan, yo trabajo!. . .
— ¿Mucho?
— Cerca de ochenta obras. ¡Pa-
sen, pasen, y se convencerán!...
En el vestíbulo destacaba un
inmenso bloque blanco... Es
«El Despertar de la Cariátide»,
obra magna donde el maestro
ha revelado toda la pujanza
de su arte.
— ¡Bien, Zonza, esto es bueno!
lí / I — Es una obra sincera... ¡Ya
^-i^ verá, ya verá lo que sé hacer!
\t\a\ — Le advierto que nosotros no
hemos dudado nunca de su ta-
lento de escultor.
— t3L;>>^^ ^>^i_m:2>x-
pass
I
— ¡Escultor!... ¡Phs! ¡Bajo ese disfraz se ocultan tantos yeseros!... A
mi no me basta ya la forma. Eso lo han realizado los griegos como
nadie... Yo quiero algo más. Deseo interpretar la vida interior de mis
modelos. . . Mi supremo ideal en arte es ser el escultor de las pasiones. Eso
sí que es hacer algo... Para lograrlo hay que estar dotado de sensibi-
lidad y tener un alto conocimiento de anatomía artística!... Pase,
por aquí y podrá apreciar si en mi obra hay más que líneas.
Penetramos en su estudio. El violento blanco de las esculturas no mo-
lesta la vista, porque la luz se deslíe en el salón atenuada por unas corti-
nas. De un pebetero escapaban volutas de aromático incienso que sugerían
ideas místicas. A esta sugestión contribuía las esculturas que más destaca-
ban en aquel estudio; un San Francisco de Asís, cuyo rostro era la cris-
talización de la bondad; una Santa Teresa de Jesús, la encarnación del
misticismo más puro (obra que pertenece actualmente a doña Julia Elena
Acevedo de Martínez de Hoz), y una estatua que representa la Maternidad.
El artista ha dejado en esta escultura huella perdurable. Aquel rostro de
la madre adolorida por la pérdida del hijo, que extiende sus manos como
dos lirios, convence; su dolor llega a conmovernos. Zonza en esta obra
es, con justicia, el escultor de las pasiones. Allí hay más que líneas, hay
la tragedia del amor maternal.
Ante aquellas estatuas cuyas expresiones son de bondad y amor, creí-
mos hallarnos en un templo, y más nos aferramos en esta creencia al
escuchar las voces graves y melodiosas de un órgano aue llegaban hasta
nosotros de una habitación lindera.
— ¡Zonza! Debemos serle sinceros. Será por este
olor a incienso que sirve de sedante, por la luz
maestramente repartida, por esas armonías
de órgano que ss oyen, impregnándonos
de misticismo, que sus esculturas pa-
recen dotadas de vida. No hay en
ellas esa rigidez hosca con que
suelen modelar sus obras los
escultores que desean sorpren-
der más que convencer; ve-
mos en ellas serenidad, cal-
ma; no cansan, no fatigan
al que las ve. tienen el
sublime reposo de las
obras sentidas.
— Veo que me ha
comprendido; sí, eso
ha sido mi propósi-
to al modelarlas. ..
darles vida. . . ar-
tística, que deja-
sen de ser mate-
ria para transfor-
marse en obra
— Efectivamente, esa
cara de santo es tan
pura, que parece
musitar alguna de sus
místicas oraciones...
¡Hermano sol! ¡Herma-
na agua!'. . .
— ¡Yhermano lobo!...
sobretodo cuando trato
con mis colegas.
Nuestra vista vaga-
ba por el estudio dete-
niéndose en aquellas
blancas esculturas a las
que se diría no habían
tocado manos. Una nos
interesó poderosamen-
te; representaba «El
Pudor».
En esa obra el artista
ha traducido todo lo
casto y puro de ese sen-
timiento.
•contempla-
ción», de i a
tetralogía
DE LAS
MADRES.
irreal. Para mí la dificultad de
la forma dejó de ser. Eso está
al alcance de cualquier volun-
tad. Lo que me inquieta, lo
que deseo lograr, en ese mo-
mento que artísticamente lla-
mamos inspiración, es la vida
interior; el gesto que refleja una
pasión, un sentimiento... Mire esta
figura de la Tetralogía de la Mater-
nidad, ¿no ve en ella dolor?. . .
Y Zonza, con la unción de un
creyente, iba buscando la luz para
hacer que aquella figura se animase.
Las palabras fluían de sus labios
con un sello de sinceridad.
Después se dirigió a su San Fran-
cisco, y con aire de triunfo exclamó:
¿Qué le parece? ¿He interpretado o
no la figura del Gran Místico?
— Indudablemente. Manos san-
tas se diría que le han modelado.
— He querido representarle con
esta figura larga y magra, como si
Quisiera desprenderse de la tierra y
llegar al cielo.
Aquella figurita de
mujer que parece sur-
gir del blanco már-
mol y que se reco-
ge toda temblorosa
de pudor, encanta
por la pureza de sus
líneas; pero más aún,
por la noble inter-
pretación de la idea
— Esto es bueno,
dijimos a Zonza.
— Es un trabajo que
hice con gusto.
Por todos lados, ha-
bía bustos cubiertos,
sobre caballetes;
Zonza, iba descu-
briéndolos a nuestra
vista.
A cada uno le hacía un
historial. — Vea esta ca-
beza. Y encendiendo un
fósforo y haciendo que su
luz se reflejase en ella, con-
tinuaba: — La luz en todo es
escultura. Ella nos da el relieve
de los objetos. . .
— ¡Pero, cuánto ha trabajado!...
— ¡Y lo que tengo que trabajar aúnl
En arte nunca se acaba de aprender. . .
Un llanto de niño que se escuchó, bastó
para que Zonza nos abandonara.
A poco volvió sonriente con un nenito en los bra-
zos: era su hijo. Bastaba ver la ternura con que
acariciaban sus manos aquella cabecita. para comprender
todo su amor de padre.
Enjugadas las lágrimas y calmado el pequeño, continuó: — Ahora
tengo que trabajar más, por mí y por éste.
— Quiero — y me sobra voluntad para ello — tener personalidad propia
en escultura, y como Sarmiento creo que las cosas hay que hacerlas, aunque
S3 hagan mal. El tiempo dirá, cuando nuestros intereses no choquen con
'os de los demás, si en arte he realizado algo perdurable. ¡Yo me tengo fe!
— Dicen que la fe transporta las montañas. . .
— ¡Las montañas no sé; pero que yo he de ser algo en mi arte, no me cabe
la menor duda!
Disculpe que diga en voz alta lo que otros callan por cobardía, ¡pero lo
piensan! . . .
El fotógrafo nos hizo señas de que había terminado, y en vista de ello,
nos despedimos de Zonza.
— No se marchen; vamos a tomar té. . .
— Otra vez será, cuando tengamos tiempo para charlar largo y tendido.
— ¡Cómo yo le tome por mí cuenta no le suelto! Quiero que sea usted un
convencido de que el arte escultórico debe renovarse, que los griegos son de
ayer y nosotros somos de hoy.
— ¡Exactísimo! Y estrechándole la diestra, salimos de su casa seguros de
que la leyenda del ogro de Zonza, era. . . leyenda.
Sus obras, su gentileza para tratarnos, su erudición en materias de arte y,
sobre todo, su bondad, dan derecho a este artista, a que le estimemos en todo
"o que vale.
Julio Castellanos.
PROPIEDAD DEL SEÑOR JOSÉ BLANCO CASARIEGO.
ALDEANITAS EXTREMEÑAS
ÓLEO DE EUGENIO HERMOSO.
E L D I N OVA URO
Después de traspasar el Guayra, y en un trecho
de diez leguas, el río Paraná es inaccesible a la
navegaoió.i. Constituye allí, entre altísimas ba-
rrancas negras, una canal de 200 metros de an-
cho y profundidad insondable. El agua corre a
tal velocidad que los vapores, a toda máquina,
marcan el paso horas y horas en el mismo sitio.
El plaio del agua está constantemente desnive-
lado por el borbollón de los remolinos, que en su
choque forman conos de absorción tan hondos a
veces que pueden aspirar de punta a una lancha
a vapor. La región, aunque lúgubre por el dominio
absoluto del negro del bosque y del basalto, puede
hacer las delicias de un botánico, en razón de la
humedad ambiente reforzada por lluvias copio-
sísimas, que excitan en la flora guayreña una
lujuria fantástica.
En esa región fui huésped una tarde y una
noche de un hombre extraordinario que había ido
a vivir al Guayra, solo como un hongo, porque
estaba cansado del comercio de los hombres y
de la civilización, que todo se lo daba hecho, por
lo que se aburría. Pero como quería ser litil a
los que vivían sentados allá abajo, aprendiendo
en los libros, instaló una pequeña estación me-
teorológica, que el gobierno argentino tomó bajo
su protección.
Nada hubo que observar durante un tiem.po a
los registros que se recibían de vez en cuando;
hasta que un día comenzaron a llegar observa-
ciones de tal magnitud, con tales decímetros de
lluvia y tales índices de humedad, que nuestra
Central creyó necesario controlar aquellas enor-
midades. Yo partía entonces para una inspección
en el Brasil, arriba del Iguazú; y extendiendo un
poco la mano, podía alcanzar hasta allá.
Fué lo que hi.:;e. Pero el hombre no tenía nada
de divertido. Era un individuo alto, de pelo y bar-
ba muy negros, muy pálido a pesar del so!, y con
grandes ojos que se clavaban inmóviles en los de
uno, sin desviarse un milímetro. Con las manos
metidas en los bolsillos, me veía llegar sin dar un
paso hacia mí. Por fin me tendió la mano,
pero cuando yo lo había ya hecho con una soste-
nida sonrisa.
En el resto de la tarde, que pasamos sentados
bajo el alero de su rancho-chalet, hablamos de
generalidades, O mejor dicho hablé yo, porque
el hombre se mostraba muy parco de palabras.
Y aunque yo ponía particular empeño en sostener
la charla, algo había en la reserva de mi hombre,
que los hábitos civilizados de cambiar ideas se
me escapaban por inútiles.
Cayó la noche, sumamente pesada. Al concluir
de cenar volvimos de nuevo al corredor, pero nos
corrió presto el viento huracanado salpicado de
gotas ralas, que barría hasta las sillas. Cesó a los
diez minutos, y después de un momento el agua
comenzó a caer, la lluvia desplomada y maciza
de que no tiene idea quien no la haya sentido
tronar horas y horas sobre el monte, sin la más
ligera tregua ni el menor soplo de aire en las hojas.
— Creo que tendremos para rato — dije a mi
hombre.
- Quién sabe — respondió. — A esta altura del
mes no es probable.
Aproveché entonces la ruptura del hielo para
recordar la misión particular que me había lle-
vado allá.
— Hac3 varios meses — comencé — los regis-
tros de s'J pluviómetro que llegaron a Buenos
Aires. . .
Y mientras exponía el caso, puse de relieve la
sorpresa de la Central por el inesperado volumen
de aquellas observaciones.
— ¿No hubo error? — concluí — . ¿Los índices
eran tales como usted los envió?
— Sí — respondió, mirándome de pleno con
sus ojos inmóviles.
Me callé entonces, y durante un tiempo que
no pude medir, pero que pudo ser muy largo, no
cambiamos una palabra. Yo fumaba; él levantaba
de rato en rato los ojos a la pared — afuera, a la
lluvia, como si esperara oír algo tras aquel sordo
tronar que inundaba la selva. Y para mí, ganado
por el vaho de excesiva humedad que llegaba de
afuera, persistía el enigma de aquella mirada y
aquella nariz abierta al olor de los árboles mo-
jados.
De pronto su voz se levantó.
— ¿Usted ha visto un dinosauro?
En la época actual, en compañía de un hombre
culto que se ha vuelto loco, y que tiene un res-
— I^L-^v:© x.a_nri:3--x-
plandor prehistórico en los ojos, la pregunta aque
lia era dura. Lo miré fijamente: ¿I hacia lo mis-
mo conmigo.
- ¿Qué? — dije al fin.
— Un dinosauró... un nothosauro carnívoro.
- jamis. ¿Usted lo ha visto?
No se le movía un pirpado mientras me mi-
raba.
— ¿Aqul>
— Aqui. Ya ha muerto... Anduvimos juntos
tres mcsfs.
¡Anduvimos junios! Me explicaba ahora bien la
lu: ultra histórica de sus ojos, y las observa-
ciones meteorológicas de un hombre que había
hecho vida de selva en pleno periodo secundario.
— Y las lluvias y la humedad que usted anotó
y envió a Buenos Aires — le dije — datan de ese
tiempo?
— Si — afirmó tianquilo. Alzó las orejas y los
ojos al tronar de la selva inundada, y agregó len •
lamente:
— Era un nothosauro . . . Pero yo no fui hasta
su horizonte: ¿I bajó hasta aqui. Hace seis meses.
Ahora. . . ahora tengo más dudas que usted sobre
todo esto. Pero cuando lo hallé sobre el peñón
en el Paraná, al crepúsculo, no tuve duda alguna
de que yo desde ese instante quedaba fuera de
la ley. Era un dínosauro, tal cual: alzaba el pes-
cuezo a todos lados, y abría la boca como si qui-
siera gritar y no pudiera. Yo. por mi parte.
tranquilo. Durante meses y meses había deseado
ardientemente olvidar todo lo que era y sabía
yo. y lo que eran y sabían los hombres... Re-
gresión total a una vida real y precisa, como un
árbol que siempre está donde debe, porque tiene
razón de ser. Desde miles de años la especie hu-
mana va al desastre. Ha vuelto al mono, guar-
dando la inteligencia del hombre. No hay en la
ración un solo hombre que tenga un valor
— j; se le aparta. Y ni uno solo podría gritar
a la Naturaleza: yo soy.
Día tras día iba rastreando en mí la profunda
fruición de la reconquista, de la regresión que me
hacia dueño absoluto del lugar que ocupaban mis
pies. Comenzaba a sentirme, nebuloso aún, el
representante verdadero de una especie. La vida
que me animaba era mía exclusivamente. Y tre-
pando así como en un árbol por encima de millo-
nes de años, sintiéndome cada vez más dueño
del rincón del bo<;que que dominaban mis ojos
a cuatro lados, llegué a ver brotar en mi cerebro
vado, la lucecilla débil, fija, obstinada e inmortal
del hombre terciario.
¿Por qué asustarme, pues? Sí el removido
fondo de la biología lanzaba a plena época actual
tal espectro, permitiéndole vivir a expensas del
Querer humano, él, como yo, estaba fuera de las
leyes normales de la vida.
Nada que temer. Me acerqué al monstruo y
sentí ' una agria pestilencia de vegetación des-
compuesta. Como continuaba haciendo bailar
el cuello allá arriba, le tiré una piedra. De un
salto se lanzó al agua, y la ola que inundó la
playa me arrastró con el reflujo. Me había visto,
y se balanceaba sobre 2O0 brazas de agua. Pero en-
tonces gritaba. ¿El grito?. . . No sé. . . Muy des-
afinado. Agudo y profundo. . . Cosa de agonía. Y
abría desmesuradamente la boca para gritar. No
me miraba ni me miró jamás. Es decir, una vez
lo hizo... Pero esto fue al final.
Salió por fin a tierra, ya oscuro, y caminamos
juntos.
Este fué el principio. Durante tres meses fué
mi compañero nocturno, pues a la primera fres-
cura del día me abandonaba. Se iba, entraba en
el monte como si no viera, rompiéndolo, o se
hundía en el Paraná con hondos remolinos hasta
el medio del río.
Al bajar aquí habrá visto una picada maestra:
se conserva limpia, aunque hace tiempo que no
se trabaja yerba. El dinosauro y yo la recorríamos
paso a paso. Jamás lo hallé de día. La formidable
vida creada por el Querer del hombre y el Con-
sentimiento de las edades muertas, no me era
accesible sino de noche. Sin un signo exterior de
reconocimiento, caminábamos horas y horas uno
al lado de otro, como sombríos hermanos que se
buscan sin comprenderse.
De su desmesurada vida anterior, enterrada
bajo millones de años, no le quedaba más que
la ciega orientación a las profundidades más hú-
medas de la selva, a las charcas pestilentes donde
las negras columnas de los heléchos crujían y per-
dían el vello al paso de la bestia.
Por mi parte, mi vida de día proseguía su mar-
cha normal aquí mismo, aunque con la mirada
perdida a cada momento. Vivía maquinalmente.
adherido al horizonte contemporáneo como un so-
námbulo, y sólo despertaba al primer olor salvaje
que la frescura del crepúsculo me enviaba ras-
treando desde la selva.
No sé qué tiempo duró esto. Sólo sé que una
noche grité, y no conocí el grito que salía de mi
garganta. Y que no tenia ropa, y si pelo en todo
el cuerpo. En una palabra, había regresado al
período terciario por obra y gracia de mi propio
deseo.
Dentro de aquella forma negra y cargada de
espaldas que trotaba a la sombra del dinosauro.
iba mi alma actual, pero dormida, sofocada den-
tro del espeso cráneo primitivo. Vivíamos unidos
por el mismo destierro ultra milenario. Su hori-
zonte era mi horizonte: su ruta era la mía. En las
noches de luna solíamos ir hasta la barranca del
rio, y allí quedábamos largo tiempo inmóviles.
él con la cabeza caída al olor del agua allá abajo,
yo acurrucado en la horqueta de un árbol.
La soledad y el silencio eran completos. Pero
en la niebla con olor a pescado que subía del Pa-
raná, la bestia husmeaba la inmensidad líquida
de su horizonte secundario, y abriendo la boca
al cielo, lanzaba un breve grito. De tiempo en
tiempo tornaba a alzar el cuello y lanzaba su
lamento. Y yo. acurrucado allá arriba, con los
ojos entrecerrados de sueño e informe nostalgia,
respondía con un aullido.
F'ero cuando nuestra fraternidad era más honda
era en las noches de lluvia — ésta de ahora que
está sintiendo es una simple garúa comparada
con las de abril y mayo. Desde una hora antes
oíamos el tronar profundo de la lluvia sobre el
monte lejano. Desembocábamos entonces en una
picada: — no había aire, no había ruido, no ha-
bía nada, sino un cielo fulgurante que cegaba —
y el dinosauro aplastaba el cuello en el suelo y
ponía la lengua sobre la tierra estremecida. Y
cuando la lluvia llegaba y se desplomaba, nos
levantábamos y caminábamos sin parar, respi-
rando profundamente el diluvio que roncaba so-
bre el monte y crepitaba sobre el lomo del dino-
sauro.
A fines de abril el sordo temblor de la tierra
que llegaba desde el Guayra nos anunció que el
río crecía. Y aquí, cuando el Paraná llega cargado
de grandes lluvias, sube catorce metros en una
noche.
Y el agua subía y subía. Desde la costa oíamos
claro el retumbo del Guayra, y en las restingas
veíamos pasar al lado sobre el agua vertiginosa,
todo lo que pasa ahogado o podrido con una inun-
dación de otoño.
Las noches, negras. El dinosauro, excitado,
bebía a cada instante un sorbo y sus ojos remon-
taban la tiniebla del río, hacia las inmensas llu-
vias que llegaban aún calientes. Y paso a paso
remontábamos a nuestra vez el Paraná, tocan-
do la inundación.
Así un mes más. Cuanto quedaba en mí del
hombre que le está hablando ahora, crujió, se
aplastó, desapareció. Hasta que una noche. . .
El hombre se detuvo.
— ¿Qué pasó? — le dije.
— Nada. . . Lo maté.
— ¿Al . . . dinosauro?
— Sí, a él. ¿No comprende? El era un dino-
sauro... un nothosauro carnívoro. Y yo era un
hombre terciario... una bestezuela de carne y
ojos demasiado vivos... Y él tenía un olor pes-
tilente de fiera. ¿Comprende ahora?
— Si: continúe.
— Mientras quedó en mí un rastro del hombre
actual, el monstruo surgido de las entrañas muer-
tas de la Tierra por el deseo de ese mismo hom-
bre, se contuvo. Después. . . .
Allá en el norte, el Guayra retumbaba siempre
por las aguas hinchadas, y el río subía y subía
con una corriente de infierno. Y el dinosauro,
aplastado en la orilla, bebía a cortos sorbos de-
vorado de sed.
Una noche, mientras el monstruo entraba y
salía sin cesar del agua, y el remanso parecía un
mar. me hallé a mí mismo asomado tras un pe-
ñasco, espiando con el pelo erizado a la bestia
enloquecida de hambre. Esto lo vi claro en ese
momento. Y vi que a la par explotaba en mí la
carga de terror almacenada millones de años, y
que en esos tres meses de fraternidad hipnótica
no había podido descifrar.
Retrocedí, espiándolo siempre, di vuelta al
peñasco, y emprendí la carrera hacia un cantil
de basalto que se levantaba a plomo sobre veinte
brazas de agua. La fiera me vio seguramente co-
rriendo al fulgor de un relámpago, porque oí su
alarido agudo, tal como nunca se lo había oído,
y sentí la persecución. Pero yo llegaba ya y tre-
paba por una ancha rajadura de la mole.
Cuando estuve en la cúspide me afirmé en
cuatro pies, asomé la cabeza y vi al monstruo que
trotaba buscándome, brillante y rayado de re-
flejos porque llovía a torrentes. Y cuando me vio
allá arriba comenzó a correr alrededor del cantil
en procura de un plano menos perpendicular — que
no lo había. Al llegar a la orilla se lanzaba al agua,
escudriñaba el basalto, cobraba tierra y tornaba
a hundirse. Y cuando un relámpago más soste-
nido lo destacaba sobre el río cribado de lluvia,
nadando casi erguido para no perderme de vista,
yo respondía a su alarido asesino rugiéndole mi
terror y mi odio, abalanzándome sobre los puños.
La lluvia me cegaba, a punto que estuve a un
paso de perder pie en una grieta que no habia
sentido. A un nuevo relámpago eché una ojeada
atrás y vi que la grieta circundaba completa-
mente el bloque de basalto herido.
De allí surgió mi plan de defensa. En guardia
siempre, siguiendo al dinosauro en su girar, tuve
tiempo de descender diez metros y desprender
una gran esquirla de la rajadura central, con la
que volví a la cumbre. Y hundiéndola como una
cuña en la grieta, hice palanca y sentí contra mi
pecho la desgarradura del peñasco a punto de
precipitarse.
No tuve entonces más que esperar el momen-
to. . . En la playa, bajo el cielo abierto en fisuras
fulgurantes, el dinosauro trotaba y hacía bailar
el cuello buscándome. Y al verme de nuevo co-
rría a lanzarse al agua.
En un instante cargué sobre la palanca mi peso
y el odio de diez millones de vida aterrorizada, y
el inmenso peñasco cayó — cayó sobre la cabeza
del monstruo, y ambos se hundieron en veinte
brazas de agua.
Lo que salió después fué el dinosauro; pero
la mitad de la cabeza estaba aplastada, y abría
la boca para gritar como la primera vez que lo
vi — pero ahora gritaba. . . Algo horrible. Nadaba
al azar porque estaba ciego, sacudiendo a todos
lados el cuello, sobre el río blanco de lluvia. Dos
o tres veces desapareció, para resurgir alzando
desesperado su cabeza ciega. Y se hundió al
fin para siempre, y la lluvia alisó en seguida el
agua.
Pero allá arriba yo roncaba aún en cuatro pa-
tas. Poco a poco me convencí de que no tenía
ya nada que temer, y descendí cabeza abajo por
la rajadura central.
El hombre se detuvo otra vez.
— ¿Y después? -- dije.
— ¿Después? Nada más. Un día me hallé de
nuevo en esta casa, como ahora. El agua ha pa-
rado — concluyó. — En esta época no se sostiene.
Cuando al día siguiente subí en la canoa que
la habilidad de dos peones de obraje había llevado
hasta allá conmigo, comenzó a llover de nuevo.
Sobre la costa, a quinientos metros agua arriba,
una mole aguda se elevaba desde el río.
— ¿El cantil... es ése? — pregunté a mi
hombre.
El volvió la cabeza y miró largo rato el peñón
que iba blanqueando tras la lluvia.
— Sí — repuso sin moverse.
Y mientras la canoa descendía por la costa -
sintiéndome bajo el capote saturado de humedad
de selva y de diluvio, comprendí a la vista de aquel
hombre que no apartaba los ojos de su cantil, no
que estuviera loco, sino que un día u otro iba a
vivir realmente lo que había soñado.
DIBUJOS DE ALONSO.
Horacio Quiroga.
— T=>L7v^-S
¿Era el profesor Píndaro Adoni::. un <'des-
equilibrado* o un amante excéntrico de la
Belleza, obsesionado por los esti'.dios mito-
lógicos?
El caso resultaba insólito, porque en la
ciudad de Orbahuera, no hubo, nunca, un
sabio — y eso que se conocían m-is de siete —
con suficiente osadía, para afirmar que en
este siglo de las faldas cortas y de los boti-
nes norteamericanos, con dibujos de pes-
puntes, había mujeres más hermosas y de
líneas más puras que "Las Tres Gracias», in-
mortalizadas por Apeles y Rubens. Y no lo
afirmaba, solamente, sino que, en su afán
demostrativo, llegó hasta iniciar una inves-
tigación minuciosa, tal como correspondía,
tratándose de un asunto relacionado con los
ideales estéticos de la humanidad.
Empezó por trazar un plan sintético^que
hizo público ■ — estableciendo las cualidades
plásticas del modelo, de conformidad con las
opiniones de los esclarecidos mitólogos Ger-
hard. Müller, Wálker y Decharme, todos con-
testes en que la talla de los griegos era ele-
vada, como lo prueba su historia filogénica
y ontogénica, confirmándose, así. la aserción
de Nietzsche, de que no puede ser bella una
mujer de baja estatura. Esas cualidades se
referían, también, al busto y largura de las
extremidades, así como a otros detalles de
suprema elegancia: óvalo del rostro y exten-
sión del cuello; tamaño y expresión de los
ojos y de la boca; color de la piel y distribu-
ción correcta de los tejidos musculares. Para
mayoi claridad, hacía mención de las obser*
vaciones de Paul de Saint Víctor, sobre Diana
y la Venus de Milo. Las tres nuevas Gracias
que encarnasen el «tipo», se harían acreedo-
ras a un subido premio en "talentos» o cdrac-
mas», equivalente a $ 30.000 moneda argen-
tina y a ser reproducidas en mármol de Pa-
ros, o del Pentélico, de rigurosa autenticidad.
Al conocerse tan orij^inal proyecto, la
prensa se abstuvo de todo comentario, limi-
tándose, los grandes ^rotativos», a dar la no-
ticia, discretamente, con el objeto, tal vez,
de que sus lectoras quedaran enteradas de él.
ya que ellas iban a ser materia viva del con-
curso. Solo La Irania, revista semanal, re-
dactada por el joven «Orba Anaíhole-). crítico
sutil de arte, hizo algunas consideraciones, en
forma reticente, pero no por eso menos ática.
Decía el célebre «ironista»:
«Grave problema va a ser este para el sa-
bio profesor, porque en los tiempos mitoló-
gicos, la plástica era más accesible que aho-
ra, tanto a los ojos de los dioses, como a los
de los simples mortales. Deidades y ninfas,
triscaban alegremente al aire libre, en las
sagradas florestas o en ios valles del Alfeo,
sin ocultar sus magníficos torsos, y ya sabe-
mos que hasta la misma Diana, no pudo im-
pedir la curiosidad de Acteón. ni Leda la de
Júpiter, a pesar de sus inverosímiles recatos».
*Es verdad que en estos instantes <'ulira
modernistas», las femeninas beldades, se rin-
den, sin escrúpulos al imperio de la moda :'pa-
risién», inclinada — como es notorio — a la
reducción de telas; pero, no imaginamos có-
mo un investigador sincero, por más sabio
que sea, podrá comprobar la existencia de
ciertas perfecciones, en toda su olenitud,
cuando no dispone, ni del anillo de Gíges
para hacerse invisible, ni de la maravillosa
virtud de las transformaciones jupiterianas'>.
«■Luego, hay mil detalles de efectos y lí-
neas— si se han de aplicar estrictamente
los arquetipos griegos — porque e¡ "corset,.
— prisión de encantos — ha deformado ta-
lles y bustos — al decir de los higienistas
— y será muy difícil hallar aquellas cur-
vas selectas, que las Tres Gracias ostenta-
ron como un compendio de la belleza pa-
gana. Después, debe de pensarse, que ellas
no triunfaron sólo por su estupenda her-
mosura— «sin su presencia, dice Píndaro,
nada había encantador y dulce — sino,
también, por el ritmo de sus movimien-
tos; por la expresión arrobadora de sus
ojos; por sus diminutos y promisores labios;
por sus picarescas, al par que insinuantes
sonrisas y por la serenidad olímpica de sus
espíritus, símbolos de la clásica armonías
*No nos proponemos negar al profesor Ado-
nis, erudición y genio y sobre todo, experien-
cia en achaques femeninos, ya que como sol-
tero recalcitrante y aficionado a la anatomía,
ha de haber tenido muchas oportunidades de
consolidar sus vastos conocimientos; pero
creemos que se trata de una investigación pe
ligrosa y dada a escollar en preferencias que
pueden derivar de simpatías provocadas por
«I continuo trato con tantas hermosas muje-
res — hermosas, pero quizá no gráciles — lo
que vendría a anular la imparcialidad severa
de único arbitro en este certamen casi divino».
«Prepárense, no obstante, nuestras lindas
lectoras, a sufrir el análisis artístico, si es
que desean colaborar en la obra del más pe-
regrino de los mitólogos contemporáneos^.
Cuando e! ilustre profesor terminó la lec-
tura del insidioso artículo, no pudo contener
la indignación, y contestólo en un escrito
que revelaba dominio del tema, así como des-
dén por la crítica, calificada por él de azote
del arte y de la ciencia.
•Nos hacemos cargo — agregaba ~ juz-
gando ciertas opiniones, cuan fácil es es-
cribir sobre lo que no se entiende, cuando so-
bra audacia y se pretende manejar la sátira
de Scarron, como se maneja cualquier ins-
trumento ordinario. Quien haya leído algo
de Mitología, sabe, que las Tres Gracias usa-
ban el traje helénico de la época, tal como se
describe en los frisos del Phartenon y como
se admira en las estatuas de Minerva. Pau-
sanias expresa en el «Libro Elida» de su «Iti-
nerario» (Elados Periogesis) "que no pudo
averiguar — por más esfuerzos que hizo —
quien fué el artista que rompiendo con la
tradición, representó por primera vez, a las
hijas de Helios y Erimona, completamente
desnudas, siendo así que en las obras más
notables del arte helénico, aparecen, siem-
pre, vestidas, como, por ejemplo, en las que
pintó Apeles para el Odeón de Siracusa to-
mando, acaso, de modelos a Lais y Friné; en
el cuadro que Átalo encargó a Bupalos; en el
de Pitágoras de Paros y en el Pythium, en la
estatua del templo de Elis».
"De modo, que no será difícil, descubrir, o
adivinar, a través del traje, la elegancia de
las actitudes, la pureza de líneas y la delica-
deza encantadora con que soñó el paganismo
a Aglae, la brillante; a Eufrosina, la alegría
del corazón y a Thaüa, la que hacía florecer
las plantas, al prirrierrcfce alado de las cari-
cias primaverales».
*E1 humorismo burdo y grosero, nada tie-
ne que hacer en esta cuestión de belleza, in-
comprensible para los que aun no han logra-
do pulir su humano bloque. Puede lanzar,
pues, su risotada de Bacante en la Vendimia,
cuantas veces quiera, en la seguridad de que
no me apartará de mis propósitos idealistas
en pro de la alta cultura de Orbahuera».
Sensación produjo la noticia del concurso
de belleza, en el «sexo débil» de la gran me-
trópoli. En los teatros, calles y bailes, las
niñas no ocultaban su impresión y rivaliza-
ban en acicalamientos. Las madres, especial-
mente, parecían fuera de sí y apenas divi-
saban al profesor Adonis, decían a sus hijas.
— Ahí viene el doctor; caminen con elegan-
cia y miren abriendo bien los ojos. Ya saben
que las Gracias hablaban con las pupilas.
Y si estaban paradas. la advertencia ma-
ternal se repetía:
— Pronto; adopten una actitud poética
así, como de ensueño. Sobre todo, cambien
a cada instante de posición, para que se no-
ten bien sus perfecciones.
Y el mitólogo pasaba, dirigiendo a los gru-
pos su vista penetrante, tratando de descu-
brir poemas de armonía, bajo aquellas ;'toi-
lettes» ligeras, de flexibles gasas, que el vien-
to ceñía a los mórbidos cuerpos. Tras él iban
ansiedades y desvelos y además, corrientes
de secretas simpatías, porque el sabio pro-
fesor se había convertido en un ente adora-
ble, a pesar de que no era un Adonis, por más
que así se llamara. Pero, se le perdonaba
todo: sus ojillos vidriosos de felino experto;
su nariz algo rema, y su boca grande de sáti-
ro alegre. Sabían que había pasado de la
edad juvenil, aunque se conservaba animoso
y frescachón con aire de adalid nunca ven-
cido, mas eso no obstaba a que se le consi-
derara un buen partido matrimonia!, sobre
todo, teniendo en cuenta su bien saneada
situación pecuniaria. En esto sí que no había
mito ninguno y el áureo metal acuñado, no
lo tenía en fantásticos Paetolas, sino en el
Banco Nacional de Orbahuera.
La primera semana de investigación había
sido estéril.
— Caramba,— decía el doctor a su discí-
pulo predilecto — no se puede negar que hay
aquí muchas mujeres lindas; pero la que no
tiene un defecto tiene otro. Fíjese usted en
las señoritas de Orense. No son feas, ¿verdad?
Pues bien, la mayor de las tres, es corta de
talle; la segunda tiene el busto demasiado
turgente y la tercera es dura como si se le
hubiera anquilosado la espina dorsal. Luego,
las tres se ríen apretando las comisuras de
los labios, en un mohín de mal gusto y cami-
nan o se paran adoptando posiciones stan-
gueras», como «maniquíes» de escaparate. Las
tres hermanas Frydolin. tienen cuerpos es-
culturales, pero son muy feas; de una feal-
dad ascendente y bien podría aplicárseles el
- mote de las heroínas de Palacios Valdés.
— ¿Cómo era? — interrogó el discípulo. -
— «Las tres circunstancias agravantes».
Y maestro y discípulo, se reían.
— Bien — continuó el doctor. — Así son to-
das. Parecen bellas y divinas, porque no las
examinamos con severidad. Nos sorprenden
por ('impresionismo» en conjunto, pero nin-
guna resiste el análisis.
Ya el profesor estaba un poco descorazo-
nado, porque después de más de dos meses
de búsqueda no había encontrado <.sus ti-
pos», cuando su discípulo predilecto, pene-
tró estrepitosamente en el despacho, dicien-
do a gritos:
— Maestro, ya sé donde hay una gracia . . .
— ¡Una sola! — exclamó el doctor.
— Y gracias que hay una.
— ¿Dónde está? Guíame en seguida.
— No, ahora no. E.'^ta noche la verá usted.
— ¿Y la has estudiado bien?
— Me parece que sí.
— Vamos a ver: ¿es alta?
— De arrogante estatura.
— ¿Es bella?
— Un portento.
— ¿Blanca?
— Un alabastro.
— ¿Bien repartida?
— Una armonía de líneas, engendradoras
de deseos, que dijo el romántico Becquer.
— ¿Es alegre, tiene movimientos elegan-
tes, exquisitas suavidades, caderas de Venus
Afrodita; majestad de Juno; recato de Diana?
— El patrón clásico completo.
— Pero, ¿dónde está esa joya?
— Nn le digo más.
— Bribón, me desesperas.
— Es mi secreto, maestro amigo.
— ¿A qué hora?
— Dentro de cuatro; a las 10.
— Es mucho para mi ansiedad; pero me
someto a tu despotismo y te agradezco que
me hayas librado de un fracaso y de la burla
de ese criticastro que pretende ser émulo de
Anatole France.
La luz difusa del salón hacía resaltar la fi-
gura estatua-ia de la señorita Hebé Praxíte-
les, cuando penetró en él nuestro sabio mitó-
logo, acompañado de su discípulo predilecto.
Con la niña estaba la madre y un joven alto y
delgado, de pálido rostro y cabello largo, a la
moda de los artistas y de los que quieren pa-
recerlo. El doctor fué presentado ceremonio-
sámente. La niña sonrió, abriendo cuanto
pudo — que fué muy poco — el estuchecito
rosado de su diminuta boca, enseñando una
pequeña parte de las sartas nacarinas de su
dentadura auténtica. La mamá se mostró
amabilísima, pero el joven permaneció grave
y reconcentrado, como un mastín en tren de
asalto. La señora notó el gesto y ss apresuró
a hacer la presentación:
— Doctor — dijo — el señor es el joven
Orba Anathole, redactor de La Ironía.
— Tanto gusto, dijo el doctor, algo des-
concertado. Pero, repuesto en seguida, exa-
minó el cuadro.
Ella era bellísima, sencillamente admira-
ble. ¿Cómo no la había visto antes? ¡Qué per-
fecciones! ]Un modelo superior a todo elogie!
Las musas, las gracias y ías nereidas, desfila-
ron ve-íiginosamente por su imaginación, en
derrota. Quedaban opacas, como en un eclip-
se, ante aquella majestad deslumbradora.
— Pero— se dijo— ¿qué papel juega aquí.
ese petulante de criticastro?
No quiso resolver, hasta averiguarlo y co-
mo quien no tiene interés, luego de alabar
■a la joven, preguntó:
— ¿Es cierto, señorita, que usted contrae-
rá nupcias en breve?
Ella, riéndose como reirían las mismas
Gracias, contestó.
— ¿Yo?. . . Es una noticia nueva para mí.
Por ahora no he pensado en ello.
Y volvió a reír. — Las sartas se exigirían
triunfalmente, como una tentación ?.l robo.
La mamá intervino:
— No. doctor, es muy joven. Festejantes
no le faltan; pero somos muy exigentes. . .
La niña agregó, como para exponer su
psiquis:
— Mi corazón es alegre, pero amo las cosas
serias, acaso por contraste.
El doctor replicó, rompiendo per primera
vez la línea:
— ¿Corazón alegre y amor a las cosas se-
rias! ¡Ay Hebé! Usted es la misma Eufrosina.
la gracia que derramaba bálsamo perfumado
en los espíritus. Es usted un encanto.
Después, se explayó, fuera ya de quicio:
— Voy a buscar las otras dos que faltan
y si no las encuentro, todo el premio será
para usted, señorita.
Pidió permiso para volver a visitarlas —
que le fué concedido inmediatamente — y ya
de pie, al despedirse, rendido como un galán
arñartelado, dijo a la joven, mientras le es-
trechaba la mano, suave y ebúrnea:
• — Usted vale por las Tres Gracias y mi
mayor gloria, consistiría en tener su estatua
en mi gabinete de estudio, para inspirarme
en su hermosura.
Orba Anathole, aflojó entonces, su renda-
je de oro y lanzó un flechazo irónico. No
podía más.
— Es un orgullo para mí — dijo — que tan
gran sabio mitólogo, haya confirmado mi opi-
nión sobre la belleza de la señorita Hebé. Yo
la he calificado de Venus de Orbahuera.
— Barrili dice que Venus era una despe-
chugada.
— Bien, pero era la Reina del Olimpo.
— Y la esposa de Vulcano, hábil herrero
constructor de trampas invisibles de alam.-
bre tejido.
— Venus o Gracia, en el fondo estamos de
acuerdo. El tiempo, hará la clasificación de-
finitiva.
Tres meses habían transcurrido, de estos
extraordinarios sucesos, cuando La Ironía
publicó el siguiente artículo que fué la comi-
dilla de la alia aristocracia y del mundo cien-
tífico de Orbahuera:
«Nuestros lectores no habrán olvidado
aquel curioso certamen de belleza, iniciado
por el sabio mitólogo doctor Píndaro Adonis.
El buscó las nuevas Gracias en nuestra po-
pulosa urbe y sólo pudo encontrar una, a pe-
sar de sus insistentes investigaciones».
«Menos habrán olvidado que el doctor Ado-
nis, enamorado de su hallazgo, se casó antes
del mes, con la joven favorecida, evitándose.
así, por coincidencia, el desembolso de los
miles de «talentos» y «dracmas» prornetidos,
o sean $ 30.000, en moneda vulgar».
«Pues bien, nuestro sabio mitólogo, se ha
presentado ayer a los tribunales iniciando
juicio de divorcio, por disparidad de carac-
teres, lo que da lugar a suponer, lógicamente,
que la Gracia, le ha resultado una desgracia».
«Lo sentimos por la Mitología».
Santiago Mí>ciel.
DIBUJO DE CENTURIÓN.
^^'^^^
INDEPENDENCIA Y PASEO COLÓN
ÓLEO DE PÍO COLLIVADJNO.
PLVS •
. VLTPA
JVI~¿J^—
' U recuerdo perdurará como una de
las figuras más altas del teatro ar-
gentino, a quien Martín Coronado
consagró la enérgica belleza de su
mente.
El ilustre poeta y dramaturgo co-
menzó su carrera teatral estrenando en 1877 la
comedia La rosa blanca. Hace poco, escribía las
siguientes palabras en las que se puede apreciar
la difícil labor preparatoria que él y sus compa-
ñeros realizaron en bien del teatro nacional:
« El estreno se efectuó el 16 de junio. Ni las
condiciones del teatro, caro y lujoso, ni el modesto
y poco llamativo título de una obra de autor
desconocido, podían prometer a la empresa un
público numeroso. Pero si no fué numeroso, fué
tal vez, para orgullo mío, uno de los más selectos,
porque estaba presente la mayoría de los intelec-
tuales argentinos de la -época, y ocu-
paban los palcos, florecidos de ju-
ventud y hermosura, muchas fami-
lias distinguidas que habían querido
asociarse a la fiesta como un estímu-
lo al joven compatriota que hacía sus
primeras armas en la escena.
« No sólo por sus versos triunfó la
obra: triunfó por hondamente senti-
da y noblemente romántica. La sen-
cillez de su argumento y el lirismo de
sus escenas, más poéticas que vigorosas, no fueron
un obstáculo para que desde el primer momento
se ganara todas las simpatías. Y con ser toda
ella una filigrana, como la clasificaban los artis-
tas, y con tener en su contra la influencia domi-
nante del teatro de Echegaray, que la misma com-
pañía de Hernán Cortés estaba haciendo conocer
en Buenos Aires, el público la recibió complacido
y la aplaudió sin restricciones.
<i Pero aquel fué un triunfo efímero. Faltaba a
La rosa blanca, para tener una vida duradera, lo
que las obras de teatro necesitan, acaso más que
ninguna otra, como después la experiencia me lo
ha demostrado. Le faltaba el sello argentino: ser
cosa nuestra, hija de nuestra tierra, con ambiente
y personajes nuestros, en lo cual consiste el gran
secreto de dominar a un público y de llegar hasta
el fondo de su alma. »
Don Martin Coronado deja escri-
tas muchas y excelentes obras. La
que mayor éxito alcanzó. La piedra
del escándalo, ha sido representada
más de quinientas veces, sin que esa
enorme cifra importe una fortuna.
Entusiasta cultivador del arte
por el arte, buscando en la sublime
dramática un deleite, el gran poeta
fué un amateur magistral y un hi-
dalgo argentino respetado y querido.
EL VOTO
I
Bajo el azul de un cielo transparente
brillaba la mañana,
húmeda de rocío
y chispeante de luz, sonriendo ufana
a la inquietud del río,
y quebrando en la trémula corriente
tos rayos de su sol, un sol de estío.
Flotaban sobre el tímido oleaje
en las aguas del Tigre los vapores
como jirones de rasgado encaje,
y en alas de la brisa pasajera
columpio de las flores,
huían, mojando al paso en la ribera
el lánguido follaje
de los sedientos sauces cimbradores.
Cual lejano rumor de catarata
dispersado en el viento,
la ronca voz del Plata
como un redoble en el confín se oía:
esa voz del abismo soñoliento
que despierta a las olas cada día.
Efluvios de perfume, desprendidos
de toda la amplitud del horizonte,
pasaban en ú aire, confundidos
con la música eterna de los nidos
ocultos en el monte.
La vida, desbordante
de juventud y brillo y primavera,
circulaba en redor, engalanada
como una novia errante.
En la atmósfera pura,
¡cuánta luz inflamada!
En la verde ribera,
por el viejo sauzal amurallada,
¡cuánto alegre rumor, cuánta jrescura!
Surgiendo del paisaje sonriente,
blandos susurros, mágicos sonidos,
poblaban de caricias el ambiente,
como el eco de arrullos escondidos
a la sombra del monte, en los ribazos,
donde besaba el junco a la corriente
desmayada en sus brazos.
II
El Cisne iba a partir: su casco entero
con el ronco estertor se estremecía
del vapor prisionero,
que inquieto y jadeante,
en la cárcel estrecha comprimía
su aliento de gigante.
Súbito en silbo ardiente
arrojó al aire un grito,
el grito de su cólera impaciente,
y salvando la válvula, que abría
paso a la libertad y al infinito,
con un salto de fiera
se lanzó sobre el émbolo indolente,
y lo arrastró rugiente
en el vértigo audaz de su carrera.
El Cisne, con nerviosa sacudida,
se desprendió del viejo fondeadero,
balanceando su mole conmovida:
batió las rojas palas,
y ceñido de espumas bullidoras,
hendió las ondas y partió ligero,
semejante a esas aves pescadoras
que vuelan empapándose las alas.
II!
Cubría la toldílla
inquieta muchedumbre de viajeros,
que miraban, en grupos placenteros,
cómo huían los sauces con la orilla,
dejando a trechos asomar, esquivo,
tras el verdor risueño de sus hojas,
como un breve relámpago jurtivo,
un ramo encantador de jlores rojas
sobre la oscura copa de un seibo.
Todos, con sed de luz en la mirada,
contemplaban los juncos, que abatían
al paso de la ola desbordada
sus tallos tembladores:
las aguas tumultuosas, que subían
con empuje de asalto a la ribera,
y luego descendían
en cascadas henchidas de rumores:
Las deshechas espumas que azotaban
los jlancos de la nave,
y girando en la estela se alejaban
cautivas del hirviente remolino:
el vuelo tardo y grave
de alguna blanca garza soñolienta:
el humo negro, en fin, que en torbellino
corría sobre el agua y sobre el monte,
y remedaba nubes de tormenta
en el vago confín del horizonte
CERRO DE LOS TRES HERMANOS. AL OESTE
DEL LAGO NAH'JEL HUAPÍ.
•" T
\-,..
WÍ^Wxi,.^., .««>*„-,,„„-
N la región andina situada al sur del te-
rritorio de Río Negro, entre los límites
naturales que forma el lago Traful. el
río Manso y la imponente cordillera ne-
vada, encuéntrase el ya célebre parque
natural de Nahuel Huapí donde la
naturaleza ofrece al viajero, acaso como en ningún otro
paraje de la República, el extraordinario atractivo de
ío maravilloso. Frente a frente del volcán Ttronador,
cuya presencia se hace notar por la estruendosa caída
de los aluviones de nieve, el delicioso lago central nos
produce una rara sensación de belleza con sus precio-
sas ensenadas, sus riberas sombreadas de cipreses, sus
remansos obscuros, sus promontorios y sus cuatro
islas cubiertas en parte de vegetación y en parte coro-
nadas de agudas rocas de granito, que adquieren a
veces la forma fantástica de fortalezas derruidas.
Desde la altiplanicie del oeste, situándose sobre el
alto bloque porfídico manchado de traquitas de ama-
ranto y ópalo, se descubre con facilidad el lecho de
un ventisquero desaparecido, lleno de hendiduras y
bellas estrías pulimentadas. A su derecha tiém
paisaje morenisco de la pradera, rodeada en st
contigua al lago por ancho círculo de coihues y ci
cuyas copas puntiagudas se proyectan inmóv
las aguas mansas y azules. Y más allá de los pi
torios, más allá de las selvas cruzadas por arr
ríos turbulentos, más allá de los valles en flor y
mesetas glaciales, cierra el confín la cordillera
lada, llena de manchas boscosas, insondables a
y cimas blanqueadas por los hielos y las nieves e
Ya en el siglo épico de la conquista, mucho
cubridores pretendieron llegar obstinadamente
cumbres, alucinados por la visión incompara
los gigantescos promontorios dorados. Mil rumor
conocidos, llenos casi siempre de promesas hal
ras. colocaban allí la fabulosa y encantada ciu(
los Césares. Pero a pesar de todo, hasta el año c
nadie había podido penetrar el misterio. Sólo el
Marcardí, valiéndose de unos indios Tehuelches.
ñeros en Chile, consiguió que a cambio de la libe
indicaran el paso de las selvas, logrando llegar h.
UNA VISTA PANORÁMICA DEL PARQUE NACIONAL DE NAHUEL HUAPl. I
MANSO EN LOS VENTISQUEROS DEL TRONADOR, VISTO A TRAVÉS DEL PASO DE LAS NUBES.
s Nahuel Huapi. en cuya margen boreal fundó
equeña ermita misionera. Durante siete años
utivos. los religiosos fueron amparados y res-
is por los indígenas; pero al fin éstos terminaron
altar la misión, asesinando y quemando a sus
isos moradores.
leyendas del sangriento episodio, evitaron
iormente toda tentativa de viaje, siendo el
> Guillermo Cox, que en 1861 lanzóse persona'-
a buscar una ruta interoceánica, el primer ex-
or afortunado de Nahuel Huapi. Otro viajero
iporáneo. el Dr. Moreno, ex director del Mu-
La Plata, también llevó a cabo dos interesan-
accidentadas jiras, que facilitaron grandemente
idio y conocimiento de aquellas pintorescas re-
comparables en cualquier sentido con las más
!S y frecuentadas de Suiza. Así. advertimos que
10 de sus ventisqueros famosos, es superior ^n
osidad al transparente y maravilloso mar de
dominado por el volcán Fitz-Roy. Las monta-
recen aquí un aspecto más abrupto, más fuerte.
más indómito. Igual puede decirse de
sus bosques imoenetrables. donde crece
el laurel, donde los coihues alcanzan una
altura de treinta y cinco metros y donde
la maraña selvática se entreteje hasta
formar obscuras galerías vegetales. Tam-
bién el lago San Martín, el Traful y todos los (
llecen el paraíso glacial de los Andes, resultan i
yentes y grandiosos con sus moles porfídicas, sus rocas y
sus montañas moradas, nacaradas y negras, que mues-
tran en la corteza cóncava, iluminada por el sol, man-
chas de liqúenes verdosos y fragmentos petrificados.
En medio de esta prodigiosa naturaleza, entre los
cerros y los valles, es donde está enclavado el hermoso
parque nacional de Nahuel Huapi, cuyo perímetro má-
ximo alcanza una extensión de cien leguas cuadradas,
y donde el monte Tronador, verdadero gigante geoló-
gico, hace sentir continuamente el ronco sonido de
sus enormes sacudidas de cíclope.
fí*:..)
EL BO-QUE DE CIPRESES Y COHIOUES, Y AL FONDO EL CERRO TRONADOR.
— p:>L->w^^ 'VLmi2>^—
D«iiii»iWlil>i<i. charlando, la playa de
Bstafofo. Rafratibaiiias de hacer una vi-
sta al Hoapido <it Alienadas y. natural-
mente, la cofraenacMn recordaba los epi-
sodios de viii4n dainosa y trifíca que nos
Oanara los oles dorante «1 dta.
Eramos tras: Lery y ^<raulio. estudiantes
de madirlna «a vísperas de doctorarse, y
yo. AquaOos. intoroos de) Hospicio, habitua-
dos al espectáculo cotidiano durante aftos.
hablaban de todo con la mayor naturalidad.
Citaban locorai terribles y e>traAas. cuya
ampie naiiacKii bastaba para dar caloMos
de honor. conMarindolas a titulo de bellos
casos patoWc*oos. dicncs de estudio, de l's
q«e trataban sin la menor em-^-ión
Ea cuanto a mi. lo -ue - -abi
más vivamente no eran las -ntas
del ilmsi|uiMbi iii mental, las icoias. los^tos.
ka diáWes qae váfn la aaeuridad de las
lamiíai da faeiia. aran, por el oontraríc.
los paqusüos desvies de la rarón. las alu-
cmaaones manas y tranquilas, que obs-
tinan el aipiíttu en dirección errada, hada
un aélo ponto, y dejan en todo lo demás la
iatacridad intelértiiiil
Machas vocea, al pasar, un loco se me
aeeraaba y me seeroteaba. con voz natural
y sacara. Dena de convicción — la convic
ción que orifina los grandes heroísmos —
alfana biaarra extrava(ancia. concluyendo
per quslaijs de que lo hubieran secuestrado
an aqwaUa eompisAia de locos. Y para ser
amable tenia el cuidado de mostrarme a
aqaeOas que en su opinión •estaban rtal-
mnml* Vaoof. En estas circunstancias en que
mi interlocntor seAalaba como verdaderos
shenadni. pasaban sonriendo con mali-
ciosa mirada de inteUcenda como indicán-
doos qc« el Anioo looa era él. E instinti-
vamsate se llegaba a dudar de la propia
nudo, cavilando en el simple desvio, en el
drairilamlento sutil que basta para de-
tenerla en so recto camino.
ftnsábamos en todo eso. La tarde era
mafniflca. El sol. oculta ya hada rato, man-
tenía aún en el cielo un desmayo dr lur tenue
e indedss. un crepúsculo pálido y suave.
El mar susurraba orlando de blanco encaje
las ondas pequeflas y bajas. . . A la puerta
de los Jardines, algunos grupos de ñiflas par.
loteaban. Veíase a la distancia, el blanco
caaeilu de Nicteroy. En la curva armoniosa
y ancha de la bahía, las grandes embarca-
ciones gallardas ondeaban en el aire calmo
los avontareros gallardetes, aflorando tal
vez otras tardes distantes, de otros lejanos
cieptsculos. La entrada de la barra, abierta
allá a lo lejos como una puerta despalan-
cada, era tma evocadón doliente de la tris-
teza de las partidas... Todo, en (in, en
aquella hora de infinita mansedumbre, asu-
mía im tono dulce y tierno, una blandura
anímica de oonvalecenda . . .
A poco la charla empezó a aflojar. Se
sucedían largos momentos en que nos callá-
bamos todos, sintiendo que la sugestión de
aquella tristeza ambiente amortiguaba en
nosotros la vivaddad de las réplicas.
Hablábamos lentamente, en voz más baja.
Y la memoria, conformándose a la ternura
triste de la hora, evocaba tan solamente el
roeoerdo de ciertas locuras de una tristeza
mfinitamente tisma.
Había, entre otros, en el Hospicio un mu-
chacho qtie todos conodmos en perfecta
salud. Era un tipo expar.sivo y jovial, alegre
áempre. siempre dispuesto a la broma y al
Ingenio. De improviso, sin embargo, comenzó
a haoarae retraído y triste, a tornarse tan
áspero e insociable, que fué rasi sin sorpresa
que leímos su nombre en una garetilla de
diario, como el autor de una tentativa de
assaínato.
En la substanciadón del proceso pudo
determinarse la causa del crimen. Era el
delirio de las peraecudones.
Una aludnadón persistente le hada es-
cuchar que alguien lo injuriaba. A veces,
en un transeúnte que pasara hablando.
creia reconocer la misma voz. y le asaltaban
irapetia de matar al individuo. Al fin, un
boen dia. no pudo contenerse más: se arrojó
sobre un pobre hombre que conversaba y
trató de altogarlo entre sus dedos convulsos-
Sólo a costa de grandes esfuerzos se lo-
gró ashrar a la victima, mientras la multi-
tud bestial rugia grites de ¡Málenlol contra
el agresor que. de la prisión pasó rápida-
mente al Hoíptrio Allá. la locura, siguiendo
su cor»'- jmenzó a evoludonar
hada el grandezas.
Coandv ., ..;..c.s ese día, tenía en la
cabeza tm sombrero de papel, atravesado
a la manera napoleónica y, con los brazos
cruzados, con los labios fri:nddos en una
actitud olímpica de despredo, nos miraba
con el más atildado desdén, sin siquiera
dignarse dirigimos la palabra.
Salimos con un pesar extremo, compa-
deddos. ¡En pleno vigor de juventud y de
talento, era realmente muy triste ver aquella
zozobra de un futuro que pudo ser tan bello
y tan grande!
Como yo acabara de expresarme asi.
Braulio comentó.
xor
]v4'Mi;diir05^/\ipuqiibm^
— Es verdad. Hay. como esie. muchos
otros cmsos igualmente tristes. Aun cuando
voy perdiendo la excesiva sensibilidad que
tú muestras, no he podido sustraerme a un
pesar intimo a) recordar un caso, el que más
me impresionó desde que trabajo en e!
Hospicio,.. No creas — continuó después
de una pausa - que se trate de alguna
cosa extravagante y aparatosa. Por el con-
trario: es todo lo que puede haber de más
tranquilo, de menos violento . . . Calcula
por ti mismo . . . Tratábase de una joven
de diez y nueve aftcs. inteligente y hermosa,
tan hermosa que no \z describo para que no
presumas que romantizo el episodio. Pues
bien: esa joven se ca<;ó. transcurrió un año
de vida deliciosa, y. de súbito, con ocasión
de su primer alumbramiento, tras de una
fiebre puerperal, enloqueció.
La yoz de Pranlio se hizo más grave. Ha-
bíamos llegado al extremo de la playa. Vol-
vimos. Era noche ya. En el azul, que la
claridad de la luna menguante decoloraba
tristemente, algunas estrellas iban surgiendo.
Subimos de nuevo f>or el lado del paredón.
La marea creció de pronto; las ondas eran
más fuertes, cítreliábanse contra las pie-
dras con un rumor más alto y más plañi-
dero . . .
— Enloqueció — prosiguió el narrador —
pasó dos mc^es en medio de un delirio vio-
lentísimo y. de repente, al cabo de ese
tiempo, tranquilizóse en la calma más pro-
funda. Se pasaba los días sentada en un rin-
cón de la celda que le habian destinado.
Todo su cuerpo, absolutamente inerte, pa-
recía atiesado por la catalepsia. Su mirada
— unos grandes ojos negros, muy brillan-
tes— se fijaba obstinadamente en el es-
pacio, con la expresión indefinible de quien,
muy abstraído, mira "in ver... A penas
en aquella estatua los labios se movían con
una contracción regular y monótona, bal-
buciendo cualquier cosa que no se podíi
oir. A las preguntas que se le hacían no
respondía; sus labios tan sólo parecían re-
petir infatigablemente la misma palabra.
Una vez más sufrió una crisis. Yo estaba
de servicio; fui a verla. Los gritos, las con-
vulsiones, las quejas fueron cesando poco a
poco para pasar a una faz de llanto. Luego,
como me viera solícito a su lado, tuvo una
expansión inesperada y comenzó a dirigirme
la palabra con una volubilidad estrema y
febril. Me previno, luego, que era la última
vez que hablaba a alguien y me explicó,
entonces, el misterioso balbuceo que la ata-
reaba. Me dijo, cierta vez, en medio de un
delirio, advirtiendo los saltos desesperados
del corazón y sintiéndolo palpitar febrilmen-
te, como un pájaro preso en la mano que
se esfuerza por huir, tuvo pena del pobreci-
llo. Recordó que el cautivo músculo latía
así ininterrumpidamente desde las primera
manifestaciones de la existencia hasta el pos-
trer momento de la agonía, sin una pausa,
sin un descanso. Era el forzado eterno, el
galeote de la vida, trabajando siempre,
siempre batiendo... Le inspiró lástima el
infeliz. ¡Figurábasele cansado, jadeante,
queriendo detenerse al fin, al fin descansar
y alcanzado inexorablemente por la onda
de sangre, subiendo siemore, siempre: tra-
bajo interminable de Sísifol Y entonces,
no deseando agitarse más en grandes mo-
vimientos, porque ello hacía sufrir al po-
brecillo, hizo intimo voto de verlo tranqui-
lizado y detenido. A partir de entonces,
comenzó a vigilar el constante tic-tac. Era
ésta, pues, la palabra que sus labios repe-
tían incesantemente. Intentaba decirla más
lentamente cada vez. para que los latidos
cardíacos se fueran conformando con esa
lentitud provocada por el ritmo. Traté de
disuadirla. Le dije que el corazón era uno
de esos músculos que escapan al poder
de la voluntad, acumulé argumentos para
demostrárselo. . . Todo fué inútil. Ella cesó
de conversar, sonriendo con una sonrisa de
duda y obstinación y recomenzó el tic-tac.
Le examiné el pulso; su latido era seguro
y normal. No era posible que lo alterase
tan fácilmente. A partir de allí, metida en
un ángulo de la celda, la pobre loca prosi-
guió su ocupación. Transcurrieron algunos
días sin que volviera a hablarla. Al cabo
de un mes. en cierta ocasión en que yo
la mirara fijamente, ella me extendió su
pulso. Se lo tomé de nuevo y no pijde re-
primir un gesto de asombro mientras la po-
bre niña sonreía triunfalmente. En efec-
to, la pulsación había disminuido de una
manera sensible. Era más débil y más lenta.
Pretendí, una vez más, disuadirla y de nue-
vo fué inútil todo mi esfuerzo. Permaneció
repitiendo mecánicamente el eterno tic-tac,
mucho más suave ya.
— No sé - agregó, después de una breve
pausa — puede parecer pueril esta confesión,
pero nunca sabría decirlo, viendo a cada día
tantas otras locas, igualmente hermosas,
porque delante de ésta se me henchía el
corazón de una angustia verdaderamente
dolorosa. Por fin. el tic-tac, concluyó por per-
seguirme. Llegué a creer que enloquecería
también. Aquel ruido monótono me llenaba
los oídos: a toda hora de oir a la loca repe-
tirlo, percibía yo incesantemente el tic-tac
oscilar dentro de mí; y mis labios se movían
a veces, inconscientes, modulando las dos
sílabas, siempre las mismas. . . Era ya una
obsesión extraña que me hacía evitar la ve-
cindad de la enferma. Ni de lejos la miraba.
Sus grandes ojos negros, tranquilos y afables
como un lago desierto a la hora muerta del
crepúsculo, parecían sorberme la razón, con-
vidarme a la locura, decirme que olvidara
las preocupaciones mezquinas de la vida por
un sueño cualquiera, aun cuando fuera el es-
téril deseo de hacer parar el corazón... Y
es por eso por lo que trataba de no pasar por
cerca de ella.
Pero, una vez en que no pude hurtarme
a las exigencias del servicio — hacía ya tres
meses que ella estaba recluida — la loca
sonrióme de nuevo, extendiendo el brazo
descarnado, sin que me fuese posible rehusar.
¡Qué asombrosa pertinacia! Me costó encon-
trar el pulso. Era un latido flácido. filiforme,
sin vigor, ampliamente espaciado, casi per-
diéndose... La demente no interrumpía el
tic-tac, cada vez mas retardado, como e! de
un reloj que estuviera por pararse. . .
Ni pude hablarla siquiera; las palabras
morían en mi garganta. A penas la miré
con tristeza y ella bajó la vista... Pasé
adelante sin oir nada más que el implaca-
ble tictac que me cantaba en los oídos...
Cuando a la mañana siguente, la enfermera
de servicio vino a trasmitirme las novedades
de la noche, me contó que en la víspera,
antes de acostarse la enferma, me envió el
siguiente mensaje. «'¡Dígale adiós! de mi
parte... El terminó por pararse». La en-
fermera me había trasmitido lo que le oyera
decir sin prestarle la menor importancia.
No había comprendido. Corrí a la celda:
hallé muerta a la pobre loca. Tenía el rostro
resplandeciente en una sonrisa afable de
victoria... El eterno tic-tac se detuvo, a!
fin, en sus labios amortecidos... ¡Auscúl-
tele el corazón: el músculo grillete, el galeote
de la vida, descansaba finalmente! Sus gran-
des ojos negros estaban desmesuradamente
abiertos, fijos er. el espacio. . . [Pobre loca!
Cuando Braulio terminó, habíamos llegado
de regreso frente al Hospicio. El mar batía
las rocas con rabia, plañidero y triste...
Arrimado a los barrotes de una de las ven-
tanas, que sacudía furiosamente, un loco
cortó el rumor de las olas con un rugido
gutural. De diversos puntos, fúnebres y
tristes, otros locos le respondían . . .
TRADUCCIÓN DE B. DE CARAY.
DIBUJO DE ALVAREZ.
PROPIEDAD DE DON JOSÉ BLANCO CASARIEGO.
SANCHO PANZA
OLEO DE MORENO CARBONERO.
PLVS •
. VLTPA
— r=>LS^^iS> x/LjTr:? >x —
■X.
^A-^V"ID/\-DE- UJM-PEQUENO-PUEBLO
PANORAMA. '^. "•"•« ° »• °*?"- "
mismo donde se bifur-
cui • todo* los rumbos los vientos del
tur, se enonentra el pequeño pueblo. Las
vial farreas rectan la imensidad de los cam-
pas 7 da tarde en tarde pasan los trenes
llenando el espado con la resonante can-
ción de sus alelados hierros. Cuando la
voluntariosa cabeza del convoy aparece
como quieta y estupefacta en la lejanía.
d grave maquinista mira por el ojo de
buey, y entonces se inclinan, dando la
bienvenida, las astas de los semáforos. El
trvn avanza, y en la ventanilla asoma la
cabea del extranjero.
Ba)o la carga del sol ha sido solitario y
ardiente el largo trayecto, y he aquí que se
abren a la vista frescos oasis de verdura y
tiembla en el aire el ruido cordial de las
acciones humanas. Se ven, lejanas, las es-
tancias rodeadas de eucaliptus. y más cer-
ca chacras y quintas con sus molinos de
viento de metálicas y zumbadoras aspas.
El pueblo está dividido en dos partes que
corta la via. Pocas casas al poniente frente
a lo» galpones ferroviarios: muchas y casi
todas bajitas y de estilo uniforme al levante.
rodeando a la iglesia cuya torre esbelta y
a^da se destaca en el añil del cielo. Junto
a la iglesia, que alzaron a un costado de la
plaza no hace mucho los hombres más gra-
ves del pueblo, se ve la Intendencia. Es un
caserón de complicada arquitectura y larga
historia municipal: costó mucho dinero y
su fachada de corte italiano, mudejar y
gótico a la vez, fusta al vecindario y con-
sulta las ideas estéticas de los varones más
conspicuos y exigentes. Una bandera azul
y blanca seflala el edificio escolar: más allá
se ve la copa de un enorme ceibo que huma-
niza con su sombra el triste y sucio patio de
la comisaria. Alrededor del pueblo industrio-
sas emigrantes trabajan en las granjas y
recuentan los ganados: en los planteles de
legumbres el jornalero remueve la tierra, y
dode la ventana de alguna casa una voz
de mujer llama al ñifla travieso que corre
por el jardín persiguiendo mariposas.
En todas direcciones sesgan el césped an-
chos caminos: pasan, lentamente, carretas
de bueyes, y al trote de criolla cabalgadura,
jinetes de tez bronceada y aludo chambergo.
Lejos, en el vértice de dos senderos que for-
man ángulo, se divisa una pulpería.
LAS AGUAS Cerca del pueblo pa-
Y LOS TOROS " "" "'°^?- 5*"
arroyo es silencioso
y humilde y tiene una historia tan bella
que parece humana. Hace unas curvas sua-
ves y elegantes en la verde campifía y es
muy sabido que en sus recodos más profun-
dos nunca se ahogó nadie: canta además
siempre donde sus aguas mis se dilatan de-
jando ver el cauce lleno de pulidas piedras
y obscuros légamos. Junto al puente de un
camino que penetra en el campo, unas mu-
|eres lavan ropa. Son las lavanderas que en
todas las parties de la tierra buscan las ori-
llas de los ríos buenos y mansos, y mientras
limpian la ropa de los pobres y los ricos,
charlan y cantan alegremente. Las bizarras
cantatas de las lavanderas se pierden en el
rumor de crótalos de las aguas que pasan
reidoras y ligeras, en las maftanas de sol.
El arroyo, a veces, da sus caudales a la
tierra yerma; los hombre, abren sañudos
rumbos en sus flancos, y como si se desangra-
se, las aguas, se le van. señalando plateadas
vetas en los campos sedientos.
En estos campos tan vastos y luminosos
pace ahora la grey vacuna: y precisamente,
mientras las lavanderas dicen una cantata
que suena igual en las orillas de todos los
mansos rios de la tierra, se miran, ceñudos,
dos toros en cuyas ardientes pupilas tiem-
bla la imagen de una misma vaquita.
Estos dos toros parecen hijos de una de
las siete vacas gordas del apólogo egipcio;
pero la remota consanguinidad calla ante la
despierta violencia del instinto. He aquí que,
juntas las cabezas, luchan los toros, force-
jeando a puro empuje de frentes. Está como
estupefacta la vaquita gentil y es menester
que el gaucho aparcero, picana en mano,
descomponga la animada y rotunda escul-
tura de los toros que luchan.
Cerca de las aguas reidoras, los toros en
pelea improvisaron por un instante un mag-
nífico símbolo de la tierra feraz y milagrosa.
LOS PERROS
VAGABUNDOS.
Está el tiempo nu-
boso y abundan los
perros por las calles.
Unos cirrus errantes y grises cruzan el espa-
cio como caravanas de informes dromeda-
rios, y las almas los siguen sufriendo una
inefable inquietud. Todo propicia el an-
helo vagabundo y la nostalgia de cosas re-
motas. Algún misterioso piano estridula,
inauditamente, un andante de Grieg.
Los perros, traídos, sin duda, por los fres-
cos vientos de otoño, aparecen en las calles
del pueblo. Son unos canes de recia pelambre-
ra, enérgica pupila, descuidados y libres: se
les ve en todas partes, husmeando las puer-
tas, mirando a lo alto, con el aire de anar-
quistas que buscasen lugar adecuado para
pronunciar una bíblica arenga.
Detrás de la Intendencia, rodeando las
carnes fétidas de un caballo muerto, se ofre-
cieron un festín los perros vagabundos. Du-
rante toda la tarde, silenciosos y juiciosa-
mente, dieron feroces mordiscos al caballo
muerto. Los chicos, al fin, como en la vieja
Constantinopla. organizaron una pedrea dis-
persando a los canes. Algún mastín fué vis-
to luego con una estrepitosa lata atada a la
cola, correr enloquecido.
Llegada la noche, los perros dejaron toda.
via un testimonio más firme de su paso por
el pequeño pueblo. En el teatro local, una
casi barraca donde las gentes se sientan
con el sombrero puesto y fuman distraída-
mente, hace función una «troupe» de ope-
retas. La gracia picaresca de una galante
historia con personajes de Hungría intere-
sa escasamente; pero los líricos arrebatos
del tenor y la tiple, la palabra del barí-
tono, que es travieso como un canóni-
go, y aún las discordes
voces del coro distraen
al público. Ivlas, el es-
pectáculo no convence, y
he aquí que sólo por una
grotesca providencia ter-
mina a gusto de todos.
En el patio de plateas,
sin que se sepa cómo,
entraron numerosos pe-
rros: y cuando la tiple
exalta en un grito la dul-
"T"
DELIO
ce queja de un melanc61ico amor, los ca-
nes vagabundos aullan al unísono de pron-
to, llenando el espacio con la espantable
salmodia de sus agorerías. Y forzosa-
mente, la función termina.
HOMBRE El hombre de campo en-
un ^^mr^. ^^^ ^^^^^ ^^ ^¡^^^ ^^_
cho que hacer. Heredó de sus mayores
hábitos patriarcales y se pasa la vida
discurriendo por la florida tierra, identi-
ficado con su alma profunda y armoniosa,
Pero los tiempos de ahora no son como los
pasados y de cuando en cuando es necesario
colocar los arreos al caballo zaino y dirigir-
se luego, pisando conocidos rastros, en di-
rección a las casas.
El hombre de campo aposenta en la fon-
da de unos vascos cuyo carácter adusto tanto
condice con su espíritu grave. Dejó la cabal-
gadura en el patio de la hospedería y se le
ve por los negocios realizando necesarias
compras. Hace tratos cabales con pocas y
breves palabras, y acentúa sus intenciones
con actitudes mesuradas y firmes. . . Llega-
da la hora de yantar, si aún ha de seguir en
el pueblo, busca en el comedor un sitio apar-
tado y se sirve de lo que hay, sobriamente;
y mientras los viajantes, titiriteros, y em-
pleados charlan de las cosas del día, él calla,
porque de hablar sus palabras sonarían en
el corazón de todos de una manera extraña
y distinta.
Este hombre de campo vino muchas veces
al pueblo regresando pronto a sus pagos.
Pero ahora ha llegado enfermo y está en el
comedor de la vieja fonda de vascos, más
silencioso que nunca. Un mal sin cura le roe
el corazón y poco a poco va para muerto
cuando todo parece -renacer a una nueva
vida. Lívida, casi verdosa la faz, escucha el
discurso adventicio con el aire resignado de
quien espera, en vano, algo mejor.
El nieto del viejo Vizcacha mientras ha-
blan en absurda jerigonza los extranjeros
que almuerzan en la fonda de vascos, sus-
pira profundamente, y su cabeza, pálida y
triste, se inclina como si fuera a rodar sobre
la extensión de su vasto pecho.
ALMAS La facultad de soñar es
VIAIRPA*^ en el pequeño pueblo pa-
VlAJtKA:^. trimonio de las mujeres.
El alma femenina medita al margen del
ensueño y va diseñando poco a poco la
arquitectura de un mundo ideal. Cuando
las muchachas casaderas están al lado del
novio, posiblemente no piensan en nada;
pero no todas las muchachas tienen no-
vio, y aún las mismas prometidas se dis-
traen frecuentemente, mirando al horizonte.
Por el océano del cielo, cuando el ocaso
solar, Dasan ligeras nubes como fantásticas
naves matizadas de fue-
go: en la noche el dis-
tante y claro firmamento
es rayado por el diaman-
te de alguna estrella fu-
gitiva. El alma de las
muchachas surge enton-
ces del profundo pozo
del vivir monótono y se-
dentario y sigue a las
ilusorias naves del cielo;
corre tras la blanca es*
T
trella fugitiva. Esta necesidad de sentir la
emoción del ensueño explica perfectamente
el hecho de que las muchachas no se can-
sen de pasear todas las tardes por el an-
dén de la estación, y de dar vueltas alre-
dedor de la plaza las noches en que la
banda de música hace concierto. Cuando
llegan los trenes, las muchachas del pe-
queño pueblo, viendo las caras extrañas
que asoman en las ventanillas, piensan
que el mundo es muy grande: que hay
otras tierras y otros cielos, y ciudades enor-
mes donde cumplen un destino desconocido
las gentes que llenan el convoy que pasa.
Al iniciar de nuevo la marcha el tren de la
tarde, en los grandes ojos de las muchachas
tiembla la tristeza.
Por la noche, con propicia luna llena en-
cima de la torre de la iglesia, los bravos ita-
lianos de la banda ejecutan, preferentemen-
te, «Cavallería Rusticana». Las frases de
aquella música, celestial y bárbara, suenan
en el espacio figurando la voz de una qui-
mera que arrebatara las almas; y entonces,
las muchachas del pequeño pueblo acarician
la ilusión de que alguien vendrá a buscarlas
para un largo y lírico viaje.
LA ÚNICA Sólo el trabajo acrece la
P 11 P P 7 A grandeza de este pueblo
r U íircz,/\. plantado en mitad de los
campos. Día a día el impulso del trabajo
aumenta el comercio y las incipientes in-
dustrias. Llegan continuamente gentes de
todas las partes, y el perímetro urbano se
va ensanchando con las nuevas construc-
ciones que se levantan al final de las calles.
Hay entre los hombres el culto de la ac-
ción. Se labran las tierras, se fomenta la ga-
nadería, multiplícanse las granjas y ya se
cuenta con alguna fábrica. En más de treinta
leguas a la redonda no existe otro pueblo que
en tan poco tiempo haya progresado tanto.
Las jornadas del trabajo tienen un carác-
ter vario y circunstancial. Regularmente
todo es salud y buena ventura; pero a veces
un trágico viento estremece las cabezas de
la gleba. No hace mucho llegaron a la esta-
ción numerosos braceros que no hubieron
faena por otros lugares. Mochila al hombro,
rotosos y barbudos aparecieron ante el pue-
blo como un violento testimonio de la deses-
peración y el hambre. Cundió el pánico entre
los más felices y fué menester que alguien
realizase un esforzado gesto de humana soli-
daridad para mitigar el dolor de aquella
espantable caravana.
Es siempre por la época de las ubérrimas
cosechas que llegan al pueblo estos dramá-
ticos parias.
Cuenta ya el pequeño pueblo con un diario
que es allí, según se dijo alguna vez en grave
artículo de fondo, la manifestación más alta
y espiritual del trabajo. El dueño y direc-
tor es un portugués presuntuoso a quien
nadie estima mucho. Resultaría interesante
saber cómo pudo ingeniarse para llegar a ser.
sin proponérselo, envidiado por todos. En
otros periódicos de aparición irregular se le
insulta y vilipendia; cada ataque cuesta un
disgusto a la señora del director. Pero el por-
tugués, alentado por el odio, sigue trabajan-
do y como es ingenioso, progresa. El diario
acaba de recibir una máquina linotipo y es
sin duda alguna, en el pequeño pueblo, la
expresión más inteligente del trabajo.
/VORiALEs/^
DIBU;0 DE MAVOL.
AM«fvD O
NEtoy^o
^«t
A' MI- HERJ^l ANA' LA- M ONJA
&M*PL\yvVLTRA
U, \\
■alvdtc tu, acrnxana , con tu sencillez.
lile
j^alvcmc yo. con
nti compleucidci.
Duninta os la i"i?ucla.clij"tmta la vez
y aun j'icndo la muma. otra la vculad.
Jigüe traj" laj- nube^ buícando el fulgor
de tu datropomoria oi\est<¿ deidad,
micntrdj" yo me asomo todo a mi interior,
Ka mbr lento de eniema-yyde eternidad.
Hay <ilgc> en nojotror igual: el TAinor,
y ese. Ka de loerarno,? al fin la Vnidad
Jaiva seds vvlcs tii , con tu candor,
jaluo yo, con toda mi complejidad.
lEN venido el poeta de la sencillez, de la serenidad, de la rima
transparente y alada: bien venido el poeta de la tristeza, el
dulce poeta de la delectación amorosa, llena de ensueños celes-
tes y sobrenaturales; bien venido el poeta místico, el poeta
melodioso que sueña con la realización de una esperanza única,
de un afán hacia lo absoluto, y que sabe transmitirnos la emo-
ción de su filosofía panteísta por medio de la palabra musical,
del ritmo elegante, de la forma sutil y aristocrática. Amado
Ñervo es todo esto, y es más aún que esto. Para nosotros es
el viejo amigo que llega; es el amigo de corazón a quien se recibe con los
brazos abiertos, y a quien se saluda con la íntima complacencia del que
sabe corresponder a las más caras demostraciones de confraternidad.
La sencillez, ese don precioso de los buenos y de los elegidos, es una
cualidad predominante en el carácter y en la obra del poeta. Se la encuentra
en toda su labor, en su prosa concisa y sintética, en su vida y en sus ideas,
en sus palabras y en sus versos emotivos y mágicos. A trevés de ellos se adi-
vina un vago misticismo espiritual, triste como algo perdido para siempre,
suave como una oración musitada entre labios.
La delicadeza sentimental de Ñervo se advierte en sus composiciones
amorosas. La psicología del escritor pierde su frecuente complejidad cuando
los estímulos de la pasión desnudan el alma, caracterizándose por su ternura,
reveladora de un corazón repleto de bondad y sincero hasta el sufri-
miento. Ni la exaltada voluptuosidad ni la absurda divagación idealista,
mellan su inquebrantable normalidad de hombre que refrena ajenos extra-
víos con el ejemplo.
Amado Ñervo es de aquellos poetas que sienten la atracción irresistible
del misterio, pero con serenidad de hombres maduros, llenos de la contem-
plación de la vida, que evitan los extravíos febriles a lo Edgard Poe y las
alucinaciones enfermizas.
Quien haya leído a Emerson, príncipe del ocultismo, reconocerá la irre-
sistible simpatía que inspira este gran pensador. El poeta transforma la
sensualidad de la visión externa en otra sensualidad superior, la de poner
lo que recogieron sus sentidos ante el santuario cerrado de su entendimiento.
El esplritualismo sencillo y cordial de Emerson, parece realizado por Ñervo
en algunas de sus poesías, en apariencia humildes, inofensivas de puro senti-
miento y en realidad profundas, como si velaran las hondas inquietudes de
este hermano de Emerson.
El deseo inmoderado de establecer aproximaciones entre las figuras lite-
rarias de alguna magnitud, lleva a muchos por erróneos caminos, dando
a la crítica un falso sentido de comparación. Englobar la labor literaria de
Amado Ñervo entre la de aquellos continuadores del simbolismo francés, y
colocarla después de Rubén Darío, como siguiendo las mismas sendas espi-
rituales del autor de «Prosas Profanas», no significa en verdad mucha agu-
deza crítica. Las comparaciones son siempre odiosas, y más aún, cuando la
orientación es tan distinta que en una sola lectura de Ñervo puede obser-
varse la distancia ideológica que los separa del galicismo imperante entre
los líricos de la última generación hispano-americana.
Hoy, ostentando la investidura de plenipotenciario, trayendo la represen-
tación diplomática de su país cerca del gobierno argentino, el noble escritor
mexicano llega a Buenos Aires, la ciudad cosmopolita y atrayente, no como el
extranjero a quien hay que brindar atenciones protocolares, en mérito a la
misión que desempeña, sino más bien como el antiguo conocido de todos,
el amigo predilecto de todos, que conmovió nuestra sensibilidad más de una
vez con el maravilloso encanto de su poesía. El nuevo representante de Mé-
xico puede decir que Buenos Aires no es una ciudad extraña, ni que el país
es un país ajeno y desconocido. Todo en él le será familiar, aun sin haberlo
visitado anteriormente, porque su espíritu está identificado ya. desde hace
mucho tiempo, con esta tierra donde se le profesa la más sincera simpatía
y donde el acontecimiento de su llegada ha suscitado tantas y tan elocuentes
demostraciones de afecto y consideración.
Antonio Pérez-Valiente.
— Í^i-.X^M= "VLmO.^-
LA WERMANITA
( DE LA REALIDAD)
Querido amigo:
En el momento en que escribo esta confesión,
estoy ebrio, completamente ebrio . . .
No vayas a creer por ello que esta narración es
la obra de un cerebro enloquecido por el alcohol:
ni pienses tampoco que vas a leer incoherencias.
ni divagaciones sin sentido: nada de eso. Te diré.
por lo pronto, para explicarte semejante cordura
en un beodo, dos palabras: mi embriaguez es ab-
solutamente premeditada, y estoy firmemente
convencido, que, cuando uno se propone, en estos
caaos, discurrir razonadamente, no se pierde el
tino, y en cambio se aguzan los recuerdos. (Ya te
explicaré este fenómeno en otra oportunidad).
Tú sabes que tengo la debilidad de escribir
cuando estoy triste, cuando tengo una pena: es un
consuelo. . . Sabes también que se me murió una
hermanita, ¿te acuerdas?... Mercedes: aquella
chica que declamaba:
• República Arf¡entina patria amada». .. etc.
Pero si. ahora recuerdo: tú la escuchaste en un
dia patrio, y estabas inquieto, pues temías se cor-
tase; sin embargo se desempeñó muy bien, y con
mucha gracia se inclinó cuando decía:
• . Vengo patria gloriosa, solamente
a doblar la rodilla reverente
y a deshojar las mías a tus pies. >
Y deshojó un ramo de flores que le había pre-
parado la mamá. Bueno: como me estoy acordan-
do de elln. quiero escribir. ¿Por qué me he embria-
gado para ello? Eso te lo diré, y comprenderás
mejor, al fina!.
Olvidaba hacerte una advertencia: si crees en-
contrar un cuento entretenido, no lo leas, y si no
tienes ánimo de entristecerte, tampoco.
II
Mercedes tenia ocho años. Era linda, ¿no es
cierto'i' Todos los que quieren creen ingenuamente
que la persona querida es muy hermosa siempre;
pero ésta lo era en verdad. ¡Estoy seguro! Tenía,
dije, ocho años, y unos ojos grandotes, que cuan-
do estaba en agonía, dilataron tanto las pupilas
que parecía iban a estallar. . . másese correspon-
de al final de la narración . . . pierdo un tanto la
cabeza. . . Eran unos ojos expresivos como si re-
flejaran un alma de veinte años. Cuando yo la
hacia llorar (lo hice muchas veces) adquirían una
expresión de reproche, tan triste, que de inmedia-
to me llenaba de arrepentimiento. Se me ocurre que
habiendo descrito sus ojos, la he descrito toda.
Una tarde, regresó enferma del colegio; le dolía
el vientre y tenía fiebre: llamaron al médico (dicen
que es de gente vulgar culpar a los médicos), pero
— te lo diré en confianza — parece que equivocó
el tratamiento y la nena empeoró.
Hubo consulta; es imponente una consulta;
aquellos señores graves, de ademanes mesurados,
van a decidir la alegría del hogar. El nuevo médico
le palpó el lado derecho del vientre, durante mu-
cho rato; golpeaba con el índice y el dedo medio
de su mano derecha sobre los mismos dedos de la
izquierda, que había colocado sobre la piel; «per-
cutía», en su lenguaje; y se escuchaban ruidos va-
gos e indescifrables para mí; de vez en cuando.
hundía los dedos en la carne, y la enfermita res-
pondía con un grito crispante.
— Es un caso clavado de apendicitis. — dijo.
Y ordenó que se invirtiera el tratamiento.
— Hielo, mucho hielo.
Pero ya era tarde. La enfermita estaba agotada;
no se podía operar.
Ahora comienza lo más triste para mi; desde
aquel dia no se escuchó otra cosa que un quejido
continuo; era como el débil quejido de una ovejita
herida: pero ¡cómo resonaba en mis oídos! ¡se me
clavaba en el tímpano! Y ella nos miraba llena de
angustia, solicitando protección, ¡cómo si pudié-
ramos dársela! Esas miradas cohibían, pues por
momentos imploraban y a veces exigían . . .
— ¡¡Mamá qué voy a hacer con este dolor!!
La madre callaba sin saber qué responder a la
súplica desesperada. Rezaba pidiendo ingenua-
mente un milagro; y en su oración preguntaba re-
pitiendo las propias palabras de la nena:
— ¿Qué va a hacer la nena. Dios mío, con ese dolor?
Y Dios enmudeció; por eso no creo en él.
Después se agregó el tormento de la sed. Aquel
cuerpecíto enflaquecido, de cara desencajada y de
ojos que hacia brillar la fiebre, tenía un volcán
en el vientre.
— ¡Agua... pronto... agua!...
Entretanto, sin un instante de tregua, tenaz-
mente, la acosaban agudas punzadas, cual si una
api ja perforara sus intestinos; y ese sin tregua
repetía: ¡Mamá! ¿que haré con este dolor?...
Una tarde los médicos declararon que no ve.i-
drían ya.
Cuando entré en el cuarto de la enfermita. ma-
má, sentada junto al lecho, volvió hacia mí su
rostro; en sus facciones marchitas por las vigilias
y la pena, se marcaba netamente la curva de unas
profundas ojeras violáceas.
— ¿Sabes? — me dijo con voz apagada. — Ya
no vendrán más los médicos. . . — y tornó a sus
atenciones maternales.
En la blancura de las sábanas, se destacaba
igual a una flor tronchada, la cabecita doliente,
con el rubio cabello desordenado.
Tú que entiendes de medicina, conocerás sin
duda los detalles que te envía este profano.
Creo que aquello era lo que llaman estado co-
matoso.
Respiraba lenta y profundamente. Tenía las
mejillas teñidas de color rosado y los músculos
faciales flácidos, dábanle una expresión de intenso
abatimiento; la boquita aparecía un tanto desvia-
da. ¿Sabes por qué me llamó la atención este de-
talle? Porque recordaba por contraste la gracia
con que aquellos labios sabían decir la canción
escolar:
«Tuve una muñeca, vestida de azul».
Siguiendo mi relación:
Los ojos en aquel momento me produjeron
horror. Vidriosos, más grandes que nunca; me in-
cliné para adivinar la expresió.i . . . Me parecieron
como aterrados; creo haberte dicho que tenían la
pupila bárbaramente dilatada, con un diámetro
longitudinal, mayor que el transverso. No conozco
qué clase de lelaciones fisiológicas pueden existir
entre los ojos y ese estado que los técnicos llaman
comatoso; no conozco, pero a mí me pareció que
estaban así, porque veían la mu3rte y el espanto
les esculpió su sello. Murió al amanecer. Cuan-
do el día nacía, ella expiraba.
Yo fui a verla, cuando ya estaba vestida; me
acordé de aquel trajecito nuevo que era su orgullo,
el mismo que vestía, cuando dijo aquellos versos,
en el día patrio; la madre, aturdida por la desgra-
cia, en la inconsciencia momentánea de los gran-
des dolores, se lo arreglaba con riingular esmero,
cuidadosamente, amorosamente, como si la pre-
parara para aquella fiesta...
¿Me entiendes por qué me he embriagado?
Porque dicen que los hombres no deben llorar:
eso queda para las mujeres; y yo, así ebrio, he
llorado mientras escribía y he derretido unas lá-
grimas que tenía cristalizadas en el alma, desde
su muerte. — Tu amigo.
Esta carta estaba manchada de vino.
• La saqué a paseo y se me enfermó
jPobre muñequtta, que se me muriól»
DIB. DE HOHMANN.
Por la copia;
Julio César Dabove.
PROPIEDAD DEL SEÑOR MIGUEL A. FINOCHIETTO.
ESLAVA
ÓLEO DE LÓPEZ NAGUIL.
PLVS
. VLTPA
—T=>is^^s> >v'Lrr'P3--í^—
c^j'^y^
Ú^f
TEXTO Y
DlbX^JO
DE^
QmLED-no
7^^
^^-aU^yicr
El hombre que detestaba a sus semejantes
vivia en las montanas completamente solo.
Era feliz. Mychos aflos atrás, habia salido de
la nudad. huyendo desesperado d« la estupi-
dei inaudita de los hombres. Ansioso de so-
ledad absoluta, caminó infatigablemente du-
rante muchos días y muchas noches, y atra-
vesó ríos, y subió cerros y montalUs hasta
dar con aquel lugar oculto y lejano adonde
DO llegaba nunca el eco abominable de la ci-
viHzaciófl. Su espíritu atormentado encontró
en la contemplación de !a naturaleza el más
puro de los (oces. Y su vida se deslizó desde
entonces con la augusta serenidad del vuelo
de las águilas...
Pero un dia, el hombre que detestaba a
«ussemejanies. sintió deseos de visiur la ciu-
dad, de ver a los hombres. Tal vez — pei«ó
— se hayan modificado: tal vez pueda vivir
oon ellof. Y entonces bajó de las montanas.
y caminó muchos dias y muchas noches, y
llegó a la llanura y entró en la ciudad, y vio
que los hambres eran un detestables como
siempre y sos costumbres las mismas.
Desilusionado, habii emprendido ya el via-
je de regres' — — ' -I anciano se acercó
a él y lo de- ;iano le dijo: Hom-
bre, ¿por qu» :as con nosotros? Me
apena que vivas un icjos de las i;entes. Yo he
ccnocicio a tus padres y te he conocido a ti
cuando attn «ras joven y vivias en el pue-
blo. Los hombres te quieren. Ellos son bue-
nos. Quédate. Aquí podrás hacer una vida
tranquila. Encontrarás reposo para tu cuer-
po y recrea para tu espíritu. Nuestros tei-
tros te proporcionarán espectáculos hermo
sos. Nuestras mujeres te brindarán sus en
cantos incomparables. La ciudad, con todos
sus atractivos y actividades, te transforma-
rá por completo, haciendo de ti un hombre
amante de la vida. . . Si. en verdad te digo
que me da pena que vivas tan solo. Hombre,
¿por qué no te quedas con nosotros?
Y el hombre dijo:
No me quedo con vosotros porque os de-
testo. Vuestras costumbres me repugnan.
Vuestra vanidad es insoportable... Déja-
me. Dices que vivo muy solo en los montes:
es verdad, pero más solo me encuentro entre
vosotros. Me dices que amaré la vida, igno-
rando que por amarla inmensamente y por
quererla pura y bella me he retirado a un
lugar agreste y oculto. Me ofreces ropas y
no las necesito, pues estos andrajos me bas-
tan. Tengo alimento en abundancia y nadie
me disputa su posesión. En ninguna parte
puedo estar más tranquilo que en mis mon-
uftas. En ninguna parte hallaré deleites mas
grandes para mi espíritu. De las mujeres, no
me hables: todas son iguales: frivolas, vani-
dosas, incapaces de pensar. La escasa men-
talidad que poseen les impide ocuparse de
otra cosa que de adornar su cuerpo. Son peli-
grosas. Ellas se interponen siempre en nues-
tro camino y nos ilusionan y nos pierden. . .
En cuanto a los espectáculos, joh anciano in-
genuo! ¿Cómo os atrevéis a hablar de espec-
táculos, vosotros que no habéis mirado nun-
ca las estrellas? ¡Espectáculo! El único que
me podríais ofrecer sería el de la muchedum-
bre en su lucha sórdida y desesperada por el
dinero. Déjame, anciano, déjame. Agradezco
tu buena voluntad; pero déjame solo. Nada
necesitan los hombres de mi. Nada necesito
yo de ellos. . .
Y después que así hubo hablado, el hom.
bre siguió su camino ante la mirada de asom-
bro del viejo, que lo vio alejarse poco a poco
hasta perderse de vista en la bruma de la
tarde. Y continuó caminando.
Pasaron muchos días y muchas noches, y
por fin llegó. Vio de nuevo su choza, que pa-
recía esperarlo, y vio los picachos helados de
los montes. Vio las piedras y las plantas, y
las águilas que pasaban volando sobre su
cabeza. Vio las nubes que se desgarraban
lentamente en las cumbres altísimas, y oirá
vez fué feliz porque estaba solo, completa-
mente solo, y entonces miró a! cielo y una
alegría inmensa le llenó el corazón . . .
Pasaron muchos años. La cabeza del mi-
sántropo se había cubierto de canas. Sus es-
paldas estaban encorvadas, su rostro surca-
do de arrugas. Y durante todo ese tiempo no
vio nunca la figura de un hombre ni recibió
noticia alguna de la vida de la ciudad.
Fero una tarde el hombre que detestaba a
sus semejantes sintió deseos de ver a los
hombres por última vez. Y entonces volvió
a bajar las montañas y como sus piernas ha-
bían perdido la fortaleza primitiva, el viaje
resultó muy largo y muy penoso, y después
de mucho tiempo llegó al llano y vio con sor-
presa que la ciudad no existía ya. Creyó que
habia perdido el rumbo, pero unos extraños
montículos de tierra, como pequeños cerros,
le llamaron la atención.
Dirigióse a ellos y pudo ver que eran es-
combros casi cubiertos de tierra y sobre les
cuales crecía el musgo, y comprendió asom-
brado que un cataclismo enorme había se-
pultado la ciudad. . .
La magnitud del descubrimiento lo dejó
anonadado. Su rostro se puso pálido. Miró
hacia todos lados como buscando algo...
¡Escombros, ruinas; ya no había hom.-
bres! Y entonces se sintió solo, completa-
mente solo. . . como en las montañas, y un
frió inmenso le llenó el corazón . . .
El sol se ocultaba lentamente tras la faja
violeta de los montes. Y esa tarde, el hom-
bre que detestaba a sus semejantes, murió
■de miedo. . .
I
Laura Dambré pintaba. A los veintiséis
años era aquella su única pasión, hija de un
sentimiento innato, profundo y reavivado
con tanto más vigor cuanto que los incon-
venientes de la vida diaria le oponían serios
obstáculos.
Pobre como era, ¿a qué perseverar?
Así opinaba a menudo don Perfecto, des-
pachante de aduana e interesado en un gran
comercio, el cual la pretendía. Entonces so-
lamente dudaba !a madre de Laura, doña
Concepción, a quien de sus nueve hijos le
quedaban a su lado la pintora y Jacinto.
aprendiz grabador.
No siendo en el par de horas largas que
duraba la irreprochable visita mensui^l de
don Perfecto, muy otro era el sentir perma-
nente de doña Concepción, sobre todo desde
que Laura consiguiera atender la clase de
dibujo de una escuela nocturna.
Pagar la pieza, comer todos los días y
vestir modestamente, se hacían ahora posi-
bles. ¿Por qué molestar entonces a la sola
hija que consolaba sus años, agobiadores ya?
La pieza tenía una ventana que daba a
un barracón. El caballete no se movía del
'indo golpe de luz que entraba por ella, ni
Laura de junto al caballete. Corrientes de
aire en invierno, excesivo calor en verano,
no la perturbaban mayormente. Sus inquie-
tudes eran otras: el encarecimiento del color,
cada pomo del cual casi le llevaba los aho-
rros de un mes; la carencia del dinero para
alquilar local donde exponer sus obras que
ahí permanecían arrinconadas unas sobre
otras; el terror de ser rechazada otra vez
del Salón . . .
Protección no esperaba de nadie. De sus
hermanos y hermanas distantes, sólo Rafael
se hallaría en condiciones; pero su mujer, ta-
caña, estaba alerta y lo impedía.
¡La mujer de Rafaell Laura no la pasaba
ni con colador, según decía. Se le plantifi-
caba frente al caballete y permanecía horas
enteras tiesa, muda y seca como una estaca.
— ¡Ah, sí? — respondía tan sólo a las es-
peranzas que le expresaba la madre y que
ella sabía eran las de la hija.
Aquel «¡ah, sí?» equivalía a «¡qué rara chi-
fladura! ¡vean las pretensiones!-»
En cuanto a las condiscípulas de la Aca-
demia, si alguna adinerada pudo exponer,
dar motivo a la critica y llegar al Salón, esa
no estaba muy convencida de que fuera
humano hacer que lograra otro tanto una
compañera como Laura, que pintaba cosas
vulgares.
Esta última opinión era la de todas. Pero
ninguna dejaba de ir a ver cómo iban esas
«cosas vulgares».
E iban bien: no pasaba semana sin que
un nuevo cuadro fuese concluido. Y sin en-
jugar los pinceles, Laura comenzaba otro.
A condiscípulas y condiscípulos, más que
las bellas realidades que surgían de aquellas
telas les fastidiaba la infatigable creación en
que se engolfaba su autora, ¿Cuántos cau-
dros eran? A veces hacían el recuento. El
chinito que monta en petizo blanco; el ver-
dulero que ve tumbado el carro de su mer-
cadería; el viejo negro con su largo tambor
listado de azul; la muchacha en pleno sol
junto a su tacho suspendiendo el lavado para
ver cómo el gato atisba a los gorriones sobre
la tapia... Y la enumeración no concluía,
porque alguien apuntaba el consabido
— ¡Sí. pero con esos temas!...
Esos temas eran los del patio de la casa
de Laura, los del barrio popular en que vi-
vía, los del barracón hacia donde se que-
daba mirando, en la hora cruenta del des-
aliento, cuando paleta y pincel se abatían
y dos lágrimas ardientes como su fe, amar-
gas como su infortunio rodaban lentísimas
de sus inteligentes ojos claros.
Los desánimos, tan negros y hondos como
breves, eran los solos descansos de Laura.
Salía de ellos más trabajadora, como si los
huyera.
A veces pasaba por su mente la esperanza
un tanto repugnante de que don Perfecto le
alquilaría un salón. Ignoraba que lo había
pensado y casi decidido el año anterior, cuan-
do ella se le ocurrió tener de modelo durante
diez días seguidos a Daniel.
Daniel, ese pelafustán, al pensar de don
Perfecto. Daniel, el poeta, al sentir de Laura
y doña Concepción.
Daniel Liraico, el disparatador profuso,
opinarán los que sigan mi relato y recuerden
su firma al pie de versos llenos de parques
de raso, princesas de niebla, cisnes de sus-
piro y lunas como de vaho de alcanfor.
Y sin embargo ese <'loco» era un amigo
consecuente de la pintora. Cierto es que a la
Comisión de Bellas Artes le bastó ver su
retrato para rechazar a Laura del Salón; no
menos cierto que el haberlo hecho le cosió
a la misma el que don Perfecto no la favo-
reciese. . . De ambas cosas abrigaba la sos-
pecha. Pero no dejaba de confiar en el sin-
cero entusiasmo que Daniel tenía por sus
cuadros, presintiendo que habría de serle
beneficioso.
Y es que ya lo había sido. Las primeras
noticias que de sus obras recibió el público
fueron dadas por Daniel en las revistas don-
de escribía, y el buen muchacho multipli-
caba ahora sus diligencias para que las nue-
vas pinturas no fueran rechazadas del Salón.
Había visto en persona, uno por uno, a los
miembros de la Comisión, quienes recono-
cieron en él al joven Liraico retratado antes,
el del pintoresco vestir anacrónico; cham-
bergo mosquetero, melena romana, capa es-
pañola. . .
El caso es que el estrafalario mozo argu-
mentaba persuasivamente al mostrar el par
de cuadros pequeños que llevaba escondidos
bajo la capa. Y no era motivo de poca sor-
presa para los caballeros de la Comisión el
comprobar cómo aquel joven que vivía tan
fuera de lo circundante podía aducir razo-
nes hábiles en defensa de obras como las de
Laura Dambré, a las que fuera torpe negar
su mucha realidad.
— ¡Milagros del amorl — pensaban, cre-
yendo acertar.
Y se sentían por fin bien dispuestos hacia
el quijotesco paladín de aquella Dulcinea
pmtora, por cuya persona
comenzaba a picarles la
curiosidad.
11
Desde que el Salón abrió
y supe que Laura Dambré
había sido admitida, sus-
tenté el propósito de visi-
tarlo. Las noticias de Da-
niel Liraico primeramente,
mi aprecio directo de sus
obras luego, me inspiraron
verdadero interés por la
artista y su trabajo.
^ ¿A que todavía no
fué? — di jome el poeta por
todo saludo entrando un
mes más tarde a la redac-
ción de mi diario.
— ¡Caramba: en verdad,
y lo siento!
Y a mi aflicción replicó,
echando atrás gallarda-
mente su capa y sacando
su cartera:
— Es que no leyó los
juicios. ¡Qué periodistas
estos! Entérese. De La
Nación, de La Prensa, de
La Razón. . .
Y me ^largaba los re-
cortes que yo recorría bus-
cando el nombre de la
Dambré.
Los diarios, las revistas
coincidían en reconocer
que «La Viejecita» de
Laura Dambré era entre
otras pocas una obra que
halagaba las buenas mi-
ras del arte argentino.
Nada de artificiosos acce-
sorios en ella, nada de
fondos combinados. Distante se hallaba
í'La Viejecita') de todo cuanto fuera asunto
falso, urdido en el estudio al recuerdo de
productos de extrañas escuelas, que era lo
que predominaba en el Salón.
— ¡Bravo! — exclamé, indicando asiento
en una mesa a Liriaco para que se despacha-
ra a su gusto en la aclamación de su dama.
El hombre escribió un brillante artículo
que publiqué. Con eso me desquitaba en
algo del disgusto que sentía al no poder con-
currir al Salón.
Florida abajo. Florida arriba. Liriaco pa-
seaba radiante su mosqueteril figura una
tarde tras otra.
Pero ¿cuántos días duró su andar como
en el aire y la luz?
Muy pocos: porque de pronto su gozosa
curiosidad se trocó en furioso paso de carga
con el que entró a verme.
— ¡Qué vergüenza para el arte, amigo
mío! — exclamó con una indignación que no
le conocía.
Y comenzó a referir a gritos, mostrándo-
me un breve impreso, cómo el jurado se
había expedido sin mencionar siquiera a
Laura Dambré.
— Vea: primer premio. . .
Y con su cara de ángel descompuesta y su
índice nervioso me invitaba a leer.
Yo tuve que llevarlo a otra sala. Los re-
dactores se hallaban en plena labor. No era
bien que compartieran por el momento
aquella desgracia.
En otro nuevo artículo Liriaco puso por
los suelos a los miembros del jurado rom-
piendo briosamente un centenar de lanzas.
Di a publicidad sus rayos y centellas, pero
esta vez no me resarcí con eso. Mi disgusto
se trocó en remordimiento. Parecíame que
el no haber hecho algo yo mismo en favor
de la Dambré fuera la causa de que no le
premiaran su obra.
Pero ¿había visto yo «La Viejecita» acaso?
¿Sería verdaderamente una obra notable
como se pretendía?
Esa tarde me desprendí como pude de
mis obligaciones, y quise ver, quise saber.
Nunca olvidaré el fastidio, la grima que
me produjo mi paseo por las secciones del
Salón. ¡Cuánta pintura zurdamente recor-
dadora de cosas hechas, de extravagancias
ajenas! ¡Cuánta sensualidad! ¡el color por el
color mismo! ¿Desaparecería para siempre
del arte pictórico el alma humana?
El público asistente era numeroso. Sin lle-
gar ai tono furibundo de Liriaco, los perió-
dicos creyeron justo protestar y recordar
«La Viejecita'», indebidamente olvidada. Ese
tole-tole había motivado un nuevo interés
por el Salón.
Ya desesperaba de no dar con mi cuadro
cuando un grupo de contempladores me lo
indicó. Me acerqué y vi, y quedé maravi-
llado. En la tela sin marco, fuera de la tela
mejor dicho, tal era su relieve, veía a la ma-
dre de Laura, a doña Concepción, sentada,
como diciendo: «píntame, hija mía; aquí
estoy tal como soy». Los claros ojos algo
más grandes, menos inteligentes pero más
sentimentales que los de su hija, esparcían
la plácida luz de su mirada, la misma luz
interior que parecía iluminar el rugoso rostro
donde todo era energía y bondad.
El asunto de la viejecita era pues la misma
madre de Laura.
— ¡Está hablando! — dijo alguien tras de
mí.
Volvíme. Deseaba no conocer a quien así
exclamaba, pues sentía mis ojos excesiva-
mente humedecidos por la emoción. Pero
recordé: era una escritora que me presenta-
ran en casa de la Dambré.
—- Sí, señorita. Esto es un portento de sen-
cillez y de intensa verdad.
— ¿Sabe qué dice hoy La Palestra? —
agregó. — Que solamente el gran retratista
inglés que ha querido exhibir una obra aquí
mismo como para enseñarnos a pintar, ese
famoso pincel de un vigor extraordinario...
— Sí, — le interrumpí. — el que se co-
tiza a 20.000 pesos por retrato. . .
— Ese mismo. . . Que solamente él aven-
taja a Laura este año.
— Lo creo.
E iba a volverme hacia «La Viejecita»,
hacia el cuadro del día. cuando un suceso
increíble, un acontecimiento de todo punto
inesperado para mí, túvome un rato sin mo-
verme, en muda consideración.
La misma doña Concepción auténtica
acababa de franquear la entrada del Sa-
lón. La viejecita en persona, sola, con su
traje de ir a hacer las compras, como es-
taba en la tela, después de dar dos pasos
inciertos, levantaba su cabeza entrecana
para mirar con bobo estupor los muros
llenos de cuadros ricamente enmarcados y
las gentes que los contemplaban. Dedujo su
retrato detrás de nuestro grupo. Reaccionó
en seguida, porque lo que traía era enojo
y habría de expresarlo.
Comenzó a murmurar.
Yo me acerqué a ella, temeroso, conmo-
vido, adivinando un dram.a en su alma ma-
terna de ancianita ejemplar.
— ¡Doña Concepción! Qué placer el ver-
la... — iba a continuar diciéndole.
— ¡Ah. señor! — exclamó en voz alta,
rompiendo el silencio habitual del Salón. —
iNo lo han de tener más esos señores! ¡No
lo verán más! ¡Vengo a retirarlo! — procla-
maba refiriéndose a los miembros del jura-
do y al cuadro.
Sentí el gritito de sorpresa de la escritora
viniendo hacia doña Concepción. También
comprendía aquello. Las gentes se volvían
a la anciana y reconocían a la viejecita del
ret-ato; sólo que en vez de plácida estaba
r r tada, movía terca la cabeza, levantaba
desconsoladamente los brazos sarmentosos.
— ¡No señor, no señor; me lo han de de-
volver hoy mismo! ¿No es mío acaso? ¡Hoy
mismo, esos señores! — repetía con un re-
tintín de censura gracioso aún para mí que
estaba colmado de profundo pesar.
Atiné a recordar que el secretario de ta
Comisión era amigo mío; pensé que lleván-
dola hasta él al través de las salas deslum-
brantes de lujo artístico se calmaría, im-
presionada en su sencillez.
Le ofrecí el brazo. La anciana temblaba
mucho.
— Vamos a ver a esos señores, doña Con-
cepción.
Pero ella no amainaba así como así. Era
evidente que ese loco de Daniel Liriaco le
había comunicado su batallosa indignación.
La escritora se quedó explicando aquel
acto ingenuo y magnífico. En medio del
público cada vez más numeroso, su explica-
ción se multiplicó en comentarios esparcidos
luego en los circuios de arte y repetidos por
algunos diarios.
Y aquella admirable anciana, si bien no
consiguió retirar su retrato cuando quería,
hizo más: ganó la batalla trabada entre su
hija y la fama, que era lo esencial.
Hoy, al mes apenas de cerrado el Salón,
Laura Dambré tiene su estudio amplio, ro-
deado de ventanales y cortinas. Lo guarda
a la entrada, como ángel custodio. «La Vie-
jecita». desde un suntuoso marco, y la otra,
ia viva, andando por toda la casa.
Ha operado esa transformación el resul-
tado de ocho retratos de encargo, los más
hechos por recomendación del gran pintor a
que aludía La Palestra.
Este invierno exhibirá Laura todas sus
obras, y entonces hablaremos.
Edmundo Montagne.
dibujo de m. petrone
—T^LS^^^rs "V'-j-rri^^^—
ALTA.
A OMLLA5 DEtL K\0
Amas.
N el puente de madera tendido
sobre el río Arias, asaltóme un
recuerdo que es como un puen-
tecillo que une las dos orillas de
dos vagos existires míos. «Hace
mucho — pensé — yo vi estas
márgenes y este puente. Acá me
sucedió algo. Puente de madera, provisional y
durable, ¿eres un recuerdo-fantasma que en
esta vida difusa de ahora me traes la remi-
niscencia de otra vida anterior? »
Junto a la fe o a la esperanza de una trans-
migración, alienta esta memoria tenue del pa-
sado. Es como la sombra que en el mármol de
un altar arroja el humo de incienso; sombra
de un perfume que aromatiza nuestra pavura.
¿Será la muerte tan sólo una amnesia, cu-
rable en el infinito? ¿Recobraremos la memoria
allá, donde el espíritu quede libre de los ner-
vios y del corazón?
No sé; mas esa reminiscencia grata y dolo-
rosa viene a parecerse al esfuerzo que hacemos
para rememorar un nombre olvidado.
El vicio humano del olvido, espectro de ese
gran olvido misterioso, no borrará la sensa-
ción que experimenté junto al rústico ^.
puente cuando quise recordar cosas ffiS
que yo no he visto con estos ojos, sino ^ri
con aquellos que ya se comió la tierra. |£@
■^1:2 >x-
PAGINAJ" PÍMENINA.J'
«E! mundo fué hecho para los
hombres, y no para las mu-
i eres . , . ¡
«Phrases et Phüosophies»
Óscar Wilde.
El transcurrir de los años, nivelador de
tantas injusticias seculares, la sublime abne-
gación de la mujer moderna, que exaltó sus
deberes hasta el sacrificio, ha borrado para
siempre, la amarga, irónica sentencia...
El problema mundial — los derechos de
ia mujer — hallará en breve la solución re-
clamada, no sólo por nosotras mismas, ami-
gas mías, sino por muchos hombres ilustres,
que afirman hoy que «de las mujeres es el
porvenir. . .»
El lema nos apasiona, ¿a qué negarlo? Pa-
saron ya los tiempos aquellos en que el ini-
ciarlo, solamente, y en reducido grupo, pro-
vocaba protestas, sarcasmos o irónicas son-
risas: la idea se hace carne en nosotras mis-
mas, en las que fuimos hasta ayer tan indo-
lentes, tan apáticas. . . la chispa intermiten-
te se fija y se transforma poco a poco en luz
perenne que ilumina mil repliegues de la
mente femenina. Por mi parte, he llegado a
comprender que el voto no significa un dere-
cho, que constituye un deber, y por consi-
guiente, todo ser humano, sin excepción,
debe prepararse para saberlo cumplir...
Por eso deseo convencer a ustedes, amigas
mías, que debemos abrir los ojos y el espíritu
de par en par. y ya que a todos conviene, ha-
cernos feministas de buena ley. dejando da
lado prejuicios y convencionalismos anticua-
dos; pero no basta muchas veces, por desdi-
cha, la mejor y más sana intención. . . y co-
mo no me hallo capaz de exponer a ustedes
una síntesis clara, de cómo debe interpretar-
se la palabra que ha sido durante largos
años fantasm.a ridículo en nuestro ambiente,
recurro a uno de los maestros en la materia:
(1) duendeo pues, y no por vez primera, en
huerto ajeno. . .
« El feminismo quiere sencillamente que
las mujeres alcancen la plenitud de su vida,
es decir, que tengan los mismos derechos y
los mismos deberes que los hombres, que go-
biernen el mundo a medias con ellos, ya que
a medias le pueblan, y que, en perfecta cola-
boración procuren su felicidad propia y mu-
tua, y el perfeccionamiento de la especie hu-
mana. Pretende que lleven ellas y ellos una
vida serena, fundada en la mutua tolerancia
que cabe entre iguales, no en la rencorosa y
degradante sumisión del que es menos,
opuesta a la egoísta tiranía del que cree
ser más. *
Para alcanzar este ideaJ, necesita la mujer
una educación superior, ¡qué duda cabe!, y
también, qLe pueda opinar ante su marido,
con sinceridad y firmeza de igual, como la
(!) G. Martínez Sierra.
verdadera compañera y colaboradora de to-
da una vida; tiempo es ya que la mujer inter-
venga en los destinos de su país; que su opi-
nión tenga autoridad para colaborar en la
formación de sus leyes... Reconozco, en
justicia, que abundan mujeres torpes, inep-
tas, sin tino ni discreción, incapaces de tener
una idea propia, y como si esto no bastara,
petulantes, vanidosas, egoístas... pero, ¿se
carece acaso de análogos ejemplares entre
los que se han reservado el exclusivo privi-
legio de regir la sociedad? Sin embargo, hay
entre ellos espíritus generosos que creen que
la intervención de la mujer, poniendo más
equidad en la ley, hará ganar mayor con-
ciencia en la vida total.
Muchos de los muchos, sin embargo, han
de hacer suya una vieja máxima alemana,
que afirmaba que la biblioteca más adecuada
para toda mujer era su armario, y que a las
niñas debía encerrárselas entre los cuatro
evangelios, o entre las cuatro paredes de su
habitación... Siempre ha de haber cabe-
citas huecas, ignorantes en absoluto, de
toda responsabilidad, porque entregarán la
educación de sus hijos en manos mercena-
rias, fráuleins o nursies, a las que no se
puede exigir que forjen con amor y previ-
sión de madre, esas almitas que adolecen
de pequeños defectos, que pueden conver-
tirse luego en dolorosas inclinaciones...
esas mismas cabecitas huecas, por más que
frecuenten el templo, no conocen siquiera
el consuelo ni la enseñanza de la plegaría,
puesto que desgranan displicentemente las
cjentas del primoroso rosario; tal vez lle-
guen a fijar su atención mientras dicen «Pa-
dre nuestro...», pero siguen luego murmu-
rando maquinalmente la divina invocación,
mientras analizan prolijamente el sombrero
o el abrigo de la devota arrodillada a su lado;
esas mismas personitas no han franqueado
jamás el dintel de la cocina de su casa, y pa-
gan sin pestañear las exorbitantes cuentas
del maitre d'hótel o del chef, porque no tienen
ni siquiera una idea aproximada del costo de
las provisiones; con sólo lo que se derrocha
en su casa, podrían vivir dos familias holga-
damente. . .
Y esas atolondradas votarán también, a
tontas y a locas, por snobismo, y muchas ve-
ces por no perder la oportunidad de ejercer
su espíritu de contradicción; no han de favo-
recer al candidato de su marido...
Pero ellas son, felizmente, la excepción en
nuestro ambiente; en todos los planos socia-
les, desde los hogares de tradición y abo-
lengo, hasta los más modestos, se abre ca-
mino en el espíritu femenino ese anhelo de
progreso moral, que nos enseña a no ence-
rrarnos en estéril egoísmo; y ese anhelo fer-
viente, perseverante, nos llena de luz el al-
ma. . . La responsabilidad de nuestro propio
destino ha de hacernos más ecuánimes, más
serenas. Toda mujer bien intencionada, des-
de la más preparada hasta la más ignorante,
puede cooperar con los medios a su alcance,
en cualquiera iniciativa que tienda al mejo-
ramiento general: en cualquiera obra que
prometa una humanidad más dichosa, más
sana, más virtuosa...
Y para ello, ha de guiarla ese feminismo
que ha sido durante largos años ridículo fan-
tasma paia el ambiente porteño: cabe recor-
dar aquí la desalentadora sentencia de un
eminente compatriota, que dice así: «Aplau-
do el feminismo, en cuanto tiende a elevar el
espíritu de la mujer, dotándolo de alas; lo
repudio, en cuanto propende a darle ga-
rras. '> ( 1 )
Cuántas veces se sacrifica una idea en
aras de una bonita figura literaria... Y es
que en nuestro ambiente se teme aún y se
satiriza cruelmente, a la feminista militante,
que pretenda ocupar una banca en el Con-
greso, mientras la opinión asegure que la re-
claman imperiosamente los deberes del ho-
gar: pero señores, si este problema no es
cuestión de sexo, sino de circunstancias!
Bien sabemos las mujeres que ni correspon-
de la actuación militante a las que están vi-
viendo esa primera etapa de la vida, dedi-
cados todos sus afectos y cualidades a for-
mar la familia, manteniendo ese fuego sa-
grado que ilumina y caldea el hogar modelo;
en medio de la opulencia o en modestísima
situación, la mujer argentina vivirá antes
que nada para los suyos, pero. . . ¿y la que
carezca de esos afectos íntimos? ¿La que
perdió el compañero de su vida, la que for-
mó ya sus hijos, orientando su porvenir, y
conserva víbranies todas sus energías, la que
habiendo ampliado sus conocimientos puede
emplearlos en provecho ajeno? Esa. como
tantas otras, a las que obligó su destino a
vivir aisladas, deben preocuparse en favore-
cer a las desheredadas de la suerte', interce-
diendo para que su trabajo, ya sea intelec-
tual o manual, se vea remunerado a la par
del del hombre; dictando leyes que protejan
la maternidad; interviniendo como miembro
directivo, en los Consejos de Educación,
siendo en ellos garantía de moralidad y res-
peto. . . Hemos de tener presente que para
bochorno nuestro, no existe tampoco en la
Argentina el Jurado Femenino, ese tribunal
especial para juzgar a menores delincuentes.
Es necesario comprender que no puede ser
el único objeto de nuestra existencia, la i'ida
sentimental. . . si hemos de tratar de iñinr
nuestra vida — y séame perdonada la frase
predilecta de ciertas egoístas — lo mejor
posible, debemos procurar llevar a cabo la
mayor suma de bien posible, y sobre todo,
ser útiles a la humanidad; '( la mujer que a
los cuarenta años no ha substituido con una
actividad desinteresada, y en cierto modo
social, las actividades personales de esposa
(1) Dharma: Dr. J. C.
y de madre, que le llevaron la juventud, será
un ser desdichado, que se atormenta a sí
misma y desespera a los demás... * (1)
Las alas de que la dotó el feminismo, al
elevar su espíritu, han de sostenerla enton-
ces; porque las garras, que tanto repudia el
distinguido compatriota que firmó nuestra
sentencia, crecen sólo en medio de la ocio-
sidad, las afila el tedio, la vanidad, el
egoísmo.
El abnegado, perseverante ejercicio de la
beneficencia, ha acaparado, durante largos
años, todas nuestras actividades, porque la
mujer argentina es eminentemente carita-
tiva; pero justamente las más activas, las
más ampliamente generosas, aquellas que,
como la heroína de Caldos, «han bajado a los
infiernos», palpando la verdadera miseria y
todo el horror de la injusticia social, ven cla-
ramente hoy. que no basta el socorro opor-
tuno, por más que éste se multiplique; com-
prenden que es menester votar leyes que am-
paren a la mujer y al niño, para que no sean
explotados por la rapacidad implacable de
los egoístas; a las mujeres corresponde ahora
— y no lo he inventado yo, amigas mías —
tener « el patriotismo y el valor de intentar
lo que los hombres no han sabido hacer. . .»
y por eso deberán influir con ánimo ecuáni-
me y sereno para mejorar su propio destino:
«somos la mayoría dentro de ia humanidad»...
Bien lo saben los hombres, y muchos han de
temer ciertas represalias. En caso de votar
nosotras, no se volvería ni a mentar siquiera
aquella tan famosa «Ley del Embudo». . .
Pero, tal vez se les ocurre a ustedes obser-
varme; «Esas son sus teorías. Duende amiga,
y sí no faltan en nuestra sociedad elementos
liberales, predomina siempre entre nosotras,
las mismas interesadas, la opinión conserva-
dora, con todos sus prejuicios. . .*>
También lo creía yo, lectoras mías, y sin
embargo, he comprobado, gratamente sor-
prendida, que vibra latente, en los más dis-
tantes círculos de nuestra sociedad, el anhelo
de que sea solucionado cuanto antes, en la
Argentina, el problema mundial: el sufragio
de la mujer. . .
En toda agrupación femenina, aun en las
que han sido clasificadas hasta hoy como
fieles mantenedoras de ideas conservadoras,
y donde se escucha también la autorizada
opinión de las matronas que supieron ser
dignas colaboradoras de la obra de los hom-
bres de estado más eminentes del país; entre
las figuras más respetables y representativas
de la sociedad porteña, han de recoger uste-
des la misma unánime opinión:
Debemos ser electoras; esperamos ser ele-
gidas. . .
La Dama Duende.
( 1 ) G. Martínez Sierra.
— T=>LS^^^B' X 1_T"I^ >X—
HonimiBoi nuastras pigiios con un frag-
ranté d> la priiBoraia novela Vncida pu-
Mkaiht racianMinente an Lima. Su autora,
la aiBoríta An(élica Patina, que se es-
cada tras al aaudónimo Manantía, hija
dal lauraado poeta peruano, don Ricardo
Moa. ha doñostra^o ser una escritora ga-
iam y profunda al mismo tiempo. El fondo
de la iwveia a que nos referimos, entrafta
una attadón, por la que tenemos mucho
que hidiar aun las mujerat sudamericanas,
«anotando mjuKica. que el tiempo se en-
caifari de naoer desaparecer, a medida que
vayamos ganando terreno en las actividades
de la ludia por la existencia. La mujer agre-
ga iniritfls y «Dcantas a su persona, valién-
dose de su talento y su saber, para bastarse
a ai miamt: lin qtie asta situación pueda in-
fluir para haoer desmerecer el idealismo espi-
ritual que repraaema e) problema del amcr.
La mular d^ ser, como dijo el poeta, unti-
mdiptt y lut com p*Hsamitmto.
Para Flommcia
Lima, tu Jr nv.itmi-ft ílr Jyjí J.
•Fara Florencia», asi me decía nuestra po-
btadta Nelly cuando yo. temercsa de que se
fatigase, le preguntaba:
— iQaé tanto escribes, nifta?
— Es para Florencia, — me contestaba
con su pUda sonrisa de los últimos tiempos.
— Pna Florencia o para el fuego; pero si
alguien Uega a leerlas, sólo debe ser ella.
CumpUoido su dMSO. le envío hoy. por
seguro conducto. los papeles que te desti-
naba. He agregado a ellos el que te escribía
cuando un golpe de tos. seguido de una in-
contenible hemorragia ( ;cuánta sangre. Dios
mió. en ese i..leliz cuerpo!), la dejó sin vida
entre mis brazcs. Solas estábamos las dos en
la tiistexa da un pobre lugarejo de la sierra,
y de tal modo me habían apegado a ella el
aislaroiento y la pena, que creí que era una
hija la que se me moría.
h4o tengo inimos para trasladar tantas
anargiuas a esta caru. Si algún día regresas.
goómo me consolará hablar contigo, que tan-
to la quisiste, de ella, que tanto te quiso!
Eosefia a tus hijos a recordarla en sus ora-
donas inocentes y tú no olvides a tu vieja
amiga.
Crimanesa Cateto dt Paredes.
29 ée junio. — Cuando te conté. Florencia
mía. la traidón de Javier, mi acerbo desen-
canto y la carta brevísima en que, sin un
reproche, le devohfía su libertad, exigiéndo-
le, en cambio, sólo olvido y paz, te asegu-
raba que esa larguísima epístola era, a la
vez, resumen y- punto final de mi triste
novela amorosa, y que no volvería a ocu-
parme de ella. Sin embargo, como sólo
contigo puedo hablar con entero abandona
y tengo tanu, unta necesidad de expan-
sión, quebranto hoy ese propósito, pero
sólo a media:, para satisfacer en algo a mi
orgullo, a ese orgullo que tanto me enrostran
ahon y que me hizo prometerte y prome-
tarme silendo. presdndencia, cuando, por
mucho que me avergüence el confesarlo, no
pude callar ni prescindir. El medio que he
hallado para transigir con las dos fuerzas
opuestas que en mi batallan, el amor y el
orgullo, es pueril, muy pueril, y, quizás por
eso. consolador.
^^ENCID/V
Te escribo, pero no te envío las cartas
aún: quizás no te las mande nunca: quizás
algún día las leeremos juntas y lloraremos
sobre ellas. . . o nos reiremos, según la mueca
que la vida haya dejado en nuestros labios
cansados, sea de tristeza o de burla. ¡Quién
sabe! He sufrido un trastorno tan grande en
mi vida, en mis creencias, en mis sentimien-
tos, en todo mi ser. que ya nada me parece
imposible ni inaudito. Vendrían a contarme
el hecho más ilógico y absurdo, y lo creería;
me referirían el hecho más sencillo y natural
y lo pondría en duda. Nada es como era, co-
mo yo pensaba; todo está alterado e inver-
tido: la existencia es un perpetuo engaño y
un error continuo; no hay otra manera de
pasarlo regularmente quj la indiferencia ab-
soluta; y aun asi, ¡chi lo sa! Esta frase italia-
na me martillea continuamente el cerebro y
su ambigüedad misteriosa es el fiel reflejo
de mi espíritu. Las cosas vulgares y las ele-
vadas, las materiales y las abstractas, me
inspiran el mismo comentario; ¡chi lo sa!
Por ahora sólo sé que me alivia y me com-
place escribir estas líneas incoherentes y
confusas. ¿Llegarán a verlas tus ojos? ¡Chi
lo sa!. ..
Entretanto, el mucho divagar me ha dado
sueRo. ¿Lo ves? Duermo, como, hablo, me
visto, me peino, exactamente como antes,
como si nada me hubiese sucedido. ¿Es que
no estaba enamorada de Javier, ciega, loca-
mente, concentrando en él mis ilusiones, mis
anhelos, mi orgullo, mi alma entera? ¡C'-'i lo
sa! . . . ;Ay! ¡Yo si lo sé!
Junio 30. — Es admirable la multiplici-
dad, la riqueza y la percepción exquisita de
nuestras facultades para no perder uno solo
de los leves matices, algunas de las infinitas
gradaciones del sufrimiento. Cuando hemos
recibido uno de esos duros golpes que atur-
den y anonadan, creemos, en nuestra sed de
es[>eranza y consuelo, que esa misma rudeza
nos insensibilizará para valorizaciones de
^4./X^sí c> JNJ p o
AL DOCTOS OSCAK UOHTES
Ante la reja que drcunda el jardín, el pro-
faaor presenta, a sus alumnos, las pensio-
nistar
• Ea> que dlle parduzca túnica con rom-
bos de oro y hace oír el roce de la cola, es
Tais, víbora de cascabd. crolalus terrifi-
tus. . . como la cortesana de Alejandría y
tantas otras. ..
< Esta pequefia. con malla roja, sangrien-
ta, y anillos negros, que lleva fúnebre tiara
sobre los diminutos ojos y se desliza bajo
los arbustos, es Lady Macbeth; pertenece al
féoaro elaps y es larga su parentela entre
las mujeres ambidosas y las víboras de
oorall . . .
• Aqudla. de pupilas elípticas, fasdnado-
ras. cuyo traje obscuro arrastra corazones de
baraja y alarga d cudlo para observarnos,
es Manon.
Lafutüs alUnuUus para la dencia es la
yarari dd indígena.
I Pérfida, ostenta en la cabeza una cruz,
un ancla o una espuda. . . ¡Guay del in-
cauto! ¡Cuántos Des Crieux que la esperan-
za enceguedera. sólo hallaron tras ella cruel
ntartiriot
• Desconfiad de Manon, mata o . . . inmu-
niza » — agregó el anciano, y alejóse
del serpentario hacia el Instituto
cuya divisa es: Ciencia: humanilati
et patria.
— lj¡quesis. ■ . • — murmuró uno
de los oyentes, evocando a la de-
vanadora de los destino.s, a la parca
que desgarrara su alma juvenil, a
la deidad que viera, en sueños,
triste y pensativa como la del pin-
cel de Buonarotti. . .
¡Ah, cuan lejos está Manon de
la insidiosa maraña de la selva tro-
pical!
Nunca más acechará entre lianas
la presa codiciada ni oirá la música
extraña de los hombres ni el mis-
terioso susurro de los ubapoíjs. tim-
bóes y urundays.
Nunca más bajo ios laureles ve-
rá gesticular al indio que la teme
y venera, ni aspirará el perfume de
indensos y azahares . . .
En la celda som-
bría, insulso manjar
menor cuantía. ¡Ni siquiera eso! Abierta y
sangrando la honda herida de la puñalada
trapera, no nos pasa inadvertido el escozor
de los arañazos. ¡Y cuántos de estos raspu-
ños envenenados recibe tu pobre Nelly!
Compasiones humillantes, curiosidades in-
disoretas. consideraciones sobre la vanidad
juvenil que cree no necesitar las lecciones de
la experiencia, aspavientos sobre el tupido
velo con que el amor y la inocencia ocultan
lo que los ojos indiferentes ven con claridad
meridiana, nada se me escatima; cada ami-
ga, cada persona que se me acerca vierte su
gotita de almibarada ponzoña en este cáliz
siempre colmado.
Quizás soy injusta y exagerada al medir a
todas con la misma vara; quizás en algunas
la intención es buena y sincero el deseo de
curar la llaga, pero carece de finura en el
tacto y sólo logra enconarla, y obligada a
fingir o a lastimar por el celo inoportuno de
las más o la malévola impertinencia de las
otras, me voy volviendo falsa y agria.
Sin embargo, hoy he tenido un momento
de alivio y de franqueza. Vino a verme Elvira
Carees, que desde antes de llegar a Lima,
sabía ya la historia con todos los detalles
ciertos y falsos que corren en boca de la gen-
te. Estaba yo sola cuando ella entró; yo. te
lo confieso, mi primera impresión fué de dis-
gusto al pensar que debía representar una
nueva escena de la ingrata comedia: pero
mis ojos secos y hostiles vieron brillar en los
suyos tan sinceras lágrimas, que, sorprendi-
da y emocionada por tan rica y generosa
sensibilidad, dejé a mi orgullosa reserva des-
hacerse en llanto refrigerador. Después ha-
blamos, hablamos mucho. Nuestra conver-
sación me causó nueva sorpresa. Elvira no
condena inapelablemente a Javier.
Julio 4. — He pasado varios días sin to-
mar la pluma para hacerte mis tristes con-
fidencias, porque me he sentido tan cansada.
Florencia mía, que aun de ese pequeño 'rs-
fuerzo me he encontrado incapaz. No sabe
Elvira el daño que inocentemente me hace.
Ya estaba yo aprendiendo a vivir en un de-
sierto moral, sin oasis, pero sin tempestades,
y ella, con el candido optimismo de quien
desconoce el dolor, se empeña en mostrar-
me espejismos engañosos de felicidad. No
comprende que no puedo tener fe. que aun-
que quisiera tenerla, no lo lograría, porque
la fe no deoende de la voluntad.
Hoy me llevó a su casa y entre Pepe y
ella se propusieron convencerme, buscando
atenuantes a la conducta de Javier, obli-
gándome a leer unas cartas en que le entona
a su amigo el mt'a culpa, y sacando a relucir,
como último argumento, el regreso de mi
rival a su tierra.
— ¡Velas y buen viento! — fué mi res-
puesta. Acabaron por enojarse ccnmigo. por
motejarme de rencorosa, de seca, de fría y
no sé cuántas lindezas más. Yo les dejaba
hablar sin ganas de defenderme, importán-
dome poco que atribuyeran a orgullo lo que
es sólo enervamiento e impotencia para ex-
presar lo que pasa en mí. No son mi amor
burlado y mi dignidad ofendida lo que me
imponen esta conducta, no: el amor perdona
siempre y la dignidad no se degrada pe ello...
No e,<: tampoco que mi cariño haya desapa-
recido, como los fantasmas nocturnos cuan-
do raya la aurora, ante la cruda luz del des-
engaño; eso está bueno para heroínas de no-
vela; en la realidad se necesitan muchos años
para poder borrar un amor verdadero, si es
que se llega a borrarlo... Es que ya no
puedo creer ni esperar en Javier, no puedo;
¿qué quieres que haga? Con la mejor volun-
tad, con el mayor esfuerzo humano, me seria
imposible. Es algo más fuerte que yo y más
fuerte que este amor no extinguido, tormen-
to de mi vida; más fuerte que el amor, la des-
confianza. Yo, con la falsía de Javier, he
llegado a ver claro lo que siempre percibí
vagamente, a través de mi afán de ideali-
zarlo: su moral inconsciente, su vanidoso
egoísmo, su falta de energía para resistir a la
tentación o a la conveniencia. Es de esos
hombres que de la infancia sólo pierden la
ingenuidad y sencillez, pero que, por la in-
quietud del espíritu y la debilidad del ca-
rácter, son niños eternos, propensos a caer
en falta con frecuencia, necesitados de per-
dón continuamente.
Dicen los que pretenden conocernos que
los seres así son los predilectos de las muje-
res, porque les dan ocasión de verter sobre
ellos todos los tesoros de abnegación, bene-
volencia y consuelo de sus almas eminente-
mente maternales y de satisfacer su necesi-
dad de sacrificio, pues está visto que para
los hombres es una verdad inconcusa y muy
cómoda eso de que las mujeres necesitamos
sacrificarnos.
¡Ya se encargan ellos de complacernos!
Julio fi. — Por sangrienta buna de la
suerte, ahora que sólo anhelo tranquilidad,
quietud, vivo en constante agitación. En
primer lugar mis lecciones, mucho más nu-
merosas de lo que yo quisiera, siendo tan
modestas mis necesidades, cuando no estoy
en ánimos de paseos ni adornes; mas por lo
mismo que no lo deseo me llueven discípu-
las. Las mamas dicen que aprovechan mu-
cho conmigo. ¡Así pudiera yo aprovechar las
duras lecciones de la vida!
E M M yV D y\. V^
es la rata blanca o el cobayo, irri-
tante olor el del antiséptico, infame
ultraje la presión del lazo que la
inmoviliza y deja impotenta en la
diestra del operador...
¡Ah, si lograra asir la mano au-
daz que debajo de los garfios pon-
zoñosos coloca un vidrio de reloj!
El cautiverio acrecienta su ira y
Manon aguarda. . .
" Hoy le extraeré el veneno » —
dice el iefe del laboratorio, mien-
tras sujeta con dedos tenaces la ca-
beza triangular del ofidio.
Necesita pinzas y al indicar con
inconsciente ademán dónde se ha-
llan, extiende la izquierda... y
brusco como resorte distendido,
muerde el reptil la carne apete-
cida...
Presto arranca el médico la ma-
no a la boca viperina, mas ya la
rebelde inoculó tóxi-
co fatal . . .
Al estupor del pri-
mer momento, sigue
la voz de alarma de colegas y discípu-
los.. .
Entra el maestro y palidece, la victima
sonríe y muestra el pulgar con los orificios
que Manon dejara. . . <'0 mata o inmuniza,
¿verdad?»
El profesor no responde y sin vacilar pre-
para la inyección de suero antibatrópico. . .
El edema cunde, el dolor se intensifica y
las horas de angustia de aquella noche,
¡cuántos las recuerdan!
¿Arrebatará la ciencia esa existencia útil
y abnegada a la insensible parca del destino?
Manon vive tranquila, nadie se arriesga a
molestarla, pero el médico vuelve y los ex-
perimentos continúan.
El veneno es arma de dos filos, da la muer-
te o devuelve la vida. Nada detiene a la
ciencia en sus investigaciones y quizá en día
no lejano consiga preparar antitóxicos nara
muchos males, vicios, pasiones mórbidas,
ambiciones locas...
La humanidad será más sana, equilibrada
y perfecta; pero. . . ¿será igualmente intere-
sante? ¿No extrañará a Manon, Tais y
Macbeth?
— V^^TS^^^
)i?t:a.
POTO
V/^N R.IE-L
L A S
DIBUJO DE LARCO.
/A I L
N O C H t S
Y
U N A
N O C H e
Túete» la e«e«na^§iaWzci<U,(lelaeiiceiuli(kfciii<ajía^
Tú i>eiae>Mtf U/ ilanoae/ euaiuJo W ;iie%3r /e nof van.
Y\«* iáeuio ha lesewUí^iumvíIIoíaí de poe^ía^
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Haió, Isf fUiíiai ds AUk^eléiáiule^Ia JaIamadeUopaeúm...
POR. ANOMTIEL B/\LLe/T&RO.
fb-p «obre elTi^m^eti las 7ioe!ies^m<^icas fa7i<asTiu3¿opidí'
LdJ comúwag con tiacWeí lacjid un exdi'ico iardÍTi . . .
fra lampam de AlddlTUD^ pon/a a /odas ¡as iaTiilásíaj...
el cdlallo cual CiavileTío^ ij el piimo loeo del festín ! ...
Tú íe srredaiat^DoiaájaaÁa. taKríedanáXÍe fiero jcMeí..
taáiilffiknovifcaaniówcalavoz flexille ii niníisal :
SmQeii •palaciof a un. conjupo ¡olí siibtío ingenuo ij ofieu^l!
Pecina vopíoí ijlejendaí el buen Wlepo eliarUlí^dTi, .,
Pfeíaidu ppineeJas misfefiosas eufraudoalíálaTno nupcial
A al^n TOuiCTo TRiseraole ¡fie eome leijes del CopaTi.
CTi.zaiieí<aavo»ecwofreTiJas.^l)el¡of ¿uen?ei?os coieseujos.,.
ni " r"7 ' I "d — JTt i'^a "/ 7 7"/^: Yíol>pe uiifoTido de palmepas^lieelias de Wee aluz 3e sol^
Uk abrteado Ifej de¿ lientpo!, .Uí namie lafeifona fiel Pata el eorfejo de uta reina yie ¿uardan den Tieéws dejaui»
teAh.Batarjc>e*c«allnA,5«fe»WaK5t«iiDl™loi(§nal.. Lllfi?CTioej¿oro,Ml<aiiUzaji|ifieml)liazulelqui4sol. ~
La» pemiadas islas taiuj que amJla un Iravo inar leja.!»^
Lo TOodiéwjo délas épu4s de puer^s de élano ij marfií .
Lof hianeof haiwiaTide akoas/po^que euidaimalbjeiqi»? anciano.
I -a. (juiíifaeseiife amor ^ue es eane ij es alma Kinca ij su^il .
Dm^ deffilat caiiáioraj,mií»icaj^é^iwi»,l)ailañiMi ..
Ata^eí poe4^iaoe n» eJo^o al sabio ^poe en j» eaivziMi. ..
Fbf^loí dener¿3r-6ieóoiíOto-Nait eaiavanas pereérótas :
Ho«lre*,ea«eJIoi-»ileii¿osoí^<»«o loa ftü^ica. vásión..
Las finas tías Jof4jidoy^impalpallGí-eual U mirada
De Id luna -papa envolver una divina desnudez .
Las pedpepúí léueseenfes i| ¡as joijas^SeliaWzada,
Gmijueel&iiirdeloí Geijenfes deslumlTaemnaénaesplendide?!
Damaseo^fl Caipo ij faWosa Baédad^k anfiéua ij sin T¿ual...
lIíoco jleuo de piquezas^donde discurre el mepeader.
Ol^refmaJo eneanfo deAsia^fpíunfdTidD entíilo sensual
Con suavidaaoí de eapieia ij leve aioma de muiep]
Te da el mofivo k -pesúje da la músiea el amoi?^
A SI enean/as la serpienife- de nuesfros sueñbí que se van . . .
MienÍTOS k mueWe ronda Aenes cjue disítaep a-^ séñsv
Y van podando ks caducas ij lap¿as noeliej del Sal/au I
ijuey/ro eausaneia nues/io ¿-dioses k serpienlb venenosa^
Ytók aduerraeí^&lalirazada^eon^ fecundo iina¿inap.^
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FUENTE
D E
En la cima del Horeb, mon-
taña que pertenece al macizo
del Sinai, enseñan los «cicero-
ni'> indígenas una enorme roca
asegurando que es la misma
que Moisés convirtió en fuente
mediante un golpe de su va-
rita mágica.
La situación de la peña no
está muy conforme con el re-
lato bíblico. Para creer que
aquello es la fuente milagrosa
se necesita reñir con el texto
sagrado o enmendarle. La
fuente debía hallarse dos jor-
nadas de camino antes del
Horeb: pero preciso resulta
confesar que en todos los alre-
dedores no hay una roca tan
digna de un sol tan hermoso.
La piedra que cristianos,
hebreos y árabes se hallan con-
textes en señalar como la au-
téntica fuente del ingenioso
conductor de los israelitas,
tiene una majestad inanimada
y una belleza que ninguna otra
puede igualar. De arriba a
abajo la engalana una veta de
pórfido gris y verdoso donde
hay diez aberturas que corres-
pondían a otros tantos chorros
de agua cristalina y pura.
Ahora la fuente ha vuelto a
convertirse en piedra seca: ya
no canta la linfa su canción de
prodigio y bienestar.
Hace miles de años, el pue-
blo hebreo iba en busca de la
tierra prometida. Su jefe había
sabido liberarlo de la esclavi-
MOISÉS
tud y cotidianamente lograba
reanimar la fe en e! destino.
El desierto y la montaña ári-
da eran terribles obstáculos
para aquellas tribus habitua-
das a la vida de la ciudad
egipcia. Cualquier incidente de
aquella emigración imprevista
se convertían en una amenaza
mortal. Sólo la fe, una fe ar-
diente en el pastor, era capaz
de salvar tantos peligros. Y
llegó el más angustioso; la fal-
ta de agua que iba a terminar
con el pueblo elegido. Moisés,
el genio que supo comprar en
el maná en los almacenes ce-
lestes, la ley en los archivos
del Sinai, tocó con su vara de
pastor una roca enjuta, y. al
punto, el agua corrió a rauda-
les salvando de la muerte a los
emigrantes.
¿Fué aquí, fué antes? Qué
importa. Cristianos, islamitas,
hebreos están conformes en
asegurar que esta roca es la
piedra milagrosa.
La piedra del Horeb es un
altar común de religiones ene-
migas, un ara sobre la cual se
dan la mano y rezan hombres
de razas distintas.
Por tal virtud, merece que
continúe usufructuando el tí-
tulo de fuente de Moisés, por
más que de fuente tenga muy
poco y de Moisés menos. La
verdad histórica no vale nada
junto a otras cosas dignas de
respeto.
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LA CAPILLA DE SANTA CATALINA, EN EL SINAÍ
Una reliquia de la piedad ardiente de
los primeros cristianos que en las tierras
bíblicas adoraron a Jesús, es esta capilla
de Santa Catalina. Fué edificada por los
solitarios durante la cuarta centuria de
nuestra era. en la cima de una altura que
bautizaron con el nombre de Djebel
Katerim.
El Djebel Katerim tiene 2.650 metros
de altura, siendo uno de los montes
mis importantes del Sinai.
No presenta el pequeño edificio nin-
gún atractivo arquitectónico; en cual-
quier pueblecito provinciano hay capi-
llas más artísticas.
Sin embargo, esta casita de Jesús edi-
ficada entre abruptas rocas con peñascos
sin pulimento, da una impresión inol-
vidable de belleza.
« La capilla de Santa Catalina — dica
un célebre misionero católico — es tal
vez la mis pura morada del Salvador.
Cuando se examina su historia, vemos
que aquella choza ha sido edificada por
manos que dejaban de unirse en oraciór.
para amontonar las piedras. Y recorda-
mos que las catedrales fueron hechas por
obreros impíos, grandes en el arte y pe-
queños en la fe. Antes de cobijar la pie-
dad de los fieles, cuando se batían los
muros, los espíritus satánicos se conju-
raban en contra de la Iglesia. Los mons-
truos con que están adornadas las re-
pisas de las torres, son caricaturas de
cardenales, obispos y sacerdotes admi-
rables: en cualquier sitio de los muros
existen letreros irreverentes y signos
masónicos. Decir que de este modo se
prueba el poder de la fe que hasta apro-
vecha el trabajo de sus enemigos, re-
sulta un consuelo discutible. Yo hubiera
preferido que las basílicas fuesen fruto
de los afanes de arquitectos, capataces,
albañiles y canteros cristiinos. devotos,
como los solitarios edificadores de la
capillita. •
MAI^LE
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SALITA DECORADA Y AMUEBLADA EN EL ESTILO «ADAM». UNA DE LAS HABITACIONES DE
MUESTRA EN NUESTRAS GALERÍAS.
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P Iv-V^eT X^-I.TR.^
ANO IV.
BUENOS AIRES ABRIL DE 1919.
NUM. 36.
/A.J^N\^ZL >\AYOL
Consolidada su obra, el fundador y director de Plvs
Vltra ha marchado a la madre patria en busca de reposo.
Manuel Mayol es uno de los prohombres del periodis-
mo gráfico argentino. Este título, que le reconocen
unánimemente propios y extraños, lo conquistó en buena
y laboriosa lid. Amablemente enérgico, cortés y tenaz,
Mayol ordena sin arrebatos como quien pide un favor,
nobleza que obliga a la obediencia. Nunca tuvo esos
momentos de iracundia que calman los nervios excita-
dos de los organizadores. Por eso, su larga labor coti-
diana, necesitaba descanso.
Conocidos y elogiados son sus dibujos y lienzos. Lo
que pocos conocen es la parte que su ágil espíritu, su
buen gusto y su rápida iniciativa puso en los trabajos
ajenos. Más bien que director era un amigo capaz de
aconsejar, un maestro ducho en sugerir bellas inspi-
raciones.
En cuestiones literarias nunca regateó elogios a sus
colaboradores, pues no sabe ni quiere fingirse descon-
tentadizo, ya que conoce por propia experiencia las lu-
chas con la pluma. "Antonio Cañamaqué», ese humorista
seudónimo de graciosa observación, puede atestiguarlo.
Manuel Mayol, después de conseguir su segunda vic-
toria periodística, regresó a su patria, donde le aguardan
los alegres y saludables ocios que le deseamos.
La dirección de Plvs Vltra y la artística de Caras
Y Caretas quedan a cargo de nuestro querido compa-
ñero Juan Alonso.
ptvr~
\TrRA
VA
m
v.l.^
■ Obras -Artí5tica5 ^^Teaplo^^^ Pilar^
A pequeña iglesia de la Recoleta, con su
fachada sencilla, su esbelta torre y su
bello campanario barroco, habia desper-
tado siempre nuestra curiosidad. Estaba
menos remozada que las otras iglesias.
Tenía más carácter. Un día, al pasar
frente a ella, nos dijeron que su historia
era una historia i.nteresante, llena de evocaciones y re-
cuerdos, y que en su interior se conservaban algunas
obras de extraordinario mérito artístiso, del tiempo de
la fundación.
Antes de visitarla, quisimos conocer los antecedentes
históricos que pudieran existir, tanto de la iglesia como
del lugar en que está situada. En el Archivo General,
se encuentran varios legajos, donde consta que el terreno
es el mismo que figura con la letra G. en el plano de la
fundación de Buenos Aires, y que le fué adjudicado al
Alcalde Ordinario. Rodrigo Ortiz de Zarate, Teniente de
Gobernador en 1583. A principios del siglo xvii, figura
como propietario el General don Francés de Beaumont y
Navarra, en cuya escritura de venta — 4 de
agosto de 1604 — se especifica que los terrenos
estaban contiguos a la chacra del fundador
Juan de Garay.
En 1660. era su poseedor Juan de Herrera y
Hurtado, de quien los heredó su hija doña Gre-
goria. desposada con el Capitán de Caballos
Corazas, don Fernando de Valdes e Inolán, ¡os
cuales, en 22 de septiembre
de 1716, hicieron donación
de ellos para fundarla igle-
sia y convento de la Reco-
leta. Antes, o sea, el 28 de
junio del mismo año. don
Felipe V de Borbón había
concedido la licencia corres-
pondiente por Real Cédula
firmada en el Pardo.
El zaragozano don Juan
de Narbona, «mercader tra-
MAGNIFICA ESCULTURA DE SAN PE-
DRO ALCÁNTARA, OBRA DE ALONSO
CANO, QUE SE CONSERVA EN EL TEM-
PLO DEL PILAR.
FRONTAL DE PLATA, ESTILO BARROCO,
QUE ESTUVO EN EL ALTAR MAYOR
HASTA PRINCIPIOj DEL SIOLO XIX.
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y
Av
ib¿ *-:
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ítI t?
LA GRAN CÓMODA DE LA SACRISTÍA, DES-
TINADA PARA GUARDAR LOS ORNAMENTOS
SACERDOTALES. EN LOS ENTREPAf50S SE
VEN PEQUEÑAS PINTURAS SOBRE CRISTAL,
DE ALGÚN MÉRITO ARTÍSTICO.
tante» y vecino de Buenos Aires,
donó a su vez veinte mil pesos
para la construcción de la iglesia,
que fué inaugurada con toda solem-
nidad el 12 de octubre de 1732,
habiendo sido hecha bajo la direc-
ción de los padres jesuítas Bianqui
y Primoli, constructor este último
de otros templos y casas religiosas.
El exterior de la iglesia, ha su-
frido pocas transformaciones desde
su inauguración, presentando to-
davía la forma característica del
tiempo en que fué construido el
edificio. A la izquierda del pórtico,
hay una puerta que da entrada al
viejo claustro del convento, con te-
cho de bóvedas aristadas y peque-
ños ventanales abiertos en el muro
blanco del jardín.
Elevándose sobre la fachada sen-
cilla, el torreón se agudiza hacia
el cielo azul, destacando su cúpula
de azulejos, que se recorta en for-
ma de campana. Pequeños traga-
luces se abren vigilantes en la pa-
red blanca y desnuda.
Junto al muro donde se levanta
el campanario barroco, hay una es-
calerilla angular que conduce al
coro de la iglesia, que, aunque vie-
jo y desmantelado, conserva aún
el primitivo órgano de la fundación,
considerado en su tiempo como el
mejor de cuantos había en Buenos
Aires. Rodea gran parte del recinto
■a sillería de cedro, bastante bien
trabajada, con relieves y delgadas
columnas.
Desde el balconete del coro, se-
vero y espacioso, descúbrese todo
el interior de la iglesia, construida
en forma de cruz con capillas dis-
-ra^^^^Si. ■
^^^i^^.
'í&««'
.«
•
RELICARIOS Y URNA, CON TÉRMINOS DE BRONCE
LABRADO, DONDE SE VENERA UNO DE LOS CUATRO
NIÑOS DESNUDOS, ESCUELA DE ROLDAN.
PENDIENTES DEL MURO, HAY DOS CUADROS
CON MARCO DE ESTILO CARLOS III, Y EN LA
HORNACINA CENTRAL UNA URNA DE MA-
DERA CUIDADOSAMENTE TALLADA.
puestas a ambos costados de la
nave. El altar mayor ocupa todo el
muro del fondo, con su retablo de
grandes dimensiones, dividido en
varios cuerpos de columnas y hor-
nacinas estilo churrigueresco. En
la parte superior se descubren dos
estimables trabajos escultóricos, re-
presentando imágenes de la Orden
franciscana, hechos por un monje
recoleto. Este altar supónese que
fué traido de España, junto con las
demás obras de arte, que pasamos
a enumerar.
San Pedro de Alcántara. —
Obra de Alonso Cano, racionero de
la Catedral de Granada. Esta ima-
gen, de gran mérito artístico, es ta-
llada en madera sin estofar y mide
un metro sesenta y cuatro centíme-
tros de alto. Su principal caracte-
rística es que debió ser hecha, según
tradición generalizada, inspirándo-
se en las palabras de Santa Teresa
de Jesús, que dijo refiriéndose a
San Pedro de Alcántara, «que era
tan seco que parecía hecho de raí-
ces de árboles». En efecto, para que
la obra tuviera más carácter de
santidad y una expresión más hon-
da del misticismo que atormentó
la vida del santo, Alonso Cano bus-
có un tronco de árbol, y aprove-
chando las fibras sarmentosas de la
madera, estilizó la línea hasta con-
seguir la trágica expresión del sem-
blante y la rigidez hierática de la
figura. Es su principal mérito. No
tiene color de carne, y habiendo
sido barnizada hace unos cuantos
años, da la sensación de una escul-
tura negra.
Crucifijo de talla. — En uno
de los ángulos del presbiterio, se
— T=>LSS^^
admira otra noble escultura de miríto. de autor
dsKonocido. Es un Cristo de tamaño natural.
davado en la Cruz, que alg^uien ha atribuido
al mismo Alonso Cano. Es muy bella de propor-
ción, pudiéndose'observar en los detalles anató-
micos y en la violenta contracción de los mús-
culos, todos los signos del sufrimiento y la
tortura. Puede clasificarse como del siglo xvii.
Capilla de las Reliquias. — Hállase a la
entrada del templo. De sus muros penden
varias urnas conteniendo imágenes de cera y
adornos de plata sobredorada, donde se vene-
ran gran número de reliquias. El altar, propia-
mente dicho, está formado por pequeñas piezas
de carey superpuestas entre adornos de bronce.
Además del San Pedro Alcántara, ya descripto,
k) mejor que figura en esta capilla son los cua-
tro niños desnudos, magnificas esculturas de!
siglo XVIII, dignas de ligurar en un museo.
ÁNSULO DEL CORO ANTICUO, DONDE LOS MONJES
RECOLETOS HACÍAN SUS PlXtICAS Y ORACIONES.
Sobre todo las que se ven a los costados del altar.
están graciosamente modeladas y se destacan por
ta proporción y seguridad de las líneas.
La mesa de la sacristía. — Ocupa el centro
del recinto, y se halla colocada sobre una plata-
forma o basamento de madera, cuya superficie se
ve adornada con pequeños dibujos cuadrangulares.
Pertenece al estilo llamado virreinal, derivación
genuinamente americana del estilo creado en Es-
paña por el célebre escultor Churriguera, y que tan
bellos ejemplares dejó en el suelo de estas regio-
nes. Por su línea ampulosa, y más aún, por la
perfección con que están combinados los dibujos
del precioso mueble, siempre despertó la curiosi-
dad y el interés de aficionados y coleccionistas de
obras de arte, habiéndose rechazado ya varias
propuestas, entre ellas una de veinticinco mi
pesos, cantidad por la que se trataba de ad
quirirla, para ser trasladada como modelo de
este estilo a uno de los museos de Francia.
En la misma sacristía existen otros muebles
curiosos, como, por ejemplo, los cuatro espejos
blancos y dorados y la antigua cómoda de
madera tallada que sirve para guardar las ves-
tiduras y ornamentos sacerdotales.
Frontal de plata. — Mide más de tres me-
tros de ancho por un metro de altura, y está
compuesto de varias láminas repujadas. Su
estilo es el denominado plateresco, con adornos
y lambrequines. teniendo seis escudetes cirou-
LA artística mesa DE ESTILO VIRREINAl..
lares y ovalados con símbolos e iniciales de la
Compañía de Jesús, por lo que se supone per-
teneció en su origen a alguna casa jesuíta o al
menos que el trabajo fué dirigido por los padres
de esta Compañía. En general es de un agradable
conjunto y denota su procedencia peruana, perte-
neciendo por su antigüedad a los años de 1650.
El frontal, que se supone fuera destinado para
cubrir el tablero del retablo mayor, en fiestas
de solemnidad, fué hallado junto con dos atriles
y otros tantos candelabros de plata labrada, en
el subsuelo de una de las galerías interiores del
convento, donde es creencia que fué enterrado
para evitar su desaparición en la época de Riva-
davia, cuando la comunidad fué despojada de
sus bienes.
Tanto los objetos de arte que acabamos de
enumerar, como las reliquias y otras cosas de
mérito, cuyo paradero se ignora, fueron traídos
de España por el Padre Fray Francisco de Alto-
laguirre. visitador de la Orden en 1783, habiendo
sido donados por el rey Carlos III para que fe
venerasen y conservasen en el convento de la
Recoleta, cuya iglesia, a pesar de las vicisitudes
y transformaciones que ha sufrido desde su fun-
dación, es hoy una de las parroquias más impor-
tantes y frecuentadas de Buenos Aires, hallándose
unida a la basílica de San Juan de Letrán de Ro-
ma, por gracia del Sumo Pontífice, y gozando,
en consecuencia, de los mismos privilegios que
la Santa Sede tiene concedidos a la mencionada
basílica.
Antonio Pérez-Valiente.
iBn
'■'1?*'!','"T'""XT'
"^."■"'T
^
JaWii'l^gS'»'
«BRETONES»
ÓLEO DE LUCIEN SIMÓN.
PROPIEDAD DEL DOCTOR
FRANCISCO LLOBET.
PLVS •
, VLTPA
— I3>U>^-':S
Muchas veces acude a mi me-
moria el recuerdo de Tomás, co-
mo del único ejemplo de virtud
cristiana que conocí. ¿No es me-
nester, para que la virtud cris-
tiana sea. que vayan unidas la
mansedumbre, la honradez y la
laboríosidad> Pues este era el
caso de Tomás.
Recuerdo muy bien a Tomás.
como es propio de un ejemplar
único. Seria capaz, con cierto es-
fuerzo, de reconstruir lo más co-
rriente de su corto vocabulario
y de sus locuciones y modismos:
y si tuviese educación vocal y
mímica, podría imitar sus errores
de prosodia, el timbre y las in-
flexiones de su voz. sus gestos y
actitudes. [)el mismo modo, si
fuese pintor, podría hacer su re-
trato de viejo pelinegro, descui-
dado y seco. Era rojo de piel y
fuerte de cuerpo, de manos gran-
des y (piiesas, reluciente y roja
la p¿m^ tostado, opaco y vello-
so el dorso, cnizado por abulta-
das y nudosas venas. Una vez,
de madrugada, lo sorprendí sa-
liendo de una capilla del barrio,
despidiéndose de Dios desde la
puerta. Se estaba santiguando,
inclinado. Al volverse conserva-
ba todavía la expresión de la mi-
rada. No brillaba en ella la luz
inquietante ni el fuego devasta-
dor del misticismo. Era la expre-
sión del resignado prisionero que
plegara a Dios desde el fondo
de una cárcel.
No podría referir la historia de
Tomás, puesto que él no la tu-
vo. Puesto que no podía tenerla.
El la hubiera tenido, creo, en
aquellos tiempos en que los reyes
administraban justicia en nom-
bre de Dios al pie de un árbol.
Entonces Tomás hubiera sido un
carbonero o leñador del bosque,
a quien una vez se le hubiese
aparecido la Virgen para decirle:
•Tomás, mi Hijo está contento
de ti». Entonces Tomás hubiera
tenido historia, puesto que todos
los santos la tuvieron. Pero cuan-
do vivió Tomás eran ya pasados
luengos siglos que los reyes no
administraban justicia al pie de
las encinas, y que la Santa Vir-
gen no se aparecía a los hombres
buenos de las cabanas del bos-
que. Y él no hubiera podido te-
ner sino una de esas historias de
aquellos tiempos ingenuos y le-
janos que eran como el alba de
los tiempos.
Trabajadores y honrados como
él, otros habréis visto. Pero no
a^ humildes y mansos. ¿Cómo
no ha de ser humilde y manso el
anciano y desvalido limosnero?
Pero Tomás, con su cuerpo en-
juto, sus ojos tristes y sus po-
derosos miembros, hubiera podi-
do hacer, no tan sólo el buen
carbonero del bosque, sino tam-
bién la fiera humana de sus es-
pesuras y tinieblas.
Ningún trabajo era bastante
pesado ni demasiado humilde pa-
ra Tomás. El vivía en un arra-
bal, y su principal ocupación era
el cultivo y cuidado de los jardi-
nes y huertas de la vecindad.
Pero podíais mandar a Tomás lo
que quisieseis, puesto que no de-
jaría de ser trabajo honrado. Así,
pues, tanto podíais verle de rodi-
llas en el suelo, lavando un piso
de madera con un cepillo de ma-
no, como en evidencia en lo alto
de una escalera abierta sobre la
acera, limpiando las persianas de
un balcón. Y si erais pobres, era
tan humilde y manso con voso-
tros como si hubieseis sido ricos;
y aun no sé si tendría por voso-
tros cierta preferencia. Saliendo
a la puerta de mi casa, puedo
ver desde allí, alzándose sobre
los fondos de otra donde he vi-
EL «BUEN' TOMAS
tOR.
ENRIQUE n.'SÁJAJ
OT
vido. las ramas superiores de una
acacia. Es un hermoso árbol que
da sombra, digno de acoger a un
fatigado caminante. Quien plantó
ese árbol fué Tomás. Llegó una
noche a mi casa, trayendo a hom-
bros un gran saco de tierra y una
estaca. Cerca de un kilómetro
había tenido que cargar su car-
ga. A la luz de un farol cavó un
agujero y plantó la estaca. Nadie
se lo había mandado, ni ya se
le solía dar ocupación en casa.
Pero aquel era un presente de
Tomás.
Tomás trabajaba desde tem-
prano en la mañana hasta tarde
de la noche. Así. pues, hubiera
podido venir a ser un día lo que
él hubiera llamado rico. Pero,
¿cuánto valía un día de su tra-
bajo, o la limpieza de un piso, o
aquello que él hubiese hecho? ¡Lo
que usted quiera!, os decía, ver-
gonzoso de llevaros algo, pues ha-
bía comido en vuestra casa: y se
encogía de hombros consultiva-
mente. Y si para componeros el
jardín tenía que llevaros dos o
tres sacos de la buena tierra ne-
gra de su huerta, lo cual no ha-
cía él porque se lo mandaseis,
sino por dictado de probidad
profesional, ya podíais preguntar-
le por el valor de aquella tie-
rra que él había cargado a hom-
bros y amasado con sus brazos.
Teníais que ponerle por ella al-
guna cosa en la mano, y él lo
aceptaba a título de merced de-
bida a vuestra bondad. Sin
embargo, era padre de muchos
hijos. Pero él se conformaba con
el estricto pan de cada día y
con tener que ganarlo al día si-
guiente, y así hasta el fin de los
suyos. Con lo cual ya vei.s que
mal hubiera podido venir a lo
que él hubiera llamado rico.
Tomás vivía en un terreno bal-
dío cuyo propietario no se inte-
resaba por la propiedad. El lo
había cercado y convertido en
una huerta, y había levantado en
él una habitación de ladrillos y
tablas. Esto le ayudaba mucho
a vivir. Más tarde el propieta-
rio le impuso un alquiler, y
luego le quitó la mitad del te-
rreno para edificarlo. Ya no le
faltaba mucho tiempo para ser
despojado del resto, cuando
Tomás murió. Murió, pues, a
tiempo. Porque una vez arro-
jado de allí,' lo que ganase no
le alcanzara para vivir.
Yo no sé qué pensaréis de To-
más, excepto que fuese un hom-
bre bueno. ¡Cuánto mejor no se-
ría el mundo si todos fuesen como
él! Pero a medida que lo fuesen
siendo, contad que los irían de-
vorando. Pues las costumbres y
leyes del mundo no están hechas
para que en él vivan los hom-
bres como Tomás. En todo caso,
os sé decir que si vais a la calle
donde vivió Tomás, no encon-
traréis traza alguna ni memoria
de él. Levantado sobre el terre-
no de la que fué su huerta, ve-
réis un gracioso hotelito que os
hará sonreír lastimosamente. En-
frente veréis un edificio de mis-
teriosa apariencia. ¿Qué casa es
esa?, preguntaréis. Y es respon-
derán: Es un asilo de pobres
vergonzantes.
Hace poco tropecé con un hijo
de Tomás. El me reconoció más
pronto que yo a él, y si no se
hubiese detenido, no hubiera
acabado de reconocerle, j Estás
muy viejo!, exclamé, y él me
respondió que era la vida. Le
pregunté por sus hermanos, y
supe por él que ganándose el
pan penosamente, purgaba cada
cual por su lado la virtud del
padre.
DIBUJO DE SIRIO.
-l^L
^^i_^'rr-2.'X-
TÍPIC/^/'
be
OU/^TfMALA
/Xlnrcro indio
e¿3ndo 3I
mercado.
Lí
OPsEMTE
— r:>LJV^-.S X^'L_-rF2--íV—
OVE^CA
Es b nochf.
El nunto df U obscuridad complcrj
dicf U mufrre df ofrodú^fí fl broche
quf cierrj nufx'oy hfdia<; rt veleta,
que smiU el porvenir.
Ki" la noche.
-\íojándo iii.f áUi" fn lof píeUgoj'
df íombm^ haciendo ^al¿ y derroche
de íilencíO/ exploran mil murcítla^o^
lar mistniaf del tnorír.
• • »
r>¿n U5* doce;
ana bro^^ían horrible que ej^panfi/
vis•íCJa^aíana.5qtlC e*r quien conocf
U pócitni que el animo leva.nf¿
V¿^ iuíío en ^lin convierte.
> » »
"¿Quien conjuT^*^
-Ttej* almiJ' oj* ofrez.co,-mi 5Enbr^
5Í lográis infiltrar U red impura,
en doncflU qae tiene sjinto xmov
y solo a la craz. v^eneca,.
E'l ecTtanrp^
df ¿'atan m íntermítíable hilera
tiene munecoi* que en un solo imüxitt
con sdoj^sídeyovio el angel-ftera
hamana forma revisten .
» í *
\t20 de elloj'
tuc cycogídorhermo/gapuej^fQ.j'onnenfe,
ejemplar excelente de bombrej- bello^
V fl Alaligtio díjo;lVrte^deteüfe
íolo ante U xmsxnx cxutl #
» • »
fTentacíon!
•I)iQr me á>^udfí\o va^tietr por mí meofc
peniamíentcirciae xm. hrrír el coraz>oní^
reTriba aconejada la doticella-
pr&rínííendo en 5u lecJio frerzte a fretiíe
o^os de íue^ V cetitelta-»
Pa-dre nue^fro
que e.ff^ÍJ' en \ar clúcicsMiti^hióp...
Quitad el conjuro/Tní atnor ^rvaertro
c*7/Dicir de lo/ Cíelar ^lottíícado.,.
*,>r^ fríurr&5' ía devocíont
^^1
Majestuosas, enmantadas de armiño y oro, las nubes
desfilan ante el viejo campanario que parece crecer hasta
sentir en su cabeza el roce de las alas flotantes.
Es una procesión etérea. La nubosa comitiva pasa so-
lemnemente adoptando formas del ensueño: cimas neva-
das, monstruos complicados, testas encanecidas...
Y el vetusto campanario se diría que marcha al encuen-
tro de la procesión que lentamente se metamorfosea.
La antigua campana está muda, no repica, no dobla,
no reza, ni hace rodar por el valle vecino aquel lento eco
que asemejaba el murmurio de un coro seráfico.
Y desfila majestuosa aquella procesión que, al ponerse
el sol, entrará en la gloria polícroma del occidente.
CARBÓN DE ALONSO.
t^6|^íip^%#fl6
Abajo, otra procesión ataviada de luto desfila hacia la
iglesia del vetusto campanario. Se divide en hileras de
hormigas atareadas y graves.
Ha muerto el dulce Jesús; muere simbólicamente todos
los años para resucitar al tercer día; muere y resucita siete
veces cada día en nuestros corazones, porque nuestra alma
brumosa es única y multiforme como la nube.
No está muerto el buen Jesús ni aún en los corazones
que le niegan, porque la bondad, el espíritu de sacrificio
y el ansia de justicia son como tres metamorfosis de una
nube que se viste de armiño y oro en todos los cielos.
¡Vieja campana de paz y fraternidad, lánzate pronto
a vuelo, en la alegría del definitivo Sábado de Gloria!
— i:5i_-v,':s
^^
aííá¿/
V*i
No hay vidas más nobles y
dignas de perpetua alabanza, que
las consagradas al bien de nues-
tros semejantes. Esa abnegación,
ese esp'rtu de sacrificio son las
bases fundamentales del cristia
nismo, que en eso se diferencia
profundamente de las viejas reli-
giones paganas, basadas en el
egoísmo. Esas vidas son como las
flores del alma de la humanidad:
son como un vinculo celeste que
une. allí, en las alturas, a los
buenos, cualesquiera que en la
tierra hayan sido sus creencias y
doctrinas.
Porque viven así, se ha dicho
de los verdaderos sabios, que son
santos. Pasteur puede citarse
como el tipo: pero tras de esa
gran figura hay otras no menos
merecedoras. Por suerte, si son
siempre escasas, nunca faltan del
todo. Seria triste la historia del
pueblo que no las tuviera.
En nuestro país, podrian citarse muchos nom-
bres: entre ellos, el del doctor José Penna, recien-
temente fallecido, figura con singular brillo. De
ordinario, hay en las manifestaciones públicas del
sentimiento de las sociedades cierta dosis, más o
menos grande, de convencionalismo, que mueve
a tenerlas aun no tan sinceras como parecen;
pero el dolor general causado por la muerte del
doctor Penna fué hondamente sincero. Se ha
dicho que fué como un duelo público y se ha dicho
la verdad. Al saberle muerto, se pudo compren-
der y avalorar el sitio que ocupaba en esta enor-
me colectividad humana, tan heterogénea y
abigarrada.
El doctor Penna estudió medicina en fuerza de
una vocación irresistible. No fué de esos médicos
que se enamoran de su profesión después de ha-
berla puesto bien a prueba: la amó desde niño,
con aquella intuición superior que suelen tener
algunos hombres para escoger derechamente el
camino verdadero de su destino. Y se sentía des-
tinado a ser médico porque amaba a sus seme-
jantes, y la medicina le ofrecía el medio de darles
pruebas de su amor. Tenía, además, el espíritu
de rebeldía que inclina a los espíritus fuertes a
luchar hasta lo último contra lo que saben que
es inevitable. Quiso medirse frente a frente con
la muerte. Habría ésta de vencer al cabo: pero
sus arterias y malicias encontrarian un Perseo
infatigable.
Los griegos, siempre nuestros maestros, crearon
la diosa Hygia, la diosa de la salud, suprema
felicidad humana, encargada de cerrar eterna-
mente el camino a la muerte. Fué la diosa del
doctor Penna. Comprendió el hombre de ciencia
EL DOCTOR PENNA
que más que curar enfermos vale evitar que los
haya, y dedicó las mejores horas de su vida a la
higienización de su pueblo, que amaba tanto.
La lucha fué ruda y larga, porque el prejuicio y
el hábito son enemigos formidables. Del pasado,
habíamos heredado muy poco, casi nada, en esa
materia. Nuestros respetables abuelos confiaban
más que todo en la ayuda de Dios, olvidando el
mandato encerrado en el refrán que dice; «¡Ayú-
date y Dios te ayudará!» Era necesario, pues, em-
pezar por conquistar las voluntades de las gran-
des masas, para que quisieran comprender los
beneficios de la Higiene, de la diosa Hygia de los
griegos. El conglomerado era duro: gruesos copos
exóticos cubrían el núcleo propio, quizá más dócil.
Hubo que emplear todos los recursos, desde la
persuasión paciente hasta la imposición sin ré-
plica. Y el doctor Penna fué infatigable en esa
campaña, como lo fué siempre que creyó que es-
taba en el buen camino. Su obra inmensa en la
Asistencia Pública y en el Departamento Nacio-
nal de Higiene es el mejor testigo, un testigo úni-
co, que no necesita hablar para ser creído.
Hay entre las gentes profanas cierta malévola
inclinación a pensar que los médicos que se dedi-
can a higienistas lo hacen porque se han dado cuen-
ta de que fracasarían inevitablemente si se dedi-
casen a más elevadas tareas. Es un prejuicio bas-
tante tonto: porque el médico higienista debe
saber y estudiar tanto o más que cualquier otro.
Nos inclinamos a decir que más; porque el enemi-
go toma todos los días, si no precisamente formas
nuevas, caminos nuevos para llevar sus ataques.
Los microbios son muy inteligentes: no tardan
mucho en notar que las defensas son buenas, y
se retiran, solapadamente, para
buscar con infinita paciencia el
punto que ha quedado vulnerable
en la coraza de la victima de sus
ataques. Cuando se les cree ven-
cidos definitivamente, aparecen
por donde menos se les esperaba,
y empiezan su obra de destruc-
ción y muerte. El médico higie-
nista, como el general en jefe
de un ejército, tiene que cuidar
todos los puntos por donde hay
la posibilidad de que el enemigo
ataque, y para encontrar puntos,
tiene que trabajar y estudiar
mucho.
El doctor Penna fué, así. un
gran médico higienista; pero tam-
bién lo fué en todo sentido. Tenía
la audacia que se requiere para
que la experiencia dé todos sus
frutos, y la prudencia indispensa-
ble para que éstos lleguen al
estado de sazón apetecido. Fuerte
en su ciencia, nunca creyó lle-
gado el momento de creerla suficiente; y siempre
continuó estudiando, hasta el día mismo de su
muerte, ocurrida cuando se preparaba a asistir
a uno de sus enfermos. ¿Y cómo iba a creer que
sabía ya bastante un hombre que era un sabio
de verdad? La característica esencial del sabio es
creer que mientras más sabe, sabe menos, porque
cada conocimiento adquirido abre horizontes infi-
nitos de nuevos conocimientos. Si los sabios cre-
yesen que puede llegar un día en que ya no nece-
sitarán aprender más, la humanidad entera se
encontraría ahora en el mismo nivel de civilización
que los negros del África o los indios del Chaco.
Y fué también el doctor Penna un hombre, en
todas las nobles significaciones del término. Ser
un hombre, no es cosa tan fácil como la generali-
dad de los hombres se imaginan. Ya hablamos de
su espíritu de abnegación, de su amor a la ciencia,
de su sabiduría: quisiéramos hablar también de
su carácter con la misma extensión; pero el espa-
cio, desgraciadamente, nos falta. Tenía un gran
corazón, con aquella grandeza que difícilmente
llegan a apreciar los espíritus pequeños; la divina
facultad del perdón. Era generoso y modesto.
Parecía un poco taciturno; pero es que siempre
estaba pensando en algo superior. Era cordial sin
aspavientos; servicial sin escepticismo: bueno en
todos sentidos. Severo consigo mismo, se había
impuesto una inflexible disciplina que no abando-
nó sino con la vida; pero esa disciplina no deformó
jamás su noble espíritu, como suele ocurrir en tan-
tos casos. Fué un sabio y fué un hombre: este po-
dría ser el más adecuado epitafio que la posteridad
escribiese en la tumba del doctor José Penna.
E. Muñoz Raymondi.
n JOYAS
DEL
MUSEO
ETNOGRÁFICO
¿/A/- T/? AJE -DE"- CEREMONIA '^
DEL '^■SICLO
XV/l.
Debido al altruismo y generosidad de una noble
dama argentina, la señorita Victoria Aguirre, el
Museo Etnográfico de Buenos Aires acaba de en-
riquecer sus colecciones con dos valiosos trajes de
ceremonia, genuinamente americanos, que a la
particularidad de ser considerados como modelos
casi únicos en su género, unen el interés de sus
labores repujadas, de principios del siglo xvii,
pertenecientes al período de transición incásico
barroco.
Los trajes se componen, según puede observar-
se por el que reproducimos en esta página, de cinco
piezas, a saber: dos rodelas en forma de brazal, el
coselete, el manto implegable y el yelmo de forma
sencilla, surmentado de su cimera correspondiente.
Todos los objetos donados al Museo por la
señorita de Aguirre, hallábanse en poder de
una tribu quichua, de las que habitan en las re-
giones comprendidas entre las ciudades bolivia-
nas de Sucre y Santa Cruz de la Sierra. Los indios
se ponían las vestiduras, y se adornaban con las
placas de plata. Sentían por ellas una especie de
veneración religiosa, pues tal vez guardaban el
recuerdo de su procedencia. Últimamente, siguien-
do la costumbre generalizada desde muchos años
atrás, el cacique alquilaba los vestidos para cele-
brar extrañas danzas rituales frente al fuego. Más
tarde, al saberse que eran utilizados para esta
clase de ceremonias, muchas personas llegaron a
suponer que serían trajes de baile, creados por la
TRAJE CEREMONIAL DE PLATA REPU-
JADA, USADO POR LOS CACKJUES IN-
DIOS DEL PERÚ, DURANTE EL SI-
GLO XVII.
MANTO DE LANA, ROJA V AMA-
RILLA, CON SEIS GRANDES
LÁMINAS DE PLATA.
ESCLAVINA DE LO MISMO,
CON DOS APLICACIONES RE-
PUJADAS DE CARÁCTER BA-
RROCO.
fantasía de los quichuas. Esta creencia no tiene
fundamento alguno, pues sólo observando la sin-
gular simbología de los temas y que cada traje
tiene de veinticinco a treinta kilos de plata, se lle-
ga al convencimiento de que tuvieron en su ori-
gen un uso muy distinto. En efecto, existe una
tradición, por la que se supone que debieron ser
sustraídos en la época de la Independencia, de
algún templo o casa de consistorio. Así lo hace
pensar, al menos, el hecho de que los indios de las
mismas regiones en que fueron hallados los tra-
jes, se suelen adornar con piedras preciosas de
gran valor, procedentes, sin duda, de los despo-
jos efectuados en las iglesias coloniales.
La opinión más aceptada es, que siendo ves-
tidos de ceremonia, servirían en las fiestas solem-
nes, juras reales, proclamaciones, etc., para reves-
tirse los caciques, que desde la tribuna colocada
en el centro de las plazas, hacían pública demos-
tración de fidelidad al virrey, en su nombre y en
el de las tribus.
El manto que reproducimos es de un tejido
de vicuña, cárdeno y amarillo, cubierto interior
y exteriormente por grandes láminas de plata con
adornos bien trabajados, en el estilo que empeza-
ba a predominar en aquella época, o sea, el ba-
rroco con reminiscencias de orden plateresco. Las
formas características son originadas del sentido
incásico, pájaros y flores, con lambrequines am-
pulosos que se repiten también en las rodelas. El
trabajo es bastante perfecto, habiendo sido ejecu-
tado por los indios.
El coselete, es algo más bello de línea que lo de-
más, y lo forma una gruesa lámina de plata, en
cuyo centro, a modo de símbolo decorativo, os-
tenta el águila cesárea de la dominación.
Los trajes fueron traídos a Buenos Aires hace
unos meses, salvándose de la destrucción a que
estaban expuestos, gracias al patriótico interés de
la señorita Victoria Aguirre. la cual, al enterarse
de que iban a ser fundidas las piezas y láminas
de plata, para hacer objetos nuevos, los adquirió
por una fuerte suma, donándolos al Museo donde
actualmente se conservan.
VÍCTOR Andrés.
«MAUVAISES NOUVELLES»
ÓLEO DE CHARLES CATTET.
PROPIEDAD DEL DOCTOR
FRANCISCO LLOBET.
PI,VS) •
. VLTPA
DE LIO
QL D&^ TvwcsOe/' onciOe/-,
AiGO ahora en la cuenta de que
a pesar de mi irreductible incli-
nación a la vida solitaria y libre,
no paso en realidad de ser un
hombre perfectamente social. Sobrellevo una
existencia ordinaria, y yo que sólo me agitaría
para hacer grandes cosas o me quedaría quieto,
entregado a la inefable tortura de meditar, no
tengo más que pensamientos triviales y realizo
maquinalmente el vulgar esfuerzo de asistir todos
los días a un empleo, cuyos deberes son siempre
iguales. Quizá con más preocupaciones hago,
exactamente, lo mismo que la gran mayoría de
las personas que tienen por aparente destino
trabajar para comer y dormir y hacer esto para
seguir luego trabajando. Resulto, pues, un ser
razonable y social, que sacrifica sus anhelos de
acción extraordinaria a las necesidades de una
vegetativa existencia, material y simple.
No obstante, advertiré. Todos los días guardan
para mí un momento en que sufro la ausencia de
una vida humanamente libre y desordenada: me
duele mi pasiva esclavitud. Y sin duda alguna
estos anhelos que debilitan mi voluntad de acción
explican claramente el que yo, a pesar de haber
trabajado siempre demostrando ágil inteligencia
en todas las actividades siga siendo, con mis
veintiséis años, un hombre sin fortuna y sin im-
portancia.
Poco se podría, entonces, decir de mí, a través
de la opinión ajena; sin embargo quizá resulte
interesante saber las muchas cosas que ha hecho
para vivir un hombre que no vale nada.
Mi padre era un señor simpático, algo patizam-
bo y un tanto bebedor, tresillista y violento.
Cuando yo tenía quince años me dijo: « A ver, qué
quieres ser. Ingeniero, abogado, médico, violinis-
ta. . . lo que te parezca mejor». Yo, respondí, sen-
cillamente: « No quiero ser nada: me gustaría re-
correr el mundo». A lo que mi padre contestó,
sonriendo: «Si no fuera un poco vieja, te alabaría
la idea». Pecaba de vieja esta idea de recorrer el
mundo; pero realizarla no es cosa muy fácil...
Y yo, no siendo nada, la voy realizando.
He recorrido parte del Oriente; estuve en el
Cairo, visité Calcuta, en un vapor francés llegué
hasta Hong-Kong y Sang-Haig. En otra época,
rodé por Europa atravesando campos y ciudades
desde Lisboa a Moscou; luego de «polisón», en un
barco me fui a Las Antillas, y más tarde de La
Habana pasé a los Estados Unidos. Ahora me
encuentro aquí en estas regiones del Sur. He visto
hombres de las razas más viejas y los países más
remotos: caras oblicuas y enjutas me hablaron
del ardor de los desiertos y el cansancio de las
más antiguas experiencias: en las jóvenes tierras
de América, pasando por los altos puentes de sus
ciudades, sentí la angustia de una extraña pesa-
dilla de hierro.
Yo no soy nada y estos viajes que hice tienen
escasa significación. Hay seres privilegiados que
sin moverse de un lugar gustan en si mismos el
espectáculo de todas las cosas: para esas almas
profundas y claras, en las que existe una antici-
pación de los sucesos más inauditos, nada que ocu-
rra en cualquier remota región resulta substancial-
mente original. Viviendo en el rincón más igno-
rado cumplen un luminoso destino que compendia
y sobrepasa todas las manifestaciones y posibili-
dades de la realidad objetiva del mundo. Estos
seres privilegiados no necesitan viajar. ¿Para qué?
Pero a los espíritus mediocres como el mío los
viajes les son provechosos. Corriendo tierras he
recogido muchas enseñanzas que me permiten hoy
considerar con relativa serenidad el vértigo ciego
de las cosas y la necesaria estupidez de los hombres.
Andando por el mundo hice de todo. Desde
chico me ilusionaba la idea de ser un afilador de
tijeras y navajas. Ir por las calles empujando la
rueda de afilar y después de tocar el silbato dete-
nerme en las puertas arreglando tijeras y cuchi-
llos me parecía hermoso. Estando en Rumania,
cuyos caminos propician tanto el encanto de la
vida errante, hice de afilador, y la práctica del
oficio desvaneció pronto las ilusiones que me for-
jara en la niñez sobre la ventura de los galeotes
de tan humilde menester. Antes y después tuve
múltiples ocupaciones, siendo tan pronto artesa-
no como oficinista. Trabajé de albañil, de pana-
dero en una tahona francesa, obscura y triste
como un calabozo, cosí medias suelas, fui emplea-
do de comercio y hombre de confianza de un
bolsista sueco, padecí días de negro vagabundaje
sin pan ni techo, e hice tantas y tan diversas
cosas para vivir que durante una temporada no
muy larga me utilizaron como vigía y mandadero
ladrones y criminales. He oído el suave y cauto
ruido de las ganzúas, el seco golpe de las puertas
reventadas, el trazado sutil del diamante en los
vidrios, y he visto la mano de un hombre, potente
como la de un orangután, caer en el cuello pálido
de una mujer, estrangulándola. Yo soy un hom-
bre inocente y sencillo que de las cosas que se
pueden ver y oir he visto un poco y escuchado
otro poco. Con estos ladrones y criminales a quie-
nes tuve por camaradas aprendí algo. El hombre
que estranguló a la mujer era tan rotundamente
bestia, que yo cuando lo acompañaba por las
calles iba temeroso de que se abalanzase sobre la
gente. Sin embargo, este chimpancé tenía dos
hijos y los adoraba; satisfacíale además la música
y a veces, tocando en la mandolina aires muy
simples y primitivos, se le caían las lágrimas.
En este año que corre, yo, Venancio Silvestre,
que por haber hecho de todo no sé bien nada de
nada, me gano aquí la vida redactando noticias
y comentarios en un periódico de la mañana: vale
decir, yo soy ahora periodista. Juzgo prudente
no hablar sobre la eficacia con que desempeño
este cargo tan extraordinario; ignoro si lo hago
bien o mal. Únicamente sé que obedezco a los
que me mandan, y aun a los que no debieran
mandarme, y tengo además la presunción de que,
desde el director hasta el último ordenanza, todos
en la casa me compadecen o desprecian un poco.
Yo por esto no me ofendo; sospecho que mi as-
pecto sencillo no es muy apropiado para inspi-
rar temor o respeto... Por otra parte, quizá esa
conducta del director, redactores y ordenanzas
me reporta una ventaja. Ella me viene a confir-
mar que ser periodista en esa forma es seguir no
significando nada; nada para nadie a pesar de
que yo haya recorrido tierras y tierras siendo hu-
milde y esforzado trabajador de muchos oficios.
D'BUJO DE SIRIO.
— E>I
BOLI VI A. UNA P
^yx—
EN CHAGUAYA.
FOTOGRAFÍA DE MONTENEGRO.
— i=»l::x^^ 'vi^TPiQ ax-
ilar pnocopado asuba el xriejo estanciero
doa Neonedo BaniMí, por el «proente» que
■I morir, b habla hee)» so compadre don
Odzto, el buen oompaOero de andanzas ]u-
viBitaa. el leal amifb de todos ka tiempos.
il«i(nÉnilnln ea ra mu— nto. tutor de su
«iriea M)a. — vía criatara casi oarrU. casi dtú-
cara, «tdaniaricaa. criada en la Ubertad de
los campot. ni mis ni menos que un anima-
Uto sOvesne. Porque la nifta era linda en sus
quince aOos. ffloreddos al sol y al aire puro.
como e*tt plantas que brotan exuberantes
ea ladans y ribaaoa sin que nadie las rie-
(oe ni tas cuide: paro, ¿de qué le servia la
bailen, d su carteter uraflo la hada insoda-
bie y antipática?
Al ser notificado de la tutoría y adminis-
tracita de loa cuanticaos bienes de la huér-
fana, don hBoomedat le hizo una visita, con
el objeto de DeviiMla a vivir con su familia.
La irTti"^ de la heredera estaba situada
Junto a la tuya, «alambrado» por medio, y
daade la puvta de su rancho, se veia la casa
anuafiedda por el tiempo y el coposo ombú
qaa llenaba el patio con su sombra y sus ra-
malea. El. podía, pues, vigilarla desde alli,
sin mayor trabajo, pero no era propio, ni
oenecto dejarla sola, entre les peones, sin
otia peraona a su lado que una anciana, acha-
coaa y casi irresponsable.
— Vengo a buscarte, Laurencia, - la dijo
— pa que vivas con nosotros. Mi mujer y mis
hijas ya te han arreglao el cuarto. . .
Ella no le dejó concluir. Se expresó sin
reatos, como quien sabe imponer su voluntad.
— Yo no sa%o di aquí, ni a la juerza.
— Pero mir* que eso no puede ser. Soy tu
tutor, que es lo mesmo que si juera tu padre
y yo mando, ¿sabes? La ley me autoriza y
d finao ha de aprobar, dóde el cielo, mi
oooduta . . .
— Y yo respondo a todo eso que no quiero
saHr de mi casa.
— ¿Quién te va a cuidar, entonces?
— Ña Casilda.
— Pero Aa Casilda está bichoca de vieja y
siempre en cama...
— No importa, le digo. Mande en todo,
pero en mi, mando yo.
Y se puso a llorar, con las mejillas enro-
Jeddas por el arrebato y brillantes los ojos
por las copiosas lá^mas.
No hubo forma de reducirla. El viejo sa-
bia, que cuando aquella preciosa «gatita
montMf decía que no, no existía razona-
miento criollo que venciera su empecina-
miento. No quiso insistir y se fué, malhumo-
rado, maldidendo del «regalo de su com-
padre.
La preocupadón de don Nicomedes tenía,
pues, nootivos fundados. ¡Qué conflicto, espe-
cialmente para un hombre como él, acostum-
brado a la vida tranquila y a que todos, en
su casa, le obedederan y le respetaran, sin
alzar la vista! Entonces pensó en su hijo ma-
yor, reden egresado de la Escuela de Veteri-
naria, que iba a llegar de un momento a otro,
y se dijo:
— Puede que a Ramón le haga más caso.
Y Ramón llegó, por fin, y con él, de nuevo.
la alegría para la buena gente.
Enterado del asunto, el mozo se echó a reír.
pues ya conocía el carácter de Laurencia.
— Eso no tiene importancia. — dijo. —
La muchacha es maftera desde chiquita, por-
que se ha criado libre y sin madre, pero, to-
davía es charabona y con un poco de educa-
ción, entrará por la senda, dócil al freno. . .
— ¿Charabona? — exclamó don Nicome-
des. ^ [Si es una mujer hecha y derecha,
güeña moza y juerte y con más orgullo que
una rdna! . . .
— La reina del campo. . . ¿Y no la han
invitado a venir, aunque más no fuera, de
visiu?
— Jué tu madre, juí yo y jueron tus tres
hermanas a convidarla y ¿sabes lo que con-
testó? Que ella no hacia visitas, hasta que
no se aliviara el luto, como si tratara con ex-
traAos, lo que no quita qui ande tuito el día
a caballo, porque eso si. es más jinau que
un domador de potros. Por esos caminos no
se ve más que la polvadera, porque corre
echando diablos.
— Bueno, — dijo el mozo, — ya veremos
como le compone eso. Y agregó: Me ha
dicho el capataz que matiana van a domar
onoa potros. Me parece que Laurencia no
desperdiciará la ocasión de presendar un es-
pectáculo, que parece estar en armonía c^n
sus altdones. Yo voy a invitarla . . .
— Te vas a chasquiar de lo lindo.
— No le hace. Probaremos. Nada se pier-
de oon intentarlo.
Y el mozo, esa misma tarde, muy arrogan-
te con su traje color kaki, sus polainas de
cuero y montado en el mejor caballo de la
estancia, se presentó en la vivienda de la jo-
ven, la cual reden llegaba de una de sus
excursiones hípicas, con el pelo en desorden
y la cara llena de arreboles... Ella se sor-
prendió al verle, admirándose de la gallar-
día y elegancia del joven. Al prindpio no le
reconoció, porque hada más de seis afíos que
él estaba ausente; pero, pronto comprendió
que se trataba del hijo de don Nicomedes,
— *! dotor», — como le llamaban. — No
PO^\^ANTIAGO MACIEL
podta retroceder ya, y se quedó esperando,
mientras el mozo se apeaba, diciéndola con
familiaridad:
— iQué crecida estás. Laurencia, y linda
como el sol de los campos!
Y ella, un tanto humanizada por la galan-
tería, como mujer, al fin:
— No diga mentiras de pueblero, don
Ramón.
Y el mozo, dispuesto a suprimir trascen-
dentalismos:
— Dime, Laurenda, ¿por qué no me tu-
teas, como en aquellos tiempos en que los
dos juntábamos huevos de teru-teros y aga-
rrábamos pichones de perdices y torcaces?
— Es que aura es diferente. . .
— iQué va a ser diferentel Yo soy el mis-
mo. ¿Qué tenemos algunos años más? ¿Y eso
qué importa? Para mí, tú eres la niña travie-
sa de los diez años y asi debo de ser yo, para
mi compañera de correrías infantiles...
— Güeno, será así. si a usté le parece.
casa, tanto, que si la dejara me moriría. Es
la querencia, don Ramón...
El se rió campechanamente y mirándola
a los ojos, hasta hacerla bajar la cabeza,
díjola:
— ■ Dejemos eso para otro día. Ahora, te
vengo a pedir que renovemos nuestra anti-
gua amistad y que vayas mañana a visitar-
nos, aunque sea por un ratito. Hay doma de
potros, solemnizando mi llegada y ¡cómo a
ti te gusta tanto ver esas cosas! . . .
Ella interrumpióle;
— Gracias, don Ramón, pero no puedo.
Ya dije que no saldría de aquí y no pondré
un pie más allá del alambrao.
El «dotor» se despidió algo despechado,
no sin antes pedirle permiso para visitarla.
En el camino, de regreso, el mozo pensaba:
— ¡Diablo de chica! ¡Qué carácter original,
a fuerza de ser nativo! ¡Y es atrayente y su-
gestiva, a pesar de sus imperfecciones mora-
les! Lo que hay es, que la Naturaleza la hizo
— Si a li te parece, repiúá él. con re-
tintín...
— CQeno. — dijo ella, — no vamos a pe-
liar por eso.
Y agregó, con cierto mohín espontáneo,
que la sentaba muy bien:
— Dentre, don Ramón, si quiere descan-
sar y tomar un mate.
Y él entró, admirado de aquella belleza
criolla, sin aliño, de piel trigueña, cuya ter-
sura, ni el aire, ni la luz habían alterado; de
aquellos ojos profundamente obscuros, co-
mo el misterio de su alma rebelde y de aque-
lla arquitectura femenina, que se columbra-
ba bajo el amplio ropaje, como la fruta do-
rada bajo las hojas, excitando con la hermo-
sura promisoria de su dulce carne. .. y se di jo:
— ¡Sí no es como la pintan! Yo la encuen-
tro un poco silvestre, nada más, como el
ambiente en que vive.
Ya sentados, ella promovió la conversa-
ción:
— ¿Qué le ha dicho de mí don Nicomedes?
Ha de estar enojao, porque no quise dirme
con él. ¡Qué se le va a hacer! Yo quiero a mi
hermosa, como ha hecho las grutas y los bos-
ques, con flores y espinas, zarzas y aromas,
lo que no impide que sean creaciones encan-
tadoras.
En su casa, contó lo que le había sucedido.
Don Nicomedes se puso de mal humor, otra
vez, exclamando:
- Ese es un potro que no lo doma naide.
El joven contestó:
- Tata, científicamente, no hay potros
indomables. Todo consiste en saber aman-
sarlos.
— Güeno, a ver si domas a ese... sin
castigo.
Entonces el cuidador de caballos, que ha-
bía oído el diálogo, mientras desensillaba,
dijo, tomándose, como siempre, más con-
fianza de la que le consentían:
■ — Si me la dejaran a mí, pronto iba a sen-
tir el freno. . .
Ramón, indignado, le gritó:
■ — Usted vaya a cumplir sus deberes. Na-
die lo ha autorizado a meterse en las con-
versaciones de la familia.
El aludido bajó la cabeza y se fué, rezon-
gando, bajo las severas miradas del joven
diciendo a media voz:
— Es que esa no es de la familia. . . por
aura, al menos. . .
La doma había empezado, desde el ama-
necer, en la forma brutal de otros tiempos.
Los animales, empapados en sudor, echando
sangre por la boca y las heridas que en sus
ijares hicieran los 'taleros» y ^nazarenas»,
disparaban, al sentirse libres, arrastrando
las patas, temblorosos y enfurecidos, cuando
Ramón apareció, en el preciso momento en
que el cuidador de caballos parecía que iba
a quebrar por el espinazo a un hermoso ala-
zán, tierno todavía, tales eran los «sofrena-
zos» y los azotes que le daba. El pobre ani-
mal arqueaba el cuerpo hasta tocar la ca-
beza en los corvejones y de pronto se aba-
lanzaba, parándose de manos, como para
bolearse, arrojando espuma sanguinolenta
que iba a posarse en copos sobre las ancas
lustrosas.
— Bájese, — gritóle Ramón. — Eso no es
domar, es martirizar a los animales.
El cuidador se desmontó de mala gana,
interrogándole con desplante.
~- ¿Y cómo va a domarlo, entonces, dán-
dole besos?
— Usted es un atrevido; pero yo voy a en-
señarle como se procede. Sáquele pronto el
recado y póngale otro freno más fino.
El cuidador obedeció, riéndose estentó-
reamente.
Entonces, el joven, sin hacer caso, tomó
de las riendas al caballo, le pasó varias veces
la mano por el húmedo cuello, que se estre-
mecía a! sentir el contacto, y lo paseó, tiran-
do suavemente de las riendas. Luego, lo dejó
descansar, atándolo al palenque, repitiendo
más tarde la tarea.
— Ahora, póngale una montura inglesa,
y guarde esos trastos ordinarios en el galpón.
Le apretó la cincha él mismo y volvió a
pasearlo durante una hora.
— Colóquelo en el pesebre sin sacarle la
silla, asegúrelo bien y esta tarde me lo trae,
otra vez. cuidando de que no se alborote.
Los peones no se atrevían a sonreír, pero
pensaban que aquello era cosa de risa, y
cuando volvió el cuidador y le vieron la cara,
casi explosionaron, teniendo que darse vuelta,
para que el joven no advirtiera sus gestos
de burla. Pero la burla se trocó en asombro,
cuando, algunos días después, vieron al
«dotor» montado en el alazán, sin que éste
hiciera ninguna manifestación bravia, obe-
diente a la rienda, manso, tan manso, como
el más viejo de los caballos de la estancia.
Ramón visitaba asiduamente a la huér-
fana. La última vez que la vio, estuvo tan
amable y atenta con él, que quedó sorpren-
dido. Ese día, por supuesto, la encontró más
bella — si era posible, — más bien arreglada,
y sobre todo, más femenina. Parece que lo
esperaba, porque salió a la puerta a recibirle,
sencilla y afable, con la naturalidad de los
seres que no ocultan sus sentimientos. El,
impelido por extraño impulso, la tomó de
las manos y la miró en los ojos. Ella lo miró,
también, sonriente, sin malicia, como si toda
su alma se asomase por sus pupilas negras.
¿Qué pasó, en ese momento, por e! espí-
ritu del joven? Algo inexplicable, porque la
atrajo, con ímpetu, hacia sí, diciéndola:
— Si yo tuviese, Laurencia, una mujer-
cita como tú, ¡qué feliz sería!
Como ella guardara silencio, sin hacer es-
fuerzo alguno para desprenderse de sus bra-
zos, agregó, con anhelo:
--- Dime, preciosa, que me quieres un poco,
un poco no más, pero dímelo, si lo sientes así,
comohace laNaturaleza, que no miente nunca.
— Sí. — dijo ella. -- lo quiero, no un po-
quito, sino ¡mucho! ¡mucho!, porque lo que-
ría desde antes de dirse.
Y se dejó besar, como una flor se deja as-
pirar el perfume.
---Bueno, — dijo, de pronto, Ramón, —
ahora no tendrás inconveniente en ir a casa.
¿Quieres que vayamos juntos?
Y sin darla tiempo a reflexionar, la tomó
del brazo, apretándoselo, por temor de que
se le escapara y se la llevó casi corriendo. No
habían llegado aun a las casas, cuando él
empezó a gritar:
— ¡Tata, mama, muchachas! ¡Aquí viene
Laurencia!
Todos salieron al patio y al verla del bra-
zo del joven, tan tranquila y satisfecha, y aun-
que intrigados, la colmaron de atenciones.
— ¿Qué ha ocurrido? — interrogó don Ni-
comedes.
— Ha ocurrido, — contestó el mozo, —
que Laurencia y yo nos queremos y vamos a
casarnos, si usted nos da el consentimiento.
Y agregó, bromeando, mientras la acari-
ciaba enternecido:
— Yo la domé para mí.
— No, no juistes vos, — dijo, riéndose,
don Nicomedes. — Tu cencía esta vez no ha
servido pa nada.
— ¿Y quién fué entonces?
— El amor, ¡ay junal, que es el domador
más baquiano del mundo.
DIBUJO DE ZAVATTARO.
ESCUELA HOLANDESA
MONDANDO HABAS
ÓLEO DE WEIJNS JAN HARM.
PREMIADO CON MENCIÓN HONORÍFICA
EN LA EXPOSICIÓN INTERNACIONAL DE
BUENOS AIRES DE 1910.
Propiedad del señor
josé méndez casariego.
— r:>i_;v:S
BcN^PvAMá^^ eX^IE te/Vv!
H
La estética en el café.
..1^
■'•« de invierno. A travís de los cristales del coche,
'ria, arrebujada en la niebla. El Prado ... La Ci-
WYa e.T mi «iojamienio. ne pude resistir el deseo de pasear mi curiosidad
rcr la famosa Villa: sus noches eran de gran sugestión para mi espíritu.
La Puerta del Sol v las calles que la circundan era lo único animado con
L" 7 un ritmo de vida. La ciudad, desierta, sólo parecía habitada por mujeres
que a nuestro paso vocean ti Htraldo.
Pero allí, detris de los focos que rielaban su luí gris sobre la acera
w- J mojada, estaba el caf*; café madrileBo, cuya influencia es para nosotros
taa o^AÚbte. aunque el motivo sea superficial: con sus tpeflas» de consagrados, cerno una
ptoloiif«ci6o de las famosas «sobremesas» del Atices: con sus tristes «peñas» de fracasados,
dndt •£! CkM>. de Moraiin. hasta «La Losa de los Sueños», de Benavente.
ADI. •noontrarU algunos hombres, a través de cuyas obras de arte, habían ganado mi
•draineióa j alecto. Medianoche era por filo, como canta el romance, cuando entré al «Lion
fOrv. y cuil no aeria mi sorpresa, al ver el café con muy poca gente, en un ambiente reco-
cido y nTmvfkwo Un buen rato llevaba sentado, cuando de un saloncillo del fondo vi salir.
■nvueito on su capa, pilidc el rostro, ilustrado por sus largas barbas de chivo, seco como un
oaoobita. el fulcar de su mirada tras los grandes anteojos de carey, con un andar nervioso,
raanudo y ripido. a don Ramón del Valle Inclán.
A punto mtuve de detenerlo, para estrechar su única mano gloriosa y ofrecerle, como un
nuno de rosas nacidas en las tierras de Indias, las rosas de mi admiración: mas lo miré pasar
Uc!» de emoción y respeto. Volvió con una caja de cigarrillos egipcios en la mano, para seguir
pcoidiendo los ritos de arte y divertimiento, en el rincón solitario del café, rodeado por Ansel-
mo UBtgatX Nieto. Martínez Corbalin, Ricardo Baroja. Juan José Llovet, Penagos. Moya del
Ptno... Y yo. no queriendo borrar de mi retina la visión del maestro, me retiré recitando
al soneto de Rubén.-
«Este gran don Ramón del Valle Inclán me inquieta».
Aaisti a aquellas reuniones. Un dia en que Corbalán se burlaba de Carrére. por habérsele
oanrido aquella imagen comparando a la luna con una moneda de plata: Llovet ensayaba
s ingeniosas. Moya del Pino hacia retratos futuristas y Penagos hablaba con una deli-
1 mujercita francesa- — alguien dijo ai autor de «Aromas de Leyenda»;
.¿Sabe usted, don Ramón, que Marquina ha declarado no escribirá más dramas en verse?
— Es que no debía escribirlos tampoco en prosa. . . Contestó Valle Inclán, con su palabra
»oeante y temible.
Le pregunté entonces por la suerte de su teatro poético, con relación al de otros que hoy
tienen acaparados los escenarios españoles.
— Yo quise que en mi teatro el verso correspondiera a la acción, para que formase todo
uru unidad de belleza; ahora que los cómicos no pueden acostumbrarse a eso. La lucha es
inútil: son muy bestias. No pueden salir de Villaespesa y Marquina, que no han creado nada,
ooncretándose a ver una prolongación de Zorrilla: algo muy endeble.
Nosotros pensamos en la malaventura de lo bello y lo grande. . .
Don Ramón del Valle Inclán ha escrito las obras más originales y bellas del teatro español
contemporáneo. Su «Romance de Lobos» es una creación portentosa, que acreditaría a un
genio en cualquier literatura del mundo:— recordamos que la guerra impidió su estreno en
Paris. cuando ya estaba anunciada y publicada en hermosa traducción • — según él — por el
•Mercure de France». — tVoces de Gesta», tiene la grandeza que atesoran las páginas del ro-
mancero y por sus escenas corre una emoción honda y sincera. «La Marquesa Rosalinda» y
•Cuento de Abril», obras llenas de exquisita novedad y música imponderable. . . Ncsotros. al
pefiaarenel teatro de Valle Inclán, come en casi toda su obra, pensamos con los oíos: porque
US personales y sus escenas, los recordamos como concepciones pictóricas: indudahlemente
fl los ve tal un pintor: así, a veces, creemos estar ante maravillosos retablos animados.
Hablando de su estilo, comparado con el de otros escritores — Ricardo León sirva de ejem-
plo — está de acuerdo con la respuesta que dio «Azorín» al autor de «Critica Profana».
•El estilo es la personalidad a través de la cultura — dice. — Yo, a la influencia de Quevedo
o Cervantes, he preferido la de los primitivos escritores, donde se encuentran los giros más
ingenuos y puros del idioma; como en «La Conquista de Nueva España», por Bernal Diaz
CastiUo, en los autores anónimos de «Las Crónicas», en los místicos. . .
lAsi. si un escritor lee a un solo clásico, resultará un imitador; pero si sus elementos sen
tomados de muchos, toda huella de imitación es difícil de encontrar y su personalidad es
mis robusta. El secreto de los grandes prosistas o poetas — los creadores -- está en situarse
ante la vida como un hombre sin tradición, llevando toda la tradición a la espalda, y como si él
fuese el primero que va a ver las cosas. Es el caso de Rubén, el de Lugones. . . Y luego,
como gustando un pensamiento con voluptuosidad, añade:
•¡Oh, Rubén, en su última manera, la forma sabia con que cantó en Mallorca. . .!•
Al maestro le piden su opinión sobre un libro.
— No vale nada — contesta.
Alguien dice su sospecha de que don Ramón no ha leído aquel libro.
— Es cierto — dice. — ^No lo he leído; leo muy poco. Pero tengo un procedimiento infa-
lible para saber si un libro es bueno o malo.
Todos interrogan con avidez: él se explica: a veces le basta el título y la portada, para no
seguir mis adelante. Otras, ya en la primera página, le pide a su señora que marque en un
papel en blanco el tamaño de las palabras, y viendo aquellas lineas, sabe si es bueno o malo.
Porte un ejemplo.
Las hijas dt las madres que amé tanto . . .
ínclitas razas uf'hrirfías . . .
— ¿Y dónde está el secreto de ese conocimiento?
— Si es malc, ha de haber muchas líneas cortas, como en lo primero; eso quiere decir, abun-
dancia de artículo» y preposiciones y todo lo que se pone de relleno. Lo segundo, lineas lar-
gas, significa conocimiento del idioma, plenitud; cada palabra dice algo. Y el escritor debe
buscar esa sinte^'s. en la que culminan las lenguas griega y latina.
— ¿Pero algunas veces ha de equivocarse?
— Muy pocas.
— Por ese procedimiento, no hubiera usted descubierto a Juan R. Jiménez.
— Es que en Jiménez el idioma es lo de menos; tanto daría que escribiese por gestos. . .
Don Ramón del Valle Inclán tjene ahora gloria y dineros. Dicta en la Universidad de Ma-
drid, una clase de Estética y hay una juventud literaria que le llama padre y maestro, mago
en letras castellanas. El nos ha descubierto el alma trágica de su Galicia natal: ¡Oh, Flor de
San'idad: Adega, tn cuyos 010% llama azul fulgura, de la piedad humildf. . .
Ha n*^ -I- tan noble a! Marqués de Bradomín, tan perverso y galante y refinado,
que su ;irse la mano con el Abate Casanovas o con M. J. Barbey d'Aurevilly.
Ha escr anta y tanta bella página inmortal.
Ahora, anrieia ei castillo de sus antepasados, los señores de Caramiñal, en la costa, donde
las olas del mar Cantábrico pasan con su armonía eterna; y allí, como un voluptuoso del
silencio y la soledad, encerrará su leyenda; Valle Incl.'in tiene leyenda. Historia ya la tiene
cualquiera. . .
Vai.entí.n de Pedro.
Madrid. 1919.
■• -ti '
>f\< y.
'ti x^^i-^nri^^^v—
Ucf
dfendé'
I
(En el estudio del abo-
gado Speroni. Entra Spi-
netti: cuarenta años, ele-
gante, todavía bastante ru-
bio, sonrisa cortante.)
— Buenos días, abo-
gado.
— Buenos días... Ten-
ga la bondad de sentarse.
— Usted no se acuerda
de mí. ¿verdad?
— Verdaderamente. . .
— Spinetti. Carlos
Spinetti. . . Nos hemos co-
nocido algunos años atrás.
Entonces también usted
se daba buena vida...
¿Me mira? ¿Acaso he
cambiado?
— No, no es eso.. . Al
contrario, por más que
me esfuerzo, no logro
recordar.. .
— Pero sí. icaramba!
Nos hemos puesto en re-
lación dos veces. Hace
diez años, la primera, por
una cuestión de honor,
¿recuerda? Eramos pa-
drinos adversarios . . .
— Ah, sí, sí; recuerdo.
— ...Luego, dos años
más tarde. Una vez más
fué usted mi adversario
en otro pequeño asunto...
— Judicial. También lo
recuerdo. Spinetti: Spi-
netti Carlos. Recuerdo.
— Pero fui absuelto.
Por inexistencia...
— ¿Inexistencia? No
me parece.. .
— Sí. por inexistencia
de pruebas suficientes...
No es por decir, pero
conseguir esto, teniendo
en contra un abogado co-
mo usted, es una hazaña.
— Por favor: usted es
muy amable.
— No, no. Siempre he
sentido por usted grande
estimación: siempre he
apreciado a las personas
que me han dado que hacer, ¡y vaya
si usted me lo ha dado!
— ¿Qué quiere usted?. . . El deber...
— Sí, usted es persona preciosa o
peligrosa, según los casos: es usted
uno que «encuentra», como decimos
nosotros.
— ¿Quienes?
— Nosotros... pues. (Pausa.)
— Y... ¿en qué puedo servirle?
— Precisamente en esto: necesito
de usted un «hallazgo». Comúnmente
también a mí se me ocurre alguno.
Y de los buenos... Pero esta vez no
se me ocurre.
— Oigamos.
— ¿Usted conoce al duque Lan-
zoni?
— ¿Memé Lanzoni? Hemos sido
compañeros de colegio.
— Muy bien. El asunto se resolve-
rá aún más fácilmente. ¿Y a Spizzi-
chino, le conoce usted?
— ¿Aarón? ¿el prestamista? Lo he
conocido en otros tiempos.
— Pues se trata de esto...
— Naturalmente, de algún nego-
cio de usura: ¡si están de por medio
Memé Lanzoni y Aarón Spizzichi-
no!... ¡Pobre Memé! Aquella mujer
[se lo come vivo.
No, abogado. Marióri; por esta
vez, no tiene nada que ver en el
asunto. Yo sí, en cambio.
— No comprendo.
— En seguida se lo explico. Hace
dos meses, pues, yo fui a ver al ópti-
rno Aarón y le dije: Mi querido Aa-
rón, el duque Lanzoni me escribe
desde París que necesita treinta mil
' liras... Aarón quedóse algo perplejo,
[luego rascóse la barba...
■ Y aceptó.
UI^^Z&O.
— Veo que usted lo conoce. Cuan-
do Aarón se rasca la barba, asunto
arreglado. Y arreglamos el asunto:
cinco o seis días después fui a casa de
Aarón con cuatro pagarés de diez
mil liras, con la firma del duque y a
vencer cuando muera el padre; y co-
bré las treinta mil liras. Después de
lo cual subí a un tren, y... (Pausa.)
— Y... usted no llevó las treinta
mil liras a Lanzoni.
— Naturalmente.
— Oh, es un asunto muy sencillo.
Estafa y apropiación indebida, ar-
tículos...
— No, vea. Usted no ha entendido
nada. No hay ni estafa ni apropia-
ción indebida. Hay simplemente una
falsificación .. .
— ¡Ah! las firmas.. .
— Eso es. Estaban... imitadas.
— Bueno, entonces, artículo 280,
penitenciaría de uno a tres años...
— Lo sé muy bien. Y es precisa-
mente lo que no querría. Sería el pri-
mer paso ... Y a mi edad los primeros
pasos son siempre ridículos.
— ¿Y qué va usted a hacer? Memé
no consentirá ciertamente en aceptar
como suyos los autógrafos que usted
le ha fabricado.
— En efecto, así también lo creo yo.
— Aarón, por otra parte, no vaci-
lará un momento en denunciarle.
— No lo dudo.
— ¿Pues entonces? No hay salida,
querido mío.
— Es decir: habría salida después
de muchos meses... No, no; no me
conviene. Hace falta el hallazgo, que-
rido abogado. Por lo mismo he veni-
do a verle. Estoy seguro de que si
usted busca, algo hallará . . . Mire (sa-
cando de la cartera cinco billetes), estas
son cinco mil liras, que es cuanto me
ha quedado de las treinta que me dio
el buen Aarón. Veinticinco se me han
ido en estos dos meses entre Monte-
cario y Niza... Yo las deposito en
sus manos. Sáqueme usted de este
lío, y las cinco mil liras son suyas.
— Pero... querido Spinetti... yo
no sé en verdad cómo. .. Ese artículo
280 es un artículo muy estrecho,
muy desnudo, justamente como...
la celda de una penitenciaría.
— Sin embargo .. .
— No, vamos. Es inútil. Aunque
tomara estas cinco mil liras y se las
llevara al duque o al excelente Aa-
rón .. .
— De ningún modo. Le he dicho
que son suyas: por la molestia que
usted se da.
— Es que no hay molestia, cuando
le digo...
— Hágame caso, abogado: no me
diga nada. Medite la cosa. Estoy se-
guro de que algo se le ocurrirá.
— ¡Qué quiere usted que se me
ocurra, santo Dios! Escuche: tome
sus cinco mil liras, vayase a Ñapóles,
suba al primer vapor que parte para
América, y...
— ¡Nunca! ¡En América con cinco
mil liras! Usted bromea. Me alcanza-
rían para los cigarrillos. Además, el
mar me hace daño. (Levantándose.)
Repito: medite la cosa. ¿Qué le cues-
ta? Volveré dentro de cinco o seis
días. Hoy es miércoles... pasaré el
lunes. ¿De acuerdo?
— ¿Qué puedo decirle? Pase...
Pero no se haga usted ilusiones ab-
surdas.
— Para mí sólo hay una cosa ab-
surda, querido abogado:
el código.
— Es usted un rico ti-
po. Y... ¿no quiere un
recibo?
— ¡No faltaba más!
Entre caballeros.
— Demasiado amable...
— Deje la ironía, abo-
gado. Ya verá que el lu-
nes, cuando vuelva, toda-
vía seré un caballero...
Y quién sabe si un día de
estos no hemos de volver
a encontrarnos en alguna
cuestión de honor...
(En casa de Aarón
Spizzichino, en la Judería.
Suciedad, sillas rotas y
olor de gato.)
— Buenos días, mi
querido Aarón.
— ¡Oh, señor abogado!
¡A quién vemos!.. .¡ Desde
cuatro años! ¡Estela, oye,
Estela! Trae una silla
para el doctor.
— Gracias, no se mo-
leste, Aarón. Estoy segu-
ro de que nos despacha-
remos pronto.
— Muy contento si es
por poco... ¡Por desgra-
cia ya no soy el Aarón de
aquellos tiempos! Pero
por usted, mi doctor, haré
todo lo posible. ¿Trajo
usted el documento?
— No se trata de mí,
Aarón. Vengo por aque-
llos cuatro pagarés del
duque Lanzoni...
— Ah, el duque.. . Sí,
sí. ¡Oh, qué gran señor,
ese! ¿Y el padre cómo
está? Después de aquel
contratiempo del año pa-
sado, ¿no ha tenido más
nada? Ah, pobrecito, so-
mos viejos, es sabido . . .
— Querido Aarón, al
grano: las firmas del duque Lanzoni
son falsas.
— ¡No!...
— Son falsas.
— (Agitadísimo.) No... no... no...
— Falsas.
— Pero si me las ha traído Garli-
tos Spinetti... ¡Oh, qué desgracia!
¡Pobres hijos míos!. .. ¡Estela. Estela!
— Deje a las mujeres. Hablemos
los hombres y veamos cómo puede
arreglarse este asunto.
— ¿Qué quiere usted arreglar? Es-
toy sobre la paja, en medio de la
calle, mi doctor...
— Cálmese, Aarón, y razonemos.
Las firmas, pues, eran falsas. Spinet-
ti me ha confesado haberlas... imi-
tado.
— ¡Oh, lo mando a la cárcel! ¡En
seguida! ¡En seguida!... ¡Estela, mi
sombrero! Voy ahora mismo a la co-
misaría. ¡A la cárcel! ¡A la cárcel!
¡En seguida!
— Sí. a la cárcel. No hay nada
que decir. Basta que usted lo denun-
cie y ya lo encierran. Nadie le saca
de encima tres años. Pero ¿y después?
— ¿Después?
— Después, sí. ¿Quién le devuelve
sus treinta mil liras?
— ¡Cuarenta mil, señor abogado!
— Cuarenta mil, sea.Y bien, ¿quién
se las devuelve?
— (Sollozando.) ¡Ah, pobres hijos
míos! ¡Pobre hija mía!
— Cálmese, Aarón. Si he venido
a verle es porque creo que hay modo
de que no pierda usted un centavo.
— ¿Y cómo?...
— Dando al duque otras treinta
mil liras...
— (Saltando.) ¿Eh? ¿Cómo? ¿Está
— i=>i_;v:s
usted loco? ¡Después de haberme
embrollado de este modo!
— No es él quien le ha embrollado.
Ha sido Spinetti.
— Es cierto.
— Bien, usted ha confiado en el
duque por cuarenta mil liras; puede
confiar igualmente por ochenta mil.
— ¡Pero usted está loco! ¿Y quién
me da. a mi. pobre viejo, otras cua-
renta mil liras?
— Treinta mil...
— Treinta mil. sea. ¿Quién me las
da? Duermo sobre la paja...
— Bah. si es por eso. las encon.
trari. Aarón. Busque entre la paja.. .
Mientras tanto razonemos. ¿No es
mejor para usted tener que recibir
ochenta mil liras de Memé Lanzoni.
que cuarenta mil de nadie?
— ¿De nadie?
— S. de nadie. Spinetti segura-
mente no ha de pagarle.
— ¡Pero yo lo mandaré a la cárcel!
— Si. lo sé. Tres
años de penitencia-
ría... que le costarán
diez mil liras cada uno.
— Es cierto . . .
— ...Sin los inte-
reses.
— Pues entonces...
¿Quiere usted que
arríe^ue perder otras
cuarenta mil?
— No. querido
Aarón. no hay riesgo.
El anciano duque está
en las últimas, y muy
pronto... Se trata.
pues, de ganar otras
diez mil...
— ¿Está usted se-
guro?
— Como estoy se-
guro de que cuarenta
mil y cuarenta mil su-
man cinco mil...
— ¿Cómo?
— Qu iero decir
ochenta mil. . . Conclu-
yamos: si le traigo
aquí al mismo duque
en persona para fir-
marle por ochenta mil
liras . . .
— ...En blanco...
— ... En blanco,
¿está usted dispuesto
a devolver los cuatro
documentos de Spi-
netti?
— (Después de una
pausa. ) Usted dice que
el anciano no durará
mucho, ¿no?
— Hum. no creo.
Esas son enfermeda-
des que...
— Bueno... Haga usted, doctor.
Me pongo en sus manos.
[En el locador de Memé Lamoni.
quien acaba de volver de la caza al
zorro y está mudando de ropa.)
— Buenos días. Memé.
— ¡Oh. querido abogado! ¿Qué no-
vedad hay? Han de ser como dos
años que no nos vemos. Siéntate.
Y discúlpame de haberte hecho pasar
aquí...
— No faltaba más. Al contrario.
¿Buena caza hoy?
— Regular. Dos galopes discretos.
— ¿Lindas amazonas?
— Las mismas. «Simoneta», queri-
do amigo, ¡qué portento! Todos me
la envidian. ¡Qué estampa!
— Como Marión.
— Mucho mejor. Menos caprichos.
¿La conoces?
— No tengo ese gusto. Hace mu-
cho que no frecuento el gran mundo.
— Es verdad. En efecto, ya no se
te ve. Siempre ahogado en medio a
los códigos ... Me dicen ... (Al criado. )
No. Juan, los otros tirantes: esos
iguales a las ligas. Eres un asno, que-
rido Juan.
— ¿Te dicen?
— Sí. me dicen que estás haciendo
plata. ¡Hombre feliz! ¿Quieres to-
marme en tu estudio?
— Buena la harías, ¡pobre Memé!
— Es que tarde o temprano, mien-
tras viva papá, será necesario que me
decida a hacer algo. De otro modo, ¡ay!
— Lo lamento, entonces...
~ ¿Qué?
— ...De haber venido a causarte
otra pesadumbre.
- ¿Tú?
— ¡Por desgracia!
— ¡Al diablo los abogados! ¡Pero
caramba, ni siquiera puede uno con-
fiar en los compañeros de escuela!
No, oye, hoy no es el caso de venir
a hablarme de negocios. Pasa otro
día. querido... Figúrate, mañana es
el cumpleaños de Marión, y no sé
qué hacer. Asi. pues, piensa si...
— Sin embargo, querido Memí^,
será necesario que me escuches cinco
minutos. Puedes imaginarte si no ha
de serme penoso venir a causarte un
— ¿Spinetti?... ¿Spinetti?... Aguar-
da: me parece que una vez me habló
de él Marión. Pero yo no lo conozco.
¡Qué canalla! Aun quedaba quien me
habría dado dinero, y este pillo lo
explota, en mi nombre, ¡en su prove-
cho! ¡Ah. pero lo mandaré a la cár-
cel!... ¿Me parece que se puede?...
— ¡Cómo no! Si quieres yo mismo
me encargo de eso.
-- ¿Si quiero? ¡Pero en seguida,
caramba! ¡En seguida! (Se pasea pen-
sativo.) ¡Cuarenta mil liras! ¡Nada
menos!... ¿Estás seguro? ¡Cuarenta
mil liras con mi firma!
— Completamente seguro: treinta
mil, más diez mil de intereses.
— No importa: siempre es un ne-
gocio buenísimo. ¿Sabes que ese tu
Brichetti es maravilloso?
— Spinetti.
— Es lo mismo. Debe ser un hom-
bre extraordinario. Te aseguro que
yo jamás lo habría conseguido. Casi
fastidio, un fastidio bastante grave. . .
— ¡Diablos!
— Ah, sí. Muy grave.
— Bien, oigamos: ¿quién es el su-
cio usurero que te envía?
— Aarón.
— ¿Aarón?... No lo conozco.
— Sin embargo, tiene cuatro paga-
rés tuyos.
— ¿Cómo?... Juan, esta corbata
es un desastre . . .
— Excelencia, depende de las ca-
misas.
— Es cierto... Decías, pues, doc-
tor... ¿cuatro pagarés? Bromeas.
— No bromeo. Cuatro pagarés de
diez mil liras, en blanco, firmados
Guillermo Lanzoni de Cormüe.
— ¡No! ¡Yo jamás he firmado nada
al señor Aarón! Aguarda un poco...
Que no me haya olvidado... Juan,
¿quieres salirte de entre los pies, vie-
jo imbécil?... Pero no, no, nunca.
¡Nunca he firmado nada!
— Lo sé.
— ¿Pues entonces? ¿Qué vienes a
contarme?
— Que tus pagarés los ha firmado
por ti... otro.
— ¡Caramba! ¿Y quién es ese sin-
vergüenza?
— Un sinvergüenza, en efecto:
cierto Spinetti. ¿Lo conoces?
es un crimen mandarlo a la cárcel.
¿Fumas?
— Gracias. Ves. .. esto precisamen-
te quería proponerte. ¿No se podría
tratar de arreglar la cosa?
— ¿Arreglar? ¿Estás loco? ¿Y qué
es lo que quieres arreglar? ¿Quieres
que acepte la paternidad de esas fir-
mas para dar gusto a un picaro que
ni siquiera conozco?
— No digo eso: no para dar gusto
a él. ¿Pero si pudieras hallar el modo
de dártelo también a ti?
— No te entiendo.
' - Quiero decir: si por ejemplo, el
óptimo Aarón te facilitara otros trein-
ta billetes de mil, ¿no le firmarías,
retirando los documentos de Spinet-
ti, ocho pagarés tuyos, auténticos, de
diez mil liras?
— Hablas en broma, espero. ¡Lin-
do negocio me vienes a proponer!
¡Ochenta mil liras por treinta mil!
Muchas gracias, querido.
— Oye, tú las pones en la testa-
mentaría, y . . .
— ¡Pero estás loco! ¡loco de atar!
Ya de sobra me han ahorcado. Bas-
ta ya.
— Entonces, no se hable más.
Pensemos más bien en mandar a la
cárcel a ese canalla de Spinetti.
. — ¡En seguida, en seguida! Como
a ese otro canalla del camisero, que. . .
¡uf! En seguida. A la cárcel.
— Sí, en seguida, querido mío. No
se necesita mucho trabajo.
— ¡Pero qué bandido! Pensar cuan-
to debe sudar una persona decente
para procurarse dinero ... Y uno debe
ver a cualquier Marchetti...
— Spinetti.
— Sí, es lo mismo... ¿Qué hay,
Juan?
— Esta carta. Excelencia...
- Ah. es Marión... Pobre chica,
me espera mañana al mediodía. Es
su fiesta. ¡Pero!... ¡Va mal. querido
abogado, va mal! Pobrecita, deberé
hacerme el desmemoriado. Y me
duele... No se lo merece... Es tan
buena... (Pausa.) Di...
¿Qué?
¿Crees de veras que tu Samuel?
— Aarón.
— . . .Que tu Aarón esté dispuesto...
— ¿A qué?
— A darme ... a
hacerme... Juan, haz-
me el favor de irte un
momento a! infierno:
te llamaré.
— ¿A darte las
treinta mil liras? Es-
toy seguro. Tú com-
prendes que antes que
perder las otras.. .
— Pero sería una
vergonzosa usura.
-- Una innoble usu-
ra, lo sé. Pero, tú dirás.
— Porque, ves. . .
(Se pasea.)
— Por lo demás, re-
pito, en la testamen-
taría.. .
— Eso es cierto.. .
— ¿Cómo está
papá?
— Y.. . muy bien.
Nunca ha estado tan
bien.
— Tú dirás, te re-
pito.
— Y.. . dime tam-
bién: ¿cuándo podría
hablarse con ese tu
Isaac? Es que acaso
podríamos ver...
- Ahora mismo, si
quieres. A esta hora
está en casa.
— ¡Oh! (Pausa.)
¡Juan! ¡Juan!... ¿Dón-
de se ha metido ese
imbécil?
— Ordene, Exce-
lencia.
— El sobretodo, el
sombrero. Rápido,
marmota.
{En el estudio del abogado S perón i.)
'— Querido abogado.
— Oh, querido Spinetti.
--¿Y?
— Aquí tiene usted los pagarés.
¿Reconoce sus firmas?... Quiero de-
cir... ¿las del duque?
— Las mismas. Gracias, doctor.
— De nada. Gracias a usted. Pero,
cuidado con no volver a caer. Son
negocios peligrosos.
— ¡Bah! En el fondo, ha sido un
excelente negocio para todos.
— No sé si para Aarón.
— En efecto... Dicen que el an-
ciano duque quiere dejar todo su pa-
trimonio a la «Obra católica de las
regeneradas»... Podrá servirle a Ma-
rión en la vejez... Para nosotros
tres, en tanto, ha ido muy bien: us-
ted cinco mil liras, el duque treinta
mil, yo treinta mi! .. .
— Veinticinco, me dijo usted.
— ¡No, caramba! ¡No iba a perder
las otras cinco! Me las he hecho de-
volver.
— ¿Devolver? ¿Y por quién?
— Por Marión.
— ¡Ah!... Vean...
— Sí, pobrecita. Es tan buena...
GUELFO ClVlNlNl.
TRADUCCIÓN DE ROBERTO F. GlUSTl.
Fué a reclamar una camisa y perdió un año
de bachillerato. Aun no han parecido la prenda
ni las lecciones extraviadas; pero, en cambio, to-
davía duran las memorias de aquel amor juvenil.
Fué a buscar una camisa tan invisible como la
del hombre feliz y encontró emociones.
En un rincón del taller, el hornillo, al rojo es-
carlata, calentaba las planchas y el ambiente
veraniego. Pastoso olor de azufre y de lienzos
húmedos, risas femeniles y un vaho de aroma ba-
rato, la canción del día y la labor de siempre:
todo lo que puede encerrar un pequeño taller.
El había entrevisto y hasta contemplado mu-
chas planchadoras desde la calle, a través de los
vidrios y de las cortinas. Así, desde lejos, pare-
cían enfermeras atareadas, blanquísimas y lindas
enfermeras trabajando en fricciones y masajes;
mas nunca pudo penetrar en un taller de plancha.
Esta excursión a regiones desconocidas era un
deseo de su alma tenoriesoamente platónica. Ale-
grándose, pues, del pretexto, llegó aquel sábado
para reclamar la urgente camisa del domingo.
Era pobre y encontrábase sujeto, como tantos,
a la imperiosa tiranía del bien vestir. El almidón
brillante debía emblanquecer su librea de estu-
diante, y las tres camisas de su ajuar iban y venían
por riguroso turno. Era joven y hallábase prendi-
do en las redes del buen amor. La tersura de sus
cuellos jugaba importante papel en la eficacia de
sus pretensiones. Aquel día. al volver de clase,
no encontró sobre una silla la camisa de guardia
junto a los cuellos pulidos y candidos.
Cuando llegó al taller, detúvose en la puerta
bastante aturdido. Es muy difícil penetrar de
repente en una atmósfera a la que no estamos
habituados, y más si cuatro pares de negros ojos
nos miran con burlona curiosidad. Hizo su recla-
mación tartamudeando un poco, una reclamación
^^ llena de disculpas, cortés, suplicante.
^^m — Carmen: la camisa del señor — dijo Meroe-
^^B des. — ¿El número 25, señor? — agregó dirigien-
^H^ do al reclamante una mirada negra y hermosa.
^H Y las cuatro muchachas se dedicaron a buscar
^Hj la camisa del estudiante. Parecían cuatro palomas
^H^ de cabecita negra revoloteando y corriendo sobre
^^B un tendedero de ropas, en una siesta estival.
^^H — Tome asiento, señor — repitió Mercedes.
I " ^ '
áeT^PiancñadoKic/
los ojos llenos de admiración, el reclamante se-
guía la maniobra. Fué recobrando la serenidad
y el seguro uso de su galante palabra.
— Quiera Dios que no parezca.
— ¿Por qué, caballero? — preguntó Mercedes.
— Porque quiero ser feliz.
Las niñas no le comprendieron, adivinando, sin
embargo, que aquella frase encerraba un piropo.
— ¿Ustedes no saben el cuento de la camisa
del hombre feliz? — preguntó nuevamente el joven.
No conocían el conocido cuento y dejaron la
busca para escucharlo.
— Pero usted tiene dos camisas todavía — in-
sinuó Mercedes.
— Piérdanlas en seguida, señoritas; me hace mu-
cha falta.
Una cuádruple risotada resonó en el taller. Lue-
go hablaron y rieron los cinco, mientras Mercedes
y el reclamante se miraban con sed de felicidad.
Aquella misma noche relució sobre la silla la
camisa número tres, lavada y planchada en una
hora por las ágiles manos de Mercedes.
La llevó y la trajo Manuelita. y, gracias a Ma-
nuelita, pudo enterarse el reclamante que Merce-
des no tenia novio, que habitaba junto al taller
y que no salía los domingos.
Y sobre aquella coraza, sobre aquel brillante
esternón vio la doble llamarada negra de dos ojos
intensos. Y al día siguiente, desafiando los rigores
del sol, fué a la calle de Mercedes para agradecer
el trabajo extraordinario.
Todas las mañanas de aquel curso escolar, el
joven iba, con los libros bajo el brazo, y en el
caluroso taller se saturaba de amor y de tufo de
carbón. Mercedes era hermosa y distinguida como
una reinecita; sabía querer como quieren los hu-
mildes: amor, agradecimiento, esperanza y celos.
Poco a poco conquistó el derecho a una silla
del taller. Desde allí oía la charla y los cantos
de las lindas obreras, tomaba parte en las bromas
perdiendo gozosamente un año de enseñanza.
En cambio, su espíritu siempre ingenuo y mozo,
aprendió mucho en aquella aula de la vida. Mer-
cedes se le aparecía como el símbolo amado de
toda una clase. También ella rudamente traba-
jaba por lo peor que se puede trabajar: por la
vanidad m.^sculina. Todos los trozos de la arma-
dura que el hombre viste para defender su cora-
zón y su existencia adquirían bajo la sorprendente
fuerza de aquellas lindas manos temple y brillo.
Y las reflexiones del enamorado se llenaban de
amor a los humildes, a los que se alimentan con
migajas y caridades del lujo. Allí tomó su espí-
ritu ese baño de benevolencia y justicia que vigo-
riza sus rebeldías y atenúa su aristocraticismo.
Desde el primer momento, comprendió el joven
que aquel idilio iba a fracasar. La familia nunca
autorizaría la legalización de tales amores por muy
honestos que fuesen. Procuraba él olvidar ese
inevitable y presentido fin, distrayéndose con las
delicias de su cariño.
¡Flojo amor de esclavos, más flojo que el mundo:
te reproduces, te sumas y sobrevives a la muerte,
siendo cobarde en la vida; gastas tu poderío, alma
del mundo, en juramentos mentidos; enervas tu
juventud, tus vigores, flojo amor de niños es-
clavos! ¡A la hora de los inútiles recuerdos, con-
viertes en sensiblería el sentimentalismo indescrip-
tible de tus horas buenas!
Casi todas las noches salían del brazo, a pasear
lentamente por la plaza, como esposos flamantes,
como padres nuevos. Y eran felices así, al jugar
a los cónyuges, al representar sus papeles en la
comedia mundana, sabiendo que nunca lograrían
el mutuo propósito.
Bajo los árboles de la plaza murió aquel idilio
de quinto año de bachiller; murió todo lo más
honradamente posible, como los amores ingenuos,
en una disputa casi matrimonial.
Fué a reclamar una camisa y perdió el curso.
En cambio, todavía duran las memorias de aque-
llos amores imposibles, de planchadorcita y estu-
diante.
Eduardo del Saz.
— I3»l^-N^'4= 'V.L^T^IS^'X—
c
:b
B^K_0 M .^ N í ^^
El Wroe de este apunte ha apaLrecido en el caté
con la marcialidad de un redoble. El hombre ha
entrado bello, imperioso, mag^nlfico. luciendo una
cabellera remolinada como la de Antinoo. y un
perfil apolíneo, y hasta un amplio cuello abierto
a lo Byron. Y ha sido — vean ustedes hasta donde
llefa la impertinencia del mundo — que en la se-
dante obscuridad del
recinto han comentado
a volar los cínifes de
la ironía. El que no
ha levantado las cejas,
ha vuelto la cabeza,
dislocándose el cuello,
o ha insinuado, ¡ay!.
una risa lesiva. En to-
dos los rostros se ha
hecho visible un esta-
do mental negativo.
Arlequín no hubiera
hecho más con su ex-
traño indumento. Hasta
el mozo — un hombre
recio, discretísimo y
manso — ha querido
distinguir al intruso
mirándole en el cristal
de un espejo en que to-
do aparece anegado en
la falsedad de una agua
azulenca.
Digo que el hombre
heroico, pues héroe hay
que ser para hacer de
actor en esta picara
farsa, ha aparecido en
el café con todo el
aparato del mundo. El
muy candido ha entra-
do luciendo un ancho
sombrero norteameri-
cano, una linda guerre-
ra, unos «briches» ¡a
mar de hípicos, unas
botas flexibles y unas
resonantes espuelas. A
decir verdad, nadie
puede decir si ese hom-
bre es un estanciero
rumboso o una evoca-
ción de los guerreros
del gran Douglas Haig.
Su figura es una figu-
ra ambigua. Lo mismo
puede ser la de un do-
mador de leones, que
la de un mozo «bien*,
enamorado de las apa-
riencias bizarras. Que
no es militar, dícelo su
traje horro de distinti-
vos: que no es estan-
ciero, proclámalo su re-
lamida apariencia. ¿Qué
será. pues, esc hombre
heroico, llamativo, bi-
zarro, que rinde culto a
la lampiñomania de úl-
tima hora, viste ese
traje extraordinario y
acentúa la nota lucien-
do en plena ciudad la
inutilidad de una fusta?
Si el lector no lo di-
ce, voy a decir yo que
ese hombre es un biza-
rrómano ingenuo y que
de ningún modo hay que co.ifu.Tdirlo con los asis-
tidos por la gracia de la elegancia. Elegancia y
bizarría son dos «cosas» distintas. Brummell no
se atrevería a suscitar asi la burla plebeya. Los
trajes de un Brummell son idénticos a los de su
ayuda de cámara, sencillamente porque el dandy
tiene la seguridad de no ser confundido jamás.
^■V^
El elegants es el verdadero prodigioso de la me-
dida y del tono. Da él son la sencillez, la natura-
lidad, la parquedad, el visible desdén por las
notas chocantes. ¿Cómo creer, pues, que el héroe
de este apunte es algo más que un mozo ingenuo
que desconoce el valor de las medias tintas?...
Ese hombre... Hay que decir que ese hom-
bre no es más que un
bizarrómano y que su
amena manía es necesa-
ria, como el movimiento
y el brillo, para la ar-
monía de este mundo.
El mundo es un poco
triste y, de seguro, lo
sería más si no pudiera
sonreírse de esa rara fi-
gura. Si no existiera ese
hombre, tendríamos que
inventarlo para no la-
mentar la ausencia de
un gran elemento deco-
rativo. Porque el biza-
rrómano es algo así
como el escaparate de
una joyería o la venus-
tidad de una fémina. Sin
él habría menos anima-
ción en la calle y nunca
más veríamos el pena-
cho del viejo Don Juan,
aquel que repetía ma-
drigales ajenos ofre-
ciendo un porvenir
sentimental a todas las
damas.
El bizarrómano no
seduce más que a los
corazones sencillos. La
gran dama ni para la
atención en esa amena
figura lampiña. Y es que
el seductor de estos días
es un hombre grave y
experto, que luce en las
sienes el albor de unas
canas, y que. por haber
vivido intensamente,
sabe decir conmovedo-
ras mentiras. Don Juan
ha pensado mucho en
estos últimos tiempos y
sabe que en el gran mun-
do no llama la atención
su deslucido penacho.
Pero hagamos por no
acentuar la sonrisa y
por ver en la figurilla
de este apunte, ya que
ello es necesario para
nuestraeducación senti-
mental, a un buen ami-
go débil de espíritu. Es3
hombre pueril a quien
todos han visto, se aliña
para todos nosotros, y
sólo se cura de la impre-
sión que produce en el
espíritu de los especta-
dores. Por él podemos
sonreír buenamente, , ,
Tolerémosle mientras
viva y no digamos que
el mundo sería mejor sin
su bizarra figura.
Manuel Aznar.
CARBÓN DE ALONSO.
"1:2 >2v-
Muéstrame ese camino que tu planta hollara;
«se largo camino donde tu irradiación pobló de
nuevas luces la obscuridad, donde al hechizo de
ítu voz brotó intangida música en el silencio.
Allí donde la vida germina en el seno de la muerte,
donde la nada encierra a todo el universo.
Muéstrame el camino y deja que tu amor me
guíe. Tu amor siempre clemente y lleno de mi-
:sericordia. Porque tú no puedes dejar de amar
ra quien tanto te quiere; y mi amor es un pobre
-reflejo del que tú me profesas.
Por eso te busco, porque tú me buscas. Y mar-
.cho confiado tras las huellas que tú dejaras en
«1 camino, sabedor de que tarde o temprano lo
recorrería este humilde esclavo.
En el primer día de la existencia, sembraste
-en mí el grano fértil de tu cosecha.
La reja de tu arado abrió despiadadamente
un surco profundo en mi ser, y a ese surco se
•abalanzaron codiciosas las aves del cielo.
Removieron con sus garras la húmeda arcilla
y extrajeron lo único que allí existía: larvas e
(insectos.
Y se alimentaron las aves, y el grano fértil
germinó en fruto, y aprendí entonces, que todos
tus actos, aun los más crueles, llenos están de
bondades y de dulzuras, amor mío.
«Tú sabes lo que hay en el fondo
de mi alma, y yo ignoro lo que
hay en el fondo de la tuya. (Corán,
sura V, vers. 116.)
Me dijeron que para encontrarte era menester
hallar tu alma; y fui en su busca, por el áspero
sendero del amor divino.
Pero esa alma se ocultaba en tu cuerpo, y tu
cuerpo estaba oculto en el alma; fruta inefable
que contiene la semilla donde se oculta la fruta
misma.
Y retorné ."^in verte; porque no pude llegar a
Ti; que te ocultas dentro de lo que está oculto;
que eres alma de tu alma.
Tú fuiste el Primero y Único que me dio la
bienvenida, cuando llegué a este mundo.
Me esperabas en el jubiloso rayo de sol que hirió
mis ojos al despertar; me besaste en la frente con
la brisa primaveral; el rocío de tus cielos hume-
deció mis labios y el perfume de tus flores se ciñó a
mi cuerpo, como una túnica en cuyos pliegues se
ocultara el hálito de tu inextinguible esencia.
Y tú serás el Primero y Único en darme el
postrer adiós, cuando mi alma emprenda el viaje
sin fin, a través de ese suspiro inmenso que di-
vide este mundo del más allá.
Alma infiel, alma desobediente, alma cobarde
ésta que tú me diste, Señor.
Que se esmera en ser pura y se mancilla, que
quiere ser temerosa y es cobarde; y que ha des-
cubierto, que todos los regocijos y placeres que
tú le prometes en la futura vida, serán en pro-
porción, no de tu generosidad, que es inmensa
e inacabable, sino de los triunfos que esta alma
miserable e indefensa, obtenga en sus combates
contra la concupiscencia y el Samsara.
Y el Samsara es pérfido y engañoso, porque
es ilusión y falsedad. No está arriba ni abajo, no
fué, ni será. Duerme desde el comienzo del mundo
dentro de nosotros mismos, y basta para desper-
tarle el más leve soplo de nuestros pecados.
PÁGINAS HUMORÍSTICAS
LA ALEGRÍA DEL DOMINGO
GOUACHE DE HUERCO.
—v=rLS'^^@
>>2S.—
■^nfe>_,-_.- . „-^_^
SEÑORA CARMEN CHRISTOPHERSEN
ALVEAR DE DODERO.
* Cuando un matrimonio es
feliz, ¿qué palabras podríamos
hallar que fueran dignas de ex-
presar esa dicha? Puesto que
aquellos a quienes unió ta! fe-
licidad, no se separarán ni en
las amai^uras. ni en la adver- ,
sidad, ni en la alegría. No ten-
drán secretos el uno para el
otro, ni podrá alcanzarles el
hastio. »
Tertuliano.
¡Ama, si has de vivir! La vida sin amor
es sacrilegio... Así asegura el poeta que
hablaron las hadas tutelares; cuenta tam-
bién como despertaron las horas, y de nuevo
preludiaron cantos de vida; que gracias y
risas pueblan los aires, mientras las niveas.
ideales figuras de nuevas desposadas, aman
para vivir, aman intensamente, al empren-
der e: sendero elegido. . .
Carmen Chrístophersen Alvear, Mercedes
Peña Unzué, María Luisa Rodríguez Quin-
tana, Jovita García Mansilla, abriendo las
alas del alma, inician su nueva vida, y no
puede haber para ellas mejor augurio que
las palabras del eminente padre de la Igle-
sia latina. Han despertado las horas nueva-
mente, preludiando una vez más cantos de
vida... Las veo cruzar, nimbadas por su
ensueño, seguidas por la estela de los hondos
afectos que supieron inspirar, iluminado el
rostro por esa divina sonrisa que parece
escuchar como vibran, dentro del corazón,
todas las melodías... El recuerdo de esa
hora, evocará siempre para ellas una gloria
SEÑORITA JOVITA GARCÍA MANSI
de luz, un rumor de alas, un palpitar de es-
trofas murmuradas en voz baja, lágrimas
que brotan y se deslizan serenamente, tal
fué la intensidad de su emoción. . .
Nunca debió soñar el poeta evocación tan
acabada de todo el encanto y la sentimental
poesía que pueda encerrarse en una sola
palabra: la desposada... El grupo de gen-
tiles y aristocráticas figuras que inician su
nueva vida, en esta época del año recibió
de las hadas tutelares todos los dones, y esas
frágiles delicadas manos encierran a su vez
toda la esperanza, toda la luz que ha de
sonreír en ese nuevo hogar, donde las horas
preludiarán día tras día nuevos cánticos de
vida. . .
Es bella, delicadamente linda; con toda la
serenidad de una Madonna, se destaca la
figura de Carmen Chrístophersen Alvear,
como una de las más interesantes de su ge-
neración; en sus ojos claros, se revela el es-
píritu firme, la clara inteligencia de las ru-
bias apariciones de la región escandinava;
en su porte señoril, toda la tradición patri-
cia de su histórico abolengo. . . y en ella ar-
monizaron las firmes convicciones de la mu-
jer fuerte del norte, con la suavidad y atrac-
tivo de la criolla, que no olvida que la casa
solariega de la rama materna fué levantada
en hidalga tierra, en el principado de As-
turias, puesto que desciende la novia gentil
de aquel Brigadier General de la Armada
Española, que fué don Diego de Alvear y
Ponce de León, casado en el Río de la Plata
con doña Josefa Balbastro, y cuyo hijo, fun-
dador de la rama establecida en- América,
fué el ilustre general
don Canos de Alvear.
Mercedes Peña Unzué.
encarna la delicada be-
lleza criolla, con su mi-
rada profunda y soña-
dora. . . A ella no le bas-
tó abrir sólo las alas del
alma, para vivir intensa-
mente ... ha sabido tam-
bién cultivar su espíritu
con todas las galasxdel
saber, reservando largas
horas para el estudio, en
medio de la brillantísima
actuación mundana que
corresponde a su elevado
rango, a su fabulosa for-
tuna, y que fascina tan
poderosamente a las ju-
veniles figuras que po-
seen todas las ventajas
de la vida; pero es que
las hadas tutelares no
olvidaron entre sus do-
nes la serenidad y la
discreción . . .
María Luisa Rodrí-
guez Quintana, — Be-
bita — como aprendie-
ron a nombrarla cariño-
samente todos los amigos y amigas que ella
conquistara con su encantadora sencillez, con
su sonrisa intensamente luminosa... Reúne
su delicada figura todos los prestigios, pues-
to que las representantes femeninas de las
familias de Rodríguez Larreta y de Quin-
tana brillaron siempre en los más altos
círculos porteños, como en los europeos, por
su clara inteligencia, su armoniosa belleza,
su distinción exquisita... Vinculadas por
lazos de parentesco con la gentil desposada
porteña, la de los claros ojos que sonríen
bajo el dosel de su obscura cabellera, la
vida del eminente hombre de estado don
Manuel Quintana, son destacadas figuras en
la corte madrileña, la Condesa de Xiquena,
la Duquesa de Bivona, la Marquesa de la
Mina, descendientes todas del general espa-
ñol Marqués de La Habana; y a través de
esa rama de los Concha, se unen dos familias
de prohombres argentinos: los descendientes
del Brigadier General José Ignacio de la
Quintana y Riglos, con los de don Bernardo
de Irigoyen. No consta, sin embargo, en la
heráldica de tan ilustres familias, que la
encantadora desposada, la que supo inspi-
rar -- cuando preludiaron las horas — nue-
vos cantos de vida, que corre por sus venas
la sangre de dos tiranos, cuyos nombres lle-
naron las crónicas americanas: López y Ori-
be... ella ha realizado el milagro, puesto
que llegó a fundirse la tradición del mirar
dominante y fiero de aquellos hombres, en
la clara mirada que sonríe bajo el dosel de
la sombría cabellera...
De noble abolengo hispano, desciende la
bellísima Jovita García
Mansilla, cuyos antepa-
sados levantaron en los
montes de Santander la
vieja casa solariega; he-
reda la desposada de
ayer la arrogante her-
mosura, el encanto irre-
sistible de las figuras
femeninas de su raza,
porque si bien nuestra
historia consigna que
hubo un tirano en su
ascendencia, nos enseña
sin embargo, a amar
admirándolas, a las lu
miñosas rosas que flore
cieron a su lado. . . Fué
su bisabuela la ilustre
dama Agustina de Ro-
zas de Mansilla, cuya
ideal belleza pudo com-
petir con su inteligencia
excepcional, su cultura,
y la exquisita sensibili-
dad de su corazón. . . y
si en la vida de aquellas
ilustres figuras que tu-
vieron tan preponderan-
te y bienhechora actua-
ción en la jornada más
trágica de nuestra historia, pudieron entre-
tejerse muchas hebras de doradas ilusiones,
de románticos idilios, de intensas amargu-
ras, no faltará quien descubra en el destino
de la grácil y elegante figura de hoy el hílillo
de oro que supo anudar el más moderno de
los idilios sentimentales...
Así fué como el distinguido compatriota
que era ya casi un forastero en su tierra,
pudo sólo percibir por un reflejo la bella y
delicada imagen femenina que realizaba todo
su ensueño, sin alcanzar la gracia de escu-
char su voz. . . Desde aquella noche en que
asistiera a un festival de caridad en el que
se exhibía el artístico film donde encarnara
la seductora criolla a la heroína del romance,
no pudo olvidarla más... Pasaron largos
meses, y el forastero volvió, porque ha de
ser intensamente poderosa la atracción del
espíritu de nuestra raza, cuando vemos como
los herederos de familias argentinas trans-
plantadas desde largos años en ambiente
europeo, vuelven al viejo solar de sus ante-
pasados, para elegir la compañera de su
vida! Y aquellos <- a quienes unió tal feli-
cidad, no se separarán ni en las amarguras
ni en la felicidad, ni en la adversidad ni en
la alegría. . . »
¡Asi sea! Y que las horas que transcurran
en la existencia de estos hogares fundados
con todos los prestigios del encanto femeni-
no, de la caballerosidad e hidalguía de los
que supieron merecer el anhelado don de
tanta gracia y hermosura, preludien sólo
cánticos de vida y esperanza!. . .
La Dama Duende.
SEÑORITA MARÍA LUISA RODRÍGUEZ QUINTANA
!>X —
E5CLELA GLATUITAdeiBUEN CON5EJO
SSÍtOltA HAICA tMMA
OIBSX DC TBIMTA.
OS Uk ASOCIACIÓN MIIAS OB HAKÍA (SEAO-
*A9) OB LA SAMTA DMIÓN DB LOS
SAOBADOS COBAXOWBS.
•El hbnder qoe lu rolando la turra, abier-
to «1 tono T plütado la nrailla. siente im con-
swto nstaorador al contemplar las mieses do-
radas qua cabraa los campos de sus fatigas.
Dios ka bsndseido ana vez mis vuestras apos-
t^ttess taiMi. dspartedoos la satisfacción in-
■miii de verla* fructificar. La fundación de
lis HQas de Maifa de U Santa Unión de los
Satiada» Corasoae». fué la simiente puesta por
Tuesua mano en el surco abierto en el campo
de la piedad femenina de Buenos Aires. En
vaintidbco alto*, el irbol se ha desarrollado
•atraoidioariamente, denunciando el vigor de
ia simiente; la fecundidad del suelo y la solici-
tud del cuidado. Hor es ya la encina corpu-
Isnta de raicOT tan hondas que ha podido le-
vastana hasta el ciekt y extender la. frondo-
sidad de so ramaje hasta proyectar su benéfica
aonbra sotx» estos parajes colindantes con
«MSSIia inrfsdiocióo. en donde innumerables
a*«t abandonadas hasta hoy a las inclemencias
d* la intemperie ensontrarin en adelante re-
biC'rio r abrifo. Sos cantares repetirán vues-
tro noobre.»
<^r«riMiile M éiícane pratunciaio por Mon-
seéor D^ Aniña tn d acto de ¡a ¡Kauguracióit.)
Las palabras que anteceden son el mejor
elogio a las d:stingu:das y altruistas dantas
que realizan una obra cuyos resultados lle-
nan de viva satislacción a todos los cora-
zones bien generosos. • La verdad que ilu-
mina la inteligencia y fortifica el corazón,
es la verdad completa; el hombre no es sólo
inteligencia, es ademis voluntad. No le bas-
ta, por lo tanto, conocer el deber, necesita,
ademis. cobrar energías, indispensables para
poderlo cumplir: luz y fuerza, he ahi los dos
elementos indispensables a la verdadera edu-
cación. »
Prevenir los males, es mejor y más cris-
tiano que remediarlos: de ahi que la obra
que llevan a cabo las Hijas de María de los
Sagrados Corazones tiende sus miras hacia
horizontes lejanos, pero no imposibles de al-
canzar. Preparar a las mujeres en la lucha por
la vida, • dándoles sana moral para ser bue-
nas madres, y capaces compañeras del hom-
bre >, es realizar una obra de altruismo que
redunda en provecho colectivo. Llevar luz
a los espíritus y guiar el esfuerzo en la lu-
cha por la existencia, es una caridad más
bien entendida que dar de comer al ham-
briento.
La Escuela Gra-
tuita de Nuestra Se-
ñora del Buen Con-
sejo se levanta am-
plia y cómoda en un
terreno, en Barra-
cas, donado por la
señorita Laura Pe-
reyra Iraola.
■ No habiéndose
distraído cantidad
ninguna en ornamen-
tación, es su estila
sobrio y sencillo:
pero tiene grandes
salas llenas de luz y
de aire, amplios co-
rredores que circun-
dan los pabellones y
que permiirn a las
niñas sus expansio-
nes y juegos, aun
en los días de lluvia.
Los planos fueron
ofrecidos, gratuita-
mente, por el inge-
niero don Alejandro
Christophersen. que
con su reconocida
competencia, en un
terreno de 90 varas por .SO, ha hallado el
medio de asilar a SOO niñas, con todas las
comodidades que requieren estos estable-
cimientos, siendo un modelo entre los de
su género. Su costo fué de $ 450.000. de
los que tan sólo se adeudan hoy $ 110.000.
Durante la presidencia de la señora María
Emma Creen de Vedoya. en 1912. ocupan-
do el cargo de secretaria la señora Isolina
Landívar de Zorraquín, se inició la recolec.
ción de fondos.
El año 1914. tocó la presidencia a la seño-
ra Virginia Aliaga de Blaquier. continuando
en la secretaría la señora Isolina Landívar
de Zorraquín. y a raíz de haber votado el
Honorable Congreso la suma de .$ 20.000, a
favor de la obra, dio comienzo la edificación
de esa escuela.
En el periodo que correspondía al ejercicio
de los años 1916 a 1918, fueron reelectas
en sus cargos la señora de Blaquier y la
señora de Zorra-
quín, cabiéndole a
esta Comisión Di-
rectiva el honor de
inaugurar la Escue-
la, el año de 1917.
La comisión ac-
tual, cuya presiden-
cia ocupa la señora
Isolina Landívar de
Zorraquín, infatiga-
ble trabajadora que
ha puesto al servi-
cio de la obra todo
su talento y activi-
dad, está formada
por un grupo presti-
gioso de jóvenes se-
ñoras, alumnas ayer
de las abnegadas
Hermanas del Buen
Consejo, que supie-
ron inspirar a esas
privilegiadas de la
fortuna el anhelo de
un mejoramiento so-
cial; y las mismas
que guiaron no hace
muchos años el es-
píritu de las que
velan hoy por las
SEÑORA VIRGINIA
ALZAGA DE BLAQUIER.
niñas sin amparo, por los hijos de los po-
bres, han sido llamadas para enseñar en
ese hogar a las que no sabían ni siquiera
balbucear una plegaria...
Acompañan a la señora de Zorraquín, en
el presente ejercicio, las siguientes señoras:
Vicepresidenta l.«, Magdalena C. de Bull-
rich; vicepresidenta 2.», Virginia A. de Bla-
quier; secretaria, María Rosa Lezica Alvear
de Pirovano; prosecretaria, Adela L. de La-
valle Cobo; tesorera, Sara S. de Frederking;
protesorera. María C. S. de Demaria; voca-
les: Sara B. de Zorraquín, María Eugenia
Q. de Uriburu, María E. G. de Vedoya, Er-
cilia C. H. de Anchorena, Celia G. de Gallo,
Elvira S. de Lezica Alvear. Guillermina B.
de Moreno. Lorenza Z. de Ramos Mejia,
Teodolina Lezica A. de Uriburu María E.
A. de Ibarguren.
Ellas han conseguido de Amado Ñervo
una conferencia que versará sobre «La evo-
lución social de la mujer»; y la palabra del
mago, del poeta de los corazones, del soña-
dor, del filósofo, cuyos ecos se vuelven senti-
mientos, que cautivan el espíritu, templán-
dolo al fuego de un sentir desconocido, que
lo conmueve intensamente, hallará la expre-
sión que convenza, y el corazón y la voluntad
de todos y de cada uno, prestarán su ayuda
para ver terminada la piadosa y benemé-
rita obra de estas distinguidas y altruistas
damas.
H E R. O I N y^. wT
/N C T U y^. L 1 D
E
D
Lj\UY har.ley~
Lady Harley, hermana del maris-
cal French, diriifia un servicio de
ambulancia-automóvil, en el ejército
serbio. Durante un bombardeo de la
dudad abierta Monastir, por los hul-
earos. Lady Harley. quien, junto
con su hija, distribuía socorros a la
pobUdón necesitada de la villa
(pues des<ie el prindpio había insti-
tuido una sopa popular pa.'-a los po-
bres y los huérfanos), fué grave-
mente herida en la cabeza, por un
obús que explotó al lado del auto-
móvil en que se hallaba.
Se hizo todo lo humanamente po-
sible para salvar la vida de esa noble
hijadel gran ptieblo inglés, que cayó
victima de la barbarie búlgara, en
el eierdcio de su altruista deber de
caridad, deber que llevaba a cabo
con una suprema abnegación y el
más puro amor cristiano.
Inmediatamente que el gobierno
serbio supo la muerte heroica de
Lady Harley, envió sus condolendas.
por telégrafo, al mariscal French, asi
como a Miss Harley.
Miss Harley declaró a los repre-
sentantes del príndpe Alejandro,
que fueron a presentar sus homena-
jes, en nombre del prindpe herede-
ro, a los despojos mortales de Lidy
Harley, que ella se quedaría en Mo-
nastir para continuar ia obra empe-
zada por su madre.
.y\MOFL:
Cuando el amor está obrando
Lo que tiene obligación.
Si flaquea. si se cansa.
Si desmaya, no es amor.
Cuando el amor está orando
Con amorosa atención.
Si decae, si se entibia.
Si se inquieta, no es amor.
Cuando en sequedad padece
Tormenta de una opresión.
Si no sufre, si no es firme,
Si se queja, no es amor.
Cuando el amante se ausenta
Y le deja en aflicción.
Si se acobarda y se turba.
Si se abate, no es amor.
Cuando la piedad divina
Dilata la petición.
Si no cree, si no espera.
Si no aguarda, no es amor.
Cuando tiene de sí mismo
El amor satisfacción
De que ama, de que adora.
De que sirve, no es amor.
Cuando en la adversa fortuna
Y en toda tribulación,
No es humilde, no es alegre,
No es afable, no es amor.
¿QUE ES AMOR?
Y pues nada de lo dicho
Se llama amor con razón.
Pregunto corazón mío
¿No me dirás qué es amor?
Amor es un dulce afecto
Del alma para con Dios,
Que termina en caridad
Comenzando en dilecdón.
Si deseas padecer
Por quien tanto padeció,
Y en el padecer te alegras,
Y en la cruz, esto es amor.
Si en este mundo apeteces
Santa Teresa
DIVINO.
Vivir en humillación,
Y que todos te desprecien
Por Jesús, esto es amor.
Si no apetece alabanzas,
Y cuando le dan loor
Le refiere confundido
A su amado, esto es amor.
Si en medio de adversidades
Persevera el corazón
Con serenidad, con gozo
Y con paz, esto es amor.
Si a su voluntad en todo
Contradice con tesón.
Posponiéndola a la ajena
Por obediencia, es amor.
Si cuando está meditando
No apega su corazón
A los consuelos anejos
Al orar, esto es amor.
Si las dulzuras que advierte
Cuando está en contemplación,
Sabiendo no merecerlas.
Las renuncia, esto es amor.
Si conoce su bajeza
Y la grandeza de Dios,
Y despreciándose así
A Dios exalta, es amor.
Si se ve igual entre alegres
En gozo que en aflicción,
Y ni penas, ni contentos
La entibian, esto es amor.
Si se mira traspasada
De agudísimo dolor
Al contemplar a su amado
Ofendido, esto es amor.
Si desea eficazmente
Que cuantas almas crió
La divina Omnipotencia
Se salven, esto es amor.
Y en fin, si cuanto produce
Su pensar, su obrar, su voz.
Quiere que sea en obsequio
De su amado, esto es amor.
DE Jesús.
HER-OIN^vT DE
/KCXU /\L1 D /\ D
MARCELLE J^OMMER^
En la última matinée nacional de
la Soborna, M. KIotz, antiguominis-
tro y uno de los hombres políticos
de Francia, a quien más debe el
feminismo, ha hecho célebre el he-
roísmo de la señorita Marcelle Som-
m.er, que, a los veintiún años, ha
sido condecorada con la Cruz de
Guerra y la «Legión de Honor». Sien-
do así la más joven legionaria de
Francia.
La señorita Sorrmer detuvo du-
rante veinticuatro horas, levantando
el tablero de un puente, la furiosa
acometida de todo un cuerpo del
ejército alemán. Salvó en seguida a
veintiséis soldados franceses. Y des-
pués de mil p>-oezas (que nos refe-
rirá muy pronto Mme. Daniel Lese-
ceur), terminó por caer en manos dé-
los boches.
— Yr> soy hiiér/ana, — les dijo; —
no tenso otra madre más que la Fran-
cia. Y no m^ imperta morir.
Por esta razón, los alemanes, sin
la menor vacilación, condenaron a
muerte a esta jovencita de veintiún
años. . . y se preparaban a fusilarla,
cuando una descarga de 75 dispersó,
el pelotón que debía ejecutarla.
María Lebím.
foio
-T-^J_^ 'i= \ .!_ 1 t-? .-X-
.cAoiu
MONÓLOGO DE HAMLET
uauf /Guau/ Yo soy el perro preferido
de Pototo y Mechita.
El es un mozo bien, muy distinguido,
ella es una preciosa figurita,
yo soy Hamlet, el perro más valiente
del Nuevo Continente.
Medito algunas veces y me aterro
con mis meditaciones.
El ser o no ser... perro
se presta a hondas ¡muy hondasl reflexiones.
Ser perro de Mechita y de Pototo
representa una suerte escandalosa.
Ahí pasa una pareja fastidiosa
que arma con su presencia un alboroto.
Mal vestida, sin perro y pretenciosa,
al lado de ios «tres» es un poroto.
Mechita es elegante
y graciosa. ¡Qué tipo interesante!
Desprecia a los burgueses,
porque es aristocrática Mechita,
y habla con una voz muy delgadita
un francés... que no entienden los franceses.
¿Y Pototo'^ Enamora la sonrisa
que a todas rinde, como yo me rindo.
Nadie hay como Potito. Su camisa
es un tablero de ajedrez. ¡Qué lindo!
A algunos les parece un monigote;
¡pero tiene un vigor! . . . ¡Vaya! ¡Que venga
el que presuma y que, como él, sostenga
el peso formidable del garrote!
fcr. Hay ras^a que nos mira furibundo,
somos aquí y allá lo más notable
y, por nuestra elegancia insuperable,
llamamos la atención de todo el mundo.
¿Cómo no ha de envidiar el mundo entero
a Pototo, Mechita y su faldero?
...Disculpe el que se sienta fastidiado.
Mi monólogo ¡guau! ha terminado.
Luis García.
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CALLE DE LOS TEATROS EN TOKIO.
Puede asegurarse que en Tokio hay una calle de Corrientes, una
vía nocharniega donde se agrupan casi todos los teatros de la ca-
pital nipona.
Allí va la multitud amarilla, esa multitud de la eterna y pomular
sonrisa, a divertirse con los episodios de la escena japonesa, con las
habilidades de los prestidigitadores y con las hazañas de los luchadores.
Es una calle regularmente angosta, abarrotada de largos cartelo-
nes escritos en caracteres chinos. Esos carteles anuncian las obras
y los actores de moda, pregonando las excelencias de unos y otros.
Toda la calle es vereda, casi casi como sucede en la calle Corrientes.
Allí se apelotonan los aficionados nacionales y extranjeros, los que
entienden y no entienden el teatro japonés.
En Tokio, lo mismo que en todo, el teatro nacional no es un pro-
blema. En esto no se parecen los coliseos nipones a los argentinos.
El teatro nacional del Imperio del Sol Naciente es antiquísimo. Si los
autores o sus herederos cobrasen el diez por ciento de la entrada
bruta, serían millonar'os. Hay dramas legendarios que se han repre-
sentado miles y miles de veces, siempre con éxito de público y de
empresa.
No sabemos si el cine hizo ya furor en Tokio como en Buenos
Aires. Si tal cosa sucede, la Calle de los Teatros nada tiene que envi-
diar a nuestra calle de Corrientes, por lo divertida.
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Y nos HECTA-
CONSEJOS PRÁCTICOS
PARA CONSERVAR LA BELLEZA
por Charlotte Rouvier
Para desarrollar la hermosura oculta
del cabello
NO hay nada tan encantador en una dama como la
ostentación de una hermosa cabellera, que para parecer
tal, debe ser bríliante, sedosa y ondulada. Una mujer que
une a sus encantos este complemento indiscutible de su
gracia natura!, es sencillamente seductora. En la conserva-
ción del cabello y su mejoramiento, interviene en primer
la(ar la calidad del shampoo que se emplea, pues si éste
no produce buena espuma, lo higieniza relativamente, y en
comecoencia nunca ostenta ese brillo que debe tener.
En cambio, un shampoo preparado con granulados stallax
y agua caliente, produce una abundante espuma perfumada
y limpia eficazmente el cabello. Después de enjuagarlo, se
seca con toallas calientes- y el resultado obtenido es admi-
rable. Toda la brillantez oculta del cabello es revelada y
queda sedoso, ondulado y fácil para peinar. En los casos
de persistente grasitud en el cuero cabelludo, el stallax es
un correctivo irreemplazable, y a las personas que tienen
d cabello quebradizo y seco, se les recomienda, antes de
cada shampoo, un masaje en la cabeza con aceite de oliva.
Un enemi^ de la belleza
UNA hermosa y abundante cabellera, digno marco de
r.-.b!adas ce'is v Izr^as pestaifas, es lo mis admirable
- sentirse orguliosa de tan seduc-
umerosos casos esa riqueza capilar
.:-, :r: ?/.ceso, apareciendo también en forma
■• vello superfluo en diversas partes del rostro,
'., etc.; lo cual desfigura totalmente una faz
1 las mujeres de la antigua Grecia tenian el
■ Q al respecto y se preocupaban de combatir
. en^pleando depilatorios en forma de pastas. En la
dad, los métodos para extirparlo son numerosos y
«n ia mayor parte de los casos poco satisfactorios. El trata-
miento eléctrico, tan recomendado, es hoy muy costoso,
lento y dolorcic. En f.arr,tij el sistema de más resultado
parece ler e en cuenta que su adopción
elimina los ::; del tratamiento eléctrico,
pues es econórr: ,, :;:.:. i-A-.t y rápido, es decir, cuestión
de minutos. Se prepara la pasta a base de porlac puro
pulverizado, mezclado con un poco de agua y se aplica a
la parte afectada por el vello superfluo, dejándola secarse
endma, y cuando al lavarse se saca la pasta ya seca, con
ella desaparece también el vello, quedando el cutis comple-
tamente alisado y libre de inflamación. Este sencillo pro-
cedimiento tiene entre sus grandes ventajas, !a propiedad
de matar el vello en su misma raíz.
E^ dolorosamente necesario reconocer los
defectos del rostro
LAS damas que, mediante un detenido examen ante un
espejo, no tienen la valentía de reconocer los defecto'?
de su cutís, se limitan solamente a una ligera mirada e inge-
nuamente creen que con el auvilio de un prolijo acicala-
miento, los defectos no serán visibles a la luz del día. Pocas
mujeres conservan en perfecto estado el cutis de su juventud
y estas mismas, sí se disponen a revisar detenidamente su
rostro, encontrarán a pesar suyo, algunos defectos como
grasitud, dilatación de los poros, etc., que lentamente van
produciendo su acción deplorable sobre una faz hermosa,
pues los poros dilatados permiten el paso de esa sustancia
grasosa que precede a la brillantez y el acumulamíento de
aquélla trae como consecuencia la aparición de los detesta-
bles barrillos que nadie quiere ostentar. Para preparar una
ablución astringente que simultáneamente contraiga los
poros dilatados y extirpe la brillantez y los barrillos, basta
conseguir algunas tabletas de stymol y se disuelve una en
un vaso de agua caliente. Lavando el rostro con esta sencilla
preparación se nota inmediatamente su efecto maravilloso,
pues el cutís queda limpio y alisado por la desaparición
de los barrillos que se desprenden fácilmente lo mismo que
la grasitud, y los poros dilatados se habrán contraído, pre-
sentando su rostro un aspecto encantador.
Las canas. Su tratamiento sin teñirlas
HE tenido oportunidad de observar el proceso de muchas
tentativas para ocultar las canas por parte de nume-
rosas personas empeñadas en ello. Algunos experimentos
han sido irrisorios, otros, francamente desastrosos hasta
ocasionar la caída del cabello, y bien pocos dieron resultado.
Por mi parte, cuando llegue el periodo de encanecimiento
de mis cabellos, creo que no me opondré a este accidente
natural de la vida, pero si tuviese alguna intención de evi-
tarlo, recurriría sin duda a una vieja fórmula usada por
nuestros antepasados, vale decir, por varías generaciones,
y aunque sencilla, es probablemente la que más asegura el
objeto deseado sin dañar la vitalidad del cabello. Consiste
en mezclar dos onzas de tammalite concentrada con tres
onzas de bay rhum, loción que luego se aplica a las canas
por medio de una esponjita. He observado en muchas per-
sonas que han puesto en práctica el procedimiento, como el
cabello vuelve a su color primitivo, paulatinamente y de
acuerdo con la naturaleza. Mezcle usted mismo la loción
en su casa, consiguiendo un (rasco completo de tammalite
concentrada, con el sello intacto, lo cual será suficiente para
asegurar éxito.
Reiuvenecer diez años en una sola noche
LAS arrugas prematuras en el rostro de una dama aun
joven, son una injusticia y constituyen por eso su diaria
pesadilla. jCuántos sacrificios se impondrían con tal de res-
taurar la lozanía y frescura de su cutis envejecido por el
empleo de materias nocivas en el tocador! Se conocen casos
de cantidades fabulosas pagadas con el fin de someter las
arrugas a tratamientos por demás costosos y que al fin no
han dado resultado. En la actualidad no hay necesidad de
tales extravagancias, porque si usted siente su espíritu de-
primido por la temprana aparición de arrugas en el rostro,
no tiene más que obtener un poco de buena cera mercolizada
en cualquier farmacia seria, y, al acostarse previa ablución
con agua templada, extender la cera en todo el rostro hasta
el cuello, sin hacer masaje, volviendo por la mañana a la-
varse con agua caliente. Sometidas las arrugas a este trata-
miento por espacio de una semana, desaparecen paulatina-
mente, y el cutís recobra la frescura y lozanía propias de la
juventud. Por medio de este económico y sencillo remedio,
puede usted parecer mucho más joven y mantener en su
apogeo la belleza de su rostro.
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que se basa por completo en la salud del cuerpo, en la fuerza
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LA GRANJA, como EL FARM en los Estados Unidos, es
el verdadero secreto de la grandeza futura; vamos al campo,
las tareas del campo son tan sanas como nobles; en el campo
no hay superabundancia de brazos, rencores, ni egoísmos
de ciudad; vamos al campo, explotemos la Granja; la Gran-
ja proporciona bienestar al cuerpo, placideces al alma y
holgadas retribuciones al trabajo, ya sea consagrado al cul-
tivo de la tierra, cría de animales domésticos, cremería,
apicultura o explotación de frutales. Una parcela,
basta para instalar una Granja modelo, máxime,
si los artículos que se adquieren para formarla,
son de fabricación NOE. Quien no haya visitado
nuestra Exposición, debe visitarla; en su ramo,
es la más importante y la más nacional de toda
Sud América. ¿No conoce Vd. nuestro Catá-
logo Granjas y Cabanas? Pídalo.
Eugenio C. Noé & Cía.
San Martin, 175 - Buenos Aires.
Vi
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C'J'V ".
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5Ȓt.
—T=ti-:\yr^ >^Lnri3^x—
LA VIEJA CIUDAD DE IKSEBT
;^*V"<>*'5líl
VMA DE LAS MÁS ANTIGUAS CltDA.
i AKABiiij VUt ACUELLA BRAVA RAZA CONSTRUYO AL BORDE DEL SAHARA. A VISTA DE PÁJARO.
ESPECTÁCULO, ESTE PUEBLO QUE SEMEJA LINDAR CON UN JARDÍN EN VE7 DE UN DESIERTO.
MECÁNICO OFRECE UN CURIOSO
Cómo una dama del mundo social
explica el secreto de su Belleza.
Por Charlotte Rouvier
P&ra evitar el vello
[7S cosa muy fácil hacer desaparecer temporal-
*-^ mente el vello: pero evitar definitivamente
esa innecesaria abundancia de pelo es ya otro
problema diferente. No son muchas las damas que
conocen los satisfactorios efectos que para ese
resultado produce una substancia tan sencilla co-
mo el porlac pulverizado aplicado directamente
al pelo. Este tratamiento se recomienda no sólo
para hacer desaparecer al instante el vello o las
superfluidades del cabello, sino para matar sus
raices por completo. Casi todos los boticarios
pueden venderle a usted una onza de porlac, can-
tidad suficiente para el experimento.
Exterminación de los barrillos
T A grasitud y brillantez del cutis, la dilata-
*— ' Clon de sus poros y los puntos negros que
tanto afean, son defectos que no deben menguar
con su existencia, los encantos de un rostro fe-
menino y mucho menos siendo posible librarse
de estas molestias instantáneamente, por medio
de un nuevo y científico procedimiento, tan*
sencillo como eficaz. Obtenga algunas tabletas
de stymol en cualquier buena farmacia, tratan-
do de conservarlas bien tapadas y aisladas de
la humedad. Eche una tableta en un vaso con
agua caliente y tan pronto como la efervescen-
cia que produce haya cesado, bañe Vd. su ros-
tro con el agua estimolizada. secándose luego
con una toalla limpia y blanda. El efecto es
asombroso, y quedará Vd. encantada al notar
que los puntos negros habrán salido fácilmente
y sin dolor, la grasitud habrá desaparecido y
los poros dilatados se habrán contraído, de-
jando la cara alisada, limpia y fresca. Es nece-
sario repetir el tratamiento con intervalo de al-
gunos días, a fin de obtener un resultado per-
manente.
Cabelleras onduladas
DOCAS personas saben que el stallax puede ser
usado como shampoo y que es mucho mejor
para este propósito que cualquiera otra substan-
cia. Tiene una natural afinidad con el cabello,
dejándolo lustroso, aterciopelado y pronunciada-
mente ondulado. Una cucharadita de las de café
llena de stallax granulado, disuelta en una taza
de agua caliente, es más que suficiente para el
objeto. El stallax legítimo se vende en las far-
macias, sólo en paquetes sellados, conteniendo una
cantidad suficiente para hacer de veinticinco a
treinta shampoo. La brillantez que confiere al
cabello es completamente inimitable e indes-
criptible.
Se acabaren las canas
^sJO es necesario recurrir a los tan discutidos
* ^ tintes del cabello para no tener canas. Las
canas pueden recuperar fácilmente el color na-
tural del resto del pelo con sólo usar durante
pocos días de la aplicación de un remedio case-
ro, al estilo antiguo, tan sencillo como inofen-
sivo. Compre usted en seguida en casa de su
boticario dos onzas de tammalite concentrada y
mézclelas con tres onzas de «bay rhum» o de
espíritu de laurel. Aplique la loción al cabello
unas cuantas veces con una esponjita, y verá
usted con placer que al cabo de pocos días las
canas que usted tenga van recobrando gradual-
mente el primitivo color del cabello. La loción
es muy agradable, nada grasienta ni pegajosa
y no hace daño en ninguna forma al cabello.
Mezcle usted mismo la loción en su casa, con-
siguiendo un frasco completo de tammalite con-
centrada, con el sello intacto, lo cual será sufi-
ciente para asegurar éxito.
¿Qué edad tiene usted?
KJlNGUNA mujer se preocupa de la edad que
^ tiene mientras parece joven, y teniendo en
cuenta que bajo el marchito cutis exterior cada
mujer posee una piel nueva y hermosa, aparece
entonces subsanada la primera dificultad que pre-
ocupa a muchas damas afectadas por una vejez
prematura, pues se trata entonces de descorrer
ese velo que en tantos casos empaña una belleza.
Cuando, debido a la edad u otras circunstancias,
el cutis deja de eliminar su capa exterior por pa-
ralización de ese proceso natural que es la reno-
vación periódica de la epidermis durante la ju-
ventud, ha llegado el momento de ayudar a la
naturaleza a hacer lo que ella debiera por sí sola.
Y este procedimiento entusiastamente adopta-
do hoy por numerosas damas, es muy simple y
agradable. Se emplea sencillamente un poco de
cera mercolizada de buena calidad, aplicada al
rostro a manera de cold cream. La cera absorbe
paulatinamente el cutis exterior gastado y de mal
aspecto, descubriendo la piel hermosa, tersa y ju-
venil que bajo aquél se encuentra. Si Vd. está
actualmente en estas condiciones, adquiera en la
farmacia un poco de cera mercolizada de buena
calidad y aplíquesela al rostro durante algunas
noches. Nada perderá con probar este tratamiento,
y no dudo que quedará convencida y se sentirá,
como tantas otras damas, íntimamente satisfecha
y feliz de recuperar sus galas y prestigios de mujer
joven y hermosa. Un buen cutis natural tiene más
encanto y valor que muchos artificiales.
ANO IV.
BUENOS AIRES. MAYO DE 1919.
NUM. 37.
FOTOGRAFÍA DE BALCISSEROTTO
DEL ANTAÑO SENTIMENTAL
¡AQUELLOS AMORES!
— I3LJv:S
EL Cf TILD
GHAE\&1ALAL
A suntuosa residencia de Chapadmalal„
distante unos cuantos kilómetros de
Mar del Plata, es preferentemente
visitada durante la temporada vera-
niega, por muchas distinguidas perso-
nas del gran mundo y destacadas per-
sonalidades extranjeras que residen temporalmen-
te en el hermoso balneario.
La familia Martínez de Hoz, dueña de la ex-
tensa propiedad que da nombre al castillo, perte-
nece por vínculos matrimoniales a la más ilustre
y antigua nobleza del país, originaria de sus con-
quistadores y pobladores, contando entre sus as-
cendientes colaterales a D. Ignacio Fernández de
Agüero y Valdenebro, Alcalde de Buenos Aires,
en 1660, al Capitán y Conquistador Ñuño Fer-
nández-Lobo, natura! de Olivenza en Extrama-
dura, y al Teniente de Gobernador de Corrientes:
Francisco de Agüero, supuesto descendiente de
Diego de Agüero, uno de los primeros conquis-
tadores del Perú.
— V:yi^^Ky^S,
JT^TZ>./^--
El progenitor del apellido fué D. Narciso
Alonso, Martínez de Hoz, originario del Lugar
de Madrid en el antiguo arzobispado de Bur-
gos, que pasó al Virreinato de Buenos Aires,
llamado por su tío materno D. José Martínez
de Hoz, rico hacendado de aquel tiempo.
D. Miguel Alfredo Martínez de Hoz — hijo
de la actual Condesa de Sena,— está casado con
una dama encantadora en extremo, D." Julia
Elena Acevedo y Larrazábal, perteneciente
también por su linaje al núcleo más elevado
de la sociedad argentina.
Su hija María Julia, ooseedora de todos los
secretos de la dis-
tinción y la belle-
za, es a su vez,
desde hace varios
años, 1 11 Marque-
sa de Salamanca
por su casamiento
con D. Luis de Sa-
lamanca Hurtado
de Zaldívar, de la
Casa Condal de los
Llanos.
Las veladas y
fiestas en el sun-
tuoso castillo de
Chapadmalal, son
extremadamente
agradables, y sus
dueños hacen los
honores con el tra-
to exquisito que
los distingue.
Almuerzos cam-
pestres en el bos-
que, partidas de
polo y de tennis,
típicas cacerías y
animadas reunio-
nes donde se baila
en pleno parque.
Al penetrar en
la finca, el paisaje
se transforma en
una inmensa ex-
tensión aterciope-
lada y ondulante,
cuya monotonía
se rompe de tre-
cho en trecho, por
pequeños bosques de eucaliptus y macizos de
fronda espesa y negra.
Un largo sendero enarenado conduce a la
explanada del castillo. Su arquitectura tiene el
sello característico de las mansiones señoria-
les inglesas y corresponde al estilo clásico que
predominó durante el reinado de Jaoobo
Stuard.
Poéticas yedras, matizadas de perenne ver-
dor, escalan los muros almenados, donde re-
saltan las líneas cuadradas de los ventanales
simétricos.
Todo el conjunto, con los torreones al fondo,
hace recordar esas
típicas estampas
inglesas entonadas
en verde, y en las
que siempre se des-
cubre una línea de
casacas rojas, en-
tre perros y caba-
llos de raza.
Rodeando el
castillo y cerca de
la cancha de golf,
están los pabello-
nes de la cabana.
En ella ha reunido
su dueño algunos
magníficos ejem-
plares de caballos,
entre ellos el cé-
lebre Craganour,
traído de Ingla-
terra, y el aun
más célebre Bota-
fogo, adquirido
últimamente en la
fuerte suma de
quinientos mil pe-
sos.
Los invernácu-
los son también
otro atractivo que
valoriza el hermo-
so parque de Cha-
padmalal. Plantas
TAPIZ DEL COMEDOR Y
COPAS DE PLATA, GA-
NADAS POR LA ESTAN-
CIA CHAPADMALAL.
— I=>LJV^^ '^^LrT"I3>\—
de colección, crisante-
mos, rosas de distintas
especies y de los más
variados matices, y ra-
ros modelos de ñores
delicadas y exóticas.
Desde el bajo muro
de yedra hasta la blan-
ca balaustrada exte-
rior, se pisa sobre una
verde superficie de cés-
ped que termina en la
ancha escalinata de
piedra.
Las dependencias del
piso bajo, contiguas a la
entrada, son las que po-
dríamos llamar de reci-
bo y contieneiv valiosa
colección de muebles y
antigüedades conve-
nienteme.ite distribui-
das.
El hall es como el
corazón de la casa: des-
de ¿I se pasa a los gabi-
netes, al comedor, a las
habitaciones intimas.
Sus muros, enyesados
en gris antiguo, hacen
destacar períectamente
los objetos, estantes y
mesas de nogal con in-
crustaciones y herrajes,
entre tas cuales figuran
algunas sillas de forma
vasca, muy originales
y artisticas. cuyo dibu-
jo, repetido en simétri-
cas curvas, denota va-
gas influencias de la
decoración hispano-
árabe.
Uno de los frentes
está ocupado por la
chimenea Renacimien-
to, de delicadas y ar-
moniosas labores,
época Elisa-
Son del estilo llamado
Conventual, y por su
antigüedad se remon-
tan a los años de 1600.
Frente a la espléndi-
da tapicería de carác-
ter flamenco, pintada
porCondor. ocupa lugar
apropiado lacláslca chi-
menea de campana, con
sus pilares y ático de
piedra donde luce el
alto-relieve de San Jor-
ge, procedente de un
castillo irlandés.
Todos estos objetos
contrastan con el viejo
armario barroco, traído
de España, sobre el que
se halla colocado un
noble retrato de caba-
lero. cuyo traje de ter-
ciopelo negro evoca la
época sombría de Carlos
II el Hechizado.
Esta visión antigua
se transforma al pene-
trar en la salita, alha-
jada con un gusto feme-
nino y moderno. Sua-
ves tapicerías, sirven de
fondo a los muebles y
sillas de conversación,
elegantemente agrupa-
das; y alternando con
las pinturas y cuadros
familiares, hay lindas
vitrinas donde luce una
frágil colección de mi-
niaturas, marfiles y
abanicos.
Mirando por los ven-
tanales entreabiertos, y
a través de las arbole-
das obscuras, se distin-
gue a lo lejos el término
arquitectónico de la
capilla, construi-
da al gusto
UM RIMCÓM DE LA CANCHA DE TEN.-IIS.
beth. Ancho y espacioso arco rebajado co-
munica con el despacho-biblioteca, que
se dignifica por el viejo lar chaflanado, de
maderas antiguas, y la estantería de roble,
dispuesta en zócalo a lo largo del paramen-
to. Sobre ella, varios retratos y porcelanas
de Noruega y de China, adornan el con-
junto, que se completa con la redonda mesa
plegadiza y los cómodos sillones de ter-
ciopelo.
Esta pieza hállase próxima al comedor,
revocado de cal gruesa y granulada, tenien-
do esa brillante pátina que sólo se ve en las
viejas casas del siglo xvi.
El techo es de vigas obscuras sencilla-
mente labradas y estriadas, de donde pen-
den dos preciosas lámparas de metal, mo-
delo de Castilla, sostenidas por gruesos
cordones de lana.
La disposición de los muebles es hábil y
de severo gusto. Oculta la puerta del «office»
un artístico biombo de cuatro hojas, deco-
rado con pájaros de colores vivos, que po-
nen su nota multicolor en la severidad del
recinto.
Tanto las mesas de nogal, como la sille-
ría de cuero tachonado, proceden de un vie-
jo palacio solariego del Señorío de Vizcaya.
EL FAMOSO CRACK ECTAPOGO, Ar.QUlRIOO fOR DON MrOUEL A.
MARTÍNEZ DE HOZ, PARA SEMENTAL DE SU CABARA.
LA CASA DE CRAGANOUR Y BOTAFOGO.
español. Interiormente es sencilla y seve-
ra, teniendo a ambos costados de la na-
ve anchos ventanales románicos, y en el
altar mayor, revestido por alto dosel de
damasco, un frontal gótico de mucha
antigüedad y carácter, con imágenes pri-
morosamente talladas. Sus frentes exte-
riores cierran la perspectiva del jardín,
embellecido por la entonación diversa de
la grama y bojes recortados.
Cuando subimos al torreón del homenaje,
el parque tiene una vaga sensación de In-
glaterra. Muy elegante y de simétricas pers-
pectivas.
Es la hora del crepúsculo, y el horizonte
se esfuma en una lejanía serena y armo-
niosa, semejante a un inmenso mar de es-
meralda. La luz es dorada, reluciente, de
oro desleído. Ante ella, los pavos reales
abren orgullosamente la pompa de sus man-
tos de pluma. Y más lejos, por los senderos
florecidos, prolóngase el tapiz verde de las
enredaderas, cuya tupida malla de hojas
contrasta con los tonos vivos del sol, que
a esta hora adquiere toda la gama del rubí,
del ópalo, toda la gama amarillenta del
topacio.
Antonio Pérez-Valiente.
£R.\/0^
PASTEL DE ALONSO.
ÁS se sabe de la vida de Amado Ñervo, que del miste-
rioso jardin de su poesía, maravilla de media luz, jardín
crepuscular sin agua, pero con variedad de flores
moradas.
Más se conocen los nombres de sus libros, que el talis-
mán capaz de hacerlos, talismán de inteligencia acostum-
brada a reclinarse bajo un árbol.
¿Qué interesa de un poeta sino el vacilar de su corazón
y los saltos mortales de su espíritu?
Siempre he oído elogiar a Ñervo, como un poeta claro.
diáfano, sencillo, hasta ingenuo; poeta para buenas
transparentes como su poesía.
No es eso.
Los cristales no dejan ver cuando la luz reverbera en ellos, y en la lím-
pida mirada de una mujer hay profundos enigmas.
Espectros eternos, se levantan en el rayo de sol, en el rayo de luna y
en la sombra.
Y Ñervo es un evocador de esos espectros, que se alzan en el camino de
los hombres, pero los ha visto con sentimientos humanos y por eso, ni es-
pantan, ni nos enredan en sus largos sudarios.
— PLS''^^' 'V
¿Qué es la poesía?
Evocar, evocar siempre y despertar coraxones
dormidos y cerebros torpes o desorientados.
La verdadera c!av* de la poesía de Ñervo, hay
que buscarla fuera de ella. Ñervo tal vez no sabe
donde est¿. . .
Porque el poeta que se prepara por la lectura
y la meditación a recibir las voces desconocidas.
reflexiona y si es sincero ignora de donde vienen.
Pero hay en la formación espiritual sendas di-
veigentes. diversos rastros luminosos que cada
uno elige para seguir. Y esa elección es casi siem-
pre intuitiva. Ved. la difícil clave de la poesía.
el arcano que el poeta mismo no se atreve a des-
cifrar.
¿Qué método entonces, para alabar o censurar.
para hacer, en una palabra, lo que llamamos «cri-
tica» de un poeta?
Siendo la Critica un arte que se basa en la fácil
elasticidad de la Lógica, niego toda posibilidad
de critica ante la obra de un poeta.
Cabe seguirla en sus rutas verdaderas o extra-
viadas, pero es invulnerable a toda afirmación.
Quien sostenga lo contrario, ni es crítico ni
poeta.
No pretendo, pues, descubrir un hermetismo
inaccesible en la poesía de Ñervo; lo que sostengo
es que se ha inspirado y mantenido en la senda
de otros lejanos y olvidados hermetismos.
Las cosas no tienen un solo y fijo color. Ese
color cambia con la luz. con la distancia, con e!
tiempo, con el ojo que lo mira.
Por eso. la poesía tiene infinitos matices y siem-
pre lo incomprensible unifica y resuelve su poli-
cromía.
El lirismo de Ñervo parece tranquilo, somno-
liento: pero un espíritu sutil, al penetrar en su
fondo ve repentinamente la ráfaga, como en el
mar un solo golpe de viento hace verdes montañas
de caperuza blanca con lo que un instante atrás
era un espejo azul . . .
En el ambiente literario de Madrid, encontró
Ñervo compañeros y admiradores, pero no un
paisaje espiritual adecuado a su temperamento.
Tampoco lo hallará en Buenos Aires.
Es un caso de aislamiento intelectual.
No continúa ni sustituye a nadie, como creerán
los que viven de la comparación.
No tuvo maestro, ni tiene ni tendrá discípulos.
Hay figuras literarias que exigen una escuela.
No se comprenden sin una sala llena de imita-
dores. Eugenio de Castro. D'Annunzio, Rubén
Dario. Valle-Inclán. son de estas figuras que pre-
siden un festival poético.
Pero hay otras, como Amado Ñervo, que están
solas. Su casa es lugar de paso donde la misma
cordialidad habla de perenne aislamiento.
La soledad de un hombre que piensa es. sin
embargo, relativa. Conducir las ideas y ordenar
las emociones es hallar una grata compañía en las
horas solitarias, cuando al crear, nos parece que
lo ideal toma formas sensibles, como los arcán-
geles bíblicos.
Ñervo en Buenos Aires y en Madrid verá a su
alrededor compañeros y admiradores. Pero el pai-
saje espiritual estará tras de su frente.
Incomprensible para los críticos y los huma-
nistas.
La poesía no admite análisis, ni microscopio.
Ser minucioso en critica es síntoma de medio-
cridad. Rasgos generales, siluetas, horizontes am-
plios, superficies extensas: eso exige la verdadera
poesía a sus comentaristas.
Y sobre todo el alma de lo que se dice, lo inde-
finible, lo perdurable y vivificador.
Mueren las teorías literarias. Pasan los sistemas
y las discusiones estéticas. La Poesía queda en
pie y si cambia su aspecto, en su esencia es in-
mutable.
Yo veo esa misma convicción en Amado Ñervo.
Lo antiguo y lo moderno tienen la misma corona
de laurel, el mismo olivo de las colinas griegas, el
«» t>
v*
^^^^:
>, 7^ »¿
ENRIQUE DE LEGUINA.
ItOSTRACIÓN DE ALONSO.
mismo arrayán de Berbería. Lo que hoy es moder-
no será antiguo mañana.
Y los estanques reflejarán como un recuerdo
lo que hoy reflejan como una realidad.
La forma poética es indiferente y peculiar a la
sensibilidad de cada escritor. El ritmo preesta-
blecido no es más que una curiosa obsesión de los
retóricos, que catalogan el resultado de sus lec-
turas y niegan el derecho de separarse de su
manía dogmática. Son hombres más aficionados
a contar los pétalos de una rosa, que a extasiarse
con su perfume.
Ni aun los grandes estetas como Guyau y Be-
nedetto Croze. se salvan ante la poesía, de cierta
funesta sistematización.
Atengámonos a una distinta visión de la poesía.
El verbo «sugerir» fué creado para ella. Y recor-
demos los infinitos ritmos, la enorme variedad
de matices, que la Naturaleza envía a nuestros
ojos y oídos, una tarde, en el campo, al irse entre
resplandores de sangre, el sol...
Definiciones:
La Poesía es una expresión de las evocaciones
interiores, provocadas por la movilidad cíclica del
sentimiento.
El Poeta es un espejo donde aparecen y desapa-
recen los fantasmas evocados.
La Crítica es un sentimiento que ve pasar a la
emoción sin atreverse a seguirla. Es como el bar-
quero de rio, más preocupado en unir las dos ri-
beras con su barca, que en detenerse a media co-
rriente, para verla huir copiando temblorosos ála-
mos y temblorosos luceros.
El Critico es un pensamiento fijo, más ávido
de sentarse que de andar. Línea alabeada que en-
laza diversos jardines de poesía y condenada a ir
de uno en otro sin tener flores propias jamás.
Hubo en la Edad Media, cantidad de sectas
misteriosas, de cenáculos elegidos, de extraños
personajes que no vivían la vida de su tiempo.
Conservaban antiguas tradiciones de Oriente,
poseían talismanes y guardaban un profundo se-
creto de su ciencia.
Desde aquellas sectas heterodoxas de «safies» y
«motáziles», perseguidas en Córdoba, hasta el avi-
cenismo y las místicas y hondas inquietudes de
Raimundo Lulio. florecen doctrinas misteriosas,
donde un velo polícromo oculta tesoros de sabi-
duría y perfecciones estéticas.
¿Qué puente o ligadura espiritual une aquellos
astros, ya idos, con nuestros intranquilos ensue-
ños contemporáneos?
Yo he visto en Ñervo un lector de Gabirol y
Yehudad-Leví. Lo he visto reflexivo sobre las pá-
ginas de Emerson y perturbado bajo los arcos
blancos de las sinagogas toledanas.
Santa María la Blanca es un templo para el
espíritu de Ñervo. La capilla abulense de Mosén
Rubí, un rincón para su eterna manía de meditar
sobre los problemas centrales.
¡Cómo nos sentimos fuertes al contemplar el
porvenir sentados sobre viejas ruinas!
El buho, pájaro de la noche y de la sabiduría,
está posado en las secas ramas de un árbol negro
y adivina la meditación del poeta.
Después de la sombra llega el día, y un pájaro
multicolor sustituye al buho en la rama del árbol.
Y en esa perpetua rotación, el poeta va dejando
desgarraduras dolorosas, dolientes desilusiones,
desengaños dormidos bajo la esperanza de la
aurora.
Difícil de hallar es la clave de la poesía de Ama-
do Ñervo.
No la busque quien se interese por su vida o
su nombre. Como todas las cosas lejanas, sólo la
evocación puede comprenderla.
Jardines rústicos, con acacias monjiles y algu-
na piedra blanca. Veredas con guijarros y olorosa
hierba. Espejismos de arena. Aguas paradas bajo
penumbras de zarzas. Y aquella visión de Bocklin:
una isla en el sombrío mar; en el mar, la barca
de los muertos: y lápidas sobre el basalto de trá-
gicas vetas, a la sombra de altos cipreses, que do-
blan su copa de dolor.,.
.••/'
./
^'un'j^.-^—
Como en años anteriores, ha sido conside-
rable la labor de los artistas argentinos,
estando representadas en el salón las diver-
sas tendencias que hoy predominan en este
medio artístico; y lo mismo, también, que
en los anteriores concursos, se
afianza el predominio de lo que po-
dríamos llamar tendencia decora-
tiva.
Entre todos los expositores, Al-
fredo Gramajo Gutiérrez se des-
taca por la originalidad de su es-
tilo y el valor americanista de su
obra. Los asuntos, llenos de emo-
tividad, interpretan distintos as-
pectos de la vida provinciana de
Salta y Santiago del Estero, en
RODOLFO FRANCO. CABEZA AL PASTEL.
dé
c/icuarelímxj^
término, son rítmicas y pasan, se las ve pasar
ante dos árboles y un fondo de nubes. «Las
Santiagueñas», marcado con el número 75, se
define por la calidad de la pintura.
En síntesis, Gramajo Gutiérrez, significa
dentro de la pintura argentina, un
espíritu original alimentado por
insaciables cromatismos, de antes
y de ahora; supervivencias colonia-
les remozadas por su propia visión
de la luz y su comprensión de todo
lo que se inmoviliza y estiliza.
Dos paisajes de Raúl Prieto,
«Ocaso» y «Caserío», representan en
la segunda sala, valores de alto sig-
nificado. La suavidad misma que
los envuelve, unida a un vago con-
SECCION DE ARTE RETROSPECTIVO.
aquellos parajes donde el nativo se
aletarga en la soñolencia de los días
interminables bajo la pesadilla del sol
o de la noche.
Sus cuadros son reveladores de un
temperamento naturalmente educado
para la observación, para el análisis de
tipos y costumbres características,
donde se transparenta un trágico mis-
terio remoto, algo inexplicablemente
sombrío, que encadenara las almas y
las cosas. Es un caso de transmisión
de raza, de supervivencia colonial,
plasmada en la profundidad honda y
el sentimiento emotivo del que sabe
reflejar sinceramente las convicciones
de su espíritu.
El tríptico titulado «Los Daños», es
donde más fuertemente se revela la
sugestión atormentadora. En «La Ca-
ravana» el efecto de color se complica
en tonos verdes y morados, en gamas
de un rosa traslúcido, en combinacio-
nes de luz, que se esfuman sobre la
tierra llana, salpicada de casitas blan-
cas. Las figuras, dibujadas en primer
CUADROS DE
A. CHRIST0PHER3EN
Y MIGUEL PETROHB
VISTA DE CONJUNTO.
cepto de la composición, hace que ad-
quieran ese sentimiento poético de los
paisajes otoñales.
Alejandro Christophersen es el acua-
relista que más fuertemente se desta-
ca en el estudio de figuras. Su pincel
es decidido y valiente, dando impre-
siones del natural en ráfagas multico-
lores, suavizadas por transparencias
que revelan maestría y sinceridad.
Gregorio López Naguil nos da otra
nueva prueba de su talento con el
gouache titulado «El buque fantas-
ma», revelando en la interpretación de
ese legendario y poético motivo, un
gran sentido de la decoración y una
gran facultad interpretativa. Este ar-
tista presenta además varios ex-libris
y dibujos coloreados.
También es interesante la serie de
cabezas al pastel, firmadas por Rodolfo
Franco; Malvina, Alice y Magde, son
figuras de ensueño ejecutadas fina-
mente con mucho sentido de la ex-
presión y del sentimiento femenino.
Otro expositor de los jóvenes, que
— oi_;v^:s N/'Ln^R-x—
se destaca en la primera sala, es Miguel Pe-
trone. con dos cuadros al pastel donde marca
un visible adelanto en su orientación, amplia-
mente definida en el titulado «Dama de ojos
negros». El «desnudo», del mismo autor, que
figura a la entrada, es interesante por la so-
lidez y valentía cor. que está ejecutado.
Enrique Prins exhibe tres pequeños paisajes
de una técnica suave y delicada, que responden
plenamente a su elevado concepto ideológico.
Completan discretamente el conjunto varias
actuunelas de Jorge Soto Acebal, y otras del
corone) Diaz, que reproducen aspectos del pai-
sa)e argentino, aguafuertes de Lorenzo Gigli.
gouaches de Huergo y Jorge Larco. dibujos
de Soubirats. miniaturas y carbones de Aaron
I. Billís. y las obras de Santiago Stagnaro.
fallecido recientemente, que demuestran las
grandes cualidades del malogrado artista y su
visión personal y fantástica de los colores
abigarrados.
üsonie Matthis, la interesante pintora, nos
descubre algo del alma de la ciudad, en sus
dos rincones pintorescos de
las plazas Congreso y San
Martin: lo que pasa inad-
vertido a los ojos profanos.
lo que no vemos en nues-
tro cuotidiano ambular por
las calles porteñas, toda
PELLEORIN'. RETRMO DE MANUEL MASCULINO, CREACOS DE L03
CÉLEBRE? PE1NET0NE3 QUE SE USARON EN LA ÉPOCA DE ROZAS.
Bernardo Suárez; paisajes de Peter Schmidt-
meyer; retratos de Prilidiano Pueyrredón.
Fernando García del Molino y escenas de
costumbres del marino Adolphe D'Hastrel
de Rivedoy, que tomó parte en el bloqueo
de Buenos Aires.
Otros dibujos representando escenas típicas
de la ciudad vieja, cuadros y paisajes de la
campaña, llevan firmas de conocidos grabado-
res y aficionados como Demasdryl, Methfessel
y Core Onseley, este último Ministro de In-
glaterra ante el Gobierno de Rozas.
Del pintor Jean León Pall;ére. hay gran
número de acuarelas hechas durante sus acci-
dentados viajes por el interior del país,
haciéndose notar, por el colorido y ambien-
te, la titulada «Carga de caballería entre-
rriana».
Carlos Enrique Pellegrini, el célebre retratis-
ta de la época romántica, tiene una salita
donde se exhiben varios retratos de damas y
personajes que figuraron en la sociedad por-
teña de aquel tiempo, y muchas vistas del
Buenos Aires antiguo.
Entre los retratos me-
recen citarse el de doña
Micaela Camusso de Mal-
donado y el de doña Ma-
nuela Suárez de Lastra, de
Garmendia. que reprodu-
RIMOÓN DE LA JALA PELLEC.RINI.
la misteriosa poesía de la urbe moder-
na, vibra como rayo de luz' en estas
notas de color, sutiles, muy francesas.
Por úlf.mo, la modalidad netamente
americana de los estilos azteca e incási-
co, se halla representada por Travascio y
Blake, los cuales exponen: el primero,
acuarelas sobre fondos de oro, y ambos en
colaboración, urnas, yuros, huacos y otras
piezas de cerámica con decoraciones y
motivos de ornamentación precolombiana.
En las tres salas del fondo, el Jurado
ha reunido una interesante colección de
obras, firmadas por los pintores y artis-
tas que más se significaron en el país du-
rante la primera mitad del siglo xix.
Grabados de Branbila y
Willian Holland; cuadernos
H» dibujo, ejecutados por
cimos en este número. Laudable es pre-
sentar ante los ojos de la actual genera-
ción, recuerdes artísticos de valia, y más
cuando en su mayor parte reproducen
costumbres y paisajes evocadores de la
historia argentina. Al mismo tiempo se
observa el contraste de las modalidades
estéticas pasadas, con las que hoy triun-
fan y defienden los mejores artistas. Con
acierto e inteligencia han desempeñado
los organizadores de esta exposición su
difícil tarea, recompensada por el éxito
e indiscutiblemente útil y patriótica,
puesto que ofrece un conjunto encomia-
ble de lo que fueron, desde el punto de
vista artístico, los hombres del¿pasado
siglo.
José M.'' Pérez-Valiente
TRAVA.'?C10. lJlBL-;0.5 AZTECAÍ.
C^L.
"r:2>^—
jOK cuiti beílo ¿s pa5ar inxdverüido,
dalce Fray Luií! Que no di^a mti^uno
'Ahí va el emitiente, e2 disfin^uido",
¡Qoii siuV(? re^íTJO el áoX olx/iduo*.
\Q.Vi¿ íikncio mullido!
\Ciué rem¿itiyo de pa.2^ tan oporfutio!
Sitnplcmen^, di irrttao
d^ la naturaleza, tcu-drc S3int3^,
hicer U obra^dar el fru^o opimo,
¡como lírÍTida, J"u nécisiV el racimo,
U fuente l?rota y €l pjirdiZlo cauiai
®
No pedir gatirdon ni recom^penía ,
fdix del fruto que cuajo en la rama,
cordialtncníc pinjar con cuanto pietua^
/férvidamente atnar con cuauto ama.'
<^
Scutine uno por ííenipre con la esencix
mÍ3ma de la pcretitic crea clon;
chispa coTv5cicate en íu ititnoríal conciencia
y latido en Su ¿titnetvso Cornijón.
HETRATO *DE ♦LA*DAMA*INGLE.yA-
7
GOWLAND-ÜE
PROPIEDAD* DEL- DR=,
PLVS
. VLTPA
DE -LA-FAMILIA
8!JKN05'Am.E.S
\ FERNANDO* GOTLAND
1Í56 ' ' ' 1625
— I3>l_7vr:S ^V/LmP2.^=s.—
SALAMANCA. ARTÍSTICA TORRE
DEL PALACIO DE MONTERREY.
11a tradición artística. Parece
que hablar de arte colonial es
hablar de algo tan íntimamen-
te ligado con el arte español
que resulta indispensable co-
nocer ese arte de la patria de ori-
gen, comprenderlo y sentirlo a fon-
do para darse cuenta de las razo-
nes que pudieran influir en trans-
formarlo, si no en su esencia, al
menos en el detalle, al tomar carta
de ciudadanía argentina.
Será sin duda porque al abrir los
ojos por primera vez vi el paisaje
soleado de Andalucía, por eso será
que se impresionó tan hondamente
mi retina que la visión no se ha
borrado jamás, a pesar del andar
de los años.
Veo aún a toda aquella Andalu-
cía como inmenso verjel de flores,
veo las calles del pueblo solitario,
sus casas solariegas, con carácter
inmensa de una arquitectura claus-
tral', y tranquila; arquitectura ex-
traña me parece ahora después de
haber visto tantas otras. Es que
esa arquitectura forma parte inte-
grante del suelo y del paisaje anda-
luz, es algo que nacer parece de la
tierra misma como una prolonga-
ción del suelo, como una protube-
rancia de la costra terrestre; tan
intimamente está vinculada con
todo lo que la rodea. ¡Allí no cabe
otro artel
ECIJA. TORRE Y PORTADA DE
UN PALACIO PARTICULAR.
— I^LJV^^ N^-L_-T-^K2-'X—
TClí PITAL
DE SANTA CRUZ. SlüLO XVI.
escala y de armonía?
No es ni hacer arte,
ni crear arte nacional
(si pudiera adjudicar-
se nacionalidad al ar-
te) el hecho de copiar
detalles toscamente
realizados por opera-
rios inexpertos o sim-
plemente por los in-
dios de las misiones,
compuestos a menudo
por los mismos misio-
neros con más fe cris-
tiana y mejor volun-
tad, que con ciencia
y acierto.
Tampoco lo es co-
piar la arquitectura
originaria española
adaptada aquí en la
época de la colonia
por cualquier «media
cuchara» venido del
Puerto o de la Isla,
quienes en el afán de
cumplir un encargo
fabricaban su compo-
sición con las reminis-
cencias de algún edifi-
cio del terruño, gra-
badas incompletas en
la memoria.
Ya me imagino qué
trance duro pasaría
ese modesto «media
cuchara», a quien al-
gún potentado o qui-
zás el mismo cura del
pueblo le encargaba
su vivienda. Me lo
figuro consultando su
memoria, la de los ve-
cinos y parientes para
dar después a luz
algo, que hoy quizás
hemos declarado so-
lemnemente monu-
mento tipo del arte co-
lonial para uso y abu-
so de todos los que a
Todo eso y aun más nos lo cuenta
esta arquitectura de la tierra anda-
luza en su arte peculiar, mezcla de
moro y de cristiano, de sencillez y
de nobleza, puro en su interpreta-
ción porque refleja fielmente el suelo
donde naciera y la raza que cobija
entre sus muros.
Ese es el arte originario que fué
traído por los primeros alarifes anda-
luces, trasplantado por el espíritu em-
prendedor y audaz de las misiones
jesuíticas.
Nació el arte colonial incompleto,
ingenuo, lleno quizás de aspiraciones
que no llegaron a concretarse en he-
chos, pero muy digno de respeto por
las intenciones que guiara a sus auto-
res, muy digno también de ser tenido
en cuenta porque aún hoy señala un
derrotero cuando nos alejamos por
«snobismos» extravagantes de reflejar
en la arquitectura el clima, las cos-
tumbres y los materiales del suelo
argentino.
En el arte colonial hay que admirar
el espíritu y no la forma, porque ésta
es incompleta.
Esa adaptación al suelo argentino
tan admirablemente interpretada por
la inteligencia de los jesuítas, debe-
riamos tenerla todos en cuenta y eso
es justamente lo que se olvidan, aque-
llos que entienden por hacer arte colo-
nial copiarlo servilmente hasta en sus
errores sin adaptarlo a otras civiliza-
ciones y a otros progresos. ¿Por qué
ensañarse en copiarlo malo o lo incom-
Í)leto bajo el pretexto de hacer arqueo-
ogia. por qué ceñirse estrictamente a
los detalles y a los errores, que seña-
lan quizás la característica de esa
época, pero que al fin y al cabo son
errores, torpezas de cosas mal conce-
bidas y peor compuestas, fuera de
ZARAOOZA. PATÍO Y ESCALERA DE LA
CASA ZAPORTA. ESTILO RENACIMIENTO.
esta especialidad se dedican. Los habi-
tantes de la colonia tuvieron que con-
tentarse con lo que la época les brinda-
ba; mas téngase por cierto que si hubie-
sen dispuesto de medios más perfectos...
vaya si ios hubieran aprovechado.
Copiar, pues, los restos de una época
relativamente atrasada y copiarla has-
ta en sus defectos. . . y en sus erro-
res e imperfecciones podrá resultar
interesante bajo la faz arqueológica,
pero debemos dejar eso para el museo
de arte retrospectivo.
Pero la casa, el hogar que responda
a nuestra vida, a nuestras intimidades
y a nuestro temperamento moderno,
tiene otras aspiraciones de confort, de
progreso y aun de estética.
Así lo han entendido los norteameri-
canos que al aprovecharse de las sa-
bias enseñanzas de los jesuítas, que
en sus andanzas llevaron también allí
su civilización, han sabido separar lo
bueno y lo lógico de aquella arqui-
tectura a la cual le han agregado los
encantos de todos los progresos y las
comodidades de nuestra época. Han
creado un estilo que denominan «Mis-
sion Style» de la esquemática arqui-
tectura de antaño, han perfeccionado
la distribución de sus hogares y han
completado la arquitectura externa,
conservando el exquisito sabor de ese
arte primitivo hábilmente retocado
por manos maestras.
Creo que inspirándonos en esta nue-
va enseñanza, siendo sinceros con nos-
otros mismos y buscando el camino
de la verdad, llegaremos a realizar una
arquitectura que sea la que refleje,
conjuntamente con el clima, las cos-
tumbres y los materiales del suelo
argentino, la muy justa aspiración de
los hombres que se desvelan y luchan
por un alto y patriótico ideal de arte.
>yx—
A€
PNA MANUELA^ UARE2^
DE^i ASm^^oE^CiARMENDIA
cr*!<9
íSO^ . E^i lALDON ADO,
— i:3L-;v/'i5 >^''l_;'r-t¿>N.—
HOMDRE^bUEY
. . .Suave, acompasada-
mente, golpeó con su vari-
ta de ballena la punta de
uno de sus zapatos, y luego
dijo:
— ¿Y qué quieres que
ha^ si se me ha atrave-
sido en el camino un hom-
bre ■ buey.'
El otro le miró de reojo
con cara de curiosidad y
de fastidio:
— ¿Un hombre • buey? j
— ¿Un hombre ■ buey.'
— No sé que quieres de-
cir... Y le volvió la espal-
da a medias, para descan-
sar mejor en el asiento y
para demostrarle, que
aquello le importaba un
comino.
El se dio cuenta:
— ¿No sabes — pregun-
tó — no sabes lo que es un
hombre buey?
— No.
— Eres un ignorante. . .
— iMejor!
— ... Sin embargo, voy
a explicarte lo que es un
hombre - buey ... i
E inclinando el busto
hasta que los antebrazos j
se apoyaron en los muslos.
el joven se puso a hablar
pausadamente, mientras |
su varita trazaba en la ¡
conchilla blanca del paseo, I
curiosos arabescos. [
— ... Tú sabes que yo
me he criado en el campo
— dijo — ; y has de saber
también que las impresio-
nes recibidas en la niñez se
graban en el cerebro tan j
profundamente, que nada j
puede borrarlas. Bueno; yo
era un chico, un chico. . . i
¿qué tendría?... ¡Seis o
siete años a lo sumo! ¡Bue-
no! . . . Había un buey vie-
jo, un buey bayo overo
muy grande... — Me acuer-
do como si fuera hoy. ¿Tú
sabes qué pelo es ese?:
¿bayo overo? i
— ¿Yo? ¿Qué sé yo?
— ¡Qué bárbaro! De
veras, ¿no sabes? . . . Bue-
no, no importa: hay gobernantes que saben
menos que tú, y, sin embargo, gobiernan . . .
Bueno: como te contaba, ese buey bayo no servía
para nada, para nada absolutamente: primero,
porque era muy viejo, y después, porque tenia
más mañas que algunos de esos empleados de
todos los regímenes...
Bueno: el muy cornúpeto se entraba todas las
noches en la quinta: se entraba todas las maña-
nas y las tardes: se entraba, en fin. a cada hora,
a cada minuto, es decir, toda vez que podía derri-
bar la tranquera o aflojar los alambres del cer-
cado.
— ¿Y para qué? — dirás tú que eres un igno-
rante en estos asuntos de bueyes y de tranqueras.
¡Pues, señor! para comerse los zapallos y los melo-
nes y todas las cucurbitáceas de la quinta. . .
¡Oh! ¡era un buey chacarero de lo más sinver-
güenza! . . .
Bueno; para corregirlo los peones le propinaban
palizas que él soportaba con estoicismo admira-
ble y que nunca lograron hacerle apresurar su
filosófico tranco . . . Salía a fuerza de rebencazos
y de pechadas, pero se quedaba ahí no más, ob-
servando, firmeen su idea de gustar la golosina, y,
una vez que todos se habían marchado, volvía a
entrar en la chacra, ya derribando la tranca, ya
colándose entre los hilos del alambrado.
¡Oh! ¡lo qué me ha hecho sufrir la tal
Mi padre, que no podía mantener a los
ocupados en apalear al miserable, solía
garme muy serio:
— Mira, hijito: me voy. pero en cuanto tú veas
que el buey bayo se quiere entrar en la quinta,
hazlo correr por los perros. . . Yo tenía un perro
bENITQ)LYNCH
blanco, un perro de Terranova que se llamaba
Carhué, y que era tan grande como un ternero y
tan zonzo que no servía para maldita la cosa.
¡Oh! los perros de Terranova; serán todo lo útiles
que tú quieras, para buscar viajeros perdidos en
la nieve, pero lo que es para correr bueyes ma-
ñeros resultan un fracaso... Bueno, como decía;
honrado por la importante misión que me con-
fiaba mi padre yo me ponía en acecho bajo los
grandes árboles del patio. Carhué se situaba allí
a mi lado, con una lengua de a palmo y fatigado
de antemano.
El buey bayo repechaba lentamente la loma
que había al fondo del potrero y paso a paso ve-
níase acercando, inexorable y fatal como la muer-
te. ¡Ah! jla bestia maldecida!
A veces se detenía un momento para escuchar,
sin duda, para ver si había moros en la costa; pero
muy luego continuaba la marcha interrumpida
cada vez más resuelto, cada vez más atrevido. . .
Llegaba a la tranquera y con sus cuernos enormes
levantaba los palos... — Carhué — gritaba yo enton-
bestial
peones
en car-
ees frenético. — ¡Chúmale,
Carhué!. y llenos los bol-
sillos de cascotes me lan-
zaba contra la bestia con
denuedo:
— ¡Fuera buey!, ¡ladrón!,
¡sinvergüenza!
Pero él. después de vol-
ver la cabeza mansamente
para ver. sin duda, quienes
eran sus atacantes, aca-
baba de derribar los palos
y «sin llevarnos el apunte»,
tomaba a través de la
huerta y pisando las plan-
tas, el camino de sus luga-
res predilectos. . .
— ¡ Fuera, buey! — gritaba
yo hasta enronquecer, y
le arrojaba cascotes, mien-
tras el haragán del perro
creyendo cumplida su mi-
sión, con dos ladridos inno-
cuos, se sentaba a contem-
plar la lucha desde lejos,
o bien para entregarse a
una toilette tan inoportuna
como íntima.
¡Oh! ¡cómo caía el sol a
plomo sobre mi cabeza y
cómo la sangre martillaba
mis arterias, mientras co-
rría tropezando entre los
surcos en pos de aquella
bestia infernal, a la cual
no podían detener en su
camino, ni mis fuerzas, ni
mi estrategia, ni mis cóle-
ras!
¡Ah! Yo inventaba con-
tra el enemigo armas de
guerra complicadas, fero-
ces, dignas de los pueblos
más salvajes de la tierra,
armas abolidas por el de-
recho de gentes y que hu-
bieran rechazado los antro-
pófagos más bárbaros.
Pero todo era inútil.
Aquellas lanzas, aquellas
boleadoras, aquellas hon-
das mortíferas, todo se
estrellaba, todo resultaba
inútil para detener a aque-
lla montaña overa cuya
mansedumbre hacía más
irritante su odiosidad pro-
pia, y siempre lo mismo,
siempre la amarga derrota,
los peones, allá, al anochecer, sacándolo a chirlos...
y mi padre diciéndome en son de burla:
— Vaya amigo, que había sido zonzo.
¿Qué te parece?
El otro gruñó un ¡hum! ambiguo, y el joven,
tras un breve compás de silencio, prosiguió con un
dejo de tristeza en su voz varonil:
Bueno; ya mozo, ya desilusionado, escéptico,
con el corazón enfermo de amarguras y harto
de ver miserias, he vuelto a encontrar la bestia
aquella encarnada en el espíritu de ciertos hom-
bres. . , El hombre - buey, amigo mío, es un hom-
bre que marcha a su objeto, no con el salto fle-
xible de la bestia de presa, no con la audaz arro-
gancia de un padrillo encelado, no con la saña del
toro . . , Marcha como un buey, marcha como aquel
buey inservible y mañero de mi cuento, que iba
paso a paso hacia los zapallos que ansiaba, dejan-
do tiras de cuero en los alambres de púa y sopor-
tando con estoicismo asombroso las más tremendas
palizas...
¡Ah!, ¡hermano! yo lucharía contra todas las
fieras de la tierra, pero con él, jamás. ¡El hombre-
buey me anonada, me aplasta! Oigo sus pasos
lentos, pesados, resonar en mi cerebro y veo su
grupa enorme, su grupa prosbocídea oscilando en
la marcha, . . Va a los zapallos y llegará sino se
muere. . . ¡Lo que es yo, no lo atajo!
Calló el joven y hubo un largo compás de si-
lencio.
Después, dijo el otro con sonrisa forzada;
— ¡Sos un rico tipo! ¡Qué macana! . . .
Y volvieron a quedar en silencio, , .
ILUSTRACIÓN DE ZAVATTARO.
¿
•J^ZT^Zd^^ /!a? í;?%szí32íz-
jj^^ Pv.Ey^.TE^vI^ÜP^y^:
DE L
MUsTEO
¿ DE L ^
lOÜVM
EL ESPAROLETO. la ADORA-
CIÓN DE LOS PASTORES.
Las obras maestras
retornan a París. Es
esta una señal de que
finalizan los horrores de
la guerra y la contrase-
ña también del retor-
no a la serena belleza
del arte.
Las obras inmortali-
zadas por los siglos han
vuelto de Tolosa silen-
ciosamente, como par-
tieron; pero su viaje de
regreso ha sido sin duda
menos emocionante que
el otro. Entonces pesa-
ba sobre los parisienses
la zozobra frente al con-
tinuo avance del ene-
migo: los alemanes se
hallaban a pocas dece-
nas de kilómetros; el
gobierno se trasladaba
a Burdeos; en el cielo de
la capital los zeppelines
y los «taubes» hacían
frecuentes apariciones
sembrando la destrucción y la muerte. Las
pobres obras maestras, como prófugos echa-
dos de las casas por el soplo violento de
la invasión, se retiraban a un lugar segu-
ro, sin la certeza del retorno. Y los peli-
gros, en el viaje, no faltaron. Un día, mien-
tras la interminable fila de carros, cargados
de cajas conteniendo los más bellos cuadros
del Louvre, atravesaba la carretera Lefuel,
un «taube» volaba sobre ella. ¿'No vio el
aviador tudesco o no tuvo la intuición de lo
que constituía aquella carga? Sus bombas,
felizmente, fueron a caer más lejos, sobre las
ondas del Sena.
Los tesoros del Louvre han sido también víc-
timas de la guerra; como los soldados, han vuelto
heridos y enfermos. Recuerdo haber visitado en
Roma, hace pocos meses, la sala adyacente al
patio de las balas, en el castillo Sant'Angelo,
en la cual estaban custodiadas las más bellas
obras de arte, y los más preciosos objetos artís-
ticos de Venecia y de las otras ciudades del
Véneto. Las obras de arte estaban en el suelo;
entre una y otra se pasaba con dificultad, con
infinitas precauciones. Algunos profanos se
maravillaban y se apenaban por la humedad
que comenzaba a cubrir varias de las pintu-
ras. La humedad es la enfermedad de los cua-
dros; los ataca cuando están en lugares som-
bríos y sin luz.
Los cuadros del Louvre se han enfermado
también de la humedad; algunos han sufrido
DAVID. LA CONSAGRACIÓN
DE NAPOLEÓN.
VAN DICK. RETRATO D2
CARLOS I.
muchísimo. Cuando lle-
garon a Tolosa, fueron
llevados directamente a
la vieja iglesia de los
Jacobinos, inadecuada,
desde luego, para su
seguridad y cuidado.
El gobierno dio or-
den de no desembalar
las cajas; los cultores
de arte atormentaban
con sus protestas para
que se levantase la pro-
hibición, pero inútil-
mente. Así los tolesa-
nos ahora proclaman en
alta voz que son irres-
ponsables en absoluto
de la humedad que ha
cubierto los cuadros
confiados a su custodia.
Por lo demás, el mal no
es irreparable; como
existen los especialistas
para cubrir de hume-
dad una pésima copia
para venderla — como
si se tratase del origi-
nal de un precioso cua-
al neo-millonario-pro-
más
RAFAEL SANZIO. RETRATO DE BALTASAR COSTIOLIONE.
dro de autor conocido
fano, así existen también especialistas
útiles que aquéllos, para quitar la verdadera
humedad de los cuadros de mérito indiscutible.
Las obras del Louvre deberán, pues, sufrir una
reparación y se ofrecerán nuevamente bellas a
las miradas de los admiradores. Ciertamente
algunas quedarán irremediablemente lesionadas,
otras conservarán alguna huella del acciden-
tado viaje impuesto por la guerra.
Esto nada importa. Los buenos parisienses
amarán más a sus obras maestras por el dolor
de las heridas que éstas han recibido, y su amor
por las telas, como aquel que sienten por los
mutilados, estará lleno de piedad y recono-
cimiento.
Por lo demás, pudo acontecer lo irreparable:
las obras maestras pudieron perderse. Pensemos
en las terribles jornadas de agosto de 1914.
La guerra fulmínea, inesperada, había plan-
teado numerosos, vitales problemas que reque-
rían una solución inmediata. El Louvre estaba
expuesto a la doble amenaza de la invasión ene-
miga y de los bombardeos aéreos. Se dio orden
al director del Museo de embalar y enviar tres-
cientos de los más hermosos cuadros: en seguida
quinientos, después ochocientos, luego mil dos-
— I=>Lrv.^^ -VT-TT^I^^íS.—
iitiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiir
cientos, después todos los cua-
dros debían partir. ¿Cómo ha-
cer? La movilización y la requi-
sación se habían llevado a los
hombres, a los caballos y a los
carros: faltaban las cajas, falta-
ban los especialistas embalado-
res: la confusión reinaba en todo
París. Todavía con un supremo
esfuerzo de voluntad, el trabajo
se realizó en cuatro días y cua-
tro noches. El último día los
obreros estaban extenuados:
dormían en las salas y en los pa-
tios del Museo. Se requirió la
ayuda de una compañía de te-
rritoriales: estaban también
ellos rendidos: habían trabajado
todo el día y toda la noche, en
ayunas. No importa: un abun-
dante rancho y los territoriales
actuaron como embaladores.
Partieron de este modo todos
los cuadros del Louvre, grandes
y pequeños: Rubens, Murillo.
el Tiziano. Van Dyck. Rem-
brandt. todas las obras de los
más grandes maestros de la pin-
tura universal. Partió también
con ellos el bellísimo cuadro
de David «La consagración
de Napoleón», el mastodóntico
cuadro de seis metros de altura
por nueve de ancho, contenien-
do cien figuras, representando
la coronación de la emperatriz
Josefina en Notre-Dame. Con
las pinturas partieron igualmen-
te los más ricos objetos de arte,
otros fueron colocados en sitios
seguros. El mismo superinten-
dente de Bellas Artes conservó
en un saquito los preciosos dia-
mantes de la colección «Regent»
y los llevó consigo a un lugar ig-
norado y lejano.
Solamente las esculturas,
cuyo transporte ofrecía grandes
dificultades, obligadas a que-
darse, tuvieron que sufrir las
fuertes y profundas emociones
que la aproximación del enemi-
go provocaba. Sólo se sacó a la
•Venus de Milo». Pero ella era la
C^-^^^o)
más bella de las esculturas del
Louvre; su origen se remonta al
siglo IV antes de Jesucristo, y
fué descubierta en el año 1820,
cerca del villorrio de Castro, en
la isla de Milo. El marqués De
Riviére, embajador francés en
Constantinopla, la adquirió en
1821 y se la regaló al rey
Luis XVI 11. Todas las otras es-
culturas, entre las que está com-
prendida la bellísima «Victoria
de Samotracia», estatua griega
de gran mérito, exhumada en
Samotracia en 1863, fueron ba-
jadas de sus respectivos pedes-
tales y relegadas a los ángulos
más resguardados, para preser-
varlas de las bombas de los
aeroplanos y de los obuses del
cañón de largo alcance.
Ahora la angustiosa pesadilla
se ha desvanecido. El Louvre,
el viejo «Gabinet du Roi» que
Francisco 1 construyó, que la
Asamblea Nacional en 1793 de-
claró «Museo de la República»
y que la Constituyente enrique-
ció con todas las obras maestras
que el rey conservaba en Ver-
salles, ha comenzado a reabrir
sus salas a los parisienses. Los
tres mil cuadros que partieron,
vuelven día por día a sus pare-
des, y las estatuas están ya so-
bre sus pedestales.
El público desfila delante de
los mármoles antiguos, de los
sarcófagos monumentales del
Egipto y ante los Toros alados
de Siria. Las salas de las escul-
turas medioevales, de la italia-
na y francesa del Renacimiento
están por reabrirse; y en tanto
que las salas de pintura ya están
arregladas y todo ha vuelto al
orden primitivo, los visitantes
pueden ya admirar las adquisi-
ciones más recientes, y las obras
de autores contemporáneos re-
galadas al Museo durante la
guerra.
Dr. F. Dubojs.
París, abril de 1919.
RETRATO * DE ^ UN ^ DEJ^CONOCIDO
OLEO- DEL- CAV.- LEANDRO- DA. • PONTE-DE-BAJ^J^ANO-
DE'LA-EJCUELA
155<5~162.5
CELEBRE- PINTOR
VENECIANA
PROPIEDAD- -DEL- -J'K-
PLVS •
. VLTPA
L ORENZO- P ELLER ANO
P31.
X -L^T^i:? .-^—
Muchas naciones, entre las cuales está inclui-
da Alemania, envidian a Italia este grandioso
anfiteatro por el cual han desfilado los más in-
signes cultores de la música del mundo entero.
Pero lo que constituye la característica del
Augusteo. es el público, un público curioso, es-
pecial, típico, en el que se hallan representadas
no sólo Roma e Italia, sino casi todos los pue-
blos del orbe y todas las clases sociales. En las
butacas se advierte la presencia de la aristo-
cracia del blasón y la del talento, en las galerías
la pequeña burguesía y los obreros y numero-
sos frailes y curas. Durante la ejecución del
oratorio de la «Resurrección de Cristo», del aba-
te Perosi. en el Augusteo. éste se hallaba re-
pleto de sacerdotes. El concierto se repitió a
la semana siguiente exclusivamente para los
clérigos y colegios religiosos de Roma. Pero los
curas y frailes concurrieron también.
En el Augusteo se hace verdadero arte y to-
das las personalidades del mundo musical han
sido invitadas a presentarse sobre el podio de
este teatro con capacidad para 3.700 personas.
El Augusteo surge delante del antiguo mau-
soleo de Augusto, levantado en el año 28 antes
de Cristo. Estaba constituido por un basamento
circular de mármol blanco, tenien-
do un diámetro de 200 pies roma-
I*'/' V «í ""* antiguos, sobre el cual domi-
'y^. _Sj¿ naba un túmulo alrededor del
' ' ^ cual se plantaron árboles de va-
rias especies hasta la cima, la que
estaba coronada por la estatua en
bronce de Augusto.
Las destrucciones siguieron a
las destrucciones. Hundida la bó-
veda que sostenía el túmulo y que
cubría la sala de las celdas, se for-
mó un terraplén, en torno al cual
se construyó después el anfitea-
tro, al que su propietario deno-
minó Corea. Así fué que el religio-
so monumento consagrado a la
/-
muerte se transformó en circo. Hoy el circo se
ha convertido en templo. La idea de esta ge-
nial transformación se debe a una de las más
respetables personalidades de Roma, el conde
de San Martino. El primer experimento, sin
embargo, aterrorizó a los promotores: alboro-
tos, retumbos, una casa del diablo, en la que
todo se oía menos la música, tal fué en sus co-
mienzos. Pero la constancia venció a los re-
fractarios de la materia bruta. Con el tiempo,
las columnas de ladrillos oportunamente levan-
tadas bajo el palco armónico amortiguaron los
ruidos. Todo un sistema de hilos a través del
cielorraso interrumpió el cruzamiento de las
ondas sonoras, mientras los bancos, los corti-
nados en las galerías y la gran cubierta supe-
rior consiguieron mejorar la acústica, que fué
perfecta cuando se ensayó el gran órgano, que
sin duda alguna figura entre los mejores del
mundo. Está colocado sobre la caja armónica,
frente a la puerta central de ingreso. Como
ya dijimos, el ensayo produjo un efecto admi-
rable. Dirigía el gran Martucci. El Augusteo se
estremecía con sus miles de almas. Y la alegría
estuvo en proporción con el acontecimiento.
D'Annunzio, que se encontraba presente, en-
tusiasmado, se precipitó en el
palco de la autoridad teatral para
congratularla; todos se adelanta-
ron a ofrecerle una silla; pero en
el alboroto, entre tantos ofertan-
tes, el poeta se encontró sin silla
y creyendo sentarse, cayó. Entre
los aplausos frenéticos que salu-
daban al maestro Martucci, visi-
blemente conmovido, se vieron
en el aire las piernas del poeta.
Fué tanta la hilaridad, que nin-
guno pensó en ayudar a D'Annun-
zio a levantarse. . .
Rafael Simboli.
Roma, febrero de 1919.
>>%.—
w
A doble cruz de la cinta descolo-
rida reunecuatro cartas que sirven
de féretros a cuatro siemprevivas
muertas. Cada uno de los sobres
tiene distinta inscripción; en todos figura el mis-
mo apellido, como en los panteones de familia;
el papel amarillea, como mármol olvidado.
Fechadas en octubre de 1831, las cuatro se
refieren a una partida de campo sin citar el sitio
donde se realizó. Sólo dicen a ese respecto, que
en la quinta había muchas siemprevivas y que la
reunión campestre estuvo animadísima.
Roberto escribe a Leonora, ésta a Luis; Luis a
Carmen, que a su vez se dirige a Roberto. Una
cadena epistolar formada con eslabones de amor,
odio, celos y súplicas. Son cuatro cartas de nin-
gún valor literario, escritas a punta de nervios,
desesperadamente.
Debió ser en un soleado día de aquella prima-
vera, en una quinta de los alrededores de aquel
Buenos Aires. Celebrábase una fiesta familiar,
sobre el césped, al aire libre, en el sitio donde los
bisabuelos labraron la futura riqueza de sus des-
cendientes.
Bajo los árboles, las damas y las niñas se sen-
taron a disfrutar la frescura. Fué un montón
clarísimo y brillante de polleras, de aquellas po-
lleras-miriñaques que por su volumen y hechura
parecían construidas para guardar
una clueca y su pollada. Entre el
amontonamiento femenil, veíanse las
notas oscuras de los trajes mascu-
linos coronados por aquellas galeras
que se dirían construidas con el fin
de transportar viajeros. Y fué un
tumulto de voces argentinas, grititos
agudos y risas gozosas, acompaña-
das por el recio murmullo varonil.
Un sabroso humo comenzó a in-
ciensar la reunión. Era el aromático
espíritu del asado con cuero, que un
Brillant-Savarin pampeano prepa-
raba.
Sobre el pastito tendieron las sir-
vientas manteles de candido damas-
co y vajilla y fiambres. Allí se tras-
ladó con algazara la concurrencia, los novios y
los viejos lentamente, los jóvenes y los enamo-
rados en súbita corrida.
Fué un banquete inesperado donde la falta re-
lativa de comodidades se suplió con derroches de
alegría, donde el asado y el champaña trabaron
conocimiento.
A la hora de levantarse, ¡qué terrible peso ofre-
cían las livianas polleras y qué galantes fueron
las palabras de los muchachos!
Estaban muy lejos de los saraos y teatros; po-
dían huir inocentemente de aquel mundo rígido
que todo lo traduce en fórmulas sociales.
Jugóse a las prendas, a la rueda. Un día de
retorno a la niñez, un día revolucionario durante
el cual la juventud hizo locuras ingenuas. Así, el
sol, siempre el mismo, siempre natural y cálido,
subleva la sangre, la precipita en un ritmo loco.
¡Amores, amores, amores de las partidas cam-
pestres, remozad el alma de los niños viejos!
Según atestiguan las cartas muertas, Carmen.
Leonora, Roberto y Luis llevaron sus angustias
a la partida de campo. Roberto amaba a su prima
Leonora que admitía las pretensiones de Luis, el
ideal de Carmen. Una historia de pasiones equi-
vocadas, una sencilla aventura, cariños encontra-
dos que se disputan la primacía, la pertenencia,
el imperioso monopolio del amor. . . Cosas trivia-
les y tristes.
Ninguno de los cuatro disfrutó los placeres de
la jira. Espiándose mutuamente, de la misma ma-
nera que ellos lo habían visto hacer en los roman-
ces y en los dramas, los cuatro perdieron el día.
Y a la mañana siguiente, cuatro epístolas dolo-
rosas se cruzaron en el camino, cuatro epístolas
sin respuesta que ahora yacen unidas por una
doble cruz.
¿Cuál fué el desenlace de aquella aventura don-
de cuatro seres sólo recogieron siemprevivas y
dolores? La unión de las cartas, ¿dice que sus
autores desaparecieron en un drama mismo y
Terrible?
Ya por aquellos tiempos iniciábase en la metró-
poli la manía de dar misteriosas proporciones a
las muertes. De este modo, todo
personaje desaparecido no fallecía
natural y tranquilamente; rumores
de suicidio o de homicidio corren
desde entonces en derredor de la me-
moria de los muertos.
Indudablemente, la historia amo-
rosa de los cuatro Osorno, — sea
este el apellido que oculte su apelli-
do ilustre. — produjo lúgubres y mis-
teriosos comentarios. Tal vez la unión
de las cuatro cartas sea un capricho
de cualquier persona romántica se-
dienta de aventuras. Yo hubiera en-
contrado singular placer en unir con
el vínculo de una doble cruz de rosa
descolorida aquellos cuatro testimo-
nios de amores rivales.
— T^LJ'syríS
ESPAfsO
Ante todo es un via-
jero infatigable. Ingla-
terra. Holanda, Sud
América, los Estados
Unidos... OrtizEcha-
güe lleva dentro la in-
quietud espiritual de
los artistas que luchan
por descubrir el alma
de las cosas. Su ex-
tensa labor, sobria y
llena de vida, se ofre-
ce a nuestra curiosi-
dad con todo el inte-
rés de lo juvenil y
atrayente, pero al
mismo tiempo satu-
rada de una sutil y
elegante melancolía.
A veces el artista
parece sentir también
la necesidad de supe-
rarse a sí mismo. Y
tal vez por esa misma
inquietud espiritual
que adivinamos en
cada uno de sus retra-
tos y figuras, nos inte-
resa la obra de este
joven pintor, cuya
exposición representa
entre nosotros una
muy estimable y alta
manifestación de be-
lleza.
Ortiz Eohagüe na-
ció bajo el cielo diá-
fano de Castilla, en
una de esas ciudades
donde cada hombre es
una voluntad y cada
"1:2 >=s.—
piedra un símbolo. Y, sin embargo.
en su pintura sobria y luminosa,
apenas si encontramos alguna vaga
huella que nos haga pensar en la
aspereza castellana. Nada de lla-
nuras pardas y solitarias: nada de
paisajes desolados, ni ásperos ce-
rros, ni ciudades amarillas y grises.
Su temperamento huye de estas
sensaciones fuertes y cruentas, en
que la tierra parece inmovilizada
por una tragedia antigua y palpi-
tante. El joven pintor español,
cuyo paralelo artístico habría de
buscarse en la moderna escuela le-
vantina, gusta sobremanera de la
luz amplia y de la transparente dia-
fanidad que hallamos, por ejem-
plo, en SoroUa.
Echagüe se formó lejos de su pa-
tria. A los catorce años ingresaba
•como alumno en la academia Julián
de París, donde se le recibió con
manifiesta ostilidad por parte de
sus compañeros de tareas; pero al
fin lograba imponerse revelando
sus excepcionales condiciones artís-
ticas bajo la dirección de Jean Paúl
Laurens y Benjamín Constand, dos
grandes maestros de la pintura
francesa contemporárea.
Discípulo más tarde de León
Bonnat, en la Ecole des BeauK-Arís,
salió de ella en 1902 para regresar
a su patria, presentándose por
primera vez en la exposición del
Círculo de Bellas Artes de Madrid,
donde obtuvo un premio de esti-
mulo. En esta exposición fué
acogido con mucho entusiasmo por
la crítica, que lo señaló entre los
pintores jóvenes mejor represen-
tados y de más amplia orienta-
ción y talento. Pocos meses después
ganaba el premio de Roma y partía
para la Ciudad Eterna, disponién-
dose a perfeccionar su arte en la
Academia del Janículo.
Hasta entonces, las bases del
concurso para estudiar en Italia,
establecían el paisaje o el cuadro
de composición histórica, nombre
terrible este último, que hacía com-
poner grandes lienzos de composi-
ción amanerada, los cuales, salvo
honrosas y determinadas excepcio-
nes, fueron de un funesto y triste
resultado.
Ortiz Echagüe prefirió romper
esta costumbre, marchando a Cer-
deña para pintar su cuadro de en-
vío, que fué premiado en la exposi-
ción internacional de Munich con
medalla de oro. El cuadro tiene ri-
queza de color, habiendo en él cier-
ta influencia recibida de los pinto-
res flamencos, y sobre todo del fa-
moso Van der Helst, que, como es
sabido, estaba influenciado a su
vez por los maestros españoles de
aquella época.
Dice Echagüe que el artista que
consiga hacer una figura de tama-
ño natural, como el Esopo de Ve-
lázquez, reunirá, a su juicio, las
máximas cualidades de un pintor.
Tales palabras, pueden considerarse
como la síntesis de sus aspiraciones
artísticas.
VÍCTOR Andrés.
MOSTRANDO UM ÁLBUM CON LA REPRODUCCIÓN DE SUS OBRAS.
^UJER
DALUZA
OLEO DE
ANTONIO
ORTIZ ECHAGÜE.
PLVS •
. VLTRA
•l'X2>^—
^ L pasado no siempre ha muerto.
A veces sobrevive su espíritu
^ y se continúa en realidades que
parecsn una evocación de los
días idos. Un ramo de flores primave-
rales son estas lindas muchachas ar-
gentinas, que esconden en el misterio
de sus ojos las ternuras y adivinacio-
nes espirituales de la raza.
Pero no van solas por la vida. Las
acompaña el pasado, sobreviviendo en
ellas, que descienden de las damas pa-
tricias, aquellas que vieron levantarse
un nuevo sol mientras sus corazones se
iluminaban con la dulce promesa ds
los destinos de América.
El nombre de la abuela y el de la
nieta ciñen una misma corona de rosas
bajo el techo familiar; la sombra de la
Jj XcAjkíCj XcijkoX XxsXvsiXcXjuie}.
SEÑORITA VALENTINA CAENZ-V ALI E NTF-
AGUIRRE, SEGUNDA NIETA DE LA DAMA
PATRICIA JUANA PUEYRREDÓN, ESPOSA
DE DON ANSELMO 5ÁENZ-VALIENTE, PRO-
GENITOR DE ESTE APELLIDO EN BUENOS
AIRES.
abuela proyecta sobre la nieta el
ideal de la nacionalidad, como un
severo manto negro. No obstante,
la niña de hoy renuncia al cere-
monioso tiempo de las abuelas,
para vivir la vida inquieta, pene-
trante, audaz, moderna...
En Palermo se ven estas rosas
de juventud, que al ir al bosque
y recibir el aliento de los árboles
olvidan las tristezas del sentimiento
femenino que pesó sobre la exis-
tencia de las abuelas y del que se
han libertado ellas en un siglo,
puente de oro que enlaza los orí-
genes de la vida argentina con
nuestro modo de sentir.
Dos generaciones han transfor-
mado la silueta de la mujer argen-
tina haciéndola más universal, más
interesante, más amable. Pero la
belleza de las niñas que hoy ador-
na los floridos salones, conserva
algo de aquel aire señorial, melan-
cólico de las damas que formaron el
patriciado argentino.
Lo antiguo y lo moderno, aquella
obsesión de Rubén Darío, aquel soñar
suyo con la fusión íntima del pasado y
del presente, lo vemos realizado en estas
figuras delicadas, sutiles, que nos son-
ríen encantándonos con su secreto ta-
lismán de mujer.
El alma argentina tiene una profun-
didad extraordinaria; está escondida en
las miradas inquietantes y enigmáticas
de sus mujeres, frivolas y serenas, rosas
de fuego en un jardín de amor.
Hemos pretendido buscar de esta ma-
nera el nexo entre lo histórico y tradi-
cional, presentado por el recuerdo de
las ilustres damas que fueron orgullo
de la sociedad argentina, y lo actual
SEÑORITA AGUSTINA PICO ESTRADA, SEGUNDA
NIETA DE LA DAMA PATRICIA BENITA N».ZARRE,
ESPOSA DE DON BENITO FICO Y VALDI.
SEÑORITA MERCEDES DE ALVEAR, SEGUNDA NIETA
DE LA DAMA PATRICIA MERCEDES SÁENZ DE
OUINTANILLA, ESPOSA DEL GENERAL DON CARLOS
PE ALVEAR Y BALBASTRO PONCE DE LEÓN,
PROCER DE LA INDEPENDENCIA.
SEÑORITA MARÍA LUISA COSTANZO BLA-
OUIER, SEGUNDA NIETA DE LA DAMA PA-
TRICIA AGUSTINA DE LASALA, ESPOSA DE
DON RAMÓN DE OROM ¡ Y MARTILLER,
CABALLERO DE LA ORDEN DE CARLOS III.
simbolizado en esas niñas represen-
tativas de la alta sociedad porte-
ña, luminosas en su moderna edu-
cación, que, sin atenuar la sensibi-
lidad y maneras de la estirpe, hace
de la mujer un valor independiente
y capaz de afrontar la vida con
la misma energía moral que el
hombre.
Nada pierde la feminidad con
esta decisión e independencia de
espíritu, característica de las mu-
chachas contemporáneas.
Precisamente los críticos actua-
les señalan la agudización de la
sensibilidad en la mujer y en el
hombre de nuestros días, como se
comprueba en la maravillosa lite-
ratura que llevó la disección de los
más recónditos pliegues de la psl-
quis contemporánea a la más ex-
traordinaria sutilidad.
Las americanas han dado una
norma a las mujeres de la vieja
Europa. Esa norma es la tranque-
— V=>LS^'-^ ^'
13 >X—
StílORtTK ADELA SÁNCHEZ TERRERO, SE-
CUNDA NIETA DE LA DAMA PATRICIA BER-
MASDIHA CMAVARRÍA.E5POSA DEL GENERAL
PItÓCER DE LA INDEPENDENCIA, DON ;UAN
J03É VIAMONTE.
campo. Ved en este lindo ramo de flores de
juventud, el calor y el influjo de los astros
que presiden la primavera en su gran movi-
miento nocturno. Talismanes del alma feme-
nina anudados con cadenas de rosas al cuello
de cisne de las doncellas, cuando llenas de
albor parecen hijas de la luna.
iAh! Divinos rostros que alegráis esta pá-
gina evocando encantadores cuadros del siglo
XVIII. Pupilas ya inmortalizadas en antiguas
pinturas y que podemos contemplar en vos-
otras, viviendo otra vez.
La aristocracia es sólo un perfume, un
matiz que diferencia una mujer de otra mu-
jer, como se diferencia una rosa de otra rosa.
La más rara, la más fina, cuidada por el
más hábil jardinero, es la rosa de aristocra-
cia, distinta de las otras rosas del jardín.
Vosotras tenéis ese perfume; sois las rosas
que ganaron nuestro corazón cuando con-
templábamos una infinita variedad de flores
bajo los árboles dorados, junto a una fuente
blanca. Entre todas las flores que recibían
la misma luz del sol de la tarde, vosotras
fuisteis las reinas que recibían el homenaje
ffe
m
SEÑORITA'MARÍA EUGENIA' LÓPEZ GOWLAND,
TERCERA NlEfA DE LA DAMA PATRICIA LUI-
SA RIERA MERLO, ESPOSA DE DON VICENTE
LÓPEZ Y PLANES, AUTOR DEL HIMNO NA-
CIONAL ARGENTINO.
za. la'resolución. el enigma que no
parece enigma, porque se esconde
detrás de unos labios aparente-
mente serenos, y de unos ojos llenos
de luz. que velan la sutilidad del
pensamiento.
Ese enigma encantador de la
mujer argentina, ha triunfado en
París, Madrid, Londres y Roma.
Hay una estrella que rige los
destinos de cada mujer; guía su fe-
licidad y se nubla cuando el dolor
brota en la tierra, como una hierba
surgida espontáneamente en el
de los poetas, de las mariposas y
de la brisa suave.
Vosotras continuáis nombres
arraigados por el tiempo en el suelo
argentino, los mismos nombres que
llevaron mujeres acostumbradas a
tener en Indias el fausto de la
Corte española, a ocultar el rostro
tras abanicos primorosos, a rezar
en miniados y pequeños devocio-
narios, a sentir el amor a través
de la leyenda romancesca y a es-
parcir en las misteriosas penum-
bras del hogar un poco de sándalo.
SCAORITA SUSANA LABOUCLE, TERCERA NIETA
DE LA DAMA PATRICIA EUGENIA DE ESCALADA
Y SALCEDO. CUAaDA DEL GENERAL LIBERTADOR
JOSÉ DE SAN MARTÍN Y ESPOSA DE DON JOSÉ DE
MARÍA, MIEMBRO DEL TRIBUNAL DEL CONSULADO.
SEÑORITA JOSEFINA DF RIGLOS AlZAGA, TERCER».
NIETA DE LA DAMA PATRICIA MERCEDES DE
LAEALA Y FERNÁNDEZ DE LARPAZÁBAL, ESPOSA
DEL CABALLERO DE SANTIAGO, DON MIGUEL DE
RIGLOS Y SAN MARTÍN.
SEÑORITA ANA DE LEZICA, TERCERA NIETA
DE LA DAMA PATRICIA MARÍA SÁNCHEZ DE
VELASCO, ESPOSA DE DON MARTÍN THOMP-
SON, CORONEL DE LA INDEPENDENCIA.
>>=^ —
La niianaeía
Olegario K/larianiio
TCV.
• Ditiuio de y\.licm
rJ'O'
I
Linda Hilandera que hilas todo el día,
hila, mas nunca dejes de cantar.
De esos tus ojos claros, la alegría
va a huir, según empiezo a sospechar. . .
Hay en tu voz que es monocorde y fría
un algo misterioso y singular.
Tu alma que sólo a ti pertenecía,
no es tuya y tras la de otro ha de vagar.
A la luz de la luna, hoy percibí
que, entre un rumor de espuelas relucientes,
pasaba un caballero por aquí . . .
¡Ay, Hilandera, si llegaste a amar,
cuántas penas tus dedos transparentes
y cuántas amarguras han de hilar!
II
Dos años han pasado. La Hilandera
hila. . . Y en vano trata de cantar.
Canta la llama del hogar y fuera
danzan las hojas secas, sin cesar.
— ¿A dónde vas, almita forastera,
sin rumbo, en noche obscura y al azar?
— Voy al encuentro de otro que me quiera;
el que me quiso huyó y no ha de tornar.
Espera un poco, que me voy también,
en espera de días más serenos.
Y ante el recuerdo del perdido bien
la Hilandera infeliz tornó a cantar:
Todo me falta en este invierno, menos
lana en el huso y penas que llorar.
III
— Yo bien te aconsejaba, pobre amiga,
que no amases. . . En fin. . . ¿para qué hablar?
Fué tan triste tu amor cual la cantiga
que no gustabas mucho de cantar.
Hoy que, triste, pretendes evocar
otros tiempos, consiente que te diga:
Pensé en ti día y noche, sin cesar,
y fuiste mi descanso y mi fatiga.
Porque no sé si debo o no decir
que te amo, Marta, y te amo de manera
que sin ti no podría ya vivir.
El sólo hombre que, fiel, te va a adorar
soy yo, pastor de ovejas... La Hilandera
tuvo una pobre choza por hogar.
IV
Mas, a veces, hilando ve asomar
una pluma que avanza o retrocede,
pluma de Caballero, a no dudar.
Y cuando esto sucede
la Hilandera, en continuo hilar, hilar,
baja la frente y pónese a llorar...
TRADUCCIÓN DEL PORTUGUÉS.
— i:3X_;vx:S
mi;\/oc/\c\on
Por mucho que los soldados estrechen las filas, por muy juntas
que estén las espuelas de las espuelas. h;iy sitio para los caballeros
fantasmas. Son los espíritus de los hombres que en el combate
abandonaron su musculosa vestidura; son los caídos gloriosa-
mente, los que hacen un regimiento de cada escuadrón. Forman
entre los jinetes para llenar los huecos, para estrechar el contac-
to, para hacer un bloque duro como una roca andina.
Nadie los ve; todos los patriotas los presienten. Son como
nub«s de gloria, como una niebla de heroísmo que envuelve al
regimiento. Marchan bajo la bandera, al son de los clarines, comu-
nicando la inmortalidad, el valor y el sacrificio. Allí están pre-
sentes, reunidos, del mismo modo que en una carga suprema se
juntan los soldados dispersos para conquistar la indecisa victoria.
A la cabeza, frente al peligro, van los fantasmas de los gauchos.
Son los espíritus de aquellos espíritus, almas de almas, que se
infiltran en el cuerpo de todos los sold.idos. San Martín. El de
los Granaderos. Güemes. El de los Gauchos, ordenan todavía el
triunfo de la Patria. Entre las lanzas, se adivinan los lanzones
gauchescos, entre los sables aquellas dagas nobles y mortíferas
como espadas de Toledo. Desfilan al son de los vítores popula-
res, en homenaje a la Patria, bajo el sol de Mayo.
Por mucho que los jinetes estrechen las filas, por muy juntas
que estén las espuelas, por muy apiñados que se hallen los corazo-
nes, habrá siempre espacio para los innúmeros caballeros fantasmas.
OOUACHC DE ZAVATTARO.
>y^—
— I3>i_;v.':s "v. 'I ,~ri::> .-^ —
L A
M U J
R
L I M
N A
SEÑORITA CONSUELO LA HOÍ.
SEÑORITA LUZ JAVRÍN.
SÍHOrtilA CLAKA SORIA.
En las mañanas luminosas de verano o grises de invierno,
requerida por las innumerables iglesias de la ciudad de los virre-
yes, la limeña, ataviada con la clásica mantilla española de sutiles
encajes, evoca el recuerdo de pasados tiempos, de los que no queda
sino el misticismo de estas mujeres cuyos ojos fulguran en la obs-
curidad de los templos coloniales.
A mediodía, o cuando el centelleo de las infinitas bombillas
eléctricas proyecta torrentes de luz en las calles, en los barrios
comerciales, la aglomeración y el tráfico crecen intensamente,
debido exclusivamente a las mujeres: porque es la hora propicia
para el paseo, la compra y la visita a los escaparates.
La calle que arranca de la Plaza Mayor y concluye en la de
San Martin, a la que alli denominan «Girón de la Unión», es la más
concurrida, y por ella van y vienen las limeñas: vaporosas, ágiles,
rítmicas, repartiendo sonrisas a la multitud apiñada en las aceras.
El espíritu de estas mujeres está en relación con los encantos
naturales. La limeña posee inteligencia y perspicacia; gusta de
saborear los goces supremos del arte y ha formado sociedades con
miras positivistas para su complemento cultural.
Es demás hablar de las simpatías profundas que las limeñas
en particular, y todas las peruanas en general, profesan sincera-
mente por la Argentina y ponderan los encantos de nuestras por-
teñas, que son el alma de Buenos Aires.
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E. M.k.
\m\ —
NUEVA YORK DE NOCHE
I
Parece esta fotografía una ilustración de cualquier fantástica
novela que nos transporte al reino de lo inverosímil. En la torre
central, contando únicamente las ventanas iluminadas, se distinguen
treinta pisos. En derredor de la torre, como satélites menores, otras
casas desafían también al cielo en un milagro de la estática.
Así, recostándose sobre la obscura bóveda, los rascacielos sirven
de montura a collares de refulgentes diamantes como en la vidriera
de una colosal joyería.
Podrá opinarse que el rascacielos no es un prodigio de estética;
podrá abominarse del loco tráfago, de los ruidos neurasténicos de la
gran ciudad, pero nadie puede decir que Nueva York, vista desde
una altura en la calma negra de la noche, no es admirable, portentosa.
Así brilla la enorme ciudad todas las noches en que las nieblas
del río no la envuelven en un espeso manto. Para los habitantes de
otras villas, donde las luces no se apiñan y se enfilan como en los
rascacielos neoyorquinos, este espectáculo resulta de una emoción
indescriptible. El viajero pasa las horas muertas saboreando tan her-
mosa vista panorámica, viendo el juego de las luces que nacen y mue-
ren sobre las ventanas, y las que corren por las anchas vías.
Poco a poco se van apagando hasta que sólo quedan algunos
millares de luces diseminadas. Son las lámparas de los obreros insom-
nes, de los que velan trabajando incansablemente por la cultura,
por el porvenir.
Cuando un acontecimiento jubiloso agita al mundo, las luces de
la ciudad se refuerzan, Y son haces de resplandores blancos, que sur-
can el cielo como colas y cabelleras de cometas, cohetes y palmas
de cohetes que desde los techos de los rascacielos suben más alto y
estallan en policromo chisporroteo. Entonces, Nueva York adquiere
un aspecto que supera en mil veces a este extraordinario aspecto de
las noches tranquilas.
Hace pocos dias, al recibirse la noticia de que el Atlántico dejaba
de ser un abismo infranqueable para los voladores, Nueva York
poblóse de luces, ardió en una gigantesca fiesta dé la luz, fué un
enorme castillo de pirotecnia.
De este modo, la gran metrópoli celebra con derroches de ilumi-
nación todos los triunfos de esa luz siempre brillante que el espíritu
humano lleva dentro de su cerebro para alumbrar los caminos del
mañana.
1^13 >X-
Los primeros fríos...
suelen ser fatales para los organismos que no están prepa-
rados. Los cambios bruscos de temperatura, las hume-
dades, son causa de pertinaces resfríos que cuando
encuentran terreno apropiado sangre débil dege-
neran fácilmente en reumatismo, bronquitis crónica,
o en traumatismos pulmonares, difíciles ya que no
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na marina del Golfo Nuevo, obtenido ya sea
recorriendo la costa, ya dragando con redes de
fondo de varios modelos.
En la fauna de fondo del Golfo Nuevo preva-
lecen ante todo los esponjiarios; pero abundan
también las ascidías simples y compuestas, las
colonias de hidrozoarios y las actinias, de las
que hay algunas especies notables por sus colo-
res sumamente delicados. Abundan también 1 )s
polielados y los anélidos, tanto los sedentarios
como los errantes, distinguiéTdose entre estos
últimos, por su forma y su tamaño, la Aphrodite
aculeata. También los crustáceos, los equinoder-
mos y los moluscos están representados por una
cantidad de especies interesantes. La riqueza de
peces del Golfo Nuevo es bien conocida; abunda
ante todo el pejerrey, para cuya explotación in-
dustrial fué fundada en Madryn, hace algunos
años, una fábrica de conservas, cuyos productos
pueden com.petír por zu calidad ventajosamente
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«Desde lo alto de estas pirámides cuarenta siglos os contemplan». —
aseguró Bonaparte a sus soldados, para hacerles concebir grandiosa
idea de la hazaña realizada por los destructores de la Bastilla con-
vertidos en conquistadores. Hay muy pocos seres y cosas en Egipto
que no nos miran desde cuarenta y más siglos de distancia.
Ya en los tiempos de la primera dinastía, aguateros o aguadores
como éste llenaban sus odres de cabra en el Nilo o en los raros pozos
de aquella tierra sedienta que limita con el desierto. Muchísimos de
ellos se encargaron de apaciguar la sed de los esclavos constructores
de las pirámides, templos y palacios. Corrían entre las filas llevando
el agua consoladora que apagaba una ansia orgánica de los albañiles,
canteros y otros forzados creadores de las Bastillas espirituales.
Y eran recibidos como una bendición del cielo, como una generosidad
del rey; y, sin embargo, eran parte de una maldición fatal.
También durante los dias triunfales, cuando el faraón o sus vic-
toriosos generales volvían seguidos de prisioneros amarrados codo
con codo, los aguadores circulaban entre la muchedumbre vocinglera
y apiñada distribuyendo el líquido que templa los ardores del sol
africano y refresca gargantas enronquecidas por los vítores. En las
fiestas religiosas, el aguador corría de acá para allá aplacando la sed
mejor que los sacerdotes de Osiris, Apis y otros ídolos.
Ahora aguateros y aguadores egipcios rezan en árabe oraciones
que Mahoma les impuso en nombre de Alá y merced a la espada.
Los peregrinos y los paseantes, las muchedumbres jubilosas o tristes
de «fellahs» egipcios encuentran en los odres de cabra el líquido sose-
gador de siervos. Aunque la esclavitud se haya suavizado bastante,
siempre precisarán los siervos agua, mucha agua; su sed es infinita.
Ahora, en el dialecto arábigo que el actual egipcio usa, el agua se
llama «mayya». Pronunciase guturalmente, como en un esfuerzo de
la garganta seca, y parece una súplica de condenado. El «sagga»,
aguatero, llena su odre en las afueras, y se convierte en «himali», agua-
dor, comerciante de agua, al entrar en las ciudades, o vende el odre
a un «himali». Mediante un pedacito de cobre roñoso que ni casi
tiene la forma de una moneda, el «himali» vende su grata mercadería
a los pobres, como en los tiempos del glorioso Egipto faraónico.
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CLe/ARD
CARLIZO
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DE
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I
UÉ en Chañarmuyo, en el
solar de mis ascendientes.
— ¿Chañarmuyo? — pre-
guntará el lector.
— Tal es el nombre, lector
amigo: un pueblecito blanco y
pequeñin dormido en e! rega-
zo de una vega serrana, a cu-
bierto del zonda y la ventisca, y arrullado por la
pastoral de un río de leyenda. Ahí está donde lo
plantara España; con sus higueras malagueñas, y
sus naranjos de Sevilla: sus batanes y lagares cas-
tizos: y entre las viñas, a la sombra de muros en-
calados, el alma elemental — austera y riente — de la
Madre Patria. Ese río canta serenatas en los días
calmos y azules, y brama como un toro semental
en días de creciente, cuando ha llovido mucho
en las quiebras y cañadones de la montaña.
De noche esplende el cielo innumerable. Las
constelaciones que en la astrología de los pueblos
se llaman El Zuri (avestruz). La Paloma, El
Crucero, el Rosario y la Campana se destacan con
limpieza única. Y calla el viento: y callan los ga-
ñanes y huertanos sus decires y ovillejos: y tan
sólo las acequias, llenas de agua, en su lento
discurrir repiten no sé qué romance de viejo.,.
Es entonces que en los patios — si es verano —
o en torno a los hogares encendidos, si es invierno,
que las ancianas refieren a los mozos y mozas de
ogaño las malandanzas del diablo, y las hazañas
de héroes olvidados, de cuyo choque o conjunción,
y después de cruentos azares, durante la monto-
nera, la tiranía y la organización nacional, surgió
nuestro federalismo.
II
Cuando llega la primavera y empieza el deshielo,
y las cumbres, antes cubiertas de nieve van tor-
nándose azules, óyese en las cimas de la montaña
un murmullo coral, de acordes extraños, como si
arriba cantaran al ritmo de cítaras y tamboriles.
Basta un soplo de brisa para que las armonías
bajen al valle y se difundan.
Siendo niño, ya sentí esa música: la piedra te-
nía un idioma, el cerro paterno una canción. Fui
adolescente, y en vacaciones, al regresar de una
ciudad lejana, oí la música de siempre. Llegué a
hombre; el amor y el dolor — buenos hermanos —
me dieron a beber el vino del bien y del mal.
Partí sin rumbo fijo: ambulé; y un día. desde el
Buenos Aires trepidante y enorme, volví al pue-
blo blanco y pequeñito, donde quedara mi infan-
cia jugando con guijarros y margaritas. jSiempre
escuché la rapsodia que modelan las cumbres!
Era necesario encontrar la razón del fenómeno
acústico y la encontré. El viento cordillerano, al
cruzar los altos mogotes, desciende un tanto, se
filtra por las escotaduras de los cerros menores
y al rozar las estrías que forma la nieve, produce
la ficción maravillosa de una melodía humana.
El monte sonoro, el deshielo, la fuerza del aire y
la dirección del viento, he ahí la razón del milagro.
Mas, guardé en mis adentros la verdad y escuché
con respeto la conseja de los ancianos.
— ¡Ooo. . .!, ya está cantando el cerro; me han
dicho.
— ¿El cerro? Linda canción, viejo.
— Es un encanto... Diz que en las cumbres
hay un tesoro y un genio que lo cuida. Sólo espera
que un hombre de buen discurso, valiente y sin
pecado mortal llegue a la cima para entregárselo.
— ¿Sí?
— Sí, pues: desde muy cuanta suenan las voces.
— Y ¿por qué ninguno se atreve? — he pregun-
tado.
— ¡Bah!... muchos han pretendido trepar la
sierra. Pero a medida que subían, la música se
iba, se iba; y soplaba el viento, la nevasca; y el
hombre perdía el tino y la senda; y tenía que bajar
derrotado.
— ¿Nadie ha repetido la empresa?
— Año a año no faltan quienes vayan a buscar-
lo; y todos oímos la voz que nos llama pa arriba;
y sabemos que día llegará que uno de nosotros
encontrará el tapao (tesoro).
No he querido contrariar la creencia de los an-
cianos y de los mozos. ¿Para qué destrozar la ma-
riposa de alas verdes que todas las primaveras
baja de las cumbres, vuela sobre los olivares y
viñedos, y deja en las almas su matiz de esperanza?
Ellos, los espíritus castos y primitivos, lo oreen y
dejémosles con su ilusión. Yo a mi vez, aquí en
la ciudad ruda y enorme sigo creyendo en la mú-
sica que llama hacia lo alto a ese pueblecito dor-
mido en la hondura del valle.
— ¡Oh artistas!, hermanos en el dolor y en el
amor de la belleza: aquella música es un símbolo.
¿No la habéis oído también, en las horas de inquie-
tud y concepción, arriba, en las cimas del arte y
de la vida, donde la gloria toca su melopea de
eternidad? Si ponéis sinceridad y emoción heroi-
ca en vuestra obra; si trabajáis con optimismo,
estoy seguro que habréis oído la voz que invita a
escalar las cumbres de la belleza. Aquí también,
como en el monte de Chañarmuyo, hay un tesoro
escondido.
VN/V RELICUI/v DEL c/'IGLO
IGLEJIA
COLEGIO
DE
ALTA
GRACIA
MTRE las construcciones del tiempo de
9Í\ "-^^j '^ Colonia que se conservan actualmen-
y) /gira ce en la provincia de Córdoba, figura,
'-^''"-^^ '::omo una de las más importantes, el
lecular Colegio e Iglesia de Alta Gracia.
Llegado a este lugar de aquella pro-
vincia, y siguiendo por el camino que va hacia el
poblado, se presenta a nuestra izquierda una masa
arquitectónica de interesantes líneas, de formas va-
riadas, y características en las construcciones de esa
época Colonial; y a nuestra derecha el antiguo taja-
mar, que con el ya destruido molino, ambos contem-
poráneos de la mencionada construcción, fueron en
su tiempo, elementos indispensables para el progreso
de aquella rica y hoy extinguida colonia. El con-
junto del vetusto edificio, cuya primitiva fábrica
data del siglo xvii, es un exponente de la prosperi-
dad jesuítica en aquel período; e impone a quien lo
visita — a pesar de su franciscana pobreza — por
el severo aspecto de su mole de ladrillo y canto que
el tiempo en su trabajo de siglos ha dejado al des-
cubierto, y el cual, al parecer arrepentido de su
acción destructora, con manto verde gris de mus-
gosa pátina va cubriendo en originales y capricho-
sas guirnaldas.
Próximos al pie de sus carcomidos muros, una in-
teresante vista de conjunto nos es dado contemplar.
CLAUSTRO.
— i=»i_:>^-s
adminndo b annonja que ofre-
ce la sencilla composición de ar-
quitectura que aquellos modes-
tos alariies de antaSo nos han
tacado.
Al aaawidef unos cuant(>s es-
ealonaa, nos hallamos ex un e:r,-
pedrado atito. frente al crir-"^!
pórtico de la Iglesia, cuya fecha
de construcción — a pesar de las
insoripctonas esculpidas tí aAo
I6S9, que se hallan colocadas en
él y que podrían hacer creer que
esta foaie la verdadera lecha en
quesee|acutó- esdelafio 1762.
safita testimonio hecho por el
Alguacil Mayor don Nicolás Gui-
lledo, en 1779. que copio literal-
mente y dice; «Hay sobre la por-
tada de este edificio — de Alia
Gracia — dos piedras de sapo
labradas en cada una una piri-
mide. y éstas tienen esculpidas
el aAo de I6S9. las cuales piedras,
se asienta, fueron sacadas de la
otra portada vieja para poner en
asta, que se concluyó e) afio de
17tó...»
Penetramos en la Iglesia y nos
complace ti observar que no ha
pasado aún por ella la mano pro-
fana de quienes pretendiendo
mejorar y enriquecer con malas
entendidas restauraciones estas
reliquias, introducen reformas
que redundan en su perjuicio, y
hioenles perder el interés que
tienen cuando se las observa, tal
cual quedaron después de sus
siglas de existencia.
Conaérvanse aún en su recinto
objetas valiosos de su lejana
grandeza: sus tres hermosos re-
tablos, un pulpito de madera ta-
llada, que nos dice de la habili-
dad de artista que b ejecutó, un
interesante confesonario de sen-
cilla labor y de curiosas lineas:
asi como la puerta de la sacris-
tia, que con un pie de candela-
bro, también de madera, forman
aunque reducido un apreciable
conjunto artístico.
Traspuesta la puerta que une
la Igloia con la sacrisiii. nos
hallamos en ista. que es una
sala blanca abovedada, y con es-
caso moblaje, que comunicinda
con otra más amplia une a su
vez. por medio de una pequeña
escalera, la Iglesia con las de-
pendencias del antiguo Colegio,
que hoy sirve de vivienda a
los actuales poseedores de tan
locados perpendicularmente a
éstos, tienen su vista al exte-
rior desde un mirador formado
por tres arcos de medio punto
y al que, mediante una angos-
ta y empinada escalera de pie-
dra, se puede llegar desde el
camino que separa el edificio
del tajamar y represa ya men-
cionados anteriormente; dando
al interior estos aposentos so-
bre el claustro paralelo al pa-
redón de la Iglesia.
Esto es lo que queda, de lo
que fué en lejanos tiempos un
centro importante de laboriosa
actividad.
La somera descripción traza-
da, y aun la simple visita de
esta antigua construcción, no
basta ni con mucho para com-
prender la enorme energía des-
plegada por quienes la ejecu-
taron.
Es menester, con la imagina-
ción, retroceder varios siglos y
ubicarse en aquel medio am-
biente, para reconocer la ím-
proba labor que representa el
alzar una construcción de la
índole de la de Alta Gracia que,
a pesar de su modesta sencillez,
tiene, a más del histórico, un
importante y real valor cons-
tructivo y artístico, que pres-
ta grandioso relieve al monu-
mento.
Ese medio ambiente en que
se habían propuesto levantar
sus construcciones los pobla-
dores primitivos de Córdoba,
les era completamente adver-
so, no sólo por la carencia de
materiales, sino también por
la falte de elementos en úti-
les y personal tónico, práctico
para elaborar los escasos de
que disponían y hacer una
aplicación ventajosa de todos
ellos.
Al ponernos en este lugar, no
podemos menos de reconocer el
tesón y energía de los que em-
prendieron semejante obra, cuya
demostración nos es permitido
admirar en las construcciones
que aún la utilitaria, la vandá-
lica piqueta demoledora no se ha
atrevido a destruir, , .
Y nuestro espíritu sensibiliza-
do por la mística tranquilidad de
esta reliquia, interrógala para
saber de la historia que sus anti-
guos moradores presenciaron.
CÚPULA Y CAMPANARIO VISTOS
DESDE EL PATIO.
preciada y artística reliquia histórica.
Rodean estas habitaciones un gran pa-
tio lamentablemente abandonado; sólo
hay en él alguno que otro árbol raquítico
en reemplazo del corpulento aguaribay
desaparecido, y del cual a manera do mu-
.ñón queda sobresaliendo de tierra un grue-
so trozo de su tronco hachado,
A este patío rectangular, formado des
de sus lados por el paredón de la Iglesia
y la tapia que lo separa del exterior, y
por las arcadas de un claustro aboveda-
do en sus otros dos, se llega de fuera
por un interesante pórtico que queda en-
frente a una escalinata de dos rampas y
que constituye el motivo principal del
patío; esta escalera permite llegar al ci-
tado claustro y a los aposentos que dis-
puestos en ángulo recto dan unos, a un
patio posterior y también sobre el claus-
tro paralelo a la fachada; y los otros, co-
C" j^ Texto "':^ !['■•,
■ fotografías *^"\1
-{ y dibujos
\ de
\. « Lacalle A huso.
ESCALINATA DEL CLAUSTRO,
RETRATO -D-VN'-DEef CONOCIDO .~
PRíOPIEDAD-E)~Don~LOR.EN2.0-PELLE:IIANO
PLVS •
. VITPA
— I3>L,^
X i np^v-x—
Hay momentos de profun-
do abandono, de inexplicable
anhelo en nuestra vida, mo-
mentos solitarios en que sólo
nos son agradables las voces
indefinidas de la naturaleza.
Entonces, vale un mundo la
sonrisa de una flor y se escu-
cha como en la leyenda can-
tar las hierbecitas del campo.
Era una tarde casi otoñal,
las últimas margaritas del
campo, violetas, como un re-
cuerdo perfumaban la hora: y
en aquel camino habitual, la
triste beatitud de la resigna-
ción movía nuestros pasos ol-
vidados.
¿Por qué. la vieja quinta de
las Glicinas, siempre silencio-
sa bajo la hiedra funeraria,
cobraba aquella tarde tan sin-
gular animación? Diriase que
la veía por primera vez. tal
era la juventud que retozaba
en sus piedras ancianas. Do-
raba el sol sus tejas desteñi-
das, sus ventanitas centena-
rias perpetuamente cerradas y
en el viejo aljibe colonial un
silencio infantil parecía mirar
de hito en hito a la muerte.
Circunstancia extraña, la
verja del jardín estaba abierta.
hospitalaria y honda. Cuando
entré en el perfumado desier-
to, sólo un suspiro de flores
delató mi presencia. ¡Qué re-
cinto maravilloso! Era aquel el invernáculo de la
primavera. A pesar del otoño precoz, la multitud
de las flores esmaltaba el jardín, como en un
paisaje del Renacimiento, y en el rincón escondi-
do, donde un amorcillo griego se abrazaba a un
cordero pascual, sonreían entre los laureles, divi-
namente humanos, el Boticelli y el beato An-
gélico.
Por lógica sentimental me recosté sobre el flo-
rido césped, y mi corazón era una página blanca
para la pluma azul de la fantasía.
Fué entonces que con paso de seda vi llegar a
la Dama de otra Edad. ¡Dulce viejecita reclusa!.
nunca olvidaré la ternura triste e insinuante de
tus palabras en aquella tarde otoñal . . . Muchas
de ellas, las más íntimas, quedarán escondidas
pa.-a siempre, como esas flores de muerto que se
guardan en el fondo de terciopelo de los relicarios.
Otras, he de escribirlas, para consuelo de los hom-
bres y regocijo de los románticos. Porque tú. vie-
jecita de otra edad, me enseñaste aquella tarde la
suave, incomparable poesía de las flores. Más que
por libro docto, supe de su inteligencia por tu
discreta plática sentimental.
— ■ No creas en los reinos diversos. — me dijis-
te. — todos son uno en el seno de la naturaleza.
Entre las piedras, plantas, animales y nosotros
mismos, no hay otra distancia que la de un grado
más en el Silencio. Cuanto a las flores, ellas son
las ilusiones palpables de la tierra, su verdadera
carne espiritual, porque la naturaleza, que dicen
insensible, es tan humana como nosotros y sufre
y ama lo nTismo, pero en la inmensidad de su
musical Silencio.
Y volviéndose luego, con los brazos extendidos
como si quisiese con ellos abarcar
todo el jardín, añadió:
— ¡Quién diría, hijo mío, que con
estas flores plantadas por mi mano.
he escrito el profundo poema de mi
vida! Ellas son mi humanidad, mi
decir verdadero, el símbolo perfu-
mado de mi silencio. Para decirlo
de una vez: la representación vivien-
te de mi existencia interior. La úni-
ca que cuenta para algo, en la sa-
grada balanza de los destinos. Por
ellas, mi vida, de la que los hombres
no conocieron más que la vana apariencia, ha
sido milagro en la soledad, perpetua sonrisa del
Señor. En cada frágil tallo, muévese en el viento
una querida ilusión, y por eso, a pesar del tiempo,
reverdecen, año tras año. cada vez más hermosas
mis lejanas primaveras. . . Ven. hijo mío: recorra-
mos juntos el jardín, e iré volviendo para ti las
hojas del escondido libro de mi vivir.
Las palabras de la viejecita. como el leve vapor
de un surtidor versallesco, salpicaban de perlas
sentimentales la tarde de oro. En un tiesto de
porcelana china, un arbusto locuaz nos habló con
sus mil margaritas enamoradas.
— Este arbusto, — dijo la dama, — guarda in-
tacto el secreto de mi infancia, el si. el no. el
mucho, poquito, nada, que hubo de realizarse: pero
yo nunca deshojé la margarita augural del cuento
legendario, y por eso conservo todavía, como este
arbusto empedernido, las mil corolas de la in-
fancia. Mas henos aquí, en la avenida de mis ro-
sas, de mis múltiples rosas pasionarias: ellas re-
presentan en su clásica belleza todo el eterno
drama de mi carne virginal. La rebeldía de lo
efímero, el encanto perverso de lo fugitivo: ¡Rosa
blanca!, primera palidez, del primer estremeci-
miento sensual. . . ¡Rosa té!, fiebre de mis noches
alucinadas y solitarias... Rosa rosa, rubor del
primer beso que pasó sin posarse. . . Rosa punzó,
la herida cama! que se abre en el corazón y cuya
sangre no dejará de correr nunca jamás... bien
lo dijo el poeta:
Oh.' rose, fkur ¡iipocryti-J
fleur du silence! . . .
Una agilidad imprevista
prestaba su ritmo juvenil al
andar de la dama, cuyos afi-
lados dedos de marfil como
subrayando sus palabras, aca-
riciaban levemente las gráciles
corolas, abrumadas de sueño.
Y el perfume de las rosas era
intenso como un quejido...
Bordeando un breve y mo-
desto sendero, unas violetas
de Francia disimulábanse en-
tre la hierba.
— Son mis ilusiones coti-
dianas, — decía la voz hospi-
talaria, — las pequeñas y fie-
les alegrías que decoran cada
momento de la vida. Su per-
fume inimitable es el que co-
rresponde al intimo pañuelo
de todos los instantes, siem-
pre sumiso al alcance de la
mano. He aquí, también, en
este lugar tranquilo, la inge-
nua afirmación del alhelí,
música infantil, ritmo blan-
co, que siempre me recuerda
un verso querido.
Canción allégale a mí
dulce como la paloma,
envuelta en ingenuo aroma
de alhelí . . .
Y la canción evocada, voló
un momento por la tarde co-
mo un pájaro sorprendido.
— Veamos ahora: el nardo,
— dijo la dama. — el bastón del apóstol que lle-
va en la mano mi Sueño de dulzura universal.
Es el dedo de la virtud heroica y sin tacha, que
señala un lejano horizonte más allá de la vida.
Y allí, ¡mira poeta!, tú que sabes ver, mira co-
mo baja, desde aquel techo chinesco, la mara-
villosa cascada de las campanillas azules. ¿No
comprendes su divina fugacidad? Ellas te dirán
mis ideas inexprimidas. mis sueños imposibles,
la inaccesible belleza del anhelo fugitivo, que
vive sólo un momento bajo el cielo azul... Y
esta matita de resedá, pequeña y triste, que bro-
ta a sus pies, es la matita de la resignación, la
buena consejera que cierra cuidadosa las puer-
tas de tu casa, para que no entre por ellas, ha-
ciendo estragos, la locura vagabunda.
La tarde agonizaba como una mariposa gigan-
tesca, sobre el cristal de la ventanita elegida, y
todas las flores desaparecían en el regazo de la
noche. Un pequeño invernáculo nos interceptó el
camino. Adivinando un misterio más hondo, pre-
gunté:
- Dulce señora, ¿qué preciosa flor es la que
recelan estos vidrios opacos?
— Esa — respondió la dama de antaño — es la
única que no debía mostrarte: pero, qué importa,
lo haré; algo me dice que tú eres digno de mi se-
creto.
La mano blanca empujó la puertecita empina-
da que se abrió en un silencio religioso. Sobre
un pedestal de basalto negro, en un vaso ve-
neciano color de laguna, una fantástica flor de
lis desplegaba la ducal armonía de su traje de
seda. La viejecita y la flor me sonreían desde
el fondo del silencio.
- Es el secreto de mi alma. — di-
jo aquélla. — Sí. es mi alma más
verdadera, pálida y virginal. Nadie
supo encontrarla sobre la tierra.
Sólo la mano de Dios es digna de
cortar su elevado tallo...
El suspiro de la noche estreme-
ció el jardín y la caricia infinita del
plenilunio, rozando la nevada cabeza
de la dama, fué a posarse en la flor
de lis. como el pájaro azul de la
leyenda.
San Isidro, marzo de 1919.
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El cuerno rebosante de agua pende de la cin-
tura del quintero, sobre la grupa fuerte. Por de-
lante, rae una área de pastos enhestos. cual una
enjambrazón de fibras, acotándola laborioso en
hileras largas de engavilladuras. La hoja de la
guadaña — media luna de plata — va y viene a
ras de los tallos. Y en el paso rítmico, tardo y
seguro, parecen remar las- piernas: se balancea el
cuerpo, a compás, igual a un péndulo. El alfalfar
huele y sabe a tierra fecunda y fresca. Campean,
obscuras, como versos rústicos estampados en un
papiro prístino, las tandas.
Es un bálsamo trascendido la tarde. . . La obs-
curidad, crepuscular, lentamente, femenina, de-
rrama voluptuosa sobre lo azul que consume una
devanación de olvidos. . . El silencio, impregnado
de fervor, se hace un copo fragante. A lo lejos se
suavizan de las perspectivas abarcadas, los ángu-
los cortantes: tamizados por humos de fondo que
se apagan o esfuman contra ellas cariñosos. Se
siente el alma de la creación ... El sabor de pasto,
vivido, acre, embarga el ánimo, tonifica, exulta
las facultades. La alegría espontánea fluye po-
derosa a la boca en un canto sentido y pobre: como
las aguas brutales de las montañas que arriban
placenteras a los arcos de un puente.
Coopera invadiendo el espacio un timbre me-
tálico y dulce de cuerda. La piedra de afilar, al
correr como un dedo tosco de genio por el filo
curvo de la herramienta, le arranca ese sonido,
sing;ul armen te. Llin . . . Llin . . .
De píe, constituye un arpa tañida la guadaña.
Y la boca del mozo, participación canora, esen-
cial, por cuya barquinan eficaces los ritmos de la
vida: alientos de amor, lo primario y supremo.
Los pájaros aletean coloreándose en el horizonte
ILUSTRACIÓN DE AlVAREZ.
que se adormece. Las mariposas blancas, semejan
vecinas, emergiendo y tumbándose fugaces, dimi-
nutas canoas empavesadas en la transparencia de
un mar de aire.
Distintiva, de una hoja oscilante, una gota de
rocío titila como un punto de espejo, ojo inefable,
donde se concentra el alma vital y transitoria de
lo circunstante y toda la grandeza permanente
del cíelo. Perpendicular una estrella esparce el
surtidor de sus destellos, abierta en flor caudal,
sobre la noche secreta. Y el hálito de la naturaleza,
la musa viva, útil y beneplácita, enamorada y
joven, insistentemente eterna, se posesiona del
corazón y el espíritu, como una novia, como una
madre: sobre virtud de hora y realidad.
Llin!... Llin!... La guadaña emborracha de
timbres el silencio. Y es como el latido vibrante
de un ala que conquista desde su filo la tierra. . .
Ptvs •
1. VUPA
cA.LE)0 t>
DE-LA-VIEJA
HOLANDA
^TxS^^cíicireU ac- — ^^
Denedito
1:3 >^-
El bandoleón dio las 6, la hora del
aperitivo. Inmediatamente, el violín
y la viola comenzaron a afinar, a
templar el guitarrista, como plagian-
do la «Danza macabra» de Saint
Saens. Un tango lento, un tango ser-
pentino empezó a enrollar y desen-
rollar sus anillos melódicos.
Pedro Vidal no había visto nunca
aquella orquesta típica, cosa rara en
un hombre tan experto. Los cuatro
músicos iban vestidos de rojo, a ma-
nera de zíngaros; el del bandoleón
tenía perilla catalana con dos pun-
tas; los otros tres estaban completa-
mente rasurados y enormemente me-
lenudos. Todos eran más feos que
carátulas de tango, y tocaban metí-
4
dos en un enorme caldero tiznado.
Tampoco conocía Vidal aquel ca-
baret extraño. En los muros de pie-
dra oscura y viscosa había espejos
verdes y decoraciones monstruosas.
Del techo colgaban telas de araña
enormes como redes, donde, ilumi-
nando el recinto, numerosos y gran-
des bichos de luz estaban prisioneros.
Las mesitas tenían manteles enluta-
dos y sobre las copas oscilaban pena-
chos de fuego. Negrí.simos, pequeñi-
nes y con rojizas libreas, los cama-
reros adivinaban los gustos alcohó-
licos de cada cual.
Las parejas rompieron el baile.
Parejas de esqueletos desiguales, muy
blancos los más bajos, muy amari-
llos los más altos, parejas de esque-
letos femeninos y varoniles. Las cho-
quezuelas, los fémures, las tibias, los
húmeros entrechocaban llevando el
compás; los esternones y las costillas,
al frotarse, también obedecían al rit-
mo de aquella música lúgubre.
Era un tango sin piel, sin sangre,
sin formas, sin miradas, sin amor, sin
odio; era la radiografía del tango; era
el diagrama del tango.
Pedro Vidal se entusiasmó. Bebió-
se de un trago el wisky ardiente, y
al levantar la copa vio que sus dedos
no tenían carne. Fué hacia la luna
más próxima, contemplándose sin re-
— t3i_-x/<i3 N/i_n^r-2>x—
^l^flL conocerse: se parecía a
^mS^^ todos los esqueletos, se
^KtK parecía a la Muerte.
"^f^ttt Mas no tuvo miedo. Al
vi contrarío: la sonrisa de
^Sé^ sus Jabios descamados,
N aquella sonrisa donde
brillaban tres colmillos de oro. le
puso alegre.
•¡Vamos a mover las tabas!» —
dijo. — y salió al encuentro de un
esqueletito vivaracho que en direc-
ción de él venia.
; Te quebrara en las quebradas?
:eguntó.
:.o ten^ huesos de porcelana
diina. " le respondió el esqueletito.
~ ¡Asi me gustan las chinas!
— íQué había sido compadre el
esqueleto'
— Pichón de compadre, no más.
Tisculpá. vieja.
¿Y de qué pagos?
De junto la Chacarita. ¿Y vos?
Nací en Tucumán, en una refi-
nería de azúcar.
— ¿Y el apelativo?
— Me llaman Ro. . . osario.
— ¡Qué fúnebre!
Y l«i!aron: bailaron muy bisn.
meior que nadie, e.i silencio, grave-
mente, como si tuviesen músculos
elásticos y firmes. El esqueletito co-
nocía a la perfección todas las figuras
complicadas del tango, y Vidal era
un maestro. Aa. que ambos bailaban
maquinalmente pudiendo mirarse y
mirar e.i derredor sin perder detalle.
Pedro reparó en que su compañera
tenía pintados de rosa los pómulos y
un lunar sobre la mandíbula inferior:
la coquetería es más fuerte que
la muerte. Después púsose a oir
la música, un tango hecho con
aires de todos los tangos, con
melodías conocidas, un tango
donde cada nota era un espec-
tro. En el borde del caldero-tri-
buna veíase el nombre de la
composición: «Tango macabro».
Entonces conoció a los músicos.
Era la orquesta típica Mandin-
ga, dirigida por el Enemigo en
persona, la orquesta donde fi-
guraban además Mefistófeles,
Belcebú y Luzbel.
— ¿Quién sos? — preguntó
Vidal a su pareja, rompiendo el
silencio.
— No me conoces — dijo el
esqueleto dando una carcajada
lúgubre.
— No.
— Eso: nunca me conociste.
Fui para vos un juguete, una
muiteca. Me engañaste tan bien
que no pude odiarte. La muerte
llegó antes que el aborrecimien-
to. Soy Rosalía.
Instantáneamente, el esque-
letito se convirtió en un recuer-
do vivo, es decir, hizose carne,
porque no hay recuerdo sin for-
ma. Y entre los brazos de Vidal
floreció una mujer, Rosalía,
Rosa. Los mismos ojos, los mis-
mos rizos, aquella garganta re-
donda y robusta, aquel perfu-
me olvidado. Pero la mirada
heria en las pupilas como el do-
ble puñal de unas tijeras, los
rizos convirtiéronse en sierpes
y en la garganta se dibujaron
todos los músculos y las arte-
rias del odio. El suave abrazo
del baile se convirtió en un rí-
gido abrazo de muerte. Las cos-
tillas de Pedro crujían, aplas-
tándose, ahogando el corazón
que había resucitado para mo-
rir como un pajarillo dentro de
una jaula aplastada.
Despertóse atontado por el
alcohol y la pesadilla. Todo des-
pertar equivale a una resurrec-
ción.
Pedro Vidal es el tango en
persona, el tango en figura hu-
mana, la estatua danzante del
tango. Pocas veces se habrán emplea-
do mejores materiales en una obra
tan mediocre. Pedro Vidal tiene un
rostro enérgico de noble y puro per-
fil, y una planta de atleta. Su espí-
ritu fué creado para dominar un arte
y ser esclavo de una vocación. Esa
hipnótica simpatía que se traduce en
amores femeniles, cariños amistosos
y admiraciones públicas, fluye de su
alma. Es bueno, bondadoso y alegre
a pesar del vicio, a pesar de los con-
tagios, a pesar del tango.
Sus padres, después de aumentar
una fortuna heredada, vinieron a la
metrópoli donde se distinguen entre
la sociedad rica. Don Pedro peca
más de aristócrata que de demócrata;
la plebe le inspira lástima y piedad
por sus males y sus enfermedades,
que él trata de curar mediante una
caridad aséptica. Honradote, dulce-
mente egoísta y de mediana inteli-
gencia, es doctor y señor al mismo
tiempo, cosa bastante difícil.
Doña Estaurófila, devota sin hipo-
cresía, tampoco se distingue por su
cariño a las costumbres plebeyas.
Si con algunas muchedumbres tran-
sige, es con la de tierra adentro, con
las muchedumbres puebleras, que
bailan el pericón nacional y convier-
ten el tango en una danza honestí-
sima.
Ambos, pues, ningún mal ejemplo
dieron a su hijo, al hijo querido,
único, esperado y mimado. Por el
contrario, las aficiones de Pedrito
son el tormento de los días presentes,
el desengaño, su vergüenza piadosa.
¿Qué misterio psicológico encierra
esta torcida predilección del here-
dero?
Pedro Vidal es una clase en perso-
na, la estatua viviente de una clase.
En estos grandes rios crecidos, la es-
puma, el fango, los desechos y los
microbios bajan revueltos entre sí y
con el agua. Nadie sabe distinguir el
lodo que mancha del lodo fertiliza-
dor, la espuma limpia; nadie podrá
separarlos sino el filtro casero. En
el caso de Pedrito ni el filtro sirvió.
Somos pueblo; de él venimos, en
él caemos muchas veces y quizás a él
vayamos. El agua de las inundacio-
nes, la lava de los volcanes, las cris-
paciones de los terremotos y las gue-
rras nos transforman en pueblo. Y en
medio de la calma, la plebe atrae uno
a uno a sus desertores. Así. desde la
manolesca duquesa de Alba - el
ejemplo se impone porque está en
boga — hasta Pedrito, hay numero-
sos seres que practican una demo-
cracia picaresca y maleante.
El tango agoniza. Ya no es aquel
baile mulato que llevaba en sus giros
la ingenua y graciosa inspiración del
arte africano. Después de revolver
los bajos fondos, subió a la superfi-
cie, a las cumbres sociales y pasó el
par. Fué un momento de imperia-
lismo «parvenú», un triunfo inaudito;
duró lo que duran los imperios. Fué
una revolución canallesca y mansa,
un Terror cosquilloso.
Ahora se ha hecho sabio, busca y
rebusca originalidades, apela a todos
los medios para vivir, agoniza.
fotografías
DE
VARGAS
MACHUCA.
Pedro Vidal, el com-
positor, el ejecutante,
el bailarín, es uno de
los médicos de cabece-
ra. Cree todavía en que
el rítmico conductor de
multitudes sanará.
Aquella misma tarde Pedro comu-
nicó a sus camaradas que ya tenía
completa la idea perseguida.
Los tres compañeros de Vidal tam-
bién formaban parte de la guardia
vieja del tango. Entre los cuatro se
habían constituido en orquesta típi-
ca, una orquesta que sólo tocaba en
el interior de un departamento ba-
rato. Allí, la inspiración de Pedro
era puesta en solfa, bajo la mirada
pericial de Rosalía, la esqueletito de
la pesadilla.
- - Ya está la obra; una revista en
un acto y tres cuadros. La escena
principal se me ocurrió anoche dor-
mido. Luego he proyectado las dos
otras.
- Vamos a ver - - dijo el del ban-
doleón.
- Bueno; primer cuadro. Esta jo-
ven y yo aparecemos en escena, es
decir, aparecen los dos cómicos en-
cargados de representarnos. Rosa
es la mejor bailarina de tango; tiene
fama mundial, todos la admiran.
Pedro es un músico pobre que ha
escrito unos tangos, los mejores de
todos y los ha compuesto para
enamorar a Rosa. En esos tan-
gos andan mezclados muchos esti-
los criollos sin que nadie pueda de-
cir que los robé. Durante toda
la escena esas melodías, que
forman una especie, sirven de
romanza, de dúo amoroso, de
terceto, etc., terminando en un
baile general. Se llama; «El po-
der del tango», o cosa parecida;
ya veremos.
El segundo cuadro es mi sue-
ño de anoche. La escena queda
a oscuras. Junto al proscenio
aparece una orquesta típica ves-
tida de diablos. Cuando empie-
zan a tocar salen bailando poco
a poco parejas de esqueletos.
Sonido de huesos. A intervalos,
una luz hace visibles las cabe-
zas. Se oye el canto de todos los
bailarines. Luego, yo encuentro
una pareja y me pongo a bailar.
Hablando, hablando, resulta
que la muchacha es Rosa. Me da
bromas lúgubres; dice que está
muerta y celosa, y, por fin, me
abraza muy fuerte. Yo pido
perdón y me ahogo. Ya le da-
remos carácter a esta escenita
que ha de ser breve. Puede lla-
marse «Tango macabro», «La
agonía del tango», etc.
Tercer cuadro; Nadie ha
muerto. Sin embargo. Rosita
llevaba parte de razón porque
yo estuve a punto de olvidarla
por otra. Esa otra entra en es-
cena y vuelve a soltarme la de-
claración número treinta y seis.
Sale a su vez Rosita y tiene un
dúo de celos con la tal. Después
yo, que estoy enamorado terri-
blemente, así se lo juro sin re-
sultado positivo. Un tipo, que
está loco por la otra, viene insti-
gado por ella y cuando levanta
la daga para matarme, Rosita
se interpone y resulta herida
levemente. Final de amores.
Ahora bien; en toda la obra
no habría una palabra habla-
da; pura música. ¿Eso no es
una trilogía?
— Me gusta — diagnosticó el
del bandoleón.
— ¿Cómo se llamará eso? —
inquirió el guitarrista.
— No lo vas a escribir nunca
— aseguró el de la viola.
— ¿Es verdad que me querés?
— dijo Rosita a Pedro mirán-
dole tiernamente.
'-^ —
(-^^^t^-x^<^t^r-6
En un villorrio cercano hay una quinta recostada sobre
ia vía férrea que tiene una estación muy burguesa a pocos
metros de distancia. Se vive en ella oyendo los alaridos de
las locomotoras cada tres minutos, complicados con la fatiga
resoplante de los monstruos en fuga, dulces notas que pres-
tan a las estaciones ferroviarias su melancolía habitual.
Además, el vapor que producen los monstruos se infiltra
entre las copas de la arboleda, asociando la memoria de
Stephenson a la exquisita trabazón de las ramas y los gajos
del jardín.
f Es la quinta de Soto Acebal, pintor de acuarelas en las
/ que pone los caracteres de la raza que asoma a su cara; que
I tiene una calle al frente, otra al fondo, otra al costado,
I municipaimente adoquinadas, con casas plebeyas recubier-
I tas de letreros que pregonan drogas para la ganadería o
recomiendan candidaturas para diputaciones provinciales.
Por la calzada pasan incesantemente vehículos sonoros, y
por las aceras viandantes de todo linaje que acuden al
pic-nic mensual del Orfeón en el hotel legendario, cuyo
nombre aviva en las almas baratas la nostalgia de preca-
rias dichas.
E! villorrio cercano donde la quinta yace, tiene todo lo
indispensable para endulzar la vida de los bienaventurados
que aspiran al reino de los cielos, sin que les falte el color
vivaz difundido en una atmósfera trivial, el aroma de las
flores que recuerdan pretenciosamente al opopónax y al
trébol encarnado, y el bullicioso sosiego de los pueblecillos
ingenuos que se endomingan isócronamente cada siete días.
La quinta del acuarelista es, no obstante, silenciosa y
austera. No tiene leyendas escritas con matas de violetas
en los bordes de las canteras, ni estatuas de los dioses po-
pulares en las obras propicias, ni bancos pintados al laque
sobre la espesura del follaje.
El jardinero no es hombre de ideas propias; si lo fuese,
el pintor habría emigrado ya de su dominio.
Sola, discretamente sola, como una esmeralda sombría
en un dudoso aderezo, la residencia del artista no se vincula
al marco que la recuadra, ni al sentimiento perennemente
veraniego de los vecinos. Sus árboles serios, como viejos que
son, mantienen la indiferencia vanidosa y romántica de sus
abolengos. De buena cepa, bien educados, han retenido su
blasón a medida que han ido creciendo. Con la altivez de
una imperecedera lozanía, que es en ellos supremacía, viven,
hoy como ayer, la tranquila vida de lo definido, de lo armó-
nicamente combinado, de lo que existe en afectuosa herman-
dad con el buen vivir y el buen soñar.
Hay exóticos pinos que bajan sus ramas hasta la tierra,
como brazos cansados; encinas de antojadizos arabescos,
eucaliptus. plátanos, y muchas, muchas flores extrañamente
dibujadas, bizarramente luminosas, ilógicamente dispuestas.
Entre todo, luces, sombras, misterios. Caminos sin preme-
ditación de mirajes, en los que la línea va a perderse por su
cuenta a su impreciso destino. Y si aquí cae un lampo de
luz, que detona con inesperada vibración, se esconde abajo
la sombra que lo justifica; detrás, una media tinta oportuna
lo destaca todo íntegro; y entre los troncos y las hojas que
tejen los fondos del inconstante cuadro habitual, manchas
de cielo que modulan el acorde, instante por instante, con
las franjas de la tarde, o con la irradiación meridiana o con
la opacidad del nublado.
Como es de imaginarse, el pintor siente que en medio de
aquella expansión de naturales encantos, que es regalo para
■V>LS^^y^&
su paleta, fuerza es identificarse con el sol y la infinita
«•cala de sus sorpresas.
Así. el espíritu se aisla como el enamorado en la hora
del tributo galante, y olvida lo prosaico de la calle, que es
sendero de Id's: r.o oye el silbato estridente, ni lo asfixia
el vapor qi:- .•; calderas de hierro y convierte su
arboleda er. boscaje, y cambia de día y de siglo
pora evocar lo qLe quiere su fantasía, más que lo que sus
o)<>s ven: y hoy sombrío, maflana claro, su ensueño de artis-
ta le define en el vago cuarto de hora en que una flor es
sólo la tinta que expresa una emoción, una nube la forma
que decora una id^a y un horizonte la línea que termina
un romarK:r . por irrecusables mandatos del ca-
pricho de % la luz de la quinta del pueblecillo
ingenuo y ^c, .... ,.
De este modo un poco infantil y otro poco vehemente,
como \rr^r^v:i:^r'i-j dfa r.^r día ^ir^^ gloria para su uso per-
sonal. ■' encuentra que las ilu-
sione; auroras — se han ves-
tido dr acucr jv '-':n ^i ari,,ir.ir'.' '.^rsij^nio de un ideal suyo.
En esta singular abstracción, mientras los que aspiran
al celeste reino van a merendar al hotel de las dichas pre-
carias, él sigue mirando por entre los troncos del jardín para
peiqiusar la silueta furttvi d« una dama que, en llegando
al punto de la
complementa el c
Para el pintor í,^. .... . .. .
también un oficio, y que lo-.
determinado, una fronda -
todo el secreto de una
esto cuando un previo :
:<; la rosa granate que
-or „„„ 1-5 pintura es
;n porvenir
■-. encierran
I i. iHay algo más que
cce y hostiga? Sólo en
el secreto esti el arte; ei r-=,, . ■:^ -ancamenle pintura.
Jorge Soto pinta por satisfacer el apremio de ser feliz.
Sin embargo, conociéndole bien pudiera sospecharse que
su paleta no fuera el indispensable talismán. Si no tuviese
colores, pintaría en verso y leeríamos el poema de su quinta,
la égloga o la pastoral, el soneto de las araucarias o el ma-
drigal de las violetas. ¿No habrá consultado una vez al
amigo ese que subsiste dentro de cada sujeto para responder
a ciertos íntimos interrogatorios? ¿Y el amigo no lo habrá
inducido hacia las sugerentes virtudes del color? ¿No habrán
dialogado en un mediodía blanco de plata o en una tarde
violácea con estrias amarillentas sobre el borde del cielo?
No pudiera dudarlo. Por sentirse mejor, pinta luminosas
y poéticas acuarelas, como por cantar ante los geranios de
una reja tentadora se haría trovador un caminante senti-
mental.
Dije que lo que Soto pinta acusa lo que la raza marca
en su cara, y la verdad es que si hay lozanía en sus cuadros
y puede hacerlos vibrar en una gama audaz, es porque sólo
los siente bajo el impulso de lo que en él es jovialmente
distintivo: su audacia, su lozanía, fuerzas del temperamento
tan dominantes que fuera improbable esperarlas contenidas.
Tal vez por eso mismo su mano prefiera la acuarela, que es
vertiginosa: que rinde en breves momentos el vaivén de la
ocasión feliz. Porque para lo que él forja bajo un cielo azul,
menester es condensar el esfuerzo en los límites indefinidos
de la evocación fugaz, dando luz y forma a la escena imagi-
naria que flota sobre lo real en el efímero transcurso de la
musa. Y la escena pictórica, la perdurable, la eterna, vive
interiormente, como la belleza, como el arte que la consagra,
como el episodio sRnr;ifivo que anima su realización. El cua-
dro... el cuadro muere en cualquier pirte: en el bosque'
en el arroyo, en la antesala del dentista, en el café de la
Avenida, en el museo de Baltimore.
Lo que hay en Soto, como sangre y como sensibilidad,
es lo que hay en su obra, por lo que el experto podrá amo-
nestarle con el índice enhiesto, diciéndole que con aquello
del temperamento de que tanto se habla, vinculase la re-
flexiva meditación del que lucha para cimentar su dominio
individual, que no es en definitiva sino la brega empeñosa
por prestar a la inquietud de la idea, la forma pasiva de lo
eterno. Y quizás tenga razón el hombre que levanta el ín-
dice, si lo hace como los abuelos cuando riñen suavemente
a los nietos. Quizás tenga razón al rebelarse contra ese arte
demasiado fresco y altivo, arrogante en fuerza de juventud,
pregonando la omnipotencia tardía pero segura de quien
somete el ímpetu de la garra al ceñido guante que acaba
por conferir a la mano la ductilidad aristócrata de los ex-
tremados.
No que piense yo que lo impetuoso, lo espontáneo y hasta
lo garrafal no sean valores descontables en el mercado del
arte, pues que bien sé que acusa todo ello modalidades que
admiro como fuerzas instintivas y sanas. Mas no podría
olvidarse que toda fuerza ha menester del sometimiento
para que su virtud se encauce y que en arte tal sometimien-
to ha de ser sin tregua y sin fin.
Cada artista es una progresión incesante; cada estado
emocional implica una prístina fórmula expresiva: cada rin-
cón de naturaleza tiene un sutil misterio que desentrañar,
una esencia que cambia con la hora y con el sentimiento,
como cambian las tonalidades de la quinta, a medida que
va el cielo disponiendo la esencia del momento, el matiz
del sitio indeciso, el aire de la glorieta o la penumbra del
sendero que se incurva hacia la fronda.
Enrique Prins.
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«PUENTE CON LLUVIA», ORIGINAL OBRA DE HOKUSAl, EL MÁS
CÉLEBRE DE LOS PAISAJISTAS JAPONESES. 1760 A 1849.
Con una importante serie de gra-
bados antiguos, estaña paciones en co-
lor, libros mimados, apuntes y ka-
kemonos originales pintados sobre
seda, el señor A. Sarcoli, profesor
del Conservatorio Musical de Tokio,
ha inaugurada recientemente en Buenos Aires
una interesante exposición de arte japonés,
estando representados en ella los artistas que
más significación alcanzaron duranie los cua-
tro grandes períodos de la pintura japonesa.
Aunque en la exposición hay algunas be-
llas reproducciones de la época primitiva,
donde las deidades y símbolos religiosos pre-
sentan un marcado sello ritual, con tendencias
a la inmovilidad hierática de los pintores ceno-
bitas, lo verdaderamente notable del conjunto
es la colección de grabados y estampas en
color, correspondientes a los períodos sucesi-
vos, que es cuando el arte japonés llega a su
más alto grado de perfeccionamiento, tanto
en el dibujo sintético como en la técnica y
variedad de los matices.
Entre los precursores y fundadores de la
escuela imperial, destácanse las estampas de
Daishi, inventor de los caracteres silábicos y
el más antiguo de los pintores satíricos del
Japón. Luego vienen las obras de Gaki, de
Toba Sojo, de Densu y del inimitable Kanao-
ka, que debe principalmente su fama al re-
trato del príncipe Assa, existente en e! pala-
cio de Ninwanji. cerca de Tokio.
A continuación figuran los artistas que in-
fluenciaron el arte europeo durante el siglo
xviii, cuyas obras originales se con-
servan en los museos orientales de
Florencia, de París y de Londres.
Flores miniadas, policromadas como
gemas, crisantemos de un amarillo
tornasol, lotos que se abren sobre
la superficie muerta de los lagos,
verdes y transparentes, y guindas
florecidas de púrpura, con pétalos
y hojas de oro.
Pasando por alto los dibujos de
Okyo y Jakuchú, cuya serie de pája-
ros multicolores son una maravilla
de estilización y elegancia, fijamos
momentáneamente la atención en los
pintores de figuras, tales como Sha-
raku, Utamaro y Suruk Harunobu,
que realizaron en su tiempo la labor
más completa que se conoce, en todo
cuanto se refiere a retratos y cos-
tumbres niponas.
Y, por último, anotaremos los be-
llos paisajes de Hiroshige y Hokusai,
impregnados de rara emoción deco-
rativa. Ríos grises sin horizonte y sin
orilla; cielos altos, azules, mancha-
dos a lo lejos por nubes inmóviles, de
suave transparencia rosada; panora-
mas minúsculos con casitas y pago-
das de plata; puentes negros que se
inclinan sobre un agua sin fondo y
sin color; tierras de blancura neva-
da; montañas de basalto; pájaros ro-
jos que cruzan raudos como flechas;
mares turbulentos de ondas azules
y maravilloso oleaje, entre cuyas
blancas espumas, surge una visión de
barcas rotas y amarillos esqueletos
danzantes, y esas escenas populares
nocturnas alumbradas por farolillos
multicolores y por la gracia y la finu-
ra de una observación sagaz, exacta,
rebosante de picardía y de cariño a
las costumbres tradicionales.
Víctor Andrés.
ESCENA DE COSTUMBRES NIPONAS, POR EL PINTOR HIROSHIGE,
LLAMADO EL DE LOS CIEN VOLCANES. 1796 A 1858
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El De J'cuBI\J^v4IENTo
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Confieso con toda la dulce mansedumbre de mi
carácter de buey envejecido, que soy un perfecto
chambón a todo juego — desde el ta-te-tí hasta el
poker — incluso las carambolas, las carreras y la
lotería. El doctor Manuel Gorostiaga, que era un
buen amigo mío. me acompañaba una noche de
invierno, fria y lluviosa, en una interesante par-
tida de billar, que habitualmente me ganaba, hace
veinte años, en el «Club Social del Rosario», a
pesar de la enorme ventaja que me concedía. El
juego se hacia de esta manera: — Don Manuel
apuntaba a la bola con el taco, hacía puntería y
media el efecto, y cuando iba a dar el golpe, vol-
vía la cabeza. Erraba pocas veces. Yo jugaba de-
rechamente, ponía mis cinco sentidos, y. efectiva-
mente, cuando no daba pifia se me iba la caram-
bola por la corbata. .
Estábamos aquella noche finalizando la habitual
partida, cuando se acercó a la mesa de billar el
doctor Gabriel Carrasco, que era por aquel enton-
ces Ministro de Hacienda de Santa F6, y que ha-
bía sido Intendente Municipal del Rosario, abo-
gado, historiador, estadígrafo, etc.
— Don Pablo, t— me dijo. — cuando usted con-
cluya, tengo que hablar una palabra con usted.
Don Manuel, visto el pedido de mi interlocu-
tor, apresuró la partida, que ganó en pocos taca-
zos más y con el último sorbo de café, bebido de
pie. me puse a las -órdenes del ministro. Este me
llevó a un saloncito reservado del club, nos sen-
tamos en mullidos sillones, a la luz de la lumbre.
y, como quien va a revelar un secreto profundo,
«1 ministro me dijo en voz queda:
— ¿Conoce usted la historia del descubi ¡miento
de América? . . .
Al principio no supe qué contestar. Me quedé
perplejo. La pregunta era curiosa. Por ver a donde
iba a parar, le dije:
— Tal vez. . . un poco. . . no estoy bien seguro...
— Pues ha de saber usted que Cristóbal Colón.. .
— ¿Cristóbal Colón?... ¡Ah!. sí... ¿el genovés?...
— Cristóbal Colón, después de haber ofrecido a
todas las naciones regalarles un mundo nuevo —
apoyado en la teoría de la redondez del orbe y del
equilibrio de la tierra — desoído por todas ellas,
se fué a España con su idea y con sus planos, a
ver si esa nación, más justiciera que las otras.
prestaba atención a su proyecto y aceptaba el
regalo del nuevo mundo. . . Visionario, peregrino,
genio, llegó un día a pie al convento de la Rábida.
donde expuso su pensamiento a los frailes, quie-
nes lo tomaron por loco,
excepto el padre Marchena,
confesor de la reina. Este
fraile convenció a la sobe-
rana que Cristóbal Colón
no era loco. La reina en-
tregó sus alhajas para ar-
mar tres carabelas, la «Ni-
ña». «La Pinta» y «La San-
ta María» y Colón empren-
dió el descubrimiento de
América sal iendo del Puerto
de Palos de Moguer. . .
— Con que de Moguer. ¿eh?. . . |qué bonito! . . .
Asi siguió el Ministro de Hacienda, durante una
hora, contándome, detalle por detalle, la historia
del descubrimiento del Nuevo Mundo. Habló de
la isla de Guanahani. de los Pinzón, de Magallanes.
del segundo viaje de Colón, de su vuelta a la Corte,
de su encarcelamiento y su muerte, de la conquis-
ta, de sus capitanes, amontonando los hechos, las
circunstancias, los motivos, las consecuencias, el
desarrollo • completo del colosal acontecimiento:
puntualizando, definiendo, marcando, recordan-
do fechas, documentos y todo esto dicho precipi-
tadamente como un chorro continuo, como una
válvula abierta, como un motor incansable, como
una sierra sin fin. como una catarata, sin que me
permitiera, siquiera una vez, intercalar un simple
monosílabo en su verba terrible y avasalladora.
— Usted sabrá, me dijo en cierto momento, que
la primera fundación de la ciudad de Santa Fe la
hizo Sebastián Gaboto en el puerto de Sancti
Spiritus.
— Ignoraba. . . — contesté lo más candidamen-
te posible.
— ¿Lo ignoraba usted?. . . Me alegro'que usted
lo ignorase... Pues bien, si: Sebastián Gaboto
fundó en Sancti Spiritus la ciudad, y más tarde,
la fundó de nuevo en el lugar donde ahora se en-
cuentra, al borde del río Santa Fe, lindando con
la laguna de Guadalupe y sobre el puerto de Co-
lastiné.
— Que sea por muchos años. . .
— Pero bien, continuó, en mi calidad de Mi-
nistro de Hacienda he pensado que seria patrió-
tico levantar un monumento a la memoria de
Sebastián Gaboto.
— No me opongo. . .
— Pero creo. — agregó — que el monumento debe
levantarse en el mismo lugar donde estaba el fuer-
te, es decir, en la primera fundación de Santa Fe.
— No me opongo. . .
— Pero también, se me ha ocurrido que la ma-
nera mejor de glorificar a Sebastián Gaboto. es la
siguiente: — expropiar toda la tierra donde estuvo
la primera ciudad, hacer en ella una gran escuela
normal agrícola santafesina y colocar en el centro
el monumento que he pensado debe hacerse a
Gaboto.
— No me opongo. . . pero no veo que yo tenga
nada que ver con su proyecto. . .
— |Cómo no. mi amigo, cómo no! . . . Usted es
director del diario El Orden, que es amigo del go-
bierno. Su diario es muy apreciado y muy res-
petado . . .
— Gracias . . .
— Entonces, le pido a usted, que haga en su
diario toda una campaña en pro de mi pensamien-
to, pero una campaña seria, científica, histórica,
de manera que convenza no sólo al pueblo, sino a
la legislatura, que debe votar la escuela, la expro-
piación y el monumento...
— Me opongo. . . Me opongo terminantemente,
terriblemente. . .
— ¿Por qué se opone?. . . ¿No es usted amigo
del gobierno?. . . ¿No le parece buena la idea?. . .
¿No cree que sea un acto de verdadera justicia
postuma honrar a Gaboto?... ¿No piensa usted
en la gloria de Colón y de sus prosecutores?. . .
¿No se siente usted inflamado de veneración por
esos intrépidos conquistadores, por esos civiliza-
dores del Nuevo Mundo?. . .
Lo pensé un minuto. Después, apoyando la bar-
ba en la palma de la mano, le dije lentamente:
— Vea. mi querido ministro; si usted ha tenido
necesidad de ilustrarme contándome la historia de
Cristóbal Colón, que yo ignoraba en absoluto,
¿cómo puedo conocer la vida, las hazañas y los
méritos de Sebastián Gaboto, que por ser una fi-
gura borrosa al lado del genio genovés. solamente
los grandes investigado-
res como usted pueden
conocerla?
El ministro se dio
cuenta de la puñalada.
Había estado excesivo en
su curso de historia. Por
eso no presentó nunca su
proyecto de Escuela Agrí-
cola y de monumento a
Sebastián Gaboto en las
tierras del fuerte de
Sancti Spiritus. . .
>>X—
Éíuátárame tafier natíbo
en el siglo hit} p itii,
p justar en campo abierto
con inbómita altibe^
por mi 23Í0S p por mi bama
por mi patria p por mi rep.
Pien cubierto con telaba,
con escubo p con broquel,
bcácabalgarme p bejarlc
mi alaMn al capiller,
p en la ermita bó se reja
penetrar noble p cortés,
pibiénbole al cielo bríos
para ir al rebonbel;
p entre rejos p promesas
jurar que batallare,
por mi J3Í0S p por mi bama
por mi patria p por mi rep.
&i se corre la morisma
con arrojo o sorbibe?,
p tace ri?a en los poblabos
Sin bar treguas ni cuartel:
con mi peto p espalbar
para bien me precaber,
afirmabo en mi alaján
con mi mote en el arne'S
a la lib lanzarme brabo,
ton arrojo acometer
por mi ©ios p por mi bama
por mi patria p por mi rep.
^i a quien cifte áurea corona
le insultara algún tac},
p quisiera abasallarle
olbíbanbo que es mi rep,
a la justa bescenbiera
ton toraje p altíbe?,
p al follón besafiara
p tenbicrale a mis pies.
murmuranbo como rejo
entre fiero braboncl:
por mi 23ÍOS p por mi bama
por mí patria p por mi rep.
^i a la bama que es la bueña
be mi biba p be mi ser,
p ante quien me rinbo amante
tumilbísimo a sus pies,
infanjón o caballero
Se atrebiera a besplacer,
con la punta be mi lanja
caballero en mi corcel,
le obligara que a Sus plantas
se postrara mup cortés,
que no en balbe reja el mote
be mi cscubo p be mí arnés:
por mi ©ios p por mi bama
por mí patria p por mí rep.
¡S? así fjablara Si naciera
en el siglo biej p seis!
FIGURA F.CUESTKE EíN i'LATA Y MARFU,, ÉPOCA DEL RENACIMIENTO FLOKP:nTINO.
PROPIEDAD DEL DOCTOR L. INURRIGARRO.
-i=>i_;vx-^
El viento era propicio, y la galera obícura
Con ¿gil movimiento rasfó la glauca hondura.
Véspero, en el espacio, como limpio diamante
Fulgía, y en las olas su estela rutilante
Desplegaba una cinta de pálidos zafiros
Que, al ondular, temblaban en caprichosos giros.
Ariana se ha dormido en la fatal ribera
De Naxos... Es de oro y luz su cabellera;
Muestra el desnudo torso con grácil desaliño;
Parece hecha de nácar, de rosas y de armiño:
La sombra misma envuélvela en diáfano esplendor;
Su desnudez es casta como la de una flor.
iDespierta. hija divina de Pa.<!ifae. despierta!
Sobre la mar sonora y en la playa desierta
Desata sus cendales de fuego la mañana;
De la celeste cuadriga flota la crin de grana
Y en las más altas rocas ceñidas por la espuma
Oprimen nuestros labios la planta azul de bruma...
¡Despierta, Ariana, es hora!
A. Ríl A NA XlxVCORcPORa.^N.'DO.y'E:-"
¿Quién gime, canta o llora?
¿Del fondo de la noche, quién empuja la aurora
Con sus corceles rápidos y ardientes como el día?
¿Quién en mis sueños vierte su frase de harmonía?
¿Sois, acaso, las Syrtes fatales a Odiseo?
¿Fantasmas engañosos que forja mi deseo?
¿O las brisas errantes murmuran en mi oído
Sus risas perfumadas? ¿Qué sois, Afán?... ¿Olvido?...
Í.A5XSlRJMA5XEÑVUf:LTAS-t.S'-L.VE.R.JMA-MATXNAl,- —
¡Hija del Sol! Te hablamos nosotras tus hermanas.
Surgidas de la onda, venimos de lejanas
Riberas, donde cae la sombra como un velo
Y donde se amortaja de niebla gris el cielo. . .
De allá, de la postrera Thulé desconocida,
Donde moran los Ciclopes en horrenda guarida.
Venimos en el lomo de curvos hipocampos
Y sobre el mar dejamos regueros como lampos
De púrpura y de ópalo... Audaces los Tritones
Persiguennos con furia de encelados bridones;
Pero su abrazo es bárbaro, brutal es su caricia:
Muerde el Tritón, si besa; y estruja si acaricia. . .
Por eso. entre las rocas de Naxos ignorada
Plegamos, como cisnes, la aleta fatigada...
CSHESS^SaARí-I AJNAv {SSgglcgsSSB
¿Una galera extraña con las velas sombrías
No habéis, en vuestra ruta, cruzado herma.nas mías?
Una galera rauda, tendida el ancha vela.
Hendió las glaucas ondas, dejando una alba estela;
Los marineros iban cantando hacia el Egeo...
yN. Rp I vA N^A X corví • dol-qr^^?
¡Hermanas!... ¡Es la nave traidora de Teseo!...
Como la flecha artera me hirió su engaño impuro,
Y en plena primavera voy al Hades obscuro...
^^^^^^LAc/' X (/"I R.Í1N Aa/° ^^^^^^
¡Oh frágil asfódelo que el huracán deshoja
Y el inefable llanto del crepúsculo moja!
ll0110!1010!Eai.^A Rol Av N A 'OHOÍlOli
Partí soñando un mundo de amor y de belleza,
Y circundada en flores mi juvenil cabeza
Flotaban mis cabellos al soplo de la brisa,
Del mar inmenso y calmo sobre la azul sonrisa.
El héroe (¡oh falaz sueño!) amante iba a mi lado.
Con la caliente sangre del monstruo aun salpicado,
Volcando en mis oídos promesas de fortuna:
Y con nupciales velos nos envolvió la luna...
Así se consumaron mis bodas de un instante
Sobre el dormido piélago, donde el alcyón errante
Su grito agudo lanza sobre las crespas olas.
¡Y desperté de Naxos en las riberas solas!
¡Decidme qué infortunio es comparable al mío!
¡Soy débil flor tronchada por vendaval bravio!
¡Soy como alondra herida al remontar el vuelo
Sedienta de esperanza, de luz, ámbito y cielo!
¡Adiós nativas playas! ¡Adiós cielos de Greta!
¡Adiós monte lejano bañado en luz violeta!
¡Adiós hogar, ternuras, sonrisas de la infancia
Que abandoné, perdidos en la brumal distancia!
¡Todo se hundió en las sombras o naufragó en la noche!
¡Flor pálida, que al cierzo hiemal inclina el broche!
jOh lamentable esposa! ¡Oh Ariana infortunada!
■V El 1 - 'N .f^" - \ X ^:orM • r v^' R-^cd P-^-
Ni lágrimas os pido, ni quejas, ni canciones.
Quiero las aceradas zarpas de los leones,
Las cóleras del monstruo, los afilados dientes
De los hircanos tigres, la hiél de las serpientes.
El trueno con que Bóreas redobla sus timbales,
Para olvidar mis ansias, para vengar mis males...
¡Teseo! que mi sombra se junte en el Estigia
Con tu pérfida sombra! ¡Los ábregos de Frigia
Rasguen o despedacen tus velas voladoras,
Y que la triple Hécate nuble su faz si lloras!...
ex E
Dtl.>'\/.^-vJ-vJElCT 13 y\
^.
trO^^N^ «^ S!
De súbito en la playa retumban cien clarines
Hiriendo, como flechas de bronce, los confines...
Su clamoroso grito prolongan las Bacantes:
De címbalos y tímpanos los ecos resonantes
Se mezclan a las flautas y al evohé sonoro
En cristalino vértigo de cláusulas de oro.
Blanco tropel de Ninfas cruza sembrando rosas;
Arden en áureos trípodes las mirras olorosas.
Los índicos perfumes, las esencias de Tracia,
Las gomas de las Islas, el sándalo del Asia. . .
Y Bakos, desceñida la flava cabellera.
Avanza en carro ebúrneo, que arrastra ágil pantera.
IPSXCDR.IBANTESX PR-ECEPlt.NDO • E.L • CORSTCJO
¡Únanse en lírica pauta
Tímpano, címbalo y flauta!
¡Lance el sistro su parlera
Agridulce y fugaz risa
Y ondule la bayadera
Como el junco al impulso de la brisa!
¡Con sangre de vides los cráteres llenen!
¡El pífano agudo levante su voz!
Los crótalos huecos al aire resuenen
Y dancen las Ninfas y Faunos en ronda veloz!
\i ^ ^
>>=v—
L\S'«BACANry " AGITAN DO-TlRSC'S-Y-DEJ'HOJANDO^rLOR.tJ^
jValles, florestas y vientos
Desatad hondos acentos!
¡De Naxos las playas solas
Besen, mar azul, tus olas!
¡Vuestras urnas ignoradas
Abandonad, hamadriadas!
¡Sátiros, Ninfas, Silvanos
Danzad, cogidas las manos.
Para la ronda nupcial
De la misteriosa Virgen y Dionysos inmortal!
DIQN Y505 X DF.5CENDlENPO-D£-SU-CARR0-yDlRlGl£NDOSE-A-AR.lANA
¡Del fondo de las índicas regiones.
Atravesando selvas y domando leones,
Por mandato de arcana profecía
Vengo hacia ti, soñada Esposa mía!
Ni hostiles antros, ni hórridos tropeles
De monstruos, detuvieron mis bajeles,
Pues marchaba hacia Ti — y aquí me tienes
Ceñida la corona nupcial sobre mis sienes.
^^Rily^lM/K « C O JM - P A e/- I o" ivj
¡Oh música suprema! ¡Celeste melodía!
¡Cual inunda la trémula alma mía
De tu voz el incienso resonante!
¡Cómo en Ti, se refugia palpitante
IVli ilusión, como el ave perseguida!
¡Soy tu esclava de Amor! ¡Tuya es mi Vida!
'í^-fl
INVOCACIÓN «Ai* AFÍLODITA
Hija de las espumas y de las glaucas ondas.
Nacida en el misterio de la mar infinita.
Enséñame el encanto de tus caricias hondas...
¡Protégeme, Afrodita!
En tu viviente y límpida llanura de esmeralda.
Como el alcyón la ofrenda del canto deposita,
De virginales rosas deshojo mi guirnalda...
¡Protégeme, Afrodita!
Haz que en mi seno el héroe recline la cabeza;
Haz que mi beso encienda la llama en que palpita;
Pon en mi amor el fuego de tu triunfal belleza...
¡Protégeme, Afrodital
«•
• •.
Como el pájaro azul de la leyenda
Tu arrullo diste al dios, cual una ofrenda;
Y tu arrullo fué luz, y se hizo llama,
Y la llama fué Estrella que se inflama,
Y la estrella formó constelaciones. . .
•i»
Así crecen, Ariana, mis pasiones!
APIANA** F.XTENPIENPO-L.OS-h'RAVL.05-H/\CIA-D10NV<0>
Quisiera para el dios, ser un perfume
De mirra, que en la hoguera se consume;
Y ser ola que asciende; y ser el canto
De un astro; y de la Aurora el puro llanto!
DIONYSOS >« ACERCANDO-SF. • A • AR-l ANA
¡Myrtos! ¡Deshojad myrtos! . . . ¡Ornad de lirio y rosa
La cabellera magna de la Esposa!
¡Ceñid frescos laureles y pámpano flexible
En la sien fulgurante del Esposo Invencible!
¡Corra la savia ardiente de la Vida
A henchir el corazón del Universo!
¡Y palpiten en mi alma estremecida
Tu beso, Ariana, y la embriaguez del Verso!
A R.I ANA" ARROJÁNDOSE -EN-LOS-BRAZ-OS -DE l.-PÍQr
¡Auras, pájaros, luz, selvas, perfumes!
Hoguera inmaterial que me consumes
En ímpetus de amor;
¡Haced que me deshoje entre sus brazos
Como un arbusto en flor!
DlONYSOSxYx ARI ANA.X AL-MisMO-TiFMro
Vésper en el azur abre su broche
Como una flor sagrada.
¡Y será nuestro tálamo la Noche
De estrellas coronada!
D I O N Y/O./ X CON- PK orUNDA'TKRvNL'RA
ZT^IT
A^LIlcLAÑ
l_ií:>jt-,a.menite:-
Blanco loto de ensueño presentido
¡Ruiseñores del Ganges he traído
Y las gemas extrañas del Oriente
Para embriagar tu oído
Y circundar tu frente!
A. Ri I /K N /\ t CON • PROn >N DA- TFR>NVrRA
Mi fe, — claro diamante, —
Mi juventud y mi ternura ofrendo
Al vencedor del Indus arrogante.
Por quien la mirra del amor enciendo.
DIONYSOS X DI ai c: I í:'. N DOS F. ' 1-1 AC 1 /^ • KL • M A R
¡Apolo, que sumerges allá en el mar distante
Tu carro de oro, alumbra los ojos de la amante!
¡Ciñe en el halo fúlgido de tu heroico destello
La perfumada selva de su blondo cabello!
AP.T AIMAXMír.NTR AS-CANTA-FRt^NTE-AL
¡Hija del Sol! ¡Ariana! ¡Los dioses te han oído!...
¡En Naxos, los boscajes de nuevo han florecido!
A Ti, la cristalina canción de las fontanas;
A Ti, el beso del Aura en las frondas lejanas;
¡A Ti, el rumor polífono del mar meditabundo
Y el estremecimiento de amor que agita el Mundo!
¡De los hinchados odres corra la sangre hirviente!
¡Oh, Mar! ¡Alcen tus olas epitalamio ardiente!
./iLV?ANOcr»«MENADEy X Y xNlNFA/
¡Hija de Pasifae! . . . ¡Hijo de Semelé! . . .
¡Oh Himené! ¡Oh Himené! ¡Evohé, Evohé, Evohé!...
LL-.yU.-XVF-- CR.tPU./'CULO-DE rClt.NPF. •COMO'UNJ-
VF.LO-,rOBRF.-F.l.-Dll..\TAPO-M.AR-AXUL.-MlEN~
■Tli/>vS • SF- APAGAN- EN-r.t-F-$PAC10-l.AS-üLTlM.\S-NQTAVDEL-C0RQ
DIAT^C)
— i=>l;v^^. \ i . T^i::? v-x —
' \VaUcau
I
Es la hora azul. En el parque y
en el bosque hay ya rincones ves-
tidos de penumbra. Las pérgolas.
las glorietas y las enredaderas se
envuelven de misterio: los árboles
se despojan de su forma y su co-
lor para ser sólo siluetas, azules.
violáceas: y en el Rosedal, una muy
fina gasa de rocío, cubre los sende-
ros y llora sobre las flores. Se en-
cienden luces al par que estrellas.
En el espejo del lago de cristal,
coquetas se miran las hortensias y
las dalias, ademadas de túnicas
violetas. . .
El parque se anima: llega la ho-
ra de la fiesta cotidiana. De leja-
nías viene el rumor de un suntuo-
so desfile que se acerca. En el ca-
mino, suena sonoro el trotar de los
potros de Inglaterra: tocan las bo
ciñas, llegan los autos y cruzai
vibrando de energía: las cabalga
tas no tardan en seguirlos y van
llegando más autos y más coches.
y poco a poco el camino, antes
tranquilo es un enjambre de bri-
llantes atalajes. La ciudad cercana
vuelca sobre el parque un inter-
minable y ruidoso borbotón de
lujosas caravanas.
El paseo de los rosales y los ti-
los enciende sus luces encantadas.
y las primeras princesitas del
•chic» van apareciendo en la lumi-
nosidad de sus galas blancas y
pálidas. Detiénense los autos junto a la calzada:
los paseantes se multiplican, recorren todo lo
largo del camino, pasan y vuelven y comienza
el desfile. Van los solitarios, las parejas amo-
rosas y las bandadas alegres de las damitas de
marfil y rosa. Bajo la sombra de los árboles,
en los bancos y en el «parterre», se adivinan
grupos elegantes. Hay deliciosas mujercitas de
siluetas lánguidas y perezosas: hay ingenuas
•poupées» delgaditas como chiquillos, hay, dis-
frazadas de finezas muy «nonchalantes», domina-
doras exquisitas y hay esclavos de monocle y
trajes entallados.
De los bancos se levantan parejas admirables.
Con gestos tardíos y cansados, con una «allure» de
elegancias sin sospecharlo, sin esfuerzo, sin brío,
vanse caminando y se mezclan en los grupos de
las damas de negras «aigrettes» y las princesitas
casi niñas.
Se acercan silenciosos más autos: los lacayos
«muy puestos» abren las portezuelas, y ágiles y
blandas y decididas, entre tules suaves y diáfa-
nas gasas, como apariciones primaverales, entre
risas y entre flores, saltan fuera las muñequitas
de la «haute».
Otros autos brillantes y majestuosos, vienen en
busca de sus dueños. El «japonés», muy en su uni-
forme y sus cordones, desciende con «Wotan», el
«policía» mimado y espera a su dueña que se acer-
ca y sube. Va muy elegante, con elegancia muy
«boy», lleva gruesa sombrilla bajo el brazo y su
traje de «museline de soie», «tres legére», es una
brisa apenas, de sedas y de encajes. Bajo el som-
brerón de paja, brillan unos ojos de mar sombrea-
dos de misterio, asoman las pumitas de unos finos
y enroscados bucles de oro, y toda ella está en
la armonía de un «maquillage» perfecto en suavi-
dades. Y parte el auto: un elegante, delgado y
pálido, le mira alejarse y en el aire queda un per-
fume de «Stik», de «Rosa d'Orsay», entre el humo
de un «Kedive».
Y siguen pasando deliciosas mujercitas, finas
y delicadas como el alba de sus túnicas, y hombres
elegantes, con una elegancia seria, muy «souple»,
muy inglesa: y al pasar y al cruzarse dejan todos
ellos gestos de nobleza, palabras de ingenio y
frases galantes. Hay aristocracia en los movi-
mientos y en los espíritus.
Cruje apenas la arena bajo los finos piececitos
que parecen posarse con timidez, y las siluetas de
vaporosas telas no se anuncian con un «frou-frou»;
se adivinan, se sueñan, se las siente llegar, en el
débil taconeo, en el suave rumor de los pliegues
de seda . . .
Junto al lago, en la glorieta de Diana Cazado-
^ oroí.^olocAaM;
O
'5TIWC1ÜNES
DE PELAE?.
ra, bajo las madreselvas y los jazmines, charlan
y ríen las parejas juveniles.
Y nace la luna y las princesitas encantadas ves-
tidas de nieve y Diana de mármol y el plumaje
esponjoso de los cisnes y las manos largas y pá-
lidas y los jazmines y los cuellos y los brazos de
nácar y marfil: todo se tiñe de malva y azul, en
una armonía generosa que todo lo envuelve, que
todo lo vela y lo hace hermoso.
Van pasando otra vez las bandadas blancas y
las siluetas ágiles y vaporosas: de lejos parecen
vestales que danzan y corren. . . Vuelve el desfile
interminable: se oye el rodar de los coches y el
trote animoso de los caballos: vibran de nuevo
los motores enérgicos y la caravana se retira rui-
dosa y elegante, llevándose a las princesitas de-
liciosas y pálidas. Muy pronto no es sino un mur-
mullo lejano.
Se apagan algunas luces, se encienden más es-
trellas. La luna ha remontado en su camino de
luz y el parque se abandona en amorosa quietud.
Los cisnes majestuosos nadan silenciosamente
entre hilos de plata: nada se oye, ya todo duerme.
Y de repente suena un grito, intenso, audaz, bra-
vio, un grito fino y punzante como flecha lanzada
en la noche. . . y es que en la glorieta de Diana,
aristocráticamente hermoso, un pavo real, abrien-
do su cola, ha saludado a la luna.
II
Es la hora azul. En el parque y en el bosque
hay ya rincones vestidos de penumbra. Los sen-
deros, las glorietas, las pérgolas y los macizos de
hortensias y de rosas se cubren de humedad en
largos y rasantes jirones de tules blancos...
Son los sitios y lugares que ya conocemos. El mis-
mo paseo de los rosales y los tilos. Un poco más
J
viejos los rosales, sus troncos más
nudosos, más retorcidos y un poco
más corpulentos los tilos, los plá-
tanos y los Jacarandas. La misma
escena, sólo han cambiado los ac-
tores.
Pero es ya tarde; la animación
decae. La multitud levanta sus
campamentos improvisados, sus
tiendas de «pic-nic». los toldillos
multicolores: recoge sus meriendas,
vacía sobre el césped los restos de
las canastas y reuniendo a los dis-
persos y llamando a los chiquillos
que corren todavía, se van. se
pierden por los caminos, cantando
y riendo. El rumor del enjambre
disminuye, se aleja: pero grupos
cercanos, aun huelgan y prosiguen
la fiesta. En los «parterres», bajo
los tilos y los castaños, hay hom-
bres y mujeres que echados sobre
el suelo, ríen y cantan. Suenan los
acordeones, tañen las guitarras y
hay parejas que bailan, entre chi-
llidos y risotadas... Apenas si se
apercibe la voz de los troveros que
cantan y que tocan. Aumenta la
algazara: en grupos más cercanos,
es mayor el vocerío, más conti-
nuas las carcajadas: nadie se oye,
hay discusiones ruidosas donde las
expresiones groseras ganan brillan-
tes victorias y hay vulgares des-
plantes y voceros enronquecidos.
Bajo los eucaliptus, la reunión es
numerosa y atrae a los dispersos:
el público se multiplica, negra se
ensancha la muchedumbre y se es-
trujan, se aprietan, brotan insultos e interjeccio-
nes. Un orador de voz robusta y enérgico ademán
arenga a la gente, y pone en sus palabras senten-
cias sin piedad... Los proletarios gritan entu-
siasmados y hay resoplidos de alegría, aplausos
ruidosos y «vivas» y «mueras», que lejanas reco-
ge el eco del bosque. Concluye su peroración el
«avanzado» y la plebe se desparrama por los ca-
minos y por el césped... Los chiquillos corren,
se esconden tras los rosales y las madres que los
buscan, los persiguen por entre las flores, piso-
teándolas y llevándose al pasar prendidas en sus
faldas los gajos más generosos.
Saltan los corchos, aun quedan botellas. El ora-
dor remoja su garganta, escupe y bebe y brinda
por sus «compañeros»: todos ríen y aplauden, gri-
tan y cantan: los acordeones, entonces, arremeten
furiosos, entonan la «marcha triunfal», que el
parque entero corea. . .
Y nace la luna: la luz de plata teje un encaje
primoroso tras los castaños y los tilos. Los últi-
mos grupos se levantan para marcharse. Cargan
las mujeres con sus chiquillos y sus canastos, los
hombres con sus ideas y sus botellas, se reúnen
las familias, se despiden los grupos y el vocerío
se apaga, se aleja. . .
Aun pasan rezagados entre gritos destemplados
y agrios, arrancan flores al pasar y adornan con
ellas sus sombreros y sus guitarras.
De la glorieta de Diana parten los últimos.
Por entre las enredaderas de madreselvas y jaz-
mines, la luna ilumina el lugar. Hay por la arena,
sobre el césped y los arrayanes, papeles y trapos
sucios, cascaras y naranjas pisoteadas y botellas
y flores. Diana cubre su cabeza con un sombrero
de periódico y sobre los bancos de mármol hay
cajas desvencijadas, rotas canastas en cuyas heri-
das se tiñen de rojo los jazmines caídos. Charcos
de vino y de lodo, se extienden y chorrean por los
escalones del lago. . . En el aire queda un vaho de
humedad, de frutas, de «Toscanos» y «Cavoures»,
de vinagre, de taberna. . .
Se apagan algunas luces, se encienden más es-
trellas. Ya todo duerme. Los cisnes majestuosos
nadan silenciosamente entre hilos de plata. Todo
es quietud, nada se oye. Y de repente suena un
gemido largo y punzante como flecha que cruza
en la noche. . . y es que en la glorieta de Diana,
aristocráticamente hermoso, más hermoso que
nunca, un pavo real, pasando desdeñosamente por
entre los papeles, las cascaras y los charcos de
vino y de lodo, ha subido a lo alto, lanzando
desde allí su grito de desilusión, y abriendo su cola,
ha saludado a la luna.
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ODA la vida de Máximo Gorki, ac-
cidentada y andariega, está admi-
rablemente sintetizada en un vulgar
episodio, que dibuja con vigor la
intererante figura del gran rebelde:
Un buen día. llevado por su inex-
tingible pasión errabunda, llegó a
una pequeña población, perdida entre las soli-
tarias rocas del Cáucaso: Tiflis. Traía el gran
vagabundo, el alma henchida de las luminosa-,
visiones del Mar Negro, que más tarde habían
de servir de fondo para sus hermosas narracio-
nes, y aun perduraba en su corazón el eco sal-
vaje que. a las orillas del Don. recibiera oyendo
las viejas canciones cosacas que añoran días de
gloría y sangre. Venia de Kouban. ebrio de mar
y cielo, sólo traía por todo bien, un pequeño y
misero atado. Llegó a la estación de Tiflis. pi-
dió trabajo, lo obtuvo. Fué simple changador.
No tardaron stis jefes en descubrir en el recién
venido virtudes superiores. ¿Quién era aquel hom-
bre de humilde aspecto y de tan soberana elo-
cuencia como penetrante inteligencia'? Después
de las horas de ruda labor, y esto lo ha contado
más tarde uno de sus jefes, se le veía rodeado
por los innumerables obreros de las canteras, a
quienes tan pronto les leía un libro, cuyo sentido
aclaraba, como discurría con envidiable prepara-
ción sobre los sucesos y temas más difíciles y va-
riados. Fijos los ojos en aquel hombre extraño,
habían de sentir aquellas almas vírgenes ensan-
char su limitado horizonte espiritual, al conjuro
de la cálida elocuencia de Pechkov (Gorki), mien-
tras las brisas salinas del Mar Caspio reabrían
en los corazones viejos ensueños que, para aque-
llos pobres seres, se perdían misteriosamente tras
los picudos y abruptos Alpes Caucásicos.
Ocurrió, que estando una vez el subjefe leyendo
una novela, halló algo referente a los masones.
Quiso saber, como es muy natural, quiénes eran y
lo qué hacían. Al parecer de aquel íjuen hombre,
en Tiflis. fuera del jefe, nadie podía saber nada al
respecto. Le preguntó y el jefe, sólo recordaba
vagamente haber oído algo, pero en realidad estaba
en ayunas sobre el punto. Presente en esas circuns-
tancias Máximo Pechkov (Gorki), le manifestó al
subjefe, que si no ter.ía inconveniente él seria el
encargado de darle una relación detallada sobre la
masonería. Jefe y subjefe, se miraron con una son-
risa de incredulidad. ¿Cómo sería posible que aquel
tosco changador, dijese algo con tino? Sin mayo-
res preámbulos empezó Pechkov a explicarles el
origen, desarrollo y finalidad de la masonería,
con tales demostraciones de erudición y ameni-
dad, que durante dos horas quedaron ambos oyén-
dolo dentro del mayor asombro. Desde aquel mo-
mento. Pechkov. compartía las largas veladas con
sus jefes, cuya admiración iba en «crescendo».
Además. Pechkov. mantenía una copiosa corres-
pondencia y esto, avivaba aún más la curiosidad
de sus dos amigos.
¿Sería un estudiante perseguido?
Se le aumentó el sueldo a veinticinco rublos,
que Pechkov, despreocupado y pródigo, se encar-
gaba de repartir entre los obreros más necesi-
tados. Y así, hasta que una tarde, Pechkov se
presentó en el despacho del jefe y le anunció su
firme resolución de marcharse. Fueron inútiles las
promesas y ruegos del superior. Había resuelto
irse, y nada podía detenerlo. Se le pagó lo que le
correspondía del sueldo, y al mismo tiempo, se le
ofreció un pasaje hasta la estación que eligiese.
Con la consiguiente extrañeza del buen jefe,
Pechkov rechazó el ofrecimiento, limitándose a
decir, que haría el largo trayecto a pie. Y sin más
explicaciones, echó al hombro su mísero atado y
calzado con burdas botas de fieltro salió del des-
pacho con dirección a la población más cercana:
Kazbeck. Durante algunos instantes pudo ver
el jefe, a aquel hombre exótico marchar sereno
hacia un punto ignoto, con la fe de un iluminado
y la convicción de un apóstol. Impresionado, lo
siguió con la mirada. Luego, en el silencio de la
tarde, su figura se perdió en e! horizonte como
un ensueño, y en la solitaria tristeza de Tiflis sólo
quedó el recuerdo de un hombre que había sido
muy sabio y muy bueno.
Y así ha sido toda su vida. Arrastrado, desde la
más corta edad, por una fuerza irresistible, aban-
donó el hogar para ir por la nivea frialdad de la
estepa, buscando con desesperación, algo, que si
todavía palpitaba incierto en su gran corazón,
presentía, en cambio, como un don, que más tarde
había de brindarle conjuntamente con la gloria,
la cárcel. Recorrió así toda la Rusia, llenando su
alma con las mil escenas, que unas veces la cruel-
dad de los hombres y otras, el amor, ofrecen al
caminante que siente y observa. Impulsado por
«un deseo feroz de aprender», se abrió a la vida con
sin igual pasión y todo quiso verlo y para todos,
de sus labios, brotó el perdón. Su odio, violento y
santo, lo reservó para los tiranos. Vivió hermana-
do con el hampa instantes trágicos, que han in-
mortalizado sus narraciones. La miseria llevó su
vida de andanzas a lo más abyecto de la sociedad,
de donde su pluma tornó empapada en el dolor
de los que sufren eterna miseria y degradación,
para redimirlos con ternura en páginas reales,
intensas y dramáticas. Comprendió, como ninguno,
su misión sagrada de escritor y desde el primer
rasgo de su pluma, vibró enérgica la protesta en
un llamado formidable de rebeldía, contra la bar-
barie, en nombre de la libertad y de la humanidad.
Tembló toda la Santa Rusia, ante el rugido de
aquel león que, suelto en la inmensidad de la es-
tepa, mostraba sus garras y su odio. Y las puertas
de la cárcel se abrieron para el gran vagabundo,
para Máximo el «Amargo». Toda su obra refleja,
con sinceridad absoluta, y con el desaliño selvá-
tico de su gran temperamento, su vida de andan-
zas, de incansable nómada, inquieto y rebelde,
Y por eso, por haber vivido en el seno de la natu-
raleza, nadie lo iguala, dentro de la literatura
rusa, cuando su pluma, rica en colorido, pinta es-
tremecida de emoción,... «el ruido y la luz del
sol, mil veces reverberado por el mar» o bien...
«la inmensidad infinita, libre y poderosa de la
estepa».
Cada acento de su alma trae un gran dolor co-
lectivo. Siente el rumor del pueblo con cariño de
padre, y su miseria lo conmueve, incitándole a la
acción.
>J^'
pía po/mcHíiiid
soíiimpnidl
PORd
JOMm I^. VILLA
ILUSTKACION Dt
Murió Ana María con las últimas violetas, cuan-
do la primavera empezaba a insinuarse levemente
vistiendo a los árboles de follaje y a las plantas de
flores, allá en la tranquila, pequeña y antigua ciu-
dad provinciana, envuelta en un silencio de claus-
tro y en una paz labriega.
Murió Ana María atacada por un mal, descono-
cido para las sencillas gentes de la ciudad. Alguna
persona dijo que le habían hecho daño. Y ni la
madre con la experiencia de la edad y el natural
interés de madre, ni la vieja criada con su astu-
cia y perspicacia ingénitas de criolla, ni el bona-
chón médico del pueblo con sus elementales cono-
cimientos de su ciencia, lograron encontrar el ori-
gen de la extraña enfermedad de la niña.
Sólo Ana María sabía la causa de su mal. El
había empezado poco tiempo después de conocer
a Arturo, un arrogante oficial de caballería, todo
bigotez y esbeltez, de facciones afeminadas aunque
agradables; maestro en el arte de la seducción,
tenaz cuando ponia en práctica sus variados re-
cursos para conquistar a las mujeres y exigente
hasta la terquedad cuando la rendición de la «pla-
za asediada» le convertía en vencedor.
Vio a Ana María en la modesta plaza de la ciu-
dad, en una tarde maravillosamente hermosa de
abril; gustóle e! garbo, fineza y hermosura de la
riña y creyó adivinar en los negrísimos y húmedos
ojos de mirada vaga y melancólica, una natura-
leza sensible y un alma ingenua y buena, dulce
y poética — tranquila como la azulada y tersa
superficie de un lago — aún no surcada por el olea-
je violento que produce la tempestad de las pa-
siones. »
Y la candorosa niña que como capullo de blanca
rosa abríase a la vida, criada con la sencilla seve-
ridad de las costumbres lugareñas, desconocedo-
ra de los fingimientos y mentiras, como la tímida
mariposa de vistosas alas que cae abrasada en la
llama de una bujía, cayó ofuscada por el res-
plandor intenso de dos lámparas traidoras: los
azules ojos del teniente.
Y desde entonces, el apuesto militar y la can-
dida niña viéronse de noche, secretamente, en el
jardín de la antigua casa de arquitectura colo-
nial — construida por los antepasados de Ana
María — bajo los naranjos en flor cuyos sutiles
'erfumes embalsamaban el ambiente con un vaho
enervador y voluptuoso que incitaba a olvidar
¡as amarguras de la vida, a perdonar los agravios,
a ser bueno, a pensar, a amar mucho. . .
Las citas ocultas sucediéronse noche a noche
por espacio de un mes.
Ana María, del brazo de su amado y reclinando
en uno de los hombros del teniente su adorable
cabecita llena de ideas románticas, cuando todo
era silencio en la vetusta casa, paseábase lenta-
mente bajo los naranjos, embriagándose con el
penetrante aroma de sus flores; invadida por una
extraña laxitud, con los ojos cerrados dulcemente
y la carmínea boquita entreabierta como para as-
pirar ávidamente el aire cual si temiera que fuera
a faltarle de improviso; sumida en un estado nir-
vánico, con los sentidos insensibilizados por una
especie de sopor. . .
Durante estos paseos nocturnos, la jovencita
experimentaba crisis agudas de sentimentalismo.
Como una desesperada, abandonando su estado de
inconsciencia, estrechaba a Arturo fuertemente
con sus delgados y bien torneados brazos. Y en-
tonces Ana María lloraba, sin saber por qué, con
un desconsolamiento inmenso, sollozando frases
sin sentido pero impregnadas de amor. . .
Quizás vislumbraba un futuro nebuloso para
ella o para su novio; tal vez presentía que la aguar-
daba un cúmulo de desgracias y contrariedades
en los días venideros.
Indudablemente, por eso lloraba la provincia-
nita toda idealidad y pasión.
La racha glacial y furiosa de la Fatalidad arras-
tró lejos, muy lejos, diluyéndolas en la atmósfera
de lo irrealizable, una multitud de ilusiones dora-
das alimentadas por el suave calor de un alma
soñadora y bella, delicada como una sensitiva.
Arturo marchóse de la ciudad serrana, sin expe-
rimentar dolor alguno al separarse para siempre
de Ana María. Su idilio había sido uno de los
tantos que gustó en su vida, que empezaron y
terminaron sin saber cómo y sin dejar la más leve
huella en su espíritu de hombre materialista. Y
fuese de la ciudad despreocupado y alegre como
siempre, atizando hasta el último momento el
fuego de las ilusiones de la niña con promesas fin-
gidas y falsos juramentos.
Ana María pretextó ante su madre urgente ne-
cesidad de salir y fué a despedirlo a la estación.
Y cuando el tren se perdió en la lejanía de la
llanura, la jovencita sintió un vacío inmenso den-
tro de sí; un vacío insondable que fuese llenando
poco a poco con ideas tristes y presentimientos
fúnebres. . .
Y así pasaron varios meses en el vertiginoso
rodar del tiempo. . .
La ingenua provincianitasufría doblemente por-
que sufría en silencio: el dolor compartido no nos
parece tan acerbo.
Ana María no tuvo noticias de Arturo, aunque
buscó todos los medios para obtenerlas.
Una mañana el correo trájole una carta que
abrió y leyó con ansiedad profunda. Era de Arturo
y le comunicaba lacónicamente su casamiento. . .
con otra mujer. . .
Fué el golpe de muerte asestado en el corazón
de la pobre niña. Sufrió mucho, como sufren las
almas delicadas cuando se las hiere brutalmente, y
lloró en silencio y ocultamente su tremenda des-
ventura... Paseó en las tardes tristes y serenas
del invierno montañés por el jardín de los naran-
jos, y rememoró los instantes de la felicidad ya
muerta.
El jardín ya no era el mismo; los naranjos es-
taban mustios como si sufrieran una gran sequía,
las plantas tristes, marchitas: una alfombra de
hojas amarillentas y resecas cubría el suelo cru-
jiendo suavemente cuando la niña las hollaba
con sus diminutos pies. . . „
Desde entonces Ana María empezó a adelga-
zar a ojos vistas, rápidamente, fatalmente. . . Los
obscuros ojos perdieron el brillo intenso de los
días pretéritos; el color rosado de la juventud
esfumóse para siempre de sus pómulos; los labios,
en un tiempo exquisitamente modelados y son-
rientes, plegábanse ahora en un gesto de amar-
gura, de desencanto, de profundo desaliento...
Ana María fuese consumiendo poco a poco. . .
Y llegó un día en que no pudo abandonar el lecho;
tal era su debilidad y decaimiento físico.
Desde entonces pasó la vida en un sillón espe-
rando resignadamente la muerte... Los días se
deslizaron en lenta sucesión de horas monótonas,
sin objeto determinado, sin alicientes gratos, sin
esperanzas fundadas, sin ambiciones definidas. . .
Vivía únicamente su vida pasada. . .
El mismo sufrimiento dióle un estoicismo sobre-
natural. La mujer toda ensueños y optimismo
volvióse materialista y escéptica hasta el des-
aliento... Ya no lloraba: sonreía, pero con una
sonrisa triste que enmascaraba al llanto y al
dolor. . .
Y una tarde, cuando las últimas violetas se
agostaban y los primeros botones engalanaban los
rosales, Ana María, contemplando el sol que se
hundía lentamente tras la ingente mole de una
sierra que recortábase nítidamente sobre el fondo
opalino del horizonte, harta de aire y de perfu-
mes, ebria de paisaje y de luz, cerró los ojos dul-
cemente, plegó los labios en una sonrisa indefini-
ble mezcla de dolor y de satisfacción y expiró. . .
El astro del día acababa de esconderse detrás
de una montaña majestuosa... La noche diá-
fana y fresca descendió pesadamente... El cielo
adquirió azulina transparencia... La luna brilló
muy luego con su magnífica esplendidez. . .
La ciudad estaba quieta, con quietud de cam-
posanto. . .
En el jardín de la vieja casa colonial los naran-
jos estaban mustios como en los días dolorosos
que vivió Ana María, la linda provincianita soña-
dora y sencilla, frágil y pura como los lirios de
su valle natal.
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i Q<ió en lílaubcui}^ el ano 6c 1^0 jiíjniticanbofe:^
por haber 4Í60 d primero qm ÍHtro6uio,íl¿!u^o
rtallono en±K lof pini«^ j¡káen<:oj ík fu'^g^
orcmo
I. VUPA
(í^.
'cííecrao
—T=>1^>^& X^'l_m:2>ís.—
TRAJE BLONDINE. EN TAFETÁN MARRÓN,
FLORES DEL MISMO TEJIDO RECOGEN LOS
BULLONES.
Tres enigmáticas pero modernísimas figurillas me espe-
ran esta tarde, bajo el. círculo luminoso de mi lámpara,
compañera fiel de mis horas de trabajo... Al tomarlas,
debo acercarlas aún más a !a luz para descifrar — - con
bastante dificultad — la leyenda anotada al pie de cada
dibujo, y me parece descubrir cierta expresión de ironía,
en esos ojillos apenas indicados por el rápido trazo de lápiz
que ha cuidado con esmero de los detalles del vestido, —
y era en este caso lo esencial: — pero que no ha tenido
tiempo que perder para convencerme que las figurilla"
que lucían los codiciados modelos dernier cri podían se.-
admiradas también por su belleza...
¿De dónde venimos? . . . ¿Qué es lo qué hacemos aquí? , . .
parecían preguntarme... Busqué entonces la leyenda de
la más atrayente de las tres, y leí: Longchamp. . . y ese
solo nombre evocó, para mí, el cuadro inolvidable, ¡de
luz y de color! El Gran Prix, acontecimiento indispensa-
ble para la vida parisina, como lo es el Derby, para los
hijos de Albión: después de la prolongada paralización
de toda manifestación mundana, París revive sus fiestas
predilectas, y sus elegantes mujeres se congregan, bulli-
ciosas y coquetas, para lucir galas primaverales; dema-
siado largos fueron los meses en que llevaron las sobrias
vestiduras que simbolizarán para siempre la infinita ab-
negación de esas mismas frágiles Tanagras, cuyos movi-
mientos ciñe hoy la estrecha falda que las impone la moda.
En el primero, cubre el estrecho forro de raso negro
una túnica de tul blanco plegado, terminado por ancha
franja de piel de mono.
Es el segundo, de estilo sastre, de lana color almendra,
con bordados del mismo color, pero en tono más obscuro;
falda plegada.
Luego, el traje para la tarde, hora del té. conciertes,
visitas. . . Su nombre — Blondine — indica que deben
llevarlo, con preferencia, las de dorada cabellera; está
hecho todo de pequin marrón, y guarnecido con flores
de la misma tela.
La Dama Duende.
t
bfmmi
wmofú
fotografías tomadas
expresamente para
•PLVS VLTRA.
X
TRAJE DE CARRERAS, EN
SATÍN NEGRO RECUBIERTO
DE TUL BLANCO PLEGADO.
LOS BAJOS DE LA FALDA,
GUARNECIDOS CON PIEL
DE MONO.
SASTRE RIBERA. FORMA SASTRE EN TEJ IDO
BEIGE, BORDADO CON CINTA PASADA, FAL-
DA BEIGE PLEGADA.
— I=>I_7v:s
}j^-
PINTORLe/'CO
^^lt~*** la criatura vino al mundo, ya le
tanin k» padrinos deudos, y hasta el notn-
bre que — fuera varón o mu)er — debía lle-
var al nombre del padrino, por cierto.
qoe ara también el de la re^ón donde nada:
fué mujer, y la llamaron Salvadora. . . era su
destino.
En aquellas parajes tan alejados de los
rseunos de la civilización, donde las oostum-
bras aaa tan primitivas y donde un sacer-
dote tiene que atondar una (eligresia de mis
de euaranta leguas, están autcri^.í Jas las
penonas de mes represent'^ '^r a
pooar el a(ua bautisnal a 1 ios.
pots de k) contrario, corren ts:
da lluai a su mayor edad sin V
oifaido.
nra los padres de nuestra ahijada, eran
extiaojaras. y ito se conformaban con la cos-
tumbre del lugar: querian que su hija fuera
bautiíada por un sacerdote y en una iglesia:
y oomo el establecimiento don'de residíamos.
diitaha siete largas leguas, no diré de la igle-
sia mes cercana, pero sí de la que tenia cura.
tuvimos que salvar a caballo la .distancia
que nos separaba de Belín. la capital del
Departamento.
Preeioao fué el recorrida que hicimos en
numerosa caravatu acompal^ando a la niña
a su bautizo: cruzamos cerros escarpados,
Ileoos de lujuriante vegetación, donde col-
gaban de irboles centenarios. Jas coquetas
lianas que cantan los poetas, y a cuyo pie
corrían las transparentes aguas de un arro-
yito, alimentado, sin duda, por algún ma-
nantial oculto bajo un tapiz de heléchos de
variadisiinas formas y colores.
¿Por qué — pensaba yo — llevar esta ñifla
a una iglesia para acercarla a Dios? ¿No está
más cerca de El aquí, rodeada de su obra?
En medio de aquella salvaje y grandiosa
naturaleza, donde es tan fuerte la sensación
de la propia pequefíez. el alma se dilata y
adora con verdadera unción al Creador de
tanta maravilla, entrando realmente en co-
munión con Dios.
Allí es donde hubiera yo bautizado a mi
ahijadita: sentía vehementes deseos de ha-
cer un Jordán del plateado arroyito cuyas
caprichosas curvas seguíamos en la quebra-
da: pero.-, imposible ni dejar traslucir mi
pensamiento: mis futuros compadres se hu-
bieran horrorizado ante semejante idea y me
hubieran creído, seguramente atea.
La quebrada iba ensanchándose y nos
acercábamos a la gran planicie que consti-
tuye el valle llamada de Belón. cuando em-
pezamos a oír, en medio del imponente silen-
cio propio de aquellas regiones, algo asi
como el lejano rumor del mar. A medida
que avanzábamos, el ruido crecía en inten-
sidad, pero no podíamos adivinar qué era
lo que lo producía. Intrigados por aquel fe-
nómeno, tratamos de inquirir su causa.
«Son los loros, señor», nos dijo el mozo de
mano sonriendo y un tanto extrañado de
que nos sorprendiera un hecho tan común
para él.
No le creímos, sin embargo, pues el estré-
pito iba ín crescendo y no parecía cosas de
loros. El vago rumor de un mar lejano ¡base
convirtiendo en el ruido ensordecedor del
choque de furiosas olas sobre las rocas. Y.
cuando, pasada una vuelta del camino, nos
encontramos en el abra formada por la des-
embocadura de una quebrada, el espectáculo
que se ofreció a nuestra vista era verdadera-
mente imponderable: millares y millares de
loros cubrían allí los árboles: no se veía una
hoja y había ramas que parecían no poder
ya resistir el peso que tenían que soportar.
Aquellos eran verdaderos árboles de loros,
especie ésta que no figura en nuestro Jardín
Botánico.
Todos los endiablados y ruidosos pajarra-
cos de la comarca, enemigos acérrimos del
agricultor, se habían reunido allí en solemne
congreso y sólo Dios sabe lo que discutían;
pero sí aseguro que cientos de bocinas de
automóvil sonando a la vez, juntamente con
las campanas todas de nuestras iglesias lan-
zadas a vuelo, no hubieran producido tanto
ruido como el que hacían aquellos diminutos
congresales.
El espectáculo era muy original y de los
que no se olvidan fácilmente, pero para ali-
vio de nuestros tímpanos apuramos la mar-
cha y pronto dejamos atrás aquella animada
rsuni6n. que seguramente se habrá prolon-
gado hasta la caída de la noche.
Habíamos recorrido ya más de cuatro le-
guas, cuando divisamos los primeros ranchi-
tos que forman la población llamada Lon-
dres', sitio donde residieron en otro tiempo
los indios más valientes que habitaban lo
que es hoy nuestro territorio: los Calchaquíes
y los Quilmes. Existen aún algunos vestigios
de su extinguida civilización, pues se ven
todavía allí restos de ruinas de los fuertes
que ellos hicieron, quizá para defenderse de
los españoles que. venidos del Perú, funda-
ron en aquel lugar la primera población, que
ellos levantaron en territorio, hoy, argentino.
No eligieron mal, por cierto, pues es ese
punto uno de los rincones más pintorescos
de la República, uno de los que más bellezas
reúne. Lleva aquel pueblito el pomposo nom-
bre de Londres, porque fué fundado en el
afto 1559, en ocasión del casamiento de Feli-
pe 11 con María de Inglaterra, hija de En-
rique 111.
A pesar de la atracción que ejercía sobre
nosotros este precioso e histórico pueblo, con
sus coquetos cerritos y sus tortuosos y som-
bríos callejones, bordeados de acequias y
desde donde la frondosidad de los árboles
que los forman, no dejan ver ese cielo siem-
pre azul y siempre diáfano: donde anidan la
variedad más completa de pajaritos de vis-
toso plumaje y armonioso canto, tuvimos
que seguir viaje para no llegar demasiado
tarde a nuestro destino.
Eran las siete de la noche cuando arriba-
mos a Belén, y fué con verdadera alegría que
vimos el fin de la jornada, pues nuestros
cuerpos poco habituados al exceso de ejer-
cicio que les habíamDS exigido, veían con
placer llegar la hora del reposo.
Belén se parece mucho a Londres: pero
todo en él es más grande: sus cerros son más
EMlNy\* P. «DE
altos, sus planicies mayores, los callejones
más anchos: en lo que a naturaleza se re-
fiere, se podría decir que es Londres visto
a través de una lente de aumento; pero no
siempre favorecen las mayores dimensiones.
y esto, a mi juicio, pasa con estos dos pue-
blos, uno es más grande, pero el otro mucho
más hermoso. Como población, no hay com-
paración. Belén es la capital del Departa-
mento. Grande fué nuestra sorpresa al en-
contrar allí una lujosa iglesia moderna, de
tres amplias naves, que no desmerecería en
un aristocrático barrio de nuestra Capital.
No diré que la escuela y demás edificios sean
en consecuencia; quizá las veinte leguas que
separan esta población del ferrocarril, entor-
pecen su adelanto.
Al día siguiente de nuestra llegada, tuvo
lugar el bautizo, al que concurrió gran parte
de la población, atraída, sin duda, más por el
deseo de ver a los forasteros — que tan po-
cos llegan hasta aquellas regiones — que por
el bautizo en sí. Esta ceremonia es allí como
en todas partes, no tiene ninguna caracterís-
tica especial que llame nuestra atención.
Después de terminada fuimos obsequiados
por el cura del lugar, con un suntuoso al-
muerzo, al que concurrieron las autoridades
y todas las personas representativas de Be-
lén. Sociedad patriarcal aquélla, sencilla, hos-
pitalaria, buena, como la que tantas veces
(con una sonrisa incrédula en los labios)
hemos oído describir a nuestras abuelas; in-
crédula digo, porque las que hemos nacido
en este medio y en esta época, no alcanza-
mos a comprender que haya habido una so-
ciedad sin doblez, sin vanidad, donde se tu-
viera el culto de la amistad y del honor: y,
sin embargo, hoy en pleno siglo xx, encon-
tramos parajes donde sus habitantes, no han
sido aún contaminados por los egoísmos y
falsías que la civilización aporta.
Dejamos Belén con verdadero pesar y vol-
vimos a llevar a la pequeña cristiana, de ru-
bios cabellos, a la adusta montaña que la
vio nacer.
Si como las madrinas de los cuentos de
hadas, hubiera podido hacerle dones, hubie-
ra sido uno de ellos, el que nunca dejara el
majestuoso silencio de aquellos lugares, cuya
nostalgia siento y seguramente no me aban-
donará jamás.
TRABA. J0-DC~L05~NIN05-CN~LAS-CALLL5-DE-LA5~CÍUD^DE5.
• Toda obra que la mujer emprerwia. toda
actividad generosa que la haga traspasar
por un momento los lindes encantados de
su propio hogar, acercarse a la vida, ponerse
en situación de comprenderla, de darse cuen-
ta de que hay un más allá hecho de injusti-
cias tremendas y de dolores insospechados,
lejos de hacer perder feminidad a su espí-
ritu, la aumentará ensanchándose el cora-
zón a medida que aumente el conocimiento».
Esto dice Martínez Sierra, el maestro, el es-
cultor de la palabra, que conoce el corazón
femenino, como si viera sus sentimientos
reflejados en un espejo.
Aquí en nuestro ambiente van rompién-
dose ya prejuicios de antaño, y vemos a dís-
tininiídas damas que ocupan una posición
sodal. que en otras épocas habría absor-
bido por entero su vida, dedicarse no sola-
mente a endulzar existencias, aliviando mi-
serías, sino estudiando problemas sociales
que eviten los males: que más caridad y
mejor aplicada es propender a evitarlos que
remediarlos.
La sefiora Etelvina González Chaves de
ToreUó, secretaria de actas del Consejo Ge-
neral de Sar Vicente de Paul, ha encontra-
da d tiempo, a pesar de sus múltiples obti-
gadones olctaleí y mundanas, para tradu-
cir a nuestro idioma un libro cuyo conoci-
miento es tan necesarío en esta ciudad,
donde el trabajo de los niños en la calle
carece en absoluto de reglamentación y vi-
gilaiKia. A con'l"""- ^' "anscribimos al-
gunos párrafos ; ro, escrito por
R. N. Qopper. escabeza estas
lineas. Los cinco primeros capítulos exponen
las condiciones y discuten las causas; los dos
subsiguientes se "' 's efectos, y los
últimos tratan . os. El asunto
está presentado .-nplitud.
• EL TRIBUNAL DE VENDEDORES DE DIARIOS
En Boston se ha emprendido un ensaya
interesante en el sufragio juvenil y de juris-
prudencia, con el fin de poder contralorear
hasta cierto punto ¡a tendencia de los dia-
reros a la delincuencia, e infundirles un sen-
timiento personal de responsabilidad.
Durante el año 1909. cerca de trescientos
diareros pasaron ante el tribunal para niños
en esta ciudad, los cuales estaban acusados
por violación a las reglas locales referentes
a las autorizaciones.
Como en éste tribunal había exceso de
trabajo y demora-
ban en pronunciar
las sentencias, en
vista de ésta situa-
ción, los mucha-
chos concibieron la
idea de establecer
un tribunal de ven-
dedores de diarios
que tendría juris-
dicción en todos
tos casos por faltas
a la observancia de
las reglas que rigen
el oficio. Al año si-
guiente se presentó
una solicitud al Co-
mité de las Escue-
las de Boston, la
que fué favorable-
mente recibida por
aquel cuerpo, y en
conformidad, en la
elección ordinaria
del día en aquel
año, los diareros
echaron sus boli-
llas para elegir tres
jóvenes jueces para
el tribunal. Estos
tres muchachos y
dos adultos desig-
nados por el Co-
mité de la Escuela,
componen el tribu-
nal. La elección de
esos niños jueces,
tiene lugar anual-
mente y todos los
diareros autoriza-
dos que concurren
SEfíORA MARÍA TERESA DE OUERRICO DE 2API0LA
ACOSTA
La consagración del enlace de la señorita de
Cuerrico, con el señor Nicanor Zapiola Acosta, dio
lugar a uno de los acontecimientos sociales más
brillantes de la temporada. La ceremonia se efec-
tuó en la elegante residencia de los esposos Guerrico-
Carlés. en cuyo salón de honor se dispuso un sun-
tuoso altar en el que se admiraron ornamentos
sagrados de incalculable valor artístico, piezas pro-
venientes de las colecciones propiedad de las familias
de Guerrico, Bunge, García Calvo y Carballido.
La gentil desposada lució, durante la solemne
ceremonia, sobrio atavío de raso blanco, nimbando
la delicadísima belleza de su rostro, así como su
esbelta silueta, e! tradicional velo de tul de ilusión,
sujeto sobre la frente por azahares y azucenas.
La D. D.
a las escuelas públicas, son calificados como
electores. El tribunal está autorizado para
investigar y manifestar sus fallos con las
recomendaciones al Comité de las Escuelas
en todos los casos de infracción a las reglas
del diarero. Bajo la ley del Estado de Mas-
sachusetts, el Comité de la Escuela está
autorizado para reglamentar los oficios de
la calle para niños menores de catorce años
de edad; por eso los
diareros están suje-
tos puramente a la
superintendencia
local. El Inspector
de menores autori-
zados, que también
es un delegado del
Comité de las Es-
cuelas, puede a su
discreción tomar
las acusaciones de
su departamento
ante el tribunal de
los diareros en vez
del tribunal de los
jóvenes. A los jue-
ces de los diareros
se les paga cincuen-
ta centavos por sus
honorarios por cada
sesión oficial del tri-
bunal. Las acusa-
ciones que se hacen
ante la mesa del
juicio, como se lla-
ma en Boston el
tribunal de los dia-
reros, son las si-
guientes: hacer la
venta de diarios sin
tener la divisa co-
rrespondiente des-
pués de las ocho de
la noche, o en los
tranvías; observar
mala conducta; por
inasistencia a la
Escuela, por jugar
o fumar. Las penas
para estos casos va-
rían desde las reprensiones, o la suspensión
del permiso por un tiempo limitado o por la
completa revocación.
Aunque e! trabajo de vender diarios ha
sido subd'vidido hasta cierto punto y tam-
bién sistematizado por los directores de la
circulación, SDn tantos los resultadas perju-
diciales en los niños, que debería hacerse un
cambio completo en los métodos que se em-
plean al presente.
Sabemos que este trabajo carece de vigi-
lancia y di.'íciplina de parte de los adultos,
lo que expone a los niños a los peligros ma-
teriales que los acechan en las calles; que las
horas tan matinales los fatiga y que las
oportunidades para las malas compañías son
muy frecuentes durante la noche; que las
irregularidades de las comidas y el uso de
los estimulantes tienden a debilitar sus or-
ganismos; que no ofrece este trabajo oportu-
nidades para adelantar, y que no conduce a
nada útil. Sabemos, además, que la presen-
cia d2l niño diarero en nuestras calles no
puede justificarse por razón de la pobreza.
En otros países se ha demostrado que a los
niños no se les necesita para ia venta y el
reparto de diarios; en fin, también se ha
demostrado que la venta en los kioscos y el
ocupar a hombres en vez de niños para la
venta en las calles, son dos cosas factibles
y de resultado satisfactorio. ¿Por qué no
podemos introducir en los Estados Unidos
tales prácticas? No hay duda en cuanto a
la conveniencia de este cambio, pero la in-
novación no será hecha seguramente con
voluntad por parte de los diarios. La ley
debe proceder con energía para prohibir a
los niños el trabajo en las calles. »
No es necesario hacer ninguna pondera-
ción alrededor de la obra generosa de la se
ñora de Torelló; basta hojear el libro para
darse cuenta que sólo un espíritu femenino
altruista, clarovidente y lleno de generosi-
dad pudo dedicar mucho tiempo a tan in-
grata tarea, para reportar un beneficio a
nuestra sociedad.
— I^L^Nx^^
>>X —
c
iamiQxsD
rOTOCDAriA • DC
rOANZ^VAN • DICL
j^. CPíaíIa Qj,k2fhc^u3^pch
Kismino Kusmoto es un rayito del Sol Na-
ciente que fraterniza con los del Sol de Mayo;
Kismino Kusmoto es un pimpollo de nenúfar ama-
rillo que florece en tierra argentina: Kismino Kus-
moto es una muñequita japonesa que habla el
porteño.
Tiene cuatro años, cuatro años reflexivos, tran-
quilos: en su rostro de viva porcelana aún no ha
nacido la eterna sonrisa nipona: en sus ojitos in-
tensamente negros hay una miniatura de medi-
tación.
Kismino Kusmoto. la criolla japonesa, es el
encanto de las miradas azules, de las miradas gri-
ses, de las miradas morochas. Las manos blancas
sienten la tentación de acariciar aquel cabello re-
negrido y sedoso: los labios rojos desearían posarse
en aquellas mejillas tersas: mas Kismino Kusmoto
inspira un extraño respeto. Viéndola, se compren-
de la veneración que el japonés tiene al niño: hay
en aquella figura algo de sagrado: parece el ídolo
bello y amable de una creencia misteriosa.
Habitualmente, como buena criolla, viste a la
europea. Esos trajes irracionales adquieren todo
el aspecto de un disfraz, contrastando con la cari-
ta de Kismino Kusmoto. Sólo en Carnaval, cuan-
do las madres y las tías disfrazan a los chiquilines,
martirizándoles cariñosamente, Kismino Kusmoto
viste a la japonesa. Entonces, sobre el sedoso y
florido «kimono», surge aquella cabecita rosada
como flor de cerezo. Y la criolla japonesa se dis-
tingue por la calma, de toda la turba infantil in-
dócil, llorona y torpe. Kismino Kusmoto, erguida.
imperturbable, tiene actitudes esculturales de una
elegancia exótica. Ingenuamente representa la
sabiduría artística de toda una raza original.
Kismino Kusmoto, pimpollo de nenúfar ama-
rillo, criollita japonesa, tú vivirás en tu patria de
nacimiento mientras tus padres no realicen sus
propósitos y vuelvan a su patria. Tal vez, la for-
tuna quiera que tu sonrisa nipona florezca en tie-
rra argentina.
De todos modos, siempre has de ser un hilo
tenue que unas dos razas. ¿Qué destino tiene re-
servado el porvenir a tus compañeros y compañe-
ras? ¿Qué gotas de voluntad y de inteligencia re-
presentáis?
¡Kismino Kusmoto, rayito de Sol Naciente que
se hermana con los del Sol de Mayo, muñequita
japonesa que habla porteño, la dicha te acom-
pañe siempre!
GOUACHE DE ALVAREZ,
C2>X —
— i^ux^-s 'V/a_nri3--x—
M E R C A D I T O
PARAGUAYO
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MODERNO PUEDE RIVALIZAR CON ESTOS MERCADITOS PARAGUAYOS. COMO NOTAS DE COLOR Y DE ARTE LLENAS DE LUZ Y DE PINTORESCA POESÍA.
El encanto de un rostro agraciado
no debe variai' ni con el transcurso de los
años, pero es necesario saber conservarlo.
Mme. Charlotte Rouvier
Procedimiento novedoso contra los
barrillos
r^ESPUES de la revelación de recientes secre-
'-^ tos de la ciencia moderna, no deben existir
en ningún rostro femenino esos molestos barrillos,
grasitud y poros dilatados que tanto restan a
los encantos de la mujer y tan cruel efecto pro-
ducen en el ánimo de la misma. El nuevo proce-
dimiento elimina instantáneamente tales moles-
tias sin necesidad de recurrir a masajes y sin da-
ñar en lo más mínimo el delicado cutis. Se reco-
mienda precisamente por su sencillez y por ser
agradable. Obtenga algunas tabletas de stymol.
cuidando estén siempre bien tapadas y en lugar
seco. Eche una en un vaso con agua caliente.
Luego de cesar la efervescencia que se produce
y usando una esponjita o paño, someta su rostro
a un abundante baño, secándose luego con una
toalla limpia y blanda. Y con gran alegría notará
usted que de su cara habrán desaparecido los
barrillos y la grasitud. los poros se habrán con-
traído, quedando un cutis claro, aterciopelado y
fresco. Con tan sencilla operación, que puede re-
petirse algunos días después para la definitiva
permanencia de tan rápido éxito, se restituye al
corazón la felicidad de los atractivos de la vida.
Las canas. — Remedio casero
QON muchas las razones para que consideremos
*^ a las canas como huéspedes molestos, y mu-
chas también las que nos hacen aborrecer el uso
de los tintes. Y. por otra parte, no hay razón
para tener canas si no queremos tenerlas. Devol-
ver el color natural a las canas es realmente la
cosa más sencilla. Basta comprar en la botica dos
onzas de tammalite y mezclarlas con tres onzas
de «bay-rhum» o espíritu de laurel. Apliqúese la
loción a la cabellera por medio de una esponjita
durante algunas noches, y las canas irán desapare-
ciendo paulatinamente. Este líquido no es pega-
joso ni grasicnto, ni tampoco produce daño de
ningún género al cabello. Ha estado en uso du-
rante generaciones que han conocido la fórmula,
con los más satisfactorios resultados.
Para extirpar las raíces del vello
I AS damas a quienes contraríe el crecimiento
'-^ de pelo superfluo, deben saber que hay un
medio de hacerlo desaparecer, no sólo temporal-
mente, sino de matar por completo sus raices.
Para este propósito basta aplicar porlac puro pul-
verizado a la parte donde se haya presentado ese
huésped molesto. Este tratamiento se recomienda
porque borra instantáneamente el vello y además
extirpa para siempre sus raíces de tal manera que
el vello no vuelve a hacer su aparición. Una onza
de porlac. que puede usted comprar en cualquier
botica, es suficiente para el caso.
Renovación del cutis
f^REO poder contribuir en al^o a la felicidad
^^ de muchas mujeres revelando un interesante
«secreto de belleza» que, en gran parte, disipa el
temor al avance de los años.
Pienso que cuando el cutis se torna incoloro,
arrugado y feo a consecuencia de los años, o - -
en la mayoría de los casos — por el deplorable
efecto de tratamientos equivocados, sólo queda
un remedio a que acudir. Me refiero a la elimi-
nación de esa capa o velo rígido y apergaminado
que cubre la piel nueva y lozana oculta por el
mismo, fenómeno que invariablemente se repite
en todos los cutis femeninos. Para llegar paula-
tinamente a este resultado, se usa cera mercoli-
zada buena, que durante algunas noches se ex-
tenderá suavemente por el rostro sin hacer ma-
saje. Poco a poco la piel externa, sin vida, em-
pieza a desprenderse en pequeñas partículas, de-
jando en descubierto el hermoso y aterciopelado
cutis que se encuentra inmediatamente debajo.
Conozco algunas damas que han recurrido a este
sencillo procedimiento, y hoy sus cutis son per-
fectos.
Como la mayoría de las mujeres, tengo horror
a parecer vieja, de manera que ha sido para mí
una gran satisfacción el descubrimiento y resul-
tado de este método tan sencillo como eficaz.
El atractivo de los Cabellos Abundantes
T A belleza del cabello contribuye poderosamen-
te al magnetismo personal de damas y caba-
lleros. Lo mismo las actrices que las damas de
la sociedad elegante, están siempre a la mira de
cualquier producto inofensivo que aumente la
natural hermosura de su cabellera. El remedio
novísimo es usar stallax puro como shampoo a
causa de la brillantez, suavidad y ondulación que
produce en el pelo. Como el stallax no ha sido
usado nunca antes de ahora para este efecto, sólo
lo reciben los droguistas en paquetes con sello
original, conteniendo cada uno cantidad suficien-
te para veinticinco a treinta lavados de cabeza.
Una cucharadita de las de café llena de los olo-
rosos granulos del stallax, disuelta en una taza
de agua caliente, es más que bastante para cada
shampoo. Beneficia y estimula grandemente el
cabello, además del efecto embellecedor que le
produce.
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todos ellos Modelos Exclusivos de la
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dar cabida al nuevo stock de mer-
caderías para la próxima estación.
Las personas que rinden culto al
arte de vestir, deben aprovechar
esta oportunidad sin precedente para
hacer sus compras, tanto de Vestidos
y Tapados como de
Lencería fina.
Una visita a la casa
para apreciar la ca-
lidad y singular buen
gusto de los artícu-
los que se ponen en
\'enta, será un mo-
mento de grata sa-
tisfacción.
— T^flS^^-r^
E L
ARTE
E N
E L
ROSEDAL
NO VAN A SER L."._ ^ . „.„ ,.„... ^„ >. . >,-- ..CAPAREN LAS BELLEZAS DEL ROSEDAL. TAMBIÉN LOS ARTISTAS BUSCAN ALLÍ OXÍGENO PARA
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Mi desesperación
Mi desesperación no reco-
nocía límites; una horrible
caspa destruía lentamente
mi cabellera, dando a mi
rostro el prematuro aspecto
de la vejez.
Recurrí al remedio que
muchísimos proclamaban
como INSUPERABLE, y
hoy gracias a su empleo, mi
cabellera es hermosa y abun-
dante, siendo mi orgullo y
la envidia de todos.
Específico Boliviano
BENGURIA
su solo nombre es un sello
de garantía.
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nentes personajes del mundo
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Detener instantánea-
mente la caida del cabello.
Extirpar de inmediato
la caspa.
Devolver a las canas,
sin teñirlas, su color pri-
mitivo.
CURAR LA CALVICIE
Ponemos sobre aviso 6^
al público en general, que mercaderes sin conciencia, abusando de un caso fortuito de coincidencia
de domicilios, tratan de robar al público, endilgándole una preparación insuficiente y mala,
apoyándose en el formidable éxito conseguido por el
Específico Boliviano BENGURIA
CUYA MAYOR RECLAME SON SUS
CATORCE AÑOS DE ÉXITOS NO INTERRUMPIDOS
CERTIFICADO
DE LA DISTINGUIDA SEÑORA ELVIRA
QUANT DE VALENZUELA
Por la presente hago público mi agradecimiento y
para bien de las personas atacadas de caspa, caida de
pelo y calvicie, hago constar, por haberlo usado, que con
el Específico Benguria ha desaparecido en su totalidad
¡a caspa, que tanto me molestaba y que ocasionó la
pérdida de mi cabellera, estando a la fecha con mi ca-
bellera recuperada y el pelo sano y sedoso, siendo la
admiración de las personas que han visto tan sorpren-
dente resultado.
Doy este certificado para los usos que crea conve-
niente el Dr. Benguria
Firmado: Elvira Quant de Valemuela.
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— 1=»I_7^'':S
U N
RODEO
E N
L A
PAMPA
He aquí que sobre la inmensa planicie re-
cobra sus instintos ancestrales el pueblo ario.
Los modernos descendientes de aquella raza
nómada que hace millares de siglos abandonó
los valles de la Bactriana, e impelida por la
necesidad emigró a Europa en grandes aludes
humanos, ha continuado su éxodo hacia occi-
dente pasando el mar.
El ario era pastor; no sabía construir ciuda-
des ni casas de piedra o ladrillo. Seguía las
márge.nes de los ríos do.ide el pasto y el agua
alime.Ttaban sus ganados. Al encontrar un
sitio que los jefes consideraban bueno para
descansar durante el verano y el invierno, la
tribu levantaba ranchos de madera y paja
y allí permanecía hasta la llegada de marzo.
mes en el que se inicia la primavera en el
hemisferio boreal. Algunas de esas estaciones
de reposo son ahora ruinas de ciudades.
Así el emigrante ario, viajando los tres me-
sas ds marzo, abril y mayo, llegó hasta los
límites occidentales de Europa. Ahora prosi-
gue su labor pastoril más allá del océano para
mayor gloria y riqueza de la Argentina.
Los rodeos de hacienda, grandes y pequeños,
vienen a ser, pues, una continuación de las
labores pastoriles que emprendieran hace si-
glos los habitantes de la Bactriana que, por
obra de la necesidad, fueron los civilizadores
del mundo.
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LAS MUJERES
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EL ARADO
El amargo titulo de la no-
vela italiana viene bien para
comentar esta fotografía.
Esta señorita de! arado no
sufre el terrible yugo que la
miseria y el egoísmo mas-
culino imponen a las muje-
res en algunos países, donde
la esposa apareada al asno
tira del antiquísimo arma-
toste con que se abren los
surcos.
Los hombres estaban lejos,
ante el enemigo. La tierra,
que no se detiene como el sol
de Josué para esperar el tér-
mino de una batalla, necesi-
taba el cultivo, y las muje-
res supieron reemplazar a
los labradores ausentes.
En Norte América, ellas
se dedicaron a la agricultu-
ra con todo el entusiasmo y
la tesonería que saben poner
en las laboréis. Nuevas tareas
realizadas como nuevos de-
portes, donde la utilidad se
unía a la emoción, eso fueron
las ocupaciones del campo
para las mujeres norteame-
ricanas. Fundáronse rápida-
mente escuelas profesionales,
y pronto las labradoras co-
menzaron a cumplir sus nue-
vos deberes con tanta peri-
cia como los más duchos la-
bradores. En Europa tam-
bién se hizo lo mismo, conju-
rándose de esta manera par-
te del peligro inmediato del
hambre.
La intervención eficaz de
la mujer ha redimido a sus
compañeras esclavas, que ya
no se uncirán al yugo junto
a la bestia de tiro y bajo el
látigo despótico del hombre
egoísta y pobre.
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de pulir ni quemar. Simplemente hay que poner
una onza del Desprendedor en cada cilindro por la
abertura de la bujía de chispa, donde se dejará de
30 á 45 minutos. No importa la acumulación de
carbón que haya, el Desprendedor Johnson penetra
y reblandece el carbón— entonces el calor del motor
lo quema y pulveriza,
haciéndolo salir por el
tubo de escape cuando
el coche está en movi-
miento.
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de que manera se aplique, no
puede perjudicar ninguna
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carbón agregando cuatro on-
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a cada 10 galones de gasolina.
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L A
TOILETTE
Un auto-piropo, un auto-madrigal es la «toilette». Entre los más
galantes madrigales y media hora de tocador, la mujer elegirá siempre
este último. Y lleva razón, porque la «toilette* es una fuente copiosa,
una siembra afortunada de piropos y madrigales. El ingenio galante
del hombre tiene en la «toilette» su musa más inspiradora.
La «toilette» vence al tiempo, porque aviva la juventud, detiene la
edad, borra los estragos del cansancio, disimula, oculta. . .
En la íntima conferencia con el espejo, la mujer habla de si misma,
se enaltece a sí misma, sin necesidad de palabras. La «toilette» es la
elocuencia de la hermosura.
Hay muchas clases de «toilette», tantas como especies de mujeres
existen en la tierra. La más primitiva es la realizada ante el espejo
del agua tranquila. Allí se peinó por primera vez nuestra madre Eva;
allí supo que Dios la había creado hermosa. Oid este madrigal abs-
temio, es decir, donde no entra para nada el alcohol de las lociones
y extractos:
Si el agua te es placentera,
hay allí fuente tan clara
que para ser la primera
entre todas, sólo espera
que tú te mires en ella.
Hecho el elogio de la «toilette», citaremos unas palabras de Aulo
Gelio que, aun refiriéndose a los hombres, pueden encerrar una lección
femenina:
« No se alababa (se refiere a la antigüedad romana) a un hombre
llamándole elegante; hasta el tiempo de M. Catón, o poco menos, fué
vicio, y no cualidad. Vése la prueba de esto en muchos escritos, y,
entre otros, en la obra de M. Catón, titulada: Queja sobre las costum-
bres, en la que se lee: «Creían que la avaricia encerraba todos los
vicios. El lujo, la avidez, la elegancia, la pereza, obtenían sus elogios».
Elegancia, pues, no significaba entonces delicadeza de espíritu, sino
refinamiento en los manjares y vestidos. Más adelante dejó de censu-
rarse al hombre elegante; pero no se le creyó digno de elogio, a menos
que su elegancia no fuese muy moderada. Así es que Cicerón no alaba
a L. Crasso y a Q. Scévola por su elegancia solamente, sino porque su
elegancia va unida con la economía: «Crasso, dice, era el más econó-
mico de los elegantes; Scévola el más elegante de los económicos. »
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A TKAVÉS DE LA MANIGUA CUBANA, ESE PRODIGIO DE VEGETACIÓN QUE ESMALTA EL SUELO DE LA HERMOSA ISLA, SE ABREN PASO INNUMERABLES RÍOS DE HONDA CO-
RRIENTE. TAREA DIFÍCIL RESULTA VADEARLOS, Y EN ELLO SON MUY HÁBILES AQUELLOS GANADEROS.
Ninguna mujer llega a la vejez
prematura, cuando se preocupa de
conservar su belleza. Lea lo que dice
Mme. Charlotte Rouvier.
Eficaz remedio contra el vello
\/fUCHAS damas saben cómo combatir tempo-
raímente ese crecimiento del vello que las
afea, pero pocas conocen un remedio permanente.
Para este propósito, debe usarse porlac puro pul-
verizado. Compre usted una onza, poco más o
menos, en su botica, y aplíquelo directamente a
la parte de pelo que le moleste. El objeto de este
tratamiento no es solamente la repentina desapa-
rición del vello o pelo superfluo, sino que mata
stís raices por completo en un espacio de tiempo
relativamente corto.
Eliminación del mal cutis
T^ODA mujer tiene un cutis bello, precisamente
debajo de su cutis feo. Cuando la piel está
sana, sufre un constante cambio y desprende con-
tinuamente diminutas partículas de residuos en
escamas microscópicas. Cuando, por cualquier cir-
cunstancia, la piel no desprende estas partículas
en la forma debida, permanecen adheridas donde
se encuentran y forman un cutis marchito, feo y
sin vida.
Es evidente, pues, que lo que debe hacerse es
ayudar a la naturaleza en este proceso de elimi-
nación. La mejor manera consiste en aplicar sobre
el cutis un poco de cera mercolizada pura en la
misma forma que si se tratara de cold cream.
Esta substancia, que nada tiene de desagradable,
obra directamente sobre la epidermis sin vida y
la separa en pocos días, dejando a la vista la piel
fresca, joven y perfecta que se encuentra inme-
diatamente debajo, o sea el cutis natural.
Para poner en práctica este método tan sen-
cillo, basta adquirir en la farmacia un poco de
buena cera mercolizada y aplicarla al rostro du-
rante algunas noches. El conocimiento de lo que
por este procedimiento tan simple puede conse-
guirse, basta para quitar a las mujeres buena
parte del horror que el avance de los años suele
inspirarles. Ninguna mujer se preocupa de los
años que tiene, mientras parece joven.
Exterminación de los barrillos
T A grasitud y brillantez del cutis, la dilatación
■^ de sus poros y los puntos negros que tanto
afean, son defectos que no dejan menguar, con
su existencia, los encantos de un rostro femenino
y mucho menos siendo posible librarse de estas
molestias instantáneamente, por medio de un
nuevo y científico procedimiento, tan sencillo
como eficaz. Obtenga algunas tabletas de stymol
en cualquier buena farmacia, tratando de con-
servarlas bien tapadas y aisladas de la humedad.
Eche una tableta en un vaso con agua caliente y
tan pronto como la efervescencia que produce
haya cesado, bañe usted su rostro con el agua
estimolizada, secándose luego con una toalla lim-
pia y blanda. El efecto es asombroso, y quedará
usted encantada al notar que los puntos negros
habrán salido fácilmente y sin dolor, la grasitud
habrá desaparecido y los poros dilatados se habrán
contraído, dejando la cara alisada, limpia y fresca.
Es necesario repetir el tratamiento con intervalo
de algunos días a fin de obtener un resultado
permanente.
No ponga Vd. cara de viejo
T AS canas añaden años a nuestra persona. Las
^-^ desventajas de teñirse el pelo son tantas, que
no es necesario mencionarlas. Pocas personas sa-
ben que una sencilla receta al estilo de nuestros
abuelos, que puede hacerse en casa, devuelve
prontamente el color primitivo a las canas sin
producir ningún daño al cabello. No hay más que
comprar en la botica dos onzas de tammalite con-
centrada y mezclarlas con tres onzas de bay rhum
o espíritu de laurel. Con una esponjita se aplica
la loción al cabello durante algunas noches y se
conseguirá perfectamente el objeto deseado. Esta
fórmula tan sencilla, ha dado el mejor resultado
a cuantos la conocían y usaban en las pasadas
generaciones.
Para hermosear y hacer crecer el cabello
T OS jabones y los shampoo artificiales causan
la ruina de muchas cabezas de preciosa ca-
bellera. Pocas personas saben que una cuchara-
dita de las de café, llena de buen stallax, disuelto
en una taza de agua caliente, ejerce una natural
afinidad sobre el pelo y constituye el lavado de
cabeza más delicioso que pueda imaginarse. Deja
el cabello brillante, suave y ondulado, limpia com-
pletamente la piel del cráneo y estimula en gran
manera el crecimiento del pelo. Se vende en las
boticas solamente en paquetes sellados, a un pre-
cio que no es elevado, porque cada envase con-
tiene cantidad suficiente para hacer de veinticin-
co a treinta shampoo, lo que, al fin y al cabo,
resulta económico.
AÑO IV
NÚM. 39,
BUENOS AIRES,
JULIO DE 1919.
P^ETRsATO DE LA. DAMA AvRsG ENTINA-
^D~ (s)QVOolinayjernanüezyoec^iíümr
OLEO DE
FR-A.NCOIS
reDnEI>\DDE
DONCARLjQS
k^ rsT* ATA /■r AD
I3>i_7V^^
OS alrededores de Buenos Aires tienen poéticos
lugares, elegidos por algunas figuras de la alta
sociedad porteña para levantar sus mansiones,
a semejanza de lo hecho por los grandes señores
de pasadas épocas. En San Fernando, pueblo
pintoresco que eleva sus torreones y perennes
frondas sobre el Río de la Plata, este palacio, de
sobrias líneas arquitectónicas, presenta un bello
conjunto que responde a los estilos franceses
predominantes durante el último tercio del siglo xvni.
Un jardín, evocador de aquellos parterres y boscajes de Versalles, donde
el mármol de las estatuas parecía animarse bajo las bóvedas verdes y las
guirnaldas de rosas, envuelve la casa de los señores de Alvear-Elortondo,
aromándola con un perfume de tiempo y de refinamiento.
Nos obliga a ser breves en la visita y descripción de esta morada suntuosa,
la abundante información gráfica que de ella ofrecemos a nuestros lectores,
como ejemplo de lo que pueden conseguir la distinción, fortuna y buen gusto.
cuando se proponen realizar fines artísticos, haciendo del hogar un pequeño
museo, donde adquieren realce todas las bellas cosas del pasado.
Rodea el hermoso parque, sombreado por macizos de fronda y anchos
senderos de eucaliptus, una sólida verja de hierro entretejida por enredaderas
que se aprisionan a modo de tapiz, hasta formar una tupida malla de hojas
y raíces obscuras.
Al fondo, recortando sus blancas fachadas patinosas, sus frontones de
línea neo clásica, sus columnarios, balaustradas y balcones de piedra, la
casa parece fiel trasunto de aquellos célebres castillos de Compiegne y Saint
Cloud, donde todavía reviven, entre los belvederes y silenciosas platabandas
de ásteres, vagos recuerdos del fausto y magnificencia señorial de la corte
decadente de Francia.
Da acceso al palacio un gracioso templete de arcos rebajados, con gran-
des farolas de hierro. La entrada es de estuco y puertas de cristal, tenien-
do por adorno, a ambos lados de la escalinata, dos lindas jardineras de
mármol y bronce, con plantas raras y decorativas.
La parte destinada a recibimiento, responde, en términos generales, al
>v^-
periodo Luis XVI. Los tonos, claros y armoniosos.
En el hall cuadrangular, separado del jardín de
invierno por ancha mampara de cristales, se acu-
mulan valiosos objetos, muebles, pinturas, tapices
y otras manifestaciones de arte, que responden al
sentido general de la decoración.
ÁNGULO DEL HALL, CON RETRA-
TOS ANTIGUOS DE LA FAMILIA
DE ALVEAR.
DETALLE DEL
INTERCOLUMNIO.
A los costados de la puerta de entrada, hay dos
cómodas del Renacimiento con relieves que repre-
sentan escenas religiosas. Sobre ellas, jarrones chinos
y de la Compañía de Indias, y otros de la Fábrica
Real de Copenhague.
Hermosos cuadros de familia penden de los mu-
CHIMENEA DE PIEDRA DE PARÍS
Y CUADRO DE LA BATALLA DE
ITUZAINOÓ.
— psLJv:^ "va-rTts^N.—
ros. — imitación de piedra patinada,
ofreciendo excepcional interés el retrato
de doña Teodolina Fernández de Alvear.
vestida a la moda de 1860.
Otros retratos interesantes, son el de
D. Die^o de Alvear y Ponce de León, al-
mirante de 'a Armada española, y el de
su hijo D. Carlos, genera! procer de !a In-
dependencia, firmado por E. Boutigny.
En el ángulo de la derecha, sillones y
estrados, énoca de la Reina Ana, con be-
llas tapicerías entonadas en azul y blanco.
Varias alfombras de tonalidad sinople
y rojo coral, con labores geométricas deli-
ciosamente combinadas, dan relieve a los
objetos y muebles antiguos, dispuestos en
artística desigualdad.
La chimenea, de piedra de Fads. está
guarnecida con preciosa tela de brocado
de plata, y tiene tallados los escudos no-
biliarios de Alvear y otros apellidos con
él entroncados, sustentando un busto de
terracota, obra del escultoi- Jean Baptis^e
Golberg (1619-1685).
A derecha e izquierda de !a chimenea,
hay dos biombos de Coromandel y Malaca,
respectivamente, de mucha antigüedad y
belleza.
En el fondo, junto al intercolumnio don-
de luce la reproducción de la famosa Ve-
nus de Cánova, arranca la escalera de ho-
nor, adornada con antigua tapicería de
Flandes; y a la altura del primer piso, una
galería descubierta con dos cuerpos de
columnas carolíticas y pilares fasoicu-
lados.
La «antichambreis cuyas puertas de es-
pejos biselados conducen a los gabinetes
y salas de recibo, tiene techo de bóveda
y muros de piedra granulada, revestidos
con hermosos tapices, representando es-
cenas de cetrería.
Detalle acabado de la selección hecha
por don Carlos M.^ de Alvear y su señora
SUNTUOSO COMEDOR DE LINEA REGENCIA. CON ENTREPAÑOS
DE IMITACIÓN PIEDRA Y HERMOSAS PINTURAS ANTIGUAS.
— i=>l:>v^-s
■i^>^—
Mercedes Elortondo, es el magnífico
salón de estilo Luis XVI, ornado con
«boisserie» de tono malva fileteada de
oro.
Se destacan en este aposento los
muebles con hojas de Coromandel. co-
locados sobre mesas de ornamentación
orienta!, la chimenea de mármol ve-
teado, el tapiz flamenco, las sederías, el
retrato de la Duquesa Bonillón, obra
de Tournieres. y un óleo del paisajista
Turner, audaz innovador de la pintura
de paisaje y representante caracterís-
tico de la escuela inglesa.
Contigua al salón, presenta agrada-
ie aspecto de intimidad la sala verde,
con <'boisserie> del mismo color y de-
corada con un retrato de Vallet Bisson
y cuadros de Constable, du Paty, Pa-
risi, Bellecour y Whinterhalter, pintor
'e cámara de la Emperatriz Eugenia.
Sirven también de adorno objetos
de platería, marfiles, ónix y cristal de
roca, dispuestos en artística vitrina
chaflanada.
El comedor, de grandes dimensio-
nes, tiene puertas a la galería del Oes-
te, recibiendo la luz a través de trans-
parentes cortinas blancas.
En los muros, cubiertos de entrepa-
ños verdes, hay grandes cuaaros de
escuela holandesa, y sobre el damasco
púrpura, en el paramento central, unas
flores de Mannoyer entonadas en co-
lores obscuros, armonizan bellamente
con los muebles de línea Regencia.
EL PASEO DE EUCALIPTOS.
Dos altas vitrmas, iluminadas inte-
riormente, guardan, entre otras piezas
de mérito, rica vajilla de la manufac-
tura real de Sevres, con las armas im-
periales de Napoleón 111, adquirida
en el Luxemburgo.
Frontero a la «antichambre» hálla-
se el despacho, enguatado de damasco
rojo. Contiene cómoda sillería fran-
cesa y modernos pedestales de bronce.
Haciendo ángulo con el balcón, ocu-
pa el testero del fondo una típica chi-
menea de márm*?!, con pulimento y
labores del siglo XVI II.
Son de gran efecto ornamental en
el recinto los retratos familiares de
D. Fernando y D. Gaspar de Alvear,
este último capitán general de Nueva
Vizcaya en el Virreinato de México,
Caballero del Hábito de Santiago y
Gobernador de Cámara del Infante
D. Juan de Austria.
Frente a estos cuadros, llenos de
noble austeridad, ponen su nota mís-
tica una pintura de Alonso Cano y otra
de escuela primitiva, representando la
adoración de Jesús. *--
Tal es, sintéticamente, esta casa que
tiene un sello de aristocracia y cierto
misterioso encanto frente al gris del
río, entre la enjarada de un verde
suave decorado por las estatuas mito-
lógicas que recuerdan viejos jardines
señoriales, donde espíritus selectos se
refugiaban en el aislamiento sin per-
der por ello el contacto vivificante de
la ciudad.
— T=>LS^^^^
>>X—
AS mueblería'!
de Buenos Ai-
res (Buenos
Aires es una ciudad de
mueblerías y de conserva-
torios), ostentan en sus in-
mensos escaparates mue-
bles de obscuro color, cuyo
estilo explica invariable-
mente un letrero con gran-
des caracteres: pertenecen
al genésico estilo antiguo.
Para los ebanistas de la
metrópoli, lo antiguo, de
cualquier época o lugar, se
resume en un estilo ex-
clusivo que difunden con
amplitud generosa. Desde
la acera opuesta se advier-
te el alto respaldar de los
sillones, la delgada colum-
nita con torsión — la co-
lumnita salomónica — y la
bola que aprieta la garra
de monstruo: es la pata de la mesa o del di-
ván. Esos muebles están de moda. Se exhiben
en los principales negocios metropolitanos y en
las últimas carpinterías del suburbio. Y están
de moda porque un día averiguó el público, que
Enrique Larreta instaló en Belgrano una casa de
tipo arcaico con ornamentos adecuados, lienzos
viejos, vargueños clásicos y herrajes proceden-
tes de nobles casonas de España. Una semana
después, Buenos Aires despertó con sueños
coloniales. ¿Y por qué coloniales? Es muy
sencillo. La casa de Enrique Larreta es anda-
luza y como el país fué conquistado
por los españoles, lo natural es que
nuestro sentido de lo antiguo com-
prenda las costumbres decorativas en-
tre el primer burgo habitado hasta el
último estertor del Virreinato. Nos he-
mos vuelto, por lo tanto, evocadores
de la colonia y sin saber cómo, se in-
trodujo a favor del fantasma brusca-
mente resurgido, el gusto de las cosas
afines: junto con el hipotético colonial
se expandió algo análogo: es el ¡aco-
bean, que se parece tanto al jacobean
verdadero como esas tablas rústica-
mente ensombrecidas se parecen al
mobiliario sobrio y austero que usa-
ron los habitantes del territorio.
hasta que se produjo el intenso inter-
cambio con Europa y se establecie-
ron las industrias urbanas.
¿Puede acaso concebirse el mueble
•colonial» y el mueble jacobino con
las decoraciones modestas de antes?
Eso no sería posible: sería un ana-
cronismo. Con este motivo apareció
una estética especial, un arte espe-
cial, para adornar las habitaciones.
No se ven sino pantallas sombrías,
paños de tonos procelosos, papeles
que se desvanecen en la infinita obs
curidad de la gama lúgubre. Basta
recorrer una calle del centro o de los
puntos apartados para observar el
rápido progreso de la nueva orna-
mentación doméstica. A través d';
las persianas se ve el reflejo de las lu-
ces multicolores que caen con triste
placidez sobre las cretonas y sobr-í
las torcidas columnas. También son
antiguas las marcas de los cromos
populares y los doseles que velan la
recóndita intimidad de la alcoba; co-
lonial, oriental, jacobean. . . La mez
cía es profusa. Esa predilección por
los colores melancólicos, por los trin-
chantes monótonos y por las pom-
posas chimeneas de portland trajo.
uQTLTICft^
DOML9TICA
"aibtiJjro ■
. GLUCHUnOff
como era de esperarse, la
complicación de lo asiático.
La importación japonesa
agregó al tumulto la nota
lejana y exótica del Japón,
con el ídolo de vientre des-
nudo, la laca fúlgida y la
tela de flores pálidas. Hay
que ver esos muebles y hay
que ver esas cosas. Nuestro
buen cedro, el humilde ce-
dro de Tuoumán, que es
tan hermoso cuando no sale
de su auténtica condición
de cedro, se convierte bajo
la evocación del colonial y
del jacobean, en una mons-
truosa fantasía: lo convier-
ten en nogal. Esta flamante
estética del «interior» de-
nuncia más que nada el
espíritu advenedizo de la
gente, su ímpetu para imi-
tar lo que no comprende
y su tendencia a aceptar con docilidad la impo-
sición de lo que se ofrece en el comercio. Indu-
dablemente, el mobiliario usual, anterior al pre-
dominio de los «estilos antiguos no podía ser
más anárquico ni más feo. Era una tosca feria
de armarios cubiertos con guarniciones
de bronce y de líneas ondulante, que
en esa etapa de la historia se llaniaba
regocijadamente art nouin'au.
Había que concluir con ese mer-
cado absurdo de baratijas; pero
en vez de ir a lo simple, al
mueble sin presunción (como
son el colonial efectivo y los
efectivos estilos antiguos), se
ha caído en lo grotesco, sin
darse cuenta que lo esencial de
la mueblería reside en su adap-
tación a la vivienda y a la clase
social del que la habita; nos-
otros optamos igualitariamente
por el armatoste monumental
que lo arrumbamos con idéntica
indiferencia en el palacio de amplins
proporciones como en el departa-
mentito exiguo. ¿Indicará esa manía
restauradora, que es en realidad fic-
ción caricaturesca, una pausa transi-
toria entre aquel desordenado amor
a la pacotilla chillona y el adveni-
miento de un sentimiento más serio
de la estética doméstica?
El público de Buenos Aires no ha
aprendido aún el gusto de la sencillez.
Es cierto que es lo que más tarda en
aprenderse y es lo que más define un
estado de civilización. El gusto de lo
sencillo es precisamente el buen gusto
por excelencia y del cual nos dan un
ejemplo en mueblería y en todo, los
franceses y los ingleses, con su noción
cabal de la armonía, de la medida, es
decir de la suma discreción, que es la
suma sabiduría en el orden artístico.
La característica de aquellos mue-
bles antiguos consistía en la senci-
llez y en la solidez. Los que los
hacían no pensaban en la moda. Pen-
saban en la duración; por eso resulta-
ban bellos y económicos. Pensemos
hoy en lo mismo y no disfracemos al
cedro de nogal, ni intentemos enga-
ñar al transeúnte con muebles de apa-
riencia suntuosa que mañana pondre-
mos en subasta para cambiarlos por
lo que sea del día, sacado de la con-
tratapa de la revista recién venida
de París o de Nueva York. Seamos
honestos, por lo menos, en eso...
OLEO*D*P)AR9bUDC:> (M)
PROP!EDAD-I>DonJ05EMȒ1 ENIEI
—-e>LS^>yr^
]q5 oipóloAo^ dol
— Amigo Quilques. — dijo el Comisario, al
terminar la partida de «truco» que jugaba
con el Juez de Paz. el curandero y otros ami-
gos, en la «pulperia» de don Aniceto Per-
domo. — aura, pa postre, cuéntenos algunos
cuentos, de esos que usté sabe componer, tan
lindos, que parecen hechos de encargo pa em-
bromar al prójimo . . .
Los circunstantes se rieron, porque cono-
cían la mala intención que el viejo ponía en
sus narraciones pintorescas, a modo de espi-
na para que los aludidos se pincharan, dando
asi. expansión a sus amables astucias de
criollo.
Al oir la invitación, todos los paisanos
que se hallaban en el almacén se aproxi-
maron a la mesa de los jugadores. En sus
caras, obscurecidas por la intemperie, se no-
taba el regocijo que les retozaba por dentro,
insinuado en una franca sonrisa.
El viejo Quilques acabó, al fin. de liar el
cigarillo de tabaco negro que hacia rato te-
nia entre los dedos: se lo llevó a la boca len-
tamente, entornando los párpados rugosos:
lo encendió con suma parsimonia, cruzó la
pierna y después de echar una bocanada
de humo que inundó su barba hirsuta, con-
testó:
— Güeno. amigo Comisario, si usté manda,
yo obedeceré, como milico de las viejas pa-
triadas, de aquellos tiempos en que el soldao
era soldao y el jefe. jefe.
Pareció meditar breves momentos, dando
repetidas chupadas a! cigarro. Luego miró
al representante de la autoridad significati-
vamente, y empezó a contar:
— Dicen las historias, que una vez Man-
dinga se metió a gaucho. Cualquiera crerá
que disfrasao de gente, no dejó en paz la
sesión, como Juan Moreira. ni respetó pelo
ni marca, ni hubo hembra que se escapase
de sus garras. Pues no. señores: como re-
negao de Dios qu'era. no se iba a descubrir
sonsamente. Por el contrario, ayudó a la
autoridá. persiguiendo al malevaje en cuanto
se cometía un robo o un asesinato, como era
concsedor de tuitos los de su calaña, sabia ande
se escondían, y en un dos por tres, les clavaba -la
uña. y los traiba ataos codo con codo. Jueron
tantas sus güeñas obras y se dio tanta maña,
que el Gobierno, agradecido, lo nombró Comisario,
qu'era lo qu'él quería. Pero, pronto le vieron la
cola y le tomaron olor a misto. ¿Y saben lo que
hizo el Gobierno, cuando lo supo? Lo dejó no
más. ande estaba, por convenencias políticas.
Desde entonces, dicen las malas lenguas, que no
hay Comisario que no sea el mesmo Mandinga.
El cuento del viejo Quilques fué aplaudido es-
trepitosamente, y el Comisario, riéndose, le hizo
servir ginebra.
El obsequiado preguntó con sorna:
— ¿No me hará daño?
— Pegúele no más, — respondió el Comisario.
— que si juera mala, hace tiempo que se habría
ido pal otro mundo...
— -Ande las dan las toman, — dijo el viejo, — em-
pinando la copa hasta ver el fondo.
— ¡Ah, viejo ladino! — exclamó el Juez, agre-
gando: — A ver otro cuento, que tenemos ham-
bre de oirlo y no nos ha dao sino una tira, pa dis-
pertar más el apetito.
— Ay va. — repuso el viejo, y no se quejen
ri no es de su agrado . . .
Dicen que la comadreja había robao una ga-
llina y ya se la llevaba pa la pila de leña ande
tenia la casa, cuando un carancho se echó encima
e la presa y se le prendió, dando tirones pa sa-
carla. . .
— La agarré yo primero — dijo la comadreja,
sorprendida.
— Yo estuve muchas horas aguaitándola, es-
perando que anocheciera y no se va a dir, así
no más. con e! fruto e mi trabajo. . .
— El trabajo lo hice yo. mientras usté miraba. . .
— Miraba, pero si usté no se hubiera entreme-
tido, la gallina era mía.
— Pa que jué sonso y aguardó tanto. Ya ve
cómo vale más llegar a tiempo que ser madrugador.
Y usté se va a convenser. señora, que la
habiUdá consiste en que otros trabajen pa uno...
Y pegando un fuerte arrancón, casi se alza, con
la comadreja y la gallina, juntas.
En esto, atráido por el barullo, se acercó el
zorro y pregu.itó. relamié.Tdose el hocico:
— ¿Qui hay. mis güenos amigos?
Ninguno quiso contestarle, de juro por temor,
pero el zorro trató de convenserlos.
— Van a estar disputando, sin resultado, tuita
la noche, hasta que venga el dueño e la gallina
y los deje sin merendar. Óiganme a mí, que tengo
esperencia. Si quieren seré Juez y resolveré el
asunto de acuerdo estrilo con el Código...
— ¿No tiene hambre? — preguntó recelosa la
comadreja.
- No, señora; ¿qué voy a tener? Míreme como
estoy de gordo.
La comadreja lo esaminó de un vistaso, y al
verle la barriga llena, dijo con resolución;
— Por mi parte, aceto.
— Y yo tamién, — dijo el carancho.
— Güeno, — contestó el zorro, - - antes de em-
pezar el juicio, venga la gallina.
— ¿Se la entregamos? — preguntó la comadreja
al carancho.
— - Sí, — dijo el carancho; — aura la cuestión es-
tá en manos de la justicia. . .
De tuitas maneras. — repuso el zorro,
aunque los dos la tienen, no es de ninguno. . .
Y se la dieron, convencidos por el argumento.
El zorro le puso una pata encima y en tono
solene, dijo:
Va a comensar la audiensia. Espongan las
partes sus rasones.
Y en seguida, cada uno por su orden, esplicó
lo sucedido, pa hacer valer sus derechos.
Cuando, al cabo de un ratito, no tenían más
que esponer, el zorro, después de meditar un poco,
pa no equivocarse, dijo:
— Mi deber es proponerles la conciliación.
— -¿Y qué es eso? - preguntó el carancho.
— - Es pa ver si se arreglan, de modo que cada
uno se conforme con el pedasito que le toque. . .
- Yo no permito que la partan, - dijo furiosa
la comadreja.
--■ Ni yo tampoco. - agregó el carancho.
— Ta bien, — espresó el zorro; — voy a sen-
tenciar, y pie.isea que no hay apelación. Oiganmé.T
atentamente: Aunque el ojeto del litigio es el pro-
duto de un robo, en los tiempos atuales, la pro-
piedá pertenece al que la agarra primero, y por
lo taito, resuelvo que la gallina pertenece por
derecho de prioridá a la comadreja.
El carancho, al verse burlao, le tiró un garraso
al zorro y levantó el vuelo, dando grasnidos, que
en esa laya de pajarracos, es lo mesmo que pro-
testar. . .
Entonces, la comadreja, dueña del campo, atro-
pello, golosa, pa agarrar la gallina. . .
— Poco a poco, — gritó el zorro, — no ande
tan ligera, que entuavía no he acabao.
Y, sin esperar contestación, de una dentellada
le sacó a la gallina las plumas de la cola y entre-
gándoselas a la comadreja, le dijo;
— Eso es pa usté.
— Y la gallina, ¿pa quién?
— La gallina, — dijo el zorro, apretándola con
fuerza entre los dientes. — es pal pago e las costas.
La conclusión del cuento provocó en la concu-
rrencia indecible entusiasmo, y el Comisario dijo
al Juez, aprovechándose de la indirecta del viejo;
- Lindo palo pa su rancho, amigo.
- Usté sabe, — - contestó el aludido, — que mi
casa es de material, con cimientos de ley.
-— Que es lo mesmo que decir de costas.
Y dirigiéndose a Quilques, el cual acaba de
beberse otra copa de ginebra, no sin antes haber
preguntado si le haría daño, lo interrogó;
— Dígame, viejo, ¿entre el zorro y Mandinga,
con quién se queda?
— - Con ninguno, — contestó éste, — porque el
zorro tiene mucho de diablo y el diablo mucho de
zorro. Si no lo quieren creer, pregunten al vecin-
dario. . .
r'iiiiiiiiiniiiiniiiiiiiniíiiiiiiiiiiiinmi
/^^^¿^^^z>-^^
Llueve y hace frío. . .
llueve
una agüita menuda que es nieve. . .
Horas y más horas
cae la lluvia leve. . .
la ciudad, sin perder una gota,
toda el agua del cielo se embebe. . .
fango líquido enloda las calles...
¡Llueve! . . .
A pasar la densa y húmeda neblina
el sol no se atreve. . .
precipítase negra la noche...
la tarde es más breve. . .
y persiste el agua tenaz y monótona. . .
¡Llueve! . . .
¿Qué emoción extraña
todo me remueve
cuando de este modo monótono y triste
llueve?
¿Qué atracción romántica
o torpe y aleve
me empuja a las calles fangosas y obscuras
estas noches de invierno que llueve?
¿Qué rara influencia
que tal ansia lleve
de vagar por las calles tortuosas
me domina en estas horas que así llueve?
Evoco la pobre
miserable plebe
sin abrigo, sin pan, sin vestidos
con que sobrelleve
esta vil inclemencia del cielo...
¡Llueve! . . .
iiiiiiiiuiiiiiiiiiiiiii:i:iiiiiiiiiiiii)iiii.S
La noche - verdugo
mis iras promueve. . .
¿Qué extraño que todo
mi ser se subleve?
pasa un pobre niño temblando de frío,
todo caladito que mi alma conmueve..
Con desesperante pertinaz manera
llueve
¡y como agujitas finas que se clavan
es el
aguanieve! .
Yo voy por la calle desierta y obscura
y empapa mi cuerpo la llovizna leve...
En un mundo extraño de sentimentales
divinos anhelos mi alma se mueve
y suspiro y busco. . . busco un algo vago
que del miserable lodazal me eleve...
Y en el fango líquido me hundo y chapoteo. .
¡Llueve! . . .
ILUSTRACIÓN DE ALVAREZ.
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IKIERESANTES FORMACIONES DE
ARENISCAS CERCA DE COLONIA
El estudio de la geología de
una comarca es tanto más inte-
resante y ameno, cuanto más
variados y raros sean los mate-
riales de su composición.
En la Patagonia, el viajero
observador encuentra cosas
muy dignas de contemplar; los
rodados tehuelches, de todas las
formas y matices, las grandes
ostras petrificadas, los cerros y
las formaciones de areniscas,
constituyen elementos natura-
les curiosísimos; estas últimas
se presentan en formas tan va-
riadas, complejas e imponentes,
que recuerdan, ora las ruinas de
algún castillo feudal, ora los res-
tos de un antiguo templo pa-
gano . . . ¡Cuántas veces nos he-
mos quedado extasiados al con-
templar esas formaciones que
de cuando en cuando se ven en
aquella lejana y solitaria región
argentina, bajo los aspectos más
originales y fantásticos!
El suelo patagónico se halla
constituido más que todo, por materiales de
acarreo que proceden de la descomposición de
las rocas de la cordillera como igualmente de
las rocas eruptivas. Dicho material se compone
en mucha parte, de rodados y arenas. Hay tam-
ARENISCAS, CAMINO DE LA COLONIA
ESCALANTE, TERRITORIO DEL CHUBUT.
SARMIENTO, A DOSCIENTOS KILO-
METROS DE COMODORO RIVADAVIA.
bien limos y suelos arcillosos en
las hondanadas.
En la zona de Comodoro Ri-
vadavia, el suelo se eleva en
forma escalonada desde el océa-
no Atlántico hacia adentro,
O sea, al Oeste, constituyendo
mesetas de cierta elevación,
interrumpidas a menudo por
quebradas u ondulaciones que
forman los cañadones.
En esas mesetas, como en la
mayor parte de la llanura pata-
gónica, se observan depósitos
terciarios, constituidos por ban-
cos de formación calcárea, are-
niscas, arcillas, margas y tobas
de todos colores y matices; en
algunas partes, filones de rocas
eruptivas atraviesan las mese-
tas mencionadas.
Según Ameghino, el espesor
de la sección patagónica alcanza
a 300 metros. Sobre su exten-
sión se encuentra la «ostra pata-
gónica» en toda la costa Atlán-
tica, como también en el inte-
rior aunque, en escala menor.
Verdaderamente, las mesetas son cordones de
montañas de algunos centenares de metros
sobre el nivel del mar; a primera vista parece
que fueran planicies ilimitadas, pero al acer-
carse a los bordes, se ven las depresiones. Las capas que forman las mese-
tas son distintas y están formadas en gran parte, por areniscas sobrepues-
tas en forma no siempre uniforme, de capas de rodados cuyo espesor es
variable.
Puede decirse que los rodados tehuelches cubren casi toda la Patagonia.
desde la costa hasta la Cordillera y desde el río Colorado hasta la Tierra del
Fuego.
Algunos sostienen que los rodados son formaciones fluvioglaciales, y otros
dicen que son sedimentos marinos.
Los rodados tehuelches se encuentran en carnadas abundantes estratifica-
das con intercalaciones locales de arena, con un espesor de 10 a 20 metros,
en ciertos casos, aunque su nivel geológico no es tan general y constante.
En cuanto a su edad, Mercerat la atribuye a la época pliocena; en cambio,
Ameghino, la hace remontar a la sección miocena; de todos modos, es visible
siempre la intervención de la actividad del mar.
Los cañadones, tan interesantes en la Patagonia, son depresiones, repre-
sentando cuencas de mucha antigüedad de afluentes de los ríos más impor-
tantes que corresponden a las fases de erosión de otros tiempos.
En muchos lugares, las areniscas son coloradas y proceden de rocas del
mismo color, en parte arcillosas, habiendo sido observadas desde los ríos
Negro y Neuquen hasta San Julián y el lago Argentino; en el territorio del
Chubut, son muy notables las del cañadón del río Senguel.
La edad de las areniscas citadas y que tienen además «dinosaurios», se la
atribuye al cretáceo superior.
Ameghino manifiesta que las capas con «Pyrotherium» van siempre unidas
a las areniscas rojas con restos de «dinosaurios» y que en la costa del Atlán-
tico están cubiertas por las capas marítimas de la forma-
ción patagónica, siendo la edad de los depósitos con «Py-
rotherium», decididamente cretácea.
Es muy curioso observar los fenómenos de erosión que
produce el viento en las areniscas; aquél actúa como un so-
plete de arena, viéndose las areniscas perforadas por aguje-
ros como células por el chocar continuo de las partículas are-
nicolas que se estrellan contra las paredes con violencia.
Las formaciones de areniscas en la Patagonia
constituyen elementos naturales no
tables de estudio y muy
atraye
vista
viajero;
^
FANTASÍA ARQUI-
TECTÓNICA DE LAS
ARENISCAS. UN
CASTILLO NATU-
RAL CERCA DE
COMODORO RIVA-
DAVIA.
algunas de ellas son realmente estupendas y rarísimas; cuántas veces nos
hemos figurado en lontananza, las ruinas de algún histórico castillo, o de
algún antiguo templo pagano, y luego, al aproximarnos, nos encontramos
con enormes moles de areniscas que han sido, quizás, los mudos testigos de
quién sabe qué misterios. . .
En ciertos parajes de la región litoral de la gobernación del Chubut, hay
barrancas de alrededor de cien metros de altura que se componen de una
arenisca morena, encontrándose la ostra patagónica, en su interior.
En las barrancas del sur del Golfo Nuevo se distinguen, según Ameghino,
cuatro capas distintas; la primera, es una arenisca generalmente de color
pardo que sale a flor de tierra en las proximidades de Punta Ninfas. Sobre
esta capa de arenisca yace un asperón de color azulado o amarillo, cuyo
grosor es de quince a veinte metros; en dicho asperón se han encontrado
muchos troncos de árboles petrificados; (éstos, también se pueden observar
en el interior del territorio del Chubut). La capa más importante, que es
la tercera, está constituida por margas blanquecinas y amarillentas, for-
madas de cenizas y detritus volcánicos, hallándose también segregaciones
de yeso fibroso y laminar. La última capa, que tiene casi cien metros de
espesor, presenta ricas colecciones de fósiles; en su parte inferior yacen
grandes ejemplares de ostra patagónica asociados a huesos de delfines y
cetáceos de tamaño apreciable. Todas estas capas están cubiertas por una
carnada de rodados, de veinticinco a treinta metros de grosor, y en partes
hay bancos de arena. Estas formaciones del período terciario se extienden
a lo largo de la costa desde el Golfo Nuevo hacia el sur; en la Bahía de San
Jorge, hemos observado interesantes capas de ostras patagónicas junto a
formaciones de areniscas muy originales. Hacia el oeste se extienden poco
estas formaciones de la costa, dando origen a la formación
más grande e imponente de todas las sedimentarias de la Pa-
tagonia y que Ameghino llama de las areniscas abigarradas.
Las formaciones de areniscas patagónicas, aunque en su
desnudez absoluta de vegetación, impresionan como algo
muy árido y estéril, dan motivo a emociones gratas a!
espíritu cuando se contemplan esas majestuosas obras de la
naturaleza de hace siglos y que nos hacen rememorar las
estrofas del poeta: «cada comarca en la tierra,
tiene un rasgo prominente»...
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EL CR.CDITO
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Región de vientos. En la noche carrereaba libre.
cólico pampa, con rumores de enojos y burlas.
Loma abajo, de la tapera alzada como un fantas-
ma, corría el sendero: largo y mudo. Y en la tinta
de la obscuridad, puntitos de plata las estrellas,
dejaban caer destellos de una incandescencia grá-
cil, semialumbrando como con humos de luz, la
extensión dormida. A la distancia, la silueta co-
losal de un monte partía la lontananza.
- Allá es.
--- T'amos cerca.
Antes'e llegar, un poquito más allá...
— No chichonee. Es seria la cosa. ¿Le parece
que lo entregará?
— Si se lo ha ganao en güeña ley, cómo no.
No tiene más remedio ...
— Si: pero ... es su crédito, ya sabe.
— ¿Pa qué jugó? Cuando hay legalidá, no hay
güelta. . .
— ¡Legalidá!. . . no diga. . .
Carrereaba el viento. En las crines de los caba-
llos la soledad parecía poner a silbidos las rimas
del iníl.ito.
II
Había resbalado a menos. La pulpería de cua-
tro frascos en paradojal absorción, atrajo como
a poder de imanes sus bienes todos. El hombre
feliz, envinado, perdido, fué tocando el fondo,
ahogándose en la toxina de un vaso de alcohol.
Sucumbiendo sin una resistencia. El mostrador
grasicnto, tuvo en su imaginación anormalizada,
placideces de hogar. Y en él fué dejando peso a
peso, prenda a prenda, su modesta fortuna.
¡Veinte años de vida y labor! El porvenir de sus
hijos. . .
Se armaban jugadas de truco: le ganaban. Ca-
rreras en que, con doble caballo, perdía. Toda una
red de latrocinio semioculto, envolvía su opacidad,
su inconsciencia de beodo; como en una telaraña
de metales falsificados.
Con su ganadito, su herraje, se habían ido sus
caballos; por la huella de la desdicha. Esa tarde
había jugado, ebrio a caerse, lo último que reser-
vara, su crédito, el parejero pangaré. Lo perdió.
— Le voy a emprestar un mancarrón del carro,
don Sinforoso. Así me entrega el flete, para des-
ensillarlo— díjole el comerciante, con zalamería.
Aura...
Y se quedó, fijo el codo en el mostrador, como
petrificado en una meditación de medio vislum-
bre, dolorosa y horrible, en la nebulosa de su es-
tado. Y de golpe, sin que nadie lo sospechase,
salió, saltando ágil sobre la montura. Y en el cam-
po, moribundo de luz solar, brilló como un lampo
crujiendo la carrera frenética del bruto, dispu-
tándole soberanías al viento...
III
La aurora decoraba el oriente, cristalizando el
rocío con trnalidades bermejas. Sujetaron frente
a la puerta de la cocina, donde ardía el fogón a
llamaradas, semejando una descomunal rosa de
invernáculo.
— Bajensén . . .
Uno de los recién llegados expuso, cortando las
palabras.
— Venimo, ño Sinforoso, porque como el pul-
pero se ha cráido quién sabe qué, dio cuenta al
alcalde.
— Ajáh . . .
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La faz del gaucho, despejada en la frescura
matinal, descubría esas señales indelebles que
atarazan los rasgos, con abatimientos de anubla-
ción. Y fijándose en el otro hombre, reconoció a
uno de sus antiguos peones.
— ¿Sos vo, Juancho? ¿T'as de mélico, agorar
— - ¡Qué quiere, patronoito, la pobreza!
- Ajáh . . .
Y se quedaron en silencio.
- ¿Quéhaoemo entonce?. . . - insinuó al cabo,
lentamente, como temeroso, el enviado.
— ¡Ahí, cierto. Hái tá en la estaca, dispongan
d'él; — y como para sí: — ¡Es l'última prenda! , . .
Doblegóse ensimismado, impasible, profunda-
mente vencido.
— ¿Se llevan el pangucho, tata?
No respondió a la pregunta infantil. Pero en
su corazón, castigado de amargura, sintió el tem-
blor de una carrera loca de corceles supremos, de
furiosos vientos regionales. Y en refusilo instin-
tivo, la diestra rozó a la espalda la guarnición
del cuchillo. Después, la honradez de hierro, cinco
generaciones de patriarcas, refrenaron el impulso.
— ¡Mi padre sabía ecirme que no montara nun-
ca mancarrón e carro!
Hubo otro silencio. El viento agredía a banda-
zos sonando en la extensión, esfumando con fu-
rias anchas estelas bruñidas.
— ¿Y en que v'andar aura? — inquirió, con el
parejero del cabestro, ya pronto a despedirse, las-
timosamente el milico.
Y de nuevo se encendió en la sangre del semi-
centauro el orgullo salvaje, la fuerza de los vien-
tos poderosos.
— ¡En las alpargatas, canejol
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L.
N
Es Muratore el arquetipo del «'tenor artista», ha dicho la critica. Agregaremos: es el tenor de exquisito buen
gusto. Por otra parte, un gran cantante, bien llamado de fia voz de oro», por su admirable timbre y un actor
perfecto. Pone corazón e inteligencia en sus interpretaciones; de ahí que sus personajes tengan tanta seducción
y sean el tipo soñado por poetas y músicos. Es el caso de su Des Grieux, en < Manon», del cual dijo la prensa:
es la primera vez que hemos visto al caballero Des Grieux, tenor romántico, en la ópera de Massenet; es también
y mejor, el tenor dramático en cCarmen», que presta al trágico don José el más extraordinario relieve.
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DEL
COLÓN»
No conocemos entre las nuevas cantantes de Italia, país del canto, artista más completa que Claudia Muzio.
Con i¿ual arte, - su ductilidad es ilimitada,- sabe ser Margarita y Elena, y a nadie mejor que a ella se aplica
la frase: «forma ideal purísima de la belleza eterna', en la obra de Boito; o bien «Tosca» o «Manon», «Aída» o
•Mimí», «Loreley» o «Madame Sans Cene», trágica hoy, cómica mañana. Su voz tiene inflexiones y matices
deliciosos, se presta a todas las óperas, las más opuestas, o difíciles y que requieren mayores cualidades.
y la artista sabe sobresalir en todas. Por eso se h?. convertido en una favorita del público porteño.
DEL
L
SEO»
Sólo hay dos cantantes en el mundo que puedan realizar los prodigios vocales concebidos por los maestros del
"bel canto»: Angeles Ottein y Maria Barrientes. Pureza de sonido, elevación prodigiosa, agilidad y maestría
para vencer las más peligrosas dificultades, he ahí las primeras y más valiosas virtudes de la garganta y
del arte de la cantante del Coliseo. Su juventud ha sido primicia para nuestro público en sus dos grandes
teatros líricos, y ha de serlo de nuevo en la tercera visita de Angeles Ottein. Su carrera comienza a ser una de
las más brillantes, y será orgullo de su patria española.
I=>L7Vi5
>>ÍV
D E
SEO
Eíte joven tenor, entre los mejores de su pais, no tiene rival en las esfumaturas, en los «filare». Por eso resulta
exquisito su canto en >Man6n», en tWerther» y en la (Sonámbula». Su Cavaradossi, en «Tosca», es célebre; su
Duque de Mantua, en •Rigoletto». es de los que más haya festejado el público. Artista y cantante corren parejos.
y son notables, y ante su presencia, se olvidan muchos nombres que se creía insubstituibles, de famosos tenores.
El público argentino, que hace tiempo le conoce, nunca como este año le ha aplaudido tanto. Sohipa llega a
la culminación de su carrera, pero tien'í todavía ante sí larguísima perspectiva de triunfos.
r'L.
~V=>IJ>^^
Estábannos en «alta montaña'»;
nuestro horizonte habitual de habi-
tantes pamperos habíase festoneado
en toda su redondez. Aquellasucesión
de picachos y valles recordaba las
impresiones de alta mar, acentuadas por un
ligero mareo. Las manchas de nieve pare-
cían remolinos de espuma. Estábamos en
alta montaña, en plena Cordillera andina,
acuatro mil metros sobre el nivel de Mar del
Plata, a bordo de nuestras cabalgaduras.
Habíamos decidido ir a la montaña, ya
que la montaña no venía hasta nosotros;
andábamos respirando profundamente e
aire libre, desierto, frío.
Nuestra voz era un poco más apaga-
da, pero nuestros adjetivos habían re-
forzado su timbre. Y a pesar de la fuer-
za que ellos cobraban no nos dejaron
satisfechos: nadie encontró el adjetivo
justo o, por lo menos, digno. La admi-
ración estaba más allá de la palabra.
Amanecía. Los nevados festones de
oriente empezaron a teñirse de rosa, y
pronto una extraña lumbre rojiza puso
en ellos un filete de incandescencia. Por
el centro de esa linea salió un punto ígneo al rojo
escarlata que fué creciendo, entre una aureola de
rayos, hasta tomar la encendida redondez de un
sol nuevo para nosotros. Todas las manchas de
nieve simularon entonces bosquecillos de cerezos
en flor.
La brisa empezó a entonar su canto de guerra.
Fué como el barrito de las legiones romanas: pri-
mero un sordo zumbido que creció hasta termi-
narse en un mugido que los valles repitieron. Des-
cimüsTey
pues hízose igual, más lento, más
uniforme.
Estábamos en alta montaña,
sobre los misteriosos Andes, con un
vago sentimiento de temor en el espí-
ritu. Las emociones del deporte, que
comienzan en la ruleta y adquieren su mayor intensidad sobre el
aeroplano, esas emociones donde se confunde el ansia, el placer,
'a angustia y el miedo, embellecían nuestra excursión.
Visitábamos los campos de batalla en los que los Titanes rebel-
des sufrieron su más terrible derrota. De Alaska a Tierra del Fuego,
sobre una orilla del mayor Océano, los hijos de Titán y de la Tierra
amontonaron también rocas para asal-
tar la celeste fortaleza; de Alaska a
Tierra del Fuego el rayo de Júpiter los
venció. Sepultados en las entrañas de la
madre Tierra, viven los Titanes siembre
rebeldes, siempre poderosos; su rabia
ansia escupir a los cielos por la boca de
los cráteres, sus músculos estremecen la
losa de la tumba. Su cólera subterránea
es impotente contra los dioses. Pero
con;o es necesario, fatalmente necesa-
rio que toda rebeldía domeñada pro-
duzca víctimas, el hombre paga las cos-
tas del mitológico pleito. De Alaska a
Tierra del Fuego, los Andes devoran
hombres. En este momento, en cualquier momento,
uno a uno caen bajo la nieve, miles a miles bajo los
escombros. San Francisco, Matienzo, El Salvador,
Valparaíso, Mendoza. Estábamos en alta monta-
ña, lejos y cerca de la muerte, «navegando sobre
un ivolcán», como dijo disparatadamente uno
que tenía muchísima razón. Este vago miedo al
espíritu homicida de la Cordillera, convierte una
simple excursión en algo misterioso.
— r^t-Tv^^
>j^—
A 5.000 METROS, ATRAVESANDO
UNA MACHA DE NIEVE. — COR-
DILLERAS DE TAMBILLOS.
Todos los trances donde
el terror se insinúa vienen
a ser pruebas donde el es-
píritu humano sale victo-
rioso, con nuevo estímulo
para la vida. La volun-
tad toma ese temple fugiti-
vo que se asemeja al que
los barberos dan a su tem-
plada navaja sumergiéndo-
la en a?ua caliente.
1 .u^strQ norizonte na re-
cobrado su habitual con-
torno. El sol sale de la lla-
nura o del mar y se hunde
en el mar o en la llanura.
La brisa silba entre los
alambres electrizados: la
voz vibra poderosa en el
aire denso; los adjetivos re-
cobran su tono . . .
Sobre la mesa hay her-
mosas fotografías andinas,
recuerdos de una excur-
sión otoñal, y en medio de
ellas el bloque de páginas
blancas esperando los sig-
nos. Y se inicia el desfile
de seres y cosas de que
nos habló el maestro Ru-
bén Darío en su inspirada
composición.
Las ansias que no pu-
dieron encontrar alivio, las
empresas fracasadas, los
EL VALLE DE USPALLATA. AL
FONDO EL VALLE DE LAS CUE-
VAS, POR DONDE PASA EL F. C.
TRASANDINO. VISTA TOMADA A
4.500 METROS.
POR ESTE VALLE ATRAVESÓ LOS
ANDES, LOCATELLL LOS CERROS
QUE SE VEN AL FONDO SON LI-
MÍTROFES CON CHILE, DESPUÉS
DE PASAR ESTOS, SE PERDIÓ
MATIENZO.
ensueños disipados, toda
una larga y pequeña exis-
tencia vivida casi mecáni-
camente al margen de las
voluntades ajenas. Está-
bamos en alta llanura. Mi
horizonte tenía feas cúpu-
las, tejados deformes; na-
vegaba sobre un sillón.
Los que aún podéis apro-
vecharla, oíd una voz de
experiencia, un lamento de
experiencia que, inusitada-
mente, os dice ai comentar
estas vistas, que el joven
debe vivir algún tiempo en
plena naturaleza lejos de
las ciudades, donde los
hombres se forman. El tu-
rismo es una útil claudica-
ción del espíritu romántico
aventurero; turista es el
lector de esas novelas cu-
yas páginas fueron escritas
con rocas, árboles y oxí-
geno.
Eduardo del Saz.
FOTOGRAFÍAS DE
RAÚL J. ÁLVAREZ.
— i:^LSK^^
►>x —
A vuelta de Jorge Bermúdez, de España, después
de haber perfeccionado sus conocimientos del
noble arte, bajo la tutela de los buenos maes-
tros contemporáneos, le permitió, al encontrar-
se otra vez en su patria, visitar las provincias
del Norte, donde en su niñez había contempla-
do tipos de hombre y de mujer que acariciaron
su imaginación de artista adolescente, y que.
con el correr de los tiempos, llegarían a ser fuente
generadora de sus inspiraciones. Hombre ya, y
poseedor de encomiables actitudes pictóricas,
fué en busca de las mismas emociones que nu-
trieran su espíritu durante su temprana edad, y
que parecían esperarle serenamente, ocultas en
las figuras magras y cetrinas de hombres y mu-
jeres aborígenes de Catamarca, Salta y Jujuy.
El resultado de sus primeros trabajos no compensó, quizá, el mucho entusiasmo y los hondos afa-
nes que los motivaron. Su visión, turbada acaso por el color, y desorientado su espíritu por
la nueva sensibilidad que pugnaran por imponer las modernas corrientes de arte, provocaron en
Bermúdez un álgido momento de indecisión, de transición, más bien dicho, que presentaba, ante
los ojos de este artista, un problema de difícil solución. Pero entre las nuevas tendencias coloristas,
de arte rebuscado, de hábiles recursos o estratagemas de oficio, y esa otra, más noble y sincera,
puesto que hacia ella le llevara su propio temperamento, venció esta última. Jorge Bermúdez limpió
su paleta de todo aquello que significara efectismo alguno, o tendiera a disfrazar el verdadero arte tor«
ciendo sus altos propósitos estéticos, y se dispuso a dejarse guiar cultivan-
do aquel género de pintura hacia el cual le inclinara su predilección espiri-
tual. Desde entonces sus incurriones por las citadas provincias, son cada vez
más frecuentes, cada vez más largas. Y así como aumenta su familiaridad con
los tipos y atributos de aquel paisaje, más se ahondan su amor y entusiasmo.
Día llegará en que Jorge Bermúdez se vaya por muchos ^años a vivir entre
eias gentes, cuyas figuras traslada con tanto sentimiento a sus telas. No
en balde ha logrado identificarse con esos seres, con sus costumbres y su
extraña psicología. Sí Jorge Bermúdez no fuera un hombre blanco, de
nuestra raza, dijérase que pintaba a su propia gente.
Difícilmente nos ofrece, este pintor argentino, escenas pintorescas que
reflejen momentos característicos o peculiares de la vida en aquellas regiones.
Y es que la obra de Bermiidez, por ser muy honda, por ser muy noble, por
hal>er»e inspirado en algo que está más allá de las manifestaciones materiales
o exteriores de la existencia humana, permanece ajena a todo tema trivial,
a todo motivo pictórico que pudiera ser inspirado en un titulo literario. El
mérito mayor de estos cuadros, finca en la expresión que el artista imprime
en el rostro de sus figuras; expresión humana, plena de vida y de sentimiento,
y no en esta o aquella escena, pintoresca y rebuscada, con que algunos pin-
tores pretenden simbolizar la psicología o caracterizar las costumbres de
un pueblo o de una raza.
Lo» tipos que pinta Bermiidez, aparecen, casi siempre, quietos y pensativos.
Una melancolía serena, apacible, flota sobre esas almas, vela con sus cendales
grises, ese espíritu que las inquietudes del siglo no han logrado apartar del
sendero polvoriento por donde vienen marchando a través de las edades.
Y como envoltura humana, un cuerpo enjuto, una tez cobriza, en los ancianos,
c/m:llOc/^ nvzzio
LA OCUPACIÓN
PREFERIDA DE
BERMÚDEZ.
ly
reseca por los vientos de la sierra que retuerce los sarmientos, pela las rocas
y curte los rostros; y, en las mujeres y niños, un tinte cetrino, una palidez
de aceitunas maduras en la cara de riel tersa y opaca, nimbada por recios
y negros cabellos, sobre los cuales se descompone la luz en azulados reflejos.
Pero este hombre, que tanto iia logrado interesarse y comprender los
tipos de tierra adentro, es, por un raro capricho artístico, un excelente
retratista de mujeres. Porque Jorge Bermúdez al sentir como pocos el encanto
de esas gentes serranas de Jujuy o Catamarca, se extasía, también, ante la
belleza y distinción de las mujeres de nuestra raza. Por eso, quizá, y para
saciar esa sed de verdadera belleza, inherente a todo espíritu selecto y a
toda alma sensible, este artista cultiva también, en una forma nada fácil
de igualar, el género elegante del retrato.
Ya conocíamos de Jorge Bermúdez algunos ensayos apreciables en ese
sentido. En el Salón Nacional de Arte de 1916, un retrato de mujer, abonado
por su firma, se destacaba por sobre los otros lienzos de la primera sala. La
crítica fué unánime en prodigar sus elogios a esta obra, que hoy decora y
aquilata la colección de cuadros que representan al arte argentino en nuestro
Museo Nacional, y repite sus plácemes ante el retrato de la señora de Cárcano,
exhibido con general aplauso en las galerías Müller.
Ya se evidenciaba, entonces, hasta dónde podría llegar ese pintor que con
tanto talento y gallardía se iniciaba' como retratista. Y hoy día, que cono-
cemos casi toda la obra de Bermúdez, su técnica sobria y su gran sensibilidad,
comprendemos que el arte nacional, ya decididamente orientado, va, en
manos de quienes tan bellamente lo cultivan, en camino de imponerse,
bertándose, al mismo tiempo, de influencias que le esclavizaran, ajenas
a nuestro ambiente y a nuestra idiosincrasia.
cA\EN2. ^ PtN7\
c 1 1/ [) A, D) € r
ío do
€ N J" U t NO
bcneiro
Una esmeralda de innumerables qui
una esmeralda ahuecada que sirve de
yero y de engarzadura a otras piedra
preciosas. Un verde abrazo que reúne
sobre el pecho de la madre natu-
raleza cien islas, veinte ríos, un
mar interior, una ciudad y trein-
ta colinas: esto es la bahía de
mágica donde vive luciente
como un brillante, Rio de
Janeiro.
Nunca el prodigio recibió
nombre más modesto: Río
de Janeiro (Río de Enero)
bautizáronla sus explora-
dores con fantasía atónita
más bien que pobre. Ella,
por la fuerza de su propia
hermosura, hizo del nom-
bre vulgar un nombre
glorioso.
Todas las ciudades del
ensueño han inspirado sen-
tencias jactanciosas para
asegurar que quien no las
visitó no vio maravilla, o que
puede morir después de ver-
las. Río de Janeiro no anda
en frases proverbiales; su elogio
encuéntrase por encima de la
palabra.
Su elogio es una admiración
tierna que arranca lágrimas; una
•■saudade», una nostalgia de algo que
no poseímos jamás. Es un deseo ardiente
de convertir la estada en permanencia
indefinida. Es un ansia de vivir allí, en plena
maravilla, para morir allí.
El viajero sueña que al pie de aquellos montes,
;unto a las orillas podrá enseñorearse de todos los sueñes
maginación persigue inútilmente;
a que en las costas paradisiacas
a felicidad.
lingún habitante de Río de Janeiro,
el más entusiasta, ni el más ar-
tista, ni el más patriota, puede
tener idea del encanto indescrip-
tible que producen su bahía y
su ciudad en el alma viajera.
Las maravillas disfrutadas se
atenúan. Pero, cuando no
tuteamos aún a la belleza,
al contemplar el panorama
desde una altura, sentimos
el placer de los descubri-
dores.
Todo es flamante, in-
marcesible,casi inmaterial.
De día es un espectáculo
abrumador que enceguece,
un arco iris ha abatido el
vuelo posándose sobre la
tierra y el mar. Todo ar-
de en colores vivos, en las
luces diamantinas de un
Koinoor gigantesco.
Pero de noche, al salir aque-
lla luna carioca, cobriza, gran-
de, violentamente recortada
sobre el denso cielo, es cuando
;1 panorama adquiere maravilloso
plendor. Al mismo tiempo se ven
márgenes de las islas floridas y
redas de las calles, los transeun-
; barcos. Sobre las mansas olas y
indida silueta del Pan de Azúcar,
cabrillea la luz argentina. Un acompasado
ruido de rompientes marinas se une al murmullo
del aire entre las ramas. Las estrellas y las luces
tienen un mismo centellear.
PROPIEmO-D-Do-JOSEM*» ENDEI
>y^-
^ ea¿ica /jueí/m
E5CUELA«D^LA
5ANTA«UNION*D
IPS^SAGRsADOS
* CORoA70NE5 ^
A Santa Unión de los Sagrados Co-
razones... ¡Con qué dulce emoción
repetimos todas ese nombre, que evoca
para tantas de nosotras el recuerdo
- ---' sereno y luminoso déla época inten-
samente feliz de la existencia! Más
de treinta años hace que se educan legiones de nuestras
niñas en el tradicional establecimiento de la calle Es-
meralda, y cada una de esas almitas blancas que han lle-
nado las aulas de la santa casa con el gorjeo de su charla
inocente, con su risa de cristal, han debido sentirse arropadas
y protegidas por unas alas muy grandes, las alas espiritua-
les de esas madres por pura esencia, madres a todas horas,
porque Dios ha querido que lleven todas, dentro del corazón un
hijo dormido. . .
Serenas, perseverantes, las religiosas de la Santa Unión
de los Sagrados Corazones han colaborado así, durante el
transcurso de largos años, con dulzura infinita, a la reali-
zación de <'ese ideal divino que debe hacer la felicidad del
individuo, de la familia y de la sociedad, que ha de pro-
gresar y elevarse, merced al orden, la paz y la armonía».
segtin las palabras de la Superiora de las Religiosas de la
Santa Unión, madre María Luisa.
Cuan intensamente luminosa es la estela de la obra rea-
lizada por la congregación que fundara en el siglo pasado
un venerable sacerdote de la diócesis de Cambrai, en Fran-
cia; pronto se multiplicaron sus establecimientos de edu-
cación, creándose los más importantes en Bélgica, en Ingla-
terra, en los Estados Unidos de Norte América, en el Cana-
dá y en la Argentina, donde funcionan dos grandes casas- la
del Caballito, que data del año de 1882 y la de la calle
Esmeralda, levantada en el año de 1885. que dirige desde
hace veinte años la Madre Superiora María Luisa. . .
Presurosas, agitadas, como aves sorprendidas en su retiro,
las religiosas agrupan a sus educandas. accediendo, por una
excepción cuyo valor sabe estimar la dirección de Plvs
Vltra. que sus páginas puedan revelar en parte, la obra de
amor y perseverancia que se lleva a cabo en ese estableci-
miento de educación, en medio de una placidez que serena
el alma y eleva el espíritu . . .
Van desfilando las distintas clases... las superiores, de
filas formadas por jovencitas que sonríen con encantadora
sencillez; peinan la abundante cabellera dividida en apre-
tadas trenzas; llevan sus manos correctamente enguantadas,
y solo presta vida al obscuro uniforme azul, la cinta roja de
la que pende una medalla bendita, o la ancha banda de co-
lor verde, marrón o rojo, testimonio de su excelente com-
portación. Han pasado laciendo una profunda reverencia
al ver a la Madre Superiora: luego, avanzan las más peque-
ñas, esa cuarta clase que se asemeja a una bandada de jil-
gueros o gorriones, picoteando en pleno prado... terminan
LA ALEGRÍA DEL COLEGIO. ALUMNAS DE L» Y 2.° GRADOS,
y
E>I_;sx:S
en c^.^ ...^....;e su meriend». y alguna ■■'• •«<■'
manecttas oprime aOn al rasto de su pa -
Arriba, visitantos las espaciosas aulas
xas, porque toda la vida de la casa bulle, en pa
tios y corredoras: el i^n salón costurero, dcnde
ae f««uw« a trabajar.para los pobres las Hijas de
Maria de la Santa Unión; pero no podría termi-
naraa tan interesante visita sin orar breves ins-
tantas en la capilla de la santa casa, verdadera
joya de estilo ^ñótioo. con sus esbeltos altares de
ct^ie tallado, sus artísticos vitraux. . . seiscien-
tas edocandas pueden arrodillarse ante la ima-
(cn del Divino Redentor, ante la escena de la
Anundación, que es el lema de la gran vidriera
que corona el altar mayor: cada detalle del sa-
grado fednto revela un exquisito sentido artts-
ticc. y nos recuerda la gentil colaboración del
arquitecto Christophersen.
Fuera, bulle la alegría del enjambre de edu-
candas, que ilumina la tarde inveriuil triste-
mente opaca: desde el amplío ventanal veo des-
ligarse por una puerta lateral del patio, algu-
nas siluetas de religiosas: ¿a dónde van . . . ? —
pregunto- ¿Con qué edificio vecino comunica
el cotegio?
Con suave sonrisa responde la venerable figu-
ra que me acompaAa: 'Van a la clase gratuita. ..
el colegio tiene otra entrada por la calle de Cór-
doba, y en eae recinto se da la misma educa-
ción y se ofrece igual caríAo a setenta niñas
desvalidas pero no hay que turbarlas, no
debemos interrumpir la hora de sus clases . . . >
Al despedirme, no pude menos de sonreir al
ver alineados en las perchas del vestíbulo, los
modestos sombreritos «Marie et Marguerite»; re-
cordé la pretenciosa exhibición de plumas, flores
y frutas que ofrecía esa misma percha, a poco
de fundarse el colegio, y las protestas de muchas
cabecitas vanidosas, al conocer la sentencia de
la Madre Superiora. autorizada por la Madre
Provincial: i^unlrs tocía.^, sin la menor diferen-
cia, como lo son para nuestro corazón. . . y si-
guen siéndolo así, para las abnegadas religiosas:
las nietecitas. !o mismo que lo fueron las hijas,
ya lleven apellido aristocrático, como el más
humilde... Asisten hoy a las aulas muchas
niñas, cuyas mamas fueron educadas en la mis-
ma casa, o en la del Caballito, oculta casi por
la fronda de su añoso parque: figuran, pues,
entre las nietecitas, las niñas de Murature.
Christophersen. Zorraquín Landívar, Zorraquín
Rubio. Basavilbaso López, Passo Rosa, Are-
naza. Egusquiza Rubio. . . y otras generaciones
han de seguirlas también, para que las santas
religiosas puedan creer que «siempre es Mayo
en su jardín ...»
Cae la tarde gris de julio; las sombras envuel-
ven la gran ciudad. . . larga fila de autos espera
en la calzada, mientras surgen del portal, par-
leras y presurosas las deliciosas muñecas, las
recatadas jovencitas. que abandonan la santa
casa que permanecerá largas horas muda, silen-
ciosa, hasta el nuevo día.
La Dama Duende.
CRt;ClFIJO QUE SE VENERA FRENTE A LA ENTRADA DE UA CAPILLA.
'y^—
\w.
c^ n:i(^//uiA
A DA -MAM /y
L leer la copiosa corres-
pondencia recibida desde
el 25 de julio, día en que
La Prensa publicó la no-
ticia del fallecimiento de
la escritora Ada M. El-
flein, he sentido reno-
varse en mi espíritu la pe-
sadumbre que tan triste
suceso me produjo.
Hombres, mujeres, ni-
ños, maestros, periodis-
tas, comerciantes, perso-
nas ocupadas en las ta-
reas más diversas, radicadas en esta ca-
pital y en los pueblos y ciudades del inte-
rior, expresan en esas cartas, ingenuamente
y como si se hubiesen sentido bajo el mismo
imperativo de un deber, el dolor que la no-
ticia había despertado en ellas y en el seno
de sus familias. Solamente unas veinte o
treinta personas, entre centenares que fir-
man otras tantas cartas y tarjetas, recuer-
dan haber conocido y tratado a la señorita
Elflein: las demás declaran que no alcan-
zaron la felicidad de conoce*-la personalmen-
te, pero agregan, unas con más elocuencia
que otras, que para ellas les era tan familiar
como una dulce amiga dotada de excepcio-
nal gracia de comprensión y de amor, y que
crin ella mantenían desde hacía años, una
cordial relación a través de sus cuentos, de
sus narraciones y de sus sensaciones de
viaje. Muchas de las piezas de esta corres-
pondencia extraordinaria, revelan en la ma-
nera como el firmante concibe la idea y la
traduce en palabras, el cordial, e! nobilísi-
mo, el espontáneo e invencible sentimiento
de cariño y de piedad que las inspiró. No
habían conocido a la escritora y la ama-
ban a través de sus escritos. Y muerta
la lloraban, y se sentían impulsados a de-
cir su dolor, igual e intenso en tanta gen-
te extraña entre sí, el dolor de cada uno,
y decirlo, en homenaje a la memoria de la
escritora, fallecida y a lá vez como piado-
so consuelo a la que fué su digna compa-
ñera en las horas angustiosas de su agonía
lo mismo que en los días de sol radiante.
Entre esas cartas encontré una pieza ex-
traña; era un anónimo. Contenía una pro-
testa de indignación que a la vez significaba
un homenaje. Su autor había estado en la
mañana del 25 de julio, estacionado frente
a la modesta casa de la escritora: había pre-
senciado el acto de retirar el féretro, había
contado el número de los acompañantes y
juzgado someramente la calidad de é'^tos.
Cuando se puso en marcha el carro fúnebre,
todavía permaneció en su puesto de obser-
vación, para alejarse sólo después que la
calle central y lujosa hubo tomado su ritmo
habitual. Y se alejó amargado a su hotel o
a su despacho, para escribir inmediatamen-
te sus impresiones y enviarlas en dos hojas
de papel de las que arrancó el timbre per-
sonal y de dirección. Voy a copiar aquí dos
párrafos de la extraña pieza:
•< ¡Ada Elflein! Tu vida de estudiosa impulsa-
da por el ideal elevado de dar a conocer un
sinnúmero de emociones de !a vida argentina
y de episodios históricos de nuestra emancipa-
ción, de incuícar en las mentes juveniles el
amor sagrado a ia patria en el medio ambiente
resistente a esta enseñanza, ha terminado.
Todos los obstáculos que encontraste en tu
camino no hicieron otra cosa que aumentar tu
lesón para mantenerte, como una reina bonda-
dosa en su trono, sentada en tu cátedra comu-
nicando sabiduría y emoción por medios prác-
ticos, sin palabras abstrusas, con sencillez, cla-
ridad, erudición, y, sobre todo, con una gran
bondad de corazón, con palabras impregnadas
de esa gran ternura que sólo muestran las almas
escogidas. *
Traza luego el cuadro del acompañamien-
al que considera escaso sino pobre: la
marcha silenciosa de los caballeros, de las
señoras y de las niñas que salieron de la
casa a ocupar los coches; recuerda la llega-
da en retardo de varias personas y la pro-
testa de éstas al encontrarse sin un coche
en ei^^cual seguir al cementerio: iosinúa un
paisaje de la calle con todo el movimiento
matinal de proveedores; el retiro de los can-
delabros de la capilla ardiente hecho por
personas indiferentes que platican sobre co-
sas extrañas, y, por último, advierte el adiós
mudo y lacrimoso que dan, en la puerta di
la casa mortuori?, algunas
personas del servicio, a H
patrona que ya nunca más
verán, y dice:
«Estas escenas me sugieren
¡deas pesimistas. ¿Cómo? ¿El
fóretro que lleva a una mujer
que consagró toda su vida a
transmitir enseñanzas y emo-
ciones a los niños, no va acom-
pañada por una pequeña co-
lumna de niños y de niñas a su
última morada? -íLos desapa-
recidos que hicieron obra cul-
tural dentro de la patria, no
merecen honores postumos?
Pequeneces de la vida que no
atribularán tu espíritu. ¡Des-
cansa en paz, Ada Elflein! jYa
no buscaremos los domingos
tu folletín: el pajarito voló de
su jaula y su voz se oirá allá
en el infinito! Cuando te vi viajar por el Sur y
por el Norte de la República ya supuse que
ibas herida, porque había visto en otros esas
curas de aire, oxigenación de pulmones lasti-
mados. . . »
Dice más, algo amargo todavía sobre lo
que la codicia hará alguna vez con la pro-
ducción dispersa de la talentosa escritora. El
que así tradujo sus impresiones y se sin-
tió impulsado a trasmitir a los deudos sus
pensamientos, minutos después de ver par-
tir el féretro, tampoco había conocido per-
sonalmente a Ada Elflein.
Esta manera espontánea, singular y de
rara uniformidad en la manifestación de un
pesar, proclama a mi entender, sino e! mejor
el más intenso y conmovedor homenaje que
haya sido hecho en nuestro país, a una es-
critora que dio su alma al pueblo en rauda-
les de emoción sin poner en su estilo frivo-
lidades femeninas, ni buscar, en cambio, esas
retribuciones ruidosas que anhelan los pe-
queños y los que trabajan por la resonancia
personal sin la virtud esencial de la vo-
cación.
En estas breves líneas que escribo para
Plvs Vltra, solo deseo dejar en evidencia,
precisamente, esa virtud que he recordado,
y lo haré valiéndome de los manuscritos que
la escritora me dio en vida, sin sospechar
siquiera que había de ser yo quien los uti-
lizaría para poner de relieve un episodio de
su vida, especialmente interesante, por tra-
tar de su iniciación literaria.
Ada María Elflein llegó al estado y cali-
dad de escritora, por el imperio de su ser
interior; por la vocación, que según el con-
cepto que Ibsen pone en boca del personaje
central de uno de sus poemas dramáticos,
'■es torrente que no puede retroceder, ni pa-
rarse, ni contenerse».
A los 14 años empezó a escribir un «Diario
de Vida»; sin saberlo procedía a la manera
de aquella Margrave de Baireuth, hermana
querida de Federico el Grande, que escribía
su diario «para distraerse^, dándose el pla-
cer de no ocultar nada de lo que pasaba y
como ella dijo, «pas méme de mes plus se-
crets pensées». La madre de Ada, la señora
Elena Schwarz de Elflein, cuya memoria de
educa'dora perdura en hogares porteños.
liento esta incUnación literaria, y con su
exquisito tacto de madre y de maestra, ad-
virtió que el hecho, aparentemente simple,
había de ser, como fué, un factor eficiente
en el desarrollo de la educación moral de
su hija.
Conocí ese «DiarioD en todos sus detalles:
llegó a componerse de catorce cuadernos de
no menos de cien páginas cada uno. Algunos
de esos cuadernos, precisamente los que con-
tenían las primeras sensaciones de la vida
consciente, cuando la niña se tornaba mu-
jer, cuandoapuntaban
en su espíritu las pri-
meras y profundas in-
tranquilidades, las
conmociones de su
conciencia y de su co-
razón, fueron escritos
en alemán y tuve
especial honor- -por-
que honor grande fué
para mi merecer la
amplia confianza de
esta mujer de inteli-
gencia superior - - de
C
fcmL'/mus
ELFI .EIN
ER,/\R.l,-\
escuchar su traducción du-
rante varias sesiones de lec-
tura a que me invitó a su
casa.
Entre las travesuras de
la vida escolar y los afanes
de la alumna que va a gra-
duarse primero de profesora
en el colegio americano de la
calle Suipacha, y luego de
bachillera en el Colegio Na
cional, sección Norte, al
ternan en esas páginas, inge
nio en las observaciones
agudezas en los juicios so
bre las materias de estudio
donaire en la apreciación de
la conducta de las compa
ñeras y también de los pro
fesores. Revelábase ya en
[onces, la altísima virtud de comprensión que
había de caracterizarla en la vida, reunida
a la ecuanimidad de su espíritu, a la altiva
franqueza de su palabra, a su sagrado amor
a la veracidad y a la ausencia de emulacio-
nes subalternas.
A los 22 años de edad era poseedora de
una educación esmerada, pero advirtiendo
ella misma los puntos débiles continuó sus
lecturas y especialmente, profundizó sus es-
tudios literarios. Llamada por contratiem-
pos de familia a aportar ayuda a sus padres,
buscó traducciones y discípulos, y fué en-
tonces que conoció al general Mitre para
quien tradujo del alemán una obra sobre el
«Ollantay». El ilustre historiador quedó tan
satisfecho que le otorgó un elocuente cer-
tificado. Entre los discípulos hubo niñas de
su misma edad, retardadas en su cultura, y
otras menores y también algunos hombres
ya diplomados en facultades, que deseaban
dominar el alemán y el inglés para conocer
a fondo la literatura de su respectiva espe-
cialidad científica.
La mariposa vio en aquellas horas, muy
próximo a sus alas brillantes el fuego, y no
se resignó a caer envuelta en las miserias de
la vida. Tampoco su carácter respondía a
ese género de enseñanzas, y tuvo que aban-
donarlo. En las páginas de su «Diario», he
visto también la huella de los Don Juanes:
la limitada visión de estos aventureros del
amor les permitió discernir la belleza rubia
y finamente aristocrática de Ada, más, no
ver que en aquella mujer, que trataban de
despertar con los fuegos de sus pasiones
deleznables, existía un espíritu vigoroso, so-
berano y vigilante, y cual un pajaro azul,
listo a tender el vuelo liacia esferas supe-
riores.
En septiembre de 1904 escribió en su
«Diario»:
« Me falta estímulo. Necesito una persona,
hombre o mujer, quizá mejor un hombre, seve-
ro, inflexible, rígido y a la vez bondadoso, ins-
truido, de una franqueza rigurosa, cruel si se
quiere en medio de su franqueza; un hombre a
quien yo pudiera respetar, querer y temer, en
quien pudiera tener plena confianza, que me
encaminara, me dijera si vale algo ésto que bulle
en mi cabeza, me tiene despierta por la noche
y se mezcla luego en mis sueños: todo un mundo
de formas vagas que tratan de abrirse paso y
para los cuales me falta la palabra mágica de
evocarlos: que me encauzara, que me dijera la
verdad, que yo puedo soportar; que me guiara,
indicándome el camino, . . "
En enero de 1905, encontrándose en Santa
Fe, de visita en casa de una amiga de la in-
fancia, cuyo nombre fué pronunciado mn-
chas veces horas antes de morir, vuelve a
escribir en su «Diario».
' Me escribe mamá
[^JO.SE *ñANUEC
LA NOTABLE ESCRITO
que mis cuentos están
en La Prensa para que
ios lean. Y he entrado
en curiosidad por sater
quién los leerá. Segura-
mente algún viejo eter-
no, gruñón, predispuesto
desde iuego a declarar
que no sirven, o sino un
mocito barbilampiño y
engreído que sólo en-
cuentra bueno lo que él
mismo escribe y decla-
rará con irónica sonrisa
compasiva que son *pa-
vadas de mujer'. Sea
quien sea, estoy curiosa
por saber quién es y lo qu_-
dirá. Para decir la verdad, no
se me había ocurrido nunca
ir a algún diario, y estoy ner-
viosa por saber lo que dirán
de mis cuentos. En todo caso,
ese hombre tiene ahora en sus
manos mi suerte: según lo que
diga, según cómo esté de hu-
mor al leer las historias, dirá
que sirven o no. Tan cierto es
que estamos encadenados unos
a otros, que ¡omos goberna-
dos sin saber cómo ni por
quién, que influímos incons-
cientemente .sobre los demás y
que un acto insignificante en sí. un capricho.
un humor pasajero, puede traer consecuencias
nunca soñadas. ¡Tengo una sensECión fxt aña.
como si en este momento estuvi-era por decidir-
se mi vida, como s¡ estuvieran cor rodar los
dados que determinarán mi suerte! jQué rueden!
Yo soy fatalista, y ese redactor desconocido no
hará m^s que cumplir inconscientemente lo que
estaba escrito».
En el mes de abril del mismo año, cuando
ya la dirección de La Prensa había aceptado
los cuentos presentados, y la incorporaba
como redactora después de un severo exa-
men, dándole la misión de escribir un folle-
tín dominical durante siete meses del año,
apuntaba en su «Diarios
«... Me dura aún la impresión de haber lle-
gado por fin, al lugar que inconscientemente bus-
caba. Allí piensan como yo, aman lo que yo
amo, sienten lo que yo siento. Caminamos hacia
el mismo fin, giramos en el mismo círculo. Al
cruzar la avenida, el foco parecía saludarme.
En verdad, creo que me alumbrará el camino;
porque tengo mi camino trazado y quiero llegar
hasta la cumbre. El gran mecanismo atronador
con sus mil ruidos y fascinador en su comple-
xión de gran establecimiento moderno, se ha
apoderado de mi, me ha aprisionado entre sus
redes y volantes y ya no me soltará más, porque
he hallado allí lo que buscaba instintivamente;
actividad, labor fecunda, la vida misma febril
y agitada. Veremos lo que hace de mí*.
Fué ese su pensamiento íntimo, escrito
en su «Diario» antes de clausurarlo y en el
momento en que entraba al escenario donde
desarrollaría su vigorosa acción mental. Te-
nía entonces 24 años, un vasto caudal de
erudición literaria y una fe plena en sus
fuerzas; pero no advirtió que era ella misma
la que se iba a hacer, y que con su propio
talento cincelaría su personalidad, nimban-
do de luz su nombre nuevo y desconocido
hasta entonces. En aquella hora, La Prensa
sólo le brindó su tribuna, y la rodeó a ella
misma de los respetos que su vida de silen-
ciosa y su alma de pureza inmaculada me-
recían.
En el prólogo que ella intitula «Homena-
je», puesto en las Leyendas Argentinas — su
primer libro — - ella misma explica después,
con justeza admirable, la inspiración y el
desarrollo de su luminosa labor:
« Los episodios grandiosos de la historia ar-
gentina, dice — exaltaron siempre mi alma, y
dominada por la poesía misteriosa del drama
social, abordé el cuento placentero al espíritu
del hombre, grato al corazón del niño, fecundo
en el pueblo, fecundo cual esas semillas que
arrojadas a la ventura y llevadas por vientos
propicios, florecen en el valle o en el pequeño
espacio de tierra que cubre una grieta en la
montaña estéril y lejana. Creo, como el magis-
tral don Antonio de Trueba, que ^en el cuento
cabe todo cuanto cabe en la literatura: mora!,
ciencias, artes, historia, costumbres, filosofía,
en una palabra: todo cuanto abarca el saber
humano», y trato de realizarlo en la zona de mi
acción. •
No creo que se pueda definir con mayor
felicidad el contenido de la obra de sembra-
dora de esta mujer de rara modestia y alti-
vo carácter, de alma dulce de niña, de cora-
zón pleno de bondad, de mentalidad fuer-
te, la primera que ha hecho ilustre su nom-
bre colaborando asiduamente en la prensa
argentina con trabajos, ora psicológicos, ora
coloristas, ora históricos, con evocaciones
de tiempos pretéritos, con descripciones ma-
ravillosas de los paisajes de la patria, con
intensas emociones frente a la naturaleza
argentina.
Alma de artista sellada por el entusiasmo,
la pasión y la fe. realizó su vasta labor lite-
raria, serenamente, silenciosamente, sin que
jamás la interrumpiese una sola vanidad de
resonancia. Y leal y buena como una santa
mujer, cultivó a la vez en su hogar, nobles
afectos que no se consolarán jamás de su
partida.
EI^AGITIR,R{E
N SU NIÑEZ.
— r^Ljv^íB 'vj_m3_-x—
• Lm imahKiám qtu ><■ /' j ítt- '.nado ¡Uidt
tlfumos atas a rsta fnvlt tn la actuación di
la anitr artmtíaa. *s tan p'adf, fu/ lu
Hari/mlan m$asario dar a las friwraciows
futuras urna prurba dr *sta luduciia, presen-
tamia las fifuras trmruiuas más pnstifiosas
é* umtstre pais, y kacitudo una bnut restña
éf sm eñfm y actmaciÓH, La muitr argfMtina.
iomoeUa tu ti mundo rnttro por su tlffancia
Y brllaa, nelots tn cambio por sus condicio
aa atcraUs * iuttitetualts, y lirmpo ts ya dt
far *a afnllos pa/sts qu* han rrcibido con
¡artmtia, tn oeasióm dt la futrra, la ayuda
mt/trial y moral dt las irttntinas (¡ue en la
Cnu Reía kan sido trataiadoras infaligablts
y rmütatts naptraácras dt los mtdicos en las
más dlfkilts y dakrosas tartas, st stpa lam-
mm 4«r natstras majtrts r^u^-i^n ii'ítacars*
tn ladas las tsftras dt aci a sus
dalas ptrsonalts la krrtu. c:a dt
afutlles países dtl vitio mundc donde tienen
su ariftn la mayor paitt dt las familias de
nuestra litrra.
Ya nutstras anttpasadas, ¡as patricias, que
süo vivían para ti hogar y la iiltsia, dtmos-
Iraron a su litmpo, ijut también tran dignas
compatiras dt los hhoes que nos dieron liber-
tad, y hoy, las nitlas dt aqutllas matronas.
sitnien ctrrtr par sus vtnas la sangrt dt las
fur tetaron a su núíteridad grandts tjtmplos
de entrg
Hoy r... 'vn. y Itndrán más
aun en el juluro. una Uberíad r indtptndtncia
qut no ttnian por citrto nuestras abuelas, y
esta misma independencia abre ante ellas
un herieonU en el que la muier estará llamada
a desempeñar funciones de honda trascen-
dencia. Las heroínas de la Rei'olución deiaron
la semilla de su valentía para las generaciones
futuras, uniendo a esta la delicadeza exquisita
de sus senümientos. que hoy hace que la mo-
derna mujer argentina derrame a manos lle-
nas fl tesoro de su bondad, no sólo por la
ayuda material, sino por la moral, más eficaz
en muchos casos, creando instilucionts. for-
mando escuelas, facilitando la educación del
alma a la ivj qut ti meioramitnlo físico, por
decirlo así, pues son innumerables los
establecimientos fundados por iniciativa
ftmtnina donde st cría y tduca a los
niHos dt hoy. poniéndolos en condicio-
nes dt ser hombres útiles y sanos para
el matlana . . .
Y ya que vamos a iniciar la publica-
ción de una Galería de Damas Argenti-
nas, comenzaremos por una de las figu-
ras femeninas más completa i en el sen-
tido de que habláramos an'es; la señora
Guillermina de Oliv;ira Cezar de Wilde.
que une al prestigio de su origen y de
su actuación política y diplomática, el
de su fortuna y su belleza. •
La famil'a de Oliveira Cezar, es de
ongen portugués. Su jefe fué ayudan-
te de campo y amigo personal de don
Juan VI. habiendo llegado al Brasil
en compaftia de dicho monarca, cuan-
do se fundó el Imperio.
Este militar era hijo de un diplo-
mitico portugués, casado morganá
ticamente con una princesa de sangre
real de una de las familias reinantes
de Europa, llamada Guillermina. Ra-
dicado en el Brasil este caballero, for-
mi su familia allí, y el hijo mayor,
Filiberto de Oliveira Cezar. fué el fun-
dador de las ramas argentina y oren-
tai de este apellido, habiendo sido el
jefe de las tropas brasileras de San
Pablo y Rio Grande que llegaron, du-
rante la guerra del Paraguay, a la
Banda Or.ental. donde se radicó, dan-
do asi origen a la familia argentina y
oriental de Oliveira Cezar.
Por la parte materna, esta familia
es fuipuzcoana. y, por lo tanto, per-
tenece pura y genuinamente a la raza
expaflola.
El abuelo de la seflora de Wilde.
don Martín de Coyechea. era un pa-
triota espafiol y el más fuerte banquera
de la época del virreinato. Fué ex pa-
triado en tiempo de Rosas, confiscán-
doaele sus bienes, constando este hr-
cho en los archivos nacionales. Esta
familia, formada de soldados y sacer-
dotes, como casi todas las familias
espaAolas de aquellos tiempos, dio al
Uruguay dos obispos hermanos, los
monseflores Inocencio y Rafael Ye-
regui. quedando aun hoy en la vecina
república, un representante eclesiásti-
co de la misma familia, monseñor
Isasn.
La seflora de Goyechea, se casó con
el coronel Diana, guerrero de la I nde-
pendencia y ayudante de Brandsen,
y la hija mayor de aquel matrimonio
es la señora Ange-
la Diana de Olivei-
ra Cezar, madre
de la hoy seíiora
Guillermina de
Oliveira Cezar.
viuda de Wilde.
Hechos estos li-
geros apuntes co-
mo antecedentes
de origen familiar,
pasaremos a los
personales, tanto
más interesantes
cuantoque muchas
compatriotas de
la viuda del emi-
nente medien don
Eduardo Wilde.
no conocen la ver-
dadera actuación
de su esposa.
La señora de
Wilde fué educada
en el colegio ameri-
cano de miss Con-
way. una de las
profesoras traídas
por Sarmiento, es-
píritu renovador
que inició una en-
señanza más prác-
tica y progresista.
aimque conservan-
do siempre la in-
fluencia católica,
pero, sin embargo, bien distinta de la educa-
ción conventual española de aquellos tiem-
pos. Miss Gonway, trató de combatir la pasi-
vidad en la mujer, alentando y permitiendo
a sus disctpulas que desarrollaran -^u perso-
nalidad propia, haciéndoles comprender así
que algún día serian las colaboradoras de sus
compañeros de vida, preparándolas en esta
forma, con una instrucción sólida y amplia
para las luchas del porvenir.
En aquella misma época fueron d:&cíp''las
de la distinguida
educacionista las
hoy señoras: Ana
Elia de Ortiz Ba-
sualdo. Mercedes
Zapiola de Ortiz
Basualdo, Julia
Helena Acevedo
de Martínez de
Hoz. Elisa Alvear
de Bosch y mu-
chas más que esca-
pan a mi memo-
ria de «historia-
dorao.
La señora de
Wilde salió del co-
legio para contraer
matrimonio a la
edad de quince
años, y casó con
el doctor Eduardo
Wilde, entonces
ministro de Justi-
cia. Culto e Ins-
trucción Pública
en la presidencia
del general Roca,
el cual fué padri-
no de la ceremonia,
actuando como
testigos los enton-
ces compañeros
de gabinete, doc-
tores Bernardo de
Irigoyen, Victori-
no de la Plaza, general Victorica y Carlos
Pellegrini. Durante los años que ocupó el
doctor Wilde este ministerio, y los años si-
guientes en que tuvo a su cargo lacarte-adel
Interior, fué su casa el centro donde, a toda
hora, y principalmente a la del almuerzo,
se reunía cuanto hombre de importancia
política, literaria y periodística tenía enton-
ces nuestro país.
E! doctor Wilde. inspiraba, en compañía del
doctor Lurio López las carical uras de «El Mos-
PLLOQFUa
(3
NGtLICa
Señor, cuando no goce de! divino tesoro
de la juventud libre, risueña y vigorosa;
cuando mi cuerpo anciano se incline hacia la fosa:
cuando mi voz cascada pierda el timbre sonoro;
permite que bendiga la estación placentera
en que el buen Sol caliente mis miembros ateridos
como cuando vibraban mi alma y mis sentidos
al resurgir florido á^. cada primavera;
permite que a mis pobres pupilas fatigadas
no las empañe el llanto de la envidia senil
al ver que otros disfrutan las para mí pasadas
grandezas y ;:legrías de la edad juvenil;
permitan que conozcan mis manos temblorosas
afables ademanes de paz y bendición,
para calmar la fiebre de las cabezas mozas
donde en el sueño mora y anida la ilusión
permite que aconseje mi boca desdentada
las luchas con las huestes invasoras del mal,
del honor y la patria la creencia sagrada,
la fe en el dios progreso, el culto al idea¡;
permite que en mi espíritu brille siempre un destello
de franca simpatía o tierna compasión
por todo lo que es grande, por todo lo qu3 es bello,
por las debilidades de la humana pasión;
por las luchas serenas y augustas de la ciencia,
por el montón anónimo de las vidas obscuras,
por los sueños felices de la dulce inocencia,
por la noble enseñanza de las conciencias puras.
Permi'e que. venciendo la ley del desencanto,
mi ancianidad doliente pueda creer y sentir,
y que al morir escuche a lo lejos el canto
que guía a la conquista triunfal del porvenir.
njiac/uÁuj
quite», y con el doctor Arislóbu'.o del Valle
y Pedro Goyena discutían sobre las graves
cuestiones de aquellos tiempos, abordando
temas de libertad y de progreso. Aquella
mesa de personajes cuyo talento y actuación
figuran en las páginas de oro de nuestra his-
toria contemporánea, estaba presidida por
una señora de ¡15 años! que más bien parecía
una figura de ensueño, oyendo con avidez
las discusiones y los admirables párrafos de
aquellos hombres de talento, recogiendo,
en fin, la semilla del saber que a su debido
tiempo había de dar su fruto.
Pasada la época militante de actuación
política del doctor Wilde. este comenzó con
su joven esposa los viajes alrededor del mun-
do que nos ha hecho conocer en sus admi
rabies libros. Recorrieron juntos: Rusia.
Turquía, Suecia, Noruega, Estados Unidos.
China y Japón. ¡Cuánta observación, cuánta
enseñanza, puede haber recogido la dama de
que me ocupo al lado de un hombre del
talento del doctor Wilde! Son cosas que
todavía no hemos podido medir en su justo
alcanc'5. porque la señora de Wilde con una
modestia poco general, habla rara vez de lo
que sabe y ha visto, y solo se adivina todo
ello en la ausencia total de «'snobismo» en
una gran tolerancia y en una ilimitada bon-
dad. . . Su patriotismo es marcadísimo, y sé
que en cierta ocasión dijo que a fuerza de
estar lejos, había aprendido a querer a su pais.
y a fuerza de conocer otras sociedades y
costumbres había aprendido a apreciar lo
bueno que aquí tenemos, comprendiendo
que los defectos que nosotros padecemos,
son mucho más pequeños que los que hay
en otras partes. . .
Después de sus viajes, ocupó el doctor
Wilde. como es sabido, el cargo de Ministro
Plenipotenciario. De todos es conocida la
actuación que tiene universalmente en la
diplomacia una mujer culta y sabemos cuan
importante fué la de la señora Wilde junto
a su esposo. En Méjico, en la época histórica
de Porfirio Díaz, nuestra representante feme-
nina fué la amiga intima de Carmelita, la
mujer del presidente mejicano, da-
ma que fué siempre un ejemplo de
discreción y talento en la historia de
su tierra.
En Holanda y Bélgica, la actuación
de la señora de Wilde fué brillante, y
en España es tan reciente y conocida,
que no creemos que necesite comenta-
rios. Ella fué la inspiradora del viaje
de la Infanta Isabel a la República
Argentina, y en su casa hizo por pri-
mera vez el rey Alfonso XI 11, la pro-
mesa de convertir en embajada la le-
gación de España en nuestra tierra
La organización de sus obras benr
ficas es digna de ejemplo: recibe a di i
rio pedidos innumerables que son an^
tados en un registro, teniendo dos per-
sonas dedicadas exclusivamente a com ■
probar las necesidades de les postulan-
tes para socorrerlos según la impor-
tancia de los casos. Educa a su costa
innumerables pensionistas, tanto en
Buenos Aires como en las provincias,
y respetando la voluntad de su esposo,
familias enteras a quienes el doctor
Wilde socorría y a quienes no ha cono-
cido jamás la caritativa dama, siguen
recibiendo la cantidad asignada.
Los antecedentes que dejo enume-
rados, hacen que la señora de Wilde
sea una fuerza social de gran impor-
tancia, y su reciente nombramiento de
presidenta del comité de señoras de la
• Cruz Roja Argentina», es la demostra-
ción de! prestigio de que goza la distin-
guida dama en su país. Nadie como
ella podrá dar impulso a esta obra gran-
diosa que desde que comenzó la guerra
europea había quedado relegada a se-
gundo término por las asociaciones si-
milares de otros .países que encontr.L
roñen esta tierra generosa ayuday ap'
yo, aun contra el artículo de los est;
tutos de nuestra Cruz Roja que pr'
hibe que exista en el país otra asocia-
ción con el mismo nombre y fines, de-
dicada a allegar recursos para el alivio
le los extranjeros. . . Pasada la terri-
Kle contienda, resurge nuestra Cruz
l-íoja en manos de la señora de Wilde,
que en el término de un mes, ha hecho
más en pro de la asociación que lo que
podía esperarse de meses de trabajo. . .
Ha agrupado la distinguida dama
en la comisión que la acompaña, los
más prestigiosos nombres argentinos,
y en adelante su salón, como los de
ciertas personalidades femeninas euro-
peas, será centro de intelejtur.lidad y
cultura como lo es ya de sociabilidad.
lENE el paisaje — Otoño, entre
los montes del Pirineo vasco —
profunda dulzura algo melancó-
lica. Aun no es el alba, pero ya
se insinúan en el cielo trémulas
palpitaciones de esmeralda. De
rato en rato el clarín de un gallo
llama al sol. El murmurio de! agua y de la fronda
en voz que canta el ensueño de la naturaleza, no
como será más tarde fondo sonoro, sobre el que se
destaquen las flautas pastoriles, las esquilas del
rebaño o las campanas de la aldea.
Lentamente, al hombro los aperos de labranza,
viene Juan María Oyarbíde. Mil y mil veces ha
visto ese paisaje y lo sigue mirando con delecta-
ción. Llega a un campe; permanece inmóvil, una
inmovilidad meditativa.
Va clareando el día; en la cresta de los montes
más altos tiembla ya una pincelada de oro; el
azul del cielo adquiere transparencia; entre las
zarzas la algarabía de los pájaros saluda a la luz.
Juan María Oyarbíde mira devota y afanosamen-
te a todo aquello tan familiar.y siempre tan nuevo.
Lejos el pueblo; en el del valle, la cinta blanca de
la carretera, entre el boscaje los caseríos. Todo en
silencio, entre un vago cendal de niebla que da
al místico encanto de la hora, castidad y placidez.
De pronto aparece el sol; Juan María Oyarbíde
se arrodilla y reza un padre nuestro, , ,
Y yo pensaba: ¿Qué conceptos mueven a este
hombre que saluda al sol, como un viejo pagano,
con la oración más bella de los cristianos? El buen
Juan María Oyarbíde no sabe nada de filosofías,
de panteísmos, ni de historias; no hay en él más
herencia que la de consejos cristianos, bien puros,
bien a machamartillo, Pero en su virtuosa senci-
llez ha aprendido a amar al sol, y lo saluda con
las grandes palabras «padre nuestro que estás en
los cielos...» Y después trabaja. Quizá el señor
cura opina que Juan María Oyarbíde es un here-
jote, digno de la hoguera; pero si bien se mira,
hay en el sencillo acto una profunda corriente reli-
giosa; la misma que llevó a Francisco a predicar
a las avecillas. Es convivir con todo lo que vive;
es decir ¡padre nuestro! a las fuerzas vitales que
uj.trraACiQMtV/' B- o^TUJCS
nos amparan y nutren; es humildad y también
es amor.
Un retórico, en presencia de este caso, hablaría
de «los dos maravillosos»; efectivamente, se en-
cuentra mezcla igual de algo pagano y mucho
cristiano, en «Los mártires», de escritor tan cató-
lico como Chateaubriand, y en «La Atlántida»,
del sacerdote Jacinto Verdaguer; pero el caso de
Juan María Oyarbíde tenía el vigor, el relieve, el
calor de lo vivo, superior siempre a la fantasía
de los poetas.
Este es el mejor himno al sol. No lo han tenido
mejor las viejas civilizaciones que con la riqueza
de Oriente o el fausto y brío azteca hicieron tem-
plos al astro rey; no hay en la mitología pasaje
tan conmovedor como ese sencillo acto; esa ora-
ción cristiana, prólogo del trabajo, a! sol, hogar y
lámpara de lo creado; el más augusto reflejo de
Dios. . . Para Juan María Oyarbíde se trata nada
más que de una costumbre, para el señor cura de
una herejía, para los aficionados a las letras, de
una escena bellísima, con perfume de égloga, con
jugosidad panteísta y con honda unción cristiana.
Después nada; Oyarbíde trabaja; canturrea, va
de un lado para otro; aquí escarda, más allá
endereza un tierno arbusto. De cuando en cuando
levanta los ojos al cielo; al cielo pálidamente azul
de Vasconia en Otoño, y siente, cuando ve que
un águila lo cruza, rumbo al sol, algo que es casi
envidia. Quizá por esto hay tal espíritu de aven-
tura en la raza de Oyarbíde, y quizá no lo otro,
por la oración y el amor a la naturaleza, tal faci-
lidad de adaptación, sin pérdida del carácter
propio.
a//i¿q¿is-^
PROPIEn\D» D
DON- VICENTE
LEVE^ATTO
OLEO-^D^ANSELM'
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. VL1PA
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MODELO DE LA HAUON BERNARD. EN GÉNERO FANTASÍA CRIS Y NEGRO, VISTAS
DE UA CHAQUETA PAÜO CRIS. CINTURÓN DE CHAROL NEGRO.
Ulises, el astuto, el in-
genioso, el prudente —
¿quién no conoce al úni-
co hombre que supo elu-
dir la influencia bella y
fatal de Calipsc? — te-
nia una esposa llamada
Penélope. Durante la
gran ausencia del héree
griego. Penélope. ase-
diada por numerosos
pretendientes que solici-
taban su mano, empleó
las dos en tejer una tela
poniendo como condi-
ción «sine qua non» para
elegir nuevo esposo el
término de dicho tejido.
Pasaban los días sin que
volviera Ulises y sin que
la obra se concluyese. Es
que Penélope deshacía
por la noche la tarea he-
cha durante el día.
La moda es semejante
a la tela de Penélope: un
interminable tejer y des-
tejer, cortar y alargar,
poner y quitar de géne-
ros, blondas, sederías.
terciopelos, etc. Y la
constancia femenina re-
sulta tan firme como la
fidelidad de que dio bri-
llante prueba la esposa
de Ulises. Agradar a un
hombre entre todos los
hombres, igual que Pe-
nélope. agradar a todos
los hombres para que el
elegido avalore mejor la
preferencia, he aquí el
bello ideal de las mu-
jeres.
Chernit. Bernard y
Renné son los creadores
de los modelos flaman-
tes y <'dernier cri» que las
bellas lectoras tienen an-
te sus lindos ojos. Sola-
mente con leer los
epígrafes, ellas sabrán
elegir el modelo que me-
jor realce sus gentiles
figuras.
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A L
MARGEN DE LAS CIUDADES
En los limiles dd poblado, lai
humildes casas se extienden al
wl (rente a la campaAa. sin ace-
ras, sin casas rivales«asomándo-
se a la Ubortad relativa y her-
Son ka muros de la ciudad,
de la dudad abierta, las sitios
donde crece parecida a una al-
dea. Allí acuden los p:ntores en
busca de itotas brillantes, allí los
humildes buscan emplazamiento
para sus viviendas, huyendo de
los cMeros caros y de las ca-
sas inoomodas.
Quien no ha paseado por aque-
llos lugares no conoce entera-
mente la villa amada, no sabe
apreciar la fuerza de la ciudad.
en los Hmites de la conquista,
al margen de la lucha-
Muchachos que corretean y
saltan ¡unto al arroyuelo; veci-
nos que disfrutan las caricias del
sol y del aire campestre: mucha-
chas que sueñan con la vida: de
todo hay alü. No busquéis tea-
tros, ni casinos, ni automóviles.
Alli únicamente hallan los po-
bres la mayor cantidad de sen-
alie: compatible con las exigen-
cias de una gran urbe. Estáis al
mismo tiempo en la ciudad y
en la campaAa entre los Dióge-
res de la ¿poca actual que viven
en casas pequeñas como toneles.
Si estas casas tuviesen len-
gua)e humano, repetirían le que
están pregonando con su aspec-
to tranquilo: -Queremos que no
tMSS quitáis el sol: que frente a
nosotras no se levanten casas ri-
vales ensombrecedoras».
Pero llegará su hora de escla-
vitud, la hora en que la ciudad
necesite rellenar las márgenes
con lineas de casas nuevas.
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GUARNICIÓN EN ESOS F0RTINE5 ES PENOSA Y LLENA DE AMENAZAS.
LA VIDA DE
LA BELLEZA ES UN CULTO!
y es la mujer la única que tiene obligación de cuidarla y mejorarla.
Por Charlotte Rouvier
Las damas que. mediante un detenido examen
ante un espejo, no tienen la valentía de reconocer
los defectos de su cutis, se limitan solamente a
una ligera mirada e ingenuamente creen que con
el auxilio de un prolijo acicalamiento, los defectos
no serán visibles a la luz del dia. Pocas mujeres
conservan en perfecto estado el cutis de su ju-
ventud y estas mismas, si se disponen a revisar
detenidamente su rostro, encontrarán a pesar
suyo algunos defectos como grasitud. dilatación
de los poros, etc.. que lentamente van produ-
ciendo su acción deplorable sobre una faz hermosa.
pues los poros dilatados permiten el paso de esa
substancia grasosa que precede a la brillantez
y el acumulamiento de aquélla trae como conse-
cuencia la aparición de los detestables barrillos
que nadie quiere ostentar. Para preparar una
ablución astringente que simultáneamente con-
traiga los poros dilatados y extirpe la brillantez
y los barrillos, basta conseguir algunas tabletas
de stymol y se disuelve una en un vaso de agua
caliente. Lavando el rostro con esta sencilla pre-
paración se nota inmediatamente su efecto ma-
ravilloso, pues el cutis queda limpio y alisado
por la desaparición de los barrillos que se des-
prenden fácilmente lo mismo que la grasitud,
y los poros dilatados se habrán contraído, pre-
sentando su rostro un aspecto encantador.
He tenido oportunidad de observar el proceso
de muchas tentativas para ocultar las canas por
parte de numerosas personas empeñadas en ello.
Algunos experimentos han sido irrisorios, otros
francamente desastrosos hasta ocasionar la caída
del cabello, y bien pocos dieron resultado. Por
mi parte, cuando llegue el período de encaneci-
miento de mis cabellos, creo que no me opondré
a este accidente natural de la vida, pero si tuviese
alguna intención de evitarlo, recurriría sin duda
a una vieja fórmula usada por nuestros antepa-
sados, vale decir, por varias generaciones, y aun-
que sencilla, es probablemente la que más asegura
el objeto deseado sin dañar la vitalidad del ca-
bello. Consiste en mezclar dos onzas de tam-
malite concentrada con tres onzas de bay-rhum,
loción que luego se aplica a las canas por medio
de una esponjita. He observado en muchas per-
sonas que han puesto en práctica el procedi-
miento, cómo el cabello vuelve a su color pri-
mitivo, paulatinamente y de acuerdo con la na-
turaleza.
No hay nada tan encantador en una dama
como la ostentación de una hermosa cabellera,
que para parecer tal. debe ser brillante, sedosa
y ondulada. Una mujer que une a sus encantos
este complemento indiscutible de su gracia na-
tural, es sencillamente seductora. En la conser-
vación del cabello y su mejoramiento, interviene
en primer lugar la calidad del shampoo que se
emplea, pues si éste no produce buena espuma,
lo higieniza relativamente, y en consecuencia
nunca ostenta ese brillo que debe tener. En cam-
bio, un shampoo preparado con granulados stallax
y agua caliente, produce una abundante espuma
perfumaday limpiaeficazmente el cabello. Después
de enjuagarlo, se seca con toallas calientes y el
resultado obtenido es admirable. Toda la brillan-
tez oculta del cabello es revelada y queda sedoso,
ondulado y fácil para peinar. En los casos de
persistente grasitud en el cuero cabelludo, el
stallax es un correctivo irreemplazable, y a las
personas que tienen el cabello quebradizo y seco,
se les recomienda, antes de cada shampoo, un
masaje en la cabeza con aceite de oliva.
Una hermosa y abundante cabellera, digno
marco de pobladas cejas y largas pestañas, es
lo más admirable en una dama, que puede sen-
tirse orgullosa de tan seductores atractivos; pero
en numerosos casos esa riqueza capilar paga su
tributo con exceso, apareciendo también en forma
de abundante vello superfluo en diversas partes
del rostro, cuello, brazos, etc.; lo cual desfigura
totalmente una faz agraciada. Ya las mujeres de
la antigua Grecia tenían el mismo criterio a!
respecto y se preocupaban de combatir el vello,
empleando depilatorios en forma de pastas. En
la actualidad, los métodos para extirparlos son
numerosos. El tratamiento eléctrico tan recomen-
dado, es hoy muy costoso, lento y doloroso.
En cambio, el sistema de más resultado parece
ser el antiguo, teniendo en cuenta que su adop-
ción elimina los tres inconvenientes del trata-
miento eléctrico, pues es económico, sin dolor y
rápido, es decir, cuestión de minutos. Se prepara
la pasta a base de porlac puro pulverizado, mez-
clado con un poco de agua y se aplica a la parte
afectada por el vello superfluo, dejándola secarse
encima, y cuando al lavarse se saca la pasta ya
seca, con ella desaparece también el vello, que-
dando el cutis completamente alisado y libre de
inflamación. Este sencillo procedimiento tiene
entre sus grandes ventajas, la propiedad de matar
el vello en su mi;ma raíz.
Las arrugas prematuras en el rostro de una
dama aun joven, son una injusticia y constituyen
por eso su diaria pesadilla. ¡Cuántos sacrificios
se impondría con tal de restaurar la lozanía y
frescura de su cutis envejecido por el empleo de
materias nocivas en el tocador! Se conocen casos
de cantidades fabulosas pagadas con el fin de
someter las arrugas a tratamientos por demás
costosos y que al fin no han dado resultado.
En la actualidad no hay necesidad de tales extra-
vagancias, porque si usted siente su espíritu
deprirriido por la temprana aparición de arrugas
en el rostro, no tiene más que obtener un poco
de buena cera mercolizada en cualquier farmacia
seria, y, al acostarse, previa ablución con agua
templada, extender la cera en todo el rostro
hasta el cuello, sin hacer masaje, volviendo por
la mañana a lavarse con agua caliente. Sometidas
las arrugas a este tratamiento por espacio de una
semana, desaparecen paulatinamente, y el cutis
recobra la frescura y lozanía propias de la juven-
tud. Por medio de este económico y sencillo
remedio, puede usted parecer mucho más joven
y mantener en su apogeo la belleza de su rostro.
A >'4 o IV.
NÚM. 4C.
AM'L ARGENTINO.
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COSTO, 1919.
AGUAFUERJTE DE/R..ODOLrO i RcANCO
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.\R1A
VERRIA"
Aopulencia comer-
cial en que ha vi-
vido Sevilla, y,
sobre todo, el ins-
tinto refinado de
sus habitantes,
convierte a la ciudad del
Guadñ' un afortu-
nado stico. aca-
so el mas v.i.'.cso. apartan-
do a Madrid, de toda Espa-
ña. El viajero no termina
nunca de hallar nuevos mo-
tivos de admiración, que
abundantemente le brin-
dan las calles, los alcázares
y los templos. Y en último
caso salta la emoción artís-
tica de los cien detalles y
matices que animan inefa-
blemente la ciudad, y que
sin referirse a concretas
muestras monumentales,
tienen, sin embargo, la in-
tima gracia de lo original e
imprevisto. Porque si>al-
gunas ciudades son vivas
manifestaciones de la diná-
mica industrial, y en ellas
todo parece estar cantan-
do al ritmo de una marcha heroico-civica (Nueva
York), otras ciudades (Florencia. Sevilla) parecen
estar empapadas de una unción estética, por cuya
virtud el simple peinado de una mujer o la actitud
de una humilde piedra adquieren un inevitable y
como premeditado interés artístico, o sea una
intención ornamental, más trascendente todavía
porque aspira a la continuidad y a lo eterno.
Pero después délos paseos preliminares, el viaje-
ro halla en Sevilla un raro placer que tiene mucho
de inquietud y de aventura. Nada, en efecto, más
incitante para un espíritu curioso y culto como ese
juego de azar que consiste en perseguir el rastro de
las capillas notables, los buenos cuadros y las es-
culturas por la infinidad de los conventos e iglesias.
Para este picante ejercicio, que en Sevilla es más
recomendable que en cualquier otro lugar, convie-
ne crearse una media ignorancia, y, sobre todo, ha-
cer como que no han existido nunca el Baedeker
ni los cicerones. Provisto de una fina sensibilidad,
algunos informes amistosos y una firme cultura
histórica, el viajero está seguro de que cada uno
de sus días sevillanos ha de aportarle una reve-
lación.
Si todos los cuadros, retablos, rejas, capillas,
ornamentos y esculturas que existen dispersos en
Sevilla fuesen reunidos y catalogados en un museo,
seria éste uno de los más interesantes de Europa.
Pero las joyas están esparcidas y es preciso bus-
carlas, descubrirlas con un poco de zozobra.
Buscar y perseguir la huella, por ejemplo, de
Valdés Leal, equivale a un placer estético incom-
parable. Cuando creemos haberlo poseído del todo
en las salas del Museo Provincial y en el Hospital
de la Caridad, todavía nos quedan ignorados los
lienzos de la Catedral y de las iglesias. Pero nuestro
afán laborioso recibe magnífico premio, porque
hemos logrado abarcar y poseer, como sólo en Se-
villa es posible, a ese pintor fantástico, desconcer-
tante y único, que reúne a un mismo tiempo el
realismo naturalista, la imaginación desatada,
una acción dramática y teatral, un efectismo li-
terario, una brutalidad macabra y una idealiza-
ción mística que llega al paroxismo...
Igualmente suponíamos, antes de venir a Se-
villa, que Murillo no guardaba secretos. Todos
los museos de Europa guardan numerosos cua-
dros del pintor dulce, afeminado, a quien las
industrias gráficas y el irreverente cromo habían
hecho un poco vulgar. Pero en Sevilla nos vemos
sorprendidos por un gesto de Murillo que no sos-
pechábamos. El divino pintor, quiso, sin duda,
reservar a su patria nativa el lado más vigoroso
y masculino de su per-
sonalidad, y verdadera-
mente nos en frentamo.s
aquí con un Murillo enér-
gico que abandona, como
en el retrato de un Obispo
(Catedral), la demasiada
blandura de su habilísimo
pincel, para afirmar esa
valiente figura mitrada
tan llena de vigor, de com-
posición como rica en cáli-
das tonalidades. Y en el
üospital déla Caridad
existe esa joya de Murillo,
San Juan de Dios con un
pobre y un ángel, que es un
portento de pintura fuerte,
realista, sabia y emocio-
nada.
Pero Sevilla nos reserva
el último y más caro des-
cubrimiento: Zurbarán.
A todos nos ha sucedido
estar en distintas zonas de
nuestra vida como preña-
dos y obsesionados por un
escritor, por un libro, por
una teoría estética o filo-
sófica. Yo paso actual-
mente a través de la ráfaga
de Zurbarán. Si pienso en un viaje a París, no
sólo es con el anhelo de remirar otras cosas, otros
sitios parisienses, sino con el prurito de volver a
contemplar el bello Zurbarán que conserva el Lou-
vre. Repetidamente busco en el Museo del Prado la
sala donde mora, o donde muere, el estupendo San
Francisco de Asís, esa maravilla zurbaranesoa. Y
del monasterio de Guadalupe, perdido en las mon-
tañas de Extremadura, guardo aquel recuerdo in-
enarrable que me proporcionó la contemplación de
los ocho grandes zurbaranes que allí, en el casi olvi-
dado monasterio, en el paisaje montaraz de Extre-
madura, en un pueblo curiosísimo y en el sueño de
unos claustros tan hermosos, están invitando a las
almas eximias a una peregrinación intelectual.
Pues bien, el conocimiento de Zurbarán no será
perfecto, ni aproximado, si nos falta la experiencia
de Sevilla. El Museo Provincial cuenta un grupo de
zurbaranes que aturden, por su número y su impor-
tancia. Y es ciertamente en sus salas donde pode-
mos abarcar todos los aspectos espirituales del pin-
tor místico, y todos los recursos de su técnica.
La Apoteosis de Santo Tomás, por ejemplo, es un
cuadro tan representativo y definitivo como el de
Las Meninas es, respecto de Velázquez, En los tres
peldaños o trazos que componen el cuadro puede
admirarse la fuerza mística, la profunda expresión
de ios retratos y el colorido incomparable de las
telas, sobre todo los blancos-amarillentos de los
hábitos religiosos. Nadie ha sabido pintar al fraile,
al asceta, como Zurbarán. que verdaderamente ha
sublimado y ennoblecido las figuras monacales. Un
fraile de Zurbarán es algo que hiere y domina
nuestro espíritu por el realismo grave y varonil,
por la unción de las actitudes y las expresiones, y
por una manera de idealidad que introduce el ar-
tista, no sólo en los rostros, sino en una cosa tan
material o subalterna como es el hábito de paño
burdo. La estameña conventual adquiere en este
pintor, como en un inaudito milagro, una virtud
extraordinaria de idealismo, de tal modo, que esos
hábitos frailunos, hechos de un blanco pajizo y
graduados por oportunos contrastes de sombra,
elevan ellos solos nuestra mente hasta asombrosas
comprensiones místicas.,.
Sin contar la unción religiosa que existe siempre
en Zurbarán. pero una unción verdadera y sensi-
ble, jamás mistificada por habilidades de oficio;
una unción sincera y grave menos expuesta al his-
terismo y al exceso que en el arte religioso riel
Greco: en fin, un misticismo más honrado y el que
más directamente representa a los grandes escri-
tores místicos españoles del siglo xvr.
Madrid, iulio. 1919.
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«ANTICHAMBRE» DE
ESTILO FRANCÉS.
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DETALLE DE LA * ANTICHAMBRE»
OS difíciles problemas plan-
teados por el adorno y dis-
tribución de una casa mo-
derna, que pretenda lucir a
un tiempo artísticos refinamientos
y el más agradable confort, han sido
resueltos en la nueva vivienda de los
señores Escalier-Dorado, donde en-
contramos bellamente armonizados,
estilos tan característicos en la his-
toria del arte, como son: el hispano
del siglo xvii, el francés del xviii
y el inglés de las mismas épocas.
Así. el zaguán y la escalera, ofre-
cen al visitante que sienta curiosi-
dad por las evocaciones artísticas,
una acabada muestra del más puro
arte español. Zócalos y solerías de
mármol, paredes granuladas, bra-
zos de luz que se destacan sobre fon-
■ ■^m-r
sm
COMEDOR Y ENTRADA AL ÍFUMOIR»,
01.JV-¿? X i^T^ÍIÍ--^-
dos de entonación rojiza y techos formados por
obscuras vigas transversales y ménsulas de fina
talla, con dibujos y estilizaciones geométricas.
El pequeño y elegante «hall», revive la modali
dad sobria y severa que distingue a las construc-
ciones españolas del periodo de los Austrias. Los
paramentos, desnudos y uniformes, son una imi-
tación de piedra que por su misma tosquedad y
aspereza, contribuyen a realzar los hacheros de
madera dorada que se ven a los lados de ;cada
puerta. La solería ajedrezada, ese.icialmeate ca-
racterística, completa el sentirlo de la decoració.T.
En los pisos altos, donde s; halla la parte des-
tinada a recepción, la «antichambre» presenta u,i
delicioso conjunto lleno de suave intimidad, con
sus luces amortiguadas por menudas pantallas,
sus entrepaños verdes, y los enguatados de da-
masco rojo, de grai efecto decorativo.
Contiguo a la «antichambre» está el gabinete
Luis XVI. estudiado hasta en sus menores deta-
lles, con arreglo a los modelos de ese estilo. Tanto
las «bergéres» tapizadas de damasco, como el pia-
no Verni Martin y ¡las sillitas de conversación,
responden al refinado gusto de la «boiserie». en-
tonada en blanco y celeste. Pasando por alto la
salita Imperio, el despacho y gabinetes del se-
gundo piso, nos detendremos en el comedor de
estilo francés «Art Nouveau», con «boiserie» gris
perla y chimenea de mármol de Carrara, con
morillos de bronce dorado a fuego.
Intimo y confortable, el «fumoir» tiene su deco-
ración dentro del período inglés de los Estuardo,
y como detalle de valor artístico la lámpara cas-
tellana de hierro, que pone en este aposento una
nota original acorde con la moda imperante.
Después de visitar las grandes casas que en
Euenos Aires — ciudad moderna, ciudad fastuo-
sa— mantienen el decoro aristocrático a la altura
de las más célebres residencias europeas, nos en-
contramos con una tendencia general, irresistible,
a rehuir vulgaridades en el alhajado de estas man-
siones señoriales. Y no resignándose a imitar el
salón más en boga o el mueble más histórico,
procuran combinar lo bello y lo cómodo de diver-
sos estilos, para formar con cierta modalidad pro-
pia, el ambiente que la vida social exige.
Antonio Pérez-Valiente.
SALITA CON sillería IMPERIO.
INTESIOR DEL «FUMOIR».
:IO J^ VASCOS
OLEO -DE - JOTOM AíOIL
DE-LA-EXPOriCION ~
DE~AFLTE (E5Si GALLEGO
PLVS •
. VLTPA
— J=>LS^^S- ^ -L^'Tl-? .-X —
iná?^«i!í''
h^mmmmz^i^^.
E podríamos buscar un
nombre a ese baile? —
preguntaba días pasa-
dos una deliciosa «girl» a
una alegre «boy «estudiante de Harvard.
— Yo helenista y yanqui al mismo
tiempo, lo titularía «centaury-trooí» o
•Terpsicore-steep». Los griegos habían
inventado varios nombres lindos que
ahora nada significan: «apokinos», «as-
koliasmos». «thermystris». etc. Venían
a ser los «one-steep». «fox-troot» y tan-
gos de aquellos siglos. Si quiere más
detalles, esta noche consultaré los clá-
sicos. Ahora sólo puedo aventurar al-
gunas divagaciones coreográficas de
cuya exactitud no respondo. ¿Se ani-
ma a oir una conferencia?
— «¡All right!»
— Señorita: Hace menos de dos mil
aiíos, los hermosos dioses de! paganis-
mo quedáronse sin clientela. Las ac-
ciones del «trust» de la Ambrosía ba-
jaion noventa y nueve puntos, sobre-
viviendo un «krach» horripilante. Como
no estaba el tiempo para danzas mito-
lógicas, todo el paganismo quedóse in-
móvil como una cariátide y Terpsí-
core más firme que la estatua de la
Libertad.
Los del «trustv contrario dedicáron-
se desde entonces a bailar en son de
triunfo. Hasta los negros danzaron.
Mas. es justo decirlo: casi todos los
bailes eran imitaciones encubiertas y
bajas de los bailes griegos y romanos.
Un día, Terpsícore en figura de bai-
larina norteamericana rompió a bai-
lar. Había adoptado un apellido esco-
cés; se llamaba Duncan, Isadora Dun-
can. Danzó, danzó, danzó con los pies
desnudos, suave-
mente, igual que
SEÑORITAS CATALINA LAPSLEY, K 'J ' \^
"NINFA", CONTEMPLANDO EXTA- ■ bailarla Una ele
siADA LA DANZA DE LAS «HA- Bsas muchaohas
DAS., SEÑORITAS SARA WILLIAM, inmÓVÍlCS qUB lOS
ELENA ISELIN, ADELA MEWELL , ^
Y VIRGINIA RicHARDsoN. escultorcs pcgaron
SEfiOXITA ROBEItTA ROELKER, DE «REY DE LAS HADAS», EN EL CENTRO DEL CORO Y SERORITA DOROTEA ISELIN, «DE PUCK», A LA DERECHA.
—r:>Ls\.^iS, >^'i_rr-^r2.^x—
a los frisos. Su venida produjo pánico en-
tre las danzas de color.
Nosotros, los descendientes casi direc-
tos de los hiperbóreos; nosotros los anglo-
sajones, somos más helenos que los mis-
mos latino-helenos. Mucho tienen que
envidiarnos, desde el más entusiasta Pérez
de las tierras fueguinas al más fogoso
Petropoulos de Salónica. Somos griegos
aunque nuestras narices no formen una
línea recta con nuestra frente. Y ponemos
gran entusiasmo en serlo por aquello de
que cada uno busca lo que no tiene.
Bien. Isadora Duncan formó escuela y
escuelas. Cada ciudad norteamericana tu-
vo su "teoría'!, ochoreia^ . o como se llamen
esas reuniones de preciosas «girls» que al
compás de músicas eólicas, se desperezan
rítmicamente en traje de playa ática.
Es un espectáculo encantador, flore-
ciente de gracia tempranera, un espec-
táculo donde el hombre no hace triste
papel alguno. Si las ventanas de la clase
griega diesen a un prado en el que reto-
SEÑOFITA ELEONOR ISELIN,
*HADA».
SEÑORITA DOROTEA ISELlN,
apUCK».
zaran las casi aladas ninfas duncanescas,
nosotros 'os esclavos de los verbos irre-
gulares áticos aprenderíamos fácilmente
hasta el último aoristo...
En aquel momento, la llegada de un
conocido me obligó a no oír más la con-
ferencia del estudiante. Era en un jardín,
a plena luz de un sol estival. Muchas niñas
de irreprochables formas bailaban cerca
de una fuente una danza que sus maes-
tros copiaron del paganismo.
Citaría los nombres de las pequeñas
danzarinas y de los dueños de casa: pero
temo que la crónica se convierta en una
crónica social, que es la cosa menos clá-
sica de todas las cosas conocidas.
Yo sé que allá en la coreografía argen-
tina, la aparición de la Duncan dejó tam-
bién huellas, que deseo sean profundas,
pues el culto a la belleza y la gimnasia rít-
mica tienen un noble poder educador para
la juventud.
Hebert Lee.
Nueva Yo'-k, iulio, 1919.
OLEO - DE
GlACOMO
f
iT>opie
lecLoa
nu>x—
J>
^/^üyzzau/ e.<:^n^^cnh^^au/
LA CIUDAD SE ILUMINA
jY cómo se ilumina!
Es una de las impresiones inóelebles que uno
se lleva de Buenos Aires. A las siete de la tarde
me asomo al balcón y extiendo la vista por toda
la Avenida; una porción de imágenes usadas y
de frases hechas me acude en seguida al pensamien
to. Uno podria decir que la calle semeja un ascua
de oro; podría hablar del consabido túnel de fuego
bajo el cual circulan los taxímetros acuñando pesos
a cada vuelta de sus ruedas; podria entonar un
himno al progreso, que permite trocar en día la
noche sólo con dar vuelta a una llave. . .
Sólo que después de haber dicho todo eso, uno
no habría dado ni una idea remota de lo que es
Buenos Aires en noche de iluminación pública.
Para un estudiante de arquitectura debe ser
útilísimo situarse, por ejemplo, en el centro de
la Plaza de Mayo, y contemplar desde allí las
siluetas de los bellos edificios que la rodean. No
hay línea, no hay saliente de la fachada, no hay
detalle arquitectónico por nimio que sea, que no
aparezca destacado, como trazado en el negro de
la noche con rayos de luz. Lo declaro que, hasta
que no los vi en una noche de éstas, no me había
dado cuenta de la suntuosidad, de la pureza de
líneas de casi todos ellos. Un correntino, que ha
venido este año a Buenos Aires a pasar las fiestas
•ulias, y a quien tuve el gusto de conocer en el sub-
terráneo, poco antes de llegar a la Plaza Once, mj
decía extasiado a la vista de la calle Florida:
-¡Hay que ver! ¡Qué obscuras deben estar por
dentro las casas en Buenos Aires!.
— ¿Obscuras? ¿Por qué?
— Pues, porque han sacado todas las luces fuera.
Y eso parece en efectivo: como si todos los
habitantes de las casas se hubieran vuelto locos,
y ss pasaran la noche al balcón, cada uno con su
luz correspondiente.
Esto lo que quiere decir es que los edificios, en
esas noches, tienen un alma especial, alma de que
desde luego carecen durante las horas diurnas la
mayoría de ellos. Alma y sonrisa: las dos cosas
más importantes en la vida.
Pero no es de las calles, ni de los monumentos
vistos desde abajo, en estas noches de orgía de
luz, de lo que yo quiero hablar. Es de la ciudad
toda, vista desde la altura de mi balcón.
Porque se ve toda ella, no en su forma real y
palpable si no más bien como una representación
que va destacando sus diversos matices por en-
cima del baño intenso de la luz. Allá a lo lejos,
por encima de los tejados y en medio de las tinie-
blas de la noche, hay una llamarada, algo asi como
un fulgor lechoso que sube hasta el cielo, ale-
grando aquella parte de la ciudad; es que allí,
en aquel barrio, en el centro de aquella plaza apar-
tada, hay un gran edificio iluminado. No se ven
las luces, pero se ve el resplandor, como diría el
maestro Unamuno. es lo más interesante de toda
luz. Estos arcos de la avenida, en que las bombillas
parecen disputarse el sitio unas a otras, se ven
separados unos de otros los más cercanos, pero a
medida que la distancia va aumentando, todos se
unen sin solución de continuidad, y forman como
el cuerpo gigantesco de un pez en el que las
escamas fuessn de diversos colores.
Es algo arrebatador y atrayente: tanto que yo
muchas veces, viéndolo, he pensado en lo bonito
que seria suicidarse arrojándose a la calle desde
lo alto de un balcón así para caer en un mar
de luz como éste, en el que no fuesen posibles los
salvavides. Muy bonito: sobre todo si le garanti-
zaban a uno que al día siguiente iba a poder re-
petir la operación sin riesgo. . . y así hasta el infi-
nito. Pero no se trata de suicidarse: se trata única-
mente de algo más modesto: de extasiarse y de
admirar. Viendo el espectáculo se le pasan a uno
las horas insensiblemente: es media noche, y de
pronto, cuando todo parece dorado de un modo
perenne por el polvillo de la ilusión, alguien,
desde el rincón de algún cuarto muy obscuro, da
una vuelta a una llave y ¡la ciudad se apaga!
Es ya la madrugada y hay que dar por termi-
nada la iluminación. Se acabaron las imágenes
poéticas, se acabó el pez de las escamas de fuego.
Yo creo que este es un error. La ciudad se apaga
demasiado pronto; demasiado pronto, porque aho-
ra en el invierno, el día viene muy tarde, quedan
aún, — cuando ese personaje misterioso da vuelta
a la llave de la luz — muchas horas de negrura.
Sería mejor esperar a que el alba fuera llegando
ella sólita, y las luces de la iluminación pública
se fueran también apagando solas. Digo solas por-
que las apagaría con su luz, el mismo sol.
¡El Sol! El único que puede competir con ciertos
derroches y el que acaba siempre con todas las
fantasmagorías nocturnas.
Madrid, agosto de 1919.
ILUSTRACIÓN DE ÁLVAREZ.
— t ^L-X'
\ L_ 1 l,2--V—
LÓPEZ NACUIL.
•EL CHAL NESRO».
IX
SALÓN
A.N\^L
B
PINTVR.A
ESCVlT-yRA
Altr/ITFXr/KA
Y
AETES D£C<SAmQV
A luz de la tarde cae blandamente
sobre el césped, se desliza por
entre las ramas de los árboles y
salta de hoja en hoja envolviendo
a todo el paisaje en una vibración
de múltiples tonalidades. Allá
arriba, las cúpulas del Pabellón
Argentino, han decorado sus ver-
dosas techumbres cnn los matices
irisados que les envía el sci. Las sombras, espe-
sas, animadas, casi palpables, recogen el in-
tenso color del cielo que, aprisionado por capi-
teles, columnas y cornisas, se transforma de
azul índigo.
Respiramos honda y largamente al vernos otra
vez al aire Ubre. Es, sin duda .-ilgund, un g'-ande
alivio el hallarse frente a la naturaleza, contem-
plarla en la plena apoteosis de sus inimitables
galas. Una sensación de descanso, de inefable
serenidad nos inunda. Buscamos un banco, nos
sentamos y observamos a nuestro alrededor.
lEOUIZAMÓH POHDAL.
«PEDRA».
SP0R2A.
«JOVEN DESNUDA».
ASPASIA M. DE SANTQS.
.1UCHACHITA DE SAN TIAGO DEL ENTERO".
v^i^n^i:^^^—
GASTÓN jARRY. Díjérase que también aquí se realizara
*EL PASEO». ""^ exposición de arte, entre árboles y
flores, bajo el toldo índigo del cielo. Sólo
que aquí hay un desconcertante exceso
de luz y de color para nuestros pobres ojos que acaban de recorrer
bs muros hacinados de cuadros de las galerías donde actualmente
se celebra el IX Salón de Arte. ¡Cuántas cosas pintarrajeadas, cuán-
tos esfuerzos vanos e inútiles derroches de imaginación allí dentro,
y cuánta belleza, cuánta simplicidad aquí fuera! Los pintores se
ñfanan por cautivar la luz, veleidosa señera que les tienta y acosa
non sus mimos, y sólo han logrado que ella les sea esquiva cada vez
más. Aquí derrama la naturaleza, a mano abierta, la riqueza impon-
derable de sus dones; aquí se ofrece, toda entera, desafiante, a
aquellos que aspiran a poseerla. Todo es vida y palpitar de vidas
aquí fuera, mientras que allá dentro, el acre perfume de las flores
marchitas, la tétrica inmovilidad de los yesos, fríos y sepulcrales,
las telas que reflejan inverosímiles personajes, cuyas vidas quedaron
olvidadas en la paleta del artista, nos marean, nos oprimen el pecho,
agobian nuestro espíritu. Por eso decíamos, que era un slivio, una
consoladora sensación de serenidad, aquella que experimentamos al
recibir en pleno rostro el aire fresco de la tarde y al deslumhrar
nuestras retinas la clara luz del cielo.
Pero dentro de esa mediocridad que caracteriza al salón nacional
de este año, hay, aunque en número reducido, algunas obras, que
si bien no pudieran considerarse como la más acabada manifestación
del arte argentino, no dejan, por ello, de ser meritorias contribu-
ciones para el futuro desarrollo del mismo. Así, por ejemplo, ese
desnudo de López Naguil, aquilata la obra de este joven artista con
su acertada composición, la fuerza decorativa de sus líneas y la rica
gama de su colorido. El señor Guido exhibe un retrato de mujer
de una técnica muy superior a la que él usaba en sus anteriores
A. M. ROSSI.
"EN PLENA ACTIVIDAD».
MALINVERNO.
«TARDE DE INVIERNO».
cuadros. Prins da la nota justa y armo-
niosa en sus paisajes serenos y luminosos;
Cupertino del Campo ha aclarado su vi-
sión y vigorizado su pincel en esa bella
tela que decora la primera sala. Soto Acebal, buscando un campo
más vasto a su talento artístico, ensaya la pintura al óleo; Walter de
Navazio continúa progresando en forma apreciable. Su paisaje de la
primera sala, es una bella tela. Raúl Mazza. se presenta con un re-
trato de mujer, que revela la gran laboriosidad y valentía del artista
al emprender esa obra de tan complicados problemas de técnica. No-
tamos, complacidos, los adelantos realizados por López Buchardo en
la figura. El retrato de hombre, expuesto en la sala VI, es una obra
vigorosa de líneas y de color. Christophersen, con sus audacias de co-
lor y sus enérgicos brochazos, destaca su personalidad en dos retratos
de mujer. Rossi exhibe una tela de gran valor decorativo, bien com-
puesta. Thibon de Libian. recurre, como otras veces, a la realización
de aquellos temas de no escaso humorismo; colorido, dibujo y compo-
sición son cosas completamente convencionales en la tela expuesta
en la primera sala. Guttero y Gavazzo, parecen marchar por el mis-
mo sendero accidentado de Maurice Denis.
Entre los retratos, notamos los pintados por Boni, Richard Hall
y Jarry, métodos y escuelas distintas, pero que significan un enco-
miable esfuerzo. Troilo, Pedone, Bolín y Vena, también han aportado
su concurso a este certamen, dentro del estilo o tendencia que les
caracteriza. Centurión, en su retrato de mujer, ha realizado una
obra más sólida, en dibujo y composición, que las anteriores.
Entre las esculturas, que este año forman un precario conjunto,
se destacan por su indiscutible valor, una pequeña figura de cabrito,
de Leguizamón Pondal, y un retrato escultórico de mujer, del se-
ñor Fioravanti.
C. Muzío Sáenz-Peña.
i-
. -^f
CENTURIÓN.
IRETRATO DE LA SEÑORITA A. P.»
— j-'j_\ -:3 \ ^l_'I"u?,-^ —
í. me dijo, conti-
nuando mi ami-
go — donde usted
me ve yo tam-
biín me he ocu-
pado de letras:
hace muchos años
escribí versos, prosa y hasta
afrontí la publicación, pero
como todo pasara inadvertido y no
diera ni honra, ni dinero, aquí ms
tiene usted sembrando papas y tra-
tando de hacer plata, para vivir
tranquilamente lo mejor que se
pueda Por ahi en mis cajones, conservo aún
algo inídito. revuelto entre papeles; y ya
que usted me dice que piensa publicar un
libro de novelas cortas, le traeré uno de
estos dias algunos de esos ensayos, para que
vea el modo de aprovecharlos dándole la for-
ma que quiera.
Quien asi me hablaba en una hermosa
mañana de primavera allá en el fundo, era
uno de tantos ensayistas como se encuen-
tran en nuestra tierra, de esos que después
de soltar mucho y tenta-lo todo sin éxito
alguno, terminan por marcharse al campo
a olvidar en él muchas heridas ocultas, mu-
chas ilusiones fracasadas.
Le acepté el ofrecimiento; y he ahí esas
breves e ingenuas impresiones, casi iguales
a las que me obsequiara mi buen amigo.
Ya he cumplido catorce afíos y la vieja
casa de campo está como encantada para
mi en esus vacaciones.
A mí desatinada turbulencia de otro tiem-
po, ha sucedido una gravedad extrema. Mi
vida ahora obedece com'> a la ley de un
ritmo; estoy tranquilo, acaso tri.^te. pero mi
tristeza a nadie hace mal, ¡y yo me siento
tan hondamente enorgullecido!.
Me paso las horas perdidas sumergido en
pensamientos vagos y profundos ¡pero tan
armoniosos! El vuelo de un insecto que atra-
viesa el espacio, el perfume de una hoja de
madreselva, me sumergen en éxtasis sin fin.
Siento que mi alma comprende, por fin,
su objeto, y me digo: — Ya está hecho todo,
nada tengo que esperar. La vida se pasará
asi...
Comprendo que soy superior a todos; ha-
blo como soAando desdeñosamente. Ellos no
saben mi secreto, pienso; y callo y me sonrio
con ternura.
No me muevo de la casa en todo el día;
me paseo la.'go rato tranquilamente, por mi
pieoecilla de estudiante sin hacer nada, de-
teniéndome a veces delante del espejo, y por
fin, siento el deseo de ir una vez más a la
p'.eza de mi madre.
Alli están ella y mí prima Natalia, ocu-
ILVTTRACipivJ-Pt
padas en costuras y en tejidos. Natalia tiene
quince años y ha venido a pasar las vaca-
ciones con nosotros. Mi madre dice sonríen-
dose, al verme entrar:
Natalia, ocupa a este flojo en desen-
redar tu madeja.
Yo me acerco, me siento junto a mi prima
en una silleta baja y tiendo los brazos,
mientras ella me rodea cuidadosamente las
muñecas con la madeja y principia a formar
la pelota de lana.
Y yo al mirarla, comprendo vagamente
mi secreto; mí corazón palpita y se abre
contemplando las pesadas madejas de sus
cabellos negros peinados a la colegiala, su
tersa frente, sus grandes ojos claros que fija
de tiempo en tiempo en mí detenidamente,
y en cuyo fondo iimpido y sereno, donde
brillan rayos de ternura, me parece que se
refleja todo mi ser.
De repente mi brazo tiembla; la madeja
se enreda, me esfuerzo en desenredarla mien-
tras mi prima me dirige una mirada baja,
con la que parece darme las gracias por lo que
he hecho. Me inclino aturdidamente a reco-
ger la madeja, mis cabellos rozan el percal
del vestido de Natalia y me alzo estremecido
con las mejillas encendidas de felicidad.
Y después, paseándome por el comedor,
pienso: - ¡Ah! vivir así... contemplar sus
ojos! . . ¡No te pido más, Dios mío!
Pero un día viene un médico del pueblo
vecino a visitar a uno de mis hermanos.
Después del examen del enfermo, el doc-
tor hace sus últimas recomendaciones en el
viejo salón de la casa.
Es un joven elegantemente vestido, de
pequeña estatura, ojos vivos y risa simpá-
tica. Habla con aire de afectada desenvol-
tura y gestos fatigados pronun-
ciando a medias las palabras téc-
nicas, y contempla sonriente a mi
prima, que da vuelta lentamente
a su alrededor con una expresión
atenta, como si ella sola pudiese
comprender lo que él dice. Ella
también, de pie, parece abando-
narse muellemente a la admiración
que produce, y dirige al médico una mirada
clara y luminosa, cargada de confianza y de
interés. Yo estoy sentado junto al piano y
comparo con humillación mis gruesos pan-
talones de invierno, mi manchada chaqueta
de brin y mis grandes y rojas manos de
muchacho con el elegante y tranquilo aspecto
del doctor. Un tumulto de punzantes in-
quietudes se alza con violencia en el fondo
de mi corazón; y levantándome bruscamente
de mi asiento, me dirijo a mi habitación y
me encierro con llave.
Me paseo agitado por la pieza, pronun-
ciando en voz alta frases entrecortadas:
— Todo acabó. . . no la miraré más. Todo
ha acabado — me repito.
Siento que es menester hacer algo, algo
muy grande. Ella verá. . . Pero no la mira-
ré.. . Es menester ahora pensar seriamen-
te... Obrar sin demora. Estudiaré... me
digo.
Y dirigiéndome gravemente a mi mesa de
estudio, sobre la que está mi pequeña biblio-
teca, ercojo entre mis librejos una vieja gra-
mática francesa. (He fracasado en el exa-
men ese año). - Es menester recuperar el
tiempo perdido -- pienso, tendiéndome so-
bre el sofá y abriendo sosegadamente la gra-
mática.
Y leo, leo la»*go tiempo sin entender; las
letras danzan confusamente ante mi vista;
y pienso en que ya todo está perdido para
mí y en que .soy horriblemente desgraciado;
me esfuerzo en exagerar mi desgracia; una
compasión infinita por mi inmensa desven-
tura se apodera de mí, un nudo amargo
parece subirme a la garganta; mis ojos se
nublan, mientras las lágrimas inundan sin
cesar mis mejillas- y, por fin, abrumado de
dolor y exhausto de lágrimas, me
quedo dormido con la gramática
sobre las nances. Despierto sobre-
saltado. Alguien empuja la puer-
ta y tamborilea impaciente en los
vidrios.
A través de los cristales, donde
se reflejan los últimos rayos del
sol poniente, diviso confusamente
con alegría mezclada de ama'-gurr.,
e! rostro de mi prima bajo una gran
chupalla de paja. Viene, como de
costumbre, a invitarme a salir a
pasear por la viña cercana. Siento
que después de lo ocurrido ese din,
es menester mostrarse con ella frío
y desdeñoso. Abro la puerta.
- Apúrate, vamos luego, que se
hace tarde — me dice, golpeando el
suelo con el pie y salimos.
La tarde está tibia y serena. E!
viento se duerme poco a poco en las
copas de los álamos; pequeñas nu-
bes inmóviles bordean el horizonte; el sol
se pone sin rayos, y sobre la cordillera,
que parece fundirse en el azul, la luna lle-
na, como un gran escudo de plata recién
fundido, sube lentamente en una p.tmósfera
pesada de vapores.
Frente a nosotros la viña, se extiende en-
vuelta en una ligera bruma.
Mi prima marcha lentamente delante de
mí, hollando con cuidado la yerba, irguiendo
la cabeza como para respirar mejor. En su
mano lleva un gran clavel rojo, con él juega
distraída; de cuando en cuando clava en mí
una larga y candida mirada.
Yo la sigo en silencio con la cabeza baja
haciendo saltar las piedrecillas con los pies,
Mientras ella va y viene entre las parras,
yo me he sentado en un reguero y con
templo el sol poniente. Y oigo que ella ex
clama:
-- Mira, aquí hay uvas maduras ya. Aquí
tengo un racimo casi negro.
El sol se ha puesto; y una gran mancha
de oro empañado queda sobre la cordillera
de la costa; los árboleí, los potreros lejanos
y la viña se ennegrecen poco a poco. Mi
prima, cansada de correr, está a mi lado si-
lenciosa. Yo contemplo a hurtadillas su per-
fil inmóvil, sus grandes ojos dilatados en el
espacio, sus largos cabellos sueltos bajo la
chupalla de paja, la pequeña mano que sos-
tiene la mejilla, fundiéndose todo en la som-
bra y experimento una angustia vaga e in-
finita.
De repente ella murmura en voz baja, sin
volver la cabeza, como hablándose a sí misma:
-■¿Por qué estás triste hoy? ¿No me has
dicho que yo era tu mejor amiga?. . .
Entonces me inclino hacia ella, y le digo:
- Oye; confiésame esto: ¿Te casarías con
ese doctor?
Y ella me contesta sin mirarme:
- - ¡Qué ideas tienes! ¿No viste, entonces,
que era viejo?
En seguida busca en sus cabellos el cla-
vel que traía de la casa, me lo tiende en
silencio y continúa contemplando el hori-
zonte envuelto ya en las sombras de la noche.
— 13>LJ>v^.S
iti ui I mitititiiiniiiiti I i;
¡M^
ÜiBElJre
AY en la vida momentos de emociones
tan sutiles, complejas e inenarrables,
quesería imposible trasladar al ver-
so, a ia tela o al mármol, sus exquisi-
tas vibraciones: por eso a veces pien-
so, entristecido, que los poetas más
excelsos, los pintores más geniales, los
más brillantes escjltores. se llevan
a la tii'mba su mejor melopea, su
cuadromasvalioso.su escultura maestra, y es por eso mismo que creo que la música es,
de las artes, la única capaz de reflejar con fidelidad esos imponderables estados de alma,
próvidos de encanto, en síntesis melódicas que si bien es cierto mueren en el espacio, reper-
cuten, no obstante, en nuestro espíritu a través del tiempo, sin que decaiga nunca la brillan-
tez de su recuerdo. Así se explica que la vuelta a Buenos Aires, de Maurice Dumesnil, el
admirable pianista francés que por vez primera nos visitara hace tres años, despertando vi-
vísimo interés y conquistando simpatías sinceras, haya hecho resurgir el entusiasmo del
público por sus interesantes audiciones.
La carrera de este virtuoso, breve pero brillante, comenzó hace pocos años relativamente.
Graduado con medalla de oro en el Conservatorio de París, en 1905, inició al poco tiempo de
egresar, sus jiras de conciertos por las principales ciudades europeas y americanas, cose-
chando aplausos y conquistando laureles. Admira particularmente en Dumesnil, ia
suprema elegancia de su interpretación. Un pianista puede
tener talento, memoria, facilidad de digitación, fuerza, dis-
posiciones excelentes para el manejo de los pedales, pero
el sello de distinción sólo pueden imprimirlo a sus versiones
aquellos que como él han nacido con esa rara cualidad
que no es de las que se aprenden ni de las que se adquieren...
Dumesnil es lo que se puede llamar un artista completo.
porque no sólo toca el piano: es quintetista eximio y habilí-
simo directo"- de orquesta; es, en fin, de la pléyade de los
que en tiempos de Liszt y Bülow se conceptuaba en Alemania como 'personalidad* musical.
Por eso, ante artistas de esta talla son improcedentes los estudios críticos. Lo único que
cabe es el estímulo del aplauso Porque la música, como dijo el poeta, comienza donde
termina la palabra; porque al conjuro mágico de los sonidos que el genial concertista arranca
al piano, sólo aciertan a brotar de nuestro espíritu como de cristalino manantial excelsos sen-
timientos: bondad, dulzura, serenidad, emoción estética: y porque al equilibrar los desniveles,
elevando el espíritu hacia la perfección absoluta por medio de ¡a música, llega per un instante
hasta convertirse en realidad precisa, lamássmpliq y secular de las quimeras: el Amor...
¡El Amor, que es Luz; el Amor, que es Arte; el Amor, que es Gloria, que es Belleza,
que es Vid?, y que pone resonancia en el silencio, y luz en la sombra!...
Medardo Héctor Latorre.
I. L PALACIO
I J^PECTRyAL
n
.■«á
L PODER B
.• CAJ'TILLA-
— P>1_;V^S- V l-TR .^x —
Duro ha sido el destino, constante el infortunio
Que ha herido nuestras almas en lo hondo, intensamente.
Bañó el dolor en ellas su frío plenilunio
Sin agostar, empero, su ardor resplandeciente.
Broquel inquebrantable, sutil y fuerte escudo
Contra todos los golpes, fué nuestro amor sereno.
El odio de los hombres lanzóle el dardo rudo
Y el vaso de amargura tendióle el mundo lleno.
Mas nuestro amor sincero supo trocar en lirios
Las punzantes espinas, en lirios de ternura.
Desplegando por sobre nuestros grandes delirios
Nuevos velos de gracia y de extraña ventura.
Impulsados por este sentimiento supremo.
Trepamos las laderas de la abrupta montaña.
Confundiendo en un beso, de un ardimiento extremo.
La indecible amargura y la obstinada saña.
¡Oh, mi dulce adorada! ¡Oh. mi sacro tesoro,
Tus pupilas contienen el bien que yo deseo.
En tus labios purpúreos y tus cabellos de oro
Palpita y se aprisiona todo mi devaneo!
Alza tu voz y canta esas bellas canciones
Que tienen en sus notas perfumes de leyendas.
Evocan de países brumosos las visiones
O dicen de piadosas y tocantes ofrendas.
¡Cuan me place escucharte, mi sola bien amada,
En mitad del silencio del cálido aposento!
Tu voz grave susurra profunda, acongojada.
Vertiendo las dulzuras sonoras de su acento.
Del aire que tus labios detallan con encanto
Contemplo levantarse tus patrios horizontes.
Por eso en los suspiros enormes de tu canto
Hay trozos de tus costas, tus cielos y tus montes.
Tu espíritu armonioso palpita como un ave
Al narrar la nostalgia de la playa lejana,
Y tu voz la traduce ora bronca, ora suave.
Semejante al tañido de una triste campana.
Sumergido en el hondo deleite de tu arrullo
Apenas si mis ojos se atreven a mirarte.
¡En ese inenarrable y celeste murmullo
Está oculto el enigma poderoso del arte!
Prosigue, amada mía, la canción plañidera
En que besas el nombre de tu suelo sagrado.
Se diría, al oírte, que es su vasta pradera
Quien te presta su soplo cadencioso y alado.
Entre tanto mi alma, de la tuya obsedida.
Asciende por la escala de tu emoción vibrante.
Sintiendo la tristeza sin fondo de la vida,
Palpando las tinieblas de un mundo agonizante.
Extraños a los seres que observan nuestros ojos
Se enlazan nuestras vidas, cual ramas de un boscaje.
El mismo sol nos baña con sus destellos rojos.
Un cielo igual proyecta sobre ambos su celaje.
Sobre el antiguo encono de juventud opima
Que enardeció la sangre bermeja en nuestras venas.
Hoy desciende la tarde, como sobre una cima.
Tornando en blancas rosas las sedientas verbenas.
Una brisa apacible conduce nuestra barca.
La estrella solitaria la ilumina al pasar,
IVIas su piloto ignora si su mirada abarca
La noche y si están lejos los escollos del mar.
Por ello, vida mía, levanta esos cantares
Que mecen nuestras almas de amor y de confianza.
¡Bajo su unción piadosa los negros avatares
Se adornan con estrellas de vida y de esperanza!
Murmura en tu lenguaje dilecto y melodioso
Las cuitas que laceran tu corazón cautivo.
¡Desgrana en la alta noche el ritmo melodioso
Que embriaga y adormece mi pecho sensitivo!
Te escucho ensimismado en un grávido ensueño
Donde flotan fragmentos de tu romanza bella
Y quisiera llevarte, para colmar tu empeño.
De un vuelo hacia la tierra que en bravuras destella.
Pero ¡ay! que el Sino adverso se opone, vida mía.
Dejando su amargura gotear dentro del alma.
Quizás mañana pueda la luz de un nuevo día
Verter en nuestros pechos la bienhechora calma.
Suspenso de tus ojos, ceñido a tu cintura.
Ligadas nuestras vidas en un solo destino.
Iremos en la gloria o quizá en la amargura
Deshojando guirnaldas de amor en el camino.
LUSTRACION DH SIRIO.
ri~:>>x—
Ga^llego
E M
BvENQ/^
EN EL PARQUE
FÁTIMA, LA DE LOS
LA MUERTE DE ABEL.
O tardará el día en que la Argen-
tina, densamente poblada, realice
sus sueños de Aite. Entonces,
cuando su pintura esté dividida
por escuelas regionales, como
ahora la música del pueblo, los
tucumanos, verbigracia, tendrán el gozo de vi-
sitar en Madrid una exposición tucumana.
El orgullo regional es el alma del patriotismo,
máxime si se encuentra reforzado por la nostal-
gia. Aquellas telas y grabados, dan la imagen
de la lejana patria chica.
Añadamos a los valores emotivos la valía es-
tética de la exposición, y el entusiasmo resul-
tará tan justo como grande, porque hay allí una
muestra de excelente arte gallego. Todos los al-
deanos que Alvarez de Sotomayor ha vuelto a
crear, tienen una vida verdadera y fuerte, emo-
cionan. Pintor respetuoso de la tradición pic-
tórica, Sotomayor hállase al nivel de los mejores.
Llorens reproduce con encantadora fidelidad
la tierra alegremente trisie de Galicia, y el ma-
logrado Taibo dejó junto a sus desnudos y es-
tudios, marinas norteñas de impecable estilo.
Además de estas firmas hay otras que hablan
recio y hondo al patriotismo del noble pueblo.
Buen año ha sido este para esos laboriosos
compañeros que nos ayudan en la obra nacio-
nal, buen año que el arte de su región señaló
con dos piedras blancas: el estreno venturoso
de la enorme obra «La casa de la Troya» y el
triunfo de esta admirable exposición.
— V=>LJ^'
^ L^Tv::? .■^ —
Tales son los miste-
rios sumergidos en el
fondo de nuestras co-
sas familiares, tan des-
conocidos su esencia
y su eficacia activa,
que cuando algo de
ello se nos revela sen-
timos en la imagina-
ción el roce absurdo
de lo sobrenatural.
Yo ya habla expe-
rimentado muchas ve-
ces esa alarma abstru-
sa y casi simplemente
fisiológica de las coin-
cidencias y los presen-
timientos, pero nunca
como la noche pasada
he sufrido la presencia
real de lo intangible,
una atmósfera carga
da de energías espiri-
tuales.
Había pasado un
día encantador. Amis-
tosas solicitaciones me
arrancaron del ostra-
cismo que limitaba mi
vida desde la muerte
de mi prima Laura,
dieciséis años blancos
y rubios impregnados
de un alma angelical.
ese primer amor que
aun viniendo después
de otros es siempre el
primero porque es el
único, esencia viva de
(as más poderosas y
urgentes atracciones.
Quise resistirme, pero
hube de ceder. La
viudez de mi alma ins-
piraba a todos comen-
tarios risueños, y las
carcajadas de sana vi-
talidad de uno de ellos
eran para mi como esas
músicas de feria que
nos llaman de lejos
con voces persuasivas
que es imposible resis-
tir.
Salí, pues, con ellos.
La proposición era
una fiesta íntima con
halagos de homenaje
por mi ferviente cul-
to postumo a la no-
via ida.
— Tienes — me de-
cía uno — un corazón
al ferroprusiato.
Y otro:
— No hay derecho. Un año a los treinta es una
vida de trescientos. ¡Viva la vida!
Y todos:
— ¡Vivan los trescientos!
Salimos a la calle. Un sol casi cenital despa-
rramaba generosamente en la acera su viva lum-
bre primaveral.
Cuando después de la comida me descubrieron
que el verdadero programa iba a comenzar enton-
ces en la casa de unas chicas muy simpáticas y
muy tolerantes, yo no supe cómo no hacía nin-
guna protesta. Ahora sí lo sé. La juventud tiene
irresistibles tiranías, y el alcohol suscita gozosos
optimismos.
Transcurrió la tarde presidida por el más alegre
desenfado. Una rubia sentimental se enamoró de
mi melancolía y me juró no haber conocido nunca
un hombre tan interesante. Yo a mi vpz le di mi
palabra de honor de que si bien sus ojos no tenían
la Cándida sugestión de los de mi prima, en su
boca había, sin duda, más miel que en la de Laura.
Hicimos la demostración, muy detenida y razo-
nada. A poco, reconocía yo que los ojos negros
de mirada vivaz (y la de los de ella semejaban una
espiritual combustión), tenían mucha más efi-
cacia estética que la azul candidez de los ojos
claros.
Llegué a casa, turbado, nervioso. Las alboroza-
das risas, el baile, la charla, la brusca transición
a la pirotecnia del flirt, habían exaltado la serena
corriente de mi vida.
La vista del sillón de mimbre donde había
expirado mi prima, me hizo estremecer. Era una
reliquia cedida a mi amor, que presidía mi habi-
tación cenobítica. En él me sentaba a meditar
y a recordar aquellas dulces tardes de mayo en
un pueblecito del norte, cuando su vida se iba
extinguiendo como una nube que se disipa, mu-
riendo luego como una estrella que se apaga.
Me acosté sin cenar, con la cabeza pesada, un
poco febril. Conforme me iba recobrando com-
prendía la grave deslealtad cometida con mi cora-
zón. La culpable complacencia de aquella tarde
sería una amargura más en mis recuerdos aviva-
dos. Me prometí no reincidir, a pesar de que los
ojos de la rubia parecía que hubieran dejado en
los míos un destello de su intenso fulgor.
Después de no sé cuánto tiempo, me quedé
como dormido. Pero seguía pensando, aunque
con cierta vaguedad.
En el silencio obscuro crujió levemente el sillón.
Fué como un suave quejido. Despierto, atento.
medio incorporado en la cama, escuché. Nada.
Un silencio total, espeso, concentrado.
Cuando eL,taba otra vez a la linde de esa línea
borrosa que separa la vigilia del sueño, volvió a
quebrar el silencio un nuevo chasquido del mim-
bre del sillón. Prendí la luz. Todo estaba como
tenía que ser.
Ya no pude dormir. Sin ser ciertamente supers
ticioso, tengo algunas reservas emotivas en cuanto
al absoluto ignorado. Quizá es sólo una concesión
de los nervios o acaso un atavismo que despierta.
Ello es que estaba desvelado y vigilante.
Otra vez el crujido del mimbre. Para distraer-
me pensé en la fiesta de la tarde, en los ojos lumi-
nosos de la rubia, en sus labios repletos, dos pe-
queñas olas de sangre.
Pero otra vez y otra y otra, aquel ruido seco,
obstinado, llegó a impacientarme. El chasquido
era cada vez más violento, como si alguien se
acomodara en el sillón y cambiase luego de pos-
tura. Sin embargo, me dormí después de largo rato
de impaciencia. Volví a hallarme junto a la ru-
bia, bebiendo el cálido perfume de su boca, acari-
ciando sus largas ma-
nos pálidas, besando
sus uñas hialinas de
cuarzo.
Me sentía feliz, ol-
vidado de todo. Un
instante nuestras bo-
cas se aproximaron
y aquellosojos inmen-
sos en tornaron sus
párpados de seda. De
boca a boca sólo ha-
bía el espacio de un
suspiro. Fué entonces.
Una crepitación ho-
rrible, un chirrido del
sillón, como si alguien
retorciera sus barro-
tes de mimbre. La
imagen se desvaneció
en un vacío luminoso.
Presa de una ira
súbita, me levanté.
Sin encender la luz
me dirigí a tientas ha-
cia el sillón. Apenas
lo toqué con una ma-
no, sentí que se estre-
mecía y, al empujarlo
hacia un rincón lanzó
un gemido doloroso.
Aquello me exasperó.
Lo colocaba en las
más variadas posicio-
nes, pero a cada mo-
vimiento se dolía con
más penetrante y las-
timero quejido. Fuera
ya de mí, exacerbado
por una furia incons-
ciente, tal vez por el
terror, lo aplasté con-
tra la pared, contra el
suelo, le arranqué los
brazos, lo descuarticé
totalmente y me vol-
ví a acostar.
Ahora sí estaba
aquello terminado y
yo tranquilo. Dormí
profundamente, sin
sueños, hundido en
ese letargo perfecto
que es como un gene-
roso anticipo de la
muerte.
Esta mañana, al
despertar, en la nébu-
la gris de los primeros
pensamientos vi re-
producirse la escena
de anoche como a tra-
vés de un vidrio es-
merilado. Una vaga
tristeza me acidulaba el alma, reprochándome la
violencia cometida. Indudablemente tenía que
haber sufrido una aguda crisis de nervios, quién
sabe qué momentánea perturbación mental, para
destruir aquel venerable icono del amor más
grande de mi vida. Remordimiento y pena me
impedían dirigir la mirada hacia los restos ya-
centes del sillón. Había sido injusto y cruel,
después de haber traicionado lo mejor de mí
mismo.
Pero estaba hecho. Era una página violenta
al final de un dulce poema de recuerdos, un deso-
lado epílogo a una bella historia de amor. Decidido
a olvidar definitivamente, me levanté. Jamás la
estupefacción me
ha sobrecogido
como en aquel
instante. El ave
de la locura pa-
só ante mis ojos
admirados. Gra-
ve, sereno, in-
tacto, estaba allí
el sillón. Lo pal-
pé, lo oprimí,
dudando de su
realidad.
No sé. Yo es-
toy seguro de
que lo de ano-
che no fué un
sueño y hay en
mis manos lar-
gos y penetran-
tes rasguños.
ILUSTRACIONES
CíR ^LVARIÍZ.
-V:>l.S'^^^ "V^L-TI^vX —
CJ
D
'Mí
NA conferencia es una interviú
en la que el público hace de pe-
riodista, interrogando sin pala-
bras. Y resulta preferible a la
mejor interviú cuando no se tra-
te de políticos y artistas cuya
expresión se avalora al salir en
letras de molde y en el propio
estilo del reportero. Y resulta preferible porque,
en cuestiones de interviú, cuanto más grande
sea el blanco, más difícil es la puntería. Todo de-
be preferirse, hasta la renuncia, antes de hallarse
solo frente a un maestro del periodismo, balbu-
ceando preguntitas.
Por tales razones he preferido verle y oírle en
el escenario del Odeón, durante su primera con-
ferencia. Allí estaba el ilustre publicista como un
modelo ante una academia del natural. La figura
es señoril, reciamente plantada de inconfundibles
trazos, sencilla, bondadosa.
Habló llanamente, como si se dirigiera por sepa-
rado a cada uno de nosotros. Fué una pintura
admirable de las heroicas mujeres belgas, refulgen-
tes pinceladas de luz sobre un fondo negro. El
periodista que tuvo e! honor de vivir prisionero
en una ciudad mártir, ha sabido fijar para siem-
pre las escenas vistas y oídas durante la bárbara
reclusión. Y no pierde tiempo en adornar su re-
lato: no se trata de un heroísmo teatral que nece-
site latiguillos ni frases retóricas; narra las proe-
zas de un heroísmo burgués capaz de arriesgar
la vida por la adquisición de un kilo de papas,
de la misma manera que la arriesga protegiendo
la fuga de los patriotas; un heroísmo de patrona
hacendosa y de madre sublime. Nunca oí una
palabra que me diera mejor la impresión del
agua fuerte. Hasta entonces sólo conocía por los
diarios el cautiverio rebelde de la mujer belga,
imagen falsamente adornada por la literatura
cablegráfica y por mi propia literatura. Se me
figuraba más bien una explosión que esa resis-
tencia cotidiana, acostumbrada, sencilla, que un
hombre puede describir con tranquilo acento, sin
dejarse llevar por la ira.
Y así debe ser, así es; la palabra honrada de
Payró merece entero crédito. Un observador de
su valía no se equivoca. Desde hace muchos años,
el maestro se distinguió por la veracidad de sus
informaciones y por su experiencia en el arte de
hallarlas. Un viejo amigo me ponderaba las haza-
ñas reporteriles de Payró en el descubrimiento de
un crimen misterioso cometido en un pueblo de la
provincia. El periodista se adelantaba a todos: al
juez, a los muñidores de la impunidad, a todos.
Gracias a él, el público conoció los detalles del
asesinato. Gracias a este gran periodista argenti-
no, nuestro público conoce ahora, con justos deta-
lles, la epopeya femenina belga. Sin apasionamien-
tos, sin que la narración del testigo refleje el odio
del encarcelado, nos ha dicho la verdad, porque
siempre supo hallarla.
Verdad y trabajo: este es el lema de Payró, lema
que el arte ha sabido engalanar. Los literatos, los
periodistas y los amigos de literatos y periodistas
conocen al caballero escritor.
Desde muy joven brilló en la prensa, donde se
le cita como modelo, y se le quiere como amigo
fiel y honroso.
Su espíritu perseguidor de ideales nobles acude
a todas las manifestaciones literarias para man-
tenerlos y exaltarlos. Sus obras dramáticas, he-
chas con alma y con cariño, plantean o resuelven
problem.as sociales. En la novela desenvuelve su
sátira equilibrada.
Asi, mucho más que así, es el hombre amable,
culto e íntegro cuya vida intensa estuvo siempre
dedicada al deber. Los que no crean en que el
periodismo puede ser profesado como sacerdocio,
sino como arte a sueldo, analicen la personalidad
de Payró periodista-horñbre que honra la prensa
nacional.
i/¿a/vo
CAR.
^ L O
|NVLELTA en las leves prime-
ras brumas de la noche, se-
mejante una doncella escon-
diéndose entre gasas y cres-
pones, duerme la ciudad divina, serenamente
tranquila bajo la égida de sus altos manes tute-
lares. Leonardo y Lorenzo, arrullada por el Ar-
no, manso y tierno que la circunda como en un
abrazo y cuyo murmurio evoca apacibles can-
ciones maternales.
Y ante el espectáculo de la ciudad dormida,
se piensa que ese sueño no es el simple descanso
de las capitales fatigadas, sino un verdadero en-
sueñe de gloria, del cual cada noche goza Flo-
rencia y del cual cada día surge más
pujante, sonora y luminosa
nimbada, da oro
y df-. sol.
Las
ciudades
del^
ensueño
iOKEMCIA
LA ^ DIVINA
EN LA HORA CREPUSCULAR PROPICIA AL RECOGIMIENTO,
HASTA EL LEVE MURMURIO DE LAS AGUA^ SEMEJA UNA
ORACIÓN PRONUNCIADA "SOTTO VOCE" . . .
Sensación de gloria, absoluta e intensa, ema-
nada de esas ajuas quietas, sobre cuya super-
ficie los rayos d3 luz son como puñales que
surcaren el corazón mismo del río, celosos de su
encanto, para herirlo de muerte, y donde en la
última hora crepuscular propicia al recogi-
miento, aún el rumor más trivial semeja una
oración balbuceada «sotto voce»... y que se
eleva hasta el cielo que la devuelve transfor-
mada en bendición para la ciudad predilecta,
cincelado cofre de oro donde la Historia ha en-
cerrado sus más brillantes joyas y sus
más valiosas penas.
.■iOBRE LA MANSA oLPER'ICIE DEL AGUA, LOS RAYOS DE LUZ SON PUÑALES VU? gUSCAN EL CORAZÓN DEL RIO.
PATIO ANDALUZ.
ACUARELA DEL CONOCIDO CRÍTICO DE ARTE.
I la condición de anónima que caracteriza a !a gran
prensa diaria del país, puede ser causa de que mu-
chos de los lectores de La Nación ignoren el nom-
bre de su actual crítico de arte, el señor Navarro
Monzó es. en cambio, bien conocido en nuestros
círculos artísticos, literarios y periodísticos. Llegado al
país hace nueve años, ha sabido ganarse puesto dis-
tinguido como escritor, alcanzando su actividad a
los más diversos campos; pero ahora nos compete
únicamente apuntar algunas breves observaciones
sobre el crítico de arte. Ha pasado ya la época en
que se podía gozar fama de tal crítico escribiendo
de cualquier cosa, a propósito de una obra de arte,
menos del arte mismo. Esa crítica, que con razón se
llamó literaria, tomaba la obra de arte únicamente como pretexto para ex-
cursiones más o menos entretenidas y útiles en la historia, la arqueología, la
literatura y hasta la política, según el temperamento y la preparación del
crítico. El señor Navarro Monzó no pertenece a esa categoría. No pretende,
por cierto, considerar la obra de arte aisladamente, sacándola del medio
en que se produce y desconociendo las influencias de todo orden que inevi-
tablemente influyen sobre el artista: tampoco pretende estimarla separada
del autor mismo como si se tratase de esculturas o cuadros de pueblos
desaparecidos, o, siquiera, de épocas remotas. Todo ello lo tiene en su de-
bida cuenta; pero, ante todo, ve la obra y la juzga por sus propios mé-
ritos, como dicen los ingleses. Lo demás, viene de adehala.
Ps'a emitir, en tales condiciones, juicios que, como todos los juicios,
pueden ser impugnados," pero que se asienten en bases no quebrantables
por la mera diversidad de opiniones, es menester conocer algo de lo que
muchos críticos de arte ignoran: la técnica respectiva. No se trata
de que el crítico sea, a la vez, pintor o escultor, grabador o di-
bujante: pero es menester que sepa lo que son la pintura y la es-
cultura, el grabado y el dibujo, de otra manera que quienes no
ejercen la misión de críticos. El señor Navarro Monzó posee esos
conocimientos: es decir, no hace crítica meramente impresionista,
como no la hace meramente literaria, y esa es otra de las condi-
ciones que dan valor a sus escritos sobre arte. Además, en Europa
ha visto y ha estudiado mucho, formándose el gusto al propio tiempo que
aprendiendo los procedimientos.
La cómoda doctrina del arte por el arte no es la del señor Navarro Monzó.
La rechaza con energía, por razones estéticas, por razones filosóficas y hasta
por razones éticas. En esto, como en otras cosas, podría llamársele tolstoia-
no. El crudo realismo, frecuentemente sin valor estético alguno, de algunas
escuelas de pintura, nada dice a su espíritu; prefiere la candida pero espiri-
tual gaucherie de los primitivos: hasta el misticismo un poco pueril de los
prerrafaelitas le habla más al alma que el robusto naturalismo de Degas.
Quiere que el arte tenga, aparte su finalidad estética, un propósito, o mejor
dicho, un valor ético, quizá tanto más apreciable cuanto menos intenciona-
do. Sin eso, el arte deja de ser una necesidad para convertirse en un adorno
de la vida; y la vida es para el señor Navarro Monzó cosa demasiado seria,
para preferir los adornos a las necesidades. Consecuencia; el artista verda-
dero no es aquel que conoce únicamente su mctier, por bien que lo conozca;
sin conocerlo bien, se puede ser artista de verdad. En último resorte, el arte
podría resultar inútil; pero no es necesario llegar a esos extremos para en-
contrar más aceptable que la teoría del arte por el arte la contraria.
La crítica artística no debe ser demoledora, parece pensar el señor Nava-
rro Monzó, y ejerce su misión en consecuencia. Dado que lo {(ue no es arte
no es del dominio de la crítica artística, ésta, en realidad, está mejor cuando
es benévola, cuando aun en los errores o frarasos descubre la posibilidad de
una esperanza. El palo es arma grosera, y so^re todo, ineficaz; eso, en todas
partes; pero en países nuevos que aun carecen de una tradición artística,
la benevolencia de la crítica es un estimulante, que ofrece la comodi-
dad de que puede suspenderse el tratamiento cuando se ve que no da
resultado.
Posee, pues, el señor Navarro Monzó, las condiciones requeridas para la
eficiencia de la crítica de arte; y si se agrega que vive alejado
de círculos y cotteries, que nada que no sea el cuidado del arte
influye sobre su criterio, se comprende el prestigio que en tiempo
relativamente escaso se ha ganado. Años hace que su prepa-
ración le fué reconocida por The Studio, la gran revista londi-
nense, que le tuvo como su corresponsal en Portugal, y esa hon-
rosa designación no fué sino grato presagio de la situación que
le esDeraba entre nosotros.
E. H. A.
13I_7>v^-S
u -5 ioií í- ecurt-LÍ
« del «>
TenniíT e^ Clut»
Es tan intensa la impresión de soledad en aquel paraje, que podríamos
creernos muy lejos de la ciudad del ruido: pero dobla el auto hacia la
izquierda, y surge, de entre la fronda del bosque, la nota de vida y de
color; el cotta^e inglés, en medio del peoueño jardín, con sus cuadros de
césped y enormes (jueiitias. y rodeándolo a su vez. las amplias canchas
de tennis, enarenadas de rojo. . . El día es glacial, el cielo permanece im-
placablemente bajo. gris, y sin embargo, el cuadro nos sorprende como
una evocación de riente primavera! Ágiles, airosas y flexibles, las siluetas
de las jugadoras, libres de toda traba que pueda impedir su juego, van
y vienen, irguiendo el busto, modelado por sus chaquetas tejidas en vivos
colores; la falda corta, el zapato sin taco, ajustados los cabellos bajo la
SefiOKtTAS PARDO CE TAVERA MASCHWITZ.
UN SAQUE MAESTRO.
RESTANDO DÉBIL.
?v¿N. —
^otaeo
a * JDetLefielo ? cLe «
^~-^z:'^L5'oei'aeic5'-íx._^
c3el
SEÑORITAS MÉNDEZ HUERGO. MARTÍNEZ SEEBER, BOUSON Y FEILBERG
la
boina de lana o de terciopeio, bajo el chambergo caorichosamente pren-
dido^ o sencillamente tocadas por pañuelos de seda de tonos vivos.
Veo erguirse a corta distancia la delicada silueta de Beatriz Bibiloni
que viste falda blanca, blusa tejida color de oro vivo, y aprisiona sus
cabellos, bajo una gran boina de terciopelo negro; en el court inmediato,
juega también, - y con verdadera maestría — María Teresa Obarrio, que
lleva falda de terciopelo inglés, gris ceniza, chaqueta de lana del mismo
color y boma de terciopelo, también gris; María Teresa Méndez Huergo
que viste de blanco y rosa. Mecha Cabrera Williams de color fresa en-
vuelto el cabello en un pañuelo del mismo color; Yolanda Calvo, cuya
arrogante silueta se destaca a lo lejos, vestida de blanco y rojo. , , Cruzan
el jardm, dos encantadoras figuras, envueltas en abrigos claros; el oro de sus
cabellos — pues llevan la cabeza descubierta — es una cálida nota lumi-
nosa; son las señoritas de Flores Firán , . .
La Dama Duende.
UN nUEN Y ÁGIL RESTO.
SEÑORITAS ARIAS
ta)
a
c/;
)oiia
(
')atca/¿o
OLE.O~nE
E>EK.MUDEZ^
PLVS •
. VLTPA
! E-LA-t- XPCr
yiGOtvKl ULLK
— t^L^^^-S
Sea
íiala' C^/w de
osa
A muerte, en sus
predilecciones ex-
trañas, ha privado
a !a sociedad de
Buenos Aires, de
un bello espíritu,
de un noble espíri-
tu, selecto, cautivante, que reflejaba
con una prodigalidad exquisita de
matices, un tipo delicado de alma
de mujer.
En su breve trayecto por la vida
tan dolorosamente fugaz, pasó como
una nota amable y buena, profunda-
mente buena, aue traducía invaria-
blemente una bondad serena y armo-
niosa en sus formas más nobles y
atrayentes.
Tenía la gracia, la belleza, la inte-
ligencia y la bondad; pero era lo últi-
mo con ser considerable lo demás, el
relieve diamantino, el más puro, el
rnás vigoroso sin duda, de su ser.
tira buena, inteligentemente buena e
irradiaba como un don siempre rico
y fresco, de su sensibilidad de elegida,
la bondad de un alma grande «hasta
no caberle en el pecho». Y era humana
como la traducción verdadera del
alma de Cristo, porque ponía en todas
las circunstancias de la vida, esa pie-
dad suave que todo lo nivela y que
sólo emerge de los temperamentos
escogidos, como veta inagotable de
sentimientos elevados.
Un velo de lánguida fatiga amor-
tiguaba la tersura de sus finas fac-
ciones, y al mirar sus ojos negros y
suaves, algo lum.inoso se transparen-
taba, algo como un matiz subyugante
como un don d"; misterio,., faceta
indefinible que se muestra y que se
siente como una flor de seda, dejando
una impresión de paz en el espíritu.
Frente a su conversación siempre
animada v fina, un concepto irónico
vertido, un juicio severo, una impre-
sión amarga, un comicntario injusto,
parecían percibir como nota de resis-
tencia, la sensación de un perfume
opuesto que llegaba a las fibras más
nobles para serenarlas y suavizarlas
a la manera de un sedante para el
espíritu desarmado. Y esa bondad
que tenía su
fuente central
enelcorazóny
que surgía co-
mo hilo linísi-
mo de agua
pura, guarda-
ba un parale-
lismo de en-
canto con el
acierto del
juicio, con e!
equilibrio del
pensamiento,
con la inteli-
gencia fina y
sutil que se
orientaba ha-
cia lo hermo-
so y hacia el
;^GOJTO
XV
MCMXIX
bueno, en una rara armonía de
calidades sustantivas y bellas. Y
tenía el don del ingenio y del espí-
ritu, con la misma elegancia espon-
tánea y fácil que era atributo común
de su persona, de esa elegancia que
se percibe de inmediato y que se
impone por la misma sencillez ado-
rable de lo que no se calcula ni se
estudia. Su cabeza, de líneas puras,
tenía el encanto de la suavidad y de
la gracia, y el ritmo de armonía que
se desprendía de todo su ser, lo acen-
tuaba la sonriente placidez del gesto
y la delicadeza de las maneras. De
sus m.anos inquietas y nerviosas, po-
dría repetirse la calificación que da-
ba el pintor
Basíien - Le-
page a las de
Marie Bash-
kirtseff: fsí no
eran de un di-
seño muy pu-
ro, había una
belleza en la
manera como
se posaban en
las cosas».
En la ac-
ción social fué
la gestora ve-
hemente y ca-
riñosa del ali-
vio para todo
dolor, de esa
caridad afa-
nosa que llevaen labora de la angus-
tia, junto con el pan reclam.ado en el
hogar entristecido del que sufre, la
ofrenda de consuelo y de amor que
entreabre la esperanza y augura el
término de la desventura inmerecida.
En la familia, en la intimidad, era
la Morocha de los suyos y de sus
amigas que provocaba sin buscarlo el
afecto intenso o la simpatía inmedia-
ta, mantenida en todos los aspectos
de la sociedad y del hogar con los fuer-
tes relieves y las ricas calidades mo-
rales de una criatura de selección.
Durante su enfermedad implaca-
ble, no profirió una sola queja, una
débil protesta que la hiciera vacilar
en la cristiana resignación con que
veía su fin irremediable. Esperó su
hora, con la placidez estoica de un
alma noble y grande, y a los 3.S años,
edad de la joven señora, tan cruel
para morir, cerró su vida con broche
de oro puro, hablando a los suyos
de conformidad y de am.or. Tuvo al
morir la misma serena armenia de su
vida y en ese m.muto final en que el
alma se repliega para m.ostrarse por
vez postrera, con la transparencia
prístina de un cristal, tuvo ía abne-
gación suprema de ir hacia la miuerte
con la preocupación de no hacer do-
lorosa la partida, com.o si sonriera,
como si fuera a volver pronto con el
alma restituida por la misericordia
de Dios. . ,
GOLDEN.
— I=>I_>^-^ X 'LT^IS j=K—
« LN « L.A, « M ONTA^Nv^ « TUCUMv^N^X «
El pud>lo de Villa Nougués se divisa en
dias daros oomo una mancha de nieve en
la cumbre de la primera serranía al Oesie
de la ciudad histórica. Es un nido de mon-
tana como existen pocos en la República,
donde las dudadas hallaron espacio ilimi-
tado para asentarse en valles y llanuras.
Se va a Villa Nouguís por la vía que llef^
a San Pablo. Desde esa estadón a.Tanca un
excelente camino para camuies y automó-
viles que escala la cumbre del majestuosa
cerro en inflnitas y audaces espirales.
Pronto se dejan atrás las casitas del inge-
nio, todas iguales, cada una con sus árboles
frutales, entre los que se destaca el chiri-
inojro, vigoroso de tronco y de follaje tupi-
do y fino. El break. arrastrado por muías y
caballejos, ruada por una carretera flan-
queada por hermosos árboles, que asciende
suavemente, tan suavemente que una ex-
damadón de sorpresa brota de los labios.
cuando de pronto se ve abajo, extendida
cual portentoso gobelino, la llanura poblada
y embeUedda por el trabajo. Lejos, muy le-
jos, una mancha blanca, brilla la ciudad.
oomo un remanso plateado por el sol. En
cuadrilongos irrefubres salpica la campiña
el verde inverosímil de los cañaverales, un
tinte claro y brillante completamente carac-
teristico e inconfundible, entreverado con el
follaje casi negro a la distancia, de los na-
ranjales y el profundo verdor esmeralda de
algún alfalfar. Es aquella vega un inmenso
jardín, que se extiende hasta el pie mismo
de la srerra y aun sube un trecho por su
flanco, como ola arrojada sobr: la costa.
La montaña y la selva se apoderan de
ím sentidos. Tan pronto desde un recodo.
cual de un inmenso mirador, se descubren
vastos trechos de la llanura, semejante a
dormidas aguas azules: o la vista se hunde
en pr^npidos cuyo fondo ocultan masas im-
penetrables de ve^etac'ón: o una picada es-
trecha, el «camino viejo», se abre de repente
y desaparece con la rapidez de una vibora
que huye: o una serie de paredones se levan.
POR^- « .-\D.\ í
tan, uno encima de otro, envueltos en espe-
sos cortinados de bosque, cerrándonos el
paso at parecer, y. al parecer también.
abriéndose y cambiando de lugar y de án-
gulo, como monstruosos biombos. Las cur-
vas del camino son cada vez más frecuentes
y cerradas; defensas de postes y piedras ase-
guran sus flancos y ribazos. En un sitio del
bosque yacen árboles derribados: la selva
virgen debe ceder el lugar a la caña de azú-
car. Un enorme tronco de quebracho está
tendido en la pendiente: su pie toca el cami-
no y muestra el rojo sombrío de la médula.
Parece un gigante asesinado; completa la
siniestra ilusión el color sangriento de las
astillas y trozos pequeños de madera que
cubren el suelo en derredor. Entramos en
una curva y el melancólico cuadro queda
atrás. Un árbol, diez, veinte han muerto. . .
ELFLEIN*
¿qué mella hacen en la masa incalculable de
los que sobreviven? Mañana, nuevo verdor
habrá cubierto el sitio donde existieron.
Entre tanto, un cambio indefinible se ha
operado en la selva. Luz y sombra se han
amalgamado en un tinte gris uniforme. Algo
flota de pronto entre los árboles: parece hu-
mo blanco. Son las nubes que van espesán-
dose alrededor de las cumbres. Pronto nos
han envuelto en sus cenicientos velos hú-
medos y fríos. El paisaje adquiere un as-
pecto fantástico. Bandadas de aves blancas
revolotean entre las ramas: figuras gigantes-
cas surgen lentamente de los valles hondos
y callados y se disuelven al cogerlas el viento
de las alturas; espirales plomizas giran como
el humo de grandes fogatas invisibles, y de
árbol a árbol, de cerro a cerro, se tienden
cintas y tules tenues y graciosos que ondú-
POR^BLATMZ
I3e pie junto a la obra sin terminar daba
Sara los últimos toques a su estatua. Una
cabeza de mujer. Y más que al calor de sus
manos, se fundía la pasta al calor de su en-
tusiasmo. Vibraban en su cerebro las ideas,
mientras iban sus dedos nerviosos dando
forma a su inspiración y en el golpe resuelto
de sus manos de artista, adquirían los deta-
lles sorprendentes exactitudes. L'n instante
se detuvo. Personas autorizadas le asegu-
raban el premio del año en el Salón. Con-
templó la obra con amor de madre o con
pasión de artista y el triunfo le paredó
derto.
En el pa.'oxismo de su entusiasmo se sin-
tió deslumbrada por el inmenso brillo de la
gloría. Vio su camino fádl, iluminado por la
luz formidable de su idea palpitante en aque-
lla cabeza de mujer, que era el deslumbra-
miento trágico de su ideal de artista.
Mas se obscuredó de pronto su semblante
y un estremedmiento de dolor sacudió todo
su cuerpo como si un flagelo invisible casti-
gara sus carnes.
¡El predo de su gloría!
Aquella estatua en cuya obra, la sorpren-
dió más de una vez la noche, había costado
a su hijo toda la ternura de varios meses, al
eapoao su amor. Día a día. noche a noche,
dando forma a su idea había olvidado sus
deberes de madre; devorada por la fiebre
de su inspiradón y de su entusiasmo había
olvidado sus deberes de esposa. ;Ese era el
predo de su gloria!
Y en la mirada ardiente de su idea hecha
'-rmü advirtió un detalle de infinita tris-
Y al fijar más y más su atención en
• i hasta entonces inadvertida expresión
de dolor, se pintó en su semblante amargo
desaliento. Tuvo la visión entera de su vida
futura. La liebre loca de la gloria arrastrán-
dola en pos de sus laureles, sobre la base de
aque'la cabeza palpitante. El delirio de su
grandeza de artista ligándola por siempre al
arte. El abandono absoluto de su hogar ya
un tar.- : 1-j. El amor, la educación
de su : 3 manos mercenarias. , ,
y Sara _ ., laure'es de ¡a gloria, sin-
tió que la quemaban y abrazándose al busto
ya casi terminado, fui borrando con su llanto
la expresión de su gloría y en el paroxismo
de un dolor sobrehumano al destrozar su
obra, desahogó su dolor en un grito solo de
pasión y de angustia: (Hijo mío!
LLUVIA...
por.*margarita*
abí:lla*caprill
¡Oh, la suave penumbra de la hora
En la que sólo es luz, el pensamiento!
Muy lejos de la vida bullidora
Muy cerca del divino sentimiento...
Taciturna, la lluvia sollozante.
Llora la pena de caer, la pena
De cambiar, por la Tierra claudicante
Eí claro azul de la región serena.
Descendiendo también de gran altura
En esta hora de silencio y calma.
Otra lluvia de paz. toda frescura
Fertiliza los valles de mi alma.
Luego esas gotas, cuando el Sol alumbre
Evaporadas volarán al cielo;
También las de mi alma, hasta la cumbre
Del ideal levantarán su vuelo,
lan. se enredan, se rompen y vuelven a anu-
darse como las figuras de una danza de
duendes. El camino emerge de lo invisible
para volver a hundirse en lo invisible. Pa-
redes movibles semitransparentes, como si
fuesen de vidrio turbio, se elevan de pronto
a ambos lados del camino y se desvanecen
con la misma rapidez. El valle desaparece,
las cumbres también. En medio del silencio
avanzamos como por una región irreal. El
cochero explica el suceso, grave y sencilla-
mente: la montaña nos ha desconocido y se
ha enojado. El frío arrecia: un viento vivo
se deja sentir. La niebla parece ilenarie de
una claridad argentina. El bosque ralea. De
repente se levantan en la bruma las pri-
meras casas de Villa Nougués.
Del ponderado panorama que desde la
cumbre debemos divisar, nada absolutamen-
te se distingue. Solo se ve una masa algo-
donosa y blanquizca que ondula, se infla y
se hunde y que absorbe luz. espacio y ruidos.
Los bosques se han animado con extraña
vida: arropados con largas vestiduras blan-
cas, los árboles parecen caminar, los macizos
se aproximan y retroceden, suben y descien-
den y desaparecen conforme la niebla se
disuelve o se tupe. Ni la perspectiva más
hermosa dejaría quizá impresión tan pro-
funda como esa contradanza silenciosa de
fantasmas en un mundo blanco y mate,
donde se apagan colores y sonidos, se borran
los contornos, donde todo fluctúa, se agigan-
ta y se desvanece como sombras. Allí en el
subtrópico, en medio de la selva húmeda y
exuberante, acude a mi mente una leyenda
popular de las islas alemanas del Mar del
Norte. Cada isla tiene su espíritu familiar,
su alma, diríamos, que afecta su misma for-
ma y flota sobre ella como una nube. Tam-
bién aquí cada objeto parece tener su alma,
que vaga suelta, busca a sus compañeras y
acaba por encerrarnos en sus giros y círculos,
hasta que olvidamos que existe un mundo
sólido y real fuera de las brumas de Villa
Nougués.
Cuando otro Sol de dulces resplandores
Las envuelva en sus mágicos fulgores. . .
BÍLLVEJ-^* POR.
DELFINA^ BUNGEL
DL?GALVELZ«»
EL TEATRO
<'¡0h. el gran artista! dicen muchas voces.
¡Es admirable, es terrible, es estupendo!
Todo el teatro llora. ¡Im'ta tan perfecta-
mente la muerte, los envenenados con estric-
nina! Salta, hace horribles contorsiones, y
cae por fin <'Como un tirabuzón». ¡Y cómo
muestra los primeros síntoma"? de la locura.
V de las enfermedades más espantosas! ¡Es
admirable!... ¡Esde no perder una sola noche!»
Y habló una voz inesperada: "¡Qué des-
ap,radable! ¡Y qué profanación de la muerte,
y qué burla cruel de la desgracia humana!
Preferiría ir a los manicomios, a los hospi-
tales a ver agonizar y morir de veras. Sería
mucho más interesante...»
"¡Qué sentimientos! ¡Qué atrocidad!» re-
pusieron indignadas las primeras voces, cre-
yendo oir en la que así había hablado, a
un ser inhumano que pidiera el espectáculo
de los dolores reales, quizá como los paganos
pedían el de las fieras en el circo... Pero
ella volvió a decir:
'■■Lloráis en el teatro, es cierto. Pero ¿para
qué se estudiaron esas terribles convulsio-
nes? Para divertiros. . . y esto es lo inhu-
mano. Vais al teatro por vuestro gusto, os
deleitáis en esos espectáculos horribles. Ya
que tales escenas nos interesan ¿por qué no
ir a ios manicomios y a los hospitales adonde
aprenderemos — -de paso— no a admirar al
artista, pero sí a tener piedad'^».
El teatro nos acostumbra, lo mismo que
las novelas, a vivir en medio de una humani-
dad imaginaria. Y mientras mejor sea el
artista y más reales sean los dramas o no-
velas, más poderosa será nuestra ilusión. De
modo que podemos decir en tal sentido, que
son más nocivas y nos llenan más de ilusión
y fantasía las obras literarias muy realistas,
que las del todo fantásticas. Porque estas
últimas, bien sabemos que son fantasías,
mientras que con las otras creemos vivir
en la realidad. . .
Y cuando nos hemos compadecido de
aquellos héroes ficticios, cuando hemos llo-
rado por ellos, nos sentimos aliviados como si
hubiéramos llenado nuestros deberes de hu-
manidad. En ellos, y en sus emociones iluso-
rias ha encontrado desahogo nuestra sensi-
bilidad, nuestra necesidad de emociones. . .
Y es así como pagamos a fantasmas que
no existen, el tributo de piedad que debemos
a una humanidad real, que sufre y llora.
-E3>l-?>vxrs
Pije
_(ÍU11C1011
L la mira y suspira,
si suspirar se llama a que resuelle
con la elegancia y el vigor de un fuelle,
y ella hace que no mira, aun cuando mira.
En singular mutismo,
saben los dos que piensan en lo mismo.
Es un diálogo largo
que en un hondo silencio se dilata;
no hablan, pero conversan, sin embargo.
El. — (¡Qué linda y qué ingrata!)
Ella. — (¡Pobre señor! ¿Por qué se mete
a hacer ingenuamente de tenorio?)
El. — (No soy un pebete,
mas no soy todavía un vejestorio.)
Ella. — (¡Bah! No le quiero,
pues, desde que le vi, me ha parecido
un soltero con cara de marido,
aunque para marido es muy soltero.,
El. — (La adoro, alma mía,
y si fuera un bombón ¡me la comía!)
Ella. — (Sopla da un modo lastimoso.
Presumo que ese tipo es muy goloso.)
El. — (Si yo me atreviese, le diría...)
Ella. -~ (¡Por Dios! ¡Qué susto!
Me mira el desdichado
con ojos de carnero congelado.)
El. — (¿Sonríe? ¡Qué gusto!
... ¡Caramba! Siento así como un mareo...
¿Quién contempla tranquilo
a una Venus de Milo
con brazos y paraguas? Vaya, creo
que la voy a llevar a mi museo.)
Ella. — (Veo que trata
de acercarse y decirme una zoncera.)
El. — (¿Pero, en realidad, será soltera?)
Ella. — (¿Pero realme.ite tendrá plata?)
El. — (Será caprichosa y exigente.)
Ella. — (Debe toser horriblemente.)
El. — (Temo que iba a hacer un desatino.)
Ella. — (¡Si fuera un poco más muchacho!)
El, lloroso. — (¡El eterno femenino!)
Ella, alepre. — (¡El eterno mamarracho!)
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B ~ LA -COLLCCION
B- DON -LORENZO
FELLLIANO
>y^—
UN MONUMENTO DE LA INDUSTRIA COLONIAL
La carga arrolladura de los
siglos y de las guerras suele res-
petar palacios y monumentos
poderosos que el hombre edificó
para perpetuar su memoria y la
memoria de sus creencias o de
sus gustos. Un tanto por ciento
exiguo de supervivientes queda
en pie. herido ante las nuevas
construcciones con que la raza
humana va rellenando los huecos
causados en las filas.
Pero las cosas arquitectónicas
como les seres humanos, son
iguales ante la muerte. Por esc.
junto a las ruinas de los palacics
vense humildes edificios que les
años respetaron. La muerte no
elige, mata sin mirar, como en
una lotería negativa.
Esto ha sucedido con el mo-
lino harinero de Puente Pérez.
Jujuy. uno de los monumentos
de la industria nacional que más
larga foja de servicios puede pre-
sentar entre todos les monu-
mentos similares. Solamente al-
gunos molinos de caña tucuma-
nos podrían disputarle antigü?-
dad y méritos a este humilde
mDÜno de Jujuy.
Su historia se pierde en la den -
sa noche de los tiempos colonia-
les, es. decir, que no tiene historia
conocida, y por tal motivo, el
molino de Puente Pérez es feliz.
Fué edificado por un audaz
industrial de hace muchos años,
por un hombre ansioso de plata
honestamente ganada. Aquel
hombre adoraba la vida tranqui-
la y tenía un instinto poético
notable. Ser molinero, he aquí
una profesión encantadora y
tranquila. Tener un hogar que
sirve de puente a una acequia
cantarína, adornado de flores.
arrullado por el son de las aguas
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se pohrcnza: ayudar al prí -
a que coma el pan de aá^ ■
(aaado oon el sudor de ca<ú cii<
estos aoB los goces de la tran
quila iBoiinaria.
El aaoHnero es el único ser del
mundo que esclaviza y mete en
el Sfua la rueda de la fortun»
Por tal motivo, resulta el úmc
bipedo implume que anda mis
cerca de la felicidad.
^acuntadle al molinero de £<
Mmtnm it trts picos a quien os
pmentó Fwlro Antonio de Alar-
cón. Veréis cómo soiamenie Ls
moUneroe saben sortear cir:: s
peligros y aventuras que a oucs
hombres hacen desgraciados.
Allí, en aquel molino, varias
generaciones de hombres empol
vados y alegres pasaron su vida
cantando y molienda; allí, sin
duda, a oompis de la piedra gira
dora han nacido algunas de las
canciones populares de tierra
adentro, esas canciones que a los
habitantes de la ciudad nos lle-
nan de -envidiosa nostalgia y de
sentimentales emociones.
Amigos y enemigos, todos los
estómagos de diez o veinte le-
guas en derredor encontraron
allí la materia prima para ama-
sar el pan. Por una corta suma
de dinero, o por una cantidad
justa de trigo, el molinero hacia
caminar su artefacto. Y picaba
sus piedras, como lo hace ahora
su último sucesor, cuando la
superficie perdia las rugosidades:
y cuando el maderamen de las
ruedas oedia al empuje fuerte de
la corriente, martillo y sierra en
mano reparaba la averia. Porque
un molinero es picapedrero, car-
pintero, herrero, etc.. durante
las horas de labor, y pescador.
)ardinero. etc., en los ratos de
ocio. Un molinero es un hombre
enciclopédico y alegre. ^
RESTO DE LA INDUSTRIA COLONIAL. EL MOLINO DE PUENTE PÉREZ, TODAVÍA ELABORA HARINA Y OFRECE AL TURISTA UN ESPECTÁCULO QUE
JAMÁS VERÁ EN LAS GRANDES CIUDADES LLENAS DE FÁBRICAS Y TALLERES COMPLICADOS.
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REVELACIÓN DE MEDIOS CASEROS PARA ASEGURARLA
Por CHARLOTTE ROUVIER
Los barrillos y puntos negros en el rostro fue-
ron para mi. durante algunos años, motivo de tan
tristes días, que muchas veces me vi imposibili-
tada de presentarme en sociedad por la persis-
tencia con que tan repugnante molestia atacaba
mi rostro. Pero luego encontré el stymol y fué
tan rápido y lisonjero el resultado obtenido, que
la felicidad de este acontecimiento hízome olvi-
dar muy pronto los sufrimientos pasados. Trá-
tase de un procedimiento tan sencillo como agra-
dable: tan sólo son necesarias algunas tabletas de
stymol. que obtendrá en la farmacia y conservará
bien tapadas en un lugar seco. Eche una tableta
en un vaso con agua caliente y cuando haya cesa-
do la efervescencia que se produce, lave abundan-
temente su rostro con el liquido, secándose por
último con una toalla blanda. El resultado !e sor-
prenderá: todos los barrillos habrán quedado en
la toalla y habrá desaparecido la grasitud para
ofrecerse a su vista una cara aterciopelada, fresca
y encantadora. A fin de que el resultado sea defi-
nitivo, repita la operación algunos días después.
Como quitarse de un modo f ermanente, no sólo
temporalmente, el vello que desfigura la belleza,
es cosa que muchas damas desean conocer; es una
lástima que no esté extendido más generalmente
el conocimiento de que basta para el caso el uso
de porlac puro pulverizado, de venta en todas las
(armadas. Debe aplicarse directamente al pelo
que se quiera hacer desaparecer. Este tratamiento
se recomienda porque no sólo borra instantánea-
mente el vello sin dejar la menor señal, sino tam-
bién porque mata por completo las raíces.
Pocas personas saben que las canas no son un
distintivo necesario de la edad y que pueden ser
evitadas sin recurrir a los tintes para el cabello.
Un remedio muy antiguo, casero, devuelve a las
canas el color natura! del pelo, a! cabo de pocos
dias.
Solamente es preciso ir a lo del boticario, com-
prarle dos onzas de tammalite concentrada y
mezclarlas con tres onzas de bay rhum o espíritu
de laurel. Apliqúese al cabello esta sencilla loción
por medio de una esponjita durante algunas
noches, y nos daremos el placer de ver que las
canas van desapareciendo paulatinamente. Esta
receta es completamente inofensiva, no es gra-
sicnta ni pegajosa, y ha sido el éxito más ,satis-
íactorío de cuantos han conocido el secreto du-
rante muchas generaciones.
Creo que muchas damas podrían conservaí su
cutis juvenil, treinta años más de lo que gene-
ralmente lo hacen; la dificultad estriba en que
no saben cómo. ¿Ha oído usted hablar del siste-
ma de absorción? Es muy sencillo y se basa en la
eliminación paulatina de la piel exterior marchita
y descolorida, a objeto de revelar el cutis joven
y hermoso que se encuentra inmediatamente de-
bajo de aquélla. Para ello basta aplicarse, durante
algunas noches, una capa de cera mercoHzada
pura que se extiende por el rostro sin hacer ma-
saje. Esta substancia tan simple puede obte-
nerse en casi todas las farmacias y sirve para
extirpar de una manera gradual y en forma de
pequeñas partículas, la piel exterior fea y man-
chada. No afecta en lo más mínimo los tejidos
sanos y en pocos días se nota el notable cambio
con la satisfacción consiguiente, sin comparación
cuando se trata de un acontecimiento de esta ín
dolé en el proceso de la hermosura femenina en
tantos casos prematuramente tronchada por los
tratamientos equivocados.
He tenido una verdadera sorpresa sabiendo que
esta señorita con el cabello tan bellamente ater-
ciopelado no se lo lava nunca con jabón o con
polvos de shampoo artificial. Se hace ella misma
su propio shampoo disolviendo una cucharadita
de las de café llena de granulados stallax en una
taza de agua caliente. ('Yo le encargo el stallax
a mi boticario — dice esta señorita — y él lo
recibe en paquetes que vienen sellados, y sola-
mente se venden así, conteniendo cada paquete
cantidad suficiente como para hacerme de veinti-
cinco a treinta lavados de cabeza. Es de tan rico
olor el stallax, que muchas veces lo comería como
si fuera una golosina'', <'Ciertamente, y aun con
esta extraña idea, el pelo de esta señorita se con-
serva tan hermoso que desde este momento voy
a probar en mí misma el efecto del plan».
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chas y rayas. Evita que el
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fino sin peligro alguno. La superficie
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barniz y le dá el brillo de un espejo.
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LA TORRE DEL RELOJ EN VENECIA
Mauro Coducci, llamado el Moro Lombardo por sus camaradas y
por el vulgo, construyó en 1496 la torre donde debía colocarse un
reloj monumental, falo cum gran imegno, según dice Sañudo. Efecti-
vamente, tanto la torre como el reloj vienen a constituir dos hermosas
muestras del gran ingenio italiano que la magnificencia veneciana
supo atesorar en la divina ciudad de los canales.
Sobre un arco sencillo de regular altura, bajo el cual discurren los
transeúntes, hay una enorme esfera donde forman círculo las veinti-
cuatro horas del día solar, divididas en dos series de a doce, parti-
cularidad exclusiva de este instrumento de medir el tiempo. De dar
las campanadas están encargadas dos figuras que al pie de la campana
empuñan sendos martillos.
El león de San Marcos, rey del mar latino durante largo tiem-
po, merced a la bravura de Venecia, vigila la danza de las
horas. Es uno de los monumentos más característicos de la ciu-
dad de los dux.
Coducci construyó también la iglesia de San Miguel, en Isola, cerca
de Murano, y comenzó el palacio de Loredán. Se le atribuye también
el campanil aislado de San Pietro di Castalio y las iglesias de Santa
María Formosa y San Giovanni Grisostomo. Fué uno de los mejores
artistas de su época.
PLVc/'
AÑO IV.
NÚM. 41,
DE LA COLtCClON DL
VLTJIA
SEPTIEMBRE
DE 1919.
ON LORINZO PLLLLRANO
s >v'j_m3>x—
La musa de los huerta-
nos y pastores, de los cha-
lanes y juglares de oficio,
tiene para mi un encanto
único. Pocas cosas tan su-
marias, y sin embargo na-
da tan sincero como esos
romances de !a montaña y
de la selva, cantados al rit-
mo de vihuela y tamboril.
Brota la canción y el verso
de la propia naturaleza y
del alma del poeta instinti-
vo. Tales las fuentes de es-
ta poesia, que será elemen-
ta] e ingenua — todo lo que
se quiera — pero que es ob-
jetiva y subjetivs, hecha
en substancia visible y mo-
dulación íntima, condición
esencial de todo arte ver-
dadero.
En mis andanzas por el
interior del país me he aso-
mado al espíritu de esos ar-
tistas primitivos, y he visto que reflejan el medio
ambiente y las pasiones centrales de la raza. Son
almas sin reservas mentales ni emotivas. Desco-
nocen los eufemismos de la ciudad y la mode-
lación de academia; aman con fervor o embisten
con fiereza: y cuando sufren lloran, como los
peñones, abundante manantial venido de muy
hondo y muy lejos.
De la substancia moral de estos poetas anó-
nimos, hijos legítimos de la naturaleza y de la
casta, debió ser el juglar que compuso el Myo
Cid, la Canción de Rolando y tantas gestas, don-
de la fisonomía territorial y el contenido psico-
lógico de los pueblos aparece con rasgos precisos.
Más de una vez, al oírlos cantar en las noches
del trópico o en los amaneceres del valle, me he
preguntado: ¿cuándo se escribirá entre nosotros
el poema donde el tipo americano tenga por es-
cenario la montaña, el llano y la salva? Su au-
tor deberá ser, no un trovador i.Tculto, pero sí un
poeta de verbo épico y lírico que comprenda y
sienta nuestra alma y la traduzca en ritmos per-
durables.
Para decirlo de otra manera: deberá ser un aeda
de vasta y honda cultura y tamaño corazón de
juglar.
Nunca soñé tanto con ese poe-
ma, como una tarde en el camino
que va de Campanas a Opacaba-
na. Marchábamos con uno de esos
tipos que Sarmiento dibujó en el Facundo. Ba-
quiano de instinto y profesión, tenia por añadi-
dura vocación poética. íbamos callados. La so-
ledad, la majestad de los montes y el aroma de
Evangelio que se alza de los retamos y cedrones,
nos penetró el alma de dulce angustia. Entonces
el compañero, temeroso quizá de la grandeza de
labora, púsose a cantar un peregrino romance, que
llenó de armonías el valle.
Anoté en mi memoria esta redondilla:
«En el campo hay una hierba,
Y en la hierba, hay una flor;
En la flor hay un diamante,
Y 3n Pastora está mi amor.»
— ¿Quién es el autor de la copla?, pregunté
a mi escudero, no bien terminó el canto.
— Es una «cifra* de mi invención; se la hice para
Pastora, mi mujer, ms respondió.
Después, repitiendo en silencio la trova, como
quien apura sorbo a sorbo uno de esos vinos da la
montaña, vi que la «cifra» encerraba una compara-
C L e>^ A 'fó
ILUc/'TB.ACIÓn
oión admirable, tan natu-
ral cuanto sincera, y por
ello mismo artística. Era
ciertamente uno de esos
rasgos de' ingenio popular,
donde la intuición y la
visión se ajustan armonio-
samente y forman un acor-
de hermoso.
He aquí desarrollada la
metáfora:
«Como en el campo hay
una hierba, y en la hierba,
una flor; y en la flor una
gota de rocío, asi el poeta
tiene guardado su amor en
el corazón de Pastora.»
Como veis, en lo más ín-
timo de la amada, en la
flor misma de su corazón,
el trovador errante — nos
dice - - guardó su querer
y su destino, para que na-
die se lo arrebate.
¿Que ese amor es puro
e inocente como el «diamante» de la copla?, no
cabe duda. Pero la gota de rocío es simple y pe-
queñita. ¿Es también así el amor d?l poeta? Vea-
mos. Sabemos que en una gota de rocío se reflejan
los mundos; entonces la simpleza y la pequenez
desaparecen, y el «diamante- es tan grande como
el universo; mas ahora la comparación asume su
grado máximo de naturalidad y limpieza, ya que
el amor sin reservas ni doctrinas de aquellos
hombres tiene en su diminuta apariencia no sé
qué fuerza y grandeza cósmicas.
Para estar más seguro de mí razonamiento,
espacié la mirada sobre el campo; y al lado
mismo del camino advertí una planta de mar-
garita; y en la planta una flor roja; y en la corola
la primera lágrima del crepúsculo. Focas veces
como entonces me pareció tan segura la semejanza
de aquella flor sencilla y rústica con el corazón
de esas hijas del valle, nacidas para vivir y morir
por un solo hombre, llevándose consigo el amor
de los gañanes, puro y pequeñín como la gota
de rocío, y por ello mismo grande, sin medida,
puesto que ahí se espejea el infinito.
Otra vez sonó la canción en la tarde profunda,
y los ecos repitieron:
A Rc) R9 I Zí. O
f E L A. E
«En el campo hay una hierba.
Y en la hierba, hay una flor;
En la flor hay un diamante,
Y en Pastora está mi amor».
^í:2>=v—
A historia y el dato biográfico huelgan. Seria ofen-
der el genio de Adelina Patti enumerar meticulo-
samente su vida desde que nació hasta el día de
su muerte. Los detalles matarían la armonía del
conjunto, empalidecerían la impresión íntima, el
movimiento de sugestión amable, el impulso del
ánimo pensante, que tiende a reflejar un solo
minuto, una sola larva de entusiasmo grande, que se ha quedado como foto-
grafiada en el fondo del alma, estampada nítidamente en el corazón y en el
cerebro, en esa forma indeleble que hiere lo perpetuo, lo inconfundible, lo
incomparable, lo insubstituible, por la fuerza ascencional que adquiere todo
lo que es sublime, inmaterial y celeste.
Adelina Patti ya no es de este mundo. Pertenece a esa historia que se
escribe a grandes trazos, que se dice en una sola palabra, en una sola línea
— I3H_:;V'':S
^. como una voz de apocalipsis, o como una sentencia
x^Q cristiana. Toda la mujer ha desaparecido: queda
-^fl^ lo incorpóreo, lo intangible, lo espiritual, lo
^^^k que no ven los ojos ni alcanzan las ma-
^^K^ nos: queda sólo el eco de la voz. que
^^^^^^ viene desde lejos, de mucha distan -
j^^Bj^^^ cía. traido por el soplo del recuer-
^^'^^^■^^^P do. avivado por la imaginación.
fl^L ^m como si fuera una llama que se
^% V encendiera a ratos, como los fue-
gos de las walkirias. como los fuegos fatuos, como
los fuegos de las pasiones viejas, que se renuevan
siempre, a través de la vida, inestables, si.
pero perpetuamente brillantes.
Su cadáver, cubierto de rosas y de mirtos, en
la tierra de Gales, lejos del suelo nativo, lejos
de la patria de origen, lejos de todos los suelos
que le dieron amante asilo y la cubrieron de glo-
ria, transformado en polvo humano, ya no tendrá
el dominio arrollador que la artista ejercía sobre
las grandes multitudes cultas del mundo, subyu-
gándolas con la magia de sus acentos divinos: pero
a esta negación de la vida, que es la verdad del des-
tino humano, — la muerte. — se ha de imponer lo que
ha de decir la fama, eterna como el viento, como el sol.
como los astros, como el alma de la humanidad. Y la fama
repetirá, por los tiempos de los tiempos, que Adelina Patti fué
la más grande, la más admirable, la más perfecta cantatriz del
mundo, sin igual en la tierra, en el pasado y quizás en el futuro, miniatura de la
,,,,,,., j EXIMIA ARTISTA EN
como no tienen igual los ángeles del cielo, como no pueden ser ^^ época de su
iguales dos estrellas, dos rayos de sol. dos olas de una misma playa... triunfo.
aquella noche de Semiramis, el teatro tenía un
aspecto deslumbrante y terrible a la vez. Abajo,
en las sillas, toda la brillazón enceguecedoia
del boato y de la fortuna: en los palcos,
los hombros desnudos. los tocados ca-
prichosos, los ríos de perlas y de bri-
llantes: arriba, en las gradas y pa-
raíso, la masa enorme, negrr.
amenazadora, tremenda, la masa
que juzga, aplaude o silba, siem-
pre alerta, esperando nerviosa a la reina de Babi-
lonia, que dijese su pasión a muchos siglos de
distancia, de esa distancia evocadora de los
tiempos obscuros y perdidos. . .
El cisne de Pesaro tomó la palabra, y se
hizo un silencio profundo. Las vagas nebulosi-
dades de la obertura, rodeadas de destellos de
luz, arrancaron, pocos momentos después, un
franco aplauso. Y en seguida comenzó la justa
de las voces humanas, una batalla de notas, de
escalas, de trinos, de vocalizaciones estupendas,
de sonoridades maravillosas como si un torrente
de cequíes de oro se derramaran por el suelo y su-
bieran al aire, tintineando en el espacio, cristalinos,
sonantes, que crecían, ondulaban, corrían, subían, baja-
ban, como ráfagas, como nubes, como vientos, como aurast
como sueños, como una embriaguez inmensa y grande domi-
nando ánimos, corazones, sentimientos, pasiones, entusiasmos, toda
la vida activa, toda la vida intensa, sensoria, espiritual, magnífica,
en una impresión tan colosalmente arrolladora que turbaba y hacia
perder la sensación del ser en un deleite supremo e indescriptible...
Cuando la Patti llegó a Buenos Aires, en la época en que rodaban los millo-
nes por la calle, cuando no había tasa ni medida para los caprichos,. cuando
las multitudes no conocían ahogos en el hogar, en razón de que todos se creían
multimillonarios, el Politeama Argentino tuvo su gran hora de esplendor
magnifico. Se habían colocado debajo de su techo de cinc y de sus bambalinas
de trapo, las tres voces más dulces que habia en el mundo: la Patti. Stagno
y Guerrina Fabbri. El viejo circo competía con el teatro de la Opera, donde
cantaba Tamagno. el coloso de los tenores, y el duelo terrible entre Ciacchí
y Ferrari se hacía cada vez más formidable, por lo mismo que el público
estimulaba con su dinero, derramado a rodos, aquellos atrevimientos y
aquellas audacias de empresarios.
Era un momento de fausto desbordante y casi insolente. El lujo y el derro-
che habían penetrado en todas partes con una bizarría tal, que parecía que
todos los brillantes del África se hubiesen volcado sobre nuestro país. Los
troncos de sangre más ardiente arrastraban los carruajes más lujosos: las
sedas, las gasas, las pieles, las flores, las plumas, los perfumes, todo lo que
era adorno vanidoso y hasta excesivo de las mujeres y de los hombres, en
aquel arrastre impetuoso y desbordado de una época de transición inesperada
entre la pobreza y la fortuna que había llegado de improviso y como por
arte de encantamiento, todo eso y la magnificencia que habían alcanzado
los grandes espectáculos de teatro, daban un aspecto de feria deslumbra-
dora a la ciudad, que se movía nerviosa, agitada, sacudida por mil impre-
siones extrañas del espíritu.
Bajo ese ambiente y con su aureola fascinante, conquistada en todos los
países civilizados del orbe, después de haber sub-
yugado a principes, reyes y emperadores, y, sobre
todo, al pueblo, rey de reyes, vino Adelina Patti
a nuestro teatro feo, con su frente de ladrillo rojo,
con sus palcos de grotesca tablazón mal decorada,
con su enorme paraíso, que parecía un antro, con
su vestíbulo desnudo, sin una obra de arte, sin un
signo de cultura, ex circo de saltarines, convertido
de la noche a la mafiana en el templo máximo
de la más deslumbrante concepción del deleite
artístico.
'f^&^X
5rV^^--i¿5-
Era el dúo de Semiramis y de Arsaces, eran Adelina Patti y Guerrina
Fabbri emuladas por sus propias y grandes vanidades artísticas, que se
disputaban la gloria encarnizadamente, que querían arrebatarse recíproca-
mente el lauro de la noche, que cada cual hubiera dado la vida entera por
vencer a la rival, sobreponiéndose ambas al público, a las notas, a la mú-
sica, al drama, a la historia, al ambiente, a todo cuanto las rodeaba, como si
hubieran concsntrado toda su existencia en aquel instante supremo y mag-
nífico de su carrera colosal.
El público víó la batalla en toda su plenitud; palpó la emulación y se
sintió cogido entre las mallas finísimas de aquel perfume de gloria dis-
putada a brazo partido con bravura de artista y de mujer... El jurado popular
tenía que decidirse por Semiramis o por Arsaces. . . titubeó un segundo, y.
después, como una tromba, como un rugido, como una explosión estalló
unánime, violento, victorioso, grande, justiciero, magnífico, magnánimo, su-
perior, como correspondía, como no podía ser de otro modo, aclamando,
atronando, ensordeciendo, glorificando a ambas, uniéndolas en un solo bro-
che, en un solo engarce, como cabían las dos en la corona triunfal de gloria
que en ese instante les tributaba. . .
Han pasado los años: muchos recuerdos bullen en el fondo de la imagi-
nación agitando los días vividos; muchas impresiones gratas de arte y de
sentimiento han pasado por el alma de aquel pueblo que escuchó a Adelina
en la noche famosa. . . Ahora, todo aquello se renueva como una evocación
cariñosa del espíritu, que se traslada misteriosamente hasta la tierra de Gales
y coloca sobre la tumba ds aquella triunfadora, místicos y sencillos, mirtos
y lauros, flore? de gloria y de muerte. . .
Se ha hecho el silencio enorme alrededor de
aquella voz que fué un cristal humano, porque
la razón de la vida tiene un término fatal e
impostergable; pero girando sobre los despojos
que la piedad de los ritos guarda, volarán las
aves parleras en cada aurora y en cada crepúscu-
lo, cantando la canción eterna del arte, en e!
arpegio infinito de la naturaleza que triunfa,
dueña y señora del alma que siente y del cere-
bro que piensa
PABLO DELLA COSTA
>.^^-
antuarío be (a Jerusalén be ©ccíocntc, (a JSaáíIíca
compostelana signa, con la inmensa cru? latina que
forman sus nabes, el sepulcro be g)antiaso, primer
apóstol mártir.
"Campus ^tcllae" (Campo be la estrella), "Cam-
pus apóstoli" (Campo bel apóstol). Son las etimo-
logías que proponen loa filólogos para explicar el
Suabe "apcllibo" be la ciubab. $)orque allí, al pie
bel monte librabón, el eremita ^elapo, siguicnbo la guía be una
estrella, encontró loS restos be &an Saco o S>an ©ago o ^an
3íacobo o ^an STaimc o Santiago, el biscípulo be Siesús, bos
beccs peregrino por tierra española: una en biba p otra bespucs be
muerto. Cl píaboSo p afortunabo ermitaño, cupa inbención niega
la crítica bolteriana, es bigno homónimo bel fjcroe be Coba-
bonga, pues bió a las fjucstcs cristianas un caubillo inbencible p
un grito be guerra terrorífico. JDcsbe entonces (25 be julio be
— I=»LJV/r*3 'Vl^TÜ^X-
\y^—
812 u 813) peleó, bistble o inbisi-
bU, a la caljeja be caballeroá p pco=
neá que acometían al grito be: i;É>an=
tiago!
9 fines bel siglo X, cuanbo Com-
postela iba trecienbo en berrebor bel
sepulcro, aimamor, el €iti árabe-
anbaluj, bestrupó la ciubab p la iglc=
sia. á>olamcnte respetó la tumba be
á)antiago, a la que puso guarbia
mientras los bcncebores fjacían estra
gos en Compostela. ij^asta bcrrotabo
triunfaba el apóstol! aimanjor Iji^o
transportar a hombros be cautiboS
cristianos las campanas bel templo,
que Se usaron como lámparas en las
mezquitas corbobcsas fjasta el bía que
Jfernanbo lll las bcbolbió a CompoS=
tela a í)ombros be cautiboS árabes.
SSajo el arjobispabo be bon JDicgo
«Selmírej comienza la íjistoria bel ac-
tual templo, lia bestrucción be la sa-
graba billa acrecentó la beboción.
^Tratábase no be una ciubab bestruíba,
catástrofe tan común entonces como
abora, sino be un santo sepulcro que
la guerra íjabía bejabo al bescubicrto,
entre fjumeantes ruinas, iíabie agra=
becía a gllman5or su respetuosa e.\ccp=
ción, atribuiba a milagro bel apóstol.
^ la cristianbab encaminó sus pe=
regrinacioncs íjacia la tumba probi-
gíosa. QTobos loé caminos libres be
moros se llenaron be fieles que acu=
bían a pie j> a caballo trapcnbo ora=
Clones p limosnas. Venían be la Cs-
paña renaciente, be la Jfrancía. be la
Alemania, be la Inglaterra, be tobas
partes, tantas peregrinaciones como
aljora ban a aaoma, HTerusalcn p
lourbes; peregrinos be a ocfjabo que
limosneaban burante el biaje para
ofrecer sus limosnas al apóstol; perc=
grinoS be bobloneS, be bucaboS que
porteaban alforjas bencijíbas be plata
p oro: el bincro be S>antiago.
di^ {f-dpítwCáH
— i^Ljv-rs -v/x-mní^ís. —
la iSaaütta it empejó a consítruir en 1018, quebaníio terminaím en 1122, Ciento cuatro añoáíie
labor, intrrrumpiba a betcs. mas siempre fija en loS cerebros como un ibeal tena?; ciento cuatro años
be batallar contra la materia, labránbola, puliénbola, erigicnbola aracias a una tensión constante
bel espíritu p be los braios, mientras proseguía la batalla contra los infieles. ILa Catebral composte-
lana es un mtlagro arquitectónico be la gran bestructora: la guerra,
la riqueja be la obra p los tesoros be arte p jopcría encerrabos en la Catebral p sus capillas
están por encima be toba bescripción.
€1 aspecto exterior es majestuoso j> be una grácil belleza que encanta, con las tres torres altas,
sobre tobo la bel ^tloj. cura campana ópcse a tres leguas a la rebonba.
?Uno be los primores be la Catebral. el más notable be tobos porque Se le consibera como el
primer monumento iconográfico bel arte cristiano es el |)órtico be la Gloria. €n el arco principal Se
abmiran las imágenes be Jesús mostranbo sus llagas, los cuatro ebangelistas, los beintícuatro an
cíanos tanebores. los profetas, apóstoles, patriarcas p santos bel iluebo ÍCeStamento. ILoS arcos be
los costabos representan el í3urgatorio p el 3infíerno con profusión be biabloS p monstruos; laS
columnas se apopan sobre bestias feroces representantes be loS bicioS
Jfuente be emoción artística, la Catebral compostelana resístese a laS beScripciones. |)or eSo loS
peregrinos be la belleja se mejclaron siempre a los peregrinos be la fe, llenanbo las carreteras que
lleban a la santa Jerusalén be (Dccibente, a la Atenas be (Galicia.
mSiTA
Todos te llaman
Yo te llamo la Ne^
Y el dulce nombre en mis labios
Es llamado y es caricia.
Negrita es una criatura
De veinte años, argentina,
Que tiene prontas las lágrimas
Y tiene fácil la risa.
Negrita, alguna vez, dice:
Dios debe de ser mentira...
Pero otras veces desea
Ser en un claustro novicia.
Si le da por trabajar
Deja a todas tamañitas.
¡Ved cómo llena la casa
De bordados, de puntillas,
De flores artificiales.
De veinte mil chucheriasl
Pero ¡ay! si tiene perezas
De rama languidecida. . .
Entonces es muy capaz
De estarse días y días
Bajo el níspero del patio
Y en una hamaca mecida,
Viendo desfilar el lento
Rebaño de las hormigas.
O como pasan las nubes,
O vuelan las golondrinas.
Se dilata su nariz.
De delgadas ventanitas.
Como para respirar
Aire de selvas bravias.
Aroma de nardos cálidos.
De rosas desvanecidas...
Entero el sol se le entra
Por la boca estremecida.
Y hace una piedra preciosa.
Pinta un diminuto prisma.
Sobre los dientes, en las
Burbujitas de saliva.
Negrita adorna su cuello
Con vueltas de piedrecillas,
Y sus brazos con pulseras
Múltiples y cantarínas.
Y un sólo anillo en sus dedos
Aquel de comprometida.
No porque me quiera mucho
Sino por coquetería,
Y para mejor lucir
Sus dedos de maravilla
Desde la articulación
Hasta las uñas buidas.
NEGI^ITA cJÍQ §0L NEG^rTA C^tPUfcULM?
Negrita a la luz del sol
Es dorada, es ambarina.
Con unos tonos de fruta
Tropical y madurísima.
El cabello negro y lacio
Tiene las puntas rojizas;
Cabellera que se escapa
De peinetas y de horquillas,
I Cabellera para ir
Por las espaldas tendida.
Los ojos, bajo las cejas
Como este ^- de finas,
Son dos magníficos lagos
De aguas como dormidas.
Azulada la esclerótica.
De sangre sin una estría,
Áureo el anillo del iris
Y honda y negra la pupila
Al toque de la oración,
Negrita ya no es la mism.a.
Es más mujer con el sol
Y con la noche más niña.
Desciende del firmamento
Vago polvo de amatista
Que pone rosados los
Senderos de la campiña.
Las aguas de la laguna.
Los frentes de las casitas.
Quiméricas catedrales.
En cuatro sutiles líneas,
Sus cúpulas y sus torres
En el espacio perfilan.
Vuelan en el aire tibio.
Fragante a yerbas sencillas,
Grandes campanas solemnes,
Claras campanitas místicas,
Y un labrador canta lejos
Y cerca se oye una esquila. . .
Negrita está en la desierta
Vereda de su casita.
Está calzada de blanco.
Y está de blanco vestida.
Al ver llegar a la noche
Se contempló obscurecida.
Creyó que la dulce sombra
De ella propia surgía.
De sus ojos ojerosos
Q de sus trenzas sombrías.
Así que está silenciosa.
Extática, sorprendida.
Apoyada en la ventana:
¡Imagen en su hornacina!
No digáis una palabra
Mientras que reza Negrita.
Para ella se ha abierto el cielo,
Y ve pasar a María
Con el manto azul sembrado
De doradas estrellitas.
(Cuatro años en el Sagrado
Corazón, medio pupila).
NEGi^IT/^Qr^-^ SALA
Negrita espera a su novio
A las nueve en su salita.
¡Sala de la casa vieja.
Vieja sala de provincia
l^iANDtil nORLNO^
PASTEL DE ALONSO
Que la campana cercana
Llena de melancolía!
Tiene un bordado y lo deja,
Huele una flor y la tira,
Pero está maravillosa
Toda seda desvaida.
Toda óvalo la cara.
Los ojos todos pupila.
Romántica, extraordinaria.
Muy moderna y muy antigua.
Parece que las abuelas
— Marcos de caoba pulida —
Desde la pared sonríen
Arcaicamente a Negrita.
¡Retratos de las abuelas.
Veinte mujeres divinas
Que en esta sala danzaron
Palpitantes y encendidas,
Y en esta sala entre cirios
Durmieron blancas y rígidas!
NEG^ITA^Í^ SUENO
A las doce de la noche,
¡Terrible iglesia vecina!
A las doce de la noche
Se cae de sueño Negrita.
No lo puede remediar.
Está nerviosa, intranquila.
La cabeza sobre un hombro.
Las manos blandas, juntitas.
Se quitaría una a una
Del peinado las horquillas,
Y hasta el viejo peinetón
Que en su cabeza negrísima
Se eleva con gracia añeja
Como una luna amarilla.
Hasta el viejo peinetón
¡Qué lejos lo tiraría!
— Muy buenas noches, mujer,
Muy buenas noches. Negrita,
¡Quién te pudiera llevar.
Así de blanda y de tibia,
En el puño bien cerrado
Como cosa pequeñita.
Como un azul huevecillo,
O como una semillita!
¡Quién te pudiera llevar.
Así por toda la vida!
¡Oh mujer, a quien quiero
Mucho más cada día.
Por hermosa, por buena
Y por argentina!
Septiembre, 1919.
I
'iiii*iiiiiiniiittnituniiiiiiiiiiiuii)ii(itHiiiiiiiMiitiiiitimi»ii>iiitiiti
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Icbam calosa
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tj a m o/N ""^
blAURt^L
LA ESPLÉNDIDA
«CATTLEYA MINUTIA,
filantropía para los humildes
y pobres, sí que también, y
con brillo, al culto de las flores, que son
el encanto de todas las almas gentiles. Es
digno de admiración y de elogios el entu-
siasmo que la distinguida e ilustrada señora
María Luisa Tornquist de Barrete demues-
tra en el cultivo de las orquídeas. Desde
varios años, les dedica personalmente sus
estudios y cuidados prolijos e inteligentes,
con un tesón propio de los que persiguen
una obra de transcendencia. En los sober-
bios invernáculos que posee en la estancia
Juan Jerónimo, cerca de la estación Monte
Veloz, F. C. S., la señora de Barrete tiene
más de tres mil especies de orquídeas cata-
VISTA EXTERIOR DEL PALACIO-INVERNÁCULO DE «JUAN JERÓNIMO».
— ir>LJ>-'':S
>^^N.—
*SI MtiCl-AS LAS CK-
QUlDEAS SUS POKHAS
T COLORES, DANCO
OKIQCH A HERMOSAS
ESPECIES Híbridas.
t
orquídeas
• WARNERI».
logadas, cifra que en el país no la alcanza nin-
gún aficionado ni industrial.
Indudablemente las orquídeas constituyen una
de las familias más interesantes y originales de
todo el reino vegetal.
A los aficionados floricultores ofrecen las flores
más bellas que se puedan cultivar, encontrándose
las formas y matices más diversos.
Sobre todo por la singularidad de sus formas,
es que estas flores excitan nuestra curiosidad y
admiración.
Por sus colores también son interesantes, desde
que se observan los más brillantes asi como los
más delicados. Además, todas las orquídeas exha-
lan un aroma suave, que recuerda a veces al de
los heliotropos, o al de muguet, lila, azahar, etc.
Las orquídeas gozan de un favor siempre cre-
ciente entre el público culto y elegante; esto se
comprueba por el hecho de que son las flores más
buscadas, más admiradas y las que alcanzan los
mayores precios en los jardines.
El cultivo de algunas especies de orquídeas es
fácil, pero la mayoría requieren para su conser-
vación en los invernáculos y para
florecer regularmente, cuidados es-
peciales y meticulosos que solamente
una persona poseedora de singulares
dotes de observación y de paciencia,
I-
puede ponerlos en práctica. El número de espe-
cies llega actualmente a muchos miles, pero las
de invernáculo son menos. Hay que agregar tam
bien un número apreciable de variedades e hí-
bridos obtenidos por cruzamientos artificiales.
La familia de las orquídeas tiene representan-
tes en todas las partes del globo. Se encuentran
en las zonas glaciales y solitarias de la Siberia,
en el antiguo y nuevo continente, y forman el
encanto de las selvas vírgenes en las regiones de
los trópicos. De las orquídeas, el género Catíleya
tiene la supremacía y se le da esta preferencia,
debido a su maravillosa belleza, encontrándose
flores grandes, con colores ricos, delicados, varia-
dos y extravagantes.
Para el cultivo de las Cattleyas se necesita te-
ner un invernáculo de temperatura con buena
aeración; los riegos deben ser moderados. Se
cultivan en macetas y en canastillas. La señora de
Barrete ha dedicado preferente atención a las
orquídeas Cattleyas y los ejemplares que posee se
cuentan Dor millares.
Los invernáculos de la estancia Juan Jeróni-
mo se hallan instalados con tanto lujo y esplen-
dor que, al acercarse a ellos, se va notando una
«LABIATE
AUTUMNALIS:
impresión de curiosidad agradable, y al pene-
trar se queda uno sencillamente extasiado ante
la belleza y delicadeza que desbordan los milla-
res de orquídeas seleccionadas y cuidadosamente
dispuestas. Se hallan dotados de una instalación
completa de calefacción moderna, no faltando
hasta la luz eléctrica. Son los invernáculos más
lujosos y más grandes que hay en el país.
Contiguo a los invernáculos de la estancia ci-
tada, están las habitaciones de estudio y obser-
vación, donde la señora de Barrete posee una
magnífica biblioteca; allí vimos cerca de mil
volúmenes que tratan de las orquídeas.
Estas plantas tienen, en la señora de Barrete,
a una entusiasta e inteligente cultora, que hon-
ra a la mujer argentina. Ejemplos como este no
se encuentran a menudo en nuestro mundo social.
Antes de terminar estas breves consideracio-
nes, queremos dejar constancia de que hemos ex-
perimentado una verdadera satisfacción al visitar
los invernáculos de la estancia Juan Jerónimo, y
muy complacidos tributamos a la señora María
Luisa Tornquist de Barrete las más sinceras fe-
licitaciones por el valioso e inteli-
gente contributo que presta al culto ^¡~\J^/'
de las orquídeas, una de las flores
más poéticas y suntuosas que nos
brinda la naturaleza.
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En un momento de irreflexión y
paamismo. hemos penaado aue la
vida intdactual. nuestra mentalidad.
nuertia vida Hteraría. son futileías.
hinchadas pompas de jabón y nada
Pero poco despu^ mis serena-
mente (y aquí tenemos uno de los
milafres de la mentalidad), hemos
panaads todo lo contrario.
Vais a ver para lo que sirve la
mentabdad. la literatura: vais a ver
ta finalidad: Estampemos primero
estas tres verdades axiomiticas:
La feBddad no puede ser en la
ineooaciancia . . . La felicidad se
proloncaen los recuerdos.. .
Un buen libro es un tesoro de sen-
saciones, de recuerdos, de felicidad. . .
Pasemos ahora a la inevitable de-
mostración. Hemos visto una casita
blanca, oon unas persianas verdes y
una parra y unos geranios a la puer-
ta - . . En el zaguán cantaba en su
jaula un canario ... La sensación
que nos da esu casita es de paz. de
aiitor. de armonía ... En los vidrios
de la ventana hay blancos visillos
muy limpios y planchados, las plan-
titas están reciín regadas, orden y
limpieza se respira en todo . . .
Y hemos pensado: «En esa ca.nita
son felioes. El dueflo de esa casita
quisas no salga el domingo y diga:
¿A dónde iri yo que esté como en mi
casiu?»
Y nos hemos imaginado a la espo-
sa sonriente de ese hombre casero:
sonriente y saludable, cuidadosa del
menor detalle. . . Nos la hemos ima-
ginado al poner la mesa con un hu-
milde mantel muy blanco, todavia
repasando una ya bruñida cuchara y
observando atenta si falta alguna
cosa... Ha puesto en un platito unas
odwUitas tiernas, ha movido el bra-
zo sobre la humeante sopera para
alejar tas moscas y ha tapado el pan
oon la punta del mantel . . .
Luego, sentándose algo alejada de
la mesa y como satisfecha contem-
plando su obra, ha dicho alzando la
voz: «Vamos, que se enfría la sopa
y las moscas acuden...* Y, levan-
tándose, ha vuelto a mover el brazo
sobre la humeante sopera. . .
Y nosotros hemos dicho:
«En esa casita está la felicidad».
¿Pero asi nada más y porque si^ No: la
felicidad de esa casita es la que vemos y
otra cosa que os vamos a decir.
Ese hombre casero está sentado en su
cuarto ese domingo por la tarde. Está silen-
cioso, no hace nada: se levanta y quita las
hojas secas de un geranio, vuelve a sentarse
y ordena unos libros sobre la mesa . . . Quizás
toma una guitarra y puntea sus cuerdas unos
momentos delicadamente... Deja la guita-
rra y se sienta de nuevo y apoya la mejilla
en la mano . . .
¿Está triste? ¿Está aburrido? No: ese
hombre ya sabéis que acostumbra decir: «¿A
dónde iré yo que esté como en mi casita?-
Ese hombre es feliz, precisamente porque
comprende su felicidad, porque la saborea
conscientemente. Ese hombre reposa en esas
dulces horas de su domingo, mientras su ima-
ginación, como una mariposa, va y viene: y
su imaginación se para en los tiernos tallos
de la parra transparentes al sol y descansa
un momento en las cubiertas de las camas
limpias y en el pavimento brillante. . . Des-
pués la mariposa vuela por toda la casa: pasa
por el patio lavado, por la cocina en orden
y oye cacarear a las gallinas... Entra la
mariposa al fin donde la esposa se peina o
acaso viste a unos pequeAuelos. regañona
pero duloerr*' •- ■— '"npios delantales. . .
Y ese hor- por eso: porque la
mariposa de ;ón va y viene con
blando vuelo. . . Y ia esposa es feliz porque
también oon su imaginación vuela como una
mariposa blanca. . . Se está peinando y pien-
sa: «Esta noche tengo que dar puntitos toda-
via... Si que es domingo, pero también es
tm descanso que las ropitas de diario estén
apafiaditas por la maflana. . . Ahora saldre-
mos, iremos a tomar el sol . . . He tenido
suerte: mi marido es hombre de su casa . . .
Tengo la cena hecha . . . Cuando volvamos
de paseo, nos sentaremos a la puerta ... Seré
una tonta, oomo suelen decir otras mujeres,
pero es cuando más gozo: cuando estamos
sentados asi juntos en los días de fiesta y
él me coge las manos . . , >
^Pero con-
de la vida y
lia mariposa
oes SI no nos habla
bre las cosas la be-
Sin imaginación, sin mariposa, no pode-
mos ser felices . . .
Hace falta saborear aquella quietud, aquel
encanto del hogar ordenado, aquel reposo
del jardin, el murmurar del agua, el batir de
alas de una paloma en la calma y serenidad
de la tarde . . .
Y no gozaremos nada ni seremos felices, si
nuestra imaginación no vuela y se para en
las cosas diciendo: «La sonrisa de esa mujer
ilumina mi vida, su voz suena en mi cora-
zón...» •¿Quién pintará en un cuadro la
belleza de esta mañana de primavera, la
melancolía de ese crepúsculo?. . .• No come-
remos una fruta sin decir: «¡Qué exquisita,
qué hermosa!. . .»
La felicidad nos la procura nuestra mari-
posa inquieta, que es nuestro espíritu de
observación,
* * •
Y la felicidad se prolonga con los recuer-
dos. . . La mariposa va y viene. . . Va lejos
y vuelve a nosotros... Va a la muerte y
vuelve a la vida . . .
La felicidad pasa, la felicidad corre, la fe-
licidad vuela;... pero la mariposa de nues-
tra imaginación vuela también tras ella, la
alcanza de nuevo, la retiene, la acaricia.
• ¡Ven, no te vayas, deja que te contemple...
aunque te vas. te tengo cuando te puedo
recordar!. . .»
No gozaremos de nuestra libertad sin re-
cordar la prisión . . .
La gloria de beber agua fresca, no la go-
zaremos si olvidamos el tormento terrible de
la sed. sino, por el contrario, volviendo a re-
cordar y a sentir la sed. con nuestra ima-
ginación . . .
El beodo goza el trago de la taberna y la
embriaguez antes de llegar a ellos.
Y asi todo: la intensidad de la vida está
en la fuerza de imaginación . . .
Hay pocos que no tengan esa mariposa
del pensamiento. . . Solamente que hay ma-
riposas de oro, mariposas blancas, mariposas
rojas, mariposas negras...
Un libro es una recopila-
ción de sensaciones y de ob-
servación, es decir, un arca
preciosa que guarda la ri-
queza de la vida . . .
Un buen libro donde que-
dan •rTi75r,»'t-.s ''-.'; vil''l^''í de la
divina mariposa, un buen Hbro donde los re-
cuerdos quedan imborrables y vivos, es un
tesoro de felicidad, pues siempre podremos
vivir y revivir en ét las apacibles horas de
nuestro hogar un domingo por la tarde y
la dulce presión de las manos de una mu-
jer amada que ya ha muerto . . .
* * «
Escribíamos para las gentes y. doliéndonos
de la mundana indiferencia, considerábamos
nuestra obra innecesaria y fútil . . .
Estábamos perfectamente engañados res-
pecto al motivo, finalidad y destino de nues-
tros libros: por ajeno que el asunto nos pa-
rezca, ya es nuestro al pasar por nuestra sen-
sibilidad . . . Los libros que escribimos son de
nosotros y para nosotros, y nada debe impor-
tarnos la aceptación o el éxito que en el mun-
do tengan. . . El bien que encierran nuestros
libros es para nosotros. . . al abrirlos en nues-
tras manos resucita en ellos nuestra vida,
nuestra juventud, nuestros amores, nuestras
alegrías, nuestras amadas tristezas, y se re-
producen ante nosotros los vuelos de la di-
vina mariposa de nuestro espíritu y de nues-
tra imaginación- . . No son futilezas ni pom-
pas de jabón, sino un tesoro de sensaciones,
de recuerdos y de felicidad lo que guarda
un buen libro. . . Lo que guarda un buen li-
bro para su autor y también, a veces, para
algunas gentes que saben leer. . .
♦ * *
Seamos optimistas. . . Pensemos que este
trabajo va a ser leído por alguien más que
nosotros... Quizás por un descreído... Y
concibamos la ilusión de que este descreído
llegará a la convicción exclamando: nCa-
ramba! Es verdad: vivimos y gozamos de
imaginación. . . no había pensado en ello. . .
Es verdad: se goza pensando, pensando. . .
Pensar es la ilusión de las cosas. . .»
Y abriguemos la esperanza de que este des-
creído, al pasar por una librería, se fijará más
respetuosamente en los libros y quizá piense:
«Es verdad: cada libro de esos es un arca
preciosa que guarda vidas. . .
vidas vividas, vidas sentidas,
vidas imaginadas. . .!
Si, lector convencido y
bueno: un panteón guarda
los restos sagrados de una
persona que hemos queri-
do.,, |Un libro, pero un libro,
puede encerrar su alma! . . .
Lwmm
Sentimos una cosa, la pensamos...
tratamos de grabarla fielmente para
siempre... ¿Lo conseguimos"? Algu-
nas veces creemos que sí; pero es di -
ficil: la mariposa vuela, vuela...
¿Cómo seguir fielmente todos sus
giros. . .? jY es tan triste dejar per-
didos en el caos de la imaginación
aquellos, a veces, maravillosos vue-
los!. . . Vuela. . . vuela. . . se pierde,
vuelve, brilla. . . ¡Preciosa mariposa
de la imaginación parándose en las
divinas flores de las ideas. . . !
• « <<
La mariposa volaba. . . He conce-
bido este trabajo como voy a contar:
Yo pensaba: "Escribo y escribo...
y ¿para qué? Vivo atosigado en esta
ansia de producireimagino. ambicio-
so e insaciable de nombradla, que lo
que escribo queda ignorado, desco-
nocido e ineficaz». . .» «Lo que escri-
bo, y mucho de lo que otros escriben
- - seguía pensando — cae en el mon-
tón ... se perderá ... se olvidará , , .
¿No es insensato, entonces, escribir?
¿Para qué escribo...?
Y, sin embargo, yo seguía escri-
biendo cada vez más. . .
Entonces quise saber la verdad de
lo que yo pensaba y sentía, pues mu-
chas veces nos engañamos a nos-
otros mismos, y vi que yo, si bien
escribía para que me leyesen, escri-
bía también, y acaso más, para leer-
me yo mismo... Yo gozaba rele-
yendo mis cosas, volviendo a sentir
momentos delicados de mi espíritu...
Esto me hizo pensar también en
una vieja maquinita fotográfica que
yo tengo, con la que poco a poco he
ido sorprendiendo y fijando la vida
de mi hogar y de mi familia en días
plácidos y felices... Nuestros pa-
seos a la orilla del mar, a los campos
de almendros en flor. . . Mi compa-
ñera, mis hijas... Mi compañera,
joven sonriente, saludable. . . luego
ya con cabellos blancos, triste, en-
ferma. . . Mis hijas pequeñinas. cre-
ciditas. mayores.,, luego, ya casada
alguna, y en brazos la nietecita...
¡Y estas fotografías de mi vida.
cómo las vivo y las siento . . . ! ¡Vieja
y buena maquinita en cuya lente
y en cuya cámara obscura quedó la imagen
de tantas ilusiones queridas...!
Y como esas fotografías, son mis libros, en
los que va impresionando páginas y páginas
mi corazón... Y miro las fotografías y re-
muevo mis sensaciones delicadas de otros
días. . . Y leo mis libros y vuelvo a vivir lo
vivido y lo amado y llorado...
Y entonces he comprendido que escribo y
que debo escribir para mí. soñando con días
serenos en que gozaré el milagro de volver a
vivir mi vida, nuevamente pasada por el
tamiz más fino de mi espíritu...
• * *
¿No recogemos así también nuestra vida
en libros de memorias, muchos de los cuales,
si se publicaran, serían delicados, hondos, hu-
manos libros? ¿Qué son, si no, esto mismo
también las cartas que guardamos, cartas de
amor, de familia, de profundas amistades...?
Y cuando un día, por un desencanto, por
una decepción, arrojamos esas cartas al fue-
go, en aquel renunciamiento, en aquel acto
de desesperación, ¿no hay algo así como un
suicidio? ¿No es aquello toda una vida echa-
da a las llamas . . . ? Enmudecen para siempre
aquellas cartas que hablaban como la perso-
na querida... Se borran para siempre aque-
llos rasgos que son para nuestro espíritu algo
de ta imagen adorada... Quedan, quizás,
frases que suenan siempre en nuestro oído
y rasgos que nada ha de borrarlos nunca,
porque se quedaron grabados para toda nues-
tra vida en nuestro corazón . . .
* * *
Y esta mentalidad, esta espiritualidad, esta
vida literaria que un momento de cansancio
y decepción nos ha parecido labor ineficaz
e inútil, es lo más maravilloso y grande en
las obras del hombre.
La vida ha pasado, la muerte lo ha borra-
do todo. Aquella persona murió... Y allí,
sin embargo, en aquellas páginas, está su
vida, su espíritu, sus pasiones violentas, sus
ternuras, sus pensamientos. . . Nosotros mis-
mos, en el ocaso de nuestra edad, tomamos
en las manos aquel libro nuestro, lo abrimos
y volvemos a vivir nuestra juventud con sus
ilusiones, con sus emociones más delicadas...
Un panteón es sagrado porque encierra la
muerte. . . ¡pero un libro es la urna sagrada
que encierra la vida!
Vicente Medina.
ilustración de psláez.
i^r^^^s.—
Un mismo carácter mantenido a pesar de
la mezcla; una misma calidad del orgullo; un
anhelo común que, por encima de los huma-
nos errores, persigue un ideal misterioso; un
mismo idioma oficial enriquecido por los tri-
butos de diez idiomas. Esa soberbia democrá-
tica que el mundo llama hidalguía, quijotismo;
esa testarudez reconquistadora; esa vivacidad
proyectista; esa ansia aventura; esa laboriosa
ociosidad; esa critica rebelde; ese fatalismo in-
génito. . .
Tal es la raza creadora de treinta naciones,
la raza con cuyos despojos se formaron im-
perios.
Por la Biblia y contra la Biblia ayudó al
Almirante, hallando un mundo con tres barcas
costeras. En piquetes, en compañías cruzó
pampas y remontó ríos. Y quemó sus naves
cuando fué necesario y heroico; y de la guerra
civil hizo guerras de naciones; y cruzó los
Andes, para ir en socorro de hermanos contra
hermanos.
Tal es la raza: ni menos sanguinaria ni dés-
pota que otras, ni menos libre de prejuicios;
pero altiva, tan altiva y heroica que aun no
ha nacido el Homero capaz de cantar sus
empresas.
Y es la única que supo intercalar en el
calendario una fiesta augural de inmensos
límites, semejante por su magnitud a las
fiestas que la cristiandad celebra: El Día de
la Raza.
— c3L-:v^^ v^l_m3 yv—
PLÉ. sin duda, el creador de
las Tradiciones Peruanas.
uno de los escritores más
representativos de la
^ América española: no por-
que, en un momento dado, hu-
biese sabido interpretar en sus
escritos las aspiraciones o dolores
de su país, el Perú, sino porque
supo leer en lo pasado y poner en
un estilo peculiar suyo lo que
leyó. Mucho se ha discutido si lo
que leyó fué lo más o lo menos
importante: pero, en todo caso
su labor literaria, así por su vo
lumen como por su carácter, cu
brió las deficiencias posibles al
respecto. Y la verdadera prota
gonista de esa obra fué Lima, la
ciudad de los virreyes, pesadilla
y ensueño de varias generaciones
de subditos americanos de los re-
yes de España.
Durante más de dos siglos, Lima
fué la capital indiscutida e indis-
cutible de la América meridional
española: después, el virreinato
peruano fué disminuido conside-
rablemente, en particular con la
creación del virreinato del Rio
de la Plata: pero, aun después de
esas desmembraciones, Lima si-
guió teniendo el primer puesto,
por su riqueza, sus aires aristocrá-
ticos, su edificación monumental,
su historia y sus costumbres. Po-
cos años hacía que el último vi-
rrey había salido de Lima para
no volver, cuando nació Ricardo
Palma. La independencia era cosa
nueva, y más política que social.
El intento de San Martín, de con-
servar a la sociedad de Lima su
carácter aristocrático, su noble-
za, dice bastante cómo el pasado
se aferraba a la vida. Los nobles
limeños, por lo menos la mayoría
de ellos, habrían preferido una
monarquía constitucional, como
etapa de transición entre la colo-
nia y la república, y quizás tenían
razón. La tradicional riqueza de
Lima estaba harto disminuida,
porque Lima tuvo que sostener
así los ejércitos de Abascal y Pe-
zuela como los de San Martín y
Bolívar: pero aun era rica la no-
ble ciudad, y con su riqueza con-
servaba cierta vaga nostalgia de
los tiempos en que era ella la que
mandaba ejércitos al extranjero,
y no ejércitos extranjeros los que
acampaban a la sombra de sus
murallas. El orgullo de Lima ha-
bía sufrido mucho en los últimos
años; su patriotismo le hizo tole-
rable el sufrimiento; pero en el
fondo de su alma — ya nadie nie-
ga que las ciudades tienen alma —
se sentía mortificada por su visi-
ble y fatal disminución; y en sus
momentos de desaliento y de des-
gracia miraba hacia atráis. y son-
reía, con la penosa sonrisa que
provocan los recuerdos gratos en
los días tristes.
Ya el tiempo ha cambiado mu-
cho a Lima; sin embargo, aun con-
serva algunos de sus rasgos de an-
taño, así en lo material como en
lo espiritual; pero cuando Ricardo
Palma empezó a escribir sus tra-
diciones, los cambios eran menos
visibles. De golpe, creó un género
nuevo. No que nadie hubiera, an-
tes que él. escrito de cosas colo-
niales; mas. la originalidad del
nuevo género estaba, ante todo,
en que el nombre de Tradiciones
venía a los artículos de Ricardo
Palma como anillo al dedo, que
vulgarmente se dice. El hecho ca-
pital podía ser o no ser exacto;
los personajes podían haber exis-
tido o no; pero el ambiente que
Palma ponía en sus Tradiciones
hacía la impresión de una verda-
dera resurrección, cuya fuerza de
!>-
IdAKDO
iFiLLTvl^
APUNTES BREVES
veracidad, por decirlo asi, aumen-
taba por existir aún y no muy
cambiado todavía el escenario.
Lima. Poco a poco, fué, así. vol-
viendo a su querida ciudad de los
Reyes, en las Tradiciones de Pal-
ma, la numerosa y abigarrada
multitud que antes la poblara; y
con esa multitud, el tradicionalis-
ta rehizo la vida de la Lima colo-
nial, la Lima de los virreyes y de
Santa Rosa, de existencia devota
y fácil, conducida, visible o invi-
siblemente, por la mujer limeña,
dechado de belleza, inteligencia y
gracia.
Se ha dicho que sólo los pue-
blos que desesperan de su porve-
nir se deleitan en la constante
evocación de su pasado. Puede ser
que haya en ello algo de verdad;
pero más verdadero es que los
pueblos que no conocen su pasado
no ven claro el camino de su por-
venir; sólo que, a las veces, el
deleite en el conocimiento del pa-
sado está fuera de lugar. Debe
ese conocimiento ser una discipli-
na más que un deleite. Ricardo
Palma — que conocía el pasado
del Perú como el que más — se
deleitó demasiado en su contem-
plación, porque era, más que his-
toriador, literato; más que filóso-
fo, poeta. ¿Podrá, por eso, hacér-
sele el cargo de haber contribuido,
con sus Tradiciones, a la supervi-
vencia de prejuicios que han con-
tribuido a la larga incapacidad de
su país para encontrar el verda-
dero camino de su porvenir? Aun
es temprano para un juicio defi-
nitivo sobre ese aspecto de la obra
de Ricardo Palma.
Lo que sí puede decirse es que
el creador de las Tradiciones Pe-
ruanas amaba mucho a su patria;
la sirvió en cuanto pudo; y sin-
ceramente creyó contribuir a la
preparación de un porvenir feliz
y seguro para ella, cuyas desgra-
cias hiciéronle sufrir como al que
más.
Es posible que las Tradiciones
de Palma no hubieran pasado de
un éxito apreciable pero no bri-
llante, si no las hubiese escrito en
ese genuino estilo suyo, que no
era sino la consecuencia literaria
de su empeño por conciliar el pa-
sado y el presente, el Perú coló
nial y el Perú independiente, sin
solución espiritual de continui-
dad. Era liberal en política y tal
vez escéptico en punto de creen-
cias religiosas; ello no obstaba
para que en su espíritu se hiciese
aquella conciliación, que llevó a
su estilo. Apasionado del caste-
llano clásico, quiso enriquecerlo
con cuanto idiotismo, de palabra
o de frase, se usa en el Perú y es-
pecialmente en Lima. Por ello se
peleó con la Academia de la len-
gua: y el resultado final de su
empeño, fué, a las veces, cierto
artificio en un estilo que habría
ganado mucho con ser siempre
espontáneo y fresco. Con todo,
el estilo de las Tradiciones es, en
general, elegante, ágil, jugoso y
de buena cepa castellana, prenda
segura de que la obra de Ricardo
Palma perdurará, para satisfac-
ción de las futuras generaciones
de lectores, en todos los países
hispanoamericanos y aun en Es-
paña. Es una obra cuya origina-
lidad — aparte sus otros méritos
— queda demostrada con lo vano
de los intentos que se han hecho
para imitarla, aquí y allá. Ello,
porque es obra eminentemente
peruana, puesto que es eminen-
temente limeña.
E. C. Hurtado y Akias.
-rí-ffsf
„ n^^
'yf'r'
OLEO/ DE
riENlll/AARJlN
PrPFIEdad
ÍK ANCUCO
Il.OBLT .
-i5 '^'1-^'T^U>.-X —
L «rte de la fibtricación
cudros ha r:
poco en núes-
ios aficionadlo ......,,..
tes desconfian ya de las
obra<: maestras fabricadas
al por mayor. Además, los
peritos y críticos de arte
son mis expertos que an-
ta en descubrir los frau-
des artísticos, y si obedecen
los preceptos científicas que expone el profesor
A. P. Lauríe. del colegio Heriot-Watt, de Ediiii-
burgo, tendrán mayores probabilidades de acer-
tar en sus juicios estéticos.
El profesor Laurie es un químico eminente
que. en el transcurso de las investigaciones efec-
tuadas durante varios af'Cs para encontrar un
mitodo racional de la n de los cua-
dres pictArícos. estu.i Ho carifto la
técnica de los maestros r-as t.-irados. conven-
eléadoae de que cada pintor tenia ur,a pinsf'.ada
característica e inconfundible, cuyos pormenores
podía revelar la microfotografia.
Les procedimientos técnicos de la pintura bar-
cambiado relativamente poco desde la antigüe-
dad. Se pintaba sobre tela en tiempo de les
primero» emperadores romanos. Con el pincel y
la brocha, los artistas de entonces daban a la
tela una capa de aceite, goma y cola de buey.
CABEZA I
LONDRES.
lE VIEJO PINTADA POR TENIERS, QUE SE CONSERVA EN LA GALERÍA NACIONAL DE
LA mCROFOTOGRAFÍA DENOTA QUE TENIERS OBTENÍA SUS EFECTOS PICTÓR'COS
CON PINCELADAS ALGO CURVAS.
de Edimburgo. El aumento fué tan sólo de tres diámetros,
que. a juicio de Laurie. basta para percibir las más finas
pinceladas de una tela de ordinarias dimensiones, pues si el
aumento es excesivo se confunden los pormencres en un
revoltijo de rasgos irregulares. El hábil químico inglés mi-
crofotografió la cabeza de una figura del grupo principal
de dicho cuadro, y echó de ver la admirable minuciosidad
de la pincelada del maestro. En cambio, la aplicación del
mismo procedimiento a una copia del citado cuadro denotó
evidentemente la inexperiencia del copista. Entre las pin-
celadas de Velázquez o de Watteau y las de un vulgar
imitador media un abismo. Por otra parte, la comparación
de las microfotografias revela las diferencias entre un ori-
ginal y su copia. En la obra original vemos que. por ejemplo,
la oreja de una figura está modelada tan cuidadosamente
como si se tratara de un retrato de tamaño natural, mientras
que en la copia aparece empastada como el resto de la fi-
gura: pero sin el aumento microfotográfico no fuera posible
advertir las inexactitudes del copista.
Por les mismos procedimientos microfotográficos compro-
bó el profesor Laurie cuan señalada aparece en los discípu-
los la huella del maestro, aunque se advierte la diferencia de
medios nara obtener idénticos resultados. Comparando una
obra de Watteau con otra de su sobresaliente discípulo Pa-
ter. la técnica de éste difiere bastante, aunque de lejos se
parece a la hábil pincelada del maravilloso colorista de las
pastorales galantes. Pater da los colores en capas lisas y
en leves gradaciones, con resultado agradable, pero super-
ficial y muy distinto de los efectos admirablemente mati-
zados de Watteau.
Tiempo atrás recibió el profesor Laurie el en-
cargo de peritar y examinar cuadros desospechó-
se origen, entre ellcs un Teniers. que lo parecía
y resultó no serlo. Empezó por microfotografiar
un Teniers auténtico, que se conserva en la Ga-
lería Nacional de Londres y representa la testa
de un viejo. Observó que las pinceladas se com-
ponían de rasgos rectos, cortos y anchos y de
lineas finas ligeramente curvadas para los pelos
de la barba. En cambio, en la cabeza de una
figura de viejo del supuesto Teniers la pincelada
era de todo punto diferente, lo que demostró la
falsedad del mismo.
Para peritar microfotográficamente los paisa,
jes conviene examinar primero el folláis, porque
revela, más que cualquier otro elemento del cua-
dro, las diferencias indi' ¡duales de los artistas.
Así vemos que en uno de los bosques holandeses
de Hobbema. donde juguetea deliciosamente la
luz solar, dibuja el pintor los árboles con mayor
minuciosidad que en los bosques de Ville d'Avray
donde la luz se tamiza veladamente y cuyos ár-
boles dibujaba Corot con anchos trazos, más
cuidadoso de idealizar los parajes que de copiar
la naturaleza con escrupulosa exactitud.
En general, cuando dos microfotografias ofre-
cen perfecta analogía de pinceladas, cabe inferir
que los cuadros correspondientes son del mis-
mo pintor. En caso contrario, convendrá estu-
diar las variaciones de la técnica del maestro
•ncaoroTOGiAriA db la cabeza de una figura de la «escena
CAiirasTiie», original de watteau, auhenta>;a tres veces de
tamaAo. sb ve el resquebrajaix) oe LA tela y la fina
PIKCBLAOA del FAMOSO MAESTRO.
que después barnizaban. Pero como desconocían las diferen-
tes propiedades del aceite de oliva y del de linaza, tropeza-
ban con muchos obstáculos para secar sus cuadros. Esto
motivó la invención del procedimiento a la trementina, en
cuya esencia se molían los colores, y después se desleían en
un barniz compuesto de resina y esencia de trementina. Es-
te barniz se secaba rápidamente, y, por lo tanto, se iba
preparando a medida de su necesidad.
En siglos posteriores variaron el gusto estético, los cáno-
nes artísticos y la didáctica de taller, pero la técnica per-
maneció casi inmutable. Aunque Leonardo de Vinci y Ru-
bens. los románticos y los impresionistas modernos, difieran
notablemente en los efectos de su paleta, unos y otros em-
plearon útiles casi idénticos. Sin embargo, los pigmentos
cromitiCDS empleados en la pintura variaron según las épo-
cas, como asi lo ha inferido el profesor Laurie del estudio
de documentos artísticos de fecha indudable, entre ellos los
misales iluminados de la Escuela veneciana y los rollos del
Corán, que se conservan en el Archivo de Londres, con
miniaturas de los siglos xvi y xvii, comparados con los
cuadros de los pintores del siglo xviii y aun de fecha más
reciente.
Como resultado de sus numerosas investigaciones, el pro-
fesor Lauríe compuso una lista cronológica de los pigmen-
tos. Por ejemplo, un color fabricado según tal procedimiento
y de tal composición, caracteriza* una época y deja de em-
plearse algunos aAos más tarde. Asi es que el examen de los
pigmentos cromáticos de un cuadro revela con muchísima
frecuencia la fecha aproximada de su factura y podrá ave-
ríguarse si está repintado, examinando la superficie al
microscopio o, si es posible sin deteriorarlo, descasca.
rillando menudísimas partículas, que se analizarán con
toda escrupulosidad. Además, como la mayor parte de
los ointores empleaban una determinada serie de co-
lores, su presencia en el cuadro arguye en favor de la
autenticidad. Sin embargo, pueden descubrirse los por-
menores de la pincelada, suficientemente aumentados
por el microscopio, aunque no de los ordinarios, sino
constituido por un aparato que proyecta sobre un vi-
drio opalino una pequetla área del cuadro con aumen-
to de uno a seis diámetros. Desde luego, se servía
Laurie de placas ortocromáticas para obtener todos los
matices y los más leves pormenores de la pintura.
Este procedimiento microfotográfico proporcionó al
químico inglés valiosísimos indicios. Lo aplicó por pri-
mera vez a un precioso cuadro de Watteau, que repre-
senta una fiesta campestre y se conserva en el Museo
pinceladas de un falso VELAZQUEZ, COPIA DE su RE-
TRATO DE FELIPE IV, CON TRES DIÁMETROS DE AUMENTO.
r).
FALc/^iriCACIONE<y'
íteUADHOj;
T»Ly°CUbR,EN..
MICROFOTOGRAFIA DE LA CABEZA DE LA MISMA FIGURA EN LA
COPIA DEL CUADRO DE WATTEAU. LA TELA NO ESTÁ RESQUEBRA-
JADA, PERO SE OBSERVAN EL EMPASTELADO DE LA FIGURA Y
OTROS DEFECTOS QUE ESCAPAN A LA ORDINARIA OBSERVACIÓN.
en las diferentes épocas de su vida antes de fallar sobre la
autenticidad o falsedad de la obra que se le atribuye.
Por esta razón propone el profesor Laurie que se obtengan
y establezcan una serie de microfotografias de los cuadros
de cada pintor famoso, correspondientes a las distintas fases
de su carrera artística, a fin de poseer seguros puntos de
referencia para los casos de peritaje, pues el ingenio de los
falsificadores se aguza de día en día en las imitaciones de
los cuadros, y guardan en su cartera multitud de fórmulas y
recetas para engañar aún al más desconfiado. Recurren al
auxilio de la química, la bacteriología, el dibujo y la eru-
dición.
Entre las numerosas artimañas de que se valen, he aqui
el procedimiento que emplean los más astutos. Compran
a bajo precio un cuadro antiguo en una tienda de chamari-
lero, lo lavan cuidadosamente y pintan encima un asunto
digno de un ilustre maestro con colores mezclados con ce-
niza u hollín para darles aire de vetustez. A veces logran el
mismo fin por medio de una cola muy tenaz con que em-
durnan el cuadro de baratillo y sobre la cual pegan una
copia reciente de una antigua tela maestra. Después la se-
can al fuego para que la cola se resquebraje, y en caso de
no resultar bastantes escamas, completan la simulación con
la punta de un alfiler. Si en el cuadro auténtico que falsifi-
can hay algún detalle difícil de imitar, frotan aquel punto
con un lienzo húmedo y a! cabo de unos cuantos días apare-
ce una ligera mohosidad que oculta el detalle dificultoso.
La última operación consiste en falsificar la firma. No vaya
a creerse que cualquiera, sin más ni más, es capaz de imita-
un cuadro antiguo de famoso maestro.
Algunos pintores de fama han imitado y aun plagiado
a otros, como Pablo de Vos que copió a Snyders. y Da-
vid Teniers que remedó y aun cabe decir que falsificS
a Ticiano.
En la pintura moderna el peritaje resulta algo más
difícil, porque algunos pintores, muy dignos y de mucho
talento, pintan a la manera de los antiguos. En estos
casos, la tarea del falsificador se contrae a un cambio de
firma, para doblar o triplicar el valor de la obra a los
ojos del crédulo aficionado.
Sin embargo, los trabajos microfotográficos del pro-
fesor Laurie permitirán estimar cada cuadro en su justo
valor y precisar con exactitud matemática su origen y
época, dando al César lo que es del César y a los diabó-
licos amañadores lo que les corresponde.
Jacobo Boyer.
>,^x —
N ¿NTP ¿Q"^ quieren decir tus cam-
panas? ¿A qué tocas, Cam-
panero? En esta dulce mañana de do-
mingo, en tus manos tiene el bronce
una ternura singular.
EL CAM-
PA ÑERO.
Estoy anunciando la misa mayor; las voces
del bronce místico hablan por toda la aldea
y se dirigen resonando hasta los remotos caseríos. Es la
misa dominical la que anuncia mi campana: por eso te
suena tan tiernamente. ¿No la conoces? ¿Eres por
ventura extranjero?
N ¿ NTP ^° ^°y extranjero, no, sino aquel que en
otros días más ingenuos y claros vino mu-
chas veces a oír esta misa de la aldea. Soy el que
partió lejos y ahora está de vuelta.
p A/PPT) ¿^ "° reconoces del primer intento la voz
de la campana? Entonces tú has prevari-
cado; acaso eres un reprobo.
NA VTF ^° *® anticipes a juzgarme. Campanero.
Pi A J'^ J t. gj gj verdad que marché distante y que mi
bajel impetuoso ha recorrido los puertos de todas las teo-
rías, mírame volver, y considera cuánto hay en mi
vuelta de adhesión a las antiguas emociones. Tu cam-
pana suena en las sumidades de mi ser, y no sólo en
las aéreas regiones de este alto país ingenuo. Todos los
hilos de mi sensibilidad, los más tenues y los que pare-
cían más dormidos, al eco del bronce se despiertan, y
verdaderamente me figuro que soy como una caja hen-
chida de trémulos sentimientos.
PANFRn ¿^°'° '^^ sentimientos? Son los agentes in-
feriores de la religión. ¿Por qué no hablas
de tus ideas?
EL CAMI-
N A N T E.
Mis ideas no me pertenecen ya; se me vola-
ron todas como pájaros ágiles al distraído y
codicioso pajarero. Yo las tuve en mi mano y me enva-
necí de sus pintadas plumas; escuché con orgullo sus va-
rios cantos, hasta que, aturdido de tan diversa melodía y
perplejo de tan numerosa variedad, un día comprendí que
no podía reducir a orden y número la multitud de los pá-
jaros. Únicamente me son fieles los sentimientos.
EL CAM
PANERO
Sospecho, pues, que fueron
las ideas las que arrastra-
ron tu bajel a esas remotas ensenadas
donde cantan ¡as falaces teorías. Tienes
razón; los sentimientos son los últimos
que nos traicionan, o los que nunca nos
defraudan. Déjame, entonces, redoblar
DIA1Ü0GO
MONTANA
CAMINANTE
CAMpIcNLUO.
^ Xmlü c(í.
é^c HAI^IA
l)ALA>EfeR9lA.
ILVÓTR/vjCiONES ) DE SIRIO
Igueldo, septiembre de 1919.
con más brío, hasta que el aire se llene de una profun-
da sentimentalidad... Soy campanero piadoso que ama su
música inocente; jamás me canso de redoblar, como si po-
sitivamente viera que entre mi campanario y el trono de
Dios hay tendidas sutiles y vibrantes cuerdas de arpa
que suenan a gloria.
EL CAM IN ANTE. Jamás una música ha barrenado
más adentro el corazón.
EL CAM-
PANERO.
Pues bien, ¿por qué no entras? Es la misma
misa que tú escuchaste de niño. Ya el sacer-
dote sube al altar, investido de las simbólicas e impresio-
nantes vestiduras; ya se vuelve al pueblo y pronuncia
las palabras rituales de salutación. Cada uno de sus gestos
obedece a una disciplina que los siglos confirmaron; todas
sus palabras y genuflexiones son símbolos de ideas que
han corroborado las razas y las edades. Cuando el incienso
esparce su extraño perfume, la imaginación asiste a maravi-
llosos desfiles de dromedarios, como si ahora mismo estu-
vieran presentes las caravanas arábigas y el propio Abraham
encendiese las brasas del sagrado sacrificio. En los ver-
sículos del Testamento se siente el rumor de las primiti-
vas cofradías, cuando los fieles pululaban por los subur-
bios de las ciudades griegas, y el rito, blando aún, em-
pezaba a plasmarse en formas que serían resistentes en
¡a eternidad. Mira esos aldeanos; sobre sus pobres vidas
sólo hay estrechura, torpeza, dolor y limitación espiritual;
ahora, sin embargo, por gracia de esa solemne ceremonia
a la que asisten reverentes, un reflejo de la divina llama
pone luz y sublimidad en sus vidas. Sus mentes se cla-
rean, hasta hacer que del estado tosco y animal del vi-
vir cotidiano esos seres escalen la región de la verdadera
humanidad. Mira: el sacerdote se ha vuelto. Las muje-
res acuden una a una portando la ofrenda del pan y de
la candela. ¿Ves esa niña, la última, con su aire compun-
gido y emocionado? El sabroso pan de dorada corteza
tiene en sus manos impúberes una poesía inexpresable.
Deja la rosca crujiente, se inclina y se va. Mientras se
aleja, el órgano hace sus trémulos y sus acordes más
inspirados, como si la emoción le conmoviese hasta el
llanto. ¿Por qué no entras?. . .
EL CAMI-
N A N T E.
En efecto, entraré. Pero déjame estar a un
lado y al margen. Ya te dije que soy el que
vuelve, y que la fatiga del largo viaje me induce a buscar los
sitios de reposo. En cambio de ese reposo, yo daré mi res-
peto. No me pidas más, para no obligarme a mentir. Dé-
jame descansar al margen. Campanero.
EL CAM-
PANERO.
¡Oh, Caminante! ¡No des-
cansarás nunca mientras
permanezcas al margen! Entra adentro
del todo. Tórnate, si no, al mar agita-
do donde vuelan las inquietas teorías.
V
>>í^—
Todas las primaveras vuelve Fader cargado
de lienzos: hace su exposición, y, en seguida,
toma a la montaña, hasta la primavera si-
guiente.
La montaña cordobesa es para él pingüe
mina de salud artística y de salud física. En
el cariño ferviente que Fader profesa a su
montaña hay dos pgradecimientos muy hu-
manos: el que debemos al doctor victorioso
y el que inspira el maestro. Maestra y doc-
tora, la montaña acoge complacida a uno
de nuestros primeros pintores.
Y Fader no traslada allá la vida de la ciu-
dad, sino que se acomoda al medio viviendo
en un rancho que es una pincelada blanca ale-
gremente puesta en un vallezuelo encantador
entre pinceladas verdes, grises, azules...
Allí, en aquel valle que sólo él alcanzó a
pintar, pinta Fader sus luminosas telas.
No se acomodaría a otro taller. El aire
libre, oxigenado, ozonizado vivifica la mente
y los ojos de ese pintor que se ahoga en los
AL SOL DE INVIERNO.
estudios. Y el colosal modelo, la montaña se
cubre de flores silvestres, se rocía con agua,
se pinta mirándose en el espejo azul del cielo
para que Fader la copie. La montaña, y sus
montañeses, y sus montaraces bestias, hom-
bres, seres y cosas, están allí a disposición
del artista que adora en ellos.
Necesítase un alma muy grande para poder
pintar en ese estudio sin muros ni techo hu-
manos. Hace falta un pincel que abocete y
detalle al mismo tiempo, un pincel nervioso
y reposado que analice y sintetice. Ese es el
pincel de Fader, maestro en la expresión in-
tensa del paisaje montañés, copiado, interpre-
tado por medio de vibrantes colores y de
pinceladas vivas.
Por eso, en los cuadros del formidable pin-
tor está la verdad que atrae y emociona, sen-
cilla y complicada, adusta y risueña, la ver-
dad, esa musa que tan raras veces se une
a la belleza para mirarse en el espejo de
los cuadros.
CANCIÓN DE OTOftO.
Fots, de Baldisssrotto.
EL SILENCIO DEL BAÑADO.
i=>i_;v.'^s
yvbcXf
hnirado el sd/n clpomfn(e/Un día,/
lüten^-á^ la tñtée sst esm&Ko de cohre,
^Íc6 íUn20 fl &<J8 leon^ favorí^oP
-para fldbn-írlofi' a 5a rc^a cor^e,
%
Ixf5 oftecío 0120- vícifl- doncie ^odo
facm c^plca<dor,t^lícídad,En{onces^
cllos^ hxxyeron en irope\dlckndoi
♦No ^Wen mm e^clavo^ le» IcoHe^r'
hx.ún¿\S schre el mandg. cíf t epmtc,
5US olas df rDOí-cíelfl^ la noúi(*
Hl vímtb «flcadío so. eabeflrra
datído un gílHdo de macabro oboe.
\,o8 SíúxÁíS doblflton éa íspm<i2jO^
como un tn^^ng. {x&^o Q.ni( á orbe.
Lfl úena ee ^rra^y-y en ecie ^rm^
hubo una nt^9. Trflldtcíc5ri7i^obpe
todo este caióto^úleieSy sít xnéÁmron
U^ créhiáas tgbíiJ^ de hs vaonúí»*
Pero W "fferos; al liaíj. de ptont^o^
erK.onÍTaTOn d vogrJVc dieron wcee
para S8a3tg.rk; -peto el tizar mn¡tns>Oy
flvanxando bacía fflo^'lanT.o un ^pe
de dfl^ .«obre la ploya^poa tcclerzoff'
affebradoí ^n^ieron el tfprocbe/
hecbo es-jpuwa bro-via/de W tcercs;
Ydneron; í*\líildíto Fea el torpe
c[ue no0 dio rabio, pero no potencial"
Y píos; en^ecídq, alz>o 9u noble
die€5tra por coeíT^ar la rebfldta,
y haciendo un m^o cpe no ftewe JKnpbre
petrífico fl lo» IfonfF.Hecbofí TOCd/
Wenaron de pro^ee^^a el l?c?ríxor?6,
I boK todavía, cuando el raar «e cefírrila
en W playoF ex.ta(ícfl^jy eiiorTXjei^
fn loa oidoB reforzar ge «íen^e
Iün t^erríble tafldo de XeontS'**'
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— i::3I_->v.^ü \.-J_ni^>:x —
N COLECTA NACIONAL
ff
El. ILUSTRE PRELADO. CUYA PRÉDICA
CONSTANTE-'Y ELOCUENTE, FUÉ UNO
AS conferencias pronun-
ciadas este año por mon-
señor de Andrea en la
Catedral, primero, y en
—55) el Grand Splendid Thea-
' tre, después, han alcan-
zado resonancia nacio-
nal. Coadyuvaron a tal
i éxito la personalidad del
¿^^
¿í
— ^«;e^^^fí£3.
J L
DE LOS MAS GRANDES FACTORES
PARA EL ÉXITO DE LA COLECTA.
orador, cuyos positivos valores se han impuesto
a la consideración de sus conciudadanos, el inte-
rés de los temas dilucidados y su influencia sobre
la empresa de la Unión Popular Católica: la Gran
Colecta con propósitos sociales.
La dedicación acertada del prestigioso sacerdo-
te al estudio de los problemas sociológicos, no se
discute. Reorganizador de la vasta institución
de los Círculos Obreros, estos han acrecentado,
— í=>i.s'>^s> >^'i_rrP3>2K.—
ILMa MOHSEÜOR FKVNCISCO ALBEKTI,
OBtSrO AUXlUAJt OE LA AKQUIDIÓCESIS
ILMO. VONSEÑOR ABEL BAZÁN Y BUSTOS,
.Tk^ OBiSPO DE PARANÁ.
S. E. REVMO. MONSEÑOR DR. ALBERTO.
VASSALLO DI TORREGROSSA, NUNCIO
APOSTÓLICO.
JiOÜÜ
en los últimos seis años, su número, fuerza y actividad. A él debe su origen
la Confederación Profesional Argentina, que cuenta con sindicatos que ac-
túan eficientemente, dentro del orden y al amparo de la Constitución. La
propaganda popular al aire libre, con la intervención del clero en las pú-
blicas tribunas, que ha merecido el aplauso entusiasta de los argentinos.
que es imitada en Norte América y otros paisas, lo considera su principal
propulsor. Centros numerosos de estudio y acción social han surgido como
una lógica consecuencia de sus valientes e intensas campañas. A él pertenece
la iniciativa y convocatoria
del Primer Congreso Lati-
noamericano de los católi-
cos sociales, realizado en
Buenos Aires, para tratar
de la organización profe-
sional obrera. Rector ac-
tualmente de la Universi-
dad Católica, imprime a
ese centro de superior cul-
tura, rumbo y normas que
significan una compren-
sión amplia y actual del
momento difícil que vi-
vimos.
De grandes prestigios en
las diversas clases de nues-
tra sociedad, joven, estu-
dioso e infatigable, posee.
con un sugestionante don
de gentes, la suprema vir-
tud de la serenidad, que le
permite ser accesible a to-
das las inspiraciones salu-
dables y enriquecer su pen-
samiento con la experien-
cia de los que en diversos
campos, sinceramente tra-
bajan por el mejoramiento
colectivo, llegando por tal
manera, a la eficacia, en
todas sus tareas. Su excep-
cional perseverancia nunca
asume la rigidez inexplica-
ble de método, que tantas
buenas empresas suele ma-
lograr. Por eso el Episco-
pado Argentino, al sancio-
nar la U. P. C. A., desti-
nada a disciplinar las ener-
gías vitales del catolicismo
en el país, aprobó sin dis-
crepancia su nombramien-
to de asesor de la Junta
Nacional.
Quedaría trunca esta
semblanza si olvidáramos
la elocuencia de monseñor
de Andrea. Es la oratoria,
considerada en sí misma, y
queda incluida natural y
especialmente la sagrada,
un ministerio lleno de difi-
cultades. Debe considerar-
se, además, la resistencia
SEÑORA AOELIA
HARILAOS DE OL-
MOS. LA DISTIH-
OUIDA DAMA A
CUYA MACNIPI-
■ 'WM^^^^^M
del ambiente, que exige en ocasiones el sacrificio del método al capricho
de la moda. Pensamos que el doctor de Andrea al exponer con sencillez,
vigor y eficacia los conceptos profundos, ha contribuido, con otros sacer-
dotes jóvenes, al destierro de las artificiales ampulosidades y de los con-
vencionalismos efectistas, muy aplaudidos en otras épocas.
Estamos en la Catedral.
La luz que arrojan los vitrales no alcanza al pulpito, en el que, por la
suave penumbra, adquiere una obscura tonalidad el hábito prelaticio que
viste el sacerdote. La fir-
meza y serenidad de las
primeras palabras se trans-
miten al oyente.
Desde el principio cau-
tivan la confianza y con-
quistan la simpatía del
auditorio. La voz de sono-
ridades melodiosas, llena
los ámbitos. El tema es ex-
puesto y comentado con
lógica y maestría. Preciso
y convincente, ejercita el
orador el secreto de comu-
nicar a su auditorio el en-
tusiasmo y la emoción que
desbordan de su espíritu.
A toda conciencia realiza
el apostolado de la pala-
bra. Por eso domina. Nos
parece el orador uno de
aquellos clérigos, destaca-
dos en las páginas de nues-
tra historia, preclaros
fuertes y elocuentes, que
desde la misma cátedra
agitaron la conciencia de la
gran aldea, llegando algu-
nas veces sus acentos, so-
noros y encendidos, hasta
los confines de la nación.
Un chorro de luz que
viene de la cúpula, pone
resplandores de oro sobre
la inscripción del friso:
Ego vici mundum. Y esa
frase, expresión gloriosa
del triunfo de Cristo y del
éxito de su doctrina, re-
sulta una brillante confir-
mación de las palabras del
orador.
Explícase así que las
conferencias de monseñor
de Andrea, como se ha pro-
clamado con toda justicia,
hayan influido poderosa-
mente en los resultados de
la Gran Colecta Nacional,
que por sus finalidades nos
coloca a la vanguardia de
los países sooialmente más
adelantados.
Dionisio R. Napal.
cencía debe la
colecta nacio-
NAL UNO DE LOS P//?r\
MÁS IMPORTAN-
TES DONATIVOS.
&•
&
FOTOORAFIA DE VAN RIEL.
^L Ro./V\Rj lO
'-/',
OLLO
í.\ -/'OTOM AYOB_
— r^L^V^-S
^LuClS 3Xt
OMO nota de arte y como exteriorización elo-
cuente de un progreso indudable, la obra eje-
cutada en la suntuosa residencia del señor Juan
Pedro Llano reclama y admite un comentario.
Por encima de la riqueza intrínseca de la obra:
por sobre el valor que representa como testi-
monio de un esfuerzo industrial nació la'.
brillantemente cumplido, tiene esta notable
ejecución los méritos de una concepción artís-
tica presidida por un espíritu fino y delicado.
Y junto a él, imaginamos al maestro consciente
y estudioso que, respetando todo cuanto se
— i=>L;v/rs
refiere a los moldes del estilo Georgian de la se-
gunda época, sobre uno de cuyos más ricos ejem-
plos está basado el proyecto, no ha querido escla-
vizarse en hacer una fiel copia, sino que evidencia
en esta ocasión el deseo de aprovechar los detalles
aooesibles a transformaciones capaces de imprimir
al conjunto una originalidad digna de toda pon-
deración.
Observa asi. pues, el proyecto todas las carac-
terísticas salientes del famoso estilo. Zócalo de
caoba con molduras finamente talladas y reves-
tidas de dorado. En la parte superior de los gran-
des tableros se destacan, en alto relieve, hermosos
motivos en los que se advierte una delicada inspi-
ración en los maravillosos ejemplos dejados por
el célebre tallista Grinling Gibbons.
\ ft pilastras de orden corintio, con capiteles
dorados, dan la imprtsiói de sostener al hermoso
cielo raso de yeso, cuya decoración con motivos
en alto relieve cooperan a imprimir a la obra brillo
y magnificencia singulares. Y estas pilastras rom-
pen con su imponente presencia un friso de damas-
co de seda, cuyos tonos azul y oro ponen e.i el
ambiente una nota de agradable severidad.
Las arcadas se anticipan también a atenuar la
monotonía que el critico pudiera encontrar en
este alto friso; y mientras una de ellas sirve de
marco a un soberbio espejo que llega a descansar
casi sobre el aparador, la otra comunica con el
jardín de invierno, ingeniosamente trazado.
El mismo espíritu de sabia selección denota el
amueblamiento. Destácass el hermoso aparador
de proporciones ajustadas a la grandeza del con-
junto, con tallas admirables continuadas en las
ménsulas que soportan el regio mueble.
Y la tendencia del proyectista, que señalára-
mos anteriormente, de introducir notas originales
en la concepción artística, queda evidenciada de
nuevo en la ejecución de la mesa de trinchar,
cuyas lineas difieren completamente de las de
aquél, apartándose así de la regla dura e i.ivariable
de seguir en este mueble el estilo del aparador.
A tal efecto, ha reproducido un hermoso side-
tablc. de modelo rarísimo.
Las sillas, importadas, son copias fieles de un
modelo existente en un museo londinense, debién-
dose el original a un artista ebanista del año 1735.
Sus asientos tapizados en damasco armonizan
delicadamente con el colorido del friso.
Y por último, la araña, de concepción simple y
hermosa, y los artefactos colocados sobre las
pilastras próximas al gran espejo complementan
brillantemente el conjunto.
Cumple a nuestra sinceridad presentar a la
distinguida familia de Llano las felicitaciones más
efusivas por el refinado buen gusto que respira
su regio hogar de la Avenida Quintana, incorpo-
rado así al núcleo selecto de las mansiones pre-
dilectas y juntamente a los señores directores de
a sociedad Thompson Muebles Lda., cuyos sóli-
dos prestigios quedan justificados una vez más
ante la magnitud de tan delicioso proyecto y
notable ejecución.
UN CEMENTERIO DEL EGIPTO MODERNO
HACIENDO CONTRASTE CON LAS MONUMENTALES TUMBAS DEL EO.'PTO FARAÓNICO, ESTOS SEPULCROS, DE UNA NECRÓPOLIS ISLAMITA CONTEMPORÁNEA, REVISTEN UN ASPECTO
DE SENCILLEZ QUE RECUERDA LOS CEMENTERIOS DE LAS ALDEAS CRISTIANAS, ENCLAVADOS ENTRE ÁRBOLES BAJO CUYA SOMBRA REPOSAN HUMILDEMENTE LOS POBRES.
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M E Z Q U I T
Además de Sania Sofu U Mayor. qu«
los taróos llaman Aja Sophia. tiene Cons
tantlnopU 62 mezquitas principales; las
de menor importancia son mis.
Entrv aquéllas, la de Mahoroed II el
Conquisudsr es una de las mejores.
Construida, como casi todas, a imita-
cite de Santa Sofia. sus planos se deben
al arquitecto bizantino Crístódulo. Apro-
«echásB para emplazarla el sitio donde
estuvo erifida la iKlasia de los Santos
Aptetotts. edífícada en la época del em-
perador Justiniano. Este templo era uno
de ka panteones de los soberanos bizan-
tinos. Los huesos y las oenizas imperiales
fueron mezclados con la argamasa de los
cimientos. Mahomed, con esta medida
que él ordenó a modo de escarnio, sólo
oonsifuió dar vida a un símbolo: todo
el poder y la cultura osmanli está unida
intimamenle a los huesos y cenizas del
arte cristiano, y nada supo el turco
crear, sin imit^.
La mezquita de Mahomed II. obra
del siflo XV, tiene un aspecto imponente
a pesar de su sencillez, y ocupa una gran
irea.
La cúpula central, que se basa sobre
ctiatro medias cúpulas, está admirable-
mente decorada con severos ornamentos.
Cuatro torrecillas y dos alminares lan-
ceolados la flanquean, además de nu-
merrjaoa adornos, dando el todo un
aspecto de elegancia admirable. Es uno
de los templos turcos que mayores des-
perfectos sufrió con los terremotos.
A poco de terminarse, el movimiento
seísmico de IS09 estuvo a punto de des
truirla. Los terremotos de 1768 y 1893
también la averiaron bastante, necesi-
tándose hacer reparaciones indignas de
la obra del arquitecto bizantino.
Para premiar el talento del artista
tránsfuga Crístódulo, Mahomed le con-
cedió la propiedad de una caite situada
cerca de la mezquita, amén de pagarle
sultanescamente su trabajo, transfor-
mando de esta manera en casero a un
arquitecto, cosa bastante difícil.
MAHOMED
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me ha detenido en absoluto la caída del pelo, debiendo advertir que he
empleado dicho medicamento durante muy poco tiempo.
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Bl que subscribe, certifica que después de haber usado por más de
dos años una infinidad de medicamentos sin ningún resultado, contra
la caída del cabello, calvicie, etc., he usado, por espacio de cuatro meses,
el que venden y aplican los señores Benguria. de Bolivia. y he obtenido
con él el evitar por completo la caída del pelo y tener al presente una
gran cantidad de pelo nuevo, por lo que me doy por satisfecho de su resul-
tado.
Doy el presente para los fines que convenga a los interesados.
Ricardo Echeverría P.
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' Nc me gusta hablar de mi per-
sena — dijo modestamente el viejo
Quilques. — porque lo primerito que
dicen las malas lenguas es que uno
quiere darse tono: pero, ya que uste-
des están empeñaos, no tendré más
remedio que contarles algo de mi
vida. Disculpen, si me propaso. . .
— No se fije en eso. amigo — ex-
presó con soma el comisario. — por-
que aquí todos sabemos quién es
usté y no hay naide en esta reunión
capaz de poner en duda la verdá de
sus asertos, a más que su modestia
es conocida en el pago, como la
plata. . .
— De juro — agregó el juei son-
ríen dcse. con discreción propia de la
."«; — los hombres como usté,
■iñero. tienen derecho a ala-
barse, porque pertenecen a la histo-
ria, aunque sus hechos gloriosos pa-
rezcan increíbles. . .
Los circunstantes, que eran mu-
umpieron en clamorosas
nes. preparándose a oir
a.-.ecacias de curioso y nunca igua-
lado valor, dichas con la vehemen-
cia del que ha sido actor real o ha
imaginado serlo, quetodoes lo mis-
mo cuando nadie se ha de tomar la
ardua tarea de hacer investigacio-
nes comprobatorias. . .
— Güeno — continuó Quilques,
mclinando la cabeza, un poco ru-
borizado, — cuando yo tenia vente
años era lindo mozo . . .
— Ya se ve por la muestra
dijo el pulpero.
— Ansina es, amigazo, contestó
el aludido: y eso que. como pasa con
las bebidas que usté nos vende, mi
cara se conserva agradable, gracias al agua pu-
ra. . . solamente. El comerciante quiso decir algo,
pero no se le entendió, a causa del alboroto que
produjo la ocurrencia del viejo. Restablecido el
silencio, éste siguió su discurso:
— Era lindo mozo, muy enamorao y mujerengo,
como empleao de polecía...
— Respete a la autoridad — interrumpió el co-
misario, fingiendo enojo.
— Perdone si le pegué, comendante, pero yo tiré
a la bandada con mala puntería. Y como siempre
sucede con los chambones, ha cáido un inocente...
Redoblaron las carcajadas y los gritos, que
parecían inacabables. Entonces un paisano, impa-
ciente, dijo:
— Dejelón hablar, porque sino, nunca va a
desenrollar el lazo.
— Gracias, aparcero, por la ayuda que me ha
prestao tan a tiempo — contestó Quilques, colo-
cando en la mesa la copa que acababa de empi-
narse . . .
Y aura — prosiguió, limpiándose la boca con
la mano - voy a continuar mi narración, si no me
atajan otra vez ...
Como era enamorao. tenia muchas novias, y
una con potrero reservao en mi corazón. Nunca
la olvidaré, porque era güeña moza, con un cuerpo
capaz de dar hambre al más satisfecho y unos ojos
negrazos. de esos que cuando miran prienden
juego las entrañas, como si jueran de pasto seco . . .
La guerra ardía en tuito el páis. y yo había
ido a la casa de mi prenda a despedirme, porque
estaba resuelto a esconderme en el monte, pa no
servir a naide. Me encontraba en la puerta del
rancho, teniendo el caballo de la rienda, cuando
se me echaron encima unos cuantos milicos, sin
darme tiempo a disparar... el trabuco.
Era una leva del gobierno,
— Monte en seguida — me gritó el capitanejo
-.ue los mandaba - y marche con nosotros.
Me arriaron, pues, haciéndome servir a la juerza
i^ muchacha ¡pobrecita! era un mar de llanto.
— No llores, prenda le dije de lejos, pa con
solarla. — que pronto te va a ver mi recao...
Los milicos se rieron y a mi me dentro tal indi
nación, que si no hubiera sido porque estaba atao
codo con codo, allí no más dejo dos o tres acos
taos... durmiendo la siesta e la etemidá.
Al prencipio. la vida melitar me pareció muy
dura. :ero f] hi-.r-iVro que es hombre sabe jinetear
el destino, y en poco tiempo me hice soldao. Los
jefes estaban contentos conmigo y ¡cómo no! si
era guapetón y animoso como ninguno. Pronto
me hicieron clase y me dieron pa mandar una
compañía de indiazos crudos, tuitos lanceros ve-
teranos.
No habíamos peleao entuavía. porque había
mucha escasés de armamento; pero una mañana,
tan fría que los pastos parecían vidriaos por la
escarcha, cayó sobre nosotros una nube de con-
trarios, que de la primera descarga nos barrieron,
matándonos al coronel y a tuitos los oficiales.
El caso era apretao, y comprendiendo que tuita
la responsabilidá cáia sobre mí. hice la pata ancha,
como se dice, impartiendo órdenes al resto
de la gente. Formaron bajo el fuego, y cuando vi
que estaban montaos y con las lanzas firmes, les
grité:
— Muchachos, saquesén los ponchos, que en el
otro mundo no hace frío...
Me comprendieron, como guanos criollos, y se
quedaron en un santiamén con el cuero al sol.
— Aura — volví a gritarles — a la carga y a
morir cada uno en su ley.
Eramos unos quinientos y los enemigos más de
cuatro mil; pero, ¡qué importaba!, ¡quién iba a
poder con nuestro coraje!
Atrepellamos como fieras que salen de la jaula
y jué tan tremenda la arremetida, que los fletes
pasaron de lao a lao el ejército enemigo, dejando
un camino de muertos, lo mesmo que cuando pasa
la segadora por un campo e trigo...
Dimos güelta cara y atacamos con más juria,
cien y cien veces, abriendo boquetes por donde
entrábamos.
Dispués vino el entrevero más bárbaro que he
visto en mi vida; las lanzas se cruzaban de pecho
a pecho, formando una empalizada y las astillas
de las chuzas volaban como pajas en día de trilla,
con juerte viento.
¡Qué mortandá, virgen santa! Yo perdí unos
cien hombres, tuve que cambiar veinte ocasiones
de caballo y salí casi enterito del combate, porque
no hicieron más que pegarme un lanzazo en un
costao, hondo de media cuarta; pero pronto se
me curó sin remedios.
Tres días dispués de la Vitoria, apareció el
general en jefe al frente del ejército.
— ¿Y el enemigo? - me preguntó, en cuanto
me vio.
Otiilquej*
— Ya no hay enemigo — le con-
testé — haciéndole la venia.
Y con tuita sencillez le mostré el
campo e batalla, sembrao de lanzas
y juciles.
Está redotao completamente,
mi general. He tomao treinta caño-
nes, tres mil lanzas y mil prisione-
ros; los demás ya son dijuntos.
Cuando se convenció de que yo
^ no mentía, hizo formar la gente en
-•^ linea e parada. Redoblaron los tam-
Jf^ bores y sonaron los clarines, en una
'/^ diana que parecía un saludo a la glo-
ria. En seguida se alzó sobre los es-
tribos y dijo con voz tan juerte que
repercutió por los campos y sierras:
Soldaos: el teniente coronel
Quilques. . .
Yo le interrumpí poniendo en
alto el sable:
Gracias, mi general, por el
acenso . . .
El continuó en el mismo tono:
— El coronel Quilques...
Y yo volví a interrumpirlo:
— Gracias, mi general, por el se-
gundo grado. . .
Y últimamente resolví callarme,
porque sino el hombre, de entusias-
mao, iba a acabar con tuito el esca-
lafón.
— E! coronel Quilques — siguió
el general — ha llevao a cabo una
ación heroica, dina de pasar a la his-
toria melitar del páis. Con un puñao
de reclutas mal armaos ha deshecho
completamente al enemigo. En
nombre del gobierno ordeno que, de
hoy en adelante, no se le llame co-
ronel a secas, sino héroe invito de
la patria. . .
Yo, a! oírlo, me puse a llorar como una criatura...
muerta de hambre... y los soldaos se pasaron las
manos por los ojos, pa limpiarse las lágrimas...
Cuando el viejo Quilques terminó su narración,
un verdadero delirio se apoderó de los oyentes y
si no es por la intervención del comisario, el héroe
habría sufrido algún contratiempo grave. De tal
magnitud eran los abrazos y los estrujones que le
daban... Aprovechando un momento de tregua,
el juez de paz, siempre taimado y socarrón, inte-
rrogó a Quilques:
— ¿Y la novia, qué se hizo a todo esto? No nos
ha hablao nada de ella.
— Aura verán — respondió el viejo, achicando
los ojos: - cuando iba acercándome al pago de
güelta, porque la guerra había acabao — yo venía
pensando en la muchacha y me decía:
— Si es fiel. . . ha de estar con otro. . .
Y ansina jué, porque, al dentrar al rancho, la
vi vestida de novia, del brazo de un endevido
con cara e sonso, qui iba a ser el marido.
La pobrecita casi se desmayó del susto, pero yo,
con el triunfo, me había güelto generoso, y a quema
ropa, pa que viese que aquello no me importaba,
le dije al oído, poniendo mi cabeza entre ella y
el prometido:
— No importa que te cases, si no me olvidas. ..
— Eso está bien explicao, repuso el juez, rién-
dose a carcajadas, pero hay un punto muy escuro
que precisa aclaración, y es éste: yo hace más de
cincuenta años que vivo en la sesión y treinta
que aministro justicia, y nunca supe que usté
había sido soldao, ni que era héroe invito. Siempre
lo conocí cantor, guitarrero, domador de potros . . .
y más pacífico que un santo.
— Espérese, amigo — replicó Quilques. sin in-
mutarse — lo que usté dice es cierto, pero tamién
es cierto que si se escarba un poco, tuitos los gue-
rreros de la historia, que el clarín de la fama ha
pregonao, han sido tan heroicos y han ganao tan-
tas batallas como yo. Son cuentos, amigazo, que
han repetido los sonsos, durante muchos años, y
que a juerza de contarlos se hicieron verídicos,
Aura ustedes, que son gente a propósito pa eso,
repitan la historia de mis hazañas, y puede que,
con el andar del tiempo, se le haga cierto- al gobier-
no y me regale una pensionsita pa pasarla vejez...
Santiago Maciel.
ILUSTRACIÓN DE PELÁEZ.
— r-^jL^^^'s "V''t_/T"r3 yo^-
¡L * CON VCrNTO i D * f ATní ^iLoRErxíZO
A poca distancia de Ro-
sario y sobre la escarpada
margen del Paraná, álzase
todavía el convento francis-
cano a cuyo abrigo inauguró
el glorioso San Martin sus
triunfos libertadores.
El histórico edificio, sen-
cilla obra de mediados del
siglo xviii, es un verdadero
modelo de pobreza francis-
cana. No hay alli claustros
artesonados, ni lujosos alta-
res ni obras maestras artís-
ticas. Pero, en cambio, su
valor como reliquia histórica
está por encima de toda va-
lorización.
Comprendiéndolo asi, las
comunidades que se han su-
cedido desde el histórico he-
cho hasta nuestros días tra-
taron de conservar incólumes
las habitaciones y parajes
que el buen hado de la patria
argentina convirtió en vive-
ros de libertad. Algunas
construcciones se han reali-
zado, mas siempre respetan-
do las construcciones anti-
guas, libres hasta ahora de
irreverente refacción.
El viajero patriota y los
turistas extraños que visitan
aquel monumento no pueden
apartar de la fantasía la
sombra bélica que sobre el
convento puso el combate de
San Lorenzo.
Allí está la celda cenobí-
tica donde el coronel don
José de San Martín reposó
antes y después de la bata-
lla: allí el campanario desde
cuya altura observó el des-
embarco de las fuerzas rea-
listas: allí el refectorio de los
novicios que los horrores de
la lucha convirtieron en hos-
pital donde los veintisiete
granaderos heridos soporta-
ron sus dolores, donde el he-
roico capitán Bermúdez, el
abnegado sargento Cabral y
sus camaradas reposaron en
la inmortalidad: allí la capi-
lla del tedeum, y en las afue-
ras el camposanto que sirvió
de emboscada a los dos es-
cuadrones, y el pino bajo
cuya sombra el héroe firmó
el victorioso parte. Todo se
reúne para ofrecer un cú-
mulo de recuerdos que obse-
siona la mente. Una visita
al convento equivale a una
inolvidable lección de histo-
ria y a una peregrinación de
alto significado cívico.
Los actuales monjes mues-
tran con cierto orgullo, com-
patible con su modestia, des-
pojos del combate: balas de
los cañones realistas, una
moharra de lanza granadera,
sables granaderos, estribos,
espuelas y otras reliquias re-
cogidas en el campo de ba-
DESDE ESTE HISTÓRICO CAMPANA-
RIO EL GENERAL SAN MARTÍN OB-
SERVÓ EL DESEMBARCO DE LAS
TROPAS REALISTAS,
'=í ^^L-TD.^—
CELDA DONDE REPOSÓ EL LIBERTADOR DESPUÉS DE VENCER A LAS TROPAS DEL CAPITÁN ZABALA.
talla. Y luego veis en el libro de actas del convento unas líneas que dan cuenta
de las misas cantadas por el capitán y los soldados muertos. Y os enseñan la
carta en que San Martín agradece la cooperación de los frailes. Toda la
comunidad prestóse entusiasmada a los planes del entonces coronel, arries-
gando sus existencias y la suerte del convento. Merced a esta ayuda, la floti-
lla enemiga pudo ser escarmentada y el edificio donde el libertador preparó sus
planes fué desde aquel dia, 3 de febrero de 1813, uno de los monumentos de
la historia nacional. Así lo reconoce San Martín en la aludida carta que dirigió
al R. P. Pedro García, superior del convento: «Sin duda alguna dirá usted
que el coronel de granaderos se ha olvidado de usted y de su apreciabilísima
comunidad. No, señor: los beneficios del convento de San Carlos están dema-
siado grabados en mi corazón para que ni el tiempo ni la distancia puedan
borrarlos. ..» Actualmente se agita la idea de declararlo monumento nacional,
resolución que el patriotismo impone y que el expedienteo no debe retrasar.
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DOLOR DE
AWENCIA
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Es esta soledad, en este exilio,
busca alivio mi afán en los reflejos
de los días felices, del idilio
que unió mi vida a la que está tan lejos.
¡Ensueño de mi amor, que estás ausente!
De aquel tesoro de ilusión pasada
yo quiero, con visiones del presente,
reconstruir el arca abandonada.
Hoy he visto una boda. Vi del templo
salir a la pareja, silenciosa,
de amor y de recato bello ejemplo,
que rodeó la multitud curiosa.
Comentarios, diluidos en rumores,
un chiste malicioso, una ironía,
pasaban zahiriendo sus amores
o quizás envidiando su alegría.
Yo estaba entre esa gente sin sentido
ni emoción religiosa y que, dormida,
nunca advirtió cómo, al formarse un nido,
canta el Amor el himno de la Vida.
En medio de esa turba sin respeto,
que todo lo acomoda a sus antojos,
yo bendije a los novios, en secreto,
mientras sentía humedecer mis ojos.
Las pretéritas horas del ensueño
por mi cerebro desfilaron todas,
y sobre todas las de aquel risueño,
dulce y florido abril de nuestras bodas.
Hoy fui al jardín alegre de la infancia,
llevando mi nostalgia de cariños;
y aspiré de las flores la fragancia
y vi jugar a los traviesos niños.
¡Eran de ver las lindas criaturas
recibiendo, con candida sonrisa,
al par que de los padres las ternuras
las caricias del sol y de la bri sa!
Como los nuestros, ágiles y diestros,
por el césped corrían en bandada.
¡Disfrutaban lo mismo que los nuestros
en el jardín de la ciudad amada!
De aquel cuadro infantil el embeleso
tomó en mi corazón tonos sombríos.
¡Mi alma a los niños envolvió en un beso,
que imaginé llegaba hasta los míos!
En esta soledad, en este exilio,
buscó alivio mi afán, en los reflejos
de los días felices, del idilio
que unió mi vida a la que está tan lejos.
¡Ensueño de mi amor, que estás ausente!
De aquel tesoro de ilusión pasada
yo quise, con visiones del presente,
reconstruir el arca abandonada.
¡No pude, amada mía! Fué mi empeño
vana ilusión de rehacer la vida.
No encontré, cotejada con mi ensueño,
realidad que le fuese parecida.
La soledad forjóme la esperanza
de hallar tu imagen, por calmar mi anhelo,
y en hijos de otros ver la semejanza
que trajese a mi espíritu consuelo.
Si esas visiones mis sentidos hieren
y en ellas tuve yo mis ojos fijos,
¿qué vale la impresión que me sugieren,
si no son nuestro amor, ni nuestros hijos?
Buenos Aires. I9I9
— t^U"^^
ÓLO dos organismos queda-
ron en lucha en Bélgica
cuando la ocupación
alemana: la comuna en-
carnada en el grande y
heroico burgomaestre de
Bruselas Adolfo Max, la
iglesia regida con mano
firme y austera por el pa-
triota monseñor Désiré
Mercier, cardenal-arzobispo de Malinas. Aherroja-
do Max en una fortaleza de Alemania, las munici-
palidades tuvieron que sufrir directa o indirec-
tamente el yugo del invasor; pero éste, después
de múltiples tentativas infructuosas, no logró
nunca domeñar al alto representante de la iglesia:
el primero tenía tras de sí a un pequeño pueblo
maniatado, el segundo a todos los católicos del
universo. A pesar del credo distinto, no había
que olvidarse del Goot mitt uns. ni incurrir en las
iras del Vaticano contemporizador.
Clausurados todos los círculos de opinión, desde
las logias masónicas hasta los comités políticos,
hasta las salas gremiales, reducido el socialismo
a no tratar sino de asuntos puramente adminis-
trativos, no quedaban, después, subsistentes sino
dos órganos de difusión de ideas: la escuela, en
que muy luego el alemán intervino casi manu
militari. y la Iglesia contra quien — lo repito — se
estrellaron sus planes mejor combinados, gracias
a la indomable energía de monseñor Mercier y a
la disciplina de su clero.
El cardenal de Malinas es una figura eclesiás-
tica de las más atrayentes, y desde el comienzo de
su carrera le ha rodeado siempre una atmósfera
de simpatía, no sólo entre los fieles, sino también
entre los escépticos, que estiman en él los profun-
dos conocimientos, el firme carácter y la gran
bondad. En lo físico, alto, delgado, ascético, de
ojos luminosos y expresión sonriente, despierta,
apenas se le ve, una atención que se intensifica
en cuanto se le oye.
Así, en su cátedra de la Universidad de Lovai-
na, donde dictaba el curso de filosofía — es un
tomista notable, autor de varios tratados cuyo
escolasticismo no excluye el interés — su elo-
cuencia persuasiva y suave le captaba el corazón
de sus discípulos, del mismo modo que, desde el
pulpito de la catedral de Malinas o de la colegial
de Santa Gúdula en Bruselas, le hacía dueño de
la admiración de sus oyentes.
Pero su personalidad comenzó a destacarse,
sobre todo, hasta adquirir gigantescas propor-
ciones, desde que la guerra y la ocupación ominosa
le dejaron en Bélgica como único representante
visible y viviente del patriotismo en lucha franca,
y abierta con el opresor.
Su famosa pastoral Pairiotisme et Endurance
I leída en todos los templos de su diócesis el 1." de
«ñero de 1915, fué una voz de aliento para sus
r ""
historia — él diría ante la eternidad. Aquellas
páginas estaban animadas por una admirable
inspiración y por un valor a toda prueba. Reve-
laban al mundo las atrocidades del ejército ale-
mán que entró en Bélgica arrasándolo todo y
cubriendo el suelo de víctimas inocentes, para
sojuzgarla mejor, y anunciaban a los belgas que
«en lo íntimo de sus almas» no debían al invasor,
no siendo éste una autoridad legítima «ni estima-
ción, ni fidelidad, ni obediencia». «El único poder
legítimo en Bélgica — continuaba — es el que per-
tenece a nuestro rey, a su gobierno, a los repre-
sentantes de la nación». Y refiriéndose al ocu-
pante, agregaba: «Respetemos los reglamentos que
nos impone, pero sólo mientras no menoscaben
la libertad de nuestras conciencias cristianas ni
nuestra dignidad patriótica...» Y, después de
emunerar los cruentos sacrificios y el injusto mar-
tirio de sus compatriotas, tenía este sencillo y
sublime movimiento oratorio: «¿Hay ahora un solo
patriota que no sienta que Bélgica se ha engran-
decido?. . .»
La autoridad alemana quiso recoger la pastoral,
que corría impresa, arrestó párrocos y vicarios,
pero aquellas palabras de fuego eran inmortales.
El gobernador general, barón von Bissing, hizo
diligencias oficiales para que el cardenal se retrac-
tara, y como fracasó atrevióse a retractarlo él
mismo en una proclama, a la que monseñor Mercier
contestó declarando: «Ni verbalmente ni por escrito
he retirado ni retiro nada de mis instrucciones
anteriores, y protesto de la violencia que se ejerce
contra la libertad de mi ministerio pastoral. Se
ha hecho inútilmente todo lo posible para lograr
que firmase atenuaciones a mi carta (la pastoral).
Ahora se trata de separar a mi clero de mí, impi-
diéndole que lea mi pastoral. Yo he cumplido con
mi deber; mi clero debe saber cumplir con el suyo».
Supo cumplirlo y aquella pieza histórica fué cono-
cida y comentada en Bélgica entera, por mucho
EL«'
'EM\]ENi
cahd:
ICIA
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ALZjODI^TO ^ de a MALÍNA,/"
LO D.LLTO
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que se castigase severamente a los que eran des-
cubiertos en posesión de un ejemplar.
Monseñor Mercier escribió, también, una impor-
tante epístola patriótica, dirigida en latín a su
clero, presidió todas las conmemoraciones religio-
sas de las fiestas patrias y de los reyes, los fune-
rales en sufragio de las víctimas de las matanzas
y de las guerras, prohibió las procesiones públicas
«porque — decía — son indicio de festividad y no
sentaría bien entregarse a manifestaciones expan-
sivas mientras los corazones están oprimidos y el
patriotismo encadenado»; lanzó varias otras pas-
torales destinadas, y con raro acierto, a mantener
el espíritu nacional, el alma del pueblo, y en
enero de 1916 partió a Roma a abogar ante el
Papa por la noble causa de Bélgica. Volvió en
marzo del mismo año, con la bendición apostólica
para él y para su pueblo, cosa muy de notar para
cuantos han supuesto que era preciso ser germa-
nófilo para ser católico. A su regreso escribió otra
pastoral condenatoria de los crímenes imperia-
listas, que terminaba con nuevas voces de aliento
y de perseverancia: «El porvenir no es dudoso para
nosotros — decía. — Pero hay que prepararlo. Y
lo prepararemos manteniendo la virtud de la
paciencia y el espíritu del sacrificio».
El gobernador general barón von Bissing le
escribió — y publicó la carta — sugiriendo que el
Sumo Pontífice le había asegurado que el Cardenal
se conduciría con toda moderación para con los
alemanes, y amenazándolo con estas palabras con-
minatorias: «Prevengo a Vuestra Eminencia que
en adelante deberá abstenerse de toda actividad
política».
Tras esta amenaza, monseñor Mercier siguió
impertérrito el camino que se había trazado, y
así, cuando el ignominioso envío de los preten-
didos cliósmeurs, de los pretendidos obreros bel-
gas sin trabajo para que sirvieran al enemigo en
los campos y las usinas de Alemania, levantó de
nuevo y con airado tono — al par de otras enti-
dades belgas — su voz severa y elocuente contra
aquel crimen de lesa humanidad. Y, como un
latigazo, enrostró a los hombres del kaiser la
palabra empeñada por el gobernador de Ambe-
res, barón von Huene, y solemnemente ratificada
por el gobernador general de Bélgica, barón von
der Goltz, de que los ciudadanos belgas «no serían
enviados nunca a Alemania, ni para ser enrolados
en el ejército, ni para obligarlos a trabajar...»
Otros papeles mojados que han ido a agregarse
a la garantía de la neutralidad. . .
Tal es, en pocas palabras — y siento no dispo-
ner de mayor espacio — la silueta de este prelado
moderno que evoca las grandes figuras de los
primeros obispos en tiempo del imperio y de las
invasiones bárbaras. Tenía tras de sí el Papado,
las inmunidades de su rango de príncipe de la
Iglesia. No importa. Es la encarnación más viviente
y grande del patriotismo belga durante la ocupa-
ción alemana.
— i=>Ljv^^ "vojrris^v—
Cuando necesito valorar
los seres y las cosas, acudo
a mi espejo negro. Otros
hombres prefieren las gafas
ahumadas. Yo reconozco
que las gafas ahumadas
son instrumentos de in-
apreciable excelencia, do-
ble escudo de la vista tími-
da o de los ojos picaros que
asi miran sin ser mirados.
Las gafas ahumadas debie-
ran tomar por esposos a los
antifaces: se completarían
mutuamente: pero andan
reñidos, no se sabe por qué.
El espejo negro es un
dios ahumado y justo que
achica las imágenes para
encerrar en su superficie
mayor número de personas
y objetos. Mercurio, el dios
de la compraventa, que se
enluta con el fin de pare-
cerse al dios artista: Apolo.
Mi espejo negro pertene-
cía a un pintor. Se lo cam-
bié por unos gemelos de
teatro. Necesitábalos él
urgentemente porque está
enamorado de una belleza
juvenil y millonaria. clarí-
simo brillante que se en-
garza por las noches en un
palco del Colón.
Asi, mientras yo taso los
seres y las cosas refleján-
dolos en la faz negruzca de
mi espejo, el pintor, desde
su silla endemoniada del
Paraíso, convierte los ge-
melos en una doble e inútil
bomba aspirante. «¡Pobre
Apeles — le dice un chis-
toso retorcido — como no
apeles a otros medios!»
En cambio, yo gané. Po-
co me importan los desde-
nes calculados, hermosos,
opulentos, juveniles de una
niña coqueta. En el bolsi-
llo interior de mi saco, me-
tido en un estuche, llevo
mi talismán: el espejo ne-
gro.
Hay hombres pesimis-
tas, exclusivamente pesi-
mistas: hay hombres
optimistas, rabiosa-
mente optimistas.
Unos viven en el cubo
de la Gran Rueda,
otros en la llanta. Chi-
rrian los pesimistas
entre el eje y el buje
mal engrasados: la
llanta sobre el camino
lamina a los optimis-
tas. Tan peligroso es
el centro como los ex-
tremos: deben prefe-
rirse los radios de la
Gran Rueda que sirve
de monociclo a la Vi-
da y a la Fortuna.
Mi espejo es negro como el pesimismo, bondadoso como el optimismo,
sabio como un perito. En manos del pintor pasional servía para elegir paisajes
y sorprender matices. Era, pues, casi inútil porque en todas partes hay un
buen paisaje, y los lienzos solamente deben tener los colores que el pintor,
generoso o avaro, les conceda.
¿Qué espejo blanco brilla como mi espejo negro? La luna de Venecia
más costosa es una lata de petróleo, sí yo la comparo con mi espejo negro,
con mi amable espejo negro. El alma valiente de Toussaint Louverture, el
espíritu resignado del tío Tom, la celosa suspicacia de Ótelo, la risa zum-
bona de cualquier pardo y todas las virtudes de color adornan a mí espejo
negro, fiel, servicial y agradecido.
El pesado y nervioso azogue, imagen del alma humana, adquiere inteli-
gencia detrás del cristal. Detrás del cristal nos dice la tempera-
tura, las mudanzas del tiempo, hace el vacío y copia figuras. Pero
siempre, irónico, desfigura la verdad: nuestra fiebre no es la misma
en dos termómetros, ni el ciclón anda tan cercano ni tan lejano.
Todos los espejos nos hacen dar una medía vuelta sobre nosotros
mismos, una media vuelta fingida. Solamente los zurdos y las hue-
llas de un escrito sobre el papel secante ganan en el espejo. Los de-
más somos zurdos, y zurdas nuestras obras, desde el más diestro
hasta la escritura del más sabio. Ese es el pesimismo burlón de
los espejos, que nunca nos devuelven nuestra misma imagen, sino
tantas como sean las lunas consultadas. Esa es la mentira
de los espejos. También miente mi espejo negro; ante él.
también escribiría con mano zurda sus mejores estrofas el "''
mejor poeta. Mas ese mentir está atenuado, justificado por
el color negro. Ennegrecer
a priori \as cosas, dudar de
todo, vale tanto como abri-
llantarlas, como creer en
ellas. La admiración incon-
dicional o la negación ro-
tunda de los espejos claros
es parecida a la locura y a
la muerte de las alondras.
Si la fuente de Narciso no
hubiera sido tan límpida,
la vanidad del doncel no
sería tan célebre y nefasta.
Los que no conozcan el
espejo negro dudarán de
as virtudes disciplinarias
que yo le atribuyo. Aparte
de los pintores — que casi
siempre lo ocultan como
una vergüenza — pocos sa-
ben la vida y milagros de
ese filósofo sordomudo.
Para la generalidad, espe-
o negro es aquel donde
las arrugas y las canas se
aparecen de repente. Los
buenos artefactos viven
así, desconocidos. Gracias
a ese ostracismo, yo puedo
ahora celebrarlo por vez
primera.
Paisajes y amigos, inte-
riores y novias, ¡cómo os
esclarecéis ante el negruz-
co espejo, tasador de cora-
zones y de voluntades!
Cuando se os mira a hur-
tadillas, libres de pose;
cuando unidos a lo que os
rodea penetráis en la exi-
gua superficie del talis-
mán, éste, semejante a un
vaso de agua embrujada,
refleja el porvenir.
Cuando yo era muy jo-
ven, hacía ya mucho tiem-
po que un autor bastante
discutido gritaba con vo-
ces rítmicas:
Asi, para eterna calma,
debiera el hombre tener
espejos en donde ver
el hondo perfil del alma.
Pedir un espejo negro
hubiese sido más práctico y
juicioso. Allí se halla
la verdad sin brillo, la
verdad que amarga,
pero que tonifica.
1 gnoro detrás de
qué mostradores se
vende, ni el precio exi-
gido. Acaso, por la po-
ca demanda, hallaráse
libre de agio y mono-
polio. Por mucho que
pidan, siempre ha de
ser poco. Compra, lec-
tor, un espejo negro.
Y vosotras, lecto-
ra s, que poseéis en
vuestras pupilas los
únicos rivales del es-
pejo negro, compradlo también. Un espejito obscuro que vaya siempre en
vuestro bolso, al lado del cisne es el mejor confidente. Así lo afirmo, ha-
ciendo una formidable traición a mis semejantes los hombres.
No preguntéis la historia de los galanes ni de sus ascendientes: en todos
los árboles genealógicos hay bichos de cesto y diaspis pentágona, y cualquier
hombre es capaz de todo. Pero ninguno resiste al examen detenido de un
espejo negro. Y no necesito recomendaros cautela, porque vosotros conocéis
perfectamente el arte de mirar a hurtadillas. Comprad el espejito antes^de
que mi propaganda encarezca la mercadería, y cuidadlo como a las niñas
de vuestros ojos.
La desgracia nos pone de manifiesto si tenemos un amigo o solamente su
imagen, sentenció Publio Syro, moralista ocasional que vivía cuan-
do el hombre se miraba en espejos metálicos, es decir, antes de
inventados los espejos negros. Ahora es preciso modificar la
sentencia y convertirla en una máquina, porque en las máquinas y
no en las frases está la precisión y la certidumbre. Los refranes
y proverbios encierran teorías que vienen a ser frutos viciosos de
la práctica; divagaciones del utilitarismo. Y hay máximas para
todos los mas encontrados gustos y pareceres. En la duda abstente
y echa mano de la máquina de prever las intenciones y sorpren-
der los ardides. Ese aparato, no hay para qué decirlo, es el espejo
de máxima y mínima: el espejo negro.
¡Ouro preto, perla negra, sol ahumado, crítico de luto,
_ siempre te llevaré como una reliquia, con supersticiosa
devoción, para espiar a los seres, espejo donde debían mi-
rarse los espejos!
(OTOG -3
DE.L
. OCTORAf IW\NC1c/CO.
L^LMn^DL'^MAKoTIN^FILLR.O^^'^
ULI/AN-^, DL
CriARsfoA'e/'
EVOLViENDO un montón de folletos americanos, olvidados en la penum-
bra de un viejo armario, he dado fortuitamente, días pasados, con
un ejemplar de una de las primeras ediciones del poema de Hernán-
dez. Ignoraba su existencia entre mis papeles. Y, para reparar dicha
falta, quiero hacerle la justicia de estos modestos comentarios.
Una flor antigua, encontrada por azar en privada gaveta, suele
tener la virtud de agitar en nuestra memoria las mil reminiscencias
de toda una época sentimental. Lo propio me ha sucedido con el
Martin Fierro. Leído por mí tantas veces, durante la infancia, con
esa fruición con que se saborea la fruta del huerto solariego, podría
recitar páginas enteras suyas, de tal modo grabáronse en mi cerebro
la forma y el sentido de sus estrofas.
— T=>I_^':S
T cart>ii án Í3r más güdlas
CoH las prendas que tenia:
Jefas, pornclü). cuanto ha-
{bia
! En casa, titilo lo aid;
A mi china la dejé
Uedio desnuda aquel día.
aun dura, a través de los años, tal encanto. Por eso, al
ver solamente su título, despliégase en mi imaginación
la visión conjunta de su argumento. Luego, la evocación
se amplía, y por afinidades correlativas fluyen a mi
mente, como un río de imágenes, innumerables figuras
y escenas legendarias de todo un pasado histórico, cuya
apoteosis es nuestra misma grandeza nacional. El gau-
cho, sus faenas de la vida campesina, sus épicas patriadas, el tropel
de las montoneras, la guerra de fortines, los indios y el desierto, esa
misteriosa Pampa de ayer, tan admirablemente descrita en La Can-
tiva, de Echeverría, inmensa, inhospitalaria y estéril, con sus brillazo-
nes, médanos y pajonales, desfilan a mis ojos, en cuadros mágicos,
simulando un espejismo de la lejanía.
Retrospectivamente, contemplo cómo se suceden las etapas progre-
sivas de nuestra organización política, desde las rudimentales juntas de
os hombres de Mayo hasta la hora definitiva de la constitución repu-
blicana. Ausculto, en ese lento y dificúltese procese, el latir incesante
de los ideales; la fatigosa marcha de la masa colectiva y anónima, labo-
rando sin tregua. Tiembla el continente a! rodar les cañones de la epo
peya. Huyen los clangores bélicos, llevando a otras latitudes el soberano
aliento de nuestra redención gigante. Vienen los días trágicos, con sus
tumultos envueltos en polvaredas de oro, donde resuellan potros y
jinetes y brillan lampos de sables y se agitan lanzas acicaladas de
flámulas rojas. Y avaloro, entonces, la sublime tarea que representa la
historia de un pueblo libre. Comprendo el caudal de perseverancia, de
esfuerzos, de sacrificios, que ha requerido el avance del país para llegar
hasta este presente magnífico. Y encuentro majestuoso el escenario de
aquellos tiempos heroicos; recios y altaneros los campeones; estupendas
sus luchas; azul el fondo, como el esmalte de un escudo heráldico.
íTan intensa es la impresión que produce en mi ánimo ese perfume
añejo de vida nativa que exhalan las páginas del Martín Fierrol ¡Tan
profundamente ligado está el recuerdo del gaucho a los grandes aconte-
cimientos que forman la trama histórica de nuestro progreso! Es que
Martín Fierro, entre todos los clásicos héroes del gauchaje, es el que
mejor refleja las características de aquel tipo étnico, de nuestra evo-
ución social, que fuera factor tan poderoso en las luchas constitutivas
de la nacionalidad argentina. El sentimiento popular, por una de esas
claras intuiciones que tienen a veces las muchedumbres, personificó en
el gaucho al espíritu de la tradición nacional.
¿Qué era el gaucho de las llanuras argentinas? El hombre nacido
y criado en ellas, experto en los trabajos de campo y habituados a sus
usos y costumbres. La etimología del epíteto con que lo bautizara,
despectivamente, el habitante de las ciudades, permite establecer la
idea que se tenía de su triste condición social. Caucho, por una altera-
ción de letras que gramaticalmente se denomina metátesis, proviene de
a palabra guacho o huacho. Este vocablo incaico aplícase vulgarmente,
por definición, al ser que no ha conocido a sus padres o se ha criado
desamparado por ellos. Y en verdad, algo pesaba sobre el hombre
obscuro de la campaña, que bien pudiera llamarse orfandad. Aislado
de los centros urbanos, en la soledad de su vida agreste, sin otro medio
—V^IS^-^S,
>>=s.—
de locomoción que su caballo, sin otra garantía de sus derechos que el
facón atravesado en el cinto, era un ser librado a sí mismo, con los
recursos que su propio ingenio hubiera de facilitarle. Desde pequeño
sentía en torno suyo un vacío profundo: la falta de consideración de
las demás clases sociales. La gente culta zaheríale con el denigrante
mote: /es un gaucho/
« La ley civil o política no pesaba sobre él. — dice el historiador Vicente
Fidel López. — y aunque no había dejado de sermiembro de una sociedad
civilizada, vivía sin sujeción a las leyes positivas del conjunto •>. No menos
cierto es, también, que tampoco ley alguna le amparaba en su propie-
dad, aunqueésta fuese a veces discutible, ni existía tribunal ante el que
pudiera hacer valer sus razones. E! juez de paz era señor de vidas y
haciendas en el partido de su jurisdicción.
Y el gaucho pacífico, viéndose abandonado a la intemperie de las
resoluciones tomadas en el juzgado como a la de los elementos de la
Naturaleza, debía escoger entre dos extremos: la resignación absoluta
y depresiva o la rebelión airada de su carácter independiente y sincero.
Como en su temperamento algo había de esa impetuosidad nerviosa
con que el potro salvaje recorre los llanos, optaba casi siempre por el
último procedimiento. Acosado, defendía su vida, por ese instinto de
conservación que prima hasta en los seres menos inteligentes. No mata-
ba porque una predisposición sanguinaria lo impulsase a! homicidio.
Pero una vez que la desgracia sucedía, rotos los vínculos de sociedad
con sus semejantes por razón de su situación misma, cambiaba de
pago, andaba a monte o se internaba tierra adentro, huyendo de la
persecución policial.
No tenía más fiel compañero que el caballo que montaba. Escogido,
con minucioso cuidado, por condiciones características que solamente
su larga experiencia y su mirada descubrían a simple examen visual,
sobresalía su pingo por lo ligero, resistente y brioso, aunque tal vez
no por su estampa.
Cuando el amor, en la figura de una china de nei^ras trenzas y expre-
sivo mirar se le atravesaba en el camino, el corazón sentían herido por
ardiente flechazo. Para tal mujer eran sus más sentimentales décimas
y coplas. Amaba con honda sinceridad, y desbordándola en recatado
idilio, suave como el aroma de! trebolar húmedo, entreveía la felicidad
en su más elevada acepción, cuando ofrecía junto con su cariño la pro-
mesa de un humilde rancho.
Y por una cruel exigencia de su destino, la vida del hogar, con su
cadena de horas plácidas, fué siempre efímera para él. Jamás hubo de
encontrarse en nuestras campañas rancho alguno que fuera habitación
tradicional de una familia.
El gaucho fué un paladín misterioso, como aquellos que aparecían
en los Juicios de Dios de la Edad Media, se proclamaban campeones de
los seres desvalidos, luchaban, vencían y se alejaban después, sin
aceptar recompensas ni descubrir su incógnito, envueltos en el cendal
de la luz rosada del crepú.soulo. Si hubiera tenido escudo de armas, pu-
diera haberle agregado como divisa, en el período de su decadencia,
aquella frase latina que pronunciara Septimio Severo antes de morir:
lOmnia fui nihil prodest».
1
1-^^ ^t
Brotan quejas de mi pecho,
Brota un lamento sentido:
Y es tanto lo que he sufrido
Y males de tal tamaño
Que reto a iodos los años
A que traigan el olvido.
Salieron lazos, cabresto. ,
Coyundas y maniadores.
Una punta de arriadores.
Cinchones, maneas, torzales.
Una porción de bozales
Y un montón de tiradores
TOloEo/JCAniHO
(Jjíoo dp|orepDpniiiidp¡
— v^L-r
TU^y^ —
I
Yo la veo pasar todos los días.
Camina siempre sola y agitada.
Rígidas crenchas de oro viejo peina.
Sus manos dicen de las cosas castas.
Un fulgor inquietante de martirio
eternamente vive en su mirada.
Seguramente es buena, como todos
los hijos del dolor y la desgracia...
Seguramente es buena, quiero creerlo . . .
¡tan sólo la bondad puede salvarla!
Dios se ha olvidado de esa chica. . . ¡Pobre!
nada he visto más feo que su cara. . .
con ser buena, y ser joven, y ser pura,
y llevar esa luz en la mirada!
Dios se ha olvidado de esa chica. . . ¡Pobre!
nada he visto más feo que su cara. . .
nada he visto más lejos de la euritmia:
es una grave ofensa a las estatuas. . .
A sus pies mueren todos los deseos,
¡ella misma se debe tener lástima!
Dios se ha olvidado de esa chica. . . ¡Pobre!
Además de clorótica es tan flaca,
que al través de su carne transparente
cualquiera puede curiosearle el alma...
.0
.«WK'T^
MOM
Ella miraba desfilar las horas
en un frío quietismo, siempre muda.
El mundo nunca impresionó su fibra
y nadie pudo descifrarla nunca.
Amaba las propicias soledades,
ella amaba el silencio y la penumbra.
Y los días rodaban sin herir
su belleza impasible de escultura.
Como el molusco entre sus férreas valvas
la maravilla de una perla oculta,
ella escondía en su interior su alma
y nadie pudo descifrarla nunca.
Pero a veces, de noche, como en éxtasis,
alzaba lentamente a las alturas
sus dos brazos seráficos y tersos,
sus albos brazos tibios de dulzura,
y colmaba sus labios de plegarias
en la silente soledad nocturna,
mientras llenas del oro de los astros
fosforecían sus pupilas húmedas. . .
Y nadie pudo descifrar su enigma.
Jamás abrió su corazón. La tumba
la guardó constelada de sonrisas. . .
Las primeras sonrisas y las últimas.
— r:>i_:>.^-s X i_n"i3--x—
SITOCS, LA BLAIKA
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TD«, «aSADA FOX
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UCIA OreEKDAM-
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INICIATIVA DEL
SSftOR DEL *CAU
ratiiAT»...
N Rusiñol, ha dicho un crítico, todo tiene una belleza absoluta y clara: su
vida, su arte y su Hteratura. Y podríase añadir sin errar, su casa de Sitges,
la señorial mansión, emporio de arte y de riqueza, honra y prez de aquel
modesto pueblo de pescadores que a pocos kilómetros de la tumultuosa Bar-
celona duerme, plácidamente como un niño cansado, a orillas del Mediterrá-
neo que le arrulla con la eterna canción de sus aguas verdes.
Santiago Rusiñol, el poeta-pintor, es un hombre muy rico; pero encierra
tanta bondad su pecho, es tan juvenil su alma, hay tanta luz en sus ojos
celestes — en cada pupila tiene un «patio azul» que conduce al palacio de oro
de su corazón — es tan camarada, que hasta se llega a perdonarle la ri-
queza. Su vida — y bien se ve sin que nadie !o diga — es sencilla y trans-
parente. Ama y le aman. Pinta, obedeciendo un mandato imperativo de
su espíritu, para satisfacción íntima y escribe cuando siente necesidad de
hacer llegar al público una verdad, una expresión de bondad o una idea de
justicia. El dinero que obtiene con sus telas, que se cotizan entre las más al-
tas, y con sus obras teatrales, que aun cuando le rinden mucho no es tanto
cuanto la pintura, lo emplea, todo, en enriquecer el nido, que así le llama al
rico museo que le sirve de residencia.
■— Sitges, el «Cau Ferrat», es mí refugio. En mi vida giróvaga, en esta
perenne peregrinación artística en pos del ideal, mi casa de Sitges es el
paréntesis que el espíritu reclama y el alma agradece. Al abrigo de aquellas
paredes, he reunido algunas notas interesantes: dos Grecos y un Velázquez
auténticos, como también un Coya y varios Zuloagas; además hállanse repre-
sentados casi todos los maestros franceses y españoles contemporáneos, tengo
brocatos de Damasco y antiguos tapices y sederías; una colección de aldabas italianas,
moras y españolas, y otros objetos de hierro, que según se dice, es la más valiosa y completa
de cuantas se han formado hasta ahora — ya me ofrecieron por ella doscientos mil duros - -
retablos, reclinatorios y atriles, obras de artífices catalanes y andaluces, vieja cristalería
granadina tallada, ánforas ibéricas y romanas, éstas últimas halladas en Tarragona; rejas
repujadas primorosamente por artesanos moriscos... tallas y cincelados florentinos y un
sinnúmero de cosas más que son curiosas manifestaciones del arte cristiano y del arte moris-
co.. . En fin, tengo algo que algún día debe verlo. . .
Y mientras Rusiñol hablaba, evocando a grandes rasgos los tesoros acumulados en su
•Cau Ferrat», desfilaban, bulliciosas, ante nosotros las parejas de danzantes que partici-
paban de la fiesta organizada por el Círculo Artístico de Barcelona, en honor, precisamente,
de don Santiago, a quien los artistas jóvenes y las traviesas muchachas de los alelicrs,
acariciaban, como a un blanco abuelo bondadoso y tolerante. Y en efecto, impresión de
tolerancia y bondad producía aquella noble testa encanecida, destacándose, soberbia, en el
conjunto de morenas cabelleras de azabache y de rubias pelucas oxigenadas que, frente
al viejo bohemio, señor del «Cau Ferrat», se inclinaban, reverentes y risueñas, rindiéndole
pleito homenaje, . ,
Sitges. el pueblo de Rusiñol, es visitado por numerosos forasteros, en su mayoría artistas
o amateurs, atraídos por la fama de los tesoros artísticos del «Cau Ferrat», pero también
^-^
1.
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'jBimm^i i
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Y-^.
MIENTRAS EL SUR-
TIDOR EVOCA LA
ESPAÑA MORISCA,
NOS HABLA DE LA
ErpAÑA CATÓLICA
LA VIRGEN TALLA-
DA EN MADERA.
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Ai
por el interés qoe en sí mismo ofrece el pueblo, formado por un compacto núcleo de alegres
casitas de pescadores todas pintadas completamente de blanco, dirí^ise una bandada de
cisnes a la orilla del mar, y todas con su respectivo patio lleno de plantas y de flores,
pintado de azul. Y fué uno de eses patios de Sitges el que Rusiñol trasladó a la tela reali-
zando una de sus más populares obras pictóricas, y acaso !a que mayor número de veces ha
sido reproducida. Más tarde, ese mismo patio le inspiró un breve cuento, tierno, triste y des-
olado que, como aquellos de D'Amícis. ha hecho verter muchas lágrimas de emoción, y,
por fin, teatralizó el asunto, completando con esta obra el éxito emotivo que obtuviera
con el cuadro.
Cuando llegué a Sitges, aceptada la hospitalidad del maestro, quise conocer el patio
azul; pensaba visitarlo, y, previo permiso del dueño, hasta cortar alguna flor; pero, ya frente
a la entrada de la casa, apareció en mi mente la imagen de la pobre muchachita moribunda
que expiraba en medio de sus flores mirando al mar, y, dominado por la emoción que a duras
penas logré disimular, renuncié a mi propósito.
— No quiere que entremos, me dijo Rusiñol, sorprendido.
— No; otro día... Y seguimos andando por las limpias calles de Sitges. donde cada
transeúnte que encontrábamos saludaba con campechana familiaridad al ilustre pintor de
los jardines de España.
— Toda esta gente de la costa me q.iiere mucho. . .
Anduvimos algunos centenares de metros, y de pronto Rusiñol se detiene.
— ¿Sabía usted que aquí, en Sitges. tenemos un monumento al Greco?. . . Pues sí; el
maestro tiene su monumento debido a una humorada nuestra de juventud. . .
Hace veinticinco años, Rusiñol adquirió el primer Gre ;o para su "C^u Ferrai» que apenas
iniciaba, y solemnizando el acontecimiento organizó, con Zuloaga. Casas, Clarasó y otros
artistas, una gran recepción en Sitges, de la cual participaría toda la población. Así fué, en
efecto. Aquella gente simple, pescadores y marineros casi todos, acudieron curiosos a la esta-
ción para recibir al Greco, de quien tanto veníase hablando, y apenas llegó el tren y descen-
dido Zuloaga, los pescadores de Sitges prorrumpieron en aclamaciones frenéticas, creyendo
que ése era el huésped para quien habíase organizado la recepción. . . En la pequeña plaza
de! pueblo, esa misma tarde hubo discursos conmemorando al maesitro, y alguien lanzó la
idea de su monumento, iniciándose en seguida la subscripción, que no tardó en alcanzar
lo necesario para realizar la obra, de la que se hizo cargo el escultor Clarasó. . . Y al poco
tiempo, el monumento era inaugurado solemnemente nada menos que por el gran tribuno
Nicolás Salmerón. . .
Ya llegamos al refugio. En el jardín hay mirtos, laureles y bojes. Y hay lo que se observa
en todas las lelas del maestro: silencio, interrumpido apenas por un leve rumor de hojas
secas. . . Penetramos a la primer sala y sentimos la embriaguez provocada por la visión de
tantas maravillas, sobre las cuales el cincel o la paleta han dejado el perfume de la inspiración
y del genio ... Y en medio de esa casa encantada, dueño y amante de todo, el último bohemio
de España, el abuelo Rusiñol. explica amorosamente, como lo haría un novio, la historia
de cada objeto, las bellezas de cada pieza.
Tito L. Foppa.
ENTRADA DEL JAR-
DÍN DE LA CASA
DONDE «EL PATIO
A?UL» INSPIRÓ EL
MEJOR CUADRO Y
LA MÁS BEI LA Y
SENTIDA PÁGINA
DE RUSIÑOL.
DON SANTIAGO RU-
SIÑOL, EN SU PA-
SEO HABITUAL,
TOMANDO APUN-
TES PARA SUS
CUADROS.
— T=>LX
i-^.-X—
P
I
L /^
.A, D O S j\
5 T ^ N G I A
Hoy he hecho un descubrimiento que me ha
elevado a la condición de hombre de mundo.
Quiero decir que hoy he conocido a un hombre
enigmático y que ese conocimiento ha llevado a
mi espíritu una frialdad desdeñosa. He visto que
todo es bien poco y que obramos como verdaderos
ingenuos cuando nos desconcertamos ante la ajena
importancia.
El lector recordará haber sufrido, en su vida de
relación, decepciones magníficas. Y habrá pensado.
en tal trance, que la distancia engrandece a los
hombres, al contrario de lo que sucede en la óp-
tica física. Un hombre protegido por la piadosa
distancia es siempre un hombre de pro. La distan-
cia es embustera como un vidrio convexo: engran-
dece, aumenta, amplifica. De ahi que. vistos de
cerca, nos parezcan infinitos portentos prodigios
de enciclopédica pobreza.
Digo que la distancia engrandece y que por eso
nos parece tan puro todo lo que oculta su realidad
cotidiana. Asi hay tantos conspicuos, tantos exi-
mios, tantos importantes señores. No hay más
que mantener una habilidosa estrategia... Con
esa estrategia don Fulano sigue siendo don Fu-
lano, no siendo más que una creación de su sastre.
como don Zutano sigue siendo el de siempre, no
siendo más que la creación de un daltonismo
Ello ha sido que. por obra de la casualidad, he
salido a dar un paseo con un hombre de extraor-
dinaria importancia. El automóvil, inaudible, co-
ruscante, magnífico, nos ha llevado hasta la punta
del muelle. Y ha sido también que, en la beatitud
de la tarde, un acordeón destemplado ha prorrum-
pido en melodías quejumbrosas...
— ¿Paramos aquí? — he dicho yo.
— Como usted guste — ha contestado el señor
importante,
Y en tanto que el importante señor se ha dado
a la contemplación de sus polainas grises, yo me
he puesto a pensar en la sinceridad del arte vulgar.
Aquella voz era encantadora como una pena bien
expresada. Diríase que era la voz de un viejo al-
deano que, en las notas graves, recitaba sus pe-
queños pesares y reía, jovial, en las notas más altas.
Y yo he dicho:
— Es sublime.
— Indudablemente - ha dicho el señor de la
rara importancia.
rpar
K/[ yX N U E L
.^ 7. N A K
Después he pensado que comunicar la emoción
es la suprema dificultad en el arte. La acción es
descriptible. Lo arduo es traducir la emoción de
un momento, la expresión de una sola mirada, el
encanto de un solo tono,
— ¿No cree usted?...
Una frase trivial ha venido a decirme que el
buen señor no quería comprender esas cosas. Y eso
que el buen señor ha sido siempre un hombre de
pro. Al menos yo siempre le he tenido por usufruc-
tuario de una gran importancia. Para eso es un
hombre olímpico que no dice nada. Bien puede
el vulgo atribuir a su silencio enigmático todas
las excelencias del mundo.
Después... Después, nada. El automóvil ha
vuelto junto a la borda de una goleta; ha tomado
por la extensión de una fresca avenida, y nos ha
dejado después al umbral de una puerta... Allí
he dicho — cómo no — que me ha gustado el pa-
seo, que hemos gozado de una deleitosa audición,
que. . .
En conclusión: Hoy he conocido a un volumi-
noso señor, y juro que no he descubierto el Pacífico.
A todo lo mío ha respondido un triste, un obscuro,
un obstinado silencio. . .
Por eso he dicho que hoy he hecho un descu-
brimiento que me ha elevado a la condición de
hombre de mundo.
pR©/\NCs)i(s/"co p)yxoLo MicheTTí.
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COLONIAL
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DON~ CARsLOoT- Oe/STANDON
UNO DC LOS DELICIOSOS
RINCONES DE LA CALERÍA
EXTERIOR.
N la costa
orienta! del
Pacífico, tan
bravia como
magnífica,
casi frente a
Santiago, le-
vántase un
pueblecito
privilegiado, donde la prima-
vera parece complacerse en un
sueño perpetuo. No hay en él,
según el clima ideal de los
cuentos de hadas, ni frío, ni
calor, y rosas, claveles y gera-
nios florecen hasta en in-
vierno. Llámase El Zapallar,
nombre criollo por excelencia.
Pequeño feudo de la prima-
vera sobre el misterioso Paci-
fico, todo él es perfume y
bonanza bajo el cielo azul.
Como el byroniano Lido del
Adriático, como el gálico Trou-
ville o el brumoso Ostende de
los legendarios crepúsculos,
este pueblecito americano, que
lleva a sus espaldas, como un
manto suntuoso, el armiño in-
marcesible de los Andes, es un
refugio del espíritu, una torre
fragante sobre el estrépito del
mundo. Rancias familias lo
habitan, rememorando actitu-
des antiguas, en un sutil aisla-
miento aristocrático lleno de
familiares cosas viejas. Tal es,
desde luego, una de las virtu-
des del carácter chileno, que
sabe conservar, a pesar de la
época, su tradicional gentileza,
libre de promiscuidades.
Son hasta treinta y cinco
viviendas señoriales las que
constituyen El Zapallar. y llé-
vase en ellas la vida selecta
del momento contemplativo,
dentro el imponderable trián-
gulo, de mar cielo y montaña.
Uno de estos señores que,
PUERTA ANTIGUA PRIMOROSA-
MENTE TALLADA DEL SALÓN
PRINCIPAL.
"VJ_rr~^i:?>x—
EL COMEDOR. CUYA REJA, VENTA-
NILLO Y VIGUERÍA SON AUTÉNTICOS.
ateniéndose a su raza y a su estirpe, fué
capaz de sereno aislamiento, es don
Carlos Ossandon. cuya hermosa casa es
típica en El Zapallar. Desentendiéndose
de arquitecturas exóticas, tantas veces
anacrónicas en nuestras tierras de Amé-
rica, el señor Ossandon proyectó por sí
mismo, dentro del más puro estilo colo-
nial del Pacifico, esta construcción ejem-
plar, la que, a pesar de ser moderna,
significa más bien una restauración de
los tipos arquitectónicos de aquel enton-
ces, ya que los elementos que la cons-
tituyen formaron parte otrora de diver-
sas obras de la época. Vemos asi aso-
ciarse en el sentimental propósito, los
graves artesonados de labra conventual.
los primorosos balaustres muslímicos, la
filigrana de los enrejados y los ricos
leños de la suntuosa portada: mientras
!a sombra azul de las rosas juega man-
samente sobre el blanco andaluz de los
muros alegres, que contrasta con el ama-
tista oriental de la montaña. Ningún
otro punto más propicio que El Zapa-
llar para el florecimiento de este manso
estilo de los «alarifes» y constructores
mozárabes de antaño, cuya primordial
intención arquitectónica fué siempre la
de procurar el sosiego, estimulándole por
la sencillez de la línea y el recogimiento
transparente de las sombras sensibles.
Así debe apreciarse en esta vivienda del
caballero chileno el sutil encanto de la
edad vieja, cuyo espiritual quietismo
desconcierta muchas veces nuestra per-
petua fiebre occidentalizante.
Con una escrupulosidad de artista que
le honra, el señor Ossandon ha dirigido
personalmente ia construcción de su
casa, ajustándose, hasta en los detalles
más mínimos, a la verdadera tradición
colonial. Aunque la fábrica arquitectó-
nica es del más definido tipo de los
viejos fundos chilenos, entran, no obs-
tante, en su ornamentación, elementos
del norte, especialmente peruanos, que.
BALCONES DE ÉPOCA
Y DETALLE DEL MI-
RADOR.
LAS REJAS Y COLUMNAS DE LA GALERÍA PRO-
VIENEN DE UN ANTIGUO EDIFICIO COLONIAL.
por otra parte, conouerdan de manera
acabada, según es lógico, si tenemos en
cuenta la í.atima relación que guardaban
entonces ambos estilos del Pacífico.
Además de la perfecta euritmia del
edificio, valorízase la vivienda del señor
Ossandon por la inusitada riqueza de
sus maderámenes. Puertas, ventanas y
balcones, todos ellos auténticos, son mo-
delos de la talla y el ajuste antiguos, que
constituían el lujo principal de las viejas
moradas coloniales. Así. en el suntuoso
y severo comedor, donde muebles y pla-
tería responden con excelencia a la ex-
quisita labor de los artesonados. Es. sin
duda, en éstos — que pertenecieron en
su mayor parte a un derruido convento
de Santiago — donde finca el gran valor
ornamentativo de la casa del señor
Ossandon.
Se les admira en todo lugar, así en la
media luz de las estancias interiores co-
mo en el claro regocijo de las galerías,
que reciben el perpetuo asalto de los
geranios lujuriosos.
Podemos decir que don Carlos Ossan-
don ha satisfecho cumplidamente el sen-
timental propósito que le inspirara al
intentar reconstruir, al margen de la
época, la querida imagen del pasado
colonial, cuya raigambre profunda sigue
persistiendo en nuestra América latina,
a pesar de todos los cosmopolitismos
adventicios de la hora.
El estilo, según los antiguos, no es
principio, sino resultado, y debe ser, en
primer término, una consecuencia lógica
del ambiente y no un sobresalto acciden-
tal, como sucede tan a menudo.
Por eso deben aplaudirse las iniciati-
vas artísticas que, como la del señor
Ossandon, oriéntanse por el seguro ca-
mino de la pura tradición nacionalista,
insubstituible y sazonado fruto de la
experiencia,
Fernán Félix de Amador.
R
M
AVE
DE ZAVATTA.iO
R
>.^^ —
♦ ♦ >
\ú^tm
A notable artista, señora Ana Weiss de Rossi, puede ano-
tar como un nuevo triunfo la exposición que reciente-
mente ha presentado. Todos los cuadros, que represen-
tan un año de infatigable labor, merecieron los elogios
unánimes del público, verdadero y casi único crítico en
cuestiones de estética.
Desde sus primeras tentativas pictóricas, la se-
ñora Weiss de Rossi se reveló como una de las me-
jores representantes que el bello sexo tiene en las
bellas artes. Estudiosa, tenaz, llena de vocación y
de un selecto espíritu, pronto dominó las dificul-
tades técnicas y se hizo notar ventajosamente.
Sobre un fondo de dibujo correcto trazado firme-
mente, su pincel extiende el color con suaves y bri-
antes matices, dando vida a las figuras. Su especialidad es
el retrato, y en él pone todo su talento, un talento donde se
mezcla la sensibilidad femenina a una factura impregnada
de vigor varonil.
Artista de conciencia, creyendo devotamente que el pin-
tor ha nacido para dar la sensación de lo real a fuerza de sin-
ceridad, no acudió a otros procedimientos ni se embanderó
en escuelas ilusorias. Dibuja lo que ve y lo entona con colo-
res aproximados a la coloración verdadera, como los maestros.
«DE FIESTA».
■t^L- \
"V'i ~nr:í.-x-
.;gones? No
.'pedias que
ElUs se han empeñado
•niento del poeta y lo
reiierer. : mbre al alto 1868.
Y DO e^ impoco el dato de
un diociü.... .^ ...■ .,,.^,,,„ ¿enero y hecho con
igoal prolJ)idad. editado en París, según el
nal Lugones nacü en 1870. Leopoldo Lu-
(onat nadó en la provincia de Córdoba, en
ño Saco, en 1374. El hombre, como se ve.
no puede qiieiane de stis cuarenta y cinco
aAos. Las ha vJTido bien. Basta revisar la
densa IMa de sus obras publicadas para
oompnnder que no ha perdido el tiempo
I los dias ya lejanos en que empezó a
I sa firma en los periódicos locales de
C6tdoba. Era entonces un recio muchacho
que ae anunciaba distinto de los demás por
sa tacas» vocación por el doctorado, tan di-
fundido en la región y que constituye, con el
pariente cura, un rasgo nobiliario de las fa-
milias de pro. Otros caminos le llamaban. Ni
el doctorado ni la iglesia solicitaban sus sim-
patías. Si aquello podia tolerarse con algún
asombro, esto último ya daba que hablar a
los tranquilos vecinos del barrio de San Fran-
dsoo. donde pululaban los elegantes de la
localidad, prontos siempre para salir con el
drlo a la calle e infaltables tanto en la misa
como en la confitería principal desde cuya
acera se asiste a la retreta de la plaza. Y dio
mudw que hablar, en efecto. Decía y hacia
cosas raras. En las columnas de la prensa
cordobesa comenzaron a aparecer versos que
no estaban dentro de las reglas que desde
hacia lustros incontables venían enseñándose
en el grave claustro del colegio. Eran los
versos de Gil Pai, su seudónimo de la ini-
ciad ón.
En la rueda de amigos, Lugones exponía
sus ideas literarias y filosóficas que dentro
de poco debían traducirse en el principio de
la obra fuerte y de la acción pública cons-
tante, que ha hecho de íl en nuestro país a
un continuo removedor de pensamiento, a
un elemento destinado a inquietar el espíritu
dirigiéndolo o exacerbándolo. Su nombre.
aun no había llegado al tumulto de Buenos
Aires. Sólo una vez, en la redacción de la
extinguida Tribuna, Mariano de Vedia lo
dtó en una conversación al contar sus im-
presiones de un viaje a Santiago del Estero.
Asistió allí a la inauguración de a estatua
de don Lorenzo Lugones. coronel de la Inde-
pendencia. Despuís de los oradores impor-
tantes, qu; habían volcado sobre el auditorio
la elocuencia consabida de los homenajes,
se irguió un joven de aspecto muy provin-
ciano, que exaltó al hóroe con palabra inusi-
tada en tales actos. Era Leopoldo Lugones.
Mariano de Vedia, sin tener aún una noción
precisa de aquella mentalidad que se abría,
hablaba con entusiasmo de ese discurso oído
al azar en una consagración cívica de San-
tiago. Años después vino Lugones a la me-
trópoli y cayó a Tribuna con una carta de
Carlas Romagosa. Asi empezó su conquista
de Buenos Aires. Pero venía precedido ya de
una fama inquietante. En Córdoba se contó
invariablemente con su concurso para todas
las parrandas subversivas, desde la prédica
anticlerical hasta la propaganda de las ¡deas
avanzadas, esas ideas avarizadas que suelen
aterrorizar con tanta vehemencia a los que
viven en el interior y se hallan todavía en el
dulce periodo del azoramiento. ¿Habrán de-
jado de persignarse los excelentes conter-
tulios de la universidad de hace veinte años
al leer los artículos de Lugones en las colum-
nas inflamadas de Tribuna Libre? Allí escri-
bía la juventud tumultuosa de Córdoba, el
núcleo hondamente descreído que florece
con violencia en los centros ortodoxos. Lu-
gones era el jefe y el maestro. Buenos Aires
no lo diluyó en sus poderosas corrientes. Al
contrario. El espectáculo de la gran dudad,
en vez de desconcertarlo, acentuó su em-
prendedora energía y no tardó en ser una
persona visible. En aquellos años funcio-
naba el Ateneo y en el Ateneo se libraba la
vasta batalla entre los servidores de la tra-
dición clásica, que gemían en vocativo, y los
imprevistos defensores del nuevo movimiento
artístico que tenían en Rubén Darío su ex-
presión y su pauta. Lugones, seflalado ya
en Córdoba como revolucionario en litera-
tura y en lo que no era literatura, se incor-
poró al grupo rebelde, acogido inmediata-
mente como la más alta esperanza de la
escuela renovadora. Darío le llamó «el for-
midable Lugones», y en las redacciones se le
dtaba con admiración y con inquietud. Los
clasicistas sostenían que el modernismo de
la flamante poesía y la técnica flamante de
esos destructores provenia del falseamiento
*!)t:)Lio
GO^GMVNOrr
del idioma. En las discusiones familiares del
Ateneo, los adeptos del viejo rito solían exas-
perarse hasta perder la línea solemne de su
postura al comparar !a producción de los
poetas ilustres con los ejemplos de los mo-
dernistas. Lugones se dedicaba a hacer el
análisis de los versos que recitaban sus con-
trincantes. Lo hacía con agresivo buen hu-
mor, con prolija crueldad. Al principioapenas
advertían al adversario venido de tierra
adentro, prontose vieron obligados a conside.
rarlo; porque ese revoltoso poseía el don de
atraer con la palabra, los encadenaba con su
dialéctica potente y, además, sabía hasta la
saciedad. Los clásicos fueron vencidos, los
clásicos se retiraban del recinto cuando este
hombre, de ademán vehemente y nervioso y
de voz resonante, iniciaba una discusión. La
aparición de su primer libro, Las Montañas
de' Oto, lo sacó del comentario reducido del
círculo, de los debates apasionados del ce-
ná:;ulo para entregarlo a la polémica pública.
En 1900, cuando yo frecuentaba el aula del
Colegio Nacional, sus versos ya se discutían
en la clase de retórica. Había dos partidos.
Los abogados de la escuela clásica se agru-
paban en torno del profesor y los revolucio-
narios levantábamos la nueva bandera y
escribíamos orgullosamente en el pizarrón
ejemplos sacados de Prosas Profanas, de Las
Montañas del Oro, de Castalia Bárbara. Un
día nos encargaron una composición sobre
el alejandrino. Empecé a leer la mía: <<Los
mejores alejandrinos del idioma castellano
se han escrito en Buenos Aires». Dicen así:
Es una gran columna de silencio y de ideas
en marcha. El canto grave que entonan las
[mareas. . .
— ¿De quién son estos versos? — interro-
gó el profesor con acento angustiado.
— De Lugones.
— ¡Vete al patio, anarquista!
En la clase siguiente, no bien se sentó el
profesor en la cátedra, le manifesté que los
maestros no tenían derecho de imponer a
los estudiantes sus ideas artísticas y sus
creencias literarias. Estaban obligados a en-
señarnos a aprender, pero no a aceptar cie-
gamente lo que nos suministraban. No nos
gustaba Núñez de Arce y nos parecía un
pobre señor el venerable Olmedo. Y con
tranquilidad de homicida leí mi composi-
ción sobre el alejandrino. Cuando terminé
la lectura los alumnos aplaudieron. El profe-
sor no volvió más aquel año. Lugones se in-
trodujo así en los espíritus juveniles. Nos
dominaba su audacia, la belleza que presen-
tíamos en su poesía que aun estábamos lejos
de abarcar en la amplitud total de su valor
y en la compleja diversidad de sus matices.
Pero advertíamos en su fondo algo distinto,
algo nuevo, que nos apartaba de la matraca
pseudo-clásica, de las candidas orgías de Flo-
res, de la cavernosa chocolatería de Mármol,
de la ruta trillada y gris de los versificado) es
americanos que no podían dar un paso sm
invocar desesperadamente a la anémica mu-
sa de ojos lánguidos cuya imagen aparecía
en los tomos opulentos de las antologías.
Lugones sigue siendo el poeta de la juven-
tud. Lugones no ha cambiado. La leve huella
del tiempo ha puesto un tono grisáceo en sus
sienes. Su energía es la de antes. Oigo decir
a menudo que Lugones cambia mucho de
ideas. Esa acusación no es infundada. Cuan-
do se tiene ideas es menester irlas cambian-
do, porque las ideas vienen de los hechos y
de las circunstancias, que son las que cam-
bian. Es natural que el liberalismo del escri-
bano y el socialismo de boticario no varíen
ni en forma ni en substancia porque ambos
pertenecen en sus convicciones a la raza de
los que siguen a los demás. Lugones es de
los que crean las ideas y es lo lógico que in-
terprete los sucesos del mundo con la visión
del futuro, con el concepto transcendental
del pensador en quien la variabilidad es un
signo de vigor fecundo. Como artista, Lugo-
nes ha ido simplificándose hasta llegar a su
fuerza expresiva actual. Como pensador, su
obra revela una línea constantemente man-
tenida, una línea interna que indica en
la totalidad de la obra realizada idéntica
orientación hacia la belleza y hacia el bien.
En realidad, es esta su filosofía permanente
y es este el sentido primordial de su poesía y
de su prosa. Nadie, entre nuestros escritores,
se ha consagrado con más intensa pasión a
servir al ideal argentino, en la acepción su-
perior del vocablo. Lugones repite el espec-
táculo grandioso de Sarmiento: es un traba-
jador de la justicia y de la libertad, v lo hace
con sencillez admirable, con la humildad ale-
gre del buen obrero que cumple una tarea
normal.
»>x—
''o tengo un gato que, desde luego,
vale menos que el perro Riquet,
amigo de Anatole France. Sin
embargo, como todo lo que vive,
es preciosa fuente de enseñan-
zas. Paso horas enteras contem-
plándole, mientras él, de tarde
en tarde, se digna mirarme casi con desprecio.
Si se deja acariciar, es porque le agrada, no por
darme placer. Si se acerca mimoso, es porque
pretende algo. Es tan egoísta, que parece un
hombre superior y perfecto. Durante mucho
tiempo lo he creído feliz; tiene comida abun-
dante, mullida cama; por estar enmasculado ca-
rece de ciertas inquietudes. . . Sin embargo, no es
dichoso. He aquí las razones.
LOS ANHELOS SUPERIORES
Decía un poeta:
Aquí, para vivir en santa calma,
o sobra la materia o sobra el alma.
Efectivamente: es el anhelo de cosas superiores
e inalcanzables, de perfecciones ilimitadas, lo qué
empequeñece el placer de los sentidos, y es el tirón
de la carne lo que nos arranca de los ensueños
cerúleos. Los señores psicólogos suelen ver en esto
una demostración de la inmortalidad del alma.
Dicen: esa ansia de inmortalidad tiene que ser sa-
tisfecha en una vida eterna; de otro modo Dios,
que la ha puesto en nosotros, sería cruel, lo que
no es posible. . .
Pues bien, mi gato padece anhelos superiores,
confusamente, pero sufre el noble mal de amar a
lo imposible. Le gustan las ostras y los langos-
tinos, furiosamente; el pescado, en genera!, es uno
de sus manjares predilectos. Pues bien: el gato de
por sí, ¿cómo satisfaría ese apetito tan vehemen-
te? Le gusta el pescado y odia el agua. ¿Compren-
WWi^^ffW^^^^^^^^^
deis la cruel contradicción? El gato no se arries-
gará nunca en el mar ni en el río; desde la orilla,
como Moisés, que vio y no pisó la tierra prome-
tida, verá los pececillos, los bancos de ostras, los
moluscos pegados a la roca. . .
Esa afición a los pescados, crustáceos, etc., es
en mi gato natural; desde el primer momento se
lanzó a devorarlos; estaba en su instinto. Y ese
deseo no tiene medios propios para satisfacerse.
No hay tanta diferencia, pues, entre los gatos
que gustan del pescado y los hombres que pedi-
mos virtudes impolutas, muy inasequibles.
CONCEPTO DE JERARQUÍAS
Mí gato, como los demás animales, incluso el
hombre, al colocar sus afectos ha tenido en cuen-
ta ante todo el interés. Lo mismo que vosotros,
cuando vais a depositar dinero en un banco, dudáis
en la elección de cuál, pues hay que conciliar el
interés con la seguridad, mi gato ha discutido a
solas, que es la discusión más honda, entre mi
persona, la de la cocinera y la del carnicero que
de mañana viene a casa. Es, pues, un gato pru-
dente, no un gato pasional y romántico, de esos
que alborotan por los tejados, locos, hambrientos,
enamorados bohemios de la libertad. El carnicero
le da amplia pitanza, la cocinera lo regala con
de enfrente y ha comprendido que sólo el culto
y la posesión del fuego lo separaba de esos des-
graciados errantes. Por esto tiene culto por la
llama; significa para él la propiedad, la casa, la
vida fácil . . . Por otra parte, como él no sabe
encender fuego, lo admira.
Las fieras salvajes odian al fuego porque es
golosinas, le permite
echarse en los ladrillos
tibios del fogón; yo lo
acaricio, le doy la comida que a él le gusta, y, para
hacerle sentir mi autoridad y jerarquía, de cuando
en cuando le aplico un puntapié. El gato sabe,
además, que sólo ante mi persona se abren las ha-
bitaciones que tienen cortinas de encaje, almoha-
dones recamados, que para sus uñas son placer.
El gato, después de mucho meditar, ha decidido
engañarnos a la cocinera, al carnicero y a mí. Se
aprovecha de todos, pero entre todos me prefiere
porque soy quién le pega. ¡Admirable filosofía,
manual de vida internacional para los pueblos,
alma femenina! Sin embargo, esta política en-
vuelve el dolor de no ser fuerte...
LOS PRIMEROS DIOSES
Igual que los hombres de los primeros días del
mundo, mi gato adora al fuego. No porque le dé
calor, sino porque es fuego. Adora, sobre todo, a
la llama. Las estufas eléctricas, no obstante su
resplandor, le inspiran menos simpatía que las
fogatas de leña. Él sol no le interesa más que
cuando hace frío y la chimenea está apagada. Se
tiende frente a las llamas y las mira devotamente;
su inquietud, su color, su movimiento, lo atraen
como a los niños un espectáculo de magia. Des-
pués cierra los ojos para meditar, como los bue-
nos fieles en la oración . . . ¿En qué piensa? No
digáis: ¡en nada!
El gato comprende que el misterio de la vida
civilizada está en el amor al fuego; ha visto a
gatos escuálidos en el alero del tejado de la casa
su enemigo, pero las reducidas a domesticidad lo
aman; tal el gato y su abuelo el tigre.
Sin embargo, mi gato, cuando la luna de agosto
bruñe los tejados, la mira nostálgicamente, como
si estuviera avergonzado de amar al fuego ence-
rrado en una estufa.
AUGUSTA
SOLEDAD
Si el gato creyera que los hombres son anima-
les, sería imposible reducirlo a domesticidad. Nos
cree seres superiores, y por esto en su servidum-
bre no encuentra humillación. Igual nos ocurre
a nosotros con los emperadores, los multimillona-
rios, la gente célebre.
Porque el gato odia a todos los demás anima-
les: riñe con los perros, salta furioso sobre las
moscas; si tiene gatitos los abandona, pues sólo
sabe contar hasta dos, lo que disminuye su capa-
cidad de afecto para la prole, se olvida de sus due-
ños que lo miman: quiere vivir, como la Inglate-
rra de la reina Victoria, en un espléndido aisla-
miento. . ., en una despensa bien provista. Como
veis, este amor a la soledad en el gato no es inde-
pendencia, sino egoísmo. Me toca mayor parte
en todo, se dice el gato cuando está solo en una
casa. No es que sea misántropo ni austero: es sim-
plemente egoísta.
Ahora bien : el egoísmo, que es la perfección en los
animales, suele ser, además, la demostración de
su fuerza. El individualismo es la madera de los
héroes. Suele ser, además, el camino de la feli-
cidad. Y asi mi gato, como las grandes figuras
de la historia, desdeña a todas las semejantes o
gemelas; quizá unas y otras aspiran solamente a
que les toque a más...
Pero con todo es un poquito triste vivir solo.
CTeo dp B E R. NVA L D/O
— T=>LS\^S,
•>X—
SEÑORA ADELA ZEMRO-
RAIN DE DEL CARRIL.
SEÑORA MARTA LELOIR
DE UDAONDO.
Un año más toca a su" término;
un año pnás, en cuyo transcurso, se
han multiplicado las actividades de
nuestra intensa vida mundana, pro-
longándose la season pcrteña hasta
el último limite... hasta que la
brillante, infatigable farándula haga
un breve paréntesis en su incesante
girar, para volver a reanudar, días
más tarde, la deslumbradora exis-
tencia de las playas aristocráticas,
de las i'illeg^iatturas a la moda. . .
Y en este año que termina ha
culminado, como no lo fuera jamás,
la realización de festivales con fines
de beneficencia: el sostenimiento de
obras de importancia transcendental
en nuestro ambiente, y consagradas
ya por nuestra sociedad; la apre-
miante obligación de reparar las
tristes consecuencias de la catástrofe
que devastó extensas zonas del país;
el anhelo de remediar en lo posible
tantos dolores, tantas miserias, ini-
ciando nuevas obras caritativas, han
constituido — ¡eterna anomalía! — un
brillantísimo programa de fiestas de
toda índole, al que ha respondido en
todo momento, y con generosidad
suma, nuestra sociedad entera.
Ha habido verdadero derroche de
inventiva, de actividades, de per-
severancia.. . Ha habido, también,
esa noble emulación que nos incita
a realizar nuevos esfuerzos, tendien-
tes todos al beneficio colectivo. ,Que
se ha logrado descubrir algún des-
tello de vanidad personal o suficien-
cia, dentro de la magna obra llevada
a cabo?
Tal vez... pero bien puede perdo-
narse esa pequeña debilidad tan hu-
mana, porque ha llegado a perderse
en el conjunto de tantas calidades,
como se desvanece el hilillo desco-
lorido en la trama brillante policro-
ma, de maravilloso tapiz.
A la institución femenina oficial
del país, a la tradicional Sociedad
Damas de Beneficencia, fué a quien
correspondía de derecho el organizar
el festival magno en favor de las
víctimas de las inundaciones de la
provincia de Buenos Aires. Presidida
por la junta de damas más represen-
tativa del país se realizó, en la sun-
tuosa sala del Colón, el festival que
superó a todos los de su género, por
su importancia artística y la brillan-
te asistencia que respondió al llama-
miento de la institución que evoca las
más nobles y abnegadas tradiciones
de nuestra historia; en el vasto pal-
co oficial del frente de la sala, rodea-
ban a la actual presidenta de la So-
ciedad de Beneficencia, doña Inés Do-
rrego de Unzué, las figuras femeninas
más prestigiosas de nuestra aristo-
cracia, los nombres más destacados
en la actuación social y política de
la Argentina.
Perdurará por mucho tiempo aún,
en nuestros anales mundanos, el
recuerdo de esa noche del 28 de
julio; se cantaba Manon, interpre-
tando la música del mago Massenet
las más grandes eminencias del arte.
En la penumbra de la sala, mientras
se escuchaba devotamente el sueño
de Des Grieux, fulguraba el mirar
de los más lindos ojos del mundo,
y fulguraban a la vez los diamantes
que ceñían los cabellos y gargantas
de tantas hermosísimas figuras...
También celebraron interesantes
festivales durante la temporada lí-
rica del Colón y del Coliseo socieda-
des tan prestigiosas como la Caja
Dotal de Obreras, La Congregación
del Divino Rostro, Las Cantinas Ma-
ternales, la Cruz Roja Argentina;
culminando esta serie con el éxito
brillantísimo del festival organizado,
en su faz artística, por el Círculo de
la Prensa, que invitó, para celebrar
en conjunto tan importante aconte-
cimiento, a la Sociedad Damas de
Caridad, cuya junta directiva realiza
tan fecunda obra de previsión y
beneficencia.
Luego se consignan en este balance,
de festivales con fines altruistas,
notas de índole bien diversa, y, sin
embargo, igualmente interesantes. . .
Las Hijas de María de la Santa
Unión hacen conocer al público por-
teño las últimas cuartillas escritas
por el malogrado poeta Amado Ñer-
vo; su espíritu ampliamente generoso
había prometido hablar a favor de
los niños amparados por la santa
Escuela del Buen Consejo, y la pro-
mesa fué cumplida a pesar de la sen-
tencia inexorable. . .
Fueron recogidas por manos pia-
dosas las cuartillas abandonadas en
medio del trabajo, y para escuchar
su lectura se con-
gregó en la sala del
Odeón una asis-
tencia selectísima,
que, intensamente
conmovida por el
reciente y doloro-
so desenlace, quiso
hacer acto de pre-
sencia en esa tarde
que debió ser de
gala, pero que fué,
en cambio, tarde
de muy hondas
emociones.
Pocos días des-
pués, todo Buenos
Aires, es decir, to-
do el mundo bri-
llante y animado,
ávido de nuevas
impresiones aplau-
día con inusitado
entusiasmo el es-
pectáculo de sabor
genuinamente na-
cional, organizado
por las distingui-
das damas consti-
tuidas en comi-
sión en pro de la
Asistencia Públi-
ca; genuinamente
criollo fué el inte-
resantísimo pro-
grama, y rompiendo el hielo de los
prejuicios, que paraliza tantas ve-
ces las más simpáticas iniciativas,
hubo un grupo animoso de señori-
tas pertenecientes a nuestros más
altos círculos, que evocó en el es-
cenario del Grand Splendid todo el
encanto y la poesía de las figuras
cantadas por Echeverría, Del Campo
y Ascasubi.
Bizarros y románticos, no faltaron
gauchos y paisanos que las acompa-
ñaran para tan interesante aconte-
cimiento; todos ellos, hábiles gui-
tarreros, hicieron vibrar allá, muy
hondo, una fibra casi olvidada ya,
por decreto de la moda. . . el acen-
drado cariño por las cosas de la
tierra, ese íntimo sentimiento que
hacía estallar el aplauso, mientras
más de un espectador sonreía, hú-
medos los ojos de grata emoción. . .
Muchos han seguido luego el ejem-
plo dado; incesante bordoneo de
guitarras, con sus tristes cadenciosos,
animadas huellas, vidalitas, gatos
o malambos vibran en nuestros
oídos, evocando las escenas de la
vida serena de las viejas estancias
criollas; otras veces, son cantares
andaluces los que vibran alegres
en el ambiente; acompañan a la gui-
tarra las bulliciosas castañuelas; es
el patio andaluz, con toda su alegría,
sus tiestos de claveles, sus mantones
multicolores... El milagro se ha
realizado merced al llamamiento de la
caridad, y las figuras femeninas per-
tenecientes a los círculos más aristo-
cráticos prestigian, con el suave
encanto de su juventud, los festivales
que se suceden sin
interrupción. Es la
Liga Patriótica
con sus numerosas
y activísimas bri-
gadas; son las co-
misiones de seño-
ritas de la Arohi-
cofradía de Nues-
tra Señora del
Huerto y del Asilo
de Nuestra Seño-
ra de Lujan, de
los Niños Pobres
de Nueva Pompe-
ya; es también la
Sociedad de Soco-
rros de San Isi-
dro . . .
Cuadros vivos,
en los que se ad-
miraron las figu-
ras femeninas más
armoniosamente
bellas; las danzas
de antaño, minués
y gavotas; lue-
go, recitación a
cargo de aficiona-
das del mérito
de doña Victoria
Ocampo de Estra-
da y de la señori-
ta María Esther
Etcheverry, cuyas
excepcionales dotes las han consa-
grado como artistas de primera fila:
cantantes tan eminentes como la se-
ñorita Magdalena de Ezourra, que
ha favorecido este año, con su arte
exquisito, la obra de las Hermanas
de la Asunción, como también la re-
construcción de las iglesias devasta-
das en Francia. . .
Pero se destaca, entre tan diversos
espectáculos, la realización de la feé-
rica leyenda de los Cisnes Encanta-
dos. . . y fueron los niños afortunados
los que gozan de todos los privilegios
de la vida quienes trabajaron para
los desheredados de la suerte, para
los enfermitos que hacen provisión
de vida y alegría, en las Colonias de
Niños Débiles fundadas por la socie-
dad Escuelas y Patronatos. Era un
espectáculo inolvidable el contem-
plar aquellos diminutos actores,
transformados en príncipes, cortesa-
nos, elfos, aldeanos, cazadores. . . ad-
mirablemente disciplinados, obede-
cían al llamado desde la vasta sala;
como verdaderos elfos, se levantaban
por encanto de sus asientos, para pre-
cipitarse al escenario, que llenaban
con el delicioso encanto de sus figu-
ritas, con toda la gracia de sus ade-
manes.
Luego, hay que mencionar las fies-
tas a bordo de los grandes barcos,
organizadas por asociaciones argen-
tinas y extranjeras; las exposiciones,
torneos de tennis, los bailes y tes en
el Plaza Hotel...
Y se inician, por último, los gran-
des festivales al aire libre; la brillante
caravana mundana se traslada al
Talar de Pacheco, la soberbia pose-
sión cuyo Teatro Nature podría lla-
marse Teatro de Ensueño . . . Lore-
ley, la aristocrática residencia de la
famila de Napp, en Belgrano, reabri-
rá también sus puertas en favor de
los menesterosos de los alrededores,
y en el recinto de su hall señorial se
desarrollará una de las fiestas más
interesantes del año; los artistas ele-
gidos sabrán vivir las escenas evoca-
das. . . y el programa será exquisita
y elevada nota de arte. . .
Debería cerrar este ciclo extraordi-
nario de fiestas con fines caritativos
el Corso de Flores tradicional: pero
¡quién sabe!... Se anuncia la Navidad
de la Paz. y este advenimiento ha de
despertar intenso anhelo de partici-
par de él . . .
«La vida no merece ser vivida sino
logra realizarse obra útil, — oíamos
decir días pasados a una interesante
figura femenina— obra útil, fuera del
límite encantado del hogar; obra útil
en favor de los desheredados de la
suerte ...»
Y a este sentir debemos, ¡eterna
anomalía!, el brillantísimo programa
de fiestas que ha influido para que
la incesante farándula no se detenga,
aun prolongándose la season porteña
hasta el último límite.
La Dama Duende.
— i=>i_;v^:s
EN LA PEIOUil
r^íuie
L Hipódromo Ar-
gentino en días
de reuniones
clásicas consti-
tuye una de las
sorpresas que
aquí recibe el extranjero. Cuanto más
inteligente es en cuestiones turfistas y
más conocedor de otros hipódromos.
su asombro es mayor. Efectivamen-
te, no espera encontrarse con re-
uniones donde tan altas brillan la
belleza y la elegancia de la mujer
porteña. Y si de turf se trata, resulta
indudable que los miles jugados en
pro de los caballos favoritos dan una
idea de la enorme potencialidad de
Buenos Aires.
La reunión celebrada el domingo 9
de noviembre ha sido extraordinaria
dentro de lo extraordinario a que el
hipódromo nos tiene acostumbrados.
Más de treinta mil personas acudie-
ron a la cita, buscando las emociones
del Gran Premio Carlos Pellegríni,
IlíOL
el último clásico de la temporada.
Entre esa enorme concurrencia se
destacaban las representantes más
prestigiosas del bello sexo, formando
un conjunto de distinción y gracia.
La riqueza elegante de las toilettes
primaverales donde brillaban los sua-
ves colores de moda, daban a las tri-
bunas un aspecto deslumbrador.
Y durante la carrera del día, en los
breves momentos que Tiny, el potri-
llo victorioso disputaba a sus rivales
el triunfo, aquella Hite femenina so-
bresalía aún del bullicio de la emo-
ción varonil, poniendo matices de luz
tranquila entre el movimiento de
expectación y entusiasmo.
Una vez más la mujer argentina
ha demostrado su sabiduría en las
suntuosas artes del bien vestir, su
aristocrático buen tono y su belleza.
Y este derroche vale más, mucho
más, que el pródigo derroche que hay
en los 86.000 boletos jugados sola-
mente en el Premio Carlos Pellegríni.
« DE lAENZ VA-
- E y SEftOKITAS
^í,i.;.l VALIENTE. PARE-
KA. LAGOS. VÁRELA riTA-
LUOA Y CAPITÁN DE HA.
V>0 TIBURCIO ALDAO.
VISTA DE LA «PELOUSEt
«OMENTOS ANTES DE CC
RRERSE EL PREMIO CAR-
SEÑORA Y SEÑORITA DE
GUERRICO Y UN GRUPO
DE DISTINGUIDAS DAKAS
COMENTANDO LA VICTO.
RIOSA CARRERA DEL YA
CÉLEBRE «TINY».
IOS PELLEGRÍNI. EL UL-
TIMO DE LOS GRANDES
CLÁSICOS DEL AÑO.
"VLrPK2>X—
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'EL ESPEJO
N O
ENGAÑA
Recetas sencillas y prácticas para conservar
por CHARLOTTE ROUVIER
la belleza
Ninguna mujer se preocupa de la edad que
tiene mientras parece joven; y teniendo en cuenta
que bajo el marchito cutis exterior cada mujer
posee una piel nueva y hermosa, aparece entonces
subsanada la primera dificultad que preocupa a
muchas damas afectadas por una vejez prematura.
pues se trata entonces de descorrer ese velo que
en tantos casos empaña una belleza. Cuando debi-
do a la edad u otras circunstancias, el cutis deja
de eliminar su capa exterior por paralización de
ese proceso natural que es la renovación periódica
de la epidermis durante la juventud, ha llegado
el momento de ayudar a la naturaleza a hacer lo
que ella debiera por sí sola.
Y este procedimiento entusiastamente adoptado
hoy por numerosas damas, es muy simple y agra-
dable. Se emplea sencillamente un poco de cera
mercolizada de buena calidad, aplicada al rostro
a manera de cold cream. La cera absorbe paula-
tinamente el cutis exterior gastado y de mal as-
pecto, descubriendo la piel hermosa, tersa y ju-
venil que bajo aquélla se encuentra. Si usted está
actualmente en estas condiciones, adquiera en la
farmacia un poco de cera mercolizada de buena
calidad y apliquesela al rostro durante algunas
noches. Nada perderá con probar este tratamiento.
y no dudo que quedará convencida y se sentirá.
como tantas otras damas. íntimamente satisfecha
y feliz de recuperar sus galas y prestigios de mujer
joven y hermosa. Un buen cutis natural, tiene
más encanto y valor que muchos artificiales.
• • •
Las canas son a menudo una seria contrariedad
que se presenta tanto a hombres como a mujeres
cuando aun se encuentran en la plenitud de su
vida. Las tinturas para el cabello no deben usarse
siempre porque sus inconvenientes son obvios y
además causan perjuicios al pelo en muchos casos.
Pocas personas saben que una fórmula muy sen-
cilla, fácilmente hecha en casa, devuelve a las ca-
nas el color primitivo del cabello, de la manera
más inofensiva. Basta con que compre usted dos
onzas de tammalite concentrada en casa de un bo-
ticario, y la mezcle con tres onzas de bay rhum o
espíritu de laurel. Aplique usted esta sencilla e
inofensiva loción a su cabello durante unas cuan-
tas noches, por medio de una esponjita, y las canas
desaparecerán paulatinamente. La loción no es
grasicnta ni pegajosa, y ha sido probada con éxito
una y otra vez, durante varias generaciones, por
las personas que han tenido la dicha de poseer la
fórmula.
* * *
Para las damas que ven su belleza desfigurada
por este molesto crecimiento de vello, constituirá
una gran noticia saber cómo se extirpa de un modo
permanente ese vello. Para este propósito debe
usarse el porlac puro pulverizado, de cuya subs-
tancia casi todos los boticarios pueden venderle a
usted una onza. El tratamiento se recomienda no
sólo para la desaparición instantánea del vello que
os desfigure, sino para matar por completo las raí-
ces, sin que por esto sufra la belleza de vuestra piel.
* * *
El nuevo tratamiento para hacer desaparecer
instantáneamente del rostro los molestos barrillos,
puntos negros, grasitud y dilatación de los poros,
es tan sencillo y agradable que me ha sorprendido
ver todavía algunas damas ostentando tales feal-
dades en la cara, en las cuales es visible la depre-
sión moral que tales contrariedades causan. El
procedimiento a seguir es muy sencillo. Obtenga
algunas tabletas de stymol. cuidando estén siem-
pre bien tapadas y en lugar seco. Eche una en un
vaso con agua caliente y bañe su rostro con ese
líquido en seguida de cesar la efervescencia que
el stymol produce, secándose luego con una toalla
limpia y blanda. Observará inmediatamente una
mejoría notable más asombrosa cuando usted vea
que los barrillos han quedado en la toalla, la gra-
situd eliminada y los poros contraídos hasta su
estado normal. Sentirá entonces la sensación de
un cutis fresco, aterciopelado y blando, que la
hará francamente feliz. Para asegurar la perma-
nencia de tan lisonjero resultado, es preciso repetir
el procedimiento algunos días después.
* * *
El buen stallax, no solamente produce el mejor
shampoo posible, sino que además tiene la pro-
piedad peculiar de formar una natural y pronun-
ciada ondulación en el cabello, efecto que segura-
mente desean casi todas las damas. Una cuchara-
dita de las de café llena de granulados stallax
disuelto en una taza de agua caliente, deja amplio
margen para hacer un magnífico lavado de cabeza
y da al pelo una brillantez y suavidad que ninguna
otra cosa conocida puede proporcionar. Es total-
mente inofensivo y puede comprarse en casi todas
las droguerías. Como hasta ahora ha sido poco
usado para este propósito, el stallax sólo se vende
en paquetes con sello original, conteniendo cada
paquete cantidad suficiente para veinticinco o
treinta shampoo.
>>^—
TRATAMIENTO RACIONAL de la
HIPERHIDROSIS, OSMIDROSIS
Y BROMIDROSIS
RESULTADOS POSITIVOS, PERMANENTES E INOFENSIVOS
Así como hay un sudor normal, fisiológico, necesario, que es preciso respetar y favorecer, hay
un sudor excesivo anormal (Hiperhidrosis) especialmente localizado en determinadas regiones del
cuerpo, que es patológico y que es necesario suprimir.
La opinión vulgar de que es peligroso hacer desaparecer esa secreción, carece de todo fundamento.
Y sin embargo, bajo ese falaz pretexto se abandona esa enfermedad, condenando a muchas personas
a una vida miserable, cuando pueden curarse radicalmente y en muy breve tiempo.
El sudor generalizado es menos frecuente y más soportable. El localizado, en vez, es más común
y más importante por sus efectos. Ataca la cara, especialmente la jrente y el mentón, el cuero cabelludo,
el hueco de las axilas, las ingles, la palma de las manos y la planta de los pies.
El sudor exagerado en las axilas es, desgraciadamente, casi común a todas las mujeres, y es siem-
pre acompañado por un olor penetrante particular (Osmidrosis).
El sudor de la palma de las manos es menos frecuente, pero no menos grave. Las manos están cons-
tantemente húmedas, frías y pegajosas. Su contacto es desagradable, casi penoso, su aspecto es con-
gestionado, sucio y grasoso.
El sudor de los pies es siempre acompañado de olor fétido, (Bromidrosis). Constituye una ver-
dadera e intolerable tortura para los que lo sufren porque, a pesar de toda precaución, los hace abso-
lutamente insoportables para las personas que lo rodean. Además, la constante maceración de la piel
da frecuentemente lugar a accidentes locales molestos y peligrosos.
Los medicamentos que se emplean para combatir esta enfermedad son muchos, pero todos de
resultados negativos. El único tratamiento racional es el del AXOL. Con su uso se obtienen resultados
verdaderamente asombrosos en pocos días, no sólo suprimiendo en absoluto toda excesiva transpira-
ción, sino efectuándola en forma permanente y sin peligro para la salud.
=^=^- USO ^HEE^^^
«EL FUEGO DE LA PASIÓN MAS ARDIENTE
ES FRECUENTEMENTE APAGADO POR EL
FRÍO DE UNA MANO HÚMEDA DE SUDOR.»
(Merouvel).
í
El Axol se aplica con un pedazo de algodón, una esponja o un pulverizador, preferiblemente por
la noche, dejando secar espontáneamente, durante ocho o diez días seguidos. Después de un intervalo
de una semana, se hace otro tratamiento de la misma duración, que resulta definitivo. En los casos
rebeldes, se harán más aplicaciones, hasta obtener resultados positivos. Antes de emplear jabón, lá-
vense las partes tratadas con agua sola.
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LA CORNISA DE RUOMS
El departamento del Ardeohe es uno de los más frecuentados por
los turistas que peregrinan por la bella tierra de Francia. Merece
esa predilección, pues pocos territorios del mundo presentan tantos
encantos a los aficionados del paisaje.
«Los terrenos del Ardeohe — dice el Larousse — son esquitosos en
las Cevenas, volcánicos en el Velay y losCoirons, calcáreos en el resto.
La parte montañosa es muy pintoresca: crestas peladas, cañadas a
pico y mesetas de basalto. Los ríos son todos temibles torrentes: el
Ardeche tiene crecidas de 20 metros, arrastra grandes rocas, y,, en
su ímpetu, atraviesa el Ródano».
Este es terreno donde hay bosques de moreras, que los habitantes
dedican a la cría del gusano de seda, industria principal del departa-
mento.
Los paisajes asombrosos abundan que es un encanto; las costumbres
de aquellos campesinos también ofrecen novedades atrayentes. Un
viaje por el Ardeche resulta una lección que no se olvida nunca.
Añádase a esto que los habitantes, enamorados de su comarca,
cooperan con el gobierno en la tarea de cuidarla. El Ardeche es, entre
sus laboriosas manos, una especie de juguete familiar que ellos orgu-
llosamente pulen y acicalan. Así se logra atraer turistas y más turistas
que dan gloria y beneficio a la región.
Este túnel que forma, un arco al camino o cornisa que sigue fiel-
mente la margen izquierda del torrentoso Ardeche, debe tanto a la
naturaleza como al celo del hombre. Es el trabajo del río que en
sucesivas crecidas se abrió camino entre las rocas; es la labor comple-
mentaria de los habitantes que lo arreglan y limpian como hacendosos
dueños de casa para recibir visitas productivas.
Por eso existen en el mundo innumerables turistas que conocen
aquellos parajes mejor que las maravillas de su propia patria. Entre
esos viajeros ocupan indudablemente el primer lugar, los hombres de
nuestra raza, raza educada en la conquista de países lejanos, y que
ahora, libre de heroicas aventuras, sigue por atavismo prefiriendo lo
ajeno a lo propio.
Díganlo, sino, las cataratas del Iguazú, donde el Ardeche se perde-
ría deslumhrado; las tierras del sur, las rías gallegas, los bosques de
Misiones y los mil monumentos primorosos que en la península y en
nuestras tierras llaman inútilmente a los turistas indígenas que pre-
fieren atravesar mares y montañas para admirar cosas muy sublimes,
pero que poco hablaría a sus sentimientos patriotas.
Si no fuera por los excursionistas científicos y por los viajeros excep-
cionales que recorren su Argentina, el público no conocería ni de oídas
ni gráficamente las maravillas de nuestro suelo.
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EL ROWING EN
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El remo es uno de los deportes que
reúnen las dos cosas pedidas por Horacio:
la utilidad y el deleite. En efecto, el arte
de remar proporciona al hombre un hábito
que aumenta sus medios de defensa al
mismo tiempo que le da motivos de hones-
ta recreación. Un buen remero, como un
buen jinete, un buen nadador y, ¡ay!, un
buen boxeador tienen mucho adelantado
en la lucha por la vida.
Aunque, como espectáculo, las regatas
del Tigre nada deben envidiar a sus simi
lares del extranjero, el culto ai rowing
cuenta entre nosotros con poco numerosos
devotos. Varias causas cooperan a esta
deficiencia deportiva: primera, lo relativa-
mente oneroso que resulta; segunda, lo
apartado de los clubs de remo, y tercera.
la fatiga que representa el entrenamiento.
Si las dos primeras causas se eliminaran,
si junto a la ciudad, en el Balneario Mu-
LA MIDDLES STATES
R E G A T T A
nicipal, por ejemplo, hubiese botes a dis-
posición de los aficionados de modestos
recursos, el rowing adquiriría en Buenos
Aires la importancia que merece.
En Estados Unidos resulta un deporte
eminentemente popular, que arrastra tan-
ta multitud como el fooí-bal! en nuestra
metrópoli.
Buen ejemplo de esta popularidad lo
ofrece las regatas disputadas todos los
años en Filadelfia. La Middles States Re-
gatta, que aquí llamaríamos regatas inter-
provinciales, congregan a los mejores equi-
pos de los estados norteamericanos.
Ofrecemos dos instantáneas de tan inte-
resante reunión: la intermedíate eight i>ard
race ganada por los remeros del Union
Boat Club de Nueva York, en la que entró
segundo el bote del Udine Boat Club, de
Filadelfia. En la intermedíate double shells
fuá primero el Udine Boat Club, y segundo
el Star Boat Club, de Nueva York.
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Usted me pregunta por qué es que siempre
puedo encontrarme tan joven y hermosa como
cuando tenia veinte años de edad. Bien, chere
amie; es muy fácil y nada costoso. Para esto no
es necesario consultar a un especialista que, ade-
más, le cobraría un disparate. Solamente es pre-
ciso que usted adopte para su tocador productos
sencillos y económicos. Su cutis, por ejemplo, no
es nada bueno y está muy lejos de ser lozano,
debido, ante todo, a que es viejo, sin vida, y es-
torba con su permanencia al cutis nuevo que se
encuentra inmediatamente debajo. En hacer lo
posible para que éste aparezca y observar un
método constante para que el proceso de reno-
vación se efectúe periódicamente, estriba toda la
razón por la cual no tengo arrugas en mi rostro y
me conservo siempre joven y hermosa. Obtenga
usted en su farmacia dos onzas de cera mercoli-
zada pura y úsela todas las noches, extendiendo
un poco en todo el rostro y cuello, sin hacer ma-
saje. Quedará usted asombrada cuando vea que,
paulatinamente, y casi sin que usted misma lo
note, la cera absorbe completamente la cutícula
exterior, permitiendo, en el espacio de pocos días,
que haga su aparición el cutis fresco y nuevo,
como si únicamente hubiese esperado esto para
mostrarse y dar a usted un atrayente aspecto de
juventud y belleza, que, como en mi caso, será
la envidia de tantas damas cuyo abuso de mate-
rias nocivas y equivocados procedimientos les han
determinado prematuras arrugas y otros defectos
del rostro que tanto afean.
Los Barrillos, Pecas, etc
Es también de muy buen resultado bañarse la
cara de vez en cuando con agua estymolizada.
Estas abluciones tienen por objeto desprender los
barrillos y puntos negros, haciendo desaparecer,
al mismo tiempo, esa grasitud que tan feo queda
en el rostro. Conserva los poros en su condición
normal y da al cutis una suavidad encantadora.
Se prepara este baño facial con una tableta de
stymol y un poco de agua caliente, usándolo inme-
diatamente de cesar la efervescencia que produce
en el agua. Las tabletas de stymol se adquieren
en toda farmacia acreditada y no son costosas.
El buen Shampoo
Para que el cabello sea abundante, sedoso y
ondulado, es necesario que los poros del cuero
cabelludo tengan siempre amplia libertad de ac-
ción, para lo cual basta con limpiarlo de la gra-
situd que se forma en el mismo. En el shampoo
que se emplee está el mejor o peor resultado, pues
no se debe en ningún caso usar jabones fuertes.
El éxito se obtiene disolviendo una cucharadita
de stallax en un pequeño recipiente de agua ca-
liente.
Lavándose la cabeza con esta solución, se limpia
el cuero cabelludo y se estimula la fuerza del
cabello, que además queda tan suave y ondulado
que llama justamente la atención. En cualquier
farmacia puede adquirir stallax en su paquete
original, con cantidad suficiente para 25 ó 30
shampoo.
El Vello
Hay una substancia llamada porlao puro pulve-
rizado, que en el acto elimina el pelo superfluo en
cualquier parte del rostro. Se mezcla una pequeña
cantidad con agua hasta obtener una pasta que se
aplica al vello. Me dicen que este tratamiento
extirpa hasta las mismas raíces sin causar daño.
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Proverbial es el entusiasmo y la fe con que Edward Jenner hizo
sus ensayos acerca de la vacuna antivariolosa.
En Londres se le tenía por un loco, burlándose la gente de la manía
perseguidora del gran médico. Una de sus primeras vacunaciones
la hizo en el cuerpo de su hijito. Este es el momento en que lo repre-
senta la primorosa estatua del escultor italiano Monteverde, existente
en la ciudad de Genova.
Jenner nació en 1749. en Berkeley (Inglaterra.) A los treinta y tres
años concibió su genial proyecto de inocular la viruela vacuna en la
economía humana. Las epidemias de viruela han sido uno de los más
terribles azotes del género humano. Poblaciones enteras caían vic-
timas de la espantosa epidemia, cuyo contagio no podía ser prevenido
de modo alguno.
La vacunación ha llegado a destruir el mal, no por completo,
debido a la incuria de muchos que aun se burlan de Jenner o temen
imaginarios males que ella no acarrea.
Así es el vulgo, cuya ignorancia o suficiencia se esconden en la
rutina para no salir de las tradiciones bárbaras. Desde que !a vacuna
fué inventada, hasta que la admitió el público, ¡cuántas vidas se per-
dieron inútilmente!.
Pero Jenner, que buscaba por todas partes voluntarios para sus
experiencias, que daba dinero a los recalcitrantes, que apeló a todos
los medios para obtener su triunfo y el de la medicina, venció por fin.
Inglaterra sabe recompensar a sus grandes hombres. Para probar esto,
el Parlamento le votó una suma de 10.000 libras esterlinas, y cinco
años después otra cantidad de 20.000. Todo el mundo científico
exaltó esta victoria y a este triunfador. Jenner fué miembro de todas
las academias de medicina. Se le levantaron tres estatuas, dos en
Londres y una en París, además de la que nos ocupa.
Es el precursor de Pasteur, Roux y otros insignes bacteriólogos.
y su teoría ha sido confirmada por la práct'ca constante. Murió en 1823.
Se le considera como uno de los más geniales bienhechores del hombre.
Con su triunfo no se ha conseguido extirpar totalmente la enemiga
de la humanidad contra los medicamentos nuevos, por muy buenos que
sean sus resultados.
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AÑO IV.
NÚM. 43.
NOVIEMBRE
DE 1919.
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ANTONIO \ ( >t-.v I ¡ SANTAMARINA
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— ¡No. no! Basta: es asunto terminado.
Clotilde se levantó, impetuosa, del sofá que ocupaba y se dirigió al balcón.
El. Ernesto, se quedó con la vista fija en un cuadro que representaba un parque-
cito en miniatura. Una senda estrecha, de oblicua perspectiva, se truncaba, de
pronto, frente a un muro gris, desteñido, maculado de manchas verdes.
— Asi mi vida. - pensaba él; un parquecito delicioso, bordado de flores
anuales. Después. . . un muro gris. Ya hemos recorrido la senda perfumada.
La salita. en la penumbra, infundía tristeza. Diriase que el ambiente se
hubiera llenado de amargura. Los muebles, como seres sensibles, exteriorizaban
la honda pena que. en lo sucesivo, llenarla toda la casa. La mesa de la sala.
frágil, esbelta, creación de la fantasía de un artista, proyectaba, sobre el piso
encerado, la sombra de sus largas palas. El sofá, las sillas, las butacas se desta-
caban vagamente.
Ernesto meditaba.
— ¡Oh!, ¡cuándo la sombra penetra en las almas!
Y quiso recordar el principio de la escena.
El estaba ahi. en su salita de fumar, en su gabinete de pueta rico, de inte-
lectual de fortuna. Clotilde entró de pronto. Simulaba tranquilidad, pero le
temblaba la voz. ¿Cómo fué? ¿Cómo fué la primera frase? ¡Ah! Sí. - «Hay cosas
que es necesario decirlas, porque ahogan». Si. y habló de Maria Esther. Estaba
celosa, evidentemente. ¿Quién habría sido el chismoso?
Dirigió una mirada furtiva a Clotilde. Esta permanecía ahí. tras los cristales
del balcón, como si la recreara el paso de los transeúntes, el rodar de los vehículos.
La llamó tímidamente. Ella no respondió. Seguía en su inmovilidad de
estatua.
Ernesto empezó a inquietarse. Sabia que las decisiones de Clotilde eran
inquebrantables. La última frase resultaba ambigua: - «jBasta. basta! Es
asunto terminado». ¿Qué hechos aguardarían detrás de esas palabras?
Se levantó, con energía, ocultando el verdadero estado de su alma. Encendió
un cigarrillo y dio en recorrer la habitación a grandes pasos, sobre una misma
linca. Tosió. Clotilde seguía inmóvil. Dio vuelta a la llave de la luz. Al iluminarse
la salita. de pronto. Clotilde no pudo reprimir un leve movimiento. Después
volvió a su quietud.
Llevaban poco más de un año de casados. Algunas leves nubes habían
cruzado por el cielo de su felicidad. Capríchitos no satisfechos, frecuentes regresos
del club a deshora y alguna esquelita femenina, sorprendida en la carpeta: natu-
ralmente, sin rebusca. La eterna novela vulgar de las gentes de gran mundo,
los dramitas espirituales, que apenas se esbozan, que no salen del rincón íntimo:
dramas de pasiones contenidas, a veces muy intensas, que la cultura sofrena.
Por eso el vulgo cree que en la alta sociedad sólo existen almas frivolas. Hay
corazones que sangran en silencio, sin alardes líricos, sin brusquedades. Son los
dramas sin palabras, sin gestos: los dramas eternamente ocultos, que escapan
a la curiosa sagacidad de la servidumbre.
Cuando Ernesto, repentinamente, salió de sus cavilaciones, vio a Clotilde.
sentada, hojeando una revista. Paseando por la habitación observó que detenía
su vista en una página iluminada. Era la ilustración del último cuento que él.
Ernesto, había publicado. Una escena de celos entre dos jóvenes espesos. Su
caso. ¡Ah! Insensato. Entonces era él. él mismo, quién había descubierto su peca-
dillo pasional, pecadillo inocente, después de todo. Había sido él quién había
despertado, en la cabecita loca de su mujer, los celos que amargarían la exis-
tencia de ambos. ¿Por qué? ¿Por qué había descubierto así su secreto? ¡Ah!.
¡qué loco afán por alcanzar la frase de aprobación de los amigos intelectuales, el
fugaz aplauso del público!
¡Qué caro pagaría su instante de vanidad! Sin su articulo, su flirt con María
Esther habría pasado inadvertido. Se detuvo y vio la ilustración. La prota-
gonista de su cuento, de pie, en la salita, leía con asombro el anónimo revelador.
Yrecordabael párrafo de su cuento. .Mujercitas ingenuas, mujercitas confiadas.
frivolas, con bellos ojos de pupilas luminosas que ven a flor de superficie, sed
sagaces, vigilad con disimulo a nuestro esposo. Desconfiad de la amiga íntima,
que os halaga, que os sonríe-.
¿Se puede?
Sí contestó Ernesto.
Era el mucamo de comedor. Asomó por la j u';i i^ que daba al vestíbulo.
se inclinó en una reverencia de autómata, y dijo:
La mesa está servida.
Ernesto se aproximó a Clotilde, sonriendo. Con un gesto y ademán, que
quiso hacer cómico, ofreció el brazo a aquélla.
— Gracias. No necesito apoyo. Camino sola. Se puso de pie. Su traje ceñido.
un poco masculino, de una tonalidad violácea, obscura, le sentaba maravillo-
samente. Hacía resaltar su rostro muy blanco, un tanto pálido. Los ojos se
embellecían sobre la orla de las ojeras, que la ira y la angustia provocaran.
El. de pie. quedó esperando junto al umbral de la puerta. Ella pasó a su
lado, rozándole, altiva, indiferente.
i' esa r;oone, en la fría soledad de su gabinete de trabajo. Ernesto cuya
frente surcaba una arruga, reflexionaba:
— ¿Con qué compensa el público el sacrificio del escritor sincero? Le damos
pedazos de nuestra alma desnuda. Le ofrecemos los latidos más íntimos de
nuestro corazón. Le arrojamos, pródigos, las exquisiteces de nuestra mente,
nuestros pensamientos más íntimos. ¿Para qué? ¿Por qué?
En un momento de abandono había dado la'felicidad de su hogar.
'yX—
TOR©)
.ft'S*^:^
-i-^„>-Vi.ií).>b-iíiv^íí^V>ü(V
A vida nos sorprende a cada instante. . . Entre las
innumerables fiestas organizadas por nuestros
altos circuios sociales, con fines caritativos, nin-
gún programa me interesó como el de la represen-
tación de Cuadros Vivos, en la quinta Loreley,
en Belgrano. Me encantaba, realmente, la idea
de asistir a la fiesta en aquella aristocrática man-
sión, en cuyo recinto habría de desarrollarse un programa
que se auguraba como exquisita nota de arte y de dis-
tinción... Sin embargo, todo se conjuró para privarme del
placer que me prometía. . . Llegaron, luego, hasta mí las más
entusiastas referencias; la fiesta había resultado una ¡maraui-
¡la!; y yo, la curiosa incorregible, no había podido admirar
los cuadros tan felizmente interpretados, ni escuchar, tampoco,
la evocación llena de poesía que ilustrara cada una de aque-
llas escenas. . .
iCuán grata fuera mi sorpresa al recibir, algunos días des-
pués, un abultado sobre, que me traía — como respuesta a mi
deseo — la conferencia escrita por el poeta amigo, para ilus-
trar la fiesta más artística de la temporada. . . Más aún debí
agradecer; junto a las carillas escritas
a máquina, varias hojas manuscritas,
con menudísimas patitas de mosca, por
cierto, consignaban para mí la prime-
ra versión, los apuntes, que hallara de-
masiado extensos el autor, para ser leí-
dos en aquella ocasión... Acompañen,
pues, a las hermosas, atrayentes figuras,
que supieron dar vida a la creación del
poeta, siquiera algunas desús palabras...
— t>I->-^:s
• Paolo Brunelleschi,
,j artista de Florencia,
Ou Vvv^y anida en su alma, con
S\JSJvJs¿í~ la intensidad de una fe
religiosa, el amor fer-
viente de la belleza
V-l • r ideal. En él se acumu-
/UllflnOCtul muían, a través de in-
numerables generacio-
nes, las influencias misteriosas y pro-
picias de una cultura secular, y en el
ambiente maravilloso de su ciudad na-
tiva, que guarda los más puros tesoros
del arte humano, ha respirado desde
niño las auras sublimes que nutrieran
en lejanas edades a sus antepasados
augustos. . . Desde la vía del Petrarca.
hasta la plaza Savonarola; desde la
ciudadela de Basso, hasta la puerta de
San Miniato. — que son los cuatro pun-
tos cardinales de la ciudad — Paolo
Brunelleschi, reconcentrado, solitario,
ha paseado muchas veces sus ensueños
ÓriaQv'íaflI^íf- lloi-có^'ircui:.
aria
Qoms
de gloria a través de las
callesangostas ytortuo-
sas de la villa toscana
que vieran pasar, hace
siglos, el perfil sombrío
del Alighieri. El Arno
le ha visto inclinado
sobre el puente de la
Trinidad, o el de las
Gracias, como si quisiera sorprender,
en el espejo movible de sus aguas, a'
guna imagen fugitiva. Una gran in
quietud devora su ánimo. Errando por
la plaza de la Signoria, contemplando
desde las alturas de Fiesole la per;;
peotiva de la ciudad, de donde emei
gen el Campanile del Baptisterio y la
cúpula de Santa María dei Fiori - -
aquella cúpula que erigiera su antepa-
sado, el arquitecto Felipe Brunelleschi.
Paolo recuerda a los espíritus uni
versales y gloriosos, nacidos en la mis
ma tierra' de Florencia. Entonces, su
^ talui6íDiDaí>3pttcAoca
^t=>LJ*^^ ■V'Lrr'Oyi.—
eXJÍico^Oéia
GUuaqe *^e
'abolía "
alma múltiple, como la de aquellos varones del Renacimiento, curiosa y
ávida como la de Leonardo, se siente acometida por ambiciones diversas:
sueña, a veces, con ser un príncipe, — un príncipe amable — protector de
las ciencias y las artes, como Cosme de
Médicis, o el magnífico Lorenzo. Otras,
quisiera predicar — henchida el alma de
una fe inflexible y arrebatado por terri-
ble cólera de apóstol — con las palabras
de fuego del Savonarola. Anhelará, como
Vespuccio, desafiar en atrevidas carabe-
las el misterio de los mares lejanos, o en
la serenidad del gabinete trazar, como
Maquiavelo, las páginas profundas o
luminosas de algún libro inmortal. So-
ñando a ratos con amores reales y trá-
gicos, evoca a Catalina de Médicis,
madre de tres reyes de Francia, tan
bella y tan pérfida. Ante el David, de
Buonarrotti, quisiera también, lleno de
miguelangelesco ímpetu creador, tallar
en el mármol figuras imperecederas.
y a veces se ve a sí mismo, cincelando, como Benvenuto, el pomo de un
puñal, digno de atravesar corazones ducales. El espíritu jocundo de Bo-
caccio parece infundirse, otros días, en él, por virtud de un avatar milagroso,
y entonces, ante sus amigos regocija-
dos, brotan de sus labios las anécdo-
tas de un Decamerón imposible. . .
Pero un día, ante un cuadro de Giotto,
ÍM^ se le ha revelado, por fin, su vocación
b^Ak verdadera. Su temprano amor a la pin-
^QW _ tura cristaliza en él, aboliendo toda
^^P^ \^ otra inclinación, y bajo el cielo azul y
diáfano de Florencia, ante los verdes
paisajes indescriptibles, ante los jardines
señoriales y suntuosos, ante los grupos
pintorescos, que discurren por la galería
de los Oficios, siente que el color y la
línea llaman a su espíritu con un re-
clamo más fuerte que cualquier otro
encanto ...»
Por la copia.
La Dama Duende.
FOTS. DE BALDISSEROTTO.
(jrbiQcjiaip^aüUaafiaj.ytójarcGukTe'
anaOiinsa.
~t=>i-:>^^r^ ^'i_-ri3>iv—
Usando sus propias
palabras sobre Jorge
Manrique, podemos pre-
sentar a Azorin: «¡Azo-
rin!... ¿Cómo es Aizorín?
Azorin es una etérea,
sutil. frJLgil, quebradiza.
Azorin es un escalofrió
ligero que nos sobreco-
ge un momento y nos
hace pensar. ¿Cómo po-
dremos expresar la im-
presión que nos produce
el son remoto de un pia-
no, en que se toca un
nocturno de Chopln, o
la de una rosa que co-
mienza a ajarse, o la de
las finas ropas de una
mujer a quien hemos
amado y que ha des-
aparecido hace tiempo
para siempre?» Porque
Azorin es eso: una cosa
sutil, frágil, quebradiza:
una música de Chopln.
De todas sus páginas flu-
ye, como el agua límpi-
da de los hontanares,
una suave y acaricia-
dora tristeza. Es el poe-
ta del pasado y de las
cosas humildes, insigni-
ficantes, vulgares. «Un
sensitivo de la historia»,
como dijera Gasset.
En uno de sus libros
que hemos leído con ma-
yor emoción, nos cuen-
ta este peregrino señor
las «andanzas de su
cuerpo y las terribles
perplejidades de su es-
píritu.» Este libro se in-
titula sencillamente
Antonio Azorin. En él
está toda el alma torva
y ceñuda de los viejos
pueblos castellanos. Os
invito, lector, a una ex-
cursión amable a través
de sus páginas.
Azorin vive en una
casa amplia, de paredes
blancas, enjalbegadas
de cal. Se levanta ésta
sobre un collado, entre
el follaje de los viñedos
y lentiscos. El sol rase-
ro de las tardes ilumina
con un brazo puliginoso
el verde negruzco de las
plantas. Al anochecer
se oye el traqueteo de los carros y el tintinear
de las esquilas. De tarde en tarde, un cuchillo
tañe su planta y «vibra una canción lejana que su-
be, baja, ondula, plañe, ríe, calla. . .» Su vida es
agitada, nerviosa, febril, llena de preocupaciones.
Tiene que escribir día a día artículos y más ar-
tículos, leer libros y más libros. Bien quisiera él
un poco de tranquilidad, de sosiego. Así es cómo
un buen día carga sus maletas y se marcha a los
pueblos... En ninguna parte podrá estar mejor
Azorin que en los pueblos: él que es amigo del si-
lencio — del « maravilloso silencio », como decía
Cervantes — ; él que gusta mirar los ojos anchos
de esas buenas muchachas provincianas que, al
caer la tarde, cogidas del brazo, van a dar vuel-
tas en la plaza tarareando en voz baja una tona-
da melancólica... «Una de las voluptuosidades
de provincia — nos dice — es salir a la puerta.
Salir a la puerta es asomarse un poco indeciso,
un poco hastiado, mirar al cielo, escupir, saludar
a un transeúnte, auparse el pantalón... y vol-
verse adentro, hasta otra media hora en que
volver a salir, también cansado, también inde-
ciso a escudriñar la monotonía del cielo y la sole-
dad de la calle...» Esto no se puede hacer en
Madrid, ni en Buenos Aires, ni en Londres. . .
¿Cuál es el pueblo que ha elegido Azorin para
sus primeras andanzas? Se llama Monóvar. Es un
pueblecillo limpio, silencioso, de viviendas blan-
cas donde se duerme perezosamente el sol. En
él el cielo es siempre de un azul radiante, y por
las noches fulgen temblorosas las estrellas. Al
amanecer suenan las campanas que llaman a la
primera misa. Los gorriones parleros, revuelan en
su patio. Y cruzan encorvadas por la calleja soli-
taria las viejecitas enlutadas, de manos pajizas,
en dirección a la iglesia. ¿Os imagináis la emoción
de esos días opacos, vulgares, en que nada sucede?
A
PORs
HECTORa KODRIGUEZ9 PUJOU
En estos pueblos dormidos, indiferentes, silencio-
sos, la vida se desliza también indiferente, tam-
bién silenciosa. Vivimos en más íntima confor-
midad con nosotros mismos: nada nos solicita.
Bien podría, pues, Azorin ser feliz en este pueblo;
y, sin embargo, no lo es. ¿Pero hay alguien que sea
feliz en el mundo? El alma de estos pueblos está
formada de tristezas y de lágrimas. Una honda,
una terrible preocupación atormenta constante-
mente el alma simple y primitiva de esta gente.
Las mujeres rezan día y noche, no salen de la igle-
sia y exclaman a cada paso: «¡ay, Señorl», con una
honda resignación melancólica. Aquí hay un viejo
que está llorando, un viejo de bigotes blancos que
lleva unos lentes colgados de una cinta. ¿Por qué
llora este viejo? «Este viejo llora de alegría.» Pesa
sobre este ambiente pueblerino una tristeza ances-
tral. Y así es cómo las notas de un piano, que un
su amigo arranca a requerimiento suyo — las notas
de un piano en que se toca un concierto de Humel
o una melodía de Chopín — causan en una casa un
desorden terrible...
En Monóvar vive Azorin algunos días, luego se
marcha. ¿Adonde va Azorin? Azorin se marcha
a Petrel, donde lo llama su tío Verdú, que está
enfermo y va a morirse. En Petrel, Azorin conoce
a su más grande amigo. Sarrio. Sarrio — nos cuen-
ta— es un epicúreo. Gusta del bien yantar y de
los vinos exquisitos. No se entusiasma por nada,
no grita, no discute. Sarrio es un sabio. Posee la
sabiduría absurda de encogerse de hombros ante
todas las cosas de la vida. Sarrio vive en un case-
rón inmenso con su mujer y sus hijas, tres mucha-
chas de ojos negros y cabellera undosa: Aurora, que
es la más bonita, la más cariñosa, la más suave:
Pepita y Carmen. Azorin, sin embargo, se enamora
de Pepita. El no lo dice, pero nosotros llegamos a
saberlo. Nos cuenta solamente que «esta Pepita,
f
cuando mira, tiene en
sus ojos algo así como
unos vislumbres que fas-
cinan.» Sus manos son
blancas, suaves, y sa-
ben urdir los finos enca-
jes. Además, Pepita to-
ca al piano viejas me-
lodías que Azorin ya se
sabe de memoria, pero
que, oyéndolas cada día,
le traen recuerdos de
cosas queridas que se
esfumaron para siem-
pre.
De Petrel y en com-
pañía de su gran amigo
Sarrio, Azorin hace sus
correrías por los pue-
blos circunvecinos. Vi-
sita Villena, Alicante,
Orihuela, hasta que un
buen día siente que tie-
ne que marcharse: no
sabe él mismo adonde,
pero tiene que marchar-
se, acaso para no volver.
Azorin es un hombre
inquieto; no se está so-
segado en ninguna par-
te. Carece de aiitotídin
y no puede trazarse el
fin de sus acciones.
Siente que una fuerza
extraña lo arrastra por
todos los caminos donde
va dejando un poco de
su alma, de su juventud,
de su vida.,. Quizás sea
ese el destino de todos
los artistas. . .
Azorin. pues, samar-
cha. ¿Adonde? Piensa
un instante, y luego de-
cide: ¡a París! Pepita, es
^^ claro, se asusta, tiene
"^ "^ ^■'^~ ■ miedo. Eso está muy
,.- - lejos, y además ella sabe
que en París hay mu-
cha gente mala. Así se
lo confiesa a Azorin y
Azorin se sonríe con
-1- una imperceptible son-
risa melancólica. Ahora
i»j viene la despedida. A
Pepita le estrecha sen-
cillamente la mano y le
promete que le escribirá
desde París una carta
muy larga; y a Sarrio,
que ha ido a acompa-
ñarlo a la estación, lo
abraza estrechamente
mientras éste le dice: «Azorin, cuando se coma
usted esa uva que va en la cesta y que yo he
cogido en el huerto, acuérdese que aquí deja un
amigo sincero. . .» Y nada más. Adiós. . . y el tren
se pierde en la lejanía. . .
Ya en Madrid — porque Azorin no ha ido a
París, sino a Madrid — vuelve a su vida agitada
de siempre. Escribe otra vez esos artículos terribles
que son el comentario del día. Pero el recuerdo
suave de Pepita lo alienta y lo conforta en las
asperezas de la lucha. Y una noche, de vuelta de
la redacción, le escribe a Pepita una carta muy
larga en que al final le dice: «Pepita, Pepita; yo
me siento conmovido y estoy a punto de sollozar
cuando pienso en todas estas cosas. . . Yo me veo
solo, yo me veo triste; yo veo que mi juventud va
pasando estérilmente sin una ternura, sin una
caricia, sin un consuelo. . .»
Lector: Todo lo que has leído lo he entresacado
del libro de Azorin. Muy poco o nada me pertenece.
He intentado darte en forma de un artículo la
esencia del libro. Ahora, si te place, puedes leerlo
en la seguridad de que no pierdes el tiempo inútil-
mente. Bien quisiera yo continuar hablándote de
estas cosas, pero estoy algo cansado y tengo, ade-
más, un poquito de sueño. Son las dos. Suenan
graves las campanadas del reloj de la iglesia.
Ningún ruido turba el silencio de la noche. Yo
vuelvo a leer las cuartillas que he escrito y siento
también un ansia vaga de llorar... Lector: Yo
me veo solo, yo me veo triste; yo también veo que
mi juventud va pasando estérilmente sin una ter-
nura, sin una caricia, sin un consuelo...
CARBÓN
ALÓN
D E
S O
\^'i_ri~i:2^¿v—
N artista andaluz creó a mazo y escoplo esta imagen doliente del Bueno, que la de-
voción sevillana distingue de las otras llamándola Cristo del Amor.
A Juan Martínez Montañés se le considera como uno de los más geniales maestros
del arte cristiano español. Sus padres eran bordadores en Alcalá la Real, donde na-
ció (1568). Trasladóse a Granada y después a Sevilla, cuyos templos pobló de estatuas
admirables. La más antigua de éstas, el Niño Jesús, es de 1607. Tras su obra predilecta,
— el Jesús Nazareno, llamado de La Pasión, — el Montañés anduvo, el día que fué
sacada procesionalmente por primera vez, buscándola «en las bocacalles, fuera de sí,
absorto y admirado de que él la pudiese haber ejecutado.» Murió en 1649.
El Cristo del Amor es una maravilla. A la luz de los cirios, el hermoso rostro parece
animado por estremecimientos agónicos. Aquel dolor impresiona al visitante, admira
a los artistas y hace llorar a las mujeres. Para las mujeres hizo el Montañés su Cristo
del Amor. Y las mujeres rezan anonadadas ante Jesús moribundo, porque ven en
él al Hijo de la Dolorosa. Desde el siglo XVII, las madres sevillanas imploran los
perdones, las enmiendas y los milagros que necesitan sus hijos enfermos, sus hijos
perdidos, sus hijos ausentes.
El Cristo del Amor prodigó los milagros y siempre supo conceder el inefable mi-
lagro de la conformidad. Los hijos vuelven a la salud, vuelven al bien, vuelven del mar
y de la guerra, gracias a la interseción del Hijo. Y cuando no, en lugar del muerto,
vuelve su alma ya tranquila para aliviar las penas maternales.
Filósofos descreídos: ¿qué podéis dar a las madres creyentes, en cambio de su ciega
devoción hacia la imagen tallada a mazo y escoplo por un inspirado artista andaluz?
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II tintt II it itii (iiiii II 1 1 1 II II 1 1 1 1 II 1 11)1 1 1 1) ii>ii II I II I
Andábamos metidos en
una revolución correntina
Roberto Payró y yo. allá
por el afto leV a simple
titulo de c lies
de los respe ios
en que escncian-.os. La
revolución se desarrolla-
ba en toda la provincia,
pero a nosotros nos ha-
bía tocado informar so-
bre lo que pasase en la
costa del Uruguay. Por
eso, y a fin de estar pron-
tos para acudir al lugar
donde los hechos de ar-
mas se produjesen, hici-
mos campamento en Con-
cordia, con ferrocarril a
mano y hotel potable.
Una parte del ejército
revolucionario, a cargo
del coronel Insaurralde,
de Samuel Acuña y del
doctor Gómez, había si-
tiado el pueblo de Santo
Tomé. La plaza era sos-
tenida por e! jefe político,
un tal García, oriental,
bravo como las armas, in-
capaz de rendirse al ene-
migo, aunque tuviera que
morirse de hambre. Con
treinta milicos, armados
a remington y con esca-
sas municiones, hacía
mis de veinte días que se
sostenia en la ciudad si- L— .-»..™™......-..-
tiada.
Una noche el jefe político de Concordia, capitán
Boglich, recibió un telegrama del ministro Quin-
tana en que le decía que se trasladase a la plaza
sitiada y manifestase a García, a nombre del
gobierno, que debía rendirse para evitar mayor
efusión de sangre. Yo había logrado intimar con
Boglich. y por esa razón, al hablarme del telegrama
que había recibido, le pedí que me llevase con él
a Santo Tomé. Accedió de buen grado, y a las doce
de la noche subimos al tren, no sin que Fernando
G. Méndez, director de El Amigo del Pueblo, revo-
lucionario impenitente, se colase en el convoy,
llevando un gran saco de municiones para García,
a fin de que éste se sostuviese en su plaza fuerte.
Iba también con nosotros el coronel Anderson,
famoso guerrillero de las cuchillas entrerrianas.
El tren marchaba lentamente entre las sombras
de la noche. Después que pasamos el Mocoretá y
entramos en pleno territorio correntino. cada ruido
que se producía me hacía el efecto de un ataque
de las tropas revolucionarias, con sus respectivos
tiros y degüellos. Había en todo esto un poco de
fantasía miedosa, que me ponía la piel de gallina
y hacía que me acurrucase en el fondo del coche,
aunque tratase de disimularlo con unos chistes
que me salían de la boca como sacados con tira-
buzón. Finalmente, entre falsos sustos y congojas,
llegó el día y el tren se acercó a la estación Clark,
de Santo Tomé, donde estaban acampadas las
tropas revolucionarlas.
Había allí un acre olor a campamento indígena.
Aquella gente, apelmazada, amontonada, que no
se lavaba nunca, que transpiraba copiosamente
bajo los terribles soles de Corrientes, que cami-
naba sobre la arena caldeada, con ponchos grue-
sos, con chiripas calientes, tenia el aspecto de
una horda en descanso. Había también grupos
semidesnudos. hombres apenas cubiertos por un
lienzo de arpillera, una camiseta desgarrada, la
inevitable vincha azul. y. por toda arma, una
larga caña tacuara a la cual se había atado una
hoja de la tijera de esquilar. Algunos carneaban
vacas del vecindario. En un grupo, dos soldados
habian degollado una vaca y con una hacha tra-
taban de despostarla. El que manejaba el hacha,
erró un golpe y le llevó dos dedos a su ayudante.
Este no expresó el menor dolor. Se arrancó los dos
dedos que habían quedado colgados de un hilo de
piel, diciéndole a su compañero, con toda tranqui-
D
lOEU
DFiLLA
cok/ri7\
ILUSTRACIÓN DE FORTUNY
DE CÓMO
UN VICECÓNSUL DE
SU GRACIOSA MAJESTAD
BRITÁNICA LA REINA VICTORIA, CREYÓ
QUE LLOVÍA, CUANDO EFECTI-
VAMENTE NO ESTABA
{LLOVIENDO.
lidad: «Mi ais cortao, che, amigo», y siguió sobona-
mente la faena: como si no hubiera pasado nada.
Boglich se entrevistó con los jefes revoluciona-
rios. Estos se enteraron de que la plaza debía
capitular y resolvieron que, antes de que tal cosa
sucediera, era necesario darles un susto a los
guapos que no habían querido rendirse. En efec-
to: organizaron una arremetida de caballería con-
tra la población. En menos de una hora el ataque
simulado se llevó a cabo. Aquello era un horror:
más de dos mil correntines, montados en caballos
en pelo, semidesnudos, con la lanza en ristre, las
ralas barbas hirsutas, flotando al viento: la vincha
tradicional en la frente, golpeándose la boca y
lanzando desaforados gritos indígenas, empren-
dieron una furiosa carrera hacia la población,
en semicírculo, como para abarcar todo el caserío.
Era una avalancha, un torrente, un torbellino. La
gente del poblado, al oir los gritos, se echó a las
calles pidiendo misericordia, en la angustia de
una muerte inevitable, envuelta en la nube de
polvo brillante que levantaban las cabalgaduras.
Fué un minuto de espanto indescriptible. Por
fortuna aquellos bárbaros tenían orden de dete-
nerse al llegar al pueblo. Sofrenaron de golpe los
dos mil jinetes, y el espanto pasó como un soplo.
malo, como una pesadilla negra, y un gran sus-
piro de alivio, alumbrado por aquel sol' de fuego,
puso fin a la visión pavorosa y horrible.
La plaza se rindió dos horas después. El jefe
político García capituló con todos los honores de
la guerra, es decir, conservando la espada. Como
yo era de los más leídos, me tocó redactar el
acta de la capitulación, de la que resultaban todos
unos héroes invictos. En seguida me fui al telé-
grafo a dar cuenta a mi diario de todo lo ocurrido.
A la vuelta tuve un pequeño percance. El telé-
I grafo estaba fuera del po-
1 blado. entre cercos de pi-
tas y de tunas. No pasaba
un alma por allí. De súbi-
to vi que desembocaban
por una esquina tres mi-
licos con fachas patibula-
rias, armados de bayone-
tas, y que avanzaban re-
sueltamente hacia mí.
Cuando estuvieron a unos
diez pasos de distancia,
J uno de ellos me gritó:
I — ¡Qué linda ropita ne-
I gra tenes, che, amigo! . . .
[ ¡Mela vasadar. pues!... Y
¡ siguió avanzando con ca-
= ra de pocos «che. amigo».
I Saqué el revólver que
I llevaba, hice fuego y...
I di vuelta por la esquina
í opuesta, en busca de otro
i camino, con paso bastan-
te acelerado. Cuando vol-
ví la cara me di cuenta de
que mis «che, amigo, no
me seguían, y esto era
ii precisamente lo que yo
I necesitaba. Media hora
I después, Boglich volvía
s a meterme en el tren de
; regreso a Concordia.
; Cuando bajamos en la
i estación, nos encontra-
I mos con Payró y con el
I administrador general
.1 del ferrocarril, mistar
Budge. un británico, que
era el más perfecto gentleman que he conocido en
mi vida. El inglés nos manifestó que era necesario
festejar la terminación de la guerra, pues la revo-
lución le había interrumpido el tráfico de los tre-
nes durante veinte días. En tal consecuencia, y
vuelto todo a la normalidad, nos invitaba a co-
mer. Boglich declinó la gentil invitación, pero
Payró y yo aceptamos con todo entusiasmo. A
las nueve de la noche nos pusimos a la mesa, y
era la una de la mañana cuando todavía la char-
lábamos en grande. Parece que el inglés y Payró
tenían cuerda para muchas horas todavía. Yo es-
taba cansado y dije que me iba a dormir al hotel.
— Ni usted se va, dijo mister Budge, ni usted
tampoco, agregó señalando a Payró. Yo tengo
tres buenas camas; es tarde; no deben ir a pie
hasta el hotel... entonces, ustedes duermen aquí...
Aceptamos. Una hora después, en un salón enor-
me donde había tres camas blanquísimas, con sus
vaporosos mosquiteros, entregamos nuestros cuer-
pos a las blanduras de los colchones. Las cuatro
ventanas del salón estaban abiertas de par en par,
y por ellas entraba un fresco delicioso y perfumado.
El bosque de eucaliptos que rodeaba la estación
se movía suavemente a impulsos de una leve brisa
nocturna, produciendo como el rumor de una cas-
cada intermitente, que incitaba a dormir. Acosta-
dos los tres, y después de un corto silencio, mister
Budge se movió en la cama.
— Mister Payró, dijo; mi parece qui llueve...
— No, dijo Payró; no llueve. . .
— A mí mi parece qui llueve . . . Sí . . . mi parece
qui llueve. . .
— Se engaña, mister Budge; no está lloviendo. ..
- Yo apuesto mi sueldo de un año como vice-
cónsul de Su Graciosa Majestad Británica la
Reina Victoria, que importa una libra esterlina,
a que está lloviendo. . .
— Apuesto, dijo Payró. Y ahora, a dormir. . .
La sobremesa había sido excesivamente larga:
mister Budge había llegado con cierta dificultad
hasta la cama; tal vez el rumor de las ramas de
los eucaliptos le había hecho la impresión del
ruido de la lluvia. Al día siguiente, cuando nos le-
vantamos, alto el sol, mister Budge se acercó a la
ventana; miró la tierra seca y el cielo límpido, y
volviéndose a Payró le entregó una libra esterlina.
— Mister Payró. le dijo, usted ha ganado; ano-
che no llovía, y, sin embargo, a mí me parecía
que estaba palerttemente lloviendo...
^mo^ct^^ia^mnaiúD
JL k
AKMIEZ
SopfwoR
Plt9FlBIi\Dfi
D°Nl[Q/t
MA'IUA
X
\ —
NARRACIONES
COLONIALES
VMa aventurara fué la del sevillano Ante-
nk) Diax de Rojav De rapaz am'M a B.:"-
Aim. y aqni. donde aoAara ser héroe -ir
bedies y presto a allegar riquezas. par:>
nar a EspaAa oamo fachendoso pr
hubo, para maitdocar. de agachar ca:
los más bajos menesteres, entrando
ruv Jf fxeta »! servido del seAor i •
nador. Mal av-"'-* - *■ -^ '-"^ ■'■•n cmpld.
mó las de \ fuga de la
ciudad. Hízc - blados d« la
campaAa. vida ni á.,i y a U diabla. %•-■•■
a sallo de mata, huyendo de las rtr ;
de los alcaldes de Hermandad. Fue ^
en una dwlwra. vaquero en una eslan.
codero de un hidalgo pelón, arriero r:
recua trajinera y ayudante del maestro de
postas del Saladillo. Y en tantas andanzas
V tanto probar fortuna, mostróle siempre la
suene cara de hereje, hasta que un dia, para
calmo de males, de comedido s: allegó a una
tropa, que con Ucencia de vaquear a hace'
cuerambre partía, y apenas empezaba la fae
na cayó sobre ellos de estampía y en son dr
guerra, un gran golpe de mdios pampas.
quedando de los expedicionarios, los iv.hs.
muenosy. los que restaban vivos prisioners
entre éañ>s. Díaz de Rojas. Su desparpaj..
sus picardías y el bien saber tañerla guitarra
le favorecieron en su cautiverio, que tomá-
ronle los indios grande afición y muchos
aflojaron los rigoreí con que trataban > 1 .<
cristianos. Tres aflos permaneció en la inri:.
al cabo de los cuales lo feriaron al ca-iqu-
de los Puhenches. en trueque de una tn. pil'.;i
de yeguas. Cobróle el cacique mucho a:e -i .
a extremo tal que. a punto de finar. hi;o;
reconocer como sucesor suyo en el mande
En verdad, hay que hacer constar que. res-
pecto a este cacicazgo no hay mayor cons
tanda que la propia aseveradón de Rojas,
y no hay que echar en saco roto que el hom-
bre era andaluz.
En la vida errante de la tribu, hizose ba
oueano de las rutas de la pampa y se impuso
de las leyendas que circulaban en las tolde
ñas, entre ellas la muy conocida de la exis
tenda de la Ciudad de los Césares y su exacto
emplazamiento. Al cabo de varios años dióle
una aldabada el corazón, recordándole que
era cristiano, y las añoranzas de sus años
juveniles deddiéronle a retornar con los su
yos. Aprovechando una oportunidad, aban
donó la indiada, escapando a uña de cabalk .
llegando tras hartos peligros a Mendoza, d??
donde se trasladó a Buenos Aires.
Como arcaduz de noria, que lleno sube v
vaci: :orr:a fui e! vivir de Díaz de Rojas,
e -n Buenos Aires. Jugador em-
f .«la suerte le hacia un guiño
favorabie. era le volvía adusta las espaldas.
Asi. tan pronto repleta de doblones tenia la
escarcela, cor"' — ' - ' -
dando más vh
de retomo. Cr - i-ímpos
ligó con el hidaigo cordobés, don Juan La-
drón de Guevara, que tan intima fué, que
andaban uno y otros como la soga tras e!
caldero, y como él tan maltratado de la
fortuna, que se ligaron en ellos, el hambre
y las ganas de comer. Devanábanse ambos
el magín buscando el modo de echar un clavo
a !a rueda de la fortuna, deteniendo su rodar
en su favor, pero remedio no hallaban, siendo.
su caso apreudo y urgente, pues cada dia
iban de mal en peor y mayor era su laceria.
todo les salla en contra suya, que siempre
cae la albarda sobre la matadura.
Al fin recordando un dia Díaz de Rojas
5- ■ '^r las pampas y las tradiciones
a >s. vínole en pensamiento la
a 'í^ r..,.^,..,,), Ciudad de los
emprender.
'■ ;ión para ir
-;.'. ;u L.-i.-.:4t. de cu/^s icior*.,s bien pensaban
ellos apañar una parte y hacer partlja.
, que-
viaie
La imaginadón exaltada de los conquis-
ladores H- a."*'- -^ -: — --- -t- í_i...i.--- -
quezas
'ionde ei oro. me-
n harto despreci'^
.'. Jauja r .
' -isa y la
-Ta e
Juran-
:ástá de lo.«
' de aue los
5. t^ji nuacas reptclas de tesoros y
^'j Cerro de piala del Potosí, eran
reancaaes que enardecían los espíritus am-
biciosos que el afán del lucro acuciaba, y
como cimbel de oro atraían la credulidad y
codicia de los aventureros, que. a falta de
verdades, forjaban patrañas, dando vida
a fabulosas ciudades. Entre ellas ninguna
más famosa y de existencia más atestiguada
que la de los Césares, ubicada en los valles
de la Cordillera Nevada.
Variados orígenes le fueron atribuidos.
Unos, como el P. Lozano, daban por cierto
que fuera fundada por españoles que nau-
fragaran en el Estrecho de Magallanes; otros
suponían serlo por cristianos huidos de la
ciudad de Osornio, cuando su destrucción en
el sangriento levantamiento de los araucanos;
no fallando quien, remontando a más lejanos
tiempos, la relacionara con la expedición del
capitán César, que Gaboto mandara a las
tierras del Sur.
En lo que están de acuerdo los narradores,
sin discrepancia alguna, es la estupenda des-
cripción de la ciudad; su edificación porten-
losa, la gallardía de sus moradores, blancos
y de cristiana religión, y en el boato de sus
moradas, de moblaje tan rico, que desde los
asientos hasta el más modesto utensilio eran
de oro. Lenguas se hacen de la lujuriante ve-
getación de sus aledaños, de las minas de
diamantes, de los cerros que la circundan
y de la dulzura del clima, tan templado,
que desconocidas son allí las enfermedades,
jes sólo finan de vejez sus habitantes.
Y no hay que pensar que tan extraordi-
.. irías descripciones y el derrotero detallado
para encontrar la encantada
ciudad, relatos sean de gente
vulgar, de suyo novelera /
amiga de fábulas y patrañas,
o de obscuros cronistas; no,
todos son muy minuciosos,
atestiguados y asegurados
por doctos historiadores.
graves funcionarios, verídi-
cos frailes: personas toda-;
TEXTO « D
BIMALLOL
ILVSTR-ACION
DE^rORTVNY.
amigas de la verdad y no de burlas, ni de
engaños.
Dejando de lado, por inverosímiles y no
creíbles, los relatos que hicieron las huestes
de Diego de Rojas, de una fantástica ciudad
que toparon en su errante andar, después
de perder a su caudillo, que enherbolada
flecha dejara sin vida; desechando también
los de Francisco de Aguirre. cabeza enarde-
cida y dada a quimeras: y por no comproba-
das las expediciones de Gonzalo de Abreu
y de Jerónimo Luis de Cabrera, el fundador
de Córdoba la Llana; que en resumen todos
describen una fantástica ciudad, edificada
con valiosos mármoles, con sus templos de
cúpulas de oro y puertas de laborado bronce
y rodeada por un río de fuego, que a ella
aproximarse no permite; narraciones que
más patrañas que verdad son. fruto de cabe-
zas alocadas por los recios soles y fiebres;
espejismos de días caliginosos, que aventaba
como un pantallazo la brisa del atardecer;
no tomando en cuenta estas narraciones,
veamos las de sesudos y verídicos escritores
y viajeros.
El P. Mascordi. en 1673. se ocupa con
mucho detalle de la Ciudad de los Césares;
el capitán don Juan de Mayorga, en su entra-
da al castigo de los indios, llega en 1711 a las
cercanías de la ciudad; en 1716 eleva Díaz
de Rojas a S. M. el derrotero para a ella
arribar. Citar se debe la carta que, en 1720.
dirigió a los Césares, pobladores de la ciudad
de ese nombre, el presidente de la Real
Audiencia de Chile, por man-
dato de S. M. Felipe V, de la
que fué portador un cacique
Puelche, de quien nunca más
hubo nuevas. En el año 1746
el P. jesuíta Cardiel se dirige
al gobernador de Buenos Ai-
res, exponiendo el proyecto
de una expedición en busca
de la discutida ciudad. No
LA* CI VDAD
ENCANIADA
hay que olvidar la declaración tomada en
Chile en 1759, por orden del gobernador
Amat, el que después fué virrey del Perú, a
un indio prisionero que atestigua la existen-
cia de los ocultos Césares españoles. El padre
Falkner, en su conocida descripción de la Pa-
tagonia. nos da el derrotero que conduce a
la ciudad. En 1774 el capitán Ignacio Pinuer.
que la llama Ciudad de Osornio, la describe
con minucia, terminando su relación dicien-
do; «me sujeto a la pena que me quieran im-
poner en caso de no ser cierta la existencia
de españoles en el lugar que nomino».
Don Agustín de Jáuregui, presidente de la
Audiencia de Chile, dirige en 1771 al virrey
del Perú una extensa exposición sobre la
busca de la Ciudad de los Césares: en 1777 se
organiza y parte una expedición que, según
detalla su jefe, llega tan cerca de ella, que
percibir pudieron los disparos de artillería
de la plaza. Curiosa es por extremo la des-
cripción de la expedición deOrezuelaen 1781
pues detalla desde las murallas que circun-
dan la ciudad, sus fosos y puente levadizo,
hasta las herramientas que asegura ser todas
de oro.
Es de mencionar también la información
que, por orden del gobernador don Ambrosio
de O'Higgins. levantó el capitán de dragones
Villagránen 1781, y, por último, el extenso
y convincente informe que sobre la mentada
ciudad elevó el fiscal de Chile en 1782,
enunciando a la par las medidas a tomar
para descubrirla; escrito tan detallado y
convincente que al más dudoso de creer
, quita toda duda.
Volvamos a nuestra narración. En el
largo memorial presentado por Diaz de
Rojas al monarca en 1716, hace detallada
velación del derrotero que a la ciudad de los
Césares conduce, y que verdadera debe ser,
pues termina diciendo; «protesto que he
visto, andado y tocado todo lo que va refe
rido».
Desde Buenos Aires, dice, se irá a la sie-
rra del Tandil, de allí en adelante están los
indios pampas; desde dicha sierra al sudoeste
al Cerro del Volcán; de este paraje, caminan-
do al poniente, se encuentra la sierra de
Guamin y una gran laguna del mismo nom
bre, y siguiéndose una travesía de treinta
leguas, sin agua ni pastos, pasada la cual
se encuentra el Río de las Barrancas y luego
el Río Tumuya a unas cincuenta leguas, y
después de treinta más se descubre un cerro
grande, «muy rico en metales de oro», y otro
chico «que es de cristal muy fino». De ahí,
a cosa de cinco leguas, se encuentra el Rio
Diamantino, que nace de un cerro negro
«donde hay muchos diamantes». De este pun-
to a la Cordillera Nevada, se pasa el territo-
rio de los indios Pehuenches; siguiendo hasta
el Río Oro, «que es criadero de este metal»,
pues nace de unos cerros «muy ricos y
pasados de oro»; después se encuentra el
Río del Azufre, que contiene mucho «por
nacer de la raíz de un volcán». Y por último
se llega a un valle y un río muy grande,
donde habitan los indios cesares «tan agi-
gantados que por lo crecidos no pueden ir
a caballo».
De la ciudad, hace Rojas la siguiente des-
cripción; «está situada en la otra parte del
Rio Grande, fabricada en cuadro como está
Buenos Aires y con hermosos edificios de
templos y casas de piedra trabajada». Es el
mejor temperamento, continúa, de toda
América, pues parece otro paraíso terrenal.
De los minerales de oro y plata y de «piedra
imán muy fina», que menciona y «que es
cosa de admirar», es mejor no hablar, que
fuera atentar al más indiferente a los terre-
nales bienes y sacar de sus casillas a algún
ambicioso aventurero.
Si arribó o no arribó Díaz Rojas hasta
la Ciudad Encantada, nada dice el memo-
rial, ni nada de verdad se sabe: mas si ello
logró, poco medro sacó de su largo y peligroso
viaje, pues la postrera y verídica noticia
que de él se encuentra, es que finó en Cádiz,
en el Hospital San Juan de Dios, en la mayor
pobreza, lo que demuestra la grande vera-
cidad de la popular frase; «el que nace para
ochavo, nunca llega a cuarto».
Aun por encontrar está la Ciudad Encan-
tada. No faltan hogaño argonautas audaces,
gente azarosa, aventureros de mucha braga,
siempre prestos a la conquista del vellocino
de oro. A ellos la tentadora empresa, que
muchas riquezas hay allí que apañar. El
riesgo es poco y el derrotero detallado; si el
camino es fatigoso y las jornadas muchas,
no hay que olvidar que «no hay medro sin
costa» y bien merece arriesgar la aventura
!a granjeria que puede reporta;.
>y^—
El mar es de oro cuando el sol enciende
el ópalo rojizo de la aurora.
y en la calma propicia de la hora
a ras del agua, levemente, asciende.
El mar es verde, como si estuviera
henchido de infinitas esperanzas,
cuando bajo la luz. sus olas mansas
van rodando en cadencia a la ribera.
Azul al reflejar el firmamento,
opaco entre el sudario de sus brumas
y blanco, mientras férvido de espumas
rompe sus crestas, que desfleca el viento.
PALETAc^ HACINA
MATÍAS G SÁNCHEZ^ 50ROND0
ILUSTRACIÓN DE CENTURIÓN.
!V
El mar es gris cuando las nubes lerdas
encapotan el cielo rebajado
y allá en las barcas, el sudeste helado
las velas hincha y silba entre las cuerdas.
El mar es tornasol cuando el reflejo
de la tarde estival que vive apenas,
tiñe, las aguas vastas y serenas
de púrpura, topacio y rosa viejo.
El mar es negro, a ratos ceniciento
en la penumbra de las noches claras
si las ondas pacificas y avaras,
murmuran su canción, como un lamento.
Y también es el mar de plata bruna
que titila al brillar su faz pulida,
si entre las sombras, le abre blanca herida
un fulgor melancólico de luna.
vni
Y este mar de policromo derroche,
como la vida, tiene su espejismo;
ciérnese la ilusión sobre el abismo
y cae, en la tiniebla de la noche.
— I^LJV/'^S
/y<^
\ (-
Itimot
odcloS
>y^—
f^hca
Vmám
U B annulo Pis-
catoris ha pre-
miado S. S.
Benedicto XV
los méritos de
nuestro más antiguo templo, conce-
diéndole el privilegio de basílica. Desde
el feliz instante en que el Pontífice ex-
pidió el oportuno Breve, la histórica
iglesia de San Francisco convirtióse en
basilike, es decir, regia.
Ha luengos años que la piadosa ins-
titución reinaba en los corazones fie-
les y agradecidos al virtuoso beneficio
de aquella comunidad. Los fastos de la
Iglesia americana reservan preeminente
Vtáta interior be la
^Basílica, tomaba tti'üt
el labo be (a (íEpísitola.
Jfacfjaba principal bel
histórico templo
franciscano.
ugar a los franciscanos del convento
porteño, cuyo establecimiento remonta a
la misma fundación de Buenos Aires por
Caray, en 1580.
Todavía continúa enclavado sobre la
manzana 132 que le fué señalada en
el primitivo reparto de solares. Desde
entonces el convento e iglesia de San
Francisco siguieron las vicisitudes de
la ciudad.
Conocidas y alabadas son las virtudes
que adornan a la benemérita orden.
Aquí, en el recinto de aquella villa em-
brionaria que la naturaleza y los aborí-
genes combatían por igual, los padres
franciscanos compartieron todos los
€1 altar be la 3fnmacu-
laba. cupa imagen fué
coronaba el año paáabo.
— P^JLTV^-S
riesgos, suavizaron el espí-
ritu batallador y vengativo,
ganando corazones para el
catolicismo y para la pie-
dad humanitaria.
Lentamente, con ejem-
plar preseverancia, los dis-
cípulos de Asís construían
su convento y la capilla
prístina donde un santo
dos veces nuestro, San
Francisco Solano, fué su
primer cura, según tradi-
ción popular que tiene toda
la fuerza del yox pópuii.
Don Fernando Zarate
concedió a los frailes en
1594 otro pedazo de tierra.
Hacía cinco años que el
padre Francisco Romano
comenzara la tarea de po-
ner tapias al convento.
En 1604 abrióse al culto
la nueva iglesia de San
Francisco, que substituyó
a la modesta capilla, y en
17,54 alzábase e! templo
con mayores proporciones.
Las obras de restauración
que hicieron de él la igle-
sia de ahora, lleváronse a
cabo bajo el virrey Liniers,
dirigidas por don Francis-
co Cañete.
Los franciscanos durante
la pasada y la actual cen-
turia no han abandonado
el hermoseamiento de esta
iglesia legendaria.
La flamante basílica
posee joyas de inestimable
valor histórico y artístico.
Una de ellas es el altar
€1 patio bel tonbento v el reloj be
Sol construíbo por el |) alegre.
l7 fál
iáki
ftiL¿
portátil que San Francisco
Solano llevó consigo du-
rante sus arriesgadas expe-
diciones misioneras. Bajo
el dosel del ombú, en los
claros del monte, al mar-
gen de los ríos, el santo
varón celebraba el incruen-
to sacrificio llevando la
gracia a las almas sencillas.
El pulpito, antiquísimo
también, resulta una obra
modelo del estilo barroco.
El altar y la imagen de la
Inmaculada, la sillería, el
facistol, donde se abren
auténticos y raros libros de
coro primorosamente escri-
tos y miniados a mano, re-
sultan asimismo hermosas
muestras del amor que los
reverendos pusieron en la
obra fuerte y delicada.
La erección de este tem-
plo en basílica viene a dar-
le mayores impulsos, pre-
miando sus esclarecidos
méritos.
Durante las fiestas de
conmemoración, celebra-
das el pasado octubre, los
fieles acudieron llenos de
regocijo, demostrando el
■cariño que la comunidad
supo ganarse merced a su
conducta evangélica.
Entre los privilegios que
el nuevo título le concede
se encuentra el uso del
conópium, conopeo o pabe-
llón y el del tintinnabúllum.
objetos de culto reservados
a las basílicas.
— I3I_;>v^:s
|3ú(pito be esi-
tilo .barroco.
Cl altar portátil que usa
ta i^an jTrancisco tolano
FOTS. DE BALDISSEROTTO..
^^Í^X>««C»-
I
A
t^
V
WK
V^
\\
Manifoí/^í
EL \0X\.0
Mariposas blancas, blancas mariposas...
La brisa, en sus alas, aturdida vuela,
Como si pasara deshojando rosas.
En su cuento de hadas las toma por vela
El fugaz esquife de nuestra alegría,
Y en sus papelitos, con loca ufanía.
Flota el aljolido deber de la escuela.
Ríe la niña con desgaire ameno;
Y si en su boca es flor, gemela fruta
La púnica granada es en su seno.
El beso, al poseerla, se transmuta
En mariposa, que a la flor prendida,
En su átomo de miel goza una vida
Inefable, perfecta y absoluta.
L/^\ LCCCIÓM
Lindas mariposas, frivolas doncellas.
Que el librito fútil abriendo y cerrando,
Huyen del chiquillo, baladí como ellas.
¡Adueñarse de una, que se escapa cuando
Más puro el contento la vida dilatal
Soplarse los dedos untados de plata,
Y un ojo en las nubes, quedarse pensando. . .
EL \/!JELO
Volar, volar, volar, volar,
Subir, subir, subir, subir,
Partir, volver, caer, bajar,
Flotar, posar, ir y venir.
Besar un trébol al salir
Y una anémona al regresar.
Arder, vivir, ceder, amar,
Dándose un ósculo al pasar...
Libar al lirio su elixir,
Abanicarse y presumir,
Y mecida al lento blandir
Del alambre del aire andar.
Ser un reflejo de zafir
En un lampo de oro solar,
Fingir el nácar por brillar,
Y hecha una flámula morir.
Subir, subir, subir, subir,
Volar, volar, volar, volar...
L/X NE[\Mo$U[\/\
Flota el cielo en una profunda armonía,
Y al aire que suelta su lánguido tul.
Ancha como un pámpano en la luz del día.
Con claro relámpago o llama sombría,
Vaga la gloriosa mariposa azul.
Como en visión de trágico delirio,
La mano negra de la mala suerte
Estampa al muro; y en su mancha inerte.
Se delinea el tenebroso lirio
Del amor, más profundo aue la muerte.
LEOrOLDO LUGONíj
— t:^!
X —
FIRMAS
BRASILEÑAS
v-?i^" .
>~ .
< ra ATVPA
A QVIEh ■■
nvn<A Lf ■ ■
rALTQ riADA.
V
\
— ,jn. mi queriao doctor Práxe-
des! Dichosos los ojos que le ven.
¿Usted por aquí también?
— He venido a consolar a nuestro
digno y rJ-^'i' "o-i^ ,., ,„ Antonio
de Alb . :ame. A
pe»- "- -. » ar y del
pa- ' -¡tonio es un
fur ; j y ha sufrido
ta- •; creido deber rendirle
est- -.je.
— Hace muy bien. El señor doctor
Práxedes sabe lo que hace.
estar por encima de
•o; / quiero mucho a Anto-
nio. ajr,:}Uí no frecuentase su casa.
Compréndame. Jamás hubiera podi-
do decir a mi esposa el género de
vida de mi desgraciado amigo.
— ¿Y no le acompaña al entierro?
— Desgraciadamente no tengo
coche.
— Si es por eso, le ofrezco un sitio
en mi automóvil. Somos tan pocos,
que Antonio se lo agradecerá. Yo
también voy por eso. Su compañía
de usted me honrará.
— Muchas gracias. ¿Qué hora es?
— Las tres. Ya, doctor Práxedes,
no volverá a su oficina y, concluido
el entierro, le podría llevar a su casa
En automóvil ios entierros son rá-
pidos.
— ¡Ceremonia bien dolorosal
— Todos concluiremos así. Venga,
caro doctor.
— Hombre, acepto. No; con per-
miso de usted, me sentaré a su iz-
quierda.
— De ningún modo.
— Señor Argemiro Leitao, el co-
che fúnebre se pone en movimiento.
Mi resolución es inquebrantable.
— No le quiero contrariar.
El automóvil partió. Un sórdido
grupo de vecinos curiosos contem-
plaba la lúgubre partida de aquel
entierro de tercera clase. El sol de
verano ponia en las fachadas y el
pavimento de la calle un fulgor que
cegaba. Durante algunos instantes,
dentro del automóvil, que saltaba,
los dos caballeros no pronunciaron
una sola palabra. Al llegar al asfalto
el vehículo, el respetable doctor
Práxedes exclamó, aliviado:
— ¡Qué pavimentación!
— Es que estamos en el centro de
!a ciudad. . .
— También los alquileres por aquí
deben ser muy elevados.
■ — Lo son.
— Yo nunca he vivido en el cen-
tro. Quiero aire puro. Mi señora sufre
de asma.
— ¡Ahí
Se produjo un silencio. El doctor
Práxedes permanecía solemne y gra-
ve. Argemiro Leitao miraba a la
calle. De repente, entre impor-
tante y curioso, con la sonrisa de
quien disculpa los yerros de la huma-
nidad, el primero indagó:
■ — ¿El señor era íntimo de la casa?
— Desde hace mucho tiempo,
— Entonces conoció a la pobre
extraviada que vamos a enterrar.
— La conocí.
— ¿Qué tal era? ¿Murió joven to-
davía?
— A los treinta y dos años.
— Esas infelices siempre mueren
pronto. Y menos mal cuando les su-
cede lo que a ésta; murió sin que nada
le faltase. . .
Argemiro Leitao volvióse al oír
las últimas palabras.
— Doctor Práxedes, ¿conoce la
historia de esa mujer?
— No. Siempre sentí repugnancia
de inmiscuirme en la intimidad irre-
gular de mis amigos.
— Yo me vi forzado a ello. ¡Y lo ca-
maradas que fuimos Antonio y yo!
— - Es notable su amistad.
- Que durará hasta la muerte del
pobre. Le puedo, pues, contar una
historia.
— ¿Con referencia a la difunta?
— Su propia historia. Hace doce
años Antonio, con treinta y cinco
cumplidos, era de una resistencia de
acero. En la oficina, viendo su asi-
duidad en el trabajo, ninguno se
imaginaba lo desordenado de la vida
que llevaba de noche. No tuvo nunca
ni un dolor de cabeza siquiera. En
cierta ocasión, por la tarde, me fué
a buscar participándome la gran no-
vedad: había conquistado a una mu-
chacha, cosa fina. Rosa, después de
cierto tropiezo, había abandonado la
casa de sus padres y, protegida por
un hombre de edad, vivía aislada, en
el mayor recato, con veinte años y
hermosa. No fué empresa fácil su
conquista. El asedio se prolongó du-
rante varios meses. Hasta que un
día Rosa, ya vencida, se mostró
dispuesta a seguir a Antonio. Para
los hombres hay siempre una pro-
videncia.
— ¡Si la hay!
— Quiso la providencia que Anto-
nio, exasperado por la resistencia,
loco completamente, llevase a Rosa
consigo. Una noche invitóme a comer
en su casa. Escribiente, por aquel
tiempo, su sueldo era modesto. Su
casa debía ser muy pobre. Lo era.
Rosa, que dejara el palacete de su
protector, vivía ahora en aquel lugar
como una sirvianta. La primera vez
que conversé con ella, pude admirar,
además de su belleza, su buen sentido,
su bondad y sus conocimientos tan
sólidos como discretos. Dada la clase
de sociedad que frecuentaba Antonio,
no era digno que llevase con é! a Rosa.
Rosase quedaba en casa. Pero cuan-
do no se tiene dinero y se depende
del gobierno, hay gestos honestos
inmoralísimos.
— Mi querido señor Leitao. exage-
ra la paradoja.
— Perdón. Quiero apenas decir que
Antonio, por una porción de moti-
vos, no pensaba en casarse.
— Tanto más cuanto que debía
estar sobre aviso. La que hace un
cesto hace ciento.
— Exactamente. Rosa permane-
ció en casa. Divertíase en coser para
ella y para Antonio. Cuando faltaba
la criada, ocupábase ella del servicio
de la casa. Era el matrimonio. Si
usted permite a un recalcitrante ce-
libatario la expresión: era el atroz
matrimonio en toda su aflictiva vul-
garidad. Antonio gozaba de los afec-
tuosos cuidados del hogar y de las
diversiones del soltero fuera de su
casa. Llegaba tarde, olvidábase de
Rosa, y cuando advertía la injusticia
de su conducta, decía, convencido:
«No le falta nada.» A quien nada
pide ni nada reclama, jamás le falta
nada. El comentario a la existencia
que llevaba Rosa no podía ser otro.
Hasta ahora mismo, señor doctor
Práxedes, decía que no le faltó nada.
— Con su socialismo femenino, el
señor Leitao envenena las bases de
la sociedad.
— Rosa no era, como supone usted,
socialista. Estaba contenta de aquel
estado de miseria irregular, de apa-
recer culpable sin culpa y sin derecho
a quejarse. Era como un perpetuo
susto. Finalmente un hermoso día.
nuestro Antonio enfermóse. Consultó
a varios médicos quejándose de dis-
pepsia, de neurastenia. Los médicos
le mandaron a Caxambu y alli una
ducha escocesa le dejó hemipléjico.
Fuimos a recibirle en la estación y le
encontramos en el mismo estado que
se hallaba hoy, mucho peor: el brazo
pendiente, la lengua torpe, arras-
trando la pierna y con los ojos llenos
de terror y de odio impotente.
— Efectivamente, desde hace diez
años Antonio está así. . .
— Gracias a la bondad de usted,
consiguió ser oficial primero, sin
trabajar.
— No hable de eso. ¡Nos daba tan-
ta pena!. . .
— Pero usted debe acordarse del
año de licencia que le concedió, y,
después, de las peticiones consecu-
tivas acordadas, que le permitieron
no asistir a su empleo. Durante ese
largo período, vi el más angustioso
drama de mi existencia. Los médicos
comprobaban unaenfermedadhorren-
da. y, como de costumbre, daban
fa!sas esperanzas, imponiendo dis-
pendiosos tratamientos: electricidad,
masajes, drogas, un infierno. Nues-
tro amigo vivía en constante oscila-
ción de espíritu: desesperanza ex-
trema o certeza de mejoría. Y al
acordarse del tiempo en que era
fuerte y sano, tenía crisis de lágrimas,
se arrojaba al suelo, gritaba, quería
matarse. Los pocos amigos que le
quedaban desaparecieron. Una vez
le encontré debajo de la cama, resis-
tiéndose a los ruegos de Rosa. Era
la amenaza de la locura. Teníamos
que dominar el nuevo mal, recurrien-
do a un especialista. Y durante un
año, ante un desventurado a quien
la desgracia hiciera áspero y duro,
yo vi a Rosa sin dormir, lívida, mul-
tiplicándose, dejándole sólo para ir
a casa de los doctores o a la farmacia.
Como el doctor Práxedes sabe, yo
no dispongo de recursos, y mis rela-
ciones, aunque los tuviesen, no me
los facilitarían. Hice lo que podía
hacer. El parco moblaje fué desapa-
reciendo, y vi a Rosa, con el vestido
roto, lavando la única camisa para
ponérsela por la mañana. No profirió
ni una queja. Lloraba silenciosamente
por él. Y únicamente a costa de
paciencia, de cuidados, consiguió re-
confortar el alma destrozada de nues-
tro Antonio, que sólo a ella tenia en
el mundo. Muchas veces meditaba yo
en la exquisita alma de la criatura
que se resignaba a aquel esfuerzo del
que no podía sacar ningún resultado,
ni moral, ni práctico, ni sensual.
•I^L^^'^=> V'L^l i^--X-
Antonio estaba condenado a vivir
esperando la muerte, como vive. Ape-
nas. A los veintidós años, mantenién-
dose Rosa en aquella actitud, era una
viuda paupérrima y honesta, traba-
jando para un hijo grande. ¿No le
vendría a la memoria el recuerdo de
sii acaudalado protector? ¿No senti-
ría correr por las arterias la sangre
juvenil? ¿No amaría, no se arrepen-
tiría, no protestaría? La dije en cierta
ocasión: «¡Esto va a durar toda la
vida!» «¡Desgraciado!», murmuró ella,
pensando en Antonio. Y quedé tan
mohíno, no por él sino por ella, moza
y sana, que nunca más la hablé de
tal cosa. Era un respeto como el
que se tiene por las hermanas de
la caridad... Cuando Antonio
mejoróse de los nervios y vol-
vió a una aparente resigna-
ción, su egoísmo tornóse
furioso. El quería. Que-
ría sin ver, sin pensar.
Y, exigente con la
pobre criatura a
quien no diera su
nombre, llegó a ne-
garle el derecho
de sentir lo que
todas las muje-
res sienten. Su
deseo era pa-
sear, andar.
Ella no debía ir
con él. Pagaban
a un hombre
de confianza
para que le
acompañase.
Preocupábase
de vestir bien.
Se contemplaba
a! espejo. E iba
en busca de tra-
tamientosnuevos.
consultaba a los
curanderos, seguía
frecuentando los la-
boratorios eléctricos.
Rosa abrió un taller de
costura y preparaba la
comida para llevarla a
otras casas. Lavaba, plan-
chaba, cosía. Jamás la vi en
la calle. No debía tener ves-
tidos sino los de casa, dos blu-
sas y una pollera. Y trabajaba,
trabajaba. Su voz tornóse seca. ¡Lu-
chaba contra la suerte! Y después, el
esfuerzo terminó por ser mecánico, ya
sin sombra de cariño ante el despre-
cio exigente de nuestro infeliz enfer-
mo. Al despedirme, por cortesía le
preguntaba: «Doña Rosa, ¿necesita
algo?» Ella respondía: «Se lo agradez-
co. No necesito nada.» Y cuando él
permanecía en casa, sé bien el tra-
bajo que daba. Había que bañarle,
vestirle, leerle los diarios, jugar a las
cartas con él,
Antonio debía sufrir el mal de
no comprender el afecto. Era cruel,
sin querer, sin maldad. Ejercía el
despotismo tremendo del paralítico.
Recuerdo que hace cuatro años,
Antonio habíase puesto un traje de
franela blanca. Quería ir en auto-
móvil a las regatas, Rosa me dijo en
la escalera: «Señor Leitao, haga un
sacrificio. Lleve a Antonio en auto-
móvil. Yo no tengo plata. Es domin-
go. Si no va, se producirá la crisis y se
pondrá peor. Y no podrá ir al empleo.»
Entonces grité: «Antonio. ¿Dónde
está Antonio? Vengo a buscarle para
ir a las regatas.» Antonio estaba en
medio de su habitación, sonriendo,
medio embobado: -- «¿Vamos a pie?»
— «Vamos en automóvil.» Prorrum-
pió en una carcajada. Y volviéndose
bruscarrvínte serio haciaella: — «¿Has
visto? Aun tengo am.igos. Y tengo
suerte. Cuando quiero una cosa la
consigo.» — «Pero doña Rosa vendrá
con nosotros.» - «¡Cómo! Ella no
tiene vestidos.» - «Gracias a Dios,
señor Leitao. nada me falta. Lo de-
aremos para otra vez...»
— ¡Qué triste historia!
— Infelizmente, doctor Práxedes,
el mundo está lleno de historias por
el estilo que no aparecen en los dia-
rios. Debo decir que me empeñé para
pagar las cuatro horas de locomo-
ción. Antonio estaba radiante. En
casa, después de comer, narrando lo
que había visto, recordando a las
personas conocidas que asistieron a
la fiesta marítima, y hablando mal
de todos, acabó por exigir
una brisca. Necesi-
taba jugar a
la brisca
de
hierro. También es cierto que no le
falta nada. . .»
Soy pobre, doctor Práxedes, y re-
signado. Mi entendimiento llega aper-
cibir más allá de mi propio yo. Quedé
asombrado ante aquellos dos seres:
el egoísmo inconsciente de mi amigo
tullido, la incapacidad dolorosa de
la mujer. El sincero, doliente, inútil,
sin fuerzas para defenderse,
dependiendo su
vida de que
aquella
oscu-
tres.
Y allí, bajo
la lámpara, miré
a Rosa. ¿No le ha suce-
dido mirar a una criatura
a quien se ve todos los días? La
miré como si no la hubiese visto
desde la época en que vivía con su
rico protector. La fatalidad no le
daba tiempo ni para que la contem-
plásemos. Estaba flaca, tiznada, con
las manos agrietadas, con el cabello
blanqueando ya. Y encorvada, «¡Ca-
ramba! Doña
Rosa, está us-
ted un poco
abatida. Creo
que le hace
falta descan-
sar. Podrían ir
a pasar unos
días afuera.
Les con ven-
dría a los dos.»
Antonio esta-
ba ganando.
Rió. «¡Bah!
Yo, todavía,
podría ir; pe-
ro no puedo
dejarla. Es
mi contrape-
so. Y he de
someterme.
Además, pa-
rece que no
ves bien. Ro-
sa está bue-
na, goza de
una salud de
ILUSTRACIONES DE VALDIVIA.
ra fi-
gura no le
abandonase, Y
por eso mismo des-
esperado,.. ¿Por qué
era así la vida? ¿Por qué? ¿Sentiría
ella alguna cosa? ¿Estaría conven-
cida de que no le faltaba nada?
Dejé la casa de Antonio sintiendo
escalofríos. Y para volver a ella tuve
que revestir el alma de esa fuerza de
incomprensión que mantiene a los
desventurados en la desventura sin
pensaren ella.
Así vi a Rosa
desfallecer,
cada vez tra-
bajando más,
y vi a nues-
tro pobre An-
tonio, sacrifi-
cándola, pero
sin querer,
ex i g i en do
puerilmente
cariños de es-
clava. En
cuanto a su
dolencia, a la
dolencia que
concentrara
en quince
años de vida
disipada, se
manifestaba
en otras par-
tes de su or-
ganismo, ata-
cándole los
ríñones, el co-
razón, el hígado. Por último con-
vencí a Rosa de que debía consultar
a un médico. «Ella contestóme: «No:
es imposible cuidarme. ¿Quién cui-
daría a Antonio?» Pero el médico
fué y examinó a ambos. Un médico
nuevo, un amigo, que no me cobró
nada. Al salir me dijo: «Ella no tiene
tres meses de vida, si no puede ir a
Suiza. El. acaso muera antes que
ella. y. acaso también, puede vivir
y morir más tarde de un ataque de
uremia...» «¿Pero ella, qué tiene?»
«Cansancio del organismo entero, co-
mo una especie de tuberculosis muy
interesante: la granulada, , . Imagine
usted el pulmón sin cavernas, pero
revestido. . .»
- El doctor Leitao cuenta las
cosas con unos pormeno-
res...
— En efecto. Estaba ella,
preparando con inmen-
sa dificultad el baño
de Antonio, cuando
sintió la sangre en la
boca y cayó al sue-
lo. Corrí hacía
ella. Otro vómito
de sangre. Otro.
Corrí a la farma-
cia. En cuanto
a Antonio gri-
taba: «¡Qué es
eso! ¡Qué es
eso! ¡No me
pongas ner-
vioso!»
Al volver con
el médico, en-
contramos a
Antonio con un
ataque, sin que
ella pudiese cui-
darle. Estaba
muerta.
Pero, llegamos,
señor doctor Prá-
xedes: Antonio ha
venido al sepelio con
dos compañeros de
oficina. Vamos a verle.
Triste entierro. Siempre
son tristes los entierros de
los humildes. Ninguno llora.
Y las lágrimas son la alegría
de la tumba.
— Debemos convencer al po-
bre Antonio de que no debe ir hasta
la sepultura. ¿No le parece? Después
de lo que el señor Leitao ha con-
tado. , .
— Es una idea.
Los dos hombres saltaron del auto-
móvil. En la puerta del cementerio,
los cinco vehículos del acompaña-
miento fúnebre no conseguían ani-
mar la desolación luminosa de la
plaza. Los camaradas de Antonio de
Albuquerque, empleados públicos,
vieron saludar al doctor Práxedes
cuando bajaban el ataúd del coche.
En el suyo, Antonio lloraba, sin fuer-
zas para descender. Viendo la impo-
nente figura del doctor Práxedes,
intentó levantarse.
— ¡Oh. señor! ¡Mi buen amigo!
Nunca pensé en ello. Vea qué des-
graciado soy. Hasta ella, hasta ella
me dejó después de doce años de sa-
crificios, de sufrimientos. Me he que-
dado solo. No constituí una familia,
no tengo ninguna. En fin, ¡desgra-
ciada! Por lo menos tengo un consue-
lo. Hasta el último momento hicimos
todo lo posible. ¡Nunca le faltó nada!
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"AY en nuestra lengua pocas canciones infan-
tiles como hay pocas canciones de amor. Se
diría que el pueblo que ha dado nacimiento al
idioma, no tuvo tiempo, en los azares trágicos
de su formación y en las peripecias fabulosas
de su gran edad, para preocuparse de las dos
cosas suaves: el niño y la mujer. En toda la
» selva de romances, tan espesa y tan rica, no
se ve la imagen del niño, y cuando aparece
la mujer es siempre como una viñeta apenas esbozada junto
a la figura del guerrero, del héroe trashumante, del señor
del lugar, que no deja la lanza de su mano y al hablarla
es tan ruda y tan bronca su voz como si saliera a través
del férreo ventalle que le cubre el rostro.
Protagonista perpetuo de guerras civiles y de guerras
religiosas, su vida entera se va en el afán bélico y en su
mismo reposo, al pernoctar en el castillo que le queda de
paso o al terminar los días de la vejez en el retiro del
señorío apartado, su ocio se entretiene con el recuerdo de
las hazañas realizadas o con la evocación de hechos ilustres
cuya historia le dio ánimo para la pelea sin fin.
Entonces, oye el relato de los juglares que riman su
acción de sangre y de bravura, en la cual está ausente
la mujer, o bien se la vislumbra vagamente asomada
n la leyenda heroica como detrás de una reja que la
^ulta.
El español ha pasado su existencia de combate en cóm-
ate y su ternura se concentraba en sueños demasiado ás-
-^eros para poder fijarse en los sentimientos elementales y
hondos de que vive el idilio.
La madre que advertimos en los romances es a su vez
mujer de empresas de guerra:
Dios te encreciente, mi niño; Dios te deje encreceníar.
que la muerte de tu padre tú ¡a vayas a vengar.
Los cantos en que el idioma se ablanda al ponerse en
contacto con la mujer y se despoja de la fuerza combativa,
tienen su origen en las fábulas y burlas de amor, llevados de
Francia a tierras de Castilla por medio de los troveros
gallegos:
De Francia partió la niña,
de Francia la bien guarnida.
La poesía española, casi totalmente descriptiva, empieza
a tener emoción lírica con los poetas académicos, ai volverse
el romance un género de imitación, bajo la influencia de la
cultura italiana. Pero los literatos que pertenecían a los
cenáculos eruditos, nunca lograron verdadera boga popular.
De ahí también la segura riqueza del cancionero amoroso e
infantil, siendo este último de una pobreza tal que sus mo-
delos principales se reducen en realidad a traducciones del
francés, como el del Puente del Avellón, o este otro, que tam-
bién cantan los niños de Buenos Aires:
Un rey vino de Francia
en busca de una mujer.
Se encontró con una niña
que le supo responder.
O bien este otro, que es el refrán de un juego:
Me voy a quejar
al gran rey de Borgoi
ma.
La falta de canciones infantiles ha dado origen a una
fantástica floración de coros absurdos que se recogen en
nuestras escuelas y se corean con caliginoso entusiasmo. Eso
se debe generalmente al conocido mal gusto pedagógico, que
es capaz de hacer un elogio del deber con las estrofas de un
aire cuyano.
Y esto no es una exageración. La escuela es sensible a
las variaciones de la actualidad, y en todas ellas se cantan
las canciones que popularizaron los guitarreros de cabaret,
pero con las modificaciones indispensables para satisfacer
la exigencia moral de los pedagogos. He aquí un ejemplar
definitivo:
Yo canto el cantar eterno,
el canto de mi ilusión,
^ay sí, ay no!
Trabaja y cumple tu obligación.
Este pequeño cambio sólo atestigua el cuidadoso pudor
que anima al maestro de escuela. En cambio, ese pudor se
manifiesta menos riguroso en los coros de los recreos. Al
pasar per una escuela no es difícil oír la última tonadilla que
silba el frecuentador de bajo teatro. En una escuela céntrica
he oído cantar a un grupo de chicos:
Mi juventud ya declina,
dadme a probar cocaína . . .
Este fenómeno es frecuente. Nada define tanto la capa-
cidad de ternura de un pueblo, la delicadeza de su espíritu
como las canciones infantiles. Como España, carecemos de
esas canciones, con la diferencia de que también carecemos
de los romances heroicos. Es que entre nosotros nadie se
ocupa de los niños, así como nadie los educa, y es en la escuela
donde aprenden a deformar el idioma más admirable del
mundo, adulterándolo con palabras del arroyo y con térmi-
nos corrientes de la mala vida, que se han vuelto una especie
de lengua s'jbsidiaria de la mayoría. Muchos maestros recha-
zan los cantos sí:ncillos e ingenuos dedicados a la muñeca
y al caballo de madera, les refranes que comentan los juegos
de la plaza, por creerlos poco adecuados al patio escolar.
Quieren cantos que exalten el beneficio del trabajo y honren
la virtud.
Por eso transforman las tonadas cuyanas agregándoles
versos tan recomendables desde el punto de vista de la
moral como grotescos desde los demás puntos de vista.
Y cuando se descuidan, los chicos entonan la copla espan-
tosa del cabaret que han oído al carrero de la esquina o ai
hermano habituado a romper espejos en el café. Todo eso
bajo el mismo techo en que la pedagogía severa del dómine
no deja abrigo a la canción en que el alma provinciana lamen-
ta un amor sin fortuna.
m
\4
WIVJO CL
LOURJPO .
— pí i_^v .» V' i_^ "fc2 .-X —
xsA arica.
CD ediripo
v^ ^'^^«"^«b
>y^-
El anónimo e inspirado
autor de aquel proverbio
que la admiración univer-
sal aprueba unánimemen-
te, no sospechaba las deli-
cias de un vuelo en dirigi-
ble sobre la bella Ñapóles.
Vedi Napoli e poi moriré.
Quien no la ha visto así, a
quinientos metros de altu-
ra, a bordo del M. I de la
flota aérea italiana, no sa-
be bien cuan hermosa es la
incomparable ciudad.
La bulliciosa urbe desfi-
la ligera bajo la barquilla
de la aeronave que parece
inmóvil, como sobrecogida
por la emoción. Desfila ca-
llada; solamente grita a los
ojos con una aturdidora al-
garabía de calor. A la dere-
cha, el mar violáceo, las
playas adornadas con fle-
cos de encajes, y más allá
el Vesubio con su leve res-
plandor sobre su mole bitu-
minosa. Bajo los pies del
asombrado viajero la poli-
croma visión de la ciudad,
blanca a trozos, roja, ceni-
cienta, verdeante de jar-
dines.
.>á
Y gritando como un ni-
ño, el viajero repite los
nombres que toda la tierra
sabe: Via Roma, Palacio
Real, San Telmo. Piedi-
grotta, Pizzofalcone, San
Carlos, Posilipo. . .
Es Ñapóles, la Sirena, y
la ve antes de morir y un
poco atemorizado por el
peligro de muerte. Es Ña-
póles, cuyos techos acá y
allá lanzan resplandores de
espejo. Nunca la ha visto
así, ni desde las mayores
alturas, el flamante aero-
nauta; nunca le cautivó
tanto.
Ese viaje de ensueño so-
bre una ciudad del ensueño
asemeja a una visión del
otro mundo. Así la hubiera
visto Dante, si desde el
Paraíso hubiese vuelto la
mirada hacia su querida
Italia. Y solamente él hu-
biera sido capaz de descri-
bir, en tercetos sonoros, el
silencioso y esplendente
cuadro.
MBOLI.
Roma, noviembre 1919.
'f//r^
\^
SIN CANTARES, SIN PREGONES,
SIN GRITOS, — ¡OH, RARO MILAGRO
DE LA altura! — ADMIRA EL
VIAJERO A LA HERMOSA CIUDAD.
EL COLJSAL, EL TERRIBLE VESU-
BIO PARECE DESDE LO ALTO UN
ENORME y HUMEANTE MONTÓN
DE CENIZAS y DE RESCOLDO.
fer^
— i=>i_:v-rs
tNAaMItNTO
:jt-\mol
EN '
DütNRrAlRU"
IL rorrÓM, hermosa muestra
DE ESTILO PLATERESCO.
Vjí'iW
►-\
^■: *■
"\
-^>
N el corazón de la metrópoli, donde menos
puede esperarse, hay una casa distinta
a las demás que forman el uniforme ar-
quitectónico de la moderna Buenos Aires.
-^o, que nada entiende de estilos, pero cuya
ón artística es más fina de lo que se cree,
DCL/DRa
ANTONIO
VJO
D'?;
UNA ARTÍSTICA PERSPECTIVA DE
LA CASONA.
BanBeaa!B||
1
k-
i-
SALA PRINCirAL, DONDE SE DESTACA UNA MONUMENTAL CHIMENEA DE ARTÍSTICOS HERRAJES.
—j=>LS^^& v^i_rrK2>í>w-
detiene sus ojos y se complace
en mirar la casa, de la calle Sui-
pacha. entre Juncal y Arroyo.
El Renacimiento español re-
sulta una variedad inconfundi-
ble de esta escuela. Por muy
tocado de italianismo que estu-
viese, merced ala influencia del
gran arte toscano, el renacer de
la arquitectura clásica castella-
na mezcla componentes que
otros estilos renacentistas ha-
bían desdeñado. El estilo pla-
teresco se nutre de enseñanzas
grecolatinas, sobre cuyo fondo
de imitación agrega adornos
donde la prolijidad de los artí-
fices católicos y de los arábigo-
hispanos resalta característica.
Fué más bien una reforma que
un renacimiento. La devoción
española no podía abandonar los
cánones del arte ojival, ni tam-
poco hacer a un lado los primo-
UN SOBERBIO MUEBLE DE ES-
PLÉNDIDA TALLA ESPAÑOLA.
res ornamentales de los artis-
tas mudejares, ni las humildes
tejas de las casas solariegas.
El arquitecto argentino Esta-
nislao Pirovano. alumno diplo-
mado de la Ecole speciale
d' Architecture de París, gran
admirador de la arquitectura
española, es el autor de esta
obra que le honra.
Para levantar la casa aprove-
chó un edificio antiguo, cuya
distribución fué casi totalmen-
te respetada. Un devoto respe-
to animó al artista en toda la
ejecución de su plan.
Gracias a eso, el doctor Anto-
nio Sojo posee una casa llena de
carácter que se distingue entre
todas, y hace un buen papel al
lado de las pocas cuyos dueños
se preocuparon del arte.
— ir>T -^'5=. X -i_nrT:2--N.—
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'adorada corno fetic'tie de I Gran '
Amor o la Gran Somlira. ' . A
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W^wJ^nc»\% de rnattera de la c^PI^^
^^' «a de Aq^Ia (4írte¿)^^>
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••^tfi
El primer hombre que, descontento de la forma
insípida del cacharro en que bebia. quiso embe-
llecerlo, creó una obra de arte. Con seguridad
aquel nuevo cacharro no tenía nada de lo que
miles o millones de años después conceptuamos
artislico; el salvaje remedaba lo que veía: hombre
animal, planta. Remedo inmensamente tosco, pe-
ro que encerraba una virtud extraordinaria como
obra de arte: respondía dicha obra, exactamente.
a la concepción que de lo bello nacía en el espeso
cráneo primitivo. Daba el salvaje, en ese esfuerzo
de alma rudimentaria, cuánto había en él. No
tenía la menor idea de que lo que él estaba hacien-
do pudiera no ser bello, pues no conocía otro
modo de embellecer. Era su cacharro, pues, una
obra sincera.
Y si esta cualidad es el corazón hecho arte de
las grandes obras civilizadas, de ella también
proviene el encanto de esos vasos, estatuitas,
dibujos y tejidos primitivos.
Muchísimo más tarde, casi en nuestros días,
un poeta de vuelo ha condensado en un verso
la esencia y el porqué de la real obra de arte:
Mon verte est petit, mais je bois dans mon vene.
El vaso propio — modo personal de sentir, ver
y reaccionar — es el único en este mundo capaz
de guardar y verter esa infantil y fecunda savia
que en la vida y el arte se llaman Sinceridad.
Alguna vez hemos visto resaltar esta evidencia
ante la infructuosa preocupación actual de resu-
citar el arte primitivo: decorados, alfarería y te-
jidos de una época o de unos seres profundamente
incultos. La empresa es dolorosa. por esta simple
razón: lo que constituye el encanto del cacharro
salvaje — ingenuidad del alma obscura que lo
creó — es precisamente lo que falta en el artista
ultra-civilizado que la remeda. El salvaje obró
en un solo sentido, pues ignoraba otro; el artista
de hoy elige ese sentido, entre los mil caminos
que conoce. Lo que en el uno es espontaneidad
adorable, responde en el otro a dubitación, tan-
teo, amargura, desencanto de las rutas explora-
das. Llega al amor de la figurita ingenua, por
fatiga de la figurita super refinada. Y si esta
desorientación de artista supone ductilidad de
alma para sentir un decorado cuaternario, no
lo faculta de igual modo para crearlo. Porque
esta creación es en él un camino elegido, cuando en
el artista primitivo era el único.
No es imposible que en un ceramista de nues-
tros días anime una sensibilidad salvaje: inmen-
sas frescura y espontaneidad artísticas para ver
y sentir por primera vez; pero el fenómeno es
demasiado raro para hallarlo en la primera expo-
sición, y para no desconfiar de la mayoría de los
decoradores seudo toscos, cuya primitividad de
alma es una simple manifestación de decadencia.
El principiante — podrá decirse, — el artista
inculto, se hallan, pues, en tales condiciones de
sensibilidad impoluta. No es así; en las razas des-
de largo tiempo civilizadas, la herencia, por in-
sensible que aparezca, nos niega esa frescura
primordial. El neófito — escritor, pintor, escul-
tor — paga a despecho suyo la fatiga artística
de un "'próximo o remoto antecesor.
Si en sus cacharros de uso doméstico el salvaje
imprimió cuanto en él había de visión decorativa,
cabe preguntarse qué esfuerzo de ideal anima la
mente del indígena, al tallar en un trozo de ma-
dera la figura sacra de sus dioses, sus amuletos,
sus fetiches. ¿Bellas, las presentes estatuitas?
Ciertamente no. Su belleza — o mejor dicho su
encanto — proviene de algo más hondo que su
realización; de aquello que hizo llorar a Chateau-
briand, cuando un joven de diez y ocho años le
contaba en sencillas palabras el amor que pro-
fesaba a su madre, a sus hermanas, en su lejano
Chambery. Momentos antes el joven poeta había
leído a Chateaubriand unos versos, en que cantaba
precisamente esos amores. Y cuando el jovenzuelo,
al ver las lágrimas del gran poeta, exclamó emo-
cionado: * — ¡Maestro, maestro!... No creía que
mis versos. . .», Chateaubriand le respondió:
« — No es por sus versos que vierto estas lágri-
mas; los versos son buenos, nada más. Lloro por
lo que acaba de contarme en prosa, y que usted
no supo pasar al papel».
El jovenzuelo, sin embargo, se llamaba Alfonso
de Lamartine.
'fa permitiéYidofes su religior»
representar directamente a
sus dioses, los negrosdel Con-
go los personifican en feti- .
ches, tal como el present^¡¿^*S¡
A'
te los negros del Con-"
go portugués, de madera, en
que ya scí percibe la influen-
cia europea.
('aso tallado en madera, ^^^
v-^ toda probabilidad de oficio re^^^
I '«i I
|B«I
i::i
— Señor: su amigo Rabalsa lo quiere hablar ■ —
anunció la chinita.
¿Rabalsa?. . . ¿Rabalsa?. . . me pregunté.
¿Rabalsa?... ¿Rabalsa?... repitió mi
esposa.
Y, ¿Rabalsa?... ¿Rabalsa?... dijeron mi
suegra y mis dos cuñaditas. Porque nos entrete-
níamos siempre en adivinar los apellidos de los
visitantes a quienes la sirvienta confirmaba.
¿A que es Olazábal?
No; Bermúdez.
Bueno: vamos a recibir a Pérez dije, y me
encaminé hacia el vestíbulo.
En el vestíbulo, desplomado sobre una silla, vi
al compañero Alcázar.
¡Hola. Rabalsa! - grité alegremente. - ¿Dón-
de te metiste Crabiel Rabalsa? ¿Por qué te pre-
sentas de riguroso seudónimo? Ven: mi gente quiere
conocer al simpático
Rabalsa.
No: disculpa — mur-
muró levantándose lo más
tristemente posible.
Quería hablar contigo.
Y nos sentamos en dos
sillas incómodas, junto al
velador del vestíbulo.
Aquellas sillas y aquel
velador traíanme el re-
cuerdo físico del bar don-
de Alcázar, el causer. el
Máquina de Coser, según
un calembour francohis-
pano del que estoy orgu-
lloso, nos entretuvo du-
rante muchas noches. Pe-
ro ni el vestíbulo era un
bar ni el Alcázar de enton-
ces se parecía a ese melan-
cólico Alcázar de ahora.
La chinita acertó por fin:
aquél era Rabalsa. un me-
llizo más aseado, más ves-
tido de negro, inquietan-
re. Una incomodidad
espiritual se atravesaba
entre nosotros, favoreci-
da porlaincomodidad de
los asientos.
¿Qué tienes, vejete?
Tengo que he con-
quistado la voluntad
respondióme con tristeza.
¡La voluntad! Durante
la pausa que siguió a la
frase solemne recordé el
discurso cómicoserio de
Alcázar pronunciado una
noche en el bar antes
aludido.
« La Voluntad dijo
es una diosa que tiene cien
diligentes brazos a dispo-
sición de los hombres
enérgicos, pero es para
mi tan manca como la
Venus de Milo. En este
instante, los de la mesa
de enfrente han inquirido
del camarero el tema de
nuestra discusión, y an-
dan ya dándole vueltas a
lavoluntad. Pronto, toda
la sala zumbará en torno
de la voluntad. Unapode-
rosa voluntad nos congre-
ga: la de ese hombre que.
resguardado por la caja
registradora, saluda a los
clientes y vigila a los mo-
zos. La insinuante volun-
tad de Victoriano multi-
plica los medios litros sobre esta mesita volun-
tariosa. Voluntad son esos diez círculos blan-
cos que la pesada espuma de la cerveza dejó en el
chope del camarada Ramírez, como mudos tes-
tigos de un carácter metódico. Voluntad dice la
sabia elección que de las mejores aceitunas hace
el colega Maldonado. Voluntad hay en el aviso
que el artístico píntamenos Rodríguez tiene ahí -
porque avisiis avisum vocal, el aviso llama al aviso.
Todo es voluntad, todo menos yo. He leído a
Smiles. Ribot. Payot y los libros yogís: ejecuté
todas las zalemas del rito gimnástico sueco, escribí
réclami's, estuve a punto de abrir un bar. pero
inútilmente, infecundamente: no conseguí los diez
circuios de espuma, no domino la elección de los
manises. En una palabra: no tengo voluntad, y
esa dolorosa carencia ha de conducirme fatalmente
a morir con los botines puestos. . . y rotos. Por-
que, oídlo bien, queridos compañeros de tareas.
iA-coNayi9iA
DUAVOLOfAD
[IX/\kK5-D[l-9AL
envidiados voluntariosos: La Voluntad es una
suerte reservada a los hombres suertudos. ■>
Tal era la teoría que Gabriel Alcázar desarrolló
largamente con bastante ingenio. Era un fatalista
jovial que soportaba la vida estoicamente.
Por eso me sorprendió su: «he conquistado la
voluntad» dicho en tono de pésame y cara de velorio.
Explícate, vejete.
Verás. Yo necesitaba curarme de pereza cró-
nica y de falta de fe en mí mismo. No quería ha-
llarme más atormentado por las premiosas esperas
de mi modestísima inspiración, ni sujeto al rebusco
de palabras. Mi familia necesitaba un hombre
'SJk»'
metódico que no perdiese las horas planeando
asuntos, un hombre trabajador, productivo, uno
de esos padres-esposos-hermanos que viven siem-
pre en el hoy fabricándose un buen mañana.
Nuestro médico es un viejecito bondadoso.
Desde hace años impone a la familia la sagrada
voluntad de curar. ¿Me comprendes? Para nos-
otros sus recetas son órdenes terminantes. En fin:
ol Lourdes familiar.
Una vez, hablando precisamente de ese dominio
curativo, nos encomió sus facultades hipnóticas.
Y en tanto que refería algunas curaciones, yo
asocié todo aquello a mi enfermedad moral.
Al principio, únicamente vi el cuento: ya co-
noces aquella locura argumentadora que yo poseía
pero pensándolo mejor, quise ser el protago-
nista.
El médico me miró con sus ojillos verdes:
"No sería malo probar»,
dijo. Probamos durnnte
siete sesiones el poder del
hipnotismo sobre la abu-
lia que me consumía. Du-
rante siete sesiones morí
y renací siete veces, la úl-
tima como estoy ahora.
pero alegre, pues creia en
los milagros de la volun-
tad conquistada.
Soy otro, ya no me co-
noces, no soy el loco de
hace dos años. Escribo
sin perder el tiempo, fá-
cilmente. Las letras flu-
yen, hacen líneas, cuarti-
llas, artículos y libros sin
que yo sufra el tormento
angustioso. Y gano mu-
cho.
Gano demasiado, por-
que mi nueva prosa no
vale. Fría, blanca, peor
de lo que hablo, peor de
lo que pienso, es otro mar-
tirio. En aquélla, escrita
a empellones, había chis-
pazos de algo ardiente. Mi
vanidad dudaba creyen-
do; la autocrítica tenia
dónde morder. Ahora no.
Quizás guste a los que
pagan; ya nunca gustaré
a los que envidian. Soy
incapaz de escribir lo ima-
ginado en mis días pere-
zosos. Por cariño a mi
gente, por egoísmo, no
quisiera recobrar mi en-
ferma alma desaparecida.
Y sufro, vejete, sufro la
pérdida de aquellas tra-
bas, de aquella premiosi-
dad y de aquella «dema-
siado literatura. •
¡Alcázar quejándose de
la sobra de dinero! ¡Alcá-
zar bien .vestido, triste!
Ya ves: yo tenía razón:
la voluntad es una suer-
te, ¡una mala suerte!
Gabriel — le dije
jura que no mientes.
¡Por mis hijos te lo
juro!
Entonces, quizás te
engañes nuevamente en
tu autocrítica.
No me engaño, y lo
sé porque envidio a otros
de quienes antes nos
reíamos.
Otra manía de las
tuyas, vejete. Tú estás condenado a escribir bien,
a dudar, a martirizarte.
- No -- murmuró. — ¿Conoces los cuentos de
Amallo Fournes? Así quisiera yo escribir.
- ¡Pero si ese Fournes escribe como un idiota!
¡Lo has visto! - - gritó levantándose de un
salto. ¡Ese Fournes soy yo! ¡Ese es el seudónimo
de un ganapán avergonzado de sí mismo!.
Certera y ridicula la emboscada de mi amigo.
ridicula y certera. Me dejó achatado.
Le vi cómo dé repente se metió en el comedor,
y luego cómo lloraba sobre la mesa todas las an-
gustias de la vanidad impotente. La voluntad
conquistada sólo le servía para llorar con carác-
ter las penas de su espíritu.
Quise consolarle.
Y no supe consolarle.
:lustraciones de peláhz.
K_7Q)aáw.
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A K R O N
_j=>LJV''i= ^^'U~ri^y=^—
ANTIGÜEDADES ARQUITECTÓNICAS DE SALTA
o; PATIO PRINCIPAL CONVERTIDO EN FABRICA DE LICORES.
INTERIOR DE LA CASA DEL GENERAL TRISTÁN.
— I=>I_;^^^
>>=v—
— Ii>L>s/S ■VLTT'I^ /^ —
UNIVERSIDAD
CORDOBESA
A ti. lector y doctor, que
te recibiste en la cU^ca
universidad, va dedicada
esta fotoerana. ¿Te acuer-
das de eTla>
Tras sus dos hojas talla-
das terminó tu vida estu-
diantil definitivamente,
un día de colación de gra-
dos. Esa puerta constituyó
durante penosos años de
estudio la mira de tus des-
velos. La contemplaste ce-
rrada el primer día de in-
gieao a las aulas. Entonces
te pareció semejante a la
puóta del Infierno dan-
tesco: Lasciatf ogni spfran-
ta. te dijiste mirando la
terrible labor que te aguar-
daba. Luego la viste abier-
ta, franca, y entraste.
[>entro. en presencia de los
catedráticos y del público
hermoseado por las madres
y las novias, otros ex estu-
diantes recibían sus paten-
tes, algunas de ellas pare-
cidas a patentes de corso.
Cada vez estabas más
próximo al deseado final
que tras aquella puerta te
esperaba. Quizás conociste
el amargo sabor de los apla-
zamientos que te detenían
en el camino emprendido.
Por fin, una tarde inol-
vidable, una tarde de pri-
mavera lluviosa o cálida.
/
PUERTA DE
LA COLACIÓN
pero siempre hermosa,
fuiste uno de los actores
de aquel poema que se lla-
ma colación de grados.
Al salir, ya sin mirar a esa
puerta, ibas orgulloso. La
gente se complacía en lla-
marte doctor, y tú no di-
gamos nada. Asi te despe-
diste a la francesa de esas
dos hojas, testigos mudos
de tus ansias y de tu gloria.
Tu vida estudiantil, lle-
na de aventuras amorosas,
de diabluras de muchacho,
de anécdotas, se cerró como
un portazo.
Contémplala, reaviva
tus recuerdos, y teje co-
mentarios que tus hijos
han de oír complacidos. Es
la puerta que te dio libre
entrada al mundo de los
negocios y de las penas,
del triunfo y de la derrota.
¡Cuántos de tus condis-
cípulos no han vuelto a
verla ni en fotograbado:
las puertas de la muerte se
abrieron y cerraron para
ellosl
En este instante de tu
contemplación, tal vez
otros admirarán también
la olvidada puerta de las
colaciones, especie de co-
munión espiritual que os
une a todos a pesar de la
distancia y del tiempo.
II '• II
II • I
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Restos del pasado coló- 1
una serpiente astuta y va-
nial es la complicada veleta ly
lerosa. No cabían ambos en
que se conserva en la docta ^.^11/
el mundo. Era preciso com-
riiKlsd de Córdoba. ' '\i¿^6^^ 0
batirse. Así lo decidieron
La veleu 0 giralda es 4» ^^^¿:^>i Wl ^ jj =>—
tácitamente, iniciando sus
una brújula que toma se- — ^^K" ^ "~""nV'í\T^
pasos de esgrima.
fialando el punto cardinal /OÍ T Vx .A
Ya se sabe cómo comba-
de donde viene el viento. ^ 1| ilHL ^ f
A veces indica el lado de ~á. ^^^B" %.
ten estos dos prototipos
del valor animal. Son te-
donde parece venir la rá- -^Ki^^^^lt' j^
merarios, pero prudentes.
faca, porque aire sabe Jb ^^T "^^^Hl^ ÍHH
Giran en torno del enemigo
diocar contra las paredes ^fc^^ _J^^^^^^^mi J^^^^^MÜ^ ^^I
buscando la manera de
y reflejarse cayendo ^^^B 4M(4Ü^^^^^^^ILi^^^^^^^^B ^^H
Dor baranda sobre tor- ^^^B ^^^^^^SI^^^^^^ri^^^^^^^^^M^^^M
sorprenderle, y lo hacen así
porque se tienen mutuo
m^p ^^^^^^^^^^^H^^^H
respeto y temor.
En el campo es muy ne- ^^ -^^ ^^^^^^^^^^^^^^^^^
Los vientos se reían de
cesaría: en la resul- ''^^ÉK ^^^^^^^^^^^^^^^I
ellos, y soplaban figurán-
un pretexto. Asi. ^ ^^^^^^^^^ S^^M^^^^^^^^^^^^H
los buenos \J^^^^^^^K^.^á m^ ^ Vi^^RBH^^^^^^^^^^^^H
dose que aquel girar se de-
bía a sus bocanadas. El
convierten casi siempre .^^^^^^^^^^^^^^K ^ ->^L^^hB^ '^^^/ÍIP^^^^^^^^^^I
un adorno que remata bas- Í^^^^^^^^^^^^Í^^^^B ,._^BÍ^^^MtfBC .l^^^^^^^^H^^i
norte y el sur apostaron
por el gallo, el este y el
tan te las ^^^^^^^^^^^^^^^^H^^^^^^^^^^^HÍSI^^^^^^^^ ^
oeste, por el reptil.
y las lado ^^^V^^I^^^^^^^^^^^^'V^^^^^'^'^^^^^^F* f
El combate seguía y se-
los pararrayos. Ul^S^^^^^^^^^^f^ ' M?* " /^^^^^HtalHB
guía, round a round, sin
Como de adorno ^S^^^^^^^^^^^^E f'^Ht /ll^H^^^^^^^I
que ninguno de los enemi-
esia un ^^^^^^^^^^^^^^^^E^ V^V^ , V^HI ^^^^^^^B
gos ganase la partida.
modelo. Ella rechinando so- ^^^^^^^^^^^^H^L "^ 'wK^i ^^^^^^|
Al fin un herrero dijo la
bre su nos una ^^^^^^^^^^^^^^Kt~ Í/^^V)^ ' ' ^^P^^^l
íibula la de ^^^^m^H^^^^^Sfe_ ~ J^^UlV/ Í ^IMHHF^^^^^^
moraleja: «Cuando dos se-
res son demasiado valien-
•Bl gallo, la serpiente y el - . "'^'^~^^?^^'-^^^BP%,^ . 1 ^^^^^^E<
tes, es como si fueran de-
,-.^ jddí^^^^jABhr^^^OF''^ ' ^^^^^^Hr fÜ^^M
masiado cobardes. Hasta
Un eallo vigilante y va- _- "'^SSBB^^^^^^FT^^^^^B^ ^^^^^^^K^ ' '^mm
leroso encontróse un día a ir ^■'BBHI^''^=^=^Í^ '"^^^^^
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menos son estos los efectos que yo he experimentado. La calda del cabello
se detuvo y lo he visto brotar nuevamente.
Sea este testimonio de la gratitud de su alto. S. S. y amigo.
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Tengo el agrado de manifestar que he quedado plenamente satisfecho de
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siendo su Específico verdaderamente eficaz para dichas afecciones.
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Consejos sencillos y prácticos para conservar la belleza.
Por Mlle. ALICE DELYSIA
Cabelleras Onduladas.
Pocas personas saben que el stallax puede ser
usado como shampoo y que es mucho mejor para
este propósito que cualquier otra substancia.
Tiene una natural afinidad con el cabello, deján-
dolo lustroso, aterciopelado y pronunciadamente
ondulado. Una cucharadita de las de café llena
de stallax granulado, disuelta en una taza de
agua caliente, es más que suficiente para el
objeto. El stallax legítimo se vende en las far-
macias, sólo en paquetes sellados, conteniendo
una cantidad suficiente para hacer de veinticinco
a treinta shampoo. La brillantez que confiere
al cabello es completamente inimitable e indes-
criptible.
Un secreto contra los Barrillos.
Los puntos negros, cutis grasicntos y extensión
de los poros del rostro son molestias que general-
mente nos asaltan juntas, pero podemos combatir-
las al instante por medio de un nuevo y único pro-
cedimiento. Se echa en un vaso de agua una tableta
de stymol (de venta en las boticas), que produce
vivamente una rizada espuma. Cuando la eferves-
cencia ha pasado, se baña el rostro con el agua
«estimolizada», y después se seca con una toalla.
Los intrusos puntos negros salen espontáneamente
y desaparecen en la toalla, y los grandes poros
grasientos se contraen como por encanto y se bo-
rran de la cara. No se produce ninguna opresión;
fuerza o acción violenta. El cutis no sufre daño
alguno y queda alisado, blando y fresco. Unos
cuantos de estos tratamientos, con intervalos de
tres o cuatro días, dan permanencia a esta belleza
y se obtiene rápidamente la limpieza del rostro.
Para evitar el Vello
Es cosa muy fácil hacer desaparecer temporal-
mente el vello; pero evitar definitivamente esa
innecesaria abundancia de pelo es ya otro pro-
blema diferente. No son muchas las damas que
conocen los satisfactorios efectos que para ese re-
sultado produce una substancia tan sencilla como
el porlac pulverizado aplicado directamente al
pelo. Este tratamiento se recomienda no sólo para
hacer desaparecer al instante el vello o las su-
perfluidades del cabello, sino para matar sus raíces
por completo. Casi todos los boticarios pueden
venderle a usted una onza de porlac, cantidad
suficiente para el experimento.
Por qué las actrices nunca
envejecen
De todo lo concerniente a la profesión teatral,
nada hay más enigmático para el público que
la perpetua juventud de sus mujeres. ¡Con cuánta
frecuencia oímos decir: «¡Cómo, si la vi hace cua-
renta años en el papel de Julieta, y no representa
ahora un año más de edad!» Naturalmente, hay
que tener en cuenta la manera de caracterizarse;
pero cuando se nos ve de cerca, fuera del escenario,
necesítala gente otra explicación. ¡Qué extraño es
que la generalidad de las mujeres no hayan apren-
dido el secreto de conservar la cara joven! ¡Y qué
sencillo es comprar un poco de cera pura merco-
lizada en la farmacia, aplicársela al cutis como
cold cream, quitándola con agua caliente por la
mañana! La cera absorbe la cutícula vieja en forma
gradual e imperceptible, dejando el cutis nuevo
y fresco, libre de arrugas y otras fealdades. Esta
es la razón por la cual las actrices no tienen la cara
desfigurada con manchas, barrillos, etc. ¿Por qué
nuestras hermanas del otro lado de las candilejas
no aprenden y aprovechan esta lección?
— p>i_;:^^4S >v^Ln-i-2>=v—
La manera más fácil
La manera más simple y práctica para
pulir y conservar el acabado de los
pisos, es aplicar la Cera Preparada de
Johnson con un lienzo. No se requieren
cepillos, rociadores ni estropajos. Nada
mas apliqúese la cera con un lienzo seco.
Con muy poco frotamiento se obtendrá un lustre
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capa delgada que protege y guarda al acabado
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ya sea en pasta o líquida en pasta para pulir
pisos, maderas, linóleos, mármoles, etc.; liquida
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UNA
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Inmóvil, tranquila, mirando atentamente al fotógrafo, parece
una esfinge. Hay en ella algo de monstruo simpático y de humana cria-
tura. El cuello grácil, erguido, el cuerpo redondeado, elegante, la mi-
rada dulce, enigmática.
Y sin embargo, la llama, la más elegante bestia de carga después
del caballo, poco piensa, o poco creemos que debe pensar. Tal vez, si
lográramos entenderla, sabríamos muchas cosas que ahora ignoramos.
Existen innumerables personas en el mundo que deben todo su
crédito a una seriedad elocuente y continuada. Adoptan posturas
meditativas, miran sin ver, abstraídas en su inconmensurable vaciedad,
y de este modo logran orearse fama de sabias. Solamente responden
por monosílabos y esta sobriedad de palabras se interpreta como hon-
dura de pensamiento.
Quizás la esfinge clásica, la de garras de tigre, rostro de mujer y
cuerpo de felino, ofreció su más difícil enigma en esa taciturnidad que
nada dice y poco oculta. El trabajo arduo consistió en dar solución
a problemas que ella no proponía.
De todos modos, esta esfinge sudamericana tiene más elegancia
que otras esfinges, y por poco que valga su callado pensamiento,
resultará superior a muchos. Ella nos habla de trabajos sufridos pa-
cientemente al lado del amo. De abuelos a nietos, la llama transporta
cargas ajenas que nada le interesan.
V/J-^'i i^.'X—
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>l I II iKitldi II II I II II 1 1 1 1 II II it;:
ESCUELA
VENECIANA
1655 * 17=4-5
PROPIE[V\D De-
Don LORENZO
PELLERANO
'j=>i.^y.^:& -vi_rpr3>s^.—
En las costas del Uruguay, entre la antigua Colonia
del Sacramento y la Isla de Martin García, hállase
enclavada esta hermosa residencia de campo.
La estancia, propiamente dicha, tiene una super
ficie de cuatro leguas, siendo el terreno sjavemente
ondulado con barrancas sobre la costa y grandes
bosques naturales. En ellos ha reunido su propie-
tario, don Aarón de Anchorena, una considerable
variedad de animales exóticos, hasta formar el más
completo y pintoresco parque de caza que exist? en
Sud América- Desde la torre del moderno castillo, edi-
ficado en el espolón de veinte metros que domina la
desembocadura del río San Juan, el paisaje adquiere
proporciones extraordinarias.
Su grandiosidad es imponderable en extremo. Gran-
des farallones de piedra, cortados a pico sobre el
Plata, marcan la linea extrema de los montes. El
LLSIDLNCIAS
DLL
L\0 DL LA PLATA
7^
Dcoorevi
sol hiere las rocas con reflejos de mineral. A lo lejos,
perfilándose frente al cielo azulado, cruzan los pájaros
marinos. Un hálito primaveral asciende de la llanura
florecida. Los trigales de oro, movidos por la brisa
del bosque, son aterciopelados y ondulantes.
Miramos hacia el río. El agua no tiene horizonte
ni transparencia, pero se define por su color terroso
y el contraste de sus riberas de arenisca.
Arrancando de la playa dorada, hay una rústica
escalinata de piedra que conduce hasta los jardines
del castillo. Pequeños arbustos cierran la perspectiva.
El parque, de sesenta hectáreas, tiene plantas exó-
ticas y galas de lejanos países. Un pequeño rincón
evoca los misterios de Oriente, y al fondo, rodeado
de cipreses enanos, recorta su silueta el viejo Bhuda
de granito.
En el avanzado promontorio del rio San Juan
A««AHCAllCO D» LA ruYA DOHADA. HAY UMA KÚSTICA EXALINATA
D» niD«A QU» COKDOCE HASTA LOS JAXDIHÍS DEL CASTIUO.
LOS GRANDES FARALLONES DE PIEDRA. CORTADOS A PICO SOBRE
EL PLATA, MARCAN LA lInEA EXTREMA DE LOS MONTES.
'ií- Vi_-1 J,>>-x-
UN PEQUEÑO RINCÓN EVOCA U3S MISTE-
RIOS DE ORIENTE. Al. FONDO, RODEADO DE
CIPRESES Y ARAUCARIAS, RECORTA S'J
SILUETA EL VIEJO BUDADE GRANITO
entre arboledas y peñascos informes, se
hallan los restos del primer fuerte funda-
do por los conquistadores en el Río de la
Plata. Su construcción se remonta al año
1527, o sea doce años después de haber
sido descubierto y explorado por el pi-
loto Juan de Solís, el cual, como se sabe,
fué muerto en este mismo paraje por
los indios Charrúas.
De la primitiva construcción, apenas
si quedan ya los cimientos de! reducto
y alguna que otra losa tumbal entre-
tejida de raíces. Y, sin embargo, vemos
EL DESEMBARCADERO DE LA ESTANCIA Y
YATE DEL SR. ANCHORENA, QUE HACE LA
TRAVESÍA DESDE BUENOS AIRES EN
TRES HORAS DE NAVEGACIÓN POR EL PLATA.
en estas piedras medio destruidas el tes-
timonio de la historia, comprobado
ahora en toda su sencilla elocuencia.
El guerrero de la conquista — capitán o
simple soldado — tiene aquí la glorifica-
ción de sus remotas y atrevidas empresas.
En estos cimientos venerables,los com-
pañeros de Gaboto lucharon esforzada-
mente contra la pujanza del indio, cuya
fría tenacidad en el asalto no fué bastante
para vencer aquellas voluntades de hie-
rro. Historiadores como Díaz de Guzmán.
e! Deán Funes, Azara y el viajero in-
'■;"Sr
^:m'mé
r-» - t_ PSOXIMÜ Al. CAMINO DE!,
«les sir Woodbine Parisch. bosjje, sobre el pro-
-"•i'ren la fundación del mo^torio de san juan.
.te como uno de los se hallan las ruinas del
xuiiiu uiiu u», .«a n|„E|j puERTE FUNDADO
. r.tecimientosmastrans- k>f los conquistadores
ientales de la época. en el río de la plata.
,-j constituye el primer
^•:rzo hecho por los españole- para la domina-
r. y conquista del Rio de la Plata.
Las excavaciones hechas hace unos años por
■ioa Clemente Onelli. director del Jardin Zoológico
Je Buenos Aires, permitieron establecer el empla-
zamiento de las antiguas ruinas, comprobadas
' !a aparición de esqueletos humanos y objetos
:■:'. siglo XVI.
Este curioso descubrimiento revela con claridad
el trágico fin de los escasos pobladores del fuerte.
La fosa donde descansaban los restos, debió ser
abierta en el subsuelo de un recinto interior, casi
hasta llegar a la pared medianera, reforzada por
una losa puesta como dintel. Los dos primeros es-
queletos fueron hallados en la parte de afuera:
■isTÁ POBLADO POR MÁS Dii pero como el hambre y los
MIL ciervos de distintas ataqucs del indio harían
ESPECIES, ENTRE LOS QUE estrapo^i en la neoueña
predomina EL LLAMADO DE ssiragos en la pequeña
i.os PANTANOS, ORIGINARIO guamicion, los quB mu-
DE LA REGIÓN DEL DELTA, ríeron después serían en
terrados en el interior de
la vivienda. Después de cuatro siglos, el lugar ha
sido transformadoenunaestancia deliciosa. Pastan
las vacas en el borde de las laderas. El tero entona
su canción. Y al fondo de la llanura verde, en el
confín de las cañadas, el antílope y el wapití tren-
zan sus astas puntiagudas a manera de desafío.
En otros lugares del bosque, la fronda s'^
mueve con un estremecimiento de vida. Gruñen
los jabalíes bajo el monte fangoso, cruza veloz e!
avestruz, y en el espeso fajinal, celoso de su
inderendencia salvaje, sestea el desconfiado car-
pincho que se zambulle bruscamente en las aguas
del estuario,
ANTONIO P É R E Z - V A L 1 E N T E
HOTTSAirt» »UJ TSKICLES COLUILLOS. PIARAS DE JABALÍES
turónos oruKEH ba;o ei. monte pakooso.
AL FONDO DE LA LLANURA VERDE, VIGILANTE ENTRE LOS ARBOLES,
EL TAPIR ASOMA SU CABEZA DE PAQUIDERMO.
i::>>^-
) AJO un sol de fiesta,
un sol de verano bonae-
rense, que nos parece
rojo y trágico por las
hondas impresiones an-
tes recibidas, henos aquí
en los suburbios de Di-
nant, en los Fonds de
Leffe, enfrente de Bou-
vignes. Desde H o u x ,
hemos venido subiendo y bajando por la
ondulada ribera del Mosa, en un baño de
fuego que reconforta a mis camaradas
belgas, pero que me abrasa a mí. pre-
cisamente porque soy meridional...
Allá, en la otra orilla, vemos que la
fábrica de paños, y varias casas de Bou-
vignes hansidodestruídas porel incendio,
y que el gran puente ha volado. Esas rui-
nas trágicas nos parecen más lamenta-
bles que las del legendario castillo de
Crévecoeur. encaramadas sobre ellas en
la cumbre de un peñasco abrupto.
Entramos a descansar un momento
en el Café del Puente. Una joven en-
lutada nos escancia la cerveza ligera,
que trae en un cántaro de barro.
— ¿Está usted de luto? — le dice
M. Sluys. — ¿Han fusilado a alguien
de su familia?
La joven, con la voz velada, haciendo
un esfuerzo, le contesta:
— A mi marido... En los Premons-
tratenses.
Nos quedamos en silencio, conmo-
vidos, sin saber qué lenitivo dar a
aquel dolor, cuando un anciano aparece
en el fondo de la sala. Se arrastra más
que anda, y en sus brazos trae una en-
cantadora rubiecilla de poco más de un
año. El rostro del viejo está corroído por
los dolores, súrcanlo arrugas profundas,
sus ojos enrojecidos están apagados,
ca$i muertos, la mano que tiene libre
tiembla con temblor senil... Es el tío
Joachim, propietario del cafecito. . . In-
formado de quiénes somos, nos cuenta
su infortunio con palabra lenta y voz
ahogada, mientras la joven oculta su
pena en un rincón y la niñita inocente
nos sonríe y nos hace monadas. . .
Seis de los deudos del tío Joachim
han sido fusilados en la plazuela de los
Premonstratenses: dos hijos, un yerno,
tres primos hermanos. La niña que tiene
en brazos es su nieta, y la joven de luto
su nuera. Su hija y sus dos nueras han
quedado viudas el mismo día, a !a
misma hora. . .
— ¿Pero qué había hecho su hijo,
el marido de esta señora? — pregunta
M. Sluys que lleva, por derecho propio,
la voz cantante.
— Nada, ¡oh! nada, señor. Vinieron. . .
{/Is sont venus, sobrentendido: los
alemanes. Estos eran siempre Us, y el vago
pronombre no daba nunca lugar a dudas!)
— Vinieron — dijo, pues, el lío Joachim,
— lo hicieron salir, lo llevaron a la Chiche-
de-Bois... lo fusilaron...
La Chiche-de-Bois, es el nombre local
de la plazuela a que da el convento de los
Premonstratenses, y que se indica indistin-
tamente del uno o del otro modo.
- — Lo fusilaron... — repitió reconcen-
tradamente Joachim. — Esta chiquilla
tenía entonces cinco meses pero se acuer-
da,. . ¿no es verdad que te acuerdas, que-
ridita?
— Ya no tengo papá — contesta la niña,
en su media lengua, balbuciente, amenazan-
do con el puñito cerrado a los ausentes ver-
dugos.
Su abuelo, su madre se lo han enseñado,
no cabe duda. . , Y así pasan los odios, de
generación en generación, y este es el turbio
y envenenado sedimento que deja la guerra
fresca y alegre, según el ex Kronprins.
— Pero, — insistimos ante el desventurado
anciano — ¿los dinandeses no habían hecho
fuego sobre los alemanes?
— ijuro que no! — exclama Joachim con
un fugaz relámpago de sus ojos extintos. —
Nadie tenía armas. Sólo los soldados fran-
ceses, apestados en la otra orilla, tiraban
contra los alemanes... Estos incendiaron las
casas y fusilaron a los hombres, sin forma de
juicio. ¡Los nuestros no tiraron, lo juro!
■ — ¡Es cierto! ¡Es cierto! — murmura la
triste joven con grandes movimientos afir-
mativos de cabeza.
Sobre la chimenea del café se ven varias
fotografías, que despiertan nuestra curio-
sidad.
— ¡Son los retratos de nuestros fusilados!
— solloza la joven, que añade con voz dra-
mática: — Cuando los alemanes vienen al
café se los mostramos y les decimos: «Ustedes
nos los han muerto» Algunos responden:
*¡Qué hacerle! ¡Así es la guerra!». Pero se
van y no vuelven, que es lo que importa . . .
Salimos con el corazón oprimido, sin acer-
tar con una frase de consuelo para los dos
infortunados... Volví a verlos en 1917: el
tiempo mismo sólo había podido devolverle
una apariencia de conformidad, pues aun
veían la comarca bajo el yugo implacable
del invasor que, en el aniversario de la
matanza había cerrado las puertas del ce-
menterio, y que, para impedir... manifes-
taciones políticas, pretendía cobrar un franco
por la entrada, monstruosidad de que se
arrepintió a tiempo
Alia, enfrente, sobre la orilla izquierda
del Mosa, los franceses habían estado del
13 al 22 de agosto de 1914. El 22, a las 5
de la tarde, hicieron saltar el puente y
se retiraron. Momentos después llegaban los
alemanes, que no cometieron entonces acto
alguno de crueldad. ■■
Pero el domingo 23 de agosto, cien solda-
dos bajan de la montaña de San Nicolás,
hacen salir, a las seis y media, a los fieles
que oyen misa en la iglssita ce los Premons-
tratenses-— es domingo — y separan acula-
tazos a los hombres de las mujeres, que son
llevadas al convento, donde no tardan en
engrosar su número otras infortunadas, pri-
sioneras de Dinant. Se las amontona de tal
modo, que en una estrecha celda permanecen
encerradas quince,
sin poder salir ni
para satisfacer sus
más urgentes necesi-
dades. Un oficial se
entretiene en asus-
tarlas con un revól-
ver, luego se ríe a
carcajadas. . .
Cinco días más
tarde, doscientos
hombres tomados en
Leffe fueron fusila-
dos, cumpliéndose
una profecía que los
alemanes, acantona-
dos en Thynes, a sie-
te kilómetros de allí,
hacían a los aterra-
dos vecinos, refirién-
dose a Dinant;
17\ 7M.D?\E)?\
DE M?\DEE7\
RQE)ERTO I. PAVRdO
ILU5TVNCION E) ALVA\CL_
- — ¡No quedará más que el cielo y el
agua! . . .
Dejando la orilla del Mosa subimos la
cuesta que conduce a la abadía de los Pre-
monstratenses, entre dos filas de casas que-
madas, y llegamos a una plazuela irregular,
cerrada a la derecha por la iglesia, enfrente
por un vasto huerto cercado de tapia baja
y plantado de patatas, en los otros dos cos-
tados por casitas de aldeanos. En la fachada
de una de ellas, se lee: A la Chiche-de-Bois.
(Al picaporte de madera.)
Así se llamará, de aquí en adelante, al
teatro de la espantosa matanza da Leffe. . .
En mitad de la plaza, sobre las anchas
piedras, vemos un montón de flores frescas
que se agostan al sol. Aquí está el ara. Aquí
cayó, intachable y heroico, un rico industrial,
un gran fabricante de paños, que era el padre
de sus obreros. Esta es la piedra del sacrifi-
cio de don Renato Himmer, vicecónsul de
la República Argentina en Dinant...
Hace dos días fué el primer aniversario
de su fusilamiento, y Mme. Himmer ha ve-
nido a cubrir con rosas frescas las rosas,
frescas aún ellas también, de su sangre ino-
cente... Ved: el ladrillo revocado de las
modestas fachadas,
roto a tiros, parece
que sangra.
Mirad ahora esta
puerta baja, pintada
de verde que inte-
rrumpe el tapial del
huerto ¿Veis estas
manchas aceitosas?
Son huellas de cere-
bros que han saltado
hasta aquí, y que
animan estos made-
ros inertes con su úl-
tima idea... ¿De ven-
ganza?. . . ¿De per-
dón. . , ¡Quién sabe!
Los hombres eran
fusilados por gru-
pos. De cada treinta
habitantes delsubur-
bio de Leffecayeronasíveintiocho, es de-
cir, ¡más de! noventa y tres por ciento!
Mientras contemplamos reverentes
este nuevo Gólgota, donde tantas ostias
han caído para salvar la libertad y la
justicia humanas, ha ido rodeándonos
un coro digno del gran trágico griego. De
las casas vecinas, délas calleique desem-
bocan en la plazuela, llegan a nosotros
grupos de mujeres enlutadas, de Teba-
ñas que vienen aclamar sus cuitas y a
lanzar al cielo sus imprecaciones... ¡Me
estremezco aún al recordarlo! Aquellas
madres, aquellas viudas, aquellas abue-
las, aquellas hermanas, adivinando en
nosotros al amigo, acuden a hacernos
partícipes de su inextinguible dolor, de
su odio inextinguible. Cuéntannos, con
acentos que nadie podrá reproducir ja-
más, los múltiples detalles horrorosos de
la hecatombe. . . Una de ellas, una
anciana de ochenta años, Mme. Piotte,
ha llegado con un enorme balde lleno
de agua en cada mano, y me relata lar-
gamente, con la voz entrecortada por
los sollozos y los ojos salidos de sus ór-
bitas, cómo le han asesinado todo cuanto
amaba en el mundo, desde su marido,
sus hijos y sus yernos hasta sus nietos
llenos de juventud y de esperanza. ¡Siete
aniquiladores duelos juntos! Habla y
gime, impreca y Hora, y ciego de
emoción no acierto a ver el enorme peso
que sostiene con sus huesudos brazos, y
que sus manos crispadas hacen danzar
como una pluma durante un eterno cuar-
to de hora! . . . ¡Pobre mamá Piottel ¡Y
cuánta razón tenía de convertirse en una
Euménide, único papel posible que el
enemigo le había dejado bajo el sol!
Crickboom, el gran violinista belga,
que tomaba las notas, como más ver-
sado en la fabla wallona, me pasó el
cuaderno, con mano trémula:
— ¡Se me nubla la vista, no puedo es-
cribir, sigue tú!. . .
...La puerteciUa verde se abre a
nuestro paso, y entramos en el campo
de patatas, conducidos por uno de los
pocos sobrevivientes varones de Leffe
y seguidos por la procesión enlutada de
las mujeres.
Nuestro guía es un mecánico de la
fábrica de paños, Eugéne Disy, que
logró escapar a la matanza ocultándose
entre las rocas de las inmediaciones,
donde pasó varios días sufriendo hambre
y sed, pero logrando salvarse mientras
sucumbía casi la totalidad de sus con-
ciudadanos. . .
. . .Aquí, bajo el follaje verde sucio de
las patatas, han comenzado su eterno
sueño doscientos cuarenta y siete di-
nandeses, trasladados luego a más hon-
rosa sepultura. El benemérito doctor
Cousot, diputado por Dinant y su burgo-
maestre, los exhumó e identificó, a todos,
en septiembre de 1914. y trasladó luego sus
restos al cementerio de Leffe, donde duer-
men... ahora en paz.
Detalle horrible: De aquella improvisada
fosa común se sacaron siete cadáveres de
niños, tres de ellos en los brazos de la madre.
Así nos lo afirma nuestro guía Eugéne Disy,
cuyas palabras son corroboradas por las infe-
lices mujeres que nos han seguido, y que con-
tinúan contándonos abominables episodios.
Una niñita de dos años es arrancada de
los brazos de su padre y arrojada al pozo
de estiércol de M. Adam, mientras el padre
es fusilado. El doctor Cousot asiste a la
infeliz criatura y logra salvarla mediante
lavajes del estómago, pues ha estado a punto
de ahogarse en la inmundicia. Un adolescen-
te. Thibaut, es arrastrado, a pesar de los de-
sesperados esfuerzos de la madre, que lo de-
fiende como una tigre a sus cachorros, y
fusilado ante los ojos de la desventurada.
Dos jovencitos, Víctor Compienne, de quin-
ce años, y Jean Delheye, de diez y siete, am-
bos heridos, son presentados a un oficial,
quien pregunta a Compienne:
— ¿Quién los ha herido?
— • Los soldados alemanes — contesta el
niño.
— ¡Llévenlo! — ordena el oficial.
Ya se sabe lo que esto significa: momentos
después suena una descarga, a tiempo que
el oficial interroga a Delheye:
— ¿Quién lo ha herido?
El adolescente, asustado, tartamudea para
salvar la vida:
— No sé... no he vist'- ..
— ¡A la ambulancia! — ordena esta vez el
oficial.
Hay que preparar testimonios para negar
más tarde la verdad de tantos horrores. . .
Pero ya basta. . .
Salimos del campo de la muerte, mudos y
sombríos, agobiados por el dolor y la ver-
güenza, porque estos hechos son un padrón
de infamia para la humanidad que aun los
permite, tolerando la guerra.
_ r'LT'w'S ^ I -r r? x -
MOMENTO
M U qT I C A L
C
\
A íntima definición del baile está sintetizada en ese
título que el inspirado poeta melódico puso a una de
sus obras maestras: el baile es un momento musical.
Hay momentos y horas en que nuestro espíritu no
anda a tono con la música, y la melodía suena en vano,
sin conmovernos o sin impulsarnos al rítmico éxtasis
de la danza. El dolor y sus camaradas han ocupado
nuestros sentidos anulando toda comunicación, todo esparcimiento.
Mas he aquí que el alma vuelve a ser la caja armónica que presta
intensidad a las cuerdas vibrantes. Entonces el espíritu y su envoltura
visible repercuten a tono con las notas ligadas misteriosa y bellamente.
El momento musical surge y nos arrastra. Y la carne se siente hermosa
y sana, y el cerebro alegre de gozo o saboreando la tristeza transformada
en música, vive la intensidad de aquel momento sublime en el que se
han dado cita las cosas mejores del mundo para gloria del hombre.
Si las conveniencias mundanas nos tienen sujetos a una silla o nos
amenazan con la pena del ridiculo, el momento musical se limitará a
^guir m mente e\ canto y llevar el compás con disimuladas oscilaciones.
i^j^"* *' ^^''^ ^""^'^ libremente, para que el eterno compañero de la
melodía nos posea, se hace necesario el permiso de la sociedad, el influjo
del alcohol o el rebelde transporte del gozo exaltado. Así bailó el rey
hebreo ante el arca y ante sus subditos estupefactos; así nos abandonamos
a la suave locura del baile cuando llega el propicio momento musical.
A '^"^"'^° '^ forma es grácil y la sensibilidad exquisita, sobreviene
la danza como un ejercicio estético, como un espectáculo maravilloso.
I seguimos el ritmo de la arrebatadora melodía y de los elegantes
giros de esas niñas que bailan bajo los árboles, libremente, inspira-
damente, helénicamente, el Momento Musical del mágico Schubert.
¿Sü^'
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II í
. iía^íii¿^*í¿»jn»wf -
I estrepitosas aventuras ni anécdotas ex-
traordinarias. El formidable observador,
el inspirado vidente, el multiforme ima-
ginativo, vivió espiando el mundo que
le rodeaba, adivinando tiempos preté-
ritos, creando personajes y escenas, sin
distraerse un momento, sin apartar de
la enorme labor sus ojitos sagaces.
El tabaco era su compañero: y no
buscaba en ese abuso un excitante, sino
el modo de concentrar la atención, de definir el
recuerdo, de sorprender el vocablo preciso. A
Galdós le bastaba ese grano de opio inextingui-
ble que el genio tiene en el cerebro,
Ars, Natura, Varitas. Lema triangular que todo
el mundo traduce fácilmente, lema sencillo de
difícil disciplina, adoptó el maestro. Artista, na-
tural, verídico fué toda la vida. La paciencia,
la constancia, el metódico uso de sus facultades,
de sus cinco sentidos sobrehumanos, ejercitados
— i3>i_;s^^
U sombrm: aste es
•i secreto de Is labor ^•
Prafefia a las aventuras,
•i atisbarias por el ojo de
ia llave: curiosear entre la
madwdnmbie. a ir en las
eonnitivas: pesar la rula, a
comer. Por aso « vivir
tranquilo no le pesaba; por
eso ha llegado modesta-
rnonie a la augusta inmor-
. imaginación volcáni-
ca!; ¡Tres caboas en unal*
dice hablando de si mis-
mo un hifo de Caldos, el
iafenioso loco don Ido del
Sagrario, verdadero Qui-
jote de las noveluchas por
entregss. Las mismas pala-
bras deben aplicarse a su
padre literario. Una fan-
tasía volcánica en tres ce-
rrtiros fuertes. Arroyos de
lava mansa, torrentes de
lava enloquecida fluyen de
esa cabeza una y trina.
¿Cuántas personas le de-
ben la vida o la resurrec-
ción? El mismo dice que
ios tipos presentados en
Issdos primeras series de
los Episodios Nacionalts
pasan de SOO. En los de-
más episodios y en las no-
velas circulan miles de per-
sonajes hechos a imagen
y semejanza del hombre.
La mayoría está hecha a
imagen y semejanza del
espafiol.
España, desde principios
del siglo XIX hasta hace
poco, la España batalla-
dora, revolucionaria, mo-
tinesca, convertida en pá
ginas donde las aguas fuer
tes. los caprichos goyescos.
las caricaturas de Ortego.
los apuntes de Valeriano
Bécquer, las acuarelas y
cuadros de Fortuny. los
grabados de las revistas e
Ilustraciones, forman li-
bros, libros, libro:.
Y es Madrid también ia
capital de esa península en
esencia, de esa España me-
tida en un atlas literario.
Casi todos los tipos galdo-
sianos sueflan con Madrid.
passn por Madrid, o viven
en Madrid. Conspiradores, estudiantes, indianos,
aventureros, mercaderes, libertinos, damas anda-
riegas, escritores, hijas en busca de apellido, padres
atormentados, ejércitos, y galeras, y arrierías.
y peatones, todo va a Madrid o se queda en el
camino de Madrid. Porque en ese mundo creado
por Caldos pululan los Quijotes y los Sanchos
que se desbordan de los límites cervantinos.
Visionarios, maniáticos, locos, buenos, malos.
beatíficos, heroicos, idiotas, todos sueñan con
fiebre o sin fiebre, hambrientos o ahitos: confunden
la realidad con la mentira. La política de partido
y la política de secta se disputan la hegemonía
espiritual de aquel enjambre que zangolotea o
trabaja o lucha. La escritura se convierte en un
rumor de multitud; los cuerpos adquieren relieve.
No nos asombraria que el libro comenzara a
desbordar seres y seres diminutos como soldaditos
de plomo animados.
Y entre esos hombres vertamos bullir una ca-
terva de seres verdaderamente pequeños que fal-
tan en casi todas las obras maestras: los niños. El
mundo infantil creado por Caldos da alegría a su
mundo. Niños en la sitiada Gerona, niños en el
estudio de León Roch. y al lado de Marianela. y
entre Fortunata y Jacinta; niños en todas partes,
pero no callados, sino tomando parte activa en la
comedia y en el drama. Este cariño de Caldos
CALDOS CON EL FIEL COMPAÑERO DE SUS SOLEDADES.
hacia la niñez resulta uno de sus distintivos más
honrosos, acaso el que revela mejor su ferviente
culto a la Humanidad.
Caldos es humanitario, sublimemente humani-
tario. Disculpa los yerros y quiere el bien de todos
los hombres. Su Nazarin resulta la más intensa
glosa literaria de Cristo. Y en casi todos sus libros.
hay hombres y mujeres que pecan y se redimen,
o ansian el bien.
Tan sólo por ese cariño, mezclóse en política,
abandonando su retraimiento para agregarse a los
liberales y a los republicanos. Tan sólo por ese
cariño, escribió dramas y comedias, aguantando
cansadores homenajes populares. La España libe-
ral necesita agradecerle mucho a ese diputado
silencioso, a ese autor escénico de obras partida-
rias que sirvieron de bandera.
Hubo en Andalucía un pobre noticiero que al
ver el facsímile de una cuartilla galdosiana llena
de enmendaturas, dijo: /Hombre: yo tacho menos
que Caldos.'. >
Ese periodista opinaba
lo contrario que mucha
gente: / Yo tacho más que
Caldos.' /Caldos debiera ta-
char más.', vienen a decir
los que ponen peros al es-
tilo galdosiano. Más co-
rrección, más lima, más
casticismo le pidieron.
Es preciso disentir un
poco de esa opinión. El
maestro no lamia sus hijos
como las gatas: soplaba a
la manera de un dios. Asi
han salido unos bien ador-
nados párrafos eufónicos,
rítmicos, y otros más sen-
cillamente ataviados. El
esmeril pule el acero, raya
el oro, deslustra el cristal
y se deshace contra el bri-
llante. En el estilo de Cal-
dos hay oro, acero, bri-
llante y cristal, en enormes
cantidades; las palabras
y los tropos reflejan
la luz ola absorben, poseen
e! sentido preciso y la
aplicación original. Y,
además, tiene nervios, y
sangre, y músculo, y osa-
menta. No está hecho de
cabellos recortaditos, como
el cenotafio que le costó
la ceguera a! hábil Bringas.
Los que se desviven por
contar en español cosas
imaginadas o traídas del
natural, los aprendices de
novelistas, deben estudiarse
la obra galdosiana.
Hay muchos maestros
unilaterales: éste enseña a
manejar la ironía, aquél la
piedad, el otro el terror, etc.
Don Benito proporciona
múltiples enseñanzas.
Las comparaciones son
peligrosas para el artista o
el objeto que deseamos re-
alzar; son peligrosas, pues
tienen la virtud de negati-
va, no de restarles méritos,
sino de buscarles enemigos.
Amo tanto a Caldos, que
desearía verlo leído por to-
dos aquellos que aun no
le conocen, por todos los
partidarios de los mejores
novelistas.
Creed en vuestros ídolos
nacionales o extranjeros,
a atención debida a ese gran-
dioso artífice. No os detengáis en Doña Perfecta
o en Marianela; id al Amigo Manso, Fortunata y Ja-
cinta, los Torquemada, Halma y esos otros mo-
numentos de la literatura española y de la bon-
dad universal.
Para los escritores nuestros, el idioma de Caldos
vale tanto como el de Cervantes.
Cada uno debe honrarle a medida de la propia
admiración y fuerzas.
Los discípulos que le rodearon en vida, los que
también son maestros, están obligados a escri-
birnos uno de esos libros que ingleses, franceses,
alemanes e italianos construyen para glorificar
la obra de sus genios, libros que los dibujantes,
pintores y escultores ilustran.
Aparte de los veinte primeros episodios y de los
tipos que pertenecen a la historia, no conocemos
la traducción gráfica de las criaturas galdosianas.
Y, sin embargo, un aceptable Miquis o una linda
Gloria son obras más hacederas que los no con-
seguidos retratos de don Quijote y Sancho.
El llorado creador, el que tanto enseñó, el que
comenzó verdaderamente a depurar nuestro gusto,
el que tantos seudónimos ha sugerido, merece
ese homenaje.
Eduardo del Saz.
mas concededle
: H 1.
—T::>i.S^^r& x,^Lma>v—
■usa iin(r«n •dificJo Ua-
mado Ditciomtrio dt la
¿OTftM CastiUmi—. de
nmaRe tmn ooloal y
fuon da medida que,
t} decir da los cronis-
tas, ocupaba casi la
marta parto de una
mesa, de estas que.
iestinadas a varios
laos, vemos en !as ca-
sas da los hombres. Si
■ MI ctwar a U.I vie)o documento hallado
M vi*)iñBe popilre. cuando ponían al tal
•dMeio «a al astante de su dueAo, la tabla
qaa lo aoatania amana laba desplomarse, con
datriaanto de todo lo que había en ella.
l&..-.*>i»iiU doa andias murallonos do car-
ite, (ocradoa en piel de becerro jaspeado.
y aa la fa**^''«. que era también de cuero.
m «ala on aaeiio cartel con doradas letras.
q«a dedan al nnndo y a la posteridad el
aoaibre r alfnlSeacite de aquel gran monu-
aiaRMb
Por daatra ara un laberinto tan maravi-
HoaB, qoa ni ai misrao de Creta se le igualara.
OMdhalo hasta Miacien tas paredes de papel
cea aai Dtmaros llaraados pkginas. Cada es-
pade «alaba subdividido en tres corredores
o I ■ a|tai muy grandes, y en estas crujías se
HP*»»— iaaumerables celdas, ocupadas por
loa odMCtentoa o novecientos mil seres que
eo aquel vaftUmo recinto tenían su habí-
taddn. Estos lefas se llamaban palabras.
Una mafiana sintiéae gran ruido de voces,
ITtta^tt dtoques de armas, roce de vestidos.
namamíentos y relinchos, como si un nume-
rosa ejército se levantara y vistiese a toda
prin. aperdbiéodoie para una tremenda
batana. Y a la verdad, cosa de guerra debía
de ser. porque a poco rato salieron todas o
caai toáta las palabras del Diccionario, con
foertas y relucientes armas, formando un
II» aiihfln tan grande que no cupiera en la
miaña Biblioteca Nacional. Magnífico y
sorpcendente era el espectáculo que este
e)érdto presenuba. según me dijo el testigo
ocalar que lo presenció todo desde un escon-
drijo inmediato, el cual testigo ocular era
nn triejUmo Fhs saactarum. forrado en per-
gamino, que en el propio estante se hallaba
a la sazón.
Avanzó la comitiva hasta que estuvieron
todas las palabras fuera del edindo. Trataré
da dascribir el orden y aparato de aquel
ejérdto. siguiendo flelinente la veraz, escru-
pulosa y auténtica narración de mi amigo
el Flos saitctorum
Delante marchaban unos heraldos llama-
dos Artículos, vestidos con magnificas
dafattiticas y cotas de finísimo acero: no
llevaban armas, y sí los escudos de sus sefio-
res los Sustantivos, que venían un poco más
atrás. Estos, en número casi infinito, eran
tan vistosos y gallardos que daba gozo verlos.
Unos llevaban resplandecientes armas del
mis puro metal, y cascos en cuya cimera
ondeaban plumas y festones: otros vestían
lorigas de cuero finísimo, recamadas de oro
y pblta: otros cubrían sus cuerpos con luen-
goa trajes talares, a modo de senadores
venecianas. Aquéllos montaban poderosos
potras ricamente enjaezados, y otros iban
a pie. Algunos parecían menos ricos y lujosos
que los detnis: y aun puede asegurarse que
habla bastantes pobremente vestidos, si bien
éstos aran poco vistos, porque el brillo y ele-
gancia de los otros, como que los ocultaba
y obscurecía. Junto a los Sustantivos mar-
chahan los f^onombres, que iban a pie y
dshals, nevando la brida de los caballos,
o deliis, sosteniendo la cola del vestido de
sus amos, ya gullndoles a guisa de lazarillos.
ya dándoles el brazo para sostén de sus
llaoos cuerpos, porque, sea dicho de paso,
también haMa Sustantivos muy valetudina-
rios y decrépitos, y algunos parecían próxi-
mos a morir. También se veían no pocos
notwfflbres representando a sus amos, que
K quedaron en cama por enfermos o pere-
zosos, y estos Pronombres formaban en la
linea de los Sustantivos como si de tales
hubieran categoria. No es necesario decir
que los habla de ambos sexos; y las damas
cabalgaban con igual donaire que los hom-
bres, y aun esgrimían las armas con tanto
deaoifado como ellos.
Detrás venian los Adjetivos, todos a pie:
y eran como servidores o satélites de los
Sustantivos, parque formaban al lado de
ellos, atendiendo a sus órdenes para obede-
cerlas. Era cosa sabida que ningún caballero
Sustantivo podía hacer cosa derecha sin el
auxilio de un buen escudero de la honrada
familia de los Adjetivos: pero éstos, a pesar
de la fuerza y significación que prestaban a
sus amos, no valían solos ni un ardite, y se
aniquilaban completamente en cuanto que-
daban solos. Eran brillantes y caprichosos
sus sdomos y trajes, de colores vivos y
formas' muy de-
terminadas: y
ara de notar que
cuando se acer-
caban al amo.
éste tomaba el
color y la forma
de aquéllos, que-
dando transfor-
mado al exte-
rior, aunque en
esencia el mis-
mo. Como a diez
varas de distan,
cía venian los
Verbos, que eran
unos seftores de
lo más extratlo
y maravilloso
que puede con-
cebir la fanta-
sía. No es posi-
ble decir su se-
xo, ni medir su
estatura, ni pin-
tar sus faccio-
nes, ni contar
su edad, ni des-
cribirlos con pre-
cisión y exacti-
tud. Basta saber
que se movían
mucho y a lo-
dos lados, y tan
pronto iban ha-
cia atrás como
hacia adelante,
y se juntaban
dos para andar
aparejados.
Lo cierto del
caso, según me
aseguró el Flos
sarictorum. es
que sin los tales personajes no se hacu cjsj
a derecha en aquella república, y, si bien los
Sustantivos eran muy útiles, no podían
hacer nada por si, y eran como instrumentos
ciegos cuando algún señor Verbo no los
dirigía. Tras éstos venian los Adverbios, que
tenían cataduras de pinches de cocina: como
que su oficio era prepararles la comida a los
Verbos y servirles en todo. Es fama que eran
parientes de los Adjetivos, como lo acredita-
ban viejísimos pergaminos genealógicos, y
aun había Adjetivas que desempeñaban en
ajmisión la plaza de Adverbios, para lo cual
bastaba ponerles una cola o falda que de-
cía mente.
Las preposiciones eran enanas: y más que
personas parecían c^sas, moviéndose auto-
máticamente: iban junto a bs Sustantivos
para llevar recado a algún Verbo, o viceversa.
Las conjunciones andaban por todos lados
metiendo bulla: y una de ellas especialmente,
llamada que. era el mismo enemigo y a todos
los tenía revueltos y alborotados, porque
indisponía a un señor Sustantivo con un
señor Verbo, y a veces trastornaba lo que
éste decía, variando completamente el sen-
tido. Detrás de todos marchaban las inter-
jecciones, que no tenían cuerpo, sino tan s61o
cabeza con gran boca siempre abierta. No se
metían con nadie, y se manejaban solas: que
aunque pocas en número, es fama que sabían
hacerse valer.
De estas palabras, algunas eran nobilísi.
mas, y llevaban en sus escudos delicadas em-
presas, por donde se venía en conocimiento
de su abolengo latino o árabe: otras, sin al-
curnia antigua de que vanagloriarse, eran
nuevecillas, plebeyas o de poco más o menos.
Las nobles las trataban con desprecio. Algu-
nas había también en calidad de emigradas
de Francia, esperando el tiempo de adquirir
nacionalidad. Otras, en camljio, indígenas
hasta la pared de enfrente, se caían de puro
viejas, y yacían
arrinconadas,
aunque las de-
más guardaran
consideración a
sus arrugas: y
las había tan pe-
tulantes y pre-
sumidas, que
despreciaban a
las demás mi-
rándolas enfátí-
camente-
Llegaron a la
plaza del Están-
te y la ocuparon
de punta a pun-
ta. El verbo Ser
hizo una especie
de cadalso o tri-
buna con dos
admiraciones y
algunas comas
que por allí ro-
daban, y subió
a él con inten-
LA
CQNjyípAClON
DENITO
GALDO§
oión de despo-
tricarse: pero le
quitó la palabra
un Sustantivo
muy travieso y
hablador, llama-
do Hombre, el
cual, subiendo a
los hombros de
sus edecanes, los
simpáticos Ad-
jetivos Racional
y Libre, saludó
a la multitud,
quitándose la H.
que a guisa de
sombrero le cu-
bría, y empezó
a hablar en estos
o parecidos tér-
minos:
«Señores: La
osadía de los es-
critores españo-
les ha irritado
nuestros ánimos,
y es preciso dar-
les justo y pron-
to castigo. Ya
no les basta in-
troducir en sus
libros contra-
bando francés,
con gran detri-
mento de la ri-
queza nacional.
\ sino que cuando
I por casualidad
I se nos emplea.
I trastornan nues-
I tro sentido y nos
I hacen decir lo
V nuun.u.m.,. t z contrarío de
nuestra inten-
ción. {Bien. bien). De nada sirve nuestro no-
ble origen latino, para que esos tales res-
peten nuestro significado. Se nos desfigura
de un modo que da grima y dolor. Así, per-
mitidme que me conmueva, porque las lá-
grimas brotan de mis ojos y no puedo re-
primir la emoción.» (Nutridos aplausos).
El orador se enjugó las lágrimas con la
punta de la e. que de faldón le servía, y ya
se preparaba a continuar, cuando le distrajo
el rumor de una disputa que no lejos se había
eitablado.
Era que el Sustantivo Sentido estaba dan-
do de mojicones al Adjetivo Común, y le
decía:
oPerro. foll6n y sucio vocablo; por ti me
traen asendereado, y me ponen como salva-
guardia de toda clase de desatinos. Desde que
cualquier escritor no entiende palotada de
una ciencia, se escuda con el Sentido Común.
y ya le parece que es el más sabio de la tierra.
Vete, negro y pestífero Adjetivo, lejos de mí.
o te juro que no saldrás con vida de mis
manos.
Y al decir esto, el Sentido enarboló la /, y
dándole un garrotazo con ella a su escudero,
le dejó tan mal parado, que tuvieron que
ponerle un vendaje en la o, y bizmarle las
costillas de la m. porque se iba desangrando
por allí a toda prisa.
('Haya paz, señores» - dijo un Sustantivo
Femenino llamado Filosofía, que con due-
ñescas tocas blancas apareció entre el tu-
multo. Mas en cuanto la vio otra palabra
llamada Música, se echó sobre ella y empezó
a mesarla los cabellos y a darle coces, can-
tando así:
— Miren ia bellaca, la sandia, la loca
¿pues no quiere llevarme encadenada con
una Preposición, diciendo que yo tengo Filo
sofía? Yo no tengo sino Música, hermana
Déjeme en paz y púdrase de vieja en com
pañía de la Alemana, que es otra vieja loca
— Quita allá
bullanguera —
dijo la Filosofía
arrancándole a
la Música el pe-
nacho o acento
que muy erguido
sobre la u lleva-
ba:-— quita allá,
que para nada
vales, ni sirves
más que de pa
satiempo pueril,
— Poco a po
co, señoras mías
— gritó un Sus
tantivo, alto
delgado, flaco j
medio tísico. Ha
mado el Seníi
miento. A ver
t^eñora Filosofía
si no le dice
usted esas cosas
a mi hermana o
tendremos que
vernos lascaras. Estése usted quieta y deje
a Perico en su casa, porque todos tenemos
trapitos que lavar, y si yo saco los suyos,
ni con colada habrán de quedar limpios.
^ Miren el mocoso — dijo !a Razón que
andaba por allí en paños menores y un po-
quillo desmelenada - - ¿qué sería de estos
badulaques sin mi? No reñir, y cada uno a
su puesto, que si me incomodo,..
— - No ha de ser — dijo el Sustantivo Mai
que en todo había de meterse.
- ¿Quién le ha dado a usted vela en este
entierro, tío Mal.^ Vayase al Infierno, que
ya está demás en el mundo.
-No, señoras, perdonen usías; que no
estoy sino muy retebién. Un poco decaidilb
andaba; pero después que tomé este lacayo,
que ahora me sirve, me voy remediando. -
Y mostró un lacayo que era el Adjetivo
Necesario.
— Quítenmela, que la mato — chillaba la
Religión, que había venido a las manos con
la Política: - quítenmela que me ha usur-
pado el nombre para disimular en el mundo
sus socaliñas y gatuperios.
— Basta de indirectas. ¡Orden! — dijo el
Sustantivo Gobierno, que se presentó para
poner paz en el asunto.
— Déjelas que se arañen, hermano ob-
servó la Justicia; — déjelas que se ara-
ñen que ya sabe vuecenc'a que rabian de
verse juntas. Procuremos nosotros no andar
también a U greña, y adelante con les
faroles.
Mientras esto ocurría, se presentó un ga-
llardo Sustantivo, vestido con relucientes
armas- y trayendo un escudo con peregrinas
figuras y lema de plata y oro. Llamábase el
Honor y venia a quejarse de los innumera-
bles desatinos que hacían los humanos en su
nombre, dándole las más raras aplicaciones,
y haciéndole significar lo que más les venia
a cuento. Pero el Sustantivo Moral, que es-
taba en un rincón atándose un hilo en la / que
se le había roto en la anterior refriega, se
presentó, atrayendo la atención general.
Quejóse de que se le subían a las barbas
ciertos Adjetivos advenedizos, y concluyó
diciendo que no le gustaban ciertas compa-
ñías y que más le valiera andar solo, de lo
cual se rieron otros muchos Sustantivos fa-
chendosos que no llevaban nunca menos de
seis Adjetivos de servidumbre.
Entretanto la inquisición, una víejecilla
que no se podía tener, estaba pegando fuego
a una hoguera que había hecho con ínterro
gantes gastados, palos de 7" y paréntesis ro
tos, en la cual hoguera dicen que quería que
mar a la Libertad, que andaba dando zan
cajos por allí con muchísima gracia y desen
voltura. Por otro lado estaba el Verbo Matar
dando grandes voces, y cerrando el puño con
rabia, decía de vez en cuando:
('¡Si me conjugo. . .1»
Oyendo lo cual el Sustantivo Pa¿, acudió
corriendo tan a prisa, que tropezó en la z con
que venia calzada, y cayó cuan larga era,
dando un gran batacazo.
- Allá voy - — gritó el Sustantivo Arte.
que ya se había noetido a zapatero. Allá voy
a componer este zapato, que es cosa de mi
incumbencia.
Y con unas comas le clavó la z a la Paz,
que tomó vuelo, y se fué a hacer cabriolas
ante el Sustantivo Catión, de quien dicen
estaba perdidamente enamorada.
No pudiendo ni el Verbo Ser, ni el Sustan-
tivo Hombre, ni el Adjetivo Racional, poner
en orden a aquella gente, y comprendiendo
que de aquella manera iban a ser vencidos
en la desigual batalla que con los escritores
españoles tendrían que emprender, resolvie-
ron volverse a su casa. Dieron orden de que
cada cual entrara en su celda, y así se
cumplió; costando gran trabajo encerrar a
algunas camorristas que se empeñaban en
alborotar y hacer el coco.
Resultaron de este tumulto bastantes he-
ridos, que aun están en el hospital de sangre
o sea Fe de erratas del Diccionario. Han de-
terminado congregarse de nuevo para exa-
minar los medios de imponerse a la gente de
letras. Se están redactando las pragmáticas
que establecerán el orden en las discu-
siones. No tuvo resultado el pronuncia-
miento, por gastar el tiempo los conjurados
en estériles debates y luchas de amor propio,
en vez de congregarse para combatir al ene
migo común: asi es que concluyó aquello co
mo el Rosario de la Aurora.
El Flos sancíorum me asegura que la Gra-
mática había mandado al Diccionario una
embajada de géneros, números y casos, para
ver si por las buenas y sin derramamiento
de sangre se arreglaba los trastornados asun ■
tos de la Lengua Castellana.
MADRID. ABRIL DE 1868
DIBUJOS DE SIRIO
— I3>LJVw^.S
l^^—
LyxK/LCE Elegía.
(EN MEMORIA DE LOS MUERTOS QUERIDOS)
Acuérdate que mi vida es un viento, y
que mis ojos no volverán a ver el bien.
... , ^ . Libro de Job.
Mi alma triste, ■'
Solitaria.
Llena está de un duelo antiguo.
De un deseo melancólico de lágrimas,
Sollozante de gemidos como lira
Por mil cuitas vagorosas acordada:
Suspendida
Del misterio de la muerte ante las aras,
Ante el sino de las vi'das que me fueron
Más dilectas y más caras.
Y hoy por siempre de mi senda
Por las parcas alejadas.
Alma mía.
Del dolor pálida hermana.
Impregnada de esa trémula tristeza
Que acompaña
Los sensibles corazones lastimados por las flechas
De las penas enconadas;
Hoy desnuda de sus reales atavíos.
De su clámide, como nieve pura y blanca.
De sus mirajes sonrientes.
De sus poéticas albas,
De sus ensueños tendidos como un gran manto de oro-
¡Oh mi alma!
Que en la amargura infinita
De los pesares te bañas.
Ven y llora la partida
Desoladamente larga
De aquellos seres amados
A quienes tocó la muerte con su mano yerta y pálida-
Que se fueron
Envueltos en su mortaja.
En su candido sudario
Regado por nuestras lágrimas.
Y dejando
Tras su marcha
Nuestros pechos florecidos
De los dolores más tristes.
De las más hondas nostalgias.
De los más crueles hastíos
Que sufrieron los mortales náufragos de la esperanza.
|0h mis queridos amigos!
Compañeros predilectos de la infancia.
Ya por siempre confundidos
En el reino de las sombras eternales, subterráneas,
Y vosotros mis amados.
Mis alegres camaradas
De la juventud prístina,
De los años recamados de brillantes, áureas galas
Que partisteis de repente.
Cuando apenas ensayabais vuestras alas
En mitad de la existencia.
De la senda dura y ardua.
Sumergiéndoos por siempre en el misterio
De la nada.
A vosotros canto ahora
Mi más dulce y mi más íntima palabra:
Por vosotros alzo en alto mi más férvida
Oración y la plegaria
Más doliente, más sincera y compasiva
Que mi labio murmurara.
Porque vosotros dejasteis este mundo, amigos míos,
En edad harto temprana.
Cuando todo os sonreía:
La existencia con sus dichas y sus gracias,
El amor con sus halagos
Y sus bruscas y fatales asechanzas:
El trabajo con el grávido cortejo de sus triunfos
Y su fama.
El ideal con las visiones de sus cumbres extendidas
Como inmensas sucesiones de enigmáticas montañas:
Cuando todo a vuestro lado
Mansamente susurraba
Su poema de ilusiones.
Ti
ÍV^EJNIO
WKZ lloj
MERO
vVlí
,L^'
1'
De más firmes y serenas esperanzas,
T la vida os elegía
Para grandes, beneméritas cruzadas
Con cuyos lauros heroicos
Vuestras ánimas soñaban
Ceñir las radiosas frentes.
En la gloria del azul resplandeciente
Como mármoles helenos levantadas.
Ya mis ojos.
Fatigados de mirar tristezas tantas
bufnmientos tan acerbos
Amarguras tan tenaces, tan aciagas
bstan secos y no vierten '
El consuelo de las lágrimas.
Al mirar hacia el pasado
Hacia el fondo de los años transcurridos, se levantan
Como sombras dolorosas. 'evantan
Como rígidos fantasmas.
M?s Sra"" '°"^"^" "' '°^ ^^- 'í- - '- Vida
Veo imágenes queridas.
Madre, hermanos, frutos sacros de la rama
De un gran árbol
Al que el viento de la vida sacudió con fiera saña-
Miro rostros pensativos. ^•
Dulces caras
De leales compañeros.
Vinculados por la dicha o la desgracia
De mi vida en los comienzos
0 en la ruta, ya más larga
NnJiLl'^"'''."' ^" ''"^ ^""^ves pensamientos
Nos laceran fríamente, como garras
1 ios veo
Como cuando, con gallardas
Actitudes, obstinados, impregnados
De unción santa
Iban todos por los cármenes risueños
Las pupilas en los cielos enclavadas '
Deshojando entre sus dedos
Las simbólicas coronas ofrendarias
Y diciendo en sus canciones
Las palabras
Augúrales, las supremas
Oraciones inspiradas
En el triunfo de la vida, en la segura
vfsSn pura '"'"'"°' ^' '""^"'^'^ ^ «" '^ <='ara
De ideales esculpidos en el fondo de las almas.
Sombras sólo.
Vagas manchas
Que ya pocos rememoran
Son los fieles camaradas
Que en el reino de la muerte penetraron
bn la blanca
Mansión lúgubre y silente
Donde el labio humano calla.
En el reino pavoroso de la muerte
Que la estrella de los cielos desampara
De sus mágicos destellos.
De su luz piadosa y casta.
¡Cuan felices
Los amigos que partieron, moradores
De la noche, para quienes la Isis trágica
Levantó sus densos velos enigmáticos!
Dulce calma los acoja en su fantástica morada
Mientras suben hacia ellos
Nuestras místicas plegarias.
De las diáfanas regiones
Donde surcan los querubes con sus alas
bus pupilas
Nos envían sus más flébiles miradas
Leen el almo pensamiento que está escrito
tn el fondo de nuestra alma,
Pensamiento
Hecho de lágrimas.
Ante el ara del recuerdo, en holocausto
Dulcemente, tristemente derramadas.
FOTOGRAFÍA DE VAN FIEL.
STE dificilísimo juego del golf es uno de los deportes de
más larga historia. Originario de Escocia, fué traído a Ingla-
terra por los oficiales aristócratas de Guillermo el Conquis-
tador. Desde entonces ocupa gran parte de los ocios adi-
nerados, distrayendo a todos los que pueden permitirse
ese lujo. No es popular, por lo tanto, como el football y el
turf, pero entre todos los deportes, aparte del rowing.
resulta el más sano porque se halla impregnado de oxígeno
campestre y no requiere los esfuerzos prodigiosos de muchos
juegos. El golf es cuestión puramente de destreza, y el
factor violencia hállase descartado. El golf es una especie de paseo circular
donde el bastón o los bastones se usan, no para apoyarse en el suelo, sino para
emplearlos a manera de maza, haciendo volar a una pelota que con saltos sa-
bios o torpes cae sucesivamente en diez y ocho hoyos. Como en todos los
paseos de la vida humana, las caminatas del golf tienen sus accidentes e inci-
dentes, sus obstáculos y sus sorpresas. Tal vez por esto se llame golf a ese
deporte, que en cierta manera se asemeja a la difícil navegación de los golfos,
pasajes marítimos donde el piloto necesita una pericia singular. Las embos-
cadas y sorpresas naturales de los golfos están representadas en el golf
por los hazards. Los hazards pueden ser también naturales o artificiales.
EEPtRANDO TURNO,
TERRAZA DEL CLUB,
J
— I=»I_7^'^
OXDOO cro^ nnn^
OOO OCDOCOCSD
*Ct»cX«DOSE AL HOYO.
ELEGANCIA Y MAESTRÍA.
Son preferidos estos últimos, y varían en la
construcción. La pelota de caucho, bastante
pequeña y de rugosa superficie, tiene que
caer sucesivamente en los diez y ocho
hoyos y en el menor número de golpes po-
sible. Esos hoyos no están visibles para
el jugador; únicamente una banderita que
sobresale por encima de los trozos de césped
llamados greens, que rodean cada hoyo,
indican la distancia aproximada, como ba-
lizas en medio del golfo.
Lo demás es muy fácil: se reduce a jugar
bien, empleando los diversos palos que el
caddie lleva en la tradicional funda como
un vendedor callejero de paraguas y basto-
nes. Cosa fácil que puede compararse a un
ejercicio de tiro por elevación, realizado
sin telémetro ni tablas de cálculo. Después
de unos años de perder partidas, el jugador
llega a maestro.
Quizás en la breve reseña que en tono
de amable broma hemos hecho del inte-
resante juego, hayamos cometido graves
errores; pero nuestra intención fué la de
indicar algo acerca de un deporte no vul-
¡UJhJN f.üMIHNZO L^E PARTIDA.
CCODOOOCDO OOO OO 030 00000)00) O CDO O O OOCDOOCHD
— I^'LJN^.S
EN MARCHA HACIA EL « OREEN )) N.» 1.
garizado. El que quiera
saber más, acuda a los
libros del ramo.
Confiesa el repórter,
que, más que el juego en
sí, le interesó el ambiente
sui géncris del link.
En efecto: desde que
se pasa bajo la portada
rústica del Golf Club, de
Mar del Plata, una vida
pintoresca y atrayente
surge ante la vista. Todo
es animación, una anima-
f
PRESENCIANDO UN PARTIDO INTERESANTE
cion hermosamente adornada por voces claras y formas
esbeltas de mujer. El repórter, como chambón en link
ajeno, no sabe a donde dirigir la vista.
Hablase allí de bogeys. putting-greens, matches plays,
empates, golpes, bunkers, teeing-ground y otras cosas
técnicas que deben ser de suma claridad. Aquello parece
una garden-pariy, y puede decirse que lo es verdadera-
mente; una garden-party que tiene un objeto real, salu-
dable, donde la gente no se reúne con un pretexto para
continuar bajo la arboleda la ficticia vida de los salones.
En el primer green, una linda señorita levanta en alto
el drwer o raqueta de salida. Es un momento que pudiéra-
mos llamar escultural. La elegancia de la postura, que
otras jugadoras repiten, prueba que también el golf se
presta admirablemente para el lucimiento coquetón de
poses estatuarias. Parte el golpe, certero casi siempre,
y la pequeña esfera salta en e! aire. Y continúa la par-
tida alegremente, interesante, de ese deporte que nuestra
aristocracia cultiva con tanta asiduidad, que no lo aban-
dona ni durante la temporada marplatense.
FOTS. DE BALDISSEROTTO.
— I3»rjv::s
En el mapamundi
de los soñadores, de
los turistas imagina-
tivos, tu nombre es-
tá indicado con le-
tras de océano, de
continente, con ca-
racteres mayúscu-
los, inmensos, roji-
zos, y en ese nombre
la fantasía andarie-
ga lee tres nombres
superpuestos por la
historia: Bizancio.
Constantinopla, Es-
tambul: y en esos
tres nombres otros
muchos más: Pera,
Calata. Cuern o de
Oro. Suleimané.
Eski Mármora. Sul-
tana Validé. . .
Sobre el mapa-
mundi de los fan-
taseadores, eres la
ciudad más próxima
a Venecia y a las
ciudades de Las mil
y una noches. Tus
caiques esbeltos y
SOBRE LAS AGUAS
tZL ■ÓSPORO
SURCE LA SILUE-
TA mAcICA de LA
EXTRAÍA r BELLA
CIUDAD.
(^ONXTy\JiTIN
Z'*"^ / / / ^ ^ ^ ^^ ri ""tl-^^
ligeros parecen gón-
dolas; tus mujeres
— siempre veladas
aunque el feminis-
mo les quitó el velo
— prometen aven-
turas; tus habitan-
tes indígenas se ase-
mejan a Simbad.
Cuando la luna
llena recorta en los
grabados, en los
óleos y en las foto-
grafías los perfiles
de tus minaretes y
tus casas, Constan-
tinopla la bien ama-
da, te apoderas de
nuestros corazones.
Y ni las celosas ven-
ganzas que sumer-
girán en el Bosforo
tu cadáver embol-
sado, ni las epide-
mias, ni todos los
peligros con que la
estampa y la novela
te amenazan, viaje-
ro, matan tu amor
a la ciudad hermosa.
TO, ENCONTRÁN-
DOSE NUEVA-
MENTE BAJO LA
V1'31LANC1A DE
LA CRUZ.
>.^^—
n
S o N E T o
OK (jue decir: PrefnteMrnjemr opafa do ^
Cual Jija rufa i2nofa-,que vamos recorriendo.
Como fábula ejcrüa.quejuefemos leyenda
AJÍ nuejlro de/lino y ají todo lo creado.
I_jO aue fue Jigüe Jiendo-> -ya exifle lo ejperado.
La pupila ijiajera del alma no teniendo
por delante Ju dicha Je entnjlece creyendo
que yaji dicha es muerta^ ciue es muerta o Je ha Jruj irado.
\i\i\Aq a(]uel cjue no Ja he reno'var Ju 'ventura,
anticipar el me de Juerte njenidera,
poner fuera del tiempo la amoroja ternura
encantarando el ZMmo de fruta pa/ajera
/A^/ de aaud ciue no fahe ^ con Jedienta locura
Zujlar en cada ha^o toda fu njjda entera.
1
■i
— i3i_;v^-s 'Vi_rr'i3>x—
../.
In 1
Q
cantera
Su nombre era Van-Houten, pero solían llamarle
Lo-que-queda-de-Van-Houten, en razón de que le fal-
taban un ojo, algunos pedazos de la cara y tres dedos
de la mano derecha. Del lado izquierdo, tenía los
párpados vacíos impregnados de puntos azules que le
ensombrecían toda la órbita; y aquello no era agra-
dable de ver. En el resto era un hombre bajo y muy
fuerte, de barba roja e hirsuta. El pelo, rojo también,
caíale sobre una frente muy baja en mechones cons-
tantemente sudados. Cedía de hombro a hombro al
caminar, y sobre todo esto era muy feo — a lo Ver-
laine, de quien compartía el tipo y casi la patria, pues
Todo-lo-que-queda-de- Van-Houten había nacido so-
bre Charleroi. Belga, luego, de origen flamenco que
se revelaba en la flema del tipo para sobrellevar
adversidades.
Después de un duro peregrinaje por escalas
desde la costa del Atlántico hasta Misiones, ruta
frecuente en los aventureros de la región, había
arribado a San Ignacio, donde explotaba por su
cuenta una cantera sobre el Paraná, pues el belga
era cantero de oficio. Era asimismo el hombre más
desinteresado del mundo, y no se le importaba
poco ni mucho que le devolvieran el dinero pres-
tado, o que una brusca subida del Paraná le llevara
tres o cuatro vacas — su único bien. Se encogía
y
de hombros y escupía, y era todo. Tenia un solo
amigo, un andaluz con quien se veía únicamente
los sábados de noche, cuando partían juntos a
caballo hacia el pueblo. Allí, de almacén en alma-
cén, pasaban treinta y seis horas borrachos e in-
separables. El domingo, de noche, sus caballos los
llevaban por la fuerza de la costumbre a sus casas
respectivas, y allí concluía su amistad. En el
resto de la semana no se veían nunca ni se
inquietaban en absoluto el uno por el otro.
Tal era el tipo a quien hallé de buena veta en
su cantera, desnudo hasta la cintura, una siesta
sumamente pesada. En las varias veces que con-
versara con él. nunca le había manifestado curio-
sidad por saber la causa de aquellas heridas, lo
que el hombre evidentemente me agradecía. Esa
tarde, pues, llevándolo suavemente con insidiosas
preguntas sobre barrenos, dinamitas y chismes de
su oficio. Todo-lo-que-queda-de-Van-Houten rompió
el hielo y supe de su boca la historia. Dicha his-
toria yo la conocía ya a medias, de segunda
mano; pero otra cosa era oírsela a él mismo con
el sabor de la primera agua, que era lo que me
interesaba.
Así, mientras yo era todo ojos y oídos, y él, en
cuclillas, dejaba correr el sudor por su torso des-
nudo sin secarlo, oí la aventura de su boca,
tal como va.
«La culpa de todo la tuvo un brasileño que
me echó a perder la cabeza con su pólvora.
Mi hermano no creía en esa pólvora, y yo
sí: lo que me costó el ojo. Yo no creía tam-
poco que me fuera a costar nada, porque ya
había escapado dos veces.
La primera fué en Posadas. Yo acababa
de llegar, y mi hermano estaba allí hacía
cinco años. Teníamos un compañero, un
piamontés fumador, con gorra y bastón que
no dejaba nunca. Cuando bajaba a trabajar,
metía el bastón dentro del saco. Cuando
no estaba borracho, era muy duro para el
trabajo.
Contratamos un pozo, no a tanto el metro
como se hace ahora, sino por un precio
tal todo el pozo, hasta que diera agua.
Debíamos cavar hasta encontrarla.
Nosotros fuimos los primeros en usar di-
namita en los trabajos. En Posadas no hay
más que piedra mora; escarbe donde es-
carbe, aparece al metro la piedra mora.
Aquí también hay bastante, después de las
ruinas. Es más dura que el fierro, y hace
saltar el pico hasta las narices.
Llevábamos ocho metros de hondura en
ese pozo, cuando un atardecer mi hermano,
después de concluir una mina en el fondo,
prendió fuego a la mecha y salió del pozo.
Mi hermano había trabajado solo esa tarde,
porque el milanos andaba paseando borracho
con su gorra y su bastón, y yo estaba en el
catre con el chucho.
Al caer el sol fui a ver el trabajo, muerto
de frío, y en ese momento mi hermano se
puso a gritar al piamontés que desde la
calle se había subido al cerco y se estaba
cortando con los vidrios. Al acercarme al
pozo resbalé sobre el montón de escombros,
y tuve apenas tiempo de sujetarme en la
misma boca; pero el zapatón de cuero, que yo
llevaba sin medias y sin tira, se me salió del
pie y cayó adentro. Mi hermano no me vio. y
bajé a buscar el zapatón. ¿Usted sabe cómo se
baja, no? Con las piernas en las dos paredes del
pozo, y las manos para sostenerse. Si hubiera es-
tado más claro, yo habría visto el agujero del
barreno y el polvo de piedra al lado. Pero no veía
nada, sino allá arriba un redondel claro, y más
abajo un poco de luz en la punta de las piedras.
Usted podrá hallar lo que quiera en el fondo de
un pozo: grillos que caen de arriba y cuanto quiera
de humedad; pero aire para respirar, eso no va
a hallar nunca.
Bueno; si yo no hubiera tenido las narices tapa-
das por la fiebre, habría sentido bien pronto el
olor de la mecha. Y cuando estuve abajo y lo
sentí bien, el olor podrido de la pólvora, sentí más
claramente que entre las piernas tenía una mina
cargada y prendida.
Allá arriba apareció la cabeza de mi hermano,
gritándome. Y cuanto más gritaba, más dismi-
nuía su cabeza y el pozo se estiraba y se estiraba
hasta ser un puntito en el cielo — porque tenía
chucho y estaba con fiebre.
De un momento a otro la mina iba a reventar,
y encima estaba yo. pegado a la piedra, para irme
también en pedazos hasta la boca del pozo. Mi
hermano gritaba cada vez más fuerte, hasta pare-
cer una mujer. Pero yo no tenía fuerzas para subir
ligero, y me eché en el suelo, aplastado como una
barreta. Mi hermano supuso la cosa, porque dejó
de gritar.
Bueno: los cinco segundos que estuve esperando
que la mina reventara de una vez, me parecieron
cinco o seis años, con meses, semanas, días y
minutos, bien seguidos unos tras otros.
¿Miedo? |Bah! (aquí una nueva sacudida de
hombros y el escupitajo). Tenía demasiado qué
hacer siguiendo con la imaginación la mecha que
estaba llegando a la punta. . . Miedo, no. Era una
cuestión de esperar, nada más; esperar a cada
instante: ahora. . . ahora. , , Con esto tenía para
entretenerme.
Por fin reventó. La dinamita trabaja para aba-
jo; hasta los mensús lo saben. Pero la piedra des-
hecha salta para arriba, y yo, después de saltar
contra la pared y caer de narices, con un silbato
de máquina en cada oído, sentí las piedras que
volvían a caer en el fondo. Una sola un poco
grande me alcanzó — aquí en la pantorrilla, cosa
blanda. Y además, el sacudón de costado, los
gases podridos de la mina. y. sobre todo, la cabeza
hinchada de picoteos y silbidos, no me dejaron
sentir mucho las pedradas. Yo no he visto un
milagro nunca, y menos al lado de una mina de
dinamita. Sin embargo, salí vivo. Mi hermano
bajó en seguida, pude subir con las rodillas flojas,
y nos fuimos en seguida a emborrachar por dos
días seguidos.
Esta fué la primera vez que me escapé. La segun-
da fué también en un pozo que había contratado
solo. Yo estaba en el fondo, limpiando los escom-
bros de una mina que había reventado la tarde
anterior. Allá arriba, mi ayudante subía y vol-
caba los cascotes. Era un muchachón paraguayo,
flaco y amarillo como un esqueleto, que tenía el
blanco de los ojos casi azul, y no hablaba casi
nada. Cada tres días tenía el chucho.
Al final de la limpiada, sujeté a la soga por
encima del balde la pala y el pico, y el muchacho
izó las herramientas que, como acabo de decirle,
estaban pasadas por un falso nudo. Siempre se
hace así, y no hay cuidado de que se salgan,
mientras el que iza no sea un bugre como mi peón.
El caso es que cuando el balde llegó arriba, en
vez de agarrar la soga por encima de las herra-
mientas para tirar afuera, el infeliz agarró el balde.
El nudo se aflojó, y el muchacho no tuvo tiempo
más que para sujetar la pala.
Bueno: paré la oreja al tamaño del pozo: tenía
en ese momento catorce metros de hondura y sólo
un metro o uno y veinte de ancho. La piedra mora
no es cuestión de broma para perder el tiempo
haciendo barrancos, y, además, cuanto más an-
gosto es el pozo, es más fácil subir y bajar por
las paredes.
El pozo, pues, era como un caño de escopeta:
y yo estaba abajo en una punta mirando para
arriba, cuando vi venir el pico por la otra.
¡Bah! (nueva escupida). Una vez el milanés
pisó en falso y me mandó abajo una piedra de
veinte kilos. Pero el pozo era playo todavía, y
la vi venir a plomo. Al pico lo vi venir también,
pero venía dando vueltas, rebotando de pared a
pared, y era más fácil considerarse ya difunto
con doce pulgadas de fierro dentro de la cabeza,
que adivinar dónde iba a caer.
Al principio comencé a cuerpearlos, con la boca
abierta fija en el pico. Después vi en seguida que
era inútil, y me pegué entonces contra la pared,
como un muerto, bien quieto y estirado como si
ya estuviera muerto, mientras el pico venía como
un loco dando tumbos, y las piedritas caían
como lluvia.
Bueno; pegó por última vez a una pulgada de
mi cabeza, y saltó de lado contra la otra pared;
y allí se esquinó, en el piso. Subí entonces, sin
enojo contra el bugre que, más amarillo que
nunca, había ido al fondo, porque me con-
sideraba bastante feliz saliendo vivo del pozo
como un gusano, con la cabeza llena de arena.
Esa tarde y la mañana siguiente no trabajé,
pues lo pasamos borrachos con el milanés.
Esta fué la segunda vez que me escapé de
la muerte, y las dos dentro de un pozo. La
tercera vez fué al aire libre, en una cantera
de lajas como ésta, y hacía un sol que rajaba
la tierra».
— Esta es li historia que he oído — lo
interrumpí.
— Sí. y aquí está el resultado, , . y aquí,
y aquí — agregó señalando. — Esta vez no
tuve tanta suerte. . . ¡Bah! Soy duro. El bra-
sileño— le dije al principio que él tuvo la
culpa — no había probado nunca su pólvora.
Esto lo vi después del experimento, Pero
hablaba que daba miedo, y en el almacén
me contaba sus historias sin parar, mientras
yo probaba la caña nueva. El no tomaba
nunca. Sabía mucha química, y una porción
de cosas; pero era un charlatán que se embo-
rrachaba con sus conocimientos. El mismo
había inventado esa pólvora nueva — le daba
el nombre de una letra — y acabó por ma-
rearme con sus discursos.
Mi hermano, me dijo: -- cTodas esas son
historias. Lo que va a hacer es sacarte plata».
Yo le contesté: — «Plata, no me va a sacar
ninguna». «Entonces — agregó mi hermano
— los dos van a volar por el aire si usan
esa pólvora».
Tal me lo dijo, porque lo creía a pie junto,
y todavía me lo repitió mientras nos miraba
cargar el barreno.
Como le dije, hacía un sol de fuego, y la
cantera quemaba los pies. Mi hermano y
otros curiosos se habían echado bajo un árbol,
esperando la cosa; pero el brasileño y yo no
hacíamos caso, pues los dos estábamos con-
vencidos del negocio. Cuando concluimos el barre-
no, comencé a atacarlo. Usted sabe que aquí usa-
mos para esto la tierra de los tacurús. que es muy
seca. Comencé, pues, de rodillas a dar mazazos,
mientras el brasileño, parado a mi lado, se secaba
el sudor, y los otros esperaban.
Bueno; al tercer o cuarto golpe sentí en la
mano el rebote de la mina que reventaba, y no
sentí nada más porque caí a dos metros des-
mayado.
Cuando volví en mí, no podía ni mover un dedo,
pero oía bien. Y por lo que decían, me di cuenta
de que todavía estaba al lado de la mina, y que
en la cara no tenía más que sangre y carne des-
hecha. Y oí a uno que decía: — «Lo que es éste,
ya se fué del otro lado».
¡Bah!. . . Soy duro. Estuve dos meses entre si
perdía o no el ojo. y al fin me lo sacaron. Y quedé
bien, ya ve. Nunca más volví a ver al brasileño,
porque pasó el río la misma noche: no había reci-
bido ninguna herida. Todo fué para mí, y él era
el que había inventado la pólvora.
— Ya ve — concluyó por fin levantándose y
secándose el sudor. — No es así como así que van
a acabar con Van-Houten. ¡Pero bah! . . , (con una
sacudida de hombros final.) De todos modos, poco
se pierde si uno se va al hoyo . . .
Y escupió y me sonrió con su único ojo.
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LOS yMLGONAUTAS
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ON los nuevos tripulantes de una enorme y acerada carabela que acometen la aventura de buscar un nuevo mundo.
Ya la nave burló el mar y sus peligros; ya ha ligado, nuevamente, con el lazo de sus cables, otras vidas a la vida de nosotros;
ya reposa junto al puerto de esperanza; ya son nuestras mil acordes voluntades; ya, en la mala o en la próspera fortuna,
somos suyos. Sobre un trozo de cubierta se han reunido por vez última, y allí cambian sus ansiosas impresiones, sin
mirar a la ciudad que les espera. Las mujeres, con cansancio, como tras una jornada de camino; los varones, recios,
firmes, ostentando la orgullosa boina vasca, se disponen a emprender la nueva ruta. Un sujeto, veterano en las lides
argentinas, narrador de fantasías y verdades, hace su última historieta, les previene contra el fraude y les promete buena
ayuda. Pronto, pronto, la señal de la partida deshará aquellos montones de personas y equipajes. ¡Pasajeros de la
enorme y acerada carabela: que la suerte y el trabajo os deparen una próspera aventura en los campos y ciudades de este
mundo por vosotros encontrado nuevamente tras la fosa de los mares!
FOT. DE BALDISSEROTTO.
— í->L->^i= N^L-n I~> V —
Recoge el agua mansa de la fuente en tu mano,
y ofrécela a mis labios; tengo sed, tengo sed;
hace muchas mañanas que lucho en vano, en vano
desde las altas cimas de mi inviolable fe.
Haz de tu mano un vaso; trémula entre las mías
he de soñarla un cáliz con sublime elixir;
el agua ha de embriagarme como las armonías...
¡Si bebiendo en tu mano se bebe tu sentirl
La fuente se da a todos, al que recoge en ella
su cristalino liquido, al que ansia beber,
y en las noches refleja en su espejo una estrella,
y en las tardes el cielo que tú sabes q'jerer.
Haz de tu mano un vaso, bella samaritana;
estoy siempre sediento, sin ninguna ilusión,
puede que con el agua de la egregia fontana
encerrada en tu mano, beba tu corazón I
('M/mGVda.
— I=>I_7V/^-S
A floreciente aso-
ciación, que en
Mar del Plata
ejerce la supe-
rior tutela de
aquella acreditada playa, re-
sulta menos conocida por el pú-
blico que el ansiado balneario.
Sociedad de élite, reserva los salo-
nes para sus miembros, y sola-
mente contadas personas extra-
ñas pueden visitar aquel palacio.
Por eso. los recuerdos gráficos
y reporteriles de una visita hecha
hace poco tendrán interés para
los lectores en general.
Se trata de un edificio suntuoso
cuyo interior hállase en consonan-
cia con su bella fachada. Cons-
truido ad hoc, ofrece a los socios
lugares propicios para cultivar la
vida de relación gozando de las
comodidades a que ellos están
acostumbrados.
Casi siempre los casinos y clubs
de las playas a la moda vienen a
ser centros industriales estableci-
dos con el único fin de atraer al
bañista. El Club Mar del Plata,
por el contrario, tiene un carácter
marcadamente social. Se quiso
hacer de él. y se ha conseguido,
una asociación patrocinadora del
balneario, un sitio que congregara
a todos los que por su fortuna y
su voluntad se encuentran facul-
tados para cooperar eficazmente.
Esa idiosincrasia le distingue de
otros clubs. Contados son los de
su clase en el mundo, y tal vez
no exageraríamos diciendo que el
Club Mar del Plata debe conside-
rarse como la primera de las aso-
ciaciones, cuya característica es
la de reunir un núcleo selecciona-
do que continúe en los meses de
veraneo la vida habitual vivida
durante todo el año. Aparte de
'a sala donde la Fortuna pinta su
rueda de rojo y negro, hay mu-
chos salones que la fotografía re-
produce al margen de estas breves
líneas. Todas son
modelos de lujo
y confort. AÍlí
hay cuanto nece-
sita la complica-
da existencia de
FACHADA DEL
EDIFICIO VISTO
DESDE UN PÓR-
TICO DE LA
RAMBLA.
— V^LS^^^S, ^^LJ-TTZfje^ —
SALÓN QUI SI
UTILIZA COMO CINE.
ÍK'
lo» hombres modcr- oaj-erIa con
nos adinerados. El "í^xr para
moblaje que se com-
pró para la instalación del club.
ahora considerablemente renova-
do y aumentado, costó 200.000
pesos.
Durante la temporada estival,
ae celebran numerosas fiestas de
diversa índole: bailes, conciertos
vocales e instrumentales, veladas
cinematográficas y otras diversio-
nes que los socios organizan. Los
festivales de carácter benéfico tie-
•ttíüitm
iéfm]
liaJkuJ;
l;s2ST;
^^1S
n
í
mm
lt^
JUGAR AL nen parte principal en
POKER. el programa, y no es ne-
cesario decir que obtie-
nen resultados magníficos para
la caridad.
Además el Club Mar del Plata
coopera al alivio de otras necesi-
dades en la medida de sus fuerzas,
que son muchas. Cualquier ini-
ciativa de carácter benéfico le
halla siempre propicio, y como son
muchas las necesidades, muchos
son también los socorros que al
amparo del club se recoletan.
II
^r
H
i. —
PAUTE DEL COMEDOR
CON VISTAS AL MAR.
i->L^V- i=> 'V L, V'l^ >x-
UNO DE LOS SALONES DE JUEGO
CON CINCO MESAS DE RULETA.
Está cercana y lejana al
mismo tiempo aquella épo-
ca en que el ilustre perio-
dista doctor Adolfo E.
Dávila consagró toda su
fuerte voluntad y su inicia-
tiva a la creación del club.
Entonces Mar del Plata
era una playa más adonde
acudían muchas familias,
pero no todas las que de-
bían buscar en aquel bal-
neario el reposo y la toni-
ficación. Necesitábase una
institución que, coordinan-
do fuerzas, propendiese al
desenvolvimiento y pro-
greso de Mar del Plata.
La empresa parecería
fácil, y lo parece aún a los
que conocen la historia del
club, si no se tuviera en
cuenta una circunstancia:
el desmedido amor que la
sociedad argentina dedica-
ba antaño a las excursiones
trasatlánticas. Viajar por
Europa, frecuentando
Trouville, Ostende, Bia-
rritz, etc.. constituía un
timbre de buen tono.
Así, los incansables tra-
bajos del doctor Dávila
hallaron regulares escollos.
Pero, al fin, él y los amigos
que le acompañaban triun-
faron. Celebróse una re-
unión que en pelit comité
aprobó los estatutos pre-
sentados por el eximio pu-
blicista. Entre los asisten-
tes más entusiastas esta-
ban los doctores Pedro O.
Luro. Marcelino Mesquita.
Gustavo Frederking y los
señores Ramón Idoyaga
Molina, Alejandro Ocam-
po. Federico Gómez Moli-
na. José Guerrico. Jacinto
Moss y Amadeo Benítez
Ortega. Ellos y el doctor
B^^rr»-^ =•=--•
LA RUEDA DE LA INCONSTANTE FORTUNA DES-
CANSA CERRADA BAJO LLAVE. ESPERANDO
EL MOMENTO DE GIRAR A FA-
VOR DE UNOS O DE
OTROS.
:^"W
Dávila dedicáronse a pro-
curar la colocación de las
acciones.
Desde entonces el triun-
fo fué rápido. Las acciones,
de a mil pesos, quedaron
cubiertas, y en catorce me-
ses terminadas las obras
de construcción, que impor
taron trescientos setenta y
cinco mil pesos.
La fundación del club
marca una era brillante en
la historia del balneario.
Puede decirse que allí co-
mienza la verdadera vida
suntuosa de Mar del Plata.
El club ha sido y es el foco
intenso, la guia de todas
las mejoras edilicias y so-
ciales.
Sus enormes recursos fi-
nancieros se emplean en el
mejoramiento de la ciudad
y de la playa.
LaRamblaes una inicia-
tiva del club, así como tan-
tos otros trabajos de embe-
llecimiento. Baste citar la
pavimentación del boule-
vard Pedro Luro y el asfal-
tado del boulevard Colón.
La primera de dichas obras
costó al club $ 248.908 y
$ 26.543 la segunda. Sin
esa contribución, el vecin-
dario, en el que figuran
numerosos socios, no hu-
biera podido salir adelante
con sus propios recursos.
Tal es la historia de esa
benemérita institución que
no se parece a los clubs
habituales que en las tem-
poradas veraniegas actúan
en las playas célebres. El
Club Mar del Plata lleva
a cabo una obra eminente-
mente patriótica.
R. P. OSORIO.
— i=>i_;v:s ^ i_ rt2>=>».-
O » i«sptn y* •«
'I ciudad del ruido...
1 1 bechonosa tonparmtura
di «Mro abruma a k»
'piWoMns del podaroao
fnaaja. a lea qut an-
ilaaMa amierar tam-
beta, aunqo* *6lo saa por
brava* diaa. para aspirar
a pMBoa piinwinM al aira hbia. puro, qua
l«4a lawanantaaaoarKias daprÜRridaa. . .
Ilitlianí aiMd dri irarwMO alicante» —
nasa loa tnmt lantlniírillni qw acabo di
radMr — <di Mtf dal Plata. Montavidio o
•1 Tlcra...»
Ha di iveoar. puo^ las tuminoaas. anima-
dn «anas da «a vida, an la qua n atoora
«alad y akcrtí aipentítaMa. vardadara. mien-
r rattam pri*iMra la ciudad dil nddo.
boehonwaa tamparatura. loa «stri-
"t— ■*" di auto* y tranvias. el in-
I vooaar da diarioa y iwistai. . . Sin
ibann. al rláiinn dMhandi ai ha iniciado
aa aHa tampimili. con inusitado retardo;
1 la ptiaara qiñtcana da anaro. podían
camino de Rilarmo. en las ba-
da Bilpano.^en las comidas del
deaucan — conse-
cuentes oon su tra-
dicián — por todas
las exigencias que
les impone el alto
rango o la cuantiosa
fortuna... los non-
!vi>i» riíltes, se des-
viven por conseguir
que se entreabra
para ellcs un res-
quicio siquiera por
el cual puedan des-
liiarse. y llegar a ser
algo asi como les
immortils para la
crónica mundana:
pero abrigando, eso
si, el generoso pro-
pósito de rechazar,
desde la altura conquistada.
tas vinculaciones de ayer.
acjiactó
las incau-
que pudieran
creerse autorizadas para seguir cultivando
aún su trato y amistad. . . La presencia de
algunos títulos auténticos, representantes de
la aristocracia europea, evoca para algunas
de nuestras mundanas la nostalgia de aquel
Bristol sufre aún las
nostalgias de otras
temporadas; se re-
unen les grupos de
arrogantes coquetas
mundanas, para ver
cómo bailan dos o
tre5 inglesitas decidi-
das a romper el hielo,
pero nadie las imita
aún. porque se vive
recién el prólogo de
la sfason. y. por con-
siguiente, no hay que
precipitarse. . . y la
elegante, aristocráti-
ca /arándola va del
Golf a la Rambla y
al Oít'aii, para ter-
minar el día en el
eme, sin mayores proyectos ni iniciativas;
sólo en algunas de las villas más aristo-
crálicas celebra a diario, el elemento
juvenil, animadas sauteries, mientras los
matrimonios jóvenes pasan las horas en-
golfados en interminables partidas de poker
o de bridge . . . Releo dos o tres cartas
en el daño que se hace a si misma, al
despertar la curiosidad y la risueña o
acerba censura del círculo que la rodea...
Cuentan los mismos rengloncillos cómo vul-
gariza los sitios más agrestes o grandiosos, las
escenas más llenas de alegría y de color, esa
multitud abigarrada, que afluye como la
marea inexorable, afanada por ser vista, por-
que bien sabemos que son contados los que
se echan a andar, lenta, serenamente, para
admirar el mágico espectáculo. . . ¿Qué más
cuentan mis activas corresponsales? que se
destacan, entre tantas airosas, interesantísi-
mas siluetas femeninas, la luminosa belleza
de Elvira Castro, el encanto juvenil de Merce-
des Bosch Marín, de las señoritas de Torres
Duggan y de Aldao Unzué; evoca la visión de
las rubias bellezas de las leyendas escandina-
vas la esbelta figura de Celia Sommer; atraen
también muchos homenajes las señoritas de
Ocampo, de Etcheverry, de Madero y de
CranweII . . . Dan realce siempre con su pre-
sencia a estas primeras reuniones de la tem-
porada la belleza y exquisita distinción de
las señoras Mercedes Peña Unzué de Paune-
ro, Victoria Ocampo de Estrada, Francisca
Ocampo de García Victorica, Silvia Saave-
Jeekay o dd Plaza, algunas figuras femeni-
na* da destacada actuación mundana: se
la* rcia llegar, después de la comida, lujo-
amiente ataviadas y escoltadas por un
(rapo de itubs, para cruzar como una visión
de belleza y elegancia suprema las román-
tica* terrazaa del Tigre o las bulliciosas
sala* de su caáno . . .
fmo muchas de las arrogantes mundanas
han emigrado ya. . . según las versiones que
Dagan hasta mí, y que reflejo fielmente,
panto que aon la sncera impresión de las
vta)«»* qm reaBzaron el anhelo de diver-
tina a toda costa, o de las que pasean su
ladlo, profundamente decepcionadas, por
rambiaa, linki o courts. Montevideo ha sido
*l*g<de «te año por la fiif tlfur de la aris-
tocracia portefla: además del sugestivo en-
canto da la fíente capital vecina, su carac-
tarlaUca, de constituir el veraneo más cos-
iólo de todoi los que puede ofrecernos esta
regida de América, influye, naturalmente.
para que la Feria de Vanidades se haga
raprawntar allí con todo el boato que le
COTraapoode, sin abandonar, por cierto, el
Blantlx argentino, en cuyo escenario se
cotizan, como siempre, todaa las flaquezas
humanas... Loe círculos exclusivistas, se
ambiente, en el que cifraran
todas sus ambiciones; para
otras provoca la dolorosa sensa-
ción de impotencia contra el destino
que las privara de figurar como astro de
primera magnitud en el firmamento mun-
dano.. . Entretanto la crónica diaria realiza
su incesante, monótona misión; se anun-
cia en la ciudad del
ruido, que emigraron
para Mar del Plata
o Montevideo las
familias de X o de
Z, y a las veinti-
cuatro horas nos res-
pon de el telégrafo
que ya llegaron a
esa las familias de
Z o de X . . . No se
hab la todavía de
bailes, comidas o re-
cepciones en las sun-
tuosas residencias
particulares; sólo las
comisiones benéficas
empiezan a trazarse
el programa del año;
el gran salón de!
^
:A
\\
v£^
á-J
l^,
V
^
escritas con menudos carac-
teres en transparentes pliegue-
citos; las he ido coleccionando sobre
mi carpeta, para documentarme respec-
to de las actividades sociales del balneario de
moda; los finos garabatos revelan cómo se
desmenuza el potin del día — y esta vez fa-
cilita el tema esta ciudad del ruido — en los
círculos del Ocean, de
la Rambla, del Golf
o del Casino; revelan
también - porque
sería inverosímil que
no estuviéramos a la
recíproca -- el poti*i
preferido, de aquella
Feria de Vanidades;
la impenitente, ale-
vosa coquetería de
algunas figuras feme-
ninas, entre las que
se destaca una joven
señora, enigmática y
atrayen te belleza
criolla, porsuafán de
acaparar todos los
homenajes, sin dete-
nerse a reflexionar
dra Lamas de Pueyrredón, Elvira Soto de
Castro. Mercedes Quintana Unzué de Santa-
marina, María Florentina Moreno de Alzaga.
María Elena Saguier de Paz...
Pero el último plieguecillo deja entrever,
por encima de todas las pequeñas vanidades
y flaquezas, el primer idilio esbozado en la
aristocrática playa, entre una de las joven-
citas más admiradas durante su breve ac-
tuación mundana, delicada belleza que man-
tiene bien alto la tradición establecida por
las representantes de su familia materna;
lleva dulce y melodioso nombre y prestigioso
apellido ilustrado por su padre, eminencia
consagrada en la cirugía argentina.
También él lleva un nombre de gran re-
sonancia en los anales de la medicina argen-
tina, el mismo que llevara el jefe de su hogar,
con todos los prestigios del talento y la caba-
llerosidad; su tipo acentuadamente moreno.
le ha valido un sobrenombre, que evoca todas
las leyendas, sentimentales y guerreras de la
España invadida por los musulmanes. . .
La revelación de este romance nos revela
que entre todas las pequeneces del ambiente
se desliza el hilillo de oro que anuda nues-
tros destinos. . ,
La Dama Duende.
— i=>L;rv^.s
>>=s.-
'^^GIN.^s
FEMENINAS
N el banquete que,
festej anido su cin-
cuenta aniversario,
ofreció el 4 de enero,
nuestro colega La
Nación, fué una de
las notas más sim-
páticas la llegada a
la fiesta de tres an-
cianas de la familia, verdaderas re-
liquias veneradas por sus virtudes.
Una, doña Delfina Mitre de Drago,
hija de! gran procer, que ha colabo-
rado asiduamente en el diario desde
su fundación. Mujer de una discreción
y de una cultura tan exquisita y de
una sensibilidad tan afinada, que
escribe hoy en el diario que vio nacer
crecer y prosperar, y lo hace con una
psicología tan moderna, con un espí-
ritu tan amplio, con una adaptación
crítica tan justa, que sus páginas
muestran la evolución diaria de un
espíritu superior que ha seguido la
corriente ascendente de la vida en
todos los órdenes, sin detenerse con-
templativa en el pasado, por más que
ese pasado sea tan lleno de recuerdos
como es el suyo, dado el medio inte-
lectual y alto en que actuó desde niña:
la otra, doña Josefina Mitre de Ca-
prile, hija del general y tronco de la
L
U R
Naciendo la mañana, alzábase pomposo
Con noble gentileza magnifico laurel;
Y dicen que la aurora, al verlo tan hermoso.
Suspiró de contento y enamoróse de él.
Blandió el laurel sus tallos con arrogante brío,
Y cuando al cielo altiva la frente levantó.
Cayó sobre sus hojas tal lluvia de rocío.
Que al ímpetu doblóse y de placer gimió.
La brisa, en tal momento, meciéndose ligera
En sus espesos ramos, le dijo al resbalar:
— «Soy de la reina Aurora la esclava mensajera
Oye lo que en su nombre te vengo a confiar.
Tu majestad brillante, tu juventud preciada.
El lujo de tus hojas, tu espléndido verdor.
La tienen por tu dicha de amor enajenada;
Yo traigo en mis suspiros las prendas de su amor.
Y porque siempre viva eterna en su memoria
De su cariño tierno la gracia celestial.
Serás entre los hombres un símbolo de gloria.
La frente que tú ciñas también será inmortal.»
Dijo, y en vuelo fácil, inquieta y bullidora.
Hacia el rosado Oriente sus alas dirigió:
Cayeron nuevas perlas del manto de la Aurora;
Se alzó el laurel de nuevo y el sol lo iluminó.
Septiembre, 1849.
JosE Selgas Carrasco.
respetable fam'lia de ese apellido, y
una de cuyas nietas, apenas llegada
á la vida, ha conquistado ya un pues-
to en la literatura nacional con Nieve,
el interesante libro de versos que ha
sido el éxito del año; y por último, la
señora Edelmira Mitre de Rosende,
la única hermana del procer, que
el día antes de la fiesta había celebra-
do su ochenta y siete aniversario y
cuya entrada fué saludada con una
salva de aplausos.
Como el que esto escribe pregun-
tara a la señora de Drago si aquella
conservaba aún buena salud, le con-
testó:
— No sólo salud corporal, sino
una memoria tan admirable, que esta
tarde me recitó esos versos de un
poeta anónimo, versos que aprendió
allá en su niñez, y que puede hoy
recitar en su ancianidad.
Como se ve, la composición está
hecha en el gusto sencillo de aquel
tiempo, y nunca pensaría su simpático
autor que, recogida en la memoria
de una niña, setenta años después
saldría a luz y sería recitada con
emoción por una anciana y escuchada
con recogimiento por una selecta
sociedad de literatos y periodistas,
en 1920.
Nunca, nunca otros labios te besarán asi,
ni ojos habrá que lloren de amor como he llorado,
ni manos que temblando se acerquen hacia ti
con la ternura inmensa con que yo me he acercado.
Ni corazón más claro, ni dolor más fecundo
hallará la arrogancia de tu frente cansada,
ni un decir más sencillo, ni un sentir más profunde,
encontrarás de nuevo en la larga jornada.
Y cuando yo haya muerto y camines doliente
evocando mi nombre ante cada mujer,
mi espíritu y mi carne te obsedarán fervientes...
¡ y ya no podrá ser! . .
©'Juclawy'
r L
PEREGRINO
UN FENÓMENO LITERARIO DIGNO DE NOTA Y ALABANZA, ES LA CRECIENTE
INVASIÓN FEMENINA EN LOS DOMINIOS DE LA PROSA Y DE LA POESÍA.
EN SUDAMéRICA, SOBRE TODO, EL NÚMERO DE LAS ESCRITO-
RAS Y POETISAS VA FORMANDO UNA NUTRIDA Y BRI-
LLANTE LEGIÓN. A LOS NOMBRES YA CONOCIDOS
HAY QUE AGREGAR, ENTRE OTROS, LAS DE
LAS INSPIRADAS ARTISTAS CHILENAS
QUE FIRMAN ESTAS DOS SEN-
TIDAS COMPOSICIONES.
De haber amado tanto y tanto combatido,
de haber sembrado tanto y tanto recogido,
jmi cuerpo fatigado, mi espíritu rendido!
De haber hacia la tierra prometida marchado,
de haber sufrido tanto y tanto perdonado,
¡mi espíritu rendido, mi cuerpo fatigado!
De tanto que me dieren y tanto que he buscado,
de haber, después de tantas jornadas devanado,
la madeja sin fin de tantas horas yertas,
de haber golpeado en vano en las ajenas puertas,
¡todo mi ser. Dios mío, vacila fatigado!
Sobre tu seno, ¡déjame arrojar el Pasado!
Y rápido, sintiendo un vigor auroral,
comenzaré ¡de nuevo! el sendero eterna!.
AbEZA*DE»VIEcJO
OLEO/f F DOMINGO
n.OPEIl\D
D.D ALFREDO
GONZALE7.
CAÍANIO
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La conservación de la belleza femenina.
Conservar la belleza y la plasticidad del cuerpo, es quizás la preocupación más
grande de la mujer, cuando ve avanzar los años y comienza a notar sus estragos.
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no detiene el avance de los años, pero evita sus consecuencias, con-
servando el cuerpo joven y las energías vitales en toda su plenitud.
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LEÓN DE PIEDRA DOMINANDO AL HOMBRE
Las continuas excavaciones
que se realizan en las minas de
Babilonia y stis alrededores, po-
nen al descubierto numerosas
muestras del arte peculiar de
aquel antiquísimo y misterioso
pueblo.
Se han realizado hallazgos de
inmenso valor histórico que ponen
de relieve el alto grado de civili-
zación alcanzado por los babilo-
nios. Las murallas, que los retra-
tos históricos hicieron célebres.
resultan en la realidad mucho más
grandes de lo que la fantasía de
hebreos y grifos pudo imaginar.
Las estatuas sorprenden por lo
colosal de su tamaño.
Entre las esculturas descubier-
tas, llama la atención la que re-
produce nuestro fotograbado.
Aunque el tiempo y las operacio-
nes de excavación la han mutila-
do enormemente, todavía queda
lo bastante para darse cuenta de
la magnitud de tan grandiosa
obra.
Un león toscamente estilizado
mantiene bajo su cuerpo y sus ga-
rras a un hombre tendido de es-
paldas.
Aun no se sabe lo que se pre-
tendería simbolizar con esta es-
cena de muerte.
Tal vez se trate de una estatua
totémica. de un dios cuyo temible
poder se hallaba representado por
la figura del rey de las selvas,
asesino de hombres, a quien el
humano miedo rendía un culto
díívoto. La escultura pertenece a
una de las primitivas civilizacio-
nes babilónicas.
EL TEMPLO DE NAKHON WAT, EN CAMBODGE
UKA DC LAS MARAVILLAS DE LA ANTICUA ARQUITECTURA ASIÁTICA ES ESTE MAGNÍFICO EDIFICIO SAORADO, (JUE AUN SE CONSERVA CASI COMO CUANDO FUÉ CONSTRUfOO
MACE SIGLOS. EL TEMPLO DE NAKHON WAT ESTÁ CONSIDERADO COMO UNA RELIQUIA DE LA RELIGIÓN BUDISTA, QUE TANTAS MUESTRAS DE ARTE HA SABIDO DAR.
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1 9
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AL CUARTO TOMO
1 9
SECCIÓN ARTÍSTICA
ALICE (Antonio).
Retrato de las señoritas María E. y Leopol-
dina Badino (óleo). Reproducción a cuatro
colores 43
ALONSO (Juan).
Teodoro Roosevelt (carbón). Segunda cará-
tula 33
El vellocino de oro (dibujo) 33
El cuaderno de apuntes (dibujo) 33
Saliendo del baño (segunda carátula, en
bicromía) 34
Acerca de Novelli (caricatura) 34
En e! ni aniversario (carátula en tricromía) 35
El dinosaurio (ilustraciones) 35
El campanario (carbón) 36
Bizarromania (carbón) 36
Amado Ñervo (retrato en tricromía) 37
La hilandera (dibujo) 37
Roberto J. Payró (carbón) 40
Versos de Negrita (paste!) 41
Malpocado (óleo). Carátula a cuatro colores. 42
Azorín (carbón) 43
Caldos (carbón) 44
ALVAREZ (Eduardo).
Motivos de estío (ilustración) 33
La sonrisa (ilustración) - . . . 33
Los pavos reales (ilustración en tricromía). . 34
En voz baja (ilustración en bicromía) 34
!ii Aniversario (ilustración en bicromía) 35
El galeote (dibujo) 35
Goyesca (ilustración en bicromía) 36
D. Ramón del Valle Inclán (caricatura).... 36
Remanso (dibujo) 37
El arpón (ilustración) 38
La criolla japonesa (gouache) 38
Llueve. . . (ilustración). 39
Desde mi balcón (ilustración) 40
E! sillón de mimbre (ilustraciones^ 40
La piadosa distancia (dibujos) 42
Mariposas (composición en bicromía) 43
La aldaba de madera (ilustración) 45
ALVAREZ DE SOTOMAYOR (Fernando).
Retrato de niña. Carátula, a cuatro colores 40
Viejos vascos (óleo). Reproducción a cuatro
colores 40
El rosario (óleo). Reproducción a cuatro co-
lores 41
El niño de la manzana (óleo). Reproducción
a cuatro colores 43
ANCLADA CAMARASA (Hermenegildo).
La mujer del mantón amarillo (óleo). Repro-
ducción a cuatro colores 43
ANÓNIMO.
Bodegón (óleo). Reproducción a cuatro co-
lores 33
BARBUDO.
Un gentilhombre (óleo). Reproducción a
cuatro colores 39
En el Trianon (óleo). Reproducción a cuatro
colores 39
BERMUDEZ (Jorge).
Señorita Stela de Mom de Cárcano (óleo).
Reproducción a cuatro colores 40
Torres el campero (óleo). Reproducción a
cuatro colores 42
BERNALDC DE QUIROS (Cesáreo).
El privado (óleo). Reproducción a cuatro
colores 42
BENEDITO (Manuel).
De la vieja Holanda (óleo). Reproducción a
cuatro colores 38
BOLINS (CuiLLERMO Carlos).
El hombre que detestaba a sus semejantes
(dibujo) 35
BRANCWYN (Frank).
El embarcadero (óleo). Reproducción a cuatro
colores 34
CASTRO GIL.
El palacio espectral. El poder de Castilla
(aguas fuertes). Doble página en bicromía. 40
CENTURIÓN (Emilio).
En Patermo (gouache en bicromía) 33
Las tres gracias (ilustración) 35
Pototo y Mechita (gouache en bicromía).. . 36
Éxtasis (gouache en bicromía) 40
Dolor de ausencia (dibujo). 42
Paleta marina (ilustración) 43
COLLIVADINO (Pío).
Independencia y Paseo de Julio (óleo). Re-
producción a cuatro colores 35
COTTET (Charles).
Mauvaises nouvelles (óleo). Reproducción a
cuatro colores 36
Procesión bretona (óleo). Reproducción a
cuatro colores 44
CHICHARRO (Eduardo).
Aldeana rusa (carátula en tricromía) 34
CHRISTOPHERSEN (Alejandro).
La dama de la mantilla (óleo). Carátula a
cuatro colores 33
En la quietud de! taller (óleo). Reproducción a
cuatro colores 33
DA PONTE DE BASSANO (Leandro).
Retrato de un desconocido (óleo). Reproduc-
ción a cuatro colores 37
DOMINGO (F.).
Cabeza de viejo (óleo). Reproducción a
cuatro colores 44
FADER (Fernando).
Cruzando la loma (óleo). Reproducción a
cuatro colores 34
FLAMENC (Francdis).
Doña Teodolina Fernández de Alvear (óleo).
Segunda carátula a cuatro colores 39
FORTUNY (Francisco).
La fiesta del río (ilustración) 34
Por esos mundos de Dios (ilustración) 43
FRANCO (Rodolfo).
Rincón de Sevilla (agua fuerte). Segunda
carátula 40
FOURNIERES (Roberto S.)
Retrato de la duquesa de Bomillón (óleo).
Carátula a cuatro colores 38
CHISLANDI (Fray Víctor).
Dama veneciana (ote©). Reproducción a
cuatro colores 44
COSSAERR (Jan).
La virgen de la fruta (óleo). Reproducción
a cuatro colores 38
GROSSO (Ciacomo).
Retrato de mujer. Reproducción a cuatro
colores 40
GUIDO (Alfredo).
Serenidad (dibujo) 36
HERMOSO (Julio).
Aldeanitas extremeñas (óleo). Reproducción
a cuatro colores 35
HOHMANN (Juan).
La hermanita (dibujo) 35
HUERCO (Juan Carlos).
Los veraneantes (página humorística) 34
Para dejar constancia (gouache) 34
La alegría del domingo (página humorística
en tricromía) 36
El descubrimiento de América (dibujos). ... 38
Filosofía de los gatos (ilustraciones) 42
JAN HARM (Weinjns).
Mondando habas (óleo). Reproducción a
cuatro colores 36
LACALLE (Alonso).
Iglesia y colegio de Alta Gracia (dibujos y
fotografías) 38
LAPARRA (W.).
Regard en arríere (óleo). Carátula, a cuatro
colores .
37
LARCO (Jorge).
Las toilettes de Pichula en Mar del Plata
(página en bicromía) 34
Las mil y una noches (dibujo, en bicromía) 35
; Apuntes de un aficionado al cine (bicromía) 41
i No tengo ropa que ponerme. . . (acuarela, en
I bicromía) 42
1 ¿Se visten o se desnudan? (acuarela, en bí-
1 cromía 43
La dulce alegría (composición) 44
Haz de tu mano un vaso (ilustración) 44
LELY (Pedro).
Retrato de un gentilhombre. (Carátula, a
cuatro colores) 40
LONGHI (Alejandro).
Noble veneciano (óleo). Reproducción a cua-
tro colores 44
LONGHI (PiETRo).
Dama veneciana (segunda carátula). Re-
producción a cuatro colores 41
LÓPEZ (Vicente).
Infantina (óleo). Carátula, a cuatro colores. 43
LÓPEZ NAGUIL (Gregorio).
Eslava (óleo). Reproducción a cuatro co-
lores .
35
LOURIDO.
Canciones infantiles (dibujos) 43
MARTIN (Henri).
Le printemps (óleo). Reproducción a cuatro
colores 41
MAYOL (Manuel).
La vida de un pequeño pueblo (dibujo).
MEDINA VERA.
Fauno (ilustración)
35
MiCHETTí (Paolo).
Estudio para «El voto» (pastel). Reproducción
a cuatro colores 42
MORENO CARBONERO (José).
Sancho Panza (óleo). Reproducción a cua-
tro colores 35
MORO (Antonio).
Retrato de un desconocido (óleo). Reproduc-
ción a cuatro colores 38
MORILLO.
Oleo. (Reproducción a cuatro colores) 33
NAVARRO MONZO (Julio).
Patio andaluz (acuarela). Reproducción a
cuatro colores 40
NIETO (Anselmo Miguel).
Las dos amigas (óleo). Reproducción a cua-
tro colores 39
ORTIZ ECHAGUE (Antonio).
Aldeana sarda (óleo). Carátula a cuatro
colores 36
Mujer andaluza (óleo). Reproducción a cua-
tro colores 37
PELAEZ (Juan).
Las desorientadas (ilustración) 33
Sobre la loma (óleo). Reproducción a cuatro
colores 34
Moderno Watteau (ilustraciones) 38
Corki vagabundo (dibujo) 38
Una cifra (ilustración) 40
Los héroes anónimos (ilustración) 42
La conquista de la voluntad (ilustraciones) 43
PELLECRINI.
Retratos de doña Manuela Suárez de Lastra
de Carmendia y doña Micaela Camusso de
Maldonado (doble página, en bicromía).. 37
PETRONE (M.).
La venganza del indio (ilustración) 33
La viejecita de! salón (dibujo) 35
Perfil. Esfinge (ilustraciones) 42
Un drama frío (ilustración) 43
POURBUS (F.RANCisco).
Retrato del embajador de Mantua (óleo).
(Carátula a cuatro colores 39
RAEBURN (Henry).
Sara Philipps (óleo). Reproducción a cuatro
colores 37
Retrato de un gentilhombre inglés (óleo).
Carátula a cuatro colores 44
RIBERA (Román).
En las carreras de Longchamp (óleo). Repro-
ducción a cuatro colores 33
RIBOT (AuGUSTiN T.)
Les deux amis (óleo). Reproducción a cua-
tro colores 33
RIGAUD (Jacinto).
Oleo. Reproducción a cuatro colores 42
SHYARAKU.
Actriz y actor japoneses (doble página, a dos
colores) 38
SIMÓN (LuciEN).
Bretones (óleo). Reproducción a cuatro
colores 36
SIRIO (Alejandra).
E! último gnomo (ilustración) 33
Casa arrendada (ilustración) 33
Apoloizar (ilustración) 34
Historia de un pueblo (ilustración) 34
Romanticismo porteño (ilustración, en bicro-
mía) 35
Mi hermana la monja (dibujo) 35
El buen Tomás (dibujo). 36
Trabajador de muchos oficios (dibujo) 36
Una partida de campo (dibujos). 37
La villa de las glicinas (dibujo) 38
Ariana y Dionysos (ilustración) 38
Plegaria (dibujo) 39
El himno al sol (ilustraciones) 39
La dama fiel (ilustración) 40
Lluvia (dibujo) 40
El caminante y el campanero (ilustraciones) 41
El espejo negro (ilustraciones) 42
La conjuración de las palabras (dibujos) . . 44
ZAVATTARO (Mario).
La rodada (dibujo) 34
La doma (dibujo) 36
El hombre-buey (ilustración) 37
Evocación (dibujo) 37
La voz de las cumbres (ilustración) 33
NÚM
La provincianita sentimenti! (íustración) 38
Los apólogos del viejo (Juitque» (ilustración) 39
El crédito (ilustración) 39
El clavel rojo (ilustración) 40
Primavera (gouache. página en bicromía).. 42
ZUBIAURRE (Ramóh).
Aldeana gallega (reproducción a cuatro co-
lores) 41
ZULOAGA (Ignacio).
Mi prima Cándida (óleo). Segunda carátula,
a cuatro colores 43
SECCIÓN LITERARIA
ABELLA CAPRILE (Maroakita).
Lluvia (dibujo de Sirio) 40
ACEVEDO DÍAZ (Eduardo).
Apoloizar (ilustración de Sirio). . :4
AMADOR (FernAn Félix de).
El último gnomo (ilustración de Sirio) 33
La villa de las glicinas (dibujo de Sirio)... 36
La casa colonial de don Carlos Ossandon
(con fotografía) 42
ANDRÉS (Víctor).
Alejandro Christophersen (con fotografía) 33
Parque nacional de Naíiuel Huapí (con foto-
grafías) 35
Joyas del Museo Etnográfico (con fotografías) 36
Antonio Ortiz Echagüe (con fotografías). . . 37
Ei arte japonés en Buenos Aires (dibujos
japoneses) 38
ARATA (Antonio J.)
Excursión y misa cantada en el Cristo de
los Andes (con fotografía) 34
AUCLAIR (Makcelle).
El peregrino 44
AZNAR (Manuel).
El cuaderno de apuntes (carbón de Alonso). 33
Bizarromania (carlrón de Alonso) 36
La piadosa distancia (dibujos de Alvarez). . 42
BAZZANO (Leonardo A.).
Un drama frió (ilustración de Petrone). ... 43
BELDA (Joaquín).
Desde mi balcón (ilustración de Alvarez),. 40
BOLINS (Guillermo Carlos).
El hombre que detestaba a sus semejantes
(dibujo del autor) 35
BOYER (JACOBE).
Las falsificaciones de cuadros (con fotogra-
fías) 41
BUNGE DE CALVEZ (Delfina).
Ensayos breves 40
CARRIZO (César).
La voz de las cumbres (ilustración de
Zavattaro) 38
Una cifra (ilustración de Peláez) 41
CASTELLANOS (Julio).
Zonza Briano (con fotografías).
35
CASTIÑEIRAS (Alejandro).
Gorki vagabundo (dibujo de Peláez) 38
CIVININI (GuELFO).
El hallazgo (ilustración fotográfica) 36
CHARRAS (Julián de).
El alma de Martín Fierro (cot fotografías). 42
CHRISTOPHERSEN (Alejandro).
Fundamentos de arquitectura colonial (con
fotografías) 37
DABOVE (Julio César).
La hermanita (dibujo de Hohmann) 35
D'ANDREA (Monseñor).
Escuela gratuita del Buan Consejo (con fo-
tografías) 36
DARDO LÓPEZ (Albino).
La rodada (ilustración de Zavattaro) 34
El arpa (ilustración de Alvarez) 38
El crédito (ilustración de Zavattaro) 39
DAY (Emma).
Manon
36
DE CLEVES (Martín).
Descendientes de damas patricias (con foto-
grafías de Van Riel) 37
DEFILIPPIS NOVOA (F).
La venganza del indio (coa ilustración de
Petrone) 33
DE LECUINA (Enrique).
Amado Ñervo (retrato al pastel de Alonso). 37
/
DELLA COCTA (PkatoV
B <|«»M«taB«> «J. Ai»áric»(dibtt}0«<W
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Ifadiaca) *
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Robwio J. Pwn* (eartíB d« Alixuo). . . . . 40
El «Mto iMrio (ItartiadotM» d* Sirio). ... 43
U i'f'"- d» i* lohmtad (Ihstnciones
dt PMm *5
GakMi (caibte de Ak». ^
OE PeORO (Valshtíh).
Dea Ramte M ValW IncUn (ciricatun de
Ahnrat).
36
DÍAZ ROMERO (Euoono).
U dama <W fihstncióa de Sirio) 40
La dsk» «t«ia (oompoidte de Luro) 44
DÍAZ CARC£S (JOMJuiHk
Coa anaadada (OíatTaeioMS de Sirio) 33
DÍAZ (Laorau»).
Ariua r Dtoonoi (Oíatradin de Srio>. . . 38
DUBOIS(Dr Fí
La laapenun del Miaeo del Louttt (con fo-
37
DUHAU (AlJKEDCP..
Acnca de NovalU (caricatura de Aloaao). . 34
E. H. A
JoUo NaTano Moiuó. . . 40
ClZACUlRRE (Josa Mahubl)
Ada Elfleta (con fotccnfiaa). . . 39
ELFLEIN (Ada M.).
En la inontafta tucumana (con fotocrafias). 40
FERNANDEZ MORENO
Venoa de Nepru (pastel de Alonao).
FERRER (Juan os la Cmvz).
Dolor de aiaenda (dibujo de Onturiin).
41
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FOPPA (Tito L.).
FloraDcia la dirina (con fotocrafias) 40
•Can Ferraf • (con fotoírafias) 42
CANA (Fbd«ucx>).
El darcl reio (Oaatraciár. de Zavattaro). . . 40
garcía (Lúa).
Ftototo y Mechiu (fouache de Centurión).
Ejctaaia ((onache de Centurión)
36
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garcía landa
Hiatoria de un pueblo (con ilustración de Si-
rio). 34
El hlmao al iol (dibuioa de Sirio) 39
Fllonfia de kx tatos (ilustraciones de Huer-
to). 42
GERCHUNOFF (Ai^arro).
La fiesta del rio (con ilustración de Fortuny) 34
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y fotocrafias del mismci .la
LARRETA (Emiguc).
Soneto lomameotación y manuscritos de Si-
*>■ 44
LA DAMA DUENDE.
PlCliu* taasninas 34
Piiius (sneniíu* (con retrata > 35
PtCinas ismeninas 35
P*Ctoss femento^-fcon retratos) 36
Los últimas niqAI44ePaHs (con fo^afias> 38
Escuela de la Santa Unión de los Sagrados
(^razones (con fotocrafias) 39
En loa «courla» átl Tennis Club Arcentino
(coa fotocraffu) 40
PiCinas femeninas (con retratos) 42
Visiones de un pintor florentino (con foto-
trafías) 43
Fitinas fen>eniras 44
LATORRE (M. Hectosi
Mauricio Dumesnil (con retrate 40
LEE (Hkbbrt).
Danzas mitológicas (con fotografías)..
L. M. de E. Z.
Asik> Saturnino E. Unzué (con fotsgrafias)
LU<30NES (Lbotoloo).
Pavos reales (con ilustración en tricromía, de
Alvarez)
Mariposas (composición de Alvarez)
LYNCH (Benito).
Los desorientados (ilustraciones de Peláez).. .
El tiombre-buey (ilustración de Zavattaro)
35
MARIANNO (Olegario).
La hilandera (dibujo de Alonso» 37
MACIEL (Santiago).
El vellocino de oro (ilustración de Alonso). . 33
Las tres gracias (dibujo de Centurión) 35
La doma (dibujo de Zavattaro) ■ . 36
Los apólogos del viejo (Juilques (ilustración
de Zavattaro) 39
Los héroes anónimos (ilustración de Peláez) 42
MALLOL (B. J.).
La ciudad encantada (ilustración de Fortuny) 43
MARTÍNEZ JEREZ (José).
El sillón de mimbre (Ilustraciones de Alvarez)
40
MEDEIROS Y ALBUOUERQUE (M.).
El galeote (dibujo de Alvarez) 35
MEDINA (Vicente).
Fauno (ilustración de Medina Vera) 33
Llueve... (ilustración de Alvarez) 39
Finalidad literaria (ilustración de Peláez). . 41
MEZQUITA (Emina P. de).
Un bautismo pintoresco en (^atamarca 38
MIATELLO. HIJO (Huoo).
Las formaciones de arenisca (con fotof^afías) 39
S. M. la orquídea (con fotografías) 41
MOM (Arturo S.)
Perfil. Esfinge (ilustraciones de Peírone)... 42
MUZZIO SAEN2-PEÑA (Carlos).
Serenidad (dibujo de Guido) 36
Jorge Bermúdez (con fotografías) 39
IX salón anual (con fotografías) 40
MONNER SANS (Ricardd).
Mi mote (con fotografía) 38
MONTAGNE (Edmundo).
La viejecita del salón (dibujo de P?trone) . . 35
MORALES (Delio).
La vida de un pequeño pueblo (dibujo de
Mayol) 35
Trabajador de muchos oficios (dibujo de Sirio) 36
MONTIEL BALLESTEROS.
Motivos de estío (con ilustración de Alvarez) 33
Las mil y una noches (dibuioa dos colores de
Larco) 35
MUÑOZ RAIMONDl (E).
El doctor Penna (con retrato) 36
ÑERVO (Amado).
A mi hermana la monja (dibujo de Sirio). . 35
Remanso (dibujo de Alvarez) 37
OSORIO (Raúl P.).
El rosedal de Palermo (coi fotografías) 33
La misma raza (con fotografía) 34
La casa del doctor Sojc (con fotografías) 43
Club Mar del Plata (con fotografías) 44
PAGINAS FEMENINAS.
Encuesta: Por Eugenia Domecq García. Sara
Senillosa de Carranza, Mahuinca 33
Julio Ballard, por Carlos Buet: traducción de
Emina P, de Mezquita 34
Opiniones femeninas, por Julia Siegfried.... 34
Lo» derechos de la mujer, por Elvira Rauzón
de Dellepiane 34
Lady Harley. Marcelle Sommer, por Maria
Lebem 36
Silueta» aristocrática» 39
Valor, por Beatriz Albertina 40
PALMA (Angélica.).
Vencida 35
Plegaria (con dibujo de Sirio). ...... .....^ ! 39
40
PAYRO (Roberto J.).
S. E. el cardenal Mercierícon retrato) 42
La aldaba de madera (ilustración de Alvarez) 43
PÉREZ CALDOS (Benito)
La conjuración de las palabras (dibujos de
Sirio) 44
PEREZ-VALIENTE (Antonio).
La casa del virrey Sobremonte (con fotogra-
fías) 33
Renacimiento del arte indígena (con fotogra-
fías) 34
Amado Ñervo (con retrato) 35
Obras artísticas del templo del Pilar (con fo-
tografías) 36
El castillo de Chapadmalal (con fotografías) 37
El palacio de Alvear en San Fernando (con fo-
tografías de Vargas Machuca) 39
La casa de los señores de Escalíer (con foto-
grafías) 40
La Barra de Anchorena (con fotografías)... 44
PEREZ-VALIENTE (José M.).
Alfombras y tejidos incásicos (con fotografías) 33
y Salón de acuarelistas (con fotografías). ... 37
PRINS (Enrique).
Jorge Soto Acebal (con fotografías) 38
OUIROGA (Horacio).
La sonrisa (con ilustración de Alvarez). ... 33
El dinosaurio (dibujos de Alonso) 35
En la cantera (ilustraciones de Alvarez) .... 44
RIO (JOAO de).
Una criatura a quien nunca le faltó nada,
(ilustraciones de Valdivia) 43
R. NAPAL (Dionisio).
La Gran Colecta Nacional (con retratos).
41
RODRÍGUEZ (Rodolfo Fausto).
En voz baja (con ilustración a dos colores
de Alvarez) 34
RODRÍGUEZ PUJOL (Héctor).
Azorín (carbón de Alonso) 43
RÚAS (Enrique M.).
El buen Tomás (dibujo de Sirio) 36
RUBÉN DARÍO (hijo).
Goyesca (ilustración a dos colores, de Alvarez) 36
SALAVERRIA (José M.).
Pintores místicos españoles (con fotografías) 40
El caminante y el campanero (ilustraciones de
Sirio) 41
SÁNCHEZ SORONDO (Matías G.).
Paleta marina (ilustración de Centurión) 43
SIMBOLI (Rafael).
El Augusteo (con fotografías) 37
Ñapóles a vista de águila (con fotografías) 43
SOTO ACEBAL (Jorge).
Moderno Watteau (ilustraciones de Peláez). 38
VISILLAC (Pedro B.).
Haz de tu mano un vaso (ilustración de Larco) 44
WOODGATE (Fannv Coverton de).
Altruismo femenino (ilustración de Sirio).. 33
NOTAS DE REDACCIÓN
Enrique Stein (con retrato) 33
Mar del Plata: La hora del baño (con foto-
gralías) 34
Tierras istrianas (con fotoerafías) 34
Feminismo norteamericano (con fotografía). 34
José Bouchet (con retrato) 35
in Aniversario (con ilustración a dos colores
de Alvarez) 35
Manuel Mayol (con retrato) 35
Martín Coronado (con retrato) 35
A orillas del río Arias (con fotografía) 35
La fuente de Moisés (con fotografía) 36
La capilla de Santa Catalina, en el Sinaí.. 36
El campanario (ilustración de Alonso 36
Solivia: Una procesión en Chaguiya {doble
página) 36
Teatros japoneses (con fotografías) 36
Evocación (dibujo de Zavattaro) 37
La mujer limeña (con fotografía) 37
Nueva York de noche (con fotografía) 37
Fauna marítima de Golfo Nuevo 38
Aguador egipcio 38
La criolla japonesa (gouache de Alvarez).. 38
Un rodeo en la Pampa 38
Las mujeres en el arado 39
La ♦toilette* 39
Rio de Janeiro 39
Al margen de las ciudides 40
I Exposición de arte gallego (con fotogra-
fías) 40
Un monumento de la historia colonial (con fo-
tografías) 41
La torre del Reloj, en Venecia (con fotD-
graffas) 40
La catedral de Santiago de Ckjmpostela (con
fotografías) 41
En las carreras de Longchamp (con fotogra-
fías) 41
El día de la Raza 41
Exposición Fader (con fotografías y re-
trato) 41
Casi española de C^magüey (con fotogra-
fías) 4]
Mezquita de Mahomed u (con fotografía) 41
El convento de Sin Lorenzo (con fotografías) 42
Exposición Ana Weis^ de Rossi (con retrato) 42
El gran premio C. Pellegrini (con fotografías) 42
L^ cornisa de Ruoms 42
El rowing en Norte América 42
Jenner vacunando a su hijo 43
El Cristo del Amor 43
La Basílica de San Francisco (con fotogra-
fías) 43
El arte salvaje (con fotografía) 43
Universidad de Córdoba 43
Veleta Colonial 43
Una llama 44
Consíantinopla (con fotografías) 44
Los argonautas 44
León de piedra dominando al hombre 44
Golf Club de Mar del Plata 44
Momento musical (con fotografías) 44
fotografías artísticas
Lago de Nahuel Huaoí 33
Un luear pintoresco de Córdoba (fotografía
de González Garaño) 33
Las montañas rocosas 33
L^ Navidad en un hospital de desembarco.. 34
Mar del Plata: La hora de la Rambla (doble
página) 34
Mar del Plata: La hora de la pesca 34
Patio de una casa colonial en Cuba (fotografía
de González Garaño) 34
Parque nacional de Sequoia 35
Máscaras en Nueva York 35
Alfarero indio llegando al mercado (fotografía
Loren te) 36
Mujeres agricultoras 36
Bendición y juramento de la bandera argen-
tina 37
Cairo: Galería de una mezquita 37
La vieja ciudad de Iksebt 37
¡Aquellos amores! (segunda carátula) 37
Devoción infantil (fot. de Baldisserotto). . . 37
Montaña del parque nacional del Ventisquero 38
Mercadito paraguayo 38
El arte en el Rosedal 38
Cuba: Vadeando un río 39
Argelia: Una cascada de piedra 39
Una vista de Córdoba 40
En las playas de Mallorca 40
Un fortín en el Pilcomayo 40
Arte español 40
Desfile de una tribu 40
Zaguán antiguo 40
Una logia del Vaticano 40
En el corazón de la Pampa. Rezagos del tiem-
po viejo (doble página a dos colores). ..... 41
Panamá: Una playa de Balboa 42
Parque Nacional de Mesa Verde 42
2 de noviembre 42
Apartando yeguarizos 42
La cúpula mayor del mundo 43
Antigüedades arquitectónicas de Salta 43
Paisajes sudamericanos 43
Los niños en el Asburg Park 44
Los hielos del polo Ártico 44
retratos
Alberti, Monseñor F 41
Alvear, Mercedes de 37
Alzaga de Blaquier, Virginia 36
Anclair, Marcelle 44
Basavilbaso de Catelín. Enriqueta 42
Basualdo Anchorena de Zuberbulher, Ma-
tilde 41
Bazán, Monseñor Abel 41
Bouchet, José 35
Cano de Rosa, Lucila 40
Cx)nstanzó Blaquier, María L 37
Coronado, Martín 35
Chas, María 36
Chevalier Mezquita, Maria 40
Christophersen, Carmen 36
D" Andrea. Monseñor de 41
Dumesnil, Mauricio 40
Escalada, Margot 44
Escalada Fragueiro, Cora 35
Fader, Fernando 41
García Mansilla, Jovita 36
Green de Vedoya, Maria E 36
Harilaos de Olmos, Adelia 41
H übner, Sarah 44
Jaurin. Luz 37
Labougle, Susana 37
La Hoz, Consuelo 37
Landívar de Zorraquín. Isolina 36
Leloir de Udaondo, Marta 42
Lezica. Ana de 37
López Gowland. María E 37
Lugones, Leopoldo 42
Mayol, Manuel 36
Mercier, S. E. el Cardenal 42
Mitre de Rosende 42
Muratcre, Luden 39
Muzio, Claudia 39
Ñervo, Amado 33
Ocampo, María Luisa 43
Ottein. Angeles 39
Patti, Adelina 41
Paz, María Esther 33
Penna. José 36
Peña Unzué, Mercedes 36
Peña Unzué de Paunero, Mercedes 38
Pico Estrada, Agustina 37
Riglos Alzpga, Josefina de 37
Rodríguez Quintana, María L 36
Roosevelt, Teodoro 33
Sáenz-Valiente y Aguirre, Valentina 37
Sánchez Terrero, Adela 37
Schipa, Tito 39
Soria, Clara 37
Vanni-Marcoux 38
Vassailo d¡ Torregrossa, Monseñor 41
Weiss de Rossi, Ana 42
Zemborain de del Carril, Adela 42
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BINDINGSZCT. MAY 151969
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